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en los tiempos en que florecía nuestra amistad. Siempre
me perdía primero por otros corredores, pues la casa era un
verdadero laberinto, dividida además en dos alas
asimétricas. Las carcajadas del poeta resonaban en toda la
casa cuando finalmente desembocaba, azorado, en la
pequeña alcoba llena de cuadros.)
Pero ahora el hombre enfermo apenas se movió, si
bien me había reconocido casi enseguida.
—Hola —dije, maldiciéndome interiormente por mi
increíble torpeza. (¿Eso era todo, “hola”? Dios mío.)
Estuvimos un rato callados. Yo sin atreverme a
hablar. Él en un silencio cuya prolongación iba llenando la
alcoba de una vaga pero creciente sensación de misterio y
peligro. Al fin habló:
—¿Sabes? —dijo en un susurro. Tenía cáncer de la
garganta, por lo que su voz sonaba a cristales rotos (como
bien dijo el maestro). Acerqué la oreja.
—¿Qué?
Se oyó un suspiro largo y ronco.
—Ese poema tuyo, brillante y pésimo. Lo veía venir.
Incapaz de descifrar lo que podía significar aquello,
opté por callar.
Otro suspiro, más corto. Y luego, nada. El poeta,
vencido, tenía ahora una mirada plácida. Había dicho lo
suyo, sin duda alguna. Un niño no hubiera parecido tan
feliz bajo la disipación del dolor y de las arrugas.
Gritos, los familiares, etc.
Volví a casa. Por el camino, me encontré con un
vagabundo a quien tampoco veía hacía tiempo, y
estuvimos hablando de nuestras cosas mientras pisábamos
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indiferentes el pedregullo paralelo a las vías del tren. Me
despedí de él al llegar a la entrada del pueblo donde vivo
(allí hay una bifurcación cuya segunda posibilidad nunca
me ha interesado, pero que el vagabundo, al parecer,
conocía) y seguí caminando como siempre, de forma
reconcentrada, sin dejar de pensar en ningún momento en
las cosas extrañas que tiene la vida y en las indescifrables
palabras del poeta.
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—La literatura —me dijo— es como las partidas de
ajedrez. Toda obra ya ha sido escrita, así como toda partida ya
ha sido jugada.
Intento no pensar en el bosquecillo de cedros. Intento no
pensar en la literatura. Intento no pensar en las palabras del
poeta.
Lo único que sé es que son las 6:00 en punto de un
tranquilo atardecer de verano y que debo sentarme a escribir
como sea. Entonces me siento y escribo:
Rogelio Saunders