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CIUDAD, CULTURA Y MODELOS TURÍSTICOS1

Lluís Bonet Agustí Universidad de Barcelona

La ciudad ha sido tradicionalmente un destino natural del viajero con motivaciones culturales,
puesto que concentra los servicios de acogida y buena parte del pulso vital de un país. Como
dice Jordi Borja, la ciudad es vivencia personal y acción colectiva al mismo tiempo, y sus
plazas, calles y edificios emblemáticos son los lugares en los que se hace la historia. Así, el
actual boom del turismo cultural urbano empieza a cobrar protagonismo frente al mercado
vacacional tradicional de sol y playa en la medida en que el coste del transporte aéreo se
reduce, los períodos de vacaciones se segmentan y las excusas o los motivos para viajar a las
ciudades se multiplican.

Pese a que el turismo cultural no es de momento más que un segmento del mercado turístico
global, todo movimiento temporal de residentes de un espacio al otro implica entrar en
contacto –de una manera explícita o implícita, involuntaria o consciente– con otra cultura y
otros hábitos y formas de expresión. El simple hecho de comer en un restaurante de cocina
local –creativa o tradicional–, pasear y observar a la gente a tu alrededor, o dejarte impactar
por la estructura urbana y la forma de circular por la ciudad comporta una exposición a la
cultura local. Más allá de la verdadera motivación inicial del viaje a una ciudad (por ocio,
negocios, estudios o congresos), la cultura adquiere un protagonismo claro, en especial si eres
consciente de ello.

Evidentemente, esta exposición aumenta cuando la motivación del viaje se centra en las
expresiones culturales y existe una voluntad explícita de conocer y contrastar realidades
diversas. A medida que los actores de la industria turística toman conciencia de este interés,
se multiplican las formas de mediación para facilitar el contacto, con una explicitación
creciente de una oferta de productos etiquetados como turístico-culturales. Esta mediación
puede hacerse tanto a través de la creación y comercialización de productos específicos
(visitas guiadas, webs especializadas, publicaciones con itinerarios turísticos, diseño de viajes
o experiencias creativas a la carta, recuerdos, artesanías u obras de arte para turistas
culturales), como con el aprovechamiento de productos preexistentes (la lectura de guías o
libros sobre la cultura local, la asistencia a espectáculos y exposiciones, o la visita a
monumentos abiertos a residentes o foráneos) o, aún mejor, a través del contacto personal con
amigos o familiares.

En este sentido, hay que tener en cuenta que la mayor parte del consumo turístico-cultural
corresponde a productos culturales pensados originariamente para la población residente. La
mayor parte de los museos, monumentos, fiestas o mercados artesanales, así como de la oferta
de exposiciones, gastronomía tradicional o espectáculos, nacen para dar respuesta a una
necesidad o a una expresión de la cultura local. En la medida en que esta oferta está
disponible y es percibida como atractiva por el potencial turista cultural, o por sus
intermediarios o mediadores (guías turísticos o productores de servicios complementarios), se
convierte en un producto más a ofrecer junto a los otros servicios turísticos –transporte,

1
Referencia bibliogràfica:
BONET, L. (2008), “Ciudad, cultura y modelos turísticos”, Barcelona Metrópolis, n. 72, Verano 2008, p. 66-69.
alojamiento, restauración o animación turística–, de forma similar al resto de la oferta
comercial, deportiva o de ocio.

En este contexto hay que situar las interacciones entre las demandas culturales de cada
tipología de turista y la oferta cultural de las ciudades destinatarias de flujo turístico. En
algunos casos, el aumento de la demanda generada por el flujo turístico prestigia el
patrimonio local y justifica el incremento de la propia oferta y su accesibilidad horaria en
beneficio también de los residentes. En otros, se da un secuestro del espacio y de los propios
contenidos por parte del turismo. A menudo, se genera una autoexclusión de los residentes
por colapso o vía precios (el turista tiene más poder adquisitivo y es un cliente temporalmente
cautivo) de una oferta cultural que, a pesar de su creciente prestigio, es percibida para uso casi
exclusivo de los visitantes.

Otro de los efectos culturales del turismo es el sistema cultural y de valores de turistas y
residentes locales. La disponibilidad momentánea de tiempos, el interés explícito por la
vivencia o por comprender la cultura del otro, e incluso la posibilidad de acceder a propuestas
costosas gracias a una mayor capacidad adquisitiva, permiten al turista concienciado un
encuentro más explícito con la cultura del territorio visitado. En cambio, para la comunidad
receptora, el contacto con las culturas diversas de los visitantes es menos buscado y
consciente, pero a largo plazo puede llegar a ser más profundo. Mientras que los turistas tan
sólo pasan fuera de casa unos cuantos días en un contexto de excepcionalidad que rompe con
la cotidianidad diaria, para los trabajadores turísticos y en general para la población que vive
en ciudades turísticas, los valores culturales inherentes de los visitantes y sobre todo de la
cultura del ocio que la rodea pueden llegar a modificar el propio sistema cultural y la
percepción de uno mismo y de los demás.

No obstante, para entender realmente los modelos y estrategias de la industria turística en


relación con la cultura local, hay que partir de los valores y hábitos culturales de los
principales mercados turísticos emisores, hasta ahora mayoritariamente procedentes de los
países occidentales desarrollados. En ellos el acceso al turismo internacional engloba grupos
sociales cada vez más amplios, pese a que el turismo cultural consciente es practicado por un
grupo mucho más reducido de estudiantes y personas con un alto nivel de estudios.

Ahora bien, incluso para este, la práctica turístico-cultural es un fenómeno socialmente


ambiguo. Hay que tener en cuenta que confluyen motivaciones, expectativas y
comportamientos a menudo contradictorios. En cuanto a las motivaciones, el viaje puede
comportar la voluntad de conocer, experimentar o interactuar (comportamientos con
implicaciones cada vez más exigentes, y por tanto minoritarias), y así mismo ser el resultado
de las ganas de coleccionar iconos o de consumir un producto de prestigio reconocido. A la
vez, hay que tener en cuenta las expectativas que el viaje comporta. Buena parte de los
turistas culturales buscamos un producto atractivo y prestigioso, en un marco de ensueño,
evitando incomodidades y conflictos con el entorno o sus hábitos cotidianos, y a ser posible
en temporada alta y a buen precio. Lógicamente, todas estas expectativas a la vez son
difícilmente compatibles.

Finalmente, el turista cultural sintetiza comportamientos contradictorios: pasa de momentos


de amor y contemplación por lo más sublime a sentirse atraído por prácticas del todo banales
(por ejemplo, comprar un recuerdo convencional desligado de la cultura visitada), del respeto
por la cultura del otro a la depredación de unos recursos intangibles en peligro de
desaparición. En determinados momentos, los más conscientes, el turista cultural puede ser el
paladín de la máxima contemplación o respeto, o el catalizador de una nueva conciencia que
permite la sensibilización local y la preservación de un recurso cultural en peligro. En otras, la
búsqueda fácil de la comodidad, la tendencia a usar y tirar los productos una vez consumidos,
o el consumo masivo de un recurso cultural frágil pueden comportar la destrucción
irreversible de un patrimonio cultural heredado.

La tendencia homogeneizadora que afecta al paisaje de las ciudades, con la colonización de


plazas, calles y otros espacios públicos por parte de una publicidad, un mobiliario público y
una oferta de restauración y comercio sin carácter ni sabor local, reduce la singularidad y el
atractivo cultural del espacio urbano. A las franquicias comerciales o de restauración que se
instalan en ciudades emblemáticas para aprovecharse del flujo turístico generado por la fama
y el atractivo patrimonial creado a lo largo de los siglos no les importa mucho ser
corresponsables de su degradación. Si la ciudad pierde valor simbólico y deja de ser un
destino turístico interesante para ellos, simplemente se trasladan a otro lugar. Tener en cuenta
el paisaje cultural como parte del patrimonio urbano es una forma de no destruir la gallina de
los huevos de oro que convierte a una ciudad en un enclave turístico-cultural.

Sin embargo, hay que decir que muchos turistas confunden lo auténtico con la réplica o la
recreación fantasiosa (el abuso del trencadís modernista kitsch en la decoración de muchos
locales de restauración u ocio barcelonés es un buen ejemplo de ello) o buscan la comodidad
de un Starbucks o de un Hard Rock Café, que les dan seguridad. Saber encontrar una
verdadera granja catalana y arriesgar con un chocolate suizo requiere unas dosis de
atrevimiento cultural poco habituales. Lógicamente, es más sencillo visitar el Museu Picasso
o la Fundació Miró, puesto que ambos forman parte de los referentes culturales
contemporáneos compartidos. Hay que tener en cuenta que las manifestaciones culturales no
escapan al fetichismo de lo simbólico ni al olfato comercial.

El turismo cultural no deja de ser un comercio de identidades (reales, ficticias o soñadas)


hambriento de clichés, pero también de curiosidad y ganas de interactuar. En el fondo, la
demanda cultural de los turistas depende fundamentalmente del capital cultural acumulado,
iniciado durante el período formativo y completado a través de experiencias sucesivas a lo
largo de la vida. Pero dicho capital contiene una mezcla de estilos, valores y niveles que al
entrar en contacto con la cultura de otra ciudad da todo tipo de comportamientos en función
de las circunstancias. En un mundo interconectado y complejo, el turismo cultural no es más
que una de las tantas formas de diálogo cultural. El reto consiste en que todos sepamos sacar
provecho de él sin perder por el camino aspectos fundamentales de la personalidad individual
y colectiva.

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