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La ciudad ha sido tradicionalmente un destino natural del viajero con motivaciones culturales,
puesto que concentra los servicios de acogida y buena parte del pulso vital de un país. Como
dice Jordi Borja, la ciudad es vivencia personal y acción colectiva al mismo tiempo, y sus
plazas, calles y edificios emblemáticos son los lugares en los que se hace la historia. Así, el
actual boom del turismo cultural urbano empieza a cobrar protagonismo frente al mercado
vacacional tradicional de sol y playa en la medida en que el coste del transporte aéreo se
reduce, los períodos de vacaciones se segmentan y las excusas o los motivos para viajar a las
ciudades se multiplican.
Pese a que el turismo cultural no es de momento más que un segmento del mercado turístico
global, todo movimiento temporal de residentes de un espacio al otro implica entrar en
contacto –de una manera explícita o implícita, involuntaria o consciente– con otra cultura y
otros hábitos y formas de expresión. El simple hecho de comer en un restaurante de cocina
local –creativa o tradicional–, pasear y observar a la gente a tu alrededor, o dejarte impactar
por la estructura urbana y la forma de circular por la ciudad comporta una exposición a la
cultura local. Más allá de la verdadera motivación inicial del viaje a una ciudad (por ocio,
negocios, estudios o congresos), la cultura adquiere un protagonismo claro, en especial si eres
consciente de ello.
Evidentemente, esta exposición aumenta cuando la motivación del viaje se centra en las
expresiones culturales y existe una voluntad explícita de conocer y contrastar realidades
diversas. A medida que los actores de la industria turística toman conciencia de este interés,
se multiplican las formas de mediación para facilitar el contacto, con una explicitación
creciente de una oferta de productos etiquetados como turístico-culturales. Esta mediación
puede hacerse tanto a través de la creación y comercialización de productos específicos
(visitas guiadas, webs especializadas, publicaciones con itinerarios turísticos, diseño de viajes
o experiencias creativas a la carta, recuerdos, artesanías u obras de arte para turistas
culturales), como con el aprovechamiento de productos preexistentes (la lectura de guías o
libros sobre la cultura local, la asistencia a espectáculos y exposiciones, o la visita a
monumentos abiertos a residentes o foráneos) o, aún mejor, a través del contacto personal con
amigos o familiares.
En este sentido, hay que tener en cuenta que la mayor parte del consumo turístico-cultural
corresponde a productos culturales pensados originariamente para la población residente. La
mayor parte de los museos, monumentos, fiestas o mercados artesanales, así como de la oferta
de exposiciones, gastronomía tradicional o espectáculos, nacen para dar respuesta a una
necesidad o a una expresión de la cultura local. En la medida en que esta oferta está
disponible y es percibida como atractiva por el potencial turista cultural, o por sus
intermediarios o mediadores (guías turísticos o productores de servicios complementarios), se
convierte en un producto más a ofrecer junto a los otros servicios turísticos –transporte,
1
Referencia bibliogràfica:
BONET, L. (2008), “Ciudad, cultura y modelos turísticos”, Barcelona Metrópolis, n. 72, Verano 2008, p. 66-69.
alojamiento, restauración o animación turística–, de forma similar al resto de la oferta
comercial, deportiva o de ocio.
En este contexto hay que situar las interacciones entre las demandas culturales de cada
tipología de turista y la oferta cultural de las ciudades destinatarias de flujo turístico. En
algunos casos, el aumento de la demanda generada por el flujo turístico prestigia el
patrimonio local y justifica el incremento de la propia oferta y su accesibilidad horaria en
beneficio también de los residentes. En otros, se da un secuestro del espacio y de los propios
contenidos por parte del turismo. A menudo, se genera una autoexclusión de los residentes
por colapso o vía precios (el turista tiene más poder adquisitivo y es un cliente temporalmente
cautivo) de una oferta cultural que, a pesar de su creciente prestigio, es percibida para uso casi
exclusivo de los visitantes.
Otro de los efectos culturales del turismo es el sistema cultural y de valores de turistas y
residentes locales. La disponibilidad momentánea de tiempos, el interés explícito por la
vivencia o por comprender la cultura del otro, e incluso la posibilidad de acceder a propuestas
costosas gracias a una mayor capacidad adquisitiva, permiten al turista concienciado un
encuentro más explícito con la cultura del territorio visitado. En cambio, para la comunidad
receptora, el contacto con las culturas diversas de los visitantes es menos buscado y
consciente, pero a largo plazo puede llegar a ser más profundo. Mientras que los turistas tan
sólo pasan fuera de casa unos cuantos días en un contexto de excepcionalidad que rompe con
la cotidianidad diaria, para los trabajadores turísticos y en general para la población que vive
en ciudades turísticas, los valores culturales inherentes de los visitantes y sobre todo de la
cultura del ocio que la rodea pueden llegar a modificar el propio sistema cultural y la
percepción de uno mismo y de los demás.
Sin embargo, hay que decir que muchos turistas confunden lo auténtico con la réplica o la
recreación fantasiosa (el abuso del trencadís modernista kitsch en la decoración de muchos
locales de restauración u ocio barcelonés es un buen ejemplo de ello) o buscan la comodidad
de un Starbucks o de un Hard Rock Café, que les dan seguridad. Saber encontrar una
verdadera granja catalana y arriesgar con un chocolate suizo requiere unas dosis de
atrevimiento cultural poco habituales. Lógicamente, es más sencillo visitar el Museu Picasso
o la Fundació Miró, puesto que ambos forman parte de los referentes culturales
contemporáneos compartidos. Hay que tener en cuenta que las manifestaciones culturales no
escapan al fetichismo de lo simbólico ni al olfato comercial.