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UN MORO EN PUNTA

Federico Miralles estaba a punto de aceptar la sola condición que Amina Al

Tuahí le había impuesto para desmayar la túnica. Él, dividía su conciencia entre afición

y devoción; en sus pensamientos, ella con una pierna hacia oriente y otra mirando a

occidente.

El tormento empezó mes y medio antes.

Fede era conserje en un instituto de enseñanza secundaria. En masa, toda

aquella chavalería le levantaba cada mañana un terrible dolor de cabeza. Sin embargo,

por la tarde, a cargo del grupito de actividades extraescolares, fútbol categoría infantil,

era feliz. Él mismo se había forjado en campos de albero por la provincia desde

pequeño y llegó a debutar en categoría regional como medio volante derecho. Hasta el

día en que un animal de lateral izquierdo le dejó la rótula hecha papilla y lo baldó para

la práctica de elite. Por eso escogió el camino de la formación de chiquillos y por eso se

afanaba bajo el frío, la lluvia o el sol aplastante de Sevilla para que aquellos chicos

ascendieran un peldaño en la escalera hacia la gloria deportiva de las estrellas de

fútbol. Y, después de cinco años de desvivirse, a seis jornadas, un mes mal contado, de

poder proclamarse campeón de la categoría de la localidad, se le presentaba un dilema

vital, una encrucijada de caminos entre la pasión y la obligación. La decisión final iba a

exigirle un sacrificio descomunal.

Guadalupe Vilches llevaba ocho años de relaciones serias con Fede. Si no se

habían casado aún era porque él siempre se defendía argumentando que debían

esperar a que lo hicieran fijo en la administración y porque ella no insistía demasiado y


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en su fuero interno recelaba de que su novio no fuese más que un calavera. A ver si no,

aquella pasión desmedida por entrenar a chiquillos en vez de estar pendiente de ella y

de formar una familia.

Lupe trabajaba de empleada de hogar por horas; traía más a cuenta que

emplearse con una sola familia. De siete a tres seis días a la semana y algún que otro

encargo le dejaba apenas un ratito libre los martes y los jueves y el domingo, día que

Fede dedicaba por completo al fútbol, o en el campo o frente al televisor.

Su madre nunca apostó fuerte por la relación.

-Hija, parecéis el gordo y el flaco…-le reprochaba.

La señora no veía con buenos ojos que su hija de su alma se hubiese

enganchado a un fulano gordo, sudoroso y, para ella, de poco fiar. Además, no le

perdonaba que todavía no la hubiera quitado de trabajar y le apenaba ver a la niña de

sus ojos con las manos encallecidas y la espalda destrozada de fregar suelos. A su

edad, no sólo no tenía la vida resuelta, sino que se le estaba pasando el arroz porque a

esas alturas no vislumbraba boda y le estaba espantando a otros posibles

pretendientes de más enjundia.

El Complejo Deportivo El Pinatar recibía el nombre de un antiguo bosquecillo ya

extinguido. No era más que un descampado amarillento rodeado de una valla de

ladrillos de la altura de una persona, con una puerta metálica grande que servía de

entrada de mercancías, vehículos y vomitorio en los días de partido. Constaba de dos

campos de fútbol -uno para mayores y otro para los niños-, una zona de

entrenamientos y unos destartalados vestuarios junto al bar. Una bancada de ladrillo

en una banda servía de grada para presenciar los encuentros oficiales. El ayuntamiento
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había pensado renombrarlo como Coliseo Antonio Puerta, en homenaje al malogrado

lateral del Sevilla FC y organizar un partido para recaudar fondos. Si la promesa salía

adelante, tendrían iluminación artificial y una grada para dos mil aficionados.

El caso es que como la misma Lupe tenía siempre la mosca detrás de la oreja,

cuando Federico le propuso que se ocupara el domingo del mostrador del ambigú, vio

el cielo abierto. La actividad le permitiría tener al novio bajo control y obtener los

ingresos extra necesarios para terminar de componer el ajuar.

Y así fue. En los tres meses que siguieron trabajó mucho, pero desde detrás del

mostrador de la cantina, mientras servía refrescos y bocadillos de tortilla a los

asistentes, vigilaba a Fede que le tiraba besos imaginarios desde el banquillo o le

susurraba planes de boda en la barra mientras el Rayo Candelaria y el Cheroki´s F.C.

empataban a cero en un partido sin garra, de pura especulación.

-¿Pero tú me quieres?- le preguntaba ella a menudo.

-Más que un partido de la Champions -respondía él- y seguía dibujando

alineaciones y tácticas en su cuaderno azul.

Aquel año, la temporada transcurría por unos derroteros positivos: veintiún

puntos de treinta posibles y un equipo que daba espectáculo. Hasta el día en que

apareció Amina. Aquel domingo Federico estaba en el graderío viendo a unos alevines

y comentaba con otros asiduos el porvenir de un chiquillo de flequillo lacio que llevaba

el balón como cosido a las botas. Al principio la vio cruzar por detrás de la portería del

equipo visitante, embutida en una chilaba, y no prestó más atención. Miró

instintivamente hacia el ambigú y se sobresaltó al cruzarse con la mirada de la novia.

Le tiró un par de besos y encaró el tramo final de la primera parte.


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Ya en el descanso, se acercó al bar y pidió una cocacola. Fue la misma Lupe

quien se la presentó: aquí Fede, aquí Amina. Tiene un hermano que promete. Son de

Casablanca.

A un lado de la barra, mientras ella lo ponía al corriente de sus circunstancias y

las de su hermano, Federico valoró los puntos fuertes del rival.

La joven magrebí le aclaró que trabajaba de asistenta en el mismo bloque al

que también iba Lupe una vez por semana. Un día en la escalera le comentó que tenía

un hermano pequeño al que le gustaba el fútbol y Lupe le dijo que podía presentarle a

su novio que era manager y ojeador. Federico oía, realizaba una lectura rápida de los

encantos de la mora e intuía lo que se escondía bajo la chilaba.

Prometió que le haría una prueba al chaval y se despidieron pero pasaban los

días y el examen no llegaba. Sólo quedaban seis jornadas para acabar la liga y no era

plan de introducir cambios drásticos en el equipo. Pero su voluntad iba cediendo,

desmoronándose, al evocar las armas que Amina había exhibido en el primer

encuentro.

Dos semanas después volvieron a verse en la banda. Aprovechando un hueco

entre la carrera continua y las tandas específicas de ejercicios de velocidad, resistencia

y coordinación, hablaron. Ella insistía en su demanda mientras el chico se frotaba la

nariz con el dorso de la mano. Como vio indeciso al míster, se acercó al borde del

campo, cogió un balón y se agachó para colocarlo delante del morito. Fede vio el cielo

abierto. O eso creyó él cuando por el escote de la túnica divisó dos hermosos pechos

morenos balanceándose al tiempo que la joven lo miraba suplicante. El tiro fallido del

muchachito quedó en un segundo plano.


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Aquel encuentro tuvo un desenlace desasosegante: él le juró que le haría sitio

en el equipo y ella ilusionada le dio un par de besos en la mejilla. Durante toda la tarde

no se pudo quitar de la cabeza las tetas de la infiel. Su primera intención fue la de

provocar un escarceo con su novia pero no cuajó porque Lupe había limpiado ese día

tres escaleras y no tenía cuerpo para fiestas, por lo que optó por aliviarse mezclando

imágenes del cuerpo magrebí y el gol de Maradona a Inglaterra.

El sábado siguiente, cuando Lupe cerró el chiringuito y marchó a casa y los

estertores de las tristes farolas del campo iluminaban tímidamente las figuras del

último encuentro de la jornada, la reina mora se abrió por entero el traje y le dejó ver

a Federico el fruto prohibido que estaría a su alcance si aceptaba dejar que su

hermano entrara en el equipo. Y él no supo ni quiso resistirse. Su lomo grasiento y

sudoroso se sacudió con furia tras la barra, cubierto con los faldones de la capa de

Amina que musitaba palabras misteriosas en silencio como eco apagado de los jadeos

de Federico.

Se sucedieron unos días de dudas y zozobra. Fede andaba angustiado e indeciso

porque llegaba el momento de probar al chico, ponerlo a punto en los entrenamientos

y facilitar su inclusión en el once titular si quería revivir el encuentro de las mil y una

noches. A cinco jornadas del final de la liga, con el campeonato por definir entre tres

equipos con la misma puntuación, la angustia de la decisión le acuciaba: darle paso al

nuevo fichaje o perder los sorbos de agua fresca en el oasis de seda de la sultana. El

aroma de canela de los pechos y las tibias dunas movedizas del vientre de Amina lo

tenían atado a una noria de tormento.


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Ya desde la prueba inicial Rezza le dio mal fario. Lo citó en el Pinatar a solas

para que diera unas pataditas al balón. Aquella criatura larguirucha y enclenque era el

polo opuesto al entusiasmo por el fútbol. Lacio, torpe, apático, sacaba al míster de sus

casillas. Ni los gritos ni los gestos ni los empujones que le daba ponían en

funcionamiento aquel cuerpo de cordero moribundo. Y en cada gesto descoordinado,

en cada pase que pifiaba y cada balón que le pasaba por debajo de la bota, Federico

veía secarse la palmera datilera de sus noches orientales.

Los entrenamientos de los días siguientes encogieron el corazón del

entrenador. Federico intentó darle cancha al chiquillo por todos los medios, aún a

pesar de sus convicciones tácticas, estratégicas y éticas. Dada la variopinta plantilla del

equipo, la incorporación de un marroquí no levantó más críticas que alguna alusión

achacable bien a su aspecto desgarbado o bien al escaso palmarés del fútbol

norteafricano.

Pero como era frecuente que el míster probara chicos nuevos con frecuencia, la

sesión preparatoria continuó sin incidentes mientras se limitó a la preparación física de

base. Después lo mandó a la ducha. Así, sin tocar balón, lo tuvo tres días. De todos

modos, a Federico le seguía dando mala espina.

Todo cambió cuando la pelota entró en juego. Aquella tarde mientras los

infantiles hacían rondos el míster echó un vistazo al plantel y pensaba si había sido

buena idea incluir a Rezza en el equipo. Después de meses, Federico había logrado una

mezcla bien conjuntada de chavales de la tierra y foráneos. Del producto nacional

destacaban Copado, algo corto de físico pero con claridad para los pases largos; Moi,
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pura leña en el área, intimidación; Fali, un diablillo en la línea de cal que volaba por la

banda y las ponía en el punto de penalti sin mirar; Nono, revulsivo, carne de segundas

partes. De los extranjeros, ahí estaba Brandon Plata un boliviano al que todos

llamaban “Peru”, bajito pero con agallas para la disputa del balón; o Li Po, un chino al

que decían Poli o Po si la jugada era rápida, capaz de jugar en distintas posiciones y

hasta hacer de portero gracias a su mirada oblicua; o los hermanos Mamadou y

Abdoulaye Thian, dos negros venidos de Senegal que eran algo lentos pero infatigables

en medio campo y ayuda inestimable en el juego a balón parado tanto en defensa

como en ataque y como eran dos gotas de agua Federico podía sacar a uno en cada

tiempo sin que se notara el cambio; y el último en llegar había sido Dimitri Isopescu ,

un rumano que respondía por “Cabeza”, con una izquierda de acero y capaz de hablar

hasta con las lagartijas.

Aquel grupo tenía más músculo que técnica pero el conjunto resultaba eficaz.

Así lo cantaba la clasificación. Tras pensarlo mucho, para la jornada liguera del fin de

semana no contó con Richi y renunció a cabalgar a lomos de su dromedario de azúcar

soñado.

El lunes siguiente Federico lo probó como palomero para aprovechar la

condición de mocito espigado pero allá en punta, isla solitaria en el área, tendía a

distraer la mirada como si buscase la dirección a La Meca. Otro día, tras comprobar

que su posición no era la de un siete estático al estilo clásico, cedió la banda y lo colocó

de carrilero; tampoco las líneas que delimitaban el campo lo orientaban. Por fin,

Federico creyó ver una posición idónea: la portería. Colocó al morito bajo los tres palos

y cercó el área de balones para que le chutaran al nuevo guardameta.


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-¡Al palo largo!- le gritó a Nono, para que le cruzara un balón desde el vértice

derecho del área.

El chiquillo se quedó mirando los postes sin percibir en qué punto era uno más

largo que el otro mientras el balón rebotaba desmayado sobre la red.

Para el partidillo intersemanal el técnico optó por colocar a Rezza en un lateral

confiando en que así su influencia en el juego sería menor. Lo que no imaginó fue que

cuando comenzó a parar el juego para corregir las posiciones en el campo o los

movimientos de cada uno o las jugadas tácticas, se iba a encontrar con que tenía al

enemigo en casa. Hasta entonces los problemas de comunicación de la plantilla en la

cancha, a pesar del batiburrillo étnico del equipo, se habían venido solventando

aceptablemente. Estaban las reiteraciones de órdenes con una mezcla chapurreada de

inglés, francés y andaluz y, como no, siempre estaba el lenguaje universal del

balompié, asequible a todos los que sentían en el corazón aquel deporte.

Pero con Rezza, el problema táctico y futbolístico era más difícil de resolver. El

magrebí no entendía lo que era la rabona, la bicicleta, hacer un túnel, leer la jugada o

segarle la pierna al contrario. Del tiquitaca, mejor ni hablar. Para ensayar los partidos,

la disposición 4-4-2 no la aceptaba porque le faltaba una pieza; el 4-1-4-1 se le

antojaba una ecuación matemática; la presión en banda, la entendía como empujar las

gradas; miramos a Goyo, como un gesto gay; y así, en general. Desesperado, Fede se

fue al banquillo y se quedó embobado pensando en Amina.

Echando cuentas de las últimas semanas Federico concluyó que había puesto

tanto empeño en sacar partido de aquel hijo de Mahoma como en ocupar aquella
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soberbia alcazaba morena. De afecto natural más inclinado a la casta que al jogo

bonito, había optado por presionar y tratar de abrir brecha por las dos bandas. Al

chiquillo no logró inoculrle el veneno de la garra, el derroche físico y el espíritu de

equipo. Visto los resultados, probó por el camino del arte y pudo comprobar que la

criatura no había nacido con las dotes técnicas necesarias ni se le atisbaba ese pellizco

particular de algunos futbolistas del sur.

Con Amina, tras unos inicios titubeantes de juego especulativo, se animó por el

fútbol total. Presión en todo el campo y juego directo. Yendo de menos a más, sorteó

los dos pivotes defensivos, tomó el carril central, lanzó un pase al interior, sorprendió

con una pared en el área pequeña, armó la pierna, disparó, introdujo el balón en el

fondo de las mallas y obtuvo una victoria contundente.

En encuentros posteriores alternó empates con victorias por la mínima y alguna

derrota porque también el contrario jugaba. Incluso en algún encuentro dejó que ella

se echara el equipo a la espalda.

Mientras veía entrenar al chico y dilucidaba si lo sacaría de titular en el partido

decisivo, soñaba con otras tácticas. Ya mentalizado, sin prejuicios tácticos, se vino

arriba, y fantaseó con el juego vistoso. Se atrevió a jugar sin balón, a hacer pases entre

las piernas, a probar fintas y remates, a tirar faltas con barrera, a meterla con la mano

y a confiar el ataque al ariete, en fin a materializar cuantas ocasiones le fueran

posibles. Su única ilusión era perforar la meta rival con una lenta, suave, parabólica

vaselina.

En el mar de dudas en que se debatía por no zozobrar Fede, la

incompetencia del chico lo hundía, el cuerpo jugoso de Camila lo salvaba.


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Quedaba el paso final. O sacaba al chico de titular en un partido de competición

o ya podía despedirse de aquel cielo de ríos de leche en que convertían cada

encuentro furtivo.

La cabeza le decía al míster que había pocas circunstancias que invitasen a

realizar experimentos a aquellas alturas de la temporada. El equipo tenía el

campeonato al alcance de la mano, faltaban dos jornadas para el final de la liga y el

niño no iba a funcionar.

El viernes, hubo sólo calentamiento. Un morreo largo y nada de juego en el

área. Amina le dio un ultimátum: la chilaba no caería más si no sacaba de titular a

Rezza. Se acabaron las paradas en el oasis, chupar las dulces palmeras datileras,

taparse del sol del desierto bajo el naranjo en flor, contemplar las estrellas de oriente,

sorber el jugo de la granada de su boca, cruzar la noche a lomos de un dromedario

moreno y esas cosas.

Federico pasó toda la noche dándole vueltas al asunto. Durmió poco y mal. De

madrugada se sobresaltó con una pesadilla: Lupe y Amina se alejaban por una

carretera cogidas de la mano.

El ultimátum de la sultana lo llevó al desbarajuste. Debía optar entre la

tentación y su conciencia. Dudaba entre la tormenta del desierto que le había traído

Amina y el clima estable, templado, que representaba su novia de años.

Y de ahí pasó al caos. Lupe, Rezza, Amina, el fútbol. Con el alma en vilo,

Federico ponía en la balanza de su existencia la renuncia a sus convicciones si aceptaba

sacar de titular a Rezza y el desconsuelo si decidía no alinearlo; el paladar dulce de los

pechos de Amina y los alivios convencionales con Lupe; oriente y occidente; la


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tentación y el deber. Se le figuró que el dilema final era elegir entre la media luna y la

cruz. A punto de dejarse llevar por la tentación, vio la luz y encontró una salida a su

tormento. Una vía, una ruta oculta y silenciosa que se abría de repente ante él como

camino de salvación frente a la encrucijada de caminos: el fútbol.

Y Federico se revolvió contra todo y contra todos porque entendió que la única

fe pequeña, inapelable, imperecedera, infalible era el fútbol y optó por no alinear al

magrebí. Entonces, respiró por fin aliviado cuando en la lista para el partido no llevó al

moro ni convocado.

Y Amina desapareció. Y llegó el final de la liga y el equipo perdió el torneo por el

gol average y Lupe dejó el chiringuito y lo dejó a él.

Un año después recibió una postal de su exnovia delante del estadio St. James

Park del Manchester United con un tipo pelirrojo y medio calvo a un lado y la madre al

otro. Le decía que estaba esperando un hijo de un tal Hodson, un ojeador del club al

que concoció en El Pinatar, que era un buen hombre, que le estaba costando lo del

clima y las comidas pero que al menos ya tenía un marido, una familia y un futuro.

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