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Ruanda

Puedo contar la Historia más triste esta noche. Y es verdad que, difícilmente,
puedo pensar en mover los dedos para contar una historia peor que la que esta vez
voy a tratar de resumiros. Pues no hay peor historia que la de los genocidios y,
quizá, no hay peor genocidio que el que hoy se os relata. En la Alemania de Hitler
murieron más personas. Cierto. Pero necesitaron cuatro años para morir. Matar a
entre medio millón y 800.000 personas en el espacio de unas semanas es un triste
record que sólo un momento histórico ha alcanzado. Y ojalá que así siga siendo.
Ruanda y Burundi son los nombres de dos antiguos reinos africanos que, en el
siglo XIX, cayeron bajo la dominación colonial belga; Bélgica se acostumbró a
verlos como un todo y nombrarlos, por lo tanto, con los dos nombres seguidos:
Ruanda-Burundi.
Los habitantes de Ruanda y de Burundi hablaban ya entonces el mismo lenguaje,
tenían las mismas costumbres y vivían completamente mezclados. Y, sin embargo,
se odiaban. Los ruandeses y burundianos se subdividían en una mayoría de etnia
hutu y una minoría de etnia tutsi. Los primeros eran fundamentalmente agrícolas;
pero los segundos, en algún momento de su pasado, se habían pasado a la
ganadería, una actividad más lucrativa que les dio más riqueza y más poder y les
fue convirtiendo, paulatinamente, en una poderosa minoría dirigente.
Cuando las potencias coloniales llegaron a estas tierras encontraron gran utilidad
en mantener y, más que mantener, fomentar esta división. Recordar a los tutsis que
eran tutsis, convencerles de que por mucho que siglos de matrimonios comunes
hacían prácticamente imposible distinguir unos de otros no había color, y nunca
mejor dicho, entre un hutu y ellos, les venía de perlas. De esta manera, alemanes
primero, y belgas finalmente, consiguieron consolidar una élite dirigente que les
tuviese manejado el cotarro. Como una consecuencia de ello, a principios del siglo
XX, los belgas introdujeron en ambos países un sistema de identificación con
tarjetas que especificaban, para cada ciudadano, su condición de hutu o de tutsi.
Más allá, llegó el apartheid. Tutsis y hutus estudiaban en escuelas diferentes; y
unas eran considerablemente mejores que las otras. Así pues, si hubo alguna
oportunidad, difícil ciertamente, de que hutus y tutsis acabasen por olvidar por sí
solos las diferencias entre unos y otros, los belgas acabaron con ella.
Los años cincuenta son los años de la Guerra Fría y de la ola de la negritud en
África; la toma de conciencia sobre el poder de las distintas sociedades. Los hutus
no permanecieron ajenos. En dicha década, un grupo de hutus publica un
documento, el conocido como BaHutu Manifesto, que es el primer mojón contra
una situación hasta entonces bien consolidada. Para entonces, los belgas ya estaban
asustaditos con la que habían montado, y propusieron que la distinción entre hutus
y tutsis desapareciese, por ejemplo de los DNI. Tarde. Para entonces, los hutus
habían desarrollado una fuerte identidad hutu, y por los cojones treinta y tres iban a
aceptar ser lo mismo que los asquerosos tutsis.

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En noviembre de 1959, un activista hutu recibió una mano de hostias de una
pandilla de tutsis de mano larga. Fue el principio de una pequeña revolución en la
que los hutus, considerable mayoría (en orden aproximado de seis hutus por cada
tutsi), se apiolaron todos los negocios de los tutsis y mataron a varios centenares de
ellos, provocando la primera emigración masiva de refugiados a los países vecinos.
Algunos de estos refugiados aún no habían vuelto al doblar la esquina el siglo XX.
Los belgas no optaron por intentar resolver el problema. Eso habría sido mucho
curro. Lo que hicieron fue, simplemente, cambiar de bando. Cesaron a altos
funcionarios tutsis y pusieron hutus en su lugar. Éstos, una vez que tuvieron la
porra en la mano, la usaron sin recato para abrir cráneos tutsi. Más de 100.000
tutsis salieron por la frontera y se calcula que 10.000 no pudieron salir por ningún
lado salvo el Purgatorio, porque fueron masacrados. Cabe llamar la atención sobre
el hecho de que 10.000 muertos, en 1962, provocaron en Occidente la reacción que
sucintamente se describe tras los siguientes dos puntos: .

En 1962, el lider hutu Gregoire Kayibanda se convirtió en el primer presidente de


la república ruandesa independiente. En Burundi permaneció la monarquía tutsi.
Casi treinta años duró esta paz que, en realidad, era una guerra larvada. El propio
presidente Kayibanda se pasaba por el arco del triunfo ese principio básico en
política de que al poder te llevan los que te llevan; pero, una vez en el poder,
gobiernas para todos; y decía cosas como que los hutus no podían sentir simpatía
alguna para con los tutsis. Esto, sin embargo, mientras el PIB ruandés avanzó a
tasas superiores al 5%, no se notó. Sin embargo, el gobierno hutu era un gobierno
africano más: corrupto, desordenado y tal. En la década de los noventa, la
resistencia contra dicho gobierno se fue compactando y haciendo mayor. Y la
minoría gobernante hutu, rápidamente, se dio cuenta de que tenía en la mano una
jugada que se ha visto muchas veces en la Historia y, desde luego, en la portada de
cualquier periódico: cuando quieras que tu votante o supporter mire para otro lado,
busca un enemigo, señálalo con el dedo, y hazle responsable de todos tus males.
De esto, personajes como el senador McCarthy, o el Kremlin, o Sabino Arana,
saben un huevo.
Kayibanda ya había dejado claras sus intenciones en 1962 mediante la detención y
ejecución de veinte políticos tutsis, a los que consideró culpables de los
movimientos realizados fuera de Ruanda por los refugiados tutsis, olvidando el
pequeño detalle de que si eran refugiados, y si estaban fuera del país, era porque él
y los suyos les habían quemado la casa y violado a las hijas.
En Burundi, mientras tanto, los tutsis reinaban, en un ambiente que era todo menos
pacífico. De los tres primeros ministros que tuvo el país, dos murieron
violentamente. En 1966, hubo un golpe de Estado militar tras el cual llegó al poder
un capitán tutsi, Michel Micombero, el cual, a la vista de lo que había pasado en el
62, se propuso devolverle la pelota a los hutus y borrarles del mapa de Burundi. En
1972, los hutus se alzaron en armas contra él, dándole la última disculpa que
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necesitaba para sacar el machete a trabajar. Las tácticas de Micombero recuerdan a
las de otro insigne huésped del siglo XX, Pol Pot. Si Pol Pot mataba a la gente por
el simple hecho de llevar gafas (pues eso significaba que sabían leer, y por eso
había que mandarlos al otro mundo), Micombero se llevó por delante a todo hutu
que supiese juntar dos letras, fuese profesor, clérigo, funcionario, enfermera o
comerciante. Se estima que Micombero se llevó por delante a 200.000 hutus y
provocó el exilio de otros tantos.
¿Occidente? Qué mala suerte. Cuando le llamaron, Occidente comunicaba.
Ni qué decir tiene que Kabiyanda vio su violento cielo abierto. Entre otras cosas, la
legislación ruandesa estableció que en cualquier sitio, desde la función pública
hasta cualquier negocio privado pasando por la propia escuela, los tutsis no podían
pasar del 9%. No obstante, esto no le valió para mantenerse en el poder. En 1973,
un militar, Juvenal Habyarinama, dio un golpe de Estado y le echó del poder. Si
Kabiyanda era un hutu del sur, Habyarinama era un hutu del norte. De hutu a
hutu… cada vez estamos más cerca de la casilla de La Muerte.
Habyarinama montó en Ruanda una dictadura negra africana al viejo estilo. El
personal, por no tener, no tenía ni libertad de residir donde le petase. Todos los
puestos importantes del Estado, y muy especialmente del ejército, fueron ocupados
por paisanos del presidente, es decir de Gisenyi. Su mujer, Agata Kanzinga, la
Carmen Polo de Habyarinama pero a lo bestia, ejercía el poder en la sombra
mientras se cubría el riñón como si le hubiese tocado el bote del Euromillones
durante siete semestres seguidos. Claro que eso duró hasta que, en los años
ochenta, el precio internacional del café comenzó a darse la hostia. A finales de la
década, además, conforme a la URSS llegó Gorvachov y tal y se empezó a ver que
la Guerra Fría seguía Fría pero ya no era Guerra, a las potencias occidentales
comenzó a dejar de gustarles que sus amigos africanos fuesen en realidad unos
hijos de puta y comenzaron a presionarles para que convirtiesen sus países en
democracias. Lo cual debe de ser como intentar convencer a un tigre salvaje a que
se avenga voluntariamente a alimentarse de coles de Bruselas.
Las cosas se comenzaron a poner de cara para los tutsis. En enero de 1986, Yoweri
Museveni tomó Kampala, la capital de Uganda, y mandó a tomar por culo a otro
demócrata de toda la vida, Idi Amín Dadá, aquél al cual los israelitas arrearon una
hostia en todo el bebe con la famosa Operación Entebbe. La cosa es que la gran
mayoría de los soldados que tomaron Kampala eran tutsis. El número dos de
aquella armada, Fred Rwigyema, era tutsi. Y tutsi era el líder de todos ellos, Paul
Kagame, a día de hoy presidente de Ruanda. Hasta 4.000 tutsis acabarían
desertando del ejército ugandés, con armas y bagages, y entrando en Ruanda, en
octubre de 1990, en una operación en la que los hutus les dieron hasta en el velo
del paladar. Pero, claro, la guerra estaba servida.
Un momento ideal para que una potencia occidental tomase cartas en el asunto y
hubiera puesto paz.

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Sin embargo, esa potencia de referencia ya no era Bélgica. Los belgas, desde la
llegada de Habyarinama, habían dejado de ser los amiguitos. El presidente tenía
otro primo de Zumosol, un primo un tanto paranoico y, a ratos, para qué decirlo
con otras palabras, agilipollado.
En el siglo XIX, en la batalla de Fashoda, los británicos consiguieron su posición
preeminente en el África Negra frente a los franceses. Francia hace dos tipos de
cosas con las batallas que pierde: o bien las olvida a los dos minutos, para no
volver a recordarlas nunca; o bien no las olvida jamás. Para los tiempos en los que
Felipe González llevaba ya ocho años gobernando España, Francia aún se acordaba
de Fashoda; lo cual quiere decir que todavía tenía ganas de devolverle el golpe a
los británicos. Ruanda era un lugar de teórica influencia británica. Por eso, Francia
jugó fuerte. Su presidente, el socialista François Mitterrand, le llamaba mon ami al
cabronazo ruandés y le daba palmaditas en la espalda. Y más aún. Cuando
Habyarinama se sintió amenazado por la invasión tutsi, accedió a despachar tropas
francesas a Ruanda. Esta estrategia fue diseñada a través de una llamada Célula
Africana existente en el palacio del Elíseo, al cabo de la cual estaba Mitterrand II,
o sea Jean-Cristophe, el hijo del presidente. Se dice que dijo, al comentar el envío
de tropas, que todo el follón duraría, todo lo más, dos o tres meses.
Vaya par de cráneos previlegiados, el padre y el hijo.
Llama la atención que otro ínclito presidente francés, Valery Giscard d’Estaing,
otro campeón de la democracia, fuese denostado por los franceses por ser amigo de
otro ilustre dictador africano, Bokassa, el cual le regaló unos diamantes; y, al
mismo tiempo, nadie parezca acordarse de estas extrañas amistades del señor
Mitterrand, a pesar de ser un demócrata de toda la vida (esto, claro, aceptando
barco como animal acuático y considerando que el régimen pro nazi de Vichy
fuese una democracia).
Le guste o no a quienes piensen que don Juan Francisco es tan inocente como
puede serlo un francés que manda, llegar las tropas francesas y estabilizarse el
frente de guerra fue todo uno con el inicio por parte de Habyarinama de una
represión sistemática contra la minoría tutsi de Ruanda. En las primeras horas de
su actuación, encarceló, sólo en la capital Kigali, a 13.000 tutsis y hutus críticos
con su figura. Los tutsis murieron a centenares mientras que Francia (Liberté,
Egalité, Fraternité… pour moi) proveía a quienes eso hacían de armas y asistencia
técnica.
No obstante, algo se movía en Ruanda, y en Occidente. Para entonces, que la
economía ruandesa llevaba ya bastantes años de culo y cuesta abajo, el país
dependía de la ayuda exterior. Los países donantes, conscientes de su poder,
exigieron de Habyarinama la instauración de una democracia. A regañadientes, el
presidente aceptó. Las fuerzas hutus que entraron en el gobierno de coalición
quisieron entablar negociaciones con la RPF, la fuerza armada tutsi de Kagame. En
1992, lograron arrancar un alto el fuego.

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No obstante, la señora Kanzinga y otros de su ralea manejaban por detrás. Bajo la
apariencia de una evolución a la democracia, crearon un partido político ultrahutu,
la Coalition pour la Défence de la Republique CDR, y comenzaron una campaña
de propaganda feroz contra los tutsis. Los movimientos de esta red fueron
conocidos rápidamente por los diplomáticos occidentales, algunos de los cuales
enviaron informes a sus metrópolis advirtiendo de que se preparaba una buena
ensalada.
Occidente, sin embargo, como sabemos bien, no se levanta de la cama por menos
de 500.000 muertos. Eso si hablamos de muertos negros, claro.
Ya en 1992 hubo algunas matanzas organizadas en las que murieron centenares de
personas; poca cosa a la luz de lo que pasó después. Sin embargo, en la superficie
lo que más parecía funcionar era la presión de los donantes, ya que en 1993
Habyarinama firmaba con el RPF los llamados los llamados Acuerdos de Arusha,
un acuerdo de paz entre hutus y tutsis que está hoy en el centro de la organización
política de Ruanda. Estos acuerdos incluían, por primera vez, el despliegue de una
fuerza de paz de Naciones Unidas.
Esto ocurrió en agosto de 1993. En junio, apenas unas semanas antes, en Burundi
había ocurrido algo histórico, pues se había elegido el primer presidente hutu,
Melchor Dyadaye. Consciente de gobernar sentado sobre un avispero, fue
moderado; entre otras cosas, nombró a un tutsi primer ministro. Pero no le sirvió
de nada. Una pandilla de tutsis demócratas-de-toda-la-vida lo secuestró y lo envió
a hacerle compañía al profeta Elías. Acto al que siguieron una serie de matanzas en
las que perdieron la vida 150.000 hutus y tutsis, y el doble de dicha cifra tuvo que
huir a Ruanda.
Occidente, y muy especialmente París, a verlas venir.
Difícilmente se puede imaginar un movimiento tutsi más torpe que el asesinato de
Dyadaye. Hasta los hutus más moderados se les pusieron en contra. La propaganda
anti tutsi en Ruanda alcanzó proporciones brutales.
Todo esto lo tenía que solventar Naciones Unidas. Pero, claro, una organización,
antes de aspirar a resolver nada, debe funcionar. Y no es el caso.
En primer lugar, para entonces estaba al frente de la ONU un personaje, el egipcio
Boutros Boutros-Ghali, de cuyas ambiciones ante la Historia no cabe dudar, pero
que tenía menos cintura que Alexanco. En segundo lugar, estaban los Estados
Unidos, que de toda la vida han mandado en la ONU un huevo, y que no querían
grandes alharacas en Ruanda. El jefe de los cascos azules, el canadiense Romeo
Dalladier, opinó que los cascos azules, para ser efectivos, no debían de ser menos
de 4.500 (otros militares elevaban ese mínimo hasta 8.000). Pero le dieron 2.548,
pobremente armados, inexpertos y desmotivados. En enero de 1994, Dalladier
envió un informe por escrito señalando que los ataques que se producían en
Ruanda estaban claramente organizados y centralizados; que por lo tanto era una
fuerza organizada la que los estaba llevando a cabo, y solicitando nuevos
refuerzos. Más aún: ese mismo mes de enero, un comandante hutu que quería
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desertar, Jean-Pierre Twatzinze, se lo contó todo al comandante belga en la zona,
Luc Marchal: que se habían hecho listas de tutsis para los progomos. Que las
células de hutus habían sido distribuidas por el país. Que había planes incluso para
matar a representantes belgas pues ya se sabe que a ríos [de sangre] revueltos,
ganancia de hijos de puta.
Dalladier, informado por Marchal, envió un telegrama a Nueva York informando
de su intención de realizar una operación sorpresa sobre los arsenales de los hutus,
para dejarlos sin qué agredir. Los Boutros Boutros-Ghali boys, sin embargo,
dijeron que ni de coña. Y no parece que se hayan sentido en la necesidad de
explicar por qué. Aunque cabe adivinar que la reciente cagada de Somalia (el
famoso Black Hawk, derribado) tuvo algo que ver en las escasas ganas que los
jerifaltes de la ONU tenían de meterse en otro fregado.
El 6 de abril de 1994, Juvenal Habyarinama acudió a Dar es Salaam, a una cumbre
de líderes africanos. Una vez más, escuchó un aluvión de críticas por sus escasas
ganas de aplicar los acuerdos de Arusha. Quizá encabronado por tanto puteo,
decidió volver a su casa esa misma noche. Nada más tocar tierra en el aeropuerto
de Kigali, dos misiles impactaron en el aparato. De los pasajeros no quedaron ni
las ortodoncias.
A día de hoy, que yo sepa, hutus y tutsis siguen guerreando, esta vez en las
estanterías de las librerías, sobre la autoría de este atentado. Todo cabe. Que la
muerte de Habyarinama fue oro molido para los hutus, que así pudieron iniciar su
genocidio, es cierto; que los tutsis habían hecho ya tonterías del mismo calibre,
también.
Lo importante es que una cancela se había abierto. Y, por su agujero, una de las
ponzoñas más pútridas de la Historia del ser humano estaba a punto de
desbordarse.

Ruanda (y 2)
Fuera quien fuera el organizador de la muerte de Habyarinama, los hechos dejan
claro que los hutus estaban esperando la oportunidad de comenzar sus acciones,
porque obraron de forma muy ordenada. En las primeras horas tras conocerse la
noticia, los más prominentes políticos hutus moderados fueron asesinados, acción
tras la cual la Ruanda hutu cortó el último cordón umbilical que le podía unir a una
mínima cordura. Esta matanza de hutus no suficientemente anti tutsis debería
empezar por la primera ministra hutu, Agata Uwilingiyimana, la cual, sin embargo,
fue protegida en su residencia. La buena señora, creyendo que la realidad era otra
de la que era, rehusó huir confiando en que podría lanzar un mensaje radiado a su
pueblo. Cosa que, claro, no logró. A pesar de que estaba protegida por
paracaidistas belgas, acabó huyendo por el jardín con su marido, para ser
literalmente cazada al día siguiente.
A partir de ahí comenzaron las matanzas masivas de tutsis.

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El 9 de abril, tropas francesas aterrizaron en Kigali, formalmente para proteger la
embajada y a los residentes franceses. Pero no es exactamente así. Los franceses
también fueron a Ruanda a proteger a los miembros del clan de los akazu, situado
en el epicentro del odio que se había desatado. Miembra conspicua de aquel clan
era la señora Kanzinga, la cual, con todos los pronunciamientos de monsieur
Mitterrand, ese demócrata [de blancos, bien sur], acabaría volando a París y
recibiendo 40.000 dólares en el aeropuerto para sus gastitos. Otro de los protegidos
por los inventores de la cosa ésa que empieza por l, la que va detrás y empieza por
e, y la tercera y última que empieza por f, fue Ferdinand Nahimana, director de la
Radio de las Mil Colinas, que había sido, y siguió siendo, el principal centro de
difusión de mensajes que, simple y llanamente, llamaban a la población a matar
tutsis.
Nadie, absolutamente nadie en los centros de poder y la información diplomática,
puede decir que no supiera de qué iba aquello. Con fecha 8 de abril, el blanco
mejor informado de lo que pasaba en Ruanda, el triste general Dallaire, telegrafió a
Nueva York dejando bien claro que lo que estaba pasando era una acción
totalmente planeada de la que formaban parte los efectivos de la Guardia
Presidencial ruandesa. En el activo de este valiente militar hay que anotar también
el mérito de que siempre se negó a abandonar Ruanda, incluso estando en las
condiciones de mierda en que estaba; ello a pesar de que una vez llegó a ser
conminado a ello por el mismísimo Boutros-Ghali al teléfono.
El 12 de abril Bélgica, que había registrado las pérdidas de los paracaidistas que
protegían a la primera ministra y que fueron asesinados, anunció que dejaba la
misión de la ONU. Esta decisión dejó a cientos de personas sin protección y no les
dejó más destino que tapizar las carreteras con sus cadáveres. La decisión de los
belgas movió, además, al Consejo de Seguridad de la ONU (que más bien debería
llamarse el Consejo de Yo Me Toco los Cojones) de retirar la Unamir, es decir la
misión de paz; en el momento de dicha decisión, la vida de 30.000 personas aún
dependía de los hombres del general Dalladier.
Los asesinos de aquellos días estaban tan ocupados que tuvieron que cortar el
tendón de Aquiles de muchas de sus víctimas para evitar que se escapasen, porque
no tenían tiempo de matarlos en las siguientes horas. Muchos de los refugiados que
fueron abandonados por los soldados de la ONU pedían a los cascos azules que les
dispararan, pues consideraban mejor destino aquél que el que les esperaba. Igual
que algunos judíos, durante los progromos en España de finales de la Edad Media,
arrojaban a sus bebés contra las parades para reventarles el cráneo antes de que
fuesen torturados por los cristianos, muchos padres y madres tutsis ahogaron a sus
bebés en los ríos con sus propias manos para que no cayesen en poder de los hutus.
Un superviviente tutsi ha dejado dicho que nunca olvidará el rostro de su hijo
adolescente, que extendía los brazos hacia él desde el fondo de la fosa donde lo
estaban enterrando vivo.
Todo eso pasaba mientras nosotros veíamos la tele.
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A finales de abril, la tragedia llegó a su segundo acto. Desde el norte del país, las
milicias tutsis de Paul Kagame avanzaron hacia la capital; y entonces fueron los
hutus los que se dieron cuenta de que debían huir a Tanzania si no querían ser
pasto de los buitres. Curiosamente, fue cuando las carreteras de Ruanda se llenaron
de hutus cuanto el mundo blanco comenzó a darse cuenta de que algo pasaba en
Ruanda, y los editores de los telediarios empezaron a pensar que había que darle
algo de espacio a aquella merienda de negros. Eso sí, en la ONU seguía sin
pronunciarse la palabra genocidio. Habían muerto ya más de medio millón de
personas en el espacio de un par de semanas; pero eso, para los diplomáticos, y
muy especialmente para los franceses, no era sino el resultado de una guerra civil.
Mitterrand y los suyos trataban de que no entrase a funcionar la Convención sobre
Genocidio de 1948, según la cual, en el momento que éste se produjese, la ONU
tendría que actuar sí o sí.
El 7 de junio, es decir un mes después de que las matanzas masivas comenzasen,
Boutros-Ghali, propuso que la Unamir recibiese más efectivos. Difícilmente se
puede ser más cínico. No obstante diez días más tarde, cuando se reunió de nuevo
el Consejo de Seguridad, las evidencias sobre lo que estaba pasando en Ruanda
eran ya tantas y tan grandes, que ni la ONU pudo negarse a enviar una nueva
misión de paz, la llamada Unamir 2, razonablemente dotada con 5.500 efectivos.
No obstante, Naciones Unidas no había hecho el más mínimo plan logístico para
este envío, lo cual en la práctica lo convirtió en papel mojado. Además, hay que
tener en cuenta que los jerifaltes de esta des-organización, temiendo que sus
soldados pudiesen quedar en el fuego cruzado entre tutsis y hutus, decidieron que
el desembarco de la mayoría de las tropas se produjese en la periferia del país,
donde se establecerían zonas seguras… para quien lograse llegar a ellas, claro.
Entre tanto, las milicias del RPF pro-tutsi, o más bien anti-hutu, habían tomado ya
gran parte del país y obligado al gobierno a salir echando leches de Kigali y
refugiarse en Gitarama, ciudad que finalmente fue también tomada por el RPF, lo
cual dio la señal de que el llamado gobierno provisional estaba a punto de
espicharla. Pero, claro, el gobierno provisional tenía una carta en la mano: era
profrancés. El 14 de junio, el demócrata de-tout-la-vie Paquito Mitterrand aprobó
el envío de tropas francesas a Ruanda, hecho éste que se producía seis días después
de la autorización para Unamir 2; es decir, los franceses decidieron, y nunca mejor
dicho, hacer la guerra por su cuenta. El ya multicitado general Dallaire dijo por
activa y por pasiva que esta Operación Turquesa (así la bautizaron en París) era
una coña marinera cuyo objetivo no era evitar la catástrofe humana, sino apuntalar
al gobierno provisional que apoyaba precisamente dicha catástrofe. Aún así,
cuando Francia ofreció sus tropas a la ONU, ésta las aceptó. Así, tropas francesas
cruzaron la frontera ruandesa desde Zaire, siendo recibidas por los hutus como
héroes. Su misión, sin embargo, no pudo llevarse a cabo. Ellos querían retomar
Kigali, pensando que tenían para ello que apagar un pequeño incendio forestal;
pero se encontraron hasta el último bosque de pinos desde Asturias hasta Cádiz
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ardiendo por los cuatro costados. En defensa de no pocos miembros de aquella
misión debe decirse que no fueron, en efecto, pocos los que, a la vista de lo que
realmente había pasado, se volvieron contra sus grandes jefes, arguyendo que a
ellos se les había contado que estaba habiendo una matanza entre hutus y tutsis, no
lo que realmente estaba pasando, esto es que los hutus estaban perpetrando una
matanza de tutsis.
El 4 de julio, las tropas de Kagame tomaron Kigali. A continuación, los hutus
comenzaron un éxodo a Zaire, que afectó a un millón de personas, más o menos. Y
aquí se vio lo importante que son hoy en día los medios de comunicación. Porque
durante los días en los cuales los radicales hutus mataban a machetazos a niños de
seis años o violaban por turnos a sus hermanas de diez antes de degollarlas, no
hubo ningún valiente reportero que tomase imágenes de ello; y ya se sabe que ojos
que no ven, Occidente que se toca los huevos. Eso sí, cuando los hutus huyeron a
Zaire, en centenares de miles, y montaron allí sus campos de refugiados, las
cámaras de las televisiones mundiales acudieron en masa y distribuyeron imágenes
que, ahora sí, abrieron los informativos del mundo entero. El presidente
norteamericano, Bill Clinton, dijo entonces que aquello era la catástrofe humana
más grave de la generación presente; o sea, que o a Clinton le molaban los hutus, o
nadie le había informado de lo que había pasado antes.
Pocas semanas antes de escribir estas notas, el Ministerio de Justicia ruandés ha
hecho público una investigación sobre la implicación de Francia en las matanzas
hutus. Obviamente, es un informe de parte y, como tal, ha sido contestado desde el
otro lado de la trinchera. Sin embargo, las acusaciones están ahí, como lo están los
muertos.
Llama la atención cómo los informes, investigaciones y conclusiones varias sobre
hechos que costaron, no 90.000, sino más de medio millón de vidas, conciten
nuestro interés de una forma tan escasa. Las matanzas de Ruanda se realizaron
sobre el cuerpo y el alma, si es que existe, de tres cuartos de la población tutsi de
aquel país; no creo que en la Historia del mundo haya muchos ejemplos más de
una limpieza étnica de ese calibre.
Ya que tanto se habla ahora de la educación para la ciudadanía, pienso yo que esta
historia que he querido torpemente explicaros aquí debería contarse en todos los
colegios. Contarse hasta las lágrimas, hasta conseguir amargar el almuerzo de ese
día de quienes la escuchasen. Y pienso eso porque también pienso que lo más
increíble de las matanzas de Ruanda es que pudiesen desarrollarse durante
aproximadamente tres semanas en las cuales todos nosotros nos dedicamos a jugar
al paddle, ligar con Mari Puri o simplemente ponernos hasta el culo de cerveza.
Medio millón de muertos de todos los sexos, de todas las edades; centenares de
personas amontonadas en las iglesias donde los propios sacerdotes flanquearon el
paso de sus asesinos para que los masacrasen frente al altar (ole con ole el
Vaticano… ¿o es que era anglicano el arzobispo Nsengiyumva?); niños muertos a
machetazos delante de sus madres que en ese momento eran violadas; personas
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amontonadas en corrales como corderos y asesinadas sistemáticamente, lenta y
parsimoniosamente; todos esos hechos, a nosotros, no nos amargaron ni medio
minuto.
Y podremos pensar muchas cosas. Pero la verdaderamente cierta es ésta: si fue así,
si nos importó una mierda, si no le dedicamos ni atención ni tiempo ni interés, fue
por una sola razón básica.
Al fin y al cabo, sólo eran negros.

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