Es el amor lo que nos motiva? O son nuestros intereses?
Hemos gastado la vida
intentando ser diferentes las unas de las otras: guerras, rencores, orgullo, prejuicios. Todo ha sido válido para justificar nuestras ansias de poder. Estafamos a las demás personas intentando hacernos ver como seres sin mácula, diferentes de aquellas a quienes adscribimos el placer a través del sufrimiento. Señalamos las distinciones con las ideas perfectas que en nuestra mente concebimos, y ponemos nuestro afan en conseguir encontrar alguna prueba en la realidad de la facticidad de nuestros sueños. Y aún así, condenamos, enjuiciamos al resto del mundo con nuestro desprecio o nuestra burla, aún cuando somos las más sensibles ante estas dos actividades. Encolerizamos al intuir que alguien nos asocia en aquel grupo de personas degeneradas y que ya no merecen el mismo calificativo que nos autoimponemos, aunque no seamos menos codiciosas en nuestros objetivos que aquellas antes los suyos. Caminamos por la calle enfrascados en nuestra propia burbuja, carentes de paciencia ante la insolente mano que busca a su vez un asidero para salir de la ignominia en donde la hemos colocado nosotras, fuera de nuestro mundo. No deseamos otra cosa que nuestros propios sueños y no dudamos en sacrificar todo lo que nos parece de menor importancia ante este altar sagrado. Incluso nos sonreimos al notar nuestras rodillas humedecidas con los remanentes del ritual, conscientes en nuestra mente que una señal del dios al que profesamos lealtad se muestra compasivo con nosotras, se muestra digno de nuestra percepción y nuestro gozo. El fracaso del ritual varia invariablemente él mismo, aunque este dios no sea favorable, aunque no seamos dignos de ello, para acomodarnos de nuevo a ello: solo tras conseguir la respuesta esperada de antemano podemos esbozar una pía sonrisa de autosatisfacción por haber encontrado de nuevo el camino con la eternidad. El sueño de no ser nosotras mismas se cumple de nuevo, a pesar del bajo depósito de sacrificios restantes; siempre pueden buscarse más, o reasignar propiedades a las cosas para que satisfagan nuestros deseos, aunque no signifique esto que hayan cambiado un ápice con la renuencia del dios a comparecer ante sus adoradores. No importan los pecados, solo el ritual; no importan las fieles, solo el dios; no molestan las muertas, solo la herejía. Reclamamos la veracidad de nuestras ideas al haber sobrevivido a las guerras que en su nombre hemos desencadenado, con el pretexto de su indiscutibilidad. Las caidas dan cuenta de nuestra razón, testigas mudas del paso del tiempo sobre el mundo. No aprendemos nada nuevo, pues todo está hecho bajo el sol. Así no hay tanta contradicción entre las paradojas que nos rodean, las mentiras que se niegan a aser calladas. Solo pueden ser escondidas debajo de la alfombra y con la condición de que nadie pise el bulto sospechoso sobre el que inmediatamente ponemos un aviso de horrible muerte y desesperación futura. Pero, para más seguridad, clavamos la alfombra con grandes y sólidas grapas. Las que el tiempo y el crecimiento del bulto aflojan, las reponemos para evitar desgracias. Solamente cuando se cuartee la alfombra y numerosas grietas dejen al descubierto las falacias que seguimos, nos decidimos a limpiar la habitación y cambiar la alfombra sobre la que nos situamos. Sucesivos cambios han desarrollado la idea de instalar una salida para los bultos, solución que se ve superada por las contradiccones que nos imponemos. Pero la regla no cambia, el paradigma ideocrático se mantiene firme, obsesionadas con la utilidad de lo que ya está marchito y pauperado necesita una explicación de su existencia más allá de su mismo existir, de su propio tiempo. La idea de la eternidad nunca abandonó el mundo, por muy apocalíptico que nos resulte mirarlo. Nada ha cambiado y todo es igual. Siglos de poesía, energía, atletismo no han conseguido desvelar el misterio principal que mantenemos en el más oscuro secreto: la salvación somos nosotras. Aparentar indiferencia no hace más que abultar la alfombra, retrasar la solución a la espera de obtener una posición ventajosa cuando decidamos tirar el mundo abajo. Si no fuera por el miedo que nos corroe, seguramente nos habríamos exterminado mutuamente, en vez de continuar jugando a las miradas, practicando el arte del disimulo y el orgullo herido, perfeccionando la ironía y el descrédito político hasta las cotas divinas que siempre nos pareció vislumbrar en el horizonte. Es improcedente hablar de algún testigo, de alguna alma que nos asegure que nuestra visión no es falsa y manipulada: nuestro interior nos demuestra fehacientemente que somos de verdad. Y si esto es cierto, nos aseguramos en nuestra incredulidad, entonces no puede haber género de dudas posibles que se contrapongan a mi visión. Y si lo hay, es equivocado. Esta supeditado a otra verdad mayor o es falso y destinado al escarnio público, el mayor castigo que nos hemos inventado para enaltecernos. Solo tras reconocer entre nosotras a las ovejas negras y depurar el rebaño, podremos ascender a un lugar donde el sufrimiento dejará de ser. En su total y más absoluto sentido de ser. Ni siquiera será olvido, pues ya habrá sido olvidado. Podría ser una pregunta todo lo referido a lo que no vemos, pero nuestra consciencia universal nos hace imposible compatibilizar nuestras pretensiones con la oscuridad. Nuestra lógica ultraterrena inhibe cualquier escondrijo donde la divinidad pueda esconderse; de tan segura que es, negarla implicaría negarnos a nosotras mismas y eso es algo que se nos revela inconcebible, abrazados como estamos a la vida, otorgando el valor supremo a la supervivencia sobre las demás. Que más podríamos aprender si nos lo muestra el mundo todos los días? La supervivencia del más fuerte es asociada con el liderazgo, la muerte de todas las enemigas es la prueba de ello. Como las auténticas reinas de la naturaleza, nos alzamos sobre las demás, proclamando las joyas que nos han permitido llegar hasta lo más alto: determinación, bravura, implacabilidad. Son tantas las diferencias que nos separan del resto de las especies conocidas del planeta, que usamos sus propias tertas para conseguir el poder. Para después reconocer con cariño cómo los animales nos imitan, cómo son capaces de tener sentimientos humanos, cómo aniquilan cualquier vestigio de la existencia de sus oponentes. Les miramos y nos vemos reflejados; tanto es así que nos otorgamos sus facultades con un sencillo ejercicio de totemnización, purgadas de los elementos que no son propios de la realeza, como la avaricia, la ira o el hambre. Queremos hacer una máscara de nosotras mismas que nos satisfaga tanto que la creamos verdadera, con la pureza de las mismas cosas que jamás veremos: nuestras ideas. Ante este paraíso de la autocomplacencia, quién se resiste a ser un dios? Pero los dioses nos abandonaron hace tiempo, asqueadas de nuestra impiedad y nuestra insolencia. Se cansaron de que les espiáramos, de que le robáramos y de que les utilizáramos sin rendirles el culto necesario a su rango. Se aburrieron de que sus consejos paternales, tan severos y ciertos como los de una madre, cayeran en oídos que solo admiten la altanería y la petulancia, lo propiamente juvenil, para no oír nada más. Observaron entristecidas cómo nos hacíamos mayores sin querer dejar de practicar nuestros juegos pueriles, cómo hacíamos la guerra con el corazón volcado sobre nuestro pais y no sobre la muerte que llevaríamos allende los mares, allá donde pusieramos nuestros pies superiores. Si nos diferenciamos tanto del resto del mundo, de todo aquello que no vemos y deseamos, porqué repetimos lo que no deseamos? No será que aquello que deseamos tanto no es más que otro vil pozo donde meter la mano para extraer cualquier cosa? Y será divina, por cierto, pues nuestra propia existencia nos reclama que lo duro sea valioso, en virtud de la economía de la vida. Como si ella fuera parca en regalos, en dádivas, en presentes. Solo debemos temer a los griegos, no a sus regalos.
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