Ensayos completos I. El árbol siempre verde: Escritos sobre literatura (1913 - 1972)
By Manuel Rojas and Daniel Muñoz Rojas
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About this ebook
Este libro viene a complementar y enriquecer el conocimiento de su extensa y profunda obra literaria, vigente en Chile y elogiada en toda Sudamérica. En él se descubre un Rojas multifacético: polemista, crítico, ensayista, columnista, cronista e incluso reportero. En suma, un acabado periodista e intelectual, que pone su honesta y libre mirada en todos los temas que lo conmueven: sus pasiones políticas y literarias, su amor por el pueblo de Chile y su cultura, los pájaros, la naturaleza y las ciencias.
Reunidos y editados por el nieto de Manuel Rojas, sus ensayos abarcan casi la totalidad del siglo xx: desde sus primeras proclamas aparecidas en el periódico anarquista La Batalla, en 1912, hasta su última columna, escrita durante el gobierno de Salvador Allende para el diario Clarín, en octubre de 1972, solo algunos meses antes de su muerte y del golpe militar de 1973.
Su escritura se mueve por un universo de temas y situaciones, recuerdos –propios y ajenos–, algunas claves de su propia obra y siempre sus lecturas. Narra su formación como escritor, sus primeros cómplices en el oficio, la formación del efímero «Círculo de los Siete» y su humilde –y manuscrito– único número de la Revista Bohemia. […] Registra también sus andanzas extranjeras, su experiencia como profesor en universidades norteamericanas en las que, al cabo de un par de vistas y destinos, demuele prejuicios y absorbe la experiencia.
Rojas toma la palabra, replica pullas y querellas literarias, propone salidas y llegadas éticas y estéticas; y hasta recibe una petición de bautizar con su nombre la biblioteca de la cárcel pública de San Fernando. Desmenuza obras y autores –los clásicos, los contemporáneos, los compatriotas–, a la vez que se pregunta por el futuro de la literatura nacional, por su proyección y trascendencia, y advierte: «Nos falta personalidad en la literatura, personalidad de pensamiento, personalidad de espíritu y casi personalidad de expresión».
Del prólogo de Felipe Reyes F., «El oficio de la palabra».
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Ensayos completos I. El árbol siempre verde - Manuel Rojas
Primera edición, FCE Chile, 2023
Rojas, Manuel
Ensayos completos I. El árbol siempre verde. Escritos sobre literatura (1913-1972) /
Manuel Rojas ; recopilación y ed. de Daniel Muñoz Rojas ; pról. de Felipe Reyes F. –
Santiago de Chile : FCE, 2023
1. Ensayos 2. Literatura chilena – Crítica e interpretación 3. Literatura – Crítica e
interpretación I. Muñoz Rojas, Daniel, ed. II. Reyes F., Felipe, pról. III. Ser. IV. t.
LC PQ8097.R782 Dewey Ch864 R643e
Distribución en países de habla hispana de Latinoamérica
© 2023, Manuel Rojas
© 2023, Sucesión Manuel Rojas
Llewellyn Jones 1212, Santiago, Chile
www.manuelrojas.cl
D.R. © 2023, Fondo de Cultura Económica Chile S. A.
Av. Paseo Bulnes 152, Santiago, Chile
www.fondodeculturaeconomica.cl
Fondo de Cultura Económica
Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14110 Ciudad de México
www.fondodeculturaeconomica.com
Coordinación editorial: Fondo de Cultura Económica Chile S. A.
Diseño de portada y diagramación: Macarena Rojas Líbano
Revisión y corrección: Felipe Aburto
Imagen de portada: Manuel Rojas, La Habana, 1971. © Casa de las Américas
y Fundación Manuel Rojas, 2023
Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere
el medio, sin la anuencia por escrito del titular de los derechos.
ISBN digital 978-956-289-284-1
Diagramación digital: ebooks Patagonia
www.ebookspatagonia.com
La literatura,
el árbol siempre verde
de ramaje improductivo.
Gustavo Flaubert
ÍNDICE
EL OFICIO DE LA PALABRA
NOTA DEL EDITOR
EL OFICIO DE ESCRITOR
Algo sobre mi experiencia literaria
Hace muchos años, en el barrio Matta
Juan Barros
Renato Monestier
Algo sobre mi experiencia literaria
El vagabundo de las tortugas
Imágenes del «Far West»
Las escritoras y el profesor
Un documento para la antropología
Alumnos de español en USA
«El vaso de leche»
Simone de Beauvoir en USA
Recuerdos de Raúl Silva Castro
La muchacha intrusa
Hablo de mis cuentos
Nacionalidad
Sergio Atria
Responsabilidad del escritor
El Premio Nobel de la Paz
Reflexiones y notas
Lance sobre el escritor y la política
La Conferencia de Cooperación Intelectual
Una cárcel chilena
Los escritores y Antofagasta
Encuesta: El papel del intelectual en los movimientos de liberación nacional
Responsabilidad del escritor ante América Latina y el mundo
Santiago-Bogotá, de un encuentro y una conferencia
LA LITERATURA: EL ÁRBOL SIEMPRE VERDE
La creación literaria
La creación en el trabajo
Divagaciones alrededor de la poesía - I. La poesía
Divagaciones alrededor de la poesía - II. Poesía y poema: formas de la inspiración
Divagaciones alrededor de la poesía - III. El poema: tiempo de gestación y creación
Divagaciones alrededor de la poesía - IV. Poema y cultura
Divagaciones alrededor de la poesía - V. La poesía de hoy
Divagaciones alrededor de la poesía - VI. La poesía de hoy: sus formas
Divagaciones alrededor de la poesía - VII. Formas de la poesía nueva: últimas consideraciones
La novela, el autor, el personaje y el lector
Literatura y guerra
Garcialorquismo
Lo eterno y lo pasajero
El cuento y la narración
Folklore y literatura
Antólogos y antologías
Sobre lo clásico en literatura
Invitación a un asesinato
Un personaje novelístico latinoamericano
El rencor, por Lucie Marchal
Dos aspectos de la novela hispanoamericana
Secretos de la técnica literaria
Acerca de la literatura chilena
Literatura chilena
Encuesta sobre la Novela Chilena
Acerca de la literatura chilena
Reflexiones sobre la literatura chilena
Nacimiento de una Literatura: Chile
Carta literaria de Chile
Carta de Chile
Esencias del país chileno - Introducción [Fragmento]
ESCRITORES CHILENOS
Poetas
Rebeldías líricas
Las mareas del Sur, por Salvador Reyes
Rumbo indeciso, por Andrés Sabella Gálvez
La humanización del paisaje, por Raúl Lara
Tratado del bosque, por Juvencio Valle
Ciudad de bronce, por Fernando Binvignat
Afán del corazón, por Ángel Cruchaga
Roberto Meza Fuentes, un poeta que del periodismo salta a la cátedra
Sobre una bibliografía crítica
Poetas del norte
El cantor de la pampa
Recuerdos de José Domingo Gómez Rojas
Siete poetas chilenos
Apuntes sobre el sentimiento de soledad en la poesía de Pablo Neruda
Huidobro y sus Obras completas
Volvamos al folletín
Arica negra y azul
Ahora una poetisa
Braulio Arenas y Sansón
«El mejor poeta de Chile»
Narradores
Juan Manuel Rodríguez
Imágenes de ogaño en espejos de antaño
La suerte de El socio
La guerra a muerte, por Benjamín Vicuña Mackenna
La tragedia de Alberto Edwards
Bibliografía de don José Toribio Medina, por Guillermo Feliú Cruz
Sub Sole, por Baldomero Lillo
Los aparecidos, por Luis Roberto Boza
Las obras de Vicuña Mackenna, por Guillermo Feliú Cruz
Contribución a la realidad, por Benjamín Subercaseaux
Carlos Sepúlveda Leyton
José Joaquín Vallejo
Andenes
Ha muerto un escritor
Saltó la liebre
Cobre de Gonzalo Drago
El cerro de los Yales
Alberto Edwards – Cuentos fantásticos
Misión en el Pacífico, de Hernán Poblete Varas
Esquema del costumbrismo [Fragmento]
José Joaquín Vallejo (Jotabeche) [Fragmento]
Aproximaciones a Mariano Latorre
Relatos humorísticos chilenos, selección y prólogo de Abelardo Clariana
Algo así, por Helvio Soto
Mariano Latorre, de Francisco Santana
Mi río, mi selva y mi gente…
Daniel y los leones dorados, por José Manuel Vergara
Un Aprendiz de hombre
Blest Gana: Biografía y estudio [Fragmento]
Un libro chileno sobre Gogol
Palabras para Francisco Coloane
Los ojos de bambú
Un libro de Diego Muñoz
Valdivieso y sus ríos diversos
Sueldo vital
El extravagante
Ernesto Montenegro
El misterio Montenegro
Carlos Rozas, cuentista
Carlos Droguett y su Patas de perro
La novela chilena
Novela chilena desata nuevo oleaje
González Vera
Pancho
Vicente Pérez Rosales
El hombre de Playa Ancha
AUTORES DEL MUNDO
Autores latinoamericanos
José Enrique Rodó
Ronquera de viento, por Rafael Ulises Peláez
La poesía de Julio Herrera y Reissig, por el Dr. Y. Pino Saavedra
La literatura y el hombre: Horacio Quiroga
Hernández Catá
Geografía y literatura
Los indios ranqueles
El libro de los cien mil y tantos pesos
José Asunción Silva
Luis Franco
Horacio Quiroga
José Martí
Cuatro libros de Manuel Pedro González
Cuentos de mi tierra, de Alicia Santaella
Domingo Faustino Sarmiento
Conversao en el Batey, por Ernesto Juan Fonfrías
Tierra chúcara, por Raúl Botelho Gosálvez
Ramón Díaz Sánchez, escritor venezolano
Palabras ante los sueños
Claribel Alegría, poetisa y amiga
Enrique Espinoza, poeta privado
Héctor Mujica y Chile
Lisandro Otero y La situación
La última mujer y el próximo combate
Cecilia Valdés
Poetas
Un hombre de papel
Mario Arregui y sus cuentos
Autores del mundo
Giovanni Papini: El demonio me dijo
Schostakowsky
Kipling
Los aldeanos de Vory
Zalacaín el aventurero
Cendrars y Ancud
Samuel Butler
¿Empieza a suceder?
Las máquinas en Erewhon
El delator, por Liam O’Flaherty
Los que teníamos doce años, por Ernest Glaeser
Primer mensaje a la América Hispana, por Waldo Frank
El club de los negocios raros, por G. K. Chesterton
Los que no fuimos a la guerra, por W. Fernández Flórez
Los aldeanos de Podlipnaia, por Fedor Rechetnikof
El puente de San Luis Rey, por Thornton Wilder
Cruces y muertos (Les croix de bois), por Roland Dorgelès
Los hombres en la cárce, por Victor Serge
Los hermanos, por Constantino Fedin
Mijail, por Panait Istrati
Los confidentes audaces, por Pío Baroja
Dos años, por Liam O’Flaherty
Cómo está Rusia, por Liam O’Flaherty
Los salvajes, por Miguel Artzybacheff
Predicciones
Centenario de Guillermo Enrique Hudson
Scholem Aleijem
Bombas sobre Roma
La violencia
La ley pareja
Devaneos y locuras de Óscar Wilde, por Lewis Broad
El hijo de la aurora, por Abel Moreau
Brega infecunda, por Kamala Markandaya
Buenos días señor Zola, por Armand Lanoux
Máximo Gorki ha muerto
La espaciosa soledad, por Vicente Salas Viú
Una gran epopeya campesina
Perfil de John Dos Passos
Los inmortales de Agapia
El loto y el robot
James Baldwin y las tres mujeres de su Another Country – Primera mujer
James Baldwin y las tres mujeres de su Another Country – Segunda mujer
James Baldwin y las tres mujeres de su Another Country – Tercera mujer
Calle de los Desamparados
Un escritor casi escondido
Izas y Rabizas
Marcel Proust
Cosecha roja
Bulgákov
Almuerzo desnudo
Korolenko
ESCRITOS SOBRE EL LIBRO
Crítica literaria
¿Ha plagiado Manuel Rojas?
Sobre una acusación de plagio
El mandolino y la literatura
Maledicencia y cobardía
Crítica y bombo mutuo
Panegiristas
Doble literatura
Baldomero Lillo y mi mujer
Respuesta a mis críticos
María Elena Gertner y La derrota
Una antología de Ricardo A. Latcham
Alemania y los latinoamericanos
Escritores y lectores
Cooperativa de escritores
Porvenir de diamante
A los que piden libros
I. Sobre los escritores: protección
II. Sobre los escritores: previsión
III. Sobre los escritores: una idea
IV. Sobre los escritores: gratuidad
Libros para las bibliotecas públicas
Ocho mil lectores
De nuevo sobre los lectores
Sociedad de Escritores de Chile
Editores y bibliotecarios
La publicidad y la literatura
Exportación de literatura
Muestrario de libros: cuatro libros de la editorial Cenit
Las bibliotecas sudamericanas no pueden adquirir los libros que edita E. Unidos
Palabras de un bibliotecario
Exposición del libro argentino
Otro ejemplar
Feria del libro en Rancagua
Exposición del libro norteamericano
I. El problema editorial
II. El lector y el problema editorial
III. El escritor chileno y el problema editorial
Chile como mercado de libros
Un Reader’s Digest de a diez pesos
Mundo y submundo del libro
Concursos y premios
Los concursos literarios y los jurados
Un gran concurso y un gran premio
Concursos literarios
Novelistas chilenos y novelistas extranjeros
Discurso en el almuerzo a Ciro Alegría
Saber leer y escribir
Concursos literarios
Premios literarios
S.A.P.A.
Plecas sobre el Premio Nacional
Algunas palabras
Los premios nacionales
Un premio de poesía
ANEXO
Cronología
Bibliografía completa
ÍNDICE ONOMÁSTICO
EL OFICIO DE LA PALABRA
Es necesario decirlo todo, aunque de a poco, pensando primero cada uno de esos pocos, dando un dato, luego otro y no todos del mismo carácter, sino diferentes, que haya luz y espacio entre ellos […]. Tomar en cuenta no solo lo que se va a estudiar y exponer, sino también lo que lo rodea, cuanto tiene que ver con él, no en este momento, sino después.
Manuel Rojas, Mejor que el vino.
En 1962, la revista Siempre de México le preguntó al escritor: «¿Cómo definiría usted a Manuel Rojas?», a lo que respondió: «Es muy difícil decirlo. Yo soy un hombre de escasa preparación, de escasa escuela. Nunca fui a una universidad, ni siquiera cursé la instrucción secundaria. Creo que lo que he dado de mí, es natural en mí». Y agrega que lo que más le gustaba era escribir, gozar con las dificultades que el oficio le presentaba, momentos en los que aplicaba la calma que parecía ser, según sus amigos y cercanos, el sello propio de su personalidad; entonces, decía, «me detengo, espero, no me apresuro, no me pongo rabioso ni me dan ataques de apoplejía, como al pobre Flaubert. Escribo con cierta facilidad». Esa habilidad adquirida con el ejercicio paciente del que asume con toda su humanidad un oficio. En la misma nota, Rojas concluía: «Un amigo mío, tras oírme hablar de mi propia obra, comentó: Es como oír hablar a un carpintero. Habla de sus libros como si fueran muebles: en forma sencilla, sin vanagloriarse de conocer los estilos, las maderas, las talladuras
. Soy una especie de obrero que escribe libros».
Y en ese camino de formación del que se ha forjado a sí mismo, desde aquel primer encuentro infantil con las historias de Emilio Salgari, la lectura será el combustible y la chispa de aquella llama incandescente; será también un medio para comprender el mundo –o para tratar de comprenderlo–; un archivo de la memoria, de la propia experiencia y la de los otros; un medio para superar las limitaciones del tiempo y el espacio; una fuente de iluminación, de felicidad y, a veces, hasta de consuelo; una crónica de eventos pasados, presentes y futuros, un espejo o un compañero y hasta una invocación a los muertos. Aptitud lectora que pronto lo haría comprender las amplias posibilidades de aquel hábito (vivencia que incluirá en su novela Hijo de ladrón): durante una época de su infancia, su madre ya viuda arrendó un par de habitaciones en la casa de una anciana en la misma situación, para que ambos vivieran, mientras la propietaria se instalaba en otra construcción al fondo del patio, «una pieza a la que agregó una cocina y un gallinero, disponiéndose a pasar allí el resto de sus días», dirá Rojas en «Algo sobre mi experiencia literaria». A veces, el niño Manuel iba hasta el fondo del patio a mirar «a la señora, al jardín y a los árboles, entre los cuales había algunos durazneros. Un día, maduros ya los duraznos, fui a echar una ojeada –recordaba Rojas–: la señora trataba de leer un diario. Me invitó a entrar y me preguntó: ¿Sabe leer?
. Le contesté que sí, y entonces se quejó que apenas podía hacerlo; se cansaba y le dolía la cabeza». Acto seguido, la anciana le contó al niño que en aquel diario aparecía un folletín que le interesaba, pero él no sabía lo que era un folletín, pero su atención estaba en una rama llena de duraznos. La mujer advirtió el objeto de distracción del muchacho y le ofreció que sacara los frutos que quisiera. «Saqué dos o tres –dirá Rojas–, y mientras los comía se me ocurrió ofrecerme para leer el folletín: era una manera de retribuirle los duraznos y de asegurarme otros para el futuro. El verano es largo y la fruta es siempre cara para los pobres». Finalmente, la mujer aceptó la propuesta y le entregó el diario, Rojas cumplió la tarea hasta la última frase. Al día siguiente repitió su labor, poseído por la curiosidad: «Quise enterarme de lo que había ocurrido antes. La señora, que lo tenía recortado, me lo facilitó. Tenía recortados, además, otros folletines, que me prestó, y entre los cuales aparecieron novelas de varias nacionalidades», emigrando del imaginario silvestre de Salgari para explorar otros senderos narrativos, y agrega: «Seguí leyendo, sin tener quién me aconsejara sobre lo que debía leer y sin más interés que el placer que me proporcionaba la lectura».
En su primera juventud, abandonados los estudios y buscando en qué ganarse la vida, llegó a Mendoza, donde hizo amistad con obreros anarquistas, «entre quienes había uno, de profesión tipógrafo, que me tomó gran aprecio y que me proporcionó libros de otro carácter», dirá Rojas, mientras laboraba como pintor de «brocha gorda», «sin que me asustara la electricidad o el acarreo de cajones en las vendimias mendocinas». Después de dos años en esa ciudad y luego de trabajar como peón en el Ferrocarril Trasandino, atravesó a pie la cordillera de Los Andes, ocupación y travesía que narró en su cuento «Laguna» y recordó en Hijo de ladrón.
Rojas llega a aquel Chile de los primeros movimientos sociales, del influjo de la Revolución rusa y de las crisis políticas y económicas que presagian el fin del salitre. Su acercamiento al anarquismo –junto a sus amigos Arturo Zúñiga, González Vera y el poeta José Domingo Gómez Rojas– lo llevará a las páginas de Kropotkin, Bakunin, Malatesta y otros teóricos, lecturas que alternaba, entre oficio y oficio, con la poesía modernista, las obras de sus contemporáneos nacionales y los clásicos rusos. Y así comenzó a escribir. «Sin tener la menor idea de lo que escribir significaba; no sabía gramática y mi ortografía era precaria; ignoraba que existiese algo que se llama estilo y jamás había oído hablar de retórica. Si alguien me hubiese propuesto estudiar todo eso, me habría reído. ¿Para qué?, habría preguntado, con la suficiencia que lo haría un escritor joven de estos días. Si hubiese podido estudiarlo me habría ahorrado esfuerzos que pude haber destinado a conseguir resultados más valiosos. Pero no pude hacerlo; nadie, además, me lo propuso». Sin embargo, su ímpetu tenía un objetivo bien claro, y estimulado por Gómez Rojas, comenzó a escribir sus primeras poesías, «y produje las peores que se hayan escrito en el hemisferio sur –recordará el escritor–. Estaba de moda el modernismo con sus princesas, sus bohemios, sus cielos color violeta y sus tardes grises, y yo, que no tenía cultura literaria de ninguna especie, que no tenía espíritu crítico, seguí la moda y hablé de princesas con un desparpajo no igualado hasta ese momento».
Entonces, la praxis sostenida de la lectura y la escritura lo llevarían por otros senderos literarios, ampliando su vademécum de nombres propios, de voces e influencias que se filtrarán –a veces sumergidas, a veces evidentes– primero en sus poemas y después en sus ficciones, en las que ajusta los andamiajes narrativos de Joyce, Faulkner, Mann y Proust aplicados a una épica del Cono Sur, en la búsqueda de una autonomía o identidad propia. Rojas pronto asume su rol de lector no solo como «un absorbedor de novelas o un muerto archivo de la muchedumbre que sale de ellas; es algo más» –escribe en su ensayo «La novela, el autor, el personaje y el lector»–. «Hemos dicho que es un espejo; lo es, pero no solo un espejo que refleja la imagen mientras la figura permanece frente a él, sino que, más que eso, uno que la guarda, que la valoriza en sus líneas generales y particulares, que aprecia su sonido, su metal, su color, sus matices, que los compara y los combina entre sí; y que puede, espontáneamente, crear, sobre esas figuras, otras figuras más. Este lector tiene memoria».
Y siguió trabajando –leyendo, escribiendo y publicando–, constatando en sus nuevas páginas impresas el avance y concreción de un estilo: «¿De dónde había sacado esa manera de escribir? –indaga y concluye Rojas– ¿De dónde lo había aprendido? ¿Por qué había cambiado tanto? […] Me di cuenta que tenía la tendencia a examinar las cosas, los seres y los hechos de una manera diferente a como hacía antes. Antes simplemente los representaba, los describía, sin estilizarlos, sin examinarlos, sin sacarles todo el valor que tenían. […] Descubrí que el resultado estaba de acuerdo con mi modo natural de pensar, de divagar, de reflexionar y de recordar» («Algo sobre mi experiencia literaria», 1960).
De esta forma, ya en su tercera novela, Hijo de ladrón, publicada en 1951, Rojas propone una renovación: expande una prosa con una sintaxis envolvente, clara y de largo aliento, sin conclusiones, sin ánimo pedagógico ni moralizante, que se limita a mostrar –al ritmo andante de su escritura cargada de ternura– a personajes y sus circunstancias; una mirada que atestigua, que se extiende en hechos de su propia experiencia en los que, con una conciencia cada vez mayor, despliega un hábil manejo de los procedimientos narrativos: corriente de conciencia, monólogo interior, precisión del lenguaje, ritmo y una visión global de la novela y sus propios circuitos, lo que significó un punto de inflexión en la temporalidad lineal de la narrativa local, que dejó huella y marcó un antes y un después en el planteamiento cronológico y estructural de la ficción escrita en el país. La suya es una obra cuyo núcleo quedó fijado tempranamente, «sus primeros veinticinco o veintisiete años le proporcionaron, con la áspera riqueza de su experiencia, prácticamente la totalidad del material que desarrolló en los cincuenta años siguientes», como afirmó el escritor José Miguel Varas, y cuyo leitmotiv plasmó en poemas, cuentos, novelas, artículos periodísticos y conferencias.
En su Historia breve de la literatura chilena, publicada en 1964, el propio Rojas hará un irónico diagnóstico (en tercera persona), sin indulgencias, sobre su propia escritura: «Rojas ha logrado, quizá ya que ha vivido tanto tiempo –no todos los escritores tienen la suerte de vivir muchos años, aunque a veces no sea una suerte–, desarrollar a fondo su prosa. Sus primeros cuentos, como él mismo lo ha dicho, fueron escritos de modo defectuoso, con una prosa demasiado objetiva. Parecían, menos que trabajos literarios, tradiciones orales recogidas en alguna parte».
Su escritura, que labró sin apuro, en el destilado paciente de su conciencia y de su seriedad para encarar el oficio, era un trabajo sin horario ni calendario en el que, enfrentado al devenir cotidiano, le resultaba imposible calcular cuánto tiempo le tomaría escribir sus cuentos, novelas y artículos, quizá por eso cuando en 1957 se le otorgó el Premio Nacional de Literatura, en la ceremonia de entrega prefirió improvisar un breve discurso, dijo que había pensado escribir algo, pero desistió de la idea porque, de seguro, le hubiera tomado más de un mes.
«Lean, lean y lean»
Paz, su hija menor, cuenta que Rojas despreciaba la educación formal, y a menudo les decía: «No me importa que sean buenos alumnos, sino que lean, lean y lean». Había decidido educar a sus hijos a su manera, como el caminante de largo aliento que era, conocedor del territorio –en especial de la cordillera de Los Andes que había cruzado caminando en su juventud–, sabía del mar y todos los nudos marineros; sabía de las estrellas, de los insectos y las aves del país, y entre sus libros de consulta permanente estaba un tratado de entomología en diez tomos. Llevaba a sus hijos a extensas y maravillosas excursiones por la montaña, o partía con sus «abejorros» un domingo a la Quinta Normal a cazar mariposas. Y él mismo fabricaba los muebles de su casa en la calle Llewellyn Jones 1212, en su banco de carpintero en el que trabaja casi todas las tardes como en un cambio de frecuencia o de materiales de la jornada diaria.
Una formación abierta, libre, y el ejercicio permanente de un oficio que lo llevó –después de la publicación de Hijo de ladrón–; a la dirección de los Anales de la Universidad de Chile y a dictar clases de literatura medieval española, de literatura hispanoamericana, sobre la novela de la revolución mexicana, sobre el Modernismo y literatura chilena en diversos países de América. A su regreso de un viaje a Cuba junto a Enrique Espinoza –seudónimo de Samuel Glusberg, fundador de la revista Babel–, se integró como profesor a la recién creada Escuela de Periodismo de la Universidad de Chile, donde también estaba su amigo, el diseñador y tipógrafo, Mauricio Amster.
Así, de cada lugar, de cada hombre y mujer, de cada oficio que ejerció, de cada historia que escuchó, salieron cuentos o secciones de novelas. Campos, puertos y ciudades, el húmedo sur, las calles de la urbe en época de ebullición social, la revolución y la cárcel, el abandono y la soledad de seres a veces silenciosos, a veces en vívidos relatos de andanzas y proezas de vidas mínimas que habitan toda su obra, y que es también el reflejo del tránsito y la evolución literaria del pasado siglo, sin recurrir a trucos conceptuales o artificios retóricos. Rojas decía que «belleza significa lenguaje sencillo», y así traza con palabras un mundo que habita en él –y viceversa–; «mundo hecho de una sola imagen básica y sostenido por un sentimiento de fraternidad entre los hombres libres y de amor esencial a la humanidad por encima de toda corrupción y de toda injusticia», dirá el escritor y profesor de la Universidad de California, Fernando Alegría, en su Literatura chilena del siglo XX.
José Miguel Varas recordaba que a mediados de los años cincuenta un grupo de estudiantes del Instituto Nacional tuvo la tarea de entrevistar al escritor Manuel Rojas, por entonces director de las Prensas de la Universidad de Chile. Una vez reunidos con el escritor, el diálogo surgió alegre y dinámico mientras los novicios periodistas iban anotando con entusiasmo en sus cuadernos. En el momento de la despedida, Rojas se dirigió a uno de los escolares que había estado en silencio y casi ausente durante la conversación. «–¿Y tú? –le dijo el escritor– ¿No tienes nada que preguntarme?». El muchacho, sorprendido, se sonrojó, y nervioso murmuró: «–¿Cuándo murió Manuel Rojas?».
Hubo un par de segundos de silencio, todos se miraron, hasta que el escritor estalló en una sonora carcajada que contagió a los escolares, menos al retraído muchacho que había lanzado aquella despistada interrogante. Anécdota que Rojas, para quien la fama –propia o ajena– nunca fue un horizonte, relataba con frecuencia.
«Sobre lo de aquí y lo de allá»
La incursión de Manuel Rojas en la escritura de prensa se remonta a su juventud, cuando un grupo de obreros anarquistas lo «enfrentó a las letras de molde», dirá Rojas. Aquella vez, el novato escritor se lanza por la pista resbaladiza del pensamiento con el texto «Qué es el arte», publicado en el periódico La Batalla –dirigido por el carpintero catalán Moisés Pascual–, que le significó una encarnizada y larga discusión que nunca olvidó: «En ese malhadado artículo, yo, militante anarquista, cometí la herejía de propugnar la teoría del arte por el arte», tesis que tuvo eco en el anarquista español Teófilo Dúctil Pastor y Amado, pintor de carruajes, periodista y escritor, quien lo seguirá durante varios meses para discutir las ideas expuestas por el joven escritor «en aquel engendro», del que concluirá: «Jamás me he arrepentido de haber escrito algo, excepto esa vez, en que el anarquista asturiano me dejó reducido a escombros».
Entonces, como una consecuencia casi inevitable del que asume el oficio, Rojas se aventura en la prosa de ideas, en el ensayo –«el centauro de los géneros», en palabras de Alfonso Reyes–, en los que aflora un doble propósito: por un lado, su curiosidad permanente y su interés caleidoscópico por temas varios, como la exploración naturalista o la astronomía, pasando por la etnología, la observación de pájaros y los acontecimientos históricos y sociales; por otro, la reflexión sobre asuntos literarios en los que indaga en sus propias inquietudes sobre el oficio de escritor, como en las recopilaciones de sus ensayos De la poesía a la revolución (1938) y El árbol siempre verde (1960). Así, su escritura ensayística combina estos dos impulsos, en la que se permite divagar libremente y, al hacerlo, compartir hallazgos, pasiones, dudas o certezas, transmitir conocimiento o ejercer la crítica, ajeno a la erudición del académico solipsista y a la doxa simplista del divulgador de ideas varias.
Su escritura se mueve por un universo de temas y situaciones, recuerdos –propios y ajenos–, algunas claves de su propia obra y siempre sus lecturas. Narra su formación como escritor, sus primeros cómplices en el oficio, la formación del efímero «Círculo de los Siete» y su humilde –y manuscrito– único número de la Revista Bohemia, que su amigo González Vera, «con ese espíritu de abnegación que lo distinguía en ese tiempo –recordará Rojas–, se ofreció para copiarla». Una semana después apareció González Vera con la revista, «manuscrita con esa escritura aritmética que él tiene, en la cual las letras parecen números, y las palabras, guarismos» («Hace muchos años en el barrio Matta», 1940). Rojas registra sus andanzas extranjeras, su experiencia como profesor en universidades norteamericanas en las que, al cabo de un par de vistas y destinos, demuele prejuicios y absorbe la experiencia; escribe: «Los estudiantes y las estudiantes me dieron, por fin, una imagen que si no es definitiva es, por lo menos, aproximada. Los estudiantes de universidades pertenecen, con escasas excepciones, a la clase media y a veces a la inferior, individuos que gracias a un esfuerzo terrible logran estudiar y graduarse en una universidad» («Alumnos de español en USA», 1965).
Rojas toma la palabra, replica pullas y querellas literarias, propone salidas y llegadas éticas y estéticas; y hasta recibe una petición de bautizar con su nombre la biblioteca de la cárcel pública de San Fernando. Desmenuza obras y autores –los clásicos, los contemporáneos, los compatriotas–, a la vez que se pregunta por el futuro de la literatura nacional, por su proyección y trascendencia, y advierte: «Nos falta personalidad en la literatura, personalidad de pensamiento, personalidad de espíritu y casi personalidad de expresión. Creemos hacer obras literarias describiendo lo que vemos, transcribiendo lo que nos cuentan o reproduciendo lo que hemos vivido, así como ciertos pintores creen hacer pintura al reproducir fielmente una botella o una flor, y lo hacemos de modo superficial, sin mezclarnos en ello, suponiendo que bastará eso y que nuestro paisaje, nuestros campesinos, nuestros montañeses, por ser nuestros, llamarán la atención hacia nuestra literatura. Pero ¿será eso literatura? Mucho me temo que no. Creo que será más bien literatura para turistas. No es el paisaje ni los habitantes de un paisaje lo que hacen una literatura» («Reflexiones sobre la literatura chilena», 1934). También deconstruye la estructura de un poema y se aventura en ensayar una definición de la poesía –pasada y presente–; lleva el pulso de sus lecturas y cavilaciones que deja por escrito como «el reflejo que los seres que veía y las cosas que ocurrían, produjeron en mí. Del mismo modo, lo que el destino de unos o la desaparición de otros provocaron en mi sensibilidad […]. Un escritor puede sacar algún provecho, en mi caso universalizarme al escribir sobre lo de aquí y sobre lo de allá, a veces con más audacia que conocimientos, aunque siempre con honradez», concluirá el propio Rojas en 1967.
Su escritura ensayística destila su reflexión y visión interior, desafía su data de origen –y de paso la nuestra–, en la que rehúye de cualquier tratado doctrinario y propagandístico para introducirnos en un extenso y variado paseo por su laberinto mental, en el que, pese a la variedad de asuntos desplegados, persisten sus ideales de justicia y libertad.
Si su ficción logra ponernos en la piel de sus personajes, de caminar con ellos, de comprender sus motivaciones y compartir sus emociones, sus ensayos o artículos, en cambio, ponen en tensión nuestras propias cavilaciones y certezas, aportando datos, hechos y conceptos de otro tiempo que vuelven a renovar su palabra viva, su actualidad y su encanto. Rojas se mueve libremente para lanzarse en cualquier dirección, para saltar de una idea a otra, para comenzar por el final y terminar con el medio o el final, y en su aparente arbitrariedad, en esa dispersión de ver y contar, emerge y se impone la coherencia de su universo propio en el que –al igual que en sus cuentos y novelas– quedamos atrapados como peces en una red; o encantados por esa voz serena y a la vez enérgica y directa que aún resuena.
«Con elementos de timidez y de urgencia»
Sus páginas hoy nos confirman que su vida y su escritura son la concreción de un espíritu inquieto, de un observador que examinó con todos sus sentidos, siempre activo, siempre en movimiento –físico y metafísico–, «construido con elementos de timidez y de urgencia, de pasión y de silencio», como se retrató en su poema Deshecha rosa. Una de sus frases habituales era: «Qué estamos esperando ahora», y fue también la última oración que pronunció en la clínica Santa María de Santiago el 11 de marzo de 1973 antes de dormirse para siempre; antes de ser testigo de la tragedia del brutal golpe de Estado cívico-militar que meses después aterrorizó al país y que también asesinó a sus familiares y amigos. Dos años antes, la editorial Sudamericana de Buenos Aires había publicado la que sería su última novela, La oscura vida radiante, y supuestamente se preparaba la edición chilena en editorial Quimantú, pero vino el golpe de Estado y la censura; «cuando piden, no piden gran cosa; pero siempre se les niega; cada huelga cuesta días, semanas, meses y a veces los milicos matan a algunos. Los mataron en Iquique y los volverán a matar cualquier día», decían aquellas páginas en las que parecía haber vaticinado esa otra matanza que comenzaba.
Aquel 11 de marzo de 1973, uno de los médicos de la clínica Santa María, que lo atendió en sus horas finales, estaba visiblemente conmovido por la muerte del escritor. Entonces el hombre hizo a un lado a Paz Rojas y le confesó su congoja: veinte años antes, él había sido el escolar que le había preguntado al escritor: «¿Cuándo murió Manuel Rojas?».
Felipe Reyes F.
NOTA DEL EDITOR
Los Ensayos completos de Manuel Rojas reúnen por primera vez todos los artículos del escritor aparecidos en publicaciones periódicas. Estos ensayos cubren prácticamente la totalidad del siglo XX, ya que comienzan con sus primeras proclamas políticas, publicadas en 1912 en el periódico libertario La Batalla, cuando solo tenía 16 años, y terminan con su última columna para el diario Clarín, del 20 de octubre de 1972, escrita solo cinco meses antes de su muerte a la edad de 77 años. Rojas redactó la mayor parte de este material para diarios y revistas –chilenos y latinoamericanos– de la más variada condición: periódicos militantes de precaria existencia, como Claridad, Célula u Onda Corta; diarios matutinos y vespertinos de amplia circulación, como La Prensa de Buenos Aires o El Mercurio y Las Últimas Noticias de Santiago; revistas críticas, literarias y académicas, como Babel, Atenea o La Gaceta de México; y magazines de variedades, cine y turismo, tales como Zig-Zag, Ecran o En Viaje.
Desde muy joven el escritor ejerció la tarea de periodista y se puede afirmar, sin muchas dudas, que esta fue su profesión más perenne: aquella que siempre le aseguró un salario mínimo. Sus primeras relaciones con el mundo de la prensa son como colaborador de La Batalla y luego como obrero gráfico, al aprender el oficio de linógrafo en la imprenta de la revista Numen. Con este nuevo oficio a su haber, se ganará la vida en imprentas de Santiago y Buenos Aires. En 1928, trabajando en las linotipias del diario La Nación, consigue su primer empleo remunerado como periodista: es nombrado redactor para el vespertino Los Tiempos y desde entonces no deja de escribir editoriales, columnas, reportajes, entrevistas, crónicas de viaje, reseñas, críticas y ensayos.
En su obra periodística, Rojas aborda temas muy diversos, desde la literatura y la política a la sociedad y el deporte, sin dejar nunca de explorar las nuevas tendencias del arte y la filosofía, la ecología y las ciencias. Aunque inicialmente es reacio a reunir sus artículos en libros, finalmente lo hace en tres ocasiones.¹ En 1938 publica De la poesía a la revolución, una selección de ensayos sobre literatura y política. En 1960 edita El árbol siempre verde, combinando esta vez ensayos sobre literatura con crónicas de viajes. Por último, en 1967 aparece A pie por Chile, una antología en la que incluye 65 crónicas de viajes.
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Manuel Rojas fallece en marzo de 1973 y sus hijos quedan a cargo de su archivo personal, en el que están conservados muchos de sus ensayos. Sin embargo, debido a la violenta represión política que sufre la familia, solo una década más tarde se realizan los primeros intentos de publicar este material. Su hija María Eugenia y el investigador Gabriel Romero trabajan en una primera compilación general y se elaboran inventarios de sus contribuciones para los diarios Los Tiempos y Las Últimas Noticias, así como de sus textos sobre Cuba. Entretanto, aparecen interesantes estudios y antologías que dan a conocer parte de sus artículos, estos son: Páginas excluidas (Editorial Universitaria, 1997), del poeta Federico Schopf, libro en el que a algunos de sus cuentos, fragmentos de novelas y ensayos literarios, se suman una veintena de artículos provenientes de su archivo personal; Letras anarquistas (Editorial Planeta, 2005), que reúne artículos libertarios de Rojas y González Vera, recopilados y seleccionados por la nieta de este último: Carmen Soria; Un joven en la batalla (LOM, 2012), de Jorge Guerra, presidente de la Fundación Manuel Rojas, que esta vez estudia y recopila todos sus artículos escritos entre 1912 y 1915 para el diario La Batalla; La prosa nunca está terminada (Ediciones UDP, 2013), del poeta y editor Andrés Florit, es una selección de sus ensayos sobre literatura en la que aparecen textos que estaban hasta entonces dispersos; y por último, una edición ampliada de A pie por Chile (Catalonia, 2016), realizada por Daniel Muñoz y Gabriel Romero, que agregó otras 27 crónicas de viaje a las 65 de la edición original.
El presente trabajo de recopilación de sus Ensayos completos, realizado en bibliotecas, hemerotecas y archivos, se inició, entonces, apoyándose en las antologías ya publicadas y en el inventario hecho por su familia. El título escogido para esta obra utiliza el término genérico de «ensayos» para referirse a artículos de no-ficción y reflexión aparecidos en publicaciones periódicas, además de estudios que Rojas preparó para antologías propias o de otros autores, prólogos para libros, declaraciones públicas sobre la contingencia nacional o internacional y artículos inéditos de su archivo destinados a la prensa.² Se indica que son sus ensayos «completos» por la amplitud de la investigación realizada, y puesto que se publica la totalidad del material reunido, correspondiente a 1197 documentos.³ Con todo, es muy posible que futuros investigadores encuentren nuevos textos del autor, ya sea porque algunos periódicos que seguramente contienen artículos de Rojas están hoy inaccesibles o perdidos, o porque no se tuvo conocimiento de su existencia.
Al editar esta obra, surge inevitablemente la pregunta de cómo ordenar este cuantioso material: si de manera puramente cronológica, o, para facilitar su lectura, clasificarlo por temáticas o géneros periodísticos. Aunque es bien conocido el deseo constante de Rojas de llegar a un amplio público de lectores –tratando de manera universal temas locales; utilizando una prosa simple, depurada de criollismos, tecnicismos y metáforas; y actualizando su vocabulario–, este único argumento no nos pareció suficiente para dar libre curso a nuestras ansias tipológicas. Para orientarse en la toma de tal decisión, se volvió la mirada a los propios juicios del autor. De entrada, se descartó una clasificación por géneros periodísticos, pues tal como lo vimos en las antologías que Rojas publicó en vida, reunió allí textos de índole muy diversos. Por ejemplo, en De la poesía a la revolución, agrupa acabados ensayos –como aquellos sobre la literatura chilena– con artículos más periodísticos, como el titulado «Lance sobre el escritor y la política». Lo mismo hace en El árbol siempre verde, donde ensambla esta vez ensayos literarios con crónicas de viajes. Tal como lo hace en su obra y en su experiencia vital, Rojas descarta siempre los géneros y las especialidades, aunque no deje de explorarlos todos. Con los temas escogidos en sus antologías sucede algo similar, pero menos marcado. En los dos libros comentados, une sus inquietudes literarias a sus reflexiones políticas: literatura y política parecen ser para él experiencias inseparables. Sin embargo, dedica su tercera antología, A pie por Chile, exclusivamente a sus impresiones de viajes. Una clasificación temática de sus ensayos parece ser más de su agrado, que una por géneros, en la que los artículos saltarían de un tema a otro.
Finalmente, la balanza se inclinó por una clasificación temática al dar con dos documentos conservados en su archivo personal. El primero es un índice que lleva por título, justamente, «Temas», y que sin duda Rojas elaboró para una antología general de sus ensayos que él mismo proyectaba algún día publicar. En este documento propone la siguiente organización: «Cultura: Arte, Letras, Docencia, … / Situaciones Internacionales - Sistemas Políticos: Guerra y paz, Dictaduras / Democracias, Nazismo – fascismo, Comunismo, Partidos políticos, Sistemas económicos / Sociedad: … / Ciencia y Naturaleza / Chile: Costumbres (idiosincrasia, anécdotas, etc.), Geografía (descripciones, etc.), Reflexiones / El Hombre».⁴ El segundo documento es esta vez un proyecto de antología más acotado, contenido en una carpeta titulada «Y algo más». Está fechado en 1967 e incluye una introducción, un índice y algunos títulos de artículos listados. En el índice, el autor propone la siguiente organización: «Asuntos Personales / Seres de Chile / Cosas de Chile / Cosas de Pájaros / Cosas de Escritores / Cosas Abstractas».⁵ En su breve introducción, titulada «Pocas palabras», Rojas explica su propósito:
Estos artículos, publicados en diarios y revistas de Santiago durante algunos años, significan, si no otra cosa, el reflejo que los seres que veía y las cosas que ocurrían, produjeron en mí. Del mismo modo, lo que el destino de unos o la desaparición de otros provocaron en mi sensibilidad. Tuve la suerte, en lo que se refiere a los artículos que se publicaron en periódicos, de tener la libertad de escribir sobre lo que me interesara, libertad que Byron Gigoux, el director de Las Últimas Noticias, nunca terminó de darme. Me pagaron malamente, es cierto, pero hasta cuando le pagan mal un escritor puede sacar algún provecho, en mi caso universalizarme al escribir sobre lo de aquí y sobre lo de allá, a veces con más audacia que conocimientos, aunque siempre con honradez.
De los publicados en Babel no puedo decir sino que los hice con el cariño que la amistad de mis compañeros de redacción me inspiraba.
Y no hay para qué seguir.⁶
La organización general de sus Ensayos completos se hará, entonces, sin distinción de géneros periodísticos y según una tipología temática, cercana a las concebidas por Rojas. Los ensayos se reúnen en cuatro volúmenes, que llevan por título el de alguno de sus libros o el de algún artículo. Estos son: El árbol siempre verde: escritos sobre literatura; De qué se nutre la esperanza: escritos sobre política; Chile, país vivido: escritos sociales y sobre cultura; y Mundos perdidos: escritos sobre la naturaleza y las ciencias. Dentro de cada volumen, los textos se agruparon también por materias, pero respetando el orden cronológico de su publicación.⁷
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Los grandes temas y reflexiones que interesan a Rojas, siguen siendo hoy de gran actualidad y relevancia. Para convencerse basta con mirar los títulos de los ensayos que publicó en los años cuarenta; sin embargo, no es menos cierto que el tiempo nos ha alejado de los acontecimientos que los motivaron. Sería una tarea que sobrepasa con creces el propósito de esta edición, la de contextualizar sus ensayos para acercarnos al momento histórico de su producción y recepción. Aun así, para facilitar su lectura, esta edición propone un aparato crítico en forma de notas a pie de página y anexos.
Las notas a pie de página entregan, por lo general y en forma breve, las siguientes informaciones: una reseña de los acontecimientos históricos o biográficos referidos; una biografía de los personajes y autores cuya vida u obra es comentada; las referencias bibliográficas de todas las citas textuales, señalándose de preferencia la edición o traducción utilizada por Rojas; y una biografía del autor de la obra citada. En el caso de El árbol siempre verde, se suelen utilizar las biografías de escritores nacionales que el mismo Rojas elaboró para su Historia breve de la literatura chilena (1965). Las notas a pie de página de Rojas están precedidas de un asterisco. Por otra parte, en el Anexo de cada volumen se incluyen: una cronología que cubre toda la vida del autor; una bibliografía completa de sus artículos, ordenados cronológicamente; y un índice onomástico.
Los textos de los artículos corresponden a la última versión publicada y revisada por el autor.⁸ La ortografía y puntuación se corrigió de acuerdo a las indicaciones generales para la edición de escritos del siglo XX.
Agradecimientos
Esta obra no habría sido posible sin la colaboración de entrañables amigos y queridos familiares, así como de instituciones que conservan el patrimonio de mi abuelo. Como se señaló en la nota del editor, el trabajo inicial realizado por Gabriel Romero fue indispensable. En la recopilación de los artículos, conté con el valioso apoyo de María Jesús Blanco, Sergio Aliaga, José Ignacio Landaeta, Sebastián Ortiz, Sabrina Vecchionacce y Martín Aguirre. Gabriel Castillo hizo preciados aportes en la anotación de los textos. La cronología de Manuel Rojas fue inicialmente elaborada por Jorge Guerra, quien también contribuyó a su actualización. Los trabajos de catalogación y estudio del archivo de Rojas, realizados por María José Barros, Pía Gutiérrez y Macarena Areco, han permitido ampliar sensiblemente la mirada sobre su obra. La Biblioteca Nacional y la Pontificia Universidad Católica, a través del Centro de Estudios de Literatura Chilena, nos han facilitado el acceso a las publicaciones periódicas y apoyado en la conservación y difusión del archivo del escritor. A todos ellos van mis más sinceros agradecimientos pues, además de animarme, permitieron que estos escritos salgan del olvido y lleguen ahora a renovados lectores.
Daniel Muñoz Rojas
EL OFICIO DE ESCRITOR
Algo sobre mi experiencia literaria
Hace muchos años, en el barrio Matta
Las Últimas Noticias. Santiago, 29 de enero de 1940, p. 7.
Hace muchos años, deambulábamos por el barrio Avenida Matta – San Diego, varios amigos. De esos amigos, algunos con el tiempo y la garúa, nos hicimos escritores; otros no tomaron carrera artística alguna, y otros, finalmente, murieron en pleno desarrollo.⁹
De ese grupo tomaba parte Antonio Acevedo Hernández, que por esa época era ya un autor teatral conocido y considerado; González Vera que llegó a ser el escritor que conocemos y estimamos; Juan Tenorio, actor que de todo tenía y tiene, menos de lo que debería tener llamándose de esa laya; Arturo Zúñiga Q., que hizo y hace aún algunos buenos poemas; Alfredo Valenzuela, muerto muy joven, que tenía veleidades de crítico; José Domingo Gómez Rojas, poeta, que era también bastante conocido y que murió asesinado el año 1920, y yo.¹⁰
Una noche, en casa de Zúñiga, nos reunimos para tratar de organizar algo útil; el anonimato en que vivíamos cinco de los siete que formábamos el grupo, nos carcomía el alma. Era necesario dar algunas señales de vida, ya que no era suficiente escribir y leernos mutuamente lo que escribíamos. De ese modo jamás saldríamos de nosotros mismos. Era preciso que nos leyeran o que nos oyeran otros seres. Y en el escritorio de Zúñiga, que estaba en cama, pues ya sentía los síntomas del mal que lo llevó a la tumba, se bebía un medio litro de tilo con leche, brebaje que acompañaba con una marraqueta untada de mantequilla, deliberamos. Empezamos por buscar un nombre adecuado para nuestro grupo, y después de proponer mil y uno, a cuál más dramático, romántico, humorista o idiota, alguien, fijándose en el número de personas que componían el grupo, propuso uno que nos encantó por lo sencillo y cabalístico: El Círculo de los Siete.
¿Y qué iba a hacer El Círculo de los Siete? Lo que hace o pretende hacer todo grupo de escritores jóvenes: publicar una revista. No era una iniciativa extraordinaria. Lo que sí era extraordinario era que la iniciativa surgiera de un grupo que no tenía con qué hacer cantar a un ciego. Pero eso no era obstáculo para «El Círculo de los Siete». Ya que no podíamos editar una revista impresa, haríamos una manuscrita. Sobre el número de ejemplares no hubo discusión alguna: uno y gracias.
Días u horas después el material estaba listo y solo faltaba el título y la persona que la copiara. Sobre el título hubo acuerdo unánime: se llamaría Revista Bohemia. Y González Vera, con ese espíritu de abnegación que lo distinguía en ese tiempo y que ya, desgraciadamente para nosotros y felizmente para él, ha perdido, se ofreció para copiarla. Una semana después nos trajo la revista, manuscrita con esa escritura aritmética que él tiene, en la cual las letras parecen números, y las palabras, guarismos. La leímos como los imanes islámicos leen el Corán o los rabinos judíos, el Talmud.
Creo que ninguno de los sobrevivientes de ese grupo sería hoy capaz de hacer algo parecido. Pero en ese tiempo éramos potros jóvenes y corríamos por el placer de correr.
Si González Vera fue el «impresor» de la Revista Bohemia, Acevedo Hernández fue el «repartidor». Con ella bajo el brazo recorrió el círculo de sus amistades literarias. A una de las primeras personas que la mostró fue a don Samuel Lillo, quien tuvo para ella palabras que nos emocionaron hasta las lágrimas cuando Acevedo nos las transmitió.¹¹
En realidad, no sé qué fin tuvo ese único ejemplar de la Revista Bohemia. Ignoro si alguno de nosotros la conserva todavía o si anda corriendo por ahí, en manos de nuestros sucesores, los soñadores del barrio Matta – San Diego. Respecto a ella tengo un orgullo: contrariamente a lo que sucede con otras revistas, nadie habrá podido venderla al peso.
Y ese fue el primer vagido del Círculo de los Siete.
Gracias a la Revista Bohemia El Círculo de los Siete entró en contacto con algunos escritores de renombre, entre ellos con don Samuel Lillo, quien, con la benevolencia y simpatía que siempre demuestra hacia los escritores jóvenes, se interesó por El Círculo y por sus miembros. Fue así como por intermedio de Acevedo, un buen día nos comunicó que pensaba organizar un acto literario dedicado únicamente a nosotros. Se realizaría en el Instituto Pedagógico. Aquello nos dejó turulatos. ¡Pensar que así, de pronto, sin entrenamiento y sin transición, íbamos a saltar desde los bancos de la Avenida Matta a los del Pedagógico! Esto nos produjo un temor que casi nos hizo desistir del honor. Pero era tarde para retroceder. Y fuimos.
Llegó la tan temida fecha, y una tarde, con la boca muy seca, atildadísimos, tan atildados que apenas nos reconocíamos, entramos al Pedagógico. No sabíamos qué público íbamos a tener: si serían graves profesores de literatura o de latín o muchachos estudiantes que se echarían a reír apenas abriéramos la reseca boca. La sorpresa fue tremenda: la sala estaba llena de muchachas, de auténticas muchachas, no como las de nuestros versos, que eran fuleras. Muchachas de Liceo con sus trajecitos azules –ese trajecito azul que he llegado a amar tanto, pues con él iba vestida, cuando la conocí, la que llegó a ser el gran amor de mi vida y mi mujer, y que hoy llevan sus dos hijas.
Don Samuel se encargó de presentarnos. Dijo que éramos una esperanza de la literatura chilena, tal vez la única esperanza, que teníamos talento –lo que en realidad teníamos era miedo espantoso–, etc. Dejó de hablar y hube de levantarme. Yo había leído mis poemas a mucha gente, a todo aquel que demostraba algún interés por ellos y aun a los que no demostraban ninguno; pero jamás había leído ante un público semejante. Felizmente, fuera de dos o tres atragantamientos, salí bien y se me aplaudió cortésmente. Después se levantó otro y otro. El Círculo de los Siete obtuvo un éxito clamoroso.
Lo que sucedió al final fue algo que podría llamarse «Sueño de una tarde de otoño», pues otoño era: docenas de manos de muchachas estrecharon las nuestras, muchas sonrisas, muchas palabras de estímulo… Quedamos con las manos y el alma tibia. Don Samuel Lillo, por entre su renegrida barba de aquellos días, sonreía como un mago.
Y este fue el segundo y último vagido del Círculo de los Siete.
Juan Barros
Las Últimas Noticias. Santiago, 7 de junio de 1939, p. 4.
Allá por diciembre del año pasado, al entrar por primera vez al pasillo de los vendedores de cartillas del Hipódromo Chile, vi en una de las cajas una cabeza que me era conocida: la de Juan Barros. Me sorprendí un poco, pues hasta ese momento había creído, tal vez con un poco de vanidad, que el único escritor que vendía cartillas era yo. Pero, por lo visto, no era así.¹²
Yo venía de la cancha y no era amigo, ni siquiera conocido, de Juan Barros. Solo una vez, incidentalmente, había hablado con él. Sabía que había escrito varios libros y que los dos últimos, La María Grande y Don Lindo, habían sido editados y vendidos por él mismo. A la salida de los trenes, en las estaciones Mapocho o Central, se le vio durante algún tiempo, con un paquete de libros bajo el brazo, ofrecer y vender su producción. Tenía muchos amigos y su conversación, muy jovial, muy chilena –en el sentido noble de la palabra– atraía a la gente. Me han dicho que también vendía sus libros en su caja de cartillero. Después de hacer la cartilla que se le pedía, ofrecía al asombrado cliente un ejemplar de Don Lindo o de La María Grande.
En los ardientes días del verano, al volver del almuerzo los días sábado, lo veía sentado en su caja, con la cabeza reclinada sobre la máquina de hacer cartillas. Parecía reposar o dormir o tal vez sentía ya el trabajo de la enfermedad que acaba de matarlo. Más tarde, a las siete o las ocho horas, en que el trabajo se hace pesado para el cartillero, lo encontraba a veces en el pasillo por donde se paseaba, respirando ampliamente. Un día que pasé a su lado me dijo:
–¿No le parece una brutalidad que yo, que soy escritor, este aquí haciendo cartillas?
–Pero –le respondí riendo– este es también un trabajo en el que hay que escribir.
Me celebró, aunque de malas ganas, el chiste. Un día, un joven empleado del desarrollo le dijo, al oírlo quejarse:
–¿Por qué se queja tanto? Manuel Rojas está ahí, haciendo cartillas, y no se queja.
Yo estaba cerca y oí la respuesta. Juan Barros se quedó callado. Segundos después oí que me golpeaban la puerta de la caja. Me di vuelta y vi sus ojos claros, su rostro lleno de simpatía y de cordialidad humana. Me dijo en voz baja:
–Compañerito, recién vengo a saber quién es usted.
Me miró durante un rato y después exclamó, entre irónico y triste:
–¡Qué le parece!
Me encogí de hombros, sonriendo. ¿Qué me iba a parecer? Nuestras vísceras y las de nuestros hijos tienen apremiantes necesidades, y menos mal si podemos satisfacerlas vendiendo un poco de nuestra actividad muscular o mental. Hay seres que deben vender cosas más preciosas, y aun hay algunos que se sienten felices vendiéndolas.
Días después, en un momento en que había pocos clientes que atender, vino a hablarme:
–Compañerito –me dijo– estoy escribiendo (o pienso escribir) la novela de un hombre que tiene dos mujeres, una en un pueblo y otra en otro, y se siente feliz con las dos. ¿Qué título le pondría usted?
Le contesté que lo pensaría; pero no alcancé a decirle el título que había pensado. Una semana después nos llegó la noticia de su enfermedad: parálisis o algo así.
Y ahora nos llega la de su muerte.
En la larga fila de los vendedores de cartillas de la Secretaría del Hipódromo Chile, en cuyo extremo izquierdo el Gato Soto aturde a veces a los clientes hablándoles en italiano, en árabe o en alemán, hay ahora un hueco: el de Juanito Barros, escritor y vendedor de cartillas. ¡Dios tenga piedad de él! y de nosotros...
Renato Monestier
Las Últimas Noticias. Santiago, 19 de agosto de 1939, pp. 4 y 6.
De pronto, sin que nada me lo hiciera sospechar y sin que hubiera motivo alguno que yo conociera, veo en El Mercurio el retrato de Renato Monestier. Es una sensación de sorpresa. ¿Por qué aparece aquí el retrato de Monestier? ¿Qué puede haber hecho? El título me dice lo que pasa: «Falleció el periodista don Renato Monestier». Es decir, Renato Monestier ha muerto. He ahí por qué aparece su retrato en el diario. No ha publicado ninguno de los libros que él pensó alguna vez publicar, no ha dado ninguna conferencia, no lo han nombrado para ningún brillante o suculento puesto. Simplemente, ha muerto.¹³
Hace muchos años, tal vez veinte, una compañía teatral que dirigía Alejandro Flores y de la que yo era apuntador, cayó en Talca. Estaba ya cerca el invierno y nos acercábamos apresuradamente a Santiago. Una noche, durante un entreacto, un mozo me avisó que un joven deseaba verme. Sorprendido, pues tenía la certidumbre de no conocer a nadie en esa ciudad, salí en busca del joven. Era Renato Monestier. Me contó que por los avisos publicados en los diarios de la localidad se había enterado de que en esa compañía venía alguien que se llamaba como yo y quería saber si ese alguien era el poeta Manuel Rojas. Le dije que sí. Se alegró mucho y desde ese momento hasta que la compañía salió –huyó, más bien dicho– en dirección a Rancagua, no nos separamos. Conversamos mucho y me confió sus ilusiones: quería venirse a Santiago, tenía aspiraciones literarias, estaba aburrido en Talca.
Pocos meses después apareció en Santiago. Estuvimos juntos muchas veces y durante muchos días, en compañía de González Vera, almorzamos y comimos en mi casa. Renato, extraordinariamente silencioso, provocaba las ironías del autor de Alhué.¹⁴
–Pero a usted, Renato –le decía–, ni siquiera se le puede contradecir.
Renato, sorprendido en medio de un bocado difícil, reía silenciosamente. Nos separamos. Salí de Chile. Volví a los tres años. Lo encontré de nuevo. Llevaba una vida durísima, desesperada y en su rostro se veía ya el gesto de los que han debido renunciar a todas las ilusiones de su juventud. No había realizado nada. Nos separamos de nuevo. Un año, dos años. Lo encontré de nuevo. Ahora era obrero tallador. Nueva separación. Nuevo encuentro. Ahora era periodista. Y como periodista ha muerto.
Renato Monestier, excelente persona, ingenuo, bonachón, mal dotado para la dura lucha santiaguina, forma parte de esa soñadora juventud provinciana que año a año abandona su ciudad natal y viene a Santiago en busca de la realización de sus sueños. Desconocidos, mal ubicados, sin gran ductilidad o sin gran firmeza de carácter, muchos se pierden aquí o allá, caen en la desesperación, a veces en el abandono y terminan por volver a su provincia o por adaptarse a lo que la vida les ofrece. Y mueren, como Renato Monestier, cualquier día de invierno, llevándose sus sueños irrealizados y su dura realidad.
Algo sobre mi experiencia literaria
El árbol siempre verde. Zig-Zag, Santiago, 1960, pp. 37-70.
Algunas personas me han preguntado, al entrevistarme como escritor, cuándo nací y en dónde, cuándo escribí mis primeras poesías o mis primeros cuentos, cuántos hijos tengo y cuáles son mis autores predilectos. Nunca se me ha preguntado por qué escribí y cómo lo hice o lo hago. El primero en hacerme esa pregunta fui yo mismo, y, con gran sorpresa de mi parte, no supe qué contestarme, y aun ahora, después de haberlo pensado varias veces, no tengo una respuesta satisfactoria.
Al reflexionar sobre este asunto debo remontarme a mis primeras lecturas. Comencé a leer libros de creación literaria a los doce años. Nadie me indujo a ello y no tuve, como otros niños, quien me regalara libros. Vivía entonces en la ciudad de Rosario, en Argentina. En el trayecto entre mi casa y el colegio al que asistía se hallaba un negocio en cuya vitrina descubrí cierta tarde un libro cuya carátula me atrajo: se veía en ella un salvaje que era alcanzado, en plena carrera, por una flecha que le hería la espalda.
Pasé varias semanas mirando esa carátula, hasta que se me ocurrió que podía comprar el libro. Entré y pregunté el precio: una fortuna de veinte o treinta centavos. Mi madre me daba, al irme al colegio, una moneda de dos centavos o una de un centavo, y con esa moneda compraba yo dulces o cigarrillos. Me propuse economizar algo de la moneda de dos centavos, no de la de uno, que no se prestaba sino a economías absolutas o derroches absolutos, y fumando menos y privándome de golosinas reuní la suma necesaria, con la cual entré a la librería y retiré el libro. Ya en la calle me enteré de que se trataba de la segunda parte de una novela titulada Los náufragos del Liguria; el autor era Emilio Salgari. No me desanimé. Leí el volumen y comencé a economizar de nuevo.
Uno o dos años después, mientras seguía leyendo lo que compraba a duras penas, me sucedió lo que, un poco deformadamente, he contado en Hijo de ladrón: durante un tiempo mi madre arrendó dos habitaciones en la casa de una señora cuyo único sostén era aquella propiedad, de la que arrendaba las habitaciones principales, reservándose una construcción de madera, separada del cuerpo principal del edificio, que su marido había levantado para utilizarla como depósito. Al quedar viuda, hizo arreglar ese galpón y lo convirtió en una pieza a la que agregó una cocina y un gallinero, disponiéndose a pasar allí el resto de sus días. La construcción estaba en el fondo del terreno, rodeada de un jardincito y cerrada por una reja. Yo iba a veces a mirar a la señora, al jardín y a los árboles, entre los cuales había algunos durazneros. Un día, maduros ya los duraznos, fui a echar una ojeada: la señora trataba de leer un