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CAPITULO 2

EL FACILITADOR

La función del que da los Ejercicios (Anotación 2ª)

La función fundamental que Ignacio atribuye al que da los ejercicios está descrita de
una manera sencilla, precisa y clara en las primeras palabras de la anotación segunda: ...La
persona que da a otro modo y orden... (la negrita es nuestra). Es decir, no se habla de
director. Nunca se habla en el texto de director, por más que sigamos empleando el término
en los ambientes ignacianos. Nadie dirige a nadie. Se limita a dar modo y orden, es decir a
informar de un método, a facilitar una técnica, en la que se supone que está
experimentando y en la que conoce, por tanto, los pasos, las dificultades, los signos de
progreso o de retroceso, etc.

Por esta razón, vamos a emplear el término de facilitador, discutible, ciertamente,


pero que nos ayuda a percatarnos de un aspecto fundamental de la dinámica que se ha
tener en cuenta en el proceso. Con este término además, se pretende, por una parte,
resaltar este papel fundamental que se le atribuye al que da modo y orden, de facilitación de
un proceso y, por otra parte, al utilizar un término tan poco consagrado, deseamos resaltar y
acentuar la necesidad de evitar el desgraciado término de director, que se impuso a lo largo
del tiempo.

El facilitador proporciona un método para que el proceso se pueda llevar a cabo. Pero
él no lo origina ni dirige, porque sabe muy bien que su voluntad, su deseo, su mundo de
valores no deben, en absoluto, entrar en juego. El que da los ejercicios debe saber quela
esencia misma del proceso puede pervertirse si su deseo interfiere en la experiencia del
ejercitante, puesto que de ese modo perderíamos toda la seguridad de estar accediendo al
deseo en el que se hade llevar a cabo el discernimiento y la elección. Al quedar situado el
papel del que da los Ejercicios como un “facilitador de modo y orden”, parece que Ignacio ha
entrevisto toda una problemática que, siglos más tarde, el psicoanálisis descubrió y
denominó fenómeno transferencial.

La transferencia, en efecto, remite a la actualización de unos modos inconscientes y


antiguos de relación de objeto que se hacen presentes en toda relación humana y, de modo
particular, en la relación del analizado y el analista. Por una parte, es absolutamente
necesario, para la buena conducción de un psicoanálisis, detectar cuáles son las demandas y
tipos preferidos o temidos de relación que están en juego en la dinámica del analizado. Y por
otra parte, es igualmente obligado que los deseos del analizado y del analista no se mezclen
ni se confundan. Sobre ello volveremos más adelante, pero interesa resaltar desde ahora
que en el proceso de Ejercicios es necesario tener también perfectamente delimitados los
deseos del facilitador y los del ejercitante. Es el único modo de garantizar la pureza y la
autenticidad del proceso.

Ignacio insiste en la necesidad de neutra objetividad por parte del facilitador. Los
términos de fidelidad objetiva se acumulan, por eso, en el texto: narrar fielmente la
historia... con breve o sumaria declaración... tomando el fundamento verdadero de la
historia... etc. Esta insistencia en la fidelidad a los datos que ha de proporcionar el facilitador
y la afirmación explícita de que no se debe dar el sentido de la historia, nos hace ver hasta
qué punto Ignacio quiere despejar la variable del deseo del que da los Ejercicios, puesto
que, efectivamente dar el sentido, equivale a dar una interpretación de los datos y, con ello,
la entrada en juego de la subjetividad, del propio punto de vista, de la propia espiritualidad,

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del propio modo de ver y sentir.

El facilitador como objetivador (Anotaciones 7ª y 14ª).

De lo dicho hasta ahora se deduce, pues, que una de las funciones principales del
facilitador vendrá dada por la objetivación de un proceso que se tiene que desarrollar en la
más estricta subjetividad del ejercitante. Efectivamente, no hay otro terreno para el proceso
de Ejercicios que el de la experiencia más íntima del que los hace. Es ahí donde se juegan
todas las posibilidades y todos los riesgos del proceso emprendido. Renunciar a esa
subjetividad del propio querer y libertad en el que se tiene que desarrollar todo, es renunciar
a la clave del discernimiento y de la elección. Sólo, pues, en la más estricta subjetividad, en
lo más íntimo del propio deseo, puede oírse la voz y el deseo de Dios.

Pero el riesgo es grande. Porque en ese mismo deseo, que es el único espacio en el
que se puede oír la voluntad de Dios, es donde puede surgir también la voz del mal espíritu,
del desvarío, de la pura ilusión. Efectivamente, todo un riesgo.

El que da los Ejercicios tendrá, por eso, que estar al tanto, en su proporcionar modo
y orden, para que los varios pensamientos y voces que se oyen en la intimidad del deseo del
ejercitante no se confundan en una pura algarabía. Como todos sabemos, gozo y tristeza,
consolación y desolación en el deseo, serán los rostros tras los que hay que discernir las
diversas voces que recorren al sujeto en su experiencia. Una función importante del
facilitador será la de auxiliarle en la objetivación de sus afectos y la de estimularlo para
seguir adelante cuando se sienta desfallecer en la alternancia de sentimientos que le
habitan. A todo ello se refiere Ignacio en la anotación séptima.

...el que da los excercicios, si vee al que los recibe, que está desolado y tentado, no
se haya con él duro ni desabrido, más blando y suave, dándole ánimo y fuerzas para
adelante; y descubriéndole las astucias del enemigo de natura humana y haciándole
preparar y disponer para la consolación ventura.

Sin embargo, para calibrar adecuadamente el sentido de esta anotación, tendremos


que hacer una lectura paralela de la “quatordecima”, en la que se invita al facilitador a que
juegue un papel exactamente contrario. En este caso, no se trata de estimular ni de animar,
sino más bien de objetivaren un sentido contrario, atemperando al sujeto que se ve invadido
por sentimientos de tipo eufórico: el que los da, si ve al que los rescibe que anda consolado
y con mucho hervor, debe prevenir que no haga promesa ni voto alguno inconsiderado y
precipitado.

El desolado tiene el peligro de negarse el futuro y de quedar bloqueado en un


sentimiento de impotencia y desinterés. El consolado, al contrario, tiene el peligro de huir
hacia delante, de fugarse en un futuro que descuida lo que el pasado y el presente pesan
sobre nosotros. Ambos pierden la objetividad, ambos sufren una alteración en su capacidad
crítica y adaptativa frente a la realidad, por una especie de “inflación afectiva” en su Yo (a
quien corresponde esa función básica de adaptación a la realidad). Desolado y consolado,
desde un punto de vista clínico, están, en mayor o menor grado, en una situación que
conocemos como “depresión” y “manía” o, por emplear términos menos psicopatológicos,
“disforia” y “euforia”1. Desde un punto de vista dinámico, esas vivencias psíquicas hay que

1 Toda depresión tiene en común la tristeza por la pérdida de un objeto amado. En el duelo normal se
conoce el objeto amoroso perdido (la muerte de un ser querido, por ejemplo), en la depresión, se
desconoce porque es un objeto amoroso infantil inconsciente: ninguna cosa ni ninguna persona pueden
aliviar esa tristeza, porque nada ni nadie puede reemplazar ese objeto bueno maravilloso que se

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interpretarlas como condicionadas por la ausencia o la presencia de un objeto bueno, real o
soñado. Algo se nos ha ido cuando estamos tristes, algo creemos tener en nuestra presencia
cuando estamos alegres o consolados2.

La labor fundamental del que da los ejercicios será entonces de remitir a la realidad,
descubriéndole las astucias del enemigo. Es decir, deshaciéndole del engaño que vive en su
desolación o desánimo (todos sabemos cómo en una situación depresiva ennegrecemos
nuestra propia realidad y la que nos rodea) o en su consolación y euforia, pues en ella se
puede perder igualmente el sentido de la realidad y se puede manifestar la actuación de un
mecanismo de defensa mediante el cual el sujeto vive unas falsas ilusiones de cambio, con
la finalidad inconsciente de no cambiar realmente nada. Esta situación última no es extraña
en los procesos de psicoterapia. El paciente encuentra su modo de huir y de evitar la
curación mediante una repentina y llamativa desaparición de síntomas ante los cuales, el
terapeuta (si no se cree omnipotente) tendrá que mostrar su desconfianza.

El facilitador y la consolación o la desolación (Anotaciones 8ª, 9ª y 10ª).

Renunciando ahora al complejo asunto del discernimiento de espíritus sobre el que


más adelante vendremos, se pueden hacer algunas observaciones sobre lo que, aquí en las
anotaciones, se dice en relación al modo en que debe actuar el facilitador frente al ejer-
citante cuando éste es movido por diversos espíritus.

Habría que indicar en primer lugar que, como se afirma en la anotación octava, el
que da los exercicios según la necessidad que sintiere en el que los rescibe... podrá
platicarle las reglas de la 1ª y 2ª semana que son para conoscer varios spiritus. Es decir, que
el facilitador se limita a comunicar las reglas del discernimiento. Pero no es él quien dirige el
análisis, ni decide por el ejercitante lo que es del buen o mal espíritu. De nuevo aquí nos
encontramos con la evidencia ignaciana del papel no directivo que tiene que desempeñar el
facilitador.

En la anotación novena se pone de manifiesto una vez más la necesidad que ve


Ignacio de adaptación continua a la dinámica singular y concreta de cada ejercitante, así
como al momento en el que éste se encuentra: Cuando el que se exercita anda en los
exercicios de la primera semana, si es persona que en cosas spirituales no haya sido
versado y es tentado grosera y abiertamente, ...el que da los exercicios, no le platique las
reglas de varios spíritus de la 2ªsemana; porque cuanto le aprovecharan las de la primera
semana, le dañarán las de la 2ª, por ser materia más subtil y más subida que podrá
entender.

Una intervención adelantada por parte del facilitador puede entorpecer el proceso e,
incluso, jugar de modo contraproducente. El paralelo con lo que ocurre en un proceso de
psicoanálisis salta a la vista. Efectivamente, una de las cuestiones más espinosas para todo
psicoanalista es el de acertar con el momento preciso en el que debe intervenir
interpretando. Como en el caso de los Ejercicios, una intervención adelantada puede
producir un fortalecimiento de las defensas y de las resistencias al cambio que
necesariamente existen en todo psicoanalizado. No se le puede interpretar a un sujeto sobre
su latente odio a la madre, si las defensas y resistencias para conocer dicha agresividad son,
como hay que suponer, muy intensas en ese momento. Si se hace, lo único que se
conseguirá será alertar la defensa y fortalecerla para resistir otro posible “ataque”. No se

perdió. Cf. S. FREUD, Duelo y melancolía, O.C., II, 2091-2100.


2 Cf. a esto respecto el estudio de J. FONT, Discernimiento de espíritus. Ensayo de interpretación
psicológica: MANRESA 59 (1987) 127-447.

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puede tampoco, por una razón parecida, decir a una persona, que se encuentre en situación
clara de primera semana, que la consolación que le ha venido puede proceder del mal
espíritu. Ese nivel de sospecha puede deshacer el proceso difícil que está viviendo en el
duelo por sus antiguos objetos y, además, puede conducirla a una pérdida de la necesaria
confianza en sí misma para seguir adelante con el proceso iniciado. Sobre esta cuestión ya
abundamos en el capítulo anterior.

Por último habría que anotar cómo en la anotación novena se nos habla de vergüenza
y temor, como dos sentimientos que actúan a modo de impedimento para avanzar en el
proceso de conversión. Sin embargo, tenemos que estos dos sentimientos van a ser
demandados en la oración de la Primera Semana [48 y 65] a propósito del pecado.

Ignacio, en efecto, conoce bien el carácter ambiguo que posee toda experiencia
humana. Un sentimiento de vergüenza o temor puede, de hecho, constituir en un momento
determinado un elemento movilizador de progreso (al caer en la cuenta, por ejemplo, de una
conducta pervertida) o puede ser, como en el caso en el que aquí se alude, un elemento
paralizante; puesto que la vergüenza de la que aquí se trata es por la honra del mundo, es
decir, por el miedo a perder una situación privilegiada ante los demás. En definitiva, existe
una vergüenza que genera libertad y otra que genera bloqueo y esclavitud.

La neutralidad del facilitador (Anotación 15ª).

En la anotación “décima quinta” nos encontrarnos con una de las afirmaciones más
taxativas de San Ignacio sobre el papel secundario y neutral que el facilitador juega en la
dinámica de los ejercicios. Recordemos la anotación completa:

El que da los exercicios no debe mover al que los rescibe más a pobreza ni a
promesa, que a sus contrarios, ni a un estado o modo de vivir, que a otro. Porque, dado que
fuera de los exercicios lícita y meritoriamente podamos mover a todas las personas, que
probabiliter tengan subiecto, para elegir continencia, virginidad, religión y toda manera de
perfección evangélica; tomen en los tales exercicios spirituales más conveniente y mucho
mejor es, buscando lo divina voluntad, que el mismo Criador y Señor se comunique a la su
ánima devoto abrazándola en su amor y alabanza, y disponiéndola por la vio que mejor
podrá servirla adelante. De manera que el los do no se decante ni se incline a la Una parte
ni a la otra; más estando en medio como un peso, dexe inmediate obrar al Criador con la
criatura, y a lo criatura con su Creador y Señor.

Esta propuesta ignaciana de neutralidad nos remite una vez más a las analogías con
la técnica psicoanalítica. En ella, esta neutralidad define la actitud del analista durante la
cura. El analista debe ser neutral en cuanto a los valores religiosos, morales y sociales, es
decir, no dirigir la cura en función de un ideal cualquiera, y abstenerse de todo consejo;
neutral con respecto a las manifestaciones transferenciales, lo que habitualmente se expresa
en la fórmula “no entrar en el juego del paciente”; por último, neutral en cuanto al discurso
del analizado, es decir, no conceder a priori una importancia preferente, en virtud de
prejuicios teóricos, a un determinado tipo de significaciones3. El analista debe tener muy
clara la afirmación freudiana siguiente: Rehusamos decididamente adueñamos del paciente
que se pone en nuestras manos y estructurar su destino, imponerle nuestros ideales y
formarle, con orgullo creador, o nuestra imagen y semejanza4. Algo muy parecido es lo que
pide Ignacio al que da los ejercicios.

3 Cf. J. LAPLANCHE - J.B. PONTALIS, Diccionario de Psicoanálisis, Barcelona 1971.


4 S. FREUD, Los caminos de la terapia analítica, O.C., III, 2460.

4
La razón de esta no-directividad en psicoanálisis es muy clara. Durante él, la función
del analista radica en facilitar la puesta en contacto del analizado con una realidad que le
trasciende y desborda, una realidad que le condiciona, pero que al mismo tiempo escapa a
su control y que es el Inconsciente. El Inconsciente, en este sentido psíquico y topológico, es
como un Otro que escapa a la voluntad del sujeto y con el que tiene que verse durante el
proceso de análisis, en orden a reestructurar su vida. El analista, por tanto, no puede de
ningún modo sustituir el discurso de ese Otro por su propio discurso, interés o valoración.
Dicho de otro modo, no puede interponerse entre el sujeto y el Otro que se busca. Su
función radica, insistimos, en facilitar la puesta en contacto del sujeto con ese Otro que le
habita pero que trasciende a su Yo.

La razón que mueve a Ignacio para solicitar de modo tan explícito la no-directividad
del que da los Ejercicios, tiene una función equivalente. También aquí, se trata de poner en
contacto al sujeto con una realidad que le habita pero que se escapa a su control y que le
trasciende de un modo radical. En el caso de los Ejercicios el ejercitante está llamado a
entrar en contacto con el Otro que le desborda, que es Dios. El facilitador, por tanto, no
puede tampoco y bajo ningún pretexto, intentar sustituir el discurso de ese Otro por su
propio discurso, interés o valoración. Hay que tener, además, en cuenta que Ignacio está
describiendo aquí un tipo de relación que para él es único y específico de los Ejercicios.
Fuera de ellos, nos dice, que lícita y meritoriamente podemos mover a todas personas...pero
no en este tipo de relación: tamen en los tales exercicios... Aquí, lo mismo que en un
proceso psicoanalítico, el facilitador no puede interponerse entre el sujeto y el Otro que se
busca. Su función, como la del analista radicará en facilitar la puesta en contacto del sujeto
con ese Otro que le habita pero que le trasciende radicalmente. Para ello, como el analista
también, deberá poner entre paréntesis su propio mundo de valores religiosos y morales,
que no se decante, ni se incline a la una parte ni a la otra. Sólo así puede garantizar que no
estorba en el proceso el encuentro y la comunicación entre el ejercitante y Dios.
Paradójicamente, como en un psicoanálisis, su mediación consistirá en eliminar al máximo
todo tipo de mediación, para que de este modo dexe inmediate obrar al Criador con la
criatura, y a la criatura con su Criador y Señor.

Tanto la relación analista-analizado, como la relación facilitador-ejercitante, están


marcadas una necesaria referencia a un tercero que, en ambos casos, escapan a la voluntad
de las dos personas que entran en relación: el Otro-Inconsciente y el Otro-Dios. De ahí que,
en la medida en que analista o facilitador hablen desde sí, desde su propio mundo de
intereses y valores, están traicionando esta necesaria referencia al Otro. El analista no
estará en sus interpretaciones revelando al Otro-Inconsciente del analizado, sino que lo
estará encubriendo con su propia personalidad. El que da los ejercicios, no estará hablando
del Podre del cielo, sino de su propia cosecha.

La neutralidad es una exigencia límite, pues, evidentemente, tanto en el caso del


analista como en el del que da los ejercicios es imposible eliminar totalmente la interferencia
del propio discurso. Sin embargo, parece que en el mundo del psicoanálisis se tiene una
mayor conciencia de esta dificultad y de la necesidad de adiestra rse de un modo muy serio
en el ejercicio de esta especie de asepsia psíquica. La exigencia en toda institución analítica
de asegurar esta neutralidad es la que, entre otras cosas, ha llevado a la instauración del
“psicoanálisis didáctico” para todo futuro analista. A lo largo de él, el futuro terapeuta, vivirá
un profundo proceso de investigación de su propio mundo inconsciente para que, a la hora
de interpretar a su futuro analizado, lo haga en función de la dinámica del otro y no de la
suya propia. Sólo de este modo se puede asegurar algo tan fundamental en el desarrollo de
todo psicoanálisis como es el dominio y control de la contratransferencia, sobre la que ahora
vendremos.

5
Evidentemente, no se trata de insinuar la conveniencia de que los facilitadores de los
Ejercicios se tuvieran que someter a algo parecido a un psicoanálisis para poder ejercitar su
función de modo adecuado. Estaríamos confundiendo los términos de la cuestión, puesto que
el que da los ejercicios no tiene que referirse para nada al Otro-Inconsciente, sino sólo y
exclusivamente al Otro-Dios. Pero, la técnica psicoanalítica ha sacado a la luz una
problemática, que ésa sí que afecta en un mismo plano tanto al analista como al que da los
ejercicios. Se trata justamente del dominio y control de la llamada (quizás no muy
justamente) contratransferencia.

La contratransferencia, en su sentido más estricto, es el conjunto de reacciones


inconscientes del analista frente a la persona del analizado y, especialmente, frente a la
transferencia de éste, es decir, frente a la repetición de los prototipos infantiles del pasado
actualizados en el presente. Pero la investigación psicoanalítica ha puesto de relieve cómo el
fenómeno transferencial (en su doble vertiente de analizado y analista) no constituye algo
que el psicoanálisis cree a partir de los elementos técnicos que pone en juego, sino que se
trata más bien de algo que la situación analítica moviliza, pero que no crea; puesto que se
trata de la actuación de una serie de esquemas inconscientes que condicionan y se
encuentran presente en todo tipo de relación humana.

Pero, además, hay que tener en cuenta, que determinados tipos de relaciones
humanas tienen la virtualidad de movilizar el fenómeno transferencial con especial
intensidad. Dentro de ellas, se han destacado tres que, por las circunstancias especiales que
concurren, parecen facilitar particularmente la actuación del transfert paterno-filial. Estos
tres tipos de transfert son los que acontecen en la relación entre profesor-alumno, entre
médico-paciente y entre sacerdote-fiel.

Así pues, tenemos que uno de estos tipos de relación es el que, hoy por hoy, se da
con más frecuencia en la situación de Ejercicios; es decir, una relación sacerdote-fiel. No es
momento para detallar la compleja y diversa problemática que este tipo de fenómeno
transferencial puede poner en juego5. Pero sí sería conveniente resaltar que, por la
frecuencia con que el fantasma paternal ronda por los espacios de la religión y, de modo
más intenso aún, por los ambientes clericales, este tipo de transferencia paterno-filial es el
que más fácilmente puede dar al traste con la función facilitadora de neutralidad que Ignacio
prescribe en el método de los Ejercicios.

Conviene aclarar, por otra parte, que el problema no radica en que se dé una
transferencia por parte del ejercitante o que el facilitador experimente también unos
sentimientos contratransferenciales. Como ya se adelantó más arriba, la transferencia está
siempre presente en todo modo de relación humana. Y la contratransferencia también. Todos
vamos al encuentro de los otros a partir de una historia personal, de unas experiencias
relaciones determinadas, con unas expectativas, temores, deseos, etc., tanto de orden
conscientes como inconscientes. El problema, pues, no radica en que se den toda una serie
de reacciones transferenciales entre el ejercitante y el que da modo y orden. El problema se
sitúa en que esos movimientos transferenciales sean ignorados e impulsen la relación en una
dirección opuesta a los objetivos que se propone.

Son muchos los elementos que hacen pensar que, del mismo modo que con el
psicoterapeuta y en mayor grado todavía, la transferencia con el facilitador del proceso de
los Ejercicios, se desenvuelve esencialmente en una tonalidad filo-parental. El facilitador con
mucha frecuencia todavía es “Padre”6. Así se le denomina (aun en contradicción manifiesta

5 Cf. C. DOMÍNGUEZ, Creer después de Freud, San Pablo, Madrid 1992, 271-309; Creer en el
psicólogo: Reflexiones sobre creencia y relaciones humanas: Proyección XLVIII (2001) 235-260.
6 Habría que preguntarse también qué tipo de relación transferencial podrá establecerse cuando quien

6
con la indicación evangélica) en el caso de los presbíteros y así se suscita también por el
papel de “representante de Dios y de la Iglesia” que muchos fieles le atribuyen. Madre
quizás también por la disponibilidad total que se le exige y por el carácter gratuito de sus
intervenciones. Figura parental en cualquier caso que, teológicamente es cuestionable (en la
comunidad cristiana el lugar del padre debe quedar vacío), pero que, desde el punto de vista
psicodinámico, puede guardar significados y funciones muy diversas. ¿Qué parentalidad es la
que se juega en esas relaciones que se establecen entre el ejercitante y el que le da modo y
orden?, ¿la del “padre imaginario” infantil que se presenta a sí mismo como representación
de un saber absoluto y de una ley incuestionable, pretendiendo someter a su domino y
dependencia a los que considera perpetuamente hijos, pero nunca hermanos?, ¿o la de una
parentalidad “simbólica” que juega como intermediaria de una única parentalidad de Dios,
que “no habla de su propia cosecha” y que, sobre todo, procura la independencia, la
autonomía y la adultez de quien le encuentra?

El padre sabe lo que el niño no sabe, el padre puede lo que el niño no puede, el
padre, incluso, es capaz de una benevolencia de la que el niño no es capaz. Ese sería el
mayor peligro para el que da los ejercicios, situarse en un nivel de sabiduría, poder e incluso
de benevolencia con respecto al ejercitante, que facilitará la actuación de los fantasmas
narcisistas infantiles, que son justamente fantasmas de omnisciencia, omnipotencia y
omnibenevolencia. De este modo, el que da los ejercicios dejará de estar, en las palabras de
Ignacio, en medio como un peso, sin mover al que los rescibe, sin decantarse ni inclinarse ni
a la una parte ni a la otra. ¡Difícil ascética para quienes de modo continuo son solicitados y
ejercen las funciones de padres que saben, que mueven y que aman desde lo alto!

Pero sólo así, sólo cuando el que da los Ejercicios sabe renunciar a sus fantasías de
paternidad sobre los otros, será posible que el Criador opere de modo inmediate con la
criatura. Esa experiencia inmediata de Dios, que quizá tendríamos que identificar con la
llamada consolación sin causa precedente y que supone la expresión de dos deseos: el de
Dios y el del ejercitante. Si un tercer deseo, el del que da los ejercicios, interfiere, las voces
se confundirán y nos quedaremos sin saber cuál es el deseo del ejercitante, y por tanto, el
de Dios, puesto que es en el deseo del ejercitante el único lugar donde, en un extremo
silencio, se puede oír el deseo de Dios.

La neutralidad ética y 'los tres pensamientos" (Anotación 17ª)

En la anotación “décimaséptica” pareciera da rse una expresa contradicción en el


pensamiento ignaciano: por una parte, nos dice que el que da los exercicios no debe entrar
en los propios pensamientos ni pecados... del que los recibe. Pero, a renglón seguido, nos
dice que el facilitador debe ser informado fielmente de las varias agitaciones y pensamientos
que los varios spiritus le traen. ¿En qué quedamos, pues?, ¿debe o no debe entrar el que da
los ejercicios en los pensamientos del que los hace?

Esta aparente contradicción no se resuelve si no tenemos en cuenta la concepción


que tiene Ignacio sobre el pensamiento humano. Para él (como para Freud), en el ser
humano hay más de un pensamiento y no todos se corresponden con el pensamiento que

da modo y orden es una mujer, religiosa o seglar. El fantasma parental, materno o paterno,
probablemente se verá también favorecido por las funciones diferentes que corresponden a quien da y
a quien rescibe en este proceso. Existe, si duda, una “asimetría funcional” en la relación que
favorecerá, de un modo u otro, la emergencia de fantasmas parentales y filiales. La cuestión, no
obstante, seguirá siendo la misma: que esos movimientos transferenciales no estorben el objetivo
último del método y, sobre todo, que no atenten contra esa estricta neutralidad que Ignacio solicita en
la anotación “decima quinta”.

7
podríamos llamar del Yo. Todos están en mí, dice Ignacio, pero sólo uno es proprio mío.
Efectivamente, así se expresa en un texto revelador que es el Examen General de
Consciencia y sobre el que tendremos que volver en más de un momento.

Presupongo ser tres pensamientos en m¿ es a saber, uno proprio mío, el cual sale de
mi mero libertad y querer; y otros dos que vienen de fuera, el uno que viene del buen
spiritu y el otro del molo [32].

En efecto, desde aquí se aclara la aparente contradicción de la anotación 17ª. En ella


se afirma que el que da los ejercicios debe saber de las agitaciones y pensamientos que los
varios spiritus le traen; es decir, de los pensamientos que, de alguna manera, son
“exteriores” al sujeto; pero, debe guardarse totalmente de querer conocer los proprios
pensamientos; es decir, aquellos que se corresponden con la mera libertad y querer del
ejercitante, aquellos que suponen la entrada en juego de la dimensión ética de la persona.
De nuevo, a este nivel íntimo, se impone una neutralidad extrema por parte del facilitador.

También aquí, una vez más, surge la analogía con lo que sucede en un proceso de
psicoanálisis; aunque en este caso tenemos también, junto a la semejanza una clara
diferencia. El analista, en principio, tiene que conocerlo todo. Efectivamente, como nos dice
Freud, al analizado se le pide que nos diga no sólo lo que sabe, sino también, a diferencia
con la confesión sacramental, lo que no sabe; es decir, todo aquel material procedente del
inconsciente que tendrá que ir aflorando a través de la libre asociación de ideas7. San
Ignacio pide menos al ejercitante en su relación con el faciíitador. Sólo debe entrar con él en
los pensamientos que le traen; es decir, en los que le vienen de fuera. Puede y, quizá sea
conveniente, que evite positivamente en entrar con él en materia de los propios
pensamientos ni pecados; es decir, en lo que concierne a su responsabilidad ética personal.

No quiere San Ignacio que el que da los Ejercicios entre en el mundo objetivo de los
valores y contenidos que informan la vida del ejercitante, sino más bien, invita al facilitador
a que permanezca en el análisis de la pura subjetividad; es decir, en las agitaciones que los
varios spirítus le traen. Con ello, el que da los ejercicios debe permanecer, como el psicoana-
lista, en la interpretación del sujeto de la enunciación y renunciar, por tanto, a entrar en el
mundo de los enunciados8

En relación a los proprios pensamientos y pecados Ignacio plantea la conveniencia


de que el facilitador quede al margen. De ello se deriva una consecuencia de suma
importancia y que, en muchas ocasiones, no se ha tenido en cuenta: se trata de evitar una
clave moralista en la concepción de los Ejercicios. Pero no sólo eso, detrás de esta reserva
que se desea para los propios pensamientos y pecados, Ignacio ha intuido que el acto ético
sólo se constituye en la soledad más radical del sujeto y por la sola referencia al propio
querer y libertad. La intervención de cualquier otro puede llegar a suponer la invalidación de
ese acto ético.

En este sentido, Louis Beirnaert, jesuita y reconocido psicoanalista francés, ha


realizado, desde una perspectiva psicoanalítica, un bello y profundo análisis de la

7 Cf. S. FREUD, Análisis profano, O. C. III, 2914-2915.


8 Se ha dicho que aquí radica la diferencia fundamental entre el psicoanálisis y el resto de las ciencias,
incluida la misma Psicología. La ciencia, por principio, ha de ocuparse de enunciados objetivos; y una
de sus tareas primordiales consistirá, justamente, en eliminar todo lo que de subjetividad se pueda
interferir en su estudio, en el análisis objetivo de los datos. El psicoanálisis, al contrario, tiene su
campo de investigación no en los enunciados, sino en el sujeto de la enunciación, no en lo que el
sujeto dice, sino en el decir mismo del sujeto. Su campo, pues, vendría dado por el lugar mismo en el
que la palabra surge.

8
constitución del acto ético en San Ignacio. Beirnaert analiza el período de Manresa en el que
Ignacio, después de experimentar las primeras y grandes consolaciones subsiguientes a la
conversión, comienza a sufrir grandes problemas. Pasa de la consolación a la desolación en
una alternancia que, ante sus ojos, no se justifica. Sumido en un mundo de escrúpulos, se
confiesa una y otra vez, sin ningún resultado. Sigue los consejos del confesor, aumenta el
número y la intensidad de sus penitencias. Todo en vano. Un día, en su desesperación, le
aflora incluso la idea del suicidio, como una posible liberación de sus sufrimientos. También
piensa en la posibilidad de abandonar, sin más, la andadura religiosa que ha iniciado. Pero
en un momento determinado, cambia por completo su orientación. En lugar de
desesperarse, pensando que le va mal porque ha pecado contra Dios, se pregunta cómo le
ha venido esa idea de abandonarlo todo. Echando la vista atrás, cae en la cuenta de que ha
sido ese confesarse una y otra vez sin cesar cuando le sobrevino el tiempo de la desolación.
Entonces, escribe, despertó como de un sueño... y así se determinó con grande claridad de
no confesar más ninguna cosa de las pasadas; y así, de aquel día adelante quedó libre de
aquellos escrúpulos... (Autobiografía, nº 25). Poco después, abandona sus asperezas
ascéticas, comienza de nuevo a comer carne, se corta las uñas, se viste correctamente, etc.

Es decir, Ignacio, por la acomodación sumisa y acrítica a las prácticas e ideas morales
y religiosas comunes de su época, había traicionado la referencia única a su querer y
libertad. Por el camino más habitual y convencional del servicio de Dios (penitencias,
confesiones...) se está perdiendo a sí mismo. Mientras que, en la medida en la que adopta
una decisión que nace de su soledad más profunda y al margen de los caminos que le señala
la espiritualidad de su época se abre a la libertad por el propio discernimiento y, de ese
modo, encuentra la única vía válida para conocer y encontrar la voluntad de Dios. A partir de
ese momento, Ignacio va a saber que sólo en el riesgo de optar personalmente en el
discernimiento y, por tanto, a partir de una ley no escrita, se va a realizar un camino
auténtico ante Dios.

El acto ético, por tanto, como afirma Beirnaert, se realiza sólo en la medida en la que
el sujeto, en una soledad radical toma en sus manos la propia vida de cara a la muerte y
decide, asumiendo incluso el riesgo de optar al margen, o incluso en contra, del discurso
oficial y común sobre lo moral9.

Esta anotación 17ª, quizás tenga su origen en estos episodios de Manresa que hemos
comentado. Aprendió Ignacio en su propia carne lo que significaba “moralizar” un proceso
espiritual y místico, e introducir un discurso ajeno (el confesor) en el discurrir de su
quehacer íntimo. De aquí la clara prevalencia que en los Ejercicios se da a lo subjetivo frente
a lo objetivo, al proceso espiritual frente al discurso moral, al discernimiento personal frente
a la espiritualidad establecida. El facilitador, por tanto, debe renunciar a entrar en el mundo
de los valores objetivos, sobre los cuales, tan sólo el ejercitante tiene que ver de cara a su
conciencia y a Dios. Su labor quedará reducida a dar modo y orden adaptándose, como se
nos dice en esta anotación 17ª, según el mayor o menor provecho del ejercitante y
conformes a la necesidad de la tal ánima.

9 Cf. L. BEIRNAERT, Aux frontiéres de l'acte analytique, París, 1 987, 96-102.

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