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CAPÍTULO 5

EL MUCHO EXAMINAR: FUNCIONES Y RIESGOS

Recelos y desconfianzas.

Sobre la importancia de los exámenes en el proceso de los Ejercicios, así como de la


actitud vigilante, examinadora, a la que se invita al ejercitante con respecto a sí mismo, no
sería necesario seguir insistiendo. Es de todos conocido el papel que, dentro de la
espiritualidad ignaciana, poseen tanto la técnica del examen como la actitud de
autoobservación y de autoanálisis personal.

Sin embargo, parece evidente también que la práctica de los exámenes ha ido
cayendo en un importante desuso y que la actitud de autoobservación vigilante que ellos
implican, despierta en la actualidad un considerable recelo1.

Múltiples factores han podido contribuir, sin duda, a esta desconfianza frente a una
práctica que había gozado de tan importante tradición en la espiritualidad cristiana. Si nos
atenemos a sus posibles motivaciones psicológicas habría que señalar, sin duda, que el
recelo surge desde el momento en el que se advierte que tales prácticas espirituales han
conducido con demasiada frecuencia al fomento de actitudes obsesivas y perfeccionistas de
las que luego nos ocuparemos, en lugar de alentar una lucha por alcanzar la indiferencia
como libertad para el seguimiento y el Reino.

Con demasiada frecuencia quizás, la práctica del examen, se ha ejercitado


descontextualizada de la dinámica profunda en la que San Ignacio la inscribe. De ese modo,
se ha intentado sustituir un proceso experiencial difícil y profundo por una simple y técnica
que, aparentemente, resulta bastante asequible y fácil de manejar. El resultado no puede
ser, cuando menos, sino el de una frustrante esterilidad y, cuando más, de una alienación
profunda de la vida espiritual, encerrada ésta en una lucha narcisista por lograr una buena
imagen ante uno mismo. Desde vertientes teológicas recientes una sensibilidad especial nos
ha alertado sobre tal amenaza.

De modo importante, quizás, nos ha podido afectar también el hecho de que seamos
hijos de una cultura de la sospecha. La conciencia que tratamos de examinar se nos ha
hecho bastante problemática en nuestra cultura contemporánea. Sabemos o sospechamos
que tras determinadas manifestaciones de nuestra conducta que intentamos modificar se
esconden motivaciones poco accesibles a nuestro control y manejo. Un cierto desánimo se

1 Baste indicar quizás como índice elocuente de ese descrédito el hecho de que repasando los índices
de la revista de Espiritualidad Ignaciana MANRESA, desde los comienzos de su publicación (1925)
encontramos tan sólo seis trabajos sobre los exámenes ignacianos y que entre ellos existe un intervalo
que va desde el año 1946 hasta 1985 en el que tan sólo encontramos un artículo concerniente al
examen. En 1985 volvemos a encontrar el último trabajo en el que el examen particular se afronta
desde la vertiente de su analogía con determinadas técnicas de la psicología conductual. Los trabajos
sobre los exámenes ignacianos en MANRESA son los siguientes: S. MANTILLA, La doctrina del Examen
General sobre los pecados del pensamiento: 9 (1933) 244-257; L. PUJADAS, El examen particular: 10
(1934); A. CODINA, El examen particular en tiempos de Ejercicios, ¿Es Examen General? : 13 (1940)
38-49; M. ESPINOSA, Examen particular, 17 (1945) 116-124, y 18 (1946), 269-283; M. SOLE, La
eficacia del examen: 34 (1962) 331-338; y W. SOTO, El examen particular como autoobservación
conductual, 57 (1985) 3-16. Cabe señalar un magnifico trabajo concerniente al examen de conciencia
en general a la luz de la psicología profunda de P. MESEGUER, Autenticidad y examen de
inconsciencia: 31 (1959) 139-149.

1
ha podido de ese modo instalar en nosotros a la hora de entrever una contienda meramente
comportamental, sintomática, diría un psicopatólogo, que deja sin tocar las raíces últimas
que originan ese comportamiento. Hace más de veinte años, el trabajo de P. Meseguer
Autenticidad y examen de inconsciencia2 intentó plantear el problema de un conocimiento de
uno mismo (punto de partida para toda ascesis) que se veía forzado a romper los linderos de
la conciencia. Con la paradoja -fecunda según él- de un examen de "inconsciencia" intentaba
hacernos cargo del problema, si bien no se tenían en cuenta quizás en ese momento todas
sus implicaciones y dificultades.

Actualmente, sin embargo, determinadas corrientes de la psicología nos ofrecen una


serie de técnicas, muy valoradas clínicamente, conocidas con los términos de
autoobservación conductual y que muestran un paralelismo sorprendente con la técnica
concreta propuesta por San Ignacio para el examen particular. En el trabajo citado de
Wenceslao Soto se nos da una excelente información al respecto 3. Sin duda, que tales
técnicas han verificado muchas veces su eficacia en el campo de la psicología clínica y que,
en ese sentido, invitan a una reconsideración del tema de los exámenes y de sus posibles
virtualidades.

Ello, sin embargo, no debería hacernos olvidar el peligro de una recuperación acrítica
y precipitada, que no tuviese en cuenta los objetivos diferentes con los que se proponen
dichas técnicas de examen: ascético en San Ignacio y clínico en Psicología. Pero, sobre
todo, no podemos olvidar que la propuesta ignaciana se inscribe en un contexto mucho más
amplio de remodelación afectiva (quitar las afecciones desordenadas) en el que se atiende
(a partir, como veremos, de una formidable intuición) a las raíces profundas que escapan del
mero querer y libertad de la persona. Sólo desde esa perspectiva más global y con un
sentido dialéctico con relación al discernimiento, cobra valor y sentido la técnica concreta de
los exámenes4.

Los tres pensamientos.

Aunque la referencia a determinados momentos de la biografía de San Ignacio sea


tan frecuente, creemos que merece la pena recordar una vez más el punto de partida
experiencial que late tras la propuesta de los Ejercicios. Sin duda que ello también nos
ayudará a situar en su amplio y complejo contexto el papel que se asigna al mucho
examinar dentro del conjunto de su conjunto.

Ignacio tuvo una clara conciencia de la división que experimenta todo sujeto humano.
Una clara conciencia que la dedujo, sin duda, de la situación de conflicto que de modo tan
intenso experimentó a la hora de querer iniciar un nuevo rumbo para su vida.

En Loyola, se encontraba sumergido en un remolino de pensamientos ante los que


-paradójicamente- él se encontraba excluido. Esos pensamientos arrastraban consigo toda
una serie de afectos de signo muy contrapuestos: consuelo, alegría, sequedad, etc. Pero,
como tantas veces nos puede ocurrir a nosotros también, Ignacio parecía ser un mero
espacio para tales movimientos anímicos, sin que advirtiese siquiera la diferencia que existe

2 MANRESA: 31 (1959) 139-149.


3 Cfr. W. SOTO ARTUÑEDO, Ibíd., : MANRESA 57 (1985) 3-16.
4 En este sentido insiste C. GARCÍA HIRSCHFELD en su trabajo de Licenciatura Teológica El
compromiso lúcido de la persona espiritual : una tarea de examen y de discernimiento, Facultad de
Teología, Granada 1985, así como en: Todo modo de examinar la consciencia: MANRESA 62 (1990)
251-271. También el trabajo de L. GONZÁLEZ, Examen de conciencia y discernimineto, en el mismo
número de MANRESA insiste en esas relaciones íntimas existentes entre ambos ejercicios.

2
entre ser actor u espectador de tales movimientos anímicos. Ideas y afectos de signo
contrario circulaban de ese modo por él sin que se parase a ponderar la diferencia, hasta en
tanto que una vez- nos comenta el texto autobiográfico- se le abrieron un poco los ojos, y
empezó a maravillarse desta diversidad, y a hacer reflexión sobre ella5. Ignacio ha
comenzado la decisiva tarea del discernir y del examinar, en cuanto que, a partir de ese
momento de lucidez sobre su experiencia, empezó a situarse ante ella no sólo como actor de
unos procesos internos, sino también como espectador y juez de esos movimientos que
tenían lugar en su escenario interno: empezó... a hacer reflexión sobre ella.

Desde ahí, podríamos decir, Ignacio cobra una conciencia muy agudizada de la
división interna del sujeto humano. (Poco a poco vino a conocer la diversidad de los espíritus
que se agitaban). Desde esa diversidad de pensamientos y afectos que le hacen
maravillarse, sabemos que tuvo todavía que atravesar un largo itinerario para alcanzar un
cierto grado de unificación interior. La progresiva polarización de su dinámica afectiva en un
nuevo objeto condensador (su “Jerusalén” interna frente a su “Babilonia”, interna también)
tuvo que atravesar momentos de extrema dureza 6 en los que la sombra de la
autodestrucción y de la misma de la muerte 7 anduvo muy cercana.

Ignacio fue, al menos durante este intenso período de su vida, lo que tan bellamente
W. James describió como “personalidad heterogénea”, es decir, perteneció a esa clase de
hombres a los que no les es dado nacer una sola vez, sino que a través de terribles
combates internos se ven obligados a “nacer dos veces”. En la religión de los nacidos una
vez -nos dice W. James- el mundo es una especie de asunto rectilíneo y con una sola historia
cuyos relatos presentan una sola denominación... Para la religión de los nacidos en dos
ocasiones, el mundo es un misterio en dos estratos... Hay - continua James- dos vidas, la
natural y la espiritual, y tenemos que perder una antes de participar en la otra. Afirmación,
quizás, teológicamente discutible, pero psicológicamente bastante sugerente para describir
experiencias como las de Agustín o Ignacio en los respectivos procesos de conversión. La
unidad no la lograron sino a través de unos difíciles debates internos. La condición psicoló-
gica para el nuevo nacimiento -concluye James- es la división de la personalidad8.

En otros términos, psicoanalíticos esta vez, W. Meissner, jesuita psicoanalista


norteamericano, nos da cuenta también de lo que supuso esta división profunda que Ignacio
experimenta en el momento de la conversión9. La bala que hirió a Ignacio en la batalla de
Pamplona -señala acertadamente Meissner- no traspasó tan sólo su pierna; atravesó
también de modo igualmente profundo y traumático todo el mundo de ambiciones y sueños
de gloria que había perseguido y fantaseado hasta ese momento. Todo un sistema de ideales
se ve de este modo derrumbado; provocando, junto con el dolor y la inamovilidad e
impotencia física, una situación de marcado carácter regresivo. Según Meissner, Ignacio
atravesó en estas circunstancias una auténtica depresión, con una regresión profunda que,
posiblemente, llegó a afectar a su misma cohesión yoica. De este modo se originaría un
profundo desequilibrio narcisista que, simultáneamente, daría lugar a una urgente necesidad
de recomposición.

A partir de este conflicto y su subsiguiente conciencia de división interna, el discerni-

5 Autobiografía, 8.
6 Cfr. Ibíd., 22-25
7 Cfr. Ibíd., 24.
8 Cfr. JAMES, W., Las variedades de la experiencia religiosa, Barcelona 1986, 131-148.
9 Ignatius of Loyola. The Psychology of a Saint, Yale University Press, New Haven and London, 1992;
con una pésima traducción apareció en castellano: Ignacio de Loyola. Psicología de un santo, Anaya &
Muchnik, Madrid 1995. Un resumen crítico la obra lo publiqué con el título: Ignacio de Loyola
psicoanalizado. Anotaciones a un libro polémico: Proyección 4O (1993) 171-191.

3
miento y el examen se convierten para Ignacio en una exigencia ineludible. En el examen,
en efecto, supone un desdoblamiento interior: una parte de nosotros analiza, evalúa y juzga
y otra sólo experimenta la vivencia. Somos así, en esos momentos, sujetos y objetos al
mismo tiempo. Pero ¿Cuál es entonces para Ignacio el sujeto que examina y cual es el
objeto que ha de ser examinado?

Justamente como presupuesto para una importante actividad examinadora, la del


Examen General de Conciencia, nos presenta Ignacio su mejor formulación antropológica
sobre la división interna del sujeto a la que ya aludimos a propósito de la anotación 17ª:
Presupongo ser tres pensamientos en mí, es a saber, uno propio mío, el cual sale de mi
mera libertad y querer, y dos que vienen de fuera: el uno que viene del buen espíritu, y el
otro del malo.

Tres pensamientos en mí, tres ordenes diferentes de discursos que nos habitan y de
los que sin embargo no podamos disponer a nuestro antojo. Tan sólo uno de ellos se
corresponde con el de la libertad y querer; tan sólo ese es propio mío. Los otros dos, sin
embargo, sin ser míos, viniendo de fuera, están en mí, me habitan y hablan desde lo
profundo de mi ser. Por decirlo de algún modo, yo soy tan solo el altavoz o la boca de ellos.

Es en este contexto de interrelación entre pensamientos, es, por lo demás, donde


fundamentalmente se juega para Ignacio la actividad moral de la persona humana y donde
se tiene que contextualizar, por tanto, todo Examen de Conciencia. El sujeto de la libertad y
querer, el de la acción ética, se juzga y examina en su relación con otros dos ordenes de
pensamientos internos que proceden del buen espíritu y del malo. Frente a ellos, la persona
va permanentemente tomando partido en unas dinámicas que no siempre le transparentes.
Por ello, como tarea previa del examen, Ignacio plantea la necesidad tener unos criterios con
los que poder discernir el carácter salvífico o maléfico de los diversos espíritus que nos
mueven. Discernimiento y examen se muestran de este modo como tareas necesariamente
implicadas e inseparables.

Sin duda, es sorprendente la analogía de esta concepción del ser humano que tiene
San Ignacio con la descripción de la personalidad que nos propuso Freud en la llamada
Segunda Tópica, es decir, en la división del aparato psíquico en las tres instancias del Yo, el
Ello y el Superyó.

También en la concepción freudiana la personalidad es habitada por tres


pensamientos, sin que el sujeto tenga a su disposición el manejo de todos ellos. Tan sólo
uno también es propio mío, (si bien no enteramente según Freud) y a ese corresponde el
querer y libertad. Es el Yo que se desarrolla en una relación dinámica con los otros dos
pensamientos, de los cuales uno, el Ello, representa la vertiente pulsional, instintiva,
mientras que el otro, el Superyó, hace referencia al orden de lo moral, es decir, al de las
leyes, las normas y los ideales10.

Esta analogía entre los dos esquemas antropológicos, freudiano e ignaciano, y que se
deja entrever en más de una ocasión en el texto de los Ejercicios nos ayudarán a
comprender más adelante las funciones y los riesgos que el examen como técnica y el
examinar como actitud pueden representar.

10 Evidentemente la correspondencia entre el esquema ignaciano y el freudiano es meramente de


analogía y no de identidad. Como más adelante podremos ver, no es posible identificar el Ello
freudiano con el pensamiento que procede del mal espíritu ignaciano, ni el Superyó con el pensamiento
procedente del buen espíritu.

4
Examen y examinar en el texto de los Ejercicios.

Examinar constituye una de las ocupaciones más importantes que Ignacio propone al
ejercitante11. Desde el mismo comienzo, según ya vimos a propósito de la primera
anotación, Ignacio hace referencia al examinar la conciencia como primera tarea que
desarrollará el ejercitante (por este nombre, ejercicios espirituales, se entiende todo modo
de examinar, de meditar, de contemplar...).

Más tarde, en el contexto de las reglas de discreción de espíritus, encarece al


ejercitante que se ve tentado, por la desolación, de abandonar sus primeros y buenos
propósitos que, al modo de opositum per diametrum, haga frente a su desaliento
intensificando toda su actividad mediante la oración, la meditación y el mucho examinar
[319].

Esta actitud general de examinar que debe mantener el ejercitante presenta, como
sabemos, dos concreciones fundamentales que son el Examen particular y el Examen
General.

En el Examen Particular, Ignacio solicita del ejercitante que permanezca en una


actitud de alerta permanente sobre sí mismo. Debe así permanecer vigilante frente a
cualquier manifestación de lo desordenado en su comportamiento. Manifestación o
emergencia del desorden que toma cuerpo en una conducta (material o no), pero que posee
siempre el carácter de algo concreto, bien definido y fácilmente reconocible por el sujeto.
Por ello, desde que el ejercitante entra en contacto con la realidad a través de su actividad
yoica, relajada previamente durante la actividad del sueño, (a la mañana, luego en
levantándose...) debe presentarse ante sí mismo el objetivo de su campaña: proponer
guardarse con diligencia de aquel pecado particular o defecto que quiere corregir o
enmendar[24]. Posteriormente, en su segundo y tercer tiempo[25-26], el pensamiento de la
mera libertad y querer, demanda cuenta al ánima de su modo de comportarse en la tarea
encomendada, como podría hacerlo cualquier cabeza rectora en un asunto o negocio
cualquiera. El sujeto, pues, asume su función de suprema vigilancia sobre la conducta-
problema.

La actividad vigilante de la persona pretende Ignacio que sea integral: necesita de la


actividad tanto intelectual (en la conciencia despierta y en la revisión permanente de los
logros o fracasos que hayan tenido lugar a lo largo del día y de las sucesivas semanas [29-
30]), así como en la dimensión corporal, mediante el gesto que simbólicamente marca y
visualiza para el propio sujeto su rechazo de la conducta-problema (ponga la mano en el
pecho) y en la dimensión afectiva, mediante el autorreproche cuando ese fracaso acaece
(doliéndose de haber caído). Lo racional, lo afectivo y lo somático se aúnan, pues, en la
tarea de erradicación del desorden expresado en una conducta particular.

En el Examen General, el sujeto analiza sus pensamientos, palabras y obras [33-42]


para evaluar su correspondencia con el orden establecido en el Principio y Fundamento.
Estamos ahora situados más definidamente en el terreno moral (sabemos que el Examen
Particular puede recaer sobre defectos y neglicencias [160, 207] o simplemente sobre
desviaciones naturales o pegadizas12). Se trata, pues, ahora de dar nombre, fecha y
circunstancia a nuestra conciencia de pecado.

11 Cf. a este propósito: J. R. ÁLVAREZ B, El conocimiento de uno mismo. Alcances y riesgos


psicológicos de la auto observación en los Ejercicios ignacianos: Apuntes Ignacianos 12 (2002) 35-51.
12 Así nos lo refiere RIBADENEIRA en su Tratado del modo de gobierno de San Ignacio, MHSI, 85,
621-622.

5
Pero según ya vimos en el capítulo anterior, esta conciencia de pecado, surge en un
contexto relacional y salvífico, razón por la cual Ignacio, en el primer punto indicativo sobre
el modo de hacer dicho Examen General, sitúa al ejercitante en la toma de conciencia de la
salvación que ya ha recibido y, desde ahí, en el agradecimiento profundo por ella (el primer
punto es dar gracias a Dios por los beneficios recibidos).

Tampoco debemos olvidar que para Ignacio, en el examen no todo es cuestión de


esfuerzo yoico (con todo lo que, según veremos más adelante, se le pide a ese Yo...).
Conocer la propia implicación en el proceso del mal es también cuestión de don y de gracia:
El segundo punto es: pedir gracia para conocer los pecados, y lanzallos.

En este punto, en efecto, resulta particularmente decisivo mantener el doble polo


dialéctico, tan permanente en la espiritualidad ignaciana, de la total y simultánea
operatividad de Dios y del ser humano (Sic Deo fide...). Las relaciones del pensamiento
propio mío, el de mi mera libertad y querer, con los pensamientos que me vienen de fuera,
no son siempre fáciles de desenmascarar. El sujeto, se ve obligado a renunciar a esa
permanente tentación de la omnipotencia infantil, que cree saber todo lo que tiene lugar en
uno mismo. Nunca es fácil la autoobservación porque el objeto que se pretende conocer no
es de fácil acceso al sujeto que conoce. Sus alianzas y complicidades con el pensamiento
procedente del mal espíritu pueden estar impregnando, de hecho, gran parte de su actividad
sin que el sujeto lo sepa, o quizás mejor, sin que quiera saberlo. Conocer la propia
responsabilidad resulta, por tanto, también una cuestión de Gracia.

Junto al Examen Particular y General tenemos todavía que añadir el Primer modo de
orar [238-248] que, como sabemos, se presenta también como una modalidad de examen
en el que, en actitud de oración, el ejercitante pasa revisión ante Dios de su comporta-
miento, abarcando las diversas dimensiones de su conducta y las diversas funciones de la
personalidad (mandamientos, pecados y virtudes, potencias del ánima y sentidos).

Discernimiento y examen.

Como podemos observar, Ignacio no quiere dejar ni una sola área de la conducta, ni
un sólo rincón del pensamiento, fuera del control del sujeto que se ejercita. La propuesta
resulta, sin duda, nada fácil, bastante comprometedora y también, como hemos señalado
desde el principio, saturada de riesgos cuando se acomete olvidando otras dimensiones de la
dinámica global en la que se inserta.

Ya veíamos en el capítulo sobre el método Ejercicios que éstos implican un proceso


de transformación afectiva que allí denominábamos “reconversión libidinal”. Los Ejercicios
suponen de un modo muy primordial, en su dimensión psíquica, un trabajo en el orden de
los afectos o de la sensibilidad profunda. Pretenden remover las bases últimas de esa
afectividad, con el objeto de ordenarla según una determinada concepción del hombre que
es la que se formula en el Principio y Fundamento.

En la tarea del examinar se trata, pues, de detectar cuál es la dinámica afectiva


existente en un momento dado, captar cuáles son las fijaciones en las que el sujeto se ha
ido implicando a lo largo de su proceso biográfico, evaluarlas a partir de ese esquema del
Principio y Fundamento y, desde él, iniciar una difícil tarea de remodelación y cambio. Se
trata de conquistar la indiferencia, es decir, la libertad como condición necesaria para el
seguimiento de Jesús.

Pero, la propuesta ignaciana no se queda ahí. Más allá de disponer genéricamente al

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sujeto para el servicio de Dios, pretende de modo específico que éste, en su soledad más
radical delante de Dios, averigüe el modo concreto, único y singular, en el que él debe
comprometerse a salvar su ánima. De este modo, la elección, se sitúa en el centro mismo
de toda la dinámica de los Ejercicios.

Pero ya hemos advertido la conciencia que tiene Ignacio de la dificultad con la que
cuenta el sujeto para ejercitar su libertad: en él hablan dos pensamientos que se escapan de
la esfera de su voluntad y de su libre albedrío. Para poder elegir, la persona tendrá
previamente que llevar a cabo una difícil tarea del discernimiento, de análisis de las varias
mociones que en la ánima se causan, y que le mueven, desde su interior, en sentido
opuestos. Pero -ese es el grave problema que se nos plantea en la segunda semana- no
siempre son transparentes en su dirección.

Debemos tener en cuenta, además, que para Ignacio la persona es un continuo


proceso en el que nunca la libertad está garantizada definitivamente y en el que los
condicionamientos, tanto externos como internos, siguen operando de modo permanente.
De ahí que la necesidad de discernimiento sea continua. Y de examen también...

Porque el pensamiento que desde nuestro interior manifiesta la actividad del mal
espíritu no ceja nunca en sus intenciones. Ese pensamiento, por lo que es la mismas
condición humana, no podremos considerarlo nunca abolido. Allí está y siempre dispondrá de
un terreno, mayor o menor, de nosotros. El discernimiento entonces, como actividad
analítica que lo detecte y el examen como actividad evaluativa que lo juzgue y someta
constituyen, pues, desde estas perspectivas, dos tareas ineludibles y permanentes.

De este modo, discernimiento y examen hay que considerarlos como dos ejercicios
inseparables e íntima y dinámicamente relacionados. El examen, de modo particularmente
decisivo, podrá pervertirse errando en sus objetivos, si pretende operar con independencia
de un previo discernimiento que le indique cuál es en realidad la voz del mal espíritu que
habla desde el interior. Y ya sabemos con qué facilidad el pensamiento de la mera libertad y
querer puede confundir las voces que le vienen de fuera.

Sentido y función del “mucho examinar”.

Cuando se plantea un examen sin haber efectuado previamente un oportuno


discernimiento, se puede fácilmente caer en el peligro de confundir la voz del buen espíritu
con lo que, en realidad, no es sino la voz camuflada del narcisismo infantil. Por ello, vamos,
antes de señalar los peligros y riesgos del mucho examinar, a intentar determinar el sentido
y la función de la actitud examinadora a la que, realmente, nos invita San Ignacio.

Los exámenes poseen una función primordialmente objetivadora. Con ellos se trata,
como tan acertadamente afirma Adolfo Chércoles, de convertir en zonas de presencia lo que
eran experiencias ausentes13. En ese sentido se trata de un trabajo con el que se persigue
reeducar la atención dispersa.

Pero a un nivel más profundo, el examen y la actitud de examinar suponen en San


Ignacio una determinada concepción del pecado. Tal como ya señalábamos en el capítulo

13 En el presente apartado vamos a seguir en más de una ocasión las ideas de A. CHÉRCOLES
extraídas de unos apuntes titulados La concepción del hombre en San Ignacio de Loyola y
Comentarios a la primera semana, lamentablemente no dados a la luz. Sí disponemos del mismo autor
un trabajo en el que nos ofrece un análisis detenido del concepto de “merescer” en San Ignacio: Cf.,
Examen General de conciencia para limpiarse y para mejor se confesar MANRESA 64 (1992) 355-360.

7
sobre el tema14, el pecado se presenta a los ojos de Ignacio como algo objetivo y no como
una realidad que concierna exclusivamente a la subjetividad. El pecado aparece de este
modo como un hecho del que mi conciencia puede estar ausente, razón por la que Ignacio
nos insta a pedir luz en orden a su conocimiento [25, 43, 240]. El examen, entonces, debe
convertirse en un tiempo de lucidez y de revelación15 En otro orden de cosas, merece la
pena recordar también aquí cómo Freud distingue también el sentimiento de culpabilidad y
la falta objetiva, Cfr. El malestar en la cultura, O.C., 3054 o Varios tipos de carácter
descubiertos en la labor analítica, O.C., 2427..
Hemos visto también cómo Ignacio encuadra la dimensión examinadora de la
conciencia en un contexto relacional y salvífico. El examen, pues, no es un recuento
escrupuloso de faltas para alcanzar una perfección que me justifique y que satisfaga,
egocéntricamente, mi narcisismo. Se trata de constatar cual ha sido, de hecho, la pobre
respuesta dada a las oportunidades salvíficas que he recibido.

Interesante resulta, en este contexto, advertir el sentido que en el texto ignaciano


posee el término merescer. En el citado trabajo de Adolfo Chércoles se lleva a cabo un
estudio pormenorizado de dicho término en los Ejercicios y en otros textos ignacianos. De
las once veces que aparecen en el texto de los Ejercicios, sólo en dos ocasiones [48 y 50]
posee una connotación de negatividad, en el sentido de castigo. En todas las demás
ocasiones [33, 34, 20, 40, 44, 14 y 15] merescer hace referencia a oportunidad salvífica
aprovechada. Para Ignacio -concluye A. Chércoles- el mérito es el resultado de la difícil
conjunción de gracia-libertad.

Los pensamientos que vienen de fuera se convierten en los retos fundamentales para
el pensamiento que procede de mi libertad y querer. De ese modo, incluso el mal
pensamiento que, desde mi interior, escapa de mi querer y libertad, puede convertirse en
una oportunidad (causa de merecimiento) o en un fracaso. Pecar, desde esta perspectiva,
supone, pues, implicarse desde la mera libertad y querer a la dinámica del mal pensamiento
que viene de fuera. Merescer, al contrario supone, bien impedir la complicidad con ese mal
pensamiento, o bien, aliarse con la oportunidad salvífica que, expresándose desde mi
interior, procede de la parte de Dios.

El examen supone, pues, una actitud continua de búsqueda de coherencia y armonía


“ordenada”, porque continuamente estamos sometidos a condicionamientos internos y
externos que ponen en peligro nuestra libertad y el grado de “ordenación afectiva” que, en
un momento determinado, hayamos logrado alcanzar.

El mucho examinar supone un intento por parte del sujeto de asomarse a su


conducta para advertir lo que en ella aparece todavía como manifestación de un desorden,
como concreción de una alianza entre su libertad y querer y el pensamiento que, viniendo
de fuera, representa la actuación del espíritu malo. Desde esa toma de conciencia, el sujeto
se empeñará entonces, en el Examen Particular, por entablar una estrategia y una táctica
concreta con la que deshacer esa alianza interna que se ha ido fortaleciendo con la dureza
del hábito. La representación gráfica de la “conducta-problema” deberá actuar como una
especie de imagen especular en la que el sujeto contempla la complicidad que una parte
suya ha llevado a cabo con el mal pensamiento que le viene de fuera.

En el Examen General por su parte, más allá de una contienda directa contra una
“conducta-problema”, pretende Ignacio que, en el momento final de la primera semana, el

14 Culpa y pecado en la primera semana.


15 No deja de ser interesante el hecho de que Ignacio se refiera con frecuencia, ya en un contexto
jesuítico comunitario, a la conveniencia de contar con la ayuda de un tercero como admonitor o
“síndico” en orden a la corrección. Cfr. MHSI, 85, 621-622.

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sujeto exprese simbólica y sacramentalmente su decisión de abandonar sus antiguos y
pervertidos objetos de amor. Amores desordenados que, considerados ahora en el conjunto
global de su biografía, han estorbado su indiferencia, es decir, han impedido su libertad para
el Reino. Con esta visión retrospectiva sobre la totalidad de su vida pretende Ignacio que el
sujeto intente sumarse, en totalidad también, a un nuevo proyecto que se tendrá que
detallar a partir de la segunda semana.

Con el primer modo de orar, parece pretender Ignacio que, en un contexto relacional,
el sujeto revise ante Dios cuál es de hecho su visión de la realidad, concretada en sus
relaciones de valor, hábitos, actitudes y modos de entender, recordar, querer y sentir.

En este sentido, parece claro que Ignacio aspira a que el ejercitante no descuide el
más mínimo sector de la conducta, sea en el ámbito de sus concreciones manifiestas, como
en el de sus raíces más profundas. El Yo ha de estar activado al máximo de su potencialidad,
reconociendo, paralelamente, su impotencia y su ignorancia por la apertura a la luz y a la
gracia que sólo le viene de Dios. Una vez más, el Sic Deo Fide,...

Una consideración psicoanalítica.

Si traemos ahora a colación el esquema freudiano de la personalidad en la repartición


de Ello, Yo y Superyó que anteriormente referíamos, podremos comprender quizás mejor las
funciones y también los riesgos que presenta la propuesta ignaciana.

Ya hemos visto que en Ejercicios, como en Psicoanálisis, el Yo tiene que desempeñar


una importante tarea. Él es el agente del cambio. Pero para Ignacio, como para Freud, ese
cambio ha de actuar más allá de las fronteras yoicas. El Yo es el conductor hacia otro lugar,
el de las mociones buenas o malas que son ajenas a la esfera de la mera libertad y querer.
De otro modo, las zonas no incorporadas al cambio persistirán en sus antiguos propósitos
contrarios a los del propio juicio y libertad. Por todo ello, el Yo, como en psicoanálisis, debe
constituirse, como un aliado y un objeto de análisis. También, como en la experiencia
psicoanalítica, según vimos ya, habrá que contar con él como un adversario, que utilizando
todo tipo de mecanismos de defensa, expresa su resistencia al cambio.

En el contexto del mucho examinar en el que nos movemos, el Yo está llamado a


ejercer una actividad que le compete de modo muy directo (no olvidemos en este sentido
que el discernimiento, por ejemplo, no es programable por el Yo como lo son los exámenes):
analiza, detecta, evalúa, plantea estrategias, propone cambios, etc.

Según veremos en el análisis de las reglas de discreción de espíritus para la Primera


Semana, el Yo ha de mostrarse enérgico para contrarrestar y controlar adecuadamente los
embates desordenados del Ello (en la comparación ignaciana como la ira, venganza y
ferocidad de la mujer [325]); también debe el Yo, frente a las sugerencias del mal
pensamiento que viene de fuera, aliarse con un sano Superyó (el buen confesor de la regla
13 [326]) y, particularmente en la actividad del examen, debe procurar un buen conocimien-
to de sí mismo para ser consciente de cuáles son los puntos débiles por donde puede ser
invadido (como el capitán y caudillo de la regla 14 [327]).

Ahora bien, si al Yo se le invita a que plante cara a las demandas del mundo pulsional
desordenado, a procurar alianzas con las dimensiones ideales del Superyó y a emprender un
minucioso análisis de sus propios puntos débiles, debería quedarnos claro que eso no
significa, como desgraciadamente tantas veces se ha hecho, que se trate de imponer un
imperialismo yoico a costa de lo que sea; es decir, a costa de mutilaciones o de inhibiciones

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neuróticas que progresivamente nos vaya alejando de la realidad. No se trata, por seguir
abundando en la ya vulgarizada terminología freudiana, de que a base de puños, el Yo
intente aplastar al Ello. Porque para Ignacio no es cuestión, como sabemos (y sobre ello
volveremos más adelante), de negar el mundo de los afectos, sino más bien al contrario, de
potenciarlo para ponerlo al servicio del Seguimiento de Jesús y de su Proyecto.

No se trata tampoco en el examen, en cualquiera de las modalidades que presente,


de asegurar un predominio absoluto del Superyó, es decir, de asegurar el sometimiento del
sujeto al régimen de la ley y de los ideales narcisistas de la omnipotencia infantil. No
deberíamos nunca olvidar que esas leyes superyoicas y esos ideales, que hemos
interiorizado a partir de los núcleos familiares y sociales en los que se ha desenvuelto
nuestra historia, no tienen por qué coincidir sin más con el régimen del mensaje evangélico
ni con los ideales del Rey Eternal. Hay que discernir previamente y examinar con atención.

La función del examen (en de este contexto de referencias freudianas), habría que
situarla más en la búsqueda de una sana armonía del conjunto de la personalidad, en la que
las fuerzas del Ello no fuesen sistemáticamente negadas y donde el Yo se esforzase por
construir una buena alianza con un sano Superyó.

Ello implica que las fuerzas del Ello tendría que ser canalizadas y encauzadas según
el esquema del Principio y Fundamento (en un amor tanto cuanto) y culminadas en la
Contemplación para alcanzar amor, como triunfo de las pulsiones de vida, en su vinculación
agradecida y amorosa con Dios a través, y no al margen, de toda la creación.

El compromiso que el Yo debería establecer con el Superyó a través de la actividad


examinadora se podría expresar como alianza con la exigencia interna de responsabilidad
ante las oportunidades salvíficas que Dios me presenta en la vida. Un compromiso que no
busca un tipo de culpabilidad destructiva, pero que tampoco huye del doloroso
reconocimiento de nuestra complicidad con el pensamiento que expresa la acción del mal
espíritu.

De otro modo, estaríamos utilizando tanto la técnica del examen como la actitud de
mucho examinar como un instrumento al servicio de objetivos poco claros, que fácilmente se
estarían prestando al juego de los elementos más neuróticos de la personalidad.

Las cercanías obsesivas.

Efectivamente, la enorme actividad que se encomienda al Yo del ejercitante presenta


sus riesgos. De no prestar atención, esa activación yoica puede entrar al servicio de
intereses inconscientes que tengan más que ver con mecanismos defensivos frente a deseos
y temores inconfesados que con la conquista de la indiferencia ignaciana. Desde ahí, el
aliento a las formaciones neuróticas del sujeto constituye siempre un peligro que, por
desgracia, todos hemos podido verificar en más de una propuesta de Ejercicios.

Al Yo se le presenta en la tarea del mucho examinar una función crítica respecto a sí


mismo. Pero bien sabemos, sobre todo a partir del psicoanálisis, lo condicionada que pueda
estar toda función crítica por los elementos afectivos16. A veces pueden ser esos elementos
afectivos ignorados los que se alcen como motivación última para la autocrítica y,
desvirtuando así los objetivos del examen, vengan a ser una manifestación más de la
autocensura inconsciente que, desde luego con otras finalidades, ejerce también

16 Freud nos hace caer en la cuenta de la íntima relación existente entre examen crítico y afectividad:
con frecuencia solamente las ideas de proceden de personas amadas son capaces de modificar
nuestras opiniones. Cfr. Introducción al psicoanálisis, O.C., II, 2400.

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continuamente una actividad examinadora17. Las razones de orden espiritual no tendrían ya
otra función que la de camuflar esas motivaciones afectivas inconfesadas.

Por otra parte, sabemos también que el placer de tipo narcisista que puede
proporcionar al Yo un acabado cumplimiento de las normativas superyoicas, puede
embriagarle sobremanera y debilitar de ese modo su función objetivadora de la realidad 18. El
examen particular podría llegar a convertirse entonces en el licor que proporciona esa
especie de borrachera ascética que, por desgracia, la historia de la espiritualidad ha tenido
que reseñar con demasiada frecuencia. El sujeto, en esa situación anda ya lejos del juicio de
realidad que se le pide al Yo en la tarea del examen: ante él sólo encuentra su imagen
reflejada en el espejo. La “conducta-problema” entrevista por la técnica del Examen
Particular para ser erradicada vendría así a ser elegida, no en función de una mejor
adaptación a los intereses del Reino de Dios, sino en función de una mejor adaptación al
ideal narcisista del Yo.

Pero, quizás, desde donde habría que dar con más fuerza la voz de alarma sea desde
la analogía que el comportamiento y la actitud del mucho examinar puede presentar con la
neurosis obsesiva.

En este tipo de afección neurótica los comportamientos de autocontrol predominan


toda la actividad del sujeto. Frente a los contenidos reprimidos en el inconsciente y frente a
la amenaza que experimenta de su irrupción a la conciencia, se ve obligado a vivir en una
actitud de alerta permanente con relación a sí mismo. Existe en la neurosis obsesiva una
extrema tensión entre las fuerzas del Ello y las del Superyó, de manera que el Yo se ve
obligado a permanecer en una actitud de suprema vigilancia. No puede abandonarse ni un
instante -nos dice Freud- y ha de hallarse siempre dispuesto al combate19.

En este sentido, a una persona que esté familiarizada con la práctica del Examen
Particular, no puede dejar de chocarle el encontrar en un tratado ya clásico sobre la neurosis
una ilustración de la sintomatología obsesiva que se refiere a un paciente que llevaba
consigo un cuaderno de apuntes, en el que asentaba las calificaciones que merecía su
conducta, para indicar, según el caso, elogio o censura20.

También habría que recordar en este contexto que el recuento, tan importante en la
técnica del Examen Particular, constituye un tipo de actividad predilecta en la dinámica de la
neurosis obsesiva. La “compulsión de contar”, en efecto, se encuentra entre los síntomas
prototípicos de este tipo de afección neurótica.

Junto a todo ello habría que señalar todavía la ambivalencia que fácilmente se puede
ocultar en la conducta de autocontrol. La tensión entre el Ello y el Superyó se puede resolver
por parte del Yo en una alternancia de concesiones ante ambas instancias. Puede surgir así
una especie de pseudomoral automatizada en la que, astutamente, se combina la expiación
con el pecado. Ello tiene lugar mediante la formación de un circulo formado por la
producción de la “conducta problema” que, seguida del autor reproche, da lugar a una nueva
“conducta problema” que precede a un nuevo autor reproche y así indefinidamente. Él Yo
parece moverse entonces en una permanente interrogación ¿obedeceré al Ello o al
Superyó?21.

17 Cf. S. FREUD, S., La interpretación de los sueños, O.C., I, 708-709.


18 Cf. en ese sentido el interesante artículo de Freud El progreso en la espiritualidad incluido en su
obra Moisés y la religión monoteísta, O.C., III, 3308-3310.
19 S. FREUD, Inhibición, síntoma y angustia, O.C., III, 2854.
20 O. FENICHEL, Teoría psicoanalítica de las neurosis, Buenos Aires 1957, 373-374.
21 Cf. O. FENICHEL, O., Ibíd.,373-378. Todavía se podría señalar el componente de omnipotencia que

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Todo esto no son -podremos decir- sino caricaturas de la propuesta ignaciana. Y así
es, efectivamente. Pero todos sabemos también que tales caricaturas han tenido lugar a
partir de una sesgada aplicación de la técnica de examen y de un falso entendimiento de la
actitud del mucho examinar. Los recelos y desconfianzas frente a este capítulo de la
espiritualidad ignaciana no siempre han estado faltos de justificación, ni han derivado de una
mera cuestión de caprichos o de modas. La mayor conciencia actual sobre los peligros de
perder realidad a base de enclaustramientos solipsistas, fomentados por determinados
modos de entender la espiritualidad, parecen estar en la base de esos recelos y esas
desconfianzas. A este respecto puede ser verdad, a propósito del mucho examinar, lo que
afirma A. Tornos a propósito de determinadas manera de entender la conversión y la culpa:
significan casi estupideces, que el hombre de la calle, realista y endurecido, le hacen
ininteligible lo que los piadosos llaman pureza de conciencia: porque significa como un
individualismo de invernadero22.

Al parece, Ignacio intuyó, a partir de su propia experiencia también, lo que podían


significar esos escollos obsesivos en la práctica de la espiritualidad23. Sin duda, como se
manifiesta en el estudio psicoanalítico de Meissner sobre la personalidad de Ignacio, los
elementos obsesivos bordearon siempre en su propia dinámica personal. Fueron muy claros,
y con matices manifiestamente patológicos, en el período de Manresa, cuando los escrúpulos
le asaltaban de modo compulsivo. De igual modo, Meissner advierte ese componente
obsesivo en la práctica del famoso Agere contra, que estaría poniendo de manifiesto las dos
dimensiones en extrema tensión, que el psicoanálisis ha sabido ver en la dinámica obsesiva:
el impulso y la defensa. Pero sobre todo, para Meissner, esa dimensión obsesiva se
manifiesta en esa actitud de suprema vigilancia a la que Ignacio invita en el texto de los
Ejercicios. Los exámenes generales de conciencia, la repetición de los exámenes
particulares, etc. parecen poner de manifiesto una dosis de culpabilidad irradicable que,
según este autor, late en el inconsciente de Ignacio24.

Son los rasgos de personalidad de Ignacio que, como los de cualquier otro santo, no
invalidan lo más importante de su experiencia religiosa y de su propuesta espiritual. Tanto
menos, cuanto que, como en el caso de Ignacio, hay una conciencia de esa tendencia y del
riesgo que ella implica en el camino espiritual. Y en este sentido, no deja de ser altamente
significativo que Ignacio enfrente el peligro que la dinámica obsesiva puede plantearle al
ejercitante, cuando se detiene a considerar las reglas para sentir y entender escrúpulos
[345]. Éstos, síntoma obsesivo donde los haya, es considerado por él como pensamiento de
fuera que expresa una tentación que el enemigo pone[347]. Frente a ellos, el ejercitante ha

impregna a los rituales obsesivos. También, en lo que el Examen particular tiene de ritual (manos en el
pecho, anotación gráfica programada, etc.), se puede movilizar la creencia mágica de que ese conjunto
de acciones, automáticamente, harán desaparecer el comportamiento indeseado.
22 A. TORNOS, A., Perspectivas psicológicas de la celebración de la penitencia en F. SEBASTIAN, y
otros, Para renovar la penitencia y la confesión, Madrid 1969, 116.
23 Cf. a este respecto el estudio ya citado de L BEIRNAERT, L., La experiencia fundamental de Ignacio
de Loyola y la experiencia psicoanalítica. En uno de sus apartado estudia Beirnaert los componentes
obsesivos que experimentó Ignacio durante el período de su estancia en Manresa.
24 En uno de los apartados finales de la obra (The personality of Ignatius) Meissner analiza la
personalidad del santo acercándose a seis aspectos fundamentales de su carácter después de la
conversión: severidad superyoica, estructuración obsesiva, conflictos libidinales, conflictos agresivos,
narcisismo e ideal del yo y, por último , características autoritarias. En particular, analiza cómo ese
elemento obsesivo impregna su vida espiritual y también la misma dirección espiritual con sus
seguidores. Los exámenes continuos, la disciplina y la tenacidad obstinada, las dudas y escrúpulos, así
como sus conflictos latentes con la autoridad y la obediencia, parecen apoyar en este sentido el
diagnóstico de carácter obsesivo. Estos conflictos, sin embargo, apunta Meissner, parecen ausentes en
su vida de oración y en su profunda experiencia mística. Cf. W.W. MEISSNER, Ibíd. 369-387.

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de realizar un esfuerzo por evitar el quedar paralizado y bloqueado; debe más bien, alzar el
entendimiento a su Criador y Señor[351] y si no ve nada positivamente en contra de su
servicio, lanzarse hacia adelante, situando la duda en el lugar que le corresponde: como
fuente de interrogación y sospecha, pero nunca como motor de bloqueos obsesivos parali-
zantes.

En el camino de la espiritualidad no existe ningún tipo de garantías. La ambigüedad


de todo comportamiento se hace especialmente manifiesta en ella. Discernir el pensamiento
que viene de fuera con objeto de detectar su origen en el buen o en el mal espíritu,
constituye una tarea que hay que considerar siempre inacabada. Por ello, en la técnica del
examen y en la actitud del mucho examinar, deberíamos atender primordialmente a ver en
qué acaba el discurso de los pensamientos [333]. Esa realidad final, en su correspondencia o
no con los ideales del Reino, en la dinamización o el bloqueo de esos mismos ideales,
dictaminará mejor que ningún otro criterio cuáles han sido las funciones y los riesgos que,
de hecho, han desempeñados nuestros exámenes concretos. Una vez más tenemos que
recordar aquello de, por los frutos los conoceréis...

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