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OPINION

Domingo, 27 de diciembre de 1998

KENIZE MOURAD

«América impone el pensamiento


único en Europa»

LA AUTORA DE «DE PARTE DE LA PRINCESA MUERTA» HA


VUELTO CON «UN JARDIN EN BADALPUR», UN LIBRO QUE
EN DOS MESES HA ESCALADO YA LAS LISTAS DE VENTAS
EN ESPAÑA. KENIZE MOURAD, O LA PRINCESA ZAHR DE
KOTWARA, TURCO-INDIA-FRANCESA, NOS RECUERDA QUE
LA UNION EUROPEA ES MESTIZA

Una entrevista de ANA ROMERO

Una elegante parisina vestida con gabardina y traje de chaqueta


abre la puerta de su coqueto pied-à-terre en una de las mejores
zonas de la capital francesa. Es Kenizé Mourad, 56 años,
periodista y escritora de éxito. Cruza el umbral y, ¡magia!,
aparece otra persona. Se trata de la princesa Zahr de Kotwara,
57 años.

El pequeño apartamento con terraza a ras del suelo también se


ha transformado. Ahora es un palacio oriental donde reina, desde
una fotografía en blanco y negro con marco de plata, la bella y
enigmática princesa Selma.

Entre el fuerte olor del café turco y la romántica imagen de


Muntaz Mahal, a quien su esposo dedicó el famoso Taj Mahal,
conviven los distintos mundos de Mourad en la calle de la
Source.

El de una persona nacida en París un 14 de noviembre 1941


pero inscrita en el registro el 15 de junio del año siguiente; el de
la bisnieta del sultán otomano Murat V y la hija del rajá indio de
Badalpur; el de la pobre huérfana que no conoció a su madre, la
hermosísima princesa de la foto, y que sólo llegó a ver a su
padre cuando ya había cumplido los 21, o el de la mujer con tres
nombres y un pasaporte.

Mourad, que escribe en francés, vive siete meses al año en


Irlanda y se siente musulmana, pertenece a ese grupo de
escritores de cultura europea con un pie en el Tercer Mundo.
Llámense Salman Rushdie, Arundhati Roy, Vikram Seth o Tahar
Ben Jelloun, nos recuerdan que la Europa en la que vivimos es
ya mestiza.

Hace diez años cautivó a los europeos con su libro De parte de


la princesa muerta, en el que cuenta la extraordinaria vida de su
madre y, de paso, la caída del Imperio Otomano. En el segundo,
Un jardín en Badalpur, recién salido en España, y que escala ya
en las listas de ventas, Mourad relata su no menos excepcional
historia.

Sobre todo, los problemas de identidad a los que ella tuvo que
enfrentarse y que no difieren, a su juicio, de los que puedan
padecer las jóvenes árabes que hoy pueblan las principales
capitales europeas: «Lo importante de mis libros no es mi vida,
que no le interesa a nadie, sino uno de los problemas más
acuciantes de la Europa actual: la identidad».

Unas identidades, exacerbadas en algunos casos, a las que


muchos europeos se aferran a través de los nacionalismos.

«Siempre me sentí como una extraña, como si no tuviera el


derecho a estar aquí», señala Mourad, quien en menos de dos
décadas llegó a vivir con tres familias distintas y un total de tres
madres y cuatro padres.

«Esto es algo que sienten muchos extranjeros o personas


desplazadas: cuando la gente no te lo dice claramente, pero te
hacen ver, incluso amablemente, que te están dando cosas que
no te corresponden por derecho de nacimiento. Como las
jóvenes árabes de hoy en día en Europa, que son despreciadas
aquí y rechazadas en sus lugares de origen», afirma la que
durante años fue enviada especial del Nouvel Observateur al
Tercer Mundo, mientras enciende uno de los tantos cigarrillos
que extrae de una delicada cajita de plata.

A los 21 años, Mourad intentó vivir con su padre en la India.


Incapaz de adaptarse a las rígidas costumbres de la minoría
musulmana en ese país, abandonó el único sitio que podía
llamar casa para convertirse en periodista especializada en
Oriente Medio.

«Era una forma de olvidarme de mis propios problemas y de


ocuparme de los problemas de los demás», afirma esta atractiva
mujer de cuerpo menudo, barbilla partida y, como ella dice, con
la «nariz de pico de águila» heredada de su padre, Amir.
«Además, intentaba servir de puente entre mi país de adopción y
mis países de origen. Quería acercar a los dos mundos, hacer
que se comprendieran mejor».

Hoy día, De parte de la princesa muerta es lectura obligada en


los cursos sobre Oriente Medio de la Sorbona y de Harvard, lo
que le llena de orgullo, pero Mourad sigue pensando que Europa
está muy lejos de entender lo que es el islam. Cree además que
Estados Unidos hace todo lo posible por que así sea. «No me
siento bien en una Europa donde la gente no trata de
comprender la injusticia que se está produciendo. Occidente
tiene dos varas de medir la realidad. En 1967, la ONU condenó
la ocupación de los territorios por parte de Israel. No importa.
Israel sigue recibiendo millones y millones de dólares de Estados
Unidos. ¿E Irak? Yo no apoyo a Sadam, pero al mundo
occidental no le importa atacar a Irak con todas sus bombas a la
primera de cambio», dice en un inglés con marcado acento
francés y que pronto abandona para volver a su francés
maternal. «La gente mira a Occidente como ejemplo de valores,
de honestidad, de justicia. Pero desde hace tiempo todo esto es
una broma», continúa.
-Sin embargo, se supone que la política exterior que intenta
llevar a cabo la Unión Europea es más moral que la
norteamericana.

-Yo apoyo del todo a la Unión Europea, a la construcción


europea, a los valores europeos. Estados Unidos es el único país
que ha pasado de la barbarie a la decadencia sin pasar por la
civilización. Pero América está imponiendo el pensamiento único
en Europa. Estoy furiosa de ver lo que hace Estados Unidos con
el Tercer Mundo, y veo también lo que hace con Europa. Sí,
existe la Europa de la cultura, pero se está perdiendo. Todavía
está ahí, porque afortunadamente todavía hay una diversidad en
el Viejo Continente, y la diversidad permite respirar, reflexionar.

Como ejemplo, además de Irak, cita Mourad los casos del


bombardeo de la supuesta fábrica farmacéutica de Sudán o la,
desde su punto de vista, artificial creación de un «culpable
universal» de la destrucción de la Embajada norteamericana en
Kenia en la persona de Osama Bin Laden: «Yo misma hablé con
el ex jefe de la Interpol y me dijo que no tenían ni idea si Ben
Laden era o no responsable del atentado contra la embajada. Da
igual, necesitaban un enemigo de Occidente».

También recuerda, la invasión televisiva y cinematográfica de


Estados Unidos y la concentración de medios de comunicación
que, cada vez más, se está produciendo en todos los países de
la Unión Europea: «Es muy difícil oir voces diferentes. Cada vez
hay menos medios donde yo pueda escribir». Sostiene Mourad
que no existe en Europa una verdadera libertad de información, y
que si los medios informaran como deben, la gente exigiría
explicaciones a los políticos por todas las injusticias que observa
en el mundo, las mismas, que existían cuando ella ejercía de
joven trotskista en la Sorbona.

En medio de este yermo panorama Mourad divisa Internet «como


un espacio de libertad, mientras los gobiernos no logren
controlarlo», y las «organizaciones de base» como única
alternativa a un sistema de partidos en el que ella no cree
demasiado.

-Usted ha sufrido mucho a lo largo de su vida. Sin embargo, no


parece una persona sombría.

-Para seguir viva he tenido que ser muy fuerte. Me doy cuenta de
lo fuerte que he tenido que ser para no volverme loca después
de todo lo que he vivido. A los 20 años estuve al borde de la
ruptura psicológica, a punto de suicidarme en dos ocasiones.

-Habiendo cambiado tanto de familia, con la falta de estabilidad


con la que ha vivido, ¿por qué no ha formado su propia familia?

-Hay varias cosas. Por un lado, los ejemplos de pareja que he


visto siempre han sido malos. La pareja que formaron mi padre y
mi madre me dejó muy marcada. Mi primera familia se divorció y
por eso nunca volvió a buscarme de Venezuela; la segunda
estaba formada por un sola mujer, y la tercera era la típica familia
francesa, en la que el padre trabaja y la madre es su esclava,
limpiando y cuidando de los niños sin pintar nada. Para mí, esto
era el horror. Por otro lado, como fui una niña sin derechos,
siempre dependí de todos. A los 18 años, decidí que me haría
independiente y nunca más dependería de nadie. Eso dificultó
enormemente mis relaciones con los hombres, me daba pánico
depender de alguien y que ese alguien me dejara en un
momento dado, como me habían abandonado tantas veces de
pequeña. De mayor, no pude enfrentarme al hecho de que
querer a alguien profundamente significa depender
emocionalmente de esa persona. Cuando tenía más o menos 30
años, quise tener un hijo. Pero me daba miedo que la relación
fracasara y que el niño tuviera que vivir una situación parecida a
la mía, sin padre y todo eso. Ahora me doy cuanta de que estaba
equivocada. Hoy día, la mayoría de los niños son de familias
partidas y no pasa absolutamente nada.

Cuando la princesa Selma murió, el 13 de enero de 1942, antes


incluso de cumplir los 30 años, la pequeña Kenizé/Zahr fue
depositada en la embajada suiza por el fiel eunuco Zeynel, el
mismo que sirvió a su abuela en Estambul. En plena guerra
mundial, la legación helvética era el lugar donde se recogía a los
huérfanos. Allí, la entonces niña recibió su primer nombre:
Suzanne Husain. Un diplomático, viendo lo débil que estaba la
pequeña, que entonces apenas tenía dos meses, decidió no
ingresarla en una institución sino quedársela.

No fue una adopción oficial, pero esta familia suiza se convirtió


así en la primera para Mourad. Cuando su padre verdadero la
reclamó desde la India, las monjas que se ocuparon de ella tras
la marcha de la familia suiza a Venezuela le informaron que la
niña era en realidad hija de un súbdito norteamericano con el que
la princesa Selma había tenido un romance en París. Ambos
libros, en los que se narran estas novelescas vidas, tienen un
fuerte componente biográfico: «Lo que marcó para siempre mi
vida fue sin duda toda esta inestabilidad».

-¿Ha encontrado su lugar en el mundo?

-Bueno, mi lugar (ríe). Después de más de 40 años de búsqueda,


llegué a la conclusión de que primero hay que descubrir quién
eres en realidad. Yo no tenía ni idea de quién era. A los 15 años
me dijeron que mi padre era de otro continente, ni siquiera
francés o alemán. Es muy importante que los niños adoptados
sepan de dónde vienen porque si no, les resulta muy difícil
construirse. Nadie puede construir sobre arena, hay que construir
sobre algo sólido. Pero sí, finalmente, he encontrado mi sitio en
cualquier lugar del mundo donde haya gente con quien comparta
los mismos valores que yo, los mismos ideales. Esto ha ocurrido
después de escribir mi primer libro.

Efectivamente, el sitio de Kenizé Mourad está en muchos sitios


del mundo. Localizarla es tarea ardua. Tiene casa en París, en el
condado irlandés de Cork, en Egipto, y ahora está pasando la
Navidad con una sobrina en Londres. En enero se va a
Latinoamérica durante un mes.

Es más fácil hablar con la tata española en casa de un primo en


París que con su teléfono móvil, que olvida facilmente en
cualquiera de estas viviendas. Por más que una sepa que
Kenizé/Zahr es princesa de verdad, sólo al oir a Josefina, natural
de Teruel, con familia en Barcelona, referirse a ella como «la
princesa Kenizé» y hablar con parsimonia de sus 40 años al
servicio de la «familia imperial turca» cuando una se convence
de que esta sencilla mujer de izquierdas, por increíble que
parezca, desciende de Suleimán el Magnífico.

Kenizé/Zahr tiene, eso sí, una clase innata y, al oirla hablar de los
musulmanes, se percibe un cierto orgullo imperial. De dónde si
no ese empeño por conservar un seudónimo árabe: «Tomé este
nombre para demostrar en Europa que una persona de un país
árabe o un país musulmán puede llegar tan alto como cualquier
otra persona».

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