En las cimas
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En las cimas - José María Vargas Vilas
Saga
En las cimas
Cover image: Shutterstock
Copyright © 1916, 2021 SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788726680645
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.
This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.
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Renán
SU EVANGELISMO
Tu, Sacerdos in œternum.
esas palabras, que el Obispo deja caer, como un óleo de fuego, sobre las cabezas tonsuradas, de aquellos que ordena para Pastores de su Iglesia, los quema como un hierro en la frente, y, les deforma para siempre el alma;
de todos los tatuajes, la tonsura, es la que tiene mayor perennidad de Inri;
el sacerdocio, es un virus, que como el de la prostitución, no se elimina nunca;
es una deformación, una jibosidad espiritual, que no desaparece jamás;
el que ha sido sacerdote, lo es siempre;
aun en el momento de abofetear la Iglesia, tiene conciencia de que su mano ha sido consagrada por ella;
Ernesto Renán, fué la prueba de eso;
oleoso, untuoso, amable y grave, como una vieja Abadesa, sus gestos no perdieron nunca, la pompa arcaica de los gestos sacerdotales;
aquellas, que la Iglesia llamó sus herejías, tuvieron todas, una forma de Plegaria;
y, cuando demolió los dogmas, hizo siempre el gesto de bendecirlos;
la nube de azufre, que al docto decir, de monjas y de beatas, envuelven a Luzbel, y, a todos sus hijos los herejes, era en Renán, un perfume de incienso, que un monaguillo invisible, parecía quemar detrás de él, y, las penumbras del templo, nimbaban siempre su cabeza prioral, aun bajo las cúpulas del Instituto, o la Sorbona;
salido del Convento, no salió nunca del sacerdocio;
escapado de la Iglesia, no supo escapar de la Religión;
la falsa mansedumbre, y, el gesto apostólico del Sacerdote, lo acompañaron siempre, aun repartiendo las manzanas de la Herejía, con su equívoca sonrisa de Arcipreste;
del Sacerdote, sólo le faltó la violencia; y, tuvo el orgullo oculto de aquel, que por no humillar, sonríe;
y, él sonreía, con la bonhomía de un viejo confesor, fatigado de absolver;
el gesto de perdonar, le fué habitual;
cuando abandonó el templo, dejó en él, los rayos eclesiásticos que castigan, y, no sacó, sino el hisopo, y, con él, hacía el ademán de bendecir y perfumar las almas, con la esencia extraída de las demás bellas rosas de Jericó, y, de los nardos ungientes de los jardines de Arabia;
imaginaos a Marco Aurelio, hecho Escolapio, o Salesiano, y, salido del convento, adoctrinando niños, en un camino de Judea, entre los senderos verdes, y, los limoneros florecidos, que la amatista de la tarde envuelve en el candor de sus violecencias, y, tendréis una idea de este Sofista, amable y terso, lleno de bellezas y profundidades; el más bello y seductor espíritu, que haya vivido entre los hombres, dado al apostolado, de la Negación, y, de la Sonrisa;
iconoclasta tierno, que amortajaba con respeto, los ídolos que volcaba, y, sabía cerrar con un beso de amor, los ojos de los dioses, que morían bajo su mano;
cuando él, se encontró el fantasma blanco de Jesús, en los senderos de Galilea, hacía ya mucho tiempo, que el pobre Nazareno, había sido arrojado del cielo, por las violaciones de Strauss, menos crueles, que las sonrisas de Voltaire;
y, Renán, consoló al dios proscripto, en vez de ultrajarlo;
fué una nueva Verónica, que copió el rostro del Mártir, ya sin aureolas divinas;
y, compuso ese Poema, del destierro de un dios, que se llama: «La Vida de Jesús»;
poema inmortal, que parece escrito con zumo de lirios y rayos de estrellas, por la mano blanca de una Abadesa tierna, que llorara, al escribirlo;
creyente primero, Sabio después; nunca en el Sabio, murió el creyente;
aquellas manos de Abad, no se extendían para demoler, sino en el gesto untuoso de bendecir;
ondeante y contradictorio, sus palabras se pierden a veces, sin explicarse, en las lontananzas históricas que describe;
desconcertante, a causa de su limpidez, como una Vía Láctea que se esfuma lentamente, en la pomposa soledad de un cielo muy remoto;
embriagante, como el perfume de una selva Hindúa, al caer la tarde;
un bello río fugitivo entre meandros, mostrando a veces al Sol, la escama luminosa de sus olas, y, perdiéndose luego en el silencio de la selva profunda, donde se oye apenas el rumor de su corriente;
más que un conductor, fué un reflector de las ideas cambiantes, móviles, inciertas de la época epicúrea y sabia, en que le tocó vivir;
fué como un lago, en el cual se reflejaran, todas las estrellas de un cielo turbado, y, sobre el cual, la tormenta dejó la última púrpura de su paso;
fué el espejo, y, no el Sol, del pensamiento de sus días;
no modeló la imagen de su tiempo; la devolvió intacta; luminosa, incierta, triste, agobiada por la nostalgia de la Fe; sin fuerza para destruir, y, sin fuerza para crear, habiendo dejado de creer, y, no queriendo aún renunciar a sus creencias; llevando el Pasado, como un cadáver sobre su corazón, sin valor de darlo en pasto, a los lobos del porvenir; conformándose con herir al Cristo, sin atreverse a destronar a Dios; permaneciendo religioso, a pesar de ser hereje, renunciando así a la Verdad, por el temor de renunciar a la Quimera;
época, inconsistente y crepuscular, vaga y dolorosa, prisionera de los dioses, como todas las épocas de Incertidumbre;
Renán, no tuvo la burla de Voltaire, ni la elocuencia de Rousseau, pero fué superior a ellos, por la elegancia, el encanto, lleno de placidez suntuosa, y, extrañas morbosidades;
en aquel estilo, nada es fuerte, y, todo es bello, como en el alma de aquel que lo escribió;
su fe, se desgarró sin dolores, como el himen de una virgen, desflorada por sí misma;
como no dejó nunca de ser religioso, no sufrió las intemperies de aquel, que habiendo perdido la Fe, vacila antes de orientarse por entre los huracanes de la Impiedad;
él, abandonó el templo, pero llevando consigo a Dios, para erigirle otro, en su corazón;
no dejó entre los muros de San Sulpicio, sino su sotana; todo lo demás del sacerdocio lo llevó consigo; y, fué un jesuita laico, iluminado y amable, que hizo de la sonrisa un escudo, y, se encargó de bajar al Cristo del cielo, con más piedad, que José, el de Arimatea, lo había bajado de la cruz;
todos los bálsamos aromados de su estilo, oliente a cinamomo, le sirvieron de sudario, y lloró sobre él;
el deber de mentir, es un deber de sacerdote;
él, arrojó a las fauces de la Impiedad,