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Durante mucho tiempo, me acosté temprano. A veces, nada más apagar la vela, los ojos se
me cerraban tan deprisa, que no tenía tiempo de decirme: «Me duermo». Y, media hora
después, al pensar que ya era hora de buscar el sueño, me despertaba; quería dejar el
volumen que creía tener aún en las manos y apagar de un soplo la luz; mientras dormía, no
había cesado de reflexionar sobre lo que acababa de leer, pero esas reflexiones habían
cobrado un cariz algo particular; me parecía que era yo mismo aquello de lo que hablaba la
obra: una iglesia, un cuarteto, la rivalidad entre Francisco I y Carlos V. Esa impresión
sobrevivía unos segundos a mi despertar; no repugnaba a mi razón, pero me pesaba como
escamas sobre los ojos y les impedía advertir que la palmatoria ya no estaba encendida.
Después empezaba a resultarme ininteligible, como tras la metempsicosis los pensamientos
de una vida anterior; el asunto del libro se separaba de mí y me sentía libre para prestarle o
no atención; en seguida, recobraba la visión y me resultaba extrañísimo encontrar a mi
alrededor una obscuridad suave y relajante para mis ojos, pero tal vez más aún para mi
espíritu, al que parecía cosa sin motivo, incomprensible, algo en verdad velado. Me
preguntaba qué hora podía ser; oía el pitido de los trenes, más o menos lejano, como el
canto del pájaro en un bosque, que, al indicar las distancias, me describía la extensión del
campo desierto por el que se apresura hacia la cercana estación el viajero, a quien –con la
excitación procurada por lugares nuevos, actos inhabituales, la charla reciente y las
despedidas bajo una lámpara ajena, que aún lo acompañan en el silencio de la noche, y la
cercana dulzura del regreso- el caminito recorrido se le quedará grabado en la memoria.
Solemne, el rollizo Buck Mulligan avanzó desde la salida, llevando un cuenco de espuma
de jabón, y, encima, cruzados, un espejo y una navaja. La suave brisa de la mañana le
sostenía levemente en alto, detrás de él, la bata amarilla, desceñida. Elevó en el aire el
cuenco y entonó:
- Introibo ad altare Dei.
Deteniéndose, escudriñó hacia lo hondo de la oscura escalera de caracol y gritó con
aspereza:
- ¡Sube acá, Kinch! ¡Sube, cobarde jesuita!
Avanzó con solemnidad y subió a la redonda plataforma de tiro. Gravemente, se fue
dando vuelta y bendiciendo tres veces la torre, las tierras de alrededor y las montañas que
se despertaban. Luego, al ver a Stephen Dedalus, se inclinó hacia él y trazó rápidas cruces
en el aire, gorgoteando con la garganta y sacudiendo la cabeza. Stephen Dedalus, molesto
y soñoliento, apoyó los brazos en el remate de la escalera y miró fríamente aquella cara
sacudida y gorgoteante que le bendecía, caballuna en su longitud, y aquel claro pelo
intonso, veteado y coloreado como roble pálido.
Buck Mulligan atisbó un momento por debajo del espejo y luego tapó el cuenco con
viveza.
- ¡Vuelta al cuartel! –dijo severamente.
Y añadió, en tono de predicador:
Gregorio Cabello Porras - Universidad de Almería - 4
Ya era de noche cuando K. llegó. La aldea yacía hundida en la nieve. Nada se veía de
la colina; bruma y tinieblas la rodeaban; ni el más débil resplandor revelaba el gran
castillo. Largo tiempo K. se detuvo sobre el puente de madera que del camino real
conducía a la aldea, con los ojos alzados al aparente vacío.
Fue luego en busca de albergue; estaban aún despiertos en la posada; no había cuarto
para alquilar, pero el patrón, sorprendido y atónito por un huésped tan tardío, propuso a K.
dejarle dormir en la sala sobre un jergón. K. aceptó. Quedaban todavía aldeanos bebiendo
su cerveza, pero él, sin querer entablar conversación, fuése al desván en busca de su jergón
y se acostó junto a la estufa. El ambiente era tibio, los aldeanos callaban, los miró aún con
cansados ojos y se durmió.
Pero al poco rato lo despertaron. Un hombre joven, con traje de ciudad, el rostro de
actor, ojos estrechos, las cejas pobladas, aparecía junto a su lecho, acompañado por el
mesonero. También los aldeanos seguían allí; algunos habían vuelto sus sillas para ver y
oír mejor. El joven se excusó muy cortésmente por haber despertado a K., y luego de
haberse presentado como hijo del castellano le habló así: «Esta aldea es propiedad del
castillo; quien en ella vive o duerme, en cierto modo vive o duerme en el castillo. Nadie
puede hacerlo sin permiso del conde. Pero usted no tiene el permiso, o por lo menos no lo
ha presentado.»
K, incorporándose a medias, se compuso el cabello con la mano, contempló desde
abajo a esa gente, y dijo: «¿En qué aldea vine a extraviarme? ¿Acaso hay aquí un castillo?»
Yo soy el doctor de quien se habla en esta narración, a veces, con palabras poco
lisonjeras. Quien conozca el psicoanálisis sabe a qué atribuir la antipatía que el paciente
me demuestra.
No voy a hablar del psicoanálisis, porque aquí se habla suficientemente de él. Tengo
que excusarme por haber inducido a mi paciente a escribir su autobiografía. Los seguidores
del psicoanálisis fruncirán el ceño ante tal novedad, pero el paciente era ya viejo, y yo
confié en que, con tal evocación, su pasado reverdeciera y su autobiografía fuera un buen
preludio al psicoanálisis. Aún hoy me parece buena mi idea porque me ha dado resultados
inesperados, que habrían sido mayores si el enfermo no hubiera interrumpido su terapia,
arrebatándome el fruto de mi largo y paciente análisis de estas memorias.
Las publico por venganza y confío en que le moleste. Debe saber, sin embargo, que
estoy dispuesto a compartir con él los elevados honorarios que obtendré de esta
publicación, a condición de que reanude la terapia. ¡Parecía tan lleno de curiosidad hacia sí
mismo! ¡Si supiera cuántas sorpresas podría depararle el análisis de las muchas verdades y
mentiras que aquí ha acumulado...!
Doctor S.
Cuando era más joven y vulnerable, mi padre me dio un consejo al que no he dejado de
dar vueltas desde entonces.
«Siempre que sientas deseos de criticar a alguien», me dijo, «recuerda que no todo el
mundo ha disfrutado de las facilidades que tú has tenido.»
Eso fue lo único que dijo, pero como siempre nos lo hemos contado todo sin renunciar
por ello a la discreción, comprendí que su frase encerraba un significado mucho más
amplio. El resultado es que tiendo a no juzgar a nadie, costumbre que me ha hecho
relacionarme con muchas personas interesantes y me ha convertido también en víctima de
bastantes pelmazos inveterados. La mente anómala descubre en seguida esta cualidad y se
aferra a ella cuando cuando la encuentra en una persona normal, y por eso en la
universidad se me llegó a acusar injustamente de hacer política, porque estaba al tanto de
las penas secretas de jóvenes alborotadores que eran un misterio para otros. Yo no buscaba
la mayor parte de aquellas confidencias: con frecuencia he fingido dormir, o estar
preocupado, o adoptar una actitud hostilmente irónica cuando algún tipo inconfundible me
ha hecho prever que una revelación de carácter íntimo se dibujaba en el horizonte; porque
las confidencias de los jóvenes, o al menos los términos con que las expresan, suelen ser
plagios y estar viciadas por evidentes supresiones. Suspender el juicio conlleva una
esperanza infinita. Todavía temo perderme algo si olvido que, como mi padre sugería de
manera un tanto esnob, y yo repito aquí con el mismo espíritu, la conciencia de las normas
básicas de conducta queda desigualmente repartida al nacer.
Por lo que, después de haber presumido de mi tolerancia, he de confesar que tiene un
límite. El comportamiento puede estar fundado sobre roca o en terreno pantanoso, pero
pasado cierto punto me da lo mismo cuál sea su base. Cuando volví de la costa Este el
último otoño noté que deseaba vestir al mundo uniforme para que adoptara definitivamente
una especie de «posición de firmes» moral; no deseaba más desenfrenadas excursiones con
privilegiados vislumbres del alma humana.
A través de la cerca, entre los huecos de las flores ensortijadas, yo los veía dar golpes.
Venían hacia donde estaba la bandera y yo los seguía desde la cerca. Luster estaba
buscando entre la hierba junto al árbol de las flores. Sacaban la bandera y daban golpes.
Luego volvieron a meter la bandera y se fueron al bancal y uno dio un golpe y otro dio un
golpe. Después siguieron y yo fui por la cerca y se pararon y nosotros nos paramos y yo
miré a través de la cerca mientras Luster buscaba entre la hierba.
«Eh, caddie». Dio un golpe. Atravesaron el prado. Yo me agarré a la cerca y los vi
marcharse.
Gregorio Cabello Porras - Universidad de Almería - 6
«Fíjese». dijo Luster. «Con treinta y tres años que tiene y mire cómo se pone. Después
de haberme ido al pueblo a comprarle la tarta. Deje de gimplar1. Es que no me va a ayudar
a buscar los veinticinco centavos para poder ir yo a la función esta noche».
Daban pocos golpes al otro lado del prado. Yo volví por la cerca hasta donde estaba la
bandera. Ondeaba sobre la hierba resplandeciente y sobre los árboles.
«Vamos». dijo Luster. «Ya hemos mirado por ahí. Ya no van a volver. Vamos al
arroyo a buscar los veinticinco centavos antes de que los encuentren los negros».
Era roja, ondeaba sobre el prado. Entonces se puso encima un pájaro y se balanceó.
Luster tiró. La bandera ondeaba sobre la hierba resplandeciente y sobre los árboles. Me
agarré a la cerca.
«Deje de gimplar». dijo Luster. «No puedo obligarlos a venir si no quieren, no. Como
no se calle, mi abuela no le va a hacer una fiesta de cumpleaños. Si no se cala, ya verá lo
que voy a hacer. Me voy a comer la tarta. Y también me voy a comer las velas. Las treinta
velas enteras. Vamos, bajaremos al arroyo. Tengo que buscar los veinticinco centavos. A
lo mejor nos encontramos una pelota. Mire, ahí están. Allí abajo. Ve». Se acercó a la cerca
y extendió el brazo. «Los ve. No van a volver por aquí. Vámonos».
Fuimos por la cerca y llegamos a la verja del jardín, donde estaban nuestras sombras.
Sobre la verja mi sombra era más alta que la de Luster. llegamos a la grieta y pasamos por
allí.
«Espere un momento». dijo Luster. «Ya ha vuelto a engancharse en el clavo. Es que no
sabe pasar a gatas sin engancharse en el clavo ese».
Caddy me desenganchó y pasamos a gatas. El tío Maury dijo que no nos viera nadie,
así que mejor nos agachamos, dijo Caddy. Agáchate, Benjy. Así, ves. Nos agachamos y
atravesamos el jardín por donde las flores nos arañaban al rozarlas. El suelo estaba duro.
Nos subimos a la cerca de donde gruñían y resoplaban los cerdos. Creo que están tristes
porque hoy han matado a uno, dijo Caddy. El suelo estaba duro, revuelto y enredado.
No te saques las manos de los bolsillos o se te congelarán, dijo Caddy. No querrás
tener ñas manos congeladas en Navidad verdad.
«Hace demasiado frío». dijo Versh. «Noirá usted a salir».
«Qué sucede ahora». dijo Madre.
«Que quiere salir». dijo Versh.
«Que salga». dijo el tío Maury.
«Hace demasiado frío». dijo Madre. «Es mejor que se quede dentro. Benjamin.
Vamos. Cállate».
El sol aún no se había alzado. Sólo los leves pliegues, como los de un paño algo
arrugado, permitían distinguir el mar del cielo. Poco a poco, a medida que el cielo
clareaba, se iba formando una raya oscura en el horizonte, que dividía el cielo del mar, y
en el paño gris aparecieron gruesas líneas que lo rayaban, avanzando una tras otra, bajo la
superficie, cada cual siguiendo a la anterior, persiguiéndose una a otra, perpetuamente.
Al acercarse a la playa cada barra se alzaba, se amontonaba sobre sí misma, rompía y
deslizaba un sutil velo de agua blanca sobre la arena. La ola se detenía, y después volvía a
retirarse arrastrándose, con un suspiro como el del durmiente cuyo aliento va y viene en la
inconsciencia. Poco a poco, la oscura raya en el horizonte se aclaraba, como si las
partículas suspendidas en una vieja botella de vino hubieran descendido al fondo, dejando
verde el vidrio. También más allá se aclaraba el cielo, como si el blanco poso hubiera
descendido, o como si el brazo de una mujer recostada bajo el horizonte hubiera alzado
una lámpara, y planas barras blancas, verdes y amarillas se proyectaban en el cielo, como
las varillas de un abanico. Entonces, la mujer alzó más la lámpara, y el aire pareció devenir
fibroso y apartarse de la verde superficie, chispeante y llameando, en rojas y amarillas
hebras como el humeante fuego que ruge en una hoguera. Poco a poco, las hebras de la
hoguera se fundieron en un resplandor, en una incandescencia que alzó el peso del cielo
gris lanudo, poniéndolo encima de él, y lo convirtió en millones de átomos de suave azul.
La superficie del mar se hizo despacio transparente, y estuvo destellante y rizada hasta que
las oscuras barras quedaron casi borradas. Lentamente, el brazo que sostenía la lámpara la
alzó más y después más, hasta que la ancha llama se hizo visible. Un arco de fuego ardía
en el borde del horizonte, y a su alrededor el mar lanzaba llamas doradas.
La luz incidió en los árboles del jardín, y dio transparencia a una hoja. Un pájaro
gorjeó alto. Hubo una pausa. Otro pájaro gorjeó más bajo. El sol dio relieve a los muros de
la casa, y se posó como la punta de un abanico cerrado en la blanca persiana, dejando una
azul huella digital de sombra bajo la hoja junto a la ventana del dormitorio. La persiana se
movió lentamente, pero dentro todo era penumbra sin sustancia. Fuera, cantaban los
pájaros su melodía vacía.
Andaban, y al andar cantaban Eterna memoria. Los pies, los caballos y el soplo del
viento parecían continuar el cántico en las pausas.
Los transeúntes abrían paso al cortejo, contaban las coronas y se santiguaban. Los
curiosos, metiéndose entre las filas, preguntaban:
- ¿A quién entierran?
Y les respondían:
- A Z.
- ¡Ah, vaya! Entonces se entiende.
- Pero no a él.
- Da lo mismo. ¡Dios la tenga en el cielo! Lujoso entierro.
Se sucedían los últimos minutos, contados e irrevocables.
El sacerdote, con el ademán de la bendición, arrojó un puñado de tierra sobre María
Nikoláievna. Se entonó La tierra del Señor y su creación. Después comenzó un terrible
ajetreo. Cerraron el ataúd, lo clavaron y lo bajaron a la fosa. Tamborileó la lluvia de tierra
arrojada apresuradamente con cuatro palas sobre el féretro. En el lugar de la tumba se
formó un pequeño túmulo. Sobre él se encaramó un niño de diez años.
Sólo en ese estado de entorpecimiento e insensibilidad que suele producirse hacia el
final de los entierros solemnes puede parecer plausible que un chiquillo quiera pronunciar
unas palabras sobre la tumba de su propia madre.
Levantó la cabeza y abarcó con mirada ausente los desiertos campos otoñales y las
cúpulas del monasterio. Su rostro achatado se alteró. Su cuello se alargó. Si hubiese sido
un lobezno el que levantara la cabeza con aquel gesto, hubiérase dicho que estaba a punto
de aullar. Tapándose la cara con las manos el chiquillo prorrumpió en sollozos. Una nube
que acudía hacia él comenzó golpearlo sobre las manos y la cara con los líquidos azotes de
un helado chubasco. Un hombre se acercó a la tumba; vestía de negro, y lasmangas
estrechas y ceñidas formaban pliegues en sus brazos. Era el hermano de la muerta y tío del
chiquillo que lloraba, el sacerdote Nikolái Nikoláievich Vedeníapin, fuera de su ministerio
a petición propia. Se acercó al chiquillo y se lo llevó.