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Gregorio Cabello Porras

PROVIDENCIA Y FORTUNA COMO CRITERIOS RECTORES DEL


ACONTECER DE LA ACCIÓN NARRATIVA.
http://angarmegia.com/gregoriocabello.htm
9. PROVIDENCIA Y FORTUNA COMO CRITERIOS RECTORES DEL ACONTECER DE LA
ACCIÓN NARRATIVA.

Recordemos las palabras de E. C. Riley a propósito de este punto:

El curso y resolución de la acción están, más que nada, gobernados por


peripecias y anagnórisis, los cuales, al lector moderno, acostumbrado al realismo
y a tramas basadas en la causalidad racional, le parecen manipulaciones
intencionadas de accidentes y coincidencias. En los «romances» de la
antigüedad, el medioevo y los siglos XVI y XVII, esto no debe considerarse como
acción del azar ciego, sino de la Providencia divina que preside los
acontecimientos y da significado a la existencia humana1.

9.1. LA PROVIDENCIA
En un primer plano los factores que parecen ser los conformadores de la tensión
narrativa serían, por una parte, el azar y la casualidad, y por otra, una «causalidad
racional» que debe estar regida por principios como la verosimilitud, el decoro y la
adecuación a un «realismo» que, como tal marbete, tiende a malinterpretarse en su
aplicación a la prosa de ficción del Siglo de Oro.
La sucesión de peripecias o aventuras, los encuentros con determinados
personajes u obstáculos, las separaciones, los reencuentros, los ascensos y descensos de
estatus social, etc, parecen estar desligados de cualquier lógica aprehensible para un
lector acostumbrado a una ficción novelística que desde su apogeo en el siglo XIX
tendía a excluir todo lo inverosímil del transcurso de la fábula: todo tenía una causa y
una explicación en elmismo curso del acontecer de los hechos o incluso en la carga
hereditaria genética de los personajes. Sin embargo, la transición desde ese realismo
decimonónico hacia las nuevas fórmulas narativas en el siglo XX y a los medios en los
que éstas se han expresado (libro, cine, televisión, cómic, videojuegos, internet…) nos
acercan mucho más a esa «ilógica sucesión de aventuras» que encontramos en los
romances: un libro de caballerías o uno de aventuras está mucho más cerca del
imaginario del receptor de principios del siglo XXI que la detallada elaboración en la
concatenación de situaciones y de caracteres de una novela del XIX: las películas o
series televisivas basadas en grandes novelas del XIX son muestras de un arte de
prestigio y de minorías frente al éxito de masas que puedan suponer la saga galáctica de
George Lucas, las misiones imposibles que transcurren desde las calles de Hong Kong
hasta los mundos diseñados por Tarantino y otros maestros de la violencia, o toda la
gama de villanos y sus fechorías a los que deberán enfrentarse los héroes que provienen
del ámbito del cómic.
La diferencia de ese remance antiguo, medieval o renacentista y el «neo-
roamance» del siglo XX, cada vez más afianzado en esta década inicial del siglo XXI,
radica, a la hora de ralizar una correcta y ajustada interpretación que atienda a la radical
historicidad del texto literario, en que el romance antiguo todo ese mundo
absolutamente inverosímil obedecía a un designio superior, el de la Providencia divina,
ya de los dioses de la mitología clásica, ya del Dios cristiano, con lo que ello comporta
de «trascendencia» en la sucesión y en la finalidad que adquieren las distintas
peripecias.
Pero esa Providencia divina en nuestros autores no debe confundirse sin más
con un concepto determinista de Hado o fatum, como destino diseñado por el creador
hasta en sus mínimos designios, ya que esto entraría en abierta contradicción con uno

1
E. C. RILEY, «Cervantes: una cuestión de género», en G. Haley, ed., El «Quijote» de Cervantes, Madrid,
Taurus, 1987, p. 44.
de los pilares de la creencia cristiana: el libre albedrío y la responsabilidad última del
hombre, y su libertad de obrar, para poder salvarse o condenarse.

9.2. LA FORTUNA
Aquí es donde aparece el concepto que subsumiría y legitimaría
ideológicamente la noción de azar, de casualidad, de desorden arbitrario, dentro de unos
cauces que pudieran conjugarse con la creencia cristiana en la Providencia. Me refiero a
la noción de Fortuna. J. Gutiérrez apunta que

desde los tiempos clásicos existió una posición ambivalente frente a la llamada
«diosa Fortuna», o aceptación temerosa de su poder divino que derivaba a una
actitud propiciatoria, o negación de aquel poder con el consiguiente desprecio.
En estas dos posturas se enraizan dos temas muy importantes que se
complementan entre sí, el de las «tragedias ocasionadas por la fortuna» y el de
los «remedios contra la fortuna». Estos temas convergen y se ejemplarizan
históricamente en las vidas y en las obras de Séneca y Boecio, al caer ambos
escritores de su posición encumbrada y morir violentamente. Boecio, además,
prepara la base para cristianizar a la Fortuna, proceso que Dante lleva a cabo.
Petrarca y Boccaccio aciertan a compendiar en sus obras respectivas, De
remediis utriusque fortunae y De cassibus virorum illustrium los referidos
temas, enriquecidos ya y relacionados en su tiempo con el «menosprecio del
mundo»2.

El mismo autor recuerda que «la variedad de las funciones atribuídas a la


Fortuna y de sus respectivos cultos en el periodo clásico puede deducirse de la riqueza
y diversidad de los títulos o sobrenombres aplicados por los romanos a estos dioses3», a
los que habría que sumar los epítetos provenientes de la tradición medieval:

En la mayoría de estos títulos se insiste, por un lado, en la condición variable de


la Fortuna (incierta, fallace, inconstans, instabilis, mobilis, volubilis), por el
otro, en los dos aspectos básicos de Fortuna próspera y Fortuna adversa. Es
cierto que abundan más los sobrenombres negativos que los positivos4.

H. R. Patch da una lista abreviada de los epítetos aplicados a la Fortuna,


ordenados como antónimos:
Fortuna Bona-----Fortuna Mala
Benigna-----Perversa
Favorevole-----Ria
Laeta----Tristia
Dulcia-----Amara
Belle-----Laide5

Si consideramos los romances y las novelas del Siglo de Oro, y sin dejar de lado
la lírica, el teatro o la prosa de ideas, estos son los elementos actantes en cualesquiera
de los conflictos sobre los que se desarrolla la acción narrativa, y los que figuran en la
base de esa prolífica sucesión de aventuras y peripecias en las que parece no regir

2
J. GUTIÉRREZ, La «Fortuna Bifrons» en el teatro del Siglo de Oro, Santander, Sociedad Menéndez
Pelayo, 1975, pp. 8-9
3
Ibid., pp. 26-27
4
Ibid., p. 27.
5
H. R. PATCH, The Goddess Fortuna in Mediaeval Literature, Cambridge, Harvard University Press,
1927, p. 38.
lógica casual «realista» alguna, dado que el paso de un extremo a otro queda
contemplado en la esencia misma de la mutabilidad, incosnstancia y voluble Fortuna.

9.3. LA CONCILIACIÓN DE UNA PROVIDENCIA CRISTIANA CON UNA FORTUNA PAGANA


La doble perspectiva de la Fortuna desde este punto de vista mereció la atención
de O. H. Green, quien puso de relieve cómo el uso del concepto de Fortuna en la
literatura española se reduce básicamente a dos conceptos, el pagano y el cristiano,
acuñando una fórmula que puede ser bastante operativa para el análisis literario, aunque
autores posteriores la han matizado.
O. H. Green se refiere a:
a) una «fortuna de tejas arriba», es decir, la Fortuna estable, delegada de la
Divina Providencia e incluso personificación de la Voluntad de Dios
b) una «fortuna de tejas abajo», es decir, la Fortuna enemiga, caprichosa e
iracunda, personificación del desorden, frente a la cual el hombre sabio
deberá emplear las armas de la fortaleza estoica, mientras que el hombre
apegado a las apariencias materiales del mundo, desde la belleza a la
riqueza, sucumbirá sin posibilidad alguna de triunfo.6

NOTA BENE: estas consideraciones que aquí se exponen son imprescindibles para
entender la lírica y el teatro y, como tal, deberán tenerse en cuenta para interpretar los
textos que correspondan.
LR
FELIPE DÍAZ JIMENO, Hado y fortuna en la España del siglo XVI, Madrid, Fundación
Universitaria Española, 1987

6
O. H. GREEN, «Fortuna y Hado», España y la tradición occidental. El espíritu castellano en la literatura
desde «El Cid» hasta Calderón, II, Madrid, Gredos, 1969, capítulo VII (pp. 313-376).

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