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El restaurador y la madonnina della creazione
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Salvador Bayona
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El restaurador y la madonnina della creazione
un juego en el que basta con que cualquiera vea lo que hemos visto
nosotros para ser descalificados, sin posibilidad de apelación. Si una
sola persona advirtiera esa relación no se hundiría únicamente el
proyecto Utrillo, sino todo este negocio nuestro.
- Lo que queremos decir es que sería muy peligroso utilizar este
cuadro para hacerlo pasar por el utrillo desconocido…
- ¡Pero es que es el utrillo!
Aún no había acabado de pronunciar la última palabra y ya
Guillermo sentía un arrepentimiento profundo al leer la sorpresa en los ojos
de sus socios. Sabía que el reconocimiento que había formulado en aquel
arrebato significaba que se había vuelto completamente loco, no sólo por
atribuir autenticidad a aquella obra sino, sobre todo porque implicaba que
durante su crisis había sustituido la realidad por la fantástica invención del
profesor y su mujer.
La psique de Guillermo estaba muy lejos de llegar al punto de la
locura que sus interlocutores tan lógicamente le habían supuesto a raíz de su
comentario, pero sabía que era inútil esforzarse en hacerles entender que tan
cierta era su autoría como la de Utrillo, de igual manera, absoluta, en ambos
casos. No es que se hubiera transformado en Utrillo, o que el pintor hubiera
poseído su cuerpo para pintar su postrer cuadro sino que, siguiendo el
camino trazado por su propia historia, su rastro de sufrimiento personal,
sabía que había llegado exactamente al mismo punto al que Utrillo llegó, un
punto en el que la expresión sólo podía ser una, unívoca e inconfundible. Su
dominio de la técnica había hecho el resto.
Por supuesto, habría resultado más plausible que Susana y el
Profesor aceptaran cualquiera de las explicaciones de orden sobrenatural
que la verdad, puesto que aquellas era fácilmente atribuibles al ámbito de la
extravagancia y ésta era tolerable según las reglas de la corrección política, si
no del respeto, mientras que las implicaciones de la verdad ponían en
cuestión los esquemas básicos del conocimiento, la percepción y la expresión
y, por tanto, sería rechazada y tildada de locura, alucinación o desvarío.
Por eso decidió callar.
Había, sin embargo, otra razón por la que sabía que no debía seguir
defendiéndose de las acusaciones de sus socios.
Guardaba en su memoria todos y cada uno de los detalles tanto de
la Madonnina como del utrillo y no había absolutamente ningún rasgo que
compartieran, al menos según los tipos de análisis que él conocía, pero no
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Salvador Bayona
podía confesar que, de alguna manera, la aquella había tenido algo que ver
en la creación de éste.
A lo largo de aquellas semanas en las que había sido agitado por
una ansiedad y un sufrimiento profundo como nunca antes había conocido
ni imaginado que existiera, había sufrido violentos ataques de ira en los que,
en medio de un delirio alcohólico, una pulsión destructiva se apoderaba de
él llevándole a consumir una botella tras otra hasta caer inconsciente y a
aniquilar todo lo que encontraba a su alcance, salvo el lienzo elevado y firme
sobre el caballete como un tótem o un tabú en medio del taller. De todos
aquellos momentos conservaba la memoria de la sensación de asco por sí
mismo que le torturaba y los ecos de un inocente deseo de ser nada. Esos
recuerdos, a la luz de aquella primera mañana de su renacimiento
despertaban en él, sin embargo, un sentimiento de tristeza más cercano a la
ternura que a la autocompasión.
El último de los arrebatos, sin embargo, permanecía con
extraordinaria viveza en todos sus detalles. Como venía siendo habitual
había estado bebiendo frente al lienzo, en penumbra, preguntándose si
tendría valor para hacerlo, y qué valor tendría la obra de sus manos, cuando
sintió que lo ahogaba aquella llama que ascendía por su columna vertebral
desde los riñones hasta las sienes. Buscó a su alrededor pero no encontró
nada cuya destrucción hubiera satisfecho la demanda de este perverso
demonio de la ira hasta que sus ojos se fijaron casi por azar en un pequeño
altillo abuhardillado de no más de un metro y medio de altura en su parte
más alta que se utilizaba en contadas ocasiones por la incomodidad de su
acceso y la inutilidad práctica de su configuración. Levantó una escala que
afianzaba el parapeto del portalón del montacargas y sirviéndose de ella
alcanzó la plataforma.
Moviéndose a cuatro patas, sus manos alcanzaban mecánicamente el
contenido de cajas y carpetas y lo lanzaban al suelo del taller, sin apercibirse
de su naturaleza hasta que, justo una décima de segundo después de que
perdiera el contacto de sus dedos, reconoció su primer y único álbum de
recuerdos perdiéndose de vista en su caída hacia el resto de enseres
destinados a la destrucción. Alarmado ante la perspectiva de perder este
objeto para siempre y tal vez sospechando que había sido eso, precisamente,
lo que había estado buscando, asomó la cabeza y su cuerpo experimentó una
súbita e indescriptible relajación al descubrir que su álbum había quedado
abierto por la página en la que había adherido la fotografía que le
acompañaba cuando, recién nacido, fue depositado en la casa cuna, pero,
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