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Salvador Bayona

XXX.- LA HISTORIA INTERIOR

Apenas podía recordar cómo había sido arrastrado por Susana y el


profesor desde el taller hasta su dormitorio la noche anterior, ni demasiadas
cosas de lo que había sucedido el día anterior, pero aquella mañana
Guillermo amaneció con una sensación de renovación casi bautismal ante la
cual toda su vida anterior perdía la importancia que hasta entonces le había
conferido. Era consciente de haber llevado a cabo una dolorosa catarsis y
aunque todavía no podía decir que supiera quién era él, por primera vez no
le importaba en absoluto. Una sensación de orgullosa plenitud lo inundaba
todo y sentía que por fin se había ganado el derecho de caminar con la
cabeza alta, de haber hecho algo que realmente merecía la pena.
A través de la neblina de la memoria de las tres últimas semanas
aún distinguía perfectamente la intensidad de la lucha que había librado y al
recordar los litros de alcohol que había consumido, especialmente el día
anterior, se asombró de no sentir malestar físico alguno.
Retazos inconexos de las experiencias de las últimas semanas
afloraban sin orden ni motivo aparente, interrumpiendo la rutina del aseo
cotidiano, una rutina que, sin embargo, no recordaba haber seguido durante
todo ese tiempo. Sí recordaba, sin embargo, muy claramente cómo había
sido atormentado día tras día, hora tras hora, por la idea de tener que crear
una obra partiendo de la nada. En todo momento había sabido que fuera
cual fuera el resultado, sería técnicamente inapelable. Lo único que podía
decir de sí mismo era que durante toda su vida consciente se había
adiestrado para ser la herramienta perfecta, para tener en cuenta todos y
cada uno de los aspectos de la reproducción pictórica, previendo y
sorteando todas las técnicas analíticas conocidas hasta la fecha, pero no
podía decir de sí mismo que hubiera sido capaz de crear nada.

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Sabía que había invertido en la preparación de los pigmentos mucho


más tiempo del necesario, y sabía que en sus constantes dilaciones no había
otra cosa más que la desesperación de la huida, pero llegó un momento en
que ya no era posible negarlo, aunque ni Susana ni el profesor, tal vez el
único además de él mismo que podía saberlo, hubieran advertido que el
retraso era intencionado.
Y entonces había comenzado a beber.
Aunque se le pasaba por la cabeza, creía que no había ningún
fundamento en asociar esta compulsión a un deseo de reproducir en sí los
efectos que el alcohol había tenido en el joven Utrillo, y sin embargo no
podía negar que ya en París había tenido la idea de emplearlo como un
método de introspección, según la curiosa teoría del señor Ménard, el dueño
de la licorería de Montmartre.
- ¡Por fin has despertado!
Debió sospechar que algo extraño sucedía cuando vio asomar las
sonrisas de Susana y el profesor por la puerta pero estaba tan centrado en la
exploración del cambio que, sentía, se había operado en él que no advirtió la
nada tras la fingida timidez que ambos mostraban al entrar en su cuarto.
- ¿Te encuentras bien?
- Sí, gracias, estoy mejor que nunca. La verdad es que me encuentro
francamente bien... y hambriento.
- Pues me parece muy mal. He tenido que venir de Berlín a toda
velocidad cuando Susana me comentó que estabas acabando con
todo el alcohol de la ciudad. Lo menos que puedes hacer es sentirte
mal.
- No tenías de qué preocuparte. Nada de lo que bebí, y creo que fue
mucho, era digno de un hombre de tu categoría.
- Me encanta ver que ambos estáis en plena forma. Si te apetece cenar,
pediremos que nos traigan una pizza, o algo así.
- ¿Cómo que “cenar”?
- Querido Guillermo, llevas durmiendo casi veinticuatro horas. Anda,
arréglate y no te preocupes de nada. Nosotros te esperamos abajo.
- Un momento. Esto no es normal. No os reconozco. ¿Qué sucede?
Como activadas por el resorte de un despertador que, llegada la
hora, libera la tensión de la maquinaria, las facciones de Susana y el profesor
perdieron inmediatamente la sonrisa que habían estado forzado y casi por
primera vez en su vida Guillermo sintió que los había sorprendido. Sus

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miradas iban alternativamente del suelo al otro y nuevamente al suelo.


Estaba claro que ninguno de ellos quería ser el primero en abordar el tema.
- Hemos visto el cuadro –dijo, al fin el profesor–.
- De modo que se trata de eso. ¿Es que acaso no parece un utrillo? –
había formulado la pregunta con absoluta serenidad, que podía
sonar desafiante, pero que en realidad respondía a la más simple de
las curiosidades, pues aunque tenía presente la pintura, no
recordaba haber utilizado con ella la metodología de reproducción
cuya pauta había seguido en sus anteriores trabajos-.
- En absoluto. Es un utrillo perfecto, nadie podría decir que no se trata
de un utrillo…
- Al menos técnicamente –interrumpió Susana-.
- No entiendo. ¿Qué quieres decir con eso?
- Verás, querido –nunca antes le había llamado así, y en aquel
momento sonó mucho más falso de lo que lo hubiera hecho en
cualquier otro-, el profesor y yo pensamos que podría ser muy
comprometido sacar al mercado tu cuadro. O, al menos, que
fuéramos nosotros los que hiciéramos pública la obra en este
momento, y sin embargo estamos obligados a darles algo.
- Sigues sin hablar claramente.
- Tu cuadro tiene reminiscencias de la Madonnina della Creazione.
¡Ya sé que parece absurdo, no me interrumpas!. Susana y yo las
hemos visto, aunque no podemos decir en qué: no es la
composición, ni el dibujo, los colores, texturas, gestos o
expresiones… en fin, ningún aspecto concreto. Y sin embargo
¡resulta tan evidente que la Madonnina está ahí, en algún sitio!
- Eso que decís es absurdo –se defendió Guillermo-, son tan diferentes
como el cielo y la tierra. No hay ningún análisis que pueda poner en
relación ambas obras, te lo garantizo.
- Estamos seguros, Guillermo –Susana tomó el relevo del profesor con
una agilidad y naturalidad que el restaurador no se dio cuenta de
que la conversación había comenzado a seguir el guión que ambos
habían preparado–, pero lo cierto es que ambos hemos tenido la
misma sensación. Es cierto que ninguno de nosotros puede aislar la
conexión entre el utrillo y la Madonnina, pero a simple vista
sabemos que existe.
- Quiero que entiendas que estamos jugando un juego en el que no
existe la presunción de inocencia –intervino de nuevo el profesor-,

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un juego en el que basta con que cualquiera vea lo que hemos visto
nosotros para ser descalificados, sin posibilidad de apelación. Si una
sola persona advirtiera esa relación no se hundiría únicamente el
proyecto Utrillo, sino todo este negocio nuestro.
- Lo que queremos decir es que sería muy peligroso utilizar este
cuadro para hacerlo pasar por el utrillo desconocido…
- ¡Pero es que es el utrillo!
Aún no había acabado de pronunciar la última palabra y ya
Guillermo sentía un arrepentimiento profundo al leer la sorpresa en los ojos
de sus socios. Sabía que el reconocimiento que había formulado en aquel
arrebato significaba que se había vuelto completamente loco, no sólo por
atribuir autenticidad a aquella obra sino, sobre todo porque implicaba que
durante su crisis había sustituido la realidad por la fantástica invención del
profesor y su mujer.
La psique de Guillermo estaba muy lejos de llegar al punto de la
locura que sus interlocutores tan lógicamente le habían supuesto a raíz de su
comentario, pero sabía que era inútil esforzarse en hacerles entender que tan
cierta era su autoría como la de Utrillo, de igual manera, absoluta, en ambos
casos. No es que se hubiera transformado en Utrillo, o que el pintor hubiera
poseído su cuerpo para pintar su postrer cuadro sino que, siguiendo el
camino trazado por su propia historia, su rastro de sufrimiento personal,
sabía que había llegado exactamente al mismo punto al que Utrillo llegó, un
punto en el que la expresión sólo podía ser una, unívoca e inconfundible. Su
dominio de la técnica había hecho el resto.
Por supuesto, habría resultado más plausible que Susana y el
Profesor aceptaran cualquiera de las explicaciones de orden sobrenatural
que la verdad, puesto que aquellas era fácilmente atribuibles al ámbito de la
extravagancia y ésta era tolerable según las reglas de la corrección política, si
no del respeto, mientras que las implicaciones de la verdad ponían en
cuestión los esquemas básicos del conocimiento, la percepción y la expresión
y, por tanto, sería rechazada y tildada de locura, alucinación o desvarío.
Por eso decidió callar.
Había, sin embargo, otra razón por la que sabía que no debía seguir
defendiéndose de las acusaciones de sus socios.
Guardaba en su memoria todos y cada uno de los detalles tanto de
la Madonnina como del utrillo y no había absolutamente ningún rasgo que
compartieran, al menos según los tipos de análisis que él conocía, pero no

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podía confesar que, de alguna manera, la aquella había tenido algo que ver
en la creación de éste.
A lo largo de aquellas semanas en las que había sido agitado por
una ansiedad y un sufrimiento profundo como nunca antes había conocido
ni imaginado que existiera, había sufrido violentos ataques de ira en los que,
en medio de un delirio alcohólico, una pulsión destructiva se apoderaba de
él llevándole a consumir una botella tras otra hasta caer inconsciente y a
aniquilar todo lo que encontraba a su alcance, salvo el lienzo elevado y firme
sobre el caballete como un tótem o un tabú en medio del taller. De todos
aquellos momentos conservaba la memoria de la sensación de asco por sí
mismo que le torturaba y los ecos de un inocente deseo de ser nada. Esos
recuerdos, a la luz de aquella primera mañana de su renacimiento
despertaban en él, sin embargo, un sentimiento de tristeza más cercano a la
ternura que a la autocompasión.
El último de los arrebatos, sin embargo, permanecía con
extraordinaria viveza en todos sus detalles. Como venía siendo habitual
había estado bebiendo frente al lienzo, en penumbra, preguntándose si
tendría valor para hacerlo, y qué valor tendría la obra de sus manos, cuando
sintió que lo ahogaba aquella llama que ascendía por su columna vertebral
desde los riñones hasta las sienes. Buscó a su alrededor pero no encontró
nada cuya destrucción hubiera satisfecho la demanda de este perverso
demonio de la ira hasta que sus ojos se fijaron casi por azar en un pequeño
altillo abuhardillado de no más de un metro y medio de altura en su parte
más alta que se utilizaba en contadas ocasiones por la incomodidad de su
acceso y la inutilidad práctica de su configuración. Levantó una escala que
afianzaba el parapeto del portalón del montacargas y sirviéndose de ella
alcanzó la plataforma.
Moviéndose a cuatro patas, sus manos alcanzaban mecánicamente el
contenido de cajas y carpetas y lo lanzaban al suelo del taller, sin apercibirse
de su naturaleza hasta que, justo una décima de segundo después de que
perdiera el contacto de sus dedos, reconoció su primer y único álbum de
recuerdos perdiéndose de vista en su caída hacia el resto de enseres
destinados a la destrucción. Alarmado ante la perspectiva de perder este
objeto para siempre y tal vez sospechando que había sido eso, precisamente,
lo que había estado buscando, asomó la cabeza y su cuerpo experimentó una
súbita e indescriptible relajación al descubrir que su álbum había quedado
abierto por la página en la que había adherido la fotografía que le
acompañaba cuando, recién nacido, fue depositado en la casa cuna, pero,

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principalmente, quedó subyugado por la estampa que la casualidad había


dispuesto ante sus ojos, y en la que creyó leer un mensaje del destino.
El álbum había ido a caer, precisamente, encima de un rollo de
papel que, al caer desde el altillo, había quedado completamente extendido,
y era precisamente el rollo sobre el que había realizado los primeros bocetos
de la Madonnina della Creazione. Desde su perspectiva cenital la
sorprendente mirada de la Madonnina y la de la mujer de la fotografía
parecían sostener un diálogo lleno de matices.
Durante un tiempo indeterminado se quedó tendido en el suelo de
la plataforma observando aquella azarosa composición, con la seguridad de
que había dado con una historia que merecía ser contada, con una historia
que, ahora que la había descubierto, sólo él debía contar o acabaría por
consumirlo.
La existencia de de estos estudios de la Madonnina suponía, en sí
misma, un gran problema, pues una de las reglas fundamentales del negocio
era que cualquier material empleado en la recreación de una obra sería
inmediatamente destruido una vez finalizada ésta, y sin embargo Guillermo
había mentido a sus socios al respecto de aquella tela, guardándola en el
altillo por alguna razón que no alcanzaba a recordar.
No tenía ninguna razón, ni tan siguiera una excusa, para aquel
comportamiento, que suponía un riesgo evidente en caso de investigación
policial, pero sabía que si en aquel momento confesaba la verdad de lo
sucedido estaría condenando a la destrucción a su precioso utrillo, pues ni
Susana ni el profesor podrían apartar ya de sí la sensación de riesgo.
Por eso decidió callar.

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