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Ray Russell
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Supongo que será mejor que empiece por hablaros de la muchachita que nos
llevamos aquel verano a la granja. Era extranjera, de Hungría, Polonia,
Pennsylvania o un país por el estilo. Tendría unos quince años. Más tonta que
hecha de encargo, pero resultona. Llevaba dos trenzas amarillas, y tenía los
ojos del mismo color que la flor del maíz, y los senos más bien
desarrollados... El suyo era el trasero más bonito que yo había visto en mi
vida. En fin, un día, a mi hijo Jug se le ocurrió mirar a la chica cuando estaba
agachada dando de comer a las gallinas, eso sería al primero o segundo día de
trabajar para nosotros, y aquél fue el día en que se podría decir que Jug se
hizo hombre.
La única pega era que no sabía cómo hacerlo. Por todos los diablos, el muchacho
sólo tenía catorce años. Lo único que sabía era que cuando la chavala estaba
agachada de aquella manera, con el vestido de tela de saco ceñido al trasero, él
notaba aquella sensación en los tejanos, como si fuera cosa de magia. Y no sabía
la razón. Pero ahí estaba. De modo que se acercó a la muchacha a grandes
trancos, la miró directo a los ojos y se desabrochó los pantalones.
Bueno, pues la chica no supo qué decir. La boca se le abrió como una pala
mecánica. De todos modos, ni siquiera sabía hablar inglés. Y echó a correr.
Pero corrió hacia donde no debía. Se dirigió hacia el granero. Ese fue su gran
error. Yo me quedé en la casa todo el rato, tomando café en la cocina, y desde
allí oí sus gritos. Chillaba como un gorrino atascado.
La madre de Jug había muerto al nacer el chico, pobre. Yo la quería mucho. Está
enterrada en el pastizal de atrás, debajo del olmo grande. Yo mismo crié a
Jug. Tal vez por eso salió tan salvaje, no tuvo una madre que lo amansara y le
enseñase modales. Jug no era su nombre verdadero. Yo lo llamaba así por sus
orejas.
-- Papá -- me dijo --, cuando veo a esa chica pasar por delante de mí, con ese
vestido fino y esas piernas, esta puñetera cosa se me levanta como la cola de
un zorro y no puedo hacer nada más que agarrarla y metérsela.
Y buena falta que le hacía. Así que calenté un poco de agua y llené la tina allí
mismo, en el centro de la cocina. Le dije que se quitara el vestido. Al
principio, no quería; pero luego supongo que pensó que podía fiarse de mí porque
yo era como un padre o algo así; me imagino que le parecería un hombre
mayor. Bueno, el caso es que se quitó el vestido, y por Judas, qué cuerpo tenía
la niña. Casi no lo podía creer. Le pedí que se metiera en la tina, y entonces
cogí la barra de jabón casero, me arrodillé cerca de la tina y empecé a
enjabonarla a conciencia. La lavé por delante y por detrás. Le lavé las
piernas. Para entonces, yo estab a ya medio loco.
Cuando salió de la tina, toda brillante y mojada, y con olor a jabón, no pude
aguantarme más. Allí mismo, en el suelo de la cocina, sobre una toalla grande,
me la cepillé; y en verdad os digo que aquello fue como una ciruela blandita y
madura, calentita por el sol, y tan llena de jugo dulce que se partía por el
medio. Hacía mucho tiempo que no estaba con una mujer, y todo acabó antes de que
pudiera decir ni pío.
-- Jug -- dije un día --, sal de una vez y ordeǹa las vacas. Luego, engancha el
caballo al arado. Además, hay un montón de paja por meter y...
-- Vete a la porrá, papá -- respondió --. Si en esta granja hay trabajo por
hacer, nos lo prepartiremos entre los dos. No pienso romperme el culo ahí
fuera durante todo el santo día, para que tú te quedes aquí, metiéndosela a
la criada.
Bueno, acabamos por repartirnos el trabajo, tal como él había dicho. También
hicimos la parte que le tocaba a la chica. No nos parecía justo que trabajara
cuando se ocupaba tan bien de nosotros en otros aspectos. Claro que como ya no
hacía nada, dejamos de pagarle. Pero a ella no le importó. Tenía casa y
comida. Y cocinaba para nosotros, claro; aunque era peor cocinera que Jug, que
ya es decir. Pero nosotros sabíamos distinguir cuándo estábamos bien; o sea, que
nos comíamos lo que preparaba.
-- He oído por ahí unos comentarios muy peculiares, Taggot. Parece ser que ha
contratado usted a una muchacha extranjera para trabajar en la granja.
-- La chica es menor de edad. Tendría que estar en el orfanato del condado. Allí
la pondrían a trabajar y le enseñarían los principios morales.
-- Ya lo sé. Pero, ¿cómo voy a explicárselo? Apenas habla inglés; además, es más
bruta que un arado.
-- Buena idea.
-- Muy bien, hermano. Estoy de acuerdo. Si fuera tan amable de conducirme hasta
ella, aclararé las cosas.
Y el reverendo subió.
-- Amén.
-- ¡Aleluya!
-- Según las leyes de los hombres, la chica debe ir al orfanato. Pero ¿puede una
institución tan fría como ésa ofrecerle Amor? ¿Puede darle el sencillo calor
humano que recibe en esta casa?
-- En efecto, hermano. Por eso he decidido que la niña debe quedarse aquí, bajo
su tutela.
-- Es verad que usted puede cubrir casi todas las necesidades materiales de esa
niña. Le da una casa. Un techo para guarecerse de la lluvia. Comida con que
alimentar su cuerpo. Y ese Amor tan importante al que acabo de referirme. La
única cosa que no puede usted proporcionarle, hermano Taggot, es consejo
espiritual. De manera que la cuestión es ésta: permitiré que la chica se
quede con usted, "siemre y cuando" yo pueda venir a verla a solas, para darle
orientación espiritual. Digamos... una vez a la semana; ¿qué le parece?
-- Señor Taggot...
Tenía una voz muy parecida a la de Dewey Elgin, el bajo del coro de la iglesia.
-- Señora.
-- Sí, señora.
-- Quiero verla.
La señora Simms miró a la chica de la cabeza a los pies. Puedo jurar que
aquellos fue como si una víbora estuviera observando a un pajarillo.
La verdad, tenía razón. Estaba demacrado; casi en los huesos. Y a Jug le ocurría
lo mismo. Como los cerdos, que se habían quedado tan flacos que nosotros dos
estábamos siempre demasiado cansados para darles de comer.
Entonces, la señora Simms me dijo algo raro en verdad. Todo mezclado con unas
palabras que sonaban extranjeras, no como las de la criada que habíamos
contratado, más bien sonaban a franchute, como el que hablaba mi viejo tío
Maynard al volver de la guerra mundial, "mamuasel de Armentiers, parlivú" y
cosas así. Lo que la señora Simms dijo sonó más o menos así:
-- "La Bel dom son mer sí." -- Luego lo repitió otra vez --: "La Bel dom son mer
sí" te ha esclavizado. Dios se apiade de ti.
-- Amén -- añadí.
Juro que respiré mucho mejor cuando oí que su cacharro se ponía en marcha y
bajaba traqueteando por el camino.
-- ¿Qué?
Ella asintió.
-- Jesús, María y José -- repuse; despues le pregunté --: ¿De quién es?
No entendió mi pregunta.
-- ¡Qué bien! Porque tengo un hambre que me comería un oso con garras y todo.
-- Muchacho, métete esto en la cabeza: alguien tendrá que casarse con ella.
-- Yo tampoco. Ya tuve bastante con casarme con tu madre cuando quedó preñada de
ti. No me van a cazar por segunda vez.
-- Viernes.
-- ¡Yo!
-- Quiero decir que deberá casarla con uno de nosotros dos, y por la iglesia,
tal como está mandado.
Nos quedamos en la cocina durante un rato, sin decir palabra. Después, saqué una
jarra con licor de maíz. Le serví un vaso al reverendo (que estab a pálido como
un muerto) y escancié otro para mi.
-- Tal como están las cosas, ¿por qué no lanzamos una moneda al aire? preguntó
-- el predicador.
-- No.
-- ¿Y dados?
-- Tampoco.
-- Me alegra saber que su casa no guarda esos instrumentos del demonio, hermano
Taggot, pero ¿cómo cuernos vamos a decidir entonces?
Le contestó Jug:
-- Con esos juegos que montan en las ferias. Carreras de sacos. O atrapar al
cerdito untado de grasa.
-- Estoy demasiado viejo para una carrera de sacos -- protesté --. Me ganarías.
-- Pero no estás demasiado viejo para atrapar a un cerdo engrasado, papá. El año
pasado lograste agarrar uno. Yo te vi.
-- El chico tiene razón, convine --. Los dos tenemos práctica en eso de atrapar
cerdos engrasados.
-- Supongo.