Sie sind auf Seite 1von 3

¿CÓMO ACTUÓ LA IGLESIA ANTE EL NAZISMO?

Haz lo que sea justo.


Lo demás vendrá por sí solo.
Goethe

La Santa Sede y el Holocausto nazi


De vez en cuando se repite la acusación de que la Iglesia católica mantuvo una actitud
un tanto confusa ante el exterminio de millones de judíos durante la Segunda Guerra
Mundial.
Estas críticas no comenzaron hasta 1963, cuando se estrenó una obra teatral del
dramaturgo alemán Rolf Hochhuth, y desde entonces han venido repitiéndose con una
notable falta de documentación histórica.
La realidad, en cambio, es que las más contundentes y tempranas condenas del nazismo
en aquellos años provinieron precisamente de la jerarquía católica. Y si no fueron más
contundentes aún fue por los difíciles equilibrios que hubieron de hacer para denunciar
los abusos de Hitler sin poner en peligro la vida de millones de personas. Nunca dejaron
de combatir y condenar los atropellos nazis. Pero tenían las manos atadas: pronto
comprobaron que cuando arreciaban sus denuncias, las represalias nazis eran mucho
mayores.

Un breve repaso histórico


Adolf Hitler fue nombrado Canciller alemán el 28 de enero de 1933. Su partido, el
nacionalsocialista, estaba en minoría, pero Hitler tardó solo tres días en convocar
nuevas elecciones. Con una mayoría absoluta por escaso margen, los nazis aprobaron
una ley de plenos poderes. Un año después, el 2 de agosto de 1934, fallecía el presidente
alemán, mariscal Hindenburg. Tan solo una hora después, se anunció que se unificaban
los puestos de presidente y canciller en la persona de Hitler. Se convocó un plebiscito
para ratificar la medida, y gracias a la poderosa maquinaria de propaganda nazi en
manos de Goebbels, el 19 de ese mismo mes el pueblo alemán votó afirmativamente por
abrumadora mayoría y Adolf Hitler se convirtió en amo absoluto de Alemania.
Desde 1930, tanto Pío XII como la jerarquía católica alemana mostraron su
preocupación por las consecuencias del pensamiento nazi. Los obispos redactaron cartas
pastorales con ocasión de las elecciones, recordando los criterios morales sobre el voto
y las ideas que resultaban inaceptables para un católico. No puede decirse que los
católicos recibieran con indiferencia esas declaraciones, pues el gran ascenso
nacionalsocialista se registró sobre todo en las zonas de mayoría protestante.
Poco después del triunfo nazi de 1933, los obispos alemanes publicaron otra carta
colectiva del episcopado que hablaba con enorme claridad sobre cómo los principios
nazis de la sangre y de la raza conducían a injusticias gravemente contrapuestas a la
conciencia cristiana. También enviaron un mensaje al gobierno, manifestando la repulsa
unánime del episcopado católico ante esos atropellos.
Ante esto, Hitler pensó que sería más práctico intentar abrir una brecha entre los obispos
alemanes y la Santa Sede. Esta fue una de las razones por las que vio con buenos ojos la
posibilidad de firmar con la Santa Sede un concordato.
En la Santa Sede acogieron bien la idea del concordato, pues pensaban que era mejor
intentar entenderse con los regímenes hostiles a la Iglesia, como se había demostrado,
por ejemplo, con ocasión de la reciente república española. La Iglesia no se hacía
muchas ilusiones con ello, pero consideraba que al menos serviría de referencia para
denunciar previsibles abusos que cometieran las autoridades alemanas, y quizá así
mitigarlas. Es difícil calibrar hasta qué punto sirvió para lograr ese objetivo, pero no
parece que fuera muy desacertado aquel concordato de 1933 si se tiene en cuenta que
sigue hoy todavía vigente.
El gobierno nazi incumplió el concordato desde el primer momento y hostigó a la
Iglesia de diversos modos. Organizó, por ejemplo, una campaña de desprestigio con
varios procesos amañados contra personalidades eclesiásticas.
En enero de 1937 se desplazaron a Roma, con la máxima discreción, los principales
representantes del episcopado alemán (los cardenales Bertram, Faulhaber y Schulte, y
los obispos Preysing y von Galen), para solicitar una nueva intervención pontificia que
condenara formalmente el nazismo. De ahí nacería la encíclica “Mit brennender sorge“
(Con ardiente preocupación), que hubo de ser introducida en el país de modo
clandestino y fue leídael domingo 21 de marzo de 1937 en los 11.000 templos católicos
alemanes. Fue un aldabonazo enorme. La denuncia de la ideología y la conducta nazis
era clarísima: racismo, divinización del sistema, etc. No faltaban referencias a lo que
hoy se denominaría “culto a la personalidad”.
Nunca el régimen nazi recibió en Alemania una contestación semejante a la que se
produjo con la ”Mit brennender sorge“. Al día siguiente, el órgano oficial nazi,
“Volskischer Beobachter“, publicó una primera réplica a la encíclica que,
sorprendentemente, fue también la última. El ministro alemán de propaganda, Joseph
Goebbels, advirtió enseguida la fuerza que había tenido esa declaración y, con el control
total de prensa y radio que ya tenía por esas fechas, decidió que lo mejor era ignorarla
completamente.
—Pero en Austria me parece que la actitud de la jerarquía católica no fue tan firme...
Cuando Hitler invade Austria en marzo de 1938, aquella anexión –el “anschluss“–, fue
en general bastante bien recibida, por la inestabilidad que sufría Austria y por la imagen
que el régimen alemán había logrado adquirir con la activa propaganda nazi.
En ese ambiente de euforia, Hitler, que era austriaco de nacimiento, llegó a Viena y se
entrevistó con el cardenal Innitzer, del que logró con engaño una desafortunada
declaración del episcopado austriaco en que se le daba la bienvenida y se ensalzaba el
nacionalsocialismo alemán.
Enseguida vio lnnitzer que había cometido un grave error, y añadió una nota aclaratoria.
Como era de suponer, la propaganda nazi aireó la declaración, pero omitiendo toda
referencia a esa nota aclaratoria. Innitzer fue llamado a Roma y a los pocos días publicó
una rectificación mucho más contundente. Solo después fue recibido por Pío XI, pues
hasta entonces no había querido hacerlo. La respuesta nazi fue ignorar la rectificación,
suprimir las organizaciones juveniles católicas, la enseñanza de la religión y hasta la
Facultad de Teología de lnnsbruck. El palacio arzobispal de lnnitzer fue asaltado y
arrasado por las juventudes hitlerianas.

La acción más prudente y eficaz


—¿Y no debían haber formulado condenas aún más públicas y explícitas de lo que
fueron?
Con el estallido de la guerra, el régimen nazi se radicalizó. Las grandes deportaciones y
el exterminio programado de los judíos comenzó en la segunda mitad de 1942. Están
apareciendo ahora numerosos documentos que prueban que los gobiernos aliados
estaban bastante bien informados de esas atrocidades, y que la Santa Sede hizo tenaces
y continuos esfuerzos para oponerse a todos esos terribles atropellos. El aparente
silencio de la Santa Sede durante una etapa de la guerra escondía una acción cauta y
eficaz para evitar en lo posible esos crímenes.
Las razones de tal discreción están explicadas claramente por el propio Papa en diversos
discursos, cartas al episcopado alemán y deliberaciones de la Secretaría de Estado. Las
declaraciones públicas solo habrían agravado la suerte de las víctimas y habrían
multiplicado su número. No puede perderse de vista que las declaraciones podían ser
contraproducentes y hacer que los nazis radicalizaran más aún sus posturas, como
pronto se comprobó. Por ejemplo, cuando la jerarquía católica de Ámsterdam se quejó
públicamente en 1942 del trato que se daba a los judíos, los nazis multiplicaron las
redadas y las deportaciones, de modo que al final de la guerra habían sido exterminados
el 90 % de los judíos de la capital holandesa.
Por ese motivo se prefirió la protesta por vía diplomática, que fue muy intensa. Los
esfuerzos se encaminaron a procurar salvar vidas e influir ante los países satélites de
Hitler para que impidieran a las SS alemanas actuar impunemente en su territorio. Se
consideraba lo mas práctico, y una visión retrospectiva parece confirmarlo, pues así se
salvaron cientos de miles de vidas.
En Italia, y en menor medida en Francia, muchos judíos se salvaron gracias a la
protección de eclesiásticos católicos, y en Roma, Pío XII participó personalmente en esa
labor. También en Rumania los estragos habrían sido mucho mayores sin las gestiones
que realizó, entre otros, Mons. Roncalli, futuro Juan XXIII y entonces delegado
apostólico en Turquía. En otros países la Iglesia no pudo conseguir demasiado, pero lo
intentó con todos los medios a su alcance. De hecho, cuando terminó la guerra, entre los
pocos a quienes las organizaciones judías podían manifestar su agradecimiento figuraba
la Santa Sede y unas cuantas personalidades e instituciones de la Iglesia católica,
empezando por el propio Papa Pío XII.
Fueron muchos los cristianos que arriesgaron su vida para salvar personas de raza judía.
El hecho de que algunos no lo hicieran pudo ser una muestra de poco espíritu cristiano,
pero también es verdad que no es fácil hacer un juicio moral retrospectivo sobre lo que
los demás debían haber hecho bajo las condiciones extremas de un Estado totalitario
como el nazi.
Las actuaciones diplomáticas del Papa o la jerarquía católica pudieron ser más o menos
afortunadas en aquella coyuntura política concreta. La Iglesia, al acercarse a este o a
otros momentos de su historia, no tiene inconveniente en reconocer ante el mundo los
errores que hayan podido cometer algunos de sus miembros, pero junto a la petición de
perdón hay que poner empeño por conocer lo que realmente sucedió.
Nunca estará de más reflexionar sobre cómo pudo producirse aquella barbarie nazi, y
observar que no fue la crueldad aislada de un grupo de desaprensivos, sino la
proyección política de toda una serie de ideas que venían gestándose en la mente
europea (no solo alemana) desde más de un siglo antes. Eran teorías materialistas,
biologistas, romántico-hegelianas y nihilistas, que configuraron un estilo y un núcleo
neopaganos cuyas manifestaciones más salvajes fueron las ideologías nazi y comunista.

Das könnte Ihnen auch gefallen