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CARACTERÍSTICAS Y ALCANCES DE LA HUMANIDAD DE JESUCRISTO

Jesús es tan divino -se piensa- que no ha podido ser muy humano. Sucede también lo
contrario. No falta quien afirma que es tan humano que no ha podido ser divino. Ambos
modos de concebir a Jesucristo son comprensibles toda vez que la Encarnación del Hijo de
Dios es un auténtico misterio que pone en jaque nuestros esquemas mentales. Creer en
Jesucristo es en sentido estricto una cuestión de fe.

Es arduo para el pensamiento hacerse a la idea de reunir en una sola persona dos
magnitudes que parecen competir entre sí: si Jesús ha sido Dios no ha podido morir; si ha
sido hombre no puede estar vivo. Sin embargo, humanidad y divinidad no compiten en
Jesucristo sino que su divinidad perfecciona su humanidad y ésta, más que cualquier otra
realidad creada o mensaje celestial, revela cómo es verdaderamente Dios y cómo se llega
ser hombre en plenitud. Jesús es la máxima autocomunicación de Dios y la mayor
expresión de la humanidad. Nunca más que en él el hombre fue más hombre porque nunca
más que en él Dios se dio tan por entero.

Desde el Nuevo Testamento en adelante, pasando por lo mejor de su Tradición, la


Iglesia ha sostenido que Jesucristo ha sido igual a nosotros en todo, a excepción del pecado
(Hb 4,15). No es necesario hacer de Jesús un “pecador” como nosotros para que sea más
humano, porque el pecado no constituye un ingrediente que perfeccione nuestra condición,
sino que la degrada. Jesús sí compite contra el pecado, no contra la humanidad.
Encarnándose, el Hijo de Dios compite con el pecado para salvar la humanidad del
sufrimiento y de la muerte. En consecuencia, mientras nuestra idea de Dios más se parezca
al hombre Jesús más cerca estaremos de conocerlo a El y la bondad de una creación
permanentemente puesta en duda por aquellos que quieren hacernos creer que el mal es un
contenido “natural”.

El reconocimiento de la humanidad de Jesucristo es más precisamente una cuestión


de fe en la liberación del ser humano de la maldad y de la injusticia. Si la perfección de su
humanidad estriba en poseer una psicología como la nuestra, más perfecta es cuando Jesús
en obediencia a su Padre inaugura entre nosotros el reinado de la misericordia liberadora de
Dios.

I. La Psicología de Jesús

Sea para nosotros Jesús un hombre divino, sea un Dios humano, no será fácil
explicar cómo se articulan en la unidad psicológica de su persona trinitaria estos dos
aspectos suyos, su humanidad y su divinidad. La psicología humana de Jesús es una
prolongación de la psicología divina que el Hijo comparte con su Padre por toda la
eternidad. La psicología humana de Jesús no subsiste autónomamente, ni es previa a la
Encarnación, aun cuando Jesús de Nazaret sólo humanamente sepa que su identidad
profunda es divina y no creada. La integración de la psicología humana de Jesús a su
psicología divina, que históricamente se cumple en la relación de amor entre Jesús y su
2

Abbá, expresa la unidad de conciencia y voluntad eternas entre el Hijo y el Padre. El tema
ha sido debatido a lo largo de toda la historia de la Iglesia y continuará siéndolo1.

Desde antiguo, la tradición antioquena que ha sostenido que Jesús es un hombre


divino tiene dificultades para otorgarle un conocimiento y libertad divinos que predominen
sobre su humanidad por el puro desequilibrio de las fuerzas y, por supuesto, todo otro tipo
de facultades “extra-humanas”. Esta postura preserva un criterio teológico fundamental, a
saber, que lo que en Cristo no ha sido asumido tampoco será salvado; si Jesús carece en
algún aspecto de humanidad, como ser algún instinto humano o alma racional, si alguno de
estos aspectos es anulado en su autonomía creada por la predominancia de su divinidad, ese
aspecto quedará sin redención. En los tiempos modernos la escuela antioquena no concibe a
un Cristo a-histórico, un Jesús que hubiese podido sortear la fatiga de hacerse hombre,
prescindiendo de las limitaciones del tiempo y del espacio, saltándose las características
culturales de un judío de su época.

El enfoque de Jesús como el hombre divino se desvía de la fe, sin embargo, cuando
postula que el Hijo de Dios y Jesús de Nazaret no son una sola persona, sino que el hombre
Jesús, sin ser él propiamente Dios, se adecúa a las exigencias de Dios por el puro ejercicio
de su libertad. Este es el “nestorianismo”. El “nestorianismo” es grotesco cuando a
Jesucristo se le adjudican pecados para hacerlo más semejante a nosotros.

Para quienes Jesús es un Dios humano la dificultad es la contraria: la tradición


alejandrina no tolerará que se predique a un Jesucristo en el que no se haga patente su
carácter divino, en el que su condición histórica se afirme en perjuicio de su conocimiento y
libertad trascendentes. La ventaja de esta manera de ver las cosas estriba en asegurar el
segundo gran criterio teológico: que si Jesús no es verdaderamente Dios de nada sirve que
asuma nuestra humanidad, porque en definitiva sólo Dios puede con la salvación del
hombre.

La desviación de esta postura ha sido recurrente en la historia de la Iglesia y abunda


en nuestros días. Consiste en privilegiar en Jesús su “psicología divina” a costa de su
psicología humana, como si se tratara de dos “partes” homogéneas que se suman y, en
consecuencia, son restables. El “monifisismo”, herejía contraria al "nestorianismo", subraya
a tal grado el predominio de la naturaleza divina de Cristo sobre su naturaleza humana que
tiende a negar en él una voluntad y una actividad propiamente humanas y, evidentemente,
cualquier indicio de ignorancia y error. En este caso el hombre Jesús es una especie de
"superman" o una pura marioneta en las manos de Dios.

1. Autoconciencia y conocimiento humanos de Jesús

Los Evangelios nos cuentan que Jesús fue admirable por su sabiduría y autoridad.
Que tuvo un profundo conocimiento del ser humano. Que declaró proféticamente los signos
de los tiempos y avisoró incluso la caída del Templo. Que ocupando el lugar de Moisés,
corrigió la antigua Ley. Nos dicen que utilizó la expresión “yo”, “yo les digo...”, como sólo

1
Jacques Dupuis, Introducción a la Cristología, Verbo Divino, Pamplona, 1994, pp.181-197
3

Dios lo había hecho. En fin, que nadie como él en toda la Sagrada Escritura tuvo una
intimidad mayor con Dios, nadie lo llamó Abbá como él lo hizo (Mt 11,27; Mc 14,36).

Pero, ¿cómo pudo saber un hombre que nace en una pesebrera, sin hablar, llorando
de miedo y de frío, que él es Dios? ¿Mentía? ¿Lloraba para parecer hombre o porque
efectivamente era falible e ignoraba su futuro? ¿Llegó a saber siquiera que la tierra era
redonda y que gira alrededor del sol o compartió lo errores de la cosmología de su época?
Bernard Sesboüé, destacado cristólogo contemporáneo, se interroga: “¿cómo Jesús, en el
curso de su vida humana pre-pascual, ha tomado y ha tenido conciencia de ser el Hijo de
Dios?”2.

Estas y muchas otras preguntas serían impertinentes si el Hijo de Dios no hubiese


compartido en serio, y no en apariencia, nuestra humanidad. Como hemos recién insinuado,
se puede errar en las respuestas por un lado o por otro. Se equivocó Santo Tomás, se
equivoca cualquiera. Santo Tomás concedió a Jesús de Nazaret la llamada “visión
beatífica”, el conocimiento y la fruición de Dios propios de los bienaventurados en la
gloria, en virtud de la unidad en Jesucristo de su persona divina con la naturaleza humana.
La atribución de “visión beatífica” a Jesús de Nazaret constituye, sin embargo, una falta de
consideración del misterio de la Encarnación y de la “kénosis” del Hijo de Dios (la
existencia en la humildad de la carne, haciendo suyas las limitaciones propias de la
creación).

Karl Rahner en orden a conciliar los datos fundamentales de la dogmática con la


imagen de Jesús proveniente de la exégesis moderna, procurando compatibilizar la noción
metafísica tradicional con una noción psicológica verosímil de Cristo, ha sustituido el
concepto de "visión beatífica" (predominante desde la Edad Media hasta este siglo) por el
de "visión inmediata" de Dios3. Dada la unidad y actualidad en Jesucristo de su conciencia
y de su ser, éste no ha podido no conocer su identidad divina. Jesús ha intuido de un modo
inmediato su condición de Hijo respecto de su Padre Dios, como el contenido más propio
de la unión hypostática. Sin embargo, esto que Jesús ha sabido subjetivamente desde
siempre ha debido llegar a saberlo objetivamente por una experiencia histórica, mediatizada
por un lenguaje que ha debido adquirir y una interacción humana insustituible. Rahner
distingue en Jesús y en todo hombre dos aspectos en su modo de conocer, uno trascendental
(subjetivo) y otro categorial (objetivo), siendo el primero condición absoluta del segundo.
De un modo trascendente, intuitivo, atemático Jesús ha sabido que él es el Hijo, del mismo
como que nosotros podemos sabernos libres, espirituales e imaginamos que Dios es el
sentido último de nuestra vida; un niño en la cuna aún no tiene palabras para expresar lo
2
Bernard Sesboüé Pédagogie du Christ. Eléments de christologie fondamentale, Cerf, Paris, 1996, p. 163.
3
"Considérations dogmatique sur la psychologie du Christ", Exégèse et dogmatique, Paris, DDB, 1996, p. 196-
198. En el siglo presente el magisterio pontificio aún ha hecho uso de la expresión "visión beatífica" aplicándola
al Jesús terreno. Así lo hizo Pío XII en Mystici Corporis (DS 3645-3647). Jacques Dupuis sostiene que en este
caso, aunque se mantiene el término, hay que entender su contenido de acuerdo al concepto de "visión inmediata"
(o.c., p. 201). B. Sesboüé afirma que en tal ocasión no hubo ninguna intención de zanjar la cuestión disputada.
Sesboüé recuerda, además, que los otros dos documentos importantes que se refieren específicamente al asunto de
la conciencia de Jesús -"Biblia y cristología", de la Comisión Bíblica Pontificia" del año 1984, y "La conciencia
que Jesús tenía de él mismo y de su misión" de la CTI de 1985-, no vuelven a mencionar la "visión beatífica" del
Jesús pre-pascual, en cambio sí hablan de un progreso de la conciencia que Jesús tuvo de sí, a partir de su relación
filial con su Padre (o.c., p. 152).
4

que le pasa pero porque existe en él una polaridad subjetiva original tratará de hacerse
entender gritando, riendo, señalando las cosas con las manos. El conocimiento
trascendental, que en Jesús es una "disposición ontológica fundamental" de intimidad con
Dios, llega a ser un contenido reflejo en la conciencia en la medida que el ser humano
adquiere las categorías para expresarlo. Jesús actualizó, explicitó, tematizó aquello que
desde su concepción constituyó el polo original de su conciencia, gracias al lenguaje
aprendido de María y José, a su actividad cotidiana y su oración. En otras palabras, Jesús
llegó a saber mediante un aprendizaje histórico, por una evolución intelectual e incluso
espiritual, lo que había intuido desde siempre: que su identidad era divina y no meramente
humana.

Además del anterior, los cristólogos contemporáneos admiten en Cristo un


"conocimiento infuso", pero no el de la escolástica, aquella enorme cantidad de
conocimientos de naturaleza universal infundidos en su alma. Conocimiento infuso
parecido sí al de los profetas, no al de los ángeles, que en el caso de Jesús se articula de un
modo habitual desde la "disposición ontológica fundamental" que presiona por objetivarse
mediante la experiencia histórica. Ante todo, se trataría de la base a priori que ha permitido
a Jesús en las circunstancias concretas de su vida comprender las Escrituras, el plan divino
de salvación, el sentido salvífico de su muerte en cruz, en una palabra, su propia misión
redentora y reveladora4.

Por último, como acabo de indicar, ha de reconocerse en Cristo una "ciencia


adquirida". Por ésta, cualquier ser humano se apropia experiencialmente del mundo. Su
reverso es, por cierto, la ignorancia, la prueba y el error. Por muy sabio que haya sido el
niño Jesús delante de los doctores en el Templo, el mismo Lucas cuenta que "Jesús
progresaba en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y ante los hombres" (2,52). La
Epístola a los Hebreos señala: "El mismo Cristo, que en los días de su vida mortal presentó
oraciones y súplicas con grandes gritos y lágrimas a aquel que podía salvarlo de la muerte,
fue escuchado en atención a su actitud reverente; y aunque era Hijo, aprendió sufriendo lo
que cuesta obedecer. Alcanzada así la perfección, se hizo causa de salvación eterna para
todos los que le obedecen" (5,7-9).

Hans Urs von Balthasar destaca no sólo la posibilidad de una ignorancia de Jesús
sobre su futuro, sino también su necesidad y dignidad. En una obra titulada La Foi du
Christ dice:

“Jesús es un hombre auténtico; la nobleza inalienable del hombre es poder, aún


deber proyectar libremente el designio de su existencia en un futuro que ignora. Si
este hombre es un creyente, el porvenir al que él se arroja y en el que se proyecta, es
Dios en su libertad e inmensidad. Privar a Jesús de esta posibilidad y hacerle
avanzar hacia un objetivo conocido por adelantado y distante solamente en el
tiempo, equivaldría a despojarlo de su dignidad de hombre. Es preciso que la
palabra de Marcos sea auténtica: ‘Nadie conoce esta hora (...) tampoco el Hijo’(Mc
13,32).- Si Jesús es un hombre auténtico, es necesario que su obra se cumpla en la
finitud de una vida de hombre, aún si el contenido de esta obra y sus efectos

4
Dupuis, o.c., p. 206.
5

posteriores desborden ampliamente los límites impuestos a esta finitud. Un hombre


no puede decir: me quitaré de encima esta parte de mi misión antes de morir, y,
puesto que sé que debo resucitar, puedo dejar el resto en suspenso, para acabarlo
más tarde. El que así hablare sería quizás un espíritu celeste de turismo en la tierra,
ciertamente no un hombre, cargado del peso de la finitud humana y de su
dignidad”5.

Jesús ha podido ignorar muchas cosas y compartir los errores culturales propios de
sus contemporáneos. ¿Cómo pudo Jesús ser mejor pescador que Pedro, siendo él un
carpintero? Tal vez por fortuna, pero sería raro que por habilidad. Tampoco es sostenible
afirmar que Jesús simulaba no saber que la tierra gira alrededor del sol. Desde el momento
que él mismo dice: “mas de aquel día y hora (del juicio), nadie sabe nada, ni los ángeles en
el cielo, ni el Hijo, sino sólo el Padre” (Mc 13, 32), hemos de imaginar que comparte con
nosotros una ignorancia bastante significativa. El concilio de Letrán del año 649, sin
embargo, prohíbe contra los agnoetas la afirmación de una ignorancia "privativa" en Cristo,
es decir, una que le hubiera impedido cumplir su misión de revelador del Padre y de su
designio de salvación6

2. La voluntad y libertad humanas de Jesús

¿Pudo Jesús decir a su Padre “este cáliz yo no lo bebo” (cf., Lc 22,42)? ¿Pudo
desobedecerle? Si se dice que tuvo auténtica voluntad humana, autonomía plena, ¿pudo
pecar? Y si no podía pecar, ¿qué clase de libertad tuvo?

El concilio de Constantinopla III (680/681) definió que Jesucristo no sólo es


perfectamente hombre y perfectamente Dios, como lo había hecho el gran concilio
cristológico que fue Calcedonia (451), sino que su naturaleza humana que es íntegra, su
capacidad de decidir y su actividad, se adecúan armónicamente a las exigencias de la
divinidad. Constantinopla III estableció que en Jesucristo hay dos actividades y dos
voluntades, humanas y divinas respectivamente, contra el parecer del Patriarca Sergio y del
Papa Honorio. Estos, por cerrar toda posibilidad de pecado en Cristo, exigían se
reconociese nada más una actividad (Sergio) y una voluntad (Honorio), impidiendo
(posiblemente sin intención) que nuestra salvación fuese querida y actuada por el mismo
hombre. La Iglesia aseguró así que, siendo Dios el Salvador del hombre, no salva al hombre
sin el hombre, sino con el hombre, con su colaboración libre y su lucha.

El concilio, sin embargo, ni habló de la libertad de Jesucristo en cuanto tal ni aclaró


cómo se adecuaba ésta “armonicamente” a la voluntad de su Padre. Se limitó a afirmar los
datos fundamentales de la revelación: la integridad de la humanidad de Jesús y su carencia
de pecado. También otros concilios insistirán en que Jesús no pecó ni tuvo pecado original
(Toledo el año 6757 y Florencia el 14428). Se dirá, además, que no participó de nuestra

5
H. Urs von Balthasar, La Foi du Christ, Cinq approches christologiques, Paris, Aubier, 1968, p. 181-182. (La
traducción es nuestra).
6
Cf., Sesboüé, p. 146.
7
DS 539.
8
DS 1347.
6

concupiscencia (Constantinopla II el 5539), aquella consecuencia del pecado, que no siendo


pecado, persiste incluso en los bautizados inclinándolos a pecar (Trento el 154610).

Esto no obstante, Jesús conoció la tentación. El dato está claramente acreditado en


la Escritura. La Epístola a los Hebreos señala que fue “probado en todo igual que nosotros”
(Hb 4,15; cf. Hb 12,1-2; Lc 4,1,-13). Adoptamos la definición de tentación que da Georg
Langemeyer: “Es el impulso o atracción hacia el mal bajo pretexto de un bien. En la
tentación se le aparece al hombre un valor criatural concreto como más importante que la
orientación hacia la voluntad divina de toda su realidad criatural y personal”11. Ciertamente
Jesús no fue tentado como son tentados los demás seres humanos, ya que Jesús careció de
concupiscencia. Pero experimentó la confusión y el sufrimiento de quien tiene que elegir
entre un bien natural y la voluntad de Dios que lo invita a renunciar a él, en razón de un
bien trascendente. Jesús fue tentado, pero luchó contra la tentación con fe y oración, y la
venció. Las tentaciones del desierto tienen la misma naturaleza que la tentación con que
Pedro obstaculizó el camino de Jesús a la cruz (Mc 8,31-33): son tentaciones mesiánicas
(Mt 4,1-11 par). Cabe notar que aunque consistan en una construcción literaria, ellas aluden
a la experiencia espiritual de Jesús y enseñan a la Iglesia una verdad teológica profunda 12.
De acuerdo a la versión de Mateo, la primera tentación altera el significado de la filiación
divina de Jesús, toda vez que el Tentador invoca esta filiación para que Jesús utilice a Dios
en su favor, consiguiéndole el pan por medios extra humanos. En la segunda tentación
Jesús resiste la posibilidad de cumplir su misión con una espectacularidad que le habría
ahorrado el peligro y la incerteza, en una palabra, el riesgo de la fe. La tercera tentación, la
de la adoración de Satanás, provoca a Jesús con el atractivo recurso de hacer prevalecer su
proyecto por la eficacia de la fuerza, como si fuera posible salvar al mundo contra su
voluntad, imponiéndole los mejores propósitos. Si seguimos la Escritura, cabe mencionar
todavía una última tentación de Cristo, la de Getsemaní. Ella consistió en la rebelión natural
de la carne ante la inminencia de la muerte violenta: ésta no constituye ningún pecado,
porque es inherente a toda creatura sentir miedo y querer huir del sufrimiento y de la
muerte. Ella, sin embargo, apartaba a Jesús del deseo de su Padre de mostrar su amor a los
hombres hasta las últimas consecuencias. Jesús resistió la tentación. Su respuesta es
conocida: “Padre... no se haga mi voluntad, sino la tuya” (Lc 22,42).

¿Cómo explicar la libertad de Jesús frente a su Padre? Conviene distinguir dos


aspectos de la libertad: la libertad como libre arbitrio y como autodeterminación en razón
del bien. Gracias al libre arbitrio escogemos entre diversas posibilidades mejores y peores.
Hoy no puede haber mejor imagen de esta libertad que las posibilidades de elección que
ofrece un supermercado. Pero existe una libertad más profunda y que es la que determina
en última instancia la felicidad de las personas: la libertad de todas aquellas cosas que nos
esclavizan (dinero, status, trabas psicológicas, culpa, etc.) para escoger y amar bienes
verdaderos (los hijos, la esposa, el bien común, etc.). En tanto el libre arbitrio no se
verifique como elección de bienes auténticos, nuestra sociedad vaga errática de la mano de
la propaganda y del mercado. El sentido de la vida, en su versión liberal, es consumir, sacar

9
DS 434.
10
DS 1515.
11
Wolfgang Beinert, Diccionario de teología dogmática, Herder Barcelona, 1990, p. 670-671.
12
Cf. González-Faus, José Ignacio La humanidad nueva. Ensayo de Cristología, Santander, 1984, pp. 169-178.
7

partido del prójimo y si es el caso aprovecharse de él. El sentido de la vida en su nivel más
auténtico es “consumirse” y “ser consumido” por amor a los demás.

Jesús ha gozado de libertad plena, de ambas libertades. Pero en su caso es tanto lo


que Jesús ama la voluntad de su Padre, consistente en el predominio de su inmensa bondad,
que no ha podido elegir otra cosa que dar su vida por amor. El amor es el sentido más
profundo de su vida y también de la nuestra. ¿Acaso podremos convencer a un enamorado
emperdernido que su querida no le conviene, que mejor piense en otra? Imposible. A mayor
amor menor posibilidad de escoger otras posibilidades. Es ésta una gran paradoja, porque
nadie es más libre que el que se hace esclavo por amor. Jesús, en tanto acata la voluntad de
su Padre es el “siervo”; y en la medida que lo ha hecho libremente ha llegado a ser el
“Señor”. En teoría, por compartir nuestra libertad Jesús ha podido ceder a la tentación de
abandonar su misión; en la práctica, por su amor extraordinario a Dios y a nosotros, no lo
ha podido jamás.

Jesús fue libre, pero sobre todo llegó a serlo. Esta es la verdad oculta de su
sufrimiento, pasión incomprensible a la mirada superficial, a la del liberalismo y a la de los
que a menudo administramos su gloria olvidando nuestra propia falibilidad. Jesús no se
acopló mecánica, sino trabajosamente a la voluntad de su Padre. La perfección de su
humanidad estriba en su obediencia dolorosa (Hb 5,7-9). Su compasión de la gente
agobiada por la enfermedad, la miseria y la exclusión, su independencia familiar y social,
su celibato meritorio, participar de nuestro pecado sufriéndolo y no causándolo, su grito en
la cruz al cabo de su fidelidad extrema, revela la condición divina de Jesús y las
características distintivas de Dios.

Hasta aquí hemos estirado al máximo la prueba de la perfección de la humanidad de


Jesús en la perspectiva de la Encarnación, desembocando en el Misterio Pacual cuya fe
constituye, sin embargo, el punto de partida genético de la fe en la humanización del Hijo
de Dios.

II. La Misericordia de Jesús

Hemos argumentado como si fuese necesario probar que Jesús fue hombre. Si esta
óptica es comprensible entre los fieles creyentes absortos en la sublimidad del Señor, ella
suele ser incomprendida por la mentalidad contemporánea que se pregunta más bien cómo
ha podido Jesús ser Dios. En adelante destacamos cómo la perfección de la humanidad de
Jesús no consiste principalmente en haber compartido en todo nuestra naturaleza humana,
sino en haberla puesto en juego hasta la muerte, revelando de este modo cuál es su sentido
e, indirectamente, cómo es el Dios que promueve su realización definitiva. La maduración
de la fe cristológica en el Nuevo Testamento ha ocurrido de acuerdo a este movimiento: de
la fe en la divinización del hombre Jesús se llegó a concluir la humanización del Hijo de
Dios. Al reentroncar con esta experiencia fundamental de la comunidad cristiana primitiva
nos acercamos mejor a nuestros contemporáneos para dar razón no sólo de la divinidad del
hombre Jesús, sino sobre todo del significado último del hecho de ser hombre.

En el lenguaje corriente se dice de alguno ser muy “humano” no porque cuente con
los dones fundamentales de la naturaleza humana, conciencia y libertad, sino por su
8

cercanía a las personas, su trato cordial, su tolerancia, su acogida, su capacidad de


comprender y perdonar sin condiciones. “Humano” porque, sin ser cómplice, se involucra
con las penalidades del prójimo y, para ayudarlo a superarlas, comparte su destino. Este
concepto de humanidad se aplica a Jesús por antonomasia ya que su misma identidad se ha
revelado tras su identificación con el hombre hasta el colmo de su miseria. Es más, no
extrañaría que el modo de ser humano de Jesús haya dado origen al concepto mismo. En
otras palabras, si asumiendo una psicología humana con todas sus posibilidades y
limitaciones Jesús es uno más de nosotros, en tanto hizo entrar personalmente en la historia
el amor compasivo de Dios no fue uno más, sino el mejor de todos. La actitud benévola y
liberadora de Jesús hacia los postergados de su tiempo alaba a Dios y revela que El no es
inconmovible, sino justo y bondadoso, ¡que El no es el causante del sufrimiento del
mundo!, y que el hombre alcanza su fin último asemejándose a Aquel que lo ha hecho a su
propia imagen. La misericordia de Jesús revela el sentido último de la misma humanidad.
Es Jesús misericordioso y no el promedio de los hombres lo que determina qué significa
“ser humano”.

Jesús no se predicó a sí mismo. Jesús centró su predicación en el anuncio del


reinado de Dios. Lo que en pocas palabras quiere decir que Jesús puso a Dios como el
centro de todo. Joaquim Gnilka, un destacado experto en el Nuevo Testamento, afirma que
este Reino trata de la cercanía de la bondad inaudita e incomprensible de Dios 13. Jesús vivió
para su Padre y para el reinado de la bondad de su Padre entre nosotros (Mc 1,14-15).

Jesús hizo presente el Reino con su predicación, su actuación y su misma persona,


en tanto su humanidad entró en contacto profundo con la “inhumanidad” de la pobreza y
del pecado. Podrá discutirse entre los exégetas quiénes son los primeros destinatarios del
Reino, si los pobres o los pecadores, pero no cabe discusión sobre el carácter antievangélico
de la miseria y del pecado. Ni éste como causa ni aquélla como consecuencia completan la
humanidad: la degradan.

Jesús predicó el Reino a los pobres (Lc 4,14-19; 6,20; 7,18-22). El nacimiento pobre
de Jesús en Belén no es un dato circunstancial de su vida, sino que constituye todo un
símbolo de una humanidad compartida con los preferidos de Dios (Lc 1, 46-56). Jesús se
identificó con los pobres en una miseria que en todo tiempo es un pecado, jamás una etapa
de la humanización. Los “pobres de espíritu” como Jesús alcanzan la perfección evangélica
más que en no cometer errores, más que en no experimentar la duda y el sufrimiento,
conmoviéndose, confundiéndose con los que nada más participan de los despojos de la
creación y actuando en favor de ellos. La perfección evangélica no margina a los que pesan,
a los inútiles, ama incluso al enemigo, consiste en ser “misericordiosos como Dios es
misericordioso” (Lc 6,36; cf. Mt 5,43-48).

Jesús también ofreció el Reino a los despreciados por pecadores, aquellos que no
estaban en condiciones de cumplir con el moralismo farisaico y a los que violaban la Ley
sin más (Lc 5, 29-32; 15, 1-2). Prueba de la gratuidad del Reino es que se ofrece
precisamente a quienes no tienen ni bienes ni obras que intercambiar por él. Pero Jesús va
todavía más lejos. Sin abolir la Ley, trasgrede la Ley cuando su rigidez atenta contra su

13
Joaquim Gnilka, Jesús de Nazaret. Mensaje e historia, Herder, Barcelona, 1993, p. 121, 134.
9

sentido originario. Así enseñó Jesús a la mujer adúltera y a sus acusadores que la
compasión es más divina que las estipulaciones penales (Jn 8, 1-11). Aún más, siendo que
la Ley mosaica autorizaba el divorcio unilateral del hombre respecto de la mujer, Jesús
corrige la Ley para acabar con esta injusticia (Mt 19, 1-9). Si la Encarnación ha sido
necesaria para que alguien cumpliera la Ley en su integridad, y de este modo glorificara a
Dios como lo merece, la Ley y cualquiera norma son del todo insuficientes. Peor aún, toda
vez que se invoca la objetividad de la Ley con menoscabo del discernimiento y creatividad
personales, se hace vana la Encarnación y la muerte del hombre libre Jesús, vana la efusión
del Espíritu y el Espíritu en su razón de ser. Pues si la Ley por sí misma hubiese podido
crear relaciones libres y amorosas, si la Ley de Israel no se hubiera desvirtuado dando lugar
a un sistema religioso y social inhumano, la experiencia personal de perdón y filiación de
Dios inaugurada en Jesucristo sería superflua.

Nada ilustra mejor la humanidad de Jesús que los amigos que tuvo y los lugares que
frecuentó. Se rodeó del lumpen de su época y se dejó seguir por él y las multitudes
miserables que le pedían o agradecían un milagro. A sus discípulos los escogió de entre
todo tipo de personas, principalmente gente humilde. Tuvo incluso discípulas (Lc 8, 1-3),
hecho insólito en cualquier sabio de la antigüedad. Se le acusó de “comilón y borracho”
porque tomaba y bebía con la gente mal afamada, y se lo despreció por codearse con
publicanos y dejarse acariciar por prostitutas (Lc 7,33-35 y 36-50). En este ambiente
cultural, comer con otro significaba compartir con él la bendición de Dios. Jesús la
compartió con los pecadores y los pobres: con los “malditos”. Estos encuentros y estas
comilonas habrían de ser fundamento de la Eucaristía, sacramento por excelencia de la
reconciliación de Dios con la humanidad caída.

Pero no es que Jesús se haya sumergido en los bajos fondos de la sociedad para
refocilarse en ellos y proclamar su legitimidad. Sucede que el misterio de la Encarnación se
verifica muy por dentro y no por encima de la historia humana, desde fuera, desde arriba y
autoritariamente, como si fuese posible rescatarla sin contaminarse con ella, pretendiendo
liberarla del dolor sin compartir su dolor y sin sufrir. Jesús “manso y humilde de corazón”
(Mt 11,29), como un pobre, inaugura el Reino liberando de unos y otros males, pero sin
suprimir en sus beneficiarios la inexcusable respuesta personal. Si la bendición del Reino
no se impone a los pobres, mas requiere de ellos la aceptación voluntaria, la maldición de
Jesús a los ricos ha de entenderse no como una condena (Lc 6,24-26), sino como el último
llamado al arrepentimiento que Dios les dirige a lo largo de toda la Sagrada Escritura. Esta
parece ser la principal diferencia entre el mesianismo de Cristo y el mesianismo político
que haría predominar la causa justa de la liberación nacional por el antiguo recurso a la
violencia. Esta es también la diferencia con Caifás que recomendaba eliminar a Jesús por el
bien del orden establecido (Jn 11,50).

El mesianismo de Jesús fue diverso de los mesianismos mundanos, distinto del


despotismo de los monarcas antiguos tanto como de las modernizaciones racionalizadoras
actuales. La propuesta de Jesús de la prevalencia de Dios no aparecería en la historia sin sus
destinatarios, a la fuerza, pero tampoco sin hacer suyas las consecuencias de su rechazo y el
misterio del mal puro y simple. Jesús el Cristo representa la realización de la libertad
histórica. En la medida que Jesús pretendió derechamente la erradicación del egoísmo, la
injusticia, la mentira y todo tipo de crueldades, no tuvo más alternativa que perfeccionar el
10

cumplimiento de su misión como el Siervo humilde y sufriente de Isaías que eliminaría el


mal cargando con él. En tanto quiso Cristo subvertir la religiosidad de su época,
rebelándose contra la distorción de la Ley y del Templo, debió atenerse a las consecuencias.
Su muerte violenta no fue una casualidad. Su muerte "era necesaria" (Lc 24,26), es decir,
inevitable porque querida. Que la hayan querido los que lo mataron constituye un hecho
contingente, aun cuando sea expresión de un mysterium iniquitatis irreductible. Esta
muerte era necesaria porque Dios Padre la quiso como expresión de un amor sin
condiciones, extremo por el hombre; porque Jesús quiso y optó por cumplir la voluntad de
su Padre hasta compartir la muerte humana en todo su abandono, hasta penetrar en la
impersonalidad atroz del infierno, desnudo, despojado, con la sola esperanza en que el Dios
de la vida colmaría ese reino de soledad con la calidez de su Espíritu. Desde entonces la
perfección humana auténtica se expresa en la cruz y por la cruz se encamina a la realización
última de la resurrección.

La experiencia que los discípulos del Señor hicieron de este mesianismo del amor
crucificado reveló a ellos que la bondad de Dios está muy por encina de los cálculos y las
instituciones, y que se participa de ella con la misma humildad con que Jesús es Pobre
desde la eternidad y Hombre para siempre.

Jesucristo es el hombre. El Espíritu Santo extiende en la historia lo sucedido con


Jesús, porque Dios salva la humanidad con el hombre Jesús, pero no sin nosotros, nuestra
opción libre y nuestra lucha.

CONCLUSION

No para salvarnos de la humanidad sino de la “inhumanidad”, Dios ha entrado en la


historia como un hombre verdadero y el mejor de los hombres. Las reticencias a aceptar
que Jesús es hombre más que salvaguardas de la fe son expresiones de fe heterodoxa.
Nuestra salvación depende de que reconozcamos al Hijo en el hombre Jesús y, además, en
toda humanidad en la que el Espíritu del resucitado prolonga su presencia.

Contra quienes privilegiaron la divinidad de Cristo sobre su humanidad, la Iglesia


definió la integridad de su ser hombre en todos los sentidos de la palabra: Jesús es igual a
nosotros en todo, a diferencia de lo que nos hace menos hombres y no más hombres, el
pecado. Ni en Jesús ni en nosotros la divinidad prevalece con perjuicio de nuestra
humanidad, todo lo contrario: Dios es la condición absoluta de la realización definitiva de
todas las creaturas. Si por la unión hipostática Jesús adhiere amorosamente a su Padre en el
Espíritu y por ella su realidad humana creada alcanza una perfección jamás igualada, de
modo semejante de nuestra mayor unión con Dios depende precisamente nuestra felicidad.
Dios no es un enemigo del hombre, como ha creído a menudo la Modernidad. Pero tal vez
la Modernidad no logra entender por qué tantas veces la religión defiende el honor y los
derechos de Dios en desmedro de la dignidad y el crecimiento humanos.

Sin embargo, la perspectiva abstracta que establece la humanidad de Jesús a partir


de la autenticidad de la Encarnación queda corta para explicar el misterio humano de Jesús
y, de paso, para asestar la crítica teológica más seria a los “humanismos inhumanos” que
racionalizan la injusticia y la manipulación de las personas en nombre de proyectos de
11

progreso futuro. La perspectiva descendente no basta. Si no pensamos a Dios y al hombre a


partir de Jesús de Nazaret, si lo hacemos sólo desde el intento teórico por salvaguardar la
unidad de las naturalezas, será imposible evitar el riesgo de afirmar que Jesús es Dios con
menoscabo de su humanidad y de la nuestra. La comparación de las naturalezas, una eterna
y otra creada, se traduce en hacerlas competir, ¡y cómo podría el ser humano competir con
Dios! Es preciso retomar la senda de la evolución del dogma cristológico de acuerdo a la
cual Jesús llegó a ser hombre cabal y Cristo por su obediencia histórica, por su cruz y su
resurrección: en breve, por ser sacramento de la misericordia de Dios. No es que Jesús por
ser Dios no ha podido pecar, sino que no pecó y nada más porque no pecó, siendo inocente
y compasivo, sabemos que Dios es bueno y jamás ambiguo como en las religiones
dualistas, que ningún daño a la humanidad puede tolerarse en su nombre. Por Jesucristo
conocemos la divinidad infinitamente mejor de lo que conocemos a Jesucristo por la
divinidad, porque es él quien corrige nuestra idea de Dios y nuestras idolatrías.

En definitiva, no basta creer en abstracto la identidad de naturaleza del resucitado


con nosotros. Es preciso tomar parte en su identificación histórica con la humanidad caída,
identificándose con su misión y el misterio de su cruz. Sólo caminando con Jesús podremos
reconocer al Señor resucitado y al Hijo de Dios. “Fe en Cristo significa, ante todo,
seguimiento de Jesús” (Jon Sobrino)14.

Jesucristo bondadoso y misericordioso, crucificado y resucitado es el Hombre.


“Cristo Jesús hombre” es el mediador entre Dios y los hombres (1 Tim 2,5). Mientras más
parecidos seamos a este hombre, más razones habrá en este mundo deshumanizado para
creer que Dios es inocente y que nos ama.

Jorge Costadoat Teología y Vida Vol. XXXVIII (1997), pp. 163-174.

14
Jon Sobrino, Jesucristo liberador, Ed. Trotta, Madrid, 1991, p. 27.

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