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Señores Congresales:
Es posible que la acción del pensamiento haya perdido en los últimos tiempos
contacto directo con las realidades de la vida de los pueblos. También es posible
que el cultivo de las grandes verdades, la persecución infatigable de las razones
últimas, hayan convertido a una ciencia abstracta y docente por su naturaleza en
un virtuosismo técnico, con el consiguiente distanciamiento de las perspectivas en
que el hombre suele desenvolverse.
Acaso sobre el gran fondo filosófico que es la verdad, haya prevalecido una cuestión
de tendencias, ajenas al ansia de conocimiento a cuya satisfacción debería
consagrarse toda fuerza creadora. En ausencia de tesis fundamentales defendidas
con la perseverancia debida, surgen las pequeñas tesis, muy capaces de sembrar el
desconcierto.
Los problemas sustantivos no han sido resueltos en el tiempo, tal vez porque existe
un problema y una verdad demostrable para cada generación. Quizá, para cada
generación, sean siempre los mismos tal problema y tal verdad.
Preclaros cerebros han intentado advertir al mundo del peligro que supone que el
hecho no haya tenido un prólogo ni una preparación; de que no se haya adaptado
previamente el espíritu humano a lo que había de sobrevenir. El hombre puede
desafiar cualquier contingencia, cualquier mudanza, favorable o adversa, si se halla
armado de una verdad sólida para toda la vida. Pero si ésta no le ha sido
descubierta al compás de los avances materiales, es de temer que no consiga
establecer la debida relación entre su yo, medida de todas las cosas, y el mundo
circundante, objeto de cambios fundamentales.
En tal coyuntura la filosofía recupera el claro sentido de sus orígenes. Como misión
pedagógica halla su nobleza en la síntesis de la verdad, y su proyección consiste en
un "iluminar", en un llevar al campo visible formas y objetos antes inadvertidas; y,
sobre todo, relaciones. Relaciones directas del hombre con su principio, con sus
fines, con sus semejantes y con sus realidades mediatas.
De los elevados espacios, donde las razones últimas resplandecen, procede la
norma que articula al cuerpo social y corrige sus desviaciones.
Se diría de algunos, que les preocupan menos las verdades que las apariencias, y
menos la visión de lo último y lo general que lo inmediato y personal. La marcha
fatigosa y rápida de la evolución social, como de la económica, han trastornado los
habituales paisajes de la conciencia.
La cultura condujo a distinguir con mayor claridad las relaciones existentes entre lo
sobrenatural y el conocimiento; pero el carácter de aquella necesidad era
consustancial al alma humana, como vocación de explicaciones últimas o como una
conciencia de hallarse encuadrada en un orden superior. Las comunidades más
avanzadas razonaban sobre el problema y, a su modo, llegaron a humanizar en una
mitología su presentimiento, mientras que las atrasadas, necesitadas igualmente de
una explicación, adoraron al Ser Supremo en las cosas y objetos inanimados.
Respecto a la explicación de ese estado de necesidad, unido a la razón teológica por
impalpables vínculos, y por lo que toca a señalar su vigencia, es indiferente la
visión especificada de las razas o grupos superiores o la tendencia primitiva y
panteísta de las tribus; ambas prueban, por igual, el carácter de esa necesidad.
Lo inexplicado residía sobre objetos distintos, porque antes de que otras tradiciones
estableciesen conceptos terminantes sobre una inquietud universal, se optaba sólo
sobre el objeto de la veneración. Así los eleatas, ensayaban un principio de
adoración en torno a su ser sustancial e inmutable y, en el mecanismo de
Demócrito, opera en la teoría sobre el movimiento de los átomos actuantes lo que
él creía una explicación material plausible a un problema formulado de un modo
general. Para Parménides hay ya un solo Dios, el mayor entre los dioses y los
hombres, que ni en su figura ni en su pensar se parece a los mortales.
Rig-Veda. Padre del Universo, Prajapati llama a este ser, al que todo aparece
subordinado. Idéntica preocupación se nos formula en el l o g o V griego la palabra
primera, la primera voz, fuerza que encabeza posteriormente el Antiguo
Testamento. Era necesario ese "verbo" para diferenciar a su luz el bien del mal,
como era necesario Prajapati para reconocer luego en su poder el atman hindú, el
alma, el "yo mismo".
Cuando Platón afirma que Dios es la medida de todas las cosas, cobra altura el
hombre medida de todas las cosas de Protágoras, porque entre ellas se hallan
muchas a las que el hombre no halla en la Naturaleza una explicación razonable.
Muchos siglos después, un ilustre cerebro había de explicar con admirable sencillez
el proceso de esa inquietud. No tenía necesidad por cierto de apoyarse Víctor Hugo
en la teoría de los druidas, dos mil años antes de Jesucristo, según los cuales "las
almas pasan la eternidad recorriendo la inmensidad" para preguntar, sobre la
necesidad de un orden supremo, lo siguiente: ¿Y no hay Dios? ¿Cómo el hombre,
perecedero, enfermo y vil, tendría lo que le falta al universo? ¡La criatura llena de
miserias tendría más ventajas que la creación llena de soles! ¡Tendríamos un alma
y el mundo no! El hombre sería un ojo abierto en medio del universo ciego. ¡El
único ojo abierto! ¿Y para ver qué? ¡La nada!
No sería una actitud, sino una escéptica o una apostólica inhibición. La virtud
socrática era actuante, tan batalladora como había de ser después la cristiana;
contemplaba el mundo práctico y lo sabía lleno de tentaciones y dificultades.
Virtuoso para Sócrates era el obrero que entiende en su trabajo, por oposición al
demagogo o a la masa inconsciente. Virtuoso era el sabedor de que el trabajo
jamás deshonra, frente al ocioso y al politiquero.
En el Eutifrón nos dice Platón que no hay una virtud específica, un ideal específico
para cada cual, sino un ideal del hombre que no es acaso más que una disposición
para resolver las ecuaciones vitales con arreglo a una estimativa ética.
Esa virtud no ciega los caminos de la lucha, no obstaculiza el avance del progreso,
no condena las sagradas rebeldías, pero opone un muro infranqueable al desorden.
EL AMOR ENTRE LOS HOMBRES HABRÍA CONSEGUIDO MEJORES FRUTOS
EN MENOS TIEMPO DEL QUE HA COSTADO A LA HUMANIDAD LA SIEMBRA
DEL RENCOR
Leemos en Empédocles que las alternativas en el predominio del amor y del odio
engendran los diversos períodos en el mundo. Puede muy bien ser cierto, aunque
Empédocles no buscase la misma conclusión, porque la humanidad ha conocido
entre épocas de odio otras de un vivir con los brazos abiertos hacia todas las
posibilidades de la humana naturaleza. Bajo ese imperio de místicos frutos se
vislumbran mundos nuevos, se educan nacientes nacionalidades, se destruyen las
barreras.
Pero es sintomático que tales resultados se hayan obtenido sólo ante la presencia
de un enemigo común y de un modo poco duradero: una desolada experiencia
armó la tesis del pesimismo.
Pero esa operación - en la que la sociedad lleva ocupada con dolorosas vicisitudes
más de un siglo-, no necesita del grito ronco y de la amenaza y mucho menos de la
sangre, para rendir los apetecidos resultados. El amor entre los hombres habría
conseguido, mejores frutos en menos tiempo, y si halló cerradas las puertas del
egoísmo, se debió a que no fué tan intensa la educación moral para desvanecer
estos defectos, cuanto lo fué la siembra de rencores.
-EL GRADO ÉTICO ALCANZADO POR UN PUEBLO IMPRIME RUMBO AL
PROGRESO, CREA EL ORDEN Y ASEGURA EL USO FELIZ DE LA LIBERTAD
Esa virtud nos sitúa de plano en el campo de lo ético. La actitud se enfrenta con el
mundo exterior. Se trata de ver hasta qué punto es susceptible de perfeccionar los
módulos de la propia existencia.
La vida de relación aparece como una eficaz medida para la honestidad con que
cada hombre acepta su propio papel. De ese sentido ante la vida, que en parte muy
importante procederá de la educación recibida y del clima imperante en la
comunidad, depende la suerte de la comunidad misma.
Habrá pueblos con sentido ético y pueblos desprovistos de él; políticas civilizadas y
salvajes; proyección de progreso ordenado o delirantes irrupciones de masas. La
diferencia que media entre extraer provechosos resultados de una victoria social o
anegarla en el desorden, corresponde a las dosis de ética poseídas.
Permítaseme decir que la libertad posee carta de naturaleza en los pueblos que
poseen una ética, y es transeúnte ocasional donde esa ética falta. Santo Tomás
dice: La libertad de la voluntad es un supuesto de toda moral; solamente las
acciones libres, derivadas de una reflexión racional, son morales. Es cierto que sólo
esas acciones pueden alcanzar el calificativo de morales cuando se han producido
con arreglo a ciertos requisitos.
La libertad fué primariamente sustancia del contenido ético de la vida. Pero, por lo
mismo, nos es imposible imaginar una vida libre sin principios éticos, como
tampoco pueden darse por supuestas acciones morales en un régimen de
irreflexión o de inconsciencia.
Spencer nos dice que el sentido último de la Etica consiste en la corrección del
egoísmo.
El egoísmo, que forjó la lucha de clases e inspiró los más encendidos anatemas del
materialismo, es al mismo tiempo sujeto último del proceder ético. Corresponde
seguramente una actitud ante esa disposición cerrada que produce la
sobrestimación de los intereses propios. La enunciación de tal cosa corresponde en
la Historia a una sangrienta y dura evolución, cuyo fin no podemos decir que se
haya alcanzado aún.
Cuando Eurípides pone junto al yo clamante la masa que, desde el coro, expone las
inquietudes y pareceres colectivos, extiende junto al yo la dilatada llanura de la
humanidad. Descubre en ella un elemento perfecto de medición. El ser individual
halla su proporción vertical y horizontalmente.
Libre no es un obrar según la propia gana, sino una elección entre varias
posibilidades profundamente conocidas. Y tal vez, en consecuencia, observaremos
que la promulgación jubilosa de ese estado de libertad no fué precedido por el
dispositivo social, que no disminuyó las desigualdades en los medios de lucha y
defensa ni, mucho menos, por la acción cultural necesaria para que las
posibilidades selectivas inherentes a todo acto verdaderamente libre pudiesen ser
objeto de conciencia. El fondo consciente que presta contenido a la libertad, la
autodeterminación popular, sobreviene a muy larga distancia en el tiempo del
prólogo político de la cuestión. Cuando el ideal de humanidad empieza a abrirse
paso, cuando la crisis de los hechos produce la revolución de las ideas, advertimos
que los antiguos enunciados no ensamblan de un modo perfecto con el signo de la
evolución. Son esbozos, o reflejos imperfectísimos, de un ideal mucho más antiguo:
el griego.
La lucha de clases no puede ser considerada hoy en ese aspecto que ensombrece
toda esperanza de fraternidad humana. En el mundo, sin llegar a soluciones de
violencia, gana terreno la persuasión de que la colaboración social y la significación
de la humanidad constituyen hechos, no tanto deseables cuanto inexorables. La
llamada lucha de clases, como tal, se encuentra en trance de superación. Esto en
parte era un hecho presumible. La situación de lucha es inestable, vive de su propio
calor, consumiéndose hasta obtener una decisión. Las llamadas clases dirigentes de
épocas anteriores no podían sustraerse al hecho poco dudoso de sus crisis. La
humanidad tenía que evolucionar forzosamente hacia nuevas convenciones vitales y
lo ha hecho. La subsistencia de móviles de violenta inducción ofrece el espectáculo
de un avance hacia la descomposición por el desgaste o hacia la adopción de
fórmulas estériles. La aspiración de progreso social ni tiene que ver con su
bulliciosa explotación proselitista, ni puede producirse rebajando o envileciendo los
tipos humanos. La humanidad necesita fe en sus destinos y acción, y posee la
clarividencia suficiente para entrever que el tránsito del yo al nosotros, no se opera
meteóricamente como un exterminio de las individualidades, sino como una
reafirmación de éstas en su función colectiva. El fenómeno, así, es ordenado y lo
sitúa en el tiempo una evolución necesaria que tiene más fisonomía de Edad que de
Motín. La confirmación hegeliana del yo en la humanidad es, a este respecto, de
una aplastante evidencia.
-REVISIÓN DE LAS JERARQUÍAS
Importa, seguramente, no perder de vista al hombre en esta nueva contemplación
revisionista de las jerarquías. No es perfectamente imposible disociar el todo de las
partes o acentuar exclusivamente sobre lo colectivo, como si fuese por entero
indiferente a la condición de los elementos formativos. La sublimización de la
humanidad no depende de su consideración preferente como del hecho de que el
individuo que la integra alcance un grado que la justifique. La senda hegeliana
condujo a ciertos grupos al desvarío de subordinar tan por entero la individualidad
a la organización ideal, que automáticamente el concepto de humanidad quedaba
reducido a una palabra vacía: la omnipotencia del Estado sobre una infinita suma
de ceros.
Sólo así podremos hablar del problema de la redención como de una perfección
realizable por elevación, en la vida en común.
Sólo en este punto podemos examinar con mejores garantías de acierto la gran
posibilidad de ese ideal de humanidad. Si no lo buscamos a través de esta misma,
como una expresión de bloque con necesidades de bloque, sino a través del
individuo, hallaremos enseguida sus dos características esenciales: humanidad
como crisol de la dignidad y como atmósfera de libertad.
Inclinarse hacia lo espiritual o hacia lo material pudo ser una actitud selectiva de
índole pensante o de génesis científica cuando aparecía pura en un grado anterior
de la evolución. No es ésa la situación del mundo actual, ciertamente. Los
problemas presentes, la superpoblación, la presencia de las masas en la vida
pública, la traducción política de las doctrinas, confieren aguda responsabilidad al
hecho, en apariencia intrascendente, de tomar partido en la suprema disputa.
La disciplina científica nos aleja ya de la visión de las esencias centrales. Kant nos
situará ante los conceptos, el espacio y el tiempo, que Bergson convertirá en
materia y memoria. Para el romanticismo de Schelling la serie aristotélica se
sostiene en el dualismo, pero sobre el pensamiento alemán gravita ya la época.
Esas fuerzas, además, se hallan en permanente tensión. El marxismo convertirá en
materia política la discusión filosófica y hará de ella una bandera para la
interpretación materialista de la Historia.
En los hegelianos existió una derecha y una izquierda. Tan pronto como esa escuela
se reflejó en el poder asistimos a la formación de sociedades de índole diversa: el
hombre apareció anulado en unas, frente a los imperativos estatales, o con vagas
posibilidades de redención en otras, condicionadas por el equilibrio entre el interés
común y la jerarquía individual. En ambos casos no nos está permitido dudar de la
trascendencia de Hegel en la liquidación de la disputa. Si la derecha hegeliana
puede derivar hacia un teísmo conservador, la izquierda se desliza necesariamente
a un materialismo no filosófico y, me atrevería a sostenerlo, no humano. Por
distintos caminos, se alcanza la pendiente marxista.
Esa pregunta terrible acaso no esté todavía pendiente sobre la vida actual. Pero
puede gravitar sobre nuestro futuro si no llegamos a relacionar y defender
debidamente las categorías y valores de ese sujeto de la vida toda, de nuestras
preocupaciones y nuestros desvelos, que es el Hombre.
La vida que se acumula en las grandes ciudades nos ofrece con desoladora
frecuencia el espectáculo de ese peligro al que unos cerebros despiertos han dado
el terrorífico nombre de "insectificación". Es cierto que lo físico no mengua ni
aumenta la proporción íntima, porque ésta consiste justamente en la estimación de
sí mismo que el hombre posee; pero puede suceder que, en ausencia de categorías
morales, acontezca en su ánimo una progresiva pérdida de confianza y un progreso
paulatino del sentimiento de inferioridad ante el gigante exterior.
Es hasta cierto punto poco comprensible que hayamos pasado con tan peligrosa
brevedad intelectual de la decepción del ser insectificado a esa náusea con que, a
espaldas de sagradas leyes, se pretende orientar la comprensión de la existencia
colectiva. Lo sintomático de este modo de pensar está en que no es una
abstracción, como tampoco lo era, pongo por ejemplo, el marxismo. Este operaba
sobre un descontento social. La náusea -como entelequia- opera sobre el
desencanto individual. Es la "angustia" abstracta de Heidegger en el terreno
práctico: corresponde a una sociedad desmoralizada que ni siquiera busca una
certidumbre para reclinar la cabeza. No es por tanto la teoría lo deplorable, sino la
realidad, la deformación postrera de aquella "insectificación"; sólo que esta vez el
individuo insectificado ha querido aislarse de la catástrofe con una mueca cínica.
En realidad operan las dos un escamoteo. Los factores negativos de la primera, han
sido derivados, en la segunda, a una organización superior. El desdén aparatoso
ante la razón ajena, la intolerancia, han pasado solamente de unas manos a otras.
Bajo una libertad no universal en sus medios ni en sus fines, sin ética ni moral, le
es imposible al individuo realizar sus valores últimos, por la presión de los egoísmos
potenciados de unas minorías. Del mismo modo, bajo el colectivismo materialista
llevado a sus últimas consecuencias, le es arrebatada esa probabilidad -la gran
probabilidad del existir-, por una imposición mecánica en continua expansión y
siempre hipócritamente razonada.
Sólo así podremos partir de ese "yo" vertical, a un ideal de humanidad mejor, suma
de individualidades con tendencia a un continuo perfeccionamiento.
Si hay algo que ilumine nuestros pensamientos, que haga perseverar en nuestra
alma la alegría de vivir y de actuar, es nuestra fe en los valores individuales como
base de redención y, al mismo tiempo, nuestra confianza de que no está lejano el
día en que sea una persuasión vital el principio filosófico de que la plena realización
del "yo", el cumplimento de sus fines más sustantivos, se halla en el bien general.
Es lógico pensar, por consiguiente, que la dilatación del panorama haya redundado
en limitación proporcional de la conciencia de situación. Cuando nuestro tiempo se
plantea cuestiones de Moral o de Etica - acaso las más sustantivas e inaplazables
que debemos formularnos hoy -, no ignora que en la confusión de muchos valores
desempeña un activo papel el signo vertiginoso del progreso. La evolución humana
se ha caracterizado, entre otras cosas, por lanzar al hombre fuera de sí sin
proveerle previamente de una conciencia plena de sí mismo. A ese estar fuera de sí
puede atender mediante leyes la comunidad organizada políticamente, y tendremos
entonces un aspecto de la norma ética. Pero para su reino interior, para el gobierno
de su personalidad, no existe otra norma que aquella que se puede alcanzar por el
conocimiento, por la educación, que afirma en nosotros una actitud conforme a
moral.
Desde Platón a Hegel la civilización ha consumado su azarosa marcha por todos los
caminos. Las circunstancias han variado sin tregua y, en ciertos dilatados plazos se
diría que volvían y vuelven a producirse con desconcertante semejanza. La
sustitución de las viejas formas de vida por otras nuevas son factores sustanciales
de las mutaciones, pero debemos preguntarnos si, en el fondo, la tendencia, el
objetivo último, no seguirán siendo los mismos, al menos en aquello que constituye
nuestro objeto necesario: el Hombre y su Verdad.
Los pensamientos citados definen con carácter suficiente la fisonomía del mundo
helénico, y es preciso tener en cuenta que eran filósofos y filósofos idealistas los
que la habían trazado. Sócrates intuyó la inmortalidad, pero sobre ella no pudo
fundar un sistema. Platón y Aristóteles debían encargarse de situar a ese hombre,
que divisaba con angustiada preocupación el problema último, ante la vida en
común.
Una fuerza que clavase en la plaza pública como una lanza de bronce las máximas
de que no existe la desigualdad innata entre los seres humanos, que la esclavitud
es una institución oprobiosa y que emancipase a la mujer; una fuerza capaz de
atribuir al hombre la posesión de un alma sujeta al cumplimiento de fines
específicos superiores a la vida material, estaba llamada a revolucionar la existencia
de la humanidad. El Cristianismo, que constituyó la primera gran revolución, la
primera liberación humana, podría rectificar felizmente las concepciones griegas.
Pero esa rectificación se parecía mejor a una aportación.
Los pueblos han vivido décadas y siglos intensos, han proyectado sus fuerzas hacia
espacios desconocidos, se han desdoblado, difundido en mundos nuevos, en
empresas fantásticas y costosas. Para que esto fuese posible se precisaba un poder
enorme de los recursos espirituales. El apogeo de los absolutos iba a despertar,
como consecuencia necesaria, el desprecio a los absolutos. La intensa espiritualidad
de la obra gastaba, por reacción, el desencanto y el materialismo que iban a
producirse después. En la evolución, por primera vez acaso, se derivaría de un
extremo a otro, de un polo al opuesto, y el objetivo a suprimir era,
inevitablemente, la temperatura ideal.
Es muy posible que las edades Media y Moderna hayan verificado su elección con
un exclusivismo parcial en beneficio del espíritu, pero es innegable que el siglo
XVIII y el XIX lo hicieron, con mayor parcialidad, en favor de la materia. El estado
de la cultura en esos siglos pudo prever las consecuencias, pero debemos estimar
necesario en toda evolución lo mismo lo que nos parece dudoso que lo acertado.
Rousseau cree en el individuo, hace de él una capacidad de virtud, lo integra en
una comunidad y suma su poder en el poder de todos para organizar, por la
voluntad general, la existencia de las naciones. Para Kant, lo vital en lo político era
el principio de "libertad como hombre", el de "dependencia como súbditos" y el de
"igualdad como ciudadanos". Rosseau llamará pueblo al conjunto de hombres que
mediante la conciencia de su condición de ciudadanos y mediante las obligaciones
derivadas de esta conciencia, y provistos de las virtudes del verdadero ciudadano,
acepten congregarse en una comunidad para cumplir sus fines.
El individuo hegeliano, que cree poseer fines propios, vive en estado de ilusión,
pues sólo sirve a los fines del Estado. En los seguidores de Marx esos fines son más
oscuros todavía, pues sólo se vive para una esencia privilegiada de la comunidad y
no en ella ni con ella. El individuo marxista es, por necesidad, una abdicación.
En lo político parte muy importante de tal crisis de las ideas democráticas se debe
al tiempo de su aparición. La democracia como hecho trascendental estaba llamada
a suceder ipso facto a los absolutismos. Sin embargo, sufrió un largo compás de
espera impuesto por la persistencia de monarquías templadas y repúblicas
estacionarias que, para subsistir, creyeron necesario aplicar en leves dosis
principios propios de la democracia pura, preferentemente aquellos que podían ser
adaptados sin peligro. Tal operación dulcificó la evolución, pero sustrajo partes muy
importantes de personalidad al nuevo orden de ideas, que a su advenimiento pleno
halló, frente a colosales enemigos, muy disminuida su novedad. Sucedió así que los
pueblos que pudieron establecerla en su momento han alcanzado con ella los
caminos de perfección necesarios, y los que no lo consiguieron, han optado por el
empleo de sustitutivos, los extremismos, con tal de hacer efectivo por cualquier vía,
el carácter trascendental.
El fenómeno era necesario, de una necesidad histórica, porque el mundo debía salir
de una etapa egoísta y pensar más en las necesidades y las esperanzas de la
comunidad. Lo que importa hoy es persistir, en ese principio de justicia, pero
recuperar el sentido de la vida, para, devolver al hombre su absoluto.
Los monjes de la Edad Media borraron el contenido de los libros paganos para
cubrirlos con los salmos. La Edad Contemporánea trató de borrar los salmos, pero
no añadió nada más que la promesa de una vaga libertad a la sed de verdades del
hombre. En 1500 la humanidad concentró sus dispersas energías para empresas
gigantescas y nos dio nuevos mundos y formas de civilización. En 1800 reprodujo el
intento y creó febrilmente, generosamente, una época. ¿No será el nuestro, acaso,
el momento de hacer acopio de las energías humanas para conformar el período
supremo de la evolución? Cuando pensamos en el hombre, en el yo y en el
nosotros, aparece claro ante nuestra vista que nuestra elección debe ser objeto de
profundas meditaciones.
La sociedad tendrá que ser una armonía en la que no se produzca disonancia
ninguna, ni predominio de la materia ni estado de fantasía. En esa armonía que
preside la norma puede hablarse de un colectivismo logrado por la superación, por
la cultura, por el equilibrio. En tal régimen no es la libertad una palabra vacía,
porque viene determinada su incondición por la suma de libertades y por el estado
ético y la moral.
Para el mundo existe todavía, y existirá mientras al hombre le sea dado elegir, la
posibilidad de alcanzar lo que la filosofía hindú llama la mansión de la paz. En ella
posee el hombre, frente a su Creador, la escala de magnitudes, es decir, su
proporción. Desde esa mansión es factible realizar el mundo de la cultura, el
camino de perfección.