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Los indígenas británicos y la xenofobia laborista

Emiliano Ruiz Parra

Londres, 16 de noviembre de 2009. “El pueblo indígena de este país


tiene derecho a su identidad propia, este derecho le ha sido arrebatado
por los colonizadores y las élites que han colaborado con ellas”. Esta
frase la pronuncio a) Mahatma Gandhi b) el Subcomandante Marcos c)
Nelson Mandela d) Ho Chi Min e) Ninguno de los anteriores. Si escogió la
letra e, acertó. La frase no es de ningún líder de algún movimiento de
liberación nacional, ni de un ideólogo de la descolonización africana y
menos de algún socialista. La frase es del neonazi Nick Griffin, jefe del
Partido Nacional Británico (BNP por sus siglas en inglés) que no
merecería mayor alusión si no fuera porque en las últimas elecciones a
las que se presentó obtuvo cerca de un millón de votos.

Griffin cumplió 50 años el primero de marzo pasado. Es un hombre


robusto y blanco, de peinado a dos aguas. Perdió el ojo izquierdo en un
accidente doméstico, pero la prótesis de vidrio es del mismo tono azul
turquesa del ojo sano. Ese accidente lo mantuvo durante algunos años
de juventud alejado no sólo de la actividad política, sino del trabajo
remunerado. Desde los 14 años, Griffin se unió al Frente Nacional, una
organización fascista británica y fue su candidato en Gales un par de
veces a principios de los ochenta, recién graduado como abogado de
Cambridge. Luego de varios años de militancia frentista, primero
clandestina y después pública, Griffin se fue al BNP, en donde pronto
integró la dirección y se convirtió en jefe nacional. No tiene el carisma
de Mussolini, la oratoria de Hitler, ni siquiera la cínica simpatía de
Berlusconi. Tiene la capacidad, corriente en muchos políticos, de sonar
convencido de sus palabras, de parecer un hombre sencillo que le habla
a sus iguales. Pero tiene, al igual que sus figuras tutelares, la claridad de
que una buena parte de la batalla se libra en los medios de
comunicación. Si para Hitler fue la radio, para Griffin es el internet. Es un
entusiasta del Youtube. Ha subido decenas de videos explicando su
programa, y sus mensajes se actualizan permanentemente en su portal,
en los que aparece sosteniendo un micrófono desmesuradamente
peludo y largo, y llamando a defender Gran Bretaña de diversos peligros
que la acechan.

El principal, la inmigración. El BNP llama a deportar a los extranjeros. Y


entiende por extranjeros no sólo a los que nacieron en otro país y
residen en el Reino Unido, sino también a los británicos que ya nacieron
aquí de dos o tres generaciones, que hablan inglés como primera
lengua, que pelean en las guerras de Irak y Afganistán, que sostienen al
país con sus impuestos y eligen a sus autoridades. En palabras de Griffin
ellos son “extranjeros raciales”, “residentes negros del Reino Unidos”:
“Nosotros no suscribimos la ficción políticamente correcta de que por
haber nacido en el Reino Unido un paquistaní es británico. No lo es.
Sigue perteneciendo a la ascendencia paquistaní”. La inmigración al
Reino Unido, continúa el manifiesto reconocido y defendido
públicamente por Griffin, es un “genocidio sin sangre” contra el pueblo
aborigen de la Gran Bretaña, que en menos de 60 años se convertirá en
minoría en su propio país de continuar la tendencia migratoria.

La otra amenaza es la “tiranía europea”. Según Griffin, los nacionalistas


británicos, junto con sus pares de Europa, libran la misma batalla que
Inglaterra dio en 1805 contra Napoleón: una resistencia contra un
proyecto imperialista europeo que pretende imponer un solo estado en
el continente. En aquel entonces, dice Griffin en su más reciente video,
el pueblo inglés aportó mosquetes, pólvora y su propia sangre. Ahora, lo
que se necesita es dinero, dinero y dinero, para que en las próximas
elecciones el BNP gane asientos en el parlamento y se oponga al
Tratado de Lisboa. La paradoja es que el éxito electoral de Griffin se dio
justamente en una elección europeísta. El millón de votos que obtuvo el
4 de junio lo llevó al Parlamento Europeo en Bruselas, del que es un
abierto oponente. Pero ese millón, también, jaló la política británica
hacia la derecha y provocó el endurecimiento en política migratoria del
gobierno laborista.

La BBC, después de dos semanas de debate en los diarios, le abrió las


puertas de su principal programa de debate, Question Time, cuya
grabación se alterna en diferentes ciudades del país, pero en esta
ocasión decidió llevarlo a territorio hostil y convocarlo a Londres, en
donde una movilización de dos mil personas trató de impedir su entrada
a los estudios. Y también le puso una mesa dura: el secretario de
Justicia, el laborista Jack Straw; la ministra en la sombra conservadora
para la cohesión de las comunidades, Sayeeda Warsi –musulmana de
origen paquistaní--, un representante de los liberal-demócratas y una
historiadora negra de origen estadounidense. El repudio no vino sólo de
la mesa, incluido el presentador que le recordó su negación del
Holocausto, sino del público: “usted envenena la política británica, es
asqueroso”, le reclamó un joven sentado en la primera fila. “¿¡A dónde
quiere que me vaya!?”, le cuestionó un británico de origen paquistaní,
uno de esos dos millones que Griffin pretende deportar en aras de
preservar los derechos de los aborígenes blancos. Pero la crítica a Griffin
–que se defendió mal, titubante y contradictorio—dejó ver que la semilla
xenofóbica que había sembrado empezaba a dar frutos: Warsi encaró a
Jack Straw: le exigió reconocer que la política migratoria del laborismo, a
su gusto demasiado abierta, era la causa del apoyo a Griffin. El liberal-
demócrata apoyó a la joven tory. La respuesta de Straw fue un
reconocimiento de que la política migratoria tendía a endurecerse, a
través de un sistema rígido basado en puntos.

La próxima primavera se convocará a elecciones y, a menos de que


ocurra algo inesperado, los conservadores volverán al gobierno. El barco
laborista se hunde: el ex premier Tony Blair, que en sus primeros años
gozó de amplio apoyo popular, se fue en medio del repudio social hace
18 meses. Lo sustituyó un apagado Gordon Brown, el ministro del
Tesoro, que cada día enfrenta un escándalo distinto —desde vejaciones
de las tropas en Afganistán, errores de ortografía en las condolencias
que envía a las familias de los caídos, hasta gastos abusivos de los
parlamentarios cargados al erario—sin que aporte ya no claridad, sino
mínimo entusiasmo. Rígido, hosco y avejentado, su imagen palidece
frente al líder de los conservadores, David Cameron, de 43 años, un
joven que corre todas las mañanas y desde ahora anuncia recortes al
gasto y ampliación de la edad de retiro. La debilidad de Brown es tal que
tanto The Guardian como The Independent han publicado la versión de
que su propio partido lo echaría del cargo, para llegar con una mejor
cara a las elecciones próximas. Pero esta opción tampoco se ve viable.
El ministro de Exteriores, David Milliband, el que lo hubiera podido
sustituir, está a punto de abandonar la nave e irse como ministro de
exteriores de la futura unión europea.

El 12 de noviembre pasado, Brown dio el primer discurso sobre


migración en su año y medio de gobierno, y anunció el recorte de 250
mil visas de trabajo y el endurecimiento en la política de visas, entre
ellas de las visas a los estudiantes extranjeros: “si el principal efecto de
la inmigración es que te resulta más fácil encontrar a un plomero, o
cuando vas a tu hospital local ves a médicos y enfermeras de otros
países, probablemente pensarás más en los beneficios que en los costos
de la migración. Pero la gente quiere estar segura de que los que
vengan van a aceptar las responsabilidades tanto como los derechos de
vivir aquí: cumplir la ley, hablar inglés y contribuir”.
Frente al desastre electoral, con una economía con casi tres millones de
desempleados, el Reino Unido camina, en la próxima primavera, a un
gobierno conservador, a un partido laborista que le habrá pavimentado
el camino hacia un endurecimiento de la política migratoria y, por
primera vez en su historia reciente, a la presencia de fascistas en el
parlamento, que pedirán cada día que los no blancos deben ser
expulsados, aun cuando su identidad sea tan británica que, en cualquier
otra parte del mundo, serían no sólo extranjeros sino apátridas.

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