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CONSTRUIR Y ESPERAR DESDE EL LUGAR DEL CONFLICTO

Francisco de Roux SJ
Congreso de Teología de la Universidad Javeriana.
Bogotá 23 de agosto de 2007

Agradezco a la Facultad de Teología la posibilidad de compartir este aporte desde la vida


cotidiana del Magdalena Medio. Se me ha invitado a ofrecer elementos para construir la
convivencia en medio del conflicto. Mi contribución no tiene rigor académico y no es una
elaboración teológica. Solamente pretende ofrecer reflexiones a este Congreso de teólogos y
teólogas, si ustedes consideran que su contenido viene al caso.

LA PERDIDA DE LO HUMANO

Siento un respeto profundo por muchas personas admirables en la fe y heroicas en la caridad


que he tenido el privilegio de conocer en la Iglesia, en Colombia. Y agradezco a Dios ser
miembro de la Provincia colombiana de la Compañía de Jesús y poder formar parte de este
grupo que con entrega de la vida ha dado origen a obras como la Universidad Javeriana y esta
Facultad de Teología de 70 años. Paradójicamente, al lado de estos sentimientos, tengo también
el sentimiento hondo de que nosotros en Colombia hemos perdido el sentido del ser humano.
El país es bello y rico. Hay como escapar aquí mismo del horror. La economía está creciendo.
Hay un presidente valiente a quien podemos encomendar que nos cuide, y dedicarnos –clase
media que somos, con otros 20 millones - a lo nuestro: ganarnos la vida como productores de
bienes, de servicios, o de ideas; y tener ingresos para estar cómodos como familias o como
comunidades religiosas.

Hay entre nosotros – colombianos y colombianas - algunas personas que luchan todo el tiempo
por rescatar nuestra humanidad perdida. Otras, otros, que dedican un rato al día o a la semana
para aproximarse al drama. Y la mayoría, que parece vivir nuestra realidad como si fuera una
comedia de televisión definitivamente ajena. Este dar la espalda a nuestro drama nos desbarata
y hace incomprensibles. Mirando la historia, el catolicismo colombiano de los últimos 30 años
tiene analogías al cristianismo alemán, de la sociedad de los doce años de Hitler, que – con
excepciones incluso heroicas - se ocultó a sí mismo el holocausto del pueblo judío. Colombia
es uno de los tres o cuatro casos de crisis humanitaria grave y peligrosa en el planeta hoy.
Nosotros somos los protagonistas.

Muchas cosas de un pasado próximo horrible están ante nosotros en las verdades fraccionadas e
incompletas de la ley de Justicia y Paz. Masacres con motosierras, asesinatos crudelísimos de
miles, fosas comunes de cientos de personas. Esta semana los habitantes de San Blas nos
contaban como a lo largo de meses los Paramilitares convocaron a mujeres, niños y adultos en
la plaza del pueblo a fusilamientos públicos de sospechosos. Como este episodio hubo
cantidades en Colombia. Lo sabíamos como en una penumbra que prefiere no despejar nieblas,
y tapamos en silencios tragedias brutales para ocuparnos de los negocios y de las cátedras.
Ahora esos hechos están allí para preguntarnos cómo vamos a conmutar castigos para
reconciliarnos sin destruir el respeto. Reconciliarnos sobre infracciones contra el ser humano de
las que todos y todas, a diversos niveles, somos responsables, por lo que hemos hecho y por lo
dejado de hacer. Y, como el conflicto armado interno y el desajuste continúan, todos los días –
ayer no más hubo otra masacre - los acontecimientos nuevos echan tierra sobre los anteriores
ayer. En una cascada de barbaries, incomprensiones y señalamientos que nos dejan oscilando
entre la perplejidad, la huida, o las respuestas a medias.

A pesar de los logros en seguridad alcanzados por el Estado, somos hoy el país de mundo de
más desplazamiento interno que no está en guerra con otra nación. El país con el mayor número
de secuestros y de los secuestros inhumanos más largos con asesinatos de los retenidos después

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de años en los campos de concentración en la selva. Somos el territorio de mundo con mayor
densidad de minas antipersonales. Nuestros campesinos siguen siendo sometidos a la
dominación y el terror por la guerrilla; a la coerción y el desplazamiento por paramilitares. El
crimen penetra nuestra sociedad más que las otras, hasta hacernos el primer productor mundial
de hoja de coca. Y nuestra comunidad lleva en su seno una mafia que invade las instituciones
del país, monopolio mundial de la cocaína, un negocio que aceita la guerra, el terrorismo, la
trata de blancas, y la proliferación del SIDA.

En los campos social, político, económico y teológico, nuestras universidades han desarrollado
una capacidad impresionante para analizar el problema. Pero no lo resuelven. Tenemos
sociólogos de la exclusión, politólogos del conflicto, economistas de la equidad, teólogos de la
violencia. Pero nos pasan dos cosas con el problema. Por una parte nuestra aproximación – con
algunas excepciones- es abstracta, bajada de Internet, de las revistas y los textos; no se hace
desde el grito humano que carga de dolor, de rabia y de compasión al problema mismo, y
permite comprenderlo desde dentro. No hemos puesto nuestra tienda de campaña, todos los días
hasta el final del éxodo, en medio del problema. De otro lado no hay elaboración estratégica,
técnica y administrativa de los procedimientos para poner en práctica las soluciones
descubiertas, con asignación de recursos, manejo de riesgos, definición de agendas, comunión
con las comunidades víctimas, que logre resolver el problema. Obviamente mientras no se dé el
salto que pasa de la formulación de soluciones en la cátedra y el seminario, al drama de la
acción programada, con sus contradicciones y debates y sus heridas, no se puede decir que se ha
hecho una tarea honrada, ante una situación de gravedades sociales que sobrecogen al mundo; y
donde el imperativo moral no se cumple con mostrar donde está en mal, ni con pequeños
proyectos sociales, ni con libros y artículos sobre el asunto, sino con la puesta en práctica, en
terreno, del bien difícil, que tenemos que hacer con todos los instrumentos y toda la pasión si
vamos a tener la altura de seres humanos.

Quiero insistir con todo su peso en esta seriedad con lo humano, porque allí está lo perdido.
Allí está el lugar común donde se da el debate serio, nacional e internacional, sobre lo que está
pasando con nosotros en Colombia, y la eventual posibilidad de salidas que van a exigir de
todos y todas la acción inteligente, justa, peligrosa, útil. Al escapar las responsabilidades
humanas, se ha afectado el eje mismo de nuestra fe. Sin pretender hacer decir a los textos lo
que quiero, leo en el autor de la carta de Juan este mismo sentir: si hemos perdido al hermano
y a la hermana hemos perdido a Dios, y si hemos perdido a Dios nuestra fe es mentirosa.

Esta Colombia católica y caótica es escándalo para los pueblos del mundo y continuamente sin
sentido para su propia juventud. Hace sospechosa la fe que la sustenta como cultura y la
inspira como propósito ético del pueblo. Le valdría bien la pregunta que ayer se hacía Gustavo
Bahena, ¿qué es lo que todos hemos entendido por Dios?. El Vaticano II vio las raíces de la
increencia y del ateísmo en la negación práctica de Dios en las sociedades cristianas. La
Compañía de Jesús lo entendió así cuando recibió de Pablo VI la misión de luchar contra el
ateísmo y definió que la Misión de los jesuitas es la Proclamación de la Fe y la defensa de la
Justicia, para restaurar el sentido del Reino de Dios. Esta justicia que se ha hecho añicos en
medio de nosotros.

El profesor Moncayo, caminante de la Eucaristía cotidiana, retirándose de las gradas del


capitolio. Dándole la espalda al Presidente que sigue gritando en un micrófono. Llorando.
Abrazado a su esposa en lágrimas. Con la fragilidad de un hombre solo, susceptible de ser
manipulado. Es un pobre que revela, que pone en evidencia, que la causa que lo ha hecho
marchar 46 días no es entendida por el Presidente, ni por las personas que insultan al
Presidente. Lo que las FARC y Álvaro Uribe se disputaron en ese episodio no es disputable: la
grandeza del ser humano en peligro. No son las instituciones, no es la razón de Estado, no es
la revolución o el dinero lo que estaba en juego en ese escenario; es el ser humano para el cual
se hizo el sábado y toda la parafernalia de las instituciones y de las revoluciones, y no al revés.

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LA DIGNIDAD

Al terminar la segunda guerra mundial, cuando las naciones del mundo se sentaron a reflexionar
sobre lo que había ocurrido, después de 60 millones de muertos, surgió la toma de conciencia
de haber perdido el sentido de nosotros mismos. Apareció entonces la Declaración Universal de
los Derechos Humanos de 1948. Esa declaración inicia con el reconocimiento de la dignidad
igual, inherente, a toda persona humana, de la cual se derivan de manera inalienable para
todos y todas los derechos que son fundamento de la libertad, la justicia y la paz.

La determinación de afirmar la dignidad igual de toda persona humana en el Preámbulo de la


Declaración de 1948 fue aceptada por todas las creencias religiosas y filosóficas. En las actas se
sabe que la idea fue propuesta por un católico francés, Jacque Maritain. La teología ha
penetrado a fondo sobre los fundamentos de la dignidad humana. Quiero solamente llamar la
atención sobre este punto, y ponerlo como centro de mi reflexión porque se trata de construir la
convivencia y la paz desde la tragedia nuestra.

Entre millones de probabilidades posibles, aparecimos nosotros en el universo, en la Colombia


de hoy, llevando cada uno, cada una, la dignidad, que se confunde con la conciencia que
tenemos del valor inherente de nosotros mismos. La dignidad no nos la da la sociedad, ni el
Estado, ni la familia, ni el dinero. La dignidad está allí en cada uno de nosotros, de nosotras,
total, simplemente porque somos seres humanos. La dignidad no la tenemos por haber sido
salvados por Jesucristo. No, es al contrario. Dios que nos crea continuamente en dignidad viene
a salvarnos cuando nos extraviamos y perdemos el sentido de nosotros mismos. Allí está Jesús
en la última cena lavando los pies de sus discípulos. “He venido a servir y no a ser servido”.
Dios al servicio de nuestra dignidad. Identificado con pobres, con forasteros, con desnudos,
hambrientos, los presos, con los que hemos excluido huyendo de la grandeza nuestra.
¿Quién es el hombre para que te acuerdes de él, el hijo de Adán para que de él cuides? Apenas
inferior a dios lo hiciste, coronándolo de gloria y de grandeza; le entregaste las obras de tus
manos, bajo sus pies has puesto cuanto existe. (Salmo 8. Es el misterio incomprensible del don
de Dios que somos nosotros mismos. Ignacio de Loyola pedirá de cada jesuita: en todo amar y
servir. Y Pedro Arrupe en 1971 definirá tarea de los jesuitas en ser “ hombres para los demás”.

En contradicción total con el respeto sagrado que postula la dignidad humana hemos llegado a
la negación total del otro, como si fuera posible desposeer a un ser humano de su propia
dignidad matándolo a garrote como a Alicia Lazo; cortándole los brazos, los pies y la cabeza
como a Alma Rosa Jaramillo; ocultando su cadáver entre el barro como a los trozos de
campesinos que sacamos en San Martín de Loba. La racionalización de este comportamiento
absurdo aparece cuando se caracteriza al otro como un peligro para el pueblo. Entonces se le da
la categoría de enemigo: alguien a quien hay que destruir porque de lo contrario él nos destruirá.
Entonces se justifica la guerra, y se declara la guerra. Estamos dispuestos a morir con tal de que
el enemigo muera.

No me voy a detener a evaluar y discutir las ambigüedades éticas de la decisión de irse a la


guerra, de dar la vida en la guerra para que muera el otro. Voy a ir más allá. Pero baste notar
que de este elemento ético complejos pende el derecho internacional humanitario, los procesos
de paz que son estrictamente con el enemigo, la justificación de las amnistías; la relevancia de
la discusión sobre si el delito de los paramilitares es sedición o guerra contra el Estado, o si se
trata de organizaciones para delinquir, bandidos, con los que se hace sometimiento a la justicia y
no proceso de paz, como los ha declarado la Corte Suprema de Justicia; y entonces la
reconciliación exigirá encontrar nuevos caminos jurídicos si queremos salir del problema.

Vuelvo a lo que es central en esta reflexión. Situémonos más allá de la guerra. Es decir,
situémonos en el reconocimiento de la dignidad del otro. Donde la guerra éticamente no cabe.

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Donde nadie puede ser excluido. Allí empieza, en sentido estricto, en todos los casos, la
construcción de la convivencia. Allí estamos en el lugar más apropiado para valorar hasta dónde
somos capaces de dejarnos llevar por el desafío de nuestra fe cristiana.

Frente a guerrilleros de San Lucas y el Cimitarra, frente a jefes paramilitares de San Rafael de
Lebrija y Monterrey, frente al comandante militar de la base naval, decidimos iniciar siempre
con un acto de reconocimiento: “Creemos que lo que ustedes están haciendo lo hacen porque
piensan que es lo mejor que pueden hacer por Colombia. Les pedimos a ustedes que crean que
nosotros también hacemos lo que hacemos porque pensamos que es lo mejor que podemos
hacer por Colombia”.

Sobre este acto de respeto empieza la conversación previa a todo discurso político o jurídico, o
pastoral. Es una conversación que lucha por situarse más allá de la ética de las ideologías, y se
para en la ética de la responsabilidad con nosotros mismos como seres humanos. Desnudos y
vulnerables ante nuestras propias conciencias que piden que nuestras acciones sean
manifestación de nuestra propia dignidad. Allí empezamos a explorar, en el contexto
complicado que vivimos, lleno de tensiones, de prevenciones, de odios acumulados, el camino
de la consistencia con la dignidad reconocida de los demás que se identifica con el
reconocimiento de nosotros mismos.

La base de este diálogo es el respeto mutuo. Pero es un respeto exigente. La responsabilidad con
la dignidad humana exige la coherencia y hay que entrar a fondo en esa exigencia. ¿Cómo
explica el comandante del Frente 24 de las FARC las personas privadas de la libertad en la
selva cuando él ha tomado las armas para luchar por la libertad? ¿Cómo explica el jefe
paramilitar del Bloque Central Bolívar la masacre de San Pablo cuando está actuando así para
que no se mate a nadie? ¿Cómo explica el Presidente de la República, a quien la
responsabilidad llama a informarse bien y ser veraz, el colocar en puestos públicos, repetidas
veces a hombres que resultaron criminales y el hacer alianzas políticas con grupos que
resultaron ser cómplices de asesinos? Allí, igualmente nos van a exigir y nos van a dejar
cuestionados en nuestra coherencia: ¿Por qué nosotros, que en conciencia deberíamos hablar
nos quedamos callados? ¿Por qué como educadores formamos los líderes irresponsables y
corruptos? ¿Por qué como el levita y doctor de la ley dejamos pasar cada masacre para que otro
Samaritano la recogiera? ¿Acaso no quedamos contra la pared, cuando aquí los empresarios
son creyentes, los terratenientes son cristianos, los senadores participan en la Eucaristía, las
autodefensas son católicas, la mayoría de los guerrilleros son bautizados?

Este es el cáliz amargo del diálogo difícil que tenemos que beber. No es un diálogo seguro, es
una diálogo en que morimos a nosotros mismos, desgarrador y desestabilizador. No busca la
derrota del otro, ni la auto justificación. Inevitablemente nos coloca en confusión, y como
personas y como Iglesia nos pone contra la conversión incómoda del corazón sin la cual no
habrá de nosotros fe creíble. Un diálogo que puede ponernos en peligro porque nadie cómo
puede reaccionar el otro cuando está armado. Allí salta para todos y todas la evidencia de
nuestras locuras que nos alejan de los demás, el lugar donde perdimos la ruta, nuestras
injusticias, nuestras escapadas, las mentiras que montamos; en conversaciones implacables en
las preguntas, hirientes como la espada que corta a todos los lados, largas como las noches de
la selva.

Es entonces, en la perplejidad de nosotros mismos, en el silencio en que quedamos al


encontrarnos con los otros en el abismo de nuestras sinceridades e incoherencias, cuando puede
emerger la luz que arroja el Evangelio para trascender el egoísmo y la derrota. Sabemos que la
dignidad humana no se acaba con las inconsistencias nuestras. Sabemos que Dios llega desde el
fondo de nuestra propia miseria. Pero esta experiencia en el Espíritu no se queda allí. Desde la
llamada de nuestra propia dignidad recuperada como hombres y mujeres, o redescubierta desde
la fe, surge fuerte, insistente, el imperativo que nos llama a la consistencia. Y va a demandar

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con una insistencia infatigable que todos y todas cambiemos, desde el alma, para que todas y
todos seamos posibles.

Estoy convencido que este es el trabajo más importante que tiene la Iglesia en Colombia para
rescatar lo humano. Un trabajo sin protección, sin madriguera, a la intemperie. Un trabajo
personal, de pastoral de la conciencia en el terreno del conflicto. Al lado del desplazado y del
desplazador, del secuestrado y del secuestrador, del campesino sembrador de coca y del mafioso
negociante, del guerrillero y del paramilitar, porque la solución está allí donde estalla el
problema, donde están las ovejas perdidas de Colombia, y no en las aulas y congregaciones
donde se quedan las 99 del redil. Y es, además de personal, un trabajo público, de exposición
en los medios, de debate doloroso y duro, de orientación de la conciencia de una nación
oscurecida en la inconsistencia de sus líderes políticos, económicos, sociales y espirituales.
Ambas cosas, el cuidado personal y la ética pública, requieren de reflexión teológica. De
sabiduría cargada de razones articuladas con el misterio de la revelación. De respeto al otro, de
la exigencia de ser honrados con Dios y con el ser humano, de llamada a la reparación. De
audacia. Ambas dimensiones llevan al sufrimiento y la persecución y son el lugar de la gracia
cara, para utilizar la expresión de Bonhoffer. Ambas faltan en Colombia.

Estoy convencido que el proceso con las autodefensas, los intentos de paz con la guerrilla, la ley
de justicia y paz, los avatares del acuerdo humanitario, la guerra que el pueblo no quiere de las
FARC y del ELN, los grandes mafiosos transformados en héroes, hubieran tenido otro rumbo si
la Iglesia, nosotros, hubiéramos estado en la crudeza de este diálogo personal y público desde
antes que el país se pusiera en la forma tortuosa como se ha hecho la desmovilización y sobre
los bandazos de las vías legales. Las leyes son legítimas y son claras en un pueblo cuando son
expresión de una apropiación previa de las responsabilidades personales y públicas. Si no hay
esta siembra previa en el terreno del alma colectiva de los deberes sentidos, las leyes son
artificiales, ventajosas y no sostenibles. Y esa apropiación de la conciencia colectiva solo se da
si hay un liderazgo moral y teológico que propone, moviliza, insiste, hace el debate, levanta la
crítica, aguanta humildemente el cuestionamiento, corre los riesgos, no entrega la liberad ante
nadie, acoge a todos pero ponen primero la búsqueda de la verdad que las amistades, esa verdad
que puede cortarnos a nosotros mismos.

DESARROLLO

Hasta aquí he estado hablando de la dignidad humana y de la consistencia con esa dignidad.
Este primer elemento nos da las condiciones necesarias, el punto de amarre de la fe, para
trabajar la convivencia posible. Pero para tener las condiciones necesarias y suficientes, en esta
conversación sobre la pedagogía para la convivencia y la paz, tenemos que pasar al desarrollo.

Empecemos por una afirmación: el desarrollo determina la paz. Más explícitamente, el tipo de
desarrollo que hagamos define la paz que podamos tener. Hay desarrollos que profundizan la
exclusión, la concentración de las riquezas, la violación de los derechos humanos, el
desplazamiento ilegal, y producen sociedades ricas y divididas, con mayorías pobres,
desempleados y gobiernos autoritarios para controlar a las muchedumbres. Hay desarrollos que
profundizan la participación en la producción, que garantizan a todos la educación y la salud,
que distribuyen la tierra, y tienen mecanismos de control ciudadano sobre las administraciones
públicas, y producen sociedades unidas, cercanas al pleno empleo, de confianza colectiva.
Pensar que la firma de un documento de pacto de paz entre las guerrillas y el gobierno va a
producir el desarrollo correspondiente al pacto es un error. Allí están las paces con exclusión
social de El Salvador, Nicaragua y Guatemala. No son las movilizaciones por la paz, los
discursos, los documento, los sermones de paz lo que producen la paz; es el tipo de sociedad
que hagamos, lo que va a definir si podremos o no vivir en paz.

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Por eso, como vamos a ver a continuación, hay una articulación profunda entre la espiritualidad
y por consiguiente la teología y el desarrollo. Por eso Paulo VI acuñó la frase “el desarrollo es
el nuevo nombre de la Paz”.

Por eso, y perdónenme esta alusión para hablar desde un lugar concreto, en el Magdalena
Medio el Programa que inspiran la Diócesis de Barrancabermeja y la Compañía de Jesús se
llama Programa de Desarrollo y Paz. El Desarrollo para conseguir la Paz. El desarrollo en
medio del conflicto. El desarrollo en caliente. Este Programa ha creado más de 30 mil empleos,
en 600 proyectos culturales, de convivencia, educación, de derechos humanos, de producción de
alimentos y agroindustria en cacao, caucho, bananito, frutas, verduras, lácteos.

Esto no hubiera sido posible sin la lucidez y el coraje de Jaime Prieto Amaya, nuestro amigo y
nuestro hermano obispo, y sin la tradición que lo originó. Ante de que llegara el Programa un
grupo de párrocos entre los cuales el Padre Eduardo Díaz fue el centro, y del que formaban
parte Nel Beltrán y Floresmiro López y otros, entregaron su juventud sacerdotal a la formación
de hombres y mujeres que se convirtieron en la pastoral social de la diócesis de
Barrancabermeja y hoy en día llevan con determinación y entusiasmo y grandes sacrificios el
proceso.

¿Qué buscan la Compañía de Jesús con el Cinep y la Diócesis de Barrancabermeja al impulsar


este proceso? El objetivo no es producir más cosas. Desarrollo no es aumentar el cacao, las
maderas, o los kilos de queso en una región. Tampoco es simplemente que haya trabajo bien
remunerado. El desarrollo está profundamente conectado con el ser humano, pero ¿dónde se
sitúa esta conexión?

Hemos dicho que la solución responsable del dramático problema nuestro arranca del
reconocimiento de la dignidad del ser humano y de la exigencia de consistencia con esa
dignidad, hemos puesto allí el campo primero de la labor de Iglesia de Jesucristo en la
construcción de una comunidad capaz del amor serio en las exigencias de la dignidad. Todo
nuestro discurso sobre el desarrollo también depende de allí. La dignidad que tiene cada
persona es una totalidad dada para siempre. La dignidad no puede aumentarse. La dignidad no
se acrecienta con un título de la Javeriana. No aumenta por ser elegido alcalde o presidente o
decano de facultad. No tiene más dignidad un sacerdote o un obispo que la que tiene un
campesino de la cordillera de los Yariguíez.

La dignidad no puede desarrollarse. Lo que desarrollamos son las condiciones, las posibilidades,
para que todas las personas sin exclusión, en una comunidad, puedan manifestar su dignidad,
hacer valer su dignidad, expresar su dignidad, vivir su dignidad y compartir con los demás en
dignidad, de la manera como los personas en esa región quieran. Eso es desarrollo.

Muhammad Yunus, el creador del Grameen Bank, último premio Nóbel de Economía, dice que
las comunidades sin desarrollo son como las ceibas bonsái de treinta centímetros de altura, que
tienen todas las capacidades de las ceibas de 70 metros de altura de las montañas que tuvieron
todas las condiciones para expandirse. Pero el bonsái tuvo que crecer en una caja cerrada y
todas sus raíces se enmarañaron en unos pocos centímetros cuadrados. Por eso sus flores son
pequeñas y sus frutos miniatura, y los pájaros no puede cantar en sus ramas ni puede ser
sombra de los viajeros.

El desarrollo entendido así plantea de entrada dos tareas: la tarea de definir la forma como un
pueblo quiere vivir su propia dignidad. Y la tarea de producir esa manera de vivir la dignidad
como la gente quiere.

La definición de la manera como una comunidad quiere vivir es una tarea cultural y pedagógica
de enorme labor y responsabilidad. Pide tiempo. Pide el esfuerzo de acompañar a un pueblo a
retomar las raíces históricas y el cauce de las tradiciones que lo forjaron, en medio de la

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inundación del mercado globalizado y en medio del silencio en que lo sumergió el terror. Pide la
vinculación a un paisaje, a un territorio, la experiencia inmediata de una moral primera, que no
es de principios abstractos sino de las cosas que nos hacen crecer como comunidad humana y
de las cosas que nos desbaratan. Allí emerge la identidad de nosotros y nosotras y el sentido de
pertenencia. Allí encontramos una vez más la espiritualidad, el campo de entrada del Reino. La
tarea de la universidad en las ciencias sociales: la historia, la literatura, las artes, la sociología y
la antropología cultural; la educación y las comunicaciones; y la pertinencia de la teología en el
diálogo de sentido con todas ellas. El desafío de lograr que nuestra comunidad tome conciencia
de la forma como nosotros y nosotras, en nuestras diferencias regionales, queremos vivir,
libremente, soberanamente, creativamente, nuestra propia dignidad.

La tarea de definir la vida de un pueblo es además una tarea política. Porque, en el seno de una
misma identidad cultural encontramos diferencias en la forma de sentir, intereses distintos,
complementariedades y contradicciones. Se requiere un acuerdo sobre el bien común. Y sobre la
manera de administrar la sociedad para conseguir ese bien común. Por eso la universidad tiene
las ciencias jurídicas y las ciencias políticas. Y de nuevo la pertinencia de la teología y de la
sabiduría cristiana para que desde el sentido más profundo se inspire, respetándola, la
construcción democrática de la ética pública.

Finalmente no basta poner en evidencia la manera como el pueblo quiere, en su manera de vivir,
expresar su propia dignidad; no basta llegar a un consenso sociopolítico sobre la forma como
quiere hacerlo; hay que producir la forma como nosotros queremos vivir nuestra propia
dignidad. Por eso la universidad tiene las ciencias de la salud, las ingenierías, la economía, la
administración y las finanzas, y la responsabilidad de la facultad de teología para que esas
ciencias, respetadas en su autonomía, se comprometan en la producción de la manera como
quiere el pueblo vivir su propia dignidad.

Se trata de producir los bienes y servicios que necesitan los hogares, de acuerdo con nuestra
identidad, con nuestros ríos y bosques, la manera de vestirnos propia, la forma de hacer nuestras
casas y nuestras ciudades, la música nuestra y nuestro arte, la manera de descansar y de
abandonarnos a la vida del espíritu, producir la comida que queremos. Los ribereños del
Magdalena Medio gustan desayunarse con pescado y yuca. Hace 20 años sacaban 17 mil
toneladas de pescado al año. El año pasado solo pescaron 700. Ya no hay bocachico para el
desayuno que quieren. Y ellos solos no pueden producir el desayuno que gustaban, es toda
Colombia la que ha destruido el Rió Grande de la Magdalena. Se trata de producir el empleo
para todos y todas, o lo que es lo mismo, de vincular a todos y todas en la producción, y
garantizarles el ingreso para acceder en el mercado a los bienes que nosotros mismos
producimos. La Laborem Excersen mostró que la justicia que buscamos no está en regalar a
los pobres los sobrantes de una producción en la que ellos no toman parte, sino en la
participación de todos y todas en la producción misma de los bienes y servicios que expresan
la forman como queremos vivir nuestra propia dignidad. Y producir con calidad por respeto a
nosotros mismos. Y producir con eficiencia para que los productos cuesten poco, y pueda ser
adquiridos por todos., y generen excedentes para intercambiarlos con los bienes que nosotros no
podemos hacer y que son parte también de la vida querida por nuestras comunidades.

Esto requiere que nuestro pueblo acceda a los medios de producción. Que independientemente
de sí posee dinero para pagar tenga la salud básica y la seguridad personal. Que tenga la tierra; y
puede ocupar productivamente su propio territorio. Que tenga capital para financiar los costos
de producción y mercadeo mientras le pagan el producto. Que tenga carreteras campesinas para
sacar los productos. Que tenga como preservar el agua y hacerla potable. Que tenga la energía
eléctrica necesaria. Y que puede alcanzar a la educación pertinente que le permita conocer y
disfrutar de los recursos culturales y naturales del entorno y dotarse de las destrezas para
transformar esos recursos de manera sostenible en actividades, bienes y servicios de la vida
querida.

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Aspiramos a una globalización alternativa, formada por regiones donde las comunidades puedan
vivir su grandeza como quieran, desde sus tradiciones espirituales y simbólicas. Donde los
conflictos se manejen en el respeto y la verdad. Donde no haya excluidos. Una globalización en
la diferencia, totalmente distinta de la homogenización de las multinacionales, y de la locura del
consumismo. Una globalización de la convivencia en dignidad, donde el desarrollo es el ser
humano en armonía con todas las formas de vida sobre la tierra.

Sobra advertir que el desarrollo por donde va Colombia es contrario a esta perspectiva que
apunta a las condiciones de la convivencia y de la paz. No hay interés en pensar primero en
identificar, fortalecer y construir la vida que la gente quiere. La política se orienta a producir lo
que quiere el mercado internacional. Regiones como el Magdalena Medio son consideradas
como plataforma de exportación de aceite de palma, carbón, oro y petróleo donde nos se
necesita gente. En toda Colombia la presión de los grandes y de las mafias sobre las
comunidades es enorme para arrebatarles las tierras. Los recursos públicos, en un escenario
donde los aparatos de coerción no han desaparecido, son manejados por intereses privados que
contribuyen a este desarrollo excluyente y contrario a la paz. En el campo los ricos tienen todos
los incentivos para la producción, es decir los estímulos y apoyos para invertir sus capitales y
evitarse riesgos: para ellos son las facilidades de crédito, la eliminación del impuesto predial en
el biodisel, los sistemas de seguros, la investigación, el ejército y la policía.

Hay una distancia inmensa entre la densidad de fe encarnada en las luchas sociales que
conocimos hace cuarenta años y nuestra blanda situación de hoy. El escenario mundial ha
cambiado es cierto, pero el conflicto colombiano sigue sin resolverse. Pienso que nuestro error
de utilizar de manera ingenua y no bien discernida el método de análisis marxista llevó a que la
reflexión teológica católica abandonara los campos más exigentes de la lucha por la justicia y
se quedara en un lenguaje social de generalidades, sin entrar mas en la tarea seria, arriesgada,
polémica, dura, vulnerante, por el desarrollo como construcción de las condiciones de la
dignidad humana sin exclusiones. La consecuencia de esta retirada ha sido la violencia, el
materialismo de la riqueza fácil, y el desarrollo montado sobre la codicia y la exclusión. Esta
lucha que dejamos la han intentado otros en Colombia, desde el desierto espiritual, ya sin
marxismo, esperando que los cristianos vuelvan.

Un desafío inmenso enfrenta la fe cristiana y el catolicismo en Colombia. Traerlo a


consideración o reafirmarlo en su consideración es lo que he estado tratando de hacer en esta
contribución. Lo que está en juego entre nosotros, gravemente, peligrosamente, es el ser
humano. La comunidad internacional lo siente así, por eso Colombia, sin ser un país pobre,
tiene la mayor ayuda externa de todos los países del continente. Somos un problema para el
mundo. Un problema en el que nosotros somos protagonistas. Ese problema toca nuestra fe.
Destruyen nuestra credibilidad. Sitúa nuestra tarea cristiana en el campo de dignidad sin
exclusiones de todas las mujeres y todos los hombres de Colombia, de cara a una comunidad
internacional que sabe que la situación nuestra afecta la dignidad del mundo. Requiere que nos
comprometamos en un diálogo en terreno respetuoso y valiente. En un diálogo en el que
nosotros mismos tenemos que morir a seguridades para quedar en la mitad de las
contradicciones y contribuir a hacer saltar la verdad y la justicia. Deberíamos estar en esa
encrucijada. En medio de los que llevan la iniciativa y aguantan los golpes directos del
conflicto. No somos Iglesia en la paz civil de Costa Rica o Nueva Zelanda, sino la Iglesia
situada, retados como cristianos en nuestro propio valor como hombres y mujeres. No somos
una universidad católica en la serenidad de las ciencias de la Gregoriana, Lovaina o
Montevideo. Aquí la universidad tiene que estar metida en el problema, asumirse como parte
del problema para poder ser parte de la solución. Aquí las ciencias sociales tienen que estar
encarnadas, y lo mismo las ciencias jurídicas, y las ciencias económicas y administrativas. Y
todo ese esfuerzo tiene que estar atravesado por la reflexión teológica y por las tareas que se
siguen de esa reflexión en las dimensiones personales y públicas de nuestras responsabilidades

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humanas y profesionales en Colombia donde el pueblo a pesar de todo sigue poniendo la


esperanza en nuestro señor Jesucristo.

Nada de lo que he dicho reduce mi profundo respeto por quienes en Colombia viven hasta el
fondo la grandeza cristiana, y mi alegría de ser parte de este grupo del corazón de la Iglesia que
es la SJ. Pero no puedo ver las cosas de otra forma desde la realidad cotidiana del lugar donde
vivo. Con todo respeto pienso que el cristianismo, y la Universidad católica, que en Colombia
tienen una obligación inmensa de compromiso ante la sociedad nuestra y ante la historia,
deberían estar allí. En el lugar de la dignidad, del respeto y la exigencia de consistencia, y del
desarrollo de la manera como libremente y sin exclusiones decidamos entre todos producir las
condiciones para vivir y celebrar nuestra propia dignidad. En el lugar donde nuestra sociedad se
rompe. Pienso que estar allí es lo único coherente con lo que decía Paulo VI en el Ecclesiam
Suam (n.27. Y concluyo citándolo:  “La Iglesia debe ir hacia el diálogo con el mundo en que  
le   toca   vivir:   la   Iglesia   se   hace   palabra;   la   Iglesia   se   hace   mensaje;   la   Iglesia   se   hace  
conversación... no busca primero a los que tienen méritos,  a los que tienen frutos... Sin límites  
y sin cálculo busca primero a los que están en el límite, a los que están peor...  No necesitan  
médico los que están sanos”.

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