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Capítulo II

UNA COMUNIDAD QUE APRENDE

Frente a la recurrencia de los problemas señalados, se están percibiendo voces que llaman a
volver a mirar la escuela desde su ser específico y en un contexto distinto al que postula la
modernidad. En efecto, frente a lo que ésta sustenta asociado con un reduccionismo analítico se
postula la intercomunicación: es decir, el todo es más que la suma de las partes. Frente a la
homogeneidad y la convergencia, se favorece la diversidad y la divergencia; la certidumbre, cede
paso a la no imposición de verdades y el mundo se vuelve lleno de dudas y preguntas. Se descarta
la lógica de la supervivencia del más apto y se vuelve a la cooperación y solidaridad para afrontar
las tareas y problemas. Se privilegia la conciencia participativa en vez de la maleabilidad no
participativa y el autoritarismo. Se enfatiza la necesidad de conocer los significados por sobre los
contenidos y la singularidad por sobre la estandarización, entre otros aspectos (Carreño, 1993).

Es indudable que, cambiar la perspectiva básica sostenida acerca de la escuela, implica cambiar
substantivamente lo que se cree y piensa acerca de ella, lo que demanda un distanciamiento
radical tanto de las teorías que están intentando explicar y normar su funcionamiento como de los
postulados reduccionistas de la modernidad. En general, dice Sergiovanni (1994a) las teorías que
se aplican a las organizaciones no encajan para entender la escuela. Los análisis de las prácticas
actuales de ésta, tanto administrativas como pedagógicas, están reafirmadas en forma permanente
por distintas teorías y muy particularmente por lo que las disciplinas asociadas a las organizaciones
empresariales van definiendo según sus necesidades, lo que incluso ha derivado hacia la
utilización de un lenguaje no pedagógico.

El discurso educativo actual está plasmado de términos ajenos y propios de la modernidad; Smail,
(citado por Fielding, 1994) llama la atención respecto a la confianza sublime con que se ha
impuesto un lenguaje de indicadores de desempeño, calidad total determinación de necesidades y
otros términos semejantes, lo que ha resultado en un empobrecimiento del lenguaje pedagógico
como producto de una asimilación de palabras, cuyo sentido último se encuentra en el mercado y
su poder. Un ejemplo interesante lo constituye el discurso de Kaufman (1997), quien, hablando de
la educación, se refiere al cliente externo, al beneficiario, el valor agregado, la planificación
estratégica y el resultado social. Se puede decir que el discurso educativo ha sufrido una suerte de
lobotomía heurística y moral, como acertadamente afirma Fielding (1994) dado que ha sido
colonizado por discursos ajenos, los que desafortunadamente no se cuestionan y han terminado
desvirtuando peligrosamente el sentido específico de la escuela. Se podría asumir que el uso de un
lenguaje más ético ha producido desbalances desde el punto de vista conceptual (Prieto, 1998).

El uso indiscriminado de este lenguaje no es trivial ni superfluo, por el contrario, es preciso


analizarlo a la luz de los supuestos que están subyaciendo, porque el lenguaje no sólo es un medio
que permite comunicarse, sino que representa, también, una potente fuente de poder, al tipificar las
representaciones de los significados aceptados como válidos y legítimos. De esta manera sus
representaciones se han transformado en verdades incuestionables y se ha vuelto una costumbre
el aceptarlas en forma automática, sin preguntarse respecto de la validez de las mismas e
identificar los ámbitos propios de aplicación. De lo anterior se puede deducir que el discurso
pedagógico ha sido colonizado por otros que desafortunadamente no se cuestionan y que han
desvirtuado peligrosamente el sentido específico de la escuela. En este sentido vale la pena
preguntarse: ¿qué está pasando en este país que de repente ha perdido el rumbo y han convertido
a la escuela en un lugar que hay que intervenir desde fuera, con programas de todo tipo para
controlar sus problemas?
La escuela: una organización que aprende

En un intento por redefinir la escuela se yerguen voces que hablan de ésta como organizaciones
que aprenden. Esta posición, tomada del mundo empresarial, ha establecido una estrategia de
adaptación a las condiciones de producción flexible y consumo acelerado y cambiante de la
sociedad postmoderna. No obstante, resulta ambivalente en la medida que supone tanto una
preocupación por la capacidad de aprendizaje y evolución en los centros educativos como una
forma de introducir valores empresariales y economicistas en una institución que debería regirse
por una ética educativa (Contreras, 1996, pp. 95, citando a Ball, 1993). Sin embargo, Kofrnan y
Senge (1993) argumentan que no existe aquello llamado organizaciones que aprenden corno
constructo lingüístico pues esta nomenclatura es tan confusa como los vocablos de administración
de la calidad total o reingeniería organizacional. Sólo se puede hablar de las organizaciones que
aprenden, afirman, en la medida que se toman en cuenta los aspectos propios de una cultura
basada en valores tales como el amor, la humildad, la admiración y la compasión; se desarrollen
prácticas que generen la conversación y las acciones coordinadas y la capacidad para ver y
trabajar con el flujo de la vida en forma comprehensiva.

Es necesario, por lo tanto, distinguir que en el campo educativo los conceptos de organización
deben apoyarse en las visiones de las personas que están en lugares y tiempos específicos.
También es preciso reconocer que las personas no existen en las organizaciones sino que las
organizaciones existen en y a través de las personas. Conle (1997), sostiene que no existe una
organización sin valores que la guíen, por más que se intente despojarlos de ellos pues los
aspectos sociales, económicos, políticos y psicológicos de una organización le dan forma, la afecta
y, a la vez, es afectada por ellos estableciendo un relación dialéctica entre contexto y organización.
Esto significa que una organización, al igual que las personas que las conforman, no es a-histórica,
sino que, por el contrario, existe en un espacio y tiempo determinados. Si se extrapola esta
afirmación a las escuelas se podría deducir que las escuelas no son terrenos neutrales, por el
contrario, constituyen ámbitos culturales con personas con conflictos, creencias, pensamientos y
prácticas sociales diversas. Así mismo, están inscritas en marcos de referencia políticos, sociales,
económicos, geográficos y específicos de las personas que las califican y condicionan (Prieto,
1999).

Parece evidente que las escuelas no son simples organizaciones dado que es una organización
que contiene elementos muy especiales que la diferencian de las otras, porque sus procesos son
complejos en naturaleza y contenido y están fundamentalmente relacionados con el desarrollo de
personas. Así mismo, porque contiene elementos externos provenientes de la institucionalidad
nacional que constituyen aspectos críticos que la enmarcan y definen por lo que se requiere
asumirla como una totalidad y abordarla necesariamente reconociendo su cultura, la que está
referida a una realidad institucional que engloba la complejidad e integración de las distintas partes
de un todo.

La escuela, tal y como está estructurada, está sufriendo una serie de problemas que dificultan el
logro de sus fines específicos. Kofrnan y Senge (1993), han identificado que la fragmentación, la
competencia y la reactividad constituyen disfunciones que es necesario analizar y resolver. Para
resolver la primera, se hace necesario recordar que la escuela es un todo, que sus elementos
constitutivos conforman una intrincada red que los vuelven interdependientes, es decir, que tanto la
administración, como el desarrollo del curriculum y la naturaleza de las relaciones entre los actores
van a estar permanentemente interpeladas por los requerimientos y naturaleza de los otros. Para
resolver la segunda, se hace necesario recuperar ciertas prácticas necesarias para este tipo de
organizaciones: la co-operación y el trabajo colegiado, identificando y re-descubriendo la riqueza y
potenciamiento del sentido de comunidad, lo que implica tener en cuenta los desafíos para
entenderse mutuamente y para ayudarse unos a otros en la búsqueda del logro de los objetivos y
tareas definidas como propias de la escuela. Para resolver la tercera, se requiere potenciar la
participación y el poder generativo del lenguaje, es decir, re-descubrir el diálogo como una forma
de participación real. Por lo tanto se requiere el establecimiento de un nuevo orden que la aproxime
significativamente a los actores que en ella se desenvuelven, de manera que se desarrollen y
florezcan como personas.

Escuela: una comunidad que aprende

Son muchos los autores que están llamando a una resignificación de las escuelas como
comunidades que aprenden. Esta significación no es antojadiza; antes bien, corresponde al sentido
y constitución original del hombre que es por naturaleza comunitario.

Una comunidad supone una pluralidad de personas relacionadas entre sí por un sistema de
relaciones tejidas en orden al bien común.

Implica la existencia de personas distintas, que aportan sus propias peculiaridades, características
y posibilidades. Se sostiene sobre un principio de unidad que no es, necesariamente, constitutivo
de un propósito común; aun cuando no existe duda que los miembros compartirán propósitos y
cooperarán para lograrlos. Esta tarea o misión común, emerge como producto de esta unión de
personas y por lo tanto no es algo impuesto, ni tampoco propuesto de antemano, sino que es algo
que surge de la misma unión y conjunción de fuerzas puestas al servicio del crecimiento de los
demás. Aun cuando la tarea expresa propósitos comunes no constituyen la unidad de la
asociación, dado que pueden cambiarlos libremente sin que con ello se afecte la unidad que les
caracteriza y confiere un sello distintivo que desarrolla silenciosamente a partir del crecimiento de
cada uno de sus miembros. Como dice Fielding (1998), es sólo por la comunidad que se es capaz
de ser y llegar a ser completamente uno mismo.

En consecuencia, las escuelas concebidas como comunidades que aprenden, ponen sus
estructuras organizacionales y sus procesos al servicio de las personas de manera que puedan
relacionarse como personas y no sólo como ocupantes de roles o realizadores de tarea. Construye
una cultura escolar fundada en comprensiones mutuas; fomenta valores como la solidaridad y la
igualdad; apoya activamente principios como la autonomía y la participación de todos sus
miembros; sus objetivos son definidos en términos educativos y no escolares; se respetan, valoran,
desarrollan y consideran las características específicas de las personas, no se instrumentalizan ni
usa para el logro de fines que no sean los definidos por la comunidad en vistas a un Bien Común.

Para crear esta comunidad en la escuela es necesario revisar tanto las prácticas institucionales
como las pedagógicas. Lo anterior implica que se tomen en cuenta no sólo los aspectos
tradicionalmente atendidos de una institución educativa (planes, programas, sistemas de
evaluación, etc.) sino que también los que se relacionan con los actores, con sus sentimientos,
necesidades, vivencias y realidades, tal como experimentan e interpretan los eventos, prácticas,
estilos de administración y formas de relación. Implica identificar los valores, creencias tradiciones
y objetivos morales existentes. Obliga a mirarla desde adentro, desde su vida cotidiana, la que está
configurada por todas aquellas formas concretas que integran la esencia, la apariencia, la
estructura, el acontecimiento, el orden, el azar, el conocimiento, la experiencia, lo real y lo
abstracto.

En consecuencia, resignificar las escuelas como comunidades que aprenden implica mirarlas como
una confluencia de personas con historias de vida, realidades psicológicas, sociales, políticas e
históricas determinadas. Así mismo, como personas que tejen una intrincada red de relaciones
sociales informadas por valores tales como la igualdad, solidaridad, la justicia, el respeto a la
diversidad y la búsqueda del bien común. De este modo, la presencia de criterios éticos y
educativos, referidos al crecimiento y florecimiento de cada uno de los integrantes de esa
comunidad, permite desechar fines u objetivos que apunten a la utilidad, eficiencia, eficacia, valor
agregado o clientes externos.

La gestión en la escuela y el sentido de autoridad


La administración es crucial en la configuración de un tipo de organización. De este modo, ésta le
conferirá un sello distintivo por lo que, a pesar de las regularidades y similitudes, cada escuela será
distinta de la otra y se convertirá en una especial, no tan sólo por las diferencias obvias, sino que
particularmente por los juegos de prácticas que se desarrollan, los valores que se privilegian, los
sistemas de poder que se ejercen y el tipo de participación que ejerzan los actores. En el caso de
una comunidad que aprende la gestión implica la existencia de un sistema de poder asociado a un
poder hacer cosas, lo que en este caso específico, implica lograr el crecimiento y desarrollo de los
actores a partir de unos procesos de enseñanza y aprendizajes, en y a través de una convivencia
democrática. Tradicionalmente, sin embargo, se ha considerado el poder corno algo neutro
asociado a un sistema de control y exigencia del cumplimiento de lo que las autoridades dicen o el
reglamento afirma. Este hecho obliga a plantearse el problema de la autoridad y su ejercicio.

La autoridad es un valor existente y necesario en toda organización social. Toda actividad humana
que involucre fines comunes lo requiere en algún grado. Etimológicamente, autoridad viene de
“augere” que significa acrecentar, hacer crecer. Por lo tanto, lo propio de la autoridad es su poder
vivificador, su sentido de servicio, el hacer posible el crecimiento y desarrollo de las personas a las
que sirve. Esta dimensión adquiere mayor fuerza si se piensa que la escuela es una institución
especialmente diseñada para lograr lo anterior. En este sentido ¿cómo conciliar, en una
comunidad, el servicio a las personas con la cautela del bien común? Este, en una escuela,
representa el crecimiento que experimentan las personas en sí mismas como producto de su
inserción en una red de relaciones comunitarias educativas. Para ello, es necesario establecer
mecanismos que garanticen este crecimiento a partir de la generación de instancias específicas.

Una de ellas puede ser la generación de objetivos comunes para el desarrollo de la participación y
la co-operación. Sin embargo, es necesario cautelar que los objetivos comunes se establezcan
para la cooperación en vez de crear la co-operación para el logro de objetivos comunes, como
decía Fielding (1998b). Si se hace al revés, en verdad lo que se está haciendo es instrumentalizar
a las personas y en consecuencia, se está privilegiando el objetivo común usando una forma de
operación. Lo anterior se explica a partir del concepto de desarrollo que está subyaciendo. En el
contexto educativo, se puede decir que éste ha perdido el sentido y se le enmarca sólo en una
dimensión escolar: cumplir los programas; es decir, el proceso está al servicio de los objetivos
institucionales y no al servicio de las personas. En este sentido los alumnos son objetos sometidos
a unas acciones técnicas planificadas, ajenas al servicio único y original que la escuela tiene:
desarrollar personas en un contexto abierto y estimulante, en comunidad, con personas singulares
las que en conjunto, se educan y crecen. El desarrollo humano es un proceso esencialmente
recíproco e interactivo en el cual lo comunitario y la diversidad son interdependientes. La riqueza
de lo que se es depende de la riqueza que se comparte; la individualidad es el producto y no el
precursor de la comunidad (Fielding, 1998b).

La autoridad como ejercicio

La autoridad no es sólo un valor, es también un ejercicio. Como se señalaba anteriormente, es


propio, de toda autoridad el poder. Se le puede entender como ejercicio de dominio y en cierta
forma, amenazante para la libertad de las personas, o se le puede percibir como servicio para que
cada cual pueda ser más. Es preciso, en consecuencia, cautelar su ejercicio y buscar el necesario
equilibrio. Se le puede sentir como presionando o haciendo crecer. Este ejercicio implica la
existencia de normas y sanciones que representan los caminos que llevarán a la persona por
experiencias de crecimiento. Implica racionalidad en ellas y justicia, por lo tanto, serias y jamás
accidentales para lograr las metas respecto del crecimiento de las personas. No pueden, en este
contexto ser neutrales o indiferentes: la norma o sanción racional que busca el desarrollo fomenta y
logra la autonomía; le sanción que coarta o coacciona refuerza la heteronomia.

En consecuencia, este poder en la escuela está asociado a un con poder hacer cosas para lograr
el crecimiento y desarrollo de todas las personas y de la comunidad educativa a través de una
convivencia democrática (Prieto, 1998).
Gestión participativa

El poder en la escuela tiene manifestaciones bastante identificables: se le percibe a partir de las


distintas posiciones que se producen en la estructura organizacional y que sostiene un
determinado sistema de relaciones. Cabe preguntarse: ¿Quiénes y a qué nivel se toman las
decisiones? ¿Cómo se legitiman? ¿Cómo y quiénes las ejecutan? Es por lo tanto importante que
los directores y administrativos sean capaces de escuchar las voces de los profesores y de los
alumnos; difundir sus ideas promoviendo discusiones entre todos; articular, coordinar y gestionar
las distintas iniciativas, tareas, actividades propuestas por los distintos actores, ya sean profesores,
padres o alumnos aprender a delegar funciones en distintas personas, de manera que todos se
sientan participando y por lo tanto, involucrados, favoreciendo así un clima participativo y
colaborativo. En otras palabras, es necesario realizar una gestión participativa. Avalamos las
palabras de Lincoln (1995), cuando dice: los niños y los adultos deben combinar el poder y crear
nueva formas de sabiduría cuando exploran el aprendizaje en forma conjunta.

En un estudio (Mena y Prieto, 1999), la conformación de equipos de gestión resultó ser central para
producir un cambio cualitativo substancial en la escuela. Así lo reconocía un Inspector General de
un liceo: “ha habido un reconocimiento al mérito que no pasa por la cuestión económica, sino que
por la participación, en el sentido de ir integrando a los profesores a una gran cantidad defunciones
que antes correspondían solamente al ente directivo. Eso es un estímulo y un reconocimiento de lo
que el profesor ha hecho. Es muy rico porque al menos uno tiene el gozo espiritual de ser
reconocido en su Junción y siente que puede hacer algo para que las cosas anden bien”. Otro
profesor afirmaba que “la directora ha permitido que se trabaje en equipo, no ha habido autoridad
vertical. Eso hace que cada uno trabaje tranquilo”.

También resulta muy gráfica la opinión de otra persona de una escuela: “Nos habíamos dado
cuenta con los profesores de que trabajando en equipo las decisiones no podían seguir siendo
tomadas por una sola persona y comenzaron a adoptarlas en forma más colectiva. Pero esta
disposición informal resultó no ser suficiente, ya que si bien estaban trabajando en equipo, la
directora de la época, pese a ser muy eficiente en su labor, tenía algunos resabios tradicionales
que la llevaban a seguir tomando decisiones sin considerar al equipo”.

Llama la atención en las comunidades estudiadas el que participaran los profesores en asuntos
que tradicionalmente están en manos del director. Esto quiere decir que ellos pudieron proponer
ideas respecto de asuntos importantes y estructurales del establecimiento y asumir cargos de
responsabilidad al delegar algunas funciones el director. Así lo reconocía un profesor: “se debe
tener un estilo de dirección coherente con los principios educativos. Por lo tanto no puede ser una
gestión autoritaria ni centrada en una sola persona. Aquí se conforman equipos de educadores que
van gestionando el colegio en forma participativa”. Otro director reconocía que “como la diversidad
de funciones administrativas se ha distribuido cada vez más en distintos profesores, cons-
tantemente tenemos que actualizar el manual de roles y funciones, junto con readecuar
prácticamente todos los años los reglamentos de evaluación y disciplina”.

Los éxitos en la gestión de estas escuelas, demuestra que es posible en la práctica compartir el
poder con otros implementando una gestión participativa. Ello, en la medida que todos juntos, a
partir de diversos niveles de competencia y variados aportes, encuentren los caminos que
conducirán a la escuela hacia el cumplimiento de su función educativa. De allí que sea necesario
favorecer una organización que estimule la participación de todos los actores y que se les
reconozca como interlocutores válidos. Esto implica fomentar el diálogo que incorpore a todos,
profesores, alumnos y apoderados y les haga participar activamente en los asuntos que afectan la
vida y el trabajo de la escuela.

Construyendo una comunidad que aprende: una realidad posible

En el estudio de Mena, Prieto y Egaña (1999) se identificó una escuela rural, Bocatoma, que logró
transformar su antiguo establecimiento en una verdadera comunidad que aprendía. El director y los
profesores significaron la escuela como tal y reconocieron que el cambio educativo no se producía
a través de órdenes o decretos. Las cosas no funcionan si se cree que esta condición se va a dar
naturalmente y sin un esfuerzo deliberado. Por el contrario, representaba el esfuerzo colectivo y
sostenido por construir una comunidad en la que todos sean respetados, aporten y se
comprometan con el desarrollo de todas las personas que participaban en ella. En definitiva,
representa un trabajo constante y consciente de manera de recuperar para la escuela a las
personas que en ella trabajan y estudian, es decir, implica construir una comunidad que aprende.

Para esta escuela, lo anterior estaba asociado a valorar a la persona independientemente de su


raza, creencias, cultura o características en general, lo que normalmente se da por sentado.
También reconocer que no existen saberes o aportes más o menos importantes o mejores que
otros, sino que distintos, que podían enriquecer a la comunidad entera a través del diálogo, la
comunicación constante y el trabajo mancomunado. Sólo así, alumnos, padres, profesores y
administradores serían considerados actores con voces legítimas, propias y específicas, cuyos
aportes permitirían conocer, apreciar y enfrentar los problemas desde distintas perspectivas y en
contextos específicos y no simples piezas inertes de un sistema educativo.

Valorando a las personas

Los profesores constataron que no tenían ningún contacto con los estudiantes o con sus padres,
por lo tanto, había una desconexión total y la falta de motivación de los niños y sus dificultades
para aprender tenía poco para ver con sus habilidades reales. Así lo reconocía un profesor: “no
había mucha comunicación con los alumnos; como nosotros somos los ‘huincas’ y ellos mapuches,
costaba mucho sacarles información. Eran cerrados para contar lo propio”…; por lo tanto, sostenía
otra: “trabajábamos fuera de contexto, traíamos todo lo que venía de afuera y era como hablarles
en otro idioma. Los libros venían con trenes y ellos nunca habían visto uno, con aviones, edificios,
ascensores, cosas que ellos no conocen y eso hacía que no se interesaran”.

Por consiguiente, tenían que volver a pensar las relaciones entre el conocimiento, cultura y
comunidad, no sólo para conservar los valores, tradiciones, idioma y cualquier otro tipo de
expresiones de la comunidad étnica sino que también para valorar a los estudiantes y sus padres
desde su propia realidad. Tenían muy claro que el proceso educativo no es un proceso en el que
los alumnos pasan a ser objetos-alumnos a quienes se les va sacar de su ignorancia a través de la
transmisión de contenidos desconectados de una realidad social. Ello no tenía sentido y resultaba
una tarea estéril el intentarlo. Lo que se hace tiene que estar profundamente relacionado con lo
que cada uno es, con lo que son sus experiencias cotidianas, con lo que miran y con lo que les
rodea. Por lo tanto, como lo decía el director del establecimiento teníamos que buscar primero lo
que los niños conocen y tienen a mano, por eso empezamos a trabajar la expresión escrita a través
de los mitos, leyendas y recetas típicas del lugar.

Desarrollando personas

El desarrollo de las personas se logró tanto a nivel de los alumnos como de los apoderados y de
los profesores. En el caso de los alumnos éstos aprendieron a leer y escribir muy rápidamente y
descubrieron la alegría de aprender cuando identificaron los vínculos entre la vida escolar, los
padres y la comunidad local. También aprendieron a ser solidarios: “Yo le enseñé a mi tío cómo
hacer una abonera, que es donde se echa la basura. Le dije que esas cosas orgánicas que
botaban podían hecharlas en un cajoncito y hacerlo de abonera en una esquina de la huerta. Lo
hicieron y les resultó porque ahora las plantas salen con más fuerza” (alumno). Otra alumna decía:
“hay mamas que no saben ni escribir y uno les va enseñando. Por eso que uno tiene más ganas de
aprender”. Otra alumna sostenía que “si un familiar le pregunta qué significa eso puede
responderle y no pasar vergüenza”.

Los alumnos aprendieron a trabajar colaborativamente: “antes trabajábamos individualmente, cada


uno por su lado y ahora cuando hacemos trabajos de grupo todos ayudan a hacer algo”, afirmaba
una alumna. Aprendieron a ser responsables tal como lo reconoció el director: “antes los niños
estaban acostumbrados a que uno les explicara todo en la pizarra. Cuando empezamos a cambiar
aparecimos como guías y no les decíamos lo que tenían que hacer. Al principio preguntaban ¿y
qué tengo que hacer ahora? Ahora a los chicos uno les asigna un trabajo, les da una pauta y lo
hacen. Ya pueden trabajar solos”.

Los profesores, a su vez, también aprendieron a trabajar conjuntamente y comprendieron que


tenían que aunar esfuerzos para diseñar la mejor forma de trabajar. No fue una tarea fácil, sin
embargo, lo lograron. Como lo expresaba un profesor: “ahora nosotros trabajamos
colaborativamente. Ahora frente a cualquier cosa que pasa nosotros reflexionamos y alcanzamos
ciertas soluciones. Pero al principio no era en absoluto fácil. Para mí la parte más difícil era
aprender a aceptar críticas”. Otro dijo: “la parte más importante de trabajar juntamente yace en el
compromiso que uno adquiere. Desde el mismo momento que uno ha participado en el plan de un
proyecto uno quiere que funcione. Si es generado por un extraño uno no se siente comprometido,
pero si uno ha sido parte de él uno hará su mejor parte para que este funcione”.

Incorporando a los padres

También los padres fueron incorporados al trabajo escolar. En efecto, en lugar de usar los libros
enviados por el Ministerio de Educación, los padres narraron en las aulas sus mitos, tradiciones y,
en general, hablaron de su cultura y de este modo se transformaron en recursos de aprendizaje
para sus hijos. El director contaba: “primero, nosotros teníamos que encontrar lo que les era
familiar. Entonces empezamos a trabajar el idioma escrito a través de los mitos, leyendas y
tradiciones. Sus padres los conocen y podrían recontarlos. Así, los niños no sólo aprendieron a leer
y escribir o a expresarse oralmente sino que también a escuchar y aprender sobre su cultura, lo
que mejoró la relación con sus padres”.

Los padres reaccionaron positivamente: “Nosotros estamos ahora contentos porque hemos
comprendido que los profesores no consideran que son los únicos que pueden enseñar a nuestros
niños y ellos nos piden que los apoyemos y así trabajamos juntos”. Otro padre dijo: “nos gusta que
nuestros niños vayan a la escuela ahora. Los profesores les enseñan nuestra propia cultura, nos
sentimos importantes y no despreciados o rechazados”.

Esta actitud resultó en una verdadera experiencia formativa, en la que se aprendió colectivamente,
a partir de la participación y el diálogo, a desarrollar habilidades cognitivas y sociales que
permitieron a sus miembros comprender y valorar lo que tenían, descubrir sus necesidades y
problemas y a participar activamente en la comunidad en que vivían. En otras palabras, se
transformaron en una comunidad que aprende, como afirmaba un profesor: Yo concibo a la
escuela como un lugar de encuentro donde todos venimos a aprender y a entregar lo que
sabemos, los alumnos y los profesores. El director de colegio, a su vez, sostenía: Yo creo
fuertemente que la escuela es un lugar donde todos nos encontramos y aprendemos entre
nosotros. Cada uno tiene algo que ofrecer y contribuir. Se puede deducir, por lo tanto, que cuando
la escuela se transforma en una verdadera comunidad, todos encuentran la posibilidad de aportar y
apoyar el trabajo, de modo que todos aprenden y crecen como personas.

En consecuencia, para lograr la construcción de una comunidad que aprende es necesario


descentralizar y democratizar el poder, reconocer el derecho a voz de los alumnos, de los
profesores y de los padres; disminuir el poder personal de los directores y reconocer las necesida-
des variadas y los problemas que surgen en el proceso de aplicación de una decisión; en resumen,
se trata de crear instancias de participación comunitaria. Según sea el resultado de este proceso
de compatibilización, la administración de una escuela resultará autoritaria o democrática;
centralizada o descentralizada; rígida o flexible; represiva o favorecedora del desarrollo de las
personas.
Capítulo III

LAS RELACIONES SOCIALES EN UNA COMUNIDAD QUE


APRENDE
Las relaciones sociales en una escuela constituyen el eje de la construcción de una comunidad que
aprende. Se tejen en torno a una intrincada red sustentada sobre bases institucionales y
personales. Las dos modalidades coexisten simultáneamente y determinan ciertas características
específicas para cada escuela que integra tanto las formales como las informales. Las
combinaciones y tensiones entre ambas redes tanto como las modalidades y contradicciones que
se producen califican y determinan todo el ambiente escolar y conforman un modo de vida
específico. Estas características especiales necesitan ser identificadas para poder comprender los
efectos, consecuencias e impactos en los distintos actores sociales comprometidos en ese
contexto.

Se podría decir que, en general, las relaciones en la escuela surgen de un modelo de organización
planificada, orientada y regulada para conseguir determinados fines. Se inscriben en una
modalidad totalmente diferente de lo que puede existir en otra organización o agente educativo,
dada la naturaleza propia del proceso que se produce en la escuela y que se puede definir como
eminentemente formal. Esta formalidad está dada por la estructura jerárquica, los roles y status
previamente definidos, los objetivos intencionados, los contenidos preestablecidos y los fines
perseguidos deliberadamente, por lo tanto, se puede decir que son más bien burocráticas e
instrumentales.

Si una escuela se ve a sí misma como una comunidad, las relaciones sociales tendrán una
naturaleza y estructura muy especial. Estas requieren, necesariamente, para que trasciendan el
aspecto técnico de simple comunicación de mensajes, la comprensión mutua de valores y
significados y la interpretación recíproca de los actos propios en el contexto de la cotidianeidad que
está definida y enmarcada en un contexto físico, institucional, histórico y cultural. Cada intercambio
puede revelar la existencia de significados no siempre compartidos, de elementos implícitos y
contradictorios, de ambigüedades, confusiones y problemas que lo convierten en un proceso
altamente complejo y que, por lo tanto, requiere de negociaciones permanentes para una
comprensión recíproca.

Por lo tanto, en una comunidad se subentiende la necesidad del diálogo para poder entender y
significar el mundo de una manera que abarque las distintas significaciones de los diversos
actores. La perspectiva comunicativa inspirada fundamentalmente en Habermas (1989), concibe a
todas las personas como sujetos en diálogos intersubjetivos por medio de los cuales se desarrollan
teorías y prácticas transformadoras por lo que, en este contexto, ningún sujeto puede considerarse
poseedor de la verdad. En consecuencia, los intentos de los profesores por entender y/o interpretar
las voces de los alumnos o de los directores por entender a los profesores y alumnos y proponer
unilateralmente soluciones a los problemas que les aquejan resultan invalidados.

Sergiovanni (1994b), sostiene que las relaciones en una comunidad tienden a ser más informales,
cercanas y cooperativas; se toma conciencia de la existencia de personas que demandan una
preocupación, la que se considera legítima en la medida que reflejan necesidades. De esta
manera, estas relaciones personales se producen en el contexto de la vida cotidiana y representan
el modo como conviven diariamente los alumnos, profesores y directivos, y en consecuencia
constituyen el ámbito formativo específico en el que se generan y desarrollan las personas.
Constituyen lo más genuino de la comunidad escolar pues se desarrollan en forma libre y
espontáneas, independientemente de las posiciones jerárquicas propias o de la consecución de
objetivos instrumentales. En este contexto comunitario, la subjetividad, las emociones y el sacrificar
los intereses propios en favor de los demás miembros de la comunidad son reconocidas como
existentes y válidas. De esta manera, estas relaciones rompen el esquema instrumental dado que
se mueven por sentimientos, intereses, necesidades, problemas, actividades y situaciones variadas
relacionadas con el crecimiento y florecimiento las personas (Prieto, 1998).
Los efectos de estas relaciones tienen repercusiones importantes al interior de la estructura formal,
por una parte, al incorporar elementos afectivos que son canalizados a partir de estas relaciones
cara a cara y por otra porque delimitan y recuperan un conjunto de actividades y características
heterogéneas comprendidas y articuladas por sujetos particulares. Las actividades que se
desarrollan en el contexto de la escuela y que implican las relaciones personales pueden ser
comprendidas como cotidianas sólo en referencia a los sujetos, es decir, se circunscriben a
pequeños mundos, cuyos horizontes se definen diferencialmente de acuerdo con la experiencia
directa y con la historia de vida de cada sujeto (Rockwell y Ezpeleta, 1983).

Principios orientadores de las relaciones comunitarias

Los principios centrales que informan las relaciones comunitarias son la subsidiaridad, la
solidaridad y la participación. La subsidiaridad es el principio que establece y determina el
necesario equilibrio que debe existir en las relaciones personales al interior de una comunidad que
aprende. Este principio está asociado al hecho que los sujetos actores, según su naturaleza y
competencia y en los niveles que corresponda, se transforman en los primeros en implementar sus
propias responsabilidades y pueden, de esa manera, asumir en forma responsable las decisiones
colegiadas.

La solidaridad es un principio clave en el ámbito de las relaciones comunitarias pues contiene e


indica la relación fundamental que debe existir entre los miembros de una comunidad. Indica la
íntima interdependencia que existe entre los actores y obliga a preocuparse recíprocamente a cada
persona de la comunidad y a la comunidad de cada persona. En otras palabras, refleja la búsqueda
y desarrollo del bien común.

La participación plantea que todos los miembros de una comunidad tienen el derecho y deber de
hacerse partícipe del proyecto común, de tomar las decisiones que les afectarán de acuerdo a los
respectivos niveles de competencia y de desarrollar actividades y acciones tendientes a mejorar la
calidad de la vida comunitaria. De esta manera, cada uno contribuye vitalmente al desarrollo del
bien común, de tal modo que el resultado del proceso formativo y la gestación de su logro, sea
considerado como propio por cada miembro y no necesariamente impuesto. En definitiva, implica
que cada cual participa y tiene su lugar en ella, y ese lugar define y califica los procesos que se
viven y desarrollan al interior de ella. Por todo lo anteriormente dicho se puede concluir que la
participación es la clave para el entendimiento recíproco y para la constitución de una verdadera
comunidad que aprende.

La participación en la comunidad escolar

La participación constituye un fin en sí misma, ya que tal hecho expresa valores sociales; sin
embargo, no puede ser considerada sólo como un principio formal, por el contrario, debe
expresarse en un ejercicio sostenido en todos los ámbitos de acción de las escuelas, es decir, en
una gestión participativa, en la elaboración y aplicación de proyectos, planes y programas, y muy
especialmente en el trabajo en el aula y la regulación de la convivencia en torno a los principios
que la constituyen.
Promover la participación de los actores de una escuela representa un esfuerzo que resulta en una
serie de ventajas: por una parte, permite compartir los conocimientos y habilidades entre todos,
aprovechando las de cada cual, según la naturaleza específica del proceso en el cual están
involucrados y el tipo de la actividad propuesta; apoya el proceso de construcción de la identidad
propia dado que cada cual desarrolla sus potencialidades en una relación recíproca y aprendiendo
de los demás; favorece el desarrollo de la autoestima dado que permite a los actores actuar
demostrando sus capacidades al interior de un grupo. Por otra parte, también favorece el desarrollo
de nuevas capacidades al tener que asumir cada integrante distintas actividades en las que se
considera a veces capacitado para realizarlas y en otras que aprende de los demás; apoya el
desarrollo de las habilidades comunicativas dado que no sólo obliga a dar a conocer lo que se
piensa sino que también ayuda a entender las posiciones de los demás.
La participación no es un acto único ni se expresa de una sola forma. Muchas veces se piensa que
participar es votar. Aun cuando votar es importante, la participación va más allá de este acto y
permite a las personas incorporarse a los ambientes y procesos de muchas maneras. Participar
representa un continuum que va desde la forma más simple como es el ejercicio del derecho a la
información y el deber de estar oportunamente informado respecto de lo que está sucediendo en
su país, comunidad, escuela o familia; pasando por la expresión de opiniones, percepciones,
sentimientos y puntos de vistas, en otras palabras, dando a conocer sus voces; siguiendo con una
participación más activa como lo es el tomar decisiones respecto de los asuntos que están
afectando y tienen relación con la vida cotidiana de las personas y/o emprendiendo acciones
relacionadas con la solución de problemas o la realización de actividades diversas encaminadas a
mejorar la calidad de las condiciones de vida de las personas.

En términos específicos, la participación en la escuela representa un proceso de comunicación,


decisión y ejecución que permite el intercambio permanente de conocimientos y experiencias, y
clarifica el proceso de toma de decisiones y compromiso de la comunidad en la gestación,
programación y desarrollo de acciones conjuntas (Murcia, 1994, pp. 15). Lo anterior implica que los
actores de una escuela operan a partir de una participación activa, deliberada, organizada,
eficiente y decisiva: activa, dado que se asume un pleno conocimiento y conciencia del contenido y
alcance, de la misma manera que se subentiende la existencia de una noción definida de las
formas, medios, alcances y oportunidades en las que esta acción debe producirse. Es organizada,
en cuanto implica operar a partir de mecanismos y procedimientos adecuados al problema. Es
eficiente, en cuanto se espera un alto grado de rendimiento para lograr las transformaciones
esperadas y requeridas. Es decisiva, dado que se produce de acuerdo a los aspectos centrales y
sentidos por los participantes. Lo anterior se traduce en la toma de decisiones centradas en una
comunicación y delegación de funciones constantes. Compartir información implica compartir el
poder en el entendido de la existencia de confianza hacia las personas involucradas.

Resulta muy esclarecedor reproducir las palabras de Freire (1996), respecto a las características
que tiene la verdadera participación en la escuela: la participación, en cuanto ejercicio de la voz, de
tener voz, de asumir, de decidir, en ciertos niveles de poder, se halla en directa relación con la
coherencia del discurso y práctica educativo-progresista que tienen los educadores y educadoras...
Constituye una alborotada contradicción, una práctica educativa que se realiza dentro de modelos,
de tal forma rígidos y verticales que no queda lugar para la más mínima posición de duda,
curiosidad, crítica, sugerencia, presencia viva, con voz de profesores y profesoras los que deben
quedar sumisos frente a los paquetes (curriculares); de los educandos cuyo papel se resume al
deber de estudiar, sin indagar, sin dudar... De los padres o madres que son invitados a ver la
escuela o para fiestas de fin de curso o para recibir quejas sobre sus hijos o para encargarse en
grupos de la reparación del edificio... En los ejemplos que doy, tenemos de un lado la prohibición o
la inhibición de la participación; de otro, la falsa participación (pp, 92).

La participación de los profesores

Los profesores han sido los grandes ausentes de las decisiones que se toman respecto de la
institución, los contenidos y en general de todas las materias que afectan su ejercicio profesional.
Sandoval (1999), sostiene que aun cuando los profesores pueden tener algún grado de
participación ésta se reduce a aplicar y contextualizar, en el mejor de los casos, los currícula
oficiales dado que la tarea de construirlos está en manos del Estado. En consecuencia, el profesor
queda relegado a un papel de ejecutor o técnico que debe aplicar el curriculum en un contexto
determinado (pp. 371). La Reforma en curso, prosigue este autor, asigna al profesor un rol más
activo en la elaboración del curriculum y lo concibe como el de usuario-elaborador, como alguien
que puede interpretar y transformar los materiales y desarrollar nuevas alternativas. Sin embargo,
de hecho, lo anterior está lejos de materializarse. Según datos de Sandoval, en la Región
Metropolitana, que agrupa el 23.23% de los colegios del país, de un total de 2.265 sólo 274 han
desarrollado planes propios. Este dato lleva a concluir respecto de la magra posibilidad que han
tenido los profesores de participar en la construcción del curriculum.

Sin embargo, es hora de reconocer que su participación en los temas de su competencia es


crucial. Anderson, Herr y Nihlen (1994, citando a Cochran-Smith y Lytle, 1993) afirman que los
profesores deberían estar entre los que tienen autoridad para construir conocimiento acerca de la
enseñanza, el aprendizaje y los procesos escolares. Ellos, de alguna manera, necesitan y deben
hablar acerca de sus experiencias y perspectivas sobre la enseñanza y el aprendizaje en sus
propios términos; de hecho, saben mejor que nadie lo que pasa y no pasa en las aulas. Tienen sus
percepciones y explicaciones respecto de los problemas, por lo tanto sus voces deben ser
escuchadas y valoradas. Shannon (1993) sostiene que en la voz está el medio por el cual nos
hacemos conocidos, describimos nuestra experiencia y participamos en las decisiones que afectan
nuestras vidas... la voz se transforma en los ejes que articulan el uso del lenguaje de una persona
que permite vincular propiedad, elección, autenticidad y autonomía intelectual (pág. 92).

Los profesores son poseedores de un enorme y rico material educativo, producto no sólo de su
formación profesional sino que también del resultado de sus experiencias cotidianas en las aulas,
lo que les proporciona un importante conocimiento respecto de cómo y qué aprenden los
estudiantes, qué les interesa, etc. Por lo tanto, la voz de los profesores, que expresa sus opiniones,
debe formar parte de los debates respecto de los temas que son de su incumbencia, y muy
especialmente respecto de los cambios en la educación que se están suscitando en el sistema
educativo.

La participación de los estudiantes

Dado que los estudiantes son el centro y el sentido de la escuela, la calidad de sus experiencias
formativas constituye un aspecto clave de su proceso de formación. Existen diversos fundamentos
que muestran la necesidad de favorecer la participación de los estudiantes en sus procesos
educativos como una forma evidente de convertirlos en los protagonistas de su desarrollo. Uno de
éstos está referido al cambio que ha experimentado el discurso de profesores e investigadores en
el sentido de considerar el aprendizaje como el proceso de construcción personal de un saber, lo
que implica necesariamente la actividad del estudiante. Es decir, se plantea un aprendizaje para
una construcción y comprensión a través procesos deliberativos e interactivos.

En consecuencia, favorecer la participación de los alumnos implica, a lo menos escuchar y


fomentar la expresión de sus voces. Sin embargo, se ha desestimado sistemáticamente el derecho
y necesidad que tienen de hablar por sí mismos y sus voces han permanecido separadas de los
problemas que los aquejan. Juan Bautista Martínez (1998), sostiene que desconocemos lo que
piensa y dice el alumnado como consecuencia de que no lo escuchamos. Los estudiantes se
expresan continuamente y narran sus vivencias de manera bastante natural Sin embargo no
escuchamos lo que dicen. No utilizamos criterios o formas estratégicas para poder atender al
contenido de las expresiones del alumnado ni llegamos a considerarlo como un contenido
importante para la relación pedagógica (pág. 56).

Tal como se decía anteriormente la voz difunde los significados y perspectivas más profundas de
las personas y en el caso de los estudiantes revela sus propias comprensiones acerca del mundo
escolar y la realidad que están viviendo y refleja sus esfuerzos por definir por sí mismos lo que
piensan, experimentan y esperan. Es preciso reconocer, no obstante, que escuchar sus voces y
comprender sus necesidades, expectativas y problemas no es fácil.

No obstante lo anterior, en el diario vivir con otros, se funciona con la idea de que las interacciones
son procesos lineales de decodificación mecánica. Muchos autores resaltan, por una parte, la
dificultad que tienen los adultos para entender lo que los jóvenes dicen y por otra, el que las
categorías de los adultos se enfrentan y contraponen muchas veces a la de los jóvenes
produciéndose la incomunicación. En consecuencia resulta difícil interpretar lo que dicen los
estudiantes y los adultos tienden a desconocer o ignorar las redes de significaciones tejidas por
ellos, dada la dimensión idiosincrática de los significados personales. Por esta razón las
interacciones generalmente generan deformaciones en la recepción de las comunicaciones y, en
consecuencia, de la comprensión mutua de los significados (Porlán, 1997). La interacción se
dificulta aún más por la gran distancia existente entre el lenguaje de los alumnos y el de los
adultos, dadas las distintas estructuras cognitivas que tienen para aprehender la realidad, las di-
ferentes mediaciones culturales intrínsecas a cada actor y las consiguientes construcciones de
significados diferenciadas.

Se puede deducir, por lo tanto, que no existe la forma de entender o de interpretar el mundo, ni los
adultos tenemos las claves para ello: los significados son personales y en consecuencia las
decodificaciones también. En consecuencia, los intentos de los adultos por interpretar las voces de
los jóvenes y/o proponer soluciones a los problemas que les aquejan resultan invalidados, sin
embargo, en ocasiones es posible reconocer que se habla acerca de los estudiantes a partir de las
propias interpretaciones y pseudo traducciones de los adultos. Linda Alcoff (citada por Fielding,
1998b), llama la atención respecto de las implicancias de hablar por otros y dice que tanto en la
práctica de hablar por otros como en la de hablar acerca de otros me estoy involucrando en el acto
de representar las necesidades, objetivos y situaciones de otros, y de hecho, estoy representando
lo que son. Los estoy representando como si fueran así y así, o en términos post estructuralistas,
estoy participando en la construcción de sus posiciones de sujetos (pág. 2).

En consecuencia, los intentos de los adultos por interpretar las voces de los jóvenes y/o proponer
soluciones a los problemas que les aquejan resultan invalidados. Su voz constituye un reflejo de
sus prácticas y esfuerzos por definir por sí mismos lo que piensan, experimentan y esperan. Por lo
tanto, es posible hablar significativamente en nombre de los otros sólo en forma vacilante, pues los
adultos carecen no solamente de la comprensión, sino que también de los medios para entender
verdaderamente a aquellos cuyos intereses y causas intentan representar, dado que según Jean
Ruddock et al (1996), los marcos de referencia por los cuales los jóvenes dan sentido al mundo no
han sido estandarizados todavía a la norma adulta (pág. 3, Prieto y Fieldiag, 2000).

De esta manera, fomentar la expresión de las voces de los estudiantes, de manera de conocer lo
que piensan, creen, perciben o proponen respecto de procesos de aprendizajes, actividades,
problemas u otras aportaciones relacionadas con asuntos que les afectan constituye una de las
formas más simples de participación. No obstante, la participación de los estudiantes en la escuela
debe ir mucho más allá que la mera expresión de sus voces y se debe plasmar en la dinámica de
los procesos formativos de manera recurrente y cotidiana. Esto no sólo es necesario sino que
posible pues existen innumerables formas de participación de los estudiantes, las que,
lamentablemente, no se implementan o desconocen por lo que no se logra conocer su significado o
alcance.

Coll et al (1995), proponen favorecer al máximo la participación de todos los alumnos en las
distintas actividades y tareas, incluso si su nivel de competencia, su interés o sus conocimientos
resultan en un primer momento muy escasos y poco adecuados. Lo anterior implica diversificar los
tipos de actividades de manera de posibilitar la elección por parte de los alumnos de las tareas. Por
lo tanto, se requiere plantear actividades con opciones o alternativas, que tome en cuenta los
diversos niveles posibles de ejecución final. La posibilidad de recurrir a materiales de apoyo,
formatos y niveles de dificultad diversos puede ayudar a que los alumnos dispongan de más
mediadores que les permitan participar efectivamente y expresar sus comprensiones y significados
particulares.
Φ
El estudio anteriormente nombrado sobre educación para la democracia en las escuelas llama
poderosamente la atención el que los estudiantes no descubran la importancia y necesidad de la
participación en todas sus formas y sólo la mencionen embrionariamente asocio a la elección de
representantes. Esto es el resultado de lo que acontece en la sociedad en general y en la escuela
en particular. A falta de explicación, reconocimiento y práctica de lo que verdaderamente es


Proyecto FONDECYT 1990694
participación se parodia en elecciones y ritualiza en votaciones. De hecho la mayoría de los
estudiantes asoció la participación con la elección de sus representantes, tanto en el Centro de
Alumnos como el Consejo de Curso. Muchos autores han objetado el que la participación se la
entienda sólo como el ejercicio ciudadano de votar en las elecciones de representantes. La
democracia trasciende este acto y se ubica en la participación activa en otras instancia, en general,
en todas aquellas que involucran temas importantes respecto de lo cual los ciudadanos tienen algo
que decir, pues está afectando sus vidas, es decir, se incluye la escuela (Meir, 1996; Dayton, 1995;
Shannon, 1995; Barber, 1992).

Los estudiantes aluden a una democracia que no genera las condiciones para una convivencia en
la que todos son incluidos en su construcción y que tampoco promueve la participación de todos
como una práctica cotidiana sino sólo en esporádicas elecciones. Perciben que no tienen cabida en
la construcción de esta comunidad y se sienten ajenos a lo que pasa. Es lo que les lleva a decir
que “yo no estoy ni ahí ¿cachai? Yo vivo mi vida y no estoy ni ahí de andar pelando ni luchando por
ninguna h…., cachai? Vivo mi vida y dejo vivir”. Es decir viven al margen de la sociedad, no tienen
ninguna intención de participar, pues todo les es ajeno, sin sentido y sin importancia. Se podría
asumir que lo que subyace es un sentido de alienación que se manifiesta como una suerte de
indiferencia. Sin embargo, esta interpretación parece ligera y simple dado el hecho que ellos tienen
sus razones: se sienten discriminados, descalificados e ignorados; no se les toma en cuenta, no
participan y no pueden ejercer sus voces. No quieren ser considerados enemigos a los que hay
que destruir psicológicamente a través de la descalificación, la indiferencia o el etiquetamiento. La
escuela no logra incorporarlos como actores activos y con responsabilidad en los destinos del país.
No se puede olvidar que educar para la democracia es trasladarse de una posición de considerarse
objetos a quienes las cosas les pasan hacia una posición de verse como sujetos, con el derecho, la
habilidad y la responsabilidad de participar en las decisiones que afectan sus vidas
(Shannon,1993).

No la significan como una manera de expresar las necesidades y demandas de los distintos
grupos, cuyas voces y prácticas contienen una validez fundada en los principios que informan la
convivencia en democracia. Linda Darling Hammond (1996), llama la atención respecto del papel
crucial que le cabe a la escuela en la configuración de una sociedad que permita a las personas
comprenderse mutuamente y sentirse capaces de construir una comunidad en conjunto. Si los
estudiantes carecen de una educación sistemática en estas materias, ¿cómo las van a conocer? Si
no las conocen, ¿cómo las van a sentir y vivir? Si no participan, ¿cómo van a aprender a
participar? En este contexto cobran importancia las recomendaciones del Informe sobre la 45
Conferencia Internacional de Educación de la UNESCO (1996), que afirma que la educación no
puede contentarse con reunir a los individuos haciéndolos suscribir a valores comunes forjados en
el pasado. Debe también responder a la pregunta: vivir juntos, ¿con qué finalidad? ¿para qué? y
dar a cada persona la capacidad de participar activamente durante toda la vida en un proyecto de
sociedad construida en conjunto (Prieto, 2000).

La convivencia social no se construye eliminando al otro, sino que por el contrario, los valores que
la informan convocan a todos los miembros de una comunidad para que utilicen lo que saben para
el logro del bien común. La escuela necesita vencer la indiferencia y asumir un activo papel en el
fomento, cultivo de la participación de manera de cautelar la inclusión de todos con un profundo
respeto por la diversidad. Los beneficios de la educación pueden lograrse mejor en la medida que
la diversidad no sea un argumento para la exclusión y un mayor número de personas participen en
el proceso formativo. Tal como dice John Dayton (1995), la educación en los valores democráticos
puede llevar a la maravilla del descubrimiento y la promesa de una mejor comunidad (pág. 137). Es
decir, una comunidad se construye con la participación de todos. Adquieren sentido, entonces, las
voces de los/as estudiantes cuando reclaman su derecho a expresar ideas, opiniones e iniciativas
sin temor a ser descalificados o desoídos. Lo anterior, porque en una sociedad democrática no
existen los enemigos sino que personas que son y piensan distintos y que tienen ese derecho.

Al resignificar la escuela como un centro comunitario se está promoviendo una educación que
atienda a las necesidades de formar para la convivencia fundada en los valores que la constituyen,
lo que significa, en otras palabras, formar personas comprometidas y motivadas por el bien común.
En este contexto, la participación de todos los actores representan procesos constitutivos de la
misma. Sin embargo, el sistema educativo ha legitimado, sobre la base de argumentos de escaso
valor educativo, un patrón que mantiene ausentes o distantes a los estudiantes y por lo tanto sin
una participación real y constante en sus procesos formativos: se habla de su inexperiencia para
representar sus perspectivas; su irresponsabilidad cuando se les asignan tareas; su incapacidad
para pensar como corresponde; su dificultad para identificar sus problemas; o bien, lisa y
llanamente que no tienen interés, entre otras razones (Fielding y Prieto, 1999). En otras palabras,
se les margina e infantiliza aplicando el supuesto de la ideología de la inmadurez (Grace, citada por
Ruddock, et al 1997). Por lo tanto es necesario escuchar las voces de los alumnos y conceder los
espacios necesarios para que ellos se involucren en los procesos a los que están siendo sometidos
y que les afectan. En el fondo, es reconocerles su calidad de personas con autonomía y capaces
de entender y tener sus posiciones, en otras palabras, de ser protagonistas. Este protagonismo
sólo acontece cuando los alumnos viven la experiencia de ser sujetos de sus propios procesos de
aprendizaje y desarrollo como personas. Dado que este proceso no es algo sobre los alumnos sino
que de y con ellos, los profesores se convierten en simples cooperadores, en calidad de
facilitadores de estos procesos.

Aun cuando las escuelas poseen instancias de participación estudiantil como los Consejos de
Curso o los Centros de Alumnos, su participación en éstos se remite a la organización de fiestas u
otras actividades de escasa significatividad. Se podría deducir de lo anterior que los espacios no
garantizan per se la participación; para que permitan una participación real hay que fortalecer la
autonomía de los estudiantes y facultarlos para que tomen sus propias decisiones y propongan las
acciones que ellos consideran importantes, conjuntamente con el desarrollo de sus habilidades
analíticas y críticas para que puedan expresar sus voces. En consecuencia, el apoyar y fomentar la
expresión de sus voces les ayudaría a convertirse en agentes de su propio aprendizaje e
instrumentos de sus propios procesos de cambio (Mena y Prieto, 1999; Fielding y Prieto, 1999;
Fielding, 1998; Wallace, 1997; Feuerverger, 1997; Rudduck et oí, 1997; Thiessen, 1998; Nieto,
1994).

Por lo tanto, es crucial, en consecuencia, desarrollar las habilidades necesarias para la


participación. Esta formación está asociada con el desarrollo de la capacidad para la toma de
decisiones y la responsabilidad en las iniciativas que llevan a cabo, tanto en forma individual como
con otros; con el desarrollo de la inventiva mediante la posibilidad de trabajar creativamente con
distintos recursos, medios y métodos; con la capacidad de trabajar en grupos; con el desarrollo de
estrategias metacognitivas que les permite seleccionar, organizar y trabajar con la información
como también el desarrollo de habilidades analíticas y críticas y fomentar su expresión. Pero es
necesario ofrecer oportunidades para que los alumnos se hagan responsables de sus procesos
formativos desarrollando sus capacidades individuales.

Experiencias de participación estudiantil

En el estudio de Mena, Prieto y Egaña (1999), nombrado anteriormente la forma de trabajo de esos
liceos y escuelas demostró que es posible desarrollar y practicar la participación de los estudiantes
si se les ofrece la oportunidad de involucrarse en actividades que tengan sentido para ellos, si se
les incorpora en el análisis y evaluación de sus experiencias de aprendizaje y se promueven
situaciones y actividades en las que se puedan ayudar entre ellos. Estos establecimientos
educativos tomaron conciencia de que los alumnos no pueden disociar vida exterior y vida escolar
y privilegiaron formas de trabajo próximas a sus vidas cotidianas y que respetaran sus preferencias
y realidades personales y culturales. En suma, consideraron el aprendizaje no como una secuencia
de pasos para alcanzar una meta en la que se acumula información, sino como un complejo
proceso de desarrollo de personas en el que el alumno se constituye en el protagonista del mismo.

Por ejemplo, un liceo incorporó a los alumnos en la discusión del nuevo curriculum. Para llevarlo a
la práctica, se reunieron con los alumnos y se les administró una encuesta en la que pudieron
manifestar su opinión respecto a lo que les interesaba. La asignación de una responsabilidad como
ésta revela una disposición colaborativa genuina del establecimiento. No tienen miedo a consultar,
a solicitar apoyo, a ofrecer oportunidades para la participación a los alumnos en algo tan
importante como es la definición del curriculum pues, como sostenía el director, “el liceo no es sólo
de los profesores y directivos, los chicos también forman parte”.

Fue recurrente observar los esfuerzos desplegados para enseñar a los alumnos a participar en
grupos, de manera de que fueran responsables individual y colectivamente de sus aprendizajes.
Los alumnos, aun cuando tuvieron que aprender a hacerlo, una vez que adquirieron la habilidad,
demostraron ser muy responsables. Tal como lo expresaba una alumna: “Antes trabajábamos
individualmente, cada uno por su lado... como en quinto empezamos a trabajar en grupos. Al
principio no lo encontrábamos tan entretenido porque algunos trabajaban y otros no, pero después
empezamos todos a trabajar, como que aprendimos a trabajar en grupos y ahora cuando hacemos
grupos todos ayudan a hacer algo”. En un liceo, una alumna comentaba: “empezamos a trabajar
harto con talleres y grupos. Los profesores nos dan trabajos de investigación, piden que
preparemos los temas y que los expliquemos al resto de las compañeras”. En este mismo contexto,
una profesora sostenía que trabajar en grupos o solicitarles trabajos independientes ha tenido
como resultado que las alumnas son más responsables y autodisciplinadas, saben estudiar solas,
investigar... se les ha desarrollado la creatividad, asisten con entusiasmo y deseosas de aprender
más.

El trabajo conjunto produjo una canalización de cada uno de los esfuerzos individuales,
promoviendo, de paso, el desarrollo de cada uno, al tener que contribuir todos a la búsqueda de
respuestas a los problemas planteados. Una alumna, destacando sus aprendizajes en la jornada
que recordaba: “cuando compartíamos llegábamos todos a acuerdos”. El descubrimiento de que es
posible construir un nuevo conocimiento a partir de la actividad y esfuerzo de cada uno, pero
operado entre todos, representa una contribución critica para el desempeño posterior en cualquier
actividad, pero de manera fundamental, para el descubrimiento del potencial propio. En el fondo,
estos alumnos descubrieron el valor de cooperar en el seno de una comunidad de iguales.

Se les dio la posibilidad de escoger y trabajar creativamente con distintos recursos, medios y
métodos en la preparación de informes, proyectos, publicaciones, programas de radio, boletines,
noticieros de TV, u otras formas de representación para llevar a cabo alguna experiencia de
aprendizaje. Un alumno de un liceo sostenía: “acá todo es con participación; en clases hacemos
videos, representaciones. No es como la típica escuela con pizarrón”. En otro liceo, los alumnos
hacían video clips con el grupo de baile, reportajes acerca de temas de interés de sus compañeros.
Incluso hicieron un reportaje-denuncia cuando advirtieron que algunos compañeros estaban
haciendo destrozos en el local. También diseñaron y condujeron un noticiario de TV desplegando
toda su creatividad para sortear las dificultades y carencias que encontraron en el camino.

En otro establecimiento se les dio la oportunidad de trabajar en un programa de radio. Los niños
trabajaron con sus profesores en la edición del programa y difundían contenidos relacionados con
el cuidado del medio ambiente, leyendas, historias propias. Una alumna expresaba lo siguiente
respecto de esa experiencia: “Primero, uno se siente nervioso. El primer programa que hicimos
estábamos todos nerviosos y salieron mal las palabras, pero el segundo salió bien”.

En otra escuela, con el objetivo de mejorar el dominio del vocabulario básico, la comprensión
lectora y la ortografía, los alumnos trabajaron en la edición de boletines trimestrales y una revista
anual incorporando sus propios trabajos. Los mismos alumnos se hicieron cargo de investigar los
temas, redactarlos, entrevistar a las personas que correspondía y repartirlos. En un taller de
periodismo, los niños realizaron trabajos para los periódicos murales, los boletines y la revista, y se
convirtieron en investigadores, redactores, entrevistadores y suplementeros. En los periódicos
murales, que se renuevan casi todas las semanas, se presentaron los trabajos realizados por los
alumnos en las distintas asignaturas.

Así mismo, la práctica sostenida de la participación implicó abrirles un espacio para que pudieran
opinar respecto de cómo mejorar las clases y la vida de la escuela, es decir, se podían plantear
respecto de qué se podría cambiar, cómo pueden contribuir al cambio, qué pueden ofrecer ellos
para que las cosas salgan mejor, qué no está resultando y porqué. Un alumno decía que: “Si en el
ramo nos dan trabajos entretenidos le ponemos ganas para hacerlo. Pero en ramos en que se
hace lo mismo de antes, como escribir en una hoja, a uno ya no lo atrae porque lo hace por la nota.
Lo que uno quiere es que cambien la forma de trabajar, que lo hagan diferente”. Un alumno
sostenía al respecto: “Nosotros tenemos el derecho y a veces el deber de criticar a los profesores.
A veces llegan profes nuevos que no logran acostumbrarse. Son ellos contra los alumnos y
terminan yéndose. No pueden llegar a tratar de cambiar el colegio porque ya está así”. Otro alumno
comentaba: “nosotros no somos insolentes ni nada de eso. Defendemos nuestros derechos,
decimos las cosas en vez de quedarnos callados”. Otra alumna decía: “ahora no me quedo callada,
puedo opinar en muchos mas ámbitos”. En otras palabras, los alumnos conquistaron su derecho a
opinar y hacer planteamientos críticos en torno a lo que está pasando con sus procesos de
aprendizajes y/o las dificultades que advierten.

La participación en estas escuelas no sólo estaba relacionada con la realización de actividades


sino que también con la adquisición de responsabilidades de apoyo y ayuda a los demás. Es decir,
la solidaridad era una práctica cotidiana asumida con responsabilidad y espíritu de servicio. Era el
caso de la escuela que trabajaba con monitores que actuaban como bibliotecarios o apoyando las
clases de computación o enseñando a sus padres, en otra, tal como lo expresaba una alumna:
“hay mamas que no saben leer ni escribir y uno les va enseñando. Por eso que uno tiene más
ganas de aprender”. En otra escuela, la práctica del servicio incluso se extendió a los profesores:
una escuela recibió unas computadoras y se constató que no todos los profesores sabían utilizarlas
y se institucionalizó la práctica de los alumnos enseñando a sus profesores.

Efectos de la participación estudiantil en estas escuelas

En general, la práctica de la participación de los alumnos significó un cambio importante en ellos.


Se puede decir que la experiencia de participar y de tomar las riendas de sus propios procesos de
aprendizaje tuvo múltiples efectos. Pero no sólo los alumnos sino que la escuela entera se
benefició con su trabajo activo, pues trajeron un aire fresco, alegre y reconfortante y los alumnos
estaban contentos de estar en la escuela. El presidente de un Centro de Alumnos opinaba: “ahora
uno inventa una excusa para venir al Liceo. 'Oye, voy a hacer un trabajo, vuelvo luego', pero el
problema es que ese al tiro se alarga. Uno aquí se entretiene porque le gusta estar en el Liceo, se
encuentra con los amigos, o sea, ya está ese gustito de venir”.
El colegio asumió que los alumnos eran los protagonistas y por lo tanto el centro del proceso
educativo y les desarrollaron las habilidades y capacidades para enfrentar el mundo. Resultan muy
impactantes las palabras de un alumno de una escuela para ciegos que decía: “Al principio no
quería venir a esta escuela porque sentía que me iba a bajonear con niños con más problemas que
yo. Vivía en mi mundo, entre la esquina y mi casa. Así que dije 'ya, vamos' y de ahí mi vida ha
cambiado cien por ciento: lo que estudio, tener harta personalidad. Me gusta, vengo todos los días.
Ahí ves los resultados: hartas medallas. Y de repente tu vas a otra ciudad y te conocen por lo que
estás haciendo, es un sentimiento bonito, es realmente importante”. Dan por hecho que van a ser
capaces de responder y en el proceso de participar, los mismos alumnos van a descubrir que
pueden hacerlo. Así era percibido por un alumno que decía que en su liceo “te enseñan a hacer
proyectos y te ayudan a sacarlos adelante”.

Esa percepción les motivó deseos de aprender, conciencia de sus posibilidades y les preparó para
la vida, y no sólo para responder a los requerimientos escolares. Un alumno de un liceo decía: “uno
no pesca mucho la teoría, pero ahora veo que sí me sirve y le pongo más atención. Incluso pongo
más atención en algunas clases para aprender ortografía, porque cuando tengo que escribir un
curriculum o un informe para la empresa, veo que me sirve mucho aprender a escribir bien porque
en la empresa uno no puede entregar cosas mal redactadas”. Una alumna de una escuela
sostenía: “en la empresa nos pueden enseñar cómo se enciende un tablero electrónico, pero no
nos dicen porqué tiene que encenderse. Acá en el liceo aprendemos el porqué, el para qué y el
cómo, qué cables llevan la energía para prender ese tablero. Aprendemos a conocer el porqué de
las cosas. Los operarios aprenden cómo usar esas máquinas, cómo se prenden y apagan, pero no
saben porqué funcionan así, si uno les pregunta no saben, y nosotros sí, y si no sabemos
preguntarnos, porque acá nos inculcan que preguntando podemos aprender”.

Un establecimiento que da todo hecho a los alumnos, que no delega responsabilidades, que no da
oportunidades para que expresen y desarrollen su creatividad, está olvidando que lo importante es
que se desarrollen como personas. Al proporcionárseles experiencias en las que puedan
desarrollar la autonomía, la creatividad y la responsabilidad en el sentido de "responder" a lo que
se les solicita y que además han escogido libremente, están involucrando a sus alumnos efectiva-
mente en sus procesos de desarrollo. Ellos dimensionaron y aprovecharon debidamente la
oportunidad que se les dio de involucrarse activamente en la escuela como personas, con
derechos, deberes y responsabilidades, y tomaron conciencia de que se les está ayudando a
crecer como personas más allá de los logros académicos, los que también han sido sustantivos.
Una alumna afirmaba “que se da un cambio fuerte que hace madurar... se da la oportunidad para
expresar lo que sentimos u otra que reconocía que las exigencias de los profes nos hacen crecer.
Otro alumno decía: aquí ya no se forman maquinas, alguien que memoriza la del 9 o del 12. Acá
uno va aprendiendo como estudiante y a la vez como persona, uno se siente más realizado. El
mismo hecho de trabajar con una cámara, con micrófono, estar cantando con una guitarra, es una
actividad que no la enseñan en cualquier parte porque no le dan el valor que realmente tiene: que
uno así crece más como persona en lugar de estar memorizando tanta materia”.

En el caso de una escuela, los profesores reconocieron que allí antes “los niños copiaban no más...
era una clase lenta y pasiva... ahora nos hemos ido dando cuenta que cada vez que se le asigna
una función a un alumno es mucho más provechoso. Entonces estamos desligándonos de
responsabilidades”. Es decir, están aprendiendo a ser hombres y mujeres con capacidades y
habilidades para lograr lo que se propongan. Ya lo han probado y demostrado. Ellos se dieron
cuenta que el camino no es la irresponsabilidad o la evasión. Por el contrario, pueden incluso
pasarlo mejor si se les dan las oportunidades. Tal como lo expresa un alumno del liceo: “a veces
traemos preguntas de la empresa, de lo que vemos allá y de lo que queremos saber. Al ver que lo
que estudio sirve, le tomo agrado a lo que hago. Antes éramos más desordenados, flojeábamos
más y aunque ahora nos pasan mucha más materia que otros años, estamos más atentos”.

La práctica del diálogo y la participación fue advertida y valorada por los alumnos que constataron
que ellos tienen una formación distinta. Un alumno de la escuela decía: “creo que este colegio es
distinto porque hay distintas personas, hay computadoras, podemos ser monitores y todas esas
cosas nos ayudan a tener mejor rendimiento. La relación con los profesores es distinta, podemos
contarles nuestras cosas y ellos nos ayudan”.

Indudablemente que la participación activa de los alumnos en sus procesos de aprendizajes, junto
con desarrollarles una serie de habilidades ha implicado beneficios para todos. En efecto, los
profesores han podido compartir y conocer a sus alumnos en un plano distinto: el de actores
involucrados en la misma tarea, que tratan en conjunto de mejorar la escuela, logrando descubrir
las capacidades prepositivas y creativas de los alumnos. Estos han dado mejores respuestas a las
propuestas de cambio, pues han sentido y percibido que sus voces han sido tomadas en cuenta,
es decir, han podido participar en sus procesos de aprendizajes y han dejado de ser simples
receptáculos de experimentos o rutinas ya conocidas. Han asumido más responsabilidades en sus
procesos de aprendizaje, dado que éste se ha acercado más a lo que son sus demandas,
necesidades y posibilidades. Los profesores han descubierto que sus tareas de enseñanza se
tornan menos amenazantes y tensas, tanto para ellos como para sus alumnos, pues las
responsabilidades se encuentran compartidas. Las relaciones entre los profesores y los alumnos
han mejorado substantivamente al interior de la escuela y de las aulas, dado que se ha
incrementado la comunicación entre los actores críticos del proceso de enseñanza y aprendizaje.

Todo lo anterior lleva a concluir que los alumnos, independientemente de su edad, pueden ser
tomados en cuenta tanto individual como colectivamente, y solicitárseles su participación. En estas
escuelas, como en muchas otras, se pudo respetar sus voces, fomentar sus capacidades analíticas
y críticas, responder a sus preguntas, considerar sus preferencias, ponderar y negociar sus
interpretaciones, tomar en cuenta y analizar sus críticas, permitirles escoger. Al lograr lo anterior se
ha ayudado a que los alumnos desarrollen un sentido de ellos mismos como aprendices, que se
consideren pilares críticos en sus procesos de desarrollo, con una actitud activa en la escuela y no
sólo con la obligación de cumplir lo que se les manda, con capacidad para controlar lo que hacen y
les afecta. Ello ha redundado en la posibilidad de que puedan tener un sentido de futuro.

En consecuencia, se podría inferir que no basta con hablar de participación, deben existir también
los espacios, las oportunidades y muy particularmente el desarrollo de sus habilidades analíticas y
críticas, es decir, las metacognitivas, que son las que facilitan la expresión de sus reflexiones
respecto a las decisiones y las acciones que ellos consideran importantes en los procesos
formativos. Escuchar sus voces, así mismo, requiere tener una cierta sensibilidad para identificar
las creencias que subyacen a sus expresiones. Como un ejemplo, se puede mencionar el estudio
de Ruddock et al (1997), en el que dan cuenta de importantes aportes de los alumnos, que les
ayudaron a distinguir ciertos principios reguladores de los procesos de formación que resultaban
importantes no sólo para ellos, sino que también para las escuelas: el respeto hacia ellos como
individuos y como grupo que ocupa una posición importante en la escuela; justicia en el trato
independientemente de su clase, posición académica, género, o etnia; autonomía como derecho y
como responsabilidad. Estas reflexiones de los estudiantes demuestran que cuando se les da la
oportunidad son capaces de reflexionar y hacer aportes analíticos y propositivos con
responsabilidad y profundidad.

Favorecer y desarrollar la participación implica diseñar e implementar formas de trabajo cooperado,


en las que se favorezca el diálogo, el involucramiento en actividades significativas, y el sentido de
responsabilidad moral hacia la construcción de conocimientos y su formación integral. Implica
también fomentar y tomar en cuenta las iniciativas de los alumnos; reconocer que no se puede
disociar vida exterior y vida escolar y es, justamente, en este contexto que se entiende la
importancia de formas de trabajo próximas a sus vidas cotidianas y que se respeten sus
diversidades y preferencias. En suma, que la educación deje de ser una secuencia de pasos para
transmitir y acumular información y se transforme en un complejo proceso de desarrollo de
personas reflexivas, críticas, autónomas y solidarias (Banks, 1994; Breitborde, 1996; Ladson-
Billing, 1995).

Los resultados de experiencias como las anteriormente nombradas tienen repercusiones variadas
no sólo porque dan a los estudiantes la posibilidad de realizar trabajos con otros, sino que también
porque perciben que se confía en ellos. Así mismo se vuelven creativos y trabajan con distintos
recursos, medios y métodos; eligen sus materiales, recursos y actividades para llevar a cabo
alguna experiencia de aprendizaje (Thiessen, 1998). Se incorporan al análisis y evaluación de sus
experiencias de aprendizaje (Nieto, 1994; SooHoo, 1993) y promueven situaciones y actividades
en las que se puedan ayudar entre ellos; es decir, desarrollan la solidaridad como práctica
cotidiana asumida con responsabilidad y espíritu de servicio (Fielding, 1999).

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