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Apenas hace unos meses se reconoció públicamente que los sucios aires
de la ciudad de México propician desde hace mucho tiempo la muerte de
numerosas personas [La Jornada Fernando]. Las decenas de basureros de
este sistema de ciudades son enormes (algunos de los cuales son de los más
grandes del mundo) y generan espantosas enfermedades entre miles de
vecinos. Las aguas que roba este sistema de ciudades son trasvasadas,
dislocando ecosistemas completos para retornar al mundo rural en
condiciones deplorables.
Esta crisis hídrica, de forma más o menos parecida, se replica en cada
vez más centros urbanos del país que crecen aceleradamente en el norte,
centro y el sur del territorio, gracias a una política oficial que ha favorecido
especialmente en los últimos dos sexenios el desmedido crecimiento
urbano. Bajo esta lógica crecen, por decenas de miles, los centros
comerciales (malls), las tiendas de conveniencia y las estaciones de
gasolina, que no han hecho sino escalar, de forma nunca antes vista, la
generación de basuras no biodegradables, altamente tóxicas y otras
perniciosas externalidades.
Aunque el sistema de mega presas hidroeléctricas del país envejece y se
vuelve igual de obsoleto que el sistema estadounidense, nuestras
autoridades, en vez de tomar en consideración el hecho de que en Estados
Unidos se procede a su progresivo desmantelamiento y sustitución por otras
formas más amables de generar energía eléctrica que no impliquen
desplazamiento de decenas miles de personas, la pérdida de tierras fértiles,
la elevación de las emisiones de CO2 y la severa destrucción de la
biodiversidad, han emprendido el desarrollo de una nueva generación de
presas, emplazadas principalmente en la Sierra Madre Occidental,
encaminadas a producir una sobreoferta de energía eléctrica
particularmente codiciada en el estado de Texas.
La poderosa industria petrolera nacional, deteriorada dolosamente por la
política energética en vistas a su progresiva privatización ha convertido a
Pemex, sin duda alguna, en una de las empresas petroleras que más
accidentes ambientales provoca en todo el mundo. El obsoleto sistema
industrial petroquímico y de refinación, así como la negligencia de las
autoridades ambientales del país han permitido también que en el sureste
de México se haya contaminado el entorno rural y urbano con niveles
verdaderamente alarmantes de dioxinas, furanos y otros compuestos
orgánicos persistentes.
De igual forma, la minería metálica, que ha crecido vigorosamente en
México durante la última década, deforesta montañas y contamina aguas,
maltrata y enferma a los trabajadores mineros y a los pueblos que viven
aguas abajo, sin que ninguna autoridad ambiental intente impedir la
actuación rapaz de las empresas transnacionales que se han apoderado de
los principales yacimientos del país. La eufórica industria de la construcción
demanda, por su parte, la apertura indiscriminada de un cada vez mayor
número de minas y concesiones de extracción de minerales no metálicos,
como cemento, cal, arena, grava, arcillas, granitos, etc., materias primas
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Recuérdense al menos dos de las obras del economista mexicano José Luis Ceceña, en las
que denunció abiertamente estas acciones: El capital monopolista y la economía mexicana y
México en la órbita imperial.
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eso es lo mejor. Por ello, priva la burla hacia quien se alarme por las
consecuencias futuras, las cuales, en realidad, mañana ya se verán y serán
atendidas por el libre mercado de lo sustentable, que es un “mecanismo
inteligente e infalible”.
Como resultado general, cada aspecto de la vida económica nacional es
visto como un paraíso de ganancias fáciles y acaparamiento extremo de
recursos. No en balde, se incuban en México algunos de los empresarios (y
prestanombres) más poderosos del mundo, al tiempo que acuden
alegremente al país todas las empresas transnacionales que buscan
ganancias fáciles sin tener que enfrentar mayor restricción ambiental.
Como ello ocurre en un contexto de desmantelamiento sistemático de
nuestra soberanía, todo este proceso de asalto y destrucción goza de la
simpatía de los principales poderes económicos y políticos internacionales,
que miran a México como un espacio en el cual también ellos pueden
obtener ganancias extraordinarias fáciles, sin las engorrosas restricciones
ambientales que cada vez se complican más en el resto del mundo.
Ganancias extraordinarias que resultan particularmente útiles en momentos
de crisis y desesperación empresarial como el actual.
Caminando la senda anterior, el Estado mexicano ha llegado hasta la
crisis general de sus funciones básicas de gestión. Pues las nuevas “reglas”
del juego político que imperan son completamente salvajes (la guerra de
todos contra todos). Dentro del Estado neoliberal mexicano ha estallado una
fragmentación extrema de todos los grupos políticos y una guerra franca
entre los variados grupos de interés que hoy disputan el control de los tres
poderes de la unión, de cada uno de los partidos políticos (grandes y
pequeños), de las instituciones religiosas, educativas, delincuenciales, y de
cada una de las sectas menores que intentan intervenir en la vida política
nacional. Guerra que naturalmente ocurre adentro y entre cada uno de los
tres niveles de gobierno, así como en todas las escalas de la vida política de
la sociedad civil.
La virulenta disputa por el control de las instancias que permiten el poder
y el control de los recursos materiales y los otros impide, de forma
estructural, que cualquiera de los grupos y sectas políticos y las instituciones
de gobierno cumplan su función elemental de gobernar y resolver los
servicios de gestión que requiere la población. Por ello, ocurre actualmente
que cada vez más instituciones del Estado y sus funcionarios pierden la
capacidad, las maneras y los conductos que tradicionalmente existían para
establecer contacto con la sociedad civil, así como para realizar las
negociaciones que conlleva la función pública.
13. Una parte del corazón de esta destrucción ambiental del país esta,
por lo mismo, en la destrucción de todas las formas sociales comunitarias
que tradicionalmente se han ocupado de gestionar y autogestionar las
condiciones ambientales como un bien común que es propiedad de los
pueblos, las etnias, los municipios, las regiones, las ciudades o el país
entero. La perdida de este corazón comunitario nacional esta redundando en
la perdida irreversible de los bosques, los manglares, los suelos fértiles, las
aguas dulces, la biodiversidad silvestre y doméstica, los saberes locales, el
uso milenario de la riqueza biológica, la variedad y el uso colectivo de las
semillas, las yerbas medicinales, los paisajes, la producción de aire limpio, la
limpieza de las barrancas, los ríos, los acuíferos, los lagos, los esteros, las
costas y las calles de nuestras ciudades. Perdida de recursos, saberes y
servicios ambientales que no podrá recuperarse con la mercantilización de
los mismos sino sólo mediante la verdadera restitución de nuestros lazos
colectivos.
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