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Psicología de las masas
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Psicología de las masas

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Las teorías del sociólogo francés Gustave Le Bon (1841-1931) fueron expuestas principalmente en su famoso libro "Psicología de las masas", publicado por primera vez en 1895. 

Gustave Le Bon es considerado uno de los fundadores de la psicología social y uno de los principales exponentes de la Psicología de las muchedumbres, de gran desarrollo en las últimas décadas del siglo XIX. Sus consideraciones acerca del funcionamiento del comportamiento colectivo fueron apreciadas por Sigmund Freud y comentadas extensamente por el padre del psicoanálisis en su obra "Massenpsychologie und Ich-Analyse" ("Psicología de masas y análisis del yo"). Aunque las explicaciones de Le Bon acerca de los mecanismos subyacentes a la psicología de las masas no han recibido posteriormente confirmación empírica, resultaron influyentes tanto en las explicaciones iniciales acerca de los efectos de los medios de comunicación, como en el desarrollo de las estrategias de propaganda por parte de Edward Bernays. Incluso, más recientemente, Ernesto Laclau ha valorado en La razón populista algunas intuiciones, presentes en este libro, para el desarrollo de la teoría política contemporánea. La hipótesis principal que sostiene Le Bon en esta obra es que el individuo sufre siempre una transformación radical al estar inmerso en cualquier situación multitudinaria, algo que ha sido sumamente discutido y —a juicio de investigadores posteriores— invalidado. Por otra parte, algunas de sus tesis parciales han sido puestas de manifiesto, de forma harto inquietante, durante los últimos años. Entre ellas, y como simple muestra, estas dos: el potencial autoritario latente en determinadas grandes colectividades y los procesos involucrados en los fenómenos de desindividuación y anonimato. 
Se especula que los planteamientos de Le Bon y sus estudios alentaron la ideología nazi y que el libro "Mi lucha", de Adolfo Hitler, se inspiraba en su obra.

"Psicología de las masas" es, en definitiva, una obra importante, reveladora, entre otras cosas, de cómo la ideología reaccionaria de un autor condiciona y altera profundamente el estudio de la realidad social. Sin embargo, la lectura de estas páginas es muy aconsejable para todo aquel interesado en el estudio del comportamiento social y humano, así como para quienes se interesen por el desarrollo histórico de las teorías de la comunicación de masas. 
LanguageEspañol
PublisherE-BOOKARAMA
Release dateFeb 16, 2023
ISBN9791220221351
Psicología de las masas
Author

Gustave Le Bon

Gustave Le Bon lebte von 1841 bis 1931 und wurde weltberühmt mit seinem Werk "Psychologie der Massen", mit dem er einen Standard in der Massenpsychologie setzte.

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    Psicología de las masas - Gustave Le Bon

    PSICOLOGÍA DE LAS MASAS

    Gustave Le Bon

    Prólogo

    El siguiente trabajo está dedicado a un examen de las características de las masas.

    El genio de una raza está constituido por la totalidad de las características comunes con las cuales la herencia dota a los individuos de esa raza. Sin embargo, cuando una determinada cantidad estos individuos está reunida en una muchedumbre con un propósito activo, la observación demuestra que —por el simple hecho de estar los individuos congregados— aparecen ciertas características psicológicas que se suman a las características raciales, siendo que se diferencian de ellas, a veces en un grado muy considerable.

    Las muchedumbres organizadas siempre han desempeñado un papel importante en la vida de los pueblos, pero este papel no ha tenido nunca la envergadura que posee en nuestros días. La sustitución de la actividad consciente de los individuos por la acción inconsciente de las masas es una de las principales características de nuestro tiempo.

    Me he propuesto examinar el difícil problema presentado por las masas de un modo puramente científico —esto es: haciendo un esfuerzo por proceder con método y sin dejarme influenciar por opiniones, teorías o doctrinas. Creo que éste es el único modo de descubrir algunas pocas partículas de verdad, especialmente cuando se trata de una cuestión que es objeto de apasionadas controversias como es el caso aquí. Un hombre de ciencia dedicado a verificar un fenómeno no debe preocuparse por los intereses que su verificación puede afectar. En una reciente publicación, un eminente pensador —M. Goblet d’Alviela— ha observado que, al no pertenecer a ninguna de las escuelas contemporáneas, ocasionalmente me encuentro en oposición a las conclusiones de todas ellas. Espero que este nuevo trabajo merezca una observación similar. El pertenecer a una escuela necesariamente implica abrazar sus prejuicios y sus opiniones preconcebidas.

    Aún así, debería explicarle al lector por qué hallará que saco conclusiones de mis investigaciones que, a primera vista, podría pensarse que no se sustentan. Por qué, por ejemplo, aún después de observar la extrema inferioridad mental de las masas —incluyendo asambleas elegidas— afirmo que sería peligroso manipular su organización a pesar de esta inferioridad.

    La razón es que una atenta observación de los hechos históricos me ha demostrado invariablemente que en los organismos sociales, al ser éstos en todo sentido tan complicados como los demás seres, no es sabio utilizar nuestro poder para forzarlos a padecer transformaciones repentinas y extensas. La naturaleza recurre, de tiempo en tiempo, a medidas radicales; pero nunca siguiendo nuestras modas, lo cual explica por qué nada es más fatal para un pueblo que la manía por las grandes reformas, por más excelente que estas reformas puedan parecer en teoría. Serían útiles solamente si fuese posible cambiar instantáneamente el genio de las naciones. Este poder, sin embargo, sólo lo posee el tiempo. Los hombres se gobiernan por ideas, sentimientos y costumbres —elementos que constituyen nuestra esencia. Las instituciones y las leyes son la manifestación visible de nuestro carácter; la expresión de sus necesidades. Al ser su consecuencia, las leyes y las instituciones no pueden cambiar este carácter.

    El estudio de los fenómenos sociales no puede ser separado del de los pueblos en medio de los cuales han surgido. Desde el punto de vista filosófico, estos fenómenos pueden tener un valor absoluto. En la práctica, sin embargo, sólo tienen un valor relativo.

    En consecuencia, al estudiar un fenómeno social, es necesario considerarlo sucesivamente bajo dos aspectos muy diferentes. Al hacerlo, se verá que con mucha frecuencia que lo enseñado por la razón pura es contrario a lo que enseña la razón práctica. Apenas si hay datos —incluidos los físicos— a los cuales esta distinción no sería aplicable. Desde el punto de vista de la verdad absoluta, un cubo o un círculo son figuras geométricas invariables, rigurosamente definidas por ciertas fórmulas. Desde el punto de vista de la impresión que causan a nuestros ojos, estas figuras geométricas pueden adquirir formas muy variadas. Por la perspectiva, el cubo puede transformarse en una pirámide o en un cuadrado; el círculo en una elipse o en una línea recta. Más aún, la consideración de estas formas ficticias es por lejos más importante que la de las formas reales, puesto que son ellas —y ellas solas— las que vemos y a las cuales podemos reproducir en fotografías o en dibujos. En algunos casos hay más verdad en lo irreal que en lo real. Presentar los objetos en su forma geométrica exacta implicaría distorsionar su naturaleza y volverla irreconocible. Si nos imaginamos un mundo en el cual sus habitantes sólo pudiesen copiar o fotografiar objetos pero estuviesen imposibilitados de tocarlos, sería muy difícil para esas personas obtener una idea exacta de la forma de dichos objetos. Más todavía: el conocimiento de estas formas, accesible sólo a un reducido número de personas instruidas, despertaría un interés sumamente restringido.

    El filósofo que estudia fenómenos sociales debería tener presente que, al lado de su valor teórico, estos fenómenos poseen un valor práctico y que éste último es el único importante en lo que concierne a la evolución de la civilización. El reconocimiento de este hecho debería volverlo muy circunspecto en relación con las conclusiones que la lógica aparentemente le impondría a primera vista.

    Hay también otros motivos que le dictan una reserva similar. La complejidad de los hechos sociales es tal que resulta imposible aprehenderlos en su totalidad y prever los efectos de su influencia recíproca. Parece ser, también, que detrás de los hechos visibles se esconden a veces miles de causas invisibles. Los fenómenos sociales visibles parecen ser el resultado de una inmensa tarea inconsciente que, por regla general, se halla más allá de nuestro análisis. Los fenómenos perceptibles pueden ser comparados con las olas que, sobre la superficie del océano, constituyen la expresión de disturbios profundos acerca de los cuales nada sabemos. En lo que concierne a la mayoría de sus actos, las masas exhiben una singular inferioridad mental. Sin embargo, existen otros actos en los que parecen estar guiadas por aquellas misteriosas fuerzas que los antiguos llamaban destino, naturaleza, o providencia, ésas que llamamos las voces de los muertos, cuyo poder es imposible de ignorar aún cuando ignoremos su esencia. A veces parecería que hay fuerzas latentes en el ser interior de las naciones que sirven para guiarlas. ¿Qué, por ejemplo, puede ser más complicado, más lógico, más maravilloso que un idioma? Y, sin embargo, ¿de dónde pudo haber surgido esta admirablemente organizada manifestación excepto como resultado del genio inconsciente de las masas? Los académicos más doctos, los gramáticos más renombrados, no pueden hacer más que tomar nota de las leyes que gobiernan los idiomas. Serían totalmente incapaces de crearlos. Aún respecto de las ideas de los grandes hombres, ¿estamos seguros de que son la exclusiva creación de sus cerebros? No hay duda de que esas ideas son siempre creadas por mentes solitarias pero ¿no es acaso el genio de las masas el que ha provisto los miles de granos de polvo que forman el suelo del cual esas ideas han brotado?

    Sin duda, las masas son siempre inconscientes; pero esta misma inconsciencia es quizás uno de los secretos de su fuerza. En el mundo natural, seres exclusivamente gobernados por el instinto producen hechos cuya complejidad nos asombra. La razón es un atributo demasiado reciente de la humanidad y todavía demasiado imperfecto como para revelar las leyes del inconsciente y más aún para suplantarlo. La parte que desempeña lo inconsciente en nuestros actos es inmensa y la parte que le toca a la razón, muy pequeña. Lo inconsciente actúa como una fuerza todavía desconocida.

    Si deseamos, pues, permanecer dentro de los estrechos pero seguros límites dentro de los cuales la ciencia puede adquirir conocimientos y no deambular por el dominio de la vaga conjetura y las vanas hipótesis, todo lo que debemos hacer es simplemente tomar nota de los fenómenos tal como éstos nos son accesibles y limitarnos a su consideración. Toda conclusión extraída de nuestra observación es, por regla general, prematura; porque detrás de los fenómenos que vemos con claridad hay otros fenómenos que vemos en forma confusa y, quizás, detrás de estos últimos hay aún otros que no vemos en absoluto.

    Introducción - La era de las masas

    La evolución de la época actual – Los grandes cambios en la civilización son la consecuencia de cambios en el pensamiento nacional – La fe moderna en el poder de las masas – Transformación de la política tradicional de los Estados europeos – Cómo se produce el surgimiento de las clases populares y la forma en que éstas ejercen el poder – Las consecuencias necesarias del poder de las masas – Las masas, incapaces de desempeñar otro papel que el destructivo – La disolución de civilizaciones agotadas es obra de la masa – Ignorancia general acerca de la psicología de las masas – Importancia del estudio de las masas para legisladores y estadistas.

    Los grandes disturbios que preceden el cambio en las civilizaciones, tales como la caída del Imperio Romano o la fundación del Imperio Árabe, a primera vista parecen estar determinados más específicamente por transformaciones políticas, invasión extranjera o el derrocamiento de dinastías. Pero un estudio más atento de estos eventos demuestra que, detrás de estas causas aparentes, la causa real parece ser una profunda modificación de las ideas de los pueblos. Las verdaderas revoluciones históricas no son aquellas que nos sorprenden por su grandiosidad y violencia. Los únicos cambios importantes, de los cuales resulta la renovación de las civilizaciones, afectan ideas, concepciones y creencias. Los eventos memorables de la Historia son los efectos visibles de los invisibles cambios en el pensamiento humano. La razón por la cual estos eventos son tan raros es que no hay nada tan estable en una raza como el fundamento hereditario de sus pensamientos.

    La época presente constituye uno de esos momentos críticos en los cuales el pensamiento de la humanidad está sufriendo un proceso de transformación.

    En la base de esta transformación se encuentran dos factores fundamentales. El primero es el de la destrucción de aquellas creencias religiosas, políticas y sociales en las cuales todos los elementos de nuestra civilización tienen sus raíces. El segundo, es el de la creación de condiciones de existencia y de pensamiento enteramente nuevas, como resultado de los descubrimientos científicos e industriales modernos.

    Con las ideas del pasado, aunque semidestruidas, aún muy poderosas, y con las ideas que han de reemplazarlas todavía en proceso de formación, la era moderna representa un período de transición y anarquía.

    Todavía no es fácil determinar qué surgirá de este período necesariamente algo caótico. ¿Cuáles serán las ideas sobre las cuales se construirán las sociedades que habrán de seguirnos? Por el momento, no lo sabemos. Sin embargo, aún así, ya está claro que, cualesquiera que sean las líneas a lo largo de las cuales se organice la sociedad futura, las mismas tendrán que tener en cuenta un nuevo poder, la última fuerza soberana sobreviviente de los tiempos modernos: el poder de las masas. Sobre las ruinas de tantas ideas antes consideradas indiscutibles y que hoy han decaído o están decayendo, sobre tantas fuentes de autoridad que las sucesivas revoluciones han destruido, este poder, que es el único que ha surgido en su estela, parece pronto destinado a absorber a los demás. Mientras todas nuestras antiguas creencias están tambaleando y desapareciendo, el poder de la masa es la única fuerza a la cual nada amenaza y cuyo prestigio se halla continuamente en aumento. La era en la cual estamos ingresando será, de verdad, la era de las masas.

    Apenas hace un siglo atrás, los principales factores que determinaban los hechos eran la tradicional política de los Estados europeos y las rivalidades de los soberanos. La opinión de las masas apenas si contaba y, en la mayoría de los casos, de hecho no contaba en absoluto. Hoy, las que no cuentan son las tradiciones que solían determinar a la política y las tendenciosidades o rivalidades de los gobernantes mientras que, por el contrario, la voz de las masas se ha vuelto preponderante. Es esta voz la que dicta la conducta de los reyes, cuya misión es la de tomar nota de lo que expresa. Actualmente, los destinos de las naciones se elaboran en el corazón de las masas y ya no más en los consejos de los príncipes.

    El ingreso de las clases populares a la vida política —lo cual equivale a decir en realidad, su progresiva transformación en clases gobernantes— es una de las características más relevantes de nuestra época de transición. La introducción del sufragio universal, que por largo tiempo no tuvo sino una influencia escasa, no es, como podría pensarse, la característica distintiva de esta transferencia de poder político. El progresivo crecimiento del poder de las masas tuvo lugar al principio por la propagación de ciertas ideas que lentamente se implantaron en la mente de los hombres y después, por la asociación gradual de individuos dedicados a la realización de concepciones teóricas. Ha sido por la asociación que las masas se han procurado ideas referidas a sus intereses —ideas muy claramente definidas aunque no particularmente justas— y han arribado a una conciencia de su fuerza. Las masas están fundando sindicatos ante los cuales las autoridades capitulan una después de la otra, también están las confederaciones laborales las que, a pesar de todas las leyes económicas, tienden a regular las condiciones de trabajo y los salarios. Las masas ingresan a asambleas que forman parte de gobiernos y sus representantes, careciendo enteramente de iniciativa e independencia, se limitan, la mayoría de las veces, a ser nada más que voceros de los comités que los han elegido.

    Hoy en día los reclamos de las masas se están volviendo cada vez más claramente definidos y significan nada menos que la determinación de destruir completamente a la sociedad tal como ésta existe actualmente, con vista a hacerla retroceder a ese primitivo comunismo que fue la condición normal de todos los grupos humanos antes de los albores de la civilización. Las exigencias se refieren a limitación de las horas de trabajo, nacionalización de las minas, ferrocarriles, fábricas y el suelo; la igualitaria distribución de todos los productos, la eliminación de todas las clases superiores en beneficio de las clases populares, etc.

    Poco adaptadas a razonar, las masas, por el contrario, son rápidas en actuar. Como resultado de su actual organización, su fuerza se ha vuelto inmensa. Los dogmas a cuyo nacimiento estamos asistiendo pronto tendrán la potencia de los antiguos dogmas, es decir: la fuerza tiránica y soberana que concede el estar más allá de toda discusión. El derecho divino de las masas está a punto de reemplazar al derecho divino de los reyes.

    Los escritores que gozan del favor de nuestras clases medias, aquellos que mejor representan sus más bien estrechas ideas, sus opiniones bastante preestablecidas, su más bien superficial escepticismo y su a veces algo excesivo egoísmo, exhiben una profunda alarma ante este nuevo poder que ven crecer. Para combatir el desorden mental de las personas, apelan desesperadamente a aquellas fuerzas morales de la Iglesia por las cuales antes profesaron tanto desprecio. Nos hablan de la bancarrota de la ciencia, de volver a Roma a hacer penitencia, y nos recuerdan las enseñanzas de la verdad revelada. Estos nuevos conversos se olvidan de que es demasiado tarde. Si hubiesen estado realmente tocados por la gracia, una operación así no podría tener la misma influencia sobre mentes menos dedicadas a las preocupaciones que tanto inquietan a estos recientes adherentes a la religión. Las masas repudian hoy a los dioses que sus admonitores repudiaron ayer y ayudaron a destruir. No hay poder alguno, humano o divino, que pueda obligar una corriente a fluir hacia atrás, de regreso a sus fuentes.

    No ha habido ninguna bancarrota de la ciencia y la ciencia no ha participado en la presente anarquía intelectual, ni tampoco en la construcción del nuevo poder que está surgiendo en medio de esta anarquía. La ciencia nos prometió la verdad, o al menos, un conocimiento de las relaciones que nuestra inteligencia puede aprehender. Nunca nos prometió paz ni felicidad. Soberanamente indiferente a nuestros sentimientos, es sorda a nuestras lamentaciones. Está en nosotros aprender a vivir con la ciencia puesto que nada puede devolvernos las ilusiones que ha destruido.

    Síntomas universales, visibles en todas las naciones, nos muestran el rápido crecimiento del poder de las masas y no nos permiten admitir la suposición de que este poder cesará de crecer en alguna fecha cercana. Sea cual fuere el destino que este poder nos tiene reservado, tendremos que aceptarlo. Todo razonamiento en contra del mismo es simplemente una vana guerra de palabras. Por cierto, es posible que el advenimiento del poder de las masas marque una de las últimas etapas de la civilización occidental, el completo sumergimiento en uno de esos períodos de confusa anarquía que siempre parecen destinados a preceder el nacimiento de toda nueva sociedad. Pero

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