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años después Marc Auge y su concepto de "no-lugar", sin olvidar los estudios de Michael de
Certau y sus nociones de lugar y espacio. En es el ensayo "Los <no lugares>. Espacios del
anonimato", Marc Augé dice "Si un lugar puede definirse como lugar de identidad, relacional e
histórico, un espacio que no puede definirse ni como espacio de identidad ni como relacional ni
como histórico, definirá un < no lugar>.", y más adelante agrega "la sobremodernidad es
productora de no lugares, es decir, de espacios que no son lugares antropológicos y que,
contrariamente a la modernidad baudeliriana, no integran los lugares antiguos: <lugares de
memoria>." .(22) En uno de sus poemas Spinetta nos dice "Ningún lugar de hecho es bueno,
cuando nadie esta".
Sobremodernidad.
Del mundo de hoy al mundo de mañana.
Marc Augé
Estos tres movimientos no son, propiamente dicho, distintos unos de los otros.
Pero privilegian puntos de vistas diferentes; el primero pone énfasis en el
tiempo, el segundo en el espacio y el tercero en la imagen. Baudelaire, al
principio de sus Tableaux parisiens [Retratos parisinos] evoca París como un
ejemplo de ciudad moderna. El poeta, acodado a su ventana mira
Jean Starobinski hizo notar que es esta acumulación, la adición de las distintas
temporalidades lo que configura a la modernidad del lugar. Este ideal de acu-
mulación corresponde a un cierto deseo de escribir o de leer el tiempo en el
espacio: el tiempo pasado que no borra del todo el tiempo presente, y el tiempo
futuro que ya se perfila. Benjamín, lo sabemos, veía en la arquitectura de los
pasajes parisinos, una prefiguración de la ciudad del siglo XX. En resumen, por
acumulación, esa imagen del espacio corresponde a una progresión, a una
imagen del tiempo como progreso.
Max Weber, para evocar la modernidad, hablará del desencanto del mundo. La
modernidad en términos de desencanto puede definirse por tres características:
la desaparición de los mitos de origen, de los mitos de fundación, de todos los
sistemas de creencia que buscan el sentido del presente de la sociedad en su
pasado; la desaparición de todas las representaciones y creencias que,
vinculadas a esta pre-sencia [prégnance] del pasado, hacían depender la
existencia e incluso la definición del individuo de su entorno; el hombre del
Siglo de las Luces es el individuo dueño de sí mismo, a quien la Razón corta
sus lazos supersticiosos con los dioses, con el terruño, con su familia, es el
individuo que afronta el porvenir y se niega a interpretar el presente en
términos de magia y de brujería. Pero la modernidad es también la aparición de
nuevos mitos que no son más, esta vez, mitos del pasado pero si mitos del
futuro, escatológicos, utopías sociales que traen del porvenir (la sociedad sin
clase, un futuro prometedor) el sentido del presente. Este movimiento de
substitución de los mitos del pasado por los del futuro está analizado
minuciosa-mente por Vincent Descombes en su libro Philosophie par gros
temps (1984).
He aquí el progreso tal y como se concebía, digamos, hasta los años
cincuenta, concepción evidentemente sostenida por las conquistas de la
ciencia y de la técnica y, en el mundo accidental, por la certeza que con el final
de la segunda guerra mundial las fuerzas del bien habían vencido
definitivamente a las fuerzas del mal.
Pero esta idea de progreso, directamente surgida de los siglos XVIII y XIX, se
va descomponiendo en la segunda mitad del siglo XX. Las evidencias de la
historia y las desilusiones de la actualidad llegarán a lo que podríamos llamar
un se-gundo desencanto del mundo, que se manifiesta en tres versiones a la
vez contrastadas y complementarias.
En la primera versión, constatamos que los mitos del futuro, ellos también, eran
ilusiones. El fracaso político, económico y moral de los países comunistas
autoriza una lectura retrospectiva y pesimista de la historia del siglo y
desacredita a las teorías que pretenden extrapolar el futuro. El filósofo Jean-
Francois Lyotard se refirió al tema como el "fin de los grandes relatos".
La segunda versión es más triunfalista. Corresponde al primer término de la
paradoja que evocaba al principio. Es el tema de la "aldea global", según el
término de Macluhan, una aldea global atravesada por una misma red
económica en donde se habla el mismo idioma, el inglés, y dentro de la cual la
gente se comunica fácilmente gracias al desarrollo de la tecnología. Más
recientemente, este tema consi-guió una traducción política con la noción de
"fin de la historia" desarrollada por el americano Fukuyama. Este no sostiene,
evidentemente, que la historia de eventos esté acabada, ni que todos los
países hayan llegado al mismo estado de desarrollo, sino que afirma que el
acuerdo es general en cuanto a la fórmula que asocia la economía de mercado
y la democracia representativa para un mayor bienestar de la humanidad. Esta
combinación es presentada en cierto modo como indiscutible, y si marca el fin
de la historia, para Fukuyama, es porque él identifica la historia con lo que
tradicionalmente se denomina la historia de las ideas.
Sin discutir la filosofía que sostiene esta teoría, podemos no obstante cons-
tatar que desde su primera formulación, condenaba a pensar la historia actual
de una gran parte del planeta como signos de excepción o de retraso. En el
plano cul-tural, los antropólogos americanos de la corriente postmodernista
hicieron observar a contrario que hoy en día asistimos a una multiplicidad de
reivindicaciones culturales singulares, al despliegue de un verdadero patchwork
mundial en el que cada pedazo está ocupado por una etnia o un grupo
específico. Y de hecho, en el continente americano, para hacer solamente
referencia a éste, las reivindicaciones de las poblaciones amerindias, a menudo
en un gran estado de pobreza, pasan por la afir-mación de su propia cultura y
de su propia historia, incluso en el caso de Chiapas y de muchas otras regiones
de América Central y del Sur, cuando recurren, episódi-camente o de manera
continuada, a la violencia armada.
La antropología llamada postmodernista propone una ideología de la frag-
mentación (el mundo es diverso y no hay más que decir). Sin duda infravalora
los estereotipos que relativizan la originalidad de las reivindicaciones culturales
parti-culares y su integración en el sistema de la comunidad mundial (Chiapas
es conoci-da hoy en día por la opinión pública mundial ya que su animador, el
subcoman-dante Marcos, domina la utilización de los medios de comunicación
y del cyberes-pacio). La antropología postmoderna tiene por lo menos el mérito
de mostrar, en el ámbito cultural, los límites de las teorías de la uniformización.
Pero al quedarse sólo en el plano cultural, tal vez indebidamente separada del
resto, descuida todas las manipulaciones políticas, todas las violencias
integristas u otras que constituyen a su manera un rechazo a la aldea global
liberal, y, además, también proclama un cierto final de la historia: el fin, por la
fragmentación dentro de la polifonía cultural, del movimiento que daba un
sentido, una dirección, a esta historia.
Los teóricos de la uniformización, como los de la polifonía postmoderna, toman
nota de hechos reales pero hacen mal, me parece, en inscribir sus análisis bajo
el signo del fin o de la muerte ¾fin de la historia, para unos, fin de la
modernidad, para otros, fin de las ideologías para todos.
Tal vez sea al revés, y hoy en día suframos de un exceso de modernidad; más
exactamente, y al hacer abstracción de todo juicio de valor, quizá podamos ser
inducidos a pensar que la paradoja del mundo contemporáneo es signo no de
un fin o de una difuminación, pero sí de una multiplicación y de una aceleración
de los factores constitutivos de la modernidad, de una sobredeterminación en el
sentido de Freud, y después de él de Althusser, término que utilizaron para
designar los efectos imprevisibles y difíciles de analizar de una
superabundancia de causas.
La noción de sobremodernidad
De lo real a lo virtual
Augé, Marc
Asociado a: Nuevos actores, nuevas dinámicas
Para Augé entre los «no lugares» paradigmáticos se cuentan «las autopistas y
los habitáculos móviles llamados «medios de transporte» (aviones, trenes,
automóviles), los aeropuertos y las estaciones ferroviarias, las estaciones
aeroespaciales, las grandes cadenas hoteleras, los parques de recreo, los
supermercados, la madeja compleja, en fin, de las redes de cables o sin hilos
que movilizan el espacio extraterrestre a los fines de una comunicación tan
extraña que a menudo no pone en contacto al individuo más que con otra
imagen de sí mismo». El autor realiza un minucioso análisis de estas
superficies a partir de su condición de antropólogo y etnólogo, enmarcándose
voluntariamente en la que denomina una «antropología de lo cercano», la cual
se sustenta en su defensa de una antropología «del aquí y el ahora». Como
observador e investigador de campo, Augé analiza algunos de los procesos
habituales del hombre posmoderno –o sobremoderno–, desde la compra de
víveres en el supermercado hasta el acceso a las salas de embarque de un
aeropuerto. De ese modo, logra descodificar un tipo de lenguaje que es ajeno a
la palabra en su concepción tradicional, y que le lleva a afirmar que el usuario,
al relacionarse con los no lugares, se inscribe siempre en una relación
contractual. Ese contrato «tiene siempre relación con la identidad individual de
quien lo suscribe» y se visibiliza de muchas maneras diferentes: de forma
expresa mediante el billete que se presenta al revisor, a la azafata o a la salida
de la autopista de peaje; de forma tácita, pero también vinculante, al empujar el
carrito que el supermercado pone a disposición de los clientes. Aunque con dos
precisiones importantes: el usuario del no lugar, señala Augé, siempre ha de
probar su inocencia (basta recordar cuántas veces se le demanda el carné), y
actúa desposeído de sus identificaciones actuales o habituales. Desde esa
caracterización, el hombre del no lugar no es únicamente un hombre anónimo,
es, sobre todo, un hombre solo. Y Augé acaba presentando una visión del
hombre moderno que cobra las dimensiones de una etnología de la soledad.