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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO VOLUMEN III

Biografías y Evocaciones
COLECCIÓN
PENSAMIENTO DOMINICANO
VOLUMEN III

Biografías y Evocaciones
COLECCIÓN
PENSAMIENTO DOMINICANO
VOLUMEN III

Biografías
y Evocaciones
Primera sección
HERIBERTO PIETER  |  AUTOBIOGRAFÍA
ARTURO DAMIRÓN RICART  |  MIS BODAS DE ORO CON LA MEDICINA
AMELIA FRANCASCI  |  MONSEÑOR DE MERIÑO ÍNTIMO

Segunda sección
MANUEL DE JESÚS TRONCOSO DE LA CONCHA | NARRACIONES DOMINICANAS
HÉCTOR INCHÁUSTEGUI CABRAL  |  EL POZO MUERTO
O. E. GARRIDO PUELLO  |  NARRACIONES Y TRADICIONES
ENRIQUE APOLINAR HENRÍQUEZ  |  REMINISCENCIAS Y EVOCACIONES

Tercera sección
JUAN BOSCH  |  DAVID, BIOGRAFÍA DE UN REY
JOAQUÍN BALAGUER  |  EL CRISTO DE LA LIBERTAD
JOAQUÍN BALAGUER  |  EL CENTINELA DE LA FRONTERA

IntroduccionES
primera sección:José Chez Checo
segunda sección: José Enrique García
tercera sección: Marcio Veloz Maggiolo

Santo Domingo, República Dominicana


2008
Sociedad Dominicana
de Bibliófilos

CONSEJO DIRECTIVO
Mariano Mella, Presidente
Dennis R. Simó Torres, Vicepresidente
Antonio Morel, Tesorero
Manuel García Arévalo, Vicetesorero
Octavio Amiama de Castro, Secretario
Sócrates Olivo Álvarez, Vicesecretario

Vocales
Eugenio Pérez Montás • Miguel de Camps
Edwin Espinal • Julio Ortega Tous • Mu-Kien Sang Ben

Marino Incháustegui, Comisario de Cuentas

asesores
José Alcántara Almánzar • Andrés L. Mateo • Manuel Mora Serrano
Eduardo Fernández Pichardo • Virtudes Uribe • Amadeo Julián
Guillermo Piña Contreras • Emilio Cordero Michel • Raymundo González
María Filomena González • Eleanor Grimaldi Silié • Tomás Fernández W.

ex-presidentes
Enrique Apolinar Henríquez +
Gustavo Tavares Espaillat • Frank Moya Pons • Juan Tomás Tavares K.
Bernardo Vega • José Chez Checo • Juan Daniel Balcácer

Jesús R. Navarro Zerpa, Director Ejecutivo


Banco de Reservas
de la República Dominicana
Daniel Toribio
Administrador General
Miembro ex oficio

consejo de directores
Lic. Vicente Bengoa
Secretario de Estado de Hacienda
Presidente ex oficio

Lic. Mícalo E. Bermúdez


Miembro
Vicepresidente

Dra. Andreína Amaro Reyes


Secretaria General

Vocales
Ing. Manuel Guerrero V.
Lic. Domingo Dauhajre Selman
Lic. Luis A. Encarnación Pimentel
Dr. Joaquín Ramírez de la Rocha
Lic. Luis Mejía Oviedo
Lic. Mariano Mella

Suplentes de Vocales
Lic. Danilo Díaz
Lic. Héctor Herrera Cabral
Ing. Ramón de la Rocha Pimentel
Ing. Manuel Enrique Tavárez Mirabal
Lic. Estela Fernández de Abreu
Lic. Ada N. Wiscovitch C.
Esta publicación, sin valor comercial,
es un producto cultural de la conjunción de esfuerzos
del Banco de Reservas de la República Dominicana
y la Sociedad Dominicana de Bibliófilos, Inc.

COMITÉ DE EVALUACIÓN Y SELECCIÓN


Orión Mejía
Director General de Comunicaciones y Mercadeo, Coordinador
Luis O. Brea Franco
Gerente de Cultura, Miembro
Juan Salvador Tavárez Delgado
Gerente de Relaciones Públicas, Miembro
Emilio Cordero Michel
Sociedad Dominicana de Bibliófilos
Asesor
Raymundo González
Sociedad Dominicana de Bibliófilos
Asesor
María Filomena González
Sociedad Dominicana de Bibliófilos
Asesora
Jesús Navarro Zerpa
Director Ejecutivo de la Sociedad Dominicana de Bibliófilos
Secretario

Los editores han decidido respetar los criterios gramaticales utilizados por los autores
en las ediciones que han servido de base para la realización de este volumen

COLECCIÓN
PENSAMIENTO DOMINICANO
VOLUMEN III

Biografías y Evocaciones
HERIBERTO PIETER  |  AUTOBIOGRAFÍA
ARTURO DAMIRÓN RICART  |  MIS BODAS DE ORO CON LA MEDICINA
AMELIA FRANCASCI  |  MONSEÑOR DE MERIÑO ÍNTIMO
MANUEL DE JESÚS TRONCOSO DE LA CONCHA | NARRACIONES DOMINICANAS
HÉCTOR INCHÁUSTEGUI CABRAL  |  EL POZO MUERTO
O. E. GARRIDO PUELLO  |  NARRACIONES Y TRADICIONES
ENRIQUE APOLINAR HENRÍQUEZ  |  REMINISCENCIAS Y EVOCACIONES
JUAN BOSCH  |  DAVID, BIOGRAFÍA DE UN REY
JOAQUÍN BALAGUER  |  EL CRISTO DE LA LIBERTAD
JOAQUÍN BALAGUER  |  EL CENTINELA DE LA FRONTERA

ISBN: Colección completa: 978-9945-8613-9-6


ISBN: Volumen III: 978-9945-457-02-5

Coordinadores:
Luis O. Brea Franco, por Banreservas;
y Jesús Navarro Zerpa, por la Sociedad Dominicana de Bibliófilos
Ilustración de la portada: Rafael Hutchinson  |  Diseño y arte final: Ninón León de Saleme 
Corrección de pruebas: Jaime Tatem Brache  |  Impresión: Amigo del Hogar
Santo Domingo, República Dominicana. Septiembre, 2008

8
contenido

Presentación
Origen de la Colección Pensamiento Dominicano y criterios de reedición.............................. 11
Daniel Toribio
Administrador General del Banco de Reservas de la República Dominicana
Exordio ................................................................................................................................... 15
Mariano Mella
Presidente de la Sociedad Dominicana de Bibliófilos

Primera sección
Introducción
El testimonio: su valor documental.......................................................................................... 19
José Chez Checo

HERIBERTO PIETER
AUTOBIOGRAFÍA
(Prefacio): Arquitecto José A. Caro Álvarez .................................................................. 39

ARTURO DAMIRÓN RICART


MIS BODAS DE ORO CON LA MEDICINA
(Prólogo): Dr. Mariano Lebrón Saviñón ......................................................................... 115

AMELIA FRANCASCI
MONSEÑOR DE MERIÑO ÍNTIMO
(Prólogo): Mons. Hugo Eduardo Polanco Brito............................................................ 193
(Idealismo. Perfiles de la obra de Amelia Francasci): Enrique de Marchena Dujarric........... 196

Segunda sección
Introducción
Cuatro miradas sobre una misma realidad............................................................................... 317
José Enrique García

MANUEL DE JESÚS TRONCOSO DE LA CONCHA


NARRACIONES DOMINICANAS
(Prólogo de la primera edición): R. Emilio Jiménez................................................................ 339

HÉCTOR INCHÁUSTEGUI CABRAL


EL POZO MUERTO ....................................................................................................... 431

9
COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

O. E. GARRIDO PUELLO
NARRACIONES Y TRADICIONES
(A manera de prólogo): Sócrates Nolasco.......................................................................... 505

ENRIQUE APOLINAR HENRÍQUEZ
REMINISCENCIAS Y EVOCACIONES...................................................................... 545

Tercera sección
Introducción
Dos autores y tres biografías . .................................................................................................. 679
Marcio Veloz Maggiolo

JUAN BOSCH
DAVID, BIOGRAFÍA DE UN REY .............................................................................. 689

JOAQUÍN BALAGUER
EL CRISTO DE LA LIBERTAD
Vida de Juan Pablo Duarte ........................................................................................... 811

JOAQUÍN BALAGUER
EL CENTINELA DE LA FRONTERA
Vida y hazañas de Antonio Duvergé .......................................................................... 899

Semblanza de Julio D. Postigo, editor de la Colección Pensamiento Dominicano............ 967

10
presentación

Origen de la Colección Pensamiento Dominicano


y criterios de reedición
Es con suma complacencia que, en mi calidad de Administrador General del Banco de
Reservas de la República Dominicana, presento al país la reedición completa de la Colec-
ción Pensamiento Dominicano realizada con la colaboración de la Sociedad Dominicana de
Bibliófilos, que abarca cincuenta y cuatro tomos de la autoría de reconocidos intelectuales
y clásicos de nuestra literatura, publicada entre 1949 y 1980.
Esta compilación constituye un memorable legado editorial nacido del tesón y la entrega
de un hombre bueno y laborioso, don Julio Postigo, que con ilusión y voluntad de Quijote
se dedica plenamente a la promoción de la lectura entre los jóvenes y a la difusión del libro
dominicano, tanto en el país como en el exterior, durante más de setenta años.
Don Julio, originario de San Pedro de Macorís, en su dilatada y fecunda existencia ejerce
como pastor y librero, y se convierte en el editor por antonomasia de la cultura dominicana
de su generación.
El conjunto de la Colección versa sobre temas variados. Incluye obras que abarcan desde
la poesía y el teatro, la historia, el derecho, la sociología y los estudios políticos, hasta incluir
el cuento, la novela, la crítica de arte, biografías y evocaciones.
Don Julio Postigo es designado en 1937 gerente de la Librería Dominicana, una de-
pendencia de la Iglesia Evangélica Dominicana, y es a partir de ese año que comienza la
prehistoria de la Colección.
Como medida de promoción cultural para atraer nuevos públicos al local de la Librería
y difundir la cultura nacional organiza tertulias, conferencias, recitales y exposiciones de
libros nacionales y latinoamericanos, y abre una sala de lectura permanente para que los
estudiantes puedan documentarse.
Es en ese contexto que en 1943, en plena guerra mundial, la Librería Dominicana publica
su primer título, cuando aún no había surgido la idea de hacer una colección que reuniera
las obras dominicanas de mayor relieve cultural de los siglos XIX y XX.
El libro publicado en esa ocasión fue Antología Poética Dominicana, cuya selección y pró-
logo estuvo a cargo del eminente crítico literario don Pedro René Contín Aybar. Esa obra
viene posteriormente recogida con el número 43 de la Colección e incluye algunas variantes
con respecto al original y un nuevo título: Poesía Dominicana.
En 1946 la Librería da inicio a la publicación de una colección que denomina Estudios,
con el fin de poner al alcance de estudiantes en general, textos fundamentales para comple-
mentar sus programas académicos.
Es en el año 1949 cuando se publica el primer tomo de la Colección Pensamiento Domini-
cano, una antología de escritos del Lic. Manuel Troncoso de la Concha titulada Narraciones
Dominicanas, con prólogo de Ramón Emilio Jiménez. Mientras que el último volumen, el
número 54, corresponde a la obra Frases dominicanas, de la autoría del Lic. Emilio Rodríguez
Demorizi, publicado en 1980.

11
COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  Biografías y Evocaciones

Una reimpresión de tan importante obra pionera de la bibliografía dominicana del


siglo XX, como la Colección Pensamiento Dominicano, presenta graves problemas para edi-
tarse acorde con parámetros vigentes en nuestros días, debido a que originariamente no
fue diseñada para desplegarse como un conjunto armónico, planificado y visualizado en
todos sus detalles.
Esta hazaña, en sus inicios, se logra gracias a la voluntad incansable y al heroísmo
cotidiano que exige ahorrar unos centavos cada día, para constituir el fondo necesario que
permita imprimir el siguiente volumen –y así sucesivamente– asesorándose puntualmente
con los más destacados intelectuales del país, que sugerían medidas e innovaciones ade-
cuadas para la edición y títulos de obras a incluir. A veces era necesario que ellos mismos
crearan o seleccionaran el contenido en forma de antologías, para ser presentadas con un
breve prólogo o un estudio crítico sobre el tema del libro tratado o la obra en su conjunto,
del autor considerado.
Los editores hemos decidido establecer algunos criterios generales que contribuyen a
la unidad y coherencia de la compilación, y explicar el porqué del formato condensado en
que se presenta esta nueva versión. A continuación presentamos, por mor de concisión, una
serie de apartados de los criterios acordados:

 Al considerar la cantidad de obras que componen la Colección, los editores, atendien-


do a razones vinculadas con la utilización adecuada de los recursos técnicos y financieros
disponibles, hemos acordado agruparlas en un número reducido de volúmenes, que
podrían ser 7 u 8. La definición de la cantidad dependerá de la extensión de los textos
disponibles cuando se digitalicen todas las obras.

 Se han agrupado las obras por temas, que en ocasiones parecen coincidir con algunos
géneros, pero ésto sólo ha sido posible hasta cierto punto. Nuestra edición comprenderá
los siguientes temas: poesía y teatro, cuento, biografías y evocaciones, novela, crítica de
arte, derecho, sociología, historia, y estudios políticos.

 Cada uno de los grandes temas estará precedido de una introducción, elaborada por
un especialista destacado de la actualidad, que será de ayuda al lector contemporáneo,
para comprender las razones de por qué una determinada obra o autor llegó a conside-
rarse relevante para ser incluida en la Colección Pensamiento Dominicano, y lo auxiliará
para situar en el contexto de nuestra época, tanto la obra como al autor seleccionado. Al
final de cada tomo se recogen en una ficha técnica los datos personales y profesionales
de los especialistas que colaboran en el volumen, así como una semblanza de don Julio
Postigo y la lista de los libros que componen la Colección en su totalidad.

 De los tomos presentados se hicieron varias ediciones, que en algunos casos mo-
dificaban el texto mismo o el prólogo, y en otros casos más extremos se podía agregar
otro volumen al anteriormente publicado. Como no era posible realizar un estudio
filológico para determinar el texto correcto críticamente establecido, se ha tomado
como ejemplar original la edición cuya portada aparece en facsímil en la página pre-
liminar de cada obra.

12
PRESENTACIÓN  |  Daniel Toribio, Administrador General de Banreservas

 Se decidió, igualmente, respetar los criterios gramaticales utilizados por los autores
o curadores de las ediciones que han servido de base para la realización de esta publi-
cación.

 Las portadas de los volúmenes se han diseñado para esta ocasión, ya que los plan-
teamientos gráficos de los libros originales variaban de una publicación a otra, así como
la tonalidad de los colores que identificaban los temas incluidos.

 Finalmente se decidió, además de incluir una biografía de don Julio Postigo y una
relación de los contenidos de los diversos volúmenes de la edición completa, agregar,
en el último tomo, un índice onomástico de los nombres de las personas citadas, y otro
índice, también onomástico, de los personajes de ficción citados en la Colección.

En Banreservas nos sentimos jubilosos de poder contribuir a que los lectores de nuestro
tiempo, en especial los más jóvenes, puedan disfrutar y aprender de una colección biblio-
gráfica que representa una selección de las mejores obras de un período áureo de nuestra
cultura. Con ello resaltamos y auspiciamos los genuinos valores de nuestras letras, am-
pliamos nuestro conocimiento de las esencias de la dominicanidad y renovamos nuestro
orgullo de ser dominicanos.

Daniel Toribio
Administrador General

13
exordio
Reedición de la Colección Pensamiento Dominicano:
una realidad
Como presidente de la Sociedad Dominicana de Bibliófilos, siento una gran emoción al
poner a disposición de nuestros socios y público en general la reedición completa de la Co-
lección Pensamiento Dominicano, cuyo creador y director fue don Julio Postigo. Los 54 libros
que componen la Colección original fueron editados entre 1949 y 1980.
Salomé Ureña, Sócrates Nolasco, Juan Bosch, Manuel Rueda, Emilio Rodríguez Demorizi,
son algunos autores de una constelación de lo más excelso de la intelectualidad dominicana
del siglo XIX y del pasado siglo XX, cuyas obras fueron seleccionadas para conformar los
cincuenta y cuatro tomos de la Colección Pensamiento Dominicano. A la producción intelectual
de todos ellos debemos principalmente que dicha Colección se haya podido conformar por
iniciativa y dedicación de ese gran hombre que se llamó don Julio Postigo.
Qué mejor que las palabras del propio señor Postigo para saber cómo surge la idea o la inspi-
ración de hacer la Colección. En 1972, en el tomo n.º 50, titulado Autobiografía, de Heriberto Pieter,
en el prólogo, Julio Postigo escribió lo siguiente: (…) “Reconociendo nuestra poca idoneidad
en estos menesteres editoriales, un sentimiento de gratitud nos embarga hacia Dios, que no
sólo nos ha ayudado en esta labor, sino que creemos fue Él quien nos inspiró para iniciar esta
publicación” (…); y luego añade: (…) “nuestra más ferviente oración a Dios es que esta Colec-
ción continúe publicándose y que sea exponente, dentro y fuera de nuestra tierra, de nuestros
más altos valores”. En estos extractos podemos percibir la gran humildad de la persona que
hasta ese momento llevaba 32 años editando lo mejor de la literatura dominicana.
La reedición de la Colección Pensamiento Dominicano es fruto del esfuerzo mancomunado
de la Sociedad Dominicana de Bibliófilos, institución dedicada al rescate de obras clásicas
dominicanas agotadas, y del Banco de Reservas de la República Dominicana, el más impor-
tante del sistema financiero dominicano, en el ejercicio de una función de inversión social de
extraordinaria importancia para el desarrollo cultural. Es justo valorar el permanente apoyo
del Lic. Daniel Toribio, Administrador General de Banreservas, para que esta reedición sea
una realidad.
Agradecemos al señor José Antonio Postigo, hijo de don Julio, por ser tan receptivo con
nuestro proyecto y dar su permiso para la reedición de la Colección Pensamiento Dominicano.
Igualmente damos las gracias a los herederos de los autores por conceder su autorización
para reeditar las obras en el nuevo formato que condensa en 7 u 8 volúmenes los 54 tomos
de la Colección original.
Mis deseos se unen a los de Postigo para que esta Colección se dé a conocer, en nuestro
territorio y en el extranjero, como exponente de nuestros más altos valores.

Mariano Mella
Presidente
Sociedad Dominicana de Bibliófilos

15
PRIMERA SECCIÓN
HERIBERTO PIETER  |  AUTOBIOGRAFÍA
ARTURO DAMIRÓN RICART  |  MIS BODAS DE ORO CON LA MEDICINA
AMELIA FRANCASCI  |  MONSEÑOR DE MERIÑO ÍNTIMO

INTRODUCCIÓN: José Chez Checo


introducción
El testimonio: su valor documental
José Chez Checo

“El discurso de la memoria y el de la historia son hermanos, los dos son escrituras, inscrip-
ciones en el alma, espíritu o papel. Pero es en el alma donde el discurso auténtico se escribe y
deja huella psíquica, a veces por el impacto de la impresión primera, o por el pathos o pasión
posterior. Huellas que permiten el encuentro en nuestro interior de experiencias pasadas
ahora rememoradas. Ese lazo indisoluble entre memoria e historia permite afirmar que el
discurso escrito es siempre imagen de lo que en la memoria está “vivo”, “dotado de alma”
porque es “rico de savia”1.
En ese contexto tan esclarecedor es que hay que situar las obras Autobiografía, de Heriberto
Pieter, Mis Bodas de Oro con la Medicina, de Rafael Damirón, y Monseñor de Meriño Íntimo, de
Amelia Francasci, y que en esta ocasión vuelven a ver la luz como parte del programa de
reedición de la Colección Pensamiento Dominicano que ejecutan la Sociedad Dominicana de
Bibliófilos y el Banco de Reservas de la República Dominicana.

Autobiografía, de Heriberto Pieter,


o la Ciencia al servicio de la Filantropía
La autobiografía es quizás el ejercicio literario de más sinceridad, en el cual un autor
expone rasgos y aspectos importantes de su vida en muchas ocasiones desconocidos. Es lo
que el historiador francés Pierre Nora ha denominado “egohistoria”2.
Uno de los grandes ejemplos de este género es el del Dr. Heriberto Pieter Bennet con su
obra Autobiografía, donde expone los pequeños y grandes acontecimientos en las diversas
etapas de su larga y fructífera vida a favor de la ciencia y la sociedad de su tiempo.
Dicha obra, publicada con el Núm. 50 de la Colección Pensamiento Dominicano, se inicia
con un “Prefacio” del ya fallecido Arq. José A. Caro Álvarez, que fuera en diferentes épocas
Rector de la Universidad de Santo Domingo y de la Universidad Nacional Pedro Henríquez
Ureña. En el texto introductorio Caro Álvarez narra que conoció al Dr. Pieter cuando fue a
buscarlo para que atendiera a su padre enfermo y expone la profunda admiración que le
tenía porque él “pertenecía a esa corta legión de hombres transidos de una inmensa vocación
de servicio y de amor a sus semejantes”.
Julio Postigo, en un pequeño “Proemio”, expone su alegría al dedicar dicho emblemático
número al Dr. Heriberto Pieter, de quien afirma que “es una prueba de que Dios derrama sus
bendiciones y reparte sus dones a todos los hombres por igual, cuando ellos con humildad
se esfuerzan, dedicándose al estudio, al trabajo y al bien. De la vida del Dr. Pieter Bennett,
1
Vilanova, Mercedes. “Rememoración en la historia”. En Historia, Antropología y Fuentes Orales, Núm. 30: Memoria
rerum, 3ª época, Barcelona, 2003, p.24.
2
Essais d’égo-histoire, Gallimard, París, 1987. En Pierre Vilar. Pensar históricamente. Reflexiones y recuerdos, Editorial
Crítica, Barcelona, 1997, p.8.

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

conocido ampliamente dentro y fuera de la República Dominicana por su labor como cien-
tífico y filántropo, se puede decir que la ha vivido con una mano abriendo surcos en la tierra
y con la otra alcanzando las estrellas”.
He ahí, en esas breves líneas, una síntesis de la obra de Pieter que él subtitula “Mi verda-
dera biografía” y que publicó “con el objeto de corregir falsedades i exageraciones habladas
o publicadas en varias ocasiones”. Para ello no solo utilizó su memoria sino también, como
él afirmó, papeles que guardaba en gavetas de su archivo.
Aun cuando a él le interesa esencialmente su registro vital o su biografía individual3, a
través de las páginas de la obra van reflejándose acontecimientos importantes de nuestra
historia desde los años finales del siglo XIX hasta el decenio de los 70 del pasado siglo, que
fue el lapso en que vivió el Dr. Pieter.
Desde el inicio de su obra se identifica sin rodeos al referirse a sus orígenes cuando
expresa: “Mi nombre actual es Heriberto Pieter Bennett, hijo legítimo de Gerardo Pieter, ex
esclavo, y Carmen Bennet, también hija de ex esclavos africanos”.
Tan interesantes son los aspectos de su niñez como los de su adolescencia, haciendo
notables esfuerzos para “atrapar sus recuerdos”, tal como lo indica en el proemio, donde
califica su existencia “unas veces amarga como la hiel y en muchas ocasiones endulzadas
con el cariño de quienes no dudaban de la perseverancia de mis propósitos”.
No hubo nada tan cierto como la perseverancia en la vida del doctor Heriberto Pieter,
quien demostró superación fruto de la constancia ante los infortunios de la vida: en sus
primeros años nunca tuvo una vida cómoda. Su padre, Gerardo Pieter, cambiaba frecuen-
temente de empleo y entre otros ejerció los oficios de tipógrafo del periódico El Porvenir,
prensista y zapatero.
En el capítulo IV de su Autobiografía, cuando tocó el tema de sus padres dijo lo siguiente:
“Mi padre no duró mucho en ese empleo (periódico El Porvenir), la mala suerte lo perseguía,
perturbando la excelencia de su conducta y la experiencia en su profesión”.
De sus primeros años en la escuela recuerda algo doloroso por el fallecimiento de su
padrino: la pérdida de una beca de estudios en la escuela “La Fe”. El autor relata con valen-
tía lo humillante que fue el costo que tuvo que pagar para continuar sus estudios, cuando
relató lo siguiente: “Al otro día mi abuelo fue conmigo a la escuela, procurando allí a don
Álvaro a quien conocía y casi llorando le rogó que me admitiera siquiera pagando la mitad
de la cuota establecida”.
Más adelante escribió: “En presencia de don Pantaleón Castillo, de don Mario Saviñón
y otros profesores, el Lcdo. Álvaro Logroño4 examinó el caso. En seguida se consultaron y
decidieron aceptarme, pero bajo la condición de que yo ayudaría a mi condiscípulo Mario
Mendoza, en la limpieza de las aulas dos veces, todas las semanas, y llenar diariamente
todas las tinajas destinadas al servicio del plantel”. Confesó que trabajó como si fuera peón
de escoba y aguatero, no sólo en la escuela sino también en el domicilio de los profesores.
Pieter fue muy severo con él mismo en un valiente ejercicio de sinceridad con res-
pecto a su situación en la época cuando relató: “A pesar de ser el más feo y el más pobre
de todos los chicos de ese plantel, solía alcanzar las mejores notas de aplicación en casi

3
José Luis Romero. Sobre la biografía y la historia, Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 1945. Citado por María
Elena González Deluca. “El trigo derramado y el problema de la biografía como forma historiográfica”, Boletín de la
Academia Nacional de la Historia, Núm. 347, julio-septiembre de 2004, Caracas, Venezuela.
4
Se refiere al padre de Arturo Logroño, destacado intelectual dominicano durante la Dictadura de Trujillo.

20
INTRODUCCIÓN  |  EL TESTIMONIO: SU VALOR DOCUMENTAL  |  José Chez Checo

todas las asignaturas. No sé si esas calificaciones eran exageradas, como premios por
faenas que yo estaba obligado a hacer en casa de varios profesores, tales como cargar
agua en tiempo de sequía, comprar vituallas en la Plaza Vieja y llevar la ropa sucia a sus
lavanderías. La mayor parte de los maestros que me instruían y sabían que yo no pagaba
con dinero, abusaban de mi interés por obtener buen trato y buenas notas en los exámenes
de fin de curso”.
A los doce años de edad ya Pieter había mostrado inclinación a la lectura, según relata,
y su afición al estudio lo llevó en muchas ocasiones a privarse de muchas cosas, incluso de
parte del sostenimiento de su familia para invertirlo en libros.
Pieter cita como una de sus obras preferidas en ese tiempo Historia de la Revolución
Francesa, por Adolfo Thiers, que le ayudó a “inflamar su odio contra Lilís”, y expresó
dramáticamente cómo, siendo aún niño, oía las descargas de los fusiles en contra de los
opositores al tirano en “El Aguacatico”, por la cercanía de su casa paterna a la fortaleza de
la calle Colón donde estaba el ubicado el siniestro lugar de ejecución.
Pieter afirmó que la antipatía contra Lilís se acrecentó durante la guerra de los cubanos
contra España (1895-1898), período en el cual casi la mayoría de los adolescentes dominica-
nos enviaban contribuciones de algunos centavos semanales para sostener a los exiliados de
Cuba que temían ser reenviados a aquel país, también cuando su familia fue expulsada del
solar donde vivían por órdenes del gobernador Pichardo. El autor relata lo doloroso que fue
ese episodio: “Sin previo aviso, José Dolores Pichardo mandó a un oficial del ejército para
que en el plazo de diez días desocupáramos dicho solar porque nuestra vivienda iba a ser
destruida. Sin más noticias, aquello fue un desastre para nosotros. Mi abuelo quiso apelar
a la escasa amistad que a veces Lilís le ofrecía, pero alguien de nuestros buenos amigos
le recomendó que se abstuviera de practicar tal diligencia. El gobernador y el Presidente
formaban una sola persona, tanto en mandato como en la perpetración de las más horribles
torturas, robos y asesinatos que todos conocemos”.
Pieter expresó que la policía no dejó transcurrir el plazo fijado y fueron desalojados
cuatro días antes de terminarse. Relató que para no perder nada del mobiliario, la
familia de Pieter recogió todo lo que pudieron salvar, con la colaboración de personas
compasivas como carreteros que se enteraron de la triste noticia y fueron a ayudarlos sin
recibir pago alguno.
Asimismo, fueron ayudados por soldados y policías que los auxiliaron en el traslado para
evitar que nada se perdiera. Esa noche, según el autor, fue inolvidable, porque la pasaron en
la gallera de San Carlos en las celdas destinadas a los gallos de pelea y en algunos refugios
que les brindaron personas caritativas.
Cuando Lilís fue ajusticiado en Moca, la capital no se enteró sino días después según
relata Pieter. Tan pronto se supo la noticia, el pueblo se llenó de alegría y se pusieron carteles
en casi todas las casas.
En el capítulo VIII narra Pieter su vida de músico-soldado y sus esfuerzos para presen-
tar los exámenes de bachillerato en letras en el Instituto Profesional cuyo Rector era, a la
sazón, Mons. Fernando A. de Meriño, Arzobispo de Santo Domingo. De éste no guardaba
un agradable recuerdo, pues él había influido en que el jurado examinador le rechazara las
asignaturas de lógica y francés, porque el día en que iban a leer las calificaciones, en una
actitud que podría calificarse de racista, “se presentó el Rector, un rencoroso e infatuado
obispo que, en el día de mi inscripción, dijo a su Secretario que no deseaba ver en ese plantel

21
COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

a negros ni a militares”. Dos semanas después Pieter aprobó “con las mejores notas” las dos
asignaturas en la Escuela de Bachilleres recién fundada en la planta alta del Colegio San Luis
Gonzaga. Más tarde, el 31 de agosto de 1903, obtuvo el bachillerato en ciencias afirmando,
con cierto orgullo, que “era el primer negro que conquistaba ese diploma en la República
Dominicana”.
Como consecuencia de la revuelta jimenista triunfante de 1903, Pieter decidió escaparse
a Haití donde desempeñó en Jacmel el oficio de sastre y en Puerto Príncipe laboró como
dependiente en una tienda y almacén. De regreso al país laboró en periódicos como el Listín
Diario, El Eco de la Opinión y El Imperial. Ahí escribió alguna producción literaria y comentarios
científicos, cuyos recortes desaparecieron de sus archivos durante el ciclón de San Zenón
del 3 de septiembre de 1930.
Los capítulos XI y XII los dedica Pieter a narrar su época como practicante de medicina
y su preparación de los exámenes para graduarse de médico, cuando era estudiante de tér-
mino. Ahí narra la oposición que tuvo que enfrentar de parte del Dr. Apolinar Tejera, Rector
del Instituto Profesional, cuando él defendía su tesis, ya que Tejera, sacerdote y no obispo
como refiere Pieter, había dicho algo similar a lo expresado por Meriño de que mientras él
ocupara un puesto en aquella institución educativa “se opondría a que militares y estu-
diantes de la raza negra obtuvieran permiso para ejercer ninguna profesión universitaria
en nuestro país”.
Graduado ya de médico, con su diploma y exequátur correspondientes, comenzó a ejer-
cer su profesión en lugares del interior del país. Así, estuvo en Juana Núñez, hoy municipio
Salcedo, y en los municipios de San Francisco de Macorís, Samaná y Sánchez. El Dr. Pieter
pudo granjear muchos amigos y desarrollar una intensa labor en el campo de la medicina
donde logró una enorme clientela, situación que contribuyó a despertar celos en algunos
colegas que se sentían desplazados.
En agosto de 1909 parte el Dr. Heriberto Pieter hacia Francia con la intención de
perfeccionar sus conocimientos médicos, especialmente en los campos de la ginecología y
obstetricia. A finales de ese año se gradúa de Médico Colonial de la Universidad de París
donde tuvo como profesores a eminentes médicos discípulos de Louis Pasteur. Allá también
cultivó la afición por la fotografía.
De regreso a la Patria se dedicó nuevamente al ejercicio médico. En el país, refiere Pie-
ter, “casi todos mis anticuados maestros dominicanos seguían ejerciendo nuestro arte con
la misma petulancia de antaño. Los Dres (Salvador B.) Gautier i (Fernando Arturo) Defilló
fueron los únicos que no me mostraron indiferencia”. Ejerció en San Francisco de Macorís,
donde un médico, celoso de su clientela, elaboró un plan para que lo asesinaran, que afor-
tunadamente fracasó. Allí el Dr. Pieter hizo galas de sus grandes conocimientos médicos, lo
que le granjeó la admiración de los pobladores. Durante la primera Guerra Mundial (1914-
1918) dice Pieter que, poniendo “en manos mi deber, mi entusiasmo i mi agradecimiento a la
heroica Francia, en donde recibí tanta i tan útil instrucción para mejorar mis conocimientos”,
escribió e hizo propaganda en el Cibao en contra de Alemania. Sus escritos los firmaba bajo
el seudónimo de Sully-Berger.
Durante la primera Ocupación Militar Norteamericana del país (1916-1924), el Dr. Pieter
llevó a cabo lo que él llamó “el empeño más patriótico que he realizado en toda mi vida”. Se
refería al hecho de haber curado en 1920, al patriota Cayo Báez de unas extensas quemaduras
en el pecho y en el vientre, víctima de las torturas con machetes incandescentes de Bacalow

22
INTRODUCCIÓN  |  EL TESTIMONIO: SU VALOR DOCUMENTAL  |  José Chez Checo

y del capitán César Lora. Con la ayuda de su vecino, el Licdo. Carlos F. de Moya, haciendo
galas de sus conocimientos fotográficos, el Dr. Pieter tomó fotos a Cayo Báez antes de que
fuera recogido por Luis F. Mejía y Virgilio Trujillo, quienes se lo habían llevado disfrazado de
mujer. En noches sucesivas, narra el Dr. Pieter, Moya y él imprimieron centenares de postales
de Cayo Báez y sus lesiones, fotos que fueron utilizadas por los nacionalistas, encabezados
por el Dr. Francisco Henríquez y Carvajal, en su lucha propagandística contra las fuerzas
de ocupación norteamericanas5.
En ese mismo año, 1920, el Dr. Pieter volvió a París donde intensificó sus estudios
de Pediatría y, luego, en la “culminación de sus aspiraciones” escribió su tesis sobre el
Cáncer del Pulmón, calificada de “bueno” el 2 de marzo de 1923. De regreso a Santo Domingo,
fracasa como inversionista azucarero y ejerce de nuevo en San Francisco de Macorís, y
en Santo Domingo donde llegó a ocupar el cargo de Director del Laboratorio Nacional,
y Profesor de Medicina, nombrado por Horacio Vásquez. Ya en la época de Trujillo,
durante una investidura de unos amigos suyos, denunció en pleno salón “la futilidad de
la exagerada pompa desplegada en esas ceremonias, parecidas a las impuestas por Hitler
y por Mussolini”. Como era de esperarse el Dr. Pieter fue cancelado. Posteriormente,
después de regresar de un tercer viaje de estudios a Europa y a instancias de los doctores
Robiou y Salvador Gautier, quienes le llevaron un mensaje de Trujillo, el Dr. Pieter volvió
a la Universidad.
En 1924, según se narra en el capítulo XVII, último de la obra, el Dr. Pieter, siguiendo la
idea de su querido y antiguo condiscípulo, Esteban Buñols, funda lo que sería su gran obra,
la “Liga Dominicana contra el Cáncer”, que luego auspicia el Instituto de Oncología, una
de las instituciones modelos que actualmente funcionan en el país. En ese capítulo, además
de narrar los primeros años del Instituto, expone sus labores filantrópicas y literarias; su
condición de políglota; las condecoraciones y reconocimientos recibidos y las instituciones
científicas de las que era miembro.
Autobiografía, de Heriberto Pieter, termina con unos apéndices que contienen los diplomas
recibidos, las obras en que ha sido citado, y los discursos pronunciados en la inauguración
del “Hospital Doctor Pascacio Toribio”, de Salcedo; al cumplir 80 años en 1964; cuando
empezó a funcionar la Fundación Pierre Bennett-Pieter, el 28 de marzo de 1965 en el Santo
Cerro; en la Universidad Madre y Maestra, el 21 de octubre de 1967; en el Club Rotario, el
20 de abril de 1965, y al celebrar el 24 de octubre de 1968, las bodas de plata del inicio del
Instituto de Oncología. Figuran, además, los escritos de Pieter titulados “Letras de escritores
dominicanos”, “Recuerdos no edulcorantes en las aulas de mi niñez”, “Dos Pastores”, “Juan
Bosch”, “Manuel A. Amiama”, “Ramón Marrero Aristy” y “Freddy Prestol Castillo”.
La obra de Dr. Heriberto Pieter es de un gran valor, que no pierde nunca vigencia.
Lo es no sólo porque es el reflejo de un hombre que “se hizo a sí mismo”, prácticamente
de la nada y venciendo múltiples obstáculos, sino también porque, como afirmara Pedro
Henríquez Ureña, “sólo la sinceridad (tan rara o difícil) puede dar valor a las auto-bio-
grafías; y tanto éstas como las biografías por mano ajena escritas, sólo deben interesar
cuando la vida en ellas narrada contiene algún alto ejemplo o está en armonía con la otra
del biografiado”6.
5
Una de esas fotos es ampliamente conocida y se encuentra reproducida en la mayoría de las obras que tratan
ese período de nuestra historia.
6
Miguel Collado. “Frases luminosas de Pedro Henríquez U.”, Areíto, Hoy, 12 de julio de 2008, p.6.

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

Mis bodas de oro con la Medicina, de Rafael Damirón,


o momentos dorados de un apostolado
“La memoria, a la que atañe la historia, que a su vez la alimenta, apunta a salvar el pasado
sólo para servir al presente y al futuro”7. En ese sentido, los testimonios relatados en una
obra acerca de la vida profesional de una carrera como la medicina siempre son necesarios
para entender las condiciones humanas y sociales de una época. El valor, la capacidad de
servicio, el estricto cumplimiento y la fidelidad al juramento hipocrático, todavía estaban
presentes en una etapa de la vida republicana en las primeras décadas del siglo pasado
que marcaron el ejercicio profesional de la medicina, etapa difícil en la cual su ejercicio no
contaba con los muchos adelantos de la ciencia.
De ahí que para los médicos y los dominicanos del presente debería ser obligatoria la
lectura de Mis bodas de oro con la Medicina, 1924-1974, del doctor Arturo Damirón Ricart,
una de las obras de la meritísima Colección Pensamiento Dominicano, que fue dirigida por el
inolvidable Julio Postigo.
En su obra el autor ofrece impresiones de lo que fue su vida ejemplar en su largo ejercicio
de la medicina por 50 años, pero tal como dice el prólogo escrito por el Dr. Mario Lebrón
Saviñón no se trata de una autobiografía, como la que escribiera el también eminente médi-
co Heriberto Pieter y que figura en este volumen, “ni estampas iluminadas de un pasado”
como la obra Navarijo de Francisco Moscoso Puello, sino “breves episodios de momentos
increíbles”, en una época en que el ejercicio de la medicina era de suma precariedad y no-
torias limitaciones.
Sin embargo, a pesar de los obstáculos y las condiciones inadecuadas de la medicina
en ese entonces, el autor la consideraba como una etapa dorada en la que predominaba el
concepto hipocrático de que la medicina estaba al servicio de los seres humanos sin importar
su condición.
De su obra se desprende que el autor dejó una amplia legión de discípulos entrenados
que fueron también ejemplos notables de vocación y servicio. Contiene muchos relatos
al parecer inconexos y no ordenados cronológicamente, por lo que el lector debe advertir
que la intención del autor es sólo dar un aporte para el entendimiento de la labor social y
el ejercicio de la medicina en diversas etapas de la vida nacional a lo largo de un período
significativo de medio siglo.
Según relata, el Dr. Arturo Damirón Ricart se graduó en la Facultad de Medicina de la
entonces Universidad de Santo Domingo, el 28 de octubre de 1924. El día 2 de noviembre
de ese año, el presidente Horacio Vásquez le otorgó el exequátur de ley para poder ejercer
la medicina con el número 19.
El autor recuerda como “si fuera ayer” la forma en que recibió el título que lo acreditaba
como médico después de tantos sacrificios. Expresa que estando en la clínica Elmúdesi, don-
de tuvo sus primeras prácticas, don Pedro Creales y Jiménez, que fungía como empleado,
bedel y ayudante de la secretaría de la universidad, le dijo: “Damirón aquí está tu papel”
entregándole enseguida el título de médico. “Así de sencilla fue mi investidura que por
coincidencia del destino estaría una histórica fecha para mí y luego se convertiría en fecha
clásica de la Universidad”, escribe.

7
Jacques Le Goff. El orden de la memoria. El tiempo como imaginario, Ediciones Paidós, Barcelona, 1991, p.183.

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INTRODUCCIÓN  |  EL TESTIMONIO: SU VALOR DOCUMENTAL  |  José Chez Checo

Damirón agradece en su obra a los profesores de la universidad que lo ayudaron


con paciencia a formarse en sus conocimientos, entre los cuales estaban: el Dr. Ramón
Báez, Dr. Salvador B. Gautier, el Dr. Arístides Fiallo Cabral y el Dr. Fernando Defilló. De
ellos dijo: “Si no fuera porque mi memoria podría fallarme me gustaría hacer anécdotas
e historias de estos grandes de la medicina dominicana, que fueron responsables de
forjar las conciencias médicas de todos los graduados desde la conversión del Instituto
Profesional en Universidad de Santo Domingo entre los años 1916 y 1923, en que se
unieron otros notables médicos dominicanos a compartir tan grandes responsabilidades
históricas”.

Sus inicios
Damirón recordó que sus primeros pasos en la medicina fueron al lado del ilustre maestro
Dr. Antonio E. Elmúdesi, quien había sido su mentor y maestro en cirugía.
Señaló que su graduación ocurrió a poco de haber terminado el período de la Ocupación
Norteamericana que “eclipsó por ocho largos años la vida institucional de la República”
y se iniciaba una nueva esperanza con el advenimiento del Gobierno Constitucional del
general Horacio Vásquez.
El autor no ocultó desde el principio el hecho de que sus familiares fueran afectos a
dicho régimen cuando escribió: “Mis familiares más cercanos eran afectos a dicho régimen
y consiguieron que se me nombrara médico legista y de la cárcel de Santo Domingo con un
sueldo en ese entones de 40 pesos mensuales y luego fui nombrado por el Ayuntamiento
como médico municipal de pobres para los barrios de Santa Bárbara y Villa Duarte”.
Dijo que su primera actuación fue en el campo médico legal, además de la atención de los
presos existentes en la cárcel de la fortaleza Ozama, recluidos en la Torre del Homenaje. Señaló
lo delicado y laborioso de ese trabajo: “Tenía que asistir todos los casos de reclusos y enfermos y
los accidentes y heridos que ocurrían en el distrito judicial, lo cual implicaba desplazamientos a
distancias considerables con el fin de levantar cadáveres como resultado de crímenes, suicidios,
etc. Se podía decir que mis actuaciones no respetaban horas de descanso ni de alimentación
personal. Estas llamadas ocurrían durante las más tranquilas horas de descanso, en las horas de
sueño nocturno o mientras estaba sentado a la mesa en compañía de mi familia”.
Indica en su obra que por suerte la ciudad no era tan populosa en ese tiempo ni había
tantos accidentes de tránsito. Los vehículos eran escasos y la población reducida, aunque
sólo existía un médico para el servicio.
El autor dijo que su primera autopsia como médico legista la efectuó cuando ocurrió
una tragedia en la carretera Mella, a nivel del cruce de los rieles del ferrocarril, cerca del
kilómetro 25, en la cual resultó muerto un señor que se llamaba José Mateo que viajaba sen-
tado en un camión junto a su conductor mientras se dirigía a San Pedro de Macorís desde
San Juan de la Maguana.
El hecho ocurrió cuando el camión se cruzó con un vehículo marca Ford al servicio del
Ejército Nacional que venía en dirección contraria, y éste le pidió luz baja y al no hacer caso
de la señal, el oficial que ocupaba el automóvil le disparó con tan mala fortuna que lo hirió
de muerte, relata.
Expresa que la exploración se hizo difícil porque el proyectil no fue encontrado en la
cavidad toráxica, dentro de la cual había una hemorragia enorme, sino en la cavidad pélvica.
El experticio balístico determinó que procedió de una pistola automática calibre 45, por el

25
COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

cual pudo determinar que era la que portaba el oficial y no el revólver 38 del militar que
manejaba el automóvil, como se creía.
Reveló que muchas fueron sus tribulaciones como resultado de su inexperiencia y otras
por las inadecuadas condiciones de trabajo. También mencionó las simulaciones por parte
de los heridos y accidentados, situaciones que lo pusieron a prueba por muchos años hasta
que el tiempo le dio la madurez necesaria para no dejarse engañar.
Damirón señala en su obra que otro de los momentos más significativos de su vida aconteció
cuando fue nombrado “médico municipal de pobres” por el Ayuntamiento de Santo Domingo,
cargo desde el cual atendió a muchas personas de escasos recursos económicos.
De su experiencia como médico de pobres confesó que ese cargo lo ayudó a formar un
espíritu para la comprensión de los problemas de sus semejantes. De esa época escribe: “En
muchas ocasiones tenía que suministrar las medicinas que les recetaba, ante la incapacidad
de comprarlas”.

El ciclón de San Zenón y otros acontecimientos


Uno de los acontecimientos más aciagos en la historia dominicana fue el ciclón de San
Zenón, que ocasionó episodios verdaderamente dantescos en la capital. Damirón describió
la ocurrencia de cientos de muertes ocasionadas por el vendaval o aplastamiento por los
escombros de sus casas. El hospital donde el autor trabajaba fue seriamente afectado y su
equipo destruido en su mayor parte.
La situación de los enfermos no pudo ser peor al expresar: “Los enfermos se habían mar-
chado a sus hogares o se habían refugiado en sitios más protegidos; los que habían llegado
heridos a solicitud de ayuda, no habían sido asistidos por falta de médicos y hasta una señora
había fallecido sin poder ser auxiliada”. Ante esa situación los dirigentes del Hospital Evan-
gélico decidieron establecer un sitio de emergencia para atender a las decenas de heridos del
huracán y se decidieron por un gran edificio comercial que estaba en la avenida Capotillo
(después avenida Mella) propiedad de la señora Luz Saldaña, mujer de espíritu altruista.
En un párrafo relató la deprimente situación sanitaria de la ciudad y las urgencias médicas
que se presentaban a causa de las epidemias al escribir: “La acumulación de basura, detritus
y desperdicios ocasionados por los escombros de los edificios destruidos, desencadenó una
plaga de moscas y como consecuencia de ello agravado por las malas condiciones higiénicas
y la falta de agua se desarrolló una verdadera epidemia de Disentería amebiana contra la
cual hubo que desplegar una lucha titánica durante varios meses”.
El autor expresa no exagerar al estimar en más de quinientos los casos ocurridos durante
la epidemia, con una mortalidad mayor en personas de más de cincuenta años y adultos
desnutridos. Damirón informa que según las cifras de los encargados de enterramientos se
estimaban en dos mil las víctimas del huracán todas enterradas masivamente en fosas comu-
nes en el espacio de la llamada Plaza Colombina (hoy parque Eugenio María de Hostos).
En esa ocasión la ayuda exterior no se hizo esperar siendo la primera en llegar la del
crucero británico Danae cuyos marineros ayudaron a quitar los escombros. Damirón consi-
deró que si bien el ciclón de San Zenón dejó tragedias y epidemias una de las cosas positivas
que produjo lo fue la visita del reverendo Barney Morgan8, de la Misión Presbiteriana, con
la ayuda de las misiones de los Estados Unidos. De él escribe: “Este misionero, con el más

8
En la parte norte de la ciudad, uno de los límites del Ensanche Espaillat es la calle que lleva su nombre.

26
INTRODUCCIÓN  |  EL TESTIMONIO: SU VALOR DOCUMENTAL  |  José Chez Checo

grande espíritu cristiano se dedicó a la misión de ayuda y tomó tanto cariño al país, que
terminó con hacerse cargo de la Misión Evangélica en el país, cargo que desempeñó por es-
pacio de muchos años, dejando una estela de recuerdos imborrables entre los dominicanos”.
Para el autor la asociación con el reverendo Morgan por más de veinte años fue provechosa
para su formación humanística.

Pacientes importantes: Gerardo Machado y la hija de Vicente Gómez


En su larga carrera de la medicina, el autor recuerda pacientes importantes extranjeros
que tuvo que atender.
Uno de ellos fue el general Gerardo Machado, ex presidente de Cuba que tuvo que
huir de su país luego de ser derrocado. Llegó a suelo dominicano por las costas de Mon-
tecristi en un yate procedente de las Bahamas. Sobre ese hecho expresó: “Cuando estuve
en su presencia, me preguntó que si yo sabía quién era él, contestándole afirmativamente
por haberlo visto en muchas fotografías y a renglón seguido me inquirió que si yo tenía
algo en su contra a lo cual le contesté que aunque no compartía sus ideas políticas, yo nada
sentía en su contra, porque yo no era cubano y además que mi condición de médico no
podía impedirme que asistiera con toda diligencia e interés a un paciente que solicitara
mis servicios”.
Los exámenes de laboratorio hechos a Machado indicaban que no existía referencia
alguna a una posible intoxicación criminal, por lo cual mejoró notablemente. Con el autor
Machado duró unas dos semanas, tiempo en el cual logró intimar por lo que el paciente le
confesó muchos secretos de su vida política desde sus inicios de la guerra libertadora, en
la cual había llegado a Mayor General, hasta su derrocamiento como Presidente y su fuga
al extranjero.
Al marcharse del hospital con destino a Alemania, Damirón reconoció que le tuvo ad-
miración por su gran valor, aunque muchas veces le llamó la atención por mantenerse acos-
tado de espaldas frente a la puerta de la habitación que se encontraba abierta y por donde
circulaba libremente todo el que así lo deseaba, exponiéndolo a un atentado por parte de
algunos de sus enemigos políticos.
Se preguntaba él por qué después del derrocamiento del presidente Machado en Cuba
y su refugio en el país, cada vez que se producía un cambio importante en América sus
exiliados venían a residir al país.
Otra de las pacientes importantes que tuvo que atender fue la hija del dictador Juan
Vicente Gómez, llamada Berta, a la cual tuvo que tratar de una apendicitis aguda.
En todos los casos de personas de importancia dijo que estaba envuelto su futuro como
médico, ya que cualquier falla podía ser catastrófica para su credibilidad.

Su “caso cumbre”
A lo largo de su trayectoria como médico, el autor expresa que su caso cumbre fue aten-
der a Pedro Livio Cedeño, uno de los que participaron en el ajusticiamiento del dictador
Rafael Leonidas Trujillo Molina.
Relata que fue llamado poco antes de las diez de la noche del 30 de mayo de 1961 para
atender a Cedeño en la Clínica Internacional donde había sido llevado, y lo asistió hacién-
dole una laparotomía exploradora, además de suturar algunas perforaciones en el colon y
el intestino delgado, intervenciones que llevó a cabo con éxito.

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

“Yo sabía la gran responsabilidad que asumía al atender un caso como éste, pero mi
condición de médico respetuoso del juramento hipocrático estaba muy por encima de todos
los demás actos y responsabilidades que pudieran derivarse, aunque de menor importancia
y trascendencia”, relata.
Damirón se apenó de que sus esfuerzos fueron inútiles, ya que Cedeño, al igual que
la mayoría de los participantes en el magnicidio, fue asesinado posteriormente por Ramfis
Trujillo. De aquella gesta patriótica sólo sobrevivieron dos, Antonio Imbert Barrera y Luis
Amiama Tió. Al día de hoy sólo queda vivo el primero.
Al valorar ese episodio en su vida profesional expresa: “Es un capítulo de la vida do-
minicana en que me tocó actuar de modo decisivo, aunque mi buena intención fuera frus-
trada luego por el desbordamiento de pasiones humanas, y del cual no desearía alardear,
ni tampoco recordar”.

La Liga Dominicana contra el Cáncer, retiro con honores


Una de las instituciones de servicio más importantes del país ligada al Dr. Damirón
desde su fundación fue la Liga Dominicana contra el Cáncer. En mayo de 1949 fue elegido
Presidente y luego fungió como vicepresidente durante casi veinte años, mientras la presidió
el eminente médico Dr. Heriberto Pieter hasta su fallecimiento en 1972. Como resultado de
la muerte de Pieter volvió a asumir la presidencia de la Liga, además de la dirección del
Instituto de Oncología.
Otra institución de gran relieve e importancia en el país a la que le dio grandes aportes
fue el Club Rotario, en los años cuarenta, poco después de haber sido fundado en el país.
Llegó a ser Director de Rotary Internacional por sus méritos adquiridos, posición que le
permitió viajar a muchos países. Los recuerdos de las experiencias de esos viajes ocupan
numerosas páginas de la obra.
Recuerda también cuando en 1971 a iniciativa de un grupo de médicos de reconocida
capacidad y honestidad, y después de muchas luchas y alternativas, colaboró en la fundación
de la Academia Dominicana de Medicina.
Fue elegido como presidente en la primera directiva a la cual se dedicó con gran entusias-
mo. Recuerda con gran orgullo y satisfacción las conferencias y seminarios entre los cuales
destaca el cursillo sobre actualización de enfermedades del corazón dictado por médicos
mexicanos de la Sociedad Mexicana de Cardiología, considerado en su época como el más
destacado. Al finalizar su mandato como presidente y después de un descanso en 1973,
fue elegido nuevamente para dicho cargo que terminó precisamente en octubre de 1974,
coincidiendo con la celebración en que cumplió cincuenta años de vida profesional. Finaliza
diciendo que esa coincidencia pareció obra del destino, ya que constituyó el colofón de todas
sus inquietudes profesionales y de su misión médica.
La obra del Dr. Damirón o “la historia de mi vida médica” es de gran utilidad para que estu-
diosos e historiadores puedan comprender cómo era el ejercicio de esa profesión en los 50 años
que relata, así como para saber cuáles eran las enfermedades de la época, cómo surgieron
instituciones útiles para la sociedad, tales como el Leprocomio, la Escuela de Enfermeras, la
antigua Asociación Médica Dominicana, entre otras, la celebración de importantes eventos como
el Congreso Médico, y la participación del eminente médico dominicano en acontecimientos
trascendentales de los tiempos modernos como fueron la gestión de la ley que otorgó la auto-
nomía a la Universidad de Santo Domingo, en 1961, y la Guerra Constitucionalista de 1965.

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INTRODUCCIÓN  |  EL TESTIMONIO: SU VALOR DOCUMENTAL  |  José Chez Checo

Monseñor de Meriño Íntimo, de Amelia Francasci,


o el retrato de una inaudita amistad
Esa obra reimpresa en 1975 como el Vol. 53 de la Colección Pensamiento Dominicano, con-
tiene un “Prólogo” del ya fenecido Mons. Hugo Eduardo Polanco Brito, entonces Arzobispo
Coadjutor de Santo Domingo, y un ensayo titulado “Idealismo. Perfiles de la obra de Amelia
Francasci”, escrito por Enrique de Marchena Dujarric.
Monseñor Polanco, gran admirador de Meriño, resalta la obra de Amelia Francasci al
considerar que permite conocer facetas poco conocidas del primero y considera, entre otros
asuntos, que “por tener el libro toda la dulzura de doña Amelia, y expresarse el Arzobispo con
los mismos sentimientos con que Dante amaba a Beatriz, muchos lo leyeron con la sonrisa
en los labios”9. Para Mons. Polanco dicha obra “narra el encuentro de dos almas que han
sabido ligarse con un amor que trasciende los límites de lo puramente material y se eleva a
las altas regiones del espíritu. Amor que ennoblece y dignifica la condición humana”10.
Enrique de Marchena Dujarric, en su ensayo “Idealismo y Exotismo en la literatura
de Amelia Francasci” y que fuera su discurso de ingreso a la Academia Dominicana de la
Lengua, el 26 de junio de 1972, pondera, en primer lugar, las dotes intelectuales y humanas
de Max Henríquez Ureña a quien sustituyó en aquella institución.
Luego, De Marchena Dujarric expone sucintamente la aparición de la novela en nuestra
América, particularmente en la República Dominicana, y se concentra en el análisis de
Amelia Francasci como escritora. A través de dichas páginas puede el lector conocer sus
orígenes familiares, cómo surge en ella su vocación literaria, su producción bibliográfica, su
discreta participación en la política y sus relaciones con grandes intelectuales y escritores de
la época. Pero lo que más ocupa la atención del prologuista es el análisis de la influencia de
las dos corrientes filosóficas que él denomina idealismo y exotismo en la manera de pensar,
expresarse y escribir de la autora.
Finaliza De Marchena exponiendo en el acápite “La crítica y Amelia Francasci” los favo-
rables juicios que mereció la producción bibliográfica de ella de parte de escritores notables
como Manuel de Jesús Galván, Rafael Deligne, el puertorriqueño Ramón Marín, Emiliano
Tejera, Francisco Gregorio Billini, Federico García Godoy, Miguel Angel Garrido, José
Joaquín Pérez y Pedro René Contín Aybar, entre otros11.
Veamos ahora, aunque sea someramente, los aspectos más sobresalientes de la obra
Monseñor de Meriño Íntimo y de su autora, Amelia Francasci.

9
Obra citada, p.5.
10
Ibídem, pp.6-7.
11
Sobre la obra literaria de Amelia Francasci véase: Vetilio Alfau Durán “Apuntes para la Bibliografía de la
Novela en Santo Domingo”, en Arístides Incháustegui y Blanca Delgado Malagón. Vetilio Alfau Durán en Anales.
Escritos y Documentos. Banco de Reservas de la República Dominicana, Santo Domingo, 1997, pp.306 y 313-315. En
ese escrito se recogen las opiniones de Damián Báez B. (Listín Diario, 21 y 22 de febrero de 1935); Max Henríquez
Ureña (Panorama histórico de la literatura dominicana, 1945, p.231); Abigail Mejía (Historia de la literatura dominicana, 5ª
ed., p.152); Américo Lugo (Bibliografía. Santo Domingo, 1906, p.108); Pedro René Contín Aybar (“La novela domini-
cana”, La Nación, Núm. 1735, 27 de noviembre de 1944); Federico Henríquez y Carvajal y Virgilio Hoepelman (“De
libro en libro”, La Nación, 8 de abril de 1975, p.5). Puede consultarse, además, a Néstor Contín Aybar. Historia de la
Literatura Dominicana, tomo III, Universidad Central del Este, San Pedro de Macorís, 1983, pp.288-289 y a Vicente
Llorens. Antología de la prosa dominicana. 1844-1944, Sociedad Dominicana de Bibliófilos, Santo Domingo, 1987, 2da.
edición, pp.279-288. Esta obra, publicada por primera vez en 1944 como parte de la Colección del Centenario, contiene
otras referencias sobre la labor literaria de Amelia Francasci. En años recientes se ha referido a ella Mariano Lebrón
Saviñón en Historia de la cultura dominicana, tomo III. Colección Sesquicentenario de la Independencia Nacional, Vol. IX,
Santo Domingo, 1994, pp.1246-1247.

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

La obra de Amelia Francasci, cuyo nombre verdadero era Amelia Francisca de Marchena
y Sánchez, sobre Monseñor Fernando Arturo de Meriño permite conocer las interioridades
de uno de los personajes más ilustres de la República que fuera un hombre clave de la Igle-
sia, además de escritor y orador político y sagrado que llevó dignamente sobre su pecho la
banda presidencial12.
A menudo se conoce a los hombres públicos a través de los discursos, debates y posicio-
nes, pero casi nunca en los más íntimos detalles de su vida cotidiana, así como sus actitudes
frente a diferentes circunstancias de la vida sean pequeñas o no. Estos detalles intrahistóricos
son los que a menudo ofrecen las piezas de un rompecabezas sobre la realidad de lo que
fue la vida de un personaje y esto es lo que ofrece la autora a través de la obra, formada
básicamente por 59 cartas escritas entre ella y monseñor de Meriño.
Huelga decir que uno de los aspectos más importantes del género epistolar es que ge-
neralmente el intercambio de opiniones y sentimientos ocurre sin la más mínima afectación
que suele ocurrir en obras que son concebidas desde el principio a un gran público.
En el capítulo IV de la obra, Amelia define su objetivo cuando expresa: “Lo que me
propongo es reproducir una parte de la correspondencia que sostuvo él conmigo, casi
diariamente en ocasiones y que conservo piadosamente. Las cartas que publicaré son de
carácter íntimo, cartas sencillas que le pintan entero, tal como yo le conocí, quince años antes
de su desaparición eterna... En su correspondencia se revela tal como era él en esa época:
bondadoso, tierno, desinteresado, fiel a la amistad, íntegro en todo”13.
Amelia Francasci nació el 4 de octubre de 1850 en Santo Domingo, aunque existieron
versiones no confirmadas de que nació accidentalmente en Ponce, Puerto Rico, se inició en
la literatura desde su adolescencia. Estuvo casada con Rafael Leyba cuyo delicado estado de
salud hizo que ella le dedicara de manera estoica gran parte de su vida, si además se toma
en cuenta el abatimiento espiritual y el también precario estado de salud de ella.
Tenía que lidiar tanto con su salud como la de su esposo que padecía de un quebranto
muy delicado y obligado a vivir bajo un “régimen severo”. Amelia describe esa situación
familiar enfatizando que le producía fatiga y que “los asiduos trabajos que su enfermedad
necesitó deprimieron mis fuerzas”.
Precisamente en ese estado de abatimiento que casi la lleva al borde del suicidio es que
entra monseñor de Meriño en su vida, rescatándola y dándole deseos de vivir. Todo eso está
narrado en la primera parte de la obra.
El inicio del libro es desgarrador cuando Amelia escribe: “Atravesaba yo una de esas crisis
morales que tantas veces, en el curso de mi vida, me han llevado casi al borde de la tumba;
de tal modo me abaten, de tal modo consumen mis fuerzas, a tal extremo que quebrantan
todas mis vitales energías... ya mi quebrantamiento físico iba inquietando a todos los de mi

12
La más reciente obra para entender la vida y obra de monseñor de Meriño es la compilada por José Luis
Sáez, S.J., titulada Documentos inéditos de Fernando A. de Meriño, Archivo General de la Nación, Vol. XXVIII,
2007, 560 págs. Esa obra contiene las siguientes partes: I. Fernando Arturo de Meriño y Ramírez (1833-1906);
II. Correspondencia inédita de Fernando Arturo de Meriño (Eclesiástica, política y personal); III. Sermones y
discursos inéditos; IV. Trabajos históricos inéditos y otros escritos, y V. Otros trabajos literarios. Dicha obra con-
tiene, además, una muy completa “Bibliografía”, activa y pasiva, sobre Meriño. En esta última categoría figura
el libro que en 1979 el autor de esta “Introducción” escribiera con Rafael Peralta Brito titulado Religión, Filosofía
y Política en Fernando A. de Meriño, 1857-1906. Contribución a la historia de las ideas en la República Dominicana,
Santo Domingo, República Dominicana.
13
Como Meriño murió en 1906, la autora se refiere al año 1891. Ella tenía 41 años, y él 58, pues había nacido el
9 de enero de 1833.

30
INTRODUCCIÓN  |  EL TESTIMONIO: SU VALOR DOCUMENTAL  |  José Chez Checo

casa. Temían que, de continuar ese estado mío, mi vida peligrara. Un día fue tan grande mi
tormento que me desesperé. La vida me pesó demasiado y dije para mi ¿a qué vivir?...”
Sin embargo, tuvo una larga vida en que pudo ver, asimilar y juzgar grandes aconteci-
mientos que ocurrieron en la República como los de 1903, 1908, 1911, 1915, 1924 y 1930 que
marcaron hitos en nuestra historia política y que se narran en la segunda parte de la obra,
que contiene las cartas 1-52. Amelia Francasci murió el 27 de febrero de 1941.
En sus 91 años de existencia pudo ver los efectos de la desgarradora tiranía de Lilís, el
sitio del presidente Vásquez a la ciudad en 1903, la tragedia de 1911 cuando cayó abatido el
presidente Cáceres, la intervención norteamericana de 1916, y la última tragedia que fue el
advenimiento de la dictadura de Trujillo, la cual vivió durante una década.
Su primera novela fue Madre Culpable, aparecida en el año 1911, que la crítica nacional
y extranjera recibió con alabanzas. Aunque su producción literaria fue limitada, su colabo-
ración en revistas y periódicos de su tiempo, prácticamente hasta la parte final de su vida
nonagenaria, fue amplia.
Estas son las obras que finalmente llegó a escribir: Madre Culpable (1893-1901), Recuerdos e
Impresiones (Historia de una novela), Duelos del Corazón, Francisca Martinoff, Cierzo en Primavera,
Impenetrable, Monseñor de Meriño Íntimo, Mi Perrito (inédita, perdida en el huracán de 1930),
un epistolario con Pierre Loti y los apuntes de sus Cuentos y Anecdotarios para Niños que no
terminó debido a su fallecimiento en 1941.
Durante su vida, como antes se ha afirmado, Amelia contó con consejos de dominicanos
ilustres, además de Meriño al que consideró como su “crítico más fino”, como Emiliano
Tejera, quien hizo importantes análisis sobre el acontecer nacional de la época. También
con Manuel de Jesús Galván, el célebre autor de Enriquillo, Francisco Gregorio Billini, que
acogió sus columnas en el periódico El Eco de la Opinión, Miguel Ángel Garrido que hizo
lo mismo en las páginas de la revista Cuna de América, así como con José Joaquín Pérez y
Federico Henríquez y Carvajal.
Sin embargo, calificaba su amistad con Meriño como excepcional porque fue de “alma en
alma desinteresada e inmaterial” y escribió: “El mundo ha celebrado muchas amistades, pero
ninguna fue más hermosa que la que Monseñor Meriño y yo profesamos”. Por otra parte, a
través de la obra, describe aspectos de Meriño como su fisonomía, su voz y su nobleza.
Meriño tuvo el noble encargo de iniciar a Amelia en el oficio literario, como medio
de “distraerla” de su estado anímico precario instándole a que escribiera un Diario donde
debía anotar sus impresiones de cada día. La misma autora lo afirmó cuando expresó: “De
ese modo comenzó a inclinarme a la literatura, halagando así mis secretos y aspiraciones
literarias”. Más adelante escribió: “Cada día a medida que se iba interesando en la lectura de
mis impresiones, me instaba con mayor empeño para que escribiera algo para el público, en-
contrándome talento y gusto estético decía él... tenía miedo al público, era demasiado tímida
para exponerme a las críticas que tenía la seguridad de merecer si escribía alguna cosa”.
Amelia confesó que escogió el género realista para complacer a su esposo que le “gustó
medianamente el romanticismo de Madre Culpable” y que sería más del agrado de su amigo
Pierre Loti y del público francés si se editaba en París.

Amelia y los estragos de la política


Amelia le atribuyó a la política el alejamiento y los sinsabores en su círculo de amigos
ilustres. Esta situación la refleja amargamente cuando dijo en su obra lo siguiente: “¡Sí! Esa

31
COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

política que he debido maldecir porque ha alejado de mi lado seres queridos separados en
bandos distintos por no encontrarse en mi casa personas que la frecuentaban y que siendo
de opinión contraria a la suya, juzgaba él como enemigos, dejó Don Manuel de Jesús Galván
de visitarme antes de su partida del país al que no volvió jamás”.
No obstante, la enemistad que más le afectó fue la de Meriño y Emiliano Tejera que según
las palabras de Amelia le “partió el alma”. Hizo grandes esfuerzos por restaurar esa relación
pero finalmente no pudo. En su carta sexta dice: “¡Usted y Monseñor son tan buenos para
mí! Don Emiliano se lo suplico por amor a Dios, vuelva usted a ser amigo suyo, si quiere
probarme mejor el cariño que me tiene, yo sufro por esa distancia entre ustedes”.
Tejera le contestó que comprendía sus sentimientos pero le rogó no insistir y que le diría
más adelante la razón del rompimiento (Amelia nunca quiso saberla).
Luego expresó a manera de una amarga queja: “¡Oh almas grandes! ¡Espíritus sublimes!
¿Por qué os conocí, tan tarde desunidos? ¿Por qué siendo tan estimada y querida por ambos,
fueme negada la dicha de unirlos otra vez?”. A ese razonamiento dedicó muchas líneas de
su obra.
Lo que sí puede decirse a ciencia cierta es que Amelia sufrió mucho con los acontecimien-
tos políticos de la época. Así lo explica en el capítulo XXXVIII cuando afirmó que esperaba un
poco de felicidad después de “tantos y tan crueles sufrimientos vinieron los acontecimientos
políticos a precipitarse” y a quitarle toda tranquilidad de espíritu.
Una de sus grandes amarguras en el acontecer político de su tiempo fue el advenimiento
de la tiranía de Ulises Heureaux de la que ofrece un relato patético sobre la situación social de
aquellos días: “En la República Dominicana, todo el que tuviera una parcela de patriotismo,
tenía que sufrir. El presidente Heureaux estaba casi loco. Había llegado el instante en que la
megalomanía produce vértigos. Padecía de la ebriedad de la tiranía. Nada respetaba. Hasta
los partidarios y amigos le temían ya. Disponía de los bienes que él mismo, en sus favores,
les había hecho adquirir, sin escrúpulo alguno, como de la casi propia, arruinando a los que
había enriquecido y ¡ay del que pretendiera oponerse a ello!”.
Insistía en que no faltaban personas estimables y honradas que habiéndole dado servicios
particulares en otro tiempo y no siendo ingratos aún, reconocían la verdad y “lamentaban
todos los actos de locura del sátrapa dictador”.
Reveló que hasta monseñor de Meriño que había estimado antes a Lilís y que incluso él mismo
decía que “era bueno”, hasta que lo vio “corromperse y convertirse en una fiera sanguinaria”.
“De ello hablamos muchas veces, lamentando el despilfarro de las fuerzas públicas, la corrupción
completa en todos los órganos sociales, el descrédito en que había caído el país en el exterior.
Todo aquello necesariamente debía atormentar a todo dominicano consciente”, indicó.
Amelia relata a seguidas que aunque Meriño aparentemente era respetado por Lilís
realmente era detestado por el tirano y que incluso estaba en una lista de los que “debían
suprimirse”.

Meriño revela un plan revolucionario contra Lilís


La autora le confesó al padre Meriño el dolor que sentía por el caos y la precaria situación
social del pueblo abrumado por la tiranía lilisista. Le preguntó en una ocasión si no había
en Santo Domingo “hombres que puedan detener a la fiera voraz”.
Meriño le suministró algunos datos de un plan revolucionario combinado para derro-
car a Lilís. A seguidas, mostrando su vocación patriótica, Amelia expresó su firme deseo

32
INTRODUCCIÓN  |  EL TESTIMONIO: SU VALOR DOCUMENTAL  |  José Chez Checo

de participar activamente en todo plan para salvar el país, desgarrado por una de las más
crueles tiranías.
Así lo expresó cuando escribió: “Monseñor, como son amigos suyos los que quieren
abnegarse para salvar la triste patria dígales que con ellos estaré yo, ayudándoles en cuanto
pueda para serles útil, que así lo juro”.
Cuando finalmente Lilís cae abatido, Amelia narró que ese acontecimiento produjo en
el país un “regocijo delirante”. A seguidas escribió: “En mí produjo un efecto extraño. ¡Sí!
La desaparición de ese hombre nefasto hízome sentir el gran alivio que experimentaban los
demás, libres para siempre del horroroso peso que su existencia constituía”.
Recordó el martirio de la noble viuda del general Eugenio Generoso de Marchena14
en Las Clavellinas, Azua, en 1874, padre del doctor Pedro E. de Marchena, Miguel Ángel,
Adelaida de López Penha, primo de Amelia, ejecutado por Lilís y cuya muerte le “causó
un dolor profundo”.
La labor activa y mediadora de Amelia continuó aún luego de la muerte del dictador, esta vez
con los dos bandos que se disputaban el poder y que estuvieron a punto de desatar una guerra
civil: los jimenistas y el grupo del general Wenceslao Figuereo, legítimo presidente luego de la
muerte de Lilís. Amelia solicitó el concurso de Emiliano Tejera para unir las dos facciones. Tales
diligencias resultaron exitosas y así pudo salvarse la patria de una guerra fratricida.
Las consecuencias de esa acción pronto se palparon por el gobierno mixto que se formó
para preparar unas elecciones en corto tiempo. Jimenes era candidato a la Presidencia y el
general Horacio Vásquez, jefe de los cibaeños, a la vicepresidencia.
Al tiempo de que Vásquez asumiera la Presidencia de la República, por renuncia de
Jimenes, vio con estupor la manera en que se conculcaban las libertades públicas. “Supe que
las cárceles volvían a abrirse para cualquiera que se creyera hostil al gobierno, que los hijos
de Manuel de Jesús Galván estaban en el número de presos y que el mismo don Manuel,
estaba amenazado de prisión...”, expresó.
Ante esa situación Amelia dirigió una carta a Emiliano Tejera, el funcionario responsable
de dirigir la política de Vásquez en ese entonces, y le expresó su disgusto y pesar. Tejera
contestó: “Óigame Amelia, es que todos parecen locos. En vez de ayudar al gobierno, de
comprender que lo que se quiere es el bien, los que mejor debían pensar obran sin juicio; se
conjuran también contra nosotros. Hasta el padre (Meriño, j. ch. ch.) está denunciado. Yo
se lo digo a usted porque le prometí que jamás le perjudicaría y quiero cumplirlo. Llueven
sobre él las denuncias; yo lo he defendido, pero es bueno que él lo sepa”.
Amelia recordó el sitio del general Vásquez a la ciudad a causa de un alzamiento en
armas en su contra y la noche del 12 de abril que calificó como de horror y espanto. “El sitio
continuó algunos días más. Muchas vidas preciosas quedaron truncadas. Corrió bastante
sangre y fueron consumidas muchas ruinas”, escribió.
A seguidas relata que el presidente Vásquez no tuvo valor para proseguir luchando,
porque se había desvanecido su ilusión de regenerar el país con el apoyo de Emiliano Tejera.
Poco tiempo después levantó el sitio y renunció a la Presidencia de la República y los facciosos
tomaron el poder, formándose un gobierno provisional presidido por el general Alejandro
Woss y Gil. “Nada diré de ese gobierno que, nacido de un golpe de fuerza y sin cohesión

14
Para entender el contexto histórico de ese acontecimiento, véase a Frank Moya Pons. Manual de Historia Domi-
nicana. Caribean Publishers, Santo Domingo, 2008, 14ª edición, especialmente las páginas 420-422.

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

de verdadero partido, no fue viable. Obedeciendo a lo que mi sueño se impusiera, yo debía


combatirlo y así lo hice desde los primeros momentos no excitando a la guerra civil, sino por
el contrario, luchando sin tregua para evitarlo”, expresó.

La etapa de abril de 1903 a octubre de 1904


Amelia destacó en el capítulo LVIII de su obra que nunca tuvo una etapa más brillante
en su vida que la de abril de 1903 hasta octubre de 1904 cuando su “popularidad llegó a ser
grande” y las personas no se cansaban de elogiarla por su sacrificio para salvar el pueblo,
solicitando adhesión a Horacio Vásquez y Emiliano Tejera.
“Todos los que leyeron mis publicaciones deseaban conocerme. Yo excitaba gran curio-
sidad, por la misma razón de no vérseme por ninguna parte. Un notable pintor nacional,
Luis Desangles, me obsequió con un gran retrato al óleo de bastante parecido. En el taller
del artista hubo de exponerse el cuadro por veinte días para satisfacer el deseo de una mu-
chedumbre”, escribió15.
Más adelante afirmó que a su casa la visitaban muchas personalidades de la clase política,
intelectuales, ricos y pobres. “¡Sí, era verdad que yo trabajaba por el pueblo dominicano! ¡Y
para él nada más! Mi delirio era el bien general”, destacó.
Para la liberación económica del país Amelia ideó un plan con el objetivo de conseguir
una contribución de diez millones de pesos sin injerencia de ningún gobierno extranjero,
para rescatar la deuda nacional. Solicitó la ayuda de Pierre Loti, con la finalidad de que éste
se entrevistase con el filántropo multimillonario Andrew Carnegie, pero al final los esfuerzos
fueron infructuosos.
En agosto de 1903 prestó juramento constitucional el presidente Alejandro Woss y Gil y
desde ese mismo momento la idea de una revolución cobraba fuerza.
La autora cuenta que en una ocasión recibió la visita de monseñor de Meriño que esta-
ba muy abatido. Al preguntarle acerca de su estado, Monseñor le contesta: “¡Estos sucesos
indignan! (…) ¡Ah! No sé lo que será de nosotros. ¡Esta política! ¡Lo que sufro, usted no
lo imagina, Amelia! No tengo esperanza alguna en este país. En menos de tres años tres
gobiernos y lo que se prepara. Preví esto cuando estalló la revolución de abril y por eso la
desaprobé. ¡Comprendí que era el principio del desorden, de la anarquía política! ¡Nada
me sorprende ya!”.
En octubre finalmente estalló la revolución contra el gobierno de Woss y Gil. Los ho-
racistas se unieron a los jimenistas y el triunfo fue fácil. Sin embargo, ya en diciembre se
enfrentaban los dos partidos entre sí. Amelia afirmó que el horacismo conservaba el poder en
la capital con el presidente Morales a la cabeza y que los jimenistas vencedores en casi toda
la República venían a sitiar el gobierno que ellos ayudaron a formar. El sitio fue anunciado
formalmente el 1ro. de enero y duró varios meses.
La tercera y última parte de la obra de Amelia Francasci, que contiene las cartas 53-
59, es realmente conmovedora, pues trata los últimos años de vida de Meriño cuando él,
enfermo, le expresa en una carta que “el isleño se ha aflojado enteramente”. Para la misma
época, Amelia había sentido la muerte de su hermana Ofelia y sentía la tristeza de ver muy
enfermo a su esposo.

15
Ese óleo puede verse en la Biblioteca Nacional Pedro Henríquez Ureña, de Santo Domingo, a cuya Colección
pertenece.

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INTRODUCCIÓN  |  EL TESTIMONIO: SU VALOR DOCUMENTAL  |  José Chez Checo

Así, el 20 de agosto de 1906, fallece Mons. Fernando Arturo de Meriño. Ese día narra
Amelia Francasci, al final de su obra, que caía sobre la Ciudad Primada “una llovizna fría,
menuda, densa, prolongada”. Anonadada tuvo un delirio y creyó oir la voz de Dios que le
decía: “¡Llora, sí! ¡Llora la pérdida de tu hijo más preclaro! Vierte tu amargo llanto sobre su
cadáver aún no yerto; ¡mas sabe que el alma que yo di a ese bueno está conmigo; que en el
seno de mi gloria reposa, desde que ha entrado en la inmortalidad!”.
A manera de conclusión, podría afirmarse con Manuel Arturo Peña Batlle que “Monseñor
de Meriño Íntimo retrata de cuerpo entero la figura excelsa de aquel varón ilustre, de aquel
atleta formidable del pensamiento, que colmó, él solo, todo el escenario de una época y de
un período de la historia nacional”16. Y añade que “dicha obra sería de gran ayuda a quienes
en el futuro, cuando se quiera hacer la científica y metódica organización de la historia de
la literatura, tengan necesidad de conocer a fondo los elementos de índole temperamental
que explican y justifican modalidades en su obra, en la obra representativa de Amelia
Francasci”17.


¿Qué tienen en común las obras de Heriberto Pieter, Rafael Damirón y Amelia Francasci,
que antes hemos esbozado?
La respuesta sería: su valor testimonial. Ellos, con sus narraciones, tenían por objetivo
transmitir a los lectores sus respectivas verdades. Dichos testimonios gozan de lo que
un autor denomina la fiabilidad, es decir, “las intenciones y los medios del informan-
te”. Es el caso de que cada uno de los autores enfocados, como ha dicho un autor, sólo
ha cambiado información verdadera porque ha podido acceder a la verdad y ha querido
transmitirla18.
En eso hay que volver a resaltar la importancia que nuestros autores dieron a la memoria
para que hayamos podido conocer aspectos relevantes de la sociedad dominicana de finales
del siglo XIX y de los primeros siete decenios del pasado siglo. Ello así, porque parafraseando
a José Carlos Bermejo Barrera respecto al hablante, podría decirse que cada uno de aquellos
“siempre hacía referencia a algún acontecimiento, que para él solía tener un valor afectivo
o expresivo por estar dotado de un determinado significado”19.
Otro aspecto a resaltar es su utilidad porque permite que lo publicado hace más de treinta
años pueda ser conocido por las nuevas generaciones. De ahí el gran acierto de la Sociedad
Dominicana de Bibliófilos y del Banco de Reservas de reeditar esas obras prácticamente
desaparecidas del mercado del libro dominicano. ¡Enhorabuena!

16
“Nuestros grandes escritores. Amelia Francasci”, Listín Diario, 10 de mayo de 1925. Reproducido en Manuel Artu-
ro Peña Batlle. Obras III. Instituciones Políticas. Fundación Peña Batlle, Editora Taller, Santo Domingo, 1996, pp.9-11.
17
Ibídem.
18
Jerzy Topolsky. Metodología de la historia, Ediciones Cátedra, S.A., Madrid, 1982, p.343.
197
Ibídem.

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No. 50

heriberto pieter
autobiografía
Prefacio
José Antonio Caro Álvarez
A la inolvidable memoria de aquellos familiares o extraños, muertos o vivos,
que de una manera o de otra supieron aquilatar mis sufrimientos,
mis placeres literarios, profesionales i, sobre todo, mis regocijos filantrópicos.

prefacio
Una mañana, ya hace mucho tiempo, mi madre me despertó desesperada.
—”Levántate y ve a buscar al doctor. Tu papá está muy malo” –me dijo.
Nunca había visto a mi padre enfermo y esa noticia me consternó. Me vestí rápidamente
y salí corriendo hacia la casa del Doctor.
Esta quedaba a la vuelta de la esquina de donde yo vivía. Entré en la residencia del doctor
y su hija, Carmelita, tras mi demanda, me señaló una puerta sobre la cual estaba escrita la
palabra LABORATORIO. Penetré en la habitación saludando y no recibí respuesta.
Un hombre corpulento, revestido con una bata de un blanco impoluto y muy plancha-
da, se encontraba de espaldas a la puerta de entrada y frente a una larga mesa cargada de
instrumentos raros.
Con la mano derecha sostenía un largo tubo de vidrio que calentaba en un mechero y
luego miraba al trasluz. Cerca de él, silencioso, se encontraba otro hombre de aspecto muy
humilde.
Al cabo de unos instantes el médico se dirigió hacia su escritorio. Tomó un frasco, escribió
algo y entregándolo todo al hombre que esperaba, le dijo con una voz seca y dura:
—”Tómese esto y vuelva dentro de ocho días”.
El paciente preguntó tímidamente:
—¿Cuánto le debo, Doctor?
La voz del médico restalló en el aire:
—¿Con qué me vas a pagar si no tienes ni con qué comer? –Y lo empujó suavemente
hacia la puerta de salida.
Entonces se dio cuenta de mi presencia en la habitación y con su voz cortante me
interrogó:
—”Y tú, ¿qué quieres?”.
Con el alma en el suelo le grité casi:
—”¡Corra, doctor, que mi papá está malo; yo creo que se muere!”.
Su voz fue entonces de mando:
—”Vamos”. –Y salió detrás de mí que casi corría.
Al llegar a mi casa fue directamente al dormitorio de mi padre. Yo entré también y me
escurrí hacia un rincón.
Oí que le preguntaba cosas a mi padre, que lo reñía un poco. Lo examinaba apretándolo
por varias partes.
Cuando terminó de examinarlo escribió una receta que entregó a mi madre y salió rá-
pidamente de la habitación. Volvió a entrar enseguida y se dirijió hacia mí y puso su gran
mano sobre mi cabeza y me sacó de la habitación y entonces vi que aquel hombre duro me
sonreía y su sonrisa fue como un bálsamo refrescante para mí y me dijo suavemente:
—”No es nada. Mañana estará bien”. Y se fue.
Así conocí al Doctor Heriberto Pieter Bennett y comencé a admirarlo y a quererlo.

39
COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

El Doctor Heriberto Pieter está retratado en esta Historia verídica. Esa mezcla de rigor
monacal y ternura, de inflexible decisión y oculto amor al prójimo, de rudeza y blandura
son las características morales del Gran Hombre.
Muchas personas se imaginan que el Doctor Pieter es inaccesible, orgulloso, distante. Lo
que no saben es que él tiene en el fondo la humildad y la timidez de los sabios.
La vida de este hombre magnífico, que se lee en este libro, es la historia de un dominicano
que quiso ser médico para servir a la humanidad doliente, venciendo todos los obstáculos.
Es un rotundo mentís a aquellos que proclaman que los que nacieron sin nada están con-
denados para siempre.
Pieter es un ejemplo de lo que se puede hacer cuando hay aspiración de superación. Todo
estaba en su contra: la inmensa pobreza familiar, la falta de medios de cultura en una época dis-
locada por revoluciones y desgracias. Pero había en él un férvido deseo de ser útil, de aprender
y de cumplir con su conciencia cristiana. Sí, Pieter es un gran ejemplo para los dominicanos.
No es fácil adentrarse en el conocimiento y la intimidad de Pieter. Por su carácter tími-
do, a veces huraño, porque su tiempo apenas le alcanza para atender a sus enfermos. Él ha
dedicado las últimas décadas de su vida al estudio de la más terrible e implacable de las
enfermedades: el cáncer.
Posee una cultura universal que le permite conversar tanto sobre los magos de la anti-
güedad, pintores y escultores, como sobre los dioses de la música. Gran musicólogo, es una
autoridad sobre Bach y Beethoven y en esto se acerca a aquel otro médico inolvidable, el
Doctor Schweitzer que abandonaba su hospital de Lambarene para recorrer Europa dando
magníficos conciertos para recabar fondos para sus enfermos africanos.
Así Pieter ha consagrado una gran parte de su fortuna en la creación de ese MILAGRO
DE LA CARIDAD, refugio de los sin fortuna que acuden a él en busca de curación corporal
y espiritual.
Y allí es donde hay que ir a descubrir a Pieter, al fondo de un largo y complicado corre-
dor que conduce a su recóndita vivienda en el corazón del centro hospitalario. Allí se libra
fácilmente y abre los cauces de su espíritu.
No hace mucho fui a conversar con él sobre este libro. Caía la tarde y la obscuridad
iba invadiendo la sala cuyas paredes están tapizadas de antiguas y valiosas pinturas. Me
habló de su juventud lejana, de sus luchas y afanes y de sus proyectos para el porvenir y
me sorprendí de cómo este octogenario planea como si tuviera toda la vida por delante.
Cuando me despedí y volví a recorrer los complicados corredores en los cuales las her-
manitas de la Caridad revoloteaban como mariposas sorprendidas comprendí por qué Pieter
piensa en términos de futuro y es porque Heriberto Pieter Bennett pertenece a esa corta legión
de hombres transidos de una inmensa vocación de servicio y de amor a sus semejantes. Es
porque él no pertenece ya ni a su generación, ni a la mía ni a las de esos estudiantes que
salían a borbotones de las aulas de la Universidad vecina. Es ya del grupo de los inmortales
porque ha realizado ese milagro de la caridad que era patrimonio en la antigüedad de los
apóstoles y que le es dable realizar muy raramente a los escojidos.
Por eso este libro debe ser ejemplo y guía.

Arquitecto José A. Caro Álvarez


Ex Rector de la Universidad de Santo Domingo
Ex Rector de la Universidad Nacional Pedro Henríquez Ureña

40
HERIBERTO PIETER  |  AUTOBIOGRAFÍA

proemio
¡Memorias de mi larga vida!, ayúdenme a rememorar i a no olvidar las escenas repre-
sentadas frente a los telones de mi existencia –unas veces amargas como la hiel i, en muchas
ocasiones, endulzadas con el cariño de quienes no dudaban de la perseverancia en mis
propósitos.
Pude insistir en esa vía porque soi tenaz i también porque tengo fieles amigos que no
me abandonan, sino que me escoltan i protejen cuando observan que mis adversarios con-
tinúan lanzando inútiles falacias en la senda de mis andanzas. Recuerdos de mi larga vida
me auxilian para acercarme a la meta de la curiosa historia de mis años. H. P. B.
Bienvenido Gimbernard aspiraba la misión de algún día poder escribir una pequeña
biografía describiendo datos acerca de la vida del Doctor Heriberto Pieter-Bennett, bien
conocido del finado señor Bienvenido Gimbernard.
Puesto que esta obra ya se edita, no hai necesidad de repetir datos recopilados.
Bienvenido i yo nos conocimos trabajando en la imprenta “Oiga” administrada en esta
capital por escritores venezolanos que huían de su país. H. P. B.

50
Al publicar este volumen que lleva el número 50 de nuestra Colección Pensamiento Do-
minicano, miramos hacia atrás todo el camino recorrido.
Reconociendo nuestra poca idoneidad en estos menesteres editoriales, un sentimiento
de gratitud nos embarga hacia Dios, que no sólo nos ha ayudado en esta labor, sino que
creemos fue Él quien nos inspiró para iniciar esta publicación.
Son tantas las personas que nos han ayudado que sería prolijo nombrarlas; a ellos y a
los autores –los mejores del país– a todos les estamos altamente agradecidos.
La Colección Pensamiento Dominicano, que recoge lo mejor de los mejores autores vernácu-
los, celebra con la aparición del presente volumen su primera etapa; y nuestra más ferviente
oración a Dios es que esta colección continúe publicándose y que sea un exponente, dentro
y fuera de nuestra tierra, de nuestros más altos valores.
Hemos escogido la autobiografía del Dr. Heriberto Pieter Bennett para esta ocasión, por
creer que nada nos prestigia tanto como la vida de este hombre ilustre. La larga y fructífera
vida del autobiografiado debe servir de ejemplo a nuestra juventud. Ella es una prueba de
que ni la raza ni el color de la piel, ni el nacimiento en la cuna más humilde, son obstáculos
para la superación del hombre.
El Dr. Heriberto Pieter Bennett es una prueba de que Dios derrama sus bendiciones y
reparte sus dones a todos los hombres por igual, cuando ellos con humildad se esfuerzan,
dedicándose al estudio, al trabajo y al bien. De la vida del Dr. Pieter Bennett, conocido
ampliamente dentro y fuera de la República Dominicana por su labor como científico y
filántropo, se puede decir que la ha vivido con una mano abriendo surcos en la tierra y con
la otra alcanzando las estrellas.
Los editores se sienten altamente honrados al publicar este libro que enriquece la bi-
bliografía nacional.
J. D. P.

41
COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

Mi verdadera biografía
Editada con el objeto de correjir falsedades i exajeraciones habladas o publicadas en
varias ocasiones. Esos errores han sido distribuidos en algunas escuelas de mi país. Espero
que alumnos de esos colejios sepan lo que es perseverancia en la ruta de mis aspiraciones i
prodiguen favores a quienes realmente los necesitan.

I. Antecedentes
Mi nombre actual es Heriberto Pieter-Bennett, hijo lejítimo de Gerardo Pieter, ex-esclavo,
i Carmen Bennett, también hija de ex-esclavos africanos.
Aquí doi comienzo a la enumeración de lo que puedo recordar i a la copia de papeles
que guardo en las gavetas de mi archivo:
Nací aquí, en la vieja ciudad de Santo Domingo de Guzmán, en la segunda planta de un
pequeño apartamento de la casa número 44, de la calle Colón (hoi Las Damas), esquinera
con la calle El Conde.
Mi nacimiento sucedió en la tarde del 16 de marzo del año 1884. Ese feliz alumbramiento
fue asistido por la partera Miss Sofía, nacida en Saint-Thomas. Durante ese acontecimiento
estaban presentes en la casa de mi padre, mis abuelos maternos i varios vecinos de ese barrio,
entre ellos una agraciada joven llamada Caridad Sánchez, que durante largos años, hasta
el día de su muerte, continuó siendo amiga mía i de todos los miembros de mi familia. Esa
señora fue la primera en mimarme en su regazo, acción llamada “sudar al reciénnacido” i
cuyo carácter psicolójico se transmitía al chicuelo (?).
Mi madre solía decirme que mientras ella me daba a luz la Banda Municipal ejecutaba
números de música criolla en un local destinado a celebrar la Lotería Nacional, cuyo pro-
ducto cubría las necesidades de los hospitales i hospicios administrados por la Sociedad
“Amiga de los Pobres”, fundada por el primer filántropo dominicano: el mui reverendo
Padre Francisco Xavier Billini.
Tal vez, influenciado por la música de esa benévola Lotería, heredé dos valiosas inclina-
ciones: mi entusiasmo por el arte de Euterpe i la afición a socorrer a quienes verdaderamente
son pobres i desvalidos.
Mi padre nació en el año 1855, en la isla de Curazao, antilla holandesa. Sus padres, mis
abuelos paternos, nacieron en el Congo, Africa Occidental. Fueron vendidos, esclavos, a la
familia de un conde portugués radicado en el Brasil, de donde años después fueron llevados
a Curazao. Allí fueron vendidos –en subasta– a un rico “caritativo”. Cosa rara en aquella
época, allí obtuvieron su completa libertad.
Esa pareja murió accidentalmente. Su único hijo, Gerardo, quedó sumido en la orfandad.
Enseguida fue adoptado por el Rev. sacerdote que oficiaba en la única Iglesia Católica en
aquella isla.
Mi madre, Carmelita Bennett, nació en la ciudad de Puerto Plata, República Dominicana,
en el año 1857. Sus padres fueron Pedro i Ana Bennett, oriundos de Saint-Thomas, colonia
danesa en aquella época.
Mi madre, bien tratada por su madrastra Vivian, recibió buena educación desde su niñez.
Además de dominar nuestro idioma, hablaba el inglés i el francés. Era católica, mui relijiosa.
Esta le enseñó muchos oficios caseros. A la edad de 27 años, Carmelita, aquella huérfana,
contrajo matrimonio con Gerardo Pieter. De esa unión nací yo.

42
HERIBERTO PIETER  |  AUTOBIOGRAFÍA

El 10 de mayo de 1884 fui bautizado por el Re. Presbítero José Almayor en la Santa
Iglesia Catedral de Santa María la Menor, Primada de las Américas. Mis padrinos fueron el
arquitecto puertorriqueño Don José Reyes Brea, Gran Maestro de la Lojia La Fe número 7, i
la señorita Adelina Wilkon, pianista puertoplateña, bien educada en Alemania.
El vecindario en donde nací, llamado barrio de “La Fuerza” por su proximidad a la
principal fortaleza de este país, era habitado por familias de gran arraigo. Citaré algunas:
Al lado Norte de nuestro hogar moraba el acucioso marinero i Profesor de Matemáticas
Don Gerardo Jansen, buen amigo i compatriota de mi padre, ambos curazoleños. Aquel
perfecto viajante fue el primero que, desde aquí, llevó a Inglaterra un pequeño bergantín
comercial. El señor Jansen formó familia dominicana con una distinguida señora apellido
Frías, a quien mi padre i mi abuelita querían entrañablemente. En la prole de ese feliz
matrimonio figuraba uno de los que más tarde fue mi más querido condiscípulo i buen
amigo: Ramón Frías, profesor de Matemáticas i agrimensor. Ya tendré ocasiones para
nombrarlo en esta historia.

II. Niñez
En aquellos tiempos, a los muchachos de poca edad se les permitía jugar en las calles,
no lejos de sus moradas. Tenían que entrar a su domicilio antes del toque de la oración –i
a veces, cuando se celebraban fiestas patronales en el vecindario–, entrábamos a casa antes
de las nueve, aun si la luna llena brillaba en el firmamento.
En un mes de abril, no recuerdo el año, un viejo, sucio i desgarbado, solía llevar al
hombro un saco colmado de alimentos casi podridos, leña i otras cargas que conseguía en
los mercados de la ciudad i en los suburbios.
En aquella noche de abril, cerca de mi casa oímos gritos de adultos que vociferaban:
“Ahí viene el Misangó, el Misangó”. Mis parientes cerraron las puertas de la calle i también
las del patio. Nadie habló sino en voz baja, casi en secreto: “¡El Misangó, el Misangó!”.
¿Quién era esa pobre i extraña persona? Decían que era un haitiano hipnotizado con
menjurjes de mala calaña, i que siempre andaba buscando al Papá Bocó que lo había ensal-
mado allá, en Cabo-Haitiano.
Ese desgraciado era el “cuco” de los niños desobedientes de los consejos que les daban
sus familiares.
Cuando llegó el Sábado Santo de aquella cuaresma, hombres i mujeres de varias barria-
das, en comparsas enmascaradas buscaban al “Misangó”. Nadie pudo saber a dónde fue a
refujiarse dicho infeliz haitiano.
I hasta ahora, en este 1971, no hemos podido ilustrarnos acerca de la etimolojía ni del
significado de la palabra “Misangó”. Cosas veredes, cosas oyeres…
Frente a nosotros vivía el Gral. Don Pedro Valverde i Lara, uno de los próceres de nuestra
Independencia. Años después cambió de domicilio. Ya mui anciano, murió en un apartamento
frente al parque “Duarte”, en esta ciudad. Su hija Belica i sus demás familiares siempre nos
dispensaron la más pura amistad.
No sería ocioso mencionar también a otros de nuestros vecinos en ese barrio: D. George
Mansfield, su familia, D. Cherí León (Cónsul de Inglaterra), Don Giacomo Maggiolo, un la-
borioso italiano dueño de una de las mejores imprentas del país. Ya haré detallada mención
de esa intelijente persona.

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

En una de las esquinas opuestas a nuestra vivienda Doña Manuela Suncar criaba a su
larga familia, núcleo de varios descendientes que nacieron con el sello de tareas laborales
propias de aquella prole.
En ese mismo edificio, hoi marcado con el n.o 2 de la calle El Conde, se oían las faenas
diarias i nocturnas en el taller del Maestro D. Francisco Cerón, carpintero, especialista en
ataúdes i arduo asistente a la mayor parte de los actos de beneficencia, tales como velorios i
sepelios de sus amigos o de algunos de sus clientes. Para honrar su memoria, muchos años
después de su muerte, uno de los Ayuntamientos de esta Capital marcó con su nombre a una
calle del barrio “San Miguel”, en donde crió distinguida familia. Uno de sus nietos, el Dr.
José Dolores Cerón, fue mi discípulo en la Facultad de Medicina a la vez que se destacaba
entre la pléyade de notables músicos nacidos i educados en esta tierra. Loló, afectuosamente
llamado así por sus amigos, sus discípulos i sus admiradores, murió a fines de marzo de
1969. Su fallecimiento dio lugar a varias manifestaciones de duelo.
No dejaré de nombrar a “Garú”, un fornido militar, policía i el más estentóreo corneta
del Batallón “Ozama”. “Garú” colgaba su amplia hamaca en un apartamento de la Go-
bernación de la Provincia. Allí dormía i sudaba la excrescencia del alcohol que nunca lo
emborrachaba. Era un soldado bullicioso i exacto en sus dilijencias. Tocar una melodiosa
diana, todos los días, a la hora del alba, era su encanto. Perturbaba nuestro sueño, pero así
me deleitaba i evitaba que yo mojara otra vez las ropas i el cuero de chivo, que protejía los
trapos de mi pobre cuna.
Las oficinas i los aparatos del “Cable Francés” ocupaban parte de la esquina N. E. del
comienzo de la calle El Conde, en el mismo sitio que el Listín Diario comenzaba a hacerse
indispensable en nuestra ciudad. Hoi El Caribe ocupa ese mismo edificio. Allí, muchos años
después, me ganaba el sustento ejerciendo mi oficio de cajista i de corrector de pruebas. Allí
también osé introducirme, como aprendiz, en el templo de la bella literatura. Espero tratar
de ello en pájinas venideras.

Tal como en otros vecindarios, en el de “La Fuerza” había exceso de chicos, la mayor
parte de ellos tan pobres como yo. Pero se notaba distinción entre los que vivían hacinados
en un viejísimo edificio llamado “La Casa de los Cañones” i en otro, conocido con el nombre
de “Palacio Viejo”, moraban muchos haraganes.
Aquel edificio, también en ruinas, estaba situado en la esquina N. O. de las calles Colón
i Mercedes, frente al Reloj del Sol i a la Capilla de los Remedios. Los muchachos que habitá-
bamos entre la Casa i el cuartel de “La Fuerza,” nos distinguíamos de los otros por la buena
educación que recibíamos de nuestros familiares.
Mi madre me instruyó en la cartilla de las primeras letras. Luego mi madrina me enseñó
a leer. Todavía recuerdo que me hizo obsequio de un organillo de manigueta en cuyo cilindro
estaba grabada parte de “lch liebe dich” de Beethoven. Con ese trozo de música comencé a
deleitarme bajo el numen del compositor que siempre he preferido durante toda mi vida.
Al cumplir cuatro años de edad yo figuraba entre los más adelantados en la escuela
primaria de las rigurosas Hermanas Lamouth (o Lamí). Allí aumenté el número de mis
amigos. Mis vecinos Ramón, Talá i Dondo Jansen me entretenían bajo el mayor cuido de mis
profesores. Uno de esos compañeritos, Talá, vive aún. No hemos olvidado lo que gozábamos
en aquel albor de nuestra existencia.

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HERIBERTO PIETER  |  AUTOBIOGRAFÍA

III. El adolescente
Mi abuelo materno, Pierre Bennett, nació esclavo en Saint-Thomas. Poco después de mi
nacimiento fue nombrado Gobernador –o Mayordomo– del Palacio Nacional, sito en la calle
de El Comercio (hoi Isabel la Católica), frente al parque Colón. Casó en primeras nupcias con
Anne Charles, una mulata clara, cuyo padre, francés de Bretaña, fue aficionado a la pintura
clásica. Mi madre me decía que varios cuadros pintados por su abuelo fueron destruidos
por uno de los ciclones que azotan a Saint-Thomas. Aquella abuela mía murió en Puerto
Plata. Allí nació mi madre, afectuosamente llamada Ita.
Mi abuelo, apodado Zefí (Céfiro) por la rapidez de sus movimientos, era bien que-
rido de todos sus compañeros. Le gustaba socorrer a quienes solicitaban limosnas o algún
servicio.
Zefí, antes de venir a esta Capital, era dueño de una pequeña tabaquería en Puerto
Plata. Solía referirme que allí procuró trabajo a quien más tarde fue héroe cubano: Antonio
Maceo, que hacía sus preparativos para unirse en Montecristi con José Martí, el Mártir de
las Américas.
Después del fallecimiento de su esposa, Zephir decidió venir con sus hijos a Santo Do-
mingo. Aquí conoció a una viuda, hija de mulatos franceses. Esta se llamaba Vivian Pierre,
cariñosamente apellidada Bibí. Zefí no tardó en casarse con ella. Esta santa mujer sirvió de
modelo para que yo fuera lo que soi. Ni una sola gota de su sangre corre por mis venas, pero
su presencia en mis comportamientos, en mis hábitos i en mi espíritu son suficientes para
identificarme con ella más que con otra persona. Ya tendré el deber i la inmensa satisfacción
de recordarla en otras líneas de esta biografía.
Mi madre i sus hermanos Pedro i Enrique querían mucho a su madrastra i ésta les
correspondía con el mismo cariño que duró invariablemente hasta la última hora de su
existencia. Murió en el año 1927.
No hai rosales sin espinas. La segunda esposa de mi abuelo era madre de una adoles-
cente llamada Juana Ramos, hija del difunto Coronel Ramos. Entre Juana i sus hermanastros
surjieron celos infundados, los naturales en cualesquiera nuevos hogares de esa especie.
Los años se encargaron de atenuar esas rencillas. Después de muchas décadas de tolerable
comprensión los muchachos de la familia de Juana han borrado las pequeñas arrugas que
a veces los aflijían.

IV. Mis padres


Poco después de haber celebrado sus bodas mis padres fueron a residir a la ciudad de
Puerto Plata, en donde había nacido mi madre. Mi padre encontró allí trabajo remunerador.
Era un buen tipógrafo, acucioso prensista i experto en fabricar los rolos que en esa época,
desde Gutenberg, entintaban las pájinas en prensa. En ese taller fue Jerente de la tipografía
en donde se editaba, i aún se edita, El Porvenir, decano de los periódicos dominicanos.
Mi padre no duró mucho en ese empleo. La mala suerte lo perseguía, perturbando la
excelencia de su conducta i la experiencia en su profesión. Al cabo de pocos meses decidió
regresar a la Capital. En ese viaje yo moraba en el vientre de mi madre. Fue en el verano de
1883. Al regresar a la Capital nos alojamos en la misma casa de la calle Colón. Seis meses
después nací sin ninguna dificultad obstétrica.

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

Aquí comienza el relato de cómo transcurrieron los siguientes años que mi padre pasó en
este país. Su porvenir le fue adverso desde que por primera vez puso los pies fuera de Curazao.
Jamás volvió a su isla nativa. Gerardo Pieter nació siendo esclavo. Sus padres, oriundos de la
costa del Congo, Africa, fueron libertados después del nacimiento de su lejítimo hijo. Antes de
morir habían adoptado la relijión católica. Confiaron su retoño al sacerdote de la parroquia de
Curazao. Aquel lo recibió con piedad, lo crió, lo educó, le dio buena instrucción en la mejor de
las escuelas parroquiales de la ciudad i le hizo aprender el oficio de tipógrafo i prensista.
Así transcurrieron los años de mi padre en la niñez, la adolescencia i los primeros lustros
de su juventud.
El buen sacerdote, ya anciano, recibió una carta del Rev. Presbítero Francisco Xavier
Billini, capitaleño, filántropo emprendedor de buenas obras. Le solicitaba dos tipógrafos que
pudieran trabajar en su imprenta recién establecida al lado de su Colejio “San Luis Gonzaga”,
situado en un departamento de lo que hoi es el “Liceo Salomé Ureña”.
El sacerdote de Curazao no tardó en enviar al Padre Billini los jóvenes Gerardo Pieter,
su hijo de crianza, i a Isaac Flores, un mozo de la misma educación i de conducta igual a la
de quien fue mi procreador.
Aquellos tipógrafos llegaron aquí a mediados del año 1880. Fueron recibidos con bene-
volencia i alojados convenientemente en un apartamento cercano a la citada imprenta. Los
primeros meses en sus labores fueron promisorios de bienestar, pero luego, a medida que
transcurrían las semanas, el salario que ganaban se hacía escaso. Acostumbrado a esas demo-
ras en el pago de sus obreros, el buen Padre Billini no dio suficiente atención al reclamo de
los dos impresores curazoleños, que, obligados por las necesidades que sufrían, renunciaron
a ese empleo i se lanzaron a buscar mejores salarios en talleres tipográficos de aquí.
Ya el joven Pieter había celebrado esponsales con su novia Carmen Bennett (Ita). No
tardaron en realizar sus bodas. La luna de miel transcurrió en Puerto Plata, en donde mi
projenitor obtuvo ocupación.
Flores aprendió i se dedicó a llevar libros de contabilidad en pequeños negocios, a la
vez que formalmente estudiaba la teneduría. Avanzó en esa nueva ocupación de tal modo
que una de las casas comerciales más activas de esta ciudad, la de D. Federico Thormann,
le dio empleo durante muchos años, hasta el día de su muerte. Ese feliz compañero de mi
padre también formó familia en esta Capital.
Como ya dije, mi padre no tardó en regresar aquí con su esposa. Su labor en El Porvenir
(hoja periódica) no le fue grata. Se alojaron en el hogar de los Bennett. No tardó en conseguir
trabajo en las imprentas, sobre todo en la de García Hermanos, situada en la calle El Conde,
al lado de la Casa Municipal.
Afortunadamente nací amparado por mis cariñosos abuelos, i allí, en esa residencia
esquinera en donde vine al mundo, gocé de buena vida durante cinco años. Zefir contrató
con Don Fabio Caminero un solar i las ruinas de una casa en la misma calle Colón, esquina
a Padre Billini. Mi abuelo mejoró esa propiedad de tal modo que, satisfechos, pronto fui-
mos a ocuparla. En ese vecindario, algo nuevo para nosotros, no contábamos con las viejas
amistades ubicadas cerca de donde yo nací.
Lentamente hicimos amistad con las familias más moderadas de ese sector, así nos re-
lacionamos con los Cobo, los Queteles, los González, con los Rivera, i sobre todo con una
intelijente solterona llamada Bárbara Cáceres, quien ofreció a mi madre su afición de maestra
para enseñarme a leer, a escribir i a rezar con mejores métodos i más rapidez. Fue, sin duda,

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HERIBERTO PIETER  |  AUTOBIOGRAFÍA

mi primera excelente profesora. A los seis años de edad, en esa escuelita, yo, Bentín, era
quien mejor escribía las lecciones dictadas por mi maestra. Después de esa época siempre
tengo recuerdos de la habitual bondad –i a veces el momentáneo rigor– de esa admirable
maestra negra, tan alta de estatura corporal como de buenas costumbres i de pura afabilidad
en todas las ocasiones de su buen trato.
La estrella que alumbraba en la vida de mi padre no lucía con el brillo que él esperaba.
Estaba desilusionado. Para atenuar sus disgustos comenzó a beber alcohol, sin que nadie
lo acompañara en ese vicio.
De buenas a primeras decidió aprender el oficio de zapatero. Para comenzar en su nueva
ocupación compró algunos materiales en la casa de Don Joaquín Lugo i pocos utensilios en
la ferretería de Don Samuel Curiel.
Nos mudó a la calle de Regina, en un apartamento (hoi calle Padre Billini n.o 4) frente a
donde vivíamos junto con nuestros abuelos. Empezó a reparar medias-suelas i hacer remien-
dos en zapatos casi inservibles. Mi madre i yo lo acompañábamos en esa extraña tarea.
Al cabo de algunos meses, ya algo experto en su nuevo oficio de zapatero, decidió ir
a trabajar en los aledaños del Ingenio “Italia” (hoi Caei), que era una factoría de moler
la caña de azúcar, cerca de Palenque, entre San Cristóbal i Baní. Allí hizo amistad con D.
Félix Veloz, comerciante, i con D. Modesto Díaz, de nacionalidad cubana, administrador
de dicho ingenio.
No tardó en adquirir modesta clientela. Era el único zapatero. También hacía las soletas,
tan indispensables para trajinar sobre espinas, rocas i lodo.
Ya había dejado el vicio alcohólico. Todos los viernes de cada semana enviaba a mi madre
tocino, pollos, plátanos i otros alimentos que servían para sustentarnos.
Antes de partir para aquel campo, Gerardo Pieter nos instaló de nuevo en casa de mis
abuelos. De vez en cuando nos hacía cortas visitas con el objeto de aumentar su prole. Mi
madre soportó tranquilamente tanta mudanza. Lavaba i planchaba ropa para familias ex-
tranjeras i ayudaba a mi abuelo en la confección de “Bay-Rhum”, un menjurje empleado
para dar fricciones cuando sus clientes sufrían cansancio, dolores musculares i también
para perfumar el baño. Yo acompañaba a Zefí adonde quiera que él iba a comprar efectos i
materiales para trabajar en su modesta fábrica de Bay-Rhum i también para su escasa taba-
quería que instaló en una incómoda pieza de nuestro domicilio. Los sábados en la tarde me
enviaban a vender botellas del referido Bay-Rhum a las casas que podían comprarlo. Entre
los clientes más adictos a ese alcoholado recuerdo a Don Manuel de Jesús Galván, a Don
Manuel María Gautier, al Arzobispo Meriño, etc., etc.
Tanto Zefí como mi abuelita me llevaban de manos cuando asistían a la Catedral, a otras
iglesias i también al Parque “Colón” los 27 de Febrero i 16 de Agosto. Allí íbamos durante
la prima noche de esos días de fiesta nacional.
Al notar mi aplicación, mi maestra Bárbara Cáceres se empeñó en enseñarme con más
difíciles lecciones. A instancia de mi madre, cuando cumplí mis seis años de edad, escribí
una carta a mi padre sin que nadie me ayudara a hacerlo. Aquel me felicitó i envió dinero
extra a mi madre para que me comprara el libro Mantilla n.o 2, texto que él supuso que ya
yo podía leer sin dificultad. Un día del mes de julio de 1890 mi padrino fue a visitarnos. En
esa ocasión mi madre le habló sobre el adelanto en mis estudios. Enseguida él le prometió
conseguirme inscripción en la escuela “La Fe”, mui cerca de nuestro domicilio, tan pronto
comenzara el próximo año escolar. Mi padrino, Ingeniero Constructor, era el Venerable

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

Maestro en la Lojia que patrocinaba ese plantel, segundo en su rango educacional en nuestra
ciudad. Don José Reyes Brea cumplió lo que había prometido.
Al abandonar la primaria de Bárbara Cáceres sufrí muchas penas. Aunque vivíamos
frente a ella, me aflijí cuando mi madre me llevó a decirle la intención i el propósito de mi
padrino i agradecerle todo el empeño que ella se tomó para enseñarme. Tan profundas fueron
sus frases que todos los presentes en esa escena dramática derramaron lágrimas.

V. Cambios de escuela
Otra aflicción en ese día fue causada por la noticia del inesperado fallecimiento de mi
preferida condiscípula Honoria Edmond, una afectuosa indiecita, de mi misma edad (6 años),
a quien yo prefería –i ella a mí– entre los demás alumnos de nuestro plantel elemental. La
niña, tal como otros chicos de mi vecindario, murió atacada de gastroenteritis fulminante,
el quebranto común (colerín) en los veranos de aquella época. Todos los amiguitos de Ho-
noria, lagrimosos, la acompañamos al cementerio, i a pesar de la música i el repique en las
iglesias (Santa Clara, El Convento, Regina), todos lloramos en el momento de enterrarla.
Aún hoi, después de más de tres cuartos de siglo, me emociona el recuerdo de lo que sufrí
con el fallecimiento de mi amada Honoria.
Hace más de ochenta años que en ese humilde sepelio recordé una triste historia que
Honoria i yo leímos frente a nuestra maestra Bárbara Cáceres: era el relato –verídico o ficti-
cio– de Pablo i Virjinia, escrito por un reverendo Padre francés. Todavía no se ha borrado de
mi sentimiento aquella indiana criatura, mi dulce Honoria Edmond, que tanto amé i seguiré
amando mientras me dure el recuerdo de aquellos pueriles años pre-juveniles.
Mi padrino había cumplido su palabra antes de hacer su viaje a Puerto Rico. El día 1ro. de
septiembre del año 1890 me admitieron en la referida escuela “La Fe”, dirigida por el Licdo.
Don Alvaro Logroño i Don Pantaleón Castillo. Después de lijero examen, me inscribieron en
el curso inferior del colejio. Mis primeros maestros allí fueron el Bachiller Benjamín Figueroa
i Monsieur Trabous, uno de los famosos pendolistas en aquella época. Pronto me adapté a
las reglas de esos cursos.
Hice progresos en todas las materias y trabé nuevas amistades, interrumpidas por
pasajeras rencillas propias de esa edad. Mis mejores amigos fueron, en primer lugar, Juan
Antonio González, alias Cunsún, i Ramón Jansen. También se juntaron conmigo Juan Tomás
i Carlitos Mejía Soliere, Eleazar de Castro, Antonio Mieses, Marino Cestero, Chin Perdomo,
Felipe i Yuyo Leyba, Abelardito Nanita, Abel González, Carlitos Paulus, Juan Bancalari,
Jesusito Troncoso, Fello i Chichí Damirón, Cristian i Ernesto Lamarche, Juan Ma. Troncoso,
Mario Mendoza, etc., etc.
Mis estudios i mis nuevas amistades me produjeron felicidad, pero el destino me la
arrebató: mi padrino falleció en Puerto Rico. Como fui becado en esa escuela gracias a la
recomendación del Supremo Maestro en esa Lojia, mi abuelo, que representaba a mi padre
ausente, recibió una carta escrita por el Director de “La Fe”, en la cual se le comunicaba que
la beca había terminado.
Esa noticia causó duelo en mi familia, sobre todo en el corazón de mi madre, la más
interesada en mi instrucción escolar. Al otro día mi abuelo fue conmigo a la escuela, procuró
allí a Don Álvaro, a quien conocía, i casi llorando, le rogó que me admitiera siquiera pagando
la mitad de la cuota establecida allí. En presencia de Don Pantaleón Castillo, de D. Mario

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HERIBERTO PIETER  |  AUTOBIOGRAFÍA

Saviñón i otros profesores, el Licdo. Logroño examinó el caso. Enseguida se consultaron i


decidieron aceptarme, pero bajo la condición de que yo ayudara a mi condiscípulo, Mario
Mendoza, en la limpieza de las aulas dos veces, todas las semanas, i llenara diariamente
las tinajas destinadas al servicio del plantel. El edificio de esa escuela era amplio i bastante
complicado. Mi abuelo, al oír ese plan, echó miradas aquí y allá, i al fin, se decidió a aceptar
la insólita proposición.
Regresamos a casa. Nos juntamos con Bárbara Cáceres i otros vecinos. Todos nos ale-
gramos de la resolución que oímos en “La Fe”.
Esa misma tarde volví a mi escuela. Mis condiscípulos, que se habían enterado de lo
ocurrido allí en esa mañana, me abrazaron i me prometieron ayudarme en mis duras faenas.
Así reingresé en aquel plantel.
Los alumnos que cursaban sus estudios en las clases más avanzadas no nos miraban sino
con algún desprecio. Poco a poco, al correr del tiempo i de las circunstancias, tuve amistosas
relaciones con ellos, especialmente con el Dr. Fernando A. Defilló, a quien escribiré elojios i
agradecimiento de la más pura calidad.
Estudié y trabajé como si fuera peón de escoba i aguatero, no sólo en la escuela, sino que
también en los domicilios de tres de mis profesores. Durante más de seis años hice mandados
en casa de los Sres. Miguel Antonio Duvergé, experto en Matemáticas. También hice faenas
en la morada de Benjamín Figueroa, apacible i extraordinariamente versado en Geografía
e Historia, tanto la vernácula como la Universal. También tuve necesidad de hacer recados
en la casa de Miguelito Saviñón, nuestro instructor en Botánica, Zoología i Mineralogía.
Este último cursaba sus últimos años en la Facultad de Medicina. Nos llevaba a clasificar
las plantas que crecían en los matorrales del Estado, hoi parque Independencia. Así es como
nos enseñaron en aquella época. ¡Cuán distinto a lo que hoi se enseña!
El Sr. Abreu, alias Cuá (porque su boca se parecía a la de los macos), era el ríjido super-
intendente en el comportamiento de nosotros durante los ratos cuando descansábamos en
el patio de la escuela. Mario Saviñón nos daba clases de jimnasia todos los sábados, en la
mañana. De vez en cuando me daba libros casi inmorales destinados a una de sus novias.
También me mandaba a hacer recolectas de dinero para celebrar bailes sabatinos en casa de
una anciana llamada Escolástica, quien escojía muchachas de segundo paso para esa i otras
diversiones más agradables.
A pesar de ser yo el más feo i el más pobre de todos los chicos de ese plantel, solía alcan-
zar las mejores notas de aplicación en casi todas las asignaturas. No sé si esas calificaciones
eran exajeradas, como premios por faenas que yo estaba obligado a hacer en casa de varios
de mis profesores, tales como cargar agua en tiempo de sequía, comprar vituallas en la Plaza
Vieja, llevarles ropa sucia a sus lavanderas, etc., etc. La mayor parte de los maestros que me
instruían i sabían que yo no pagaba con dinero, abusaban de mi interés por obtener buen
trato i buenas notas en los exámenes de fin de curso.

VI. Iniciación al trabajo


Además de mis deberes escolares, yo era aprendiz en la imprenta de Juan Bautista Ma-
ggiolo, al lado del entonces teatro “La Republicana” (hoi Panteón Nacional). Julio Gneco
fue mi maestro en esa tipografía. Yo ayudaba a imprimir i a distribuir los programas de los
espectáculos que se exhibían en dicho teatro. Allí me gratificaban con la entrada, sin pagar,

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en todas las funciones. Gocé i me instruí en esas representaciones, sobre todo en aquella que
presentó la compañía dirijida por el reputado actor dramático Luigi Roncoroni, (italiano),
en el año 1892.
Además de esas ocupaciones yo no dejaba de vender, a domicilio, el Bay-Rhum fabricado
por mi abuelo i por mi madre. No era pesada esa carga, porque mis clientes se apiadaban
de mi tarea.
Yo también podía disponer de horas de recreo, especialmente los sábados, cuando Ernestico
Freites me solicitaba para recorrer algunas calles de la ciudad, en la compañía militar que él
había adiestrado frente i en el patio de su casa sita en la calle de Los Plateros n.o 64.
A veces, siempre los sábados en la tarde, iba yo a casa de los Vicini, invitado por mi
condiscípulo Juan Bautista. Allí, en compañía de Ramón Jansen i de Eleazar de Castro,
“trabajábamos” en una fragua que su padre le había instalado en el patio de su domicilio,
calle del Arquillo, hoi Arzobispo Nouel.
La Escuela “La Fe” fue llevada al Colejio San Luis Gonzaga. Nunca supimos la razón de
esa mudanza. La nueva dirección de ese reciente plantel estaba representada por los Licdos.
Mario Saviñón Sardá i Juan Elías Moscoso, hijo. Allí encontramos nuevos condiscípulos,
capitaleños i de provincias. Pocos de mis primeros maestros formaron parte de ese mixto
establecimiento. Allí no nos imponían la buena conducta que era norma en “La Fe”. Un
presuntuoso cubano (Sr. Montoro), era nuestro tiránico vijilante. La extensión casi boscosa
del patio del Colejio nos atraía para jugar al trompo i al embique, a escondidas, aún durante
las horas de clases.
Mi padre había vuelto a instalar en la Capital su pobre zapatería. Parecía que ya había
alcanzado la sobriedad. Durante su larga ausencia en el Injenio Italia i en Yaguate, mi madre,
yo i mis tres hermanos, íbamos a visitarle durante las vacaciones escolares, todos los años,
en el mes de agosto.
Como yo estaba suficientemente versado en mis estudios i en mi oficio de tipógrafo mi
padre hizo que yo suspendiera las clases en el “San Luis Gonzaga” i me consiguió quehacer
en la imprenta anexa al referido plantel. Allí me habían instruido i preparado bastante para
comenzar estudios en las asignaturas para el bachillerato en letras.
En aquella tipografía se editaba El Eco de la Opinión. Dicho taller estaba dirijido i ad-
ministrado por un excelente amigo de mi familia: Don Florencio Santiago, cuñado de mi
difunto padrino de bautismo.
Durante esos meses comenzaron las peores etapas de mi adolescencia. Frecuentemente
nuestra familia solía cambiar de domicilio en casas poco adecuadas para nosotros. En uno
de esos domicilios me hacían levantar temprano, antes de la aurora. Mi padre me llevaba
al pozo común de la barriada i extraer agua más o menos pura. Así debíamos consumirla
durante veinte i cuatro horas.
El salario que yo ganaba en la imprenta formaba parte de lo poco que servía para
sustentarnos. En la noche recibía lecciones en la Escuela Hostos-Henríquez, dirijida por
un amigo de mi abuelo: Don Federico Henríquez y Carvajal. Siempre amable i cariñoso,
se complacía en conversar conmigo. Al notar la buena instrucción que yo había recibido
en “La Fe” i en el “San Luis Gonzaga”, me auguró un brillante porvenir. Esa predicción
me llenó de orgullo i me dio acicate para no cejar frente a mis aspiraciones. Don Fedé me
instruyó en las reglas gramaticales escritas por Don Andrés Bello, algunas de las cuales
no he dejado de usar.

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HERIBERTO PIETER  |  AUTOBIOGRAFÍA

Mi padre volvió a estar deprimido. Sufría frecuentes emociones mui exaltadas. Noso-
tros no sabíamos la causa que lo hizo recaer en ese malestar. Sufríamos mucho cuando se
embriagaba con bebidas alcohólicas. Yo no podía soportar esa desgracia. Mi pobre madre
ocultaba sus lágrimas, pero nosotros, los de la familia, comprendíamos su dolor.
Seguíamos cambiando de domicilio: de un bohío sito en la calle Santomé, cerca de La Mise-
ricordia (hoi Arzobispo Portes). De ahí nos mudamos a la calle Sánchez, cerca de Las Mercedes.
Fue allí en donde mi padre me obligó a no continuar en mi oficio de tipógrafo. El salario que
yo ganaba producía lo suficiente para ayudar a sostener a mi madre i a mis hermanos. Una
mañana, temprano, me llevó a la sastrería del Maestro John Pinedo, frente al domicilio de
la familia del renombrado literato Don César Nicolás Penson, en el mismo lugar en donde
hoi está la Librería Dominicana. Allí, en aquella pobre sastrería, trabajé de mala voluntad,
pero a las pocas semanas de estar con el maestro Pinedo aprendí a confeccionar las piezas
de ropa usadas en aquella época. No tardé en recordar mis conocimientos de geometría para
estudiar, trazar i cortar pantalones i chalecos, i hasta chaquetas. El maestro me pagaba poco
dinero, pero me daba buen trato i mejor enseñanza. Le gustaba leer novelones, especialmente
los de Pérez Escrich. Comentábamos esas lecturas que me invitaron a escribir, en secreto, un
centenar de cuartillas que relataban la vida imajinaria de una tal Lucrizia Sforza i las atroci-
dades perpetradas en el apojeo de su propia familia. En ese ensayo me atreví a comentar in
pecto varios de los actos criminales perpetrados por el tirano Ulises Heureaux.

VII. Adolescente
Cuando yo tenía doce años de edad i era medio-tipógrafo en la imprenta de D. Germán
de las Peñas, frente a la casa entonces habitada por el Gral. Wenceslao Figuereo, alteré una
palabra en unos versos que elojiaban a Lilís. El semanario estaba a punto de ser llevado a la
prensa. Aproveché que nadie pudiera darse cuenta de lo que hice: un renglón que rezaba así:
el civismo ilumina tus acciones. Sustituí la v de civismo por una n. Apenas había comenzado a
circular ese periódico fue recojido i quemado. D. Germán, temblando de miedo, enseguida
presentó excusas a su vecino, el Presidente de la República. Éste lo absolvió de ese lapsus
(?) cálamus. No se efectuaron prisiones al personal de dicho taller, pero el público se percató
de esa osadía.
Mi afición al estudio no disminuyó, al contrario, aumentó de tal modo que a veces me
privaba de lo ordinario para invertir en libros parte de mi contribución para el sostenimiento
de nuestra familia. En ese tiempo compré a plazos, traducida al castellano, la Historia de la
Revolución Francesa por Adolfo Thiers. Esa monumental edición fue prefaciada por uno de
mis autores predilectos: Emilio Castelar. La franqueza de Thiers me ayudó a inflamar mi odio
contra Lilís, el tirano que, desde niño, personalmente mi familia habitaba frente a la fortaleza
de la calle Colón a menudo oíamos descargas de fusiles. Tal ruido indicaba la ejecución de
uno o de varios de los que tramaban revueltas antililisíacas. De vez en cuando lacrimosas
mujeres acudían a nuestra casa para desahogar sus penas, cuando el Oficial de servicio en
la puerta de la vecina fortificación les rechazaba la cantina que contenía el sustento para
el esposo u otro ser querido encarcelado allí. Ese rechazo indicaba que el prisionero había
dejado de existir.
En contra de su voluntad, mi abuelo se vio obligado a servir de Mayordomo del Palacio
Nacional. Cuando morábamos frente a la referida Fortaleza solíamos oír las descargas con los

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

cuales Heureaux ajusticiaba a sus enemigos en el patíbulo del Aguacatico, en la marjen occi-
dental del río Ozama. Así, desde mi temprana edad, comencé a odiar a ese tirano. Así también
lo odiaban mis condiscípulos en los planteles en donde me instruía. Mis compañeros en las
imprentas en donde trabajé tenían razón para abominar a ese monstruo. Nos guardábamos de
comentar las prisiones i los asesinatos que se sucedían sin cesar. Era una época de verdadero
terror para casi todos los dominicanos i también para algunos extranjeros.
Esa antipatía contra Lilís se acrecentó durante la guerra de los cubanos contra España
(1895-1898). En ese angustioso período casi todos los adolescentes, yo entre ellos, contri-
buíamos con algunos centavos semanales para sostener a los exiliados de Cuba que temían
ser reenviados a aquel país. El tirano Heureaux actuaba en doble juego. Todos sabíamos que
su actitud pro-España no era sincera. Temía que si los españoles ganaban aquella guerra tal
vez volverían aquí.
Años después yo vivía definitivamente junto a mi abuelita, en la casa n.o 1 de La Fajina,
hoi calle Emilio Prud’Homme. Juana Ramos, su hija, se amancebó a un anciano, el Notario
Público D. X. A., con quien había concebido un hijo llamado Javiercito, reconocido por su
padre.
Mientras tanto, el Gobernador Pichardo nos expulsó de nuestra propiedad de la calle Colón.
Así perdimos aquella morada. Ese brusco arrojo de nuestra casa causó la muerte repentina de
Zefí (26 de mayo de 1896), cuando apenas había fabricado parte de su nueva casa.
La historia de esa mudanza es bien curiosa, aunque propia de la época lilisiana. Como
escribí en otros párrafos de estas notas autobiográficas, anteriormente vivíamos en una casa
levantada por mi abuelo en un solar notarialmente alquilado durante años. Su lejítimo due-
ño era D. Fabio Caminero, domiciliado en Higüey. Sin previo aviso, José Dolores Pichardo
mandó a un oficial del Ejército para que en un plazo de diez días desocupáramos dicho
solar porque nuestra vivienda iba a ser destruida. Sin más noticias, aquello fue un desastre
para nosotros. Mi abuelo quiso apelar a la escasa amistad que a veces Lilís le ofrecía, pero
alguien de nuestros buenos amigos le recomendó que se abstuviera de practicar tal dilijencia.
El Gobernador y el Presidente formaban una sola persona, tanto en mandato como en la
perpetración de las más horribles torturas, robos i asesinatos que todos conocemos.
La Policía no dejó transcurrir el plazo fijado (quince días) para que se hiciera dicha
mudanza. Las carretas del Gobernador, manejadas por oficiales i soldados, nos forzaron a
mudarnos cuatro días antes del término ya indicado. En ese momento estábamos desayu-
nando. Para no perder nada de nuestro mobiliario, apresuradamente recojimos todo lo que
pudimos salvar. Dos carreteros particulares tuvieron noticia de lo que nos acontecía i llega-
ron a tiempo para ayudarnos, sin paga, en ese trance que no fue especial para nosotros. La
mayor parte de los habitantes de ese bloque de antiguas i casi destruidas viviendas sufrieron
la misma desgracia que tan salvajemente destruía nuestras residencias.
Soldados, policías i otra jente compasiva nos ayudaron, para evitar que nada se perdiera
durante ese traslado. En esa tarde terminamos aquella tarea. La primera i otras inolvidables
noches de penosas experiencias las pasamos en la gallera de San Carlos, en las celdas desti-
nadas a los gallos de pelea i en algunos refujios caritativamente brindados por vecinos que
nunca habíamos conocido i entre quienes, los más cercanos a nuestra desgracia, figuraba el
hogar de la familia Santos propietario de uno de los trenes de carretas que, graciosamente,
bajo el peligro de socorrernos, corrieron a ayudarnos. Esa familia, mal apellidada “Los Be-
llaquitos”, entraron a formar parte de nuestros mejores amigos. Aún hoi, sus descendientes

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HERIBERTO PIETER  |  AUTOBIOGRAFÍA

me prodigan aprecio i distinción. Uno de los chicos de esa prole fue mi ahijado, a otros he
dado asistencia médica, i otro de ellos, el Dr. Amable Lugo Santos, fue sagaz discípulo mío
durante mi enseñanza universitaria. Años después, este buen compañero profesó cátedras
en la Facultad de Medicina de nuestra no-Autónoma Universidad. Ahora mi buen amigo
es Profesor en la pacífica casa de Estudios Henríquez Ureña.
Creo necesario decir que la Capital de Santo Domingo, en nombre de toda la República
Dominicana, decidió festejar el día 5 de diciembre de 1896, fecha en que se cumplían cuatro
siglos después de la fundación de nuestra ciudad.
Un gran festejo fue programado para ese evento. El Gobierno Nacional, los cónsules de
varios países, especialmente los europeos, marcharon con una larga procesión en la calle
de Rejina (hoi Padre Billini). Doblaron por la calle Colón, frente a la Fortaleza “Ozama” i a
nuestra pobre morada. La carabela “Santa María” era el único barco, arrastrado sobre cuatro
ruedas. Allí muchos palos de cuaba figuraban como alegres antorchas. El marino D. Gaspar
Morató gritaba “¡Tierra!” mirando a diestra i siniestra. La banda de música del Gobierno
tocaba aires de batallas. Cohetes artificiosos sonaban estruendosos por esa calle. La fiesta
poco a poco se desvaneció a eso de las diez de la noche. Todos quedamos satisfechos de tan
exitosa fiesta. Al otro día comentábamos lo que en esa noche había acontecido.
Para no perder el curso de estas anotaciones, hago aquí un retroceso: Cuando mi padre
regresó de Yaguate nos instaló en una casa ubicada en la calle Palo Hincado, casi esquina
a la de Las Mercedes. Allí montó una zapatería. Mi abuela continuó viviendo en La Fajina.
Juana Ramos la protejía. Mi abuelita rezaba oraciones a difuntos. Esas preces le procuraban
algún subsidio monetario.
Deprimido, desilusionado, mi padre volvió a usar bebida alcohólica. Uno de sus viejos
compañeros en ese vicio lo arrastró hacia una casa de juego cercana a nuestro domicilio.
Inexperto en ese vicio, en una sola noche perdió la totalidad del regalo (cincuenta pesos oro)
que le hizo su compadre Mónico Ramos, recién afortunado con el premio mayor de la Lotería
Nacional. Al otro día de esa aventura mi padre, irrazonablemente, me castigó con latigazos,
descargó su tirapiés sobre mi espalda i entre plancha y martillo rompió el único recuerdo, una
cucharilla de plata, que mi madrina me había dedicado. Enseguida lanzó aquella prenda en
la letrina. No recuerdo cómo pude salir huyendo de esos inmerecidos castigos que definiti-
vamente me obligaron a refujiarme en casa de mi abuelita, en donde residí, años i años, hasta
que, en medio de otras vicisitudes, llegué hasta la altura en la cúspide de mis aspiraciones:
graduarme de médico cirujano i partero en el Instituto Profesional de Santo Domingo.
Durante esa larga época de mis estudios nunca dejé de visitar a mi madre i a mis her-
manos, socorriéndolos con el producto de algún trabajo.
Un poco sosegado, mi padre volvió a fijar su residencia en el campo, en Yaguate. Poco
a poco, allí abandonó el vicio del alcohol.
Antes de tomar esa feliz resolución nos mudó a una casa de dos piezas en la calle Sán-
chez casi con la esquina de la calle Mercedes. Me obligó a continuar mi aprendizaje en la
sastrería de Shon John.
Días después el Presidente Lilís fue ajusticiado en Moca. La capital no se enteró de ese
suceso sino días después de ese tan esperado acontecimiento. Tan pronto se confirmó esa
noticia, el pueblo regocijado, hizo reuniones i plantó carteles en los muros de casi todas
las casas de la ciudad. No dejé de cooperar en esos momentos de alegría. Junto con mis
compañeros de estudios en el bachillerato en Letras fui a lanzar leña en el balcón de los

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

Amiama, frente al parque Duarte. Allí moraba el padre de esas honestas señoritas. Este
laborioso señor se vio obligado a servir a Lilís en la Contaduría General de la Nación.
Poco antes de su deceso, el Gral. Heureaux hizo destruir los mosaicos esquineros que
estaban en la calle de Las Mercedes para sustituirlos por otros con su propio nombre. Los
profesores Mario Saviñón, Ramón Lovatón i otros reclutaron estudiantes para que les ayu-
dásemos a destruir dichos mosaicos i trocarlos por otros, los de antes de la exterminación
del poderío de Lilís. Esos rótulos sucesivamente cambiaron de nombre en los años 1859,
1897, i también en el 1928 cuando el Ayuntamiento Local quiso nombrarlos Presidente Gral.
Horacio Vásquez. El Presidente rechazó ese halago i ordenó que el nombre de Las Mercedes
continuara tal como fue designado desde el año 1859.
Para librarme del servicio militar, como soldado, mi padre me hizo inscribir en la Ban-
da de Música del Batallón Ozama, en cuyas faenas i en las que sucedieron, me afronté a la
adversidad. En párrafos siguientes describiré esa odisea.
Frente a la mencionada sastrería conocí a los jóvenes César Francisco Penson, Domingo
Zabetta, Féliz Ma. Pérez i Ricardo Sánchez Lustrino, quienes, como yo, estudiaban para ob-
tener el bachillerato en letras. Con esos simples i buenos amigos se me despertó la idea de
volver a continuar aprendiendo mis olvidados estudios. Todos los días nos reuníamos para
comparar nuestros adelantos. No sé cómo podía yo atender a tantas dilijencias. El aprendizaje
de la música era el más penoso, tanto más cuanto en la referida banda militar mis maestros
D. Alfredo Soler i D. José de Jesús Ravelo decidieron que yo escojiera el clarinete, puesto
que en esos días era el instrumento que más necesitaban.
Cuando ya había casi terminado el uso de esa caña, sucedió otro desastre en mi destino.
En esos días mi padre había puesto medias suelas en los zapatos de una mujer “relacionada”
con el Gral. Pedro María Mejía, Gobernador de la Provincia. Por razones que aún ignoro,
Mejía puso dificultades para pagar esa labor. Mi padre no toleró ese proceder i cruzó agrias
frases con el Gobernador.

VIII. El soldado
En la prima noche de ese día, cuando terminé de cargar pesados atriles desde el Parque
Colón hasta la Fortaleza, el cabo que estaba de centinela en el portón de La Fuerza me impidió
salir de allí, me condujo a uno de los cuarteles, me hizo firmar la hoja de mi reclutamiento
en el Batallón i, por último, me mandó que me acostara sobre el asqueroso camastro de ma-
dera en donde ya se habían echado a dormir otros nuevos reclutas. Aquella fue la primera
noche que no entré a mi casa.
Al día siguiente, temprano, mis familiares encontraron el sitio en donde yo había per-
noctado. El centinela no dejó entrar al cuartel a ninguno de mis familiares. Entre resignado
e incapacitado, comencé a someterme a esa nueva tortura.
Dos días después un oficial examinó la capacidad de mi instrucción escolar, i halló que mi
buena letra i ortografía podía servir para desempeñar el servicio de “furier” en su compañía.
Tan inesperado ascenso borró alguna que otra esperanza en el alma de mis familiares i de
mis amigos, sobre todo la de mis compañeros de estudio en las asignaturas del bachillerato.
Ese avance en categoría i en pago no pudo calmar la abominable aflicción que me embar-
gaba. Tal situación se hacía cada día más intolerable. No tardó en llegar el primer peligro
vital para mí: Una revolución armada comenzó en el Cibao i ya estaba sitiando a nuestra

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HERIBERTO PIETER  |  AUTOBIOGRAFÍA

ciudad capital, en el barrio de San Carlos. Mis superiores me llevaron casi arrastrado. Me
amenazaron con fusilarme en el Aguacatico. Ante esa fúnebre perspectiva me incorporé en
las filas de una de las derrotadas secciones de mi compañía, pero tan pronto oí disparos i
algunas descargase abandoné mi fusil máuser, me escondí detrás de un matorral i esperé que
amainara el riesgo. De repente, cesaron los disparos cuando las guerrillas del Gral. Horacio
Vásquez se adueñaron de esa sección i persiguieron al resto de la tropa del Mariscal de Campo
Rafael Rodríguez, Comandante de Armas de esa plaza militar.
Bajé en zig-zag por entre veredas casi intransitables. Quienes observaban mi prisa se
dieron cuenta de la derrota sufrida por los bolos.
Algunos de los soldados de mi compañía me vieron escapar de ese combate. Quisieron
detenerme, pero el sarjento mayor, Juan Díaz, que no ignoraba la injusticia cometida contra
mí, pudo impedir que me castigaran. Afortunadamente, ninguno de esos soldados nos
denunció. A partir de ese momento Juan Díaz entró en el círculo de mis mejores amigos.
No escatimé servicios para recompensarle ese nunca olvidado favor. Muchos años después
falleció en uno de los mejores aposentos privados, en el Instituto Oncolójico dirijido por mí.
Aquel excelente padre de familia levantó una numerosa prole, entre ellos un bien educado
joven que me satisfizo cuando fue mi discípulo en las cátedras profesadas por mí en la Fa-
cultad de Medicina de nuestra vieja Universidad.
Poco después de aquella batalla me escondí en casa de mi abuelita, frente al Fuerte de
la Concepción. Pero al otro día, mi madre, ya serenada del susto que pasó cuando supo que
yo formé parte de los defensores de la ciudad en la trifulca del día anterior, me suplicó que
volviese a la Fortaleza para ponerme en contacto con alguien de los victoriosos nuevos jefes
de ese baluarte.
Volví allá. Nadie me hizo ninguna observación. Pero pocos días después del nombra-
miento de un nuevo Comandante de Armas, el Gral. Parahoi, mi suerte cambió hasta lo
peor. Mientras toleraban que yo me convirtiera en sarjento mayor aunque con la ración de
“furier”, la mayor parte de mis jefes i de otras clases en ese cuartel se mostraban hostiles a
mí porque sobresalía en buena instrucción, en buenos modales i soportaba sus indebidos
castigos. ¿Por qué tanta saña contra mí? Simplemente: Cuando no era hora de cumplir mi
servicio militar, yo estudiaba en lo que aparentaba ser mi “Oficina”.
A seguidas de mi forzado reingreso en ese recinto, decidí aumentar mis estudios. Mis
ya nombrados buenos compañeros en nuestras labores estudiantiles me daban aliento para
que no abandonara ese intento. Cuando yo tardaba en buscarlos, ellos iban a procurarme
frente a la puerta del cuartel. Esa acción enfurecía a oficiales que observaban tan rara amis-
tad en ese recinto.
Entre perseverancia y amarguras, estimé que ya podía presentar los exámenes del ba-
chillerato en letras en el Instituto Profesional, bastante cerca de mi cuartel.
Yo contaba con el pago de una pequeña deuda que un pobrísimo amigo mío debía can-
celarla el mismo día de mis citados exámenes. No me cumplió. Se aproximaba la hora de
las pruebas. Inquieto i desesperado, fui a contar mi caso a D. Isaac Flores, el ex-compañero
de mi padre. Este buen amigo se apiadó de mi situación. Me prestó dinero para completar la
suma necesaria para pagar antes de los exámenes que iba a sostener en el Instituto. Faltaban
unos minutos para oír los campanazos que señalaban el comienzo de tal acto. Fui el único
examinado. En ese primer tropiezo pre-profesional me sucedieron cosas que hubieran trastor-
nado el juicio de cualquier buen estudiante. El Jurado de mis pruebas estaba compuesto por

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

tres profesores: uno de gramática, otro de lójica i otro de latín y francés. En el momento que
iban a leer las calificaciones de esos exámenes se presentó el Rector, un rencoroso e infatuado
obispo que, en el día de mi inscripción, dijo a su secretario que no deseaba ver en ese plantel
a negros ni a militares. Tal aberración influyó a que me rechazaran las asignaturas de lójica
y francés, las mejores que yo había preparado. Años después uno de mis examinadores me
dijo que el Sr. Rector tomó parte en esas calificaciones.
Lejos de causarme disgusto, aquella vil acción espoleó mi anhelo de hacer que me
aprobaran dichas materias. La suerte me fue propicia. Pocos días después, el Gobierno
dispuso que los exámenes para obtener el bachillerato dejarían de celebrarse en el Instituto
Profesional. Se llevarían a cabo en la Escuela de Bachilleres, recién fundada en la planta alta
del Colejio San Luis Gonzaga.
No habían transcurrido dos semanas cuando presenté allí los exámenes de las materias
rechazadas por la vesania del Obispo. Allí fueron aceptadas con las mejores notas.
En la preparación del bachillerato en Ciencias no tuve inconvenientes. Recordé i repasé
a la luz de velas o de petróleo todo lo que a ese respecto aprendí durante mis estudios en
la Escuela “La Fe”, en el Colejio “Padre Billini”, en la Escuela Normal i también en la casa
donde yo vivía.
Durante las horas de esa nueva prueba también fui molestado. Uno de los examinadores
en esa tarde me guardaba rencor motivado por rencillas extrañas a mis estudios. Me trató con
agrio coraje en las preguntas i en los problemas que me dictó mientras me examinaba en la
asignatura áljebra. Yo esperaba esa oportunidad para mostrarle lo que sabía, tal vez más que
él, los puntos más difíciles que escojió para rechazarme. Años después, ese profesor, recién
llegado de La Habana, Cuba, fue mi cliente. Sufría de un tumor maligno en el estómago. Lo
asistí junto a mi inolvidable amigo el Dr. Luis Eduardo Aybar Jiménez, que en ese entonces
residía en San Pedro de Macorís.
Otro de los de aquel Jurado, el de Astronomía, me tenía guardado un recio desquite, pero
también fracasó en su intento. Su encono estribaba en que Ricardo Sánchez, Antonio García
i yo escribíamos en un periódico de aquí denunciando el abuso mercantil que algunos pro-
fesores hacían con el objeto de aceptar o rechazar a quienes sufrían exámenes allí. Nuestros
escritos alcanzaron su cometido. La tarifa para las pruebas de bachillerato fue irremediable-
mente abolida. Después de la publicación de los mencionados artículos nunca más se pagó
la tarifa de esa prebenda. Mi rechazo en una o más materias no llegó a suceder, contra mí
ni para nadie más. Los aspirantes en los exámenes de los dos bachilleratos me obsequiaron
con palomas asadas, con fritos verdes i tazas de jenjibre servidos en “El Vaticano”, taberna
nocturna, propiedad de Don Juan Garboso, alias El Papa.
Con la aprobación de esos mis exámenes logré la prioridad de haber sido el primer negro
que conquistara ese diploma aquí, en la República Dominicana, el 31 de agosto, 1903.
Alentado con ese triunfo, uno de los viejos amigos de mi ya difunto abuelo practicó
dilijencias para que me dieran de alta en el rol de la milicia, en el Batallón “Ozama”. Fracasó
en su jestión. Igual malogro sufrieron otros conocidos míos. La situación política en el país
impedía reducir el número de los militares, ya cansados de tantas revoluciones desde el
ajusticiamiento del tirano Heureaux.
Al medio-día del 23 de marzo del año 1903 estalló en la Fortaleza “Ozama” una de
las asonadas más sangrientas de aquella época. Afortunadamente, en ese momento yo
almorzaba junto a mi abuela, en San Carlos, lejos de aquel infierno. Inmediatamente resolví

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HERIBERTO PIETER  |  AUTOBIOGRAFÍA

no volver a dicho cuartel, sino observar, en casa, el curso de los acontecimientos. Cuando
amainó un poco la refriega me aventuré a ver personalmente lo que estaba sucediendo
allí. Vestido de paisano, yo estaba resuelto a no volver. En los alrededores de esa Fortaleza,
tropecé con un viejo Coronel de apellido Peguero. Me reconoció i me llevó preso a aquella
fortificación. Allí pude lamentar la violación i destrucción de una vieja caja de hierro en
donde yo guardaba parte de las raciones de ese día i de varios textos, los más valiosos, que
me sirvieron para estudiar materias del bachillerato. Los prisioneros que estaban encarce-
lados en la Torre del Homenaje, políticos y no políticos, hicieron gran pillaje durante las
sangrientas asonadas que allí se empeñaron.
El Capitán Manuel (Lico) Pérez Sosa, el mejor de los pocos amigos que tuve durante
mis sufrimientos en ese cuartel, quien pasó semanas preso, con grillos, en una mazmorra,
se enteró de mi forzado regreso a ese viejo cuartel. Supo que otros jefes tenían la intención
de castigarme como desertor. Como Lico Pérez salió vencedor, aquellos accedieron a que
yo lo acompañara en la defensa de la Puerta de El Conde. El Jefe de ese puesto era el Doctor
Dionisio Frías, acreditado dentista puertoplateño, graduado en Filadelfia i decidido caudillo
político, defensor del triunfante partido “Jimenista”. En la noche del 12 de abril, Viernes
Santo, arreció la pelea. Los Horacistas, sitiadores, atacaron por todas partes. Tuve miedo de
perder la vida. De nuevo sostuve mi decisión de no usar armas para herir ni matar a nadie. Mi
finalidad de estudiar medicina, es decir, hacer vivir i no matar. Pasada la media noche aceché
que hubiera alguna calma en donde yo estaba con mi fusil. Al notar mi postura, el Dr. Frías
i el Jral. Lico Pérez permitieron yo pusiese a un lado armas i pertrechos i que aprovechara
una de las pausas en aquella lid de modo que yo pudiera abandonarla sin peligro. Vertí lá-
grimas de regocijo i les manifesté mi honda gratitud. Al notar que nadie, en una panadería
ubicada al lado de ese Fuerte, se había percatado de mi escape, abrí la puerta del patio i
me escurrí por las calles Palo Hincado, Santo Tomás, El Estudio, hasta llegar cerca de Santa
Bárbara, a la casa del noble viejo, amigo de mi familia, Mónico Ramos, frente al Solar de la
Piedra, un lugar poco conocido aun por los habitantes de esta ciudad. Yo descubrí aquel
rincón. Nadie quiso ocuparse de llevar allí curiosos nacionales i a otros del extranjero. Fue
en el año 1971 cuando llevé allí a mi chauffer. Nadie más quiso entrar en esa cueva habitada
por jente pobre, pero bien conocida.
Me escurrí en aquella casa ruinosa. Era ya madrugada. Allí me dieron alojamiento.
Mi pobre abuelita también fue a refujiarse en esa mansión. Días después, cuando la tropa
asaltante fue derrotada, la ciudad alcanzó alguna calma. Definitivamente yo había resuelto
no volver jamás a La Fuerza. Decidí escaparme a Haití o a cualquier otro país. Utilicé el ser-
vicio de un joven, empleado en el taller de la fragua de Ramos, para mandar recado a mis
excelentes amigos Félix Pérez i Domingo Zabetta. Vinieron enseguida. Tanto éstos, como mi
madre i otros de mis familiares, atribulados, creyeron que yo había muerto peleando en la
Puerta de El Conde. Oyeron mi resolución de desertar. Mis recursos monetarios eran nulos.
Mi abuelita fue a su casa, en la Fajina, para traerme ropa i libros.
Al final de esa tarde tenía en mis manos algunos de los textos que yo había utilizado en
mis estudios para el bachillerato.
Envié a Pérez, junto con Zabetta, a la Casa de Empeños de Alejandro Ibarra. Allí pigno-
raron parte de esos libros i me llevaron la escasa moneda que produjo ese urjente negocio.
Al otro día me consiguieron pasaporte i boleto de viaje de tercera categoría (no los había de
peor clase) para ir a Haití bajo el falso nombre de Antoine Pierre. Esa misma tarde bajé por

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la calle La Marina i, sin que nadie me reconociera, me embarqué en un vaporcito francés que
iba para Jacmel, Haití, su primera escala. Todo mi haber consistía en menos de tres pesos
nacionales i en una funda de almohada contentiva de poca ropa interior i algunos libros. El
viaje duró 24 horas. Sin conocer a nadie, allí, llegué de noche a ese puerto. Sentí hambre. Al
desembarcar oí que vendían arroz con habichuelas servidos en cartuchos de papel. Compré
uno i enseguida compré otro, pues temí que “ese manjar” se acabara pronto.

IX. En Haití
Utilicé el poco francés común que aprendí en mi casa i en el estudio de esa materia escolar.
Me hice comprender. Rogué a uno de los jóvenes que se paseaban en el muelle para que me
indicara o me llevara a una sastrería. Tuvo pena de mí i me socorrió. Después de andar durante
algunos minutos llegamos a la casa de un sastre de mediana categoría. Allí referí al Maestro
parte de mi osadía. Se apiadó de mí i me acojió en su pobre taller. Esa noche i las siguientes
dormí sobre la mesa en que se cortaban las prendas a la moda. Era una mesa larga, como el
camastro en donde intenté dormir la primera noche que me reclutaron allá en el batallón.
Al otro día el Maestro me puso a trabajar en un chaleco de dril, la pieza que yo mejor
cosía. Aunque el acabado no era igual a lo que hacía cuando abandoné mi labor en la sas-
trería de Shon John, esa primera tarea en Haití resultó aceptable. Al correr de los siguientes
días seguí cosiendo chalecos. El precio por la costura de esas piezas era mezquino, pero me
servía lo suficiente para comer.
A la semana de vivir en Jacmel aproveché una recua de mulos que iba para Port-au-
Prince. Me confiaron una cabalgadura para ese transporte, en cambio de que cuidara de las
otras bestias cargadas con café i con otras mercancías.
La luna llena alivió mis pesares durante ese largo trayecto i me hizo admirar la tristeza
extendida sobre el cementerio de Léogane, en donde la luna llena, i las tumbas, blancas
como la nieve, daban la impresión de un vecindario dormido. A pesar de mi cansancio, me
inspiré i tomé notas para después escribir estos versos:

Unas nubes, allá lejos,


se han marchado en gran derrota
i no sé si volverán.
Plenilunio! Pobres muertos,
que en las tumbas ya no sufren!
¿Hai dolores en la Luna?
Veo un cercado allá mui lejos,
un cercado viejo i mugre
que vijila a aquellos muertos.
Cuántos huesos, calladitos
bajo el mármol de esas tumbas!
Qué silencio hai bajo el cielo!

Durante el camino, el conductor de esa recua prometió llevarme a la oficina del Cónsul
Dominicano en aquella capital. Cumplió su promesa tan pronto llegamos. Allí conversé con

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HERIBERTO PIETER  |  AUTOBIOGRAFÍA

dicho funcionario. Después me presentó al Sr. Ministro Don Jean (Yancito) Henríquez. Les
referí minuciosamente el porqué i las peripecias de mi deserción i de mi viaje. Ambos me
mostraron compasión al oír mi relato. El Cónsul me llevó a una importante sastrería cuyo
dueño era dominicano. Allí me ofrecieron labores, pero yo no estaba satisfecho porque
tenía que dormir solitario en ese vasto taller i temía a los ladrones que, según me contaron
desde que llegué allí, abundaban en ese barrio. Supe que el dueño de ese negocio era mor-
finómano. Yo dormía en la planta baja i el patrón en la alta. Aunque ganaba lo suficiente
para sustentarme, busqué otra ocupación. Por casualidad, un dominicano hizo allí compra
de pantalones para su tienda de mercancías. Enseguida nos presentamos el uno al otro. No
tardé en suplicarle me indicara cualquier trabajo de tipografía o de sastrería en donde yo
pudiera estar tranquilo tanto de día como de noche. Mi recién conocido, llamado Basora,
volvió a verme para ofrecerme noticias acerca de otra ocupación: dependiente en una tienda
i almacén a donde llegaban dominicanos para vender cera de abejas i cobijas de ganados
sacrificados en nuestro país.
Esa misma tarde me llevó a “La Tete de Boeuf” (La Cabeza del Buey), un bien montado
negocio, cuyo propietario, Monsieur Antoine Audain, me recibió con amabilidad i acojió mi
oferta de ir a emplearme en su tienda.
Allí trabajé mañana, tarde i a veces de noche, cuando llegaban muchos clientes. En
los días de alguna calma yo estudiaba las materias para presentar, en cualquier colejio o
Universidad, el primer examen de Injeniería. En vista de que los cursos de Agrimensura se
hacían en dos años, escojí esa profesión porque abrigaba la esperanza de poderme graduar
en ella. Allí podría trabajar con ventaja i estudiar medicina, mi anhelo desde antes de mi
adolescencia.
Una semana después que comencé a trabajar en “La Tete de Boeuf” leí en un periódico
haitiano la triste noticia del suicidio del dueño de la sastrería en donde apenas trabajé du-
rante pocos días. ¡Qué contratiempo hubiera sido para mí, que pasaba la noche en la misma
residencia de aquel enloquecido patrón, si durmiendo yo allí, en el momento de ese funesto
percance aquello (el citado suicidio) hubiese sucedido! No siempre las situaciones infor-
tunadas se empeñan en perseguir a los desdichados. ¡A veces la Providencia nos favorece
con el regalo de algún percance que suspende o destruye el intento de algo que pudiera
aniquilarnos!
En aquellos días yo pensaba no volver a mi país. Temía que me obligaban a volver a
la milicia. En esos momentos pensaba ir a estudiar la Agrimensura a Cuba, para lo cual yo
economizaba casi todo lo que ganaba en mi laborioso empleo.
A principios del mes de septiembre mi buen amigo Augusto Chotin llegó al almacén del
Sr. Audain, acompañado de una persona que años atrás yo había visto en Santo Domingo
trabajando bajo condena judicial. Aquel era un presidiario que cumplía su sentencia rompien-
do piedras en la Cuesta del Vidrio, la que hoi es parte de la calle Duarte. Sin ser asociados
en ese corriente tráfico comercial, tales personas eran clientes de Monsier Antoine Audain.
Chotin i su acompañante vendían cobijas de reses, cera, etc., i hacían buenos negocios con
esas i otras mercancías.
Augusto no podía creer que yo estaba trabajando como peón en ese trabajo. No le
gustó verme penando en esa ruda labor, aunque le hice saber el buen trato que me daba
el propietario i su familia, sobre todo sus pequeñuelos, cuya inocencia era para mí un
regalo espiritual.

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Chotin me prometió hacer todo lo posible para evitar que, si yo regresaba a Santo Domingo,
los jefes de La Fuerza llegaran a castigarme a causa de mi deserción. Tanto insistió en su promesa
que me rendí a su propósito. Muchos años después Chotin me confirmó en una carta todo lo
que conversamos durante los momentos que pude verlo en Puerto Príncipe de Haití.

“Santo Domingo, 26 de Febrero de 1967.


Sr. Dr. Heriberto Pieter Bennett.
Querido amigo:
En uno de mis viajes de negocio a Haytí, allá por el año de 1903, regresé apenado, al dejarte traba-
jando en Puerto Príncipe en el Almacén del Sr. Antoine Audain, pesando cobijas de reses, cera de abejas,
y otros artículos. Recuerdo que me dijiste que te sentías fatigado en esa dura faena, pero que gracias a
ella, estabas economizando el pequeño sueldo que te pagaban, porque tenías la intención de trasladarte a
Cuba, para trabajar allí como tipógrafo, y, si posible, comenzar tus estudios de Medicina en ese país. Yo
te prometí conversar con nuestro amigo Lico Pérez, para conseguir que pudieras volver a nuestra patria,
sin el temor de que te hicieran ingresar de nuevo en el Batallón Ozama. En esa época, eras ya Bachiller en
Letras i Ciencias y estudiante en el Instituto Profesional. Aquí, todos tus amigos, sabíamos que desertaste
de dicho Batallón, porque en ese servicio no podías dedicarte a tus estudios profesionales, pues tus jefes
se oponían a esa aspiración que yo encontraba digna de admiración. Pocos meses después, hice otro viaje
a Haytí, y a mi regreso, te invité, para que vinieras conmigo, pues nuestro amigo Lico Pérez me aseguró
que nadie te haría reingresar en la milicia. Juntos volvimos y fue para mí de gran satisfacción, que nadie
te molestó y pudiste hacer tus estudios de Medicina. Hoy, después de salvar tantos obstáculos, te veo
con contento, glorioso y filántropo; que lo diga tu gran obra: ¡El Instituto de Oncología! Me felicito de
haberte prestado en aquella ocasión ese servicio, que con tu ciencia y fiel amistad a mí, y a mi familia,
has pagado con creces. Es tu sincero amigo, Augusto Chotin. En Alma Rosa”.
Pocos días después Augusto regresó a Santo Domingo. No tardó en volver a Puerto
Príncipe llevándome un salvoconducto firmado por mi antiguo Capitán, ya General, Lico
Pérez Sosa. Me repitió lo que aquel le dijo. En vista de esa garantía me decidí a partir para
Santo Domingo. Su compañero en el viaje anterior me ofreció montura en uno de sus mulos
de carga, a cambio de que, durante ese viaje, yo cuidara de sus otros animales. Emprendí
esas jornadas con mucho recelo, algún miedo, tanto más cuando el citado ex-prisionero, al
saber que yo llevaba encima lo que había economizado (una onza de oro) adquirida a alto
precio en una casa de cambio en Puerto Príncipe. Aquel truhán me dijo con voz paternal:
“Hai bandidos haitianos en la frontera. Conviene que me des a guardar esa moneda hasta
que lleguemos a San Cristóbal”.
Chotin oyó lo que dijo X. Me decidí a dar mi dinero a ese truhán. Jamás volví a ver dicha
moneda, mi único haber, producto de mi intensa labor en Haití.

X. Regreso a la patria
Aquel viaje fue muy penoso. Duró cuatro días, pernoctando en Hincha, i en San Juan
de la Maguana. En esta ciudad tuve la suerte de encontrar al agrimensor, mi buen condis-
cípulo Carmito Ramírez. Encima de su chamarra llevaba un revólver, un cinturón cargado
de proyectiles i un lujoso puñal. Al verlo armado de esa manera le pregunté el motivo de
tantos instrumentos para matar. Tranquilamente me contestó: “No es para hacer daño a
nadie, sino para que alguien me respete i no me perturbe la tarea que practico mientras

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HERIBERTO PIETER  |  AUTOBIOGRAFÍA

estoi midiendo terrenos que casi siempre son motivo para discusiones a veces sangrientas.
Nunca he tenido que usar estas u otras armas. Apaciguo a los turbulentos colindantes re-
comendándoles que ya tendrán tiempo para discutir en los tribunales el resultado de mis
mensuras”. A pesar de que aprobé ese modo de evitar trifulcas, casi siempre sangrientas, en
ese mismo momento juré que yo no sería agrimensor, pues jamás he pensado usar armas de
ninguna especie para herir o matar a nadie, aunque pase hambre.
Antes de proseguir en el camino para llegar a San Cristóbal, vía Azua i Baní, ya yo ha-
bía afirmado la arriesgada decisión de ir a la Capital i comenzar allí mis estudios para ser
Médico.
Al llegar a San Cristóbal vi lágrimas de regocijo. Mi madre no podía creer que yo había
regresado a la República. Apenas estuve allí durante tres días.
Como antes, fui a vivir en casa de mi adorada abuelita, encantada al verme, aunque
desmejorada, cuando creía que jamás volvería a verme.
Al otro día fui a La Fortaleza para dar gracias a mi protector Lico Pérez, quien me repitió
lo que había dicho a Chotin con respecto a mi regreso a la República.
Durante la noche anterior resolví volver a trabajar como cajista, en cualquier tipogra-
fía. Ya había abandonado la idea de estudiar Agrimensura. Esta última decisión la adopté
cuando regresaba de Haití.
No tardé en ir a la imprenta en donde se editaba un diario: Oiga. Su dueño era un vene-
zolano expatriado por asuntos políticos, Guillermo Egea Mier. El Jerente de dicho taller era
mi viejo i fiel amigo Narciso Félix, miembro de una familia relacionada con la mía i cuyos
nexos, a pesar de las defunciones ocurridas en ambas familias, nuestra amistad continúa
cada día más sincera.
Esa imprenta funcionaba frente a donde hoi se edita El Caribe, no lejos de la Fortaleza
que fue mi calvario militar. Ni oficiales, ni otros allí, se atrevieron a molestarme. Sin duda
que la intervención del Jral. Lico Pérez les había hecho saber tanto la razón de mi reiterada i
definitiva renuncia a la milicia, como mi inculpabilidad en el ya descrito saqueo perpetrado
por forajidos que violaron la caja fuerte donde yo también perdí algún dinero i casi todos
los libros de mi escasa biblioteca.
En la tipografía de Oiga trabajé con la consideración de los propietarios, a pesar de que
mi labor era ruda, aunque placentera. A las nueve de la mañana, durante toda la semana,
comenzaba mi tarea de tipógrafo i la terminaba a las dos de la tarde. Cuando el personal
se ausentaba para ir a comer, me complacía en llenar los vacíos que se presentaban cuando
se carecía de orijinales para llenar las planas noticiarias de ese diario. Yo escribía sin soltar
los componedores. Era una costumbre que adquirí desde mis primeros años de aprendizaje
en los talleres de Maggiolo. También laboré en El Eco de la Opinión, en el Listín Diario, El
Imparcial, etc. Casi toda mi producción literaria, i mis comentarios científicos, eran gratuitos.
Jamás, como hasta hoi, me interesé acerca de asuntos políticos, ni licenciosos. No firmaba
con mi nombre, sino con los pseudónimos Zeuxis, Sully-Berger, o con las iniciales S.B. Los
recortes de esas publicaciones desaparecieron de mi archivo cuando el ciclón de Trujillo (3 de
septiembre, 1930) arrasó nuestro domicilio i causó gran daño personal a mi hija Carmelita.
Apenas pudimos salvar algo de nuestras pertenencias.
Durante los meses que trabajé bajo la maestría de D. Narciso Félix comencé el curso del
primer año de Medicina. Desde las tres o cuatro de la tarde hasta casi la media noche me
dediqué a esos difíciles estudios. A veces iba a visitar al Dr. Fernando Arturo Defilló. Él me

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facilitaba la mayor parte de los libros indispensables para estudiar esas materias. Gracias a
mi preparación escolar para profundizarlas, a los consejos de ese mui instruido galeno i a
mis estudios prácticos, pude comprender mucho de lo que necesitaba para orientarme. Cé-
sar Penson i yo usábamos utensilios que aún existían en el Laboratorio del Colejio San Luis
Gonzaga. También íbamos al Matadero Municipal, frente al Fuerte de San Jil para examinar
piezas de los animales sacrificados para el expendio.
En esos meses hubo otro conflicto armado entre las dos facciones que se disputaban el
Poder; los bolos i los coludos. El sitio militar i la rendición de la ciudad de San Pedro de
Macorís causó muchas bajas allí. Los horacistas fueron vencedores en esa contienda. Una
treintena de cadáveres se trajeron a la Capital. Gran cantidad de heridos no tenían suficiente
asistencia médica en el Hospital “San Antonio” de aquel Macorís.

XI. Practicante en medicina


Con el objeto de comenzar a practicar los primeros conocimientos de la Cirujía, decidí
embarcarme para aquella ciudad. Elio Fiallo, estudiante de medicina, me escribió diciéndome
que tal vez podría yo obtener buena paga como auxiliar de médicos en dicho hospital.
Pedí a Narciso Félix que me reservara mi puesto en la imprenta mientras durase mi
ausencia en S. P. de Macorís. Yo tenía necesidad de aumentar lo poco que ganaba en “Oiga”.
Esa mezquindad no era suficiente para pagar mi inscripción en el examen en el primer año
de la Facultad de Medicina. El dinero que yo obtenía allí, en la imprenta, no era suficiente
para ese fin.
Una noche me embarqué en un balandro. Fue mi segundo viaje sobre el mar. Sufrí
un intenso mareo. Los marineros me encerraron en un “camarote” parecido a un ataúd.
Allí permanecí sepultado, vivo, hasta que pude desembarcar sin ánimo, pero con muchas
ganas de comer. Recojí mi mochila i mis libros i me dirijí con ellos al referido hospital “San
Antonio”. Allí encontré a Elio Fiallo. Enseguida me llevó a la Gobernación para pedir al
Jral. Guayubín que me diera trabajo en el citado hospicio. Ese Jefe me miró i me habló con
desprecio i altanería, pero, al fin, me concedió lo que yo aspiraba. Di gracias a Elio por su
intervención en ese trance. Regresamos al Hospital i me pusieron a trabajar en medio del
alboroto i la inmundicia que imperaban en aquella mansión misericordiosamente sostenida
por los donativos que recibía el Padre Luciani i la misericordia de otros filántropos en los
injenios de azúcar ubicados cerca o lejos de esa ciudad.
Allí trabajé durante todas las mañanas, de las seis a las doce de cada día. En las tardes,
haciendo otra tarea, gané algunos pesos en la imprenta de la Familia Chalas. I en las noches
i madrugadas repasaba las lecciones correspondientes al primer Curso de Medicina, las que
yo iba a presentar en el referido Instituto Profesional.
Cuando me consideré preparado para esos exámenes dije adiós a mi tío Pedro Bennett
i a su familia, quienes me dieron pensión en su domicilio. Sin regatearles ni un centavo, les
pagué lo que me cobraron. Me trataron como si yo hubiese sido desconocido para ellos… Al
correr de mis años gordos tuve satisfacción en socorrerlos cuando merecían alguna ayuda
monetaria, profesional u otro servicio de la misma especie.
Entonces regresé satisfecho a mi ciudad natal. En esa travesía presté servicios médicos
a soldados heridos. Entre ellos había sujetos que yo había asistido en el Hospital “San
Antonio”.

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HERIBERTO PIETER  |  AUTOBIOGRAFÍA

Regreso a la Capital
Volví a trabajar en Oiga. En la tarde del 16 de mayo de 1904 sufrí las pruebas del primer
curso de Medicina, las que tenía bien preparadas. El Dr. Rodolfo Coiscou fue el presidente
del Jurado. Cuando los profesores se reunieron para calificar las notas de esa prueba vi al
Rector Tejera agregarse a esa Junta. A pesar de esa intromisión, obtuve “sobresaliente” en
todas las materias. Esa noche dormí más tranquilo que nunca, satisfecho de mí mismo i
agradecido del Dr. Defilló, que tanto aliento me dio para que yo triunfara en mi primera
prueba para llegar a ser médico.
Esa alta calificación facilitó para que me nombraran interno en el Hospital Militar, situado
al lado de la Fortaleza. Mis nuevas ocupaciones me obligaron a renunciar mis labores en la
imprenta Oiga, aunque no dejé de visitar allí a D. Narciso Félix, mi maestro en el oficio de
tipografía.
Algunas semanas después el Sr. Félix, en nombre de su esposa, me ofreció trabajo en
la escuela semi-intermedia dirijida por su competente compañera. Acepté esa distinción
al mismo tiempo que iba a desempeñar iguales funciones en el Colejio de la señorita Rosa
Emilia Suncar, mi vecina cuando yo era niño.
Tuve la suerte de distribuir mi tiempo entre mis obligaciones en el Hospital, mis intensas
horas de estudios teóricos i prácticos, así como en mis ocupaciones en los citados planteles
escolares que ayudaban a cubrir mi sustento, el de mi madre i el de mis hermanos. Así, re-
cargado con esas labores, pude quemar las etapas impuestas a los estudiantes libres inscritos
en casi todas las Facultades de Medicina. El 17 de diciembre del mismo año (1904) gané la
nota Bueno en todas las materias del segundo examen profesional.
El 26 de julio de 1905 alcancé otro récord al presentar mis pruebas en las asignaturas del
tercer año de Medicina. En ellas obtuve la misma calificación: Bueno.
Debido al miedo que infundía el Gobierno a varios de mis condiscípulos, tuve necesidad
de aceptar el nombramiento que me impuso el Presidente de la República. Así fue como, a
regañadientes, ocupé el puesto de Director de la Escuela Secundaria, para varones, en la ciu-
dad de Barahona. El Licdo. Pelegrín Castillo, a la sazón Ministro de Instrucción Pública en el
Gobierno del Jral. Carlos F. Morales, me escojió para ese destino. Dos razones me obligaron a
aceptarlo: el miedo que teníamos a dicho Presidente i el temor que si no cumplía con esa extraña
designación podría ocasionarme no sólo el despido de mi empleo en el Hospital Militar, sino
que también alguna que otra dificultad política inconveniente para mi carrera de estudiante
felizmente acelerada en mis estudios escolares. El réjimen del ex-sacerdote, Jral. Morales, no
era nada propicio para nosotros, los estudiosos. Le temíamos, especialmente después del
fusilamiento del joven Guillaux, cometido dentro del cementerio de esta ciudad. El fusilado
era amigo mío i de toda mi familia, aliada con la sincera amistad de los Jansen-Frías, nuestros
íntimos vecinos desde el año 1884. Si yo no hubiera aceptado ese extraño empleo, probable-
mente algo desagradable me hubiese sucedido o cuando menos, me hubieran calificado en
las filas de los opositores de ese réjimen, que, afortunadamente duró pocos meses.

Destino a Barahona
Me condujeron, pues, a Barahona, en viaje especial, a bordo del crucero nacional “Res-
tauración”.
Al llegar allí comencé a organizar el casón destinado a la escuela que me habían de-
signado. Poco después abrí las escolares. Todos mis discípulos eran varones, hijos de jente

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importante en aquel pueblo. Introduje una novedad que fue placentera para aquellos niños:
coreografía, un himno escolar cuya letra y música me atreví a crear (¡!). Felizmente, dicha
composición no osó salir de aquel recinto.
A pesar de mi inconformidad por estar lejos de mis estudios, de mis viejas amistades,
de mis tareas hospitalarias i de mis familiares, comencé a adquirir nuevos afectos, entre los
cuales figuraban el acucioso farmacéutico, Licdo. D. Eduardo Schack, el Dr. Francisco Gon-
zález, los Suero, los Deñó, etc. Apenas transcurrieron pocas semanas cuando estalló allí un
fuerte tiroteo que duró más de una hora. Aquel sangriento espectáculo causó varios muertos
i numerosos heridos. Los amigos de un jefe barahonero, Candelario de la Rosa, enemigo del
Gobierno, lo libertaron de la prisión militar en donde estaba preso. Lo llevaron a la manigua.
Eran las once de la mañana, el momento en que me disponía a terminar mi tarea matutina.
Enseguida después de entregar mis alumnos a quienes fueron a buscarlos, (familiares i
amigos), salí a la calle para curar a heridos en esa lucha. Cinco de ellos ya habían muerto.
El pueblo, alborotado, corría de un lado para otro, buscando a seres queridos.
Después de auxiliar a varios lesionados, decidí renunciar el cargo que con malas ganas
yo estaba desempeñando. Fui al puerto. Allí divisé una goleta fondeada. Me dijeron que esa
embarcación debía hacer viaje para la capital.
No perdí tiempo. Busqué mis ropas que di a lavar, recojí libros i otras pertenencias i
llevé todo eso al puerto. Hice señales para que me llevasen a dicho buque. Al subir en esa
nave, saludé al Capitán. Era Didí, un curazoleño, antiguo compatriota i amigo de mi padre.
Ese experto marinero me comunicó que partiría para la Capital a media noche del siguiente
día. Me reservó pasaje en su goleta.
Nadie más supo de los preparativos que yo estaba urdiendo.
Al otro día, temprano, llegó a Barahona el mismo crucero que me llevó allí. Conducía
un refuerzo de tropas bajo el mando de Wenceslao (Laíto, o Vencito, alias Marqués de Ba-
rahona), uno de mis conocidos en Santo Domingo. Como ese vapor “Independencia” debía
volver enseguida a la Capital, lo escojí para regresar aquí. Vencito me concedió pasaje en
el referido vapor.
Aquel fue un viaje borrascoso. Mis familiares i amigos aprobaron mi retorno de aquella
rejión, siempre guerrera i peligrosa para aquellos que, como yo, no gustaban de la política
gubernamental. Al regresar a la Capital conversé i me disculpé con el Licdo. Pelegrín Cas-
tillo. Le expliqué el motivo de la renuncia de mi profesorado en Barahona. El Sr. Ministro
quedó conforme con mi disculpas.
Enseguida recuperé el empleo en el Hospital Militar, i volví a ocupar mis puestos en los
planteles escolares ya mencionados anteriormente.
Continué estudiando con asiduidad con el fin de presentar en el Instituto el cuarto año
de mis estudios. Aumentó mi fatiga cuando estuve forzado a explicar clases en español a
unos jóvenes libaneses educados en idioma francés i recomendados a mí por la familia de
mi amigo i condiscípulo Antonio Elmúdesi, cuya amistad aún me es grata.
El 21 de diciembre de 1905 presenté examen en las asignaturas del cuarto curso de
Medicina. Supongo que a causa de las vicisitudes e interrupciones sufridas durante mi
corta estancia en Barahona, lejos de mi medio estudiantil, obtuve, por primera vez, la
nota Suficiente.
Después de esa desagradable nota era ya tiempo de gozar de algún reposo intelectual,
cuyo sosiego no duró sino en las semanas de Navidades i Año Nuevo. Durante ese asueto

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HERIBERTO PIETER  |  AUTOBIOGRAFÍA

para mí, los hermanos Creales, César Penson, Ricardo Sánchez, Zabetta i Juan José Sánchez,
de El Seibo, nos reunimos en una extraña i loca sesión navideña para comprometernos, cada
uno, en conseguir novia a toda costa. Días después nos dimos cuenta de los atolondrados
resultados de ese juramento. La premura a que nos obligó a esa inopinada resolución no
siempre produjo felicidad. Aquí cierro el capítulo de lo ocurrido a mí i a otros jóvenes per-
judicados por la inexperiencia de la inmadura juventud i por actos impacientes, ocurridos
en los momentos que necesitan cautela no sólo durante los años mozos sino que también
en el curso de la vida.

XII. Estudiante de término


Cuando emprendí los estudios del último curso de Medicina tuve la buena suerte de
obtener, como compañeros, a Luis Eduardo Aybar i Abel González, ambos excelentes amigos
míos i aventajados discípulos de los catedráticos Dres. Defilló, Salvador B. Gautier, Ramón
Báez, Rodolfo Coiscou, José Dolores Alfonseca, el Licdo. D. Joaquín Obregón, etc.
El 23 de julio de 1906 presenté el quinto curso, la última de mis materias clínicas i otras
asignaturas en ese programa. Me las aceptaron con la nota de Bueno, i me felicitaron con
visible satisfacción. El Rector D. Apolinar Tejera se acercó a mí i se brindó para ayudarme
en el proceso de la preparación de mi tesis. Desde hacía meses esa ayuda ya estaba com-
prometida bajo la amable i competente tutela de uno de mis protectores i alentadores, el
Prof. Coiscou.
En esos días había llegado a Santo Domingo un médico francés, el Dr. Charles Perrot,
recién graduado en la Facultad de París. Vino acompañado de su Sra. madre, sin intenciones
de ejercer aquí su profesión. Uno de sus amigos tuvo la amabilidad de presentarme a ese
galeno con quien trabé estrecha amistad. Me atreví a invitarle para que conociera nuestro
Hospital Militar. Aceptó con agrado. Le mostré lo menos miserable de ese retrasado noso-
comio. Se interesó en ver la sala de operaciones i las de enfermos de toda clase, operados o
no. Pedí permiso al Dr. Defilló para que mi nuevo conocido pudiera asistir a las tareas de
ese establecimiento i, si posible, pudieran autorizarle a practicar algunas de las operaciones
quirúrjicas siempre que yo le acompañara en esa labor. El director de allí aprobó esa petición.
En el curso de nueve interesantes intervenciones de alta cirujía, nuestro huésped me adiestró
en ellas, i por primera vez pude aprender mucho de lo que nunca me habían enseñado. Yo
siempre deseé ser cirujano, pero mis maestros en esa materia no permitían efectuar sino
simples intervenciones de cirujía.
Acompañado de César Penson i de Ervido Creales, mis compañeros de estudios galé-
nicos de cuando en cuando llevábamos perros envenenados al traspatio de la carpintería
de Albencí Binet, calle 19 de Marzo, (antes El Tapado) n.o 54, i allí nos desquitábamos de la
penuria de ver o de practicar tareas quirúrjicas. Esa osadía, además de lo aprendido con el
Dr. Perrot, fue la base de las afortunadas intervenciones que hube de practicar en los pueblos
en donde ejercí durante los primeros años de mi vida profesional. Cuando hice mis estudios
de médico en la Facultad de Medicina de París, ya yo estaba preparado para comprender
lo que aprendí en los cursos especiales de cirujía ordinaria que seguí bajo la dirección de
buenos cirujanos en aquella urbe.
Recordando lo que me aconteció después de haber alcanzado buena calificación en mis
exámenes de quinto curso de Medicina, volví a tropezar con la malquerencia del Rector

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Tejera, debo referir el aumento de la mala voluntad que éste no dejaba de expresarme. Supo
que recientemente yo había emprendido una necropsia parcial (torácica) en un sujeto tu-
berculoso, acción que, a su parecer, era un sacrilejio (¡!). Con esa extraña i violenta opinión
¿debía yo correr el riesgo de someter los orijinales de mi tesis de graduación a ese renco-
roso obispo? Definitivamente resolví que el afable profesor mío, Dr. Coiscou me ayudara a
terminar mi tesis.
En la mañana del día siguiente, lunes, mi compañero Elio interrumpió la urjente sutura
en la piel que yo hacía a un herido. Mostrándome la lista de los números que ganaron en ese
sorteo de la lotería de Beneficencia, vi, asombrado e incrédulo, que mi suerte, ¡cosa extraña!
me había favorecido con trescientos pesos, la mitad del segundo premio del sorteo en el cual
aventuré casi todo mi mezquino haber. Terminé las suturas que yo ejecutaba, no sin haber
sudado la gota gorda producida por mi espanto. Frente a mí desfilaron el costo por editar mi
tesis, el de la indumentaria para asistir a mi posible graduación i las indispensables dilijencias
de viaje i de instalación en donde pensaba dar comienzo a mi ejercicio profesional.
No esperé largo rato sin ir a la imprenta “Flor del Ozama”, cerca del hospital, para
solicitar del dueño, Señor Vélez, permitiera, por poco precio, que yo mismo compusiera e
imprimiera en su taller el texto de la tesis.
Ese propietario no me conocía personalmente, pero como allí trabajaba Virjilio Montal-
vo, mi compañero en las cajas tipográficas de otras empresas, insinué al Señor Vélez que
preguntara al rejente de esa imprenta si era cierto lo que yo decía i factible lo que estaba
suplicándole. Enseguida llamó a mi amigo, i después de un rato volvió complaciendo mi
demanda. ¡Nunca podré olvidar la tan oportuna benevolencia del Sr. Vélez! Mi buena fortuna
de ese día no pudo ofrecerme mejor regalo.
Al principio del siguiente octubre ya mi tesis estaba impresa con su portada a dos tintas
i mi nombre rodeado de la aspiración que desde adolescente yo ambicionaba.
El pedido de ropa que hice al “Bon Marché”, de París, me sorprendió con la prontitud
de su llegada. La calidad i las pruebas de esas piezas fueron conforme a las medidas que
envié. En fin, todo sucedió exacto con mi deseo.
Discutí mi tesis a las 4 de la tarde del 20 de octubre del año 1906. Por temor, no por ha-
lago, la dediqué también al Sr. Rector Tejera, mi injusto enemigo, (quien desde mis primeras
pruebas del bachillerato juró que mientras él ocupara puesto en el Instituto Profesional de
la República Dominicana, él, Apolinar Tejera, se opondría a que militares i estudiantes de
la raza negra obtuvieran permiso para ejercer ninguna profesión universitaria en nuestro
país); el fantasma sacerdotal que siempre me fue hostil, se opuso, invariable a que el Jurado
aceptase mi trabajo. Esa sin igual actitud levantó reñida protesta en el Jurado. Al final de unas
palabras, el Reverendo (?) Obispo abandonó la sala. Me aceptaron con buena nota i todos
los allí presentes me felicitaron con efusión. Uno de mis jueces, el Dr. Alfonseca, pronunció
ex-cátedra algunas palabras que me hicieron lagrimar durante breves minutos. ¡Al fin! subí
hasta la meta de mis estudios en mi propia tierra. Esa tarde abrí, anchas, las puertas por don-
de entraron i salieron triunfantes otros ex-militares i todos los dominicanos o extranjeros de
cualquier raza que, después de mí, alcanzaron i siguen conquistando diplomas académicos
para honra de ellos mismos i de mi amado país.
Cuando terminó la cálida ceremonia de la investidura conduje a los amigos hasta mi
domicilio, en casa de mi abuela. Todos la felicitaron. Allí tomamos café i al terminar ese
jubiloso ágape les invité a continuar celebrando mi graduación en “El Vaticano”, bajo la

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induljencia de nuestro Papa, Don Luis Garboso. Allí comimos el invariable menú: palomas
i plátano verde frito, empujados por el sabroso jenjibre, sello de la excelencia de esa rústica
taberna.
Testigo de tal cena fue un viejo mulato, Maestro Carpintero, llamado Llaverías. Era el
mismo tipo amargado por su inercia que una vez, al ver que llevaba bajo el brazo un volu-
minoso libro de Medicina, me increpó de esta manera: “Pieter, deja esos libros, que puedes
volverte loco. ¿Quién ha visto un negro ser doctor?” I como yo continué charlando con mis
compañeros sin contestarle, me gritó: “Deja esa pretensión i ven a mi taller. Te enseñaré a
hacer bateas i ataúdes. Los de tu raza nunca llegan a aprender lo que tú deseas estudiar”.
Mis amigos en ese regocijo, que desde años tenían noticias de los desafueros de aquel Llave-
rías, gritaron al carpintero: “Aquí tienes al loco. Ya es doctor i es el primer negrito que gana
aquí ese diploma. Ven a brindar con nosotros”. I así, empinando todos un vaso de cerveza,
terminó aquella escena, la que, gracias a la urbanidad de nuestro grupo, dio una lección
de buen vivir a aquel frustrado obrero. Años después, cuando por segunda vez llegué de
París, con mi diploma profesional de aquella facultad, volví a ver a Llaverías, esta vez como
médico consultante al borde de una cama, en el hospital de la “Beneficencia”, único hospicio
público en esta ciudad. Al verme, el triste enfermo de cáncer gástrico inoperable, comenzó
a llorar no sólo a causa de su quebranto, sino por remordimiento de lo sucedido cuando se
burló de mí i me aconsejó que no estudiara, porque corría el riesgo de que me internaran en
El Manicomio. Esa dolorosa remembranza fue interrumpida por la caridad de un sacerdote
que en ese momento llevó la extrema-unción a este sujeto arrepentido de haber expresado,
como otros ineptos, tan errónea predicción.
Desde el día siguiente me apresuré a conseguir mi diploma i el exequátur que me auto-
rizaban a ejercer mi profesión. Entretanto, me dediqué a estudiar la posibilidad de comenzar
a ejercer la profesión, no en la ciudad en donde nací, me crié i soporté tanta miseria moral i
material, pero también en cuyo ambiente progresaron i se cristalizaron las ambiciones que
desde niño formaron la estructura de mis aspiraciones. Ni un sólo momento intenté dar co-
mienzo para radicarme en esta ciudad: el velado desprecio i la ambición de algunos de mis
profesores obligaba a los médicos principiantes para que abandonaran la plaza comercial
en donde se hicieron dueños de la clientela que les pagaban con mucho dinero.
Dediqué una noche entera a escojer el sitio para iniciar, sin trabas, el ejercicio de mis
próximas labores. En un extenso mapa de nuestro país examiné de norte a sur i de este a
oeste todas las provincias i comunes que estaban en condiciones de ofrecerme continua
labor i buena clientela. No sé a ciencia cierta, por qué preferí ir a aventurar en Juana Núñez
(hoi Salcedo), una pequeña aldea enclavada en el corazón del Cibao. Yo había oído hablar
sobre la riqueza de aquella pequeña comarca i de la afabilidad de sus habitantes. Consulté
con mi querido maestro i amigo el Licdo. José Dolores Alfonseca, quien conocía a algunas
personas de aquella rejión. Chuchú, como afectuosamente le decíamos, me recomendó a
un amigo suyo i compañero en el partido político del Jral. Horacio Vásquez. Esa persona se
llamaba Pascasio Toribio, hombre de armas tomar, buen ciudadano, competente en la agri-
cultura del cacao i –sobre todo– buen padre de familia i excelente amigo de Alfonseca. Este
afectuoso colega mío me dio una carta abierta para entregar a su compadre Jeneral Pascasio
Toribio. Entre paréntesis, estoi obligado a escribir aquí algo sobre una de las más profundas
amistades que me vi obligado a cultivar hasta que ocurrió el inesperado fallecimiento de
mi buen amigo, el Dr. Alfonseca. Él i yo continuamos gozando de recíproco cariño durante

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el ejercicio de nuestra profesión en pueblos aldeas i campos, en las aulas de la Facultad de


Medicina de París i en donde quiera que la buena suerte nos juntó. Fuimos compadres de
sacramento. Le aconsejé, le supliqué que abandonara la suciedad de la política en nuestro
amado país. La noticia del fallecimiento de mi compadre Chuchú, en Puerto Rico, me causó
sincera aflicción. En el acto de su sepelio cargué el cadáver. En esa época trujillista era peli-
groso haberlo hecho. Su memoria luce imperecedera.

Viaje a Juana Núñez


Después de disponer lo necesario para viajar a aquella casi desconocida común cibaeña
i proveer de algún dinero a mi madre i a mi abuela, me embarqué en uno de los vapores
que desembarcaban pasajeros en el norte del país. Cuatro días después puse los pies en el
muelle de un rico villorrio llamado Sánchez, i al otro día viajé en el tren interdiario que hacía
servicio en la línea Sánchez-La Vega, con un ramal que unía esa vía con San Francisco de
Macorís, en donde llegué cansado, casi hambriento, llevando a mano mi única maleta con
ropa de trabajo, el traje que usé en la tarde de mi investidura profesional, i un paquete con-
tentivo de pocos instrumentos quirúrjicos comprados a mi antiguo condiscípulo el dentista
Diójenes Mieses, quien tuvo la confianza de vendérmelos no al contado, sino pagándole
como yo pudiera hacerlo.
En San Fco. de Macorís llovía a cántaros. Allí encontré a un bien instruido farmacéu-
tico que conocí en la capital cuando él cursaba sus estudios profesionales i quien después,
durante años i años hasta que falleció en Santo Domingo, fue buen amigo mío, el Licdo. D.
Carlos Fernando de Moya, casado con Doña Hortensia Sánchez, una bien conocida profesora
capitaleña. Competente farmacéutico, Moyita ejercía su profesión en aquella cabecera de
provincia. Insistió en que yo me estableciera allí, pero como yo tenía arraigada la intención
de ir a trabajar a Juana Núñez (hoi Salcedo), alquilé un caballo flaco i poco a poco, solo,
bajo incesante lluvia e ignorante de caminos i veredas, llegué a las 4 p.m. al poblado que
Alfonseca me recomendó i al que yo, tozudamente, había escojido para comenzar las tareas
que, a pesar de mi edad, (88 años) desempeño con el deber i el entusiasmo que siempre me
ha animado.
Cuando arribé a Juana Núñez, pregunté en dónde residía el Jral. Toribio. Me contestaron
que si era para algo urjente fuera a buscarlo en la iglesia, en donde él asistía a un entierro.
Até mi caballo a una argolla cerca del templo i esperé que terminara la ceremonia. Acompañé
al cortejo fúnebre. Me señalaron a quien yo buscaba. I en el trayecto de la enlodada senda
del cementerio le di la carta que su compadre Chuchú Alfonseca escribió recomendándome
a él. Cuando este la leyó dijo a un muchacho que me llevara a la farmacia de un italiano,
Don Juan Rossi. Allá fuimos. Como yo era un extraño entre tanta jente que no conocía, me
avergoncé de haber figurado en esa escena. Casi todos los asistentes a ese sepelio, inclusive
el Jral. Toribio, me miraban con alguna curiosidad. El cadáver que conducían al cementerio
era el de la esposa de D. Juan Abreu. Esta dama había dejado huérfana a una numerosa prole
que hasta después de muchos años, fueron mis clientes.
Un jovenzuelo, por su parte, fue a buscar mi montura. Transitamos en el lodo ocasionado
por las lluvias de ese día. Así llegamos a donde Toribio me había dirijido.
El anciano farmacéutico, que iba a ser mi respetado amigo e introductor en esa aldea de
Salcedo, me recibió con extrañeza, pero con buenos modales, al saber que yo era un médico
que pensaba establecerme allí. Después de presentarme a su cuñada Polita, –que al correr

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de los años tuvo orgullo de llegar a ser tía segunda de un tristemente célebre fantoche
universal llamado Rubí–, me acomodaron, me dieron de comer i acondicionaron al pobre
animal que me cargó durante ese viaje. Al anochecer el Jral. Toribio llegó a la farmacia.
Allí hablamos largo. I al despedirse de nosotros me dijo que nos veríamos al día siguiente
antes de un viaje que tenía preparado para ir a Moca. Dormí en la botica sobre un catre no
mui cómodo, casi igual al que yo ocupaba cuando era practicante en el Hospital Militar
de Santo Domingo.
Al otro día, entre el Dr. Rossi y Toribio me llevaron a ver una casa vacía cerca de la
botica. La alquilé. Una familia vecina me facilitó algunos muebles. Yo seguía comiendo en
la farmacia. Así di comienzo a mis primeros atareos profesionales en Juana Núñez.
—Había allí otra farmacia. Al saber que un médico recién llegado a ejercer en ese pueblo,
el dueño de ese establecimiento, un martiniqueño (o guadalupeño) llamado Alberto Pillier,
ex-practicante de Medicina en un rejimiento colonial francés, se apresuró a visitarme para
ofrecerme sus servicios en la confección de mis recetas. Pero no me manifestó que también
era uno de los tantos curanderos que atendían a los enfermos en esos lares. Un joven de
apellido Calventi, le preparaba los remedios que indicaba a sus clientes. Esa visita no fue
agradable para el Dr. Rossi, quien me puso en guardia contra los curanderos i demás tra-
ficantes con pacientes en esa aldea i sus contornos, desde cerca de La Vega i otros campos
aledaños.
Semanas después llegó allí un santiagueño, de apellido Pons, que fabricaba baúles i
maletas de madera forradas con hojalata, i casi enseguida, al saber que yo era médico, me
visitó para decirme que él ya había hecho un pedido de medicinas para ofrecerlas a mis
clientes.
Como era natural entre boticarios, se orijinó un pujilato comercial tan violento i tan
peligroso para mis primeros enfermos i para mí mismo, que resolví pedir algunas drogas al
Licdo. de Moya, en San Fco. de Macorís, i preparar yo mismo, lo que era menester. Tal era
–i continúa siendo– la costumbre en todo el Cibao, cuya práctica también se ha implantado
en muchos consultorios de nuestra profesión.
A pesar de haber tomado esa providencia, tres contrincantes en ese negocio no pertur-
baron mis tareas. Sus respectivos familiares acudían a mí para consultar sus achaques, que
no eran pocos ni recientes. Salvé de la muerte a la esposa de Pillier, quien agradecido por
ello, me llevaba sus propios parroquianos.
Entre los nuevos amigos que gané allá figuran, el Rev. Padre Bornia, ilustrado sacerdote,
mimado de su grei. Su espíritu caritativo siempre presto para dar la consolación cuando
sufrían duelos, otros percances i alegría en los momentos de júbilo social durante las fiestas
patronales de su feligresía.

Primeros amigos en Juana Núñez


Varios caballeros de ese villorrio i sus alrededores no sabían cómo endulzar mi soledad.
Debo nombrar entre otros a D. Panchito Ariza, a Ney Ortega, a Dimas Santana, a los Almán-
zar, a los González, los Forestieri, a Don Antonio Delgado, afamado curandero, al anciano
patriarca Don Florencio Amaro, viejo morador en el predio de Las Canas, en la orilla de ese
paraíso. A propósito de este último señor, aún recuerdo el primer triunfo profesional que
alcancé allí: Don Pancho Ariza fue informado de la gravedad en la salud de D. Florencio, que
padecía según le dijeron, de mal de orina. Como aquel era uno de los mejores amigos suyos,

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fue a verlo en su hogar. Lo encontró rezando el credo, como si ya estuviera en trance de


agonía. Hacía cuatro o más días que el enfermo no podía orinar, no obstante los remedios
que le propinaban familiares suyos, Alberto Pillier i hasta los de un médico capitaleño que
moraba en Moca. Nada lo mejoraba. Un becerro berreaba en el cercado esperando la muerte
de su amo para recibir la total cuchillada. Ariza suplicó a los Amaro que me llamara, por-
que el tenía tanta fe en que tal vez yo podía salvar a su viejo amigo. Poco después llegué
allá, examiné al paciente durante largos minutos hasta que pude diagnosticar hipertrofia
prostática con oclusión i retención vesical cuyo volumen subía hasta el ombligo. Además,
ya se sentía un fuerte olor amoniacal en la respiración de ese anciano. Era mi primer caso
de esa especie en ese pueblo. No tardé en ir a mi residencia al lado de las Regalado, para,
sin demora, volver a Las Canas con dos simples sondas semiblandas, llamadas muletas, un
par de pinzas de Péan, algodón hidrófilo, vaselina esterilizada, un desinfectante i la firme
esperanza de no fracasar en medio de tanta jente i amigos del ya conceptuado moribundo.
La primera sonda muleta penetró sin ninguna dificultad. La vejiga comenzó a vaciarse
con rapidez hasta que aminoré el chorro de orinas deprimiendo suavemente la pared de
la sonda, tal como me había instruido mi amado maestro el Dr. Defilló. Un galón i medio
de orinas se obtuvo en esa maniobra, que duró más de doce horas para que la vejiga que-
dara casi vacía. Ciertamente que aquel fue mi primer triunfo, alcanzado sin dilación i con
simple trabajo. Volví a mi morada. Cuando regresé a ver cómo D. Florencio había pasado
la noche, lo encontré sentado en su hamaca charlando con numerosas visitas que llegaron,
encantados i asombrados por la gran mejoría de quien habían visto sufrir en su arriesgado
percance. Al salir del bohío oí la voz de un mal vestido sujeto que suavemente me insulta-
ba con estas frases: ¡Ese maidito negro acabó con los velorios! Subí a un caballo que un peón
me presentó diciéndome: Dottoi, no jaga caso, quese tipo tá peidiendo el juicio. Gracia a uté, mi
padrino no se murió.

XIII. Recuerdos de mi primer éxito


Hace más de medio siglo que esas voces me instruyeron acerca del placer que siente un
estudioso galeno cuando ha podido vencer a la muerte i perdonar a los vivos que, en salud
o con demencia, en vano intentan causarle daño o destruir el brillo de nuestros continuos
desvelos por derrotar a la desgracia.
Los del pueblo i los de casi todos los rincones de la común de Juana Núñez (re-bauti-
zada Salcedo) oyeron referir el buen éxito que obtuve en el tratamiento de Don Florencio,
hombre bien querido allí i más allá de ese pueblo que en aquel entonces era un oasis de
familiaridad i de ventura. Mi clientela aumentó de tal modo que apenas podía darle abasto.
Entonces, cuando durante una semana no tuve que asistir a ningún enfermo grave, apro-
veché para ir a conocer el lejano pueblo de Matanzas. El Padre Bornia me hizo el favor de
proporcionarme la compañía de un ahijado suyo llamado Emiliano. Emprendimos viaje
por caminos encantadores, regados por ríos i arroyos algo peligrosos: Cuaba, Nagua i sus
numerosos afluentes. En un paraje (El Factor), antes de llegar a Matanzas, Emiliano, al oír
que allí había un enfermo grave, me rogó que fuéramos a ver si eso era verdad. Llegamos
a verlo. Era un anciano que desde hacía unos días decían que sufría con grave quebranto
bronquial. Le indiqué lo necesario i, al notar que no había tal gravedad, partimos para
nuestro destino.

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HERIBERTO PIETER  |  AUTOBIOGRAFÍA

En Matanzas yo no conocía sino al jefe del lugar, un señor de apellido Florimón, quien
me acomodó alojamiento en el hogar de un amigo suyo llamado Don Ney.
No transcurrió apenas medio día cuando tres personas fueron a buscarme para recetar
a una mujer atacada dizque de tétanos, adquirido, según ellos, por haberse bañado en agua
fría después de haber planchado ropa. La examiné detenidamente. No tenía fiebre ni otros
síntomas del quebranto que me habían dicho, aunque sí noté que presentaba alguna rijidez
en la musculatura del cuello, en los muslos i en las piernas.
También me informaron de una desavenencia que en la mañana de ese día esa mujer había
tenido con su marido, cuando ella aún estaba en buena salud. Con esa última información
me recordé de un caso similar tratado por mí en San Carlos, al otro día de mi graduación en
la Capital. Enseguida dije a familiares i amigos allí presentes que me dejaran solo con una
de las tías que acompañaban a dicha “enferma”. Entonces la levanté suavemente, al mismo
tiempo que la hipnotizaba con palabras suficientes para que se convenciera de que no estaba
sufriendo de pasmo, sino del disgusto que le había dado su hombre. Abandonó el lecho.
Hice que diera algunos pasos i cuando me convencí de que su estado era de histerismo, la
hice caminar. Llamé a los concurrentes que ansiosos aguardaban en la sala i hasta fuera de
la casa. Todos la vieron andar i sonreír. No sé cómo juzgaron aquella curación tan rápida.
Tal vez me creyeron brujo. De todos modos, esa espectacular escena perturbó mi resolución
de gozar descanso allí. No fueron pocos los que acudieron a consultar conmigo. Por esa i
otras razones me obligué a acortar mi estadía en aquella tranquila aldea marina en donde
vi, asombrado, lo que me es forzoso referir en pocos párrafos.
Al siguiente día de estar allí, 15 de agosto, era la fiesta de la Asunción, patrona de ese
villorrio. Asistí con Emiliano i otra persona a la misa mayor servida por el sacerdote del
lugar i otro cura. Después de esa ceremonia, mis acompañantes i yo fuimos a pasear por
el pueblo. Caminando i observando, vi un carpintero que, acompañado de una mujer em-
barazada i unos chicos, confeccionaba un ataúd. Tuve extrañeza al notar el parecido de ese
obrero con el del párroco que hacía poco vi i oí cantar la dicha misa. Me atreví a preguntar
a mi extraño acompañante si ese carpintero era hermano mellizo de aquel sacerdote. Me
contestó del modo más natural: Es la misma persona, con su mujer i dos de sus hijos… Como
fui criado por mi abuelita, tan cumplida en nuestra relijión, i como yo nunca había visto u
oído hablar de tal comportamiento curial, me asombré de ver esa escena i no la comenté con
mis acompañantes ni con ninguna otra persona del lugar.
A prima noche, después de asistir a la novena de la Virjen, fui a visitar al comandante
Florimón. Allí observé al otro sacerdote de la misa. Vestía la sotana casi enrollada en la cintura
i sentado junto a una bella joven, en la misma posición de tolerada intimidad que usaban
los novios de aquella época… Me apresuré a acortar dicha visita. Al otro día, cuando referí
ese insólito espectáculo, alguien me dijo que no me sorprendiera de lo que había visto, es
decir, que allí en Matanzas, solía suceder algo peor.
Horas después me llevaron un telegrama firmado por el Ministro de Guerra i Marina en
donde se me decía que el Presidente Ramón Cáceres me nombraba médico de sanidad en el
Puerto de Samaná. Enseguida contesté, por la misma vía, que sentía no poder complacerlo.
No tardé en recibir otro telegrama en el cual se me decía que si yo no estaba conforme con
el sueldo de ese empleo, dijera, con urjencia, si deseaba otra ocupación profesional en la
misma ciudad. Alarmado con esa insistencia, consulté mi tribulación con el Jral. Florimón,
amigo mío i padre del comandante de esa plaza. El viejo, curtido en la política, me aconsejó

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que si aceptaban mi exijencia, no debía tardar en ir a Santa Bárbara de Samaná para cumplir
lo que deseaba el Presidente. A regañadientes, me llevé de ese consejo. ¡Cuán lejos estaba yo
de vaticinar que esa resolución, aparentemente forzada, llegaría a ser beneficiosa para mí!
Ese mismo día comencé a reunir mis bártulos para retornar a Salcedo. Me dio pena
abandonar a Matanzas, sobre todo porque yo daba cuido a dos enfermos atacados de fiebre
tifoidea, el quebranto común en aquel villorrio, en donde el agua para consumo se obtenía
de las cazimbas, un pozo de escasa profundidad casi siempre cavado al lado de las letrinas.
Según mi costumbre, yo no tomaba sino agua de coco i obligué a mi compañero a hacer lo
mismo. Igual recomendación hice a los habitantes en esa rejión, paraje costero en donde
había más cocoteros que ratones. Yo había sido testigo de infecciones disentéricas i tifoideas,
casi masivas, acaecidas en la Capital, en Barahona, en los campos de Salcedo, ocasionadas
por la contaminación del agua potable obtenida cercana a retretes o en arroyos que servían
de excusados.
Emprendí el viaje a Salcedo con la misma suerte que tuve cuando fui a Matanzas. En ese
trayecto no fuimos perturbados por las habituales crecientes del río Nagua i sus afluentes.
Al llegar a Juana Núñez hice saber que ya estaba dispuesto para abandonar aquella
común, adonde había hecho llegar a mi madre i a mis hermanos con el fin de poder mante-
nerlos mejor que en la Capital. Mi padre había fracasado en San Cristóbal. Mi abuelita, en
Santo Domingo, estaba bien amparada por su hija i por mí.
Con el poco dinero que gané en Matanzas i lo que había economizado en Salcedo, reuní
una suma para dejar a los míos sustento durante un mes i para pagar a mi buen amigo el Dr.
Diójenes Mieses, dentista de la Capital, el resto del valor de varios instrumentos quirúrjicos
que, para mí, él había pedido a París.
Al saber que yo contaba con poco dinero para emprender viaje i sostenerme durante
breves días en Samaná, el querido sacerdote Pbro. Bornia-Ariza, espontáneamente puso en
mis manos una onza de oro con la recomendación de no pagar ese préstamo sino cuando yo
estuviese ya instalado i con dinero sobrante. Tuve mucha pena por abandonar a conocidos
i a clientes que me fueron fieles los diez meses de mi permanencia en Salcedo.
Dije adiós a mis familiares i a mis amigos. No tuve tropiezos en el viaje a Samaná. Lle-
gué allí sin que nadie me esperara. Causaron asombro los nombramientos oficiales cuyas
credenciales presenté a las autoridades de esa ciudad. Allí mostré los telegramas cruzados
entre el Gobierno i mi persona cuando yo estaba de paso en Matanzas i los del día anterior
a mi salida de Salcedo. Allí, en Santa Bárbara de Samaná, lo primero que cumplí fue una
visita protocolaria a mi enfermizo colega Doctor Leopoldo B. Pou, quien tuvo sorpresa al
saber que además de estar nombrado Oficial de Sanidad Marítima, yo también ejercería las
funciones de Médico Lejista. Palideció i me mostró desagrado. Al verlo así, me retiré de su
oficina con pena de haberle dicho personalmente lo que él ignoraba: su total destitución de
los cargos que allí desempeñaba.
Al caer de esa tarde visité a mi antiguo condiscípulo i rico comerciante J. B. i a su fa-
milia. Juan me comunicó lo que en aquella reducida población ya se comentaba sobre mi
visita al Dr. Pou. La principal jente de allí no estaba contenta con la destitución de aquel
galeno. Decían que esos cargos fueron solicitados por mí, un fracasado médico ignorante
que no pudo adquirir clientela en Salcedo, etc., etc. Oí tranquilo esas mentiras i después
de cavilar un rato, dije a mi amigo J. que no sufriera por tales chismes. Tranquilamente le
rogué me indicara una persona honrada i discreta para encomendarle cambiar una onza

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HERIBERTO PIETER  |  AUTOBIOGRAFÍA

de oro (la misma que me prestó el Padre Bornia) en alguna concurrida tienda de esa plaza.
Bancalari me ofreció hacerlo.
Al día siguiente un sujeto llamado Nazario, recomendado por J. B., fue a mi alojamiento.
Después de hablar con él i escudriñar a fondo su conducta, le entregué dicha onza. Media
hora después, Nazario me trajo el cambio de esa moneda: veinte pesos dominicanos. Le di
unos reales. Se marchó encantado i me dirijí con mis veinte clavaos a la oficina de Juan. Le
rogué que aceptara ese dinero en cambio de una de sus onzas de oro. Sin demora, accedió
a mi deseo. Esa i otras onzas que me prestaba mi amigo sirvieron de artimaña para repetir
cada dos o tres días la comedia que en buena hora inventé para destruir el concepto que
referente a mí corría por las calles i el muelle de aquella ciudad. Así, con ese recurso, inventé
la falsa reputación de ser un galeno acaudalado.

XIV. Amigos i clientela


De ese modo gané “amigos” i buena clientela. No tardaron en solicitarme para asistir a un
no pobre dueño de la más conocida de las casas de juego de azar, en el centro del pueblo. Tal
sujeto padecía de úlceras fajedénicas crónicas en la pierna derecha, complicadas con gangrena.
Les dije que era necesario hacerle urjente amputación. Como esa espectacular intervención
nunca había alcanzado buen éxito allí, se negaron a que yo la practicara. Pero el mismo
enfermo la reclamaba con insistencia. Por fin, familiares, amigos i compañeros en la casa de
juegos perteneciente a ese sujeto, accedieron a lo que propuse. Esa misma tarde procedí a
la intervención. Un dentista, Anjel Delgado, a quien en la capital di clases en su primer año
de Odontolojía, me sirvió como anestesista. A una hermana del enfermo le di instrucciones
para que me sirviera como enfermera en esa operación. Practiqué ese acto quirúrjico con
rapidez i sin ningún inconveniente. Antes de la convalescencia, el paciente i sus familiares
agradecidos, no sólo me abonaron el precio de mi trabajo, sino que lo aumentaron.
Cuando le hube retirado los puntos de sutura invité al operado para que diéramos un
paseo en el único coche que había en el pueblo. Accedió gustoso. Como aquel tipo era tan
conocido i tenía tantas amistades, éstas extendieron la noticia de su curación hasta más allá
de los contornos de esa provincia.
Pocos días después llegó de la rica aldea de Sánchez, para consultarme, Escarré, uno
de mis condiscípulos en la Escuela La Fe. Sufría de convulsiones localizadas en el brazo i
antebrazos derechos. En el curso de ese examen me refirió que en una pelea librada entre
bolos i coludos recibió fuerte contusión en el cráneo. Esa fue la causa de la notable depre-
sión que noté en el hueso parietal izquierdo. Sin esperar más pruebas, le propuse hacerle
una trepanación. Aceptó. El Sr. A. Santamaría, un farmacéutico práctico, hizo la anestesia.
La intervención fue feliz. El fragmento extirpado hacía compresión sobre la masa cerebral
izquierda. No hubo complicaciones. Exhibí en la botica de Santamaría el círculo de hueso
extirpado. Dos semanas después Escarré, restablecido, se marchó a Sánchez, en donde el
Dr. Alberto Gautreau, después de constatar la curación hecha por mí, tuvo la amabilidad
de felicitarme, por teléfono.
En esos días vi a un cardíaco que se había puncionado el edema de sus partes jenitales.
Para esa atrevida punzada empleó una aguja de coser sacos contentivos de semillas de ca-
cao. Me hizo llamar a su casa, cercana al cementerio de esa ciudad. Lo encontré febril, con
gangrena que se extendía desde el escroto hasta el pubis. Afortunadamente para él –i para

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mí– esa lesión no era gaseosa. Sin perder tiempo, le comuniqué que para salvarle la vida,
era necesario hacerle una operación sin la cual él estaba expuesto a sucumbir. No aceptó.
Lo asistí como pude hacerlo, sin los medios heroicos (todavía la penicilina no había sido
inventada) que hoi nos ayudan en ese trance, el cual era casi siempre mortal. Los familiares
del enfermo, menos su esposa (!) decidieron que yo practicara la intervención que horas
antes les había propuesto. Al ver que la gangrena avanzaba, el paciente accedió, no obstante
la negativa (!) de su mujer. Le extirpé todas las partes enfermas. Poco a poco, con esa faena
alcancé otro triunfo, aunque cuando ya, salvado de muerte inevitable, C., no me perdonaba
esa mutilación. De tal modo fue ese disgusto, que uno de sus familiares me advirtió que no
continuara visitando al ya cicatrizado enfermo. Supe el porqué de ese consejo (!). Más de
un año después de esa tremenda i exitosa intervención quirúrjica (en ese tiempo yo estaba
estudiando en París) supe que aquel paciente había fallecido empeorado con su afección
cardíaca. Como era de esperar, aquel impotente enfermo estaba profunda i erróneamente
celoso de su honesta mujer.
Aquella arriesgada operación sirvió para aumentar mi prestijio como cirujano que sabía
i debía enfrentarse a las situaciones profesionales i morales más peligrosas para mí, pero
beneficiosas para la mayor parte de mis pacientes.
Del poblado de Las Cañitas, en la otra costa de la bahía de Samaná, me llevaron a un
chico, de doce años de edad, que había caído de una mata de mamón con tan mala suerte
que su vientre fue lacerado por unos fragmentos de basura que penetraron en su abdomen.
Parte de sus intestinos se movían fuera de esa herida. Como era de esperarse dolor, fiebre
alta i peritonitis empeoraban ese estado. Propuse intervenir inmediatamente. El padre del
muchacho se negó a ello, pero el lesionado i su mamá me rogaron que no los abandonara.
A pesar de ese lagrimoso ruego, el papá continuaba negando el permiso para tal operación.
Salí de allí i comuniqué a mi amigo Don Carlitos Báez, Gobernador de la provincia, lo que
estaba sucediendo en ese caso. Enseguida el jefe ordenó a dos ajentes de policía que llevaran
a aquel hombre a la Fortaleza de allí. Esperé a que lo internaran, preso. Cuando me conta-
ron que aquel ya no podía oponerse a mi intento por salvar a su hijo, comencé a efectuar
la operación que propuse i ya reclamada por la atribulada madre del paciente. Delgado i
Santamaría me ayudaron en esa laboriosa intervención. Fragmentos de madera, parte de los
trapos que usaron para impedir la salida de los intestinos, pus, etc., fueron extraídos. Lavé
suavemente la cavidad del abdomen, la suturé dejando drenes i permanecí junto al chico
hasta que observé que podía ir a mi casa. En ese trayecto varias personas me dijeron que
el padre del operado juraba que me mataría en caso de que su hijo muriera. Pasaron días
antes de que el operado pudiera ser declarado fuera de peligro. Entonces decidí afrontar la
furia del prisionero quien, a pesar de estar al corriente de la salvación de su hijo, todavía
juraba hacerme daño. Rogué al Gobernador Báez que lo pusiera en libertad. Aquel hombre
llegó a la casa ansioso de saber si era verdad que su hijo estaba vivo i fuera de peligro. Este
le besó ambas manos, la madre lloró de contento al abrazar a su marido, quien después de
estrecharme entre sus brazos, se arrodilló frente a mí i me pidió perdón por las amenazas
que él me había hecho antes i después de que lo llevaron a la cárcel, en donde, según él, le
dieron buen trato i buenas noticias todos los días.
Aquella escena de reconocimiento no se ha borrado de mi mente en los más de sesenta
años que sucedió. Contaré después los casos semejantes a ese, siempre felices, para aquellos
mis clientes tratados bajo condiciones similares a las que acabo de referir.

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Los médicos que hasta esa fecha habían hecho alguna cirujía allá, en Samaná, siempre
rehuían los casos que corrían peligro de muerte. Uno de esos pacientes me refirió que en
un accidente parecido al del muchacho de Las Cañitas, él mismo vio sus propios intestinos
serpenteando fuera de su vientre. Los médicos no se atrevieron a introducirlos. Casi desfalle-
cido, i observando la desesperación de su numerosa familia, él mismo mediante un entibiado
trapo de cocina, lentamente, sin asearlas, introdujo sus tripas a su propio lugar. Este valiente
sujeto falleció de muerte natural muchos años después de su espantoso atrevimiento.
—Días después de haber salvado de la muerte a aquel muchacho, practiqué mi segunda
trepanación craneana a un presidiario que me trajeron de Caño Hondo, en la bahía de Sama-
ná. Aquel fue agredido por un ajente de policía en el momento que trataba de evadirse de
la cárcel. En esa operación repetí lo que hice con el cráneo de Escarré, i con tal nuevo éxito
conseguí mejor experiencia para ocasiones iguales a esa.
—No transcurrieron muchos días sin que se me presentaran nuevos trances quirúrjicos
casi iguales a esa especie.
Zenón de los Santos, uno de mis buenos clientes en Los Cacaos, de la misma bahía,
recibió, con machete, una extensa herida que le amputó la mayor parte de la nariz i la rejión
mediana del labio superior. Con un amplio colgajo de la piel frontal i parietal derecha, sin
desprenderlo, le practiqué la reconstitución parcial de lo que había perdido (autoplasia). La
nueva nariz ostentaba el cabello de la piel transplantada. Aunque esa apariencia facial le
valió el mote de León, vivió satisfecho de mi trabajo. No dejé de felicitarlo por la prontitud
conque él llegó a solicitar mi servicio.
—Desde el Jovero a Villa Riva, desde Cabrera a Los Llanos del Este iban a consultarme
pacientes con lesiones i enfermedades que ameritaban cirujía. En los 20 meses que perma-
necí en Samaná operé, además de los casos ya citados, tumores de la matriz, laparatomías
por accidentes, heridas de bala o de puñal, la sutura del intestino en un adolescente que
sufrió perforaciones de ese órgano durante el curso de una fiebre tifoidea. Este desgraciado
muchacho tenía una madre que no obedecía mis recomendaciones, a tal punto que, antes
de la convalescencia de su hijo, le dio a comer cualesquiera alimentos no indicados por mí.
Tal conducta le causó perforación i peritonitis fulminante, imposible de salvación. Fue el
segundo caso mortal que allí oscureció mi labor. Días antes de esa muerte ocurrió otro de
mis casos: una mujer obesa, intervenida por voluminoso quiste de un ovario, murió repenti-
namente pocas horas después de salir de la anestesia. Pero esos dos casos fatales fueron casi
olvidados al obtener yo la última de mis victorias en aquella ciudad, que debí abandonar
porque ya había ganado bastante dinero para ir a París, a perfeccionar mi labor profesional
i, si posible, presentar exámenes de algunas de las asignaturas correspondientes al programa
de aquella Facultad.
Con respecto a lo de la mencionada última operación quirúrjica que intervine en Samaná,
se trataba de una mujer pública, accidentalmente herida de bala en el bajo vientre. Pasé casi
toda esa noche afanado para salvar a esa hetaira. Ya en la madrugada había cosido intes-
tinos, vejiga urinaria i otros órganos. La joven recuperó, con lo cual, el cliente dueño de la
pistola que la hirió, un marinero yanqui al servicio del Gobierno Dominicano. Aquel fue el
valioso broche que cerró mi faena profesional en ese tranquilo pueblo que lamentó mi mui
discretamente planeada despedida. No exajero. El día de mi partida fueron a despedirme
los Bancalari, el Licdo. Pelegrín Castillo, Yancito Henríque, (con quien había yo hecho sin-
cera amistad cuando en abril de 1903 llegué miserioso a Puerto Príncipe, Haití, pocos días

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después de mi obligada deserción del Batallón Ozama, mi vía-crucis). También me visitaron


el Padre Mella i el primer hijo de su prole. A propósito de este anciano presbítero diré que
varias veces me ayudó en los casos de neurosis resistentes a todo tratamiento habitual i que
mejoraban o curaban bajo la asistencia espiritual de los consejos recibidos en el confesionario
o frente al altar de la virjen Santa Bárbara.
El Dr. Pou, el colega a quien, sin pensarlo, causé daño cuando el Presidente Cáceres
insistió en nombrarme para desempeñar los puestos de aquel enfermo, me envió a buscar
para agradecerme, una vez más, los servicios profesionales que le presté a él i a varios
miembros de su familia durante los casi dos años de mi permanencia allí. La despedida
con D. Leopoldo fue emocionante, pues tanto él, sus familiares i yo presentíamos que aquel
compañero mío pronto rendiría su tributo a la muerte. En efecto, falleció cuando un año
después Luis F. Mejía me mostró, en Barcelona de España, un número del Listín Diario en
donde se anunciaba la defunción del Dr. Pou.
De los Paiewonski, los Lavandier, los Sangiovanni i de otras personas de mi numerosa
clientela, recibí muestras de que lamentaban mi ausencia, no obstante que a todas recomen-
dé confiaran en la buena asistencia que les ofrecería mi sustituto, el amigo Dr. Wenceslao
Medrano, a quien vendí casi todos los útiles de mi laboratorio i del instrumental quirúrjico
que tanto coadyuvaron en el buen éxito de mi ejercicio profesional.
De los campos llegaron clientes i otros conocidos para rogarme que volviera pronto al
país. Recibí del Padre Bornia, mi buen amigo de Salcedo, (a quien desde hacía más de año
yo había pagado el oportuno servicio de la onza ya mencionada) un telegrama felicitándome
por mi decisión de ir a París para perfeccionar mis conocimientos.
Un amigo mío, samanés, recién llegado de la Capital, me dijo que mi colega el Diputado
Dr. Alberto Gautreau había propuesto que el Gobierno podría conferirme una beca para yo
poder ampliar mis estudios i alcanzar mi graduación profesional en la Facultad de Medicina
en París. Yo ignoraba la proposición del Dr. Gautreau.
Cuando uno de los Diputados supo lo propuesto por el Dr. Gautreau expresó que nin-
gún negro debía ser becado por el Erario Nacional. Su extraña furia contra mí ganó lo que
él recomendaba. ¿Por qué tan aguda saña? Nunca he podido saber el fundamento de esa
insólita conducta. Cosas veredes…
Otros estudiantes dominicanos fueron becados antes i después de lo que acabo de na-
rrar. Entre los becarios de aquella época figuraban los Dres. Alfonseca, Rafael Alardo, José
de Jesús Alfonseca i Luis Eduardo Aybar Jiménez. También obtuvieron becas los bachilleres
Lalán Montes de Oca, Heriberto de Castro i otros que se pierden en mi recuerdo.
Días antes de salir de Samaná fui a Sánchez, el pueblo marítimo que en el fondo de esa
bahía superaba el comercio de casi todo el Cibao. Allí confié mis asuntos monetarios a mi
probo i buen amigo D. Manuel de Moya. A él entregué casi todo mi capital con recomenda-
ciones de enviar subsidio mensuales a mi familia, en Santo Domingo i a mí mismo, en París.
D. Manuel cumplió cabalmente esa encomienda. A pesar de que tal servicio figuraba claro
i preciso en los libros de contabilidad de su almacén, personas interesadas en molestarme
inventaron que la casa Moya era mi benefactora supliéndome de lo que mis familiares i yo
necesitábamos para el sustento. Aquella falsa propaganda era una continuación –i no el
final– de las mal intencionadas mentiras que aun persisten alrededor de mi persona. Nunca
he sido favorecido con la ayuda de nadie ni de ningún Gobierno nacional o extranjero, en
ninguna circunstancia ni para ningún propósito personal.

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XV. Salida para Europa


Llegué a la Capital i sólo permanecí lo suficiente para legalizar mis diplomas profesionales
i otros documentos necesarios para inscribirme en donde pensaba ir a estudiar. Salí de allí
hacia Burdeos, haciendo escalas en Saint-Thomas i en la Martinica. En la isla danesa, cerca-
na a Puerto Rico, hice contacto con el exiliado ex-sacerdote i ex-Presidente de la República
Carlos F. Morales Languasco, quien a la sazón vendía billetes de la lotería oficial de nuestro
país porque no contaba con otros medios para vivir. Me apené de su miseria. Lo ayudé con
algunos pesos. Allí conocí a la rica i honorable familia de la señorita Constanza, quien años
después fue esposa del caritativo Dr. Carlos George, mi colega i buen amigo, cuya hidalguía
i filantropía admiré i sigo admirando aún después de su muerte.
De Saint-Thomas i Point-a-Pitre i a Burdeos, el viaje, sin accidentes, duró una quincena.
Me fue grato hacerlo acompañado del entonces bachiller José Antonio Jimenes, hijo del ex-
Presidente D. Juan Isidro. El joven iba a comenzar en París su doctorado en Derecho. Desde
ese encuentro hicimos sincera amistad. Al llegar a la Ciudad Luz a menudo comíamos
juntos en el mismo austero restorán i asistíamos a conciertos de buena música i a otras
recreaciones de nuestro agrado. (Después de varios años de completa camaradería en la
“Alianza Francesa de Santo Domingo”, fuimos sucesivamente condecorados con la orden
de la Légion d’Honneur, los primeros dominicanos que la recibimos sin estar rindiendo ser-
vicios diplomáticos u otros en la República Francesa o en algún otro puesto de importancia
en la política de nuestro país).
La misma tarde que por primera vez llegué a París hice que un cochero me llevara a la
residencia de mi colega i amigo Dr. Luis Eduardo Aybar, quien allí se doctoraba en Medicina.
Me recibió con júbilo i me llevó a una pensión de familia, en la rue de la Sorbonne, cercana
a su domicilio, Boulevard Saint-Michel n.o 37, en pleno Quartier Latin, no distante de la
Facultad en donde él estudiaba.
En esa prima noche, la primera que pasé en Francia, fui a ver una gran manifestación de
regocijo, en la Place du Chátelet, festejando la proeza del aviador Blériot que el día anterior
(10 agosto, 1909) había atravesado, en su aeroplano, el canal de la Mancha. Fue mi primer con-
tacto con la siempre bulliciosa, indomable i jocosa multitud de aquel barrio estudiantil.
—Semanas después me mudé a un recién inaugurado i bien acomodado hotelito, el
“Hotel de la Sorbonne”, en la plaza de ese mismo nombre, en donde habité mientras hice
mi primera temporada en aquel país (1909-1911).
Enseguida comencé a asistir a la Clinique Baudelocque, dirijida por el Prof. Adolfo Pinard,
en donde perfeccioné mis conocimientos jinecolójicos i obstétricos. Allí hice amistad con el
Dr. Couvelaire, Prof. Agregado i yerno del Patrón de ese Establecimiento Universitario, i
también con el Jefe de Clínica Dr. Mouchotte i otros maestros. Entre los estudiantes de allí,
Roger e Ibrahim figuran preferentemente en mi recuerdo. Esta tarea, que duró más de seis
meses, casi siempre la desempeñaba en horas de la noche.
Unas mañanas asistía a los servicios de clínica i de operaciones quirúrjicas i otras a
demostraciones prácticas de Clínica Médica. Todos los domingos de 9 a 12, iba al Hospital
San Luis, en donde aumenté mis conocimientos en dermatolojía i sifiligrafía. Los domingos
en la tarde me recreaba conociendo museos, las calles de la ciudad, i asistiendo a concier-
tos de música i a teatros: Opera, Comedia Francesa, Odeón i otros de igual reputación.
Economizando lo más posible, sólo ocupaba butacas i bancos de poco precio en aquellas
diversiones.

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

A fines de diciembre de 1910 me gradué de Médico Colonial de la Universidad de París.


En ese intenso curso conocí a i recibí lecciones de eminentes profesores. Blanchard, Brumpt,
Tanon i Langeron figuran entre mis preferidos. Casi todos los profesores de esa asignatura
en la Facultad fueron discípulos del gran Louis Pasteur. Ellos repartían en sus cursos lo que
habían cosechado en el “Instituto Pasteur” junto a su egrejio profesor. Hasta el día de su
muerte (enero, 1970) yo gozaba de la sincera amistad que me unía con el venerable anciano
Lucien Tanon, el guía más provechoso para mí en aquel Instituto.
Luisito Aybar i yo trabajábamos juntos en el Laboratorio de Anatomía del Profesor Ni-
colás. Aquella labor nos fue indispensable, puesto que, en Santo Domingo, jamás pudimos
hacer disecciones en cadáveres humanos. Nos contentábamos con los de perros envenenados
por la Policía.
En agosto de 1910 aproveché las vacaciones en la mayor parte de los sitios en donde
deseaba instruirme. Viajé en compañía de mi querido amigo el Dr. Carlos Leiva i otros dos
estudiantes centroamericanos. Fuimos en excursión a España i luego a Suiza. En esos largos
i no costosos viajes gasté el resto del dinero sobrante, ($100.00) que gané en la lotería nacio-
nal de Santo Domingo, i el cual yo había reservado obteniendo intereses acumulados en la
oficina de un notario capitaleño. Aquella inolvidable jira me abrió el apetito para continuar
conociendo países de mi predilección. Ese agradable e instructivo vicio de conocer naciones
cultas no ha dejado de ser el único que desde entonces me domina.
—Mientras gocé de esas vacaciones utilicé un modesto equipo de fotografía que compré
i mejoré mientras yo era discípulo del Dr. Zimmer en su novedoso laboratorio de radiografía,
situado en el hospital de la Charité. Allí me encargaron del revelado de las placas de vidrio.
Esa ocupación, semi-fotográfica, despertó en mí el deseo de adquirir una pequeña cámara
con sus indispensables accesorios. Así me hice fotógrafo ambulante, apenas en los días
feriados libres de todo servicio en algunos de los nosocomios en donde yo hacía estudios
profesionales.
Al verme con mi Kodak (el aparato fotográfico que sólo usaba placas de vidrio no era
de esa marca: el público apellidaba con tal nombre a todos los que fácilmente se podían
manejar en plena calle). Las chicas, i otras personas me rogaban que las fotografiara. Yo solía
acceder a ese deseo, pero a cambio de que las jóvenes me dieran su nombre i dirección con
el único (?) propósito de poder enviarles las pruebas positivas. (Honni soit qui mal i pense…)
De ese mismo modo procedí en los ya mencionados viajes europeos. El microbio de ese
dispendioso hobby me deleita aún después de tantos años que se introdujo en la médula de
ese esparcimiento. Ya tendré otras oportunidades para referir goces i disgustos personales
ocasionados por ese amateurismo.
—En la primavera de 1911, yo había hecho en París buenos avances en mi instrucción
profesional. Las reservas monetarias que yo había depositado en la casa comercial de D.
Manuel de Moya, en Sánchez, casi se agotaron después que compré instrumentos i efectos
necesarios que pudieran servir para volver a instalarme en el Cibao, con preferencia en San
Francisco de Macorís.
Salí de Lutecia lleno de entusiasmo, pero apenado por ausentarme de aquella maravillosa
ciudad, en donde recibí satisfacciones en mis nuevos estudios, tanto los profesionales como otros
de igual necesidad para mis aspiraciones de llegar a ser hombre rico en buenas costumbres,
en instrucción jeneral i en algunas utilidades no sólo para mí, sino para todos aquellos que
merecieren mis familiares, mis amigos i mis clientes en donde iba a ejercer mi profesión.

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HERIBERTO PIETER  |  AUTOBIOGRAFÍA

Cuando esperaba en Burdeos la partida del vapor que debía llevarme a la Martinique,
aproveché ese tiempo en visitar algunos hospitales de esa ciudad, especialmente el dedi-
cado a enfermedades tropicales. Allí me condujo el Prof. Le Dantec, con quien ya me había
carteado durante mi residencia en Samaná. En aquella época hice una estadística de los
casos palúdicos femeninos observados por mí i por un farmacéutico de Sabana de la Mar.
Ese trabajo me dio la satisfacción de verlo publicado en varias ediciones del texto escrito
por mi citado amigo bordelés.

Regreso a la Patria
El viaje transatlántico a las Antillas fue sin novedades. Esperé tres días en la Martinica.
Allí visité las fuentes de Vichy, que producen i venden agua similar a la francesa del mismo
nombre. También me llevaron a admirar la licorería que fabricaba vino con la corteza de
naranjas cultivadas especialmente para elaborar esa exquisita bebida.
Nada entusiasmado, regresé a mi lar nativo. Los habituales rumores de la política his-
pano-americana no se habían cansado de perturbar el ambiente de nuestro país. Algo grave
mecía la hamaca de una nueva revolución. Durante algunos días me contenté enseñando en
el “Hospital Militar” la técnica de la inyección intravenosa del 606, el nuevo remedio contra
la sífilis i el pian (buba).
Casi todos mis anticuados maestros dominicanos seguían ejerciendo nuestro arte con
la misma petulancia de antaño. Los Dres. Gautier i Defilló fueron los únicos que no me
mostraron indiferencia.

En San Francisco de Macorís


Pocos días permanecí en Santo Domingo ajenciando mi traslado a San Francisco de
Macorís, domicilio ya convenido con mi buen amigo el Licdo. Carlos F. de Moya. Allá lle-
gué con mi familia. No tuve ningún inconveniente en instalarme lo más cómodo posible.
Doña Hortensia, la esposa i demás familiares del farmacéutico de Moya nos procuraron las
comodidades más perentorias i otras menos necesarias. Estaban agradecidos de mí porque
le salvé la vida a Fernando, el primer vástago de esos esposos cuando comencé a laborar
en Samaná.
En San Francisco de Macorís encontré a varios amigos míos i desde que llegué tuve ene-
migos, todos gratuitos. Entre los primeros buenos afectos conté con los del Licdo. Pelegrín
Castillo, Pablo i Pedro Pichardo, las familias de D. Aris Azar, de Antonio Martínez, de Don
Ventura Grullón, de D. Bautista Paulino, los Ferreras, los Ortega, etc., etc. Ellos me abrieron
el camino para que sus numerosos amigos se hicieran clientes míos. En cambio, algunos
de mis colegas franco-macorisanos i uno de La Vega abrieron fuego contra mi presencia en
aquel pueblo, en donde apenas ellos tenían poca clientela. Como era natural, esos colegas
se burlaban de la sobria placa de bronce que anunciaba mi título de médico dominicano i
el que conquisté en el Instituto de Medicina Tropical en la Universidad de París. Uno de
esos malos “compañeros” azuzó a los deudos de un sifilítico a quien, (por primera vez en
Macorís) practiqué una simple punción lumbar e hice que permaneciera en cama durante
dos días. Esa precaución le facilitó motivo para predecir, maliciosamente, que el sujeto iba
a quedar paralítico durante las pocas semanas que pudiera vivir. Hacer ese falso pronóstico
i hablar a un campesino ex-presidiario, para que me asesinara era una combinación que,
según ellos, mis colegas, no podía fallar. Un milagro desbarató ese propósito: Pocas horas

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

después de saber esa trama tuve necesidad de iniciar mi pericia de partero en una de las
hermanas del hombre que se disponía a asesinarme. Fui al lejano domicilio de la parturienta,
la asistí de un feto a término, en posición transversal desde hacía 2 días, i salvé la vida de esa
mujer i la de su hijo. Al salir de aquella casa, en el campo, el sujeto que habían buscado para
matarme, casi llorando me delató los pormenores de la misión que le habían encomendado.
Bajó de su caballo, me besó la diestra i por último me declaró todo lo que habían tramado
contra mí; ¡era él mismo, quien debía llevar a cabo el final de mi existencia! Desde ese mo-
mento nos hicimos buenos amigos. Después supe que su hermana, la que asistí de aquel
parto, era su querida i el chico su propio hijo. ¡No ha sido el único incesto de los que abundan
en ciudades i pueblos de nuestro país! No le acepté paga por mi trabajo. Así obtuve uno de
los tantos custodios que velaban por mí i alababan las maneras de mi arte, que fue exitoso i
productivo como años antes en Samaná i sus contornos. Entretanto, curé al sifilítico, quien
según supe después, acaso ignoraba lo que mi colega había tramado contra mí.
Mientras tanto, la jente acudía a mi consultorio, señalado por una frondosa mata de
guanábana cuyo tronco estaba cerca del portón por donde entraban las cabalgaduras mon-
tadas por mis clientes.
Comencé de nuevo mi alta cirujía interviniendo en un voluminoso fibroma uterino,
no complicado. Esa enferma era una bien conocida solterona, perteneciente a una de las
familias más notables allí i en la Capital. Para ese debut rogué a mi viejo amigo el Dr. Ch.
Perrot que viniera, desde Sánchez, a ayudarme en esa operación. Alcancé el mismo buen
éxito que obtuve en Samaná. Durante la convalescencia de la operada, el más sañudo de
mis colegas contra mí propagó que la paciente estaba moribunda. Nadie lo creyó. Tan
pronto entró en absoluta convalescencia, con el objeto de castigar a mis enemigos, repetí
lo que hice con mi primer amputado en Samaná: discretamente le ofrecí un paseo por las
calles más transcurridas de la población i agregué a ello, la exhibición de aquel tumor en
la trastienda de la farmacia de Moya. Aunque esa pieza no tenía rótulo de identificación,
efectuó lo que me vi obligado a demostrar. Otras operaciones se sucedieron, cada vez más
frecuentes i más peligrosas. Todas fueron felices, menos la que practiqué, casi in extremis, a
una persona que sufría cáncer uterino, una de las lesiones más raras en Macorís. Ni yo, ni
nadie en el mundo, contaba con sulfas, ni con penicilina, ni con radium, ni con rayos X para
combatir esa lesión. I sin embargo, no recuerdo haber asistido otros casos de Ca. uterino,
en los nueve años que ejercí en aquella ciudad i en sus alrededores. En Pimentel tuve dos
fracasos quirúrjicos operados por hipertrofia de la próstata. Eran en sujetos mui infectados
por una variedad de estreptococo que yo nunca había visto. El período post-operatorio de
esas dos intervenciones fueron encomendados a un colega que no era experto para ello. Las
respectivas familias de esos pacientes se negaron a llevarlos a Macorís para yo tenerlos bajo
mi cuido. Otras prostatectomías ejecutadas por mí i atendidas por mí mismo en Macorís,
curaron pronto i sin complicaciones.
Debo señalar ahora que la gangrena gaseosa era frecuente en Macorís. Entre mis pacientes
tuve el dolor de asistir a mi grande i respetable amigo D. Manuel Ventura, cuyo recuerdo
aún está vivo en mí. Para que me ayudaran en ese caso, hice llegar de Pimentel a uno de
los dos colegas que pedí; el otro era de La Vega. Tan pronto vieron la inutilidad de nuestros
esfuerzos por salvar de la muerte a ese caballero, regresaron a sus respectivos domicilios sin
decirme adiós. Uno de los familiares del enfermo les había amenazado con la muerte en cuanto
aquel falleciera. Al notar la ausencia de esos cobardes, reuní la familia Ventura Paredes i les

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HERIBERTO PIETER  |  AUTOBIOGRAFÍA

referí tanto la cobardía de aquellos, mis colegas, como la inminente defunción de D. Ma-
nuel, a quien yo había decidido asistir hasta su última hora, i sin ninguna paga. Así procedí
custodiado hasta el fin de esa amenaza. Nadie me molestó. Al contrario, los más allegados
al difunto me demostraron cariño i algunos de sus descendientes continúan ofreciéndome
el más puro afecto i respeto.
Mis enemigos llevaron a Salcedo a uno de los pocos sujetos que me atacaron en aquella
aldea, cuando yo vivía allí, para que se uniera a un antiguo oficial del Batallón Ozama en la
época de mi martirio en la milicia. Esos dos maleantes me reclamaban dinero bajo el pretexto
de que yo debía restituirles la suma que fue robada por los presidiarios políticos que el 23
de marzo del 1903 derrotaron al Gobierno de Horacio Vásquez.
En las horas de tal acometida yo estaba ausente de esa fortaleza. Como era natural, me
negué a esa impostura. Me amenazaron con matarme a tiros si dentro de dos horas no los
complacía. Inmediatamente acudí a mi amigo i consejero el Licdo. Moya para informarle
de esa acción. Como desde años yo le había contado lo ocurrido en aquella revolución, al
punto reflexionó que esos maleantes, capaces de todo, perpetrarían el crimen con que me
amenazaban, casi seguros de que no serían castigados por la justicia. Pensé en la seguridad
de mi familia, en mi reputación i en todo lo malo que podría sucederme si no seguía el
consejo de mi amigo. Moya llamó a uno de aquellos desalmados, le exijió un documento
i les ofreció que yo les daría poco a poco parte de la cantidad que exijían. Todo pasó en
silencio. Yo cumplí con lo que Moya había ofrecido a esos ladrones de honra i de dinero.
Ocho años después uno de aquellas maleantes enfermó de gravedad, solicitó mi asistencia
médica. Lo libré de la afección que pudo causarle la muerte. Agradecido de ese supremo
servicio, llorando, me refirió el orijen de lo que él i su compañero me exijieron azuzados
por un malvado colega celoso de mis triunfos profesionales. No quise aceptar la paga de
mis honorarios ni tampoco parte de lo que él había recibido en aquella extorsión. Muchos
años después encontré al otro, el más perverso, pidiendo limosnas en las calles de una
ciudad del Cibao. Le di lo suficiente para que comiera ese día i el perdón que no merecía.
El promotor de aquel vil atraco en San Francisco de Macorís, recibió de mí el inútil cuido
que le di cuando, años después, yacía en cama esperando los últimos momentos de su
azarosa vida.
A pesar de las tribulaciones arriba descritas, i otras, yo no dejaba de ensanchar mis co-
nocimientos durante las horas que la clientela me lo permitía. Estudiaba e inventaba para
suplir aparatos i métodos cuya adquisición era difícil.

Anti-germanófilo
La Primera Guerra Mundial (1914-1918) me hacía desviar un poco de la Medicina, mi
quehacer habitual, sin olvidar que los enfermos debían formar el núcleo de mis actividades.
Alguien, en Francia, indicó a alguna alta autoridad diplomática de allá que yo debía repre-
sentar i hacer propaganda a ese país, sobre todo en el Cibao, para contrarrestar la que hacían
los germanófilos dominicanos en contra de aquella nación. Puse en manos mi deber, mi en-
tusiasmo i mi agradecimiento a la heroica Francia, en donde recibí tanta i tan útil instrucción
para mejorar mis conocimientos. “A B C”, el semanario publicado por el Licdo. Moya, me
brindó sus columnas para que yo escribiera i comentara los sucesos de esa guerra. Consulté
mapas, descripciones históricas, críticas marciales, etc., para ayudarme en la redacción de
mis escritos, los cuales eran leídos i reproducidos sobre todo en Santiago.

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

Mis predicciones muchas veces precisas, firmadas con mi viejo pseudónimo de Sully-
Berger, eran mui solicitadas.
En aquella época el poderío norteamericano había invadido a nuestro país. Esos mili-
tares no me hicieron daño personal hasta un día en que solicitaron mis servicios médicos
para practicar la craniectomía en un sujeto moribundo que ganaba su pan i su deshonra
espiando i matando a compatriotas que luchaban por nuestra liberación. Enseguida fui a
ver a aquel accidentado. Tenía hendidos parte del frontal i de un parietal. Consideré que
si yo intervenía en ese caso, no obtendría ningún buen resultado. Así manifesté al médi-
co i al comandante de la tropa americana destacada en la provincia. Ambos militares me
amenazaron con prisión si no operaba a ese espía. Entonces les manifesté que yo no poseía
el instrumental necesario para esa intervención inútil. No quedaron satisfechos con lo que
les dije. En ese mismo momento el Gobernador Lara les informó el deceso de aquel herido.
Respiré hondo i me felicité de no haber hecho sino un rutinario examen en aquel espía. Pero
el capitán americano no quedó satisfecho. Se quejó al Estado Mayor asentado en la Capital.
De allá ordenaron al Gobernador Marix, un sueco nacionalizado yankee, que hiciera una
investigación de lo sucedido con mi negativa de no haber hecho nada por salvar la vida
a uno de sus mejores sabuesos. El coronel llegó a Macorís acompañado de su esposa. Me
interrogaron a fondo, i después que el alto oficial oyó mi relación, se levantó y me felicitó
diciéndome: “Bien hecho” i me dio un fuerte apretón de manos. Aquella escena no fue del
agrado de quienes deseaban que me impusieran castigo carcelario o algo peor.
Algunos días después de tal suceso fui solicitado para asistir a un joven barbero que había
recibido una pedrada en la rejión parietal izquierda del cráneo. Una enfermera yankee me
ayudó en esa intervención, la cual fue un nuevo éxito para mí. Ese lauro no fue del agrado
de los mencionados jefes americanos que gobernaban en la provincia macorisana.
Nuevos desastres de salud apenaron a esa ubérrima rejión cibaeña. El primero de ellos
fue la disentería bacilar, el 2do., extensión de la fiebre tifoidea i el último, al final del año
1918, la grave epidemia de influenza, esparcida en todo el mundo. Cuando llegó a mis oí-
dos que la “gripe española” se acercaba a Macorís, solicité que se celebraran una o varias
reuniones en la sede del Ayuntamiento comunal. Aceptaron mi proposición i me autorizaron
a redactar i publicar una advertencia acerca de las precauciones que se debían tomar para
que aquella infección no causara la hecatombe que enlutecía a varias rejiones de nuestro
país. En concisa propaganda preventiva aconsejé medidas para que la epidemia no causara
graves daños. Prescribí el uso permanente de la careta bucal i nasal, similar a la que usan los
cirujanos. Dividí la ciudad en cuatro sectores para que en ellos no faltase comida ni otra clase
de asistencia médica i social. Cuando a orillas del pueblo sucedió el primer caso de gripe
maligna, algunos jóvenes recalcitrantes contra mis órdenes (a la sazón yo era el médico oficial
del Ayuntamiento) se negaban a usar la mascarilla. En vista de ello, fui personalmente a la
oficina del comandante americano y le propuse que me nombrara preboste sanitario en esa
población, con poderes para hacer ejecutar las medidas que ayudaran a disminuir el peligro
que nos amenazaba. Aceptó gustoso i me dio un documento para validar mis actuaciones
en esa tarea. Ese mismo día impuse multa de cinco pesos i prisión a quienes se negaban a
cumplir mis órdenes. Días después, nadie más se atrevió a salir a la calle sin cumplir las
estrictas precauciones que hice publicar.
A pesar de esa profilaxia, la “gripe española” se extendió allí. Yo mismo salía a llevar
medicinas i alimentos a los enfermos. Dos de mis colegas, ya ancianos, fueron de los

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HERIBERTO PIETER  |  AUTOBIOGRAFÍA

primeros en sufrir la epidemia. Los otros, entre ellos un médico español, salieron huyendo
de allí con sus respectivas familias. Todos los habitantes estaban atendidos por mí i por dos
benévolos amigos i ayudantes míos: el joven Mario Estrada i el cochero Chuchú Taveras.
No reposábamos sino lo escasamente necesario para evitarnos el cansancio que nos
podría hacer daño durante esa plaga. Muchas decenas de casos graves sufrían de pulmo-
nía, complicada con el maligno estreptococo. Recordé el tratamiento de la fiebre puerperal
estreptocóccica usado en Lyon, Francia, i lo apliqué, modificado, a los casos que se me
presentaban amenazándolos de muerte. Con inyecciones subcutáneas de alcanfor i esencia
de trementina ordinaria salvé a decenas de atacados ya para morir. Sólo sucumbió uno de
ellos: Petit Frére Lalane, un acomodado i honesto comerciante, mi buen amigo, desde que
ejercí la profesión en Samaná. También usé unas cápsulas que contenían azufre, sulfato de
quinina i benzoato de soda. Me atrevo a decir que con esos tratamientos i ardientes baños
de pies con mostaza, alcancé un romedio de salvación superior a otro. No sucedió así en la
población rural ni entre los internados en la cárcel de la ciudad, carentes de la infatigable
asistencia que arriba he descrito. Tanto en unos como en otros de los sitios descuidados de
auxilio médico, la mortalidad fue tremenda. ¿Había la misma falta de buena asistencia en
el cuartel de la tropa yankee destacada en San Fco. de Macorís, en donde las defunciones
eran relativamente tan numerosas como las citadas en los parajes rurales macorisanos? Tuve
la satisfacción de haber sido llamado a socorrer a los militares yankees cuando el médico
que los atendía cayó enfermo. También asistí a los presidiarios internados en la cárcel, en
quienes se notó recrudescencia en la letalidad de esos militares.
Acabo de señalar la penitenciaría de San Fco. de Macorís. Es necesario abrir aquí un
paréntesis en donde disentiré de uno de los episodios más arriesgados en el cual mis
desleales colegas de allá emplearon para destruirme. En uno de los tantos disturbios
políticos que sucedían en esa rejión (antes de la invasión americana), la cárcel –ciudadela
de San Fco. de Macorís– fue incendiada con el objeto de hacerla desalojar por sus defen-
sores. Aquella fue una noche de terror en todo el pueblo. Mi vecino, el Licdo. Moya i su
esposa, que habitaban en una casa de mampostería, nos invitaron para que mi familia i
yo nos alojáramos en su morada. Sin perder minuto fuimos allá, en donde encontramos
a Pablo Pichardo i su familia, i también a mi profesor de inglés, Mister Anthonyson. Allí,
bajo el ruido de cañones i otras armas de guerra, supimos del incendio ocurrido en dicha
fortaleza. Al otro día Moya i yo fuimos a fotografiar las ruinas humeantes i los muertos
que aún yacían abandonados. Entre los fallecidos figuraba el dentista John Molina, jefe de
los derrotados. Este joven fue mi querido condiscípulo en la escuela La Fe. Entre mi vecino,
otros de nuestros amigos i yo, recojimos los heridos e hicimos otras dilijencias propias de
esos momentos calamitosos.
Algunos días después las tropas vencedoras de aquella noche entraron victoriosas. No
tardé en dedicarme a asistir a los nuevos heridos. En esa faena se me enfrentó un sujeto
vociferando: “¡Este fue quien pegó fuego a la cárcel!”, amenazándome con una carabina. Le
arrebaté el arma. Dos de sus compañeros, conocidos míos, evitaron que ese lance terminara
en una trajedia. Sin embargo, me llevaron a la cárcel. Después de pasar un rato en un salón
me introdujeron en una de las mazmorras, tan estrecha que apenas nadie podía echarse
a dormir. Una hora después metieron allí a un carpintero a quien yo estaba asistiendo de
tuberculosis. Llamé a un custodio i le expliqué mi situación. Entonces, afortunadamente,
apareció el Jral. Lico Pérez, mi viejo amigo i defensor durante mi servicio militar en Santo

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Domingo, quien ordenó que me pusieran en libertad, pero bajo la condición de que, para
evitar que me hicieran más daño, enseguida tomara el ferrocarril que ese día iba a Sánchez.
Allí fui en calidad de exiliado. Durante mi viaje a aquel puerto cavilé acerca de la falsedad
de incendiario con la cual aquel guerrillero me había acusado. Al conversar sobre esa men-
tira con uno de mis compañeros de viaje, este me aclaró el orijen de tal patraña. Me dijo
que cuando ardía la fortaleza se oyeron vivas a “Piter”, i que todos los combatientes habían
atribuido a mí la proeza. Como ya he dicho, durante esos trájicos momentos yo estaba
refujiado en la farmacia de Moya, acompañado de nuestras respectivas familias i también
por el ya nombrado Mr. Anthonyson. El orijen de ese error fue éste: la verdadera persona
que lanzó la bomba de petróleo en ese sitio fue un joven combatiente llamado Peter, (pro-
núnciese Piter). Esa fue la causa de la ignominia que por poco me hubiera costado la vida
i una de las más vergonzonas afrentas. Supe después que dos colegas míos residentes en
Macorís, impertérritos en sus maldades contra mí, fueron los que acomodaron ese error con
el fin de perjudicarme i, cuando menos, obligarme a abandonar mi residencia i mi clientela
en aquella población, en donde también practiqué alta cirujía. Entre las intervenciones de
esa talla mencionaré: 1ro. la atrevida incisión de una enorme aneurisma de la arteria sub-
clavia izquierda; en esa cavidad, después de vaciar los coágulos que contenía, introduje un
rosario de torundas de gasa aséptica, cuyos fragmentos, atados los unos a los otros, extraje
sucesivamente, uno a uno cada dos días. Al cabo de dos semanas, extraje el último. El refe-
rido sujeto curó definitivamente. Durante esa nueva operación el hermano del enfermo me
amenazó de muerte cuando vio la sangre que brotó de la incisión necesaria para limpiar la
cavidad del aneurisma. Mi amigo Don Pablo Pichardo dio la anestesia clorofórmica en esa
impresionante tarea.
Otro sensacional caso de cirujía fue el de una pobre adolescente campesina, cuyo
cuerpo fue llevado a mi consultorio sobre una burda camilla i parte de sus intestinos
en una litera. Había caído de una mata de guásuma i su vientre fue herido por un trozo
de leña que yacía cerca del tronco de ese árbol. La jovencita salió corriendo i gritando
cuando vio algunas de sus tripas que rodaban por el suelo i dos perros la amenazaban
con destrozarlas.
Sin ninguna turbación ejecuté la laparatomía impuesta en esos casos. Uno de mis clientes,
vecino de mi domicilio, me ayudó a emprender esa operación. Limpié tranquilamente el
interior i el exterior del abdomen, hice igual con los intestinos i las otras vísceras abdomi-
nales, i cerré la piel no sin poner en ella dos drenes, uno profundo i el otro superficial. Esa
corajuda muchacha se recuperó totalmente en menos de dos semanas.
—Entre mis distintos atareos profesionales debo mencionar uno, ordenado por dis-
posiciones del sino que siempre nos acecha: Una joven pareja de novios campesinos que
por tercera vez se habían decidido a celebrar sus bodas i tres veces fueron impedidos por
razones extraordinarias. Después de esas frustraciones, por fin, una extensa comitiva de sus
familiares i amigos los acompañaban al matrimonio, en el pueblo, cuando antes de vadear el
arroyo de Güisa dos corceles, los de los novios, se encabritaron i resistieron a continuar en
el camino. En vano les bañaron las patas en ese momento. Al fin fueron forzados a ir a la otra
orilla, pero tan furiosos estaban que el animal del novio le pateó de tal modo que lo derribó
con una profunda herida en la frente. Lo llevaron a mi consultorio i allí lo atendí i le inyecté
vacuna antitetánica. El Juez Civil i el sacerdote dieron fin a esa soltería, después de lo cual
la compunjida caravana regresó a su poblado en donde la celebración del matrimonio

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HERIBERTO PIETER  |  AUTOBIOGRAFÍA

no fue lo usual. Cinco días después dos amigos de los recién casados vinieron a buscarme.
Cuando llegué al flamante bohío encontré allí no una luna de miel, sino de hiel. El marido
sufría de tétanos fulminante. Emití un pronóstico sombrío. El sujeto murió después, en
horrible agonía. No bien lo acomodaron en el ataúd, llevaron su caballo lejos del velorio i
lo ejecutaron con un solo machetazo en la cerviz.
Pero el empeño más patriótico que he realizado en toda mi vida se desarrolló en los
siguientes episodios: Bajo el mayor secreto, yo enviaba remedios a mis compatriotas que
en la Loma Azul i en otras rejiones del Cibao luchaban contra los yanquis. Así pude salvar
la vida de mi amigo Luquita Camilo i de otros combatientes. Una noche, mui nublada, mi
compadre el Licdo. Luis F. Mejía i Virjilio Trujillo llevaron a mi casa un hombre disfrazado
de mujer para que le curara unas extensas quemaduras en el pecho i en el vientre. Ese sujeto
era el famoso Cayo Báez, víctima de Bacalow i del Capitán César Lora, quienes lo habían
torturado con machetes incandescentes i otras atroces maldades. Asistí a ese corajudo
patriota, le di de comer i enseguida fui a buscar a mi vecino, el Licdo. Carlos F. de Moya,
para que me ayudara a fotografiar las quemaduras de ese infeliz. Estuvimos trabajando
hasta un poco antes de la madrugada. Los mismos que me trajeron a Cayo se lo llevaron
hasta que lo entregaron a quienes los esperaban escondidos detrás de unos matorrales a
orillas del río Jaya. En noches sucesivas a esa corajuda empresa, Moya i yo imprimimos
centenares de tarjetas postales que describían las espantosas lesiones del pobre Cayo Báez.
Esas pruebas fueron enviadas a la Capital i con ellas se reforzó la intensa propaganda que
en el mundo entero se demostró la calidad de los suplicios que sufría nuestro país bajo la
potencia de quienes desde hacía cuatro años, nos estaban martirizando. Gracias a la labor
desarrollada en el exterior por un grupo de patriotas encabezados por el Dr. Francisco
(Pancho) Henríquez i Carvajal, las fuerzas de la ocupación americanas abandonaron la
República.
A pesar de tantas bregas profesionales i otras no menos forzosas, no olvidé mi vieja
dedicación, la literatura. Aris Azar, Adán Aguilar, Pablo Pichardo me acompañaban en
ese frecuente, delicioso i fructífero pasatiempo. En la librería del Prof. Aguilar leíamos i
discutíamos nuestros escritos. Allí nació nuestra pretenciosa revista literaria Alpha, de escasa
circulación.
Además de esa distracción, mi empedernida afición a la fotografía hacía progreso tanto
del lado artístico como científico. Aproveché la ocasión de una feria rejional celebrada en
Santiago de los Caballeros para exponer allí mis producciones. Exhibí placas positivas, en
colores, las primeras ejecutadas en nuestro país. Inventé un método para revelarlas, cuya
fórmula i modus operandi todavía envejece en mi archivo. También expuse positivos en
concursos de Francia, de los EE. UU. de América i en Dinamarca. Todavía conservo un
libro de arte fotográfico con el cual me adjudicaron un premio en un concurso celebrado en
Boston. La fotomicrografía médica i el bromoil, de cuyas pruebas poseo algunas, también
ocupaban mis solaces domingueros o nocturnos.
I para llenar algún vacío en mis actividades accedí a ruegos de mi querido amigo el Dr.
Perrot para montar un apiario moderno, científico, más bien con el propósito de estudiar la
biolojía i labores de las abejas, no para obtener ventaja comercial. Esa, para nosotros nueva
afición, la practicábamos a pocos pasos de la Estación del ferrocarril de San Fco. de Macorís.
Cuando sucedían combates entre bolos y coludos esas trifulcas nos impedían gozar el placer
de manejar nuestras colmenas.

85
COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

Me instalé en el pueblo de Sánchez. Allí vivían muchos de mis antiguos clientes


cuando yo trabajaba en Samaná. Además, fui nombrado médico de la compañía dueña
del ferrocarril Samaná-La Vega, en sustitución de mi viejo amigo el Dr. Charles Perrot, a la
sazón, vacacionando en Francia.
Dos semanas después de mi arribo a Sánchez estalló la primera guerra mundial (1914).
Cuando se restableció la paz en San Francisco de Macorís regresé allí con mi familia.
Ya el Dr. Perrot se había marchado de nuevo para Francia a cumplir su deber en la guerra.
(Septiembre, 1914).
Reanudé mi labor, que fue más intensa que nunca. Tuve algunos descalabros económicos
que disminuyeron el monto de los ahorros que hacía con la intención de volver a París tan
pronto terminará la contienda universal. Mientras tanto, como ya he dicho, me dediqué a
hacer intensa propaganda a favor de los Aliados en aquel terrible conflicto.
El día que se firmó la paz con la derrota de los boches celebramos ese evento.

Segundo viaje a París


No fue fácil conseguir medios de transporte para ir a Francia. Por fin, en 1920 pude
encontrar pasaje para mí i mi familia. Llegamos a París. La primera mala noticia que tuve
fue la grave herida que sufrió nuestro amigo Perrot durante uno de los fieros combates
cerca de Verdún. Lo encontré deprimido. Su mano derecha estaba inutilizada. Ya no podía
ejercer la cirujía.
Enseguida me dediqué a ampliar mis estudios profesionales. Me inscribí en el tercer curso
de la Facultad de Medicina i en la Escuela de Puericultura de la Universidad. Intensifiqué
mis conocimientos en Pediatría bajo la tutela de varios de los más afamados especialistas
en esas asignaturas: Broca, Marfán.
Entretanto, hice mi primer viaje a Berlín. Allí en el Hospital de La Chanté, tomé un curso
de cirujía infantil que duró tres semanas, durante las vacaciones del verano de 1921.
Después que me aprobaron todos mis cursos ordinarios en la Facultad de Medicina de
París, escribí mi tesis sobre el Cáncer del Pulmón, bajo la dirección de mi querido patrón en
el Hospital Saint Antoine, el Prof. Antoine Chauffard. Ese trabajo, la culminación de mis
aspiraciones, fue calificado con nota de Bueno en la tarde del 2 de enero de 1923.
Continué asistiendo a los hospitales en donde pude estudiar casos cancerosos que yo
nunca había visto, i los cuales sirvieron para ampliar mis conocimientos en Cancerolojía.
También, recomendado por mi amigo el importante masón Dr. Salvador Paradas, asistía a
varias sesiones de una lojia masónica “La Fraternité des Peuples”. Allí reanudé las amistades
que había descuidado mientras estuve atareado en mis cursos finales en la Facultad. Entre mis
cofrades más íntimos debo citar a M. Le Duc, quien consiguió para mí un apreciable descuento
del pasaje marítimo que utilicé en el viaje de Burdeos a Santo Domingo.

En Santo Domingo
Llegué aquí con mi familia después de agotar casi el último centavo de lo que llevé para
nuestra subsistencia en Francia. Ninguno de mis deudores en Samaná, en San Francisco i
en San Pedro de Macorís cumplieron con sus respectivos compromisos. Todos me causaron
pérdidas que jamás pude recuperar. La inesperada e importante baja del precio del azúcar,
que hizo fracasar a todos los que, como yo, invertimos dinero en el cultivo de la caña, sufri-
mos el resultado de esa desventura.

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HERIBERTO PIETER  |  AUTOBIOGRAFÍA

Afortunadamente, enseguida que llegué a la Capital conquisté importante clientela


entre la gente de pocos recursos económicos. Antes de poderme instalar con el escaso
mobiliario que de segunda mano pude adquirir, reduje mi labor en un apartamento no
mui adecuado para contestar a quienes reclamaban mis servicios. Aún así, desde que pude
echar en bolso algunos chavos, decidí ir a San Fco. de Macorís, de donde había recibido lla-
madas para que de nuevo fuera a vivir allí. Hice, pues, ese viaje. Me recibieron con la banda
de música municipal i con repetidos vivas que juzgué sinceros. Desde que llegué, algunos
de mis viejos clientes reclamaron que les hiciera consultas. Varios de ellos desearon que yo
aceptara alojamiento en sus respectivos hogares. Me hospedé en la única limpia posada que
juzgué adecuada para mí. Durante dos días fluctué entre si debía o no volver a ejercer en
aquella ciudad. En un momento de entusiasmo alquilé una casa para si decidía volver allá.
Pero después de pagar por adelantado el primer mes de arrendamiento de ese inmueble,
supe que en una farmacia de allí se tramaba un plan con el objeto de que yo me desilusionara
i no regresar para asistir a mi fiel clientela. Supe también que algunos médicos residentes
en todo el Cibao, inclusive los de Macorís, trabajaban con miras políticas, que no cobraban
directamente a quienes daban servicio sino a los respectivos jefes de las facciones que se
disputaban ser electores ya a favor de D. Pancho Peynado o de mi ex-cliente el Jral. Horacio
Vásquez, ambos aspirantes a la Presidencia de la República. Cuando adquirí la certeza de
tales maniobras, definitivamente decidí trabajar en Santo Domingo. A mi buen amigo el
Licdo. Carlos F. de Moya i a otros de mis buenas amistades no les agradó esa resolución. Al
notarles desagrado les prometí que cada quince días yo volvería a pasar siquiera tres jornadas
junto con ellos. En lo que atañe a los no flacos intereses que dejé allí bajo la administración
de tres personas que juzgué honradas, nada pude recuperar.
Regresé a la Capital con algún dinero para comer i continuar las instalaciones de mi
consultorio i de mi vivienda. La clientela de jente pobre aumentó cada día. Esas humildes
personas propagaron entre ellas i aun, entre acomodados i ricos, la minuciosidad de mi
labor, la exactitud de mis diagnósticos i la relativa modicidad de mis honorarios. Esa jente
propagó varios de mis “aciertos” profesionales. Otros, menos pobres y no pocos acomoda-
dos i ricachos comenzaron a ser mis clientes. I a pesar de que entre unos i otros fallaban en
pagarme mi labor, me contentaba con lo que a duras penas podía cobrar.
Como yo nunca había ejercido la medicina aquí, ignoraba las dificultades que la mayor parte
de los médicos sufrían en el lado pecuniario de nuestra profesión. Con el objeto de estimar la
dimensión de esa costumbre, encargué a mi cobrador que hiciera una encuesta en la calle José
Reyes, desde la iglesia de Regina Angelorum hasta el templo de Las Mercedes. De cada diez
familias que allí vivían, seis de ellas vinculadas con galenos o por desidia o por estafa, dejaban
de satisfacer la deuda que contraían con sus médicos. Estos trataban de compensar esa falla
recibiendo un tanto por ciento del dinero que sus clientes gastaban en las farmacias que despa-
chaban las fórmulas prescritas i también recibían de sus cocheros parte de lo que esos pobres
aurigas cobraban de los moradores en donde ellos conducían a los galenos.
Como yo no debía traficar de ese modo, resolví no conceder crédito a quienes podían
solventar mis honorarios. A partir de esa medida, me consideraron exijente, pero así di
comienzo a vivir más desahogado i a ahorrar dinero.
Poco después de mi instalación en la Capital recibí un telegrama de Sabana de la Mar
requiriendo de mí que fuera allá para consultar a un terrateniente suizo, conocido mío cuando
yo vivía en Samaná. Fui allá. Alcancé a aliviarlo en su precaria salud. No recibí ni un solo

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

centavo para ese largo viaje, sino una constancia de mis honorarios escrita en el testamento
ológrafo del enfermo. El notario o el abogado del moribundo propalaron esa noticia, quin-
tuplicando la verdadera cifra monetaria que yo obtendría según el referido documento.
Esa mentira fue publicada en el diario más leído en el país, lo que, sin duda, hizo aumentar
mi prestijio entre los pudientes, i presuntos clientes de toda categoría. Nunca obtuve ni un
sólo centavo de la “herencia” que el occiso me adjudicó en vez de los honorarios que debía
cobrar por aquella labor profesional.

XVI. Pediatría
Mi anuncio como pediatra graduado en la Escuela de Puericultura de París dio motivo
para que, repentinamente i con urjencia, el Consejo Universitario de aquí nombrara ipso
facto al Dr. Rodolfo Coiscou como Profesor de Pediatría en el Instituto Profesional. Aquella
premura no fue desapercibida por nadie. Era una traba para que yo no pudiera aspirar a
tal nombramiento. Mis clientes no tardaron en comprender esa maniobra. Así fue como mi
tarea de medicina infantil se hizo palpable en cantidad i en calidad.
Antes de haber sido elejido Presidente de la República el Jral. Horacio Vásquez, mi
viejo conocido desde el Cibao, envió a D. Víctor Lalane a proponerme como candidato a
la Senaduría de Samaná, i trabajar ese cargo en contra de mi amigo i colega el Dr. Alberto
Gautreau. No acepté dicha proposición, primero porque nunca he querido ocuparme de
asuntos políticos; segundo, porque durante i después de enfrascarme en la cosa pública yo
perdería la clientela que me estaba favoreciendo i también porque el Dr. Gautreau hubiera
considerado esa actitud mía como una falta de aprecio a su persona.
Para calmar el desagrado del Jral. Vásquez, le sometí la idea de nombrarme Director del
Laboratorio Nacional, cuyo cargo estaba vacante. Me complació no con buenas ganas. En
ese puesto modifiqué varias disposiciones i sujerí algunas reformas necesarias para el mejor
funcionamiento de esa oficina. A principios de marzo de 1925 un oficial de Sanidad llevó a
mi despacho muestras de arroz extranjero para ser analizadas. El resultado de una de esas
pruebas la calificó impropia para el consumo. Volvieron a traerla con un pretexto fútil. Reiteré
dicho examen. El resultado fue idéntico al anterior. Al otro día de enviar el oficio referente a
ese último análisis recibí una comunicación de la Presidencia i en ese oficio gubernamental
se cancelaba mi nombramiento. Fue una liberación para mí, sobre todo porque esa labor
perjudicaba a mi creciente clientela.
Entregué, bajo inventario, los inmuebles de ese Laboratorio. Al día siguiente publiqué en
el Listín Diario los motivos que orijinaron esa destitución. El Ministro de Sanidad respondió
a mi artículo con visible irritación. No quedé complacido con los exabruptos del Sr. Ministro,
i para cerrar esa polémica inserté en dicho periódico la causa que motivó esa disposición i
también publiqué, en la misma edición, un pequeñísimo anuncio en el cual yo pedía comprar
cierto volumen editado por las autoridades de la recién extinta intervención americana en
nuestro país. Ese, al parecer simple reclamo, terminó la desagradable disputa que en esos
días perturbó el ritmo ocupacional con mi clientela.
Años después, D. Horacio reanudó conmigo el afable trato que me daba antes de esa
disputa. Los allegados al Sr. Ministro de Sanidad, convencidos por las razones que yo tuve
cuando rechacé el consumo de dicho arroz, se mostraron benevolentes para mí. Felizmente,
esa poco común reconciliación todavía perdura.

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HERIBERTO PIETER  |  AUTOBIOGRAFÍA

En agosto de 1925 la Sanidad me invitó a que fuera a la Avenida España a examinar un


enfermo sospechoso de sufrir viruela. Otros médicos ya lo habían examinado. No aceptaron
tal diagnóstico. En verdad, ese sujeto presentaba todos los signos i síntomas de ese que-
branto. Como yo notara que no estaban satisfechos con mi opinión, llamé al Dr. Wenceslao
Medrano, Jefe de los médicos militares, para que comprobara mi diagnóstico. Cuando él lo
aprobó, le sujerí que para evitar la misma epidemia que nuestro país sufrió en el 1922, se
debía vacunar, manu militari a todos los que habitaban en esa manzana i a los colindantes
con ella. Durante horas de la siguiente madrugada se procedió a esa vacunación. Hubo
protestas, sustos, lágrimas, orijinadas por esa sorpresa, tanto más cuando en esa época la
Capital vivía aterrorizada con inusitados desmanes gubernamentales. Así fue como, gracias
al recuerdo de lo que hice en San Fco. de Macorís, durante los meses de la gripe española
allí, merced a ese único sistema, evité que brotara otra epidemia de viruela. En esa, como en
otras ocasiones, mis maestros fueron adictos a las prácticas del Jral. Gorgas en las epidemias
de la fiebre amarilla i del paludismo en Cuba, en el Canal de Panamá i las Filipinas “Mano
militar o muerte”, tal fue la divisa de las campañas sanitarias en los países colonizados por
los norteamericanos.

Profesor universitario
El Gobierno de Horacio Vásquez me nombró Profesor de Medicina en la Universidad
de Santo Domingo. —Cuando el Jral. Trujillo se apoderó del Gobierno, hice que el nuevo
Presidente, Licdo. Estrella Ureña, ratificara mi reciente nombramiento, que no fue bien
acojido en dicha Universidad. El Dr. Arístides Fiallo Cabral fue uno de los que rabiaban
contra mí. De nada le valió esa inquina. Mis nuevos alumnos estaban contentos con el
método de estudios a que les sometí. Durante años fui maestro en esa enseñanza, hasta que
una mañana, durante la investidura de unos alumnos míos, denuncié, en pleno salón, la
futilidad de la exajerada pompa desplegada en esas ceremonias, parecidas a las impuestas
por Hitler i por Mussolini. Aquello fue una bomba destructora del orgullo de Trujillo. El
Dr. de Marchena, mi venerado i buen amigo, temió por mi vida i aconsejó a mi antiguo
condiscípulo, el Licdo. García Gautier, que me custodiara hasta dejarme seguro en mi casa.
Ese día Trujillo estaba ausente de la Capital. Seis días después, tan pronto regresó, uno de
mis “compañeros” profesor de la Facultad de Medicina, corre-ve-idile del tirano, le denun-
ció lo sucedido en aquella investidura. Enseguida Trujillo dio orden para que anularan mis
funciones como catedrático, publicó en el Listín un mandato recomendando a los emplea-
dos públicos que no utilizaran mis servicios médicos i mandó a que yo me presentara en
el Palacio Nacional para amonestarme i hacerme recordar lo que él, Trujillo, acostumbraba
hacer a sus enemigos. Fui sustituido por Elpidio Ricart.
Mi amigo i antiguo condiscípulo, Abelardo Nanita, sentado en su despacho, frente a mí,
me leyó esas instrucciones. Sin inmutarme, le dije que yo no ignoraba la suerte que corrieron
todos los que se atrevieron a perturbar al Sr. Presidente. Salí del Palacio haciendo el propósito
de emprender largo viaje por Europa. Días después llevé a cabo esa resolución.

Tercer viaje de estudios a Europa


Dos años después regresé del Viejo Continente, enriquecido con nuevos conocimientos
adquiridos en hospitales de Francia, Béljica, Alemania e Italia. Aquellos años de tranquilidad
espiritual me proporcionaron inmensos beneficios profesionales i culturales.

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

Recién llegado a mi domicilio, Trujillo envió al Dr. Robiou para invitarme a volver a mis
faenas en la Facultad. Le expuse algún pretexto para excusarme de no aceptar esa propues-
ta. Dos horas después volvió Robiou, acompañado de mi querido maestro el Dr. Salvador
Gautier, quien me aconsejó aceptar lo que Trujillo me proponía. Al sentir que ambos visi-
tantes estaban preocupados, acepté volver a la Universidad. El mismo Trujillo me solicitó
para rendirle un servicio de mi profesión. Lo complací i durante esa audiencia recordamos
el buen éxito que alcancé cuando asistí a la Sra. X, atacada de paludismo pernicioso. Desde
el día de esa reconciliación, volví a ser consultante ocasional de sus achaques i de los de
algunos de sus familiares.
Mi clientela i mis haberes resucitaron i continuaron aumentando.
Cuando en septiembre de 1930 un fuerte ciclón hizo estragos en nuestra capital, prodigué
servicios i dinero a infinidad de heridos, de infectados por disentería i establecí, a mano
militar, la vacunación antitetánica a todos los accidentados.
Además, en varias casas de concreto de mi propiedad, di alojamiento gratuito a más
de trescientas personas que arruinadas por el huracán, huyeron de sus domicilios. En esos
días mi intensa labor, de día i de noche, agotaban mis fuerzas, tanto más cuanto que sufría
al ver a mi hija mayor, Carmelita, inmóvil a causa de una fractura ocurrida en la noche del
ciclón. Nunca había yo soportado tantas ineludibles calamidades.
Después comencé a gozar, con nuevos progresos en mi capacidad profesional. Mis
cátedras en la Facultad de Medicina eran concurridas con el mayor interés de los mejores
estudiantes. Me empeñaba en ilustrarlos con proyecciones fotográficas elaboradas por mí.
Les indicaba hacer estadísticas de casos de paludismo, de filariosis i de otras enfermedades
que abundan en nuestro país. Tanto ellos, como yo mismo, disfrutábamos placer en esas
labores i en otras prácticas necesarias para aumentar sus conocimientos.

XVII. Liga Dominicana contra el Cáncer


En el año 1924, mi querido amigo i antiguo condiscípulo, Esteban Buñols, nos trajo
de La Habana una magnífica idea: establecer aquí una Liga contra tumores malignos.
De ahí nació nuestra “Liga Dominicana contra el Cáncer, Inc.” Junto con varios médi-
cos, muchos de ellos ex-discípulos míos, se fundó dicha Institución. Desde entonces,
gratuitamente, trabajé en ella, asistiendo a cancerosos i leucémicos, pronunciando
conferencias, haciendo viajes al extranjero para ponerme al día en la especialidad que
adopté desde el año 1923, antes de presentar mi tesis en París sobre Un caso de cáncer
pulmonar. También, durante mis funciones en nuestra Liga, publiqué i continúo publicando
varios artículos al respecto de nuestra prensa diaria i en revistas científicas del exterior.
Con el mismo fin personalmente he extendido hasta las provincias mi propaganda verbal
contra esa dolencia. No he dejado de representar a nuestra Liga en Congresos celebrados
en el extranjero, en los cuales he leído ponencias i he intervenido en discusiones acerca de
Cancerolojía. Desde que se fundó nuestra Liga, contribuyo a su sostenimiento pecuniario.
Ya he invertido decenas de miles de pesos, a título gratuito, para construir el edificio que
ocupa el actual Instituto de Oncolojía i proveerlo de diversos instrumentos indispensa-
bles para su funcionamiento. Tal es mi dedicación gratuita a ese respecto que, también
con mi propio peculio he construido un apartamiento anexo a ese Instituto para vivir
en él i así poder ejercer, con mayor eficiencia, mis deberes como Presidente de la Liga i

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HERIBERTO PIETER  |  AUTOBIOGRAFÍA

Director de nuestro Instituto. Las actas de nuestras sesiones, la opinión de las Hermanas
Mercedarias de la Caridad, médicos i otros operantes de nuestro hospital, la clientela que
va allí, los libros de nuestra contabilidad, desde el principio manejados por el acucioso
Dr. Machado, así como otras incumbencias, pueden demostrar el fervor, la prudencia, la
pulcritud i la honradez de nuestras labores en esa caritativa empresa. Menos uno, todos
los rejímenes gubernamentales que se han sucedido en nuestro país, desde la fundación
de esa Liga i de nuestro nosocomio, han cooperado en nuestra empresa. La garantía de
nuestra probidad i solvencia ha promovido magníficas intenciones en algunas provincias
del pueblo dominicano i de otras naciones que están luchando por dar mejor tratamiento
a esos malignos quebrantos. Las tarjas de bronce que adornan el vestíbulo de nuestro
hospital denuncian la filantropía de aquellos que nos han ayudado con abundante dinero
i con otros auxilios.
Como es natural en la maldad del comportamiento humano, la “Liga Dominicana contra
el Cáncer”, sociedad estrictamente benéfica i educativa, ha salvado escollos en su camino.
¡No importa! Continuaremos en la misma vía que hemos trazado para llevar a nuestros
pobres cancerosos la piedad i el tratamiento que exije nuestra misión.
No me contenté con dedicar tiempo i peculio al socorro de los verdaderamente necesita-
dos. He establecido en el Santo Cerro un amparo para niñas huérfanas de padre i madre: la
“Fundación Pierre-Bennett-Pieter”, la cual financiaré en vida i después de mi fallecimiento.
No sé el alcance que tendrá ese indispensable refujio, pero, salvo desgracias inevitables,
llegará a evitar muchas desventuras morales i materiales a centenares de infantes, ado-
lescentes i jóvenes infelices que están al borde de profundos infortunios. En el año 1970
comencé a socorrer otras Fundaciones, destinadas al mejoramiento de niñas huérfanas que
carecen de quienes deben sustentarlas. Esas congregaciones son: la del “Cardenal Sancha”,
“Los Sagrados Corazones”, asilo “Srta. Mercedes Amiama” i el “Sagrado Corazón del Niño
Jesús”. Todos esos refujios están ubicados en o cerca de Santo Domingo. Las compasivas
Hermanas Mercenarias de la Caridad, i posiblemente otras congregaciones de igual carácter,
me ayudarán a llevar a cabo ese experimento.
Mi placentera labor en la Liga Dominicana contra el Cáncer i en el Instituto de Oncolojía
no se limitaba a servir a los cancerosos que acuden allí, sino que, aún aquellos indijentes que
están cerca de morir en su propio domicilio, cuentan con la asistencia nocturna de las Siervas
de María, a quienes doi i siempre daré mis subsidios monetarios para que puedan cumplir con
el propósito de esa caridad. Todas las disposiciones que he inventado para ser útil a quienes
positivamente las merecen, han sido consultadas con mis dos queridísimas hijas Carmelita
i Dora, quienes comparten conmigo la felicidad de servir a indudables desvalidos. Tanto
ellas, como yo mismo, nos complacemos en apartarnos de lujosas apariencias i de fastuosas
ostentaciones: así nos es más factible cumplir con los preceptos que nos impone el amor a
los pobres que sufren de lesiones cancerosas i también a niñas miseriosas expuestas a caer
en el antro de la inmoralidad.
Alrededor de todos esos quehaceres rondaba mi vieja afición a la literatura. Versos
publicados o archivados, prosa literaria (cuentos, relatos pastoriles), artículos descriptivos
de lo que veía en mis andanzas por varias rejiones del Mundo, charlas i artículos científicos
destinados a instruir a los profanos en Medicina i, sobre todo, insistente propaganda para
hacer observar reglas en la alimentación, en la profilaxia de lo peor que puede suceder en
las enfermedades cancerosas i en otros quebrantos menos graves. Así me entretenía durante

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

los ratos de menos intensas ocupaciones requeridas por mi numerosa i exijente clientela
profesional.
Como siempre, de día i hasta en altas horas de la noche, continúo ocupándome con las
enseñanzas cosechadas en libros i en otras publicaciones que puedan aumentar la instruc-
ción de mi intelecto. He tenido la suerte de no ser incapaz para aprender idiomas i dominar
la mayor parte de sus frases: francés, inglés, italiano, portugués i también, aunque menos,
el idioma alemán, el cual descuidé por no gozar de oportunidades para practicarlo en con-
versaciones con germanos. Sin embargo, cuando paso algunos días en la patria de Goethe,
o en Suiza, ese lenguaje renace en mi cerebro i en mis labios.
Parece que no he perdido tiempo en faenas que talvez pueden ser útiles para contri-
buir a mejorar algunas de las dolencias de la humanidad. Tengo el modesto orgullo de,
hasta ahora, haber sido galardonado con algunas credenciales, entre las que debo citar:
Oficial de la Légion d’Honneur (Francia); Oficial de L’Instruction Publique (Francia);
Palmas Académicas (Francia); Comendador de la Orden de Juan Pablo Duarte (Rep.
Dominicana).
Ocupo un puesto en la Sección Financiera de la Unión Universal contra el Cáncer, i miembro
de The Royal Society of Medicine, de Londres. El 5 de octubre, 1968, fui galardonado, en Roma,
con una medalla de oro que me impuso la Academia Tiberina. Mi nombre se cita en varias
obras de Medicina que tratan de Cancerolojía i de otras ramas de mi profesión. He publicado
tres ediciones de mis Apuntes de Cancerolojía, opúsculo bastante solicitado por algunos galenos
i estudiantes de varias partes del Mundo.
Aunque nunca he sido aficionado a actuaciones políticas, no he dejado de interesar-
me por el bienestar del pueblo en donde nací i habitualmente resido. Una de las veces
señaladas con ese natural sentimiento fue cuando, al apadrinar en la investidura en el
doctorado de uno de mis discípulos, me irrité al ver un pomposo retrato de Trujillo ro-
deado de flores, ante el cual todos los que pasaban frente a él, en esa ceremonia, debían
inclinarse. Al llegar mi turno, en vez de hacer esa fastidiosa reverencia, pronuncié en voz
alta, unas frases violentamente improvisadas, en las que delaté la pobreza de la instrucción
en todos los cursos de la Facultad de Medicina de nuestra Universidad, comparada con
el fastuoso rito del acto que estábamos celebrando. Entre otras palabras dije que sólo los
villanos, asalariados por Hitler i Mussolini, se atrevían a molestar la conciencia de quie-
nes repudiamos esas lisonjas. Aquella inesperada bomba fue lanzada en pleno ambiente
nacional trujilloniano, cuando nuestro César (?) afiliado a aquellos dos tiranos en plena
segunda guerra mundial, se consideraba indestructible e inatacable. El Señor Rector de la
Universidad, que fue mi antiguo condiscípulo en la Escuela Preparatoria “La Fe”, quedó
atónito frente a mí. Pero enseguida descendió de su tribuna, cruzó el salón, penetró en la
Secretaría Universitaria i al poco rato regresó a su atril para injuriarme con frases que no
encajaban en la pájina de esa académica reunión. Entre otras sentencias, lo oímos vociferar:
“¡No sólo de pan vive el Hombre!”.
Ahora continúo encuevado en el departamento que ocupo en el segundo piso de este
hospital. Pronto comenzaremos a construir el tercer piso. La afluencia de cancerosos que
vienen a nuestras consultas, nos obliga a seguir construyendo, con las limosnas que siempre
nos dan.

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HERIBERTO PIETER  |  AUTOBIOGRAFÍA

Apéndices
Diploma
De agradecimiento al Dr. Heriberto Pieter-Bennett:
“Fue contribuyente al auxilio de la guerra americana (U.S.A.) y que su interés y su gene-
rosidad han sido sinceramente apreciadas por el Comité Americano de Auxilio de Guerra.
La Cruz Roja Americana le está hondamente agradecida y desean expresarlo por medio de
este testimonio permanente. 1942-1945.
P. Newman.
Otros diplomas:
Instituto Profesional de Santo Domingo, 24 de octubre, 1906 (Lic. en Medicina).
Resp. Logia “Cristóbal Colón”, 25 de julio, 1908.
Nombramiento de Médico de Sanidad de San Francisco de Macorís, 5 agosto, 1908.
Nombramiento de Médico del Puerto de Samaná, 26 de octubre, 1908.
Nombramiento de Médico Legista de Samaná, 29 de agosto, 1910.
Cuerpo de Bomberos Civiles de San Francisco de Macorís, Brigada de Sanidad, 2
mayo, 1911.
Consejo Superior Directivo del Juro Médico de la Rep. Dominicana, Pacificador, 21 de
enero, 1916.
Nombramiento de Médico Legista y de la Cárcel de San Francisco de Macorís, enero
17, 1918.
Exposición Regional del Cibao, en Santiago de los Caballeros, 1918. Expuse la primera
fotografía en colores aquí, en la Rep. Dominicana.
Universidad de Escuela de Puericultura de París, 23 junio, 1921.
Miembro Oficial de la Instrucción Pública, Rep. Francaise, 2 mayo, 1938.
Miembro del Ministerio de la Education Nationale Francaise, 24 de mayo, 1938.
Colegio de Profesionales Universitarios del Distrito Nacional, 3 de abril, 1950.
Comendador de la Orden del Mérito Juan Pablo Duarte, 4 de marzo, 1952.
Orden Nacional Francesa de la Légion d’Honneur, 4 octubre, 1954.
Orden de la Légion d’Honneur, Presidente Alliance Francaise, 10 diciembre, 1957.
Asociación Médica Dominicana, 27 de septiembre, 1958.
Miembro de la Academia de Ciencias, New Jersey, 21 de febrero, 1960.
Miembro de la Sociedad de Citología del Cáncer. Miami, U.S.A. 9 mayo, 1960.
Miembro de la Real Academia Española, correspondiente a la República Dominicana,
12 abril, 1962.
Societé pro Culture Francaise, 5 enero, 1967.
Miembro de la Universidad Nacional Pedro Henríquez Ureña, 24 julio, 1967.
Ateneo “Amantes de la Luz”, Miembro Honorario. 26 enero, 1968.
Sociedad Real de Medicina, Londres, 6 mayo, 1969.
Ayuntamiento del Distrito Nacional. 27 de septiembre, 1969.
Universidad Autónoma de Santo Domingo, 3 abril, 1971.
De Honor de la República Francesa.
Palmas Académicas, Francia.
Oficial de la Legión de Honor.
Gran Cruz de la Legión de Honor.
Miembro de la Royal Medicine de Londres, Inglaterra.

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

En periódicos de esta capital se publica que:


Fui el primer médico que introdujo en nuestro país el modo de utilizar el termómetro
clínico, bucal o rectal, 1911.
Fui el primer médico que introdujo en nuestro país el modo de examinar las amígdalas
i la farinje, tanto en los niños como en los adultos, 1911.
Fui el primer médico que utilizó el 606, antisifilítico, intravenoso, 1911, Echrlich.
Fui el primer médico en nuestro país que utilizó el Bismuto antisifilítico, intramuscular
i el 914. Echrlich, 1923.
Fui el primer médico en nuestro país que hizo la punción lumbar, 1911.
Fui el primer médico en nuestro país que utilizó el tratamiento sacro-coxíjenea contra
tétanos, 1930.

Las obras en que me han citado:


Journal Scientifique du Medecin. Julio, 1912.
Notas sobre la coloración de las placas de sangre, en Paludismo. Julio, 1912.
Précis de Pathologie Exotique, Le Dantec, Bordeaux, 1921.
Précis de Parasitologie, E. Brurnpt, 1936.
L’Heredité en Médicine, A. Touraine, 1955.
Reunión de Cancerología, entre Profesores del Japón, junio 1959.
Miembro del Comité Scientifique de Cancerologie. Bruxelles, 1961.
Apuntes de Cancerología, (3 tomos), Dr. H. Pieter-Bennett, 1961-4.
Revue Europeenne de Cancerologie. Dr. H. Pieter-Bennett, 1969.
Notas sobre el Médico Dominicano, 1971.
Algunos artículos que publiqué en periódicos dominicanos, Listín Diario, El Caribe.
Journal Scientifique du Medecin (Hematología).
La Nación. Dietética, varios artículos.
Alpha, San Francisco de Macorís.
Unión Internacional contra el Cáncer.
La Presse Medicale. Alcaptonuria.
El Prof. A Le Dantec me cita en su Précis de Pathologie Exotique. Páj. 293. En el año 1924
estudié una epidemia de paludismo en la bahía de Samaná. El Dr. Oliveira puede leer esa
cita.
En la páj. 537 del Precis de Parasitología hai una cita que se refiere a un estudio que hice
sobre Disentería Balantidiana, año 1936.
En la páj. 238 el Prof. A. Touraine me cita en su Genetique Generale: Mi primer trabajo
sobre Alcaptonuria. Año 1955.
En el Manual International Union Against Cancer, pájinas 67 i 91 me citan como Miembro
del Consejo de Finanzas de la Unión Internacional contra el Cáncer.
En la Revue Européenne de Cancerologie, figuro como Miembro del Comité Científico de
esa Revista, 1962.
Mi correspondencia que se ocupa de Alcaptonuria. Me escribe mi apreciado amigo el
Dr. Robert Austin Milch.
El 27 de julio de 1912 en el Journal Scientific du Medicin apareció mi artículo referente a
un procedimiento que inventé sobre la coloración de las placas de sangre para diagnosticar
el paludismo, sobre todo el pernicioso.

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HERIBERTO PIETER  |  AUTOBIOGRAFÍA

Los artículos publicados en la Revista de la Sociedad Médica Dominicana, fueron comen-


zados en el año 1904, durante varios años antes de ser graduado de Médico en el Instituto
Profesional de la Rep. Dominicana.
Mi Ponencia en el Congreso Médico de Jamaica, año 1965. Hasta hoi no ha sido publicada.
Mis artículos en periódicos i revistas publicados en nuestro país i en el extranjero, pueden
encontrarse en bibliotecas públicas i privadas.
Discursos en Provincias, propaganda a favor de la Liga Dominicana contra el Cáncer.
Recomendaciones a favor del Dr. H. Pieter-Bennett.
Loas a la maravillosa obra de Laurig V. Boethi.
Numerosos artículos en el Listín Diario, probando que Shakespeare no fue el autor de las
obras atribuidas, a las que han sido publicadas bajo el nombre de William Shakespeare.
Hasta hoi he publicado numerosos poemas, cuentos, noveletas, en francés, en inglés,
esparcidos en diarios, en opúsculos, etc., producidos aquí, en mi patria i en donde quiera
que tuve tiempo para escribirlos. Considero que la mejor i más sentida de todas esas pro-
ducciones es Agua Fuerte, dedicado a mi querido amigo Aris Azar, que hace años murió. La
Opinión, de esta capital publicó el trájico poema.
Total: 130 artículos publicados, a favor de la Liga Dominicana contra el Cáncer. Oc-
tubre, 1971.
Fecha de mi llegada definitivamente al Hospital del Cáncer: Enero, 1968.

Discursos
Discurso pronunciado por el doctor Heriberto Pieter en la inauguración del hospital
“Doctor Pascasio Toribio”
Ill. Rev. Monseñor Hugo Polanco Brito.
Sres. Secretarios de Estado de Salud i Previsión Social, i de la Presidencia,
Sr. Médico Director de este Hospital,
Señoras, Señores.
Expreso aquí mi agradecimiento para las Autoridades que me invitaron a esta ceremonia.
Hace unos cincuenta i siete años que por primera vez vine al poblado de JUANA NÚÑEZ,
archicrecido hoi bajo el nombre de SALCEDO.
Yo acababa de graduarme de médico i cirujano.
Con la firme intención de radicarme aquí, portaba una carta de mi inolvidable amigo el
Dr. José Dolores Alfonseca para su correlijionario el Jeneral Pascasio Toribio quien me acojió
con benevolencia i me ayudó a iniciar clientela entre sus conocidos.
En aquella época, su hijo predilecto, aquel que más tarde debía ser el Doctor Pascasio
Toribio Piantini, a quien hoi se dedica este Hospital, apenas contaba con 16 años de edad.
Desde que nos conocimos, el jovenzuelo i yo trabamos una amistad tan estrecha i sincera
que hasta la fecha no ha menguado.
El honor que ahora le estamos dispensando es su más valiosa acreencia i corresponde
a los méritos de su ejercicio profesional, de excelente jefe de familia, de sincero amigo i, en
jeneral, de buen ciudadano.
Desde lejos he concurrido a cumplir el deber de presenciar este acto de justo i oportuno
reconocimiento.
Espero que quienes laboren en esta casa de salud que ahora estamos inaugurando,
sepan respetar i ennoblecer el nombre que se le ha dado. Que no conviertan este hogar de

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

sufrimientos, de alivio i de resurrección en una arena en donde la política vulgar, las pasiones
rastreras, la ambición i el lucro sean los únicos motivos para aparentar un ejercicio limpio
cuyas actividades, en verdad, no figuran en las obligaciones de nuestra ocupación.
Para contrarrestar esas posibilidades yo pudiera presentar un ejemplo netamente do-
minicano, de buen clima nosocomial, en donde médicos, Hermanas Mercedarias, otros fun-
cionarios, así como sirvientes de esa Institución practican la caridad cristiana sobre la pauta
del código de Hipócrates i las reglas de la más elevada ética profesional. Pero a mí no me
toca hacerlo. Sin nombrarlo, sólo debo mencionarlo… ¡Ojalá que este reciénnacido hospital
pudiera amamantarse en el seno de las virtudes de aquel envidiable centro de cooperación
científica a la vez que humanitaria.
Antes de terminar ruego al colega homenajeado, a su querida familia i a todos aquellos
que como yo bien lo queremos, aceptar este tributo mío como una prueba de sincera i vieja
veneración a sus virtudes i a sus meritorias actuaciones.
Salcedo, República Dominicana, 30 de noviembre de 1963.

Discurso de cumpleaños (80),


Pronunciado por mí en la tarde del 16 de marzo, 1964
Damas i Caballeros:
En esta hora, una de las más solemnes en el curso de mi larga vida, agradezco a la Divina
Providencia haber permitido que yo sea uno de los que, usando artimañas i subterfujios, se
haya revelado contra la vieja fórmula 20 más 20 más 20 más 10, con la cual las Santas Escrituras
pretenden limitar el término de la existencia humana. Hoi me plazco en agregar 10 años a las
cifras de este cuatrinomio, que en vano se afana por ser ineludible. Con el fin de burlarme de
él, quizás estoi cometiendo un grave delito. Si es así, espero que el Destino me absuelva, ya que
me asiste el derecho de vivir para procurar el bien a mis semejantes –i acaso, cuando menos lo
piense o lo desee, causar alguno que otro involuntario daño a quienes tal vez no lo merecen.
Por haber cometido el insólito atrevimiento de lograr existir más de lo ordinario, he sido
castigado con la pena de ser testigo en las escenas de creciente corrupción que amenaza destruir
la urbanidad, el respeto i la piedad en todos los ámbitos de nuestro infortunado Mundo.
La inmerecida desgracia que hoi nos está envileciendo no debe alterar en mí el valioso
tesoro de gratitud acumulado por las costumbres que imperaban allá en mi infancia i aún
más tarde, durante mi azarosa mocedad.
I es debido a esa inalterable prenda de buena crianza que en este momento, más que
nunca, agradezco a mis inolvidables abuelos, a mis bien amados madre i padre la pobreza,
casi la indijencia en que honestamente vivieron cuando me educaron i la que cumplieron
hasta el fin de sus días. Junto a sus limitados recursos materiales ellos me inculcaron los
principios de la humildad. Poco a poco, merced a los consejos de esos mis antecesores, la
indijencia substancial se ha ido esfumando; pero al correr de esta era de anarquía universal
nadie puede atreverse a predecir lo que el futuro nos reserva. En cambio, la humildad ha
persistido en mí, i felizmente para mi sosiego, ese riquísimo atributo no deja de prosperar
aún en medio de las más tentadoras circunstancias.
A los bellacos que sembraron infinidad de obstáculos en la senda de mi emancipación
intelectual les agradezco el rigor de los diversos procedimientos que emplearon contra mí.
A ellos les estoi agradecido, por que en vez de entorpecer el vuelo de mis aspiraciones, lo
estimularon. Con las punzadas de ese vil acicate alcancé la meta de mi deseo.

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HERIBERTO PIETER  |  AUTOBIOGRAFÍA

Hoi también estoi obligado a recordar la bondad de las personas que se empeñaron en
darme aliento cuando en mi adolescencia i en mi incipiente juventud yo caminaba caute-
losamente evitando las espinosas dificultades que encontré en el viacrucis de mis estudios
profesionales.
Pero sobre todo, agradezco a quienes han tenido la benevolencia de preparar i dedicarme
esta demostración de pura amistad.
A mis compañeros de labor en las actividades de la Liga Dominicana contra el Cáncer,
a las misericordiosas Hermanas Mercedarias de este Instituto, a las relijiosas de otras Co-
munidades, a mis antiguos buenos colegas i buenos discípulos universitarios, a todos los
aquí presentes, así como a mis otros verdaderos amigos míos que por una razón u otra no
se encuentran ahora en esta sala, encarecidamente les ruego aceptar mi más sincero recono-
cimiento junto con la no menos cierta gratitud de mis más queridos familiares.
No me es posible dar término a esta plática sin evocar la memoria de aquellos ya falleci-
dos maestros i fieles compañeros míos que nunca tuvieron celos ni pusieron trabas cuando
contribuían en el buen éxito de mis ocupaciones ministeriales. En honor de aquellos des-
aparecidos, las más hermosas flores de mi recuerdo vivirán en mi memoria i aseguro que
sus pétalos jamás llegaran a marchitarse.
¡Amables oyentes!, en esta venturosa tarde de gran regocijo para mí, me complazco en
repartir entre vosotros millares de millones de mis mejores deseos para que alcancéis larga
i provechosa vida, i que en el curso de ella podáis disfrutar de momentos iguales al que en
este instantes me estáis proporcionando.

Palabras pronunciadas por el doctor Heriberto Pieter-Bennett


en el estreno de la fundación Pierre Bennett-Pieter, celebrado el 28 de marzo, 1965,
en el Santo Cerro, Provincia de La Vega, Rep. Dom.
Doi comienzo a este acto evocando la memoria de aquel ilustrado i caritativo sacerdote,
el Padre Francisco Fantino Falco, benefactor de esta su amada feligresía, lejendario asiento
de católica veneración.
Gratuitamente, en mis años mozos recibí de este erudito relijioso las lecciones de latín
impuestas en aquella época para tener derecho a presentar el examen de bachillerato en
letras. Gracias a su minuciosa enseñanza alcancé satisfactoria calificación en esa prueba.
¡Nunca lo olvidaré!
Confiamos en que el recuerdo de las actuaciones del Rev. Padre Fantino aquí i en don-
dequiera que él nos favoreció con su cristiana labor, nos guiará sin tropiezos por la senda
que hoi comenzamos a transitar.
¡Señores!
Me complazco en obedecer a una lei de misericordia entregando a mis preciadas Madres
i Hermanas Mercedarias de la Caridad las llaves de este modesto edificio construido con
la voluntad de mis afanes, atesorando lentamente el producto de mis labores i alentado
con, el firme propósito que reza en esa tarja: PARA QUE HAYA MENOS HUÉRFANAS
DESAMPARADAS I MÁS JÓVENES LABORIOSAS, HONESTAS E INSTRUIDAS.
Hace más de un cuarto de siglo que tanto aquí, como en el extranjero, vengo observando
las ventajas del réjimen administrativo en vuestra Comunidad. Por eso no he vacilado en
depositar en la piedad de vuestras manos la jerencia de esta Fundación.

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

Espero que durante años i más años una serie no interrumpida de niñas carentes de
sustento material i espiritual encuentren entre los muros de esta humilde Casa la protección
que bien merecen.
Todo ha sido previsto para alcanzar este fin. Haré donación de suficientes bienes urbanos,
radicados en la Capital de Santo Domingo, con cuyas rentas se pueda cubrir, modestamente,
los gastos económicos que se orijinan en esta misión.
Los nombres que figuran en ese bronce son los de queridos antecesores míos que me conce-
dieron la gracia de conocerlos, de admirarlos i de imitarlos. Ellos fueron mi inolvidable abuelita
materna, mi cariñoso abuelo, su esposo, mi amantísima madre i mi desventurado padre. Esas
cuatro personas me enseñaron a vivir entre la virtud i la humildad, luchando en medio de la
pobreza i cumpliendo con resignación las órdenes de mi Destino. En esta hora, una de las más
solemnes de mi larga existencia, no puedo hacer menos que dedicarles las flores de mi agrade-
cimiento i uno de los frutos más deliciosos cosechados durante mi ruda faena.
Agradezco también a quienes, desinteresadamente, han colaborado en la dirección, en
la vijilancia, con varias dilijencias i con buena voluntad para que esta obra llegara a buena
conclusión después de casi un año de haberla concebido.
Entre esas personas se destacan, prominentes, mis dos únicas hijas Carmelita i Dora
Pieter i mis buenos amigos de muchos lustros doña Clara Tejera de Reid i su esposo. Figuran
también en esta enumeración el Doctor Wilfredo Pichardo, el Licenciado don Luis Julián
Pérez i su esposa, Doña Deidamia de Leroux i su esposo, así como las Reverendas Madres
Mercedarias de la Caridad residentes en Regina Angelorum, la Rev. Madre Juana Estudillo i
sus Hermanas que componen la Congregación de este poblado, la Rev. Madre Emilia Lara de
Santiago de los Caballeros i otras relijiosas i relijiosos, tales como mis compañeras de labor
en el Instituto de Oncolojía “Milagro de la Caridad”, el Reverendo Padre Seco, de servicio
espiritual aquí, en esta venturosa aldea.
Ilustrísimos Monseñores, Damas i Caballeros: Gracias por haber asistido a esta ceremonia.
Espero que en estos momentos habréis podido observar lo que se puede obtener cuando
uno está animado con el propósito de ayudar, socorrer i encaminar hacia buen fin algunas
niñas escojidas entre las huérfanas más desamparadas de nuestra querida Patria.
Abrigo la esperanza de que la mui cristiana obligación que estoi cumpliendo con este
ofrecimiento servirá también para mover a compasión a varios afortunados amigos míos,
o a otros, quienes sin duda, desean imitar este mi deber, pero que, por motivos indetermi-
nados, todavía no se han decidido a materializarlo. Acaso estas palabras que estáis oyendo
realicen no tardíos milagros de piedad i de ventura para la salvación de otros necesitados
que en nuestro país sufren miserias en la orfandad.
28 de marzo de 1965.

En la Universidad Madre i Maestra, Santiago de los Caballeros,


octubre 21, 1967
Damas i Caballeros:
Cuando siendo joven yo ejercía mi profesión en Salcedo, en San Francisco de Macorís o
en otras rejiones de este ubérrimo Cibao, nunca vine a Santiago para divertirme en holgorios
propios de los años mozos.
En aquel entonces mis viajes eran siempre motivados por dilijencias en mi oficio. Aquí
llegaba a conversar sobre temas de Medicina o a asistir a consultas con mis distinguidos

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HERIBERTO PIETER  |  AUTOBIOGRAFÍA

colegas Dres. Eldon, Dovar, Márquez Sterling, Grullón, de Lara, Ginebra i otros que jamás
serán borrados de mi memoria ni de mi afecto.
Corriendo el tiempo, no he dejado de visitaros, siempre con la misma intención profe-
sional, aunque especialmente limitada a laborar en bien de vuestros enfermos cancerosos.
Aquí he participado en conferencias, he pronunciado simples charlas dirijidas a profanos i
gustosamente he colaborado en reuniones con algunos de los que fueron mis más distingui-
dos discípulos de la antigua Universidad de Santo Domingo. Pero las más felices horas que
gasté entre vosotros han sido aquellas que transcurrieron durante la inauguración del Centro
Oncolójico Cibaeño, fundado por la Liga Dominicana contra el Cáncer, i a cuyos operantes
no hemos dejado de aconsejar i de admirar los movimientos i actuaciones de nuestro primer
ramo en el crecimiento de nuestro árbol caritativo.
Estoi orgulloso del celo que habéis desplegado en la comisión de esta obra de ciencia
i de socorro, de intenso amor al prójimo i de cooperación en los deberes que a todos nos
incumben en bien de la comunidad.
Es mi deber mencionar aquí a todos aquellos que han contribuido en el desempeño de
los servicios que presta vuestro Centro de Cancerolojía. Pero si yo detallara los nombres i las
actuaciones de cada uno de vosotros, prolongaría en grado sumo la apertura de la Cuarta
Asamblea de la Asociación Médica Rejional del Norte, a la cual he sido invitado.
Os pido permiso para destacar algunos nombres sobre quienes reposa aquí la respon-
sabilidad de esta Asociación i la del Centro Oncolójico que engrandece a nuestra Liga. Pero
no los mencionaré. Temo sembrar con ello la semilla de una discriminación que no debe
jerminar entre vosotros. Todos conocemos mui de cerca a quienes incansablemente traba-
jan para sostener i acrecentar el prestijio de vuestras Asociaciones profesionales. No sólo
Santiago i otras provincias cibaeñas están convencidas i agradecidas de vuestras jestiones.
Todo el país alaba vuestras actuaciones.
El decano de los médicos dominicanos, el más entusiasta de todos vuestros profesores,
aquel que más ha luchado para que nuestro ministerio practique i no olvide las frases del
Juramento de Hipócrates, os saluda cordialmente i desea que esta justa de ciencia i de con-
fraternidad alcance el buen éxito que bien merecéis.

Palabras pronunciadas por el Dr. H. Pieter en el Club Rotario de Santo Domingo, R. D.


en la sesión del 20 de abril, 1965
Sr. Presidente, mi distinguido amigo D. Julio Postigo,
Sr. Dr. D. Arturo Damirón Ricart, excelente compañero mío
en nuestra lucha contra el Cáncer, eminente Rotario Internacional.
Sr. Dr. D. Manuel Valentín Ramos Gómez,
I Sr. Dr. D. Félix Ma. Veloz, ambos mui queridos amigos míos,
promotores de este para mí inolvidable honor.
Damas i Caballeros:
Mucho agradezco a ustedes el homenaje que en esta hora me estáis dispensando.
La humanísima visión de vosotros, estimados Rotarios, ha querido celebrar el deber
que cumplo tratando de ayudaros en la obra de misericordia emprendida por vuestra
institución.
Temo que habéis errado al considerar lo que practico, socorriendo miserias i sufrimientos
entre los pobres de nuestro amado país.

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

No creáis que la explicación que vais a escuchar es una simple invención, un pretexto
para evadirme del noble significado de esta sesión que tanto me honra i enorgullece.
Tanto en la pre-historia como en otras épocas de nuestro planeta, sin omitir la era
actual, cuando uno muere, para que la podredumbre no les moleste, los vivos disponen
de nuestros restos mortales. Se deshacen de nosotros por medio del fuego, o, como he
visto en la India, nos convierten en pasto de las aves de rapiña, o como ahora, aquí mis-
mo, nos aprisionan en reducidas sepulturas bajo o sobre la tierra. En el antiguo Ejipto,
al igual que en otros pueblos del Mundo, dinero, joyas, alimentos i otras pertenencias
acompañaban a los muertos en sus tumbas, pero nunca podían ni pueden adjuntarles
todo lo que poseían.
Siempre he tenido en cuenta que cuando una persona llega a acomodarse con alguna
holgura i establece su sostenimiento económico para estar tranquilo durante el resto de su
vida, i cuando alcanza prever lo inesperado i consolida la misma garantía a favor de los
familiares que dependen de nuestra existencia, su deber, su obligación, es auxiliar a quienes
indudablemente sufren los embates de la indijencia.
Tal es, señores, lo que he dispuesto. De ese modo, i bajo las normas de tal sistema, creo
estar cumpliendo i espero cumplir con la mayor parte de mis ahorros financieros.
Esas son las razones de lo que llamáis mi filantropía i las cuales, a mi juicio, están con-
formes con las reglas de los humanitarios principios del Club que en este instante festeja en
mí el mismo jénero de actuaciones que ustedes pregonan.
No terminaré estas palabras sin parodiar un párrafo de la autobiografía de la famosa
cantatriz María Anderson, quien acaba de dar fin a su extraordinaria carrera pública en la
sala del Carnegie Hall. He aquí la base de su pensamiento: “Mi tarea consiste en dar ejemplos
para que otros hagan lo mismo que yo, con mayor facilidad i con mejores resultados”.
Mui distinguidos señores Rotarios: Gracias por haberme dedicado esta para mí memo-
rable reunión i por haber tenido la paciencia de oír las palabras impregnadas de convenci-
miento i de franqueza que acabo de pronunciar.
¡Buena dijestión i buenas noches para todos los aquí presentes!

Palabras para ser pronunciadas en el Instituto de Oncolojía “Milagro de la Caridad”


en la tarde del 24 de octubre, 1968, cuando celebramos
las bodas de plata del inicio de la fabrica que aloja
a la Liga Dominicana contra el Cáncer, Inc. i a nuestro hospital
Señoras i Caballeros:
Como ya en varias ocasiones hemos publicado, la Liga Dominicana contra el Cáncer,
Inc., fue inspirada i recomendada al borde de una mesa de restaurant en la ciudad de
La Habana, Cuba. Los autores de ese benéfico propósito fueron nuestros compatrio-
tas el Dr. Márquez Sterling i el fino escritor D. Esteban Buñols, quien, dicho sea de paso,
fue mi amigo i condiscípulo en una escuela secundaria. Cuando el Sr. Buñols regresó de
aquella ciudad enseguida comunicó a algunos de sus amigos, –entre ellos a mí–, la buena
nueva que nos traía. Después de fatigosas dilijencias, dicha liga fue solemnemente fun-
dada en la mañana del 14 de septiembre del año 1942 en la sala cinematográfica “Rialto”,
calle Duarte.
A pesar de muchos esfuerzos i de algunos tropiezos, el 24 de octubre del siguiente año,
por fin alcanzamos a inaugurar en esta ciudad, calle Sánchez n.o 46, el primer “Instituto del

100
HERIBERTO PIETER  |  AUTOBIOGRAFÍA

Cáncer” en esta isla. Aquel albergue era un remendado e inadecuado local, pero necesario
para dar comienzo a la asistencia de una ínfima porción de pacientes que sufrían lesiones
malignas.
En el curso de los años 1943-1947, cuando estábamos mal radicados allá, en la men-
cionada calle Sánchez, la clientela indijente de aquel Establecimiento había crecido de
tal modo que nuestro local se hizo insuficiente para servirla como ella merecía. Apenas
contábamos con 18 camas, las cuales estaban constantemente ocupadas. En tales condicio-
nes, nos veíamos obligados a rechazar no pocos enfermos; muchos de aquellos ya estaban
moribundos.
El presupuesto pecuniario con que contábamos se hizo escaso para cumplir las más
urjentes necesidades. En más de una ocasión nuestra desde entonces piadosa Madre Admi-
nistrativa, la reverenda Mercedaria de la Caridad, Sor Amparo Jurado, derramaba lágrimas
al considerar lo precario de la caritativa empresa que estábamos atendiendo i cuyo fracaso,
sin un milagro, podría ser inminente. Fue entonces cuando, silenciosamente, comencé a
reunir parte de mis economías para ofrecerla en óbolo a nuestra Liga i a sus cancerosos
indijentes.
En la fresca mañana del primero de enero del año 1947, cuando vacacionábamos en
nuestro empinado retiro, “Domus Hecardorae”, mis queridas hijas Carmelita i Dora, pene-
traron en mi aposento i, como de costumbre, me desearon felicidad. Aproveché ese momento
para consultarles acerca del proyecto que yo estaba concibiendo con el fin de remediar lo
que veíamos en el Hospital para conocidos enfermos que a veces ellas visitaban. Jubilosas,
dieron su aprobación a mi intento de contribuir a levantar un edificio mejor adecuado para
alojar i tratar a aquellos desgraciados.
Dejé transcurrir una semana antes de comunicar ese propósito a nuestra Madre Amparo.
En aquel momento sus lágrimas no fueron de tristeza, sino de alegría.
Durante la sesión extraordinaria convocada para el siguiente 26 de febrero mis consocios
oyeron, admirados, lo que yo había dispuesto para ayudar a salvar del fracaso que amenazaba
a nuestra Institución. Fue en esos momentos cuando les informé mi resolución para ayudar
con cuarenta mil dólares los que exclusivamente debían emplearse en la construcción de un
hospital digno de nuestra empresa.
Mis compañeros i yo no perdimos tiempo para comenzar a practicar dilijencias con ese fin.
Un amigo fiel i cliente mío nos ofreció en venta un sólido i amplío edificio suyo, de concreto,
todavía en construcción, i emplazado en sitio conveniente para nuestras necesidades.
En el curso de algunas sesiones estudiamos detenidamente esa proposición, i al notar
que nos convenía, resolvimos comprarlo, hacerle algunas ampliaciones i reparaciones de
poca importancia, las más urjentes.
A la hora de firmar el contrato de esa compra, el ímprobo Licdo. D. Manuel Antonio
Rivas, Notario en ese acto, nuestro querido i bien recordado consocio en la Liga contra el
Cáncer, me informó que el vendedor del inmueble, por motivo ignorado, había renunciado
a hacer dicha venta en 35 mil dólares, precio convenido de antemano, i que no podía ven-
derlo sino en cincuenta mil. Nos sorprendió esa resolución. Fue entonces cuando después
de cavilaciones i algunas discusiones, decidimos fabricar la obra en el solar donde ahora
estamos reunidos.
No nos es dable referir aquí la increíble historia i el orijen de la inaudita hazaña que se
desarrolló no en la probidad de quien vendía, sino en la voracidad del autor de la maniobra

101
COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

que impidió la transacción de aquella propiedad e ignoró la misericordia de nuestra Ins-


titución. Aunque desde fines de mayo de 1961, aparentemente desapareció el peligro que
corríamos si divulgábamos las peripecias de ese extraordinario proceder, dejaremos para
otras jeneraciones el asombro que pueda causarles semejante avaricia…
Gracias a la Divina Providencia, a la conmiseración de quienes siempre nos ayudan i a
nuestro tesonero empuje, ahora celebramos aquí los 25 años de la iniciación de la asistencia
anti-cancerosa en nuestro actual nosocomio que continúa progresando en este valioso edi-
ficio, cuya extensión i prestigio esperamos aumentarlos.
Nuestro infatigable consocio, el renombrado injeniero Don José Ramón Báez López-
Penha, tomó a pecho la construcción inicial de nuestra nueva Casa de Misericordia.
Su pericia i su benevolencia continúan hermanadas para dirijir nuestras extensiones i
darnos los consejos más fructuosos para economizar erogaciones indebidas. Gratuita-
mente, siempre vela por la seguridad i el valimiento de nuestro local. A su experiencia
i dedicación debemos buena parte del progreso del hospital que ahora podéis ver sin
aspirar a habitarlo ni como huésped ni como inquilino en busca de salud o de probable
curación.
Permitid que os recuerde la miseria económica de nuestro nosocomio cuando habi-
tábamos en la calle Sánchez i aún después de ocupar lo que poco a poco alcanzamos a
construir para evitar la derrota de nuestra ambición. Éramos deudores a colmados, a la
Casa Esteva & Cía., así como a otros comercios. Comparad aquellas monumentales, pero
mortificadoras cifras con las consignadas en la última revisión de nuestros libros operada
por la Auditoría Nacional. ¿Quiénes son responsables de esa victoria? La comprensiva,
aunque escasa ayuda gubernamental, el despertar caritativo de nuestros co-habitantes i
la confrontación de la conciencia dominicana con los enormes perjuicios ocasionados por
las enfermedades cancerosas tanto en los hogares paupérrimos como en las mansiones
de los adinerados.
Particularmente la Liga Dominicana contra el Cáncer delata en estas líneas, que la ma-
yoría de los Ayuntamientos de nuestro país son las comunidades que más utilizan nuestros
servicios i las que menos los sostienen con aportes monetarios o de otra especie. Ojalá que
esta denuncia sirva para humanizar las obligaciones que aquellas entidades deben cumplir
frente a nuestros apuros.
Acabo de hacer mención de la “escasa ayuda gubernamental” a la que ya estamos habi-
tuados. La buena voluntad del actual Presidente de la República, Dr. Balaguer, hacia nuestra
Institución, compensa algo de esa escasez, la cual esperamos sea transitoria. Sus actuaciones
a favor de nuestros enfermos traducen la buena fe que en muchas circunstancias él ha sabido
demostrarnos i cuya bondad siempre hemos agradecido.
He dejado para terminar estos párrafos la frase con la cual debía haber comenzado
para regocijarnos en este día de verdadera exaltación: Gracias, muchas gracias, a nuestras
Hermanas Mercedarias de la Caridad, a las Damas adscritas a nuestra misión i a todos los
que han contribuido con poco o con mucho en el maravilloso progreso de nuestra Liga
contra el Cáncer i a quienes no han economizado palabras para exaltar la necesidad de
nuestra misión desplegada en el Instituto de Oncolojía “Milagro de la Caridad” i más allá
de nuestro recinto.

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HERIBERTO PIETER  |  AUTOBIOGRAFÍA

letras de escritores dominicanos


Por H. Pieter Bennett

El hombre pensativo de Rodin


Hace siglos i millares de más siglos
que envuelto en las redes de mi suerte
caí de un planeta innominado
vagabundo entre otros de su especie.

En vano traté de libertarme.


Los hilos i los nudos de esa trama
burlaron mis intentos
i así me resigné con mi desdicha.

Vencido i agotado por mi esfuerzo,


sin alivio i casi agonizando
rodé hasta el borde de un abismo
tan profundo como era mi dolor.

El fragor de una tormenta


en una noche con truenos i centellas
me hizo un bien i me hizo males
llevándome herido i magullado
entre horrendas asperezas de la vida
hasta un sitio que jamás olvidaré.
Pasó un lapso milenario. Allí me serené
pensando, sin querer, sobre mi caso.

Icores pestilentes de mis carnes maltratadas


corrieron entre hilos i los nudos de la red
que al fin de mucho esfuerzo yo pude desgarrar.

I así me liberté de aquella urdimbre


mostrando cicatrices en mi alma,
augurios de infortunio en mi futuro
i un acervo de experiencias sin cesar.

Pensando, esclavizado a lo peor,


con paciencia libé mis sinsabores…
Rodin obró mi arcilla entre sus manos
i al fin, plasmó lo que sufrí.
París, 1958.

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

Agua fuerte
Para mi buen amigo ya fenecido, Aris Azar.
“…Solennisez vos fétes sans ombrage…”
Mais j’entends les sanglots sortir de votre bouche.
Qui peut vous inspirer une haine si forte?
RACINE - “Anatolic” Acto IV-I Acto III - 4,3

Apesar de que ambos personajes silenciaron sus dolores,


a pesar de que era en pleno día, en una fiesta vanidosa,
yo advertí el entrechoque de esas almas aceradas
i sentí el estruendo pasional de sus querellas.

La música, las rosas, el vino, los amores


i el aire perfumado bajo un sol de medio-junio
disfrazaron ante todos la tremenda acometida
de aquellos pobres, obstinados corazones,
enfurecidos e infelices,
que ajustaban sus rencores decenarios
en un ámbito increíble de alborozo i de mentiras.

Ni Esquilo ni Skakespeare, ni Henri Ibsen


hubieran podido inventar esa trajedia…
Sólo yo, arrimado a mis recuerdos,
tras el velo de un solemne juramento
fui testigo de la escena extraordinaria
en que un hombre i una mujer, encanecidos,
removían con furor las cenizas del pasado
i arrojaban a sus rostros demacrados
los fragmentos de sus ascuas no extinguidas.
H. Pieter Bennett
1938.

Sonaba una pavana


a Rosina Bardi, difunta.

El Magnífico erguía
su invicto gonfalón en mi Florencia.
Señora ¿os recordáis?
Fue una noche de estío,
serena, tibia i mui afortunada,
en un castillo añejo, junto al Arno,
con flores i perfumes por doquiera,
sobre un collado de discreta altura.

Una fiesta de encantos,


do embrujos i amoríos

104
HERIBERTO PIETER  |  AUTOBIOGRAFÍA

regalaban los quince mayos tiernos


de un nardo en florescencia: Helena Strozzi.

Llevabais, mi señora,
un blanco traje de guipur de Flandes,
fino, elegante i de oro guarnecido.
Joyas de aquel Cellini
i otros avíos de valiosa casta
realzaban la hermosura
que os hacía favorita entre mis damas.
Un laúd i dos violines
solazaban el ambiente i placían
el íntimo sentir de nuestras almas.
Os besé la diestra. Al punto, sonriente,
me ofrecisteis el talle para el baile.
Sonaba una pavana
deleitosa, sutil, apasionada.
Al compás de esa música galante
la vida me era blanda
i aún sospecho, señora,
que también para vos gran gozo había,
pues el dulce cerrar de nuestros ojos
i la muelle expresión de vuestro rostro
clamaban –sin mentira–
recóndita delicia.
contento ilimitado, i tal vez más…

Cien lustros han corrido


de aquel deleite en casa del Strozzi.
¡No hai pavanas ni gigas ya en las fiestas
ni gayas jentilezas
en el trato común entre mortales!
Mis angustias padecen la nostaljia,
señora, de aquel tiempo.
Cual fantasma, hoi transito los lugares
do, en dicha, os conocí.
Muchas piedras de histórico prestijio,
los árboles de nuestra adolescencia
i los puentes que vieron nuestro ardor
han sufrido la pena de los siglos
i jimen la desventura
por lo arduo de la vida en senectud.
El mármol que traduce vuestra imajen,
Rosina, me es tormento,

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

pese al fausto de veros circundada


por la gloria que irradia, sempiterna,
este campo de célebres difuntos.

¡Ahimé!, señora mía,


el Tiempo se ha olvidado de mis años
centenarios. ¡Cuán trájico destino
perdurar con las ansias de otra edad!
Un ritmo de pavana me conforta
i evoca en mi añoranza
el éxtasis más suave de mi vida!
la noche placentera en Villa Strozzi.

El recuerdo de aquella que fue vuestra


cintura airosa, vacilante i móvil,
de gracia audaz i singular donaire,
me es báculo perpetuo
en la marcha sin fin de mis andanzas
por la ruta difícil de estos mundos.
H. Pieter
Florencia, Italia. 1939.

Viejas endechas
Por Sully Berger (dominicano)

Allá en mi aldea
yo vi a una joven
desesperada
vertiendo lágrimas
sobre la tumba
de un bien querido.
Le pregunté
por quién lloraba
i en ese instante
nada me dijo.
Oímos dobles
en las campanas
del cementerio
i en esa hora
me dio señales
de su desdicha
Se ahogaba en llanto.
¡Pobre mujer!
Salimos juntos
mui apenados

106
HERIBERTO PIETER  |  AUTOBIOGRAFÍA

Nunca jamás
la volví a ver.
¿Quién era aquella
pobre mujer?
Tal vez Leonora
o alguna moza
de Bezancon.
¿Será la sombra
de su destino,
de mis recuerdos
o de mucamas
que nunca amé?
Pobre Leonora!
Quizás un día
la vuelvo a ver…
París, 1963.

Recuerdos no edulcorantes en las aulas de mi niñez


Por Sully Berger (dominicano)

En aquel entonces estábamos en los principios de este siglo.


Antes de efectuarse los exámenes, sea de día o de noche, los escolares incipientes estu-
diábamos mucho. No perdíamos el tiempo.
Nuestros padres i nuestros hermanos mayores nos ayudaban a estudiar los puntos más
difíciles que pudieran tocarnos durante las pruebas examinatorias, las cuales, es preciso
decirlo, no eran boberías.
Cuando, solemnes i dictatoriales, nuestros maestros nos leían el resultado de esas pruebas,
¡ai de aquellos que recibían palabras no halagadoras o deprimentes! Bien sabíamos lo que
nos esperaba en casa: tunda en las posaderas, la barruesa de algodón, o una estricta dieta
a pan i agua, o casabe i melado, según exijían las malditas sentencias de las notas, regular,
mal – o ¡Repita el curso!
Uno de los profesores, (Cantinflas o Fernandel), en mi escuela de párvulos no se paraba
en mientes cuando la nota del chico era la peor en la columna de todas las notas. Ese pro-
fesor se raspaba la garganta, se tragaba el gargajo i con el índice de la mano izquierda (era
zurdo) mostraba un guayo de hojalata suspendido en una de las paredes del aula. Nosotros
rogábamos i llorábamos cuando veíamos esa barbaridad medioeval. Éramos incapaces de
obtener el perdón para tales reos.
I a pesar de tantas gotas de sangre derramada en las rodillas de nuestro pobre condiscí-
pulo, entonábamos el Deo Gratias a favor de nuestro impiadoso inquisidor.
Al salir de la escuela acompañábamos a nuestro lloroso condiscípulo. I deseándoles
vacaciones tan buenas como las que nosotros pensábamos disfrutar, nos escurrimos, poco a
poco, esperando que nuestro profesor sufriera el salpullido que señoreaba, (sin peligro de
muerte), en la piel de casi todos nuestros compueblanos, ricos o pobres, blancos, mulatos o
negros, sin pararse en ninguna discriminación.

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

Al finalizar el siglo XIX el tirano Ulises Heureaux (Lilís) ya había sido ajusticiado. Du-
rante su larga permanencia en el poder, la Instrucción Pública i el Departamento de Sanidad
en nuestro desdichado país no desempeñaban sus respectivas obligaciones. Los Ministros,
cuasi esclavos del Mandatario, dedicaban sus labores a la Dolce Vita alegre i jugosa. Acaso
uno de ellos, Don Modesto Rivas, oriundo de Montecristi, se empeñaba en cumplir su deber.
Los castigos que sufrió la mayor parte de los educandos, aquí, en nuestro terruño, ya eran
inadecuados para los escolares infantiles. El Siglo XX, en sus labores, exijía todo cuanto era
preciso estudiar i conocer.

Dos pastores
(Fantasía para unos minutos de cristiandad)
Por H. Pieter
Para mi viejo amigo, el Dr. Tulio Franco i Franco,
quien me introdujo ante S. S. el Papa Juan XXIII

Sucedió en un largo día primaveral. Era Jueves Santo. En una apacible rejión del Cer-
cano Oriente aconteció que después de una mañana con cielo brillante i sin nubes, la tarde
se oscureció al tornarse lluviosa.
Allí había muchos carneros que pastaban, juntos o diseminados, desde la falda hasta lo
alto de una no extensa ni mui empinada colina.
Algunos de esos brutos, obcecados como a veces es su antojo, se encaminaban en tropel
hacia el borde de un profundo precipicio cavado en la vertiente occidental de aquella altura.
Nadie guiaba a esos carneros, ni tampoco había, cerca ni lejos, algún mastín que cuidara
de ellos para evitarles el riesgo de una posible desgracia.
De repente un fúljido relámpago separó la conjunción de dos enormes nubes mui espesas
que sin cesar vertían aquellas aguas torrenciales.
I entre esas dos nubes preñadas de lluvia apareció la magnífica i refuljente figura de Jesús,
el Amado Buen Pastor que siempre nos conduce a salvo cuando algún peligro nos amenaza
en la tortuosa senda que todos los días sufrimos la obligación de transitar.
El Divino Redentor descendió de los cielos, que en ese instante se tornaban tan claros i tan
puros i tan serenos como lo estaban en la mañana, antes de la copiosa lluvia de esa tarde.
La testa circundada por Su radiante aureola, todo Su Ser iluminado por los destellos del
Empíreo, Él llevaba con Su diestra un añoso i rugoso cavado, el inmanente báculo florido
con las siemprevivas del Amor i la Piedad, símbolos de Su Divina Omnipotencia.
Vestía la típica amplia blusa que los pastores montañeses de Atarot i de Gittah solían
llevar en tiempos de los Reyes. Sandalias de duro trajín calzaban Sus pies, los que a pesar
de siglos i siglos corridos desde Su crucifixión, aún mostraban viva la violencia de los clavos
que lo injuriaron en el Gólgota durante las horas del martirio.
Cuando Jesús asentó Sus plantas sobre la verde hierba de la colina, los carneros, man-
sos como si hubiesen sido hipnotizados por Él, corrieron a demostrarle sumisión. Aún los
que holgaban lejos de Su Presencia se apresuraron en venir a reunirse con los otros, sus
compañeros, que ya estaban apaciguados i reverentes ante el Señor Reciénvenido. Él los
contempló con pena i a la vez con infinita dulzura. No les dirijió ni una sola frase, pero
ellos comprendieron la valía de Aquel que de ese modo los miraba i les sonreía con tan
plácida expresión.

108
HERIBERTO PIETER  |  AUTOBIOGRAFÍA

Entretanto, poco a poco, las nubes se fueron alejando. La tristeza se ausentó de la bóveda
celeste. Desde horas antes del tramonto ya la lluvia había dejado de caer.
No transcurrió largo rato sin que Jesús empuñara Su cayado. Cubrió Sus hombros con
el Manto Sacro, eterno resguardo de Su Existencia, hizo en el espacio un solemne ademán
para indicar a las bestias que debían seguir Sus pasos hacia la llanura, i emprendió cuesta
abajo una marcha precisa i decidida, que también era grandiosa, como cuando solía guiar
almas i conciencias en Sus bíblicas andanzas por campos i poblados de Galilea, de Bethania
i Samaria.
Sin atropellos, más bien con serenidad, mucho orden i sin un balido que perturbara la
solemnidad del conjunto, las mansas pécoras caminaban a compás de Aquel improvisado
i misterioso Conductor.
Por dondequiera que el Buen Pastor descendía con Su rebaño, palomas blancas le seguían
gozosas, así como otras aves, las canoras, arrullaban con dulzura i cantaban i gorjeaban la
inmensa alegría que les poseía. I las flores, aún las más humildes i discretas, emanaban tantos
aromas deliciosos que el ambiente se impregnaba de óptima fragancia.
Después de caminar pocas leguas, Jesús llegó con Su rebaño a la vera de un extenso
hato, pero allí no penetró, no era esa Su Voluntad. La puerta, empero, se abrió secretamente
sin que nadie ni nada la tocara. De ese modo puso fin a Su faena.
Las reses entraron con no acostumbrada lentitud. Parecía algo así como apenadas a causa
de que el Guía no penetrara junto con ellas i las acompañara siquiera hasta el aprisco.
Él las bendijo a todas, grupo por grupo, i luego, satisfecho por haberlas manejado sin
tropiezo alguno, emprendió una maravillosa i no rara ascensión hacia el Empíreo.
Un magnífico crepúsculo, pincelado con tintes i matices, de miríficos colores i sutil gra-
dación, extendió sus atavíos a lo largo del firmamento en el poniente i más allá. Esa fantasía
espectacular precedió a la de la luna llena, espléndida, bellísima, que comenzaba a iluminar
la vasta extensión del espacio i a poetizar la tranquilidad de las almas i las cosas de la Tierra
en aquel día de profunda y cristiana recordación.
Así, adornado con esas joyas de la Naturaleza, fue el camino que Jesús encontró al em-
prender el regreso a Su Morada.

En el corral de la alquería cundió grande alarma porque el anciano pastor de la hacienda
no había aparecido conduciendo a las ovejas. No fue él quién condujo el ganado al aprisco.
Sus pécoras estaban completas, i sanas por añadidura. ¿Quién, pues, las había traído allí,
tal como era costumbre del pastor?
Instantes después, el can que cuidaba el ganado llegó, jadeante, dando largos i lúgubres
aullidos, como cuando las bestias de esa especie suele avisar alarma i duelo por el deceso
o algún mal accidente sufrido por el amo o un bien querido familiar o sirviente de la casa.
Con las actitudes de su cola i de todo su cuerpo el atribulado perro se empeñaba en indicar
que debían ir en pos de sí para llevarlos hasta el sitio habitual de pastoreo.
Tan ansiosos como intranquilos, los dueños se pusieron en marcha siguiendo el curso
del mastín hasta que llegaron al paraje en donde se detuvo: bajo el rústico toldo que servía
de abrigo contra los rigores de las horas caniculares i de otras inconveniencias atmosféri-
cas, no lejos del punto en donde Jesús apareció para cumplir la misión de ayuda que evitó
percances a la huérfana manada.

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

Tendido boca abajo, sobre el charco de sangre que había fluido por entre labios i nari-
ces, yacía el cadáver del viejo pastor que durante años –tal vez para no exponerse a perder
su empleo i la compañía del perro ajeno–, supo disimular el artero i silencioso quebranto
maligno entre cuyas garras sucumbió.
Falleció en pocos minutos, fulminado por una copiosa hemorrajia interna, tal vez en las
vías respiratorias…
Durante casi toda su vida de soltero inveterado, cada día i cada noche gastó hasta los cabos
numerosos cigarrillos que él mismo se confeccionaba durante sus dilatadas horas de ocio o de
labor. Fue su único vicio. Lo cultivó para compensar los muchos infortunios que se disputaban
el placer de acibararle la existencia. Las bestias que siempre le acompañaron, su fiel perro i los
carneros, fueron los únicos testigos de lo que debió ser aquella su horrísona agonía.

Entretanto, el otro Pastor, el nuestro, el Bien Amado, ya había dispuesto en Sus domi-
nios de paz i de ventura un refujio i un vasto rebaño espiritual para el usufructo i placer del
pobre ovejero que en esta tarde de Jueves Santo murió, sin que nadie lo viera padecer, en la
agreste soledad de un rincón levantino, cerca de las rutas i parajes inmortalizados por sus
milagros i gran padecimiento.
En el instante de la muerte del pastor de esta leyenda, Aquel que todo lo ve, que nada
ignora i que todo lo escucha, le oyó rezar la suprema súplica de bajar a protejer a sus ovejas,
implorándole éste su último deseo. Así fue como enseguida, Él, apresurado en complacerle,
se dispuso a descender de los cielos.
Con esa obra de gran misericordia evitó desastres entre los del rebaño, desvaneciendo
la intensa aprensión que estaba perturbando la agonía de aquel rústico creyente.
(Imaginado en el trayecto de Castelgandolfo a Roma, 1959).

Juan Bosch
Sin principio ni final es La Mancha Indeleble. ¿Muestra de un cuento nuevo? ¿Cuadro para
alborotar los nervios de hembra histérica? ¿Qué es La Mancha Indeleble de Juan Bosch? ¿Se
trata de un genial atisbo de locura, como los que apuntó Dostoievski y pasaron al estudio
de la medicina legal? Acaso juego vecino de lo macabro. Si La Mancha Indeleble no tuviera
firma para revelar la mano, la garra, de un maestro en el género de cuentos. Lo indudable
es que se trata del hallazgo de un filón más en la rica mina de Juan Bosch.
Es Juan Bosch el cuentista dominicano más conocido y reputado fuera de Santo Domingo,
y en ese género literario, que él domina, el escritor que en el extranjero ha prestigiado más
a nuestra República.
Un poeta y crítico de opiniones absolutas, irrebatibles, le oyó decir a Sócrates Nolasco
que El Hombre que Lloró es cuento admirabilísimo, obra de feliz realización.
—¿Por qué? –preguntó más que asombrado, con alarma de adversario político.
—Por la exposición sencilla y clásica del asunto; por su realidad impresionante; por
el imponderable vigor dramático; por la emoción al principio disimulada, reprimida con
hombría, y por la explosión de un dolor paternal resuelto al fin en ahogado sollozo, en
incontenible lloro.
—Señor Nolasco: usted es un lector de mal gusto, más que desacertado… Por fortuna
ni siquiera es un mal crítico.

110
HERIBERTO PIETER  |  AUTOBIOGRAFÍA

Admisible –pensé: lo que ha contribuido a impedirme “acariciar con uñas”, la producción


ajena, que es también nuestra.

Manuel A. Amiama
Manuel Antonio Amiama: cronista musical en la adolescencia, contertulio de escri-
tores, colaborador en su revista literaria, novelista, periodista, jurisconsulto. Seguro de
sí mismo anduvo a paso lento hasta ocupar su alta posición entre los autores principales
de Santo Domingo. Ya en la madurez, publicó El Tío Juan (excelente leyenda) y otros Cuen-
tos. El interés que despertó este libro se perdió, ahogado por el estruendo de cañonazos i
ráfagas de fusilería y ametralladoras, en una de nuestras guerras civiles sangrientas (1965).
Observador sagaz y escritor sereno, aparentemente sencillo y frío, Amiama se revela como
relator insuperado en Santo Domingo. Observar y narrar… cualidades primordiales del
cuentista. Los personajes de sus cuentos (prescindiendo de relatos que sobran en el libro),
gradualmente van subordinando la atención del lector y, cuando se piensa que ha pasado al
olvido, persistan en la memoria. No Matarás el drama –más exacto sería decir la tragedia–, de
un Juez de la Corte Suprema que asciende meditabundo por escala de la conciencia a la vez
que pisando peldaños de un edificio, y que se desploma perdiendo la vida para no perder el
alma, es inolvidable: inolvidable como los sucesos trágicos presenciados en la niñez. Sí, los
personajes de este escritor perduran. Valente, suma de embustes recientes unos i tradicionales
otros, anda por ahí sin confundirse con los que pujan chistes sin gracia. Amiama desapare-
ce, desplazado por el prototipo. El autor verdadero es el embustero jovial, contraste de No
Matarás y de Asunto Prescrito, que amarga. Quizás Valente nació enfermo, hipertrofiada la
imaginación. Lástima debería inspirarle a los que lo miran i oyen, e involuntariamente les
provoca risa humedecida de lágrima.

Ramón Marrero Aristy


Cuando Ramón Marrero Aristy acababa de publicar el cuento Mujeres y la novela
Over, Max Henríquez Ureña lo definió justicieramente con sólo dos adjetivos: ignorante
genial. Daba entonces la impresión de ser un improvisado guerrillero de la literatura.
Pronto salió del anonimato, popularizó su nombre i le crecieron las ambiciones. Atento a
lo inmediato, pobre de dinero i rebosante de apetitos sensuales, impaciente i ávido entró
en el dando i dando de la política i le hipotecó a Satanás su excepcional talento. Triunfó;
fue director del periódico oficial, Diputado al Congreso Nacional, precipitado historiador
por voluntad ajena, Secretario de Estado de Trabajo, Comisionado para ir a Nueva York
con encargo confidencial: ¿a aplacar o comprar alguna lengua de periodista? … Encargo
escabroso. Al regreso de la misión no le permitieron o no le oyeron explicaciones, y en cobro
de disfrutados goces y distinciones le apagaron la inteligencia y al cuerpo le impusieron
sorpresiva muerte. Había olvidado Marrero Aristy la inapelable sentencia popular: “—El
que pacta con el Diablo siempre pierde”. Perdió más la República Dominicana con el la-
mentable fin del autor de Balsié, Over, Mujeres, y de la ejemplar descripción de “La Fuga”
(El Fugitivo). Mataron el porvenir de un joven extraordinario. ¡Mataron la inteligencia!
Pueblo fatal el de Santo Domingo.

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

Freddy Prestol Castillo


Freddy Prestol Castillo: jurista, autor de la Jurisprudencia de Tierras y de El Hijo Natural
ante la Suprema Corte, Juez circunspecto, inclinado a atenuar el castigo a infelices delincuentes,
cuando no fueran protervos. Perspicaz ensayista de crítica literaria. Cuentista, autor de La
Cuenta del Malo y otros cuentos. Novelista, autor de la novela dramática El Masacre se pasa a
Pie: obra de la estirpe de El Águila y la Serpiente del mexicano Martín Luis Guzmán, cuando la
publiquen causará sensación en los países de habla española. En historia novelada –Pablo Mamá–,
Prestol Castillo indagó hasta descubrir el sitio en donde sepultaron el cadáver del prócer antianexio-
nista Vidal Guité, caído en el abra de Polo durante la campaña de 1864-68. Conferencista, Prestol
Castillo en su conferencia-estudio relativa al Trinitario Pedro Alejandrino Pina, subrayó cualidades
del patricio humanamente puro. En documentada conferencia, examinando las regocijadas matanzas
realizadas por el futuro rey Henri Cristóbal y sus soldados, realzó la valentía militar del dominicano
Serapio Reynoso y precisó la ferocidad de los invasores. Eludió aludir a que el gobernador francés,
Ferrand, en premio de los méritos de Reynoso lo escogió y designó Vendutero legal para subastar
negras y negros adolescentes: subastas y vendutero que a Cristóbal no le agradaron… de lo cual no
se infiere que fuese plausible la orden de exterminar al… ¿no hay quién diga más?, y a los infelices
que ni vendían ni compraban gente. Prestol Castillo tiene la admirable paciencia de escribir libros i
ensayos i guardarlos para publicar algún día.

112
No. 52

arturo damirón ricart


mis bodas de oro
con la medicina
Prólogo
Dr. Mariano Lebrón Saviñón
prólogo
Una vida es apenas un suspiro de la eternidad, un microscópico corpúsculo de aliento
o de virtudes y hasta de irradiaciones, en la infinitud del tiempo. Pero puede encerrar, en
el lapso de sus realizaciones, mundos magníficos de creaciones eternales o perderse en el
tiempo como un pobre fulgor apenas perceptible.
La vida humana es, (debe ser), un poco más que este suspiro de eternidad. El hombre
aparece en la tierra, pese a lo deleznable de su naturaleza, como el soberano universal. A
pesar de esto estuvo inerme y tembloroso, en un mar de sombras y de terrores ante los in-
numerables misterios del universo.
En medio de ese mundo misterioso y fantástico, el médico se irguió, con prestancia y
puso un hálito de humana bondad en las desatadas tempestades de la vida.
La Historia de la Medicina no es otra cosa sino un largo relato de la heroica actividad
de un anónimo luchador incansable a lo largo de los milenios.
Ahora tenemos ante nuestros ojos rápidos trazos luminosos de la historia de un médico
que honra a su patria con la elegancia de su vida egregia. Arturo Damirón Ricart nos entre-
ga en esta obra Mis bodas de oro con la Medicina, algunas impresiones de su vida de médico
cirujano en su medio siglo de actividad profesional. No se trata de una autobiografía, como
la que escribiera Heriberto Pieter, ni estampas iluminadas de un pasado, como el Navarijo
de Francisco Moscoso Puello, sino breves episodios de momentos adorables, que surgen,
imprecisos y nerviosos, vívidos y emocionantes, en el ansión de los recuerdos. Lo más
simpático de esta obra es la sinceridad con que fue escrita. No hay en ninguna de sus pági-
nas aspavientados alardes de soberbia. Es obra espontánea, y más parece una sucesión de
recuerdos evocados en la charla amena de un simposio que un libro elaborado en el recinto
augusto del estudio. Por eso no es extraño el descuido del estilo, porque claro lo expresa en
las páginas liminares: No le ha animado pretensión estilística, ni la corrección literaria es su
gaje. Ha escrito movido por un impulso explicable en quien ha llevado vida paradigmática
y siente sus sienes azotadas por las postrimeras ráfagas amarillas del otoño.
Más que por sus éxitos en el campo de la cirugía, nosotros recordamos a Damirón Ricart
por su actitud eterna de profesor. Un profesor no es quien imparte enseñanzas rutinarias y
divulga noticias aprendidas, labor de enciclopedias. Es profesor quien se da en sempiterna
actitud de ejemplos que calan más en el alma del discípulo que la difusión de enseñanzas
siempre pasajeras y mudables. Cuando se es profesor de veras, de seguida hay una poterna
abierta al discrimen y a la aristocracia del pensamiento, que es lo único que importa, porque
es, en última instancia, aristocracia del corazón. Se enseña con la palabra, pero también con
el gesto y con el ejemplo. Muchas veces se ha sido preceptor admirable con parquedad de
palabras, y no con la fecundia.
El Dr. Damirón Ricart nos habla de una época de notoria precariedad, de limitaciones,
cuando le tocó ejercer en un ambiente aldehueño, pero donde era factible hacerse de un
buen nombre, porque se tenía un almenado concepto de la dignidad y la elegancia. Cada
médico, con el arraigado concepto casi renacentista de lo que es la Medicina, era una atalaya
de orgullo, un sólido bastión de prestigio.
Es interesante que conozcamos a través de esta vida, o de estos brillantes retazos de
vida, una etapa en la que se percibían aún los últimos fulgores de la época dorada de la
profesión médica, cuando todavía predominaba el concepto hipocrático de que la Medicina

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

era un arte y los médicos servidores de una fuerza superior, cobijados bajo el umbráculo
de la convicción de que estaban elaborando la maravillosa urdimbre de un gran desti-
no. Más limitados en la técnica, pero más abiertos a las inquietantes lucubraciones en la
búsqueda de la verdad. Una época en la cual en cada uno de los actos del médico, antes
que la seguridad galénica, dejaba retozar medroso, en los prados de su alma, el inquieto
duendecillo de la duda.
Rof Carballo, médico y humanista, dice: “Después de haber sido creada por el hombre,
la técnica, transforma al hombre, le hace ser de otra manera, obligatoriamente, forzosamente,
sin que, al parecer, el hombre pueda evitar esta tiranía”.
Actualmente, ¿quién lo duda?, hay una supremacía histórica, francamente difundible,
en el saber médico; pero la figura del médico, en la inquietante convulsión de la era, se ha
esfumado, salvo en contadas excepciones, perdiendo su perfil egregio. Como dice Alfonso
de la Fuente Chaos “quizás nunca haya alcanzado un tan bajo nivel social”.
La vida del Dr. Damirón Ricart ha tenido varias facetas que hoy surgen a la luz con la
misma dulzura de un retorno.
Ha sido viajero sempiterno, cubriendo obligaciones protocolares de las altas dignidades
con que lo ha honrado el Rotary International. De aquí el que nos haga evocaciones de las
principales ciudades de nuestra América que lo han tenido de huésped en diversas ocasio-
nes. Nos trae también oportunas descripciones dramáticas –pálida reminiscencia de un Axel
Munthe ante el cólera de Nápoles– de la catástrofe del 3 de septiembre de 1930 que redujo
a escombros la Ciudad Primada del Nuevo Mundo.
Pero esencialmente constituye el clímax de sus recuerdos su itinerario quirúrgico que
no culmina aún en este cincuentenario de su vida profesional. El cirujano es hoy por hoy el
actor de la profesión médica. Su actuación se rodea de un ritual, en un quirófano siempre
impresionante. Y el remate de la acción es siempre espectacular, aunque a veces con reflejo
trágico. Por eso la novelística y la cinematografía lo ha heroizado en innúmeros relatos. Pero
siempre nos da la imagen de un cirujano serio, odioso e irascible. Y en la realidad es así.
¡Con qué sobrecogimiento nos hemos acercado al cirujano maestro, tan sabio como grosero
que más de una vez llevó el enroje de una impotente iracundia a nuestras mejillas! Y es ésta
una imagen universal. Gregorio Mañón nos dice:

“En nuestra profesión yo he conocido aquellos médicos, algunos eminentes maestros de esta
facultad, que suponían que sus títulos les autorizaba a mandar con bárbara violencia a ayudan-
tes y a alumnos, a monjas y a enfermos, adornando sus órdenes con interjecciones de la especie
más baja. La disciplina más elemental impide que el subordinado se conduzca con incorrección
respecto a sus jefes; pero no sé qué reglamento permite que el más alto pueda ser inconsiderado
con el que ocupa las categorías inferiores”.

Esta es la razón por la que muchos grandes cirujanos no han dejado detrás legiones de
discípulos. Pero esta imagen no es general. No lo era por lo menos para un John Hunter.
Damirón ha sido otra excepción.
Platón entendía –sin que este aserto tenga que rozar con el sensualismo– que belleza y
virtud son inseparables. Son una misma cosa en el arca de una conciencia limpia, de limpidez
doctrinal, idea que Shakespeare hace suya al final de su Soneto 14 (“Que belleza y virtud se
irán contigo”) y que recoge siglos después John Kents al cantar:
“Beauty es truth, truth beauty”.

116
ARTURO DAMIRÓN RICART  |  MIS BODAS DE ORO CON LA MEDICINA

Por eso el Dr. Damirón, al arribo de sus cincuenta años de fecunda vida profesional,
bajo la convicción de que ha realizado una labor encomiable y pura, puede entregarse a la
dulce placidez del sueño. Pues si como dice el proverbio noruego: “Una limpia conciencia
es la mejor almohada”, su cabeza se ha reclinado, en el lapso de sus sueños, en el mullido
cojín donde se arregostó una vez la serena deidad del deber cumplido.
Nos viene este libro como ejemplo de rectitud, en un momento convulsivo de la Historia.
Estamos en condiciones de gritar, como los ancianos de la antigua Ática: vivimos tiempos
mudos; estamos en la cima de turbias transiciones. Pero contra la marcha del tiempo se
amuralla el hombre enarbolando un loco afán de eternidad. El hombre se deshumaniza,
busca la turbidez del odio y del espanto. Se solaza heroicamente grande en la hecatombe y
se atalaya en la sordidez ambiental contaminada. Por eso la tercera navegación del pensa-
miento –como dice García Morente– debe ser la filosofía de la vida.
La vida debe ser candorosa, alegre, estridente. Pero cuando se pasa de la frontera de los
setenta y cae al alma una plácida serenidad, la vida se tiñe de nostalgias, dulces nostalgias de
amorosos recuerdos, que es el recuento de una vida pasada y rica, fluyente en la evocación
de este libro colmado de saudades.

Dr. Mariano Lebrón Saviñón

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

Introducción
Este año voy a cumplir cincuenta años de haber recibido mi Diploma para ejercer la
medicina y he querido escribir esta narración histórica de mi ejercicio profesional, como
una contribución a las letras del país. No aspiro escribir un libro de pulida literatura, pues
no me creo con méritos suficientes, sino simplemente una narración de tipo descriptivo de
este largo período de mi vida.
No intento tampoco escribir mi autobiografía, pues estas son atributo de personalidades
y no pretendo haberlo sido.
Voy a escribir Mis Bodas de Oro con la Medicina, o sea la historia de mi vida médica.
Muchos colegas han cumplido, antes que yo, tan fausta fecha, pero ninguno la ha
dejado escrita. Muy pocos de los que han celebrado este grandioso acontecimiento lo han
hecho en pleno ejercicio profesional. Desde que me gradué de médico hasta la fecha, he
estado en ejercicio activo; treinta y cuatro años como Director Cirujano del Hospital Inter-
nacional; catorce años como co-propietario de la Clínica Internacional; y dos años como
Director del Instituto de Oncología Dr. Heriberto Pieter, al cual estoy ahora dedicado casi
completamente.
Me gradué en la Facultad de Medicina de la Universidad Santo Domingo, el día 28 de
octubre de 1924. El día 2 de noviembre de 1924 el Presidente de la República, General Horacio
Vásquez me otorgó el Exequátur de ley para poder ejercer la profesión de médico cirujano
en todo el territorio nacional, bajo el número 19.
La terminación de mis estudios coincidió, por una circunstancia fortuita, con la fecha
de la instalación de la universidad en que me graduaba.
En aquellos tiempos remotos la fecha del examen final determinaba la de graduación.
Desde luego, no había ninguna ceremonia de investidura como ocurre actualmente. Yo
terminé mis estudios médicos y el examen final ocurrió en esta fecha, la cual luego fue con-
sagrada como una de las que debían determinar dichas ceremonias, pero que se iniciaron
muchos años después.
Recuerdo perfectamente, como si fuera ayer y no como si ocurriera hace cincuenta años,
cuando subió las escaleras de la Clínica Elmúdesi, situada en la segunda planta de la casa
que ocupaba en la calle Arzobispo Nouel, el inmenso y bien conocido Don Pedro Creales
y Jiménez, que fungía de empleado, bedel y ayudante de la Secretaría de la Universidad,
entonces desempeñada por esa gloria de la ciencia médica nacional que se llamó Dr. Ma-
nuel Emilio Perdomo, y me dijo: “Damirón, te traigo tu papel”, entregándome el título que
había conquistado después de largos años de estudios y sacrificios. Así de sencilla fue mi
investidura, que por coincidencia del destino entrañaba una fecha histórica para mí y que
luego se convertiría en fecha clásica universitaria.
Fue muchos años después de este acontecimiento, y mientras era Rector de la más vieja
casa de estudios de América el recordado Lic. Julio Ortega Frier, cuando se establecieron las
investiduras y se fijaron las fechas del 28 de octubre y 25 de febrero para su celebración. La
primera de estas fechas corresponde a las que tiene la Bula in Apostolatus Culmine del 28
de octubre de 1538, que autorizó la fundación en la Hispaniola de la Pontificia Universidad
de Santo Tomás de Aquino, que al correr del tiempo se convirtió en Universidad de Santo
Domingo, después de un largo eclipse en sus actividades y restaurada nuevamente como tal,
durante la Presidencia Provisional del Dr. Ramón Báez, que convirtió el Instituto Profesional
en Universidad de Santo Domingo. La segunda, era la fecha consagrada por la Ley como

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ARTURO DAMIRÓN RICART  |  MIS BODAS DE ORO CON LA MEDICINA

“Día de la Escuela”. Desde luego, se permitían las investiduras especiales en otras fechas,
por imperativo de las necesidades.
Inicié mis primeros pasos en el ejercicio profesional al lado de mi ilustre maestro el Dr. An-
tonio E. Elmúdesi, de quien había recibido mis primeras enseñanzas en la práctica de la cirugía
y para quien tengo un gran afecto y cariño por su desinterés en mis futuras actuaciones.
Por rara coincidencia, el Dr. Elmúdesi, quien había sido mi mentor y maestro en cirugía,
no fue nunca mi profesor en la Universidad, pues él se inició como Catedrático en la Facultad
de Medicina, por nombramiento del entonces Presidente Provisional Juan Bautista Vicini,
en 1923, cuando yo ya había terminado los cursos en los cuales él inició la docencia como
profesor de Anatomía.
Debo testimoniar aquí mi profundo agradecimiento por su infinita paciencia y sapiencia
a los profesores que formaban el cuadro de profesores de la Facultad de Medicina de aquellos
tiempos. Son ellos: el Dr. Ramón Báez; el Dr. Salvador B. Gautier; el Dr. Octavio del Pozo;
el Dr. Pedro Emilio de Marchena; el Dr. Rodolfo Coiscou; el Dr. Arístides Fiallo Cabral; y el
Dr. Fernando A. Defilló.
Si no fuera porque mi memoria podría fallarme, me gustaría hacer anécdotas e historias
de estos grandes de la medicina dominicana, que fueron responsables de forjar las conciencias
médicas de todos los graduados desde la conversión del Instituto Profesional en Universidad
de Santo Domingo, entre los años 1916 y 1923, en que se unieron otros notables médicos
dominicanos a compartir tan grandes responsabilidades históricas.
De haber sido este libro una autobiografía se habría iniciado con la fecha de mi nacimiento
y el recuerdo con inmenso cariño a mis padres.
Por tratarse de mi historia médica, se inicia con la fecha de mi graduación el 28 de octubre
de 1924, que sin ningún ceremonial ni boato ocurrió en esta fecha.
Desde mi graduación y por varios años continué al lado del Dr. Elmúdesi, mientras
orientaba mi vida independiente.
Mi graduación ocurrió a poco de haber terminado el período de la ocupación norte-
americana que eclipsó por ocho largos años la vida institucional de nuestra República y se
iniciaba una nueva esperanza con el advenimiento del gobierno constitucional presidido
por el General Horacio Vásquez.
Mis familiares más cercanos eran afectos a dicho régimen y consiguieron que se me
nombrara Médico Legista y de la Cárcel de Santo Domingo, remunerado entonces con cua-
renta pesos mensuales. Luego fui nombrado por el Ayuntamiento de Santo Domingo como
médico municipal de pobres para los barrios de Santa Bárbara y Villa Duarte.
En 1925, para ser exacto, el día 13 de marzo, me encomendaron la Dirección del Hospital
Evangélico, situado en la calle Colón, hoy Las Damas, junto a la Iglesia de los Remedios, en
una vieja casona colonial que se encuentra ahora en proceso de reparación, y que se conoce
como la de los Dávila.
Esta vieja casona colonial, acondicionada para hospital por la Misión Evangélica para llenar
dichas funciones fue, por decirlo así, la prueba de fuego profesional a que yo era sometido.
Funcionaba en este hospital una escuela de enfermeras, en la cual se graduarían las primeras
jóvenes que después de lucha y consagración, formarían el núcleo de esta profesión.
La escuela de enfermeras estaba dirigida por graduadas norte-americanas, de gran ca-
pacidad, y desde un principio me incorporé a su cuadro de profesores, con gran entusiasmo
y dedicación. Es esta una de las facetas de mi vida de la que estoy más orgulloso, pues con

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

el tiempo vine a ser el verdadero propulsor del engrandecimiento de dicha escuela, y del
Hospital, a tal punto que en 1930 la Junta para Servicio Cristiano que mantenía dichas ins-
tituciones se animó a construir un moderno hospital, en la residencial barriada de Gazcue,
que fue bautizado con el nombre de Hospital Internacional, como culminación de un viejo
anhelo, al cual dediqué toda la primavera de mi vida, hasta obtener la consagración de la
abnegada profesión de enfermera, como complemento del moderno concepto hospitalario.
Tenía este hospital todas las facilidades de enseñanza, así como también espacio suficiente
para el internado de las alumnas aspirantes a enfermeras.
Al principio fue muy difícil conseguir alumnado calificado del cual se pudiera derivar
una verdadera clase para iniciar dicha profesión, la cual era considerada como ejercida por
personas con buenas intenciones y poca o ninguna preparación, sin darle el verdadero valor
que ya representaba en otros países. La incorporación de la enfermera se resolvía colocán-
dole un gorro y un uniforme blancos a las personas que manifestaban tendencia al cuido de
enfermos. Ni siquiera podían ser llamadas enfermeras prácticas. El cambio que se iniciaba
fue de tal modo radical que tomó muchos años para verse los resultados.
Las narraciones que haré no tienen ningún orden cronológico, siendo intercaladas de
acuerdo con las circunstancias, a manera de ESTAMPAS de este largo período de mi vida.

Médico legista y de la cárcel


Mis primeras actuaciones fueron en el campo médico-legal además de la atención de los
presos existentes en la cárcel de la Fortaleza Ozama, recluidos en la Torre del Homenaje.
Tenía que asistir a todos los casos de reclusos enfermos y los accidentes y heridos que
ocurrieran en el distrito Judicial, lo cual implicaba desplazamientos a distancias considerables,
con el fin de levantamiento de cadáveres resultantes de crímenes, suicidios, etc. Se podría
decir que mis actuaciones no respetaban horas de descanso ni de alimentación personal.
Estas llamadas ocurrían durante las más tranquilas horas de descanso, en las horas de sueño
nocturno o mientras estaba sentado a la mesa en compañía de mi familia.
Por suerte, la ciudad no era tan populosa como actualmente, ni había tantos accidentes
de circulación. Los vehículos eran escasos y la población reducida. El pavimento de las calles
tampoco permitía velocidades a los pocos carros que existían, por su rudimentario estado.
Sin embargo, como sólo existía un médico para este servicio, el trabajo era apreciable.
La asistencia de los reclusos de la cárcel era practicada en periódicas visitas y en casos
de emergencia, por llamadas a la hora que fueran requeridas, no importa la inoportuni-
dad de estas. Fuera del recinto de la Torre del Homenaje, existía un pequeño pabellón al
cual se daba el eufemístico nombre de “hospital” con cuatro o seis camas y la asistencia
por colaboración de los “presos de confianza”. Yo recibía ayuda de los médicos militares
asignados al Hospital Militar que funcionaba en un anexo de la Fortaleza, donde luego
fue establecido el Hospital Nacional, y que tenía su entrada independiente del recinto de
la Fortaleza, en la calle Colón, hoy Las Damas, en donde fue realizada una labor muy no-
table en la asistencia de personas pobres, por notables médicos cirujanos, entre los cuales
se destacaron los Doctores Lara, Elmúdesi, Alardo, Valdez, Pardo y otros muchos que mi
memoria no alcanza a recordar. Durante la ocupación americana, antes del advenimiento
del gobierno constitucional del General Horacio Vásquez, había funcionado allí un Hospi-
tal Militar, dirigido por médicos norte-americanos de la Marina de Guerra de dicho país,

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ARTURO DAMIRÓN RICART  |  MIS BODAS DE ORO CON LA MEDICINA

entre los cuales recuerdo a los doctores Hager, Hayden, Shaar y otros muchos. Durante la
gran epidemia de Influenza del año 1918, que tantas vidas costó al pueblo dominicano, este
hospital recibió una gran cantidad de enfermos civiles, de los cuales muchos fallecieron, por
lo empírico del tratamiento usado entonces ya que el arsenal terapéutico era a todas luces
insuficiente e ineficaz. Aquel mes de diciembre de dicho año, siempre será recordado por la
gran cantidad de enfermos que fallecieron durante esta tremenda plaga que azotó todo el
país y especialmente a nuestra ciudad capital. Según entiendo, una de las primeras víctimas
de esta epidemia fue el gran poeta Apolinar Perdomo.
De mis actuaciones como médico de la cárcel pública, recuerdo varias anécdotas, de las
cuales voy a relatar algunas.
En una ocasión trajeron de la Penitenciaría Nacional de Nigua a un preso de apellido
Segura, que había escapado a la pena de muerte a que había sido condenado, por una ley
que había sido promulgada después de su sentencia y antes de la ejecución de la misma, que
suprimía dicha pena capital sufriendo de tétanos. Según la historia clínica, mientras estaba
preso en Nigua, fue atacado de fiebres palúdicas y tratado con inyecciones de Quinina, que
era el tratamiento clásico, formándosele un gran absceso en la región glútea y desarrollan-
do luego esta terrible enfermedad, por lo cual se había dispuesto su traslado a la Torre del
Homenaje, donde podía ser asistido con mayor eficacia.
Yo disponía de muy pocos medios terapéuticos a mi alcance, pero uno de los médicos
militares me proporcionó algunas dosis de antitoxina (conocido como suero antitetánico),
de escaso valor terapéutico y muy próximo a su vencimiento.
Con esta pobre arma terapéutica de dudoso valor, inicié el tratamiento.
Los familiares del recluso insistían y me presionaban para que se lo entregaran para que
muriera entre los suyos, según su propia expresión, pero yo no accedí a sus pretensiones.
Grande fue mi sorpresa, días después, cuando en una de mis visitas, no encontré a este
señor en el Hospital, porque se había “fugado”. Se había restablecido completamente y hasta
burlado la vigilancia de sus custodios. Fue muchos meses después cuando fue apresado
nuevamente y enviado a cumplir su interrumpida condena.
En otra ocasión fui llamado urgentemente en la madrugada para que fuera a asistir a un
recluso que había sido herido de bala, en un intento de fuga. Cuando me personé al recinto
carcelario me sorprendió encontrar herido al famoso Mr. Davis, quien cumplía una condena
por haber realizado una serie de fechorías contra dominicanos ingenuos que habían puesto
atención a sus fábulas de tesoros enterados y cuyo descubrimiento él ofrecía. Este personaje
de leyenda tenía un largo historial delictivo, además de una gran capacidad de persuasión
para engatusar a sus víctimas. Se decía que era cubano o colombiano; que había sido sacer-
dote y otras muchas cosas, aunque me parece que ni él mismo sabía su origen.
Él había fraguado su evasión de la Torre del Homenaje, según declaró, en complicidad
con uno de los guardianes militares y un recluso muy pintoresco, conocido como “José de
la Luz”, que pasaba más tiempo en prisión que libre, por su afición a los robos, en los cuales
era un verdadero artista y consumado maestro. Era más bien un ratero, con gran sentido
del humor, que inspiraba confianza y simpatía a todos los que lo trataban. Cuando fueron
limados los barrotes de hierro de la ventana, Mr. Davis le pidió a José de la Luz que saliera
y se deslizara al patio, cosa que tenía que hacer sacando primero las piernas, para luego
llegar hasta el patio, en donde se encontraba el guardián nocturno, que era un alistado del
ejército, que tenía asignado dicho turno de vigilancia. Nuestro personaje, con gran filosofía

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

de la vida y conociendo a fondo las artimañas de Mr. Davis, a las cuales no daba completo
crédito, le sugirió a éste que saliera primero pues el centinela podía confundirse, ya que
uno era de color blanco mientras el otro era negro. Cuando Davis sacó la pierna, el centinela
disparó hiriéndolo en el muslo, mientras José de la Luz se alegraba de no haber accedido a
salir primero desconfiando de las historias del convincente cubano o colombiano. Se supo
luego en la investigación que se hizo del caso, que el centinela que debió estar de servicio
se enfermó súbitamente, y fue sustituido por otro, que desconocía la combinación.
En dicho recinto carcelario fungía de Alcalde un personaje llamado Don Arturo Rodrí-
guez, de gran estatura física y carácter muy variable, a quien todos los reclusos temían y
estimaban. Era un hombre maravilloso, cumplidor de sus deberes, pero de un humanismo
extraordinario. Sus consejos eran bien recibidos por todos, pues eran cátedras de moral.
Cuando yo comencé a actuar como médico del presidio tenía un gran sentido de investi-
gación y dedicación, que puse al servicio de mi nueva ocupación. Traté de llenar tarjeteros e
historias de cada enfermo que asistía, con la mayor cantidad de datos posibles, pero tropecé
con un obstáculo insalvable, pues ningún recluso aceptaba la causa de su prisión. Los rate-
ros decían que habían cometido “vivezas” mientras que los que habían cometido crímenes
decían estar presos por “acumulos”. Pronto me acostumbré a estas modalidades del idioma,
interpretándolas con más o menos corrección, al mismo tiempo que compadecía a los jueces
que habían tenido que actuar en sus casos.

Médico municipal de pobres


Cuando fui nombrado por el Ayuntamiento de Santo Domingo para desempeñar estas
funciones, lo primero que tuve que hacer fue mudarme para el área destinada, ya que vivía
fuera de la misma. Yo estaba ya cansado y trasladamos nuestra residencia a la segunda
planta de un hermoso edificio en la parte final de la calle Arzobispo Meriño, situado dentro
de dicha circunscripción. Muchos eran los casos que tenía que visitar diariamente entre la
población de escasos recursos de Villa Duarte y Santa Bárbara. Cada mes tenía que rendir
un informe pormenorizado de mis actuaciones para justificar mis servicios.
De este modo, en contacto con los clientes pobres, aprendí a sufrir sus penurias y apreciar
sus bondades. Confieso que este período de mi vida tuvo mucho que ver en la formación de
mi espíritu hacia la comprensión de los problemas de mis semejantes.
En muchas ocasiones tenía que suministrar las medicinas que les recetaba, ante su in-
capacidad económica para comprarlas, con muestras que recibía de los distribuidores que
me visitaban a diario.
Al ser electo Regidor del Ayuntamiento en las elecciones celebradas en 1930, renuncié
a dicho cargo, por imposición moral de mi parte.
Al constituirse el nuevo Cabildo de la ciudad, yo fui electo por mis compañeros para la
Vice Presidencia, cargo que serví con gran dedicación y entusiasmo como Presidente interino
pues el titular, que por ocupar una Secretaría de Estado, se encontraba imposibilitado al ser
nombrado para ejercer dichas funciones, hasta tanto fuera reformada la ley de Secretarías
de Estado vigente que hacía incompatibles dichos cargos.
A comienzos del año 1931, con motivo de mi viaje de estudios a los Estados Unidos,
aproveché la oportunidad para renunciar a dicho cargo. En realidad mi posición se iba des-
viando hacia la política imperante y a mí esto me disgustaba sobremanera.

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ARTURO DAMIRÓN RICART  |  MIS BODAS DE ORO CON LA MEDICINA

Durante mi interinidad como Vice Presidente en funciones, afronté gran número de


problemas, pues las dependencias municipales sufrieron los efectos de una destrucción casi
completa con el paso del meteoro conocido como el “Ciclón de San Zenón”, que asoló a la
ciudad el día 3 de septiembre de 1930, dejándola en ruinas y desolación, convertida en un
inmenso cementerio.
Sin recursos económicos disponibles y los mercados destruidos y las demás depen-
dencias y arbitrios sin capacidad de producir, la situación merecía muchos esfuerzos para
poder resolverla.
Muchos de los compañeros de cabildo, en su mayoría hombres humildes, pues era el
primer ayuntamiento nombrado en condiciones excepcionales, fueron colaboradores im-
prescindibles para esta labor de reconstrucción. Merece una recordación especial el regidor
Juan Barón Fajardo, quien tomó a su cargo los trabajos de reconstrucción del Mercado que
se encontraba situado donde hoy funciona la Dirección General de Comunicaciones, en la
calle Isabel la Católica, frente a la “Casa del Cordón”, convirtiéndose en maestro de obras,
trabajador y hasta fiador de muchos de los materiales que se necesitaron para su rehabilita-
ción a la mayor brevedad posible.

Mi matrimonio
Poco tiempo después de mi graduación contraje matrimonio en la ciudad de Montecristi
con mi prometida Señorita Enriqueta Carron Moreno, oriunda de Dajabón, aunque residente
desde años antes en la ciudad del Morro.
Su padre era colombiano y su madre española de Madrid. El padre había vivido en
Puerto Rico y Dajabón, antes de establecer su negocio de Farmacia y su matrimonio con el
joven Carron hizo imposible su retorno a la madre patria, que añoraban sus progenitores.
En su familia existía una mística por la medicina, ya que su abuelo y dos tíos (hermanos
de su padre) habían sido médicos, uno en Colombia, donde murió, y otro en Francia, donde
todavía ejerce con gran éxito.
En mi familia no había habido nunca un profesionista médico, ya que la tradición de
mis ascendientes era netamente de comerciantes. Tanto mi padre como mis abuelos y tíos,
habían pertenecido al comercio de esta ciudad, desde varias generaciones.
Mi primera incursión dentro de este campo era pues un experimento nuevo en mi fa-
milia, que se iba a repetir en mi hermano, muerto a destiempo, cuando prometía ser una
gloria de la profesión.
Fue en octubre 9 cuando nos casamos con gran pompa Constituyendo un acontecimiento
que se recordó por muchos años en los anales sociales de Montecristi.
Parece ser que octubre era un mes predestinado para mi familia, pues mi esposa había
nacido en octubre 4 y mi única hija en octubre 2, y una de mis nietas celebra su fecha nata-
licia el 21 de octubre.
El matrimonio constituyó la culminación de ni vida y el comienzo de una nueva etapa,
que con mi graduación años antes, dieron nuevos rumbos a mi vida.
La ceremonia civil y la religiosa estuvieron prestigiadas con la presencia de muy distin-
guidas familias de esta ciudad y de Santiago, donde teníamos amplias relaciones sociales.
Después de tantos años, todavía recuerdo las palabras del sacerdote oficiante de la ce-
remonia que nos unió para siempre, “hasta que la muerte los separe”.

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

Mi primera autopsia
Siendo médico legista ocurrió una tragedia en la carretera Mella a nivel del cruce de
los rieles del ferrocarril del Ingenio Boca Chica, cerca del kilómetro 25, en la cual resultó
muerto José Mateo. Este señor iba sentado junto al conductor en el asiento de un camión
que se dirigía a San Pedro de Macorís con frutos menores desde San Juan de la Maguana y
propiedad de dicho comerciante.
El hecho ocurrió cuando el camión se cruzó con un carro Ford al servicio del Ejército
Nacional, que venía en dirección contraria y éste le pidió luz baja y al no hacer caso de la
señal, el oficial que tripulaba el automóvil hizo un disparo, con tan mala fortuna que hirió
de muerte al comerciante citado.
El cadáver del señor Mateo fue conducido al Hospital Militar que funcionaba anexo a
la Fortaleza Ozama, donde se dispuso por orden del Procurador Fiscal, que se extrajera el
proyectil para determinaciones de su procedencia y que había entrado cerca de la tetilla
izquierda, sin orificio de salida.
La exploración resultó de lo más difícil, pues el proyectil no fue encontrado en la cavidad
toráxica, dentro de la cual había una hemorragia enorme. Siguiendo las trayectorias posibles,
éste fue localizado en la cavidad pélvica y el experticio balístico determinó que procedía de
una pistola automática calibre 45, por lo cual se pudo determinar que era la que portaba el
oficial y no el revólver 38 que portaba el militar que manejaba el automóvil.
Muchas fueron las autopsias que luego tuve que practicar en cadáveres para determi-
naciones médico legales con fines judiciales, incluso en algunos casos de exhumaciones con
fines de experticios, días después de su enterramiento.
Hay que imaginarse mis tribulaciones, unas veces por mi inexperiencia y otras por falta
notoria de condiciones adecuadas de trabajo.
Este proyectil que tuvo una trayectoria tan ilógica, se podría considerar como un niño
travieso que estaba dispuesto a jugarme una mala partida, con sus aviesas intenciones, como
para ponerme a prueba. Esta travesura fue para mí una gran enseñanza, de perdurable
recordación.
En otras ocasiones los proyectiles me hicieron pasar malos momentos, con sus trayec-
torias increíbles.
Recuerdo una persona que fue herida de frente en el tórax cerca de la región precordial,
con orificio de salida en la región escapular izquierda, sin lesionar ningún órgano, pues se
había deslizado entre la piel y las costillas, como si hubiera sabido anatomía.
Podría mencionar muchos otros casos que me sucedieron, pero para muestra un caso
me parece más que suficiente.
La simulación por parte de los heridos y accidentados también puso a prueba, muchas
veces, mi pobre experiencia, hasta que el tiempo me concedió la madurez necesaria para no
dejarme engañar, en perjuicio de los victimarios.
Muchos fueron los abogados que resolvieron casos en su favor, basándose en los certifi-
cados que yo emitía y que llegaron a tener gran fuerza para las actuaciones de los jueces.

Embalsamamientos
En los comienzos de mi vida profesional y estando al servicio del Hospital Evangélico,
yo disponía de muy pocos colaboradores médicos en dicho centro hospitalario.

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ARTURO DAMIRÓN RICART  |  MIS BODAS DE ORO CON LA MEDICINA

Me acompañaba un médico norte-americano de apellido Norris, y luego el compañero


de toda mi vida de estudios, el inolvidable Dr. Ernesto Cruz Ayala, de tan querida recorda-
ción para mí, por lo que representaban sus consejos para resolver muchos casos que tenía
que afrontar.
Yo tenía, en esa época que ser un “todólogo”, es decir: practicar cirugía, evacuar
consultas, hacer partos, tratar enfermos con “Neo-salvarsan” por vía intra-venosa, practicar
algunas pruebas de laboratorios indispensables para establecer algunos diagnósticos, etc.,
sin embargo, cuando me vi precisado a efectuar mi primer embalsamamiento, confieso
que tuve que recurrir a lo que encontré escrito en libros, pues no tenía ninguna práctica
al respecto.
Cerca de Haina hubo un accidente automovilístico, como consecuencia del cual murió
uno de los directores de un banco comercial extranjero, cuyo cadáver se dispuso hacer
embalsamar para trasladarlo a los Estados Unidos y me pidieron hacer este servicio en el
cual no tenía ni experiencia.
Con gran acopio, paciencia y estudios, practiqué el trabajo que se me había encomen-
dado y parece que dio un magnífico resultado, por las alabanzas que se hicieron al efectuar
su definitivo entierro, semanas después.
Luego, siguiendo la misma técnica y algunas modificaciones, efectué el embalsamamiento
de la anciana madre de un gerente de compañía de petróleo que falleció en esta ciudad y su
cadáver fue trasladado a su tierra natal.
Fueron muchos los embalsamamientos que practiqué, hasta que se organizaron las
agencias funerarias que tomaron a su cargo estos menesteres, librándome de esta misión.

Experiencia inolvidable
Cierta mañana al llegar al Hospital Evangélico, encontré muy interesado en una laminilla
que estaba examinando bajo el microscopio, al compañero de toda mi vida profesional, Dr.
Ernesto Cruz Ayala.
Sin inmutarse ni dejar entrever nada, con aquella calma que lo caracterizaba, me pidió
que observara dicha preparación.
Le expresé que por el número de bacilos de Koch que se observaban por campo, debía
ser de un enfermo muy avanzado de tuberculosis pulmonar y hasta agregué que me parecía
un caso de extrema gravedad. El se sonrió y convino conmigo que así era.
Pocos días después de este incidente, se me presentó para presentarme renuncia
como médico del hospital y a instancias mías por esta súbita e inesperada decisión suya,
me confesó que aquella placa que habíamos examinado hacía algunos días, era suya y
que él se iba a retirar de la capital, abandonando el ejercicio profesional, para tratar de
curarse.
Así lo hizo, hasta que algunos meses después volvió a verme, ahora muy desmejorado
en su físico, aceptando mi ayuda profesional, en un intento de curación.
Hicimos pedir, con la urgencia del caso, un aparato para el neumotórax artificial, con el
cual le hicimos varias insuflaciones. Los resultados no fueron los esperados, y meses después,
días antes del ciclón de San Zenón, pasamos por el dolor de tener que enterrarlo.
Me parece que fue la primera vez que se usó el neumotórax artificial como tratamiento
de la tuberculosis pulmonar, no volviéndolo a ver ser usado hasta el año 1938, cuando

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

generalizó su uso de manera muy fluente el médico español refugiado de la guerra civil
española que se llamó Jubés Bobadilla, a quien observé personalmente efectuar varias neu-
molisis por adherencias pleurales, con gran desenvoltura y precisión.

Mi actuación como partero


Desde que inicié mi ejercicio profesional al servicio del Hospital Evangélico, practiqué
un gran número de partos. Esto me obligaba a trabajar durante muchas noches, aparte de
mi habitual labor diaria, que era de por sí muy fuerte.
Recuerdo que el primer parto que tuve que atender, el niño vino en presentación de
nalga, que es dentro de los partos normales, uno de los más laboriosos.
Cada mes asistía entre 20 y 30 mujeres de parto, lo cual hacía mi labor cada vez más
agobiadora. Sólo mi juventud y mi entusiasmo podían hacer posible que resistiera este
esfuerzo.
Después del año 1930 vino a trabajar conmigo al Hospital Evangélico el Dr. R. R. Cohén,
como partero, a quien llamábamos cariñosamente “Tato”, y mis esfuerzos fueron aliviados
considerablemente, al relevarme de tan pesada tarea.
El Dr. Cohén, de grata recordación, había retornado de París, especializado en Obstetricia
y desde su actuación en dicho centro hospitalario creó una gran reputación.
Cuando años después se separó del personal de este centro científico, edificó su propia
clínica particular, el Instituto de Maternidad San Rafael, que todavía perdura a pesar de su
prematura muerte.
Durante mi actuación en esta faceta de mi vida profesional llegué a tener cierta repu-
tación, por lo que la mayoría de las esposas de ejecutivos extranjeros residentes en esta
ciudad, tales como bancos, agencias petroleras, etc., fueron atendidas por mí durante sus
partos.
Tanta confianza llegué a tener por mi actuación como partero que asistí a mi propia
esposa en el nacimiento de mi primera hija, que resultó ser la única que tuvimos.
No sé por qué me perseguía cierto tipo de presentaciones y posiciones, parece que para
desanimarme en continuar su práctica. Un partero amigo mío, muy admirado por sus actua-
ciones en dicho campo, siempre me decía que había dos tipos de niños que no le agradaban.
Él, de manera pintoresca los llamaba los “curiosos” y los “corteses”. Los primeros eran
aquellos que rotaban en occipito-sacra, y nacían en consecuencia mirando hacia el partero
y los que le daban la mano al mismo, durante la temida presentación de hombros, que hacía
necesaria una versión o algo peor, que no desearíamos ni mencionar. Confieso que ambas
modalidades fueron para mí de una frecuencia que asombra.
Años más tarde, durante una breve visita a la ciudad de Washington, D. C., una señora
que había sido asistida por mí durante el nacimiento de sus hijos, y que ahora vivía en dicha
ciudad, supo de mi presencia y me invitó a almorzar a su hogar, encontrándose en presencia
de una reunión, preparada por ella, en la que había ocho o diez niños todos nacidos en mis
manos, que ahora eran ya adultos o adolescentes. Fue un espectáculo de gran repercusión
y recordación para todos, que perdura entre mis recuerdos más agradables por la honda
significación que tuvo en mi vida profesional.
El esfuerzo que significaba para mí, hizo necesario que dejara en las reputadas
manos del Dr. Cohén este aspecto de mis múltiples actuaciones médicas, dedicándome

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ARTURO DAMIRÓN RICART  |  MIS BODAS DE ORO CON LA MEDICINA

más intensamente a la práctica casi exclusiva de la cirugía, en la cual ya había tenido


muchas ejecutorias y destacada participación, especialmente por mi mejor preparación
en esta rama de la medicina, especialmente después de mis estudios de especialización
en la ciudad de New York, a donde me trasladé a efectuar un curso de Post-graduado
en cirugía bajo la dirección de grandes cirujanos, que me brindaron sus mejores consejos
y enseñanzas.
Durante mis actuaciones como partero, que se prolongaron por varios años, tuve opor-
tunidad de operar más de cuarenta embarazos ectópicos, casi todos ya rotos, con abundante
hemorragia peritoneal, con una estadística maravillosa, pues no perdí ningún caso, a pesar
de las dificultades que habían para las transfusiones, ya que en aquellos remoto días era una
verdadera odisea conseguir donantes y todavía no estaba comercializada su utilización. Sin
embargo, en dos o tres ocasiones fue posible establecer el diagnóstico antes de su ruptura, ade-
lantándome a la temida complicación que representaba la hemorragia intra abdominal.
También durante este período de mi vida pude asistir varias embarazadas con “Mola
hidatiforme”, la mayoría de las cuales se pusieron de manifiesto al producirse el aborto
de esta variedad de enfermedad de la placenta, pero en dos caso el diagnóstico pudo ser
establecido previamente debido a la toxemia que padecía la enferma y la altura uterina no
corresponder al tiempo de presunto embarazo, determinando mi actuación quirúrgica.
Yo tenía por norma en los casos de aborto de molas, esperar la evolución (sangramiento
y aparición de quistes del ovario), pero en la casi totalidad hubo transformación en “corio-
epitelioma”, lo cual me obligaba a operaciones que yo consideraba radicales, pero mutilantes,
especialmente cuando se trataba de enfermas jóvenes. En todos los casos en que actué y
que pude seguir, el resultado final fue de larga supervivencia, en algunos de más de veinte
años.
Guardo un desagradable recuerdo de un parto que asistí con un feto de gran tamaño,
pero que no tenía cráneo y que nació muerto. Es el único caso de “anancefalia” que tuve la
oportunidad de observar.

Fechas luctuosas
Los últimos años de la década del treinta fueron para mí de infausta recordación, porque
murieron en menos de un año mi hermano y mi padre.
Mi único hermano, menor que yo en casi diez años, se había graduado de médico dos
años antes y yo cifraba todas mis esperanzas en él para restablecer el binomio médico que
había quedado desmembrado con la desaparición del Dr. Cruz Ayala.
Para mí este hermano era algo así como un hijo espiritual por la diferencia de edad
que había entre los dos y además porque había sido el fruto de mis esfuerzos para hacerlo
médico.
Como quiera que a él no le gustaba la cirugía, dejé que se inclinara a otra rama de la
medicina, habiendo escogido la obstetricia, en la cual ya se destacaba como un excelente
partero al servicio del Hospital Internacional.
Su muerte ocurrió súbitamente, cuando menos se esperaba, tronchando una vida joven
que ya era una promesa para la ciencia.
Después, y antes de un año, sufrí otra dura prueba con la muerte violenta de mi padre,
al cual había tenido entrañable cariño.

127
COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

Mi padre había sido para mí algo más que eso. Nos habíamos identificado en todo desde
que yo era muy joven. Él tenía una gran admiración por mí, y hasta podría decir que sentía
gran orgullo por mis triunfos médicos. Yo, en cambio, correspondía a esta admiración, pues
sentía un devoto respeto por su hombría de bien y acertados juicios en todos los aspectos
de la vida. Existía, en consecuencia, una mutua admiración entre ambos que no podía ser
disimulada.
Estas muertes, agregadas quince años después a la desaparición de mi madre, y más
recientemente a la de mi hermana, me produjeron honda huella en mi espíritu, que sólo
he podido resistirlas con el afecto y cariño de mi familia inmediata, y especialmente de
mi esposa, mi hija, y mis nietos, que han puesto algún bálsamo en los últimos años de mi
vida.

Casos inexplicables
Después de tantos años de ocurridos, todavía no he podido explicarme la muerte de
algunos casos que presencié, a menos que admita que el “miedo” sea capaz de producirlo.
Había sido internada una joven con diagnóstico de empiema post-neumónico, confir-
mado con la extracción de pus por punción pleural.
La enferma mostraba pánico por la cirugía y la familia me convenció para que la operara
sin decirle a la paciente lo que se le iba a hacer.
Al llegar a la sala de operaciones y ver los instrumentos y la escena inconfundible de los
actos quirúrgicos, ella quiso resistirse, pero yo no le hice caso e inicié los preparativos de la
operación; cuando iba a comenzar a infiltrar una solución anestésica, pues la operación iba
a ser practicada con anestesia local, antes de que inyectara una sola gota del anestésico, la
enferma dejó de respirar, muriendo instantáneamente, sin que los esfuerzos para reanimarla
dieran ningún resultado.
Otro caso similar me aconteció con un enfermo que había sido operado de uretroto-
mía interna, por estrechez uretral, dejándosele una sonda permanente para garantizar la
salida de las orinas y evitar la distensión de la vejiga, de acuerdo con las reglas de dicha
intervención.
La siguiente madrugada a la operación fui llamado de urgencia, porque la sonda había
sido expulsada y el enfermo estaba sufriendo atroces dolores por la imposibilidad de orinar.
En la misma cama del enfermo, me preparaba a volverle a pasar la sonda, cuando el
paciente me dijo en tono de advertencia, que si le hacía eso sin anestesiarlo, se moriría. No
hice caso a lo que me suplicaba y al tratar de colocar la sonda en la uretra, el enfermo dejó
de respirar, siendo inútiles todos los procedimientos puestos en práctica para reanimarlo,
muriendo instantáneamente.
Recuerdo otro curioso caso de un enfermo que iba a ser operado de una hernia inguinal.
Esa mañana, después de practicar cinco o seis operaciones, y siendo ya medio día, dispuse
posponer esta última operación para esa misma tarde.
Al llegar al hospital, cerca de las tres, noté una gran alarma entre el personal de en-
fermeras. Al presentarme al salón encontré al sujeto que debía ser operado esa mañana,
y cuya intervención yo había pospuesto, muerto. Si el enfermo hubiera sido intervenido
por la mañana, se me habría tenido que cargar en la lista de defunciones, opacando mi tan
cuidado récord quirúrgico.

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ARTURO DAMIRÓN RICART  |  MIS BODAS DE ORO CON LA MEDICINA

Todavía después de tantos años de estas ocurrencias sigo no teniendo una explicación
cierta para estas muertes.

Cura maravillosa
Operé un vientre agudo, con posible diagnóstico de apendicitis agudo con posible per-
foración, en un sujeto de mediana edad e historia poco precisa.
Al abrir el vientre encontré un ciego muy inflamado, con aspecto tumoral, rojo y duro,
más bien que con síntomas de infección.
Después de una discusión científica con mi ayudante, que lo era el gran clínico Dr. Er-
nesto Cruz Ayala, se decidió cerrar el vientre y no intentar seguir la exploración, ni mucho
menos su extirpación.
El enfermo evolucionó normalmente, sin ninguna clase de complicaciones, mucho mejor
de lo que esperábamos, y una semana después era dado de alta, trasladándose a su hogar
distante unos 150 kilómetros de esta ciudad, en el este del país.
Nunca recibí información de su evolución y francamente siempre estaba esperando reci-
bir malas noticias de su caso, pero estas nunca llegaron, habiéndolo olvidado por completo,
hasta que en una ocasión en que visitaba su pueblo natal por otras razones, se me presentó
muy cordialmente un señor al cual no podía reconocer por su magnífico estado de salud,
y además por haber transcurrido como diez años de la fecha en que había dejado de verlo.
Después de identificarse y reconocerlo como el enfermo que yo había operado años antes,
le supliqué dejarse examinar, no encontrando ninguna tumoración palpable en la fosa ilíaca
derecha, por lo cual consideré que su dolencia había curado completamente.
El paciente me demostró gran agradecimiento, al cual, a lo mejor yo no tenía derecho a
merecer, y así lo expresé a sus familiares a quienes él me presentaba como el cirujano que
le había salvado la vida.
Cuando hice un análisis retrospectivo del posible diagnóstico, fuerza fue reconocer que
debió tratarse de una tuberculosis hipertrófica del ciego, que curó por la exposición al aire
que se efectuó durante la operación y la larga espera durante la discusión de cerrar el vientre
sin intentar su extirpación.
Si algún mérito hubo en este caso fue la sensatez de no intentar una extirpación que
hubiera sido innecesaria y a lo mejor de fatales consecuencias.
Fue un gran éxito al cual no teníamos derecho a merecimientos, pero que a veces con-
tribuye a edificar o destruir una reputación.

Caso curioso
A la consulta que tenía en el Hospital Evangélico me fue presentada una joven de apenas
15 años, fuerte y aparentemente saludable y robusta, con una gran inflamación en la rodilla
que había sido diagnosticada de “artritis crónica”.
Después de un minucioso examen y radiografías, establecí el diagnóstico de “Osteo-
sarcoma” de la rodilla, y propuse a su padre, una amputación alta del miembro correspon-
diente.
Mi consejo fue aceptado por los familiares, después de consultar con otros colegas, que
estuvieron de acuerdo con mi diagnóstico, resolviéndose la operación propuesta.

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

El resultado inmediato fue bueno, a pesar de la mutilación que representaba esta


decisión.
Como esta familia vivía en provincia, al retornar con la enferma ya amputada, el médico
que la había estado asistiendo anteriormente con el equivocado diagnóstico de artritis, hizo
acre censura de mi actuación, calificándola de ser hija de mi fogosidad juvenil, tildándome
de “carnicero”.
Así me lo manifestó el padre, desesperado por la situación que él había consentido.
Yo le expliqué que se trataba de una lesión confirmada por examen anatomo-patológico,
de indiscutible competencia y que aunque creía haber actuado a tiempo, por haber hecho
una operación muy radical, no estaba seguro del porvenir de su hija, pues esa lesión era
eminentemente peligrosa y que yo no deseaba que ocurriera, a pesar de que su ausencia
podía significar tanto en contra de mi reputación.
Seis meses después, el padre lloroso y con grandes disculpas me trajo nuevamente a
la enfermita con evidencias clínicas de que había hecho una metástasis pulmonar, que fue
confirmada por radiografía, y que privó de la vida en pocas semanas a su hijita.
Su desgracia fue mi buena suerte, pues puso de manifiesto que yo había actuado con
toda corrección aunque ésta había sido tardía, a pesar de lo radical que parecía, aplacando
la ola de censura que había producido en principio, cuando todavía existían dudas de la
certeza del diagnóstico.
De no haber ocurrido esta reproducción, probablemente mi reputación, que entonces
iniciaba su curso ascendente, hubiera sufrido un rudo golpe y quizás, hasta un motivo de
fracaso en mi futuro quirúrgico.
Yo no podría decir que me alegró esta circunstancia, a pesar de que me beneficiaba gran-
demente para mi futuro, pues mis sentimientos humanísticos siempre estarían por encima
de la desgracia que esto ocasionaba a esta atribulada familia.

Ciclón de San Zenón


El día 3 de septiembre de 1930, amaneció nublado y algunas ráfagas de viento, que
hacían presumir que se estaba acercando a nuestra ciudad un huracán, lo cual era frecuente
en esta temporada llamada “invernazo”.
Mientras avanzaba la hora, ya cerca del medio día, la situación se hacía más
amenazadora, lo que obligó a muchas oficinas a permitir a sus empleados que retornaran
a sus hogares.
Al medio día sonó la sirena del Listín Diario anunciando el peligro que se cernía sobre
esta capital, pero la mayoría de sus habitantes confundieron esta señal con la habitual que
anunciaba las doce del medio día.
Después de la una de la tarde la situación fue de real confusión bajo el inclemente
ventarrón que se había desatado furiosamente, destruyendo techos de zinc y paredes de
madera, especialmente en los barrios altos de la ciudad, construidos de estos materiales,
en su mayoría.
En medio de este pánico creado por tan inesperado estado del tiempo, muchas personas
perecieron arrastradas por el vendaval o enterradas bajo los escombros de sus hogares.
Después de las dos de la tarde, todo pareció calmarse tan súbita y misteriosamente
como se había iniciado, pero media hora después de esta calma, se inició la segunda parte

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ARTURO DAMIRÓN RICART  |  MIS BODAS DE ORO CON LA MEDICINA

del paso del meteoro, ahora soplando el viento desde el sur, en vez del norte, como en la
fase anterior.
Durante esta calma, que correspondía al paso por encima de la ciudad del vórtice u ojo
del huracán, fueron muchas las personas que se lanzaron a las calles, creyendo que todo
había terminado y siendo sorprendidos por esta nueva faceta de esta infausta calamidad,
fuera de los refugios que los habían protegido anteriormente. Entre éstos, fui yo uno de
ellos, dirigiéndome desde mi hogar hasta el hospital, sólo distante unas dos cuadras, sor-
prendiéndome allí la segunda parte ya descrita.
Allí había ocurrido un verdadero desastre. La vieja casona colonial había cedido en
muchos sitios; la lluvia había inundado todas las dependencias y el equipo hospitalario se
había destruido en su mayor parte. Los enfermos se habían marchado a sus hogares o se
habían refugiado en los sitios más protegidos; los que habían llegado heridos en solicitud
de ayuda, no habían sido asistidos por falta de medios y hasta una señora había fallecido
sin poder ser auxiliada. Allí sólo había confusión y destrucción, donde pocas horas antes
era un centro de asistencia de primera clase.
Cerca del atardecer cesó bastante la furia del huracán, pero se desató una lluvia torrencial
que duró prácticamente toda la noche.
Al retornar a mi hogar, después de haber tomado las medidas de seguridad que el caso
ameritaba, intenté ver si podía saber de mis padres, que vivían en la calle César Nicolás
Penson, precisamente donde ahora estoy residiendo.
Después de una lucha titánica contra los elementos, con una ciudad totalmente oscura
y sus calles llenas de árboles caídos, mezclados con alambres del tendido eléctrico que ha-
bían sido derribados junto con los postes que los sostenían, me costó desistir de mi intento,
luego de sufrir varias caídas con los obstáculos que encontré en el camino, resignándome
a retornar a mi hogar, a esperar que llegara la mañana, para reiniciar mi búsqueda. Llegué
al sitio en que vivían mis padres, calado hasta los huecos y maltrecho, encontrando la casa
destruida y sin ningún signo de vida en los alrededores.
Después de una larga y minuciosa búsqueda en los alrededores, en que las angustias
simulaban siglos transcurridos, encontré a mis progenitores refugiados en un sótano de una
casa del vecindario, lo que hizo volver la tranquilidad a mi acongojado espíritu.
Al retorno de esta fructuosa incursión volví al hospital a ver lo que podía hacer, pero
todo hacía presumir que nada se podría remediar de inmediato, pues los daños eran mayores
a consecuencia de las lluvias caídas en la noche.

Hospital de emergencia
Los dirigentes del Hospital Evangélico decidimos establecer un sitio de emergencia para
ayudar a los heridos y enfermos dejados por el huracán de San Zenón.
En la Avenida Capotillo, hoy Avenida Mella, existía un gran edificio comercial de
tres plantas, propiedad de una mujer que debe ser considerada como extraordinaria y
que se llama Luz Saldaña, el cual había sufrido pocos daños por efectos del huracán, y
de común acuerdo, decidimos establecer allí, dentro de la zona más sufrida, un hospital
de emergencia en el cual se podían practicar curas y suturar heridas, teniendo que ser
internados algunos pacientes por su estado de gravedad o ausencia de hogares donde
ir a recuperarse.

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

El personal médico fue traído del Hospital Evangélico, así como enfermeras y personal
auxiliar para la limpieza y cocina. De todos modos, a las 24 horas ya estábamos rindiendo
una labor que se prolongó un mes, mientras se efectuaba el reacondicionamiento de nuestro
destartalado hospital.
Cuando se desmanteló este centro de emergencia, hubo que afrontar una grave situa-
ción, pues allí existían niños, en gran número, que habían quedado huérfanos y que nadie
reclamaba.
Luz Saldaña, mujer emprendedora y de gran carácter y espíritu altruista decidió estable-
cer un refugio que se convirtió luego en “asilo de huérfanos” que sólo desapareció cuando
todos sus internados se capacitaron y pudieron abandonarlo. Muchos de estos niños, ya
bastante creciditos, la llamaban mamá y algunos hasta lo creían así.
Pasado el primer momento de desorientación, nos dispusimos a prevenir con anti-toxina
tetánica a todos los heridos. La existencia de ésta se agotó, pero rápidamente llegaron auxilios
del exterior para ayudarnos en nuestras tribulaciones, incluyendo abundantes medicinas.
A pesar de ello, algunos casos de tétanos aparecieron en diversos sitios que fueron aislados
en una improvisada instalación de emergencia en un local que fue acondicionado al efecto,
en la casa que hoy ocupa El Caribe, en cuya planta baja se hospitalizaron la mayoría de los
afectados de esta enfermedad, aislándose el brote epidémico, para que tuviera la menor
difusión.
De estos enfermos muchos curaron, aunque algunos fallecieron a causa de las dificultades
que representaban todas estas improvisaciones. Los resultados obtenidos, de modo general,
pueden ser calificados de magníficos, tomando en cuenta las condiciones imperantes.
Aunque yo no podría decir con exactitud el número de casos ocurridos, creo que no
llegaron a treinta en total.
Médicos de reconocida experiencia se encargaron del tratamiento de los enfermos, entre
los cuales se destacaron los doctores Pieter y Valdez.
La acumulación de basuras, detritus y desperdicios ocasionados por los escombros de
los edificios destruidos, desencadenó una plaga de moscas y como consecuencia de ello
agravado por las malas condiciones higiénicas y la falta de agua, se desarrolló una verda-
dera epidemia de Disentería amibiana, contra la cual hubo que desplegar una lucha titánica,
durante varios meses.
La contaminación de las aguas y la escasez de medios ocasionó grandes estragos entre
los habitantes de esta ciudad en ruinas. Fueron muchos los enfermos atacados de esta en-
fermedad que murieron y la aparición de nuevos casos, todavía un mes después del paso
del huracán, da una idea de la gravedad de la situación que hubo que combatir.
No creo exagerar al estimar en más de quinientos casos, los ocurridos durante esta epi-
demia, con mortalidad mayor en personas de más de cincuenta años y en niños y adultos
desnutridos.
Estas muertes se añadieron a las ocasionadas directamente durante el paso del
huracán, y los días que siguieron a éste, estimándose en más de dos mil las muertes
ocurridas, de acuerdo con los encargados de los enterramientos de los cadáveres, que
se inició a la mañana siguiente de la tragedia y se prolongó por dos o tres días, teniendo
que recurrirse a la incineración o al enterramiento en masa, en zanjas abierta en sitios
estratégicos de la ciudad, siendo la plaza Colombina, hoy Parque Eugenio María de
Hostos, uno de ellos.

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ARTURO DAMIRÓN RICART  |  MIS BODAS DE ORO CON LA MEDICINA

La ayuda exterior en forma de medicinas y alimentos no se hizo esperar para el socorro de


los damnificados, siendo el primero en llegar la del Crucero “Dánae” de la marina guerra de Su
Majestad Británica, cuyos marineros ayudaron eficazmente en la limpieza de los escombros.
Las torrenciales lluvias dieron por resultado el desbordamiento de los ríos, incluyendo
al Ozama, lo cual imposibilitó la entrada al puerto de buques, haciendo más difícil la tarea
de socorro.

Barney N. Morgan
Si el huracán nos trajo cosas malas, en cambio nos brindó la oportunidad de la visita del
Reverendo Barney N. Morgan, de la misión Presbiteriana, con el encargo de la ayuda de las
misiones de los Estados Unidos.
Este misionero, con el más grande espíritu cristiano se dedicó a su misión de ayuda
y tomó tanto cariño al país, que terminó por hacerse cargo de la Misión Evangélica en el
país, cargo que desempeñó por espacio de muchos años, dejando una estela de recuerdos
imborrables entre los dominicanos.
En premio a su alto espíritu de comprensión, una calle de esta ciudad lleva su nombre,
después de su muerte ocurrida en su tierra natal, años después.
Su esposa Carolyn Mc.Afee Morgan lo ayudó grandemente en el desempeño de sus
tareas, fundando una escuela para los hijos de los miembros de la colonia norte-americana
residentes en la ciudad que al correr del tiempo se denominó “Carol Morgan School”, que
ha sido responsable de cambios radicales en el sistema educativo del país.
Para mí la asociación que mantuvimos por más de veinte años es una de las más pro-
vechosas para mi formación espiritual y humanística, pudiendo afirmar que su alejamiento
del país y su posterior muerte, forman parte de mi pasado luctuoso, como si se tratara de
un familiar cercano.
Los hijos procreados por este ejemplar matrimonio de misioneros, nacieron en nuestro
país y fueron atendidos por mí, durante mi experiencia como partero. Algunos de ellos me
consideraban como su tío, estimando ellos que su padre y yo éramos hermanos, por nuestras
actuaciones.
Hacer una descripción de algunas de las obras a que dedicó Mr. Morgan su estada en el
país, sería una tarea digna de una biografía, por lo cual ni siquiera intentó esbozarla.
Su huella, tanto en lo espiritual como religioso o humanístico, está impresa en la mayoría
de los corazones agradecidos de muchos dominicanos, que supieron apreciar sus excepcio-
nales dotes de hombre de bien.

Oftalmólogos españoles
Santo Domingo fue visitada por dos oftalmólogos extranjeros, de nacionalidad española
ambos, en el curso de los últimos años, y aunque yo no era especialista de enfermedades de
la vista, tuve el privilegio de intimar con ambos.
El primero de ellos fue el Dr. Hermenegildo Arruga, que nos visitó hace muchos años
desarrollando una labor muy meritoria.
Recuerdo que el famoso oftalmólogo catalán procedía de Brasil, en donde había ido a asistir
de una enfermedad de los ojos al padre del Presidente Vargas y estableció una consulta en el

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

Hospital Padre Billini, que se veía colmada de personas todos los días, a las cuales atendía
con su maestría de siempre.
El Dr. Arruga dejó una serie de anécdotas, debido a su carácter, que todavía son repetidas
por muchos de mis colegas y a veces por sus pacientes.
Yo lo conocí porque él se hospedó en la casa de Huéspedes que por muchos años, admi-
nistró una gran amiga mía, Doña Maggie León Vda. Senior, madre de uno de mis mejores
amigos, y la cual yo visitaba con harta frecuencia. Esa circunstancia hizo posible mi intimi-
dad con el famoso oculista, que en la intimidad era muy distinto al profesional irascible e
incomprensible.
En esta casa de Huéspedes, que tenía el sello de distinción de su dueña, se hospedaban las
personas más distinguidas que pasaban por esta ciudad, entre las cuales recuerdo al famoso
pianista José Iturbi, al también pianista Rubinstein, y al Capitán John Butler, quien llegó con
ese rango a este país, como el primer agregado naval de la Legación de los Estados Unidos,
durante los días más críticos de la segunda guerra europea, con precisas instrucciones de
perseguir la penetración de los submarinos alemanes en aguas del mar Caribe, y salió de
nuestra patria con el rango de Coronel, debido a sus actuaciones efectivas, en el desempeño
de su misión, para ir a servir con los Marines en la invasión de las islas del Pacífico en
posesión de las tropas japonesas, muriendo en acción poco después del desembarco en Iwo
Jima, cuando todavía no había cumplido los treinta años y estaba en la lista de ascensos
para General. Era John un apuesto y joven militar, de una gran inteligencia y capacidad para
crear buenas amistades.
El otro oftalmólogo español, también catalán que nos visitó fue el Dr. Joaquín Barraquer,
hijo del famoso fundador de la clínica que lleva su nombre en la ciudad de Barcelona, y quien
vino al país a invitación del Dr. Freddy Lithgow, quien tenía establecido su consultorio en
la Clínica Internacional, en donde pude intimidar con él por esa circunstancia.
Este joven y famoso especialista trabajó intensamente en clientela privada y fueron
muchos los pacientes operados por su mano maestra. En sus operaciones recibía la ayuda
de su esposa, quien le servía de instrumentista, con gran habilidad y comprensión.
Es un recuerdo de mi intimidad con tantos sabios profesores, que dejaron honda huella
en mi espíritu profesional y que tengo que dejar constancia, en estas estampas.

Estadísticas
Siempre fui gran aficionado a las estadísticas, habiendo logrado mucho éxito en completar
una de las más bellas, en los archivos, bien organizados del Hospital Internacional, en donde
realicé mi mayor labor quirúrgica durante treinta años.
Desgraciadamente estos archivos desaparecieron cuando fue clausurado en 1955, pues
años después, éstos fueron destruidos, perdiéndose una imponderable labor de muchos
años.
De mis recuerdos, sin embargo, puedo establecer con más o menos precisión la labor que
realicé en el campo de la cirugía durante este largo período de mi vida profesional.
Todas las mañanas, durante mi actuación como cirujano en jefe del hospital, practicaba
cuatro o cinco intervenciones cada mes, pues los días festivos y los sábados y domingos,
no efectuábamos ninguna operación a menos que se tratara de urgencias que no admitían
dilaciones.

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ARTURO DAMIRÓN RICART  |  MIS BODAS DE ORO CON LA MEDICINA

De ello se refiere, que con la práctica de unas mil operaciones mayores cada año, du-
rante seis lustros, debía practicar la astronómica cifra de unas treinta mil. A esto habría que
agregar las que practiqué luego en clientela privada, durante los quince o veinte años que
han seguido a dicha época, que aunque de manera menos frecuente, por razones que todos
debemos suponer, esa cifra tiene que haber pasado con mucho a las cuarenta mil interven-
ciones, la cual difícilmente puede ser igualada o superada por otros cirujanos.

Maestro
Muchos son los profesionales de la medicina que me llaman Profesor, por haber dictado
cátedras en la Facultad de Medicina de la Universidad de Santo Domingo, por unos veinte
y cinco años, ininterrumpidamente.
Sin embargo, esto no me consagraría como maestro, pues este calificativo lleva como
corolario tener discípulos.
Muy pocos cirujanos pueden enorgullecerse de tener discípulos y en consecuencia muy
pocos somos los que nos consideramos maestros de cirujanos.
Hay que recordar que el Hospital Internacional, campo de mis actuaciones, fue un centro
de enseñanza en muchos aspectos de la medicina de esta ciudad, y naturalmente fueron
muchos los estudiantes de medicina que hicieron sus prácticas médicas allí.
Desde luego, no todos deseaban ser cirujanos, pues había muchos que se interesaban
por otras ramas de la ciencia.
Yo me creo haber sido maestro porque tengo muchos discípulos, de los cuales estoy or-
gulloso por haberse destacado en la práctica quirúrgica. Aunque es muy peligroso mencionar
nombres, ya que las omisiones pueden herir susceptibilidades, voy a mencionar.
Ahí están los doctores Francisco Molina, Luis Velázquez, Otto Pou Ricart, Angel Chan
Aquino, Manuel Joaquín Mendoza Santana (Vikin) y otros muchos que se encuentran ejer-
ciendo en el país y en el extranjero, que fueron iniciados bajo mi tutela, durante mis años
de actuaciones.

Director del Leprocomio


Interinamente estuve en la dirección del Leprocomio Nacional de Nigua, durante tres
meses.
Rendí una labor entusiasta durante mis visitas a ese centro de salud.
Para entonces el tratamiento de la lepra estaba en una fase tal de atraso que muy poco
se podía esperar en cuanto a resultados y curaciones.
Mayormente había allí internados unos ciento y tantos enfermos en una manera de
Colonia.
Eran atendidos por abnegadas hermanas de la caridad y alojados en una serie de pe-
queñas viviendas. Existían además dos salones comedores, que también eran usados para
ciertas diversiones y reuniones, y uno destinado a consultorio médico, que funcionaba a
manera de hospital, pero prácticamente faltaba todo.
Cada semana giraba una visita, trasladándome en un viejo automóvil Ford, en compa-
ñía del Administrador, por una maltrecha carretera de unos veinte y dos kilómetros, cuyo
recorrido se hacía en casi una hora.

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

El tratamiento de los enfermos se hacía a base de administración de aceite de chaulmugra,


que producía molestosos trastornos gástricos y oculares. Los que soportaban el tratamiento
se aliviaban, aunque muchos no tenían interés en su curación, pues ya estaban padeciendo
demasiadas incapacidades físicas y mutilaciones que los denunciaba como enfermos o
leprosos, y que la sociedad rechazaba en todo momento como un estigma insuperable. De
ahí que muchos enfermos se resistieran a seguir los tratamientos que se les indicaba, porque
eso significaba su alta y el rechazo por la sociedad y en algunos casos, hasta de sus propios
familiares. En la colonia vivían con mayores posibilidades que si eran dejados en libertad.
El problema de las relaciones ilícitas entre pacientes traía aparejado el problema de naci-
mientos de niños que tenían que permanecer en la colonia, aunque no tuvieran síntomas de
lepra. Este asunto de conciencia no tenía manera de solucionarse. No existían albergues para
niños hijos de enfermos de lepra, ni era justo enviarlos a los de niños de padres sanos.
Mientras estuve en la dirección de este centro asistencial me vi precisado a practicar va-
rios curetajes, consecuenciales a abortos incompletos, con grandes hemorragias que ponían
en peligro sus vidas y hasta hubo casos de infecciones.
Aunque yo no era dentista, me vi en la necesidad de extraer algunas muelas y dientes
a pacientes que las tenían en pésimas condiciones y que en los demás sitios se negaban a
darles la debida atención. Me improvisé, en consecuencia, como dentista o más propiamente
“saca muelas”.

Escuela de enfermeras
Básicamente el Hospital Evangélico fue instalado con fines educativos para la iniciación
de la carrera de enfermera. La Misión Evangélica mantenía sus actividades en todos los
niveles educativos.
En consecuencia el establecimiento de la Escuela de Enfermeras se inició desde el mismo
momento en que fue establecido dicho centro de salud.
Era labor muy difícil, pues no se encontraban candidatas que reunieran las condiciones
requeridas para su admisión.
Muy modestamente la escuela inició su labor con un pequeño núcleo de estudiantes,
bajo la dirección y orientación de enfermeras graduadas norte-americanas, adscritas al
hospital.
Mención especial hay que hacer de algunas de estas enfermeras, cuya paciencia y labo-
riosidad deben considerarse como de incalculable valor para el triunfo de dicha empresa.
Sin menoscabar a otras enfermeras que tuvieron relevante actuación en la escuela, sería
injusto no mencionar los nombres de Violet M. Parker, muy dulce y abnegada; Katherine
L. Fribley, enérgica y justiciera, que además se encargaba de una labor de puericultura que
salvó muchas vidas de niños e imprimió nuevos rumbos a la alimentación infantil; y por
último a Eunice A. Baber, que vino a prestar servicios de ayuda a las víctimas del ciclón y
se quedó por más de veinte años, siendo la verdadera reorganizadora e impulsadora del
Hospital Internacional, que así se llamó luego el Hospital Evangélico, joven de un carácter
inflexible y un espíritu organizador poco comunes, que puso al servicio de la escuela de
enfermeras todo el entusiasmo de su juventud y preparación.
Después de inaugurado el moderno edificio que se había construido en la Avenida
México, la Escuela inició sus días de gloria, sin menoscabo de los tropiezos que tuvieron

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ARTURO DAMIRÓN RICART  |  MIS BODAS DE ORO CON LA MEDICINA

que ser vencidos antes y que se deben considerar como las bases en que se edificó la nueva
carrera de enfermeras.
Desde un principio tomé gran interés en la creación de la clase de enfermera, dictando
cátedras en ella constantemente. Orgullosamente puedo afirmar que todos los Diplomas
expedidos tenían mi firma, desde el año 1926 cuando fue graduada la primera promoción
hasta su clausura en 1955.
Ante la falta de material didáctico de enseñanza, me vi precisado a escribir dos libros
de texto. Anatomía y Fisiología para Enfermeras y Cirugía para Enfermeras, fueron escritos por
mí e impresos en 1937, con ediciones ya agotadas.
Más de doscientas enfermeras graduadas fue el fruto de dicha escuela, que forman
el núcleo que actualmente dirigen la ESCUELA NACIONAL PARA ENFERMERAS y la
Superintendencia de Enfermeras de muchos centros hospitalarios del país. Después de la
clausura del Hospital Internacional, yo continué enseñando las materias de mi preferencia
en la Escuela Nacional.
Me enorgullezco de haber dedicado tanto de mi tiempo de juventud a la labor de crea-
ción que significó nuestro esfuerzo, para que la ENFERMERA GRADUADA ocupe el sitio
que tiene en la salud pública del país.

Post-graduado
La misión decidió enviarme a tomar un curso de post-graduado en cirugía a la ciudad
de New York y escogió al New York Post Graduate Medical School and Hospital para
tal fin.
La travesía la efectué en el vapor “Coamo”, vía San Juan de Puerto Rico, llegando a la
ciudad de los rascacielos el 2 de febrero de 1931 (Día de Washington). Fueron a esperarme al
muelle, el antiguo Superintendente de la Misión en Santo Domingo, Nathan H. Hauffmann
y los Mellizos Hernández, quienes se habían exiliado en los Estados Unidos desde el año
anterior por motivos políticos y el cual duró por treinta largos años. Ellos me llevaron a sus
habitaciones en la calle 104 West y allí me alojé por dos días, hasta encontrar una habitación
en un hotel que estaba cercano al sitio de mis estudios, en la calle 23 East, en el barrio de
Grammercy, muy cómodo y limpio. Desde allí podía ir al Hospital a pie, no importando el
estado del tiempo, que en invierno es cosa de tener en cuenta.
Primeramente me asignaron labores en el Departamento de Anatomía Patológica
y luego prácticas de cirugía en el cadáver, bajo la dirección del Profesor DiPalma.
Pocos días después fui llamado a la oficina del Superintendente, en donde encontré
a mi profesor de cirugía y sufrí un gran susto cuando se me dijo que no debía conti-
nuar asistiendo a clases, agregando luego, que él no tenía nada que enseñarme y que
no continuara perdiendo mi tiempo, y que me reportaría al servicio de Cirugía del
Profesor Joseph Erdmann, notable cirujano que me recibió con muestras de simpatía
y llegando a ser su ayudante.
Recuerdo una anécdota que me sucedió con el Profesor Erdmann, cuando se enteró de
mi nacionalidad, pues él tenía un recuerdo muy simpático de los dominicanos, por haber
operado muchos años antes a un “general dominicano” de una hernia inguinal, sin utilizar
ninguna clase de anestesia, a petición del enfermo, y que luego se estableció por investigación
en los archivos que se trataba del General Pedro María Mejía.

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

Erdmann me refería peripecias quirúrgicas que le habían sucedido durante su larga vida
de cirujano, entre las que se destacaban sus actuaciones más desgraciadas, ocurridas con
dos artistas de origen italiano a los cuales tuvo que operar de urgencia y ambos murieron;
fueron ellos el gran tenor Enrico Caruso y el famoso astro del cine mudo Rodolfo Valentino.
Esta circunstancia lo hacía tener gran cuidado con los enfermos italianos que debía operar
en los servicios hospitalarios y en su clientela particular, y que a estos casos siempre estaban
presentes en su mente como un recuerdo imborrable.
Durante mi estada en este curso tuve oportunidad de intimar con el gran Profesor Un-
ger, considerado el hombre más importante en esos momentos en transfusiones sanguíneas,
cuando éstas se comenzaron a utilizar en gran escala en el tratamiento de muchas enferme-
dades, debido a los adelantos que se hicieron en hematología, materia en la cual se destacó
como uno de sus pioneros.
También tuve ocasión de conocer al gran cirujano Allan O. Whipple, quien se distinguió
además en el estudio de las anemias. Era un cirujano formidable, pero solía incursionar
en todos los terrenos de la investigación. Cuando tenía cenas en su hogar, entretenía a la
concurrencia con números musicales, tocados al violín por él, instrumento que dominaba
admirablemente. Yo no sé cómo podía dedicar tanto tiempo a tan diversas facetas de la
vida, pero realmente por eso es que era un hombre privilegiado. Un paciente agradecido
donó al Medical Center el Hartness Pavillon, a condición de que fuera utilizado por él
para sus investigaciones.
Muchas cosas recuerdo de mi estada en ese centro de estudios, entre las cuales me resul-
ta imborrable mi actuación como interno de ambulancia, cuando recogimos el cadáver del
tristemente célebre pistolero Legs Diamond, en una habitación del Hotel Monticelli, durante
las frecuentes guerras entre los pistoleros por la dominación de territorios durante la “ley
seca” que todavía imperaba en los Estados Unidos.
Los sitios de expendio de bebidas operaban libremente en todo el territorio de la unión,
como resultado de la corrupción en los que debían hacerla cumplir.
Los internos frecuentábamos sitios para tomar cerveza, a estilo alemán, sin peligro de
ninguna clase.
Otro recuerdo que guardo fue lo que me ocurrió una mañana cuando me dirigía a mi
trabajo, al cruzarme con el Sargento de Policía, hombre bien parecido, erguido y de aspecto
marcial, que se paseaba siempre por las aceras del barrio, seguido por otros dos policías
que le servían de escolta, y me saludó llamándome “Doctor”. Cuando le inquirí por qué
me llamaba así, me contestó que él no podría ser jefe de la estación de ese precinto si no
conociera a todos sus moradores, y que al verme ir dos o tres veces en la misma dirección
y a la misma hora, me hizo seguir y obtuvo todos los datos en la oficina del centro educa-
tivo en que estaba realizando mis estudios, lo cual hizo posible mi identificación como un
forastero de buenas cualidades, poniéndose luego a mis órdenes para cualquier asunto que
me pudiera ocurrir.
En la sala de emergencias, en la cual prestaba servicios ocasionalmente, en calidad
de cirujano de turno, trajeron un día a un joven bien parecido, de constitución atlética,
con una fractura del muslo producida por un disparo, gritando como un desesperado,
en italiano “Mamma mía”. Este hombre que actuaba con tan evidente cobardía al do-
lor físico, era sin embargo el guarda espaldas de un hampón y tenía fama de hombre
valiente.

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ARTURO DAMIRÓN RICART  |  MIS BODAS DE ORO CON LA MEDICINA

Al terminar mis estudios retorné a esta ciudad, en donde pocos meses después debíamos
inaugurar el nuevo y moderno edificio que se había construido en la Avenida México, en
donde actué por muchos años hasta su clausura en 1955.
El regreso lo efectué en el “Borinquen” que había sustituido al “San Lorenzo” en sus
viajes semanales entre New York y Santo Domingo. Veníamos muy pocos pasajeros, pero
recuerdo que también regresaba de una conferencia en la capital americana el Dr. Porfirio
Dominici, quien a la sazón dirigía el cuerpo médico militar y viejo amigo mío; el corredor
de seguros Julián Oliva, quien años antes había intimidado conmigo por ser el médico
usado por su compañía de seguros, y otros que mi memoria han olvidado. Este viaje se
efectuaba prácticamente en familia siendo bastante aburrido, a lo cual había que agregar
un mal tiempo en la travesía entre New York y San Juan de Puerto Rico, para que las cosas
resultaran aún peores.
Cuando recordamos estas lentas travesías, que duraban días interminables, y las com-
paramos con los rápidos viajes en aviones a propulsión que son usados en esta misma ruta
en la actualidad, que sólo duran algunas horas, sentimos una nostalgia del pasado, aunque
aceptemos los adelantos de nuestra civilización como cosa inexorable. Las despedidas y las
recepciones de ahora y de antaño, contrastan notablemente perdiendo todo el encanto de
lo que significaban.

Mis incursiones en Urología


Durante mis primeros años en la práctica médica hice muchas incursiones en el campo
de la urología, especialmente en asuntos relacionados con tratamientos quirúrgicos.
Practiqué más de cuarenta operaciones de próstata, siguiendo el método transvesical
supra púbico de Freyer. Me enorgullezco de haber tenido una mortalidad nula, siendo yo
un intruso de esta especialidad. Una tesis presentada por uno de mis alumnos, recogió los
resultados de esta labor.
También era frecuente tener que practicar uretrotomías internas, usando el uretrótomo
de Messoneuvre, instrumento que creo que ya casi debe pertenecer a los museos. Estas
operaciones eran practicadas con gran frecuencia debido a estrecheces uretrales que resul-
taban como consecuencia de inadecuados tratamientos de la blenorragia, y que hoy casi han
desaparecido por completo, como consecuencia de los cambios que han ocurrido después
de la aparición de los antibióticos. Estas operaciones eran seguidas por dilatación con bujías
metálicas, para calibrar la uretra, y eran conocidas con el nombre de Beniqués.
Mi actuación en este campo me hizo tratar al Ministro Americano Sr. Evans Young
(entonces no había embajadores todavía) a quien periódicamente le hacía lavados vesicales
para una lesión crónica de su vejiga.
Esta circunstancia dio motivo a que en un viaje que efectuara a la ciudad de New
York, al tratar de visitarlo en su oficina de la Pan American Airways, de la cual era a la
sazón uno de sus vice-presidentes, después de abandonar la carrera diplomática, cuando
le anuncié a su secretaria mi intención de visitarlo, ésta me dijo que si no tenía una cita
previa con él iba a ser imposible verlo. A insistencia mía accedió a pasarle mi tarjeta, la
cual llevó a su jefe sin ninguna esperanza y por pura cortesía; con gran asombro de ella,
personalmente abrió la puerta de su despacho y con los brazos abiertos me recibió efusi-
vamente ante su expectación.

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

Este caballero guardaba un recuerdo muy cariñoso de mis servicios a pesar del tiempo
transcurrido.
Durante este período de mi vida profesional practiqué algunas operaciones de cistoto-
mía, con fines de extracción de cálculos vesicales (la llamada talla hipogástrica), pero debo
recordar una en particular, con extracción de un cálculo enorme de más o menos el tamaño
de una toronja, que fue descubierto por una radiografía que se le tomó por estar acusando
síntomas de cistitis, con frecuencia de micciones y se encontró dicho hallazgo. Para poder
extraer dicho cálculo fue necesario aplicar un pequeño fórceps, como si se tratara de la
cabeza de un feto.
Sobre el riñón tuve muchas experiencias, tales como nefrectomías, en número de seis
o siete, unas veces por pionefrosis y uronefrosis y hasta por hipernefroma, con magnífico
resultado y también nefropexias por riñón flotante o ectópico y algunas nefrolitotomías por
cálculos coralíferos de gran tamaño, que también evolucionaron muy satisfactoriamente, a
pesar de que uno se complicó con una tremenda hemorragia que puso en peligro la vida del
paciente, especialmente por la dificultad que existía entonces para las transfusiones. Este
caso me ocurrió con uno de los funcionarios de la Esso y lo recuerdo por el gran susto que
me produjo esta inesperada complicación.
En esta especialidad llegué hasta a ordenar una serie de cistoscopios, que usaba con
bastante frecuencia, pero que luego dejé en desuso, porque no podía consagrarme a tantas
facetas de la cirugía al mismo tiempo y ésta me llevaba más del disponible.

Mi banquero favorito
En la década del treinta, todos los bancos comerciales que funcionaban en el país eran
extranjeros y desde luego, sus gerentes también lo eran.
Yo fui médico de la mayoría de dichos gerentes y altos funcionarios, así como también
de los representantes de la mayoría de las compañías petroleras, de la compañía Eléc-
trica, de la de Teléfonos y de la Receptoría General de Aduanas, que todavía controlaba
nuestras rentas.
Esta circunstancia me hizo tener muy estrechas relaciones con los gerentes de The Na-
tional City Bank, entre los cuales recuerdo a Mr. Wheeler, Mr. Jackson, Mr. Erickson y Mr.
Pérez.
La señora Erickson fue atendida por mí en su último parto; Mr. Jackson igualmente fue
atendido en varias ocasiones, así como su familia, hasta su muerte ocurrida en los Estados
Unidos después de una lobectomía; la familia de Mr. Wheeler igualmente era atendida en
todas sus dolencias por mí; y Mr. Pérez murió en mis manos a consecuencia de una fuerte
hemorragia gastro-intestinal, pero su familia, compuesta por su esposa y sus hijos, todavía
guardan gratos recuerdos de mis servicios médicos rendidos.
En el Royal Bank of Canada, su gerente Mr. O’Connell, de tan grata recordación fue mi
cliente durante toda su actuación en el país y al ser jubilado, y mientras se mantuvo resi-
diendo en esta capital siguió recibiendo mis consejos médicos, hasta que se retiró a vivir en
la Florida.
En el Bank of Nova Scotia, fui médico de cabecera de sus gerentes Mr. Irving, Mr. Ro-
binson, Mr. Evans y Mr. Hinchliff. De igual manera estuvieron bajo mis cuidados médicos,
sus familiares, y muchos de sus hijos nacieron bajo mis atenciones.

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ARTURO DAMIRÓN RICART  |  MIS BODAS DE ORO CON LA MEDICINA

Fue sin embargo, Mr. Hinchcliff mi banquero favorito por haberme brindado su amistad
sin ninguna reserva.
Recuerdo que él me llevó a la Vice-Presidencia del Santo Domingo Country Club
cuando fue electo Presidente de esta asociación, que gozaba ya de gran prestigio en la
sociedad dominicana, e igualmente guardo un profundo agradecimiento por la prueba
de confianza que depositó en mí al facilitarme todos los préstamos que fueron necesarios
para la edificación de mi residencia en la cual todavía vivo, operación que fue efectuada
fuera de todas las reglas bancarias de esa época, teniendo sólo como fianza, mi reputación
y su amistad.
Cuando desempeñaba las funciones de Presidente de la Junta de Directores del Banco,
ahora con residencia en la ciudad de Toronto, Canadá, y durante una visita que hice a la
sucursal de New York, se me puso en comunicación telefónica directa para hablar con él,
por instrucciones emanadas personalmente de él, cosa que fue muy agradecida por mí, ya
que se trataba de una atención más en prueba de nuestra amistad.
Como médico del gerente de la Compañía de Teléfonos, siempre tengo que recordar
la operación cesárea que le practicara a la Señora Larsgard, para traer al mundo a su
única hija.
También recuerdo la operación de urgencia que me vi precisado a practicar al gerente
de la Compañía Eléctrica, Sr. Wiggs, a cuya esposa también operé en una ocasión.
Fui el médico personal de Mr. William Pulliam, Receptor General de Aduanas y de
su esposa y del Delegado Receptor Mr. Orne, a cuya nuera practiqué tres cesáreas para el
nacimiento de sus hijos, prefiriendo tenerlos en nuestro país, a pesar de las facilidades que
tenían para hacerlo en su tierra natal.
Sería prolijo seguir enumerando enfermos a quienes me cupo el honor de asistir durante
mi activa vida profesional.
Son remembranzas de un pasado quirúrgico lleno de casos de personas de gran rele-
vancia a las cuales serví con toda abnegación y dedicación, y que me es muy difícil olvidar
por lo que representó para mí.

Gangrenas
Durante mi ejercicio profesional tuve que asistir a varios enfermos con “gangrena ga-
seosa”, enfermedad que en la actualidad tiene tendencia a hacerse cada vez más escasa su
incidencia, especialmente después de los grandes adelantos que han advenido en el arsenal
terapéutico moderno.
No puedo estar muy orgulloso de los resultados que obtuve en sus tratamientos, a pesar
de que fui muy radical en mis decisiones.
En una ocasión asistí a un hombre que había sido traído desde el puerto de Palenque,
y que había sufrido una fractura expuesta de una pierna, la cual se había producido por un
derrumbe de aquellos grandes sacos de azúcar que se usaban en esa época. Los compañeros
de trabajo se lo entablillaron lo mejor que pudieron, usando yaguas amarradas con cordones
de soga, para su traslado a nuestro centro de salud, pero al quitar el “enyesado” encontré que
había una gran infección producida por tan rudimentario método de contención, puesto sin
ninguna regla de asepsia. Al día siguiente, a pesar de nuestro tratamiento, encontré que la
pierna estaba muy inflamada con flictenas indicadoras de gases, y establecí el diagnóstico de

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

“gangrena gaseosa” disponiendo la amputación alta a nivel del tercio superior del muslo.
Desgraciadamente, la septicemia que ya existía, con gran hipertermia e intoxicación siguió
su curso y 24 horas después de aquel heroico tratamiento, el enfermo murió.
Otro enfermo que recuerdo fue un hombre que había sido atropellado en su casa, mien-
tras se encontraba durmiendo, por un camión que rompió la esquina de la casa de madera
en que habitaba, produciéndole una fractura abierta de la pierna, con gran desgarradura de
las partes blandas, que antes de 24 horas de haber sido llevado a mi servicio, ya presentaba
evidencia de estar desarrollando una “gangrena gaseosa” con septicemia, que hizo nece-
saria una amputación alta del miembro, la cual aparentemente controló la grave infección.
Mientras estaba en su convalecencia, unos veinte días después del accidente, comenzó a
tener síntomas de “Tétanos”, a pesar de que se le había administrado anti-toxina en dos
ocasiones (al ingreso y a la semana del accidente). Después de un largo tratamiento en que
fue utilizada la anti-toxina a grandes dosis, por todas las vías (sub-cutáneas, intravenosa e
intra-raquídea), el enfermo murió sin haberse recuperado de esta última complicación, sin
responder a las esperanzas que teníamos de curarlo.
Siempre me recuerdo de este caso, por las circunstancias en que sucedió. Un hombre
durmiendo en su casa, atropellado por un vehículo que destruye una pared de una esquina,
y que produce una fractura abierta que se complica con gangrena gaseosa y luego se tetaniza,
parece ser la culminación de una serie de circunstancias que parecen sellar la mala fortuna
y el destino de una persona.
Otros casos de gangrena gaseosa no fueron tan fatales como los descritos, pues aparte
de las mutilaciones con que fueron afectados, se recuperaron. Desde luego, es una de las
enfermedades en que tuve menos suerte en mi vida quirúrgica, pues la mortalidad fue muy
por encima de mi estadística de mortalidad general en otras dolencias.

Invaginación intestinal
Esta enfermedad fue vista por mí muchas veces en niños y operada a tiempo con resul-
tados muy halagadores, pero hay un caso que merece mi especial mención.
Era un enfermo que me llegó del sur del país con diagnóstico de disentería crónica, por
estar evacuando sangre y mucosidades, desde hacía muchos días, quizás semanas.
Al examen del vientre encontré una masa dura, de aspecto tumoral, en la fosa ilíaca de-
recha, que me hizo pensar en una oclusión de tipo crónico, pues había ausencia de síntomas
esenciales, como eran los vómitos.
Después de varios días de observación y de radiografías, me pareció que se confirmaba
el presunto diagnóstico de oclusión, que por su edad, debía ser de origen maligno.
Decidí operarlo, con una laparotomía lateral a nivel del borde externo del recto derecho,
y al hacer la exploración de rutina, encontré que el ciego y el colon contenían más de dos
metros de intestino delgado en su interior, con gangrena de todos los elementos envueltos
en la lesión, por lo que decidí practicar una colectomía de toda la masa y practicar una
anastomosis a nivel del colon transverso con un asa de intestino sano.
Fue una operación muy laboriosa, practicada en las peores condiciones imaginables,
con focos de infección por todas partes, preparándome para las posibles complicaciones
como algo inexorable. Sin embargo, para mi sorpresa y suerte para el enfermo, no hubo
ninguna complicación y la herida cicatrizó por primera intención, evolucionando como si

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ARTURO DAMIRÓN RICART  |  MIS BODAS DE ORO CON LA MEDICINA

se hubiera tratado de algo normal y corriente. A los tres o cuatro días se estableció el tránsito
intestinal, con evacuaciones normales y paso de gases, como en un caso más.
Este enfermo fue visto por mí como a los cinco años y le hice practicar una radiografía
con medio de contraste, encontrando que la anastomosis funcionaba a la perfección.

Ex presidente Machado
Entre los clientes importantes a quienes asistí, se encuentra el ex presidente, General
Gerardo Machado, de Cuba, cuando se encontraba exiliado en nuestro país, después de su
derrocamiento.
Muy pocos dominicanos estaban enterados de su presencia en nuestro país, al cual
había llegado secretamente por las costas de Montecristi, en un pequeño yate que lo había
transportado desde las Bahamas.
Así es que cuando se me requirieron mis atenciones médicas para su enfermedad, yo
ignoraba que estuviera conviviendo entre nosotros.
Una noche vino a mi casa de familia en la calle Mercedes, un hombre que por su tono y
acento no podía ocultar ser cubano y me pidió ir a ver a un enfermo, sin decirme de quién
se trataba.
En su propio automóvil salimos en dirección a San Gerónimo y al llegar a una casa que
existió o existe todavía cerca del Hospital Robert Reid Cabral, muy cerca de donde están las
oficinas de Rahintel, fui llevado a la presencia de un hombre bastante gravemente enfermo,
con una aparente intoxicación alimenticia, que había que descartar que se tratara de un
envenenamiento criminal, dadas las condiciones del paciente.
Cuando estuve en su presencia, me preguntó que si yo sabía quién era él, contestándole
afirmativamente por haberlo visto en muchas fotografías y a renglón seguido me inquirió
que si yo tenía algo en su contra, a lo cual contesté que aunque no compartía sus ideas po-
líticas, yo nada sentía en su contra, porque yo no era cubano, y además que mi condición
de médico no podía impedirme que asistiera con toda diligencia e interés a un paciente que
solicitara mis servicios.
Luego de una pequeña pausa me dijo “bueno, me voy contigo, porque me has inspirado
confianza”.
Así fue que esa misma noche lo trasladé al Hospital Internacional, alojándolo en la mejor
habitación de que disponíamos.
Los exámenes de laboratorio no encontraron nada en referencia a intoxicación criminal,
y el enfermo mejoró prontamente, recuperándose en pocos días, pero él no se quería ir a su
hogar, porque se consideraba muy feliz y bien atendido por el personal del hospital.
Pasó unas dos semanas en convalecencia durante las cuales llegamos a intimidar y me
confió muchos secretos de su vida política, desde sus inicios en la guerra libertadora, en
la cual había llegado a mayor general, hasta su derrocamiento como presidente y su fuga
precipitada al extranjero.
Mi hija, que entonces era muy pequeña y me acompañaba muchas veces en mis visitas
nocturnas al hospital, también entraba al dormitorio del General, comportándose él como
un verdadero “abuelo” en intimidad con una nietecita, que a lo mejor añoraba. En muchas
ocasiones ella estuvo sentada en sus piernas como si se tratara de un familiar, por la con-
fianza que él le inspiraba.

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

Un buen día me dijo que se iba para Alemania y que se embarcaría por Puerto Plata en
un vapor de la Horn Line, que lo conduciría a Hamburgo, y así lo hizo. Fue una indiscreción
de su parte, porque sus enemigos políticos vivían vigilando sus pasos y habrían querido
saber su itinerario a cualquier precio para un atentado.
Durante su permanencia en el Hospital me ocurrieron muchos incidentes con sus
acompañantes, unos agradables y otros desagradables, pues todos los que lo rodeaban se
disputaban sus favores y a veces sentían celos por las distinciones que tenía conmigo.
A pesar de que él no lo deseaba, me vi precisado a solicitar protección policial muy
discreta, para protegerlo de un atentado que hubiera tenido serias repercusiones sobre el
crédito del Hospital, especialmente cuando venía a nuestro puerto el vapor “Cuba” en su
itinerario entre la Habana y San Juan, con escalas en nuestro país, que podía traer personas
interesadas en su desaparición.
Después de un largo período en Europa, vino a residir a los Estados Unidos, donde
murió luego de una operación que le fue practicada en un riñón.
Todavía recuerdo, con admiración, su gran valor. Muchas veces tuve que llamarle la
atención por mantenerse acostado de espaldas, frente a la puerta de la habitación que se
encontraba abierta y estaba situada en un pasillo por el cual circulaba libremente todo el
que así lo deseaba.

Segundo Congreso Médico Dominicano


Después de una larga pausa, se celebró el Segundo Congreso Médico Dominicano,
presidido por el Dr. Ramón de Lara, al cual concurrieron gran número de profesionales con
sus aportaciones científicas. Este fue celebrado en las postrimerías del año 1933 y tuvo por
sede el Ateneo Dominicano, que estaba alojado entonces en la segunda planta del edificio
que hoy ocupa el diario El Caribe en la calle El Conde.
Parece que había gran ansiedad de manifestaciones científicas a juzgar por la concurrencia
de trabajos tanto a los temas oficiales como a los libres.
Yo participé con un trabajo titulado Maniobras para aminorar el tiempo en las apendi-
cetomías, el cual fue escenificado con tres operaciones, practicadas en tiempo récord de
seis minutos en promedio por cada una, siendo éstas presenciadas por un gran número
de colegas, los cuales tuvieron frases muy enaltecedoras para el tema presentado y hasta
para mi habilidad como operador, siendo dicho trabajo galardonado con un Premio y
Diploma, que después de tantos años todavía ostento orgulloso en mi oficina particular,
junto a otros reconocimientos que se me han conferido durante mi larga práctica en el
campo de la cirugía, a la cual me dediqué casi exclusivamente durante una gran parte de
mi ejercicio médico.
Hubo un lapso comprendido entre los años 1927 y 1955, en los cuales efectuaba un
promedio de ochenta intervenciones quirúrgicas por mes, lo cual totaliza unas treinta mil
operaciones efectuadas en este período de mi vida, cifra que se aumentó luego, aunque no
al mismo ritmo, porque la práctica privada es más limitada y después de la clausura del
Hospital Internacional en 1955, estuve dedicado a esta práctica.
Para tener una idea de la labor realizada por mí durante este largo período de práctica
hospitalaria, basta considerar que para efectuar un promedio de ochenta operaciones por
mes, es necesario por lo menos la ejecución de tres o cuatro por cada día laborable de cada

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ARTURO DAMIRÓN RICART  |  MIS BODAS DE ORO CON LA MEDICINA

semana. Esa labor continua y sistemática es agobiadora, pues son muchos los sinsabores
que se pasan en la sala de operaciones.

Casos Raros. Filariasis y espiroquetosis


En una ocasión al efectuar una operación por hidroceles, el líquido extraído era franca-
mente lechoso, por lo cual lo envié al laboratorio para su estudio, obteniendo la respuesta
de que se trataba de un derrame quilúrico, en el cual se encontró embriones y abundantes
huevos de microfilaria del tipo Bancrofti.
Este enfermo había venido a mi servicio, según su declaración, por haber recibido una
contusión, en el escroto, durante la realización de un trabajo, por lo cual la trans-iluminación
que le fue practicada era negativa y se creyó que en realidad se trataba de un hematoma o
derrame sanguíneo. Los hechos demostraron una cosa muy distinta y la falta de veracidad
de la causa ocasional atribuida por el enfermo con fines fraudulentos para atribuirlo a un
accidente del trabajo.
Como consecuencia de esta revelación yo reporté el caso y escribí un artículo en la Re-
vista Médico Farmacéutica que era editada entonces y dirigía el Dr. Félix M. Veloz Saldaña,
siguiendo luego gran alarma entre los profesionales médicos que ahora demostraban gran
diligencia en encontrar nuevos casos de filariasis humana nocturna, enfermedad que hasta
ese momento se desconocía que existiera en nuestro país. Cuando era descubierto, anterior-
mente, algún caso, siempre se trataba de justificar su contaminación en algún período de su
vida en otras áreas del trópico, donde era aceptada que era endémica.
Yo mismo descubrí años después, otro raro caso de filariasis, al detectar un derrame
pleural con líquido lechoso que estaba repleto de huevos de microfilaria humana del tipo
descrito anteriormente, en un enfermo diagnosticado radiográficamente de pleuresía con
derrame.
Otros casos raros que tuve el privilegio de ver fueron los que se me presentaron de modo
esporádico, con todos los síntomas de neumonía, pero con esputos francamente hemorrágicos
en vez de herrumbrosos, y en cuyos esputos se pudo encontrar abundantemente la presencia
de Espiroquetas, respondiendo al tratamiento con pequeñas dosis de sales arsenicales por
vía intravenosa, de Neo-salvarsan.
Por lo menos fueron detectados, con absoluta certeza, dos casos de esta rara enfermedad,
los cuales también publiqué, siendo muy discutidos en todas las reuniones científicas que
entonces se efectuaban con mayor frecuencia que en nuestros días.
No he vuelto a saber de casos de espiroquetosis bronquial en nuestro país, a lo mejor
porque nadie está buscando estas rarezas o porque con el uso de los antibióticos no han
podido desarrollarse a plenitud.
Después del advenimiento de los antibióticos, que no existían en mis primeros años de
mi práctica médica, muchas enfermedades que antes eran comunes, ahora resulta que sólo
se ven como una excepción.
Por ejemplo, los abscesos urinosos, tan frecuentes en el pasado, como consecuencia
de estrecheces uretrales masculinas o manipulaciones en la uretra, ya son prácticamente
desconocidos por los médicos actuales. Hace algunos años eran de tal frecuencia, que las
incisiones en el periné para su evacuación constituían parte de la rutina casi diaria de los
cirujanos.

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Igualmente sucede con las mastoiditis que complicaban las otitis media supuradas.
Aunque yo no era un otorrinolaringólogo, no había año que no tuviera que trepanar dos
o tres mastoides, por abscesos de sus células óseas. Actualmente son verdaderas rarezas
operatorias aún en manos de los especialistas. El uso de los antibióticos en el tratamiento
de las otitis medias, creo que es la causa de la ausencia de esta complicación.
Lo mismo ha ocurrido con los empiemas, complicación de las neumonías, que ahora
casi han desaparecido mientras que antiguamente eran muy frecuentes, teniendo yo que
practicar frecuentemente pleurotomías con previa resección costal, para su evacuación y
curación.
Es evidente que hoy día el tratamiento de las neumonías es muy distinto al que usába-
mos los médicos de la era preantibiótica, cuando nos veíamos forzados a dejar evolucionar
a esta enfermedad, contentándonos con mantener el corazón para que resistiera el período
de crisis final, porque en su mayoría era la terminación de dicha enfermedad.

Otro paciente importante


Yo no sé por qué después del derrocamiento del Presidente Machado de Cuba y su
refugio en nuestro país, cada vez que ocurría un cambio de importancia en América, sus
exiliados venían a residir a nuestro país, para orientarse y decidir dónde se instalarían en
el futuro de modo permanente.
Fue así como gran número de los descendientes del General Juan Vicente Gómez, de Ve-
nezuela, vinieron a refugiarse en nuestra patria, después de su muerte y como consecuencia
de los cambios que ocurrieron en la patria de Bolívar; luego vimos al General Pérez Jiménez;
también de Venezuela; al General Domingo Perón de la Argentina; y a Fulgencio Batista de
Cuba, para sólo mencionar a los más destacados.
Esta circunstancia me dio el privilegio de atender a algunos de ellos.
Fue una hija del difunto General Juan Vicente Gómez, llamada Berta, mi próximo caso
de un personaje de importancia a quien me correspondiera atender.
Fui llamado por sus medio hermanos, pues ella no era hija legítima, a pesar de usar
el apellido, para que la viera por estar sufriendo de una apendicitis aguda y fue operada
por mí, de urgencia, con resultados muy satisfactorios de recuperación sin ninguna
complicación.
Operar apendicitis llegó a ser mi acostumbrado desayuno quirúrgico diario, especial-
mente después de mi demostración ante el Segundo Congreso Médico Dominicano, que
me dio gran fama de experto operador de esta lesión, pero cuando el paciente era de la
importancia del caso anterior, por sus posibles repercusiones, era motivo de preocupaciones
por parte mía, ya que estaba envuelto mi porvenir como médico. Un fracaso en casos de tan
poca importancia, hubiera sido un rudo golpe para mi porvenir científico.
Así sucedió con esta prominente operada; igualmente resultó el caso de un señor que
visitaba al país en viaje de recreo y descanso, que se enfermó súbitamente y fue necesario
una intervención quirúrgica, y que luego me lo identificaron como uno de los Vice Presi-
dentes de un Banco comercial norteamericano, y que evolucionó tan bien como los demás
casos, para mi ventura.
Mi memoria no puede retener todos los casos que manejé y desgraciadamente los
archivos del clausurado Hospital Internacional, campo de mis actuaciones y posibles

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ARTURO DAMIRÓN RICART  |  MIS BODAS DE ORO CON LA MEDICINA

investigaciones, ya no existen. De lo contrario, hurgando en ellos, es posible que pudiera


mencionar muchos otros casos que me sucedieron.

Heridas de la arteria femoral


Las heridas de esta arteria casi siempre conducen a una muerte rápida, por hemorragia
incontrolable o tardanza en su tratamiento.
Sin embargo, yo recuerdo de varias heridas de la arteria femoral, que fueron tratadas
por mí y que se salvaron por mi pronta actuación.
Desde luego, en la mayoría de los casos, la sutura que salva la vida, ligándola produce
gangrena por falta de irrigación, de todo el miembro inferior, teniendo que terminar, en gran
número de casos, por una amputación o sea una mutilación.
Vi, sin embargo, algunas que no tuvieron este fin casi matemático, pues en un caso parece
que actuó la providencia, al establecerse una comunicación entre la vena y la arteria, que
produjo un aneurisma arterio-venoso, que fue por muchos años compañero inseparable de
este afortunado herido.
Se trataba de un hombre a quien se le escapó un tiro manipulando una pequeña pistola
automática de muy pequeño calibre, con profusa hemorragia por haber interesado al paquete
vásculo-nervioso en la región femoral, dentro del triángulo de Scarpa, y que cicatrizó
espontáneamente al establecerse la comunicación entre los vasos arterial y venoso de esa
región, no siendo interrumpida la irrigación sanguínea del miembro inferior.
Otro caso que recuerdo fue el de un obrero que se presentó como una emergencia por
haber sido herido en la región inguinal por un fragmento de metal desprendido al manipu-
lar dos instrumentos de acero, con tan mala fortuna que el mencionado fragmento, como
si fuera un proyectil, se introdujera en dicha región produciendo una sección completa de
la arteria femoral.
Yo me limité a ligar la arteria, haciendo uso de mis conocimientos anatómicos, con los
puntos de referencia de lugar, y esperar los resultados.
Al día siguiente, cuando yo esperaba encontrar un miembro frío y sin circulación, me
sorprendió el buen estado de la pierna, sin que vislumbrara isquemia, debido a la sutura
arterial. Así continuó su recuperación, pudiéndose comprobar, luego, por radiografías con
medios de contraste, que la ligadura se había efectuado por debajo de la bifurcación de la
arteria y además que existía una arteria colateral por encima de dicha sutura y que garanti-
zó la irrigación del miembro por existir dicha anomalía anatómica. Por unos centímetros o
quizás milímetros, este afortunado herido pudo conservar su pierna.
Otros casos no fueron tan afortunados, y en la mayoría de ellos, hubo que recurrir a una
amputación del miembro con la consiguiente inhabilidad funcional resultante.

Anestesia
Cuando pensamos en los lejanos días cuando las anestesias eran administradas por perso-
nas bien intencionadas, pero sin ninguna o muy poca preparación, como ocurre actualmente,
nos maravillamos de la epopeya que representaba para los cirujanos el acto operatorio.
Recuerdo los viejos días cuando la mayoría de las anestesias se hacían con frascos gotero
a base de éter, la mayoría de las veces, y de cloroformo, otras, o con ayuda del aparato de

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

Ombredanne, que hoy consideramos como pieza de museo, pero que tantas historias debe
guardar de su uso. Los cirujanos, cuando operábamos vientres, teníamos que esperar los em-
pujes y reflujos de los intestinos, para nuestra labor, siendo a veces, obra de equilibrismo.
Al presenciar hoy día el gran adelanto que ha ocurrido en esta materia, tenemos que
rendir un homenaje de admiración a los hombres que hace treinta o más años, efectuaban
operaciones en las desventajosas condiciones existentes.
Fue un gran paso de adelanto la introducción de anestésicos administrados por vía intra-
venosa, casi todos derivados barbitúricos, ocurrida en la década del treinta.
Fui uno de los precursores entusiastas del uso de estas drogas, acumulando una gran
cantidad de anestesias. Hasta llegué a escribir un artículo sobre mi experiencia con ellas.
Después vinieron otras drogas y modernos aparato de anestesia, en donde se mezclan
los anestésicos con oxígeno; se usó la intubación para mayor control; y se administran drogas
reguladoras de los movimientos respiratorios, que han puesto punto final a las angustias de
los cirujanos. Además, se ha suprimido ese momento de inquietud y hasta de gran zozobra
que representaba el período de excitación que precedía al sueño anestésico.
Desde luego, todo ha venido como consecuencia de la aparición de los anestesistas pro-
fesionales o anestesiólogos, que han resuelto la mayoría de las tribulaciones de los cirujanos,
que ahora pueden concentrarse en el acto quirúrgico, no teniendo que preocuparse por las
consecuencias de las anestesias.
En este sentido el cambio ha sido radical, pues mientras hace apenas medio siglo se ponía
a dar la anestesia al ayudante que tuviera menos preparación, hoy día se ha convertido a
éste en uno de los de mejor preparación para la práctica de éstas.
La mortalidad por efectos de las anestesias, que en el pasado había que tomar en cuenta,
unas veces por intoxicación y otras por paro respiratorio o cardíaco, puede decirse que hoy
día no se deben tomar en consideración, pues su incidencia es algo menos que nula.
Ya los cirujanos no se denuncian por el fuerte olor a éter que desprendían después de
una sesión quirúrgica.
Los enfermos no sufren las habituales molestias y hasta peligros que representaban los
vómitos y náuseas post-operatorias.

Medicina laboral
Hace muchos años, una compañía de seguros inició operaciones contra accidentes del
trabajo y fue el Hospital Internacional el encargado de la asistencia de la mayoría de los
accidentados.
Víctor Braegger, un suizo-americano, trajo al país a la Compañía Maryland Casualty
Company, con oficinas dirigidas por el bien recordado amigo Don David León, y situadas
en la segunda planta del edificio de la tienda “Cerame”.
Muchas compañías constructoras establecidas en el país, se aseguraban para proteger a
sus obreros con lesiones, en su gran mayoría heridas y fracturas, resultantes de sus labores,
y a mí me correspondió su asistencia.
Así me inicié e incursioné dentro de la ortopedia, atendiendo a fracturados y luxados,
que eran los más frecuentes.
Llegué a tener una gran colección de radiografías de fracturas de todos los tipos que
utilizaba en mis lecciones de Patología Quirúrgica, durante mi larga labor de enseñanza

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ARTURO DAMIRÓN RICART  |  MIS BODAS DE ORO CON LA MEDICINA

universitaria. Hasta llegué a iniciar cirugía abierta de algunas fracturas tales como las de
la rótula y huesos largos. Recuerdo haber utilizado en varias ocasiones las placas de Lane
para las fracturas del fémur.
Esta práctica me llevó también a otra rama de la cirugía, pues eran muchos los lesiona-
dos con cuerpos extraños enclavados en los ojos, los cuales me veía precisado a extraer. Fue
ésta la más atrevida de mis incursiones quirúrgicas, esta vez en el campo de la Oftalmología
y me siento orgulloso de los resultados que obtuve durante este período de mi práctica
profesional.
Mi amistad con Mr. Braegger fue muy sincera y perdurable, y recuerdo que en uno
de mis viajes a Estados Unidos, por vía marítima, en mi escala en San Juan de Puerto
Rico, supo de mi presencia allí y me atencionó espléndidamente durante el día que pasé
en dicha isla.
Todos los recuerdos que guardo de esta época de mi actuación profesional no son hala-
güeños, pues me vi precisado a practicar varias amputaciones como resultado de aplasta-
miento de miembros, que hacían imposible toda oportunidad de contemporizar, y que los
convertía en inhabilitados o mutilados.
A pesar de ello, guardo grato recuerdo de un obrero al cual tuve necesidad de amputarle
una pierna a consecuencia de un derrumbe en una construcción, con la consiguiente inha-
bilidad para seguir desempeñando sus antiguas actividades, y que siguiendo mis desinte-
resados consejos, en vez de entablar una reclamación judicial, convino un arreglo amistoso
con los dueños de la construcción, acordándose darle trabajo permanente como sereno en
dicha empresa, posición en la cual salió ganando económicamente, pues tenía un salario
que duplicaba al que devengaba como obrero antes de su desgraciado accidente, además
de que se le hizo una buena remuneración en efectivo y se le compró un miembro artificial,
que hubo que mandar a confeccionar al exterior, porque aquí todavía no se podían construir
estos tipos de prótesis, y que le permitía disimular su incapacidad funcional.

Fasciola hepática
La fasciolosis humana es enfermedad poco frecuente, especialmente en nuestro país,
de modo que el hallazgo que tuve durante una intervención quirúrgica que practicaba con
posible diagnóstico de litiasis biliar, fue para mí una gran sorpresa.
Esta enferma sufría periódicamente dolores en el hipocondrio derecho, que eran diag-
nosticados como “cólicos hepáticos” por su localización y manera de presentarse.
Cuando practiqué la operación exploradora encontré una vesícula biliar llena de lo que
parecían ser cálculos biliares, aunque su consistencia era demasiado blanda a la palpación
externa. Después de extirpada la vesícula, al abrirla me sorprendió ver gran cantidad de
fasciolas hepáticas, móviles y un poco de bilis, que al ser examinado por el laboratorio estaba
lleno de huevos de fasciola.
Parece ser que los movimientos de estos parásitos o su migración por el cístico, deter-
minaban los dolores que parecían cólicos por cálculos.
Yo escribí un artículo de mi hallazgo quirúrgico, porque no creo que ningún otro cirujano
haya encontrado nada similar en nuestro medio.
El resultado quirúrgico fue excelente y la enferma dejó de sufrir dichos síndromes do-
lorosos después de la colecistectomía que le practiqué.

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La fasciolosis es una enfermedad común al hombre y los animales, especialmente de los


bóvidos, pero en nuestro país son muy raros los casos humanos reportados. Desde luego, entre
los bóvidos es enfermedad muy común, y el vulgo la conoce con el nombre de “cucaracha”, por
el aspecto que presentan los órganos de estos animales afectados de dicha enfermedad.
A pesar de la gran cantidad de colecistectomías por litiasis que he practicado, no he
vuelto a tener otra oportunidad de observar otro caso, ni tengo conocimiento de reporte
alguno al respecto por otros cirujanos.

Liga Dominicana contra el Cáncer


Desde su fundación fui miembro de esta noble institución, la primera que se ocupó de
problemas sociales en nuestro país, fuera de las instituciones oficiales, y de la cual me he
vuelto a hacer cargo, como presidente, hace dos años.
En mayo de 1949 fui nombrado Presidente de la institución, y luego serví como Vice
Presidente durante casi veinte años, durante el tiempo que la presidió el gran filántropo
dominicano Dr. Heriberto Pieter, hasta su fallecimiento en 1972.
Como resultado de su muerte, volví a asumir la presidencia de la Liga, y ahora ocupé
también la dirección del Instituto de Oncología, al cual estoy dedicando los años del otoño
de mi vida, con el mismo cariño y consagración de mi predecesor.
Siempre tuve sitio de honor para el Instituto de Oncología porque consideraba que
estaba desarrollando una labor encomiable en favor de la salud del pueblo dominicano.
Ayudando a los que padecen esta terrible enfermedad que no respeta posiciones sociales
o económicas y contra la cual todavía no se ha encontrado una cura definitiva, a pesar
de los esfuerzos desplegados en el mundo entero en la investigación de las causas que la
puedan producir.
Un grupo de hombres y mujeres de buena voluntad se ha mantenido en constante alerta
para hacer del Instituto lo que hoy representa.
Mención especial merecen los caballeros que han integrado sus directivas, durante todos
los años de su existencia, así como a las nobles damas voluntarias y de la Rama Femenina,
así como a las abnegadas Hermanas de la Caridad que han hecho posible su constante en-
grandecimiento.
Si hay algo de que esté orgulloso y poderlo proclamar ha sido mi constante y perseve-
rante ayuda al engrandecimiento de esta sociedad, para perpetuar la obra iniciada por mi
predecesor, a cuyos desvelos y contribución personal se debe el lugar prominente que hoy
ocupa en la asistencia social de la República.
Es muy difícil deslindar atribuciones de la Liga y el funcionamiento del Instituto, puesto que
ambas se complementan. Su sincrónico funcionamiento ha sido la causa del éxito de ambos.

Instituto de Oncología
Nacido con la humildad que su grandeza le tenía reservada, después de más de treinta
años de constante crecimiento, hoy representa, probablemente, el más perfecto modelo de
organización nacional.
Es verdad que la mayoría de su personal ha crecido al amparo de su generosidad, siendo
considerados por sus servidores como algo propio.

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ARTURO DAMIRÓN RICART  |  MIS BODAS DE ORO CON LA MEDICINA

La mayoría de los miembros del personal médico del Instituto tienen tantos años de
servicio como la vida misma de éste. Para muchos son como sus hijos. No es de extrañar
encontrar personal auxiliar en iguales condiciones. Su trabajo no se puede medir por la
remuneración que perciben, sino por el cariño con que desempeñan sus funciones, por
humildes que estas sean.
El crédito de que goza a nivel nacional es imposible de describir. Los enfermos que recibe,
vienen de todos los rincones del país, atraídos por la fama y seriedad de sus servicios.
Lo que comenzó hace treinta años como casi un experimento, hoy puede considerarse
una obra imprevisible.
Cada día hay más necesidades que cubrir, siendo insuficientes sus ciento cuarenta camas
para alojar a la creciente demanda de asistencia. El crecimiento está concentrado en las cifras
de camas con que fue iniciado, que era de apenas catorce.
Las consultas externas han crecido en número, constantemente. Cada mañana acu-
den, durante todos los días de la semana, tantos enfermos como posibilidades hay de
atenderlo. Más de cien personas son consultadas. Otras cien personas son sometidas
a prueba para la detección del cáncer del cuello uterino. Más de doscientas personas
reciben tratamiento de radioterapia cada día, entre pacientes internos y externos. Más
de veinte y cinco personas son sometidas a operaciones quirúrgicas semanalmente, por
nuestros cirujanos. Se practican más de cien biopsias semanalmente en los laboratorios
de anatomía patológica. Se toman más de veinte radiografías diariamente con fines de
diagnóstico, y en fin no se hace más porque no hay espacio físico ni fondos suficientes
para rendir una labor mayor.
A la par del crédito científico, ha crecido la confianza de los donantes que hacen posible
su funcionamiento. Cada día es mayor la fe de éstos en la escrupulosidad en el manejo de
los fondos que le son hechos por los contribuyentes voluntarios, los cuales son fiscalizados
por auditorías anuales por inspectores al servicio del gobierno dominicano, que siempre han
encontrado correcta su inversión y alabado el pulcro manejo de los fondos que administran
sus directivos.
Desgraciadamente, cada año hay mayores necesidades y la renovación constante de
los equipos, todos muy costosos, nos mantienen en constante estado de desesperación,
para poder hacer frente a los imperativos de superación para que los servicios no queden
rezagados en calidad.
Hay que estar haciendo mejoras constantemente y comprando equipos, así como aumen-
tando el personal y su retribución, para poder servir con la eficacia que requiere el caso.
De no haber mantenido este ritmo y actualización de los medios de tratamiento, no
podríamos estar orgullosos de lo que significa para combatir una enfermedad que ocupa
tan prominente sitio entre las causas de mortalidad en el mundo entero.
Con los adelantos que se operan cada día en la construcción de los equipos, hay que
estar constantemente comprando nuevos aparatos de radioterapia, que cada vez son más
costosos pues de lo contrario entraríamos en un período de inercia, que no es precisamente
la mística que nos hemos trazado desde su fundación.
Hemos ido ocupando todos los espacios libres del terreno en que originalmente fue
construido el primer cuerpo del Instituto, pero ya hemos llegado a un punto en que no
encontramos más soluciones, a menos que se piense en un nuevo local, en otro sitio, con
más amplitud de espacio disponible, que pudiera cumplir la misión en un futuro calculado

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

en varias décadas. Sin embargo, esto es sólo una ilusión que todos acariciamos, pero que
consideramos bastante utópica.

Falsa alarma
Yo era el médico de una señora a cuyo esposo sólo conocía de vista y ni remotamente
sospechaba su verdadera identidad.
Una tarde, teniendo mi consultorio en la calle Hostos esquina Salomé Ureña, vino este
señor a buscarme para que fuéramos a ver a su esposa, que según me manifestó tenía un
fuerte dolor en el vientre.
Salí en un carro público, en compañía de este personaje y al retornar como una hora después
encontré a mi padre muy alarmado por mi tardanza, esperándome con gran ansiedad reflejada en
su semblante. Él me había visto salir, pues vivía en la segunda planta de dicha casa y reconoció
a mi acompañante, pues le era familiar su fama macabra. Le decían el “cubano” y era famoso
porque llevaba a “dar un paseito” a algunas personas que luego aparecían muertas.
Como yo estaba sindicado de desafecto al régimen imperante y conociendo mi padre la fama
de mi acompañante, era natural su preocupación y especialmente mi tardanza en regresar.
Yo ignoraba con quién andaba y desde luego, cuando retorné me mostré sorprendido
por su preocupación. Cuando todo fue aclarado, yo me di cuenta de la falsa alarma que
había ocasionado mi salida en tan terrible compañía.
Confieso que si hubiera sabido su “oficio”, difícilmente me hubiera expuesto a salir solo
con él, pues parece que era una tarea insana que hasta le producía placer ejecutar.
Este sujeto, después de haber realizado numerosos “trabajitos” tanto en esta ciudad como
en Santiago y otras localidades del país, desapareció con el mismo misterio con que inició su
tarea, siendo secreto a voces que se debió a que “sabía demasiado” o que se le “había ido la
mano” en la ejecución de trabajos que no se le habían encomendado y que a era mejor que
desapareciera. Unos decían que le habían aplicado su sistema y otros que se había ido para
otro país. Nunca más se supo la verdad del paradero de este tenebroso sujeto.

Operación peligrosa
Una noche fui llamado urgentemente por un caballero a cuyo hijo le habían asestado
una estocada en el vientre y se encontraba en el Hospital, con un síndrome de hemorragia
interna.
Con la celeridad del caso y sin averiguar las condiciones en que ocurrió el hecho, procedí
a una laparotomía exploradora, encontrando una hemorragia cataclísmica que inundaba toda
la cavidad peritoneal. La herida había penetrado en la cavidad abdominal, seccionando una
importante arteria del mesenterio del colon ascendente, la cual pude localizar y suturar con
la rapidez que merecía el caso. Las transfusiones hicieron el resto y el paciente se recuperó
rápidamente.
La ocurrencia había tenido lugar, aparentemente con fines políticos, para suprimir a
una persona que sólo la muerte era capaz de hacer callar las manifestaciones para la clase
gobernante, que imperaba en el país desde hacía algún tiempo.
Se trataba de un hombre joven, de nombre Arturito Vallejo y a quien todo el mundo
reconocía como un sujeto difícil de dominar.

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ARTURO DAMIRÓN RICART  |  MIS BODAS DE ORO CON LA MEDICINA

El hecho ocurrió al atardecer de un día, en plena calle El Conde, en presencia de muchas


personas, las cuales no se atrevieron a acusar a nadie por temor a represalias.
Parece ser que eran ciertas las sospechas, pues a mí como cirujano no se me perdonó
que le salvara la vida, en acto acorde con mi juramento Hipocrático, y fueron muchos los
inconvenientes que este “triunfo” profesional me produjo.
Desde luego, cada vez que ocurría un caso similar a éste se atribuía mi interés en sal-
varles la vida a mi condición de desafecto, lo cual no me producía gran preocupación, pues
yo me tenía trazada una línea de conducta profesional que nada podía hacerla variar, y que
era mal interpretada por muchos sectores.
Esta circunstancia hizo que la mayoría de las personas contra cuya vida se atentara,
recurrieran en procura de mis servicios, en la seguridad de que recibirían la atención mé-
dica más esmerada, no importa los trastornos que ello me ocasionara, pero que estaban en
perfecta concordancia con mi condición de médico honrado y respetuoso de la profesión
que había abrazado como un sacerdocio y no como un peculado.

Guarda Costa de los Estados Unidos


Durante la segunda guerra mundial, los Estados Unidos de América, ante la amenaza
que significaba para la navegación por el mar Caribe la presencia de submarinos alemanes,
envió a nuestro país una flotilla de la Guarda Costa, con base en esta capital.
Eso dio por resultado que también viniera personal médico para la atención de los en-
fermos en la marinería, estableciendo ellos su centro de trabajo en el Hospital Internacional,
donde eran internados los marineros enfermos.
Primeramente estuvo al frente de dicha unidad médica el Teniente Comandante, Dr.
Biondo y un pequeño grupo de sargentos del cuerpo médico de la marina de guerra de los
Estados Unidos. Luego vino a sustituirlo el también Teniente Comandante, Dr. Bruce Mc-
Campbell, quien estaba acompañado de su esposa e hijos y se establecieron en esta ciudad
por todo el tiempo de su permanencia al frente de su misión médica. Me correspondió asistir
de parto a su señora durante el nacimiento de uno de sus niños.
El Dr. McCampbell era un joven médico de gran ambición y excepcionales cualidades,
con el cual tuve gran intimidad, de tal modo que me sirvió para llevar a la Embajada de
México a un perseguido político muy estimado por la Misión Evangélica, oculto en el baúl
de su carro, que tenía placa oficial, de modo de impedir su apresamiento y que luego con-
siguió salvo conducto para salir del país.
Muchos fueron los marineros que sufrieron enfermedades propias del trópico, además
de las normales en cualquier otro sitio del mundo, pero la mayor dificultad que hubo que
afrontar fueron las infecciones venéreas propias de hombres jóvenes y a las cuales se expo-
nían constantemente.
La blenorragia fue uno de los problemas más dificultosos que se presentaron con su
secuela de complicaciones e inhabilidades para el trabajo, agravada por la circunstancia
de que los barcos tenían dotaciones muy pequeñas y en consecuencia producían grandes
trastornos sus licencias.
En esos meses había sido puesta al servicio de las fuerzas armadas aliadas una nueva
arma de combate para las infecciones de las heridas y que también actuaba con gran éxito
en la curación de la blenorragia.

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

Estoy refiriéndome a la aplicación en el país de la Penicilina, droga prodigiosa que inició


la era de los antibióticos, cuyos alcances son todavía imprevisibles.
No se puede negar que la era de los antibióticos ya se había iniciado cuando fue aplicada
la droga denominada Prontosil rojo, de gran toxicidad y pobres resultados, derivada de las
anilinas, que luego fue cambiando en su composición, perdiendo su color rojo y tornándose
ahora blanca, aunque siempre de escasa eficacia en muchas infecciones.
El advenimiento de la Penicilina, como resultado de los trabajos del inglés Alexander
Fleming, trajo al servicio médico un polvo de color amarillo, derivado de un hongo, que
combatía eficazmente muchos micro-organismos, entre ellos a los cocos, entre los cuales se
encuentra el gonococo productor de la blenorragia.
Este polvo, disuelto en agua y aplicado por vía intramuscular o intravenosa, producía
en muchas ocasiones fuertes reacciones alérgicas e hipertermia, por contener un factor pi-
rogénico que fue luego aislado y destruido, disminuyendo el peligro que su administración
conllevaba. Las dosis de entonces eran de cinco a diez mil unidades, administradas cada
cuatro o seis horas, que resultaban muy incómodas y que hoy se considerarían ridículas con
las dosis masivas de las sales que hoy se usan.
Los descubrimientos de sales menos tóxicas y cada vez más potentes de la penicilina, hicieron
que el color amarillo cambiara por blanco y las dosis fueran más espaciadas y mayores.
Cuando usamos las primeras inyecciones de Penicilina para el tratamiento de algunos
marineros que padecían blenorragia, los resultados fueron sorprendentes, aunque luego
estas esperanzas se desvanecieron pues los gérmenes se hicieron pronto resistentes y los
resultados fueron convirtiéndose en frecuentes fracasos.
Desde luego la era de los antibióticos había sido iniciada y todavía estamos disfrutando
de los beneficios de tan valioso descubrimiento.
Muchas fueron nuestras vicisitudes y ratos amargos que el uso de la penicilina nos pro-
dujo, pues estaba estrictamente controlado su uso para el personal de la Guarda Costa, y la
frecuente solicitud de parte de muchos enfermos que la necesitaban y no la podían encontrar,
nos produjo muchos sinsabores y desagradables momentos.
Las ofertas que se me hacían para su adquisición eran tentadoras, pero desgraciadamente
yo no podía satisfacerlas, ocasionándome muchos disgustos y hasta malas voluntades, pues
creían que yo no les proporcionaba el producto por fines egoístas.
En realidad, el control que se ejercía sobre las existencias era de tal modo estricto, que hu-
biera sido imposible distraer la más pequeña cantidad de la droga para usos no oficiales.
Los precios en esa época eran fabulosos, pues la producción estaba muy limitada y su
uso preferente en los casos de guerra, la hacían inaccesible para fines civiles.
Hoy día, cuando los antibióticos, en escala comercial han hecho posible su adquisición
por sumas aparentemente irrisorias, pensamos en los lejanos días cuando era un verdadero
lujo su administración.

Enfermedad de Recklinhausen
Hubo una época de mi ejercicio profesional en que cualquier acontecimiento era motivo
de una preocupación y la subsecuente acción en ese sentido.
Así me ocurrió una vez que vi en Güibia a un joven que al salir del agua me dio la im-
presión de estar salpicado con grandes cantidades de arena húmeda, en toda su espalda.

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ARTURO DAMIRÓN RICART  |  MIS BODAS DE ORO CON LA MEDICINA

Cuando entablamos conversación este joven y yo, me di cuenta de que era una enfermedad
poco común que se manifestaba por una serie de pequeños nódulos pigmentados y que se
denomina Enfermedad de Reclinghousen.
Yo conseguí que él se dejara examinar minuciosamente por mí, haciendo que se trasla-
dara en varias ocasiones al Hospital, para un estudio minucioso.
Fue así como se despertó en mí la curiosidad por esta enfermedad, de la cual nunca
había visto un caso y que sólo conocía por mis lecturas médicas.
Con base a esta preocupación, resolví buscar otros casos similares, desplegando una
serie de personas con el encargo de ver si me traían otros casos iguales.
Mis investigadores me trajeron muchos enfermos, que unos tenían la enfermedad y
otros no. La mayoría de los que examiné sólo eran portadores de verrugosidades pigmen-
tadas, pero hubo un número reducido de unos diez casos, que estaban padeciendo esta
rara dolencia.
Se trata de lo que se denomina “neurofibromatosis generalizada” y es una enferme-
dad o entidad cutánea que a pesar de su rareza se encuentran casos diseminados por
todo el país.
Los que yo estudié provenían de todos los rincones de la isla, no siendo característica de
ninguna región en particular. Es más visible y neta en sujetos de piel blanca o clara, aunque
también los hubo en sujetos de raza negra.
Yo creo que cuando hay interés en algún renglón o enfermedad en particular, los casos
parecen multiplicarse. Cuando yo perdí el interés en esta curiosa enfermedad, los dejé de
ver como por encanto.
Uno de mis alumnos del Hospital Internacional los reunió todos en su Tesis para el
doctorado en medicina, que debe estar en los archivos de la Universidad.

Cesárea peligrosa
Yo había practicado muchas operaciones cesáreas para traer niños al mundo, pero hubo
una en particular, que en vez de ser peligrosa para la madre, lo resultó para el cirujano.
Se me presentó a mi oficina del Hospital Internacional una señora embarazada de térmi-
no, primigesta, que después de ser examinada, se determinó que necesitaría una operación
cesárea, debido a estrechez pélvica.
La paciente aceptó la operación y ésta fue practicada con toda felicidad, con resultado
de un robusto varón.
Después supe que se trataba de la esposa de uno de los hombres más perseguidos y
que se encontraba en el exilio, llamado General Juan Rodríguez García, y desde luego, no
agradó que yo hiciera esta asistencia.
El niño fue bautizado con el nombre de su padre y el mío, en agradecimiento a mis
servicios.
Fueron muchas las dificultades que tuve con el régimen imperante por haber asistido a esta
enferma, pero yo consideraba que mi condición de médico no podía estar supeditada a cuestiones
ideológicas políticas, y así lo consigné en todos los momentos en que fui molestado.
Para colmo, la familia se había trasladado a una ciudad del interior del país y resulta
que el niño fue bautizado precisamente el día en que yo como Gobernador rotario hacía mi
visita oficial al club de esa ciudad y se sospechó que yo había ido a bautizar a dicho niño en

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

desafío a la vigilancia a que todos estábamos sometidos. Confieso solemnemente que fue
una coincidencia este hecho y que no bauticé a este niño, porque tampoco se me pidió que
lo hiciera, lo cual hubiera hecho con el mismo placer con que asistí a su nacimiento.
He mantenido relaciones muy cordiales con la madre y el niño, a través del tiempo, y
hoy me enorgullezco de que este joven sea todo un caballero al servicio de una institución
bancaria, pues supo prepararse para los embates que le reservaba la vida, después de tantas
pruebas a que había sido sometido.

Asociación Médica Dominicana


La Asociación Médica Dominicana había sido fundada desde el año 1891, pero tuvo un
largo período de eclipse hasta que fue actualizada en la década del veinte. Durante la direc-
tiva que debía regir sus destinos en 1929, fui encargado de la Secretaría General. Después
de muchas vicisitudes volvió a tener auge y en 1962 hizo una serie de reconocimientos y
actuaciones que la han llevado a su estado actual.
Durante la presidencia del Dr. Manuel E. Saladín Vélez en 1958, se hizo un homenaje
de reconocimiento a varios profesores universitarios, entre los cuales me encontraba yo,
otorgándoseme un DIPLOMA de honor por los sacrificios que significaba haber estado
enseñando en nuestra universidad a la mayoría de los estudiantes que ahora eran médicos
al servicio del país. Conservo dicho Diploma como uno de los galardones más preciados
que se me han discernido en mi vida profesional, adornando las paredes de mi consultorio,
junto a otros que he recibido.

Apendicitis raras
Para casi todos los cirujanos, la extirpación del apéndice es una operación muy sencilla,
que raras veces ofrece alguna importancia.
Después de haber practicado varios miles de apendicetomías, confieso que no soy tan
benigno en mi apreciación, pues han sido muchos los casos en los cuales he tenido sorpresas
desagradables.
En una ocasión operé de apendicitis a un señor, casi por satisfacer su deseo, pues la
sintomatología que presentaba no ofrecía ninguna aparente necesidad de ésta, comproba-
do por un hemograma prácticamente normal, y cual no sería mi sorpresa al encontrar un
apéndice con toda la base gangrenada, que fue de muy difícil extirpación. Por suerte, el caso
evolucionó magistralmente, sin ninguna complicación.
En la otra cara de esta pobre sintomatología, he visto muchos casos con alarmantes síntomas
y gran leucocitosis con presencia de una polinucleosis que hacían prever una apendicitis muy
aguda, y al abrir el vientre me ha sorprendido el estado poco infeccioso del órgano.
Recuerdo un caso que tuve que operar de urgencia por perforación manifiesta, en la
cual encontré áscaris saliendo del órgano, en migración hacia el vientre, con la consiguien-
te peritonitis, que después de mucha lucha, fue curada. No fue esta la única vez que tuve
que enfrentarme a la ascaridiosis como causa de apendicitis aguda, pero la presencia de los
vermes en plena cavidad abdominal fue la primera y última vez que presencié.
Estas razones y otras más, han hecho que yo tuviera fuerte aversión por las sorpresas que
me ha producido este órgano, estableciéndose una verdadera mala voluntad por él. Por ello,

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ARTURO DAMIRÓN RICART  |  MIS BODAS DE ORO CON LA MEDICINA

cada vez que he abierto un vientre, por otras razones, siempre he practicado la extirpación,
“profiláctica” del apéndice, como medida rutinaria.
En muchas de estas apendicetomías profilácticas he encontrado a dicho órgano en po-
siciones muy desventajosas para su extirpación por una herida pequeña destinada única-
mente a su escisión. Desde luego, con una laparotomía amplia, las dificultades se reducen
grandemente.
Entre estas condiciones desventajosas debo mencionar aquellos apéndices cubiertos de
adherencias en membranas de Lane o de Jackson o en posiciones retrocecales.
Mi enemistad personal con el apéndice ha sido tal, que en una ocasión, practicando una
operación por hernia estrangulada derecha por deslizamiento del ciego, no pude resistir la
tentación de extirparlo al presentarse a mi vista en el contenido del saco herniario, cosa que
podía traerme serias consecuencias.
Pero todos estos casos quedarían minimizados con la descripción de los que voy a hacer
a continuación.
En la superintendencia de enfermeras del Hospital Internacional hubo una enfermera
norteamericana que tenía su corazón en el lado derecho, comprobado por todos los medios
diagnósticos. En una ocasión comenzó a tener dolores abdominales en la fosa ilíaca izquierda
y teniendo en cuenta su dextrocardia, le hicimos una radiografía con medio de contraste por
enema de bario, resultando que también tenía una inversión total de sus órganos abdominales,
con ciego a la izquierda e hígado también en ese lado, por lo cual formulamos el diagnóstico
de apendicitis izquierda, siendo operada y comprobada su posición. Fue la primera vez que
practiqué una apendectomía siguiendo el método preferido por mí, de Jalaguier, pero con
herida en el lado izquierdo del vientre.
Digo que fue la primera vez, pues en otra ocasión, se me presentó una señora joven con
dolores en la fosa ilíaca izquierda, y al practicar el examen rutinario noté que tenía su corazón en
el lado derecho, por lo cual sospeché que pudiera existir una inversión orgánica completa y que
sus dolores abdominales correspondieran a una apendicitis izquierda, lo cual fue confirmado y
también operada por mí siguiendo el método preferido, con resultados espléndidos. Esta enfer-
ma fue vista nuevamente por mí hace poco tiempo, en uno de sus viajes a este país, pues desde
hace muchos años vive en New York, donde me dice que ha sido vista por muchos médicos
que han quedado muy impresionados por su anormal conformación orgánica.

Catedrático
En 1942 por decreto del Poder Ejecutivo fui nombrado Catedrático de la Facultad de
Medicina de la Universidad de Santo Domingo, habiéndoseme asignado la docencia de la
Patología Quirúrgica en el Tercer Curso y que estuve desempeñando hasta 1966.
A la muerte de la Doctora Consuelo Bernardino, acaecida en 1945, el Decanato me en-
comendó la docencia provisional de la materia que ella enseñaba, o sea la Ginecología, que
era estudiada en el Quinto Curso, la cual serví por poco tiempo, aunque realicé cambios
radicales en su enseñanza, tales como la demostración práctica de la materia, con los casos
que eran estudiados teóricamente en las clases anteriores. Se presentaban casos de enfermas
para la cátedra magistral, y luego en la sala de operaciones se demostraba prácticamente el
caso durante una sesión operatoria. El Dr. Francisco E. Moscoso Puello, entonces director
del Hospital Padre Billini, me facilitó todo lo necesario para estas demostraciones.

157
COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

Después de haberse concedido la autonomía a la Universidad, que cambió el sistema


de nombramientos, la asamblea de la Facultad de Medicina me eligió por el voto de mis
colegas, como Decano para el bienio 1964-66.
Desde el decanato de la facultad de medicina traté, por todos los medios a mi alcance,
de cambiar las viejas estructuras, pero sobrevino la guerra civil de 1965 y con ella cambios
radicales en la administración de las facultades y de toda la universidad, que impidieron
poner en práctica tales reformas proyectadas. Sin embargo, durante mi período de decanato
se pudo efectuar cambios tales como los nombramientos de profesores por oposición y la
contratación de algunos profesores a tiempo completo. De haberse continuado estos cambios,
otro hubiera sido el rumbo que habría tomado nuestra facultad de medicina, inspirado en
moldes modernos de enseñanza para producir médicos que estuvieran más en concordancia
con las necesidades del país.
Como decano de la Facultad de Medicina asistí a la Asamblea de Escuelas de Medicina
de la América Latina celebrada en 1964, en Pozo de Caldas, Brasil, en donde actué en nombre
de la más vieja Universidad del Nuevo Mundo, realizando intervenciones importantes en
muchas de las decisiones que fueron tomadas allí.
Durante mi paso por el decanato, inicié concurso para la docencia de la Ortopedia, que
hasta ese momento era parte de la Patología Quirúrgica que se enseñaba como una materia
global, y comencé a departamentar la enseñanza, de modo que algunas materias pudieran
ser comunes a varios cursos y hasta a otras facultades, como por ejemplo, la Anatomía y
Disección, comunes a las facultades de Medicina y Odontología.
La contratación de profesores a tiempo completo, que había iniciado, esperaba poder
generalizarla, pues mi idea era tener profesores y no médicos que dieran algunas clases, sin
interesarse verdaderamente en el progreso de la facultad.
Contemplaba la iniciación de la Medicina Preventiva y Social y estaba en conversaciones
con un candidato a dicha disciplina, que debía hacer un curso de capacitación en Caracas,
Venezuela, contando con la buena voluntad y el ofrecimiento que me había hecho el de-
cano de esa universidad, para luego dedicarse a la enseñanza de esta importante rama de
la medicina que debía ser estudiada a lo largo de toda la carrera médica, de modo que los
graduados adquirieran conciencia de su apostolado y rindieran servicios más eficaces para
la masa del pueblo dominicano.

Espectáculo dantesco
Una mañana vino a requerir mis servicios el Sr. Elders, Secretario de la Legación Bri-
tánica, a nombre de dicha misión diplomática, para verificar la muerte del súbdito inglés
Reverendo Barnes, quien había aparecido asesinado en su residencia situada en la Avenida
Independencia contigua a la iglesia Episcopal, de la cual era pastor.
Al llegar a dicho sitio, lo que se presentó ante mis ojos fue un espectáculo que jamás
podría borrar de mi mente.
El cadáver del padre Barnes, horriblemente mutilado, con una amplia herida en la cabeza,
se encontraba sobre el pavimento ensangrentado y múltiples huellas de sangre por todas
las paredes aparecían con gran profusión.
La coagulación de la sangre y la rigidez del cadáver indicaban que el crimen había ocu-
rrido muchas horas antes de haber sido descubierto.

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ARTURO DAMIRÓN RICART  |  MIS BODAS DE ORO CON LA MEDICINA

Me vi precisado a hacer un experticio médico legal de mis hallazgos y entregar el co-


rrespondiente informe pormenorizado a la Misión Británica.
Este informe sirvió como base para toda la investigación que se hizo al respecto, lo cual
me produjo frecuentes fricciones con la investigación judicial que se había iniciado.
Hubo muchas contradicciones entre mi informe y el oficial, rendido por las autoridades
y el médico legista, lo cual fue motivo para que se me tildara de parcial e interesado en de-
mostrar lo contrario de lo que se pretendía presentar como la causa del crimen.
Fue un secreto a voces que había un fondo político en este crimen, que se pretendió
presentar como una cuestión pasional por una vida privada desordenada y aberrada, muy
en contradicción con los hechos y métodos de la vida de la víctima.
Hasta llegó a encontrarse un sujeto que se prestara a hacer declaraciones en contra del
pastor asesinado, y el cual hasta se declaró culpable de un hecho que era imposible que
resistiera su veracidad.
También llegó a apresarse al cocinero que trabajaba al servicio del Reverendo Barnes,
antes de haber aparecido el crimen, cuando estaba tratando de abrir la residencia para co-
menzar sus labores.
Fueron muchos los hechos contradictorios que hubo en este caso y la presión que ejerció
la Misión Británica para lograr su esclarecimiento. Mi informe era de una importancia tal
que me puso en el tapete de las discordias.

Médico de ingenios azucareros


Por muchos años, entre los del 30 y 40, fui médico de los ingenios Ozama y Boca Chica.
Hacía visitas semanales a ambos centrales azucareros durante las tardes de días deter-
minados, para atender a los innumerables enfermos que acudían a consultarme.
Fue una experiencia nueva en mi vida profesional. Tenía que asistir a muchos enfermos
y recetarles de acuerdo con sus dolencias.
Recuerdo como algo extraño la gran cantidad de enfermos con Buba o Pian, que exis-
tía entre los trabajadores de origen haitiano y que venían al corte de la caña al Ingenio
Ozama, especialmente, que entonces se llamaba Ingenio San Luis. Esta enfermedad muy
dócil a los tratamientos actuales, primero por la administración de sales arsenicales por
vía intra-venosa y luego por la penicilina a dosis masivas, ya no se observa entre nuestras
endemias.
Del ingenio San Luis guardo muy buenos recuerdos. Había pertenecido a la familia Mi-
chelena y por muchos años había estado en completo estado de abandono, tanto su factor
como sus campos de caña, hasta que el Banco de Nova Scotia se hizo cargo de su operación,
mientras era gerente del mismo Mr. Hinchcliff, mi banquero predilecto, que desde luego,
me encargó del departamento médico hasta que pasó a manos del Estado.
En dicho ingenio trabajaba un ciudadano norteamericano llamado Mr. Jungh, que había
sido empleado de la Texas Co., compañía gasolinera, y a quien había atendido, tanto a él
como a su familia, mientras estaba residiendo en esta ciudad. Recuerdo que a él tuve que
operarlo de urgencia por una apendicitis aguda, mientras a su esposa la había atendido
en el nacimiento de sus hijos, durante mi actuación como partero activo. Tanto él como su
familia tenían gran estimación por mi persona y así me lo demostraban cada vez que se
presentaba una oportunidad.

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

En el Ingenio Boca Chica también fui médico de asistencia de la mayoría de sus emplea-
dos, algunos de los cuales todavía reciben mis consejos y tratamientos.
El administrador era un ingeniero americano llamado Mr. Foxx, a quien tuve el privilegio
de asistir en múltiples ocasiones. Era un hombre muy humano y bondadoso, a pesar de ser
muy recto en su trabajo.
Lo tuve que operar en varias ocasiones, pero no puedo olvidar la intervención de amíg-
dalas que le practiqué, en la cual hubo toda clase de inconvenientes anestésicos y yo estaba
muy interesado en hacer algo que superara los fracasos anteriores que otros habían sufrido
en intentos de curación. Siempre había reaparición de las molestias por extirpaciones in-
completas, tanto aquí como en el extranjero.
El resultado obtenido en este enfermo fue rotundo y esto me dio gran prestigio como operador
de amígdalas. Hubo días en que tuve que operar dos y tres casos, como resultó con los niños,
hoy ya adultos, hijos del Mayor Vallejo, a quienes extirpé las amígdalas el mismo día.
El señor Foxx tenía una hija encantadora y muy agraciada, pero sordo-muda, la cual
había estado por muchos años en una escuela especial en los Estados Unidos, donde había
aprendido de manera brillante a leer los labios. Podía entender todo cuanto le decían, si
miraba fijamente a los labios de quien le hablara. Fue un acontecimiento de grata recorda-
ción su matrimonio con un apuesto joven, también sordo-mudo a quien había conocido en
la escuela en que ambos estudiaban, siendo apadrinada la boda por otro inhabilitado de la
palabra. La recepción nupcial se celebró en el Santo Domingo Country Club, celebrándose
una velada bailable, en la cual participaron los novios, que podían seguir el ritmo de la
música por las vibraciones de sus pies.
Cuando Mr. Foxx se retiró, ocupó la administración su ayudante, Mr. Trainer, con quien
también mantuve relaciones muy cordiales y rendí servicios médicos durante toda su per-
manencia en nuestro país. A su esposa le practiqué una operación por fibroma uterino y al
resto de la familia rendí servicios de todas clases. Su hija se casó en nuestro país con el ge-
rente del Banco de Nova Scotia, que lo era entonces Mr. Evans, un joven que hizo su carrera
bancaria en la sucursal de esta capital, siendo testigo de la boda, pues mantenía estrecha
amistad con ambos contrayentes.
En el Ingenio Boca Chica trabajaba como ingeniero mecánico un joven llamado Mr.
Hill, a cuya esposa me correspondió también operar de urgencia. Luego se trasladó a Haití
a servir una posición similar en un gran ingenio que existía allí, manteniendo siempre muy
cordiales relaciones de amistad. Hace poco, en un viaje de turismo que efectuaban por esta
área pudimos renovar recuerdos.

Sexto Congreso Médico


En 1950, se celebró en la República este trascendental evento médico y me correspondió
presidirlo por disposición oficial.
Para su preparación consumí gran número de horas extras de mi ocupado trabajo.
Al mismo tiempo se iba a celebrar una conferencia de la Oficina Sanitaria Pan Americana
a la cual también tenía que servir como asesor.
La preparación fue tan minuciosa, que puedo orgullosamente decir que constituyó un
gran triunfo para la clase médica, así como para mí y los que colaboraron conmigo en su
preparación.

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ARTURO DAMIRÓN RICART  |  MIS BODAS DE ORO CON LA MEDICINA

Los actos se celebraban en la Universidad de Santo Domingo, y se había constituido por


capítulos, en cada uno de los cuales fueron presentados trabajos de gran valor científico.
Al terminar el evento, publiqué una memoria de casi 500 páginas, en la cual se recogie-
ron todos los trabajos presentados y se reseñaban los actos sociales que fueron celebrados
conjuntamente.
Entre los trabajos que se presentaron, hubo muchos realmente originales y de gran
importancia nacional y científica.
Especial mención debe hacerse del estudio que se presentó sobre los pseudo-hermafroditas
de la región de las Salinas de Barahona, así como otras enfermedades peculiares de la región.
El trabajo sobre genética y el que se dedicó al estudio de las arañas ponzoñosas de ciertas
regiones del país, todavía sirven de base para ulteriores estudios.
Desgraciadamente, después no se volvieron a efectuar otros congresos médicos, proba-
blemente por la apatía profesional que siempre nos ha caracterizado a los que trabajamos
en la clase médica y cuya ausencia se hace sentir cada vez más.
Es verdad que ahora se celebran congresos y encuentros de especialidades, patrocinados
por las diferentes asociaciones de especialistas, pero de ninguna manera pueden sustituir a
los congresos médicos nacionales que fueron celebrados con bastante regularidad durante
casi tres décadas. Los congresos médicos nacionales eran verdaderos certámenes en los cuales
nuestros profesionales de la medicina traían el fruto de sus estudios y esfuerzos y hasta se
galardonaba a sus autores.

Clínica Internacional
Al ser clausurado el Hospital Internacional en 1955, varios de mis compañeros médicos,
en su mayoría mis discípulos, y yo, decidimos establecer una clínica privada, para mante-
nernos unidos, y continuar nuestra labor médica de equipo.
Fue así como surgió la idea de edificar en la Avenida México, muy cerca del clausurado
hospital, una moderna clínica privada, para la asistencia de enfermos.
Se compró un terreno bastante grande y con parte del equipo obsequiado a nosotros por
la Misión Evangélica, se construyó una moderna estructura para dichos fines, inaugurada
en 1955, con gran despliegue propagandístico.
Por primera vez se dotaron las habitaciones con aire acondicionado, teléfonos privados
y muebles a color, así como sábanas, cortinas y vajilla en consonancia con el color de los
muebles.
Fue un experimento privado de gran trascendencia y de proyecciones incalculables,
constituyendo, probablemente, el germen de los modernos centros médicos que han proli-
ferado años después.
Así inicié, realmente de manera exclusiva, mi actuación profesional privada, que ya
había comenzado en mis primeros años de ejercicio, compartidos con servicios hospitalarios
y de caridad.
La labor que he realizado en sus diez y ocho años de existencia en esta clínica, han sido
muy apreciables, pero está limitada, en cantidad, por tratarse de enfermos privados y éstos
no son tan numerosos como los que se hacen en asistencia hospitalaria.
Como consecuencia de esta limitación, el ritmo operatorio que había mantenido en
mis años anteriores, descendió bastante comparado con este período de vida quirúrgica

161
COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

que había mantenido durante mis primeros treinta años de labor quirúrgica, aunque desde
luego, mi récord continuó en aumento. Ahora trabajaba menos, pero cada caso representaba
una responsabilidad mayor ante los familiares y los operados.

Rotario
En 1943, poco después de haber sido establecido el rotarismo en el país, ingresé al Club
Rotario de Santo Domingo.
Confieso que lo hice por complacer a algunos amigos que así me lo pidieron. Nunca soñé
que el rotarismo fuera a tener tan grande influencia en mi formación humana.
Había dedicado toda mi vida a la cirugía y la había practicado como una profesión de
fe, no considerando a nada como importante si no tenía relación con ésta.
Aunque el rotarismo insiste en no ser una filosofía, pare mí ha sido un estilo de vida,
que sin tratar de suplantar a la religión, a la patria o a la familia, hace que cada una de ellas
sea robustecida.
Para mí ha sido como un virus que se me ha ido inoculando cada vez en mayores pro-
porciones, hasta llegar a tener una influencia decisiva en todos los actos de mi vida.
Tengo que agradecer mucho los esfuerzos que hicieron mis amigos rotarios para que
yo dedicara tiempo, en proporciones cada vez crecientes, a la doctrina rotaria, que me ha
traído tanta felicidad.
Es por ello que he servido muchas posiciones tanto a nivel de club, como de gobernación
y hasta en el plano internacional, en las cuales he dedicado mucho tiempo que antes sólo
hacía a la práctica médica.
Para mí se ha convertido en una rutina de vida la asistencia a las reuniones rotarias y por
ello he podido acumular treinta años de asistencia ininterrumpida, que ostento con tanto orgullo
y que me señalan como el rotario de mayor asistencia en todo el distrito dominicano.
Las satisfacciones espirituales que he derivado colman con creces toda mi dedicación.
En Rotary no se puede esperar otra recompensa, pues se concede muy poco por todo lo
que se exige que uno haga en su favor. Sin embargo, son muchos los hombres en nuestro país
y en el mundo entero que rinden una labor de servicio que es el ideal de la institución.
Los sacrificios que se puedan hacer para convertirse en un verdadero rotario, son com-
pensados por esta recompensa de un valor espiritual incalculable.

Cambios en la medicina
El advenimiento de los antibióticos, desde su aparición en el arsenal terapéutico hasta
nuestros días, ha tenido una influencia determinante en la curación de muchas enferme-
dades y modificaciones en las estadísticas de morbilidad y mortalidad de un gran número
de dolencias.
Las modificaciones sufridas en las estructuras químicas y terapéuticas de los antibióticos,
desde que aparecieron los primeros productos (prontosil y penicilina) todavía continúan.
Cada día tienen mayor espectro curativo y menor toxicidad. Es verdad que se ha abusado
mucho de su uso, pero esto puede ser compensado con los beneficios obtenidos.
No pretendo hacer un esquema de los productos antibióticos que se han ido sucediendo
en uso, pero recordaré, que tras las primeras sales de penicilina, aparecieron otros productos

162
ARTURO DAMIRÓN RICART  |  MIS BODAS DE ORO CON LA MEDICINA

tales como la estreptomicina, las tetraciclinas, los cloranfenicoles, etc., haciéndose cada vez
más efectivas contra mayor número de gérmenes tanto Gramm positivos como negativos,
pudiéndose decir que hoy día, prácticamente, son eficaces contra todos los micro-organismos
que producen enfermedades infecciosas.
Recordar los viejos días de medicamentos empíricos y vacunas o sueros que aplicábamos
apenas hace cuarenta o cincuenta años, nos mueve a risa.
El panorama terapéutico ha sufrido modificaciones tan sustanciales, que es necesario
apreciar, si se ha estado practicando la profesión médica durante muchos años, como me
ocurre a mí. Los médicos relativamente jóvenes, que no han tenido que afrontar estos cam-
bios, probablemente no aprecian en su justo valor estos conceptos. Hay que haber estado
en ejercicio durante este largo período para estimar sus consecuencias.
Pero la aparición y uso de los antibióticos no ha sido lo único que hemos tenido la dicha
de presenciar.
También hemos visto cómo han proliferado las vitaminas desde que fueron aisladas las
primeras por el Dr. Casimiro Funk.
Los conceptos en la nutrición por la aplicación de nuestros conocimientos de las vita-
minas en la alimentación, son de vital importancia en el tratamiento de gran número de
enfermedades.
Desde luego, también en su uso ha habido gran abuso; un verdadero carnaval de apli-
caciones inapropiadas. Nadie podría negar que su uso de modo indiscriminado, ha sido
más beneficioso que perjudicial.
Específicamente ha habido relación entre algunas enfermedades y la carencia de algunas
vitaminas, desconocidas antes de su descubrimiento.
Mucha ha sido la ayuda que ha proporcionado el descubrimiento de las vitaminas, así
como su síntesis, aportada por los investigadores químicos.
La síntesis ha hecho posible su uso, porque los costos de producción las han puesto al
alcance de todo el público, no importa su condición económica.
Otra conquista terapéutica ha sido el descubrimiento y uso específico de las hormonas,
sustancias producidas por ciertas glándulas del cuerpo humano, cuyo aislamiento ha ocu-
rrido durante este siglo.
Muchas enfermedades han cambiado radicalmente, debido a su asociación con la pro-
ducción en exceso o defecto de estas sustancias glandulares.
Ha aparecido una nueva especialidad llamada endocrinología para aplicar a la terapéu-
tica el uso de las hormonas.
Cuando yo estudiaba mis libros clásicos de medicina de principio de siglo, muy poco
se conocía de estas sustancias.
Desde luego, esto hizo que tuviera que estudiar y renovar mis conocimientos para apli-
carlos a los conceptos del momento actual, sin pretender hacerme un endocrinólogo.
Al hablar de cambios y nuevos conceptos, debo referirme específicamente a los estudios
que realicé durante mi preparación universitaria y el momento actual.
Cuando yo estudiaba las enfermedades del hígado, pongo por ejemplo, la ictericia era
considerada como un síntoma de varias enfermedades, mientras hoy es una enfermedad
cuyo síntoma principal es el tinte amarillento de las mucosas y conociéndosele variedades
obstructivas y no obstructivas, con origen en los canales biliares, en las células hepáticas o
en la sangre.

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

Igualmente ocurrió con la nomenclatura o formas de las enfermedades del riñón; mientras
mis textos escolares sólo nos hablaban de nefritis, pielis, litiasis y riñón ectópico o flotante,
los actuales se refieren a glomerulonefritis, nefrosis y neofroesclerosis, desconocidas hasta
hace menos de cuarenta años.
Las enfermedades del corazón del mismo modo han sufrido alteraciones, aunque de
menor cuantía, pues los antiguos conceptos, especialmente los que afectan a las lesiones
valvulares, no han podido sufrir modificaciones tan radicales. Es verdad que los medios
diagnósticos ha cambiado mucho con la introducción de los electrocardiogramas y las ra-
diografías. El estudio de estos medios diagnósticos ha dado por resultado la aparición de
un médico especialista, conocido hoy con el nombre de cardiólogo. Estos no confían al oído,
sino a los instrumentos para el diagnóstico de las dolencias del corazón.
La química y la microbiología han cambiado muchos conceptos desde que efectué mis
estudios médicos.
Los laboratorios han puesto en marcha muchas pruebas que antes eran desconocidas
o poco usadas.
Los conceptos en micología y virología han cambiado muchos moldes estructurales en
la práctica de la medicina.
No hay que negar que la electrónica ha contribuido mucho en la simplificación de estos
problemas.
Un vistazo a un laboratorio moderno y su comparación a los que teníamos cuando yo
estudiaba, nos causaría pavor.
No sé si decir que los medios se han simplificado o complicado, pues cada prueba ha
sufrido alteraciones radicales para su correcta interpretación. La gran verdad es que ha
habido una mecanización y esquematización tal, que la iniciativa humana es cada vez más
postergada y dependiente de la tecnología.

Encefalitis equina
La aparición de un brote epidémico entre el ganado caballar, en la línea noroeste, fue
motivo de gran alarma pues además murieron algunos niños y hasta algún que otro adul-
to. Recuerdo que yo había ido a Montecristi, en compañía de mi familia y al retornar no
se permitió que trajera a una nietecita por haberse establecido un cordón sanitario, con la
intención de evitar la propagación a otros sitios del país.
Fue destacada una comisión sanitaria que identificó la forma viral de encefalitis que
estaba produciendo estragos entre los animales de la región y el brote epidémico quedó
aislado.
Con este motivo se celebró en la Universidad un simposio con gran despliegue de cono-
cimientos, que merece ser recordado por los que actuaron en su preparación y participación,
ya que demostró nuestra gran capacidad científica.
Se habló mucho de las posibles vías de entrada del virus, mencionándose entre otras, la
llegada de unos animales para el uso de una compañía bananera que operaba en la región y
hasta se habló de aves migratorias que llegan periódicamente a esta parte del país. De todos
modos, se pudo aislar el brote y se controlaron los casos existentes, conjurándose el mal.
Fue esta una buena demostración de nuestra capacidad sanitaria, que tuvimos el privi-
legio de vivir en nuestra actuación médica.

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ARTURO DAMIRÓN RICART  |  MIS BODAS DE ORO CON LA MEDICINA

Caridad
Durante mi larga actuación médica y especialmente en mi práctica quirúrgica, practiqué
la caridad a manos llenas.
Tengo orgullo en proclamar que curé o que participé en la felicidad de muchos enfer-
mos, pero que nunca hice un embargo o cobro compulsivo y que nadie tuvo que vender una
propiedad para cubrir mis honorarios.
Si yo hubiera cobrado por todas las intervenciones que practiqué, otra sería mi situación
financiera actual; sólo habría que calcular el número de operaciones por cualquier suma
aceptable, para darse cuenta de que debería poseer una verdadera fortuna. Desde luego, me
complace mucho más recibir de cuando en cuando satisfacciones por mi manera de proceder,
como me ocurrió hace algún tiempo, mientras pronunciaba una charla acerca de la historia
del base-ball en la República, el locutor y comentarista radial y deportivo, Sr. Homero León
Díaz, que mencionó públicamente su agradecimiento por un servicio quirúrgico que le
presté a su esposa, muchos años antes, sin ninguna remuneración, cuando él no estaba en
condiciones de pagar dicho servicio.
En realidad yo casi había olvidado este incidente que él tan bondadosamente refirió.
Este no es un caso aislado en mi práctica médico-quirúrgica, sino una muestra.
Casos como éste me ocurren constantemente, a manera de cosecha de agradecimientos que
para mí tienen más valor que el que pudieran representar bienes acumulados en perjuicio de
pacientes necesitados, que me demuestran su agradecimiento en las más disímiles formas.
Yo sé que muchos sonreirán al leer estos párrafos, pero mi conciencia está cada vez más
satisfecha de haber procedido en esta forma. Algunos me tildarán de idealista, a pesar de
que no parece compadecerse con la práctica de una profesión tan materialista. Es casi una
paradoja de la vida.

Viaje a Sur América


Para asistir a la convención rotaria que se celebró en Río de Janeiro en 1948, un grupo de
dominicanos, entre los cuales puedo recordar al Lic. Nina, al Dr. Albert, al Dr. Sorrentino, a
Don Pascual Prota, al Ing. M. S. Gautier (Flon), a Víctor Canto, a Rafael Sánchez Cabrera, a
Don Antonio Armenteros y otros más que lamento no poder recordar, nos trasladamos por
avión a dicha ciudad, con escalas en diversos sitios. Yo iba acompañado de mi esposa e hija,
al igual que muchos de los compañeros mencionados.
Fletamos un avión DC-3, de la compañía Aerovías brasileira, e iniciamos un recorrido
inolvidable. Nuestra primera escala fue en San Juan de Puerto Rico, en donde pasamos un
día haciendo compras y paseando; la segunda estaba fijada para Port Spain, en Trinidad;
la tercera en la Guayana holandesa y la cuarta en Belén do Pará, en Brasil. Tuvimos que
pernoctar en dicha ciudad y fuimos huéspedes de honor a la cena rotaria del club de dicha
ciudad. El avión sólo podía viajar de día, por lo cual este viaje resultó el más maravilloso y
panorámico que he realizado en toda mi vida, porque podíamos admirar la grandiosidad
de la naturaleza en todo su esplendor, cosa que no he podido disfrutar en otros muchos
viajes sobre el continente americano y especialmente sobre la selva amazónica. Al día si-
guiente, al despuntar el día, iniciamos la última etapa del viaje, con escalas en Annapolis
y Carolina, dos poblaciones en plena selva amazónica, antes de llegar a Río, que ocurrió
bien entrada la tarde.

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

El espectáculo que presenta esta bella ciudad desde el aire es indescriptible y deja una
imagen imposible de olvidar, con sus colinas y playas.
Llevábamos una maqueta del Faro a Colón, como propaganda de promoción, que fue
exhibida en sitio preferente de la Convención y que mereció elogios muy favorables.
Esta era mi primera asistencia a un evento de esta naturaleza y los actos presentados,
tendrán recordación imperecedera en el cofre de mis remembranzas. Los actos sociales fueron
fastuosos y pusieron muy en alto el gran espíritu de gentileza de los anfitriones.
Luego y en el mismo avión, siempre acompañados de la misma tripulación, que llegó a
formar parte de nuestra embajada rotaria, continuamos viaje hacia el sur, rumbo a Sao Paulo,
ciudad de gran pujanza comercial, que progresa cada año de manera prodigiosa. Esta ciudad
está dotada de un clima delicioso todo el año, por la altura a que se encuentra.
Después continuamos hasta Porto Alegre y de allí a Montevideo, capital del Uruguay,
donde pasamos dos días encantadores, siendo finamente agasajados por nuestra represen-
tación diplomática, como lo habíamos sido en Río por nuestra embajada.
Luego continuamos hasta Buenos Aires, capital de la República Argentina, en donde
estuvimos tres días entre la curiosidad y el asombro que nos produjo esta gran ciudad. El
representante diplomático dominicano era el amigo Don Porfirio Rubirosa, quien nos recibió
en la sede de la misión y nos hizo un brindis espléndido.
Esta ciudad es algo indescriptible, por las muchas cosas que existen allí y que son dignas
de admirar. Sus teatros, sus restaurantes, sus calles y avenidas y sus hospitales, que como
médico tuve la oportunidad de visitar con la brevedad de nuestra estada. Todo allí es dife-
rente a otras partes, dándosele un sello inconfundible de pujanza y distinción.
El retorno lo hicimos con las mismas escalas, ahora a la inversa, omitiendo la de San
Juan Puerto Rico, pues volamos directo desde Trinidad hasta nuestra capital, después de
pasar más de dos semanas encantadoras, de la cual siempre tendremos un gran recuerdo
por lo que significó para el fortalecimiento de nuestra amistad.

Gobernador Rotario
Después de haber servido como presidente en mi club, fui electo gobernador del distrito
en 1949.
Esta circunstancia hizo necesaria mi instrucción y preparación para desempeñar tal cargo,
asistiendo a la Asamblea Internacional que se celebra cada año para tal fin, desde hace mu-
cho tiempo en Lake Placid, encantador paraje en las montañas Adirondacks, en el norte del
estado de New York, a poca distancia de la frontera canadiense, en la región de los lagos.
Después de reunirnos la mayoría de los participantes, casi todos gobernadores nomina-
dos, nos trasladamos en viaje nocturno en tren, partiendo de la ciudad de New York, para
llegar al sitio de la asamblea al otro día cerca del mediodía.
Esta se celebra en el llamado Lake Placid Club, situado frente al lago del Espejo, llamado
así por su forma redonda casi perfecta, y constituido por una edificación central con amplias
dependencias, incluyendo un bello auditorio, y una serie de Bungalos, en donde se alojan
la mayor parte de los participantes.
La reunión duró diez días de ardua labor, bajo instructores, rotarios antiguos y bien cali-
ficados, alternados con sesiones plenarias en el auditorio. A mí me correspondió ser instruido
por el Ingeniero Cavalcanti, de Brasil, hombre de una gran competencia y finos modales.

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ARTURO DAMIRÓN RICART  |  MIS BODAS DE ORO CON LA MEDICINA

La primera impresión que recibí no fue nada agradable; en el comedor no se permitía


fumar ni servir bebidas alcohólicas de ninguna clase, debido a la estricta regla de moralidad
de los directivos del club, que eran de religión muy severa en estos aspectos. A pesar de
ello, siempre quedé pensando con nostalgia de mi estada allí y añorando una repetición,
cosa que efectué varias veces, después, por circunstancias muy diversas, que entonces ni
sospechaba que ocurrieran.
El regreso a la ciudad de New York también lo hicimos por tren especial, para asistir
a la convención que se celebraría ese año en dicha ciudad, con sede en el Madison Square
Garden, siendo formalmente elegido como gobernador en una de sus sesiones plenarias,
según es la regla de la institución. El banquete final se celebró en el amplio comedor del
Hotel Waldorf Astoria, constituyendo un acontecimiento inolvidable. Nos sentamos en una
mesa en compañía de otros rotarios dominicanos que habían asistido a dicho evento.
La región de los lagos en las montañas Adirondacks es preciosa y tiene fama de ser muy
saludable. Allí cerca hay grandes establecimientos para enfermos que padecen de tuberculosis,
de los cuales los más conocidos son el Sanatorio de Saranac Lake y la Clínica Trudeau, además
de un sinnúmero de otros centros de menor importancia. La región tiene dos temporadas dife-
rentes: la de invierno con su tobogán para esquiar en la nieve y la de verano en que se efectúan
torneos de pesca, pues hay abundancia de peces en sus abundantes ríos y lagos.
Estando en Lake Placid fui a visitar el Sanatorio de Saranac Lake, donde me correspondió
el alto honor de conocer al Coronel Vargas, de Venezuela, que tan destacada actuación tuvo
en la vida política de su patria, en los años que siguieron a la muerte de Gómez.
De todas las convenciones a que he asistido, la de New York ha sido la de mayor ins-
cripción, pero debido a la gran población de esta ciudad, no se notó ningún impacto en el
público, lo cual es por otra parte, muy natural. Otras convenciones, en cambio, en ciudades
menos populosas, resultan ser un evento de tanta trascendencia que deja una gran huella
en la ciudad sede.
Después de terminada la convención, vine al país a desempeñar mis funciones como gober-
nador al servicio del distrito y con la representación oficial de Rotary Internacional, iniciando
mis visitas oficiales a los clubes del país, según está prescrito en las funciones de un gobernador,
lo cual resultó de gran impresión espiritual para la formación de mi nuevo carácter.
Aprendí a estimar y ser estimado en todos los núcleos poblacionales del territorio
nacional.
Luego me preparé para la celebración de la Asamblea de Distrito, que se efectuó en la
ciudad de San Juan de la Maguana, y que constituyó un verdadero acontecimiento, por la
calidad de los actos celebrados, como por el elevado número de asistentes y además por los
resultados prácticos obtenidos.
Después procedí a la preparación y celebración de la Conferencia de Distrito, que se
efectuó en el Hotel Montaña, bajo los auspicios del club de La Vega Real.
Como representante del presidente de Rotary Internacional, vino desde México el gran
rotario Adolfo Autrey, con quien he continuado manteniendo estrechas relaciones de amistad
a través de los años.
La conferencia fue todo un éxito, pero la concurrencia fue tan grande, que hubo muchas
dificultades de alojamiento y servicios de comidas. Este es a veces el precio de los éxitos.
Mi sucesor en la gobernación fue escogido en esta conferencia, recayendo en el gran
rotario Blas Pezzotti, del club de La Vega Real.

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

Desgraciadamente a sólo dos meses de haber iniciado sus labores, sufrió un serio
infarto del miocardio, que lo imposibilitó para continuar sus funciones, por lo cual la di-
rectiva internacional me comisionó para ejercer nuevamente las funciones de gobernación
interinamente, y que duró casi todo el período de incapacidad del titular. Me vi precisado
a preparar la asamblea de distrito que estaba planeada para celebrarse en Santiago de los
Caballeros y la conferencia de distrito, en la ciudad de San Cristóbal y a la cual debía venir
como representante del presidente internacional, nada menos que ese gran rotario que se
llamó Phil Lovejoy, Secretario General de las oficinas en Chicago, y de tan grata recordación
considerado como el hombre mejor preparado en cuestiones rotarias.
Durante mi primer período de gobernación me cupo el alto honor de recibir la visita
oficial del Presidente Internacional Percy Hodgson, a quien acompañaba su esposa, y los
cuales estuvieron con nosotros por dos días inolvidables, visitando el Cibao y con especia-
lidad a la ciudad de Santiago de los Caballeros y esta ciudad.
Todavía, después de tantos años, Percy recuerda con gran cariño esta visita efectuada a
nuestra patria, según me lo ha manifestado cada vez que nos encontramos.
Durante mi actuación como Gobernador se fundaron los clubes de Azua y Salcedo, que
son fuertes columnas en el movimiento rotario dominicano, y los de Montecristi y Pimentel
que se han extinguido, lamentablemente.
Percy fue condecorado por el Gobierno dominicano con la orden de Cristóbal Colón, en
el grado de Comendador y en muchas ocasiones lo he visto ostentar con gran orgullo ese
distintivo al lado del botón rotario.

Primer vuelo en avión


Para asistir a la convención rotaria de Atlantic City en 1947, llevando la representación
oficial de mi club, del cual era su presidente, efectué mi primer vuelo aéreo a la Ciudad de
Miami. En uno de aquellos aviones propios de la época, un pequeño DC-3, con escalas en
Puerto Príncipe (Haití), Kingston (Jamaica) y Camagüey (Cuba), para finalmente llegar a
Miami, Florida, agotando un viaje que duraba casi todo el día.
Yo había efectuado, antes, muchos vuelos en aviones que efectuaban viajes entre algunas
ciudades del país, pero esa experiencia de un viaje internacional, fue muy impresionante
para mí.
Recuerdo el almuerzo servido después de salir de Puerto Príncipe, sobre el mar, así
como el paso por encima de nuestro Lago Enriquillo, que se presentaba majestuoso a mis
curiosos ojos.
Desde Miami me trasladé en avión hasta la ciudad de New York, y desde allí, por tren,
a Atlantic City, sitio de reunión.
A la convención asistimos un grupo de dominicanos, compuesto por el Dr. F. Thomen,
Mauricio Álvarez, Blas Pezzotti y Antonio Armenteros.
La ciudad de Atlantic City tiene uno de los auditorios para convenciones más majestuo-
sos del mundo, con capacidad para muchos miles de asistentes, situado en el centro de un
amplio paseo de madera, de gruesos tablones, conocido como el board walk, frente al cual
están la mayoría de sus grandes y lujosos hoteles y tiendas y restaurantes, y del cual parten
una serie de espigones de madera, con sitios de atracción y esparcimiento de los cuales el
más famoso es el llamado muelle del millón.

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ARTURO DAMIRÓN RICART  |  MIS BODAS DE ORO CON LA MEDICINA

Fue allí donde cultivé mis primeras amistades internacionales, muchas de las cuales
todavía mantengo con gran orgullo.
Esta ciudad tiene para mí grata recordación, pues años después tuve la oportunidad
de retornar a ella, a una nueva convención para juramentarme como Director de Rotary
International, algo que entonces ni siquiera soñaba que podría alcanzar.

Recuerdos de viajes
Además de los descritos anteriormente, he viajado mucho por nuestra América, casi
siempre acompañado de mi esposa y muchas veces de mi hija.
En 1951 fuimos hasta Chile y Perú a cumplir misiones de Representante del Presidente
de Rotary International, en conferencias de distrito que se celebraron en Tacna (Perú) y
Valdivia (Chile).
Para cumplir estos encargos tuvimos que ir hasta Miami, Florida, y de allí, en viaje por
avión, con escalas en Panamá y Lima, hasta llegar a Santiago de Chile.
Hacer una reseña de mis impresiones sería pálido ante la realidad.
Tengo que recordar con gran cariño el encuentro que tuve en esa ciudad, en el Hotel
Carrera, con su gerente Anthony Vaungh, quien lo había sido de nuestro Hotel Jaragua, y
quien nos prodigó muchas atenciones, que siempre agradeceremos.
Por ferrocarril nos trasladamos más al sur, hasta la ciudad de Valdivia, en donde pasamos
tres días mientras cumplíamos nuestra primera misión sudamericana.
Un paseo inolvidable lo constituye una excursión por lancha, que efectuamos hasta la
desembocadura del río Valdivia, en donde todavía se pueden apreciar los fortines españoles
que en épocas de la conquista y colonización española, defendían su entrada.
La población de esta bella ciudad en su gran mayoría eran chilenos descendientes de
alemanes que todavía conservan muchas de sus costumbres y a veces hasta el idioma.
En visita que efectuamos a un famoso invernadero, en donde existían muchas variedades
de flores de otras latitudes, se nos mostró con gran orgullo una planta denominada “sensi-
tiva” por su cualidad de cerrar sus hojas al menor contacto de la mano y que corresponde
a nuestro silvestre “moriviví”.
Años después esta ciudad fue casi completamente destruida por un terrible terremoto,
seguido de un maremoto, que casi barrió con todas las construcciones de la ciudad a pesar
de lo bien construidas que estaban. Según las crónicas que leímos de este pavoroso desas-
tre, muchas de las más modernas edificaciones que conocimos, habían desaparecido por la
fuerza del sismo y las inundaciones.
Por una fina cortesía del representante diplomático dominicano, acreditado en la capital
de Chile, nos trasladamos en su propio automóvil hasta la ciudad costera de Valparaíso,
bañada por el Pacífico.
Visitamos el famoso casino de Viña del Mar, así como otras poblaciones aledañas y sabo-
reamos los finos y exquisitos platos de mariscos, tan abundantes como variados en el océano
Pacífico, así como los magníficos vinos chilenos y sus sabrosas frutas, especialmente uvas y
duraznos.
Para cumplir nuestra misión en Tacna, tuvimos que volar de regreso a Lima, teniendo la
oportunidad de contemplar la grandeza de la cordillera de los Andes, así como de sus famosos
picachos coronados de nieves perpetuas, los más imponentes de toda Sudamérica.

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

Desde Lima nos trasladamos nuevamente por avión, en compañía de gran número de
amigos, hasta Tacna, en la frontera con Chile, con escala en la ciudad de Arequipa, situada
a casi diez mil pies de altura, y que posee un clima encantador todo el año.
Tacna es ciudad muy importante estratégicamente para Perú, siendo asiento de una
gran base naval de gran prestigio.
También es asiento de una diócesis servida por un Obispo católico. A poca distancia está
la ciudad chilena de Arica, al lado opuesto de la frontera.
Estas dos ciudades fueron muy mencionadas en este siglo, después de la guerra entre
estos dos países y que habían sido retenidas por Chile como botín de guerra. Luego de un
convenio, Tacna volvió a ser peruana y Arica continuó siendo chilena.
Toda esta región del sur peruano y norte de Chile es una árida extensión de territorio,
en la cual el hombre lucha con gran denuedo por su existencia.
Todavía se pueden ver grandes núcleos poblacionales de indios pululando por sus
calles, hablando sus propios dialectos o idiomas autóctonos, ignorando muchos de ellos el
castellano. Son descendientes directos de aquellos incas que fueron dominados por el coraje
y la perseverancia de los colonizadores españoles, que no pudieron extinguirlos, aunque los
diezmaron en grandes proporciones.
La tercera vez que cruzamos el Ecuador fue en otra misión idéntica a la descrita
anteriormente, pero esta vez por la costa del Atlántico, con destino a Brasil, en donde
fuimos a cumplir una agradable misión en la conferencia pluridistrital, celebrada en
Santos.
Para llegar hasta este importante y bello puerto nos trasladamos primero a Puerto Rico;
de allí a Caracas, Venezuela, donde pasamos una Semana Santa inolvidable en 1952, tanto
por su grandeza como por el espíritu católico del pueblo venezolano, que la celebra con gran
veneración y solemnidad, para luego continuar viaje hasta Belén, Río y Sao Paulo, travesía
toda en aviones y en vuelos nocturnos, para luego trasladarnos en automóvil hasta nuestro
destino final de esta peregrinación rotaria.
A pesar de que la mayoría eran sitios ya conocidos anteriormente, siempre hay cambios
que los hacen interesantes, y especialmente por las personas que se conocen y cuya amistad
se cultiva o por la renovación de antiguas que se reverdecen.
Mi cuarto viaje hacia Brasil se efectuó cuando era Decano de la Facultad de Medicina
de nuestra Universidad, para asistir a la reunión de Facultades de Medicina de América
Latina, que se celebró en Pozo de Caldas, para lo cual volé, esta vez solo, desde esta ciudad,
en flamante Jet de la Varic hasta Caracas y luego en vuelo nocturno hasta Belén y luego a
Río, donde tuvimos que cambiar de avión para llegar a Sao Paulo, por no poder aterrizar
allí los grandes aviones de la Varic en que habíamos iniciado este viaje. El recorrido hasta
Pozo de Caldas lo hicimos en muy cómodos autobuses de una compañía de transporte muy
organizada, haciendo el recorrido en seis horas, con un panorama cambiante y siempre in-
teresante. Esta ciudad, que en el pasado tuvo gran auge turístico y atractivo por sus casinos
de juego, se encuentra a buena altura, por lo cual su clima es muy agradable, y su población
es muy cambiante según las temporadas. Se encuentran baños termales, reputados como
muy beneficiosos para muchas enfermedades.
Nuestras visitas a México fueron frecuentes y variadas.
La primera vez que fui a México ocurrió durante la gran convención rotaria de 1952,
acompañado de mi esposa e hija.

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ARTURO DAMIRÓN RICART  |  MIS BODAS DE ORO CON LA MEDICINA

La ciudad es impresionante y enorme, creciendo vertiginosamente su población en poco


tiempo, de modo que cada vez que es visitada dicha capital, luce como que ha crecido en
proporciones increíbles. Sólo es comparable con Sao Paulo.
La convención fue preciosa y de grandes resultados prácticos. Yo era Director en
la junta directiva en esos momentos y me correspondió desempeñar gran papel en las
plenarias.
Estas se celebraron en inglés y español, simultáneamente, pero en locales diferentes.
Las sesiones en español fueron presididas por mí y se efectuaron en el Palacio de Bellas
Artes.
Los actos sociales fueron monumentales. El concierto sinfónico con instrumentos autócto-
nos es algo indescriptible; la presentación de la música folklórica de las diversas regiones cons-
tituyó un espectáculo grandioso, tomando parte más de mil artistas de todas las regiones del
país, siendo considerada como la mayor expresión de una revista espectacular costumbrista.
Las decisiones tomadas por la convención, después de oído el consejo de legislación,
deben considerarse como las más importantes en muchos años, en interés del engrandeci-
miento de la institución, una de las cuales dispuso la construcción del edificio de la sede,
en Evanston, III, suburbio de la ciudad de Chicago, rompiendo una de las tradiciones de
Rotary, en beneficio de su apropiado alojamiento.
Todos los miembros de la directiva fuimos recibidos en el Ayuntamiento y declarados
“huéspedes distinguidos”, otorgándosenos sendas medallas, la cual conservo con gran
cariño entre mis recuerdos.
El acto inaugural fue efectuado en el Hipódromo, con despliegue de interesantes actos,
e iniciado por el Presidente de la República, Miguel Alemán, quien pronunció un bello
discurso de bienvenida.
En otra ocasión visité la República Mexicana, esta vez solo, para asistir a la conferencia
regional del Caribe, celebrada en Mérida, Yucatán. La región sur del país es extremadamente
árida, pudiéndose notar la influencia de la raza india que poblaba esta parte del territorio
americano a la llegada de los conquistadores.
La influencia “maya” es preponderante en toda la región y sus históricas ruinas en
Chichen Ixal y Uxmal, son consideradas como reliquias de la civilización que existió allí
muchos siglos antes del descubrimiento americano.
La impresión que me causó la visita a estos sitios es algo que siempre recordaré con gran
placer, por las maravillas que encierran.
Es cierto que en la capital, muy cerca de la ciudad, existen las famosas pirámides que
nos hablan de la civilización azteca, pero no se puede comparar su belleza con las reliquias
del sur, que nos dicen tanto de la civilización maya. Todavía en toda la región se habla este
dialecto con fluencia.
La vegetación es la de las tierras áridas, destacándose las grandes haciendas de henequén,
que tanto auge tuvieron hace casi un siglo y que hoy se encuentran casi abandonadas.
Nuestra tercera visita a México fue en 1963, cuando se me comisionó para representar
al Presidente Internacional en cuatro diferentes conferencias de distrito, a celebra cada fin
de semana, sucesivamente, en muy distantes sitios del territorio mexicano, en el mes de
marzo.
Mi esposa y yo nos trasladamos a la capital mexicana, vía Miami, y luego en vuelo di-
recto por Jet hasta nuestro destino.

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

La primera conferencia se celebró en Monterrey, N. L., para lo cual tuvimos que hacer
el viaje en moderno tren, en viaje nocturno, caracterizado por su precisión, a pesar de que
la distancia a recorrer es respetable.
Tengo que mencionar muy especialmente el gran dinamismo del gobernador rotario que
había preparado dicho evento, el gran rotario Burton Grossman, de Tampico.
Quizás haya sido la conferencia más concurrida a que he asistido en toda mi vida, con
una asistencia al acto final de más de mil personas, que fueron muy bien alojadas en el
Casino Central.
Esta bella ciudad norteña es famosa por su Instituto Tecnológico y sus industrias de
hierro y vidrio, las más grandes del país. Su cercanía a la frontera norteamericana la hacen
muy cosmopolita y los intercambios rotarios del sur de los Estados Unidos con sus colegas
mexicanos, ponen en relieve todo lo que se puede hacer por la comprensión entre los hom-
bres cuando hay grandeza de ideales y buena voluntad.
La segunda conferencia de distrito fue celebrada a la siguiente semana en Guanajuato,
asistiendo a ella en compañía del gran rotario mexicano Carlos Bolio y su esposa.
Antes de llegar a dicha ciudad visitamos a León, ciudad altamente industrializada en la
producción de calzados tanto para el consumo del país como para la exportación, poseyendo
una gran cantidad de enormes fábricas y tenerías que preparan las pieles. Allí pernoctamos,
siendo finamente atendidos por los rotarios locales.
Tuvimos la oportunidad de visitar la Catedral, que aunque todavía no está concluida,
puede apreciarse su grandiosidad, con sus catacumbas cubiertas de mármol, así como otros
sitios de interés.
En el trayecto visitamos a Querétaro, donde se puede ver el sitio donde fue fusilado el
Emperador Maximiliano.
Subimos a lo alto del cerro del Cubilete, situado en el centro geográfico del territorio
mexicano, donde se encuentra edificada una majestuosa catedral, coronada por una enorme
estatua del Cristo Redentor, cuya historia se remonta a la época álgida de la guerra religiosa
y la persecución de la iglesia católica.
Guanajuato es una ciudad museo, con todas las características de la época colonial; sus
callejones estrechos; sus posadas (hoteles); edificios; sus plazuelas, etc., evocan tiempos ya
muy remotos.
Es sede de una famosa universidad en la cual funciona la Escuela de Arte dramático, en
la cual se forman las más destacadas figuras del teatro nacional.
Cada año montan en las plazuelas obras clásicas al aire libre, con los alumnos de la uni-
versidad como actores, espectáculo único en el continente americano. Presenciamos varias
de estas representaciones y todavía evocamos con gran placer su contenido.
El majestuoso teatro local es copia de uno de los más renombrados de Escandinavia,
causando una grata impresión por sus brillantes y bien combinados colores.
La majestuosa estatua del Pípile domina todas las noches, con su profusa y bien combi-
nada iluminación, que lo hace aparecer como suspendido en el cielo.
Sus fortines nos hablan del heroísmo de la guerra de emancipación.
La ciudad está enclavada en el centro de operaciones de la historia restauradora. Todo
allí evoca epopeyas de la guerra de independencia.
Todavía pueden apreciarse sus minas de plata, ya casi agotadas, que fueron riqueza
incalculable en la época de colonización.

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ARTURO DAMIRÓN RICART  |  MIS BODAS DE ORO CON LA MEDICINA

También existen catacumbas en las cuales todavía se conservan momias indígenas de


inapreciable valor histórico.
La conferencia se desarrolló de manera espléndida en este ambiente acogedor y estuvo
prestigiada con la presencia de las más destacadas personalidades del mundo político, en-
cabezadas por el Gobernador del Estado y su adorable esposa.
Las sesiones de trabajo, los actos sociales y los banquetes, especialmente el final, fueron
la culminación de esta bella conferencia.
La tercera conferencia de distrito se debía celebrar muy al norte, en la frontera norte-
americana, cercana al Pacífico con sede en Mexicali, B. C.
El recorrido lo hicimos en avión, por ser demasiado distante de la capital, y duró casi
todo el día, debido a la conferencia de hora.
Nos hospedamos en territorio norteamericano, en la ciudad fronteriza de Caléxico, Cal.,
separada de Mexicali por una valla ciclónica y teniendo que cruzar la aduana fronteriza.
El aeropuerto está en territorio de California, de modo que hay que pasar ciertas regu-
laciones y requisitos de pasaporte y revisión de equipaje. Fuimos esperados por rotarios y
sus esposas y atendidos maravillosamente.
Los trabajos de la conferencia, sus actos sociales celebrados en un exclusivo Country
Club y nuestra estada allí son recuerdos muy bellos en nuestras andanzas por el mundo.
En el banquete final se me obsequió con una bella bandera bordada en hilos de oro y
una llave simbólica de oro macizo, que conservo como preciados trofeos.
Allí cultivé muchas amistades nuevas y renové algunas ya existentes, como la del Dr.
Rojo León, de Tijuana, muy conocido de los dominicanos, pues vino en una ocasión como
representante del Presidente a una de nuestras conferencias de distrito, y la de mi compañero
de gobernación en 1951, Enrique Silvestre, también residente en dicha ciudad.
El gobernador del Estado estuvo presente en todos los actos y dio mayor esplendor a
los mismos con su prestigiosa personalidad.
Retornamos por la misma vía, con escalas en Mazatlán y Guadalajara, pero ahora favo-
recidos por la hora en nuestro favor, que hacía parecer el viaje mucho más corto.
La cuarta y última conferencia debía celebrarse en el sur del territorio mexicano, en
Orizaba, ciudad en la cual las industrias de cerveza y textiles dominan toda su economía.
El trayecto lo efectuamos en automóvil, en compañía de los Bolio, que se nos unieron
nuevamente en la capital, siendo un viaje maravilloso pudiendo contemplar el espectáculo
de los volcanes apagados, más de cerca y admirarlos en toda su grandiosidad. El Popocatepel
y el Ixtlaxigua están siempre coronados por nieves perpetuas.
En el camino nos detuvimos y pudimos admirar la grandeza de la ciudad de Puebla, con
sus iglesias y reminiscencias de reliquias de civilizaciones anteriores y religiosas.
Todavía no estaba construida la autopista de Puebla a Orizaba, y el camino tenía que
atravesar una zona montañosa con gran cantidad de curvas, con historias de tétricos acci-
dentes que ponían a prueba los nervios mejor templados.
Lo que más llama la atención en todo el sur de México son las costumbres y la manera
de vestir de sus pobladores. El traje típico, de inmaculada blancura y tejido a mano, es la
atracción de los visitantes. Las mestizas usan sus típicos trajes de doble faldas, primorosa-
mente bordados con fuertes colores.
Desde nuestra llegada fuimos atendidos espléndidamente tanto por las autoridades
locales, como por los compañeros rotarios.

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

Los actos protocolares eran llevados con precisión asombrosa y gran altura, demostrativo
de la buena preparación de parte de sus dirigentes.
Los actos sociales fueron espléndidos y variados. La “filetada a la luz de la luna” con
sus fogatas para la preparación de las comidas, fue una revelación para nosotros y el baile,
con trajes masculinos y femeninos típicos de la región, es algo que todavía recordamos con
gran delectación.
En el acto de clausura se me obsequió con un bello cuadro con el calendario azteca,
que adorna mi oficina médica, y el cual es admirado por mis clientes por su bien acabada
terminación en bronce.
La visita que efectuamos a una de las más importantes cervecerías de la región me dio
una idea de la elaboración de esta bebida, pues su director gerente se tomó el trabajo de
acompañarme en calidad de cicerone, durante todo el recorrido por la planta. Es tan grande
esta industria que posee una moderna y enorme planta eléctrica con su propio embalse de
agua para garantizar la elaboración de este producto.
Es de observar mis recuerdos con mi formación espiritual a través de Rotary. Es por
ello que gran parte de mis relatos durante mis cincuenta años de vida profesional, estén tan
estrechamente relacionados con esta institución mundial de servicio, a la cual he dedicado
mucho de mi tiempo.

Guerra civil
En 1965 ocurrió una guerra civil que repercutió sobre todos los ámbitos de este país
y especialmente de nuestra capital. En otras regiones del territorio nacional las molestias
fueron de mínima importancia, concentrándose casi totalmente en esta ciudad. Se dice que
ocurrieron más de tres mil casos mortales entre los combatientes y la población civil.
Como resultado de esta situación las tropas de los Estados Unidos desembarcaron en
territorio dominicano, en una nueva invasión del país que eclipsó nuevamente nuestra
soberanía.
Los bandos en pugna, por una parte el ejército leal a sus principios y los rebeldes, mantu-
vieron separada la ciudad en dos zonas, entre las cuales se interpusieron las tropas invasoras,
creando un estado de cosas que produjo grandes sufrimientos a la población civil.
Los médicos sufrimos lo indecible, pues teníamos que atender heridos y enfermos bajo
circunstancias muy peligrosas para nuestras vidas.
Nuestra Clínica Internacional fue ocupada, después de haber sido ametrallada por las
tropas de ocupación, produciéndonos grandes pérdidas por los destrozos al edificio y sus
equipos. Nadie fue responsable de estos daños, ni tampoco podíamos trabajar en la atención
de pacientes. Las pérdidas fueron cuantiosas, teniendo que sufragarlas los dueños, pues
nadie se responsabilizó con dichos actos.
Los que tuvimos la desgracia de vivir circunstancias similares durante nuestro tumul-
tuoso pasado, nunca habíamos presenciado nada igual o parecido.
Durante el sitio a esta ciudad por el General Luis Felipe Vidal, después de la muerte
del Presidente Cáceres, que es lo más antiguo que nuestra memoria recuerda, no podemos
establecer paralelos.
Yo puedo recordar la primera ocupación del territorio dominicano por los “marines” entre
los años 1916 y 1924, pero tampoco se pueden establecer comparaciones entre ambas.

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ARTURO DAMIRÓN RICART  |  MIS BODAS DE ORO CON LA MEDICINA

Durante esta guerra civil hubo desbordamientos de pasiones basados en ideologías


antagónicas, que no existieron en las guerras anteriores de nuestro país. Anteriormente sólo
estaban en juego intereses políticos por el poder.

Visitas a Estados Unidos


Desde mi primer viaje en vapor a Estados Unidos, han sido muchas las veces que he
viajado a ese país, usando siempre la vía aérea, con entrada por Miami, unas veces y otras
directamente a New York o con escala en Puerto Rico.
Recuerdo sin embargo, con especial cariño un viaje que hice a los Estados Unidos, para
asistir a conferencias de distritos rotarios, llevando la representación personal del Presidente
de Rotary y que debían celebrarse en Atlantic City y Johnstown, población ésta última del
oeste del estado de Pennsilvania.
Las dos conferencias fueron celebradas en fines de semana sucesivos.
Yo tenía que hablar en inglés y entregar el mensaje en dicho idioma. Mi característica
manera de hablar este idioma fue lo más interesante para quienes tenían que recibir dichos
mensajes.
Las sesiones plenarias en ambos eventos, así como los actos sociales fueron una revelación
para mí, pues confirmaron la internacionalización de nuestro movimiento.
Conservo algunos obsequios que me fueron hechos tanto a mí como a mi esposa, entre
mis más preciados trofeos rotarios, que son muchos.
En la clausura final de la conferencia de Atlantic City fuimos honrados con la presencia
de un representante a la Cámara por el Estado de New Jersey, quien pronunció un discurso
de gran valor y aprecio para todos los asistentes. Este acto se celebró en un exclusivo Coun-
try Club cercano a la ciudad y constituyó un evento de difícil posibilidad de olvidar, por lo
concurrido que resultó y por la distinción de sus participantes.
Los actos sociales fueron espléndidos en ambas conferencias, pero merece mención
especial el celebrado en Johnstown, cuyos habitantes son descendientes en su mayoría, de
colonizadores centro europeos que conservan muy bien las costumbres de sus ascendientes,
tanto en su música como en sus bailes, los cuales fueron ofrecidos como una atracción es-
pecial en nuestro beneficio. Nos parecía estar transportados a los Balcanes por la fidelidad
con que fueron interpretados.

Corridas de toros
En mis frecuentes viajes a Ciudad México asistí a varias corridas de toros y algunas
novilladas.
Es un espectáculo que para mí tiene una atracción especial y una admiración sin límites.
Vi corridas en la Plaza grande, como se le llama a la principal, que aunque fueron des-
lucidas por una impertinente lluvia, tuvieron para mí una enorme impresión por tratarse
de las primeras que presencié.
En viajes sucesivos pude asistir al Rancho del Charro, donde se escenificaba una
novillada, también bajo la inclemencia de la lluvia, y en donde admiré el valor y la de-
cisión de los jovencitos que tenían a su cargo el espectáculo, haciendo galas de un valor
imponderable.

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

En otra ocasión presencié en el mismo sitio corridas de toros con participación de grandes
figuras del arte taurino como Manolo Puertas y el Viti, que dieron cátedra de maestría y valor.
Después de muchos años, todavía guardo en mi memoria el recuerdo de estos espectá-
culos de valor y arte, que siempre había añorado poder presenciar.
Desde que era un chiquillo había tenido gran interés por este arte en que el valor y la
destreza se ponían frente a la fuerza bruta de los animales. Como nunca he visitado a España,
mis esperanzas se vieron cumplidas en México.

Ríos majestuosos
De mis andanzas por nuestra América, guardo un gran número de impresiones dignas
de describir, pero probablemente entre todas ellas, el espectáculo de la naturaleza que más
huella haya dejado en mi espíritu ha sido la majestuosidad de algunos ríos, observados
desde el aire, en mis viajes por avión.
Muchas millas antes de avistar tierra firme en América del Sur, se comienza a notar la
presencia de aguas turbias, enlodadas, por las múltiples desembocaduras del Río Orinoco, en
territorio venezolano y de las Guayanas. Es un río enorme con gran caudal que después de
atravesar tierra firme en majestuoso recorrido por territorios, en su mayoría selváticos, des-
emboca en el mar Caribe por una serie de bocas, extendidas por una gran región de la costa.
Otro río cuya grandeza se puede apreciar desde el aire, viajando en avión, es el Ama-
zonas, que desemboca en el océano Atlántico separando a la ciudad de Belén de la tierra
firme brasileña, con su bifurcación producida por la interposición de la gran isla de Marajo,
que es más que un delta y resultando como consecuencia dos amplias vías acuáticas que
asemejan enormes bahías.
La ciudad de Belén, con su gran base naval, que domina el tráfico fluvial y controla la na-
vegación de varios países, es una ciudad que tuvo gran esplendor comercial cuando el caucho
era una materia prima de primera clase y que prácticamente sólo existía en la selva amazónica,
teniendo que ser exportado por dicho puerto, después de recorrer enormes distancias. Hoy se
ve abandonado y falto de vida comercial, contrastando con sus años de esplendor.
Lo más espectacular en la vida de esta ciudad es la periodicidad y regularidad de las
lluvias, que ocurren de manera casi matemática, hacia las tres de todas las tardes, de tal modo
que se toman como referencia para citas, siendo frecuente que se diga antes o después de la
lluvia, al concertar una entrevista o cosa por el estilo.
La impresión de la grandeza del Río de la Plata, entre Montevideo y Buenos Aires, es
también otro espectáculo grandioso digno de recordar. Su estuario parece más un brazo de
mar o una gran bahía que la desembocadura de este río. El avión recorre distancias enormes
en su vuelo sobre su desembocadura, que nos parece estar volando sobre un gran océano,
pues las orillas difícilmente se pueden observar.

Cataratas del Niágara


Encontrándonos en New York, decidimos hacer un viaje hasta el Canadá, para conocer
las fabulosas cataratas del Niágara, legendarias y hasta motivo de cantos por parte de poetas
y escritores, que las han hecho famosas por ser cita de muchas “luna de miel” de personas
acaudaladas.

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ARTURO DAMIRÓN RICART  |  MIS BODAS DE ORO CON LA MEDICINA

Para llegar a este sitio, fuimos hasta la industriosa ciudad de Búfalo, en el norte del esta-
do de New York, donde pasamos un día conociéndola. Hicimos un recorrido en automóvil
por toda la ciudad, pudiendo admirar su zona industrial y de manufactura de productos
químicos, que la han hecho famosa.
Cruzamos la frontera con Canadá para llegar a Toronto, ciudad que también recorrimos
en automóvil, especialmente su famosa universidad.
Luego fuimos hasta las Cataratas, para admirar su espectacular grandeza, imposible de
describir con palabras.
En el recorrido turístico que hicimos, pasamos por los “rápidos” y admiramos la gran caída
en forma de herradura, cuya contemplación eleva el espíritu a lo sublime. Igualmente deja atónito
al espectador el ensordecedor ruido que produce la caída de las aguas, que se puede percibir a
gran distancia como música mágica del espíritu divino que dio origen a tan espectacular como
grandioso panorama de la naturaleza, que el hombre nunca podría construir.
Luego y siempre por tren, ahora canadiense y en territorio de este país, fuimos hasta
Montreal, ciudad canadiense, famosa por su comercio, su universidad, sus hospitales y en
fin por sus arraigadas tradiciones. Todavía se puede observar su origen francés, en oposición
al carácter netamente inglés que priva en Toronto.
Hicimos un recorrido turístico por la ciudad, con visita a su famosa Catedral; admiramos
el museo de cera y sus aristocráticos barrios residenciales, así como sus restaurantes famosos
por sus comidas y tradiciones.
Todo en esta gran ciudad causa impresión difícilmente borrable de los recuerdos que
tenemos de nuestros recorridos por el mundo americano.
El retorno a New York lo hicimos por tren, en condiciones de gran comodidad, a pesar
de que la distancia es bastante grande y toma muchas horas.

Director Rotary
En 1951, durante la convención celebrada en Atlantic City, ciudad que ya había visitado
antes en varias ocasiones, tomé posesión como Director de Rotary Internacional, cargo para
el cual se me había escogido hacía muchos meses.
Ser miembro de la directiva internacional de su institución de servicio mundial, con el
prestigio de Rotary, es honor que muy pocos latinos hemos tenido el privilegio de ostentar.
La directiva está constituida por calificados rotarios de diversas partes del mundo, que
han servido anteriormente como gobernadores, representando a las diversas áreas del pla-
neta, para justificar su denominación de internacional.
Yo representé en el año 1951-52 a la América Ibérica dentro de la directiva internacio-
nal. Esta circunstancia me obligó a asistir a las reuniones de este organismo que se celebran
periódicamente, así como asistir a las convenciones de Atlantic City en 1951 y México en
1952, así como también a las Asambleas internacionales de Lake Placid en dichos años, en
las cuales tuve el encargo de la instrucción de los gobernadores iberoamericanos, lo cual
traté de hacer lo mejor que me fue posible.
Además mi condición de Director me obligaba a efectuar misiones que me encargaba la
directiva, así como la representación del Presidente en conferencias de distrito.
La última vez que estuve en Lake Placid, o sea la cuarta ocasión, ocurrió en 1969,
cuando asistí al Instituto Rotario que se celebra simultáneamente con la Asamblea, y a

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

la cual asisten antiguos funcionarios de Rotary interesados en su marcha y desenvol-


vimiento.
Este año, y desde hace más de veinte años, se han estado celebrando dichas reuniones
en este bello paraje, pero el año próximo, debido a imposibilidad de alojar a todos los con-
currentes a estas reuniones, se ha decidido buscar un nuevo lugar para su celebración, y
parece ser que se ha escogido al club que existe en Boca Ratón, en la Florida, para ver si en
lo sucesivo se convierte en la nueva sede permanente de dichas reuniones.
El viaje, esta vez, desde la ciudad de New York, se efectuó en autobús resultando un
nuevo espectáculo el trayecto que se recorre por amplias carreteras por territorio del estado
de New York, que en esta época del año es de lo más agradable.
Desde que el distrito rotario dominicano supo de mi designación para tan elevada po-
sición, fueron muchos los homenajes que se me ofrecieron tanto en mi club, como en San
Pedro de Macorís y Santiago de los Caballeros, de los cuales guardo imperecedera gratitud
por su espontaneidad.
La actuación en el plano internacional ha sido la más provechosa influencia que he tenido
en mi vida, pues me obligó a pensar en términos más amplios que los sentimientos nacio-
nalistas y patrióticos que hasta entonces había tenido. Es algo nuevo para los que tenemos
que afrontar estos problemas, pero son altamente beneficiosos a largo término. Desde luego,
hay muchas dificultades mentales que superar para acostumbrarse a ello.

Visitas a Puerto Rico


Muchas han sido mis visitas a Puerto Rico, unas veces como escala obligada y otras para
asistir a eventos en la isla, o en viajes de negocios personales o de placer.
Mi primera misión ocurrió en 1945, cuando en compañía del Dr. Héctor Read asistí a la
Asamblea Anual de la Asociación Médica puertorriqueña, en las cuales se celebran elecciones
para los funcionarios que regirán los destinos de la misma el siguiente año, y además hay
un verdadero exponente de trabajos científicos en relación con la medicina, así como actos
sociales y demostraciones por médicos nativos y estrellas extranjeras que son invitadas a
participar en sus actos científicos. Tanto el Dr. Read como yo agotamos turnos en las ple-
narias científicas, pues éramos delegados oficiales de nuestro país a dicha reunión, con la
representación de la Secretaría de Salud Pública, que nos comisionó oficialmente por oficio
del 5 de noviembre de 1945 para que lo hiciéramos.
Tuve la oportunidad de presenciar las primeras operaciones sobre el corazón realizadas por
el Dr. Bigger, de Boston, para el tratamiento de la pericarditis adhesiva, que me produjo una
impresión extraordinaria por su novedad, así como también por el privilegio que me ofreció
de conocer a otros médicos eminentes de los Estados Unidos, entre ellos al famoso Dr. Hanger,
autor de la prueba que lleva su nombre, a quien oímos en un debate clínico-patológico de gran
trascendencia científica. En esta ocasión tuve el alto honor de conocer al eminente médico,
Dr. Baily K. Ashford, gloria de la medicina moderna, quien me fue presentado por el entonces
director del Hospital Presbiteriano de San Juan, Dr. Galbreth, íntimamente asociado a nuestro
Hospital Internacional, al cual me había dedicado por tantos años a su engrandecimiento.
En 1952 y mientras era Director de Rotary, asistí a las bodas de plata de su fundación
del club de Mayagüez, cuyos miembros me atendieron tanto a mi esposa como a mí, de
manera espléndida.

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ARTURO DAMIRÓN RICART  |  MIS BODAS DE ORO CON LA MEDICINA

Cultivé buenas amistades entre las cuales debo recordar la del Lic. Héctor Ritchie, que
renovamos veinte años después durante su visita a esta capital, el año pasado. Héctor sirvió
a Rotary como Gobernador y tiene una personalidad atrayente y encantadora.
Durante esta visita fuimos finamente atendidos de manera espléndida por un viejo
amigo, el Lic. Manolín Rodríguez, a quien yo había servido como instructor en Lake Placid,
acompañándonos en todo el recorrido desde Mayagüez a San Juan, en su propio automóvil,
con paradas en Coamo, Ponce y otros puntos.
En otra ocasión visité a Puerto Rico representando al Presidente de Rotary a la conferencia
de distrito que se celebró en San Juan, apadrinada por el club de Santurce, en el Casino de
Puerto Rico, siendo gobernador el Lic. Manolín Vallecillo, con quien intimamos muy estre-
chamente. En esa ocasión renové amistades tradicionales, entre las cuales debo mencionar
al Ingeniero Antonio Teixidor, que sirvió la gobernación de su distrito cuando yo lo era del
nuestro, y quien vino a Santo Domingo, durante la celebración de mi conferencia en 1948
para ayudarme en mis tareas.
Volví a Puerto Rico al celebrarse allí la Conferencia Regional del Caribe, con asiento en
el lujoso Hotel San Jerónimo, cuyo lema era “Un mundo mejor a través de Rotary”, con la
inspiración del gran presidente Richard Evans, de tan grata recordación por sus cualidades
morales y gran erudición.
Puerto Rico es sitio de grandes amores para mi espíritu, por haber cultivado amistades
que han perdurado a través del tiempo, y además porque mi esposa cursó sus estudios
secundarios y universitarios en esta encantadora isla.

Visitas a Miami
He visitado a Miami tantas veces, que es casi imposible recordar todas las entradas a esa
gran ciudad, llamada por las compañías aéreas, la Puerta de las Américas.
Unas veces en tránsito para Sudamérica, otras para llegar a México y otras para continuar
viaje a otros sitios de los Estados Unidos.
A veces he ido en misiones y otras en visitas expresamente a dicha ciudad, para tomar
vacaciones o descanso, o simplemente como turista.
Algunas visitas las he hecho solo y en la mayoría de las oportunidades acompañado de
mi esposa y de mi hija.
En una ocasión, estando visitando la ciudad en calidad de turista, normal y corriente,
tomé un “tour” que mi permitió conocer todos los sitios de atracción, tales como la Uni-
versidad, el Hipódromo con su lago repleto de flamencos, su villa india, con el atractivo de
hombres luchando con cocodrilos y gran variedad de monos y tiendas típica de la raza, así
como paseos sobre la ciudad en dirigible o exhibición del fondo marino de la bahía en bote
apropiado para el caso; el espectáculo de sus tiendas y centros comerciales, sus grandes
hoteles; sus canales y paseos de cipreses; su frondosa vegetación; sus playas y hoteles de la
región de Miami Beach; e innumerables atracciones que la hacen una ciudad encantadora y
atrayente para todos los turistas que la visitan.
El gran aeropuerto internacional es realmente algo maravilloso por el número de vuelos
que llegan o parten para el interior del país y otros sitios de las Américas. En el cielo se puede
apreciar una línea interminable de aviones, día y noche buscando su turno para descender
al sitio asignado por las torres de control.

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

Es verdaderamente asombrosa la precisión con que es dirigido este pesado tráfico aéreo
que tiene esta ciudad.
Sus oficinas de aduana e inmigración funcionan con la misma precisión que el tráfico
aéreo, evitando demoras y aglomeración de pasajeros en la terminal.
Es un espectáculo digno de ser observado por quienes tienen el privilegio de visitar esta
bella ciudad sureña de los Estados Unidos, donde todavía quedan tantos rasgos de su ascen-
dencia hispánica. La influencia latina sobre toda su población es muy marcada, hablándose el
castellano en calles y comercios, no necesitándose el idioma inglés para el desenvolvimiento
de las actividades de los que no hablan este idioma; ahora esa influencia es todavía más
marcada, después del asentamiento de un gran número de refugiados políticos cubanos, a
pesar de que anteriormente esa influencia no se podía menospreciar.
La historia de la Florida está íntimamente ligada a la colonización española de las tierras
americanas, desde el desembarco de Juan Ponce de León en el siglo diez y seis y su poste-
rior asentamiento en la península, en busca de la fuente de la juventud, según nos cuenta
la historia.
Ponce de León, después de haber convivido con nosotros y en Puerto Rico, se trasladó
a la Florida y allí murió tras la infructuosa búsqueda de su objetivo.
La influencia de los religiosos que ayudaron a su conquista es decisiva en todos sus aspec-
tos, siendo igualmente determinante en los nombres de muchas regiones y poblaciones. Los
misioneros tuvieron una participación muy activa en toda la conquista de estas tierras.
Su origen latino no se ha esfumado con el paso del tiempo, a pesar de constituir un centro
turístico de gran afluencia de todas las razas, atraído por su clima benigno durante la mayor
parte del año, siendo los cambios de las estaciones casi imperceptibles.

Bailes típicos
Durante mis frecuentes viajes he admirado las costumbres, música y bailes de muchas
regiones de esta América.
Así, en las montañas del norte de los Estados Unidos se baila el llamado “Square Dance”;
en Brasil la zamba y el frebo; en México el Jarabe tapatío y la bamba; en Perú la marinera
y en Chile la cueca, para sólo mencionar algunas de las expresiones folklóricas de algunas
regiones.
Hay algo que me ha llamado la atención y es que casi todos tienen algo en común; nuestros
bailes típicos dominicanos y el square dance parecen obedecer a un ritmo regulado por uno
de los participantes, por medio de un bastón y parecen derivarse de la cuadrilla europea;
otros usan pañuelos para armonizar los movimientos del cuerpo y los brazos, etc.
Todos los bailes son de ritmo rápido y larga duración, de modo que sólo personas jóvenes
pueden soportar su ejecución.
No pretendo ser crítico de baile o folklorista aficionado, sino presentar una estampa de
mis impresiones con los bailes regionales que he observado en mis viajes.

Houston, Texas
Los tejanos están considerados como los más regionalistas de los Estados Unidos, y todos
están orgullosos de la extensión y riquezas del territorio que ocupa este estado de la Unión.

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ARTURO DAMIRÓN RICART  |  MIS BODAS DE ORO CON LA MEDICINA

Muchas han sido las banderas que han ondeado en sus edificios y oficinas gubernamen-
tales. Probablemente en esto pueda competir con nuestro país.
Las riquezas de este gran estado están íntimamente ligadas al descubrimiento de ricos
yacimientos de petróleo, el oro negro que parece determinante en nuestra civilización actual
y del cual cada vez dependemos más.
Además, sus grandes llanuras producen cosechas de granos en cantidades suficientes
para la alimentación de los humanos y los animales.
Esta circunstancia, así como su innegable descendencia hispana, hace de sus pobladores
seres pasionales y pintorescos. Todo lo quieren hacer en grande y esto se ve reflejado en
todos los aspectos de su vida.
Cuando tuve la dicha de visitar Houston para asistir a la convención rotaria celebrada
allí, en 1972, pude palpar estas características.
Sus habitantes son comunicativos y están orgullosos de ser tejanos; todo cuanto hacen
es para demostrarlo.
Las festividades de la convención fueron un reflejo de esa actitud.
Tuve por marco el famoso Astrodome, el único estadio de base-ball cubierto y a prueba
de los cambios del tiempo.
Los actos celebrados son para recordar, pues cada uno de los presentados parecía mo-
nopolizar la admiración de los concurrentes.
En la gran pizarra lumínica construida a un costo de varios millones de dólares, se iban
haciendo traducciones simultáneas en inglés, español, francés y japonés, como un alarde de
electrónica moderna. Además, se proyectaban imágenes de personajes y adornos lumínicos,
combinados con ruidos y música apropiada a cada caso.
Otros actos fueron celebrados pomposamente en grandes auditorios y salones de centros
cívicos, constituyendo un derroche de buen gusto y grandiosidad.
Sus muelles en la ribera del puerto, majestuoso como todo lo existente en su amplio
territorio, es un espectáculo para la vista, con sus innúmeras factorías de arroz y refinerías
de petróleo, que se pueden contar por docenas o centenares.
La mayor atracción, sin embargo, es la visita al centro de control de los vuelos espaciales,
que mantiene la NASA, en donde se ha hecho un verdadero despliegue de electrónica al
servicio de la ciencia.
Otro sitio de gran interés es visitar el Centro quirúrgico para enfermedades del corazón,
uno de los más renombrados del mundo, que junto al de Philadelphia, probablemente sea
el más adelantado en esta rama de la medicina de los últimos años.
Una visita a un sitio con tantos atractivos, es algo que se recordará toda la vida.

Mi caso cumbre
Así podría calificarse mi actuación destacada en mi vida quirúrgica, cuando fui
llamado un poco antes de las diez de la noche del día 30 de mayo de 1961, para asistir
a un herido que había sido traído a la Clínica Internacional, y se requirió mi presencia
profesional.
Se trataba de Pedro Livio Cedeño, uno de los hombres que momentos antes, en la auto-
pista que conduce a Haina, habían ultimado a Trujillo y en cuya acción había resultado con
una herida de poca importancia en un brazo y otra penetrante en el vientre.

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

Fue así como me enteré del gran suceso que acababa de ocurrir y que tanta trascendencia
tendría en la vida de la nación dominicana, por sus múltiples derivaciones.
Lo atendí, haciéndole una laparotomía exploradora y suturando varias perforaciones
que había en el colon y el intestino delgado, con rotundo éxito.
Yo sabía la gran responsabilidad que asumía al atender un caso como éste, pero mi
condición de médico respetuoso del juramento hipocrático estaba muy por encima de todo
los demás actos y responsabilidades que pudieran derivarse, aunque de menor importancia
y trascendencia.
Lo que ocurrió después es cosa que todos los dominicano conocen. Su traslado a un
hospital militar y su ejecución meses más tarde en compañía de todos los participantes en el
hecho en que habían tomado parte y se encontraban presos. Sólo escaparon a esta venganza,
aquellos que pudieron ocultarse, sin ser encontrados por el servicio de inteligencia. Son ellos
Antonio Imbert Barrera y Luis Amiama Tió.
Es un capítulo de la vida dominicana en que me tocó actuar de modo decisivo, aunque
mi buena intención fuera frustrada luego por el desbordamiento de pasiones humanas, y
del cual no desearía alardear, ni tampoco recordar.
Este acto inició en el país una nueva era de reivindicaciones y dio al traste con una larga
noche de opresión.
Mis buenos deseos, puestos al servicio de la sociedad, en que expuse todo mi porvenir
no tuvo el éxito deseado, a pesar de que mi actuación fue un rotundo triunfo profesional en
la práctica de la cirugía, que tendría que colocar entre mis mejores y más relevantes casos.

Autonomía universitaria
A finales del año 1961 hubo en el país un verdadero carnaval de autonomías. No fue,
pues, nada extraño que los estudiantes de la Universidad de Santo Domingo, que tanto
habían luchado por la liberación del país para la extinción del régimen que había imperado
por treinta años, iniciaran ahora una lucha tenaz por la autonomía de este alto centro de
estudios.
El gobierno nacional, presionado por estas circunstancias elaboró un proyecto de ley
destinado a conceder la autonomía universitaria, que fue presentado al Senado de la Re-
pública, el cual lo aprobó en dos lecturas y luego lo envió a la Cámara de Diputados para
convertirlo en ley.
La Cámara de Diputados, en cuyo seno era yo a la sazón uno de sus secretarios, lo
aprobó en diciembre de 1961, en primera lectura, pero cuando yo revisaba dicho proyecto
para ser sometido a segunda lectura, yo tomé la palabra, una de las pocas veces que lo hice,
para combatirlo, porque entendía que el mismo, que tenía un largo articulado de casi cien
renglones, no iba a llenar las aspiraciones ni del estudiantado, ni del profesorado.
Después de una larga exposición, basada en mi larga actuación como profesor de la Fa-
cultad de Medicina, concluí pidiendo su aplazamiento y que fuera nombrada una comisión
para que estudiara detenidamente el caso y presentara un proyecto adecuado, que estuviera
acorde con las aspiraciones de la clase universitaria.
Mi proposición fue acogida por la sala y se nombró dicha comisión, de la cual fui de-
signado su presidente e integrada además por los diputados, Lic. J. R. Cordero Infante y
Agrimensor Camilo Casanova.

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ARTURO DAMIRÓN RICART  |  MIS BODAS DE ORO CON LA MEDICINA

Después de efectuar una reunión destinada a trazar el plan de trabajo, convocamos a


representantes de la Rectoría, dirigentes estudiantiles y profesores universitarios.
Las autoridades universitarias designaron a su Vice Rector, en funciones de Rector, Lic.
José Paniagua; la Federación de Estudiantes a Antonio Isa Conde y Asdrúbal Domínguez;
y la Asociación de Profesores al Lic. Leoncio Ramos y al Lic. Froilán Tavárez hijo.
Después de un análisis minucioso de todos los aspectos y celebradas varias reuniones,
se convino en redactar un proyecto de ley que sustituyera al que había sido preparado an-
teriormente y ya aprobado por el Senado, compuesto por cuatro artículos y tres transitorios,
que fue presentado ante la Cámara de Diputados y aprobado en dos lecturas sucesivas y
luego enviado al Senado, que también lo acogió y aprobó, siendo luego referido al Poder
Ejecutivo para que se convirtiera en ley, marcada con el n.o 5778, promulgada al final de
diciembre de 1961, días antes de entrar en vigor al Consejo de Estado, que estaba fijada para
el primero de enero de 1962.
Así las cosas, la Universidad comenzó a regirse por dicha ley en enero de 1962, poniendo
en ejecución todo el articulado y presentando al Claustro Universitario el nuevo reglamen-
to previsto, para culminar con el nombramiento de un Rector y las demás autoridades, en
febrero de 1962, iniciando su vida autónoma.
Me precio de haber sido el autor de esta ley, aunque las consecuencias derivadas de la
misma me han hecho pensar mucho entre mis buenas intenciones y los resultados obtenidos
luego de 1965 en que fue desconocido el funcionamiento institucional de la Universidad por
un llamado movimiento renovador que lo transformó todo y especialmente de la ideología
que enrumbó dicha casa de estudios de ahí en adelante.
No deseo enjuiciar los actos que se han derivado de esta nueva proyección que se ha
dado a la autonomía universitaria, nacida por mi iniciativa, pero luego modificada antoja-
dizamente sin cumplir ningún precepto legal para ello.

Experto en quemaduras
Las circunstancias hicieron que me convirtiera en un experto en el tratamiento de
quemaduras.
Mi primera gran experiencia se remonta a la década del treinta, cuando un piloto instructor
de nuestra entonces naciente aviación militar, de nacionalidad norteamericana, mientras hacía
vuelos sobre la ciudad, su avión se incendió y se vio precisado a lanzarse en paracaídas, con
tan mala fortuna que ya éste y sus ropas habían comenzado a quemarse y al ser recogido en
terrenos de la Primavera, presentaba amplias quemaduras en diversas partes de su cuerpo.
El avión, ya sin piloto, cayó a tierra y se enterró de nariz cerca de donde ahora está
instalada la oficina de la Cédula personal de identidad, en el ensanche Lugo, sin producir
daños a la propiedad del vecindario, pues ocurrió en un terreno baldío que existía entre
varias casas.
Internado en el Hospital Internacional, se me encargó de su tratamiento, el cual tuvo
una duración de casi tres meses, al final de los cuales fue dado de alta, reincorporándose a
su profesión de piloto militar.
Muchos años después tuve la sorpresa de recibir la visita de un Coronel de Aviación de
los Estados Unidos, a quien me fue casi imposible reconocer por los años transcurridos y los
cambios físicos operados, el cual se me identificó como aquel agradecido paciente.

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

Me contó que durante la segunda guerra mundial estuvo a punto de perecer, pues su
avión fue derribado sobre el mar del Norte, durante un crudo invierno y cuyas aguas heladas
estuvieron a punto de producirle la muerte.
Parece ser que este hombre tenía una singular habilidad para sobrevivir, al escapar
nuevamente de lo que parecía una muerte inevitable.
En otra ocasión mis servicios fueron requeridos para asistir a un piloto que había caído
en la Avenida George Washington, en las proximidades del Banco Agrícola. Después de una
titánica lucha por salvarle la vida, obtuve su total restablecimiento, sin ninguna limitación
funcional.
Los otros dos acompañantes de este piloto accidentado fueron tratados en otros sitios,
pero no tuvieron la suerte de mi paciente, pues ambos murieron.
Todos los vecinos de esta ciudad recuerdan con tristeza la muerte del Piloto Llabrés y
del periodista Vicioso, que fueron los dos casos fatales ocurridos en este accidente.
Todos los ocupantes, tanto mi paciente como los dos que fallecieron, sufrieron quema-
duras muy extensas, como consecuencia del incendio del aparato después de caer a tierra.
En cierta ocasión ocurrió en la Romana un accidente de aviación a un aparato anfibio de la
Marina de los Estados Unidos, durante los años de la segunda guerra mundial, en el cual pere-
cieron quemados dos de sus ocupantes, mientras un tercer tripulante, un sargento mecánico de
la Marina de los Estados Unidos, resultó gravemente lesionado por amplias quemaduras.
Me correspondió a mí su tratamiento, en el cual me cupo la misma buena fortuna que
en los casos anteriores descritos.
Después de varios meses de lucha y abnegada dedicación por parte de todo el personal
del Hospital Internacional, fue dado de alta y trasladado a territorio continental, completa-
mente restablecido y sin ninguna limitación funcional.
Para buscar a este accidentado tuve que trasladarme, de noche, en automóvil, hasta la
Romana, para luego conducirlo en viaje aéreo a esta ciudad, a pesar del recelo que el enfermo
tenía ahora por este medio de trasporte del cual tan malos recuerdos tenía y que lo habían
colocado a escasos pasos de la muerte.
Desde luego, estos casos exitosos de tratamientos a quemados extensamente me dieron
cierta aureola de experto en el tratamiento de estas lesiones, por lo cual fueron muchos los
casos que me fueron encomendados y de los cuales, desde luego, no puedo continuar rela-
tando, por tratarse de los más destacados, por la resonancia que tuvieron.

Rescates aéreos
Cuando yo me encontraba en todo el apogeo de mi actuación profesional, fui requerido
varias veces para traer enfermos de los más remotos rincones del país, teniendo que usar
la vía aérea para ello.
De urgencia se me llamó de la Alcoa Exploration Company porque uno de sus ingenieros
había sufrido un serio quebranto en Pedernales y me pedían trasladarme en avión a esa lejana
ciudad fronteriza para que resolviera el caso, según mi mejor criterio. Salimos en un avión
bi-motor, el piloto y yo cuando nos encontrábamos volando sobre la bahía de Ocoa, el piloto
me señaló a uno de los motores y me informó que debíamos regresar porque había un escape
de aceite. Así lo hicimos y pocos minutos después estábamos nuevamente en esta ciudad,
en donde se nos tenía preparado otro aeroplano para reiniciar el interrumpido viaje. Al llegar

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ARTURO DAMIRÓN RICART  |  MIS BODAS DE ORO CON LA MEDICINA

a Pedernales encontré al enfermo, que en realidad había sufrido un infarto del miocardio
horas antes, y en camilla lo pusimos en el avión y luego retornamos a esta capital, siendo
internado en el Hospital Internacional, donde se recuperó después de algunas semanas de
asistencia.
En otra ocasión, la oficina de la compañía constructora Lock Joint Pipe me pidió salir en
avión para la ciudad de Montecristi, en donde se encontraba enfermo uno de los ingenieros
de la compañía que estaba construyendo el acueducto de esa población.
Fui en compañía de uno de los ejecutivos de dicha compañía en aeroplano fletado al
efecto a la Dominicana de Aviación, un flamante DC-3, encontrando allí un paciente pa-
deciendo de una súbita neumonía, el cual trasladamos por el mismo medio a esta capital,
internándolo en el Hospital Internacional, donde se recuperó rápidamente de la dolencia
sufrida, en pocos días.
De esta misma compañía, pero ahora en San Francisco de Macorís, fuimos a buscar a
uno de sus ejecutivos de mayor importancia, quien se encontraba visitando los trabajos que
allí efectuaba dicha compañía constructora, pero esta vez el viaje lo efectuamos en cómodo
carro del presidente ejecutivo, trayéndolo a esta ciudad, donde fue curado de una neumo-
nía que había contraído y que ellos tenían gran interés en que no le sucediera nada grave.
Después de una semana de atenciones médicas, este enfermo fue dado de alta y retornó a
sus labores en la oficina central.

Cambios en la asistencia
Para los médicos que hemos estado muchos años asistiendo enfermos, hay cambios que
han ido sucediendo de tal modo que a veces ni los notamos.
Durante las décadas del veinte y aún del treinta, los médicos rendían servicios en sus con-
sultorios y en las residencias de los enfermos, preferentemente. Las clínicas privadas no habían
proliferado aún, y los hospitales públicos no eran usados más que por los enfermos carentes de
posibilidades económicas. Los enfermos con medios económicos a su disposición no acudían a
dichos centros y en muchas ocasiones se trasladaban al extranjero en busca de su salud.
A las escasas clínicas privadas existentes sólo acudían los enfermos que requerían ciru-
gía y algunas parturientas. Los enfermos con dolencias médicas, escasamente usaban sus
facilidades.
En consecuencia, los médicos efectuaban gran número visitas a domicilio de los pacien-
tes, usando para ello como medio de transporte coches tirados por caballos, a los cuales el
pueblo llamaba “barcos de vela”, ya que los automóviles eran muy contados y las calles
bastante inapropiadas para su uso.
Cada médico de cierto prestigio tenía un “cochero” a su servicio, que lo iba a buscar a su
hogar u oficina para hacer las visitas planeadas de antemano, a ciertas horas determinadas.
Entre estos cocheros, probablemente el que más perduró fue Mateito, un amable auriga
que regularmente transportaba al gran sabio médico de su época, Dr. Pedro E. de Marchena,
en sus visitas domiciliarias, además de a otros médicos de menor jerarquía.
Eran éstos tiempos inolvidables, que las costumbres y los adelantos de la civilización
fueron barriendo y que muchos de mis colegas actuales desconocen completamente.
El cochero bajaba de su vehículo y entraba a la casa del enfermo en solicitud del pago
de la visita, tan pronto como el médico salía del domicilio del enfermo. Por regla general los

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

cocheros no daban crédito a casi ningún enfermo. Su trabajo era estrictamente de contado.
Los familiares del paciente así lo sabían y siempre estaban listos para satisfacer dicha
exigencia.
Eran tiempos románticos de la profesión médica, que ya no se observan.
Hoy día las visitas a domicilio casi no son practicadas y cuando las efectuamos lo hace-
mos en nuestros propios autos, la mayoría de las veces manejando dicho vehículo el mismo
profesional.
Los enfermos son tratados en los centros hospitalarios y las clínicas privadas, por en-
fermedades triviales, para comodidad de los pacientes y sus familiares y facilidad para los
médicos. Es verdad que los centros asistenciales cada vez ofrecen mayores facilidades para
la asistencia de los enfermos.
Hace apenas unos cuantos años, sólo acudían a dichos centros los pacientes que no
podían ser asistidos en sus hogares.
Ha habido un cambio radical en la manera de pensar de los habitantes del país respecto
a la asistencia.
En muchas ocasiones, los enfermos se internan en las clínicas privadas con fines de
diagnóstico o simplemente para “chequeos”.

Indumentaria
Yo no podría decir que alcancé esos tiempos en que los médicos usaban indumentaria
a tono con la dignidad de su apostolado, pues cuando me gradué ya eran muy pocos los
médicos que todavía la usaban.
Recuerdo, sin embargo, al Dr. Pedro Garrido, en su coche, haciendo sus visitas diarias
y vestido con una levita cruzada que le imprimía gran solemnidad, e igualmente años des-
pués al Dr. Rafael Alardo, que usando un chaqué, recorría las calles de la ciudad sin causar
ningún comentario ni admiración.
Esta vieja costumbre había sido importada de Francia, donde habían estudiado la ma-
yoría de los médicos que ejercían en el país a principio del siglo.
Probablemente las exigencias del trópico hicieron que algunos médicos abandonaran
esta vetusta indumentaria, de modo que cuando yo inicié mi ejercicio profesional, sólo unos
pocos todavía la conservaban.
Desde luego, los recién graduados que nos lanzamos a la vida profesional en la década
del veinte, continuamos con alguna tradición en el vestir, que nos otorgaba cierto grado de
dignidad personal.
Íbamos siempre tocados con sombreros y jamás salíamos sin saco y corbata, y algunos
usaban chalecos, teniendo que sufrir las consecuencias del calor tropical, especialmente
durante los meses de nuestro largo e implacable verano. Muchos usaban bastón, como un
símbolo de distinción. Recuerdo mi colección de bastones, que ignoro donde habrán ido a
parar. Por regla general eran bastones con empuñaduras de oro o de plata y de finas maderas.
El bastón era una especie de símbolo de la profesión y de algunas clases distinguidas. Hoy
día sólo los usan aquellos que tienen necesidad de su apoyo.
Las modas han ido imponiendo cambios sustanciales en la indumentaria, a tal extremo
que hoy no existen diferencias en el vestir entre médicos y demás individuos. Por la indu-
mentaria no se podría distinguir a un profesional, como ocurría en el pasado.

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ARTURO DAMIRÓN RICART  |  MIS BODAS DE ORO CON LA MEDICINA

La bata profesional, que usaban los médicos en sus consultorios, también ha sufrido
cambios, siendo cada vez más corta. Hoy día la mayoría de los médicos sólo usan chaqueti-
llas blancas cuando están en sus consultorios, y algunos ni siquiera usan estas, reservando
su uso para los servicios hospitalarios.

Impresiones que perduran


Durante nuestro primer viaje a Brasil, hay impresiones que no puedo olvidar, de nuestra
visita a Río de Janeiro.
Sus famosas y amplias playas, en forma de conchas, con blancas arenas, sus morros
diseminados en diversos sitios de la ciudad y su famoso Pan de Azúcar, son recuerdos que
siempre están aflorando en mi memoria.
Igualmente el funicular que transporta a los turistas hasta el restaurant que existe en el
Pan de Azúcar, con sus servicios de atenciones y souvenirs que todos procuramos.
El ascenso hasta lo alto de la montaña donde está el monumento al Cristo Redentor,
de enormes proporciones y que domina toda la ciudad, especialmente durante las noches,
produciendo un espectáculo inolvidable por su destacada iluminación.
Todos los que han visitado la capital carioca, por regla general se trasladan hasta Pe-
trópolis, ciudad enclavada en las montañas aledañas, lugar que fuera residencia de la corte
imperial durante la monarquía que gobernó este extenso territorio brasileño.
La ciudad se convirtió luego en sitio de atracción turística, con un hotel monumental, en
el cual existían salas de juego y diversiones de que gozaron varias generaciones de brasileños,
hasta que la austeridad gubernamental prohibió toda clase de juegos de azar, desapareciendo
los casinos y con ello decayendo la afluencia de turistas.
Sin embargo, se aprovecha todavía un hecho ocurrido en la historia de la ciudad, a la
cual se llega por una escarpada carretera, llena de curvas y precipicios, cuando el destronado
Rey Carol de Rumania, se hospedó en su flamante hotel, en una suite de gran lujo, con su
esposa morganática, que luego se unió a ella en matrimonio, y en la cual se conservan esos
recuerdos que la curiosidad de los humanos mantiene todavía vivos.
En una de mis visitas a México conocí la bella ciudad de Cuernavaca y mi sorpresa fue
grande al admirar un bello edificio de tipo colonial, de sorprendente parecido a nuestro
Alcázar de Colón, conocido como el Palacio de Cortés, en donde ahora funciona el Ayun-
tamiento de la ciudad.
No hay que dudar que fuera inspirado por el mismo arquitecto que diseñó nuestro
Alcázar.
Una visita a los jardines flotantes de Xochimilco, con sus canales y lanchas adornadas de
flores, es otro espectáculo del cual tengo siempre recordación preferente. No puedo negar
que hasta nos retratamos en sus canales, según la costumbre turística.
Otra sorpresa la recibí al visitar la ciudad de Taxco, en cuya catedral dedicada a Santa
Prisca, hay un cuadro de nuestra Señora de Las Mercedes, idéntica a la venerada por los do-
minicanos, después de su aparición en el Santo Cerro y que ahora es patrona de la República.
Una leyenda en su parte inferior informa que fue traída a Taxco por un antiguo oidor de la Real
Audiencia, supremo tribunal que funcionó en nuestra ciudad primada de América, en los días
de la colonización y que estuvo asentada temporalmente en la Casa del Cordón, hoy oficina
central del Banco Popular Dominicano, después de su reconstrucción y actualización.

187
COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

La catedral de Santa Prisca en sí es una joya de arquitectura colonial, en la cual la pro-


fusión de adornos de plata llaman a admiración. No se puede imaginar otra decoración que
contenga más cantidad de ornamentos de este precioso metal.

Honores
Cuando cumplí 25 años de asistencia semanal ininterrumpida en mi club Rotario, se me
quiso premiar mi labor y perseverancia, con un homenaje que significó para mí un estímulo
para continuar mi dedicación al servicio. En la sesión celebrada en octubre de 1969, mi club
me impuso un botón de asistencia perfecta de 25 años, que ostenté con orgullo todo el año
y que sólo he retirado de mi solapa en los años siguientes, cuando he continuado dicha
asistencia, hasta completar los treinta años que ahora poseo.
Además se me obsequió con una bella bandeja de plata para perpetuar dicho homenaje,
que conservo en mi hogar entre otros muchos que he recibido en diversas ocasiones, entre los
que se destaca otra bandeja, también de plata, que me fue obsequiada en Monterrey, México,
en 1963, durante mi asistencia a la conferencia de distrito en que llevé la representación del
Presidente internacional; otra de bronce que se me presentó en Guanajuato, también en 1963;
otra que me ofrecieron en Johnstown durante mi asistencia a la conferencia de distrito en que
representé al Presidente Serratosa Cibils, de Rotary International; una bella bandera mexi-
cana, y la llave de la ciudad, de oro macizo, obsequios que me fueron ofrecidos en Mexicali,
B. C. La bandera mexicana, primorosamente bordada en hilos de oro, es una preciada joya
artística del arte mexicano.
Todos estos objetos constituyen un verdadero museo de recuerdos rotarios, que adornan
mi hogar.
En la conferencia del distrito rotario dominicano, celebrada en La Vega Real en
1972, a iniciativa del Dr. Eligio Mella Jiménez, se me otorgó un magnífico reconocimien-
to, que me produjo honda emoción, consistente en un Diploma de Honor, firmado por
todos los presidentes de los clubes rotarios nacionales, declarándome ROTARIO POR
EXCELENCIA.
Este diploma, junto a otros reconocimientos y títulos que poseo, adornan mi oficina
particular, como testigo de mis inquietudes profesionales durante mi vida médica, que ahora
llega a sus bodas de oro.
En otro orden de ideas, pero siempre en reconocimiento de mi labor como médico, el
Ayuntamiento de esta ciudad, en acto público celebrado en septiembre de 1971, conjunta-
mente con mis colegas Dr. Fabio A. Mota y Dr. Héctor Read, fuimos galardonados en el día
de San Cosme y San Damián, declarado Día del Médico por disposición gubernamental, con
sendos pergaminos que nos fueron entregados con gran solemnidad en la Sala Capitular,
ante numeroso público y entre los cuales hubo profusión de médicos que se asociaron a
nuestro honor. Este reconocimiento a mi labor es de gran orgullo para mí, pues pocos han
sido los médicos premiados con distinción semejante.

Academia Dominicana de Medicina


En 1971, a iniciativa de un grupo de médicos de reconocida capacidad y honestidad,
y después de muchas luchas y alternativas, fue fundada la Academia Dominicana de

188
ARTURO DAMIRÓN RICART  |  MIS BODAS DE ORO CON LA MEDICINA

Medicina, institución para el adelanto de la ciencia médica, sin filiación ni ideología


política, que se ha mantenido en un plano de dignidad a través de su corta, pero fruc-
tífera existencia.
Mis colegas me eligieron para Presidente de la primera directiva, que se dedicó con gran
entusiasmo a desarrollar actividades científicas con gran repercusión en todos los ámbitos
profesionales.
La elección que hicieron mis colegas de mi persona es un honor que ha colmado todas
mis ambiciones de mi vida médica.
Recuerdo con gran orgullo y satisfacción las conferencias que se han pronunciado en
mi año académico, todas de gran altura y resonancia, pero por sobre todas las actividades
académicas de ese período, se destaca el cursillo sobre actualización de enfermedades del
corazón, dictado por un numeroso y prestigioso grupo de cardiólogos mexicanos, todos
miembros de la Sociedad Mexicana de Cardiología, reputada como una de las escuelas más
importantes del mundo, y en la cual han estudiado la mayoría de nuestros especialistas en
enfermedades del corazón. Esta misión científica, presidida por su Secretario, Dr. Hurtado,
dictó durante cuatro días, en sesiones en la mañana y la tarde, un cursillo sobre esta no-
vedosa especialidad, a una concurrencia de casi cien médicos, que recibieron diploma de
reconocimiento oficial de dicha entidad médica. Este cursillo ha sido considerado como el
acontecimiento más destacado de los últimos años, por la calidad de sus profesores y los
temas tratados.
Al finalizar mi mandato como presidente y después de un descanso de un año, en 1973
se me volvió a escoger para la Presidencia de la Academia, el cual terminará precisamente
en octubre de 1974, coincidiendo con la celebración de la fecha en que cumplo mis cincuenta
años de haber recibido mi título de Médico.
Esta coincidencia, que parece obra del destino, es el colofón de mis inquietudes profesio-
nales y la culminación de mi misión médica, ejercida con dedicación, y que espero todavía
poder continuar hasta que Dios disponga otro destino a mis preocupaciones, llamándome
a su servicio.

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No. 53

AMELIA FRANCASCI
MONSEÑOR DE MERIÑO ÍNTIMO
Prólogo
Mons. Hugo Eduardo Polanco Brito
Idealismo. Perfiles de la obra de Amelia Francasci
Enrique de Marchena Dujarric
prólogo
Hace sesenta y nueve años que dejó esta vida uno de los dominicanos más ilustres de
todos los tiempos: Monseñor Fernando Arturo de Meriño. Su nombre llena páginas en la his-
toria de la República y de la Iglesia. Brilla como escritor y como orador cívico y sagrado.
Los dominicanos hemos estado acostumbrados a conocer al Meriño de los discursos
altisonantes, de las palabras apocalípticas, de las invectivas a todos aquellos que debían ser
advertidos en momentos en que la Patria podía sufrir.
Pero casi nunca se ha dado a conocer la vida íntima del preclaro sacerdote, que ostentara
sobre su pecho prócer la Banda Presidencial y la Cruz Prelaticia. Tanto es así, que al conocer
mi conferencia: El Arzobispo Meriño a través de sus cartas, muchos me han dicho que no sabían
nada de esa faceta de su vida.
Sin embargo, hay un libro que lo retrata a maravilla. Y una mujer es su autora: Doña
Amelia Francasci, nacida Amelia Francisca de Marchena y Sánchez, una de nuestras mejores
prosistas. Por tener el libro toda la dulzura de Doña Amelia, y expresarse el Arzobispo con
los mismos sentimientos con que Dante Amaba a Beatriz, muchos lo leyeron con la sonrisa
en los labios.
En estos momentos en que la Patria dominicana necesita enfilarse hacia rutas de verda-
dero y legítimo progreso, superando abismos que separan a tantos dominicanos en lo político
y en lo social-ideológico, la reimpresión de Monseñor de Meriño Íntimo deberá traer sobre el
país adolorido una brisa refrescante que limpie las mentes y fortifique los corazones para la
empresa gigantesca de auparlo hacia el cenit de su gloria.
Los que lean esta obra abrirán un camino luminoso en sus vidas, si pueden inspirarse
en Meriño, a quien Doña Amelia considera “bondadoso, tierno, amable, desinteresado, fiel
a la amistad, íntegro en todo. Firme y hasta altivo también. Tan altivo, como sabía ser manso
con los sencillos y con los humildes”.
Meriño escribió miles de cartas en su vida. Contestaba a todo el que le escribía. El Padre
Romualdo Mínguez, Cura de Moca, le dice: “He visto ha puesto en duda me sea deudor de
una carta”. Así era Meriño de cumplido. La primera colección de sus cartas que se publica
la constituyen las cincuenta y nueve que inserta Doña Amelia en su libro, escogidas de las
muchísimas que le escribió el Gran Prelado. Para conocer a Meriño, hay que estudiarlo a
través de su correspondencia. Me propongo publicarla en un futuro no muy lejano.
Cuando Doña Amelia habla de Meriño, lo eleva casi a la condición de ídolo, por que
es el “consumado político, orador eminente, hombre de mundo distinguido y de todo lo
demás”.
Para ella Meriño es el hombre de la “admirable elocuencia”; del “refinado trato social”;
de “gran valor cívico”, “raro denuedo que demostrara al defender las libertades patrias
y su propia independencia”; el hombre que tenía “un corazón verdaderamente noble, un
corazón sencillo”.
En el mundo literario existen muchos libros, que se han hecho famosos al narrar el
encuentro de dos almas que han sabido ligarse con un amor que trasciende los límites de
lo puramente material y se eleva a las altas regiones del espíritu. Amor que ennoblece y
dignifica la la condición humana.
Así es Monseñor de Meriño Íntimo. De haber sido escrito en los momentos cumbres de la
literatura romántica de una gran nación europea, de seguro que sería conocido en los más

193
COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

escogidos ámbitos de la cultura universal. Pero se ha quedado reducido a los limitados muros
que alza el Mar Caribe alrededor de esta isla, que fue predilecta de Colón.
Esa amistad fue alta y noble. “El afecto que nos ligó –dice ella– de índole tan especial,
duró hasta la muerte de él, por muchos años, y en mi corazón perdura en forma de culto a
su memoria”.
Y en verdad, la amistad que existió entre los dos literatos debería ser un ejemplo a imitar
por los dominicanos de hoy, para que pueda gozar de paz y concordia esta Patria nuestra,
cuyo futuro vio tantas veces con pesimismo el gran orador.
“Esa amistad tan rara que nada alteró jamás; amistad excepcional, porque fue de alma,
por completo desinteresada e inmaterial, llena de paternal entusiasmo por parte de él por mí;
de veneración filial y de santa ternura de la mía a él. El mundo ha celebrado muchas amistades,
pero ninguna fue más hermosa que la que Monseñor de Meriño y yo nos profesamos. Jamás vio él
en mí a una mujer joven..., sino un alma de mujer de la más pura esencia... mi fragilidad
física le hacía admirar más mi espíritu”.
Otro de los rasgos de la vida de Meriño que Doña Amelia ha querido resaltar fue su
nobleza: “Era su alma la que inspiraba entusiasmo de veneración: sí, el alma de ese hombre
que fue grande, no por un capricho de la fortuna, sino porque nació para serlo; porque para
ello le dotó Dios de tan relevantes prendas, que pudo pecar en su vida, porque ¿qué ser
humano formado de vil arcilla, condenado por la culpa original a una mísera condición,
ha dejado de pecar alguna vez? Pero, en medio de su pecado, fue noble siempre, porque la
nobleza era innata en él”.
La reimpresión de Monseñor de Meriño Íntimo, repito, hará conocer mejor a nuestro
pueblo joven, parte importante de la vida humana del gran Meriño; pero al mismo tiempo
hará revivir la memoria de una gran mujer dominicana, gloria de las letras nacionales. Él
la describe así: “las naturalezas puras de artistas como es la suya, deberían ser libres y no
celebrar otras nupcias que las santas del espíritu con la luz que las seduce y las cautiva”.
Llevando en su sangre la reciedumbre de los De Marchena hispánico-holandeses, venidos
desde Curazao y herederos de las tradiciones sefarditas, Amelia nació en Santo Domingo,
apenas seis años después del grito de Independencia. La cuarta entre nueve hermanos,
supo conjugar la mezcla de la sangre hebrea de su padre con la dominicana de su madre,
Justa Sánchez. Así vino al mundo en la Primada de América, Amelia Francisca de Marchena y
Sánchez, que ella convirtió en Amelia Francasci.
Mirándola al través de lo que parece ser una especie de diario íntimo de su vida, cuan-
do ella describe a Meriño, también se nos retrata como una mujer liberada, sobre todo en
aquella época, en la que tan pocas cosas se concedían al sexo femenino. Su educación en
Colegio Católico de Curazao le dio una formación que pocas mujeres dominicanas de su
tiempo pudieron adquirir.
Casada con el caballero Don Rafael Leyba, supo entregarse con tesonero afán a las labores
que les permitieron mantener abierto un comercio en momentos difíciles de la vida económica
de la República. Meriño hubiera querido que se dedicara sólo al cultivo de las letras. Le dice
en la carta n.o 12: Amelia, mi inspirada amiga: ¡Ha trazado usted ahí dos páginas bellísimas
que valen la novela! Siga su interesante trabajo con mayores alientos, aprovechando los
ratos que su delicada salud le permita dedicar a él, y no haga caso de los ligeros rasguños
que, por tener yo la mano demasiado bronca, puede llevar su hermosa producción. Líbrela
Dios de críticos que van envejeciendo”.

194
AMELIA FRANCASCI  |  MONSEÑOR DE MERIÑO ÍNTIMO

De su talento de escritora fueron saliendo diversas obras que enriquecen la literatura


nacional. Comienza a escribir en las páginas de El Eco de la Opinión, que fundara el íntegro
Don Francisco Gregorio Billini; presta su pluma a los Lunes del Listín Diario, y a La Cuna de
América.
Fue una mujer de larga vida. Pudo contemplar diversos e interesantes episodios del
acontecer dominicano, asimilarlos, sentirse compenetrada con ellos, e intervenir desde su
casa en la vida política, tratando de llevar algún sentido de grandeza y elevación a la lucha
por la libertad de la Patria. Sus noventa y un años de existencia la dieron la oportunidad de
ver, meditar y sufrir las congojas que ha padecido el país. Cruzó todo el charco de la tiranía
lilisiana; vio horrorizada la tragedia de 1911, cuando caía bajo las balas el Presidente Cáceres,
en quien la ciudadanía había puesto su confianza en mejores días, ultimado por uno de los
que asistía de vez en cuando a su tertulia literaria; sintió el peso de las botas de ocupación,
al llegar la noche de la intervención americana de 1916; vio el comienzo y la caída de la
Tercera República; y le tocó vivir, en el retiro del Callejón de los Curas, la última tragedia
del pueblo dominicano, con el inicio de la dictadura de Trujillo, de la cual tuvo que tragarse
once años, cuando el 27 de febrero de 1941 dejaba este mundo.
Publica su primera novela, Madre Culpable, de los pocos libros que para 1911 tuvieron dos
ediciones dominicanas. La crítica la recibe con halagadoras alabanzas, y Meriño le suplica,
antes de terminarla, que no mate a la protagonista.
Publica Recuerdos e Impresiones (Historia de una novela), en 1901; después la siguen
Duelos del Corazón; Francisca Martinoff; Cierzo en Primavera; Impenetrable; Monseñor de Meriño
Íntimo, Merceditas. Pero muere escribiendo, con una lucidez pasmosa para sus años, y deja
sin terminar Cuentos y Anecdotario para Niños.
Al escribir sobre la génesis de sus obras, Doña Amelia reconoce que la inspiración, el
consejo, las correcciones de Meriño, las hicieron posibles, porque él siempre estuvo empu-
jándola para que se dedicara al trabajo literario.
A él le debemos parte de las obras de Doña Amelia, por el estímulo que le brindó. Muy
bien lo expresa en su carta 46 A: ...Con un compañero como yo, pasearía usted dándole
besos a las flores, a la luz, a la naturaleza; a todo, y cantaría cánticos alegres, rivalizando en
arpegios con los ruiseñores.
Así debemos leer a Monseñor de Meriño Íntimo, y un rayito de sol vivificará nuestro espíritu
para apreciar mejor la vida dominicana y ver qué aportamos para que una luz esplendorosa
brille sobre la Patria.

Monseñor Hugo Eduardo Polanco Brito


Arzobispo Coadjutor de Santo Domingo

Santo Domingo, 24 de abril de 1975


Ciento Diez y Nueve
Aniversario de la Ordenación Sacerdotal de Meriño

195
COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

idealismo
Perfiles de la obra de Amelia Francasci
Trabajo de ingreso académico

En esta solemne ocasión, cuando el afecto y la bondad corren paralelos con la condescen-
dencia, justificado este evento por una relevante generosidad humana, debemos sinceramos
con nosotros mismos para expresar que sentimos el peso de enorme responsabilidad, nunca
antes experimentada en nuestra vida intelectual –literaria o artística– y por tanto, nos es
indispensable la reciedumbre y solidez de bases sobre las cuales deberemos comenzar a
“edificar en la parcela que me habéis concedido” en esta Casa, como dijese en ocasión semejante
un ilustre académico.
En ya lejana oportunidad accedimos a inmerecido sitial cuando la infortunadamente
aniquilada “Academia Nacional de Artes y Letras” de Cuba, nos elevó a sus cuadros como
Académico Correspondiente, constituyendo nuestro trabajo de ingreso aquel publicado bajo
el rubro de “Brindis de Salas en Santo Domingo”. Pero, gran diferencia ocurre con el presente,
para nosotros emotivo y altamente honrador, por su inesperado acaecer y por encontrarnos
rodeados de conspicua representación de la cultura de nuestra Patria, entre quienes recono-
cemos a Maestros, mentores, consejeros y amigos, todos apreciadísimos.
Entre vosotros, y no podríamos excluirnos, sigue viviendo el sincero y grandioso afán
de servicio que animó la acrisolada capacidad intelectual y artística, de rancio abolengo,
del Académico Dr. Maximiliano Henríquez Ureña, dormido ya en el eterno sueño de los
grandes, y cuyo asiento venimos a ocupar por una decisión que nos enaltece y que parecería
dictada por el todavía inescrutable destino de nuestras vidas.
¿Cómo entretejer el panegírico de quien fue tan cercano a quien os habla…? En las
intrincadas labores y deberes de nuestro servicio exterior, nuestro Maestro; más que ésto,
compañero durante los años iniciales de la Organización de las Naciones Unidas en los días
de Lake Succés y de Flushing; junto a él, en una casi diaria y versátil exploración por los
senderos de nuestra literatura y la cultura universal, la pureza de nuestra lengua que tanto
amó y supo atesorar como llama votiva al recuerdo de Salomé Ureña, la ilustre progenitora;
pero sobre todo, por el cariño y respeto al nombre y la obra del hermano Pedro, de quien
hablaba con una modestia que le hacía honor a Max.
Junto a él, lo repetimos, transcurrieron largas horas de estudio, crítica, consulta y ob-
servación, cubriendo amplios campos de la política mundial, manifestaciones académicas
en Harvard, Princenton, Columbia, la Academia de Ciencias Políticas en Filadelfia, sus
conferencias en el Instituto Hispánico newyorquino o en el círculo dirigido por el Profesor
Tannenbaum; luego, la asistencia muy constante a conciertos y recitales, óperas y teatro,
¡algo que se convirtió en una apreciable fuente de placeres intelectuales que no volverán,
pero que viven con toda frescura en nuestro corazón, rememorando al hombre, al escritor,
al artista…!
Max Henríquez Ureña fue, sin quererlo, un hombre polifacético, envuelto y dotado por
ese elegantismo que hoy parece haber perdido adeptos. Cubría con sobriedad la oportuna
intervención en la conversación de grupos o en el diálogo. Para él no había preferencias
entre literatura, música, filosofía, matemáticas y las numerosas corrientes que han venido
manifestándose de siglo en siglo.

196
AMELIA FRANCASCI  |  MONSEÑOR DE MERIÑO ÍNTIMO

Se ha comentado que Max no escaló la altura olímpica de Pedro Henríquez Ureña, pero
en cambio, brilló en su carácter el admirable don de la comunicación humana, y por lo tanto,
fue grandioso en la amistad, en el culto a lo bello, en la preservación de las formas del lega-
do hablado y escrito de nuestra hispanidad; en el apacible amor hacia la familia. Nunca se
revistió de actitudes negativas, las mismas que han privado a muchos intelectuales el vivir
con las evoluciones de su tiempo. Antes que todo, dominicano auténtico, y prueba de ello
sus obras de contribución a nuestra historia o acervo cultural o su columna en el Listín Dia-
rio, cátedra abierta a las presentes generaciones. Germinó en él un americanismo singular y
pleno en comprensiones. A Cuba le amó como la segunda patria en la cual nacieron sus hijos;
no por ello dejó de sentirse en casa propia cuando su carrera diplomática le llevó a residir
en Argentina, Brasil, Perú y otros países hermanos. El corazón universalista que latía en él
fructificó en una permanente cosecha de lazos fraternos, discípulos y admiradores.
Nació Maximiliano Henríquez Ureña el 16 de noviembre de 1885 en Santo Domingo,
vástago del ilustre matrimonio de Salomé Ureña y el Dr. Francisco Henríquez y Carvajal.
Falleció como muchas veces nos confesó era su deseo –temiendo que ocurriese en playas
extrañas– en su ciudad natal, apenas no hace un lustro. Su trayectoria es bastamente cono-
cida por los Señores Académicos y por toda nuestra América para extendernos. Innecesario
es pues enumerar los triunfos de este dominicano ilustre, caballero del mundo, nutrido de
cultura; los pulmones henchidos por todos los aires de nuestra tierra y mente abierta a todos
los caminos de la imaginación. Todavía no hemos ofrecido a su memoria el homenaje que
merece este nombre preclaro… ¡Ese día se sentirá satisfecha la Patria que él añoró grande
e inmortal…!
Su recuerdo nos alienta, nos vivifica, nos induce a cuidarnos del pecado intelectual; nos
fuerza a poner en marcha todo cuanto signifique la eternidad de su obra. Con estas palabras
no pretendemos generar el halago espiritual que los Señores Académicos podrían aguardar
de un nuevo compañero, acostumbrados al máximo rigor de una tribuna tan honrosa como
ésta. Oficiar en ella no es tarea fácil. Fieles devotos a las formas de la estética, creemos que
sólo una comprensiva recepción –como la hubiéramos encontrado en Max Henríquez Ure-
ña– ha de ayudarnos en los obligados e ineludibles preceptos de la Academia que hoy nos
acoge, ligada por razones institucionales al supremo organismo que en la Madre Patria lleva
el nombre de Real Academia de la Lengua Española.
Como dijimos en nuestra misiva de aceptación a la elección recaída en nuestra persona,
reiteramos que nuestra comunión espiritual con el Dr. Max Henríquez Ureña hará más lle-
vadera esta distinción. Por ello, trataremos de dignificar el asiento que dejó el físico vacío
producido por la inesperada llamada a lo infinito, pero no así inaprovechables los surcos
que abrieron las ideas y las luces del eminente Académico dominicano.
Aceptad pues, éstas palabras, como acto de fe y de propósitos en nuestra colaboración
al trabajo de este Templo de la Cultura.

Idealismo y exotismo en la literatura de América Francasci


El panorama de la literatura americana ha atraído en diversos ciclos de estudio a
críticos, bibliógrafos y amantes de la cultura. Para ser parcos en este aspecto de las letras
castellanas en el Continente descubierto por Colón, orgullosos de haber conservado y
contribuido a la evolución y el desarrollo de la lengua de Cervantes, no es ya un secreto

197
COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

el hecho –admirablemente razonado por Pedro Henríquez Ureña– de la tardía aparición


de la novela en el ámbito de nuestra América. Afirma el insigne pensador que el régimen
colonial dispuso lo necesario para que en tierras de misión no fuese posible introducir obras
de especulación filosófica, social o ya de fantasía, exigencias cabalmente observadas por los
Gobernadores españoles, vedando el que ni nativos ni europeos pudiesen leerlas y menos
reproducirlas, contribuyendo tal prohibición a la ausencia de toda literatura semejante, sobre
todo en un momento en el cual, después del nacimiento del Siglo de Oro de la literatura
española, pareció ser posible la adopción de una forma más amplia y libérrima de expresión,
con sus sensibilidades y consecuencias.
Se está de acuerdo con el característico movimiento poético que dio paso a una lírica in-
mortal en la historia de nuestra lengua escrita. Son numerosos los analistas que han concluido
en tal sentido, mientras aguardaban descubrir el primer respiro de la literatura de ficción o
costumbrista en los países hispano-americanos. Abigail Mejía –por ejemplo– nuestra acuciosa
escritora y docta pedagoga, afirmó después de Henríquez Ureña que jamás tuvimos –en la
mayoría de los países de nuestro Hemisferio– ningún nombre que “representase lo que el
coloso Andrés Bello fue para la lengua madre en la América Hispana, Rodó en los estudios
de filosofía o Darío, Hostos o Lugones en otros campos del pensamiento americanista”.
Abigail llegó a concretar en Jorge Isaacs, el ilustre colombiano creador de la novela María,
el ejemplo singular de la excepción, aún cuando las trabas del régimen colonial forzaron al
olvido, en los dominios conquistados tras la epopeya colombina, muchas creaciones de la
literatura española.
La poesía no fue enemiga –ni lo sigue siendo– de la prosa. Ambas forman un haz de
proyecciones y vibraciones jamás extinguidas. No fue tampoco Europa la dueña del exclu-
sivismo de las formas de expresión del pensamiento antes ni después del comienzo de la
Era Cristiana. Más allá de los Urales y los Himalayas, floreció el intelecto trasmutándose
gradualmente hasta los tiempos modernos. El libro complementó con su evolución, el mi-
lagro de la transmisión de ideas. La filosofía fue la piedra angular del estudio de la razón
de ser de todo lo natural y humano, y finalmente, aquellas formas fueron tan expandidas y
variadas como el concepto del firmamento o las constelaciones.
Mientras en aquello que llamamos el Viejo Continente la literatura en prosa guiada por
instintos eminentemente sensoriales trazó senderos y conformaba estructuras, la literatu-
ra americana se alimentaba de las experiencias iniciales y comenzaría a dar los primeros
pasos en nuestras tierras caldeadas de sol, pletóricas de verde, en donde se asentaba una
humanidad nueva, ansiosa de vida, progreso, perfección, análisis, compenetración y sobre
todo… cultura.
Desde el Siglo XVIII al XIX, nuestra América contempla el nacimiento de la literatura
estilizada por el fantasismo, el cuento, la novela, el anecdotario, los primeros hálitos del
costumbrismo, o en oposición a éste el recurso al exotismo; elementos todos que contribui-
rán a agrupar los nombres de los escritores americanos. Isaac, Villaverde, Nicolás Heredia,
Horacio Quiroga, José Mármol, Alberto Gana y muchos, recibirán un día en el templo de los
elegidos a nuestros escritores dominicanos. Creciente será el intercambio entre venezolanos,
cubanos y dominicanos, acentuando por el drama político de nuestras patrias, los exilios
voluntarios o forzosos y la solidaridad con las ideas liberales entre los de allá y de aquí.
Cuba, con un pensador como José Martí y Puerto Rico con el grupo de sus intelectuales-
patriotas, no quedarán rezagadas.

198
AMELIA FRANCASCI  |  MONSEÑOR DE MERIÑO ÍNTIMO

Nuestra literatura se ve intervenida, sin quererlo, por situaciones sociales inesperadas;


cambios de estructuras políticas y el doloroso ahogo de las esperanzas, destinos imposibles
de definir. Todo ello inducirá –a nuestro juicio– a estancamientos o tropiezos, y ha de incidir
necesariamente en el pensamiento de quienes hubieran podido realizar con continuidad y
pertinencia la tarea de dotar de colorido dominicanista las letras nacionales, es decir, esta-
blecer una escuela autóctona de y para los literatos dominicanos.
El fenómeno no es únicamente nuestro; se advierte en otras latitudes de América con
mayor o menor entusiasmo por el atrayente jardín de la literatura francesa y su romanticis-
mo; ya causa de las transformaciones que se evidencian en Italia durante los ochocientos
y novecientos, así en el panorama de la España del Siglo XIX, período en el cual emergen
escritores que plasmaron nuestro idioma de riquezas y caracteres inimaginables.
El estudio realizado por Pedro Henríquez Ureña sobre La Novela en América, publicado
en Argentina en 1927, coloca al estilo desde la época del movimiento independentista. El
Maestro afirma lo que transcribimos: “No hay razones para que en América no hayamos
escrito novelas durante tres siglos, en los –que escribíamos profusamente versos, historia,
libros de religión. Ni razones psicológicas ni sociológicas, lo cual dio motivo al contrabando
literario, como ocurrió con El Quijote. Por otra parte, la ausencia de editoriales tuvo su efecto
y su causal en este campo de la literatura, no ocurriendo su presencia hasta muy entrado
el Siglo XIX”.
De repente regístrase un vuelco en aquella situación y surgen en el ambiente los elegidos
en dones, virtudes y ansias de superación. La novela comienza a ganar adeptos y nombres.
La República Dominicana tiene el privilegio de recibir del intelecto de Manuel de Jesús
Galván su Enriquillo, tildada la novela por el Apóstol José Martí como “la epopeya del pueblo
dominicano”. No por ser autor del “libro único” –como acontecería a menudo– y considerado
así por Pedro Henríquez Ureña, ha de dejar de alcanzar la cima de la eternidad y alentar a
otros a trabajar en una forma u otra dentro de los patrones del estilo.
Enriquillo se aparta notablemente del impulso de personalismos que abunda entre los
escritores de la época; el realismo no ha llegado a ser lo que constituyó más adelante, acicate
de rebeldías y de digresiones en la historia de las lenguas y el pensamiento humanos. España
y Francia atraen con sus ediciones y tesis a los literatos de este lado del mar. Víctor Hugo,
inmenso, altisonante; Goethe y Shakespeare, representativos de razas y de pueblos reflexivos
y poderosos; más atrás, muy atrás, queda aún el renacimiento italiano con sus transformacio-
nes en todos los órdenes; el arte barroco en lo musical; los libros sacros, las luchas religiosas
y los reajustes sociales, y en fin, en el más remoto de todos los testimonios Grecia y Roma,
Platón, Aristóteles, Sócrates, y aún más lejos, Espinoza, Maimónides, Confucio.
El progreso de la filosofía como ciencia encargada de a auscultar y señalar la razón de
las cosas, la conducta del ser humano y lo infinitésimo del universo, tenía determinado su
inescapable sitial en el campo de las letras y las artes. Sacudió las mentes de todas las épocas,
cada vez que se mencionaba una nueva inclinación o tendencia, fuese aquella la de un Berke-
ley, Kant, Nietsche, George Locke, Leibnitz, Shopenhauer, Royce, Mac. Taggart o Benedetto
Crocce. Tocó sutilmente a las puertas de seres creadores y espirituales selectísimos como Juan
Sebastián Bach, Chopin, Beethoven, Mallarmé, Hugo, Balzac, Tolstoy, Dostoievski, Turgeniev,
Wagner, Ricardo Strauss. En muy grande escala influyó en las obras de Michellangelo, Da
Vinci, Rodin, Picasso, Stravinski, Elgar, Turina, Mariano Benliure, Gaade, Bjierson, Gustavo
Mahler, y en cuantos cientos de inmortales pertenecen a la Gloria.

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

El mismo proceso lo advertimos en la España conservadora y amada, la admirablemente


inquieta en su Siglo XIX, en el cual emergen hombres y nombres como los de Castelar, Una-
muno, Galdós, De Falla, la Condesa de Pardo Bazán, Zuloaga, Moreno de Torres, estrellas
cuya luz jamás declinará en el firmamento. Cuántos nombres más acrecentarían esta escasa
mención que es en sí un respetuoso recuerdo a la obra, al arte, a la ciencia, a la vida misma.
Posiblemente como consecuencia de un mayor flujo de comunicación entre Europa y la
República Dominicana, el Santo Domingo ya emancipado en 1844, bebe la linfa eterna de
la latinidad con las ilusiones de una cultura alentada por el movimiento intelectual francés
del Siglo XIX. Nuestros jóvenes se alimentan con los anhelos de un París real o imaginario.
En Puerto Rico y en Cuba ocurre lo contrario. Son Madrid o Salamanca el faro perseguido
para iluminar los senderos del saber. Entre nosotros parece lucharse entre dos bandos, pero
no abandonaremos por nada la tradición y los méritos de la lengua castellana. Todo esto
parecería justificación para que las tendencias filosóficas nos alcancen al través de prismas y
corrientes diversas, pero lo hispano revelará indudable fortaleza de formas en la expresión
escrita. El proceso o el fenómeno será chispa motora en las revoluciones provocadas por el
romanticismo, el realismo, idealismo, iluminismo, humanismo, y cuantas innúmeras facetas
rodean la ciencia que estudia el fundamento de casos y cosas naturales.

Amelia Francasci: la escritora


Ubicados en este cuadro de causas y efecto, aparece en el panorama de las letras domini-
canas –cuando ya Galván, Emiliano Tejera, Meriño, Billini y otros habían sido ungidos como
escritores ilustres– una figura frágil, vaporosa, casi etérea, sencillamente introvertida, que al
nacer el 4 de octubre de 1850, en Santo Domingo, o según versión no confirmada, acciden-
talmente en Ponce, Puerto Rico, abraza desde la adolescencia la carrera literaria, temerosa
de tal atrevimiento; inquieta con sólo pensar que podría romper con normas impuestas
por costumbres familiares de su tiempo; tímida, preocupada si esto llegase a quebrantar
sentimientos o rutinas del hogar.
Perteneciente a una familia en la cual regía un planificado ordenamiento; levantada con
el orgullo del origen sefardita paterno y en el concepto de la hidalguía española heredada
de línea materna, tuvo la suerte de gozar de liberalidad en ciertas facetas de la educación.
Aquella niña llegó a ser mujer sin dejar por ello de poseer un alma blanca y generosa, pero
con voluntad para traspasar los muros del ortodoxismo y sorprender al hermano mayor
con los manuscritos de su amanecer literario, para que éste, dotado de una privilegiada
sabiduría, experiencia y humanismo, fuese su primer crítico. Aquel hermano comprensivo
fue el mismo que mereció una póstuma ofrenda altamente elocuente, suscrita por Eugenio
María de Hostos en 1895 desde su residencia de Santiago de Chile; el mismo que revisando
los primeros capítulos de Madre Culpable en 1890, le expresó a Amelia reservas, y le suplicó
no publicarlos. Eran los pasos iniciales de la novelista; el comienzo de la obra que iba a
colocarla en el plano de la intelectualidad de su época y a popularizar su pseudónimo de
“Amelia Francasci”, sustituyendo así el nombre de pila de Amelia Francisca de Marchena y
Sánchez, más tarde esposada al caballero Don Rafael Leyba.
Adopta ese pseudónimo intuitiva y románticamente, no por llamarse Francisca, sino
porque en ella va a encontrar terreno propicio un curiosísimo exotismo que no la abandonará
ni en los últimos años de su larga existencia. Uno de los dramas que le apasionaron desde

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AMELIA FRANCASCI  |  MONSEÑOR DE MERIÑO ÍNTIMO

su temprano aletear literario, –inclinación mantenida en secreto impenetrable por lustros–,


fue el de Francesca de Rímini y Paolo Malatesta, inmortalizado por el Dante en los poemas
del Infierno.
Los elementos que persisten en su personalidad van a incidir en algunas de las arma-
zones de la literatura de Amelia, quien por admiración a la pasión y tortura espiritual de la
noble dama de la Italia del Siglo noveno, agrega al nombre de pila, el de Francasci. Galván
escribe que “por un momento, al pensar en el nom de guerre de la escritora recién advenida
al conocimiento público (1893), cree que con el pseudónimo opuesto a una obra inicial, se
ocultaba una de tantas plumas extranjeras, de aquellas que corrían por tierras de América,
acosadas por ajustes de ambientes y malas traducciones…” (De Crítica Subjetiva).
Quien primero descubre a Amelia Francasci como escritora es ciertamente su hermano
Eugenio, cultivador él mismo del humanismo. El Eco de la Opinión, aquel venerable periódico
fundado por Don Francisco Gregorio Billini, ofrece y acoge en sus columnas las páginas de
la escritora. Colaboradora asidua en Los Lunes del Listín y La Cuna de América recibe tributos
consagratorios de hombres de letras nacionales y extranjeros.
Esta aparentemente huraña mujer, exquisitamente romántica y suave, de hablar pausado,
fluido, y al mismo tiempo melódicamente sincronizado y ausente de estridencias o poses
artificiales; hablar salpicado de expresiones francesas por la irresistible atracción que le causa
el idioma de Racine que domina a la perfección, perfila su personalidad, paso a paso.
Cuando va adentrando en la adultez cuenta con los consejos y alientos de muchos
preclaros intelectuales dominicanos, pero en particular, Meriño y Galván. ¡Y es que ambos
acércanse a su intelecto como hadas madrinas de sus ideales literarios…!
Sus contactos con Don Emiliano Tejera se convierten en episodios anecdóticos; luego en
continuos análisis del ambiente político nacional, puesto que a Amelia Francasci le toca vivir
en medio del torbellino de pasiones de nuestro país; aquellas ocasiones cuando el Pueblo
entusiasmado glorifica a Luperón; ofrece respeto místico hacia Francisco Ulises Espaillat, y
en fin, alcanza a observar cómo acrecenta el abismo de la incomprensión e injusticia durante
los años en los que la figura predominante del Estado lo es Ulises Heureaux, cuyo nombre
–por razones familiares conocidas– estaría proscrito en el seno de la familia De Marchena
a causa del infausto suceso de “Las Clavellinas”, en Azua. Tanto es su repulsión a la tiranía
personalista de Lilís que con habilidad y discreción, la escritora conviértese en cierta etapa
de su vida en rebelde, abogando por los principios de libertad y democracia. Así, contempla
y comenta en su libro Monseñor de Meriño Íntimo los eventos que se inician con el episodio
del 26 de julio de 1899 y las consecuencias de aquellos, extendidas hasta varios años des-
pués. ¡Amelia vivirá lo suficiente para meditar sobre el destino de la República, marcado
con distintos cuños en 1908, 1911, 1915, 1924 y 1930…!
Sus años de juventud transcurren entre el dilema de los ideales literarios y la necesidad
de formar un hogar propio y organizar la vida, golpeada a destiempo por la muerte –en
1895– de aquel buen hermano Eugenio que dejóla virtualmente a cargo de una madre ancia-
na y de tres hermanas con salud precaria y temperamentos melancólicos, alejados de toda
frivolidad. Escuchando el reclamo amoroso escogió al compañero y esposo. Éste no poseía
como ella un espíritu de artista o de hacedor de ensueños, pero, para su fortuna, revelóse
capaz de auxiliarla y realizar sacrificios que permitieron la publicación de uno y otro libro,
convirtiéndose además en amable mensajero para llevar a prensas de diarios y revistas sus
manuscritos. Rafael Leyba fue también el primero en alentar la amistad con aquel grupo de

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escritores y pensadores dominicanos que visitarían con frecuencia el hogar matrimonial. El


vínculo conyugal, entristecido por enfermedades frecuentes, lo recordará ella con ternura
en las páginas de su último libro.
Amelia Francasci entra en el campo de la novela a una edad madura. Cuando tiene
cuarenta años se conocen los primeros capítulos de Madre Culpable en forma de folletines
aparecidos en El Eco de la Opinión por allá en el 1893. El libro alcanza en 1901 su segunda
edición, realizada por García Hermanos, y cuya introducción es la Crítica Subjetiva que firma
el autor de Enriquillo el 8 de mayo de 1896, para cumplir aunque póstumamente, con la
promesa hecha a su íntimo amigo Don Eugenio de Marchena, preocupado como estuvo por
los personajes, situaciones y temáticas del pensamiento literario de Amelia.
Es limitada su producción aunque copiosa la colaboración en revistas y periódicos de su
tiempo, presente hasta muy cerca de la fecha de su deceso a edad nonagenaria. El fenómeno
es el mismo advertido en Santo Domingo en la reducida, pero privilegiada colonia de escri-
tores de prosa. Amelia Francasci llega a una meta fijada por sí misma y lega a la posteridad
estos títulos: Madre Culpable (1893-1901), notoria su aparición por la reacción que provoca
en la sociedad e intelectualidad dominicana, así como por la crítica extranjera; Recuerdos e
Impresiones (Historia de una Novela), 1901; Duelos del Corazón, separada de la anterior; Fran-
cisca Martinoff; Cierzo en Primavera; Impenetrable; Monseñor de Meriño Íntimo; Merceditas; Mi
Perrito (inédita y cuyo manuscrito perdióse durante el huracán del 3 de septiembre de 1930);
un Epistolario con el exquisito Pierre Lotí, nombre de valer en las letras europeas, Miembro
de la Academia de Francia; y los apuntes para sus Cuentos y Anecdotarios para Niños, cuyo
manuscrito quedó inacabado al fallecer en 1941.
El mundo de Amelia Francasci, la atmósfera que le rodea –aire y cielos de su
Santo Domingo– es sin embargo transmutado, por un fenómeno explicable a otras
latitudes allende el mar antillano. Su “salón curiosité”, si es que de tal guisa podemos
llamar su estudio, ubicado por mucho tiempo en aquellos cuarteles de la Plazoleta de
los Curas, precisamente aledaños a nuestra centenaria Basílica Catedral, no es menos
concurrido que el original, montado por ella cuando reside en la calle “El Conde” de
nuestro Santo Domingo, muy cerca de “La Canastilla”, el comercio del primogénito de
la familia, que no llegó a ver en floración su obra literaria ni menos ya enjuiciada por
nuestros críticos o por escritores foráneos; opiniones convergentes sobre cuánto fue ella
capaz de imprimir en sus personajes y ambientes, afectados ambos por dos corrientes
cuasi permanentes: el idealismo y el exotismo, elementos que influyen en su manera de
pensar, expresar y escribir.
Durante los primeros años de adultez la mujer es idealista y soñadora a la vez cuidando
por sí misma de los más íntimos detalles de su cotidiano afán y, en cuanto le rodea, se es-
conderá siempre el alma flexible y cristalina de la artista. Refinadamente exótica lo revelan
sus gustos, la selección de lecturas, nombres y conceptos estéticos. Le preocupan el conjunto
de los movimientos filosóficos que inducen al estudio y la consideración de los fenómenos
naturales. El modernismo que surge en América con Rubén Darío le es tan atractivo –sin
alarmarla– como el exotismo que analiza tan admirablemente Pedro Henríquez Ureña en
Horas de Estudio. Pero es distinguible que la escritora se inclina a un romanticismo sui-
géneris; pondera las escuelas de aquellos procurados escritores franceses del Siglo XIX y
esto provoca en ella natural impacto, impacto en su formación y en sus exploraciones del
ser humano, revelado en la psicología, conducta y destino de los personajes de sus novelas.

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AMELIA FRANCASCI  |  MONSEÑOR DE MERIÑO ÍNTIMO

Se mantiene un indudable paralelismo entre Madre Culpable y Francisca Martinoff al través


de esa figura sublime bautizada por ella con el nombre de María en la primera y Francisca,
en la segunda.

Idealismo y exotismo
Al analizar el idealismo, George Berkeley (1685-1753) desarrolla una tesis que no pre-
tenderíamos encontrar en la literatura de Amelia Francasci sobre todo en el origen y causas
de los problemas sociales, la presentación de la personalidad o la ordenación de sus clasi-
ficaciones. Recordemos que Platón entendió el idealismo, al ser el primero de los filósofos
que utiliza e impone el término IDEA, como algo universal y no particular. Por lo tanto,
consideró que la belleza y el temperamento constituyen ideas y no cosas. Descartes, fundador
de otra escuela, defiende la tesis de que la idea es representativa de la mente humana.
Al discurrir de los tiempos va aclarándose esta última y por igual lo que se entiende por
materia pura. De ahí las tendencias filosóficas que ya para el Siglo XIX –el de Amelia Fran-
casci– tiene remozada importancia cuando se estudia la obra de tal o cual autor, pensador
o artista, en fin, los responsables de cuanto ha significado el ser humano por sus logros o
fracasos intelectuales.
No pretendemos –porque incursionaríamos en un campo en el que una substancial
especulación filosófica sería atrevimiento de nuestra parte– establecer con delineamientos
definidos la presencia en la literatura de la novelista dominicana de un estilo o escuela re-
gida por las normas del pensamiento kantiano, hegeliano, de Locke o de un Josiah Royce,
éste, uno de los últimos defensores del idealismo absoluto (El mundo y el individuo, 1901). Pero
es que Amelia Francasci fue una sencilla y quizás involuntaria exponente de ese idealismo.
En toda su obra se comprende de inmediato que existe un algo íntimo que la guía a crear su
protagonista María, en Madre Culpable, tan traída y llevada en las analíticas de Galván, Lotí,
Deligne, Garrido; el Pepe, de Cierzo en Primavera, y aún en los rasgos crecidos de admiración
hacia el centro de aquel gran episodio intitulado Monseñor de Meriño Íntimo. En las páginas
de esta obra no hay salpiques de exotismo; por el contrario, sitúa al ilustre Mitrado como
un personaje muy cerca de lo sobrenatural, visionario, purísimo en su patriotismo, altísimo
en sus virtudes ciudadanas, civilista, pastor de almas y en fin, el prototipo de una amistad
idealista.
En ocasiones varias –especialmente en ese drama crudo que contiene Madre Culpa-
ble, Amelia Francasci yuxtapone el idealismo de María, su heroína purísima y abnegada,
al realismo inevitable de su progenitora y pecadora, aquella Isabel fogosa, enamorada,
locamente enamorada; dueña de una voluntad férrea y decidida, por encima de todos los
eslabones que pudiesen contener sus instintos y pasiones. Galván no culpa una sociedad
en particular –porque el ambiente de la obra transcurre en Europa– sino las conciencias
encerradas en prisiones no sujetas a reglas ni ordenamientos. Con esto significa que la
ubicación del personaje no importa, sea en Madrid –como en el caso–, París, Tokio o Santo
Domingo.
Con ribetes de exquisita fragancia que adornan la amistad y admiración, el idealismo
de su vida de escritora, lo confirma sin rebuscamientos la correspondencia asidua que man-
tiene con Louis Marie Julien Viaud, el autor de Madame Chrisantemo, Aziyadé y El Pescador
de Islandia, el Pierre Lotí de las letras francesas. Esta unión espiritual la revela una frescura

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de propósitos, el sincero tratamiento entre compañeros de un mismo oficio, respetuosos


mutuamente de las ideas y los estilos; epistolario escrito en un francés impecable por la no-
velista dominicana. Hasta una de nuestras tragedias nacionales conservóse este manojo de
cartas, el cual por disponerlo así en vida Amelia, lo conservó un dilecto amigo, perdiéndose
infortunadamente, sin dejar huellas de su destino.
Pierre Lotí fue de los primeros en alentar su admiradora dominicana desde su estudio
de París o el refugio alpino de Hendaya, en los Pirineos galos. Lo patentizó con motivo de la
publicación de Madre Culpable al leer el trabajo crítico de Galván que sirve de introducción
a la edición de 1901. La novela Francisca Martinoff fue dedicada a Lotí con una sencilla y
emotiva oración dirigida al amigo fiel. Así también tuvo ella oportunidad de corresponder-
se con Edmundo Goncourt, uno de los dos hermanos escritores, Mecenas de la literatura
francesa y quienes legaron el preciado reconocimiento que hoy día es orgullo de viejos y
jóvenes literatos de la Patria de Voltaire y George Sand.
El idealismo lo encontramos en varias apuntaciones de la que debió ser su última pro-
ducción: Mi Perrito, inspirada en el inteligente animalito que fuese alegría de algunos años,
el mismo que ella quiso homenajear y quizás sí inmortalizar; que ya conocemos cómo estos
seres vivientes provocan reacciones sentimentales en el alma de artistas, poetas o escritores,
y para ello el ejemplo de Juan Ramón Jiménez con su Platero y Yo nos basta.
Las linfas de este culto idealista en Amelia Francasci pueden clasificarse dentro de los
patrones de Rudolph Hermann Lotze, cuando el filósofo y fisicopsicólogo alemán afirma
cómo “las aspiraciones del corazón humano, el contenido de nuestros sentimientos y de-
seos, las metas del arte y los muchos propósitos de la religión, deben ser hacinados para
con todo esto calmar la idea de lo absoluto y aparejarla al significado de las cosas…” En la
trayectoria de la escritora dominicana existen muchas facetas que nos llevan a la afirmación
de ese idealismo a veces dentro de la escuela de lo absoluto, otras con la de los expositores
de la original tesis filosófica, tan discutida por los maestros ingleses; tan vapuleada por las
críticas actuales de mediados de esta centuria, hasta afirmar que ha perdido su posición de
eminencia, y por lo tanto disminuyen sus defensores en los círculos académicos. Pero, pre-
cisamente, en todas las ocasiones en que sitúa a un personaje frente al otro, cuando dibuja
la atmósfera que le rodea, el círculo en que lo mueve, la sociedad escogida como escenario,
Amelia da paso al idealismo, identificado por las conclusiones formales de las tesis. Pudo
ella negar, junto a los idealistas menos ortodoxos, aquello que conocemos como ubicación
del tiempo y la realidad de tal fenómeno, porque en verdad su vida transcurrió amando un
“nirvana” íntimamente suyo, edificado por ella y para ella.
Si pensamos en el Santo Domingo de ayer, e imaginamos la recámara de la escritora;
aquella delicada figura envuelta en vaporosas y blancas túnicas adornadas con cintillos de
azul claro –colores y tonalidades preferidas desde la infancia–; las persianas de la estancia,
entreabiertas sólo para permitir atravesar torpemente la luz del sol; el perfume de claveles
y jazmines, el velo de novia y gardenias –que nunca faltarían en los vasos de fina porcelana
oriental– y sobre todo, el ordenamiento de sus libros, el escritorio de trabajo, el diván; en
ocasiones, un bronceado y humeante pebetero intencionalmente colocado para provocar
en la estancia la ilusión de lo que luego nos señalará su exotismo; ensimismada a menudo
con la lírica leída en el original bajo las rúbricas de Verlaine o de Pierre Louis – Les Chanson
de Bilitis que jamás permanecieron ignoradas (qué infortunio, diríamos, el pensar que ella
jamás escuchó su musicalización por Claude Debussy); o ya, nutriéndose con fervor en los

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AMELIA FRANCASCI  |  MONSEÑOR DE MERIÑO ÍNTIMO

trazos vigorosos de Víctor Hugo o con los chispazos de Honorato de Balzac; todo ello nos
impulsa hacia la comunicación exterior y cuasi geláxica, aunque temerosa, que genera el
idealismo en Amelia Francasci; influyente en la temática y en cuanto desdobló la reacción
de uno y todos los personajes movidos en sus cientos de páginas caligrafiadas pulcramente:
su literatura.
Nos sería permisible afirmar que tal idealismo tuviese origen en la propia femineidad
de Amelia Francasci desde su adolescencia, hasta conservarlo como un tesoro en el ocaso
de su luenga vida. ¡Ese ego generó constantemente las ondas apaciblemente despiertas de
su mente clarísima y de su alma de artista, comúnmente extasiada ante la belleza de la na-
turaleza o dominada por los extravíos del ensueño…!
Con menos esfuerzo visualizamos y observamos los perfiles que caracteriza en su lite-
ratura, el exotismo. Esta tendencia, que abundará en su producción con la excepción de su
ya histórico libro Monseñor de Meriño Íntimo, la aumentó con inequívoca justificación que se
encontraría antes de ir más lejos, en su propia educación y cultura; inclinación no adoptada
adrede, como en el caso de muchos escritores de su tiempo.
Fuente inagotable de saber, Pedro Henríquez Ureña nos ha dejado dos páginas admi-
rables y hermosísimas a la vez que profundas como todo cuanto de él proviene, sobre el
exotismo. En ellas se lee lo siguiente: “El amor a lo pintoresco y exótico que el romanticismo
despertó en las literaturas de la Europa occidental, las únicas mundiales de entonces, ha sido
fecundo en resultados. Si de una parte dio origen a la invención de artificiosos moldes de
color local muy socorridos –la España de Hugo y Musset, la Turquía de Theophile Gautier, la
Rusia de Bryon, la Persia de Thomas Moore, hasta dar en el Japón de Pierre Lotí y la Nueva
España de Lorrain– en cambio suscitó las reconstrucciones fieles y laboriosas cuyo tipo es
la Cartago de Flaubert”.
En el mismo trabajo, nuestro gran humanista entiende que “el gusto por lo exótico pro-
duce –a veces– el paradójico efecto de renovar o despertar el amor a las letras antiguas”.
Nosotros le vemos en literatura y en música, como ansias por volver a los patrones inmortales
de las letras y las artes, aquello que llamamos “el ritornello” y que es hoy día una trampa
que bien sirve para descubrir los valores auténticos y los falsos. En pintura y música lo han
manifestado victoriosamente Salvador Dalí, Picasso, Stravinski y el norteamericano Samuel
Barber.
Henríquez Ureña agrega que “el exotismo dejó un sedimento definitivo, un interés per-
manente aunque de intensidad variable por toda revelación de vidas y mundos diversos
de los habitualmente representados en las literaturas que todavía sirven como normativas
en los países de civilización europea”.
Este concepto induce pensar que Amelia Francasci, rehuyendo las absorciones mentales,
afincada a un humanismo innato más tarde desarrollado por estudios y lecturas, deja que la
mente y el corazón deambulen en un escenario extranjero, –España en el caso de Madre Cul-
pable o un país de América– en el de Francisca Martinoff. En la última de estas dos obras no
escapa a esa influencia cuando el principal personaje se queja de “las miserables ciudades de
provincia”, puesto que no ofrecen a personas educadas en París nada atractivo; la vida de
la Ciudad Luz ribeteada de música y colores, artificios, cocottes, apaches, midinettes y sobre
todo, los encantos de los grandes boulevares y las orillas del Sena.
La escritora medita y escribe desde su recinto místico o íntimo de Santo Domingo; cuando
no ha olvidado sin embargo el gozo de reír y cantar y correr frente a las aguas del Caribe, sobre

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los farallones, respirando el aire salitroso que en días de canícula entraba sus pulmones para
dejarle alivios… Este ambiente simplista de su dominicanidad lo conserva en los relatos de
Historia de una Novela, al escribir como si en comienzo de sus cincuenta años desease auto-
biografiarse: “Cuando tenía dos lustros de edad, era una chica bastante crecida, bastante fea
(al menos para mi gusto), con unos ojos verde mar muy grandes y cabellos castaños, rizados
(a mi juicio, horribles), y que me hacían rabiar ante el espejo, razón por la cual estuve reñida
con semejante clase de mueble; de una viveza de imaginación notoria y de movimientos
extraordinaria; llamábanme en casa la volatinera. A pesar de esto, reflexiva, estudiosa, y en
el concepto de quienes se tenían por parientes y amigos, inteligente…”
Más adelante continúa el relato: “Desde mi viaje a una isla vecina –Curazao– donde
realicé estudios básicos de cultura e idiomas, dejé de ser huraña y mi viveza se manifestó
de un modo asombroso pues rayaba en petulancia…” Del convento fue sacada para volver
a Santo Domingo y según su confesión, “para encerrarse en casa”.
“Una temporada en el campo –Güibia, San Gerónimo, El Algodonal– sería halagüeña…
La palabra campo era una, mágica, que encerraba cuanto mi exaltada fantasía de niña so-
ñadora concebía de bello y seductor en el mundo; la síntesis de toda la hermosura creada,
sinónimo de paraíso terrenal, anticipo del cielo en la tierra. ¿Acaso vivir allí no era abrirme
las puertas del Edén prometido…? ¡Yo, pobre pájaro enjaulado y hasta entonces, sediento
de libertad y de espacio, ávido de independencia…!
Amelia Francasci se regocija con el recuerdo de la adolescencia y exclama: “Irme a co-
rrer a mi antojo; saltar cuanto quisiese; escoger las flores que me agradasen teniéndolas en
profusión en el jardín ambicionado; comer las frutas al caer del árbol, cosa tan apetecida por
mí y jamás hasta entonces disfrutada; contemplar los pájaros en vuelo de rama en rama o
elevándose en el infinito espacio como yo soñaba haberlos visto; oírlos regalándome con sus
trinos su dulce música natural… y aún otra cosa que por sí sola me fascinaría: EL MAR. Ese
mar al que podría yo contemplar a todas horas, cuanto quisiera sin que nadie me estorbara.
Ese mar, uno de mis grandes amores, mi amigo desde que pequeñita le conocí, ese mar que
me fascinaba de un modo indescriptible por cuanto había más allá de él…”
Con el correr de los años, ya adulta; dueña de hogar y de un cariño distinto al de la fa-
milia, relata que en uno de los pocos viajes que hiciera, había estado su embarcación a punto
de naufragar: “Y no temía al mar”, afirma con indudable fatalismo. “Amábale al extremo de
desear morir en él. Envidiaba la suerte de los marinos que viven casi siempre entre el mar,
cielo y estrellas. Viajar, recorrer el mundo, conocer lejanos países cuyos nombres exóticos
y raros complacíame en buscar en el mapa, era mi mayor codicia. Mi exaltada imaginación
más enardecida aún en esos días, por las maravillas que admiraba –las de su propia tierra–
representábame esos países encantados como la misteriosa patria de los mágicos ensueños…”
y, ya sintiéndose escritora y sabiéndolo a conciencia nos dice con una sinceridad meridiana:
“para describir las emociones debería poseer la pluma de Pierre Lotí, el narrador de los sueños por
excelencia…” Esta reflexión salía de su pluma cuando contempla el horizonte; ella que no
tuvo jamás la oportunidad de visitar la ansiada y lejana Europa.
Apropiado es afirmar que el escritor francés fue su brújula en el culto el exotismo. No
solamente porque la cautivó al leer por la vez primera su Roman d’un enfant, sino porque sin
vulgarismos ni fantasiosos episodios que pudiesen llegar a ser interpretados como actitudes
psico-melancólicas, le hace descubrir un mundo de visiones dormidas –como ella misma
lo llama– “sensaciones que en medio de mi alma atormentada había casi olvidado; porque

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AMELIA FRANCASCI  |  MONSEÑOR DE MERIÑO ÍNTIMO

las sensaciones que le hacen experimentar ciertas cosas exteriores son las mismas que me
inspiran esas tales exterioridades; la tristeza indefinible e incalculable de que él –Lotí– se
queja y que por así decirlo forma el fondo de su carácter. Esto se instaló en mí tan profunda,
tan extensa, tan misteriosamente, como en él…” En un arranque de éxtasis o de angustia Amelia
no vacila en expresar: “Yo soy muda; para desahogar lo profundo de mi sentimiento sólo me es dado
gemir alguna vez…” (Historia de una Novela). Todas estas revelaciones alcanzan significación
al hablar de su idealismo, pero aún más del exotismo que reflejará el ciclo de las actividades
literarias de la escritora y novelista.
En el desarrollo del argumento de Francisca Martinoff, Amelia Francasci retrata a uno de
sus personajes dentro del mundo y la vida europea; el concepto caballeresco de la época y
las intrigas de amor entrelazadas con hidalguía y gentileza. Su “Don Francisco” es hijo de
europeos que deben emigrar en busca de nuevos horizontes y lo dota de un temperamento
reformador y liberal. A Ferreti y Francisca Martinoff los mueve también “a la europea”,
aspirando la autora a que un Paul Bourget, el notable psicólogo autor de Cruel Enigma y El
Discípulo hubiese podido analizar el alma de aquellos dos caracteres empleando para ello lo
más sutil de su ciencia y conocimientos. Se dirige Amelia a Lotí y le pide –como soñador y
dibujante de almas– auxiliar con su pluma ágil el rasgo humano y personal de la Martinoff,
aquella mujer que se debate en “un tumulto de sensaciones digna de un artífice de la literatura…”
¡Pareciera como si la protagonista fuese la propia autora…!
En Madre Culpable, como en otras obras, aparece otro elemento de notable singularidad,
y es la continua insistencia en atribuir a uno cualquiera de los actores las ansias de liber-
tad y de igualdad humanas, evocando el ejemplo de la Francia republicana. Es cierto que
Amelia vivió durante toda la etapa histórica y oscura de Heureaux; que éste trató por todos
los medios de alcanzar simpatías de una familia resentida por el suplicio y fusilamiento de
uno de sus miembros distinguidos. Se aprovecha de Francisca Martinoff para anatematizar
la tiranía, si no con la crudeza de vocablos de Víctor Hugo cuando defiende los derechos
del hombre, por lo menos con un vigor poco común en una mujer tenida por “introvertida,
silenciosa, parca, alejada del mundo, mirando siempre hacia tierras extrañas…”
En dos ocasiones el estilo es vertical y tajante ante los sangrientos episodios de nuestra
política. En Francisca Martinoff –no obstante su ambientación foránea– y en Monseñor de
Meriño Íntimo encontramos párrafos vibrantes. Cuando ella, Amelia, se refiere a las reali-
dades del país aherrojado por un régimen omnímodo, se entristece ante las vacilaciones
del liberalismo y lo difícil que resulta el establecimiento de una democracia funcional.
“Sueños patrióticos, sueños literarios, sueños de amor legítimo y puro o cuando menos,
la tranquilidad, habían desaparecido en pocos meses. Las negras sombras de la deses-
peranza, del completo desencanto habíanse añadido a su alma…” Así era su queja y al
contenerla, miraba hacia el mundo de los imaginarios seres felices, la paz de los bosques
de Fontainebleau o la belleza de los rosales de un gigantesco parque hermoseado con
fuentes cristalinas y rumorosas.
El sentido de lo exótico no desaparece ni siquiera en la obra que a nuestro juicio con-
tiene la dosis más auténticamente dominicanista de su literatura. El cuadro espontáneo
que presenta en un volumen que pasa de cuatro centenares de páginas, para encuadrar la
vigorosa personalidad del Ilustrísimo Arzobispo de Santo Domingo, y ex-Presidente de la
República, Monseñor Fernando Arturo de Meriño, contiene un trozo de historia dominica-
na, estructurado con versatilidad agradable, teniendo en cuenta que su producción ocurrió

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entre 1910 y 1920, cuando la autora alcanzaba ya setenta y seis años. Los manuscritos fueron
acumulándose durante todo este período, observándose que Amelia cuida celosamente de
los comentarios, intercalados entre el epistolario con Monseñor y la descripción de estados
anímicos, ambientes, incidencias o anecdotario histórico.
Esta obra sintetiza la larga y paciente relación de amistad entre ambos. Es hermoso
y delicado el momento de reflexión cuanto el impulso espiritual que la provoca. Amelia,
siempre receptiva a las reacciones delicadas, envía en una ocasión –junto a una de sus car-
tas– un obsequio al mentor constante, uno de los jarroncillos auténticos japoneses recibidos
de París –monería muy de moda entonces en la urbe donde Lotí había hecho furor por sus
narraciones de Lejano Oriente y a causa de ello Monseñor la regala con una esquela que
ella considera, entusiasmada, como “una breve joya literaria…” El texto no nos llega, pero su
efecto lo recoge un párrafo del libro.
Meriño no es presentado como un mortal apegado a las cosas terrenas, sino en interesan-
tes e innúmeros aspectos de su pensamiento grandioso y profundo. Con él, los nombres de
Galván, Deligne, Federico Henríquez y Carvajal, José Joaquín Pérez, Bryon, Miguel Angel
Garrido, prominentes hijos de Quisqueya, constituyen parte del selecto círculo intelectual
de la Francasci.
Monseñor fue nervio motor del estilo de la escritora, y crítico finísimo y certero de sus
novelas. Observó el idealismo de Amelia con las reservas lógicas de quien, conocedor de los
dogmas religiosos se permitía descubrir las inevitables colisiones con la filosofía. Lo segun-
do, porque lejos de apartar a la escritora de sus sensibilidades, de sus íntimos enfoques –ya
sociológicos, nacionales, familiares– la dejó divagar sobre las fronteras geográficas e intelec-
tuales sin interferir en su afán de vivir dentro de aquel refugio espiritual que la alentaba en
horas de amargura o indecisión; que la hacía feliz en momentos de ensoñación y que en fin,
fue este último estado de ánimo alargado por días y años hasta su muerte. La desaparición
del prelado, gloria dominicana, provocóle tristezas y dejóle imborrables huellas y vacíos,
pero también la discretísima sensación de que seguía gozando aún en la ausencia definitiva
del amigo, del favor y el privilegio de algo imperecedero. Amelia evoca el lúgubre tañir de
las campanas santodomingueses, y cierra las páginas de su libro postrero con esta oración
funeral en la cual sumerge su dolor:
“Creí percibir la voz de Dios, que invisible en su inmensurable altura, clamaba potente a la Patria
Dominicana: llora, sí, llora la pérdida de tu hijo más preclaro. Vierte tu amargo llanto sobre su
cadáver aún no yerto; mas, sabe que el alma que yo di a ese bueno está contigo; que en el seno
de mi Gloria reposa desde que ha entrado en la inmortalidad…”

La crítica y Amelia Francasci


Tócanos ahora, de manera somera y porque no es justo abundar en rasgos y contornos
conocidos, adentrarnos en la crítica más relevante provocada por la obra literaria de Amelia
Francasci.
Quizás sea pertinente afirmar aquí que la escritora dominicana no alcanzó los relieves de
perfección de aquellas altas figuras y valores permanentes de nuestras letras. Amelia Francasci
no fue purista, en el sentido estricto del idioma, como tampoco clasificó en el escaso grupo
de grandes novelistas americanos. En los tiempos de Amelia Francasci la novela no tenía
atractivos entre las mujeres escritoras, aún cuando numerosos títulos ya conocidos brotaron

208
AMELIA FRANCASCI  |  MONSEÑOR DE MERIÑO ÍNTIMO

del intelecto de Emilia, Condesa de Pardo Bazán, prototipo del naturalismo, autora de Madre
Naturaleza; Mercedes Cabello con su Blanca Sol; Ofelia Rod Acosta, la de La Vida Manda; en
Francia, Aurora Dupin (George Sand), creadora de Indiana y La Charca del Diablo –antes que
ella Madame Staël con su Delfina Corinna, el jugoso libro De Alemania– y para no ser muy
prolijos, María Teresa de la Parra, hija de Venezuela, autora de Ifigenia; y Concha Espina, la
de La Esfinge Maragata y quien nos cautivase conocerla y tratarla en los días inolvidables de
juventud, aquí en la Vieja y Colonial Primada de las Américas.
A todas ellas, pilares de una evolución literaria y puente espiritual entre el Siglo
XIX y el XX –con la excepción de la Staël– les aprisionó Amelia Francasci en su corazón
de artista y en los tramos de su biblioteca. La lírica altisonante del autor de la Oda al
Niágara y la escuela de Andrés Bello, el maestro inolvidable, tuvieron efecto de metas de
superación, a veces inalcanzables, debido al afán de no abandonar su propio ego. Blasco
Ibáñez le fascinó por su afición a la escuela de Zolá, y luego –por su imaginismo e idea-
lismo. La pluma de Palacio Valdés, su contemporáneo, le hacía reflexionar, gustando de
escanciar sus páginas gota a gota, tratando de encontrar alientos. Cuando en nuestro
Santo Domingo tuvimos las visitas de aquellos ilustres españoles como Villaespesa, Tomás
Navarro y Tomás, Pedro de Répide, Eugenio Noel, García Sanchíz, Benavente, Zamacois
y otros, la Francasci –ya entrada en años– los recibiría en su “petit-salón” de la plazoleta.
Así también tuvo asiduamente la presencia de Pedro René Contín y Aybar, crítico y poeta,
departiendo con él horas y horas que sabemos les rodeó de un sutil encanto. ¡Fue aquel
amigo su último refugio espiritual…!
El crítico más acucioso y señero de Amelia Francasci lo es Manuel de Jesús Galván. Es él
quien nos presenta a la autora como “excepcional, si no original”. Sobre Madre Culpable afirma
que “son excepcionales las circunstancias fisiológicas, de la inspirada autora; excepcional el argu-
mento; excepcionales si bien verosímiles y reales los caracteres de la protagonista y de los principales
personajes que concurren en el proceso de la obra…”
Refiriéndose al estilo, Galván lo tilda de “correcto, castizo y elegante”, y se asombra de
que una escritora bisoña, como el caso de Madre Culpable, estudiosa e instruida, no deja
de ser –por lo juvenil, por el retraimiento a que la obliga la extrema sensibilidad de su
temperamento nervioso, y por la atmósfera de idealidad en que la ha dejado envuelta la
delicada adoración de su digno compañero– un ser inexperto, en su aspecto físico una
niña candorosa, en quien nadie podía suponer el conocimiento intuitivo puede decirse,
del corazón humano en general, del corazón femenino, en particular, y especialmente del
variado caleidoscopio que ofrecen a la observación del psicólogo las versátiles pasiones de
la mujer de mundo…
El autor de Enriquillo se declara de acuerdo con Rafael Deligne –otros de nuestros
grandes escritores– en el diagnóstico de la obra de Amelia Francasci, pero discrepa de él
en ciertos aspectos de su crítica “al echar de menos las descripciones que absorben la mitad de
las obras naturalistas más celebradas, haciéndonos aburrir con páginas enteras en las que describe,
por ejemplo, las mil evoluciones que el capricho del viento realiza con las hojas secas desprendidas
de los árboles”.
Para defender a Amelia Francasci, Galván considera que “no olvida, al contrario, que
Walter Scott, el rey de los novelistas, –quien recogió censuras en su tiempo a causa preci-
samente de las difusas descripciones de su Ivanhoe o El Anticuario– poseyó una riquísima
imaginación y el hechicero estilo que todo vestía con ropaje poético…”

209
COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

“El renombrado Víctor Hugo, en todo su portentoso genio –expresa Galván– no alcan-
za a hacerse perdonar las idas y venidas, vueltas y revueltas, vacilaciones y embestidas
súbitas de aquella” “carronada”, el cañón fantástico que se soltó de sus amarras a bordo
del buque de guerra en su novela El 93. Amelia describe sobriamente, pero quizá por esto
escribe bien y en la medida de lo necesario, para que la acción que relata adquiera toda la
vida, toda la realidad que ha logrado imprimir a Madre Culpable. De Amelia Francasci se
puede citar con toda propiedad, lo que ella misma ha dicho en un precioso opúsculo en
defensa de Pierre Lotí, el joven marino que con raro talento de escritor forzó las puertas de
la orgullosa Academia de Francia: “Se inspira en la naturaleza; por eso es naturalista e idealista
a un tiempo. De ahí viene que todo lo cante, como dice de los poetas…” Este juicio lo firmaba
Galván el 8 de mayo de 1896.
El gran filólogo y crítico borincano Ramón Marín, que con el pseudónimo “Fausto” fue
reconocido en el mundo literario hispánico y francés, progenitor de la compañera del pa-
tricio Muñoz Rivera, se pregunta en su columna de un diario puertorriqueño de entonces:
“¿…la novela de Amelia Francasci es una historia o una novela propiamente dicha…? y
al concluir afirma: ¡Es clásica…! ¡Es romántica…! ¡Es idealista…! ¡Es realista…! Las cuatro
escuelas juegan en ella sin choque, sin rozamientos y sin que resalten en sus episodios ni
el clasicismo de Madame Staël ni el romanticismo de Emile Zolá. La joven más angelical y
púdica lo devorará sin que sus mejillas de rosas se enrojezcan…
Es precisamente Ramón Marín quien hace mención al “nacimiento casual” de Amelia
Francasci en Ponce, cabe las ninfas del Becuní y el Portugués, junto a la Ceiba, llamando a
Madre Culpable la novela ponceño-quisqueyana –afirmación precipitada–, decimos nosotros,
al ser irrefutable que la autora desarrolló su niñez, adolescencia y adultez en su Santo Do-
mingo y aquí pensó y escribió la novela… Marín rinde un tributo a su estilo, a su firmeza,
a sus sincerismos y sobre todo a su facilidad literaria.
Emiliano Tejera decía comúnmente que Amelia Francasci le había conquistado. La
afirmación tiene significado, conociéndose que este insigne dominicano poseyó siempre
un carácter de contornos dificilísimos y severos. Para ella fue él “tierno, a pesar de su seque-
dad…” queriendo decir con ello que el amigo no era pródigo en sus preferencias. “Mi afecto
hacia él”, –que iba desde la sencilla recomendación de medicinas para sus quebrantos hasta
las intrincadas facetas de la política dominicana– “era un reflejo del que le inspiré”. El estoico
dominicano, para muchos el primer gran Ministro de Relaciones Exteriores de nuestra
historia, dijo de Amelia Francasci que era “como una hermanita, como una hija, pensando que
no temo quererla demasiado y que mi amistad la importuna”. Excéntrico y caprichoso como era,
elogió, sin embargo, su obra, y le acompañó en la formación de una vida literaria sin muros
infranqueables, “gratamente satisfactoria la bondad que le demostró” según ella reitera, desde el
primer día de sus entrevistas e intercambios, que debían perdurar hasta el deceso del vene-
rable ciudadano. Igual ocurrió con Don Francisco Gregorio Billini y Federico García Godoy,
el primero acogiendo en las columnas de Ecos de la Opinión los iniciales y sucesivos escritos
de Amelia no compilados en libro alguno, algo que llegará a ser de interés para la historia
de la literatura dominicana; el segundo, al catalogarla en sus trabajos y colaboraciones de la
Revue Hispanique sobre literatura nacional, publicados en 1916, y luego, Miguel Angel Garri-
do, quien dióle calor y entusiasmos en las páginas de La Cuna de América bajo su dirección
entre 1903 y 1905 o ya en La Revista Ilustrada de los años 1898 al 1900. Este gallardo escritor
dominicano recibió el reconocimiento de Pedro Henríquez Ureña y de todos los intelectuales

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AMELIA FRANCASCI  |  MONSEÑOR DE MERIÑO ÍNTIMO

dominicanos, fue uno de los fieles visitantes de Amelia Francasci, y aunque más joven que
ella, ambos alcanzaron un común denominador en sus posiciones ideológicas, patriotismo
o nacionalismo, en el idealismo y el exotismo de la novelista o en el realismo de la prosa
fustigante del periodista y crítico.
Fue también favorable la opinión de José Joaquín Pérez, el poeta que ella estimó “do-
tado de todos los entusiasmos literarios, cantor insigne de Quisqueya”, poeta nacional que
conquistase su admiración junto a la inmortal Salomé Ureña, admiración cultivada desde
los años de la adolescencia. Pero es Meriño –en la fructífera atmósfera de una amistad sin
paralelos– el personaje más atrayente y apreciado. No sabemos por qué, al adentrar en esas
relaciones, Amelia Francasci llega a afirmar que “en la literatura, quería él proporcionarme un
derivativo a mi mal moral: distraerme de mí misma”. Meriño llega, por ejemplo, a suplicarla que
no mate a la protagonista de Madre Culpable –a María– sublimizada en la novela, y esto lo
hace el mentor en un agudo y sentimental envío y reenvío del epistolario –cuidadosamente
encerrado en un cofre que a diario y por años, iba y retornaba a casa de la escritora. Ya en
su lecho de enfermo, moribundo, el insigne Arzobispo le confiesa que “María gozó de la
eternidad con la gracia de los elegidos…” Es así como llegaríamos a comprender el proceso de
las profundas y supersensitivas características de un alma enamorada de lo desconocido,
lo ideal y lo exótico.
Alcanzamos el final de un estudio ausente de pretensiones, pero que por grato nos
ha sido posible realizarlo para ésta oportunidad inolvidable. Muchas aristas de esa figura
que desde el comienzo hemos dibujado como frágil, vaporosa, exquisitamente oculta en
su debilidad física para no obstante buscar y mantener fuerzas con qué sostener su vigor
intelectual, no podrían ser detectadas fácilmente. Ha sido duro el proceso de atesoramiento
de los testimonios y pruebas concretas de su paso dentro de la generación literaria en la cual
tuvo un puesto muy especial. La recordaremos como un ser colocado en un rincón aparte y
silencioso del Santo Domingo de ayer; allí, sahumerio de sándalo y jazmines para transportar
la imaginación al Cosmos y husmear su espíritu tiernamente escondido en el resquicio de
los ventanales coloniales de esta Ciudad Primada.
La literatura de Amelia Francasci, que años después, ya en nuestros días, se hace llevadera
por la simpleza de formas y de estilo, por el atrevimiento de su vivencia, por el animado
fervor y desinterés con que fue legada a la posteridad, la consideraríamos como muchas
otras del período del ochocientos, un mágico divagar de inquietudes y esperanzas.
Si pareció frágil en sus años de infancia; si en la adolescencia despuntó inusitadamente
su intelecto; ya mujer aparejada, supo combinar la lealtad y el cariño a su cónyuge con las
libertades que le sugerían el amor a las letras y las escuelas filosóficas de su tiempo; si des-
pués, aún en la ancianidad, mantuvo vivos los anhelos y las ilusiones mecidas por el idea-
lismo y el exotismo, el flujo y reflujo de las corrientes literarias paradójicamente inyectadas
en páginas, personajes y trama de sus novelas –en el fondo, un sincero intimismo– Amelia
Francasci recibió los lauros de una crítica que en su medio, como la de su época, no era ni
conformista ni complaciente.
Se nos fue de este mundo el 27 de febrero de 1941. En el Listín Diario del 1ro. de marzo
la poetisa María Patín Pichardo añora el “hogar literario” de Amelia y escribe: “Allí, como
en los templos orientales, había que descalzarse al llegar; dejar todo lo vulgar, lo mezquino, y entrar
unciosamente a escuchar, admirar la Suprema Sacerdotista de la belleza y el arte, alma noble, soñadora
y predestinada…”

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

Los motivos del tema de este trabajo no son otros que la aspiración de que sea acogido
con comprensiva apreciación. Lo cual no nos exime afirmar que, desde ahora, quedamos
adheridos con modestia y respeto a los cánones de estudio e investigación que exige la labor
académica, y prioritariamente, el prestigio de esta Institución que tan benévolamente nos
recibe.
Gracias, muchas gracias, si se nos libera reclamar excusas y perdones.

Enrique de Marchena y Dujarric


Sesión Solemne de la Academia Dominicana de la Lengua
Correspondiente de la Española.
Biblioteca Nacional, Santo Domingo, D. N.
26 de junio de 1972.

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AMELIA FRANCASCI  |  MONSEÑOR DE MERIÑO ÍNTIMO

Amelia Francasci
Monseñor de meriño íntimo
I Parte
I
Atravesaba yo una de esas crisis morales que tantas veces, en el curso de mi vida, me
han llevado casi al borde de la tumba; de tal modo me abaten, de tal modo consumen mis
fuerzas, a tal extremo quebrantan todas mis vitales energías.
La de esa vez era intensa.
Prolongábase, por tiempo, sin prestar esperanzas de reacción.
La serie de disgustos, de contrariedades y de decepciones que la provocara, habíame
encontrado anémica y extenuada por exceso de fatigas. Negra melancolía envolvía en sombras
mi espíritu; y mi alma, toda, estaba como sumergida en una onda profunda de amargura.
Sentía un cansancio tal de la vida, que no me permitía gozar de nada en ella. No dormía, y
mis noches sin sueño, hacían mis horas más crueles porque me mantenían en un estado de
pesadez y de irritación grandísimas.
En mi alrededor, todo el que me profesaba algún afecto, sufría al verme cada mañana
más postrada; más inapta para cosa alguna.
Llamóse uno y otro médicos para consultarle. Cada cual prescribía un régimen
particular, aunque todos estuvieran acordes en recetarme reconstituyentes, calmantes
y otras drogas.
Yo, de ninguno hacía caso, porque en ninguno tenía fe, como tampoco voluntad para
seguir las indicaciones que me hicieran.
El ejercicio en la mañana, los baños de mar, una larga temporada en el campo; todo se
me proponía; pero yo nada aceptaba, por sentirme incapaz de todo esfuerzo.
Ya mi decaimiento físico iba inquietando a todos los de mi casa. Temían que, de conti-
nuar ese estado mío, mi vida peligrara; y principiaron a lamentarse, reprochándome el poco
empeño que ponía yo en mejorar.
Esas quejas, al parecer, me irritaban, pero la verdad era que me hacían sufrir
horriblemente.
Encontrábalas fundadas y mi conciencia me mortificaba, pero mi voluntad era nula y
por eso me hallaba impotente para tratar de dominar mi mal.
Dejaron de quejarse, al ver que yo me molestaba y sufrieron en silencio; pero la tristeza
que comprendía en todos, comenzó a torturarme más que las quejas anteriores.
Un día fue tan grande mi tormento que me desesperé.
La vida me pesó demasiado y dije para mí ¿a qué vivir?…
¡Y el pensamiento de la muerte se impuso en mi cerebro! Veleidades de suicidio me
venían a la mente por instantes. Principié a concebir varios proyectos de súbita y voluntaria
desaparición…
¡Estaba casi loca!…
Por suerte siempre en esas crisis, al comenzar el desvarío, algo, que me ha parecido
providencial, ha venido a detenerme en el camino de la locura.
Esa vez fue un sueño.

213
COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

II
Después de una gran excitación mental que me dejara el cerebro excesivamente fatigado, y
todo el cuerpo sin fuerzas, caí en un estado de sopor profundo. Y soñé que yo estaba rodeada
de tinieblas, pero que, en un punto cercano, aparecía una luz sobrenatural iluminando un
abismo espantoso, en el cual, por manos invisibles, fui precipitada repentinamente, sin que
yo me diera cuenta de ello; y que los esfuerzos que hiciera por no hundirme en el terrible
precipicio, no servían sino para descender más a su fondo.
Un sudor frío me inundó, y el terror me hizo despertar. Miré a mi alrededor y comprendí
que había soñado. Entonces reflexioné sobre mi sueño y esa reflexión me hizo reconocer que
mis ideas eran sanas; que ya el desvarío había desaparecido y que lo que yo soñara era una
revelación. Dios se había apiadado de mí, a pesar de haberlo yo casi olvidado; en medio de mis
locos pensamientos me había inspirado el sueño para que pudiera yo salvarme. ¿No era, acaso,
la luz que yo veía durmiendo, la de mi razón recuperada? ¿Y el abismo que tanto temor me
había causado, aquel de la locura en que estaba a punto de precipitarme ciegamente? ¡Era
preciso, era urgente que yo tratara de reaccionar contra mi peligroso estado mental! Así me
lo propuse, y en mi alarmado espíritu principié a buscar los medios de lograr el resultado
que ya apetecía. ¿Qué podía yo hacer? Los medios materiales habían sido ineficaces, era
necesario recurrir a un remedio moral, puesto que moral era en su origen el mal que venía
consumiéndome. Y pensé en la religión. ¡Deseé confesarme, presentarme humildemente ante
un ministro de Dios! Pero ¿quién sería ese ministro? ¡A ninguno conocía yo, por digno que
fuera, de llenar la delicada misión que quería encomendarle! ¿A cuál escoger?
¡Aquí me detuve incierta, cuando un nuevo rayo de luz inspiradora brilló en mi mente!
¿Cómo no había pensado antes en lo que se me ocurría en aquel instante? ¡Mi confesor estaba
hallado! ¡Su nombre y su figura se destacaban en mi cerebro y los ponía Dios ante mi vista,
como si de lo alto los hiciese surgir! ¡Ese nombre y esa figura no pertenecían a otro que a su
señoría ilustrísima, el gran arzobispo de Santo Domingo, el noble, el admirado, monseñor
Fernando Arturo de Meriño!

III
¡Sí! ¡Monseñor de Meriño! ¡Yo no podía vacilar! ¡Era él el único capaz de realizar lo que
yo misma juzgaba un milagro; que no otra cosa me parecía el hecho de restablecer el equili-
brio de mis facultades, de devolverme mis pasadas energías, de restaurar mi antigua fe, de
reconciliarme en todo, en una palabra, con la vida normal!
Y no vacilé. Con una decisión, que hubiérase creído imposible en quien algunas horas antes
no tenía voluntad ni para querer, es decir, ni para desear nada en el mundo, determiné llamar al
día siguiente al que había resuelto que fuera mi confesor, el ideal confesor que yo necesitaba.
Sin que en mi casa lo supiera nadie, hice venir a mí a un deudo del noble prelado, que
era, al mismo tiempo, uno de mis amigos más sinceros; uno de los que más confianza y mejor
estimación me merecían. Este amigo también se hallaba apenado por el estado en que me
viera; así fue que no bien le hube comunicado mi pensamiento y mi súbita resolución, la
aplaudió complacido y prometióme satisfacerla sin tardar, manifestando a su ilustre deudo
mi formal deseo de confesarme a él. Y haciéndole conocer mi especial condición de enferma
y de penitente, cumplió mi buen amigo su palabra, tan fielmente que, al siguiente día, recibía
yo las dos esquelas que voy a transcribir, firmadas, la primera por el mismo monseñor de
Meriño; la segunda por mi afectuoso comisionado.

214
AMELIA FRANCASCI  |  MONSEÑOR DE MERIÑO ÍNTIMO

La que me dirigiera, escrita por él toda, el gran arzobispo, decía así:


“Noble hija mía:
“Permítame darle este título del alma y sepa que tendré suma complacencia al corresponder
a los deseos que Vd. me ha expresado, por medio de mi buen A… Iré muy pronto a verla.
“Obsecuentemente, a sus órdenes,
“b.s.m. Padre Meriño”.
Esta corta misiva, con la cual inició la larga serie de billetes y cartas que recibiera yo de
Monseñor de Meriño, me dejó de tal modo impresionada, que tardé en leer la segunda que
me enviaba mi amigo.
El tenor de ella era el siguiente:
“Amiga mía estimada:
“Puede Vd. estar satisfecha porque anoche mismo vi a Monseñor y le hablé de Vd.
largamente. Él está profundamente interesado por Vd. y me pidió que le excusara de no ir
hoy mismo a verla por hallarse sumamente ocupado. Excúsome yo también de no llevarle
la respuesta que Vd. anhela, por mí mismo, siendo el motivo de ello, una gran aglomeración
de trabajo.
“Monseñor le suplica le aguarde dos o tres días, hasta que él pueda dedicarle largo rato.
“Yo también iré cuanto antes.
“Su afectísimo amigo, A. L.”
¡Cuánto agradecí a Dios de todo corazón el haberme inspirado en ideas que principiara
a realizar tan felizmente! Ese besa sus manos de Monseñor de Meriño, y ese Padre Meriño,
me encantaron; siempre se despidió él así de mí en sus cartas que firmó del mismo modo
invariablemente.
¡Oh noble espíritu! Lo que quisiste siempre fue enaltecerme a mis propios ojos, mostrán-
dote conmigo el más modesto de mis relacionados. ¡Cuánto bien me hiciste con ello! ¿Cómo
no bendecirte en mi memoria?
Llamé a mis familiares, les revelé lo que había hecho la víspera y les presenté las esque-
las que acababa de recibir. ¡Cuán grande fue el alborozo de todos, al ver en ese acto mío un
principio de resurrección moral! ¡Desde el momento en que yo tenía voluntad para llevar
a cabo una determinación como esa, tenía esperanza de salvarme, también físicamente! El
anuncio de la próxima visita de Monseñor de Meriño les halagó en el extremo y comenzaron
a considerarle como mi ángel salvador y a anhelar su presencia.

IV
Debo decir aquí por qué motivo me pareció una inspiración divina mi pensamiento
y sobre todo mi resolución de escoger al ilustre prelado por confesor y amigo y por qué
fue para los de mi casa una sorpresa tan grata la noticia de mi llamamiento. Era que yo,
antes de ese día, jamás mostré deseo de acercarme al gran Meriño sino que, por el con-
trario, voluntariamente me mantenía a distancia suya. Nada me hubiera sido más fácil
que entrar en relaciones amistosas con él, por estar ligado, hacía tiempo, un miembro
inmediato de mi familia a un deudo muy cercano suyo, lo cual establecía entre él y yo
casi un parentesco.
Apenas le conocía personalmente. Una vez le había encontrado en casa de mi madre,
Doña Justa Sánchez Vda. de Marchena, esposa de Rafael de Marchena, en donde cambiamos

215
COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

solamente algunas frases de mera cortesanía. Fue él a visitar a la anciana, casi oficialmente,
con motivo del acto que le ligara a uno de los míos.
¿Por qué había sido esto? ¿Por antipatía inconsiderada o por alguna otra razón reservada
de un orden cualquiera? Absolutamente. ¡Debo confesar aquí que sólo un orgullo, que más
tarde juzgué tonto, fue el que me alejó de ese hombre a quien después debía yo querer y
venerar tanto! Una desconfianza estúpida no me permitía darle la menor muestra de aten-
ción y mucho menos de simpatía.
Cuando, más tarde, se lo confiaba yo, él reía bondadosamente, burlándose de mí.
Su grandeza intimidaba mi pequeñez. Ofuscabame su alto renombre de consumado
político; de orador eminente; de hombre de mundo distinguido y de todo lo demás. ¡Vivía
yo tan retraída! ¡Condenada a la oscuridad por mi modestísima posición y recluida en mi
casa casi siempre por mi precario estado de salud! Temía parecer demasiado humilde y
sobre todo muy insignificante al gran mitrado, a quien yo en mi interior admiraba y rendía
homenaje, lo mismo que en mi casa lo hicieran todos; como lo hacía la generalidad.
Después de recibir su esquela, olvidando mi pasada desconfianza, quería yo ahora confiar con
absoluta fe en él, ¡esperar que con su alta ciencia supiera devolverme la paz del alma e inspi-
rarme alientos para soportar la vida! Ni un instante se me ocurrió dudar de que Monseñor de
Meriño poseyera, además de su admirable elocuencia que tantos triunfos le valiera en su patria
y fuera de ella, de su vasta erudición y de su refinado trato social que le permitieron brillar en
las más cultas sociedades extranjeras, y de su gran valor cívico que le había hecho acreedor de
la admiración de la posteridad, por el raro denuedo que demostrara al defender las libertades
patrias y su propia independencia, el ilustre arzobispo debía poseer, repito, un corazón ver-
daderamente noble, un corazón sencillo, lo bastante, para poder apreciar el mío sencillísimo,
mi pobre corazón demasiado afectuoso, demasiado leal y desinteresado, y mi espíritu recto,
ese espíritu que tan elevadas aspiraciones tuviera y al que tan pocos sabían estimar, ¡enfermo
por el daño que le hicieran la injusticia, el egoísmo y la falsía de otros! Sí, él debía compren-
derme, yo me confesaría y, segura como estaba de su absolución le pediría, luego, que no me
abandonara, que me prestara su asistencia para no recaer en mi temible tentación.
Pronto debía probarme la experiencia la pureza de mi fe, lo justo de mi esperanza en la
alta capacidad, en la gran bondad de alma de Monseñor de Meriño.
Si narro todos estos detalles, que precedieron a mi amistad con el anterior arzobispo
de Santo Domingo, es para que pueda comprenderse mejor por qué razón fue esa amistad
tan grande, al conocerse la base religiosa que ella tuvo y las circunstancias particulares de
su origen. El afecto que nos ligó, de índole tan especial, duró hasta la muerte de él, por
muchos años, y en mi corazón perdura en forma de culto a su memoria. En mí vivirá su
recuerdo mientras yo exista. Y si he emprendido este trabajo que, aunque humilde, es árido
para mí por mil razones, ha sido únicamente con el objeto de rendirle homenaje. Lo que
me propongo es reproducir una parte de la correspondencia que sostuvo él conmigo, casi
diariamente en ocasiones, y que conservo piadosamente. Las cartas que publicaré son de
carácter íntimo, cartas sencillas que le pintan entero, tal como yo le conocí, quince años antes
de su desaparición eterna, tal como yo le amé. En su correspondencia se revela tal como era
él en esa época: bondadoso, tierno, amable, desinteresado, fiel a la amistad, íntegro en todo.
¡Firme y hasta altivo también, cuando se pretendió imponerle algo, como quien jamás, pero
verdaderamente jamás, se dejó avasallar por nadie! Tan altivo como sabía ser manso con los
sencillos y con los humildes.

216
AMELIA FRANCASCI  |  MONSEÑOR DE MERIÑO ÍNTIMO

Mi Monseñor de Meriño Íntimo, como auténtico. En este retrato que de él hago, cuantos
le conocieron y le amaron le reconocerán.

V
Fue una tarde. Tarde muy hermosa cuyo recuerdo he conservado inalterable en mi me-
moria, por lo que ella marcaría en mi vida.
Hacía tres días que yo aguardaba el cumplimiento de la promesa que el ilustre, arzobis-
po me hiciera, en un estado de exaltación creciente. Después de mi acto atrevido, –que así lo
consideraba en mi interior– sentíame ansiosa por momentos, anhelando y temiendo, alterna-
tivamente, el resultado de mi determinación. Sin embargo, trataba de disimular mi ansiedad
al ver a los demás tan esperanzados, tan contentos por lo que yo había hecho. Y para que lo
estuviesen más, esforzábame en tomar los alimentos y en presentarles un semblante mejor.
Doliente y muy débil, siempre, me encontraba en mi habitación particular, recostada en una si-
lla larga, rodeada de almohadas, como lo estaba habitualmente desde que me había postrado.
En la mañana habían puesto algunas flores en la sencilla estancia y yo las miraba distraída,
abismada en mis pensamientos, a pesar de ser ellas mi encanto. Como se pensó que ese día
podría ir Monseñor de Meriño a casa, para halagar su vista adornaron la pieza.
Serían las cuatro de la tarde cuando oí el ruido de un coche que se detenía en la puerta
de entrada de la casa. Sentí el corazón que me palpitaba fuertemente; y pensé sin vacilar:
“¡Es él que llega!”.
Acerqué más el oído a los ruidos del exterior y comprendí que no me equivocaba.
Alguien vino a anunciarlo.
“Monseñor está ahí”, díjome un familiar mío.
Y precipitadamente fuese para salir al encuentro del ilustre visitante. Mi corazón dejó
de latir. Un aturdimiento se produjo en mí; luego volvieron los latidos nerviosos, violentos,
hasta que pasado unos cuantos minutos, que sin duda sirvieron a los míos para explicar a
mi futuro confesor mi estado y las esperanzas que en él fundaran, sentí acercarse a mí pasos
de varias personas. Mi familiar más íntimo se presentó y abriendo la puerta de la habitación
hizo penetrar en ella al huésped esperado.
Al aparecer ante mis ojos abatidos la alta, hermosa e imponente figura de Monseñor de
Meriño, un temblor interior paralizó mis movimientos. Quise hacer un esfuerzo para levan-
tarme y no pude; apenas me incorporé en mi asiento para contestar a su saludo. Sentíame
atraída y al mismo tiempo temerosa. Y no era para menos.

VI
Conservaba Monseñor de Meriño, hasta esa época, mucho de la gallardía que en su porte
se admiró en la juventud, a pesar de que ya la nieve de los sesenta años, al caer sobre su noble
y simpática cabeza, la hubiese ceñido prematuramente, a manera de un casco, de una espesa
capa de hilos de seda tenues, compactos y bien ordenados, del color de bruñida plata. Esa ga-
llardía daba mayor realce a la gran majestad impresa en su persona, por la firmeza natural de
su carácter entero y elevado, así como por la exacta conciencia de sus deberes de alta dignidad
eclesiástica y del respeto que su ya más que proyecta edad le mereciera.
Cuando se presentaba en público, revestido del traje archiepiscopal y luciendo al aire su
plateada cabellera, ofrecía a la vista un aspecto magnífico, al echar hacia la espalda, por medio
de un gesto sobrio y elegante de su vigorosa diestra, una de las puntas de su capa pluvial;

217
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porque ese gesto permitía verle entero en la severa esplendidez del consagrado traje, en plenitud
de vida; lleno de soberana inteligencia y de vigor, y adquiriendo con él un aire verdaderamente
augusto, que tenía tanto de imperioso como de sagrado y que le prestaba poderosa seducción.
Todos mis familiares y amigos que le contemplaron en el esplendor de su gloria, háblanme de
ese gesto suyo, con sincera emoción. Dícenme que en cualquier otro que no fuera Monseñor de
Meriño, hubiera podido parecer estudiado por lo hermoso para producir efecto, para cautivar,
pero que en él era aceptado ciegamente; en él era aplaudido por saberse que estaba revestido del
sello de la más sincera y de la más indiscutible naturalidad. La noble sencillez del gran arzobispo
era una de sus cualidades más preciadas y la que tal vez le atrajera las mejores voluntades. Todo
el que trataba al noble prelado le hacía justicia al reconocer, como real, su disgusto por todo lo
afectado; su profundo desdén por toda vana ostentación. No había quien le conociera personal-
mente que no proclamara que, por sus dotes físicas, en el mismo grado que por las demás que
próvidamente le acordara Dios, era él muy digno del puesto que ocupaba, así como de figurar
en el rango de cualesquiera otras elevadas jerarquías sociales.
El ilustre autor de Enriquillo, el eminente Don Manuel de Jesús Galván, que había sido
su compañero de estudios, su amigo siempre y su entusiasta admirador después, decíame
luego:
Monseñor de Meriño tiene una figura hierática. Estoy por creer que la naturaleza le formó
expresamente para llevar la mitra y darle mayor realce ¿No encuentra Vd?
Sí, yo lo encontraba también, pero creía además que nuestro ilustre amigo era digno de
todo y apto para desempeñar los más altos cargos del mundo.
Hablando de este trabajo que, en su honor, tengo emprendido, y con algunos de los
que más le conocieron y le apreciaron, los he visto conmoverse al recordar su manera de
presentarse en público.
Han exclamado:
Sobre todo después de su muerte, es cuando más admirable nos parece el gesto suyo
con el que se mostraba entero, en toda la severa esplendidez de su traje consagrado y lleno
de vida, de soberana inteligencia y de vigor.
Yo no le vi jamás sino en mi casa y en su modesto palacio donde fui algunas veces,
acompañada de familiares; pero con eso me basta para comprender la emoción de los que
le quisieron y le admiraron.

VII
Mi profunda emoción era, pues, natural cuando le vi en mi presencia, más que todo
recordando el motivo que le llevara a visitarme.
Detúvose él un instante en el umbral de la puerta y me miró. Pareció enternecerse al
contemplarme tan pálida y tan débil y tan postrada, siendo tan joven, como él me creía. Más
tarde me habló de esta impresión suya.
Su saludo fue el siguiente:
¡Bendita sea usted, hija mía!
Su voz se hizo muy dulce para hablarme.
Echando atrás el manto episcopal, con sencillo ademán, adelantó hacia mí y me tendió
sus dos manos.
Vamos, hija mía, no se impresione. Se que está Vd. enferma. Aquí le traigo la paz con-
migo. ¡Sí, hija mía! ¡Soy Cristo que viene a usted para curarla!

218
AMELIA FRANCASCI  |  MONSEÑOR DE MERIÑO ÍNTIMO

Esto último fue dicho como en tono de broma, como para alentarme. Tomó asiento
en la cómoda butaca que le tenían destinada cerca de mi sillón y me tomó las manos para
reconfortarme; guardándolas un rato entre las suyas, y diciendo a los demás familiares que
le habían acompañado a mi habitación:
Está yerta. ¿No tendría necesidad de alimento? Por mí no se prive…
Asegurósele que ese era mi estado hacía días y que yo acababa de tomar un poco de leche.
Unos minutos después, lo dejaron solo conmigo, por ser eso cosa convenida con mi familia.
Principió a hablarme.
Desde sus primeras palabras, el magnetismo de su voz operaba en mí y me iba
atrayendo.
¡Oh! ¡Esa voz de Monseñor de Meriño tan admirable, como su figura y como su talento!
Esa voz que tan vibrante resonara, con sus más altas notas, en las grandes catedrales, en
donde se le escuchó siempre con religioso respeto; llegando hasta los más recónditos ám-
bitos de ellas; esa voz que, tonante e imperativa, se hacía oír en la tribuna pública cuando
fulminaba anatemas contra los que hicieran oposición a sus patrióticos ideales, ¡qué suave,
qué insinuante, qué persuasiva era cuando el afecto o la piedad la conmovían!
Ambas cosas la hicieron tomar sus más delicadas impresiones, al dirigirse a mí.
Mi ilustre amigo me confesó más tarde que, en la primera visita que me hiciera, conquisté
su corazón por la compasión que le inspiré. Él no recordaba sino confusamente. Habíame
visto la vez de que he hablado, entre muchas personas de la familia y extrañas, y casi me
había olvidado. Le parecía nueva y rara, hallándose predispuesto a mi favor por lo que de
mí le había dicho mi buen amigo A…
Yo iba cobrando ánimo. Le miraba; contestaba a sus preguntas, con voz casi apagada;
más fuerte luego. Él continuaba animándome; hasta que al fin me desaté en confidencias.
Principió mi confesión. ¡Sentía que mi alma se refugiaba en la suya como se refugia un niño
enfermo en el regazo protector de su amorosa madre! ¿No era eso lo que yo había querido;
lo que anhelaba?
Sí. Y Monseñor de Meriño me miraba y me oía cada vez más enternecido. Vi asomar
lágrimas a sus azules ojos; conmoverse las fibras de su rostro sonrosado: mi compasión
le impresionaba profundamente. Nada de anormal le dije, porque nada tenía que decirle.
Hablé tan solo de mi cansancio de la vida: de mi loco intento de buscar la muerte llena de
desilusión, de disgusto y de resentimiento doloroso contra los que me habían llevado a aquel
extremo de desesperación…
Durante mi relato, continuaba él con mis manos entre las suyas robustas, estrechándo-
las, para animarme a proseguir, con la más delicada presión. Esa fue siempre su manera de
demostrarme su mayor afecto.
Escuchábame con piadosa emoción sin interrumpirme más que para exclamar a veces:
“¡pobrecita, pobrecita!”.
Callé fatigada. Y, extenuada por mi esfuerzo nervioso, me dejé caer sobre las almohadas
del respaldo del sillón.
Monseñor de Meriño habló entonces. Díjome cosas dulcísimas que fueron bálsamo para
las heridas crueles de mi espíritu.
Hija mía: la he escuchado. Es usted muy noble. Es usted pura. Estoy muy satisfecho de que
usted me haya permitido penetrar hasta el fondo de su alma, porque así podré ayudarla. Su
profunda sinceridad me la hace sumamente interesante. Tenga usted la seguridad de que la

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comprendo y de que no la abandonaré. ¡Oh no! Hizo usted bien en llamarme; yo la sostendré.
Tiene usted un alma muy delicada, demasiado sensible. Eso le hace daño a su conciencia,
porque la inclina exigir de la vida más de lo que ella puede dar de sí. Usted quisiera que
la humanidad fuera como usted. Esto es imposible, hija mía. Dios hizo al hombre frágil,
imperfecto. Voy tratar de mejorar su concepto respecto de eso, para que pueda usted vivir.
Me empeñaré en reconciliarla con la humanidad tal cual ella es, para que le encuentre algún
gusto a la vida. Yo volveré a verla pronto. Volveré con frecuencia. Pero para absolverla, para
bendecirla en nombre de Dios, necesito que usted me prometa formalmente no incurrir en
el pecado de querer morir. Trate de reponerse y de alentarse; tenga fe. Sobre todo, sí, tenga
fe y Dios la favorecerá; y yo estaré con usted.
Todo lo juré y él entonces levantándose me bendijo, poniendo sus dos manos sobre mi
cabeza.
Ya habíamos terminado nuestra conferencia. Desde afuera, los que aguardaban atentos,
entraron cerca de nosotros.
Monseñor de Meriño se despidió poco después.
Le oí hablar con los míos, mientras que, acompañado por ellos, se alejaba.
Luego el ruido de su coche me hizo comprender que no estaba en la casa.
Yo había quedado como hipnotizada por aquella presencia; por aquella conversación.
Parecíame que la voz de mi ilustre confesor resonaba aún en mis oídos.
Cuando volvieron mis familiares donde mí, me encontraron abstraída. Estaban encan-
tados de la bondad, de la gran amabilidad del noble arzobispo; y conmovidos por el interés
que se tomaba por mí.

VIII
Desde esa tarde memorable quedó cimentada la gran amistad que me ligó a Monseñor
de Meriño. Con Monseñor, a secas, como le llamé desde entonces y continuaré llamándole
aquí.
Esa amistad tan rara que nada alteró jamás; amistad excepcional, porque fue de alma
a alma, por completo desinteresada e inmaterial, llena de paternal entusiasmo de parte
de él por mí; de veneración filial y de santa ternura de la mía a él. El mundo ha celebrado
muchas amistades, pero ninguna fue más hermosa que la que Monseñor de Meriño y yo
nos profesamos.
Jamás vio él en mí una mujer joven y que muchos encontraban atrayente, sino un alma
de mujer de la más pura esencia; alma que él idealizaba; encarnada en un cuerpo frágil,
delicado, doliente, casi siempre, el cual le inspiró siempre también, afectuosa compasión.
Mi fragilidad física le hacía admirar más mi espíritu y después que yo me hube fortalecido
moralmente y que me encontró enérgica, a pesar de todas mis dolencias: “Es Ud. heroica,
hijita mía”, díjome en ciertas circunstancias especiales de mi vida. “Yo que soy un elefante,
a su lado, no soportaría lo que usted resiste”.
Otras veces me decía enternecido:
“Su alma es demasiado grande para que pueda caber en ese cuerpecito delicado, sin
lastimarlo. Esa es la causa de su enfermedad. ¡Su corazón es tan vasto que le hace desear abrir
los brazos para abarcar a la humanidad entera y unirla en un estrecho abrazo de amor!”.
Yo agradecería profundamente a Monseñor ese afecto tan puro, esa estimación tan alta y
cada día trataba de corresponder mejor a la idea que él tenía formada de mi espiritualidad.

220
AMELIA FRANCASCI  |  MONSEÑOR DE MERIÑO ÍNTIMO

IX
Mi ilustre amigo cumplió su promesa de volver a verme en la semana siguiente.
Esa vez me encontró sentada en un sillón, rodeada de menos almohadas, con
mejor semblante y mucho menos abatida. Al verle todos se alegraron y yo me conmoví
infinitamente.
¡Qué complacido estuvo él, al notar la mejoría innegable que en los días que no me viera
se había producido en mí!
Mostróse tan satisfecho y me felicitó tan cordialmente, que yo me alegré por él.
Esa impresión de satisfacción gratísima dominó en todo el curso de la visita.
Monseñor estuvo contento y hasta bromista. A cada cual de los que estaban conmigo, dijo
algo agradable; a mí me habló de flores, viendo el lindo ramo que lucía sobre mi mesita de
noche; como le dijeron que yo amaba el campo, extendióse acerca de las delicias campestres,
animándome para que tratara de reponerme pronto y fuera a alguna quinta a respirar aire
más puro que el de mi casa.
Estuvo encantador. Así le encontraron mis familiares, con los cuales se mostró lleno de
atenciones.
Por un momento nos dejaron solos. Él lo aprovechó para decirme dulcemente:
“Hija mía, usted me parece muy alentada. ¿Es cierto que mejora? ¿y esa tristeza, esa
misantropía no han vuelto a molestarla?”.
Le contesté que no. Yo estaba melancólica, pero no desesperada.
Hago todo esfuerzo por sobreponerme a mi mal, por corresponder siquiera de ese modo
a su bondad para conmigo, Monseñor.
¡Usted merece cuanto yo pueda hacer y cuente conmigo! Se lo repito. No la abandonaré.
Si mis muchas atenciones me imposibilitan el venir con frecuencia a inspirarle ánimo, escrí-
bame. Llámeme sin cuidado si lo cree necesario, y aquí me tendrá para sostenerla.
Prometí lo que él me pidiera, y muy luego nos dejó a mis deudos y a mí altamente re-
conocidos de esa segunda visita.
En la intimidad era el hombre más agradable, más complaciente, más fácil de contentar
por sus gustos sencillos y sus costumbres ordenadas. Como yo estaba relacionada con su
familia, sabía por ella todo esto y mayor mérito le hallaba, porque conocía a muchos que
siendo pequeños y solamente por creerse importantes, hacen expiar a los de su casa, las
complacencias que tienen con los que no lo son.

X
Continuó mi gran amigo yendo a verme, un día en cada semana, por algún tiempo.
Yo había ido mejorando, lentamente, hasta que llegué a adquirir el súmmun de fuer-
zas que podía yo alcanzar; lo cual no era mucho. Desde mi adolescencia fui delicadísima
de salud, por haber contraído una enfermedad nerviosa, que me dejó una sensibilidad
extremada, durante una gravísima dolencia de mi padre Rafael de Marchena y De Sola, a
quien yo quería mucho. Fueron tantas mis noches de vigilia cerca de su lecho que perdí,
casi completamente, la facultad de dormir. El insomnio casi constante alteró profunda-
mente mi salud.
Esa excesiva sensibilidad mía ha hecho el martirio de mi vida.
Mientras tuve seres que me amaran, a mi alrededor y aun a distancia, como el noble arzobispo
y otros muy grandes y nobles amigos míos, cuya estimación por mí fue altísima, sufrí mucho,

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

pero tuve grandes consuelos; más tarde, ¡ah! ¡mi sufrimiento ha sido horrible! ¿Hay quien
tenga conciencia de esa impresionabilidad mía, que todo lastima, que todo exaspera?
...............................................................................................................

Monseñor no me creía curada. Él había sabido comprender mi mal, y por eso no me


abandonaba.
Sus visitas eran recibidas con tanto placer por los de mi casa y por mí con tan dulce
satisfacción, que él no veía inconveniente en prolongarlas todo lo más que pudiera.
De ese modo llegó a establecerse una intimidad casi familiar entre nosotros. Le escribí
algunas veces como él me lo había pedido, muy tímidamente al principio; luego con mayor
confianza. Él me contestaba presentándose.
Mi afecto por él había ido aumentando a medida que le trataba. Lo repito. Era
su alma la que me inspiraba un entusiasmo de veneración: sí, el alma de ese hombre
que fue grande, no por un capricho de la fortuna, sino porque nació para serlo; porque
para ello le dotó Dios con tan relevantes prendas; que pudo pecar en su vida, porque
¿qué ser humano formado de vil arcilla, condenado por la culpa original a una mísera
condición, ha dejado de pecar alguna vez? Pero, en medio de su pecado, fue noble
siempre, porque la nobleza era innata en él. Jamás en Monseñor de Meriño se conoció
mezquindad de ninguna, de esas que tanto afean el carácter de muchos grandes hom-
bres. La caridad que se albergó en su alma, sobre todo después de ser consagrado, fue
una caridad sublime; una caridad que lo purificó reivindicándole, fue la verdadera
caridad cristiana la que practicara, silenciosamente; sin alarde alguno, con sencillez y
absoluta discreción. Una virtud que le inclinó a darse a todos indistintamente; a sus
amigos y a sus enemigos, cuando solicitaron sus auxilios, a los buenos y a los malos,
en la adversidad, sin lastimadoras preferencias, a ser misericordioso con los débiles de
voluntad como con los desheredados de la suerte.
Un día, oyendo hablar de los tormentos que ocasionara a un rico, muy notable, su for-
tuna, exclamó con profunda satisfacción.
“Loado sea Dios por la gracia que me ha hecho de ignorar las preocupaciones que con-
lleva la riqueza. Siempre he tenido lo necesario para gastar y ni una sola noche, por toda mi
vida, he sido desvelado por asuntos de dinero”.
Decía él esto cándidamente, olvidando que bien hubiera podido poseer un rico peculio
que le constituyeran los bienes heredados y los adquiridos noblemente, durante su larga
carrera tanto civil como eclesiástica, si cuanto le venía a manos, no lo hubiera repartido con
el mayor desprendimiento, entre los suyos, con los pobres, con todo aquel que recurrió a su
generosidad. Y esto hasta el punto de privarse él mismo de ciertas legítimas satisfacciones
por falta de dinero. Lo que digo me consta porque tuve ocasión de saberlo personalmente.
Cuando más tarde, hízome su agente para efectuar compras de cosas necesarias a su
ejercicio de caridad, o para obsequios a sus protegidos, solía yo reñirle como riñe una hijita
mimada a su papá demasiado pródigo, reía él de buena gana y apretándome las manos y
mirándome bien en los ojos, me decía:
¡No me regañe mi madrecita! ¿Qué quiere usted? Cuando yo era muchacho, no me
entraba la aritmética. Hoy… ¡soy viejo!
Supe una vez, por persona autorizada para saberlo, que una señora conocida en la so-
ciedad, fue una noche al palacio de Monseñor, muy embozada en un amplio manto negro y

222
AMELIA FRANCASCI  |  MONSEÑOR DE MERIÑO ÍNTIMO

aparentando la más modesta condición. Pidió una audiencia al prelado y cuando la obtuvo
le contó una historia triste, en tono lacrimoso y muy doliente. Monseñor no necesitaba más
para conmoverse. La señora solicitó de él cien pesos, diciendo que los necesitaba con urgen-
cia para salvar a su marido de una gran vergüenza. Le fueron acordados, tal vez dejando
exhausto el bolsillo del gran arzobispo.
Tres días después fue a verle la amiga que me relató el episodio y le dijo:
Monseñor: ¿sabe usted quiénes estaban muy elegantes en el baile de anoche, acompa-
ñadas por el papá y por la mamá, también lujosamente ataviadas? Las niñas de doña C., la
que vino a llorar para conseguir de usted una suma. Esa misma noche, al salir de aquí, se
fue a tiendas para hacer las compras de trajes para la fiesta.
Monseñor quedó algo mohíno, al oír lo que le referían; pero fue un instante. Luego
alzando la cabeza y con uno de sus nobles gestos exclamó:
Está bueno, sí. ¡Esa señora se burló de mí, pero eso me duele menos que si, necesitando ella
realmente del socorro que me pedía, yo se lo hubiera negado, humillándola y afligiéndola!
Ese rasgo pinta a Monseñor de Meriño. Por su extremada generosidad, por su caridad
tan noble, el gran arzobispo, al presentarse ante la justicia divina, ha debido rescatar su más
grave culpa; alcanzar la eterna redención.

XI
Había yo recibido de París un par de jarroncillos japoneses, auténticos; monería muy de
moda entonces en la gran villa –en donde Pierre Lotí había introducido por medio de sus
narraciones sobre el Japón–. Hice obsequio de uno de los jarroncillos con un ramo de flores
primoroso a mi ilustre amigo, para su oratorio.
Agradeciómelo él en una esquela que se ha perdido; no sé cómo.
Semanas más tarde, le envié otro regalo, al que correspondió con una carta que era una pe-
queña joya literaria, la cual no he encontrado tampoco y cuyo texto no recuerdo exactamente.
El segundo obsequio fue motivado por la siguiente circunstancia: conversando en casa con
nosotros, y usando de la confianza que ya le inspirábamos, nos preguntó dónde podría con-
seguir ciertos objetos de tocador que le eran necesarios. Contestósele que nos informaríamos
para darle aviso. Pero al siguiente día los encontré tan de mi gusto, que enlazándolos entre
flores, se los envié en un bonito cesto; para hacérselos aceptar mejor. Él los halló lindísimos
y por eso escribió su bella carta. En resumen me decía que yo poseía un don admirable para
enlazar con flores los corazones de aquellos que, como él, eran honrados con mi afecto; que
el suyo era mi esclavo voluntario.
Tuvo él que hacer una visita pastoral a las provincias del Cibao. Su ausencia debía durar
algo más de un mes. Fue a anunciárnoslo y a despedirse de nosotros.
La noticia de ese viaje me entristeció tanto que hube de manifestárselo. Él se conmovió
y me dijo:
Mire, Amelia, hija mía, (desde que yo había mejorado me llamaba así) yo he pensado
mucho en usted desde que resolví esa visita inaplazable que ya debía yo haber hecho. Sí; he
pensado y crea que con toda el alma siento ausentarme por usted. Temo que recaiga usted
en sus tristezas, porque sé que no está usted curada de ellas. Su espíritu enérgico ha reaccio-
nado entre su extremada melancolía; parece usted serena, pero no dudo que ella reaparezca
a la menor contrariedad. Y pensando en ello, he buscado y creo haber encontrado un medio
de distraerla. Escuche usted bien. Pues bueno: abra para mí solo, una especie de Diario que

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usted redactará con toda sinceridad de mujer, cada día me dirá usted en él sus impresiones,
lo que le ocurra; hablará usted conmigo. De ese modo mi ausencia será más soportable para
usted y le parecerá más breve. ¿Le parece bien mi idea? ¿La pondrá usted en práctica? Diga,
hijita mía.
Sí, Monseñor, contesté tristemente. Bástame que usted lo desee y me lo aconseje; pero
¡ay! ¡qué diferencia!…
¡Es verdad, hija mía! Lo comprendo. ¡Estando lejos no podré yo asistirla, si le ocurre
algo, como si me hallara aquí! Pero hay que saber resignarse ante la necesidad de las cosas.
Ensaye usted, hija mía y se convencerá de que tengo razón.
Monseñor partió. Al día siguiente comencé a redactar mi Diario. De éste habló él mucho
en las cartas que después me escribiera y que reproduciré luego aquí; tratando de hacerlo,
lo más posible, en orden cronológico, empleando otro orden solamente si es oportuno en
mi intención.
Tuvo razón mi ilustre amigo al aconsejarme que le escribiera diariamente y hasta su
vuelta.
El tiempo me pareció menos largo. Pasó, y Monseñor volvió de su viaje.
De ese modo comenzó él a inclinarme a la literatura; halagando así mis secretas aspi-
raciones literarias.
A su regreso le envié lo que tenía escrito para él. Iba guardado el cuadernillo en una
cajita de terciopelo muy bonita. Copiaré en la segunda parte de esta obra, que principiaré
en breve, la carta por la cual correspondió él este envío.
Él quiso que yo continuara escribiéndole en esa forma indirecta y de ese modo se han
reunido muchos cuadernillos que conservo, ni sé cómo, porque hele dado tan poca impor-
tancia a lo que escribí, que jamás lo he revisado, así no hubiera sido sino por curiosidad.
Cada día, a medida que se iba interesando en la lectura de mis impresiones, me instaba
con mayor empeño para que escribiera algo para el público, encontrándome talento y gusto
estético, decía él. Ya he narrado sobradamente en mi Historia de una Novela la resistencia que
hice a ese deseo de Monseñor. Tenía miedo al público; era demasiado tímida para exponerme
a las críticas que tenía la seguridad de merecer si escribía alguna cosa. Mi ilustre amigo fue
dominando esa timidez, sin vencerla enteramente –aún perdura– ¡haciendo que mi esposo
publicara, sin mi consentimiento, lo primero que apareció firmado por mí!
Lo que se proponía Monseñor era encontrar un recurso contra mi tristeza; proporcio-
narme una distracción poderosa, por medio de un trabajo que me interesara el espíritu y le
absorbiera, si era posible.
Y lo consiguió muchas veces porque, cuando escribo, salgo un poco de mí misma. Me
identifico con el personaje que quiero retratar o crear y me olvido de mí. En los momento
actuales, desde hace casi un mes que estoy redactando en ratos desocupados estas memo-
rias, vivo, por decirlo así, con Monseñor de Meriño presente; tengo su retrato a la vista y
al escribir lo contemplo. Paréceme que en realidad veo a mi verdadero amigo; que lo estoy
oyendo; que le hablo y que él me escucha con atención afectuosa: con bondadoso interés.
Por eso me he extendido tanto hablando aquí de mí, a pesar mío, contra mi propio querer,
más dominada por mis recuerdos tan gratos y tan tristes al mismo tiempo. Mi memoria me
representa tan fielmente los detalles minuciosos que he dado sobre mis primeras entrevistas
con Monseñor, que la pluma ha corrido, ha corrido; y no he sabido detenerla.
...............................................................................................................

224
AMELIA FRANCASCI  |  MONSEÑOR DE MERIÑO ÍNTIMO

Dedico este trabajo al Reverendo Canónigo, Don Rafael C. Castellanos;


(el querido Rafaelito de mi ilustre amigo) conozco, hace tiempo,
el amor y el reconocimiento profundos de este buen discípulo del gran arzobispo,
por el que fue su mentor y su padre espiritual.
Las cartas autógrafas de Monseñor de Meriño para mí, también las depositaré
en las manos del que hoy es mi estimadísimo amigo,
segura de que él sabrá conservarlas como preciosa reliquia.

II Parte
XII
Al principiar la segunda parte de estas memorias, debo acusarme de una grave falta de
respecto de la verdad histórica, cometida al finalizar la primera. Es cuando digo que la redac-
ción de mi Diario hizo breve para mí el tiempo de la ausencia de mi amadísimo Pastor.
Consiste mi excusa en que, en las presentes páginas había querido no presentar en lugar
importante otra figura que la del que me las ha inspirado. Pero es imposible, deseando ser
exacta al narrar una historia de la época de mi vida más accidentada. Época en la que entraron
tantos elementos distintos: el comercio, la literatura, la política; acontecimientos de familia
que cambiaron, hasta cierto punto, la paz de mi espíritu. Todo esto me obliga a hablar de
personalidades que nada quitan al relieve de la que tanto quiero honrar al escribir; antes por
el contrario, pueden contribuir aunque sea indirectamente a ponerla más de manifiesto.
La verdad es que después de la partida de mi ilustre amigo quedé tan triste que se temió
verme caer de nuevo en mi pasado estado. Principié a redactar mis notas para el ausente,
pero con una melancolía que me hacía encontrar el cielo nublado, el sol pálido, el ambiente
poco agradable, la vida sin aliciente alguno. Añadióse a esto una fuerte afección bronquial
que amenazó castigar mis pulmones siempre delicados.
El más inquieto, entre los míos, fue mi hermano Eugenio*. Tenía él nociones de medici-
na; era muy aficionado al arte de Esculapio y muchas veces servía de galeno en la familia.
Conmigo no se atrevía a tanto por creerme enferma de un género distinto a los que él curaba.
Era yo como quien dice su hija predilecta. Desde pequeñita le había yo querido en extremo,
obedeciéndole y sometiéndome a él en todo. Él me correspondía con su afecto y su alta es-
tima, lo cual era mucho, dado su carácter reservado y poco inclinado a la confianza.
Como yo no tuviera médico a decir verdad para asistirme, porque tan solo en consulta
era que aceptaba uno que otro, como sucediera en la pasada crisis, desde que, primero por
enfermedad y luego por ausencia indefinida, nos faltaba aquel que nos atendía a mi esposo
y a mí desde mucho antes de nuestro matrimonio, empeñóse él en que recibiese y conservase
en calidad de facultativo a Don Emiliano Tejera, cuyos conocimientos médicos le inspiraban
absoluta confianza.
Siendo muy amigo suyo, ya le había él consultado para mí en otras ocasiones. Así es
que Don Emiliano me conocía como enferma aunque no me hubiera visto. Aseguraba que
podía mejorarme y estaba dispuesto a cuidar de mí.
No pude negarme a la solicitud de mi afectuoso hermano y condescendí en que me
presentase a su gran amigo.

*Eugenio de Marchena, comerciante, escritor, secretario de varias sociedades comerciales, filántropo, masón de
alto grado. Muerto en 1895, a los 48 años de edad.
(Nuestro abuelo, casado con Adelaida Damirón y Burgos).

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Trátale, díjome Eugenio, como a tu médico anterior. Para lo moral y para lo físico, confía
en él. Es hombre que merece tu confianza.
Así recomendado, entró, como si dijéramos, en mi intimidad, el que debía ser, aunque
en orden muy distinto, el émulo en mi amistad de Monseñor de Meriño: sin que jamás
hiciera perder a éste un ápice de su dulce influencia sobre mí, ni la menor partícula de mi
veneración afectuosa por él.
De fama conocía yo hacía tiempo a Don Emiliano; y sabía de su carácter excéntrico y
caprichoso, de su gran reserva, dudaba mucho de serle simpática. Pensé en que nuestras
relaciones tendrían, por ese motivo, escasa duración.
¡Qué rara encontré, pues, y que gratamente satisfactoria la bondad que él me demostró
desde el primer día de nuestras entrevistas! ¡Cuánto interés le merecí!
¡Sí! Don Emiliano Tejera, el sabio, el así llamado hasta en el extranjero por su extraordi-
naria inteligencia, por sus vastísimos estudios generales, por su profunda ciencia económica
y por todo; fue para mí tan cariñoso, tan espontáneo, tan sencillo, como lo fuera el mismo
Monseñor de Meriño.
Durante mi enfermedad fue a verme diariamente, y cerca de mí pasaba horas enteras.
Al cabo de una semana, me decía, admirado él mismo al oírse:
Amelia, (su edad y sus condiciones le permitían llamarme así sencillamente) ¡qué extraño
es eso! ¡Apenas hace algunos días que la trato y me parece sin embargo que la conozco de
toda la vida! ¡Es usted una maga, de seguro! ¿Conquistarme así, a mí, un hombre tan rebelde
a la confianza y tan poco formado para inspirarla? ¡Es un prodigio este!
Y reía, con una risa que iluminaba su melancólico y sereno semblante; una risa que ha-
cía fulgurar sus ojos, que tan bellos habían sido, pero que importuna miopía velaba tiempo
hacía, y lucía su perfecta dentadura, en un rostro fresco, abierto a la expansión. Yo calificaba
esa risa de iluminadora.
Don Emiliano añadió, melancólico, otra vez:
Sí, usted me ha conquistado. Su sinceridad tan rara; la sencillez de su alma; su clara in-
teligencia; su gran corazón; toda su espiritualidad han operado el milagro. Es usted para mí
como una hermanita, casi como una hijita; no sé. Lo que sé es que temo quererla demasiado
y que mi amistad la importune. Es difícil que un ser como yo inspire gran simpatía a otro
de las condiciones de usted, muy poco afecto puedo esperar de usted y sufriría de quererla
yo mucho, porque, a pesar de mi apariencia adusta, ¡soy sensible, Amelia! Usted lo estará
comprendiendo, ¿no es verdad? ¿Lo reconoce usted?
Sí, Don Emiliano: contesté muy conmovida, compadecida íntimamente de aquella deso-
lación moral que adivinaba. ¡Sí! Lo he reconocido. Y por eso es que le prometo ser para usted
una amiga afectuosísima. No sé querer sino a los seres sensibles. La sequedad de corazón
me mortifica. Me repele, por decirlo así.

XIII
Las prescripciones médicas de mi nuevo amigo habían mejorado mucho mi salud. La
bronquitis iba pasando; mis pulmones se fortalecían en tanto y mi melancolía era dulce y
soportable, gracias al afectuoso empeño que se ponía en disiparla. Don Emiliano no hacía
ya visitas diarias, por ser innecesario, pero cada semana le veía llegar dos o tres veces en
las mañanas y permanecer conmigo conversando, largas horas. Ya era yo para él la reina
Esther.

226
AMELIA FRANCASCI  |  MONSEÑOR DE MERIÑO ÍNTIMO

—¿Qué tiene de común mi triste personalidad, Don Emiliano, con la de la bella esposa
escogida por el rey Asuero?
—Voy a decirle, Amelia: usted encarna, para mí, toda la poesía que puede caber en una
mujer.
—Muchas gracias.
—Y la reina Esther es uno de los tipos de los tiempos bíblicos que yo he encontrado
siempre más interesante.
—De acuerdo.
—Y como ella era judía y usted desciende de esa raza Sefardita.
—Es verdad.
—Yo creo en la transmigración de las almas y he imaginado que el alma de Esther vivía
en usted.
—Perfecto.
—¿No quiere usted que yo la llame así?
—Eso me halaga mucho, Don Emiliano, pero no lo haga delante de nadie, porque…
—Se lo que va usted a decirme. Que me llamarán ciego y no miope. Ese es su tema.
Pues no. Verdad es que mi miopía no me la deja ver enteramente natural, pero su alma está
visible en usted.
—¿Tan mal tiene usted la vista, Don Emiliano?
—Muy mal. Usted está a bien corta distancia de mí y sin embargo no la distingo sino
como al través de un velo transparente.
—Por eso me poetiza usted, dije en tono de broma, pero conmovida por la triste
declaración.
—Esta miopía, continuó Don Emiliano, melancólicamente, a pesar de su habitual estoi-
cismo, esta miopía me ha hecho daño. Yo valdría el doble sin ella. Me ha perjudicado para
muchas cosas. A corta distancia soy casi ciego.
¡Qué pena tuve! Nada dije, pero comprendí y compadecí muchas de las excentricidades
de que acusaban a mi pobre amigo reciente y que a su enfermedad debían imputarse más
que a él.
Y sentí verdadero afecto por quien era víctima de tal infelicidad.
Desde nuestras primeras conversaciones hablaba yo de Monseñor de Meriño a Don
Emiliano. Decíale el entusiasta sentimiento que el ilustre ausente me inspiraba y cómo era
correspondido.
Tan pronto pude escribir volví a la redacción de mi Diario y narraba todo lo que me
reunía a mi noble corresponsal.
“¡Qué grato es esto! le decía. ¡Y qué grato para mí!”.
Manifestábale mi impaciencia mayor de verle regresar y cómo contaba los días que fal-
taban para su vuelta. Entre él y Don Emiliano estaba yo bien sostenida. Ambos formarían,
para servirme de firme apoyo en mis venideros desfallecimientos de cuerpo y de alma, un
sólido bastón.
¡Cuánto me tardaba verles reunidos en mi casa cerca de mí!
¡Loca ilusión, como todas las formuladas y acariciadas en mi vida!
Monseñor de Meriño no podía contestarme. Hasta su regreso no vería mis comunica-
ciones; pero Don Emiliano respondió por él, echando por tierra mi vana esperanza, con un
golpe rudo.

227
COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

En vísperas de la vuelta de mi amado amigo, expreséle mi contento y mi anheloso afán


de verles cuanto antes, reunidos a mi lado, tan pronto me visitara el esperado.
Eso no puede ser, Amelia; díjome él muy serio y con tristeza. Lo siento por usted.
¿Por qué don Emiliano? ¿Qué pasa? ¿Temerá usted que yo me muestre en presencia de
Monseñor menos buena amiga de usted que ahora en su ausencia?
No Amelia; no es eso. Es que el padre Meriño y yo no estamos bien.
¿Qué no están bien? ¿Qué significa?
Hace tiempo que rompimos.
Don Emiliano, usted no me había dicho nada de esa enemistad. Y sin embargo yo le
hablaba de Monseñor diariamente.
Me daba pena. Estaba usted enferma y yo temía hacerle mal, ¡la veía tan entusiasmada!
¡Sí, temía! Y que usted me quisiera mal a mí por no ser amigo de él.
Don Emiliano, Don Emiliano, cuánto sufro con lo que usted me revela; pero no me con-
formo, ¡no! ¡Qué me importa lo que a ustedes les separó! ¡Es necesario que ahora se unan otra
vez! Es necesario, si ustedes me quieren ambos, como lo decantan. ¡Yo no podría vivir sino
martirizada entre usted y Monseñor, enemigos! ¿No ha querido usted meterse de intruso en
mi corazón? Pues es preciso sufrir las consecuencias de ello. ¡Yo quiero unir en mis débiles
manos las diestras de ustedes! ¡Complázcame, Don Emiliano!
¡No se empeñe, Amelia! Sabía que usted iba a sufrir y por eso callaba. ¡Pero no tema!
¡No haré daño nunca al que usted quiere tanto! ¡Tenga usted la seguridad de ello!
Callé abatida. Don Emiliano se retiró tristemente, pensando sin duda que mi amistad
para él se resentiría de sus declaraciones.
No fue así, como tampoco que yo, derrotada una vez, me diera por vencida completa-
mente. Propúseme aguardar una ocasión favorable para volver a la carga y triunfar.
Monseñor de Meriño regresó.
Tardó días en ir a vernos. La afluencia de visitantes que iban a darle la bienvenida,
impedíale salir de palacio. Fue un expreso a saludarle y me trajo mil recados de su parte.
Encontróle rodeado, pero él le aseguró que pronto nos visitaría.
Así lo efectuó.
¡Cuánto placer tuve en recibirle! Y él ¡cuánta satisfacción en verme más restablecida y
ya ocupada en los asuntos de mi casa!
Habíale dicho mi esposo que a Don Emiliano se debía mi restablecimiento después de
una seria enfermedad. Él nada contestó. Había comenzado a leer mi Diario y ya lo sabía todo
porque yo quise, a pesar de las revelaciones de mi nuevo amigo, que Monseñor no ignorara
lo que anhelaba mi corazón respecto de él y del que era mi médico actual.
Comprendí su reserva y la imité.
¡Era tan distinto lo que ocurría de lo que yo imaginara a la vuelta de mi tan querido amigo!
Don Emiliano espació sus visitas a mi casa y luego se fue al campo como lo acostumbrara
anualmente a pasar una temporada de tres meses, salvo alguna circunstancia que le hiciera
volver antes. Decíame él que eso le daba vida por el resto del año, por convenir a su salud
delicada y a su constitución poca robusta, además de que allí se entregaba a ocupaciones
agrícolas que eran un encanto para su alma.
No me olvidaba. Aunque no escribiera, siento poco afecto a las correspondencias epis-
tolares, estaba yo convencida de que su admiración por mí no variaba. Como no disminuía
mi gratitud por él no permitiéndome su carácter especial, indiferente a toda exterioridad,

228
AMELIA FRANCASCI  |  MONSEÑOR DE MERIÑO ÍNTIMO

darle muestras materiales de mis sentimientos, por medio de obsequios y otras atenciones,
desquitábame con su familia. Quise ser, y lo fui, la más afectuosa amiga de su esposa, la dulce
y abnegada Doña Clara, hermosa personificación de la mansedumbre y de la bondad; la
madrinita amorosa de sus pequeñuelos que hasta a saltos me encontraron siempre maternal.
Ellos me correspondían con afecto. La confianza que les inspiraba me lo probaba así y yo
cada día les quería más sabiendo que Don Emiliano me lo agradecía, siendo un tierno en el
fondo de su corazón para los suyos y para mí.
¡Sí! ¡Un tierno, a pesar de su aparente sequedad! Creo, y con convicción muy honda
puedo afirmarlo, que su escasa vista era la causa de que se le juzgara muy otro de lo que
hubiera parecido gozando de tan preciosa facultad en toda su plenitud.
¡Pobre amigo mío! Mi afecto por él era un reflejo del que le inspiré. No nació de simpatía
espontánea; puedo decir, como el que experimenté por Monseñor de Meriño; pero mi com-
pasión por su desventura lo aumentó y el estoicismo con que él soportaba esto acrecentó la
admiración que me mereciera.
Más tarde explicaré estos dos afectos que ocupan tan gran lugar en mi corazón, sin
combatirse, siendo tan puro y desinteresado el uno como el otro.
Ahora vuelvo a Monseñor de Meriño.

XIV
Por complacerle continuaba yo redactando mi Diario para él y de ese modo sabía mi
ilustre amigo lo afanosa que era mi vida. Y como no ignorara que mis frecuentes enfermeda-
des tenían siempre por causa excesos de fatiga o grandes disgustos, y por lo regular ambas
cosas acumuladas, me escribía lo siguiente en 1891 en la que llamaré:

Carta primera
Amelia, cara y apreciada hija mía:
Esta tarde iba a tener el placer de verla. Hasta hice venir el coche, que me aguardó más de
media hora. Pero el viento era insoportable; y el polvo ahoga a uno hasta dentro de la casa.
Iré otro día.
Y como iba, leí su último cuadernillo, con la intención de llevarlos todos y de echar unos
párrafos referentes a ellos. Se los mando aunque no voy.
¡Mientras tanto, aliéntese! ¡Sacuda a plumadas la tristeza y adelante! Continúe su diario.
Cuando vi el cofrecito que lo contenía, dije para mí: ¡Es a propósito; encierra joyas del
alma!
Y ¡cuán grato me es leer esas páginas en las que usted se me viene a los ojos, tal cual
es, con la mayor naturalidad! ¡Lástima que viva usted tan llena de atenciones, no pudiendo
disponer de más tiempo para escribir! ¡Las naturalezas puras de artistas como es la suya,
deberían ser libres y no celebrar otras nupcias que las santas del espíritu con la luz que las
seduce y cautiva!
Y ¡me despido! O mejor, supóngame allá y hábleme mucho en su Diario.
Su afectísimo Q. B. S. M.
Padre Meriño.
Monseñor no exageraba al apenarse por mi condición. En realidad yo era esclava verdadera
de mil deberes, superiores a mis débiles fuerzas físicas. Pocos días antes había él estado en

229
COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

casa y le dijeron que yo confeccionaba la comida de la tarde, no teniendo sirvienta. A penas


pudo verme. Retiróse por temor de molestarme en mis faenas. Supe que se había propuesto
no volver a esa hora por no molestarme, así ocupada en tareas que comprometían mi salud
y tan poco conformes a mis aptitudes naturales.
Ese día le había prometido estar libre para recibirlo antes de las cinco y por eso iba.
De nuestras primeras entrevistas, había conservado una impresión penosísima al verme
tan enferma y desesperada. El miedo de que yo recayera en aquel estado, del que con tanta
dificultad había salido, le movía a repetirme constantemente, tan pronto tuviera noticia de
que yo volvía a descuidarme para consagrar toda mi atención y mis esfuerzos al cumpli-
miento de mis compromisos abrumadores:
—¡Amelia, por Dios, cuídese! ¡No olvide que es usted muy delicada!
¡Cuídese por Dios, hija mía!

XV
Poco después recibía yo esta otra carta, a que dio motivo un asunto de familia, sobre el
cual fue él consultado y del que yo le diera parte en mis periódicas comunicaciones.

Carta segunda
Mi nobilísima y querida Amelia:
Acabo de leer las cortas páginas de su Diario de ayer tarde y de hoy.
¡Tranquilícese, hija mía! Nada hay en ellas que pueda preocuparla con razón y, menos
aún, hacerla sufrir. ¡Cuide sus nervios, amiga mía!
...............................................................................................................

Esos puntos suspensivos reemplazan unos párrafos en que él me hablaba del asunto que
causaba mi mortificación. Respecto del caso, dábame su opinión franca. Y continuaba:
—¡No, no! No he mencionado a usted sino como debo hacerlo y usted lo merece; para
honrarla y hacerla amar más y más de los suyos y de los extraños. ¡Sí! Confieso que hablé a
mi ahijado A. y a la esposa de éste de su novela; la que yo sólo conozco. Y ¿por qué no deja
usted que su corazón diga lo que siente? Después de haber leído esa obra suya, ¡lamento más
profundamente no haberla tratado diez años antes! ¡Juro que no sería usted una enferma, y
que ya se habrían cosechado preciosos frutos de su fecundo talento!
Suyo del alma,
Padre Meriño.
Siempre tuve que agradecer a mi amadísimo amigo esa prueba de desinterés en su
amistad. Lejos de demostrar el egoísmo afectuoso de otros que no quieren sufrir revalidar
ni aún en sentimientos de familia, él se empeñaba en hacerme querer como él me quería, en
que se me estimara y conociera de igual modo.
Así también señalaba a mi particular aprecio a aquellos preferidos de su corazón tan
noble. Por él conocí yo y estimé los altos méritos del que es hoy su sucesor en la silla archie-
piscopal; su Señoría Ilustrísima, Monseñor Adolfo Alejandro Nouel.
El padre Adolfo, decíame Monseñor de Meriño, en los últimos años de nuestra amistad;
el padre Adolfo ¿usted no le conoce, Amelia? Es para mí un hijo. ¡No sabe usted cuánto me
alegro de que sea persona grata a la corte pontificia! Así podría lograrse fácilmente que se le

230
AMELIA FRANCASCI  |  MONSEÑOR DE MERIÑO ÍNTIMO

nombre mi coadjutor ahora, y después el que sea consagrado Arzobispo de Santo Domino.
Son mis votos por la iglesia y por él.
Dios quiso escucharle. Túvole de compañero y muy pronto le sucedió, como él lo deseaba.
Una de las más honradoras relaciones de las que me proporcionó mi ilustrísimo amigo
fue la de Don Manuel de Jesús Galván.
A su antiguo condiscípulo hacíale él de mí grandes elogios. Cuando se dio a la luz pública
mi novela Madre Culpable envió en mi nombre un ejemplar de la obra al insigne escritor y
jurisconsulto. Don Manuel me correspondió, dándome las gracias, en una de esas cartas que,
con gracia magistral, solía él escribir. Pedíame el permiso para visitarme, a insinuación de
Monseñor, y galantemente me rindió homenaje. Su primera visita inició una amistad, para
mi gratísima, entre él y yo, durante años.
Mi querido arzobispo me decía, luego que vio el resultado de su noble iniciativa:
—Amelia, ¿se convence usted de que es una caprichosa? Por timidez se negaba a enviar
a Manuel su novela y mire cómo él le ha correspondido. ¿No le agrada el juicio que ha pu-
blicado respecto de ella? ¿Está satisfecha?
—¡Oh Monseñor! ¡Nunca esperé tanto! ¡La benevolencia de Don Manuel para conmigo
la debo a usted!
—¡Es que usted lo merece, hija mía! Usted merece esto. Y persuádase de que Manuel es
hombre capaz de apreciarla a usted. Él sabe estimarla.
Mi esposo me leyó el juicio del autor de Enriquillo, al mismo tiempo que las hermosas
páginas que Don Federico Henríquez y Carvajal dedicara a mi pobre obra. Habíanle halagado
mucho y, no pudiendo yo leer en esos días, halagóme también con dicha lectura.
—Federico, como me lo nombraba Monseñor de Meriño, al señalármelo como amigo
y antiguo discípulo suyo en más de una ocasión, fue siempre consecuente conmigo, esti-
mulándome en mis trabajos literarios. Hoy que le llamamos el Maestro de Maestros, soy su
deudora, puesto que le merezco un gran afecto y muchas atenciones.
En cuanto a Don Manuel de J. Galván, ¡cuán triste me es decir que la política puso sombra
en una amistad, llena de encantos para mí!
¡Sí! Esa política que he debido maldecir tantas veces porque ha alejado de mi lado a seres
queridos, ¡separados en bandos distintos! Por no encontrarse en mi casa con personas que la
frecuentaban y que, siendo de opinión contraria a la suya, juzgaba él como enemigos, dejó Don
Manuel de visitarme antes de su partida del país, ¡al que no volvió jamás! Él me creía enojada
por el juicio que emitiera respecto de mi novela Francisca Martinoff. A Monseñor, nuestro amigo
tan respetado, encargué yo de desengañarle y dile a él mismo muchas pruebas de lo contrario;
hasta que él reconoció mi generosidad, como decía en una de sus cartas que conservo.
En la última visita que me hiciera, confesóme lo que llevo dicho anteriormente, queján-
dose amargamente de mis amigos que tanto daño le hicieran después del 26 de Abril.
Recuerdo que lloré ese día en su presencia; por la pena que me causaron sus palabras.
No volví a verle más, porque se ausentó; y a poco murió en Puerto Rico.

XVI
Continuaré refiriéndome a lo que me escribía Monseñor en lo que llamo aquí carta
segunda.
Hablaba él de una novela. Era esta otra, aún anterior a aquella sobre la cual calqué mi Madre
Culpable extendiéndola. Escrita en plena adolescencia, le admiró por la profundidad de ciertos

231
COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

pensamientos y la exactitud de algunas descripciones y por el estilo, bastante original, da-


dos mis pocos años y mi ninguna preparación. Esto lo decía él. Yo no le encontraba mérito
alguno y como contenía algunos episodios, que podían suponerse vividos y disgustase a la
familia, preferí destruirla, a pesar de la voluntad de mi ilustre amigo. De ella extraje unas
páginas que me servirían para otros trabajos ulteriores.
En cuanto a su firme creencia de que yo, consagrada desde la época en que él deseaba
haberme convertido a una vida de arte puro y sin trabas para desarrollar por completo mis
facultades intelectuales, había sido otra enteramente distinta, tanto psicológicamente como
en lo moral, esa era inarraigable. La misma absoluta convicción tenía Don Emiliano Tejera
y es posible que ellos no se equivocaran. Mi nerviosidad por amor al retiro; mi disgusto del
bullicio del mundo, todo eso ha dependido de las circunstancias que en mi existencia han
tenido curso. El ambiente respirado de continuo, hostil a mi naturaleza toda, ha venido dis-
poniéndola desde temprana edad y no se jactaba Monseñor al asegurar que él hubiera podido
influir decisivamente en mi destino de haberme conocido antes. Mi hermano Eugenio, que
hacía de jefe de la familia por la enfermedad que postraba a mi ya viejo padre, le veneraba
a tal extremo y le tenía en tal concepto que yo misma pude creerle exagerado, cuando aún
no había experimentado el magnetismo del gran Meriño.
De haber empleado éste su elocuencia persuasiva para convencerle de que era una necesi-
dad vital para mí un cambio de ocupaciones, orientaciones distintas, mi hermano, que me quería
como he dicho; que me juzgaba inteligente y había tratado de inclinarme a escribir articulillos
para periódicos y cosas ligeras, siendo por sí mismo tan aficionado a las letras que cultivaba
con amor en sus ratos perdidos, cede probablemente a las instancias del que se proponía como
mi maestro y me permite toda libertad para el estudio y para la literatura.
Así me lo escribió, después que fue publicada Madre Culpable y que se la dediqué, acusándo-
se con dolor de haberme perjudicado en mi destino; por ignorancia de mis aptitudes. Fue un
admirador de mi novela. Su carta que encontré ha poco, entre otras muchas de esa época, me
conmovió el alma por la humildad y el gran afecto que en ella demostraba el pobre Eugenio.
¡Vivió tan corto tiempo después de eso! ¡Él que se proponía resarcirme, favoreciendo mi
labor futura literaria, todo lo más que pudiera, por el daño que decía haberme hecho!

XVII
Carta tercera
Amelia, mi apreciadísima amiga: le remito lo que le ofrecí ayer: las sabrosas cartas de
George Sand a Gustave Flaubert y las de éste a ella. No dudo que gozará leyéndolas y que
así distraerá algunos ratos.
Soy su muy afectísimo
Q. B. S. M.
Padre Meriño.
La víspera en la tarde, había él ido a casa. Hablamos de literatura. Díjome él de esas cartas
que acabada de leer. Le manifesté que la popular y fecunda escritora francesa me agradaba
por muchas de sus obras que conocía, pero que como mujer la interpretaba yo muy mal;
que no la entendía. Contestóme:
—Lea esa correspondencia. Se la voy a enviar. La madre de familia y la abuela se revelan
en ella admirables. Verá usted, Amelia, como la encantan.

232
AMELIA FRANCASCI  |  MONSEÑOR DE MERIÑO ÍNTIMO

Y así fue. George Sand es deliciosa en su vejez. Como ama de casa, como amiga:
¡como todo!
Cuando dije mi opinión a Monseñor, quedó él muy complacido. Así de ese modo cambiá-
bamos impresiones frecuentemente. Casi siempre estábamos de acuerdo sobre nuestras lecturas
de libros que yo le prestaba o con que él me favoreciera. Era un placer muy grande para mí.

Carta cuarta
—Amelia, mi muy querida y respetada hija:
Usted previó las dificultades que iba yo a tener para ir donde usted. Esta tarde no me
será posible sino llegar, verla y salir. Para eso, prefiero ir otro día. Lo que me priva del gran
placer de pasar un rato con usted es una atención impretermitible. ¡Pero aliéntese, hija mía!
¡No desmaye y levante el ánimo! ¡No puede usted imaginarse cuánto sentí ayer dejarla triste!
Su aflicción me conmovió el alma; afortunadamente, después la vi algo disipada y esto me
hizo apreciar más su carácter.
Su respetuoso amigo que tanto la distingue y admira.
Padre Meriño.
¡Sí! yo había llorado esa tarde y Monseñor se acusaba de mis lágrimas y por tal motivo, para
excusarse de nuevo, tenía tal empeño de volver a casa. Lo que dio lugar a todo fue lo siguiente:
En esa semana el presidente Heureaux había hecho ejecutar a una persona amiga de la
familia en provincia. Habíanme ocultado el caso. Monseñor lo ignoraba. Cuando llegó se
encontraban visitándome Don Francisco Gregorio Billini, el noble expresidente de la Repú-
blica, escritor y periodista notable; y Don Miguel Román, afectuosísimo amigo, respetado
como un padre de mi esposo y mío; admirador entusiasta del gran arzobispo. Ambos callaban
sobre lo ocurrido; pero en la conversación general que se entabló, su ilustrísima pronunció
el nombre de la víctima y los otros creyeron permitido decir algo. Yo que sospechaba lo que
no se me quería revelar, comprendí, y sin poderlo evitar, estallé en sollozos. Monseñor se
juzgó culpable, excusando a los demás que se confundían:
—¡Soy un torpe!, exclamó. ¡Sé que ella es sensible en extremo! ¡Debía haber pensado…!
Todos se apuraron mucho. Por tranquilizarlos supliqué me permitieran retirarme un rato
hasta serenarme. Entré en mi habitación y, dos minutos después, salí y aparenté distraerme.
Al retirarse me prometieron volver al siguiente día. Yo escribí en mí Diario a Monseñor,
excusándome de haber sido muy poco dueña de mis nervios.
Mi buen amigo Don Miguel me había pedido que le proporcionara una entrevista con
su gran ídolo, no acostumbrado a visitarle y deseando hablarle menos rodeado.
Hícelo y Monseñor me contestaba:

Carta quinta
Carísima mía y respetada:
Puede usted decir a Don Miguel que venga esta tarde de cinco a seis. No saldré. Y ma-
ñana iré a ver a Mr. Becker.
Entre tanto; ¿nota usted cómo mi letra se va pareciendo hoy a la de cierta personita que
usted y yo conocemos mucho?
Besa sus manos su muy afectísimo de corazón.
P. Meriño.

233
COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

Mi amado amigo se divertía dándome bromas con mi letra tan variable.


La visita que me prometía hacer a Monsieur Becker era otra de sus complacencias con-
migo. Yo se la había suplicado.
Era dicho señor un notable explorador y colonizador belga; el último que quedaba de
los cuatro enviados por el gobierno de Bélgica para la obra civilizadora en una parte del
Congo. Todos sucumbieron por etapas, debido a las fatigas de la colonización.
No sé a qué asunto había venido a Santo Domingo. Amigos de Europa le recomenda-
ron a mi esposo, así como a su única hermana, la señorita Becker, adorada por él y que le
correspondía del mismo modo.
Los dos hermanos tendrían de 38 a 40 años. Eran simpáticos, robustos, agradables; de trato
ameno. Nos visitaron. Prendáronse de mí y llegaron a proponerme acompañarles a Europa
cuando ellos partieran de regreso, a su vuelta de los Estados Unidos, a donde se dirigieran.
¡Pobrecitos! ¿Quién les hubiera dicho lo que el destino les preparaba? En Nueva York
sufrió la hermana una operación quirúrgica de la cual murió. El dolor del hermano fue es-
pantoso; según contaba el médico amigo que les acompañó. El desgraciado Mr. Becker perdió
desde entonces el equilibrio de sus facultades. Cuando volvió a Santo Domingo, no era el
mismo. Enfermó y, como Monseñor le conocía por haber estado en palacio con su hermana,
antes del funesto viaje, me empeñé mucho en que fuera a verle y tratara de alentarle. Y él
fue por compasión y bondad. Hízolo por satisfacerme también al verme tan interesada, tan
conmovida por desgracia tal.
Mr. Becker regresó a su patria casi demente. Más tarde nos dijeron que volvió al Congo,
donde había muerto.
Esa lamentable noticia impresionó casi tanto a mi ilustre amigo, como a mi esposo y a mí.
Conservo los dos volúmenes escritos por el infortunado colonizador en los que relata la
historia de esa obra de progreso civilizador; los que él me regalara en su primer viaje.

XVIII
Un duelo en la familia de mi esposo nos había afectado mucho y aumentado en éste
uno de esos quebrantos que con frecuencia le aquejaban, obligándole a vivir sometido a un
régimen severo, so pena de graves consecuencias si lo olvidaba alguna vez. Siendo joven,
debía curar su salud como si estuviera cargado de años y fuera ya un valetudinario.
Don Emiliano, vuelto a la ciudad, le asistió como médico y con mucha eficiencia, mejo-
rándole muy pronto. La fatiga que me produjeran los asiduos cuidados que su enfermedad
necesitó, deprimió demasiado mis fuerzas. Mi nuevo amigo se empeñó en que convale-
ciéramos en el campo, y tanto hizo que fue atendido. Como Monseñor siempre deseaba
verme respirar mejor aire, en medio de la naturaleza, y llevar vida más expansiva, siquiera
por algún tiempo, unió sus instancias a las de nuestro médico, y aplaudió la resolución que
tomamos de satisfacer a éste.
Mucho anhelaba yo, hacía largos años, una temporada en las afueras de la ciudad,
sin que me hubiese sido dado realizar mi anhelo. Ansiaba cambiar un tanto de género de
existencia; moverme en mayor espacio y ensanchar mis pulmones libremente, fuera del
reducido recinto de mi casa.
Mi hermano Eugenio, sabedor de lo que ocurría y solícito siempre en mejorar mi salud,
nos facilitó grandemente la ejecución de nuestro proyecto de temporada campestre, pro-
porcionándonos una quinta, o estancia, (como las llamamos por aquí) a cierta distancia de

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AMELIA FRANCASCI  |  MONSEÑOR DE MERIÑO ÍNTIMO

la villa y próxima al mar. Eso era lo ideal; para mi esposo que, empleado en la ciudad, no
podía alejarse mucho de ella, debiendo tan pronto se sintiera repuesto, volver a su oficina
diariamente; para mí que imperiosamente tenía necesidad de saturar mis pulmones de
emanaciones salinas.
Eugenio me favoreció también con recursos, no ignorando que los nuestros eran escasos.
Así, ayudados, pudimos partir sin tardar.
Para corresponder a las bondades de mi hermano, quise llevarme conmigo al campo a una de
sus hijas, casi adolescente y salvada de una fiebre tifoidea que la dejó muy mal; acompañada de una
primita suya de la misma edad también sobrina mía. Ambas eran de las que yo llamaba mis hijitas
y por haberlas adoptado como tales, en mi corazón, cuando aún contaba pocos años, de las que
me tenían por su madrecita joven. Las llevé para reponerlas, para que se divirtieran en libertad,
rodeándoles de cuidados y de mimos. Y al efecto les añadí otra compañera, en la persona de
una parienta mía de edad, querida y estimada por mí, lo bastante para encargarla de represen-
tarme cerca de ellas en sus correrías, a las que mi delicada salud no me permitía asociarme. Los
recursos que me suministró mi hermano permitiéronme todo ese lujo por un mes.
¡Mes delicioso para mis acompañantes que no lo han olvidado!
¡Gozaba yo en viéndoles adquirir preciosos colores en sus mejillas, alegría en su ánimo,
lozanía de flores recién abiertas, a las menores; fuerzas mayores, a las de edad! ¡Qué apetito
devorador les daba el baño de mar y qué exuberancia de vida despertaba en ellas!
Cuando, desde el interior de la quinta, íbamos a la playa, cargaban las chicas con mi
sillón largo, todas las mañanas, de ocho a diez, antes de que el sol se hiciera sentir con fuerza
importuna y me hacían recostar en él, para que yo así en reposo las contemplara, jugando,
corriendo, saltando; insultando a las olas que nos salpicaban al estrellarse cerca de nosotros
y tan contentas que daba encanto verlas! A la parienta la obligaban a imitarlas y ella, bon-
dadosamente, se prestaba a todo por complacerlas.
En presencia del vasto horizonte, soñaba yo. ¡Esparcía, por decirlo así, mi espíritu
aspirando, con toda la fuerza de mis débiles pulmones, el aura balsámica impregnada de
perfumes silvestres y marinos...! ¡Todavía amaba mucho el mar, todavía amaba el campo con
deleite! Escribía a mi ilustre amigo mis impresiones porque él no pudo visitarnos durante
ese mes de solaz y de contemplación.
Don Emiliano estuvo una mañana a verme y quedó encantado del cuadro que ofrecimos
a su vista.
—¡Así querría yo que pasase usted un año entero, Amelia! Gozando en calma de la
naturaleza. ¡Le garantizo que su salud se restablecería!
No podía ser esto. Hube de volver a la ciudad; a mi casa; a mis faenas anteriores. Sí,
habíame fortalecido bastante; mi esposo lo mismo; y devolví a sus familias las compañeritas
que me había llevado, frescas y rosadas; en ese mes de mayo que había sido espléndido en
grado igual a la blancura que ostentaba su tez brillante de salud. Fue esa una satisfacción
para mí que compensó los cuidados que les había prestado.
Una gran pena me esperaba pocos días después de reintegrarnos al hogar.

XIX
Tuve la inesperada noticia de la muerte de una persona a quien yo había querido mucho
y de la cual me alejaran circunstancias enojosas. No obstó eso para que mi corazón sufriera
un golpe rudo, del cual tardó algún tiempo en reponerse.

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

La persona fallecida era íntima amiga de Monseñor de Meriño, quien la estimaba en alto
grado y la sentía profundamente.
Escribióme él contestando a lo que yo le decía en mi Diario.

Carta sexta
¡Gracias del alma, mi apreciada Amelia, por sus demostraciones de afecto que me hon-
ran!
¡Y está bien! Recibiendo usted de las 5 en adelante, me será más fácil tener el gusto de
ir a verla.
En estos días de nuestro duelo, ¡he pensado tanto en usted...!
Hasta pronto.
Su affmo.
P. Meriño.
Don Emiliano también me acompañó en mi pena puramente por afecto hacia mí. Con
gran frecuencia fue a verme. Yo no abandonaba mi secreta idea de unir a mis dos amigos
tan íntimamente dignos de mi estimación. Al efecto, volví un día a traer ese punto con el
que ya conocía mis deseos.
—¡Usted y Monseñor son tan buenos para mí! ¡Don Emiliano, se lo suplico, por amor
de Dios! ¡Vuelva usted a ser amigo suyo, si quiere probarme mejor el cariño que me tiene!
¡Yo sufro por esa distancia entre ustedes!
—¡No insista, Amelia!, interrumpióme él. Usted me apena inútilmente. Usted quiere al
padre –así lo llamaba siempre– con todo su entusiasmo y lo comprendo, porque del mismo
modo le quise yo. Tal vez más tarde cuente a usted lo pasado entre nosotros para que usted
juzgue. Le quise con mi alma. Por él todo lo sufría. Estuve en la cárcel, fui expatriado. ¡Por él
hubiera dado la vida! ¡Era un enamoramiento el mío! Lo que poseía estaba a su disposición.
¡Para mí no había otro hombre como él! y después…
—¡Calle, Don Emiliano! ¡No me diga más! ¡Es verdad; dejemos ese asunto, porque me
hace daño! ¡Yo quiero creer en Monseñor! ¡quiero creer y por eso no puedo oír a usted!...
—¡No tema, Amelia! ¡No la disuadiré de su afecto por él! ¡Tal vez no tenga usted nunca
motivos para quejarse! Comprendo lo que le pasa. El padre es hombre que seduce; muy dife-
rente de mí. Aunque en su vida ha dado poca cabida a las mujeres, ni aun a las de su familia,
puede haber cambiado con los años y ser un buen amigo para usted que sabe cautivar.
Como yo callara, llena de tristeza, añadió:
—Por lo que le digo, no abrigue usted ningún cuidado. Si le digo que abandone la idea de
reunirnos es porque jamás podríamos él y yo volver a ser lo que fuimos. Desde que rompimos
tan solo nos hemos encontrado juntos una sola vez. Y sufrí mucho. Así, separados, estamos
mejor. Tenga usted la seguridad de que nunca le seré hostil y que en cuanto me sea posible
servirle, lo haré, así no fuere sino por amor a usted. ¡De mí no tema nada por él, Amelia!
Hube de bajar la cabeza, resignada, pero muy triste. Y puse empeño igual, al que tuviera
antes en reunirlos, en que no se encontrasen nunca en mi casa.
Sin embargo, sucedió.
Don Emiliano no solía ir a casa de tarde, sino en las mañanas. Ese día llegó como a las
tres y media de la tarde y permanecía hablando conmigo hacía más de una hora, cuando,
sin esperarlo, se detuvo en la puerta principal de entrada de la casa, el coche de mi ilustre
amigo. Oí a éste saludando fuera. Dije a Don Emiliano con precipitación:

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AMELIA FRANCASCI  |  MONSEÑOR DE MERIÑO ÍNTIMO

—Ahí está Monseñor: Puede usted salir por la puerta de esta habitación, sin que él se
aperciba de que estaba usted aquí; antes de que venga donde mí.
—Sí, Amelia, contestó Don Emiliano. Pero no se movió, aunque yo me levanté para
abrirle la puerta.
Pasó un momento y no hubo tiempo para lo que yo deseaba.
Monseñor aparecía en mi habitación y veía a su antiguo amigo sentado y a mí de pie.
¿Qué pasó en ambos? Después pensé que la emoción paralizó a Don Emiliano. En el
instante me irrité interiormente contra él. Dominándome, recibí como siempre a mi amadí-
simo arzobispo, quien me correspondió.
Él saludó con la cabeza a mi otro amigo. Éste respondió con un sonido gutural, más bien
que con palabras y gesto, a aquel saludo y quedó inmóvil.
Yo estaba sobre ascuas. No pudiendo contenerme, al cabo de un buen rato, exclamé:
—Monseñor, va usted a permitirme despedir a Don Emiliano. Él se retiraba apremiado
por asunto urgente antes de llegar usted y yo le hice detener por motivo vital. Temo haberle
perjudicado grandemente. Con toda nobleza y con faz casi sonriente, hizo mi ilustre amigo
un gesto de aquiescencia con la cabeza y con la vista.
Ya ve usted que Monseñor le excusa, Don Emiliano. A mí me perdonará.
Con otro sonido casi inarticulado, pareció que el aludido contestaba: Sí.
Empero, permaneció sentado como si en el asiento le clavaran. Transcurrió otro rato de
conversación entre Monseñor y yo, después del cual levantóse éste con la mayor naturalidad
diciendo:
—Va usted a dispensarme, Amelia. Mi visita es corta porque sólo vine de paso. Tengo
otra que hacer esta tarde. Volveré pronto a verla. Tenga la bondad de saludar por mí a su
esposo.
Tendióme sus manos, como lo acostumbraba, estrechó en ellas las mías con el afecto de
siempre y, saludando otra vez cortésmente a Don Emiliano, salió. Apenas le reconduje unos
pasos volví donde mi hosco amigo.
Prorrumpí desde luego:
—Lo que acaba usted de hacerme no se lo perdono, Don Emiliano. ¡Cuánto me ha mor-
tificado! ¡Oh! He sufrido. ¡Por más que quise facilitarle la despedida, siguió usted ahí, con
su cara de miope, como sino entendiera!
—Es, Amelia, contestóme él sencillamente, aunque visiblemente conmovido, es que pensé que
el padre al comprender que yo me iba por no verle, hubiera sufrido… y preferí quedarme…
¡Oh almas grandes! ¡espíritus sublimes! ¿Por qué os conocí, tan tarde, desunidos? ¿Por
qué siendo tan estimada y querida por ambos, fueme negada la dicha de unirlos otra vez?

XX
Nada ignoraba Monseñor de mi amistad con Don Emiliano, aunque sólo de un modo
indirecto nombrara yo a éste en mis conversaciones con él. Sabía mi ilustre amigo el culto
que me rendía el otro y la adhesión con que me servía en todo. Nunca hizo alusión a ello,
sino en sus cartas, cuando repetidas veces me decía:
—¡Muchos la quieren y la estiman: pero sepa que no soy segundo en el número; que
nadie la estima más que yo!
Un día tan solo, por primera y única vez, hablóme él directamente de Don Emiliano.
Fue después de haberle encontrado en casa. Y se refirió al rompimiento que tuvo lugar entre

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ellos. ¡Ah! Ese día pude medir la capacidad afectiva del corazón de Monseñor de Meriño
y la profundidad del sentimiento que le había ligado a mi otro amigo, por el dolor que se
reveló en él.
Muchas veces tuve ocasión de ver los ojos del ilustre arzobispo arrasarse en lágrimas de
compasión por mí; pero sin que ellas brotaran. ¡El día a que me refiero dos perlas nítidas,
salidas del alma, escapáronse, a pesar de su enérgica voluntad, y surcaron el rostro hasta
los labios contraídos, en donde se perdieron! ¡Esas lágrimas me dejaban ver en el fondo la
herida no cicatrizada; la terrible desgarradura! ¡Oh, Monseñor querido! ¡Su pena inmensa
conmovió en sus íntimas fibras mi corazón como las mías conmovían el suyo! Así dolorido;
así lastimado; ¡cuánto le quise! Con voz alterada le oí decir:
—¡Amelia, yo le quería como a un hijo! ¡Conmigo vivió mucho tiempo! Supe que había
dicho de mí que yo era tan…
—¡Calle, Monseñor! estallé.
¡Calle! ¡No puedo oír más! ¡Mire como sufro! ¡Me duele el alma!
...............................................................................................................

Jamás quise indagar cuál fue, de esos dos seres que sabían amar de un modo tal y pa-
decer tanto por dejar de quererse, el culpable de lo que les separó. Preferí creer siempre que
ambos, siendo dignos el uno del otro, fueron víctimas de la fatalidad que horriblemente
pesó sobre ellos.
¿Por qué debía caberme también la desgracia de verles desunidos? Esos dos hombres de
otras épocas a mi lado, elevándome en mi propio concepto por el amor que me profesaban,
¡cuán feliz me hubieran hecho, comulgando conmigo en el altar del patriotismo, del puro
afecto, de la caridad!
¿De la trinidad que formáramos no habría podido resultar algo grande? En tanto que
desligados, trabajando aisladamente, nuestra labor fue imperfecta, estéril, ¡por mucho que
supiéramos sacrificarnos al ideal!

XXI
Comprendiendo Don Emiliano que me era doloroso cuanto me dijeran en perjuicio de
mi ilustre amigo, pareció complacerse, por el contrario, en referirme, siempre que la ocasión
se presentaba, datos ignorados sobre el pasado de Monseñor de Meriño; sobre la antigua
amistad que les hiciera inseparables; todo en honor del que yo tanto honraba.
¡Cuánto le agradecí esta delicadeza y cuánto ascendió él por ella en mi estimación!
Llegué a quererle casi en el mismo grado que a mi otro amigo, aunque ese cariño revistiera
un carácter distinto del mío por Monseñor. Con éste bogaba yo en pleno azul. Nuestra amistad
se mantuvo constantemente en las altas esferas de la espiritualidad. Tenía una poesía, una
idealidad encantadoras. Nuestras conversaciones jamás versaban sobre asuntos vulgares,
sobre materialidades prosaicas. Consecuente desde su origen, fue siempre tan noble como
se inició; delicada y sublime.
En mis relaciones con Don Emiliano entró el positivismo con pleno derecho. ¿No fue
como médico que principié a tratarle? Pues natural era que las dolencias físicas, las trivia-
lidades domésticas; las mezquindades económicas; todo lo que compone lo ordinario de la
vida, tuviesen cabida en las prolongadas pláticas que sosteníamos Don Emiliano y yo, de
acuerdo con mi esposo, para quien esa amistad era preciosa, porque tenía fe completa en la

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AMELIA FRANCASCI  |  MONSEÑOR DE MERIÑO ÍNTIMO

alta sabiduría de nuestro extraño amigo y hacía que yo le consultara en todo. Era nuestro
consejero práctico, siempre dispuesto a sernos útil con su palabra, con su asistencia perso-
nal, cada vez que se le llamara; acudiendo solícito a la menor insinuación y sin ser llamado,
cuando se creía necesario. Y así le fue en los trances difíciles porque atravesamos en más
de una ocasión.
No dudo de que Monseñor de Meriño quisiera servirme de la misma manera que Don
Emiliano, como me lo dijo varias veces con toda sinceridad, pero su grandeza le condenaba
en muchos casos a la impotencia. No podía siquiera visitarme con la frecuencia que tanto
deseaba. Sus cartas lo prueban.
Las exigencias convencionales y su alto cargo atábanle como férreas cadenas que le
quitaron toda libertad.
Consciente de sus trabas, a él no acudía yo sino en las grandes perturbaciones de mi
espíritu. Comunicábame con mis dos amigos diariamente. Con Don Emiliano por medio de
su familia, que recibía las atenciones particulares que a él no podía hacerle; con Monseñor
de Meriño, de un modo más directo, porque una de mis mayores complacencias consistía
en ofrecerle cuanto me imaginaba que podía hablar de mí a su alma; flores para su oratorio;
objetos sencillos de arte; libros y mi Diario. Ese Diario que tanto le interesaba. En la carta
que sigue es fácil ver la impresión que en él produjeran mis obsequios. Algunas veces el
entusiasmo lírico con que me escribiera provocaba en mí sonrisitas de dulce ironía y me
inspiraban tiernas bromas de las que él reía bondadosamente.

Carta séptima
Mi respetada y carísima Amelia:
Desde ayer tengo, por decirlo así, la pluma en la mano para escribirle; pero ¡ay amiga
mía! paso días de atraque tales, que sólo Dios sabe lo que me cuesta hacer para desembara-
zarme de las mil atenciones que se me acumulan, y lograr algún respiro.
Apreciando sobre modo la amistosa solicitud con que usted me favorece, sepa que en
el santuario de mi alma tiene altar y culto el reconocimiento que le debo.
Y permítame decirle que de lo que abunda en el corazón dieran testimonio la pluma y
la palabra si no me contuviera el respeto que tributo a su modestia y a su delicadeza.
¡Sí, mi noble hija! ¡Difícil me sería corresponder cumplidamente a sus finos obsequios!
Pero ¿para qué no confesar que me huelgo en ser un bien hallado prisionero voluntario de los
puros y tiernos afectos con que usted tiene el arte de enlazar, por admirables disposiciones
de su rica naturaleza, a los que honra con su amistad? ¡Esté usted persuadida de que, entre
los que la aman, no seré nunca segundo!
Gracias pues, muy de mi alma, por tanto empeño como el que se toma usted en servirme.
Plenamente me satisface lo que recibí de mi encargo y, como temo que por él sea usted deu-
dora, envíeme la nota de todo para que no quede usted siendo sino la nobilísima acreedora
de mi reconocimiento y de mi más sincero y respetuoso afecto.
B. S. M.
P. Meriño.
Había dado ocasión a esta carta uno de esos pequeños servicios que yo solía hacerle a mi
ilustre amigo. Algún malicioso tal vez podía juzgarle un mentís a mis repetidas afirmaciones
respecto de la pureza de los sentimientos que yo inspirara al gran arzobispo; pero bien se
equivocaría. Sabía yo interpretarle perfectamente y mucho habría tenido que ruborizarme

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y arrepentirme, si por un segundo hubiese dado cabida en mi mente a la más ligera duda
sobre el concepto que yo le mereciera. ¡No! Él estimaba mi desinterés, como yo hacía justicia
a su respeto por mí.
Después de recibir de él una de esas cartas entusiastas, no necesitaba para convencerme
de ello, más que verle llegar a mi casa, tan sencillo, tan franco, tan leve como siempre, ten-
diendo sus manos noblemente abiertas a mi esposo y a mí, olvidado de los términos en que
me escribía y satisfecho de haber sido comprendido. Si yo le daba mis cariñosísimas bromas
sobre el estilo empleado, reía de corazón. Esta vez le ataqué diciendo:
—Monseñor, debió usted nacer poeta. ¡Qué lirismo para agradecerme una simpleza!
¡Poco ha faltado para que yo encontrara su epístola ditirámbica!
—¡Cuidado con eso, no se burle usted de mí, Amelia! Bien sabe usted que lo que le digo
sale del corazón. Usted lo merece, hija mía. ¡Usted lo merece todo; no me cansaré de repe-
tírselo! Es admirable. Y a propósito de poeta, ¿no le he contado una historia con Manuel de
Jesús Galván? ¿No? Pues óigala para que se divierta más. ¡Manuel y yo éramos estudiantes
y dos mozos muy garridos, por cierto! Íntimos amigos que nos comunicábamos todo. Un
día se me ocurre a mí hacer una composición poética. Después de terminada, con bastante
aplomo, se la presento a Manuel, diciéndole:
—Lee esto y dame tu opinión. Manuel coge mi trabajo, lo lee, me mira y exclama:
¿Mi opinión, Fernando? Es que bien puedes escribir todo cuanto quieras, ¡pero versos
no! ¡Chico, resígnate! ¡No has nacido tú para poeta!
¡Mire, Amelia!, concluyó Monseñor, riendo con tanta gracia y buena voluntad, que yo
también reí: No volví a escribir versos. Quedé curado de mis veleidades de cantor lírico.
Yo contemplaba a mi ilustre amigo, ¡tan grande en su sencillez y pensaba en la elevación
que alcanzara Don Manuel! Lo que prometió la juventud de ambos ¡qué bien cumplido fue!

XXII
En apariencia el tono de mis relaciones con Monseñor de Meriño había cambiado, en
realidad no había en el fondo nada de ello. Ridículo y hasta chocante habría podido en-
contrarse el que él continuara tratándome como a una chiquilla débil y enferma, como lo
hiciera al principio, mostrándome yo a todos la dama que era, si no robusta y satisfecha de
la vida, al menos firme, enérgica y consagrada a mis deberes, sin pensar en mimarme lo
más mínimo. Mi ilustre amigo debía aceptarme así, aunque sintiera lo contrario y le apenara
mucho la dureza de mi existencia real. Seguía yo confesándome a él en mi Diario y, siempre
que veía por éste mi alma angustiada, revivía en su corazón la compasiva ternura de los
primeros tiempos.
A costa de increíbles esfuerzos, dadas las condiciones de salud de mi esposo y la mía,
nuestra situación económica había mejorado un tanto; empero yo sufría mucho, siendo
esclava de tantos deberes como los que la fatalidad de mi destino acumulaba sobre mí.
He dicho que mi esposo era un enfermo. Aunque apenas contara treinta años de edad,
y pareciera ágil y sano, tan solo se sostenía en equilibrio de fuerzas relativas, gracias a
mis cuidados y a mis desvelos por él. Aún en medio de mis mayores dolencias, debía
velar por su bienestar material y atender a que nada le faltara de las comodidades a que
estaba acostumbrado y que le eran indispensables. Su vida me estaba encomendada; esa
responsabilidad pesaba sobre mi conciencia y la abrumaba. Creíame obligada a desplegar
extraordinaria energía, cargando sobre mis pobres hombros el mayor peso de las dificultades

240
AMELIA FRANCASCI  |  MONSEÑOR DE MERIÑO ÍNTIMO

de nuestra existencia. Como ama de casa, como enfermera, como comerciante; como todo,
encontrábaseme siempre a la altura de un deber que tal vez yo exageraba. Todos admiraban
mi fuerza de voluntad, mi entereza casi viril. Monseñor más que ninguno. ¡Él, que conocía
mis innatas repugnancias por las ocupaciones a que estaba condenada! Él, que no olvidaba
nunca el daño que, en lo moral y en lo físico, haciánme esos excesos de fatigas materiales;
¡esa violencia que imponían ellas a mi naturaleza delicada y creada para un vivir diame-
tralmente opuesto a aquel tan complicado y enojoso para mí!
Y su pena era igual a su admiración. Él habría querido verme libre de todo compromiso,
rodeada de comodidades y entregada al puro arte, buscando en éste las nobles y elevadas
satisfacciones del espíritu.
En proporcionarme algunas de ellas, empeñábase desinteresadamente. Juzgando mi
correspondencia con Pierre Lotí una grata distracción, la alentó desde el principio. Graciosas
bromas me daba con el espiritual escritor.
Reproduzco a continuación una esquela suya de esa época, que me viene a las manos:

Carta octava
Mi queridísima amiga:
¡Cuánto agradezco su amistosa solicitud! Mi hermano José María está mejor; mis temores
por él han cesado, de lo cual doy gracias a Dios.
Y ¡ahí van Pierre Lotí y su admiradora! Yo me quedo con el espíritu de ambos.
También quiero que sepa que alzaré la voz para reclamar la custodia de sus manuscritos,
si es que de veras no quiere usted conservarlos.
A mí me corresponde. ¿Quién, si no yo, la ha instado a que escriba su Diario?
Su tan afectísimo de corazón.
P. Meriño.
“Pierre Lotí” significaban varias obras de éste que yo había enviado a Monseñor para
que las leyera. “Su admiradora”, el folleto que escribí sobre mi lejano amigo y cuya publi-
cación se debió al ilustre arzobispo. No ignoraba él cómo se iniciaran mis relaciones con el
célebre marino-poeta.
Tuvo noticias porque yo se lo confié de que, entusiasmada por el raro estilo del entonces
nuevo escritor francés, hice que mi esposo pidiera a París las obras que Lotí hubiese ya dado
al público. Eran cuatro, entre ellas Le Roman d’un enfant. La idea de expresar al autor mis
sentimientos, de admiración y de simpatía por su delicada prosa y su sentimentalidad, se
fijó en mi mente moviéndome a dirigirle una carta conmovedora.
No esperaba respuesta alguna. Tan sólo quise darle expansión, al escribir, a un impulso
del corazón, más bien que del espíritu. Monseñor no dudó un instante de que Lotí me
contestara.
Cuando, estando yo en el campo, llegó la respuesta que aguardaba él, con un ejemplar
de su última obra publicada, con respetuosa dedicatoria, mi ilustre amigo se alborozó
por mí.
—¡Oh Amelia! Bien seguro estaba yo de que Lotí es un caballero y que correspondería
a usted galantemente! Desde hoy soy su amigo también. ¡Sí! Tiene mis grandes simpatías.
Seremos dos para admirarle, al saborear sus páginas.
No varió nunca de opinión. En todo tiempo apreció a Lotí y aprobó el gran afecto que
tuve al marino soñador, animándome a escribirle e interesándose por él.

241
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XXIII
Sin intención alguna, redacté mis dos artículos sobre el autor de Aziyade.
Envíeselos, como lo hacía con cuanto salía de mi pluma y pudiera agradarle.
Escribióme después de leerlos:

Carta novena
Mi respetada y carísima amiga:
Ya he tenido el gusto de leer su Defensa de Pierre Lotí.
Ha escrito usted en honor del amigo ex abundantia corde, es decir, que da usted de la
plenitud de su corazón.
La felicito y le ofrezco aprovechar una de estas tardes para ir allá y que hablemos de
eso y de otras cosas.
Su afectísimo admirador y amigo:
P. Meriño.
Lo que deseaba decirme era que hiciera editar la tal Defensa para enviarla impresa a Pierre
Lotí. Lo dije a mi esposo y éste satisfizo su deseo, siendo él mismo entusiasta admirador de
mi admirado autor.

Carta décima
Amelia, mi estimadísima amiga:
Ahí le va su Diario. No deje de continuarlo con perseverancia; pues desde el principio le
he leído con interés y me será muy grato seguir viendo reflejado en él, el fondo de su alma.
Escriba, pues, pero, ¡cuidado! ¡No se precipite, apurando la máquina! Hágalo entre días y
en horas de inspiración. ¡Su salud ante todo y por sobre todo, mi queridísima hija!
Hoy he leído ya lo que usted me envió. El amigo Lotí anda, sin duda, viajando por Asia.
No se inquiete. Déjele y espere que vuelva de su zabullida.
Su muy adicto.
P. Meriño.
Aunque nuestra amistad databa ya de dos años; nunca había yo visitado a mi ilustrísimo
amigo. Tan solo salía para ir con poca frecuencia a casa de mi madre Dña. Justa Sánchez
de De Marchena y de otros deudos muy cercanos y cuando por prescripción médica me
obligaba mi esposo, que era casi siempre mi acompañante, a hacer algún ejercicio en coche.
A pie no andaba yo nunca en la calle.
A una de estas salidas que le anunciara yo en mi Diario aludía Monseñor en la carta
siguiente:

Carta décimo primera


Muy estimada amiga:
Siento que haya Ud. pasado malos ratos y que ayer y anoche la aquejaran su dolor en el
pecho y su dispepsia. Sin embargo, me es grato ver que se halle Ud. hasta dispuesta a salir
hoy. Debería haberlo hecho temprano, y no a las diez, como lo proyectó.
Y no, ¡no! No venga hasta aquí. No podría recibirla con sus acompañantes, como lo qui-
siera, porque precisamente de diez a doce encontrarían ustedes la turba de estudiantes que
viene para la clase de Filosofía. ¿No sabe usted que aún hago de profesor en el Seminario?

242
AMELIA FRANCASCI  |  MONSEÑOR DE MERIÑO ÍNTIMO

Deje su visita para mañana. Espero que usted aprecie mi franqueza y que la verá como
una prueba muy grande de mi amistosa confianza con usted. En esta semana iré a su casa.
No lo he podido hacer antes, porque ¡misericordia! la gente me llueve y no me deja tiempo
para moverme de aquí.
Luego vendrá la Semana Santa y tendré que andar en la calle todos los días.
¡Pero sepa, mi amada hija, que siempre estoy pensando en ella porque la quiero con
todo el corazón!
Su muy afectísimo.
P. Meriño.

XXIV
—Amelia, es usted tan rica de alma que siempre presta a los otros lo que tiene usted de
más. Y tendrá que sufrir mucho en la vida porque siempre perderá. Le devolverán cobre
por oro de su corazón.
Esto me dijo Don Emiliano, desde el principio de nuestra amistad y en más de una oca-
sión; queriendo significar que yo, sensible y tierna y recta en todo, atribuiría siempre a otro
las cualidades que en mí abundaban y que, de continuo, recibiría decepciones.
—De muchos sí, Don Emiliano, contestaba yo, he experimentado y no dudo que seguiré
experimentando lo que usted me dice; pero espero que algunos serán leales y que honrada-
mente me corresponderán. Crea, amigo mío, que de éstos nada temo.
Pensaba yo en Monseñor, al hablar así, por lo que Don Emiliano me había manifestado
sobre él. Y añadía:
—Dígame, desde luego, si cuenta usted ser de los que traten de desilusionarme,
para dejar de quererlo, porque sería horrible para mí un desengaño que me viniera
de usted. Cuando usted se aleja, cuando usted permanece un tiempo en el campo sin
darme señales de vida, le juzgo a veces versátil; venático, como decimos por aquí, y
me apeno por ello. ¡Soy tan consecuente! No sé comprender siquiera la versatilidad. ¿Por
qué es usted tan variable, Don Emiliano? ¿Por qué no se muestra siempre igual conmigo
como lo hace Monseñor de Meriño? ¿No sabe usted que mi corazón sólo alienta por el
calor de los afectos que siente a su alrededor? El frío de la indiferencia lo aniquila. Nece-
sita ser siempre reconfortado y usted me decepciona por épocas, aunque luego vuelva a
animarme.
—Yo soy así, Amelia. Debe usted estar satisfecha por haberme visto expansivo con usted
y diferente a lo que acostumbro ser.
—¿Por qué no trata usted de imitarme, Don Emiliano? ¿Por qué no se empeña en pa-
recer amable como Monseñor? Si mi amabilidad es la que le seduce y quiere usted ser tan
querido, ¿por qué afecta usted tanta complacencia mostrándose hosco, y tan huraño, como
si lo fuera por naturaleza?
—En realidad, Amelia, yo no soy expansivo. La espontaneidad afectuosa de usted me
encanta, pero me es imposible imitarla.
—Pues con Monseñor no sufro esas alternativas de confianza y de temor. Es él siempre
el mismo. Don Emiliano, y comparando lo que experimento con ambos, ¿sabe usted qué es
lo que he encontrado como resultado de la comparación? Un símil que tal vez no sea de su
agrado, pero que es exacto, amigo mío.
—¿Cuál es, Amelia?

243
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—Paréceme que representando ustedes dos el papel de soles que iluminan mi existencia
–o que lo pretenden– es Monseñor el sol de Niza; sol esplendoroso y suave, sol germinador de
hermosas flores, de deliciosos perfumes; brillando en un cielo de un azul límpido y transpa-
rente; dulce para los tristes; ¡el sol que necesita mi alma adolorida, para ser reconfortada!
—¿Es usted el sol de… las pampas?
—¡Calle, Amelia! interrumpióme Don Emiliano, entre riente y escandalizado. ¡Eso no
es verdad!
—Sí; repliqué yo impertérrita, sin dejarle hablar. ¡Sí; sol que si bien por lo ardoroso
fertiliza, fecunda violentamente y hace prodigios, pero lo terrible es que esteriliza y mata
también! ¡Quiere usted ser eso para mí!
—¡Oh Amelia! ¡Cuidado que es usted mala conmigo! ¿Qué le ha dado? Usted no cree lo
que está diciendo. Muy segura se siente usted de mí. ¡De mi ternura para usted! Bien sabe…
—¡Nada! ¡Sino que es usted variable y que me obligará a preferir a otros! Quiere que le
cuente lo que me contestó el ángel que tiene usted por esposa en semanas pasadas, cuando
estando usted en el campo, le escribí a usted tres cartas, sin tener contestación, de lo cual
me quejé a ella. Díjome:
—Amelia, no se mortifique usted por eso. Emiliano es así. ¿Ignora usted que es algo loco?
—No juegue. Amelia, interrumpióme mi amigo, asombrado e incrédulo al mismo tiempo
y queriendo reír. ¿Clara decía eso a usted? ¡No es cierto! ¿Verdad que se lo dijo?
—Sí, señor, contesté yo, afectando casi enojo para ser creída en mi inventada historia. Sí
me lo dijo. Le extrañará, ¿eh? ¿Se imagina usted que, porque ella es una santa, no reconoce
las singularidades de su señor esposo? ¡Yo sí le aseguro, Don Emiliano, que habría quien en
lugar de ella le obligara a usted a cambiar!
Don Emiliano echó a reír de tan buena gana; se divirtió tanto con mis ocurrencias, va-
cilando entre darme crédito y dudar de mi veracidad, que se puso rojo y principió a toser.
No se cansaba de repetirme. Esta Amelia tan mala. ¡Mírenla! ¡Esta Amelia!
Y tomando mis manos, hacía que me castigaba, dándome golpecitos en ellas, con las
suyas.
Gozaba mucho con mis traits d’ esprit. Mis cariñosas malicias le alegraban tanto los ojos
como el corazón y hacíanle por momentos no solo expansivo, sino efusivo ese día.

XXV
Habíamos entrado en el año 1893.
Monseñor de Meriño se mostraba cada día menos resignado a ver desperdiciadas mis
facultades intelectuales en cosas indignas de mí.
Mi Diario robustecía más y más su fe en mi capacidad literaria.
—Sé, mi queridísima hija, sé que pedirle que escriba para el público es exigir que au-
mente sus tormentos; un cúmulo de fatigas para usted. Esto en lo material. Pero abrigo la
íntima convicción de que ese trabajo la distraería de muchas penas; que le proporcionaría
satisfacciones que hoy no tiene, porque Ud. escribirá con éxito, ¡se lo predigo! Se creará
amigos y admiradores por medio de sus obras y ello vendría a compensarla de un sinnú-
mero de sinsabores. ¡Complázcame, Amelia, y principie a escribir para los demás, sin dejar
de hacerlo para mí!
Di comienzo, al fin, a mí novela Madre Culpable.
Conócese ya el origen de esta obra.

244
AMELIA FRANCASCI  |  MONSEÑOR DE MERIÑO ÍNTIMO

Fue convenido entre Monseñor y mi esposo y yo que se publicaría, como folletín en un


periódico local; a medida que yo fuera escribiendo. Como era semanal el periódico, seríame
permitido satisfacer al editor.
Y desde el primer número del folletín, despertó el interés general por mi producción
naciente y un interés particular en muchos literatos. Fue entusiasmo verdadero en Don F.
Gregorio Billini, dueño del periódico, escritor amable; hombre público abnegado y probo;
ciudadano sin tacha. Su conducta, cuando fue presidente de la República, merecíale los ma-
yores encomios. Supo renunciar tan alto cargo tan luego como se apercibiera de que el hábil
político que le encumbrara hasta él, no tuvo otro propósito que el de convertirle en ciego
instrumento de sus maquinaciones. Desafiando las iras del que con ese hecho grandioso,
burlaba él en maquiavélicos planes, pobre y digno, descendió del poder y se resignó a la
oscuridad, viviendo de su trabajo y siendo útil a todos sus amigos.
¡Gran Billini! ¡Ese solo rasgo tuyo no podía ser olvidado y debe merecerte la inmor-
talidad!
Otro de los intelectuales que favoreció mi obra, aún incipiente fue Don José Joaquín
Pérez, el hombre de todos los entusiasmos literarios; cantor insigne de Quisqueya;
gran poeta nacional, que conquistara mi admiración al igual de la poetisa Doña Salomé
Ureña de Henríquez, desde mis tiernos años. Sus entusiasmos eran comunicativos;
contagiosos. El que le mereció mi principiada novela tuvo por resultado alentarme
en mi trabajo.
Más tarde muchos aplaudieron la obra ya completa; más, en esos tímidos comienzos, mayor
gratitud debo a los que sostuvieron mi ánimo. Habría podido bastarme la casi colaboración de
Monseñor de Meriño, para llevar a cabo mi ardua tarea, sin desmayo. Empero, muchas veces
temí que el afecto tan grande que el ilustre arzobispo me profesaba, llegara hasta ofuscarle no
permitiéndole ver lo malo que en ella hubiera del mismo modo que a otros.
En esto, me equivoqué. Demostróme él su sinceridad en aquella ocasión, como en todo
lo hacía.
Día por día, enviábale yo mi manuscrito sometiéndolo a su censura. Él, con su alto juicio,
lo revisaba y me daba a conocer su opinión.
Principiaré a mostrarle en sus cartas como un acervo de pruebas. ¡Oh! amigo sublime,
¡qué sencillo se hacía para complacerme y por servirme! Facilitándome la tarea a que me
comprometiera, era uno de sus más caros empeños. En la literatura quería él proporcionarme
un derivativo a mi mal moral, distraerme de mí misma.

XXVI
Carta décimo segunda
Amelia, mi inspirada amiga:
¡Ha trazado usted ahí dos páginas bellísimas que valen la novela! Siga su interesante
trabajo con mayores alientos, aprovechando los ratos que su delicada salud le permita dedicar
a él, y no haga caso de los ligeros rasguños que, por tener yo la mano demasiado bronca,
puede llevar su hermosa producción.
¡Líbrela Dios de críticos que van envejeciendo!
Pero a mí me perdona, ¿no es verdad? porque sabe que soy su sincero admirador y que
la quiero mucho.
P. Meriño.

245
COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

Carta décimo tercera


Amelia, mi noble amiga:
Usted sigue sometiéndose a mi escalpelo, ¡a pesar de tener yo la mano pesada! ¡Bueno!
¡Sufra y no se queje!
En la primera plana, donde verá una = lo que indica la variante que propongo a lo que
está escrito, y luego verá arañazos.
¡Ah! En la segunda plana encontrará otra. Significa que me parece mejor decir: “Isabel,
por el contrario estaba espléndida. Jamás habían tenido sus ojos miradas más centellantes
ni sus labios sonrisas más seductoras”.
En las últimas planas hay ligeros rasguños.
Y, ¿sabe que ahora apura usted el trabajo? ¡Cuidado, mi querida hija! ¡No le vaya a
costar caro!
Deseo mucho verla y espero tener pronto esa satisfacción. Será en estos días.
B. S. M.
P. Meriño.
Carta décimo cuarta
Muy distinguida y amada Amelia:
Tres pruebas he revisado de anteayer acá y las he enviado a la imprenta con sus corres-
pondientes recomendaciones acarameladas.
Siga usted sin preocuparse porque el cajista ande con remilgos y Don Manuel se ponga
bravo. Nuestro buen amigo se contentará. *
Y ahí le va el manuscrito, con las enmiendas que usted verá. Trato de hacerlo copiar.
Tomaría yo poderle servir de copista. ¡Me sería tan grato! Como lo es para mí, sobre
manera, repetirme su admirador y amigo affo.
P. Meriño.

Carta décimo quinta


Mi apreciadísima: le envío las últimas pruebas que recibí ayer de la imprenta, para
hacerle notar un error de páginas que hay en ellas.
Que vean eso con cuidado. Lo señala con dos =
Su afectísimo de alma.
P. M.

Carta décimo sexta


Debo justificarme con usted. Le devuelvo la última plana para que la compare con las
pruebas. Verá anotadas en estas las faltas que no aparecen en aquellas –aunque estaban
señaladas en ambas–.
Adviértalo a Don Manuel. Mi clérigo** mismo puede llevarlas a la imprenta.
Y mientras tanto, ¿cómo sigue usted de sus quebrantos? ¡Cuídese, por Dios, mi querida
enferma! ¡No quiero que vuelva a recaer en cama!
Su muy affmo.
P. M.

* Don Manuel de Js. García, honorable impresor, amigo estimadísimo de Monseñor de Meriño y mío.
** El clérigo es hoy un reverendo canónigo.

246
AMELIA FRANCASCI  |  MONSEÑOR DE MERIÑO ÍNTIMO

Los cajistas se quejaban de mi letra. A cada rato exigían la copia de los manuscritos que
se enviaban a la imprenta. Yo me iba fatigando demasiado con el trabajo. Hube de suspen-
der la publicación en el periódico, mucho antes de terminar la obra, y se había dado para
que fuera editada en volumen la parte ya impresa como folletín a la casa editora de García
Hermanos. Ya se resentía mucho mi salud de tales afanes, cuando recibí la carta siguiente
de mi ilustre amigo:

Carta décimo séptima


Mi apreciadísima Amelia:
Le envío los cuadernos ya revisados que no tienen de malo (dispense Ud.) sino que la letra
ofrece dificultades a los que no están acostumbrados a leerla. ¿Y sabe que me ausento?
De improviso se me presenta una ida al Sur y me embarco, esta tarde a las tres, en el
vapor americano. Voy a asuntos de curas y de parroquias.
¡Hasta mi vuelta, pues! ¡Cuídese y cuídese mucho!
¡Pero no! Yo… ¡me la llevo! Me la llevo en espíritu, amiga mía.
Ni mi ahijado A. sabe de mi repentino viaje. Usted tendrá noticias del que se suscribe.
Suyísimo,
P. Meriño.
¿Ve usted cómo sé imitar su letra?
Ese suyísimo, ¡ah! ¡significaba para mí lo muy penetrado que estaba Monseñor de la pena
que su ausencia, por corta que fuera, iba a causarme! Con su tono de afectuosa broma, al
darme la inesperada nueva, quería atenuar el mal efecto de ésta. Sentíame sin fuerzas para
continuar luchando con la imprenta, sin su asistencia. Presente él, cargaba con buena parte
del trabajo que con ella se tuviera y, además, con su voz de aliento me sostenía; distante,
¿cómo no había de faltarme?
Más adelante, reproduciré una carta suya como la más evidente prueba de la sinceridad
con que me trataba y del empeño que puso siempre en que mi obra literaria fuese digna, en
todos conceptos, de la aceptación general que iba recibiendo.

XXVII
Madre Culpable me costó esfuerzos, que creí insuperables, en más de una ocasión.
¡Cuánto sufrí por ella! Tanto al escribirla como para su publicación. Más de una vez
tuve la intención de renunciar a terminarla, agobiada por los inconvenientes que se
presentaban en mi camino. Ya enfermaba mi esposo y era yo misma la que caía extenua-
da a cada paso. Una circunstancia adversa de las que fue siempre pródigo mi destino,
obligábame a suspender el trabajo abrumador, por semanas y por meses. Prolongóse
esto más de un año. Yo me encontraba de tal manera cansada de él que llegué a aborre-
cerlo. Después del viaje al sur de Monseñor de Meriño, debió copiarse por otra mano
que la mía, el final de la obra y más atrás sobrevino lo peor de todo; ¡la partida de mi
ilustre amigo para Roma!
Su Santidad León XIII le llamaba y él debía obedecer al Santo Padre embarcándose sin
tardanza con dirección a la Ciudad Eterna.
¡Esta noticia cayó sobre mí con todo el peso de un desastre verdadero!
Dije a mi ilustrísimo amigo:

247
COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

—¡Monseñor, yo no lucho más! Por usted emprendí una obra superior a mis fuerzas, sin
fe y sin voluntad. ¡Pésame ya demasiado! ¡No hay inconveniente que no surja, para impedir
la realización del propósito de usted! Va usted a faltarme ahora; ¡nada puede animarme a
proseguirla!
—¡No se desaliente así, Amelia!, contestóme él entristecido, al ver el atontamiento en
que estaba yo sumida.
—¡No! ¡Ánimo, hija mía! ¡He pensado en todo! Voy a recomendar al padre Apolinar*
que me supla cerca de usted. Queda él encargado de la Secretaría del Arzobispado y bien
puede hacerlo. Tiene talento; es literato y posee verdadero gusto estético. No dudo que
aceptará con placer mi recomendación y que le servirá en la revisión de su trabajo y para la
corrección de pruebas.
Hízolo así y yo acepté la ayuda del padre Tejera, que era hermano menor de Don Emi-
liano, por no disgustar a mi venerado amigo ya bastante apesadumbrado del estado de
desaliento en que yo había caído.
El padre Tejera me sirvió gustosamente. Con toda exactitud y complacencia iba a mi casa
varias tardes en cada semana a trabajar conmigo. Mi esposo y yo le recibíamos con agrado,
encontrándole ameno, aunque algo original de trato, y de conversación llena de atractivo.
Su erudición era ya muy vasta y daba gusto oírle. Sus visitas y su cooperación distrajéronme
un tanto de mi tristeza, sacándome de la nostalgia que me produjera el alejamiento de mi
afectísimo amigo y maestro, como yo le llamaba luego.
A pesar de la buena voluntad del padre Tejera en servirme, suspendí el trabajo, pretex-
tando mi real cansancio. Continuó mi colaborador visitándonos todos los domingos, por
mucho tiempo: Dos horas pasaba en las mañanas, cerca de nosotros, hablando de todo con
su desparpajo intelectual que divertía a mi esposo y a mí me divertía un poco.
Agradecíale sobre todo que me hablara con elogio de Monseñor.
—Es un alma muy noble, Doña Amelia. ¡Sí! Es un alma muy noble, añadía con su manía de
repetición. Temí, cuando mi hermano Emiliano rompió con él, que mi carrera eclesiástica sufriera
por ello; ser alejado o desconsiderado; y nada de ello ha resultado. Monseñor me favorece como
antes. Ya ven ustedes que me tiene a su lado y me concede su confianza. ¡Es muy noble!
Siempre me manifestó su satisfacción respecto de mi ilustre amigo, en el mismo tono
de agradecimiento.
Alejóse él de casa, dándome razones que acepté como válidas. Mucho más tarde, decían-
me que había cambiado de opinión respecto del gran arzobispo, por rivalidades de carrera.
Viósele, en su encono, abandonar el traje eclesiástico y vivir civilmente. Ha muerto fuera de
la iglesia aunque no rompiera enteramente con ella.
Mucho deploré esas circunstancias porque había llegado a cobrarle afecto. Sus relaciones
con nosotros cesaron con la muerte de mi esposo. Habíanse sostenido a distancia, por medio
de demostraciones corteses, que se le retornaban con agrado. Tengo la convicción de que él
nunca dejó de estimarme.

XXVIII
Cerca de mí nadie podía suplir a mi ilustre amigo. La falta que me hacía era especial.
Entre él y yo existían afinidades tan raras como únicamente podían encontrarse en una hija

* El que fue luego el Canónigo A. Tejera, hace poco fenecido.

248
AMELIA FRANCASCI  |  MONSEÑOR DE MERIÑO ÍNTIMO

y un padre, ligados por entrañable afecto, e inseparables además de serlo por lazos atávicos.
Esto lo reconoció él un día, maravillado. La escena que tuvo lugar entre nosotros fue gra-
ciosa. Y me hizo admirar más, la ingenuidad infantil que por momentos podía observarse
en ese gran carácter.
Había yo leído un libro, muy interesante, de un autor francés. Envíeselo para que gustara
de él, como solía hacerlo con toda lectura de mi agrado.
Una tarde me lo devolvió. Quiso llevarlo él mismo para que habláramos de la obra que
le pareció magnífica. Y sobre ella y sobre literatura y mil cosas más, estando solos, intrin-
cados en una conversación tal y en nuestra larguísima plática, púsose de manifiesto tan
admirablemente nuestra conformidad de gustos, de sentimientos y de ideas, que de súbito
se detiene él, me mira y dice:
—¡Amelia, se me ocurre una cosa! ¡Conversando me ha venido una idea! ¡Qué bueno
que usted y yo nos hubiéramos encontrado hace mucho tiempo; yo sin este hábito; usted
libre pero no tan joven como lo es para mí, y que nos hubiéramos casado! ¿eh? ¡Qué bien
nos hubiéramos entendido! ¿No lo cree usted?
—¡Es posible, Monseñor! Contestéle, sorprendida, pero más divertida aún de la ocu-
rrencia, aunque afectuosa, tranquila y seria.
—Sí, añadió pensativo. Y después de un rato, alzando la cabeza, continuó:
—¡Aunque tal vez no! Porque de ser así yo no la hubiera querido con el puro afecto que
le tengo, sino de otro modo; y ¿usted a mí? ¡Es posible que me quisiera menos o sabe Dios
cuántos defectos me encontraría!
Después de ponerse cabizbajo un breve instante, dirigióse a mí y mirándome con suma
ternura y apoderándose de mis manos que sacudía suavemente, terminó diciendo:
—Más vale que nos hayamos conocido así, más vale ¿no cree usted, mi querida hija?
¡Así nos queremos mejor!
—Es verdad, Monseñor, contesté.
Y no pudiendo contenerme más, porque sabía que la ocurrencia de mi ilustre amigo
necesariamente tendría esa conclusión, me eché a reír.
Monseñor rió también. Temió haberse mostrado tonto y se sonrió.
—¡Vamos, Amelia, no se ría de mí! ¡Es que nos parecemos tanto! No se burle… y reía.
—Es que le diré una cosa, Monseñor. Al hablarme usted de habernos casado, pensaba yo
en que para ello habrían existido varios inconvenientes, siendo el primero, por que cuando
usted recibió las sagradas órdenes, aquí en Santo Domingo, yo no había venido aún al mundo
en Puerto Rico. ¡Qué distantes estábamos!
¡Monseñor rió más y más!
—¡Maliciosa, maliciosa! exclamaba sacudiéndome dulcemente las manos. ¡Cómo me
llama viejo! Pero, ¡tiene usted el derecho!
—¡Delicioso carácter! ¡Sus ingenuidades, hacíanle amar más de mí! El pensamiento que
por su mente había cruzado era semejante a una ráfaga ligera de aire perfumado que, al
pasar sobre la cabeza de un niño, dejara en esta la vaga impresión de un grato frescor y de
un dulce recuerdo.

XXIX
Llegó esta carta a mis manos antes de lo que yo esperaba. Puede suponerse, después de
leerla, el efecto que produciría en mi ánimo.

249
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Carta décimo octava


New York, julio de 1903.
Mi pensada, carísima y respetada amiga:
No tengo pulso, ni cabeza. Ayer desembarqué en este puerto y he caído en un abismo
de ruidos incesantes que me tienen aturdido y, por su puesto, los nervios excitados a causa
de la irritación. El viaje me tiene bailando todo el organismo.
Pero deseaba llegar para acusarle recibo de sus gratísimas líneas y del retrato, todo lo
cual me entregó abordo, al zarpar el vapor en San Pedro de Macorís, nuestro buen amigo
Don Miguel Román. Si me lo hubiera dado diez minutos antes, no habría dejado de trazarle
unas líneas desde allá, para que supiera usted que carta y fotografía estaban en mi poder.
(Le castigué no mostrándole el retrato).
...............................................................................................................

Interrumpo la carta para señalar esta humorada de niño que corrobora lo que de él decía
yo en el capítulo anterior. ¡Cuán simpático le hacían las tales salidas!
Y continúo la reproducción.
...............................................................................................................

¡Gracias mil, amiga mía, por tan marcadas pruebas de afecto! Las expresiones amistosas
de su noble alma, han tenido eco armonioso en el santuario de la mía, siempre abierta al
reconocimiento; y su retrato, que he colocado en mi bulto de escribir y el cual tengo ahora
ante mis ojos, me la recordará a cada momento.
Y ¡qué bueno está! ¡Qué parecido! ¡Con un poquito de brillo en las miradas y un
ligero aleteo en las ventanas de la nariz, la revense es perfecta! Y note que he querido de-
cir, no soñadora, sino algo así como quien recuerda y piensa, pues tal es la expresión de la
fotografía.
Ya sabe usted, mi amada amiga, que viajará conmigo en espíritu y en imagen.
El 7 saldré de aquí para el Havre y no me detendré en París sino ocho días. De ahí seguiré,
cosa de estar en Roma el 18 ó el 20, despachar mis asuntos y regresar a París, a tiempo de
aprovechar el vapor que llegará a Santo Domingo el 26 de setiembre.
¡Viaje rápido como de quien está a la altura de la época! ¿Se ríe usted?
Y ¡créame! ¡Bien quisiera volverme de aquí! ¡Ya no siento placer en viajar! ¡La sombra
tiene su atracción y ya se proyecta bastante sobre mí! Reposar a su abrigo es lo que me pide
el cuerpo.
Pero, ¡agitemos aún los miembros fatigados y sigamos sin desmayar! Salúdeme a Don
Rafael y a toda la familia.
Cuídese mucho; haga ejercicio; ¡aliméntese y no se haga cargo de las cosas que la con-
traríen y apenen! Y, sobre todo, esté persuadida del inalterable afecto de su admirador y
¿diré apasionado amigo?
P. Meriño.
P. S. Me olvidé de dejarle su Diario, pero quedó seguro dentro de una cajita y está ence-
rrada en mi armario.
¡Ah! ¡No le he dicho que aquí estoy vestido de gentleman y que me dan ganas de retra-
tarme con bombo y todo! Creo que así tengo aire como de un ruso viejo.
...............................................................................................................

250
AMELIA FRANCASCI  |  MONSEÑOR DE MERIÑO ÍNTIMO

Si Monseñor de Meriño encontraba sabrosas las cartas de Flaubert a George Sand, por lo
íntimas y afectuosas tanto como por su hermosa forma literaria, yo hallé a ésta suya para mí
un sabor deleitoso. El estilo, la variedad de tonos, todo en ella me cautivó. Ese viaje descrito
en algunas líneas, parecióme una maravilla. Sentíme como arrebatada con él en vuelo fan-
tástico y vuelta a tierra, saliendo de un sueño. ¡Y luego esos chistes! ¡Oh esos chistes fueron
los que más me conmovieron! ¡Los que hicieron brotar las lágrimas de mis ojos! ¡En ellos
pude apreciar la extensión del afecto que se me profesaba! ¿No se lo inspiraba a mi ilustre
amigo el deseo de distraerme?
Suficientemente me probaban que él recordaba con dolor a la pobrecita enferma de
cuerpo y de alma que, a tanta distancia, luchaba penosamente contra un destino siempre
adverso, ¡y deploraba su ausencia!
Cada párrafo de la carta estaba escrito expresamente; meditado para hacerme compren-
der que no se me olvidaba.
Hasta la forma apasionada de la despedida tenía su significación. Había sido dictada
por un corazón lleno de sublime caridad para mí. El deseo de volver pronto era otra prueba
de tierna bondad; ese deseo que yo reconocía por sincero y que sabía agradecer en lo más
íntimo del alma.

XXX
No recibí otra epístola de mi amado amigo.
El tiempo pasó lentamente a mi modo de ver; más en realidad trayendo consigo las
distintas peripecias de la vida, que lo hacen soportar. Y Monseñor regresó. En buena salud
y muy animado. Siempre amoroso, como un padre para mí.
Ya le tenía a mi alcance de nuevo. Volver a verle me fue muy grato; pero mi melancolía
perduraba. Lamentó el que se hubiese suspendido la edición de mi obra y, haciendo oposi-
ción a mi propósito de revisar mis manuscritos y de hacer en ellos correcciones, aconsejó a
mi esposo que me los quitara y me dijo:
—¡No, Amelia! Deje su novela así; que salga como está. El público gustará de ella y que
eso le baste. Su salud vale más que todo. Un exceso de trabajo volvería a hacerle daño.
El trabajo en la imprenta se reanudó, volvimos a nuestra correspondencia epistolar con
ese motivo y por otros distintos.
...............................................................................................................

En una tarjeta sin fecha:


Nada, mi buena y noble amiga.
¡Ya listo para ir donde usted, me ha llegado gente y he tenido que suplicar me permitan
un momento para trazar a usted estas líneas de excusa!
Fernando, Arzobispo de Santo Domingo.
...............................................................................................................

Carta décimo novena


¡Vaya, mi querida caprichosa!
¡La atmósfera nebulosa de ayer nos tenía a todos como ofuscados! ¿Con que le escribí
archiepiscopalmente? ¡Pues hoy, despejado y afectuoso, hago lo mismo, para bendecirla! Dí-
game, ¿está contenta?

251
COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

Ojalá no llueva hoy para ir allá y que me vea sin nubes, siempre el mismo, admirador
suyo y muy afectísimo,
P. Meriño.
...............................................................................................................

No sé qué carta de mi buen amigo provocaría la queja que él repite con tanta gracia y
tal cariño.
...............................................................................................................

Carta vigésima
¡Amiga mía queridísima, respetadísima y todos los ísimas que sean de su agrado!
Mande a la imprenta esa plana. Así como está quedará bien. La palabra conociera, lo
arregla todo.
¡Y doy a usted mil gracias por sus delicadas atenciones! ¡Cuán sinceramente las estimo!
Pero no siembra usted en terreno estéril, ¡pues bien sabe Dios cuánto la quiero, Amelia!
Le devolví los libros porque ya los he leído. Del otro leí lo que más me interesaba. Con
el alma le agradezco el bien que me hace proporcionándome agradables ratos de distracción
con la lectura de esas obras.
Espero tener en esta semana el gusto de ir a verla. Trate de cuidarse para que yo la en-
cuentre mejorada y contenta.
Su adicto de corazón.
P. M.
XXXI
Recordaré aquí que la novela, aunque principiada a editar hacía tiempo, no estaba
terminada. Faltaban muchos capítulos por escribir, cuando Monseñor volvió a ocuparse
ella.
Conocía él el plan de la obra porque yo se lo había revelado; pero, en el curso de mi re-
dacción, cobró tal amor a María, que un día me sorprendió por ello. Voy a relatar el incidente
conmovedor, como una prueba de la emotividad del gran arzobispo.
Habíale enviado yo el cuaderno en que la inocente víctima de la madre culpable apare-
ce a punto de morir, herida por el corazón por lo que ella cree una traición de su adorado
Alberto.
Monseñor llega sin anunciarse como lo acostumbraba. Trae el cuaderno y me lo entrega,
después de saludarme. Le noto como preocupado. Imagínome que va a señalarme en el
trabajo alguna grave incorrección y me preparo a oírle, cuando exclama:
—Amelia, ¿no sabe usted lo que me trae aquí?
—Creía, Monseñor, que era algo que deseaba usted decirme.
—¡Vengo a pedirle una gracia!...
—Diga, Monseñor.
—¡Oiga, Amelia! ¡Lo que voy a suplicarle es que no me mate a María! ¡Aquí le traigo su
cuaderno en donde usted la hace morir! Pero yo no quiero que ella muera.
Sorprendida, miré a mi ilustre amigo. Creí que bromeaba. Pero me convencí de lo con-
trario y conmovíme al notar cierta angustia en su semblante y al escucharle que añadía en
tono casi lastimero:
—¡Déjela vivir, Amelia, y que sea feliz!

252
AMELIA FRANCASCI  |  MONSEÑOR DE MERIÑO ÍNTIMO

—Monseñor, le contesté, confusa. ¿Qué significa eso? ¿Usted apasionarse de un


personaje ficticio, al igual que una chiquilla romántica? ¡Me parece imposible! Dejar
vivir a María es dar al traste con todo el artificio de mi obra. ¡Usted sabía que estaba ella
concebida así!
—¡Oh Amelia! ¡Es que usted no comprende!
Acercóse más a mí y, como lo hiciera siempre que quería penetrarme de su fluido, cogió
mis manos, las oprimió en las suyas y mirándome en los ojos, prorrumpió:
—¡Usted no sabe, Amelia! ¡En María heme acostumbrado a ver a usted! ¡Paréceme que
al dar muerte a esa niña interesante, a esa delicada criatura que la mente de usted forjó, es
usted misma la que se suicida y que en ello muy cruelmente se complace!
—¡Y yo no quiero que usted muera! ¿No me llamó usted para salvarla?
Al oír a Monseñor, sentíme palidecer. Mi corazón se contrajo; yo también me angustié.
Callé un momento. Luego, oprimiendo a mi vez con fuerza nerviosa las manos que enlazaban
las mías y devolviendo mirada aguda por mirada penetrante, repliqué:
—Monseñor, deje que María muera. ¡En medio de su desgracia, ella es feliz por morir en
temprana edad! ¡Ya hubiera yo querido que una mano piadosa me hubiese hecho desapa-
recer del mundo, adolescente aún! Desengáñese, Monseñor. Cuando en el corazón de una
niña tierna, el desencanto prematuro de la vida, por una causa o por otra, engendra amarga
melancolía, la muerte es lo mejor. En ese corazón el mal es incurable. Una circunstancia
venturosa puede atenuarlo un tiempo; hacerlo cesar, ¡jamás! Los seres como María, están
heridos para siempre. Pueden aparecer felices en las novelas, por conveniencia del escritor,
pero en la realidad de la existencia, ¡no! no, Monseñor. ¡Usted me clama porque mato a su
favorita! ¡Ella es más feliz así! ¡Déjela usted morir!
Monseñor bajó la cabeza. Miróme tristemente y soltando mis manos después de estre-
charlas por última vez, me dijo:
—¡Está bien, Amelia! ¡Qué muera la pobrecita! ¡Pero viva usted aunque sea la María de
la realidad! ¡Prométame vivir!
—¡Si Dios lo quiere viviré, Monseñor! ¡Aun cuando la vida me pese!
Despidióse él de mí, conformándose con lo que yo le dijera. Y María murió. Mas todavía
debía yo sufrir por mi Madre Culpable. Mi disgusto provino de mi disentimiento entre mi
ilustre amigo y yo respecto del final de la novela.
La carta que voy a reproducir dará luz suficiente acerca de este último incidente que
me apenó bastante.

Carta vigésimo primera


Mi respetada y distinguida amiga:
Acabo de leer su Diario, para mí siempre apreciabilísimo. En esas líneas que traza
usted, poniendo la verdadera expresión de su alma, se me viene usted de tal modo a
los ojos que no pueden menos que serme interesantes hasta las sombras de tristeza
que envuelven luego su discurso. ¿No son ellas también el reflejo de esa alma, llena
de melancolía?
Pero no es a nada de esto que quiero referirme. Dios sabe bien que las tristezas de us-
ted me la hacen más simpática y que yo desearía verla sanar de cuerpo, aunque tuviera el
espíritu velado por ellas; que ni las tristezas matan, ni dejan de dar sus horas de treguas al
corazón.

253
COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

Al escribirle es mi propósito referirme a lo que usted ha creído ver en el juicio que le


emití sobre el desenlace de su novela.
¡Cómo he comprendido que esto la ha preocupado! ¿Por qué? ¿No ha tenido usted en
cuenta que el juicio mío no constituye autoridad?
Ocurrióseme, leyendo las bellas líneas del último cuaderno de su Diario, que estaba us-
ted bajo la acción de una de esas enfermedades que bajo el cielo del alma se alzan luego.
¡Siéntese la electricidad que se enciende en relámpagos y estalla en truenos!
¡Y así ha escrito usted con admirable elocuencia!
Tornando al asunto indicado, mi deseo es convencer a mi noble amiga, muy querida,
de que mi juicio es este: que la novela es buena; que la autora muestra en ella talento, gusto
estético y alta elevación moral y que las pobres letras dominicanas ganarán crédito con su
publicación. ¡Así lo creo, y añadiré sin lisonjas que lo que sorprende es que, siendo aún tan
joven, pudiera escribirla!
¡Sin embargo, tengo para mí que en el matrimonio de Alberto con Margarita hay una
sombra!
¿Fueron culpables Isabel y Alberto? No lo dice la novela. La escena del aturdimiento y
la debilidad del desgraciado joven termina discretamente con el grito y la caída de la infeliz
María; con lo que queda velada. Si hubo falta; ¿no parecerá casi incestuoso el matrimonio
de él con Margarita? Si no la hubo, ¿una conciencia recta podría resentirse, al ver que se
alza, sobre la tumba de la desdichada niña el altar de himeneo para su novia tal vez infiel
y su hermana deshonesta? Si Isabel murió castigada y arrepentida, Alberto puede aparecer
regenerado por el dolor, pero no feliz y como premiado por el matrimonio.
Repito que no soy autoridad. Mi juicio tal vez sea errado, pero debo a mi noble amiga la
verdad del alma y se la expreso tal como la siento. Y todo porque la trato con toda sinceridad
y soy su adicto amigo,
P. Meriño.
¡Gracias por el delicado y lindísimo ramillete! ¡Qué viva mil años la artista!

XXXII
¡Sí! Sufrí mucho con ese juicio de Monseñor. Y no dudo que con elocuencia protestara
contra él. Declaré que dejaría trunca la obra, antes que trabajar más en ella. Supongo que
envié flores a mi ilustre amigo para atenuar en su espíritu la impresión que de mi resabio
recibiera. Y gané la partida porque él se enfermó con el final de la novela y Madre Culpable
vio la luz pública, tal como yo la concibiera desde el primer momento.
¡Oh! ¡El amor a María; el dolor por la muerte de ésta, era lo que ofuscaba a mi queridí-
simo mentor! ¡No podía él convenir en que otros fueran felices, habiendo ella sido víctima
de los demás!
Más tarde, luego que la obra fue aplaudida, debiendo en gran parte el éxito que obtuvo
al interés tan vivo que él pusiera en hacerla conocer; aceptóla plenamente.
La reproducción de una carta suya servirá para probarlo.

Carta vigésimo segunda


¡Sí, Amelia! Usted hizo bien, enviándome ese periódico. Es el juicio más cónsono con
mi sentir. Y lo he leído con gusto.

254
AMELIA FRANCASCI  |  MONSEÑOR DE MERIÑO ÍNTIMO

¿Ve usted que hay puntos de vista en que colocarse para juzgar su Madre Culpable con
un criterio más elevado y con mayor acierto?
Supongo que usted habrá dicho (o se habrá dicho para sí) “¡Este sí me ha comprendi-
do!“
¿No es verdad?
Su muy afectísimo,
P. M.
El juicio a que se refería Monseñor de Meriño, estaba inserto en un periódico de Puerto
Rico. Agradó mucho a mi esposo que fue quien lo envió a Monseñor. Yo lo conocía por él; pero
lo había olvidado como casi todos los demás que sobre la tal obra se publicaron. Mi esposo
conservó el periódico que he encontrado últimamente entre otros muchos de aquella época.
Lo reproduciré, por parecerme oportuno, aun cuando deba excusarme por su extensión.

Juicio crítico
Por Ramón Marín (Fausto)

Madre Culpable
Así se titula un libro que acabamos de leer y de releer, saboreando sus bellezas, que son
muchas, y pasando por alto sus incorrecciones, que son ínfimas. Es un libro que no se suelta,
que no se cae de las manos, una vez abierto, por cualquiera de sus páginas.
Comenzar un capítulo es sentir el deseo de devorar, sin detenerse, sus trescientos y
más folios.
Ni el calor de la luz nocturnal que quema el rostro y enrojece la pupila rinde de can-
sancio nuestros párpados; al revés. Su lectura es de las que nos arrastran dulcemente a una
noche de vigilia.
¿Quién ha creado ese libro?
Ese libro es el fruto hermoso, delicado, tierno, de una mujer con un corazón que, sin
esos tesoros del ser humano, no lo hubiera creado, a pesar de su entendimiento claro y de
su mucha cultura.
Porque para escribir Madre Culpable la inteligencia es lo secundario; el corazón es lo pri-
mordial. No basta pensar bien; es necesario sentir mejor; y a quien ese libro ha concebido,
sóbranle aptitudes para otras y otras creaciones filosóficas y deleitables.
Y ¿quién es esa mujer?
Esa mujer es el injerto de dos floras antillanas.
Del sol abrasante de Borinquen recibió su ser los primeros efluvios de vida, y su frente
el primer beso de la patria.
Bajo la vieja Ceiba que lamen las linfas del Portugués y Becuní silenciosos, dieron las
auras a su cuna las mecidas primeras, al arrullo de las tórtolas que saludan el alba, al des-
pertar entre el verde ramaje del árbol vetusto y gigantesco.
En sus pañales de armiño y de tul acogiéronla las nereidas que con las náyades en
el Ozama juguetean, y fueron aquellas aguas el Jordán donde sació su inteligencia la
sed que la asediaba. Borinquen y Quisqueya las patrias son de la creadora de Madre
Culpable.

255
COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

Se nos pide el juicio crítico del simpático libro y nuestra pluma ni sabe, ni puede, ni
quiere hacer sino su elogio. Y ese camino fácil y corto lo tiene andado ya. Algunas pincelas
más y nuestro cuadro estará terminado.
¿Es una leyenda? ¿Es una historia? ¿Es una novela?
Es esto último, con imágenes de idilio.
¿Es clásica?
¿Es romántica?
¿Es realista?
Las tres escuelas juegan en ella, sin choque, sin rozamientos y sin que resulten en sus
episodios discretísimos ni el clasicismo de la Staël, ni el romanticismo que se ve en Romeo
y Julieta , ni el naturalismo descarado de Zola. La joven más angelical y púdica lo devorará
sin que sus mejillas de rosa se enrojezcan. Todos los personajes del libro enamoran por su
belleza física o su perfección moral.
La misma heroína de la novela, si como madre es un adefesio humano, como mujer tiene
todos los encantos de la de Médicis o de la de Milo, con todos los hechizos de una maja.
Isabel es la escultura de la tentación.
El único cuadro que toca los lindes del realismo sensual, el que se destaca en el gabinete,
más de una vez profanado por la mujer y por la madre.
María y Margarita, dos niñas inocentes; la una víctima propiciatoria de la que el ser
divinal le diera; la otra, fruto de infame adulterio.
Alberto de Montalván, joven rico y, más que por su fortuna, opulento por su linaje, el
que juega con el amor como lo hace el niño con los soldaditos de plomo, hasta que llega
el día como casi siempre acontece a los Tenorios en que cae rendido por el candor; por el
engendro de todas las virtudes, que tal es la María forjada por la novelista: idilio transfigu-
rado en mujer.
La Condesa de Montalván que, a pesar de sus blasones aristocráticos, no desdeña verlos
enlazados con los modestos timbres de la virtud incorruptible, es madre y contraste sublime
de la pecadora Isabel. Blanca de Montalván, criatura modelada como puede modelar el cincel
de Miguel Angel, una divinidad pagana; casta y dúctil a todos los sentimientos generosos,
por abolengo y por herencia.
¡Cuán grande es en su humildad, también Beatriz, el aya de María!
Para completar el cuadro, están el doctor Romero y Andrés de Zúñiga, dos genios del
bien, en quienes la naturaleza compartió por igual los dones de la bondad y de la justicia el
primero, anciano venerable; noble porque es un sabio; el segundo, joven abogado inteligente,
honrado. Ambos amigos del alma de María; y de Alberto, quien, aún siendo atolondrado en
el albor de sus mocedades, fue siempre caballero e hidalgo.
Estos dos últimos personajes, puede decirse que son la clave del engranaje sobre el que
se desarrolla todo el plan de la novela que nos ocupa.
Echamos de ver que hemos ido más lejos de lo que intentamos al tomar la pluma y aún
nos resta por añadir que la autora del interesante libro que nos la ha puesto en la mano, sólo
tiene un objetivo, y a él va moviendo todos los resortes del sentimiento e interesando siempre
al lector: santificar el amor en sus diversas manifestaciones y pintar los celos y la envidia en
su más reprochable execración, encarnando pasiones tan vituperables en el corazón de una
madre desgraciada que, al abrir una tumba para María, abra para ella, víctima de feroces
remordimientos, las rejas de un manicomio.

256
AMELIA FRANCASCI  |  MONSEÑOR DE MERIÑO ÍNTIMO

Y ¡castigo horrendo de su horrenda culpa! ¡Dios quiso devolverle la razón para que viera,
con las claridades de su conciencia, todas las negruras de su peregrinar en la vida!
Aún se nos pregunta: ¿quién es? ¿Qué nombre tiene la que esas páginas trazó? Amelia
Francasci se llama.
¡Ésa es la novelista ponceño-quisqueyana!
¡Aplaudamos su talento y rindámosle el tributo que se ha conquistado, leyendo su libro!
Ramón Marín (Fausto).

XXXIII
¡Cuán noble me pareció Monseñor al aplaudir así un juicio que contrariaba tanto el que él
me manifestara algún tiempo antes, desalentándome por completo! ¡Y con tanta sinceridad
como la que tuvo al disgustarme! ¡Era que la obra impresa apareció a sus ojos distinta de la
que él fuera leyendo por partes interrumpidas y mal redactadas! Lo mismo le pasó a mi es-
poso. ¡Sólo yo no encontré gracia para ella! La detestaba, al extremo que un día que mi ilustre
amigo, con su voz maravillosa y su gran arte de la lectura, que pude admirar ampliamente,
quiso leerme, con todo entusiasmo, algunos capítulos de ella, para hacérmelos apreciar; a
pesar mío, cometí la grosera acción de taparme los oídos para no escucharle; diciéndole:
—¡Ya Monseñor, ya! ¡No lea más!
Fue involuntario aquello; pero luego me lo reproché, como indigna del conocimiento
de la gran bondad que se me estaba mostrando y del honor que se me hacía. ¿No desmerecí
en el concepto del generosísimo lector?
Tan solo su gran amor por mí pudo impedirlo tal vez.
Además de Monseñor de Meriño fue mi hermano Eugenio gran propagador de mi
novela. Envióla a escritores extranjeros, que él conocía directa o indirectamente, y recibió
de ellos cartas satisfactorias; que coleccionaba con el propósito de publicarlas todas en un
folleto. ¡Pobrecito! La muerte le arrebató al afecto de sus tan numerosos familiares antes de
realizar su intento. Falleció en 1895.
Conservo la esquela, tan lacónica como elocuente, en la que mi ilustre amigo me presentó
sus condolencias. Dice así:

Carta vigésimo tercera


Mi carísima Amelia:
¿Deberé enviarle mi expresión de pésame?… ¡Dios sabe, amiga mía, cuán sinceramente
participo del amarguísimo duelo de toda la familia y del de usted en particular!
Su respetuosísimo amigo del alma,
P. Meriño.
Y días después recibí esta otra con motivo de una misa por el reposo eterno de mi tan
sentido hermano.

Carta vigésimo cuarta


¡Dos letras y no sé cómo se las hago! La gente me quita el tiempo. Háceme perder toda
la mañana.
Su misa se la dirá el padre José María en Santa Clara, el lunes a las 6 1/2.
Su muy afectísimo.
P. M.

257
COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

Pasó un año lleno de acontecimientos dolorosos, ocasionados en parte por la desapa-


rición de Eugenio. Monseñor no me desatendió nunca, como tampoco Don Emiliano. A
ambos vi a mi lado, asiduamente, alentándome con sus afectuosas demostraciones y con
sus amistosos consejos. Quiero olvidar cuanto ocurrió en la familia, durante ese lapso de
tiempo, tan triste para mí que me costó otra grave enfermedad.
Mis fuerzas habían vuelto a agotarse y razones suficientes motivaban esta recaída en
mi antiguo estado de postración.
Habíase resuelto mi esposo a abrir un establecimiento de mercancías en uno de los depar-
tamentos de la casa que habitábamos hacía años, situada en calle muy céntrica y apropósito
para el comercio que emprendiera.
Dicho establecimiento debía ser dirigido por mí, detrás de bastidores; es decir, desde
mis habitaciones particulares, jamás pude presentarme frente al mostrador. Mi compañero,
empleado fuera de la casa, no disponía de tiempo para atender a los negocios, sino un rato
en la noche y en la mañana de los domingos. Era esto muy poco. Los afanes mayores me
incumbían a mí sola y esto habría sido bastante para extenuarme.
Monseñor vio con gran pesar lo que ocurría. Protestó, pero no pudo ser escuchado. La
necesidad de ganar la vida se imponía.
—¡Amelia, usted comerciante! ¡Oh! ¡Ese es un pecado mortal! ¡Va usted a sucumbir!
¿Acaso ha nacido usted para eso? ¡Ya no podrá usted escribir, cuando tanto éxito ha al-
canzado!
—¿Qué hacer, Monseñor? ¿No sabe usted que mi destino me condena a luchar siempre
y siempre? ¿A vivir en dos elementos contrarios a mi naturaleza?
En 1896 faltó poco para que el vaticinio de Monseñor de Meriño se cumpliera. Debí irme
al campo en busca de algún reposo y de aire mejor.
Don Emiliano partió para Roma. Contra todo sus sentimientos y en oposición
abierta a su manera de ser especial, aceptó, por patriotismo puro, una misión para
el arreglo de un asunto nacional. Explicóme él las cosas y yo le comprendí. ¡Cuánto
lamentó dejarme enferma y con cuánto pesar se despidió de mí! Pero él contaba con el
bien que debía resultarme de una estada en el campo que fue el primero en aconsejar
recomendando a mi esposo que tratase de que se prolongara el mayor tiempo posible.
¡Cuánta falta me hizo!
Monseñor era un esclavo del deber. Al campo podía ir a visitarme, menos aún de lo que
lo hacía en la ciudad.
La carta que voy a copiar es un testimonio de lo que asevero aquí. La recibí estando algo
mejor, aunque a penas abandonaba el lecho.

Carta vigésimo quinta


Amelia, mi carísima y respetada amiga:
No se fije en mis faltas. Quiérame así como las circunstancias de mi fatigosa vida me
hacen aparecer: ¡algo descortés; pero con un corazón lleno de afectos ferventísimos siempre
y nunca indiferente a los pesares de los que amo!
Siento infinito haber causado a usted la pena que me revela. ¡Yo que tanto me complaciera
en disiparle el ánimo y en verla libre de los padecimientos que la agobian!...
Es, mi querida amiga, que en estos días se me han acumulado tantas atenciones, que no
sé cómo he podido irme desembarazando de ellas sin que me estalle el cerebro.

258
AMELIA FRANCASCI  |  MONSEÑOR DE MERIÑO ÍNTIMO

¡Sí, Amelia! ¡La vida de este su pobre amigo sólo tiene fugaces respiros! Cércanme las
contrariedades y paso días de tales ahogos en este cargo que ejerzo, que no puede usted ni
aún imaginarlos.
El mismo día en que su esposo me mandó la estimadísima carta de usted y su Fantasía
sólo tuve tiempo para leer aquella. Al siguiente vi la Fantasía. De esta hablaremos cuando
tenga el gusto de ver a usted para lo cual extenderé una de estas tardes mis reducidos paseos.
Mientras tanto, haga copiar su obra, para que me sea posible leerla de corrido (¡dispense!)
y fijarme mejor en la forma y en el asunto.
Yo mismo pensé ir a llevarle el manuscrito, pero no he podido. Hasta la próxima semana
no me será permitido salir de aquí de tarde.
Y ¡vamos, Amelia, no esté triste, por Dios! ¡Ni se crea sola! ¡Usted tiene muchos que la
quieren! ¡Y hay quien piense constantemente en usted! ¡Anímese; pasee por el campo; vaya
con frecuencia a orilla del mar y empéñese en alimentarse! ¡Sacuda penas y quebrantos!
¡Deseo tanto verla!
Amelia, mi noble hija, usted no puede imaginarse cuánto la aprecia, distingue y admira,
su afectísimo.
P. Meriño.
¡Qué carta tan afectuosa esta! ¿Quién no comprende que había sido dictada por el co-
razón de aquel hombre tan grande y tan espontáneo en sus sentimientos, como sincero y
magnífico era para todo lo demás?
La Fantasía de que hablaba era mi Pepe, Pepe y José, capricho de mi imaginación de en-
ferma, que escribiera yo el primer día en que dejé la cama, allá en la estancia.
Mostrélo a mi esposo y él se adueñó de mi insignificante trabajo y lo envió a Monseñor.
Más tarde mi entusiasta amigo Don José Joaquín Pérez, lo admiró y lo dio a la prensa.
Yo no me ocupé de él para nada. El gran poeta me pidió una serie de cuentos como ese y se
los prometí, sin poder luego cumplir mi palabra.

Carta vigésimo sexta


Mi queridísima: ayer tarde me he llevado un solemne chasco. Fui a la estancia a eso
de las 4 y me dijo un viejo, que salió a recibirme, que desde las 2 había usted venido a
la ciudad.
Al regresar detúveme un rato, conversando con mi comadre, Doña Dolores Lavastida
de Báez en su casa de campo en el mismo camino y me volví a mi rincón; no pasé por donde
usted porque supuse que algo de importancia la había hecho venir a la ciudad y que podía
yo importunarla.
Si usted no se vuelve pronto, tenga la bondad de avisármelo para ir a verla aquí, no esta
tarde porque estoy muy ocupado, pero tal vez mañana.
Sé que usted se encuentra bastante mejorada y espero que siga reponiéndose para sa-
tisfacción de los que la quieren como su afectísimo.
P. M.
XXXIV
¡Sí! Hacía dos meses que habitaba yo en el campo y tuve que ir a mi casa por asunto
comercial, con toda urgencia, por desearlo así mi esposo; y pasar algunos días en ella antes
de volverme. Había recomendado esa mañana que lo avisaran a mi ilustre amigo, pero no

259
COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

fui obedecida a tiempo. Quiso la casualidad que Monseñor determinara visitarme ese mismo
día, habiendo tantos en que yo le había aguardado inútilmente.
Mi vida está llena de tantas contrariedades.
Como tan pronto mejorara yo afuera de la ciudad, respirando aire más libre, iba y venía
cada quincena, obligada a atender a los negocios aunque fuese de ese modo intermitente, no
volvió mi estimado amigo a llevarse chasco, porque me vio en mi casa, cada vez que tuvo
noticia de que yo me hallaba en ella.
¡Sobre mí pesaban tantos compromisos!
Después de la muerte de mi hermano Eugenio, mi madre, muy anciana, y dos hermanas
mías, solteras, Julia y Ofelia, habían quedado bajo mi tutela y casi sin recursos.
La pérdida de ese hijo, que ella adoraba, habíala convertido en un pobre ser incapaz
de soportar el menor disgusto. Había que evitarle la más ligera incomodidad; rodearla de
cuidados; preservarla de mortificaciones.
Uno de mis mayores empeños tenía por objeto el sustituir cerca de ella a mi hermano
en todo lo material de la existencia, para que la falta de él fuera menos sensible a la pobre
anciana.
Para conseguirlo, ¡qué suma de esfuerzos érame necesaria! Jamás tenía sosiego. Aún
postrada en cama, trabajaba, dando órdenes y dirigiéndolo todo.
En el campo mismo, faltábame la tranquilidad de espíritu.
Siendo muy precario el estado de salud de mi esposo y no debiendo su régimen higiénico
sufrir alteración alguna, había que prodigarle cuidados mayores aún que a mí, por mal que
yo estuviese, y así lo exigía yo misma, preocupada de continuo por la observancia del mé-
todo que él necesitaba seguir. En nuestra casa era el médico indispensable. Hubo ocasiones
en que tuve que servir de enfermera, en medio de crueles quebrantos.
Pasó esto en una epidemia de influenza; terrible esa vez y que arrebató en pocos días a
muchas personas robustas. Contrajo él la enfermedad.
Díjome el médico que nos asistía entonces:
—Para su esposo es preciso que se evite la más ligera congestión pulmonar. Si sus pul-
mones dejasen de funcionar normalmente, no tendría remedio.
En cambio, el que se llamó luego, porque el primero enfermó, y que me estimaba mucho,
me declaró:
—Doña Amelia, esta epidemia es muy peligrosa para usted. La temo por usted más que
por los míos. ¡Debe usted a toda costa preservarse de ella!
¿Y cómo? Hube de abnegarme consagrada, noche y día, al cuidado de mi enfermo. Incli-
nada sobre él, aspiraba el aire contaminado de su pecho removido por una tos violentísima
y de ese modo adquirí el mal epidémico al cuarto día.
Aquello fue horrible. Pensaba yo que al Dante le faltó imaginación para inventar un su-
plicio semejante al mío. Mi estado era lastimero. Tenía una fiebre ardentísima; una cefalalgia
atroz que hacía zumbar mis oídos dolorosamente; los pulmones congestionados; los bronquios
afectados por una tos que no daba tregua. Y unos dolores que inundaban mi cuerpo a todas
horas. ¿Podía creerse que así fuera yo enfermera y directora de la casa y de los negocios? Sí
lo era, ¡porque no tenía quién pudiera suplirme y la vida de mi esposo me estaba encomen-
dada! A riesgo de morir yo creía de mí deber tratar de preservarle de la muerte.
Había hecho colocar una cama ligera, en la habitación de mi esposo, para estar próxima
a él y velarle.

260
AMELIA FRANCASCI  |  MONSEÑOR DE MERIÑO ÍNTIMO

Una mañana, al querer levantarme para ir hacia el lecho y ver si dormía, caí al suelo sin
conocimiento por exceso de debilidad. Y él encontró bastante fuerza, al darse cuenta de ello,
sobresaltado, para alzarme en brazos y depositarme en mi cama.
Volví en mí y, tan luego recobré algún aliento, continué mi papel de enfermera. Como
podrá bien verse, mi condición era fatal.

XXXV
Cada día aprendía yo a conocer a mi amado Monseñor, y a estimarle, bajo todos sus
aspectos, más y mejor. Como padre de familia no era menos digno de admiración que como
amigo y como todo.
Y digo padre de familia porque no merecía otro nombre el protector amoroso de las huér-
fanas del Asilo de Santa Clara, atendido por las Hermanitas de la Caridad.
Nadie podía dar testimonio de ello con más razón que yo, que era la encargada de las
compras que él hacía para ellas y además estaba ligada íntimamente con personas sabedoras
de cuántos desvelos tenía él por sus niñas, como las llamaba. Por mis amigas conocía detalles
conmovedores de su piadosa solicitud por las desamparadas.
Yo había querido verle, como las que me lo referían, en las mañanas de los domingos,
velando desde el balcón interior del palacio, como un Dios tutelar, sobre la turba de chiquillas
de todas edades, que correteaban en su jardín y en su huerta, que él hacía abrir para ellas
generosamente. Gozaba el noble arzobispo de un modo indecible, contemplando aquel en-
jambre de mariposas humanas revolotear; posarse aquí y allí, alegres, satisfechas; gozando
de la libertad que se les concedía, como las más favorecidas de la suerte. Las flores y las
frutas estaban a la disposición de las desheredadas, a las cuales animaba a divertirse desde
lo alto de su observatorio, con su voz dulcísima y persuasiva.
¡Qué bello espectáculo debía ser ese!
Una de esas mañanas fuimos mi esposo y yo a llevar una sobrinita que deseaba visitar
a mi ilustre amigo, a quien veneraba, pero no sé por qué motivo las chicas no fueron a sola-
zarse en el palacio. Casualidad que deploré por mí y por la niña. Monseñor estaba delicioso
de amabilidad por nosotros. Pasamos un rato muy agradable allí.
También en las tardes de los días festivos, íbase el gran Meriño al mismo Asilo, haciendo
el trayecto, que era corto, a pie; y sentado en una poltrona, con la más admirable sencillez
y suavidad, imitando a Cristo cuando decía:
—¡Dejad que los niños vengan a mí! Llamaba a las chiquillas una por una. Para inspi-
rarles confianza, hacíase el pequeño. Y, ¡qué grande era! Enviaba por una bandeja de dulces
a alguna dulcería y los hacía repartir en su presencia. La alegría de las chicas le encantaba
así como las ocurrencias de algunas de ellas. A las más conscientes les preguntaba lo que
deseaban que él les regalase. Y ellas no tenían inconveniente en pedir. Mimábalas él tanto.
Al día siguiente me llegaba la nota de pedidos para que yo la llenara y pasara la cuenta.
Tengo un sinnúmero de cartas, de esquelas y de tarjetas de Monseñor de Meriño, que me las
dirigía con motivo de compras. Copiaré algunas de las que conservo para que se admire la
minuciosidad, la exactitud en sus cuentas, la prodigiosa bondad que desplegaba ese hombre
tan grande en sus obras de caridad.
Complacíame yo en servirle, queriendo colaborar de esa manera en algo, al bien que
él efectuaba. Mi ilustre amigo ingresó siempre el verdadero precio de los artículos que yo
le proporcionaba para sus protegidas. Deseoso de favorecernos, después que abrimos el

261
COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

establecimiento de mercancías y objetos curiosos, quiso ser él nuestro mejor cliente y por
esa razón no temía molestarme pidiéndome cuanto necesitara.
Yo rebajaba para él todos los precios, hasta el costo sin que él, desdeñoso de mezquinas
averiguaciones, se diera cuenta de nada. De lo contrario, su extremada delicadeza habríale
impedido utilizar mis servicios.
Empresa grande era, a veces, para mí satisfacerle; sobre todo cuando en nuestro esta-
blecimiento faltaba lo que él deseaba conseguir. Entonces, nuestros empleados y sirvientas
andaban buscándolo en otras tiendas. Los precios naturalmente eran más elevados que los
que le anotábamos de costumbre, lo cual me mortificaba, por el temor de parecerle gravosa
en mis compras por su cuenta.
Todos estos eran escrúpulos de delicadeza que él ignoraba.

Carta vigésimo séptima


Mi carísima amiga:
Dispense usted, mi noble Amelia, que la moleste; pero, como no entiendo nada de trajes
de mujer, de usted debo valerme para engalanar mis huérfanas.
Deseo siete cortes de vestidos; tres de diez varas y cuatro de ocho, con sus correspon-
dientes adornos. Le envío $50 para que se cobre lo que le debo; y mándeme, además, dos
varas de cinta de terciopelo de las angostitas que se usan para el cuello.
Perdone a su muy afectísimo,
P. Meriño.

¿Será creíble tan ingenua bondad? ¡Ocuparse de cinas de terciopelo para el cuello de las
huérfanas! Reía yo a veces y dulcemente le daba bromas sobre tales tonterías...
Decíale:
Monseñor, ¿qué entiende usted de monerías semejantes para pedírmelas?
—Nada, amiga mía, contestaba él riendo. Pero usted entiende de ellas y con eso basta.
Sé que mi Señora, Doña Amelia, me sacará de apuros.

Carta vigésimo octava


Mi muy querida amiga:
No debiendo dar lugar a que en pascuas, me anote usted en el número de sus deudores
de dinero, le remito:
Los $ 11.50 de ayer
y los 20.30 de hoy
$ 31.80

y como falta el último corte de vestido por arreglar, van $35.00 para que usted se cobre. Si
quedo debiendo centavos, no será nada para quien tiene por acreedora de todo su afecto y
de su respeto a una amiga como usted.
P. M.

¿Creeráse que exagero cuando digo que Monseñor de Meriño era delicioso?
Espero que no.

262
AMELIA FRANCASCI  |  MONSEÑOR DE MERIÑO ÍNTIMO

Carta vigésimo novena


¡Ay amiga! ¡quedo riéndome!
¡Qué mal dependiente sería yo! ¡Pobre “Nueva Feria”* si Don Rafael Leyba me empleara
en ella! Ahora veo que me quedaba con 50 centavos sobre la docena de media, ¿no es eso?
¡Pues van los $4 y los 50 centavos y no tenga cuidado, mi noble amiga! ¡Voy a repasar
la aritmética!
¡Qué siga usted aurora como la vi ayer!
B. S. M. su muy afectísimo,
P. Meriño.

Carta trigésima
Carísima Amelia:
Necesito algo para las niñas del Asilo. ¿No lo habrá en su establecimiento? Son siete
cortes de vestidos, blancos. Escogerá usted una tela regular y les añadirá los correspon-
dientes adornos, según lo quiera la moda y sea conveniente para las circunstancias de mis
protegidas. Usted dirá.
Y una docena de medias, de clase mediana, blancas. Y si no las hubiera así, color de rosa.
Y lleve con paciencia a su afectísimo amigo que tanto la distingue.
P. Meriño.

Carta trigésimo primera


Amelia, carísima mía:
¡Mil gracias le doy! “La Nueva Feria” verá que obsequia en Pascuas a un corazón reconocido;
tan pronto me caigan algunas motas** pues voy a necesitar algunas cosas para mis pobres.
Ayer fui donde el amigo Galván y no estaba en su casa. No olvidaré el recado de usted
para él.
La quiero como usted lo merece.
Su muy adicto,
P. Meriño.

Carta trigésimo segunda


¡Nada, mi noble amiga! Es que tengo tal cúmulo de atenciones que, aunque estoy acos-
tumbrado a repartirme, voy viendo que ya no me falta mucho para perder la chaveta.
Por no haber tenido menudo, dije a Ruperta: yo arreglo eso “después”. Esto fue olvi-
dando que en mi esquela decía a usted otra cosa. Pero ya le expliqué a ella mi distracción y
creo que quedó conforme.
Ahí le envío $14.
Sobre mi visita el lunes, haré lo posible, comprometiéndome. Si fuera más libre, vería
usted con cuanta frecuencia iba a saludar a mi señora y a echar gratos párrafos con ella,
disfrutando de su amable compañía.
Así como soy, siempre la tengo presente y estimo muy mucho.
Su ísimo.
P. Meriño.

* Nombre del establecimiento de mi esposo.


** Moneda menuda.

263
COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

He copiado esta carta para dar a conocer otro rasgo de la sencilla bondad de Monseñor
de Meriño.
La Ruperta que él nombra era una mulata buena moza y simpática que me sirvió durante
cuatro años; queríame mucho y me respetaba altamente. Empero con los demás mostrábase
luego arisca y mal geniada, por ser muy escasa de inteligencia. Su honradez era absoluta.
Hacía oficio de mandadera diariamente, cerca de mi ilustre amigo, quien bromeaba con
ella y acostumbraba propinarla halagadoramente cada vez que le llevaba algo: obsequio,
compra u otra cosa. Ruperta se hacía lenguas al hablar de Monseñor.
El día en que éste me escribió, habíale yo enviado uno de sus encargos. Como me dijera
en su esquela que Ruperta me entregaría el importe, le pregunté a ella sencillamente por el
dinero. Eso bastó para que mi mujer se alborotara y para que, sin escuchar a nadie, creyendo
que se dudaba de su probidad, partiera como un diablo a preguntar al Arzobispo qué jera lo que
él me jabía escrito. Comprendió mi noble amigo que se trataba de una estupidez de la criada,
y la calmó con bondadosas palabras. ¿Qué otro que él hubiera sido tan paciente? ¡Hombre
sorprendentemente bueno! ¡Qué corazón magnánimo tenía!

XXXVI
Pues, señora mía, ¡soy hombre al agua! He querido decir:
1. Que necesito una docena de toallas para la cara. Las recibí.
2. Que deseo otra docena de servilletas de mano. Aquí las tengo.
3. Que si me acepta mi Señora Doña Amelia como criado. ¿Lo conseguiré? Pues ¡a los
pies de Ud., señora mía!
P. Meriño.
¿Puede darse carácter más hermoso? Mostrarse al igual de muchos grandes hombres, que
suelen tener reversos de muchacho, tenía él ingenuidades infantiles. Era como un verdadero
niño en eso de querer pasar por malicioso, no existiendo en él tal malicia.
Del mismo modo, como las de un chiquillo eran sus cóleras; en la intimidad. Así pasa-
ban pronto. Irritábase, al parecer violentamente; sacudía los brazos; daba sus pataditas en
el suelo y hasta soltaba alguna interjección inacostumbrada.
Esto, únicamente en los casos en que se le importunaba en demasía; más allá de los límites
soportables para un hombre de tal calma y serenidad. Entonces oíasele exclamar:
—¡Hombre, hombre! Esto es demasiado. ¡Esto es imposible! No puedo más. Y se sofocaba
como si fuera a estallar.
Empero, tan gran enojo y tan profunda irritación, pasaban pronto sin dejar huellas;
semejantes a una granizada de verano; tras la cual sale el sol más radiante sin que la tierra
sufra por ella.
Mi esposo y yo tuvimos una noche ocasión de observar esto.
Hacía algún tiempo que yo no salía a la calle, ni aun para ir al campo. La temperatura
era agradable. La luna se mostraba hermosa, con una claridad de plenilunio.
Vino mi esposo a mí y me dijo:
—¿Quieres complacerme, Miss? Acompañarme a dar un paseíto en coche, por las orillas
del mar. Aprovechemos esta noche fresca y hermosa y que te sientes mejor. ¡Sabes el bien
que te hace eso! ¡Vamos; no me digas que no!
Instóme tanto, que convine en complacerle. Fuimos y pasamos casi una hora contem-
plando las olas y aspirando la brisa saturada de perfumes marinos.

264
AMELIA FRANCASCI  |  MONSEÑOR DE MERIÑO ÍNTIMO

Sacó mi esposo su reloj y al ver que era temprano, me dijo:


—Son las ocho y media, nada más. ¡Está la noche tan bella! ¿Sabes lo que se me ocu-
rre? Vamos a sorprender a Monseñor en su palacio. ¡Tal vez esté solo y se alegrará tanto al
vernos!
La idea me halagó. Estaba yo de buen humor, por la saturación de mis pulmones, pro-
ducida por el aire que había respirado por un largo rato.
Volvimos al coche que abandonamos para gozar más libremente de la brisa. Y en dos
minutos llegamos al palacio. No había visitas, por extraordinario. Subimos; llamamos: Mon-
señor se presentó. Estaba solo. Acababa de tener uno de esos momentos de rara excitación
que alguna vez le demudaban el semblante. Todavía tenía el rostro descompuesto: Opri-
mióseme en seguida el corazón al descubrirle otro del que yo conociera y admirara hacía
años. Pero ¡qué poco duró aquello! Al reconocernos, iluminóse su faz súbitamente con luz
bellísima y volvió a resplandecer.
¡Oh! ¡Qué rato tan ameno, tan dulce pasamos a su lado! ¡Qué amabilidad nos dispensó!
¡Hubiera yo querido detener el tiempo para prolongar la visita!
Retorné a casa con el alma llena de gratas impresiones. Mi paseo me había encantado.
Monseñor, díjele por broma, la primera vez que volví a verle en casa, ¡qué feo le encon-
tré la otra noche, cuando nos abrió usted su sala, sin saber quiénes llamaban! ¿Sabe que le
cogí miedo?
—¡Oh amiga maliciosa! ¡En cambio usted se mostró a mí aurora y me iluminó!
¡Así querría yo verla siempre y como en este momento en que se burla de mí!

Carta trigésimo tercera


Buena amiga mía:
No he podido salir en estos días porque recibí un golpe en el tendón de Aquiles que me
impide calzarme.
Yo tengo el empeño de que usted me proporcione lo siguiente:
Un corte de vestido bonito para obsequiar a Antonia, la niña del asilo que usted conoce.
Lo quiero color de rosa con sus correspondientes adornos; usted lo escogerá a su gusto.
Dos cajas de polvos finos y una polvera con su mota.
Y ¿qué más será? No sé. Algo a propósito para una señora modesta. ¿Un hermoso abrigo,
o qué? Usted sabrá.
Son tres Antonia de mi cariño las que quiero obsequiar en su día. ¡Y usted sola es la que
puede ayudarme para ello!
¡Resuelva, pues!
¡Y dispense todas las molestias que le da quien quisiera servirle hasta de criado!
¿No me aceptará mi noble amiga?
Su affo. de alma.
P. M.
Carta trigésimo cuarta
En estos tres días estoy de exámenes en el Instituto.* Si tiene que mandar acá que sea
por la mañana. Quiero un corte de vestido y una docena de medias negras.

*Hoy es la Universidad. Monseñor era Rector en esa época.

265
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¡La cuenta de una vez!


Usted no me dice lo que le debo, pero sé que es mucho.
Van $70.
¡Compóngaselas usted para cobrarse!
B. S. M. su affmo.
P. Meriño.
No voy allá porque el viento y el polvo me tienen preso.
Ceso aquí de reproducir cartas motivadas por asuntos de compras. Tal vez más tarde
volveré a copiar alguna que me venga a las manos.

XXXVII
A fines de 1898 tuve precipitadamente que abandonar la casa y los negocios porque las
fuerzas me fallaron otra vez.
En un estado de postración indecible me condujeron a los altos de otra vivienda más
fresca, más espaciosa e higiénica que la que dejaba.
Los que me vieron transportar a la nueva habitación en un coche cerrado y rodeada de
almohadas y envuelta en mantas, me juzgarían moribunda; ¡tan mal estaba!
El médico que me asistía era un amigo verdadero. Empeñado en salvarme había él
mismo escogido la casa que debía ocupar temporalmente y asistido a mi instalación en ella,
por ser su opinión que de tales cuidados, dependía la prolongación de mi vida, en aquellos
instantes.
Y no se equivocó. La crisis que sufrí al día siguiente de instalada, pudo conjurarse merced
a las precauciones aconsejadas por él.
Y después de dicha crisis, mejoré rápidamente; y me animé bastante. Lejos de afanes y
de perturbaciones de todo género, comencé a reponerme en lo físico como en lo moral.
Traté de olvidar los disgustos de familia, las penas que contribuyeran a reducirme al
estado en que cayera en el mismo grado que las fatigas de mi vida comercial.
Tuve como una impresión de renacimiento. Lisonjeramente acaricié la ilusión de seguir
mejorando.
Nuestra situación económica me permitía esperarlo. A costa de inauditos esfuerzos, ha-
bíamos logrado realizar un pequeño capital, cuya renta debía asegurarnos la subsistencia, en
el porvenir, aun cuando no nos fuese dado continuar trabajando. A ese fin habían tendido los
sacrificios aceptados por mí heroicamente. Cuatro años había pasado entregada a un trabajo
ímprobo, sin comodidades, sin el menor confort, en una casa sin aire e invadida cada día
más por la mercancía, fuera de todo centro social; lejos de todo ambiente literario; sin una
sala de recibo, llevando casi una vida de campamento; ¡preocupada por las materialidades
de la existencia únicamente!
¡Oh! ya podría respirar; no verme en otra esfera, rodeada de arte, de comodidades, de
luz; ser ágil. Soñaba con la literatura. ¡Principié a concebir planes de obras distintas, llevadas
a cabo en calma; libre de preocupaciones mezquinas; ¡feliz en lo posible! Halagábame la idea
de complacer a Monseñor.
La pena de éste había sido grande durante mi enfermedad. Y su regocijo al verme mejor,
no era menor que ella. Los nuevos alientos, que él contribuía a comunicarme, llenábanme
de placer. Algunas cartas suyas son testimonio de su afectuosa satisfacción. Encuentro una

266
AMELIA FRANCASCI  |  MONSEÑOR DE MERIÑO ÍNTIMO

de enero de 1899. Despedíase de mí en ella al embarcarse para Azua, a donde iba en visita
pastoral.
Muy pronto debió partir de nuevo para Roma, exigiéndolo así su seguridad personal,
tanto como sus deberes respecto de la corte pontificia.

XXXVIII
Ha llegado el momento en que yo hable aquí de política, para decir de qué manera y
por qué razones intervine yo en ella.
Cuando esperaba un poco de felicidad, después de tantos y tan crueles sufrimientos, vinie-
ron los acontecimientos políticos, al precipitarse, a vedarme toda tranquilidad de espíritu.
En la República Dominicana todo el que tuviera una parcela de patriotismo, tenía que
sufrir. El presidente Heureaux estaba casi loco. Había llegado el instante en que la mega-
lomanía produce vértigos. Padecía de la ebriedad de la tiranía. Nada respetaba. Hasta sus
partidarios y amigos le temían ya. Disponía de los bienes que él mismo, en sus favores, les
había hecho adquirir, sin escrúpulo alguno, como de cosa propia, arruinando casi a los que
había enriquecido; y ¡ay del que pretendiera oponerse a ello! Había que soportarlo todo
sin quejarse; acatar todas sus voluntades; rendirle homenaje como a un Dios; inclinarse
humildemente ante todos sus caprichos, así fuesen los más infames. No faltaban personas
estimables y honradas que, habiéndole debido servicios particulares en otro tiempo y no
siendo ingratos, le querían aún. Sin embargo, no podían excusarle. Reconocían, tristemente,
la verdad y lamentaban todos los actos de locura del sátrapa dictador.
Monseñor de Meriño le había estimado antes, le había favorecido cuando era bueno. Él
mismo lo decía. Luego que le vio desbordarse, corromperse, convertirse en fiera sanguinaria,
sufrió íntimamente. De ello hablábamos muchas veces; lamentando el despilfarro de las fuer-
zas públicas; la corrupción completa en todos los órdenes sociales, el descrédito en que había
caído el país en el exterior; todo aquello necesariamente debía atormentar a todo dominicano
consciente; y con mayor motivo al gran patriota que se llamaba Meriño. A mí se me laceraba
el corazón a cada acto de barbarie del odiado déspota. Y en mi pecho no cabía la indignación
cuando tenía noticia de alguna nueva violación de la moral más elemental. Habíanme dicho
que Monseñor de Meriño, aunque respetado aparentemente por Lilís* era detestado por él
y que en la lista de los que debían suprimirse, estaba él anotado. Mayor temor me produjo
entonces ese hombre funesto. La inquietud me martirizaba. Por eso le vi partir resignada.
Lejos le era más difícil al temible loco, satisfacer en él su apetito de maldad; saciar su sed de
venganza por la censura que tenía conciencia de merecer del que fue su protector. Estaría yo
más tranquila, así sufriera por esta nueva y larga ausencia. Adiós mis esperanzas de relativa
felicidad. ¡Todo se hundía; todo se abismaba ante la dolorosa situación nacional!
Antes de partir fue a visitarme mi amadísimo amigo.
Díjele llena de pena:
—Monseñor: no habrá en Santo Domingo hombres que puedan detener a la fiera voraz
en su camino de destrucción. ¿Cuál será el fin de esto?
—Escuche, Amelia, ¡Su dolor tan justo me apena y por eso quiero hacerle vislumbrar
una esperanza! Sí. Habrá hombres. Se piensa en ello. Y muy reservadamente me suministró
algunos datos respecto de un plan revolucionario combinado para derrocar a Lilís.

*Apodo del general Heureaux.

267
COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

Entreabrióse mi corazón, no a la misma esperanza prometida, pero sí a cierto anhelo de


que ésta pudiera nacer en mí. Antes nada creía que fuera capaz de redimirnos de la horrible
tiranía que nos esclavizaba.
Contesté:
—Monseñor, como son amigos suyos los que quieren abnegarse por salvar la triste patria,
dígales que con ellos estaré yo, ayudándoles en cuanto pueda serles útil. Que así juro.
Lo cumpliré.
Desde ese día traté de ponerme al corriente de los acontecimientos y favorecí en lo po-
sible a los amigos que confiaran a mí.

XXXIX
Don Emiliano, mientras tanto, se encontraba en su propiedad de Antoncí. De él no tenía
noticias sino por su familia. Diariamente me informaba, enviándole recados y, entre días,
alguna carta, si las circunstancias lo requerían.
Habíame acostumbrado a su manera de ser. Él jamás escribía. Habíame dicho en oca-
siones que no gustaba de correspondencias epistolares, porque muchas veces resultaban
peligrosas, y yo se las exigía. Durante todo el tiempo de nuestra amistad de él no obtuve
sino tres cartas poco expansivas y afectuosas que sólo pude arrancarle a fuerza de súplicas
en ciertos casos excepcionales, cuando su interés personal me obligó a hacerlo.
Ni aún en época de su mayor entusiasmo por la reina Esther, conocí su letra. Siempre evitó
escribir. Si tenía algo importante que decirme, iba a mi casa y allí pasaba horas complacido
y hasta abnegado, pero no escribía.
Cuando yo le reprobaba esas excentricidades, a veces lastimada por ellas, repetía:
Yo soy así, Amelia. ¡El que me quiere debe aceptarme como soy!
Concluí por no quejarme; pero tal vez le quise menos entonces. Luego vino el momento
en que volvimos a ser los amigos de otro tiempo y en que llegué a verle diariamente, atraído
cerda de mí por el patriotismo y por el renuevo de afecto que le inspiré por mi conducta
especial en los acontecimientos que sobrevinieron.

XL
El general Heureaux, presidente de la república, fue muerto.
Ese acontecimiento produjo en el país un regocijo delirante.
En mí produjo un efecto extraño. ¡Sí! La desaparición de ese hombre nefasto, hízome
sentir el gran alivio que experimentaban los demás, libres para siempre del horroroso peso
que su existencia constituía.
Pero hubo, en medio de todo, un sentimiento que me entristeció. Pensaba con pesar:
¿Por qué ese ser dotado por Dios de cualidades excepcionales para su condición, debió
corromperse a tal extremo que le convirtiera en un azote para su pobre patria, que tanto
necesita de hombres como él, pero dotados de virtud? ¿Por qué en lugar de emplear para el
bien su inteligencia natural, tan despejada; su habilidad y política; su innegable valor mili-
tar y otras cualidades, hízose odiar tan profundamente por sus maldades y sus espantosos
vicios?
Lamentábalo por la patria querida, cuando me convencí de la realidad de esa muerte, por
el alma del réprobo imploré a Dios, en un piadoso impulso de caridad cristiana, imitando sin
saberlo a una santa mujer, que muerta suya fue. Mujer de virtud sublime a quien él crucificó

268
AMELIA FRANCASCI  |  MONSEÑOR DE MERIÑO ÍNTIMO

al martirizar al esposo de ella, ¡del modo más cruel hasta que le quitó la vida! Hablo de la
noble viuda del general Eugenio Generoso de Marchena, en Las Clavellinas (Azua) en 1894,
padre del Dr. Pedro E. de Marchena, Miguel Ángel, Adelaida de López Penha, primo mío,
ejecutado por Lilís y cuya muerte me causó dolor profundo.
Pero al mismo tiempo que pedía a Dios misericordia por el monstruo fallecido, invo-
quéla con tanto fervor y de lo más íntimo de mi alma, para que me favoreciera, para que
me iluminase en la empresa patriótica que iba a acometer; no pensando un instante siquiera
en mis proyectos literarios.
Inmediatamente, llena de valor y de esperanza, entré en la lid.
Desde el primer momento vi a Don Emiliano a mi lado. No hice más que llamarlo y
acudió presuroso.
Tanto él como yo estuvimos animados, de ardor patriótico. Nos entendíamos perfec-
tamente. Mi actitud no le extrañaba. Encontrábale natural, como yo el celo con que él me
ayudaba.
Sus consejos prácticos éranme preciosos; mis inspiraciones le servían para orientarse
muchas veces. Lo repito; nos entendíamos que era maravilla.
Pude admirar su gran desprendimiento. Muy grande le encontré en su patriotismo,
¡y tan sencillo!
En ese sentido, con toda justicia le igualé en mi espíritu a mi inolvidable ausente; ¡cuya
vuelta ya posible, vivía anhelando yo!
Fecunda fue mi labor, favorecida por don Emiliano.
Y delicada también, debió ser. La situación política no era muy clara. Los pesimistas la
juzgaban caótica. Pero en nosotros había la fe. Yo la tenía en mi colaborador, él creía en sí
mismo y contaba con mi entusiasmo. Ambos esperábamos en el Dios de la república que
siempre habíala salvado de las mayores calamidades, y obrábamos, así animosos.
Del régimen pasado subsistía aún el gobierno. Era el del vice-presidente general Wen-
ceslao Figuereo, legítimo presidente por la muerte del presidente Heureaux. En verdad no
era aquello sino un esqueleto de gobierno y nada más; pero siempre había que temerle.
Y existentes, había dos fracciones revolucionarias; la una en el Cibao, encabezada por
los que pusieron término a la existencia del tirano; muy fuerte por la popularidad de que
gozaba a causa de ese hecho libertador, en armas para defenderse contra lo que quedara
en pie del gobierno pasado; la otra, la que representaba mi amigo A., el ahijado de Mon-
señor de Meriño; ferviente devoto mío y merecedor de toda mi estimación. Esta fracción
favorecía únicamente los intereses de Don Juan Isidro Jimenes y no estaba dispuesta sino
a trabajar por él.
Antes de la muerte de Heureaux, los dos grupos estaban de acuerdo; unidos para la
empresa de derrocar al terrible dictador; pero ese acto de justicia violento; obra exclusiva
de los cibaeños y consumado por circunstancias especiales, cambiaba la situación de los
revolucionarios entre sí. Los jimenistas temían que los que se encaminaban hacia la ciudad
para sitiarla y echar abajo al presidente Figuereo, no estuvieran ya dispuestos a reconocer
como jefe supremo de la oposición a Jimenes. Ellos venían rodeados del aura popular, acla-
mados por todas partes, en tanto que el caudillo jimenista se encontraba relegado en Nassau
después del fracaso de su expedición contra Lilís; ¿querrían aceptarle así vencido? ¿No
estarían engreídos por el triunfo? Era difícil saberlo, porque las comunicaciones se hallaban
interceptadas y era peligroso tratar de salvar las distancias entre unos y otros rebeldes.

269
COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

Mi amigo A., con gran ansiedad por las responsabilidades que asumiera, a cada rato
estaba en mi casa consultándome o recomendando algo importante a mi eficaz intervención.
Era él muy sospechoso al gobierno y por eso debía andar con gran prudencia.
Acudí a Don Emiliano y los dos nos concertamos para la obra patriótica de unir a las
dos fracciones y de evitar con esa unión una doble guerra civil. Encontré emisarios a quie-
nes pude comunicar mi entusiasta ardor que se comprometieran a aclarar el punto capital.
Empeñáronse de tal manera en ello que lo consiguieron. Y llegó a saberse, con toda certi-
dumbre, que los del Cibao continuaban leales a sus primeros compromisos y que venían
resueltos a reconocer a Jimenes como candidato a la Presidencia de la República. Causóme
esto una gran satisfacción. Podía ya trabajarse con toda seguridad y contando con el éxito.
El manifiesto en que se hallaban contenidas las declaraciones de los jefes del Cibao, lo llevó
a mis manos mi sobrino Héctor de Marchena, hijo de Eugenio, padre de Sara y abuelo de
María Isabel. Digo mal mi sobrino; que fue él mi hijo predilecto, desde casi mi niñez, en el
tiempo en que chiquilla aún, sabía hacer veces de madre en mi familia.
Era su tía Amelia una divinidad para el sobrino querido. Por complacerme se expuso. Y
también porque en su corazón hacía vibrar la fibra patriótica. Con otros tan entusiasmados
como él, en aquella hora solemne, formó una banda que se lanzó tarde en la noche, en busca
de una imprenta particular en la que clandestinamente fuera posible reproducir el manifiesto
en gran cantidad de ejemplares para esparcirlo por la ciudad dormida. La consiguieron y
tuve yo a mi disposición un número regular de hojas que a mi vez repartí, empleando para
ello humildes subordinados como la famosa Ruperta de la escena con Monseñor de Meriño,
y un pobre albañil, que me era tan adicto como ella y que por mí se ofrecía para todo, por
servirme. Los dos pobres, con el mayor sigilo, echaron a volar las hojas por barrios ignorados
y suburbios para hacerlas populares hasta en los recónditos ámbitos de la ciudad.
Faltaba conocer las intenciones de Don Juan Isidro Jimenes. Había aún peligro en co-
municarse con él en Nassau. Ignorábase por completo lo que él pensaría de la situación
y si contaba con algunos recursos para favorecer a los amigos que luchaban por elevarle.
Dirijiósele un telegrama que mi esposo firmó por complacer a mi amigo A. y por ayudarme
en mi obra de reconstrucción nacional. En dicho telegrama se le avisaba todo y se le pedía
un informe de su situación propia y de sus intenciones.
Y ahora debo decir aquí que de todos mis sirtes, y de los más fervorosos por mí era mi
marido.
Dejábame él libre acción porque gozaba viéndome en plena actividad y ejercitando mis
mejores facultades. En mí tenía confianza entera. ¡Estaba tan seguro de que yo jamás podría
perjudicarle en nada! El carácter de nobleza que revestía todos mis actos le seducía. Admi-
rábame sencillamente, tanto como me respetaba. Él encontraba natural que se me quisiera
excepcionalmente por quererme él mismo así y por eso no se ofuscaba por las demostra-
ciones de afecto que se me tributaran por exagerada que pudieran parecer. Agradecíale yo
la gran estimación que hacía de mí y puedo asegurar que ella contribuyó a mantener la
armonía en nuestro interior. Yo no habría sabido tolerar la menor desconfianza, siendo tan
leal y sincera. La independencia era indispensable para mí, pero mi sensatez sabía ponerle
límite. Si mi esposo no vigilaba mis acciones, si en libertad me dejaba para recibir sola a
mis amigos más queridos, en cambio le autorizaba a abrir mi correspondencia; a contestar
por mí muchas cartas y le daba cuenta de todo. Si le callaba algo en algún caso dado tenía
por objeto cortarle sufrimiento o mortificación. Él también era libre respecto de mí. Respeté

270
AMELIA FRANCASCI  |  MONSEÑOR DE MERIÑO ÍNTIMO

siempre todo lo suyo y, en mi sistemático empeño de no desagradarle, llegaba hasta no dar


entrada en nuestra casa, ni aún a deudos míos que no fueran de su agrado.
De ese modo, nos conllevábamos aunque nuestras dos naturalezas distaran de ser gemelas.
Y nuestro matrimonio duró.

XLI
Don Juan Isidro Jimenes contestó al telegrama. Estaba satisfecho de todo y vendría al
país con recursos. Esta última afirmación dio por resultado casi un fermento de entusiasmo
por él. ¡La situación del país, económicamente, era tan mala! Las arcas nacionales estaban
vacías y muchas dificultades podían surgir, aún triunfando, por falta de dinero. La noticia
cundió, causando alegría casi general.
Lo que quedaba por hacer era forzar a Manolao* a renunciar pasivamente.
En esto representé un papel brillante.
Y me río al decirlo porque ese trabajo fue muy sencillo.
Mano Lao no tenía el menor amor a la presidencia. Rico e independiente, después de la
muerte de Heureaux que le dominaba, prefería vivir tranquilo a sostener una lucha por el
poder. Cerca de él tenía yo amigos que le servían de consejeros y eran muy atendidos por
él. Desde el primer momento traté yo de hacerme oír de ellos, insinuándoles la idea de la
renuncia del presidente. Insistí de continuo. Unas veces se me escuchaba con atención; otras
se me respondía que bien podía él conservar el mando el tiempo requerido por la Constitu-
ción que no era largo. Impaciente y temerosa, llegaba yo hasta amenazar, en nombre de los
revolucionarios, aunque sin revelar que estuviera yo con ellos. Decía que tenía noticias de
que, si se les resistía, serían terribles las represalias que llevarían a cabo. Esto era efectivo
para hacer penetrar el miedo en el ánimo del prudente sucesor de Lilís. La presión ejercida
por esos medios surtió feliz efecto. El presidente Figuereo renunció.
He sabido, después, que el ilustre Don Manuel de Jesús Galván, mi buen amigo, y Don
Federico Henríquez y Carvajal, también ilustre y noble amigo mío, llamados por el presidente
para que le sirvieran, declinaron ese favor, sin concertarse, separadamente, porque así se lo
aconsejaba su conciencia de patriotas, dejando comprender a Mano Lao que la renuncia era
el partido que a él le convenía tomar, para ser más digno en aquellos momentos de tanta
trascendencia.
Y muchos debió haber en esos días memorables que sintieran conmovidas sus fibras
patrióticas y que, olvidando intereses mezquinos, tan solo pensaran en el bien del país.
Todas las dificultades estaban vencidas. No había gobierno. Quedaba un simulacro que
vino al suelo en la noche del 30 de agosto, por la decisión de una turba de mozos alegres y
briosos que, como divertida mascarada, se lanzó a las calles tirando piedras y gritando: “¡Viva
la revolución!”. “¡Abajo los traidores!”. Formóse inmediatamente un gobierno provisional.
En él tomó parte mi amigo A.
Las tropas cibaeñas se preparaban para hacer su entrada triunfal en la ciudad. Jimenes,
prevenido inmediatamente, se disponía a salir de Nassau para Santo Domingo.
Desde el 1ro. de septiembre estaba yo enferma. Había caído después de la excitación
de la lucha, rendida de extenuación. Porque todo no había sido flores en aquel combate.
Tuve días de gran tribulación; horas de penosa ansiedad. Dijéronnos que yo había sido

*Apodo familiar del general Figuereo.

271
COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

denunciada; que cerca de nuestra casa teníamos espías; que mi amigo A. estaba señalado
como conspirador y amenazado de prisión nuevamente. Nuestra prudencia debió aumentar.
Don Emiliano venía a vernos al amanecer y mi amigo en altas horas de la noche. Mi esposo
y yo velábamos, cuando el vecindario dormía o no había despertado aún, para recibirlos.
Lo mismo que a mi sobrino Héctor.
Cuando nos aseguraban que los amigos del general Mano Lao le aconsejaban la resistencia
y que ya se estaban preparando tropas para combatir a los matadores de Lilís y cárcel y grillos
y pasaportes para los denunciados como conspiradores, mi inquietud era dolorosa.
No tenía otro consuelo a cada amenaza de estas que llegara a mí, sino el siguiente:
¡Que venga Don Emiliano!
Decidía él y conmigo examinaba la situación nuestra y, con toda lucidez y calma, calcu-
laba lo que en pro o en contra de ella pudiera haber y casi siempre me tranquilizaba.
—No se atormente tanto, Amelia, me repetía. Esperemos que todo se arregle. Yo quería
tener fe. Y la tenía en él; la tenía en mi entusiasmo y por medio de éste, la comunicaba a
otros. Los demás creían en mí y conmigo contaban para todo. Sobre todo con mi influen-
cia sobre don Emiliano que les era necesario y que, probablemente, sin mí, no les hubiera
servido, como lo hacía a mi lado. Era yo el lazo que le unía a los jimenistas. En cuanto a los
revolucionarios del Cibao, conocíalos él muy poco entonces, según me declaró, para serles
útil como les fue, por órgano mío.
Mi colaboración debió ser preciosa para todo.
...............................................................................................................

Sin embargo, poco tiempo después todo esto estaba olvidado. ¡En esa ocasión, más que
en otras, recibí cobre por el oro de mi corazón que diera según el decir de mi psicólogo amigo
que conocía bien el mundo y la humanidad!
—No me importa.
Bastábame la ilusión que acariciaba en mi espíritu para encontrar hermosos los días
que siguieron:
Parecíame que nadaba en un océano de plena luz; que en el cielo de la república comen-
zaba a alzarse un sol esplendoroso; que ese sol la iluminaría por siempre y que ya todo sería
paz, concordia y felicidad para la familia dominicana; que una era de progreso verdadero
se abriría en breve para ella; que todo sería divino.
¡Deliciosas quimeras! ¡Qué pronto se desvanecieron!
La tarde en que el héroe libertador, (como se llamara al general Ramón Cáceres) y sus
compañeros entraron en la capital, en tanto que la alegría cundía desbordante y que todo
era fiesta y vítores a mi alrededor, yo en cama, desde mi habitación, seguía los movimientos
exteriores, congratulándome también por el país.
Un gobierno mixto se formó para preparar las elecciones en corto tiempo. Jimenes era el
candidato para la presidencia; el general Horacio Vásquez, jefe de los cibaeños, el escogido
para la vice-presidencia. Todo parecía convertido en la mayor armonía; todo inspirado por
los mejores sentimientos patrióticos. Así lo creía yo en mi sinceridad; así lo esperaba mi
alma anhelosa.
Aunque comenzara a ver que se me relegaba; que de mí se desentendiera, conformábame
con tal que los intereses de la patria prosperaran; que fueran bien atendidos y defendidos
con amor.

272
AMELIA FRANCASCI  |  MONSEÑOR DE MERIÑO ÍNTIMO

XLII
Respecto de esto, no tardé también en principiar a abrir los ojos; en descubrir algunas
sombras en el sol esplendoroso. Eran ligeras, pero no tanto para que me permitieran vivir
libre de inquietud. No porque temiera yo aun un eclipse total, sino porque mi confianza tan
ciega en el porvenir desaparecía.
Vi venir a mí de nuevo a amigos alejados. Les traía el propósito de ofrecer a Don Emiliano
la vice-presidencia, por intermedio mío, no queriendo dirigirse a él claramente.
Sorprendida y ya alarmada respondí:
—Don Emiliano no puede aceptar eso. Sería un mal muy grande para el país y él jamás
obrará sino en beneficio de éste, como lo ha hecho siempre; con todo desinterés. Me atrevo
a responder por él sin consultarle.
—Es que usted tal vez le convenza…
—Nunca. En estos momentos el candidato debe ser popular. Y Don Emiliano no lo es.
Muy pocos saben apreciarle. Así se lo diré. El mismo lo sabe y me lo ha confesado.
No insistieron. Conté a mi buen amigo lo ocurrido. Y él me aprobó. Díjome sencillamente:
—Es esta la tercera vez que se me ofrece la vice-presidencia y siempre la he negado.
Quiero ver al país en libertad, sin compromiso de gobierno.
¡Noble respuesta, digna del espartano que me honraba con su amistad y a quien yo
concedía toda mi confianza!
—Ayudaré en lo posible a los que ya he servido, pero con toda independencia, añadió él.
Y lo ejecutó. Conmigo continuó laborando en varios asuntos nacionales, siempre atina-
damente. Sobre todo en el arreglo de las finanzas, se ocupó eficazmente, y entonces direc-
tamente le fue propuesta la cartera de Hacienda que rehusó también.
Atribuyéndosele un sentimiento hostil. Demostrósele ingratitud. Hasta llegó a ser insul-
tado públicamente. Todo esto lo supe yo con dolor. Conociéndole, sabía yo que él no podría
soportarlo y que abandonaría desde luego la tarea que había emprendido tan noblemente
y tan útilmente para todos.
Así resultó. Yo me desentendí, como él, de la política activa. Todavía no estaba del todo des-
ilusionada. Quería esperar algo aun del porvenir para este pobre país que tanto he amado.
Monseñor de Meriño había vuelto de Roma, hacía algunas semanas.
Alguien le refirió aún entusiasmado con el recuerdo de mi conducta durante los últimos
meses que poco me había faltado para convertirme en otra Juana de Arco. ¡Qué contento se
puso él al saber esto! ¡Mi acción valiosa había favorecido a los suyos, a aquellos con quienes
estaba ligado, razón de más para merecerle inmensa gratitud! Así me lo escribió, en una carta
hermosa que no he encontrado. Y así me lo repitió cuando le fue posible desprenderse del
tumulto de visitas que le abrumó por muchos días y tuvo tiempo para ir a casa. Su afecto
por mí parecía exaltarse.
¡Es de suponer cómo yo le recibiera después de tantos sucesos y de tales vicisitudes
pasadas lejos él de la patria! Luego que hubimos hablado de los acontecimientos y de la
situación con la que él quería esperar como yo, aunque sin muchas ilusiones, preguntóme
si, más tarde, no me sentiría yo dispuesta a escribir de nuevo para el público. Contestéle
que tal vez sí, pero que en aquellos momentos la salud de mi esposo había sufrido mayor
alteración; que me tenía muy preocupada, por lo cual la mía se resentía aún más. Los mé-
dicos que consultáramos, a más del de casa, reconocían en él síntomas gravísimos de una
enfermedad del corazón incurable.

273
COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

¡Qué debía yo estar preparada a verle morir solícitamente! Este diagnóstico se lo había
yo arrancado a los facultativos por ser imperiosamente necesario que yo conociese lo que
debía temer por él, siendo mi marido, como era, hombre de negocios y no teniendo más
que a mí para suplirle.
Monseñor se conmovió al oírme. La angustia que le noté llenóme de pena. Trató de
calmarme con dulces palabras de esperanza. Luego que vio que no me convencía, dijo:
—Amelia, mi amadísima hija, escuche. Esperemos que Dios realice un milagro en Don
Rafael y así se lo pediré; pero si quiere el señor disponer de esa vida, sepa que ahí me tendrá
para favorecerla en todo! Cuente conmigo más que nunca y tenga valor.
¡Sí, Amelia! ¡Levante el espíritu! ¡No se angustie tanto!
Contéstele que mi confianza en su amistad no tenía límites; que aunque él no me lo dijera,
estaba yo convencida de su nobilísimo deseo de favorecerme, pero que no era económica-
mente que me vería yo afectada si mi esposo desaparecía. Mi situación no sería mala desde
el momento en que, sabedora de lo que me amenazaba, me ocupara yo de ella; que lo que
me tenía tan atormentada era el sentimiento de mi enorme responsabilidad respecto de mi
marido. Mi espíritu necesitaba tranquilidad y ¿cómo podía yo estar tranquila, con un peso
igual sobre la conciencia? ¿No sería mi vida una agonía? ¡Ordenábaseme mayor vigilancia
aún de la que yo hiciera! ¡Sobre su alimentación, sobre su sueño, sobre todo lo que pudiera
hacerle daño! Que no le permitiera esfuerzos, ni fatiga alguna; que le evitara impresiones y
contrariedades. ¡Tantas recomendaciones!
¡Pobre de mí! Era lo peor que había que engañarle: que hacerle creer que su mal no ofrecía
peligro alguno; distraerle de toda preocupación respecto de su estado. Ese fue siempre mi
principal cuidado. Lo pedí a los médicos, lo supliqué a los amigos. Conocía la impresiona-
bilidad de mi esposo y estaba convencida de que el conocimiento de su propio estado, de
su mal real, sería fatal para él. Pero mi tortura moral era mayor por eso. Obligada estaba a
disimular mis inquietudes, a consultar a los médicos en secreto: a fingirle una calma y una
sinceridad que distaban mucho de mi ánimo cuando tan frecuentemente le veía decaer.
Mi noble amigo comprendió mis tormentos y me compadeció profundamente. Dile
parte de que, como consecuencia de las declaraciones facultativas, tenía yo que resignarme
a habitar otra vez la casa en que teníamos el establecimiento y de la cual me sacaran casi
muerta, debido a sus malas condiciones, año y medio antes; exigiéndolo así la necesidad
de atender de nuevo a los negocios, para ayudar a mi esposo y evitarle grandes fatigas. En
compensación habíamos arrendado por un año una graciosa estancia, en la que pasaríamos
temporadas por intervalos de meses, ya que no nos era posible permanecer constantemente
en ella por largo tiempo. Tenía las condiciones requeridas: proximidad de la ciudad, baño
de mar y espacio suficiente para largos paseos en el interior hasta orillas del Caribe.
Esto último alegró a mi ilustre amigo, quien me instó a partir pronto para el campo,
donde me prometió visitarme, tan luego me instalara.

XLIII
Nos fuimos a la quinta; pero, antes de hacerlo, organicé la vieja casa de manera que
me quedara reservada en ella una pieza exclusivamente mía, que adorné para recibir a mis
amigos. En dicha pieza pasé gran parte de la vida hasta 1904. Desde esa habitación atendía
a los negocios y a todo lo demás, aunque esta vez no fuera directora comercial. Mi esposo

274
AMELIA FRANCASCI  |  MONSEÑOR DE MERIÑO ÍNTIMO

quiso continuar siendo el que mandara y yo, evitando contrariarlo, tuve que conformarme a
servirle de simple empleada aun cuando cargara con el mayor peso en todos los asuntos.
Después de pasar en nuestra estancia dos o tres meses, yendo y viniendo, como me
veía obligada a hacerlo, para la mejor marcha de todo lo doméstico y lo comercial, un tanto
repuesta y mi esposo muy mejor en apariencia, traté de sobreponerme a mis tormentos y de
vuelta en casa por otro tiempo igual, púseme a escribir para dar cumplimento a la promesa
que hiciera a Monseñor.
Lo que emprendí, desde luego, fue mi novela Francisca Martinoff en español. Un año
antes, había yo concebido la obra, que iba a titular Alma de Artista, sobre un plan distinto y
atrevidamente, queriendo como lo hice dedicarla a Pierre Lotí, que seguía siendo mi distante
amigo, la comencé en francés y tuvo mi esposo la intención de enviar el manuscrito a París
para que allí se hiciera la edición. Pidió informe y recomendó a un amigo suyo el trabajo si
se llevaba a cabo lo que él meditaba.
Pero yo no me sentí con fuerzas para continuar escribiendo en un idioma extraño y resolví
redactar la novela en la lengua de Cervantes, que siquiera me era familiar; aun cuando tan
imperfectamente sepa manejarla.
Escogí el género realista por complacer a mi esposo, que gustó medianamente del roman-
ticismo de Madre Culpable y pensó que así sería más del gusto de Lotí y del público francés,
si yo la hacía francesa y se editaba siempre en París. En cuanto a lo que supuso de mi amigo
errante, no se equivocó. Lotí aplaudió la novela y dos veces me escribió para decírmelo y
ni fue él solo. Mi esposo se la apropió como su predilecta y cuando yo, disgustada, la re-
pudié, se ocupó de ella con amor. Mi sobrino Héctor y Gastón Deligne la preferían a todos
mis trabajos anteriores y posteriores. Principié a escribir con gusto; todos se complacían
mirándome llenar cuartillas y soltarlas para que las leyesen y fueran dándose cuenta de lo
que yo escribía. Nunca me había sentido mejor dispuesta para un trabajo literario. Ni jamás
he vuelto a ocuparme de las letras con aquella animación. ¡Hacía tantos años que las tenía
casi abandonadas y que lo deploraba!
Si cometí un error, al inspirarme como lo hice, culpables fueron todos los que no me lo
advirtieron, conociendo mi obra. Di a esta el nombre de Francisca, que antes encontraba yo
tan feo y tan vulgar, porque poco antes habíame apasionado por una Francoise deliciosa, del
tipo de mi heroína. ¡Casualidad rara! Era la creación de una novelista francesa.
¿Por qué debía costarme lágrimas esa pobre concepción realizada tan sencillamente?
¡Circunstancias especiales vinieron a darle un colorido que no debió tener! De esas circuns-
tancias fatales y frecuentes en mi vida, de las que tantas veces, en el curso de ella, me han
llevado casi al borde de la tumba, ¡provocando en mí crisis morales terribles!
De lo que sufrí por Francisca Martinoff puede penetrarse el que estas páginas lea, por las
cartas de Monseñor de Meriño, que me las escribiera a ese respecto y que reproduciré.
Mientras tanto diré el placer con que él me veía escribir mi desdichada novela.

XLIV
Paréceme que le veo llegar, durante el curso de mi trabajo, frecuentemente y a su hora
habitual, por las tardes.
De su sencillo coche de alquiler, que era lo que él usara siempre para efectuar sus
salidas distantes, descendía con tanta majestad y gracia como si lo hiciera de una carroza
imperial, y penetraba en la casa, resplandeciente; tal como le calificaba mi hermana Ofelia,

275
COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

modesta admiradora suya. Después de saludar a los que hallaba allí con su noble amabilidad;
de decir a cada uno alguna cosa grata, como jamás dejara de hacerlo, entraba en mi habitación,
en donde yo escribía y recibía también, y venía a mí, con las manos tendidas, con su hermoso
gesto de afecto, complacido, lleno de ternura y de satisfacción, y me saludaba diciendo:
—¡Qué bien está mi noble y laboriosa amiga! Cuánto me halaga verla así! Se siente usted
mejor, no es verdad? Cómo va ese trabajo?
Sentábase y hablábamos de las páginas que ya conocía él, porque yo se las enviaba,
según iba escribiendo y él me daba su opinión o la reservaba luego por no haber entendido
bien la letra del manuscrito.
Y en su bello semblante, reconocía yo que él me encontraba airosa como siempre que,
vibrante y animada, me presentaba a sus ojos. Callábalo, pero me lo escribía después en sus
hermosas cartas, rebosantes de cariño amable.
Los que pasaban así, eran gratos momentos, imposibles de olvidar ¿podrán borrarse de
mi memoria, cuando en ella arraigaron indeleblemente?
La figura de Monseñor de Meriño parecía iluminarlo todo a su alrededor. Y no era mi
imaginación la que me lo representaba así, sino que a mi esposo, admirado, le pasaba también
y lo mismo que a mi sobrino Héctor cuando cerca de mí le contemplaba; y mi otro sobrino
muy amado, Luis Cohen, el joven poeta, malogrado más tarde; ¡Luis, a quien yo conside-
raba hijo mío y que correspondía filialmente a mi afecto! ¡Y en la misma idea abundaban
cuantos vieran a mi ilustre amigo en aquellos momentos. Yo gozaba con ello y continuaba
escribiendo con más buena voluntad y mayor animación.
De Luis, que amaba al gran Meriño tierna y respetuosamente, habituado a admirarle
desde pequeñito, solía decirme Monseñor:
—Nuestro Luisito tiene chispa; ¿no lo encuentra usted así, Amelia?
Escribe bastante bien.
—Sí, Monseñor, contestaba yo. Su mérito es grande, porque no ha recibido educación
literaria.
—Es verdad. Ya ha visto usted su poemita último y muchos versos suyos que me agradan.
—Luis, Monseñor, tiene grandes disposiciones naturales para la versificación. No será
nunca un genio; pero a veces se inspira y llega hasta el verdadero lirismo.
—Yo quiero mucho a Luis, Amelia. ¡Es tan buen muchacho!
Mi querido sobrino se llenaba de orgullo y de gozo, cuando yo le repetía las palabras
de su ídolo, que tal era el ilustre arzobispo para él.

XLV
Fue en manuscrito que Francisca Martinoff encontró detractores. Hallábase en pañales
cuando por ella exhalé las tristes quejas que dieran motivo a las siguientes respuestas de
mi paciente y compasivo amigo.

Carta trigésimo quinta


Amelia, mi noble y estimadísima amiga:
Ayer no pude contestar su esquela. Todo el día tuve gente.
Y le digo que domine sus nervios y que no se torture, ¡por Dios! ¡Su novela no debe
ser un suplicio para usted! Déjese de prejuicios que no tienen fundamento. Hágala copiar
porque quiero volverla a leer.

276
AMELIA FRANCASCI  |  MONSEÑOR DE MERIÑO ÍNTIMO

Mientras tanto no juzgué nada ni del fondo, ni de la forma, porque no la he leído bien.
¿Por qué estar atormentándose? Son las novelas como los sueños. Sueños son. Por otra
parte, ¿no es usted dueña de no publicarla, si cree ver en ello algún inconveniente? ¡No la
publique y olvide el asunto!
¡Vamos! Alce el espíritu y no se deje avasallar por la tiranía de esos sus revoltosos nervios!
Sea dueña de sí, como lo es y muy señora de su afectísimo que le besa las manos.
P. Meriño.

Carta trigésimo sexta


Mi siempre noble y muy querida Amelia:
Siento que quiera usted dormir. ¡Eso no debe ser! Yo interpreto lo de la vida es sueño,
por aquello de que vivimos soñando y como quien corre tras de fantasmas. ¿No es así que
lo interpreta usted también?
¡No! ¡No duerma! ¡Abra las alas de la imaginación! alce el vuelo muy alto, por sobre todas
las miserias de la vida, y vaya a recrearse en aquellas regiones de luz que son la mansión
constante de los espíritus superiores. ¡No, no duerma! ¡Pronto iré allá y me complacerá
encontrarla muy despierta y llena de ánimo!
¡Suyo de corazón!
P. Meriño.

Carta trigésimo séptima


¡Gracias con toda mi alma por el interés que inspira a usted mi salud!
Mi catarro no declina, por más que lo combata y me empeño en sacudirlo pronto, para
ir a pasar un rato con usted.
Y ¿qué hay de su escrito? ¿Lo pasaron ya en limpio? Deseo leerlo con toda la atención
necesaria, sin las interrupciones que causa luego su letra inglesa, china polmeine.*
Cuídese mucho y no olvide lo que la quiere este su affmo.
Q. B. S. M.
P. Meriño.
No continuaré copiando epístolas sobre el mismo asunto.
Diré que, después que mi esposo se empeñó en que la novela se editara, ésta ya impresa
obtuvo acogida favorable por parte de muchos intelectuales.
Don Federico Henríquez y Carvajal, siempre consecuente amigo, le dedicó lindas páginas.
Ya he dicho lo que de ella pensó, aquel gran lírico nacional que se llamó Gastón Deligne,
quien la prefirió a cuanto pude yo escribir antes y después. Miguel Angel Garrido, el más
vibrante de los jóvenes escritores de esa época, en un brillante artículo, la exaltó y en una
carta bellísima que conservo, llegó al lirismo en honor de la heroína Francisca.
Repetiré que Pierre Lotí aceptó con satisfacción mi dedicatoria y así me lo expresó en
dos epístolas que muchos vieron entonces.
De Puerto Rico recibí una carta de Don Manuel Fernández Juncos, el eminente literato
que tanto honra las letras borinqueñas, en donde elogia mi pobre producción y promete un
juicio detenido sobre ella.

*La mía es mobile ¿no es verdad?

277
COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

XLVI
Don Manuel de Jesús Galván no emitió su opinión sino después de publicada la nove-
la. Antes, había él estado en casa varias veces y hasta le hablé de mi preocupación, en los
últimos tiempos.
En una carta que tengo a la vista, entre otras cosas, me dice Monseñor de Meriño, con
su siempre generoso afán de distraerme, lo siguiente:

Carta trigésimo octava


¿Con que no quiere mi carísima amiga seguir ocupándose de literatura? ¡Pues no sólo
protesto, sino que voy a denunciarla a Pierre Lotí!
¡Y no! ¡Nada me dijo el amigo Galván de su visita a usted! ¡El muy egoísta! ¡Y eso que estuve
allá en esta semana! ¿Querrá saborear sólo el placer de haber visto a usted? ¡Él me la paga!
Y vuelvo a repetirle como siempre: ¡Disipe sombras, amiga mía! ¿No aprenderá usted
nunca a tomar de esta pícara vida lo mejor que tiene?
Pronto me verá en su casa, dispuesto a probarle que nadie la estima más que su admi-
rador afectísimo.
P. M.
No tenía yo gusto para continuar escribiendo después que vi a mi ideal Francisca tan
maltrecha por algunos y así lo declaraba; pero una impresión dolorosa, evocadora de un
tristísimo recuerdo, puso la pluma en mis manos sin que mi voluntad estuviera en ello.
Frente a nuestra casa de vivienda estaba situada la de mi familia, ocupada entonces por
la de un cura amigo nuestro. En dicha casa había fallecido muchos años antes, mi hermana
Dilia, jamás olvidada.
Nuestros vecinos tenían una niñita de menos de dos años, del mismo nombre. Muéresele
la criatura, después de algunos días de enfermedad. La madre se desespera. Creí de mi deber,
como vecina y amiga, sobreponerme a mis penosos recuerdos a ir a acompañar un rato a la
familia. Recibióme la madre en la misma pieza en que murió mi hermana.
Tan luego como aparecí, viéneseme con los brazos abiertos y este grito que le salía del
corazón:
—¡Ay Dilia! ¡Ay mi hija! ¡Dilia de mi alma!
¿Qué me imaginé?
¡Ver a mi propia madre lanzando ese grito desgarrador cuando perdió una de sus hijas
predilectas!
¡Y no pude resistir! Salí de allí y me encerré en mi casa a llorar.
La impresión había sido muy fuerte. De ella nació el impulso inmediato que me hizo
escribir mis Dolores del corazón.
A este trabajo era que aludía Monseñor en esta nueva carta:

Carta trigésimo novena


¡Pero no desmaye usted, mi noble amiga, que motivos tiene también para mitigar sus
penas!
¡Sí y sí! Estas páginas que ha escrito, lágrimas de su corazón; gemidos dolorosísimos
de su alma acongojada, son perlas de rico valor, que darán realce a nuestra desmedrada
literatura nacional.

278
AMELIA FRANCASCI  |  MONSEÑOR DE MERIÑO ÍNTIMO

Le mando todo: original y copia, y luego, a las 4 1/4 iré allá a expresarle mis cordialí-
simos plácemes.
¡Salga de la cama y anímese, pues, para recibirme! Besa sus manos con cariñoso respeto
su afectísimo.
P. Meriño.
Don Manuel de J. Galván y Don Antonio Alfau y Baralt, otro intelectual, yerno del pri-
mero, me congratularon en términos parecidos. Sus cartas han sido conservadas.
Esas páginas tuvieron un éxito increíble. La primera edición de ellas se agotó tan pronto,
que hubo que reeditarlas. Por tercera vez se imprimieron para formar parte de Recuerdos e
Impresiones. Nada me satisfacía. La tristeza y el desencanto habíanse vuelto a adueñar de
espíritu y a cubrirlo de sombras. Sin convicción, sin placer, mal inspirada, continué escribien-
do, sin más objeto que el de distraerme; el de disiparme, sabiendo de mí misma; ¡empeñada
únicamente en olvidar mi yo! ¡Del mismo modo que en pasados tiempos!

XLVII
De 1901 a 1902 mi producción fue incesante. Mi ilustre amigo se maravillaba. Escribí
mi Historia de una Novela.
Respecto de esta obra me decía, en una epístola Monseñor:

Carta cuadragésima
Amelia, carísima mía: Le envié a decir con la ladina Ruperta, que ese trabajo suyo me
agrada más y más, cada vez que lo leo.
Su narración es de mano maestra, poniéndole a uno delante de los ojos el bello cuadro
que describe. En ella hay tanta naturalidad que se ve lo espontáneo de su expresión galana
y armoniosa.
Alégrese de haber trazado esas páginas elocuentísimas. Serán de perpetuo honor para
la inspirada escritora que ya ha merecido legítimos lauros.
Su admirador y amigo.
P. Meriño.
Don Antonio Alfau y Baralt me dirigió también una carta muy hermosa encomiando
esa obra.
Después de esta historia di al público Mi Pretendiente varias versiones del francés al
castellano y mi Historia de un Joven Tímido.
Concebí esta insignificancia humorística un domingo en que sola en la casa, por ha-
ber salido los demás a paseo, rememoraba yo algunas cosas de mi primera juventud. Un
pariente mío nos contaba, chistosamente, episodios de sus años infantiles, con lo cual nos
divertía mucho. Algunas de ellas las he narrado en mi trabajo, atribuyéndolos a un joven
inverosímil.
Dijóme Monseñor:
—Le advierto, Amelia, que eso es inferior a lo que usted ha publicado ya.
—No importa, mi noble Mentor. De lo malo que ello tenga, espero desquitar al público
más tarde. Ya verá usted.
Gustó el cuentecito a mi esposo que quiso publicarlo, y así lo hizo, para divertir con él
al primo; a quien se le envió impreso.

279
COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

Mi indiferencia por la opinión de los demás respecto de él, provenía de la conciencia


que yo tenía de mi capacidad para producir obras mejores que las ya conocidas, que hubiese
formado ya en mi cerebro bullían ideas felices que, en horas de inspiraciones, proyectaba
yo utilizar.
Preparaba mi Psicología Femenina, mi novela Mercedes y tenía meditada la obra de los
sueños de Monseñor de Meriño ¡Esa obra enteramente nacional que él venía pidiéndome
desde el principio!
Iba yo a darle por título Escenas de la vida en Santo Domingo. Capítulo por capítulo estaba
ya creado en mi imaginación el libro que según mi ilustre amigo debía ser el broche de oro que
cerrara mi carrera literaria. Ardía yo en deseos de escribirla, por complacer a mi bondadoso
mentor, queriendo compensarle con esa complacencia de todos los desvelos que se tomara
por mí. Pero ni una línea tracé de ella esperando a hacer algo magno, quería documentarme
bien, hasta viajar en la república; ponerme más en contacto con el pueblo; hacer brotar la
inspiración por medio de impresiones sentidas; ¡vivir mi obra, en fin!
Y el resultado de mis pretensiones fue que nada pude llevar acabo, disgustando a
Monseñor.
—No escriba otra cosa, Amelia, me dijo en varias ocasiones, prefiera y haga lo que yo le
pido. Estoy convencido de que nadie como usted llevará a cabo a mi gusto un trabajo como
ese. Usted sabrá darle el interés necesario; dramatizarlo; poner en él de su alma. ¡Lo creo
firmemente y por eso insisto tanto en pedírselo! Si usted quiere la ayudaré a escribir.
Y reía, añadiendo eso por broma.
No hubiera él escrito en mi obra; pero, sí, la hubiera favorecido de todas las maneras.
De ello tengo plena seguridad.
Cuando recuerdo ese empeño de mi amadísimo amigo, aún en estos momentos, ¡siento
algo como remordimientos de no haberle satisfecho!
¡Cuánta pena me da! ¡Pero esa es la vida! ¡Cuenta el hombre con su porvenir para realizar lo
que en el instante le parece imposible y el porvenir decepciona! Lo más preciso es aprovechar
el presente. Lo futuro es lo imprevisto. La muerte es, a veces, lo que encontramos en él.
...............................................................................................................
...............................................................................................................

No fue la muerte física lo que me privó del inmenso placer con que yo soñara de an-
temano, de ver radiante de satisfacción a Monseñor de Meriño; sino un cúmulo de fatales
circunstancias que determinaron, por decirlo así, mi muerte moral, poniéndole sello a ellas,
el último sello, ¡la eterna desaparición del mismo Monseñor!
Mi ilustre amigo le veía con pesar: yo no encontraba tregua a mis afanes. Continuaba
más que nunca siendo enfermera, atendía aunque sin dirigirlos a los negocios, disgustada,
por comprender que mi esposo, enfermo como estaba, no podía hacerlo eficazmente, aunque
se encaprichara opinando lo contrario. Por mucho que yo insistiera en que los liquidara, en
consideración de su estado de salud y del mío propio, no pude conseguirlo y con inquietud
los veía decaer.
El sostenimiento de la casa de mi madre, completamente a mi cargo ya, me proporcio-
naba tormentos muy grandes; mil otras cosas me preocupaban y embargaban mi ánimo.
Mis fuerzas decaían a cada rato. Si escribía era por distraerme, ya lo he dicho, como otros
fuman opio o se emborrachan. Pero solamente me ejercitaba en obras fáciles, no en trabajos

280
AMELIA FRANCASCI  |  MONSEÑOR DE MERIÑO ÍNTIMO

complicados como el que deseaba yo realizar; en estilo elegante; en forma correcta, y lleno
de interés, en todo digno de aquel a quien yo lo dedicaba.

XLVIII
En tanto que el sol de mayo lucía como ha podido verse, iluminando mi cielo constante-
mente y proyectando sobre mí sus suaves resplandores, el astro sol sufría a mis ojos eclipses
muy frecuentes y a veces prolongados.
Pasaban hasta tres meses, sin que yo viera a Don Emiliano, ni recibiera de él noticias
directas. Ya he dicho que nunca me escribía. Tenía noticia suya por su amable esposa con
quien sostenía relaciones casi diarias, consecuente siempre con mi manera de ser.
Vivía él en el campo la mayor parte del tiempo, en sus propiedades rurales, principal-
mente en Antoncy, la más lejana.
Creíale yo alejado de la política, tan completamente como yo lo estuviera. Y más me
confirmaba en esta creencia, el silencio que respecto de ella guardaba cuando iba a casa,
entre días, a su vuelta a la ciudad, después de cada eclipse. Interesábase él por mi salud,
por nuestros negocios; por mis trabajos literarios mismos, siendo él noble e ilustrado en
todas las materias, hablábamos de asuntos de familia. Siempre íntimamente o siempre con
afectuosidad; siempre confiado en nuestra recíproca amistad. Pero los asuntos públicos no
se mencionaban durante las horas que él me dedicaba en cada visita.
A principio de mayo de 1902 fue que un día, tocóse entre nosotros ese punto, como antes.
Dispúsose él a partir para Antoncy e iba a casa a despedirse de mí. No sé cómo abordamos la
cuestión política. ¿Quiso tal vez mi amigo, teniendo en su conciencia lo que se premeditaba,
no dejarme ignorar completamente la situación presente, recordando el interés profundo
que me inspiraban los sucesos del país? Creo que sí, porque, después de callar por tanto
tiempo, se desató a hablarme con toda expansión. Hízome revelaciones importantes que
inmediatamente alarmaron mi patriotismo. Formuló cargos graves contra el gobierno; exhaló
quejas en favor del general Horacio Vásquez, vice-presidente de la República, pintándome
la situación de éste como insostenible en el puesto que ocupaba; mostrómele rodeado de
peligros; amenazado de muerte; tanto dijo, que me interesó vivamente por el antiguo jefe
de la revolución del 26 de Julio. Desde entonces sentí por Don Horacio grandes simpatías.
Creí comprender que se preparaba algo muy serio. Me abismé.
—¡Don Emiliano, por Dios! ¿Será posible que se piense en una revolución? ¡Eso sería
un desastre! ¿Tan pronto, después de la muerte de Lilís? ¡Es preciso evitarlo, Don Emiliano!
¡Es preciso que eso no sea!
—Reconozco, Amelia, que las revoluciones siempre hacen daño. No es que se quiera
provocarla, pero también. ¿Cree usted justo que nadie se sacrifique, sin beneficio para el
país? Por patriotismo, sí, pero, ¿para que otros se lucren?
—¡Usted me inquieta! Ya me ha alarmado. No voy a vivir en paz, después de lo que
usted me ha dicho.
—¡No se atormente, Amelia! Tal vez todo se arregle y nada sucederá.
Esta era siempre su manera de calmarme.
Y yo creía tanto en él que me tranquilizaba. Tenía fe en su palabra; confiaba en su sa-
biduría: para mí era un oráculo; no dudaba de que con la gran habilidad política que yo le
suponía e inspirado por su acendrado patriotismo, le fuera dado enderezar todo lo torcido;
enmendar la situación: salvarlo todo.

281
COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

Esperé.
El 26 de Abril me sorprendió, casi descuidada, con la pluma en la mano para trazar
el primer capítulo de Impenetrable, obra que, de acuerdo con mi sobrino Héctor, meditaba
escribir.
¡A la primera noticia del grito revolucionario, la pluma vino al suelo!
¡Oh! ¿Cómo pensar en otra cosa que no fuera la situación? Recibí un golpe en el alma! Y
llena de dolor y angustia, seguí recibiendo las nuevas que llegaban, mientras se perfilaban
los acontecimientos. Mi pensamiento voló hacia Don Emiliano. No me cabía duda de que él
apoyaba la revolución; no habiendo podido impedirla. Y temí por él. Díjoseme que su vida
peligraba, que iban a enviar tropas a Antoncy, donde él se encontraba, para hacerle preso y
traerle amarrado a la ciudad.
¿A Don Emiliano? ¡Oh! ¡Antes moriría él que dejarse apresar así!
Esta seguridad me colmó de espanto. ¡Qué horrible angustia!
Pensé en Monseñor que era amigo del presidente Jimenes y que tenía tantas quejas de
Don Emiliano y… le escribí. ¿Qué le dije? No sé bien. Una carta suya del 29 de julio, me
recuerda.
Voy a copiarla. Decía la

Carta cuadragésimo primera


Mi muy estimada amiga:
Había pensado ir allá: ¡pero ya ve usted el tiempo! ¡Todo se conjura contra uno! Y
crea que lo siento en el alma, porque necesito la explicación de lo que usted me dice en
su esquela. ¿Es esto?
¡Lo que le suplico es que tenga caridad como la tengo yo! ¡Qué no dé oídos a resenti-
mientos de injurias, ni a nada, en los actuales momentos! ¡Piense en Dios y obre por Dios!
¿A qué se refiere esto? No comprendo, ¡porque Dios, en cuya santa justicia creo, sabe
que no he pensado en hacer sufrir a nadie...! ¿Soy yo Gobierno, acaso? Por cierto que en
estos días ni he ido donde el presidente, ni he visto a ninguno de los que desempeñan el
poder. Y cuando vi a Jimenes la última vez, ¡pedile precisamente por unos presos que iban
a expulsar! ¡Le supliqué para que no lo hiciera!
¿Será acaso que algunos de las buenas y caritativas almas que andan buscando a los que
se arrinconan, quieren llevarme de encuentro? ¡Qué Dios les bendiga!
Y no dude usted de que yo obre como usted me lo pide, en cualquiera circunstancia. No
me costaría el menor esfuerzo. Seré carne para todo cuchillo y Dios hará justicia.
De usted siempre afectísimo.
Q. B. S. M.
P. Meriño.
¡Oh dolor el que me causó esta carta que aun hoy me apena! ¡Haber yo dudado de
Monseñor y llegar hasta decírselo en la esquela de que él habla! ¡El tormento que sufría
debió trastornar mi razón cuando tuve valor para ello! ¡Bien caro lo pagaba y jamás volvió
a resultar, a pesar de tantos acontecimientos que parecían dar lugar a la duda! ¡Era que en
aquellos momentos principiaba mi martirio político! ¡El que he conocido colocada entre dos
grupos que se han combatido casi de continuo y en los cuales temía ver en pugna terrible a
dos seres a quienes debía tanto y a quienes tanto afecto profesaba: Monseñor de Meriño y
Don Emiliano! ¿No me habían asegurado que el primero era el consejero de Jimenes contra

282
AMELIA FRANCASCI  |  MONSEÑOR DE MERIÑO ÍNTIMO

la revolución? ¿Y podía yo olvidar las palabras últimas que me dijera el segundo con-
tra el Gobierno? ¡Sentí el corazón torturado y escribí a mi amadísimo amigo en esa forma
angustiosa!
¡Cómo me excusé después! Y con cuánta magnanimidad aceptó él mis excusas que re-
conoció sinceras y dolorosas ¡Bien me conocía! ¡Ni un momento podía dudar de mí, como
no dudó jamás! Nunca tuvimos ocasión de volver sobre este incidente. Él lo olvidó y si yo
lo recordé fue para avergonzarme de él.

XLIX
La contienda sangrienta duró poco. La renuncia del presidente Jimenes puso término a
ella, en algunos días. Apenas se resintió la ciudad de lo que había pasado.
Como presidente provisional vino al poder el general Vásquez; pero Don Emiliano,
que gozaba de la confianza absoluta del nuevo jefe del Estado, fue el encargado de dirigir
la política que se iba a implantar.
Los revolucionarios habían inscrito en su bandera un lema muy hermoso: “Orden y
honradez”. ¡Ojalá el sistema que iba a emplearse para ponerlo en práctica hubiese sido
menos violento! Tuve ilusiones. Esperé en Don Emiliano ciegamente y por eso estuvo con
él mi corazón de patriota.
No temía por mi ilustre amigo, confiada en la palabra que me diera el otro de no perju-
dicarle nunca y de servirle en todo lo posible. Y mi disgusto por lo ocurrido se calmó.
Vi comenzar la obra de reparación económica, que era a la que tendían los directores
de la revolución. Pero, desde luego, con poco acierto. Se quería ir demasiado pronto en el
camino de restaurar las finanzas públicas y se tomaron medidas que parecieron arbitrarias.
Faltó prudencia; faltó tacto. Principiaron las quejas contra el gobierno acabado de instalar.
Llamé a Don Emiliano y se lo dije.
—Amigo mío, yo quiero ayudarle, como usted me ayudó después del 26 de Julio. No
desdeñe mi opinión. Usted sabe que mi corazón es el que me inspira. De fuera se ven a veces
las cosas mejor de lo que las ve el que está en acción. Yo sigo los pasos de usted en la vía que
ha emprendido, ansiosamente. Y creo que se desvía usted. Enderece a tiempo lo torcido,
Don Emiliano. ¡Escúcheme usted!
El me oía; pero comprendí que no atendía bien a lo que le expusiera. Le encontré distinto.
Embargado por su nueva situación y confiado por demás en sí mismo. Me pareció ciego; ¡él,
el clarividente, él, que sabía considerarlo todo desde tan alto y juzgarlo! Principié a dudar;
me entristecí por el país.
“Si esto fracasa, dije para mí, ¿qué será de Santo Domingo? Habrá paz para la República?
¿En qué pararemos?”.
Las pocas veces que vi a Don Emiliano, hasta noviembre, época en que estallaran dos
movimientos revolucionarios, quedé muy poco complacida. Resolví desentenderme de la
política, lo mismo que lo hiciera dos años antes.
Muchas personas acudían a mí, conocedoras de la amistad antigua que me ligara al
jefe de la situación, creyéndome influyente cerca de él, y me pedían que les proporcionase
empleos o algún favor del gobierno.
Tuve que contestarles que nada podía hacer por ellos, porque yo misma no era favorecida.
No lo creyeron y se enojaron conmigo; juzgándome engreída porque estaba arriba. Y así
lo creyeron.

283
COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

Mientras así me desligaba yo de Don Emiliano, con Monseñor de Meriño reanimaba


mis tan dulces y amables relaciones. ¡Qué cartas tan agradables y afectuosas las suyas de
ese año, de 1902 a 1903!
Daré a conocer las que he encontrado como prueba de que lo que provocara la revolución
de abril, en nada alteró sus sentimientos respecto de mí.
El 4 de mayo me escribía:

Carta cuadragésimo segunda


Mi muy querida amiga: Le doy las gracias con el alma por sus delicadas atenciones
para conmigo.
Estoy bien de salud. No ha habido confirmaciones, porque desde el año pasado establecí
que sólo se hicieran de tres en tres meses. No me dice usted qué impresión le ha causa la
lectura del párrafo de Balmes, pero estoy seguro de que ha debido usted apreciar el nobi-
lísimo argumento que contiene en pro de la inmortalidad del alma. Ese libro lo compró un
estudiante para principiar el curso de filosofía. Creo que lo consiguió en la librería de García
Hermanos.
Estoy leyendo a Heródoto. Releyéndolo, por mejor decir.
Su afectísimo de corazón.
P. M.
El libro susodicho me lo prestó él la víspera, llevándolo a casa. Citóme, recitándolo
admirablemente, el párrafo de que me hablaba:
Compré la obra después.

Carta cuadragésimo tercera


Mi noble amiga: Esta tarde no puedo ir. He dado cita a un señor extranjero de conside-
ración, para las 5. Más tarde ya no salgo.
Siento muchísimo no ir a pasar un rato conversando con usted ¡me es eso tan grato!
Pero será el lunes.
Y esté tranquila. Cumpliré su recomendación respecto del amigo Galván.
¡Cobre ánimo y no desmaye! Mire que todavía no ha cumplido usted su misión en este
pícaro mundo.
Su adicto siempre,
P. M.
Le suplicaba yo que desenojara conmigo a nuestro común amigo, Don Manuel de Js.
Galván, alejado de mi casa, como ya he dicho, por la política. En esos momentos evitaba él
encontrarse en ella con personas del gobierno. Yo lo sentía mucho porque le estimaba de
corazón.

Carta cuadragésimo cuarta


del 21 de agosto 1902
¡Amelia, mi carísima amiga!
¡Nunca más deje invadir el corazón por sentimientos de afecto hacia un esclavo! Quien
no se pertenece no puede tener palabra; ni usar de contestación. ¡Es nadie! ¡Es cero a la
izquierda! ¡Es anum vilis!

284
AMELIA FRANCASCI  |  MONSEÑOR DE MERIÑO ÍNTIMO

En estos días estoy solo, sin secretario, y sin otra ayuda, y parece que, por eso, se han dado
cita todos los curas y los no curas para caer en tropel sobre mí, ¡sin dejarme vagar ni para cam-
biarme de ropa sino a tirones! ¡Qué situación la de este pobre siervo de los siervos de Dios!
Confórmese con no verme, como me tengo yo que conformar, privándome de la inocente
y expansiva satisfacción como es para mí, de conversar con usted.
De usted siempre afectísimo con toda el alma.
P. Meriño.
La impaciencia que en esta carta muestra Monseñor de Meriño, era de las que en ciertos
momentos le produjera sus cóleras de niño, que tan pronto se desvanecían.
¡Pobre amigo! Mortificábase así, porque hacía una quincena que, diariamente, prome-
tía ir a casa, llamado por mí, por asuntos referentes a la política y que a él le interesaban;
además de otras razones, sin que le fuera posible cumplir lo ofrecido. No le ocultaba yo mi
sentimiento por ello.

Carta cuadragésimo quinta


¡Vamos, amiga mía! ¡Déjese de capricho y penétrese de que está tratando con quien sabe
apreciar sus nobles sentimientos! Lo que le propongo variar en su trabajo* es poca cosa.
Estoy seguro de que usted lo aceptará en honor del pobre Don Gonzalo.
En todo eso usted resolverá y me perdonará la confianza que me tomo de meter mi hoz
en mies ajena.
Eso le probará más la sinceridad con que la trato.
Su afectísimo amigo.
P. M.
Como otras veces, en el curso de mis anteriores obras, discutíamos luego algunos puntos
que juzgábamos distintamente. Pero muy pronto volvía a existir el acuerdo tan grato entre
los dos.
Se estaba editando aquella historia que yo le enviara para que la leyera. En realidad no
fue cosa de importancia lo que me pidió variar en ella.

L
No copiaré las varias cartas que volvía a dirigirme mi buen amigo con motivo de
compras, después que me reinstalé en la casa de negocios. No se permitía él utilizar mi buena
voluntad en servirle en el mismo grado que antes porque comprendía la imposibilidad en
que pudiera dar abasto a tantos cumplimientos. Además, estaba él más escaso de fondos
porque la subvención que recibía el arzobispado del nuevo Gobierno era menos, debido al
sistema de economía general implantado por Don Emiliano, que anteriormente, y también
porque ya no percibía sueldo como Rector del Instituto Profesional, habiendo renunciado
a dicho cargo.
Monseñor no se adeudaba nunca. Gastaba lo que podía, subordinando sus egresos a
sus ingresos de dinero.
Y llevaba su cuenta con tanta exactitud como el mejor tenedor de libros, a pesar de su discutida
ignorancia matemática. Prefería privarse hasta de algo necesario, cuando su excesiva generosidad

*En Mi Pretendiente.

285
COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

dejaba su bolsillo exhausto, antes de allegar recursos nuevamente, a contraer compromisos de


ningún género. En nuestro establecimiento únicamente era que él enviaba notas, sin añadir
al pedido lo que juzgara que podía costar. Y ya se ha visto con qué empeño pedía la cuenta.
¡Qué integridad admirable la suya y con qué nobleza la ejercía! ¡Cuántos rasgos bellísimos
de ese carácter conocía yo! Para enterarme de muchas particularidades y de muchos detalles
conmovedores de la vida íntima de Monseñor de Meriño, tenía yo a una sobrina suya a quien
él servía de padre, la que vivía en la proximidad del ilustre mitrado y le trataba con toda con-
fianza. Dicha sobrina era de los familiares de mi casa; más de una vez la llevé de temporada al
campo, conmigo: Aún lo recuerda ella habiéndome conservado su amistad, invariablemente.
Y aún nos complacemos, enternecidas, en hablar del que jamás olvidaremos.
Era Monseñor tan frugal en sus comidas como deseoso de servir a los demás buena
mesa. Su sobriedad no le impedía brindar a otros buenos licores. En todo seguía saludable
método. Se acostaba antes de las once de la noche y casi madrugaba. Veíasele temprano en
su jardín. Después del desayuno, se ocupaba en su escritorio porque era laborioso y cum-
plido en todo. Invariablemente hacía su primera comida después de mediodía y la última
al anochecer al terminar la oración vespertina. Jamás cenaba solo, sino acompañado de los
familiares del arzobispado, a quienes trataba como a hijos. Ni aceptaba ni hacía invitacio-
nes para banquete alguno. La mesa era abundantemente servida, pero sin lujo de manjares
indigestos por lo refinados.
Nada ofrecía de moderno estilo, más aparente que cómodo, las habitaciones del palacio.
El mobiliario era antiguo, bueno, sólido, verdaderamente confortable; de mérito real algunos
cuadros y otros objetos de arte, dignos de formar parte del marco en que se moviera el gran
morador de la casa.
Monseñor no admitía en sus piezas particulares sino lo necesario a su claridad y a su
aseo personal, que era esmerado. La limpieza en todo exigíala por ser ella propia de su
naturaleza.
Riendo con su gracia acostumbrada, me decía muchas veces:
—Amelia, bien puede usted aceptarme como criado de mano para ayudarla en el ser-
vicio. ¡Me desempeñaré muy bien! Si me viera usted con la escoba y plumero en la mano,
barriendo y quitando polvo en mi dormitorio. ¡Le daría gusto contemplar el espectáculo y
no me desdeñaría como inapto para tales ocupaciones!
¡Hombre inimitable! ¡Qué carácter tenía; completo sin complicidad!
Respetábale mucho, como todos, su sobrina, en realidad, pero afectaba gran desenfado
al hablarle, con lo cual le divertía.
Aproximábase octubre. Desde que yo era niña, se me obsequiaba el día de San Francisco.
Ella me ofrendaba siempre algo cariñoso y de algún valor, en esa fecha. Principiaba a dar
bromas a Monseñor y me lo contaba.
—Vamos, Monseñor, decía.
Ya sabe usted ¡Tenemos ya a octubre encima! ¿Se ha acordado usted de Amelia? ¿Qué
piensa regalarle?
—¡Nada, hija! Contestaba él riendo.
—¿Nada, Monseñor? ¿Y con esa cara tan fresca me lo dice usted? No va a buscar algo rico,
bonito, como lo merece ella que tanto le sirve y que le llena de obsequios todos los días.
—Hija ¿qué quieres que yo busque?
—¡Encárgueme de ello y ya verá!

286
AMELIA FRANCASCI  |  MONSEÑOR DE MERIÑO ÍNTIMO

—Es que nada me parece a propósito, para Amelia. ¡No hija! Todo lo encuentro mezquino,
¡qué sé yo! ¡Nada me satisface y por eso nada le regalo! Iré yo a felicitarle y mi presencia la
complacerá… ¡Verás!
—¡Qué mentecato es usted, Monseñor! ¡Qué engreído está! ¡Pero ella tiene la culpa por
venerarlo tanto! Si ya usted está medio decrépito.
—¡Calla, muchacha del diablo! interrumpía él riendo a más y mejor.
—Sí; persistía ella, como irritada, pero sofocada por la risa también –decrépito, porque
de lo contrario, si la quiere tanto, conservaría mejor lo que ella le regala. Le voy a denunciar.
¡Aunque ya ella sabe que usted deja que sus comadres y sus ahijados y todos los que vienen
aquí se lleven todo lo que ella le manda, privándose de usarlo por usted!
—¡Calla, habladora! Volvía él a interrumpir, algo confuso, pero riéndose siempre. Dios
te libre de repetir esas calumnias.
—¿Tiene usted valor para negar, Monseñor? ¿Y el frasquito aquel de que yo me enamoré?
¿Y la lámpara de noche tan preciosa? y…
—¡Ya! No cites más. Es verdad que se lo llevan todo mis visitantes, pero ¿qué hacer? ¡Yo
no sé negarles lo que me piden! Amelia me excusará. Ella sabe comprenderlo todo y está
persuadida de que si yo, después de admirar lo que ella me ofrece y de gozar con ello, me
lo dejo llevar, su pensamiento está en mí, ¡aquí!
Se golpeaba el pecho. Ya no reía.
—Sí. Y ahí está también el reconocimiento que le debo. ¡Y estará eternamente! Concluía
diciendo con su expresión del alma.
—El cariño que le tengo, Ana, no es menos grande del que ella me tiene a mí. Estamos
compensados.
Mi amiga me refería esto y yo absolvía de su aparente inconsecuencia a quien, desde-
ñando las materialidades, no atribuía importancia sino a los puros afectos del corazón.

LI
El estado de mi salud exigió otra instalación temporal fuera de la casa. Unas fiebres de
carácter palúdico, aunque poco intensas, contribuyeron a quebrantar mis fuerzas en alto
grado, a mediados de octubre de 1902. Necesité cambiar de aire para combatirla.
Y casualmente se encontró desocupada la casita de un amigo que se ausentaba y era
cuanto cabía para mí.
En la misma ciudad, pues ya no podía yo ir al campo como antes; no muy lejos del mar
y bañada en las noches por la brisa marina.
Fresca, alegre, cómoda; con un vasto patio descubierto; apropiado para cortos paseos
en las mañanas.
En ella me acomodé por tres meses. Y me fue muy bien. Pero tuve el contratiempo de
una enfermedad de mi esposo; él que sufrió una de las crisis poco prolongadas, pero tan
serias que ponían de repente su vida en tanto peligro. Mejoró él, pero mi restablecimiento
se interrumpió.
En esa casita me visitó Monseñor. Recuerdo que la tarde que estuvo en casa, encontró
allí a una graciosa jovencita de trece años, a la que con respetuosa amabilidad prestó mucha
atención. Era la hija mayor de Don Emiliano. ¡Cuán grato me fue aquello! La niña pasaba
el día en casa, como lo hacia otras veces, mimada y halagada por mí y por todos los de mis
alrededores. ¿Lo habrá olvidado ella?

287
COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

Necesité en esos días un vino que me fue indicado por mi médico y que no se encontró
en la ciudad. Recordé que mi buen amigo me había ofrecido de la marca que se quería, unas
botellas, en otra ocasión; lo que no acepté entonces, porque no iba a tomarlo.
Escribíle informándole de lo que ocurría y preguntándole si conservaba todavía el que
me quiso ofrendar.
¡Sí! Él me lo mandó con la carta siguiente:

Carta cuadragésimo sexta


Queridísima y noble Amelia:
¡Le va el vino y muy contento estoy de haber podido proporcionárselo!
Ojalá él la conforte y le inspire el deseo de salir a respirar el aire más puro de las afueras
de la ciudad; ¡por Güibia, por San Jerónimo o por Galindo!
¿Quiere usted que la acompañe? ¡Estoy seguro de que con un compañero como yo pa-
searía usted dándole besos a las flores, a la luz; a la naturaleza; a todo, y cantaría cánticos
alegres, rivalizando en arpegios con los ruiseñores!
Vaya preparándose ¡Ánimo, pues!
B. S. M.
Su muy afectísimo.
P. M.
Las graciosas palabras de Monseñor dictadas por el afecto que me profesaba, y dichas
para distraerme, producían el efecto de rayitos de sol vivificantes, sobre mi espíritu, velado
muchas veces por el disgusto y por las preocupaciones.

LII
De vuelta en mi casa acostumbrada, quise continuar trabajando en mi novela Impenetrable,
pero los acontecimientos políticos, mantenían mi ánimo bastante inquieto. Faltábame vo-
luntad para escribir.
Supe con pesar que las cárceles volvían a abrirse para cualquiera que se creyera hostil
al Gobierno; que los hijos de Don Manuel de Js. Galván estaban en el número de los presos;
que el mismo Don Manuel estaba amenazado de prisión; que se hablaba de fusilamientos
por el Cibao…
¡Cuánto sufrí por todo!
Escribí a Don Emiliano, que vivía alejado de mi casa y consagrado por completo a los
asuntos públicos.
Don Emiliano, venga usted a verme. No me niegue ese favor. Necesito hablar con
usted.
“Aunque sea usted inconsecuente conmigo, soy para usted siempre la consecuente
amiga de otros tiempos.
Amelia”.
Don Emiliano fue a casa. Era en enero de 1903.
Le hablé con todo mi corazón. Díjele el disgusto profundo que me causaba el curso de
una política que hubiera podido ser salvadora para el país, puesta en acción con menos
violencia y con mejor sentido patriótico; que yo no podía aprobar el 26 de Abril, pero que

288
AMELIA FRANCASCI  |  MONSEÑOR DE MERIÑO ÍNTIMO

lo había aceptado confiada en que él, Don Emiliano, sabría justificarle, mejorando las con-
diciones de la República, por medio de sabias disposiciones, tomadas de acuerdo con la
prudencia y la moderación.
—¡Es, Amelia, que es muy difícil gobernar! Por todos lados hay estorbos y luego la
revolución.
Siente uno un vértigo…
—¿Qué, Don Emiliano? ¿Vértigo usted? ¡Misericordia! ¡Usted! ¿el hombre de los altos
juicios? ¿El hombre inconmovible? ¿El que todo lo veía en calma? ¡No diga más! ¡Pobre
patria mía! ¿Qué será de ti?
—Óigame, Amelia. Es que todos parecen locos. En vez de ayudar al gobierno; de compren-
der que lo que se quiere es el bien, los que mejor debían pensar obran sin juicio; se conjuran
también contra nosotros. Hasta el padre está denunciado. Yo se lo digo a usted porque le
prometí que jamás le perjudicaría y quiero cumplirlo. Llueven sobre él las denuncias; ¡yo le
he defendido, pero es bueno que él lo sepa!
—¿Y qué dicen que hace él?
—Que es el primer conspirador en esta situación; que su viaje del otro día a San Cristóbal
tuvo por objeto predicar la insurrección por esos lados.
Yo no cabía en mí de indignación; no contra Don Emiliano, a quien agradecía la lealtad
con que me avisara de todo, sino contra los infames calumniadores. Protesté airada.
—¡Oh! ¡Ese viaje a San Cristóbal! Sí. ¡Yo he sospechado que se lo sugirió la falta de re-
cursos! Bien apurado debe encontrarse él cuando fue a hacer allí confirmaciones.
—Sí está apurado, Amelia; ¿por qué renunció la Rectoría del Instituto disgustando con
ello más al gobierno?
—¡Oiga, Don Emiliano! En lugar de él ¿no hubiera usted hecho lo mismo? ¿Puede usted
pensar que un hombre de esa talla, sirva un cargo igual por $40 de sueldo, que es a lo que
han rebajado el del Rector? En todo caso, lo desempeñaría sin ser remunerado.
Calló Don Emiliano y bajó la cabeza.
—¡Si es tiempo aún, amigo mío, vuelvan atrás en su política! ¡Sigan distintos caminos!
¡Esperaba yo tanto de usted! ¡Creí que este gobierno sería ideal! ¡El que yo soñara después
del 26 de julio! ¡Si todo no cambia, le predigo, Don Emiliano, un fracaso cruel! ¡Y me he
tenido por inspirada, en otro tiempo! ¡Hoy lo soy más! Caerán muy pronto y no sé lo que
sucederá después. ¡Vendrá el caos!
Don Emiliano se retiró muy triste. Yo quedé más triste aún; nada esperaba. Estaba con-
vencida de que el desastre iba a sobrevenir.
Para distraerme me apliqué más a la continuación de la novela.
En febrero supe que Don Emiliano se retiraba del gobierno y de la política. Irrevocable-
mente, añadía él.
Más inquieta quedé. Por momento aguardé el fin de un gobierno del cual mi amigo
inconsecuente había sido el alma. Sufrí por el General Vásquez, tanto contaba con él.
Continué escribiendo hasta el día 23 de marzo. ¡Ah! ¡Ese día volvió la pluma a caerse
de mis manos! ¡Fueme imposible escribir más!

LIII
Habíame dicho Monseñor de Meriño un día, con un dolor tan intenso pintado en su
noble rostro, que nos hizo comprender lo que a la vista se ocultaba:

289
COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

—¡Amelia, las pasiones políticas son terribles! Cuando arrebatan a un hombre no se sabe
hasta dónde puedan conducirle. ¡Pocos tienen la energía de resistirlas!
¡La herida honda, hondísima, que por causa de ellas existía en el corazón de ese hombre
tan generoso y que nada había podido cicatrizar!
¡Sí! ¡La vi manando sangre!
Y la verdad de sus palabras la reconocí después de ese hecho de fuerza que se llamó el
23 de marzo. ¡Conocí toda la ferocidad de esas pasiones que no respetara lazo alguno de
familia; ni la amistad ni nada! Que empujara al hijo contra el padre y pusiera el puñal pa-
tricida en manos de los hermanos. Arrastrado por ella, se calumnia; se denuncia; cométese
todo género de bajeza y de crueldades. ¡Desde entonces les temo tanto como los odios! ¡He
sufrido, le rechazo, tanto por ellos! Entre dos bandos contrarios he sido crucificada. De cada
lado he tenido seres que he amado y los golpes que se han causado, recíprocamente, hanme
atravesado el corazón.
Un día fue tal mi sufrimiento, por un suceso que de esa manera me laceró el alma, que
exclamé con desesperación:
¿Por qué matarían a Lilís? Con él estaban los que yo quería, bajo la misma bandera, en
tanto que hoy ¡cómo se combaten entre sí! ¡Cómo se odian!
...............................................................................................................
...............................................................................................................

Era la una del día. Después del almuerzo de las doce, dormía mi esposo su siesta obligada,
la que le impusieran los médicos diariamente por dos horas. Yo escribía en mi habitación.
Sonaron tiros a alguna distancia.
Los oí sin alterarme. No eran raros en esos tiempos.
Nuevos tiros.
Veo acudir a mi esposo muy despierto, que me dice:
—¿Has oído? ¡Son tiros y salen de la Fortaleza!
—Sí. Debe ser alguna cuartelada. Voy a la puerta de la calle para cerciorarme.
Fuese y yo le seguí.
Tiros otra vez y silencio alrededor. Vimos pasar algunas personas corriendo y como cons-
ternadas. Eran desconocidas. Mi esposo quiso preguntar, pero parecieron no oír y siguieron.
En esa hora del mediodía, casi todo el mundo está en su casa en Santo Domingo, por
ser la regular de las comidas y de la siesta.
Veíanse escasos transeúntes. El tiroteo siguió y por los lados de la Fortaleza, a lo lejos,
se distinguía algún movimiento.
Por fin hubo quien dijera:
—¡Un golpe en la Fortaleza! ¡Son los presos políticos que están en armas allí!
Eso había sido. Eran numerosos y habían logrado apoderarse del Arsenal. La guardia
era insuficiente y estaba descuidada. No resistió. Un oficial, amigo de mi familia, quiso
hacerlo y murió.
Cundió la noticia, que conmovió inmensamente, por ser muy estimado el que pereciera.
Y otros cayeron, pero pocos.
El Gobierno había venido al suelo en la capital, sin lucha.
Los alzados se lanzaron a las calles. Todas las casas se cerraron. Fue el pánico. Nadie
sabía a qué atenerse, ni en qué pararía lo que pasaba.

290
AMELIA FRANCASCI  |  MONSEÑOR DE MERIÑO ÍNTIMO

—¡Don Emiliano! exclamé desde luego. ¿Qué será de él? ¿Dónde estará? Tantos enemigos
como tiene entre esos presos.
La angustia se apoderó de mí, pensando en él.
Nada se sabía. ¿Quién iba a salir por noticias? Yo no hubiera consentido en que mi
esposo se expusiera.
Nada se oyó decir a los pocos que siendo insignificantes en política se atrevían a circular
tímidamente. Detrás de las ventanas cerradas, mi esposo aplicaba el oído. Decíame para
tranquilizarme:
Nada ha sucedido. De lo contrario, conoces nuestra tierra, todo se sabría en seguida.
Tenía razón y por eso me calmaba un tanto.
Pasó la noche en silencio relativo. Tan solo se oía gritar a algunos grupos armados:
—¡Abajo el Gobierno! ¡Abajo el General Vásquez! Y a los nuevos centinelas, alentarse
entre sí.
Desde el amanecer, apareció uno de nuestros empleados y le mandé a casa de Don
Emiliano.
—Nada le había pasado, contestaron. Estaba reservado en su casa, por prudencia.
Me calmé.
Supe que la noble esposa del presidente Vásquez, el que se encontraba en viaje por el
Cibao, se halló sola la víspera. De madrugada, sigilosamente, se asiló en un consulado.
Tanta pena experimenté al considerar su angustiosa situación que, sin meditarlo, guiada
por un impulso del corazón, le escribí en una tarjeta ofreciéndole mi amistad y solicitando
su confianza.
Personalmente no la conocía, pero entre nosotras, siendo ella escritora, hacía pocos días
que se habían cruzado palabras de cortesanía, literaria, diré.
Ese día principiaron nuestras relaciones amistosas que han perdurado.
Doña Trina, atribulada y enferma, tuvo confianza en mí, y yo pude darle alientos
demostrándole mis simpatías sin desmayar. Diariamente le escribía notas de cariño para
inspirarle valor y fe.
El General Vásquez vino a poner sitio a la ciudad, con tropas del Cibao y de Macorís.
El sitio fue sangriento y duró tres semanas. La noche del 12 de abril debe ser memora-
ble en los anales de nuestras guerras civiles. Fue una noche de horror y de espanto: noche
pavorosa, que no puede olvidar ningún habitante de esta capital, que cuenta hoy más de
treinta años; ¡noche de incendio, de sangre y de muerte!
En esa noche, imposible para el sueño, aún en el más inconsciente de los seres humanos,
yo, pobre masa de nervios, como me llamaba luego Monseñor de Merino, soñé. Pero soñé
despierta, con los ojos abiertos, ¡dilatados por la excitación nerviosa llevada al paroxismo
y producida por la situación! Tuve un sueño luminoso, como el que ha puesto la pluma en
mis manos para escribir estos memoriales. Sueño hipnótico que me dejó aires de sonámbu-
la y conciencia de visionaria. Juana de Arco debió inspirarse así; y del mismo modo Santa
Teresa de Jesús.
—La ciencia explica hoy y clasifica estos raros fenómenos de una manera suficiente, para
que pueda creerse en lo que digo.
Un año viví como iluminada. Todos mis actos se referían a lo que había soñado. Mi
actuación política no obedeció a otra cosa. No creía yo antes de ello, volver a ocuparme
jamás, después de mis dos decepciones, –amarga la última– de los asuntos políticos; y

291
COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

repentinamente, mi actividad política fue asombrosa. Una fuerza interior, incontrarrestable,


me impelía a la acción e inspiraba mis discursos. Obraba y discurría con la seguridad de
aquel a quien le dictara la conducta y las frases. Y esa seguridad la comunicaba a otros. Lo
imposible en apariencia, hacíalo ver hacedero. Y así reuní prosélitos.
El sitio continuó algunos días más. Muchas vidas preciosas fueron truncadas. Corrió
bastante sangre y fueron consumadas muchas ruinas.
El presidente Vásquez no tuvo valor para proseguir luchando, porque habíase desva-
necido su ilusión de regenerar el país, apoyado por Don Emiliano; idea generosa que lo
lanzara a la lid el 26 de Abril.
Vio la ineficacia de su empeño y retrocedió ante las nuevas responsabilidades que iba
a imponerse.
Levantó el sitio y renunció a la presidencia de la República. Los facciosos quedaron
dueños del poder.
Formóse un gobierno provisional, presidido por el que había sido hacía tiempo presi-
dente de la República, general Alejandro Woss y Gil.
Nada diré de ese gobierno que, nacido de un golpe de fuerza y sin cohesión de verdadero
partido, no fue viable. Obedeciendo a lo que mi sueño me impusiera, yo debía combatirlo y
así lo hice desde los primeros momentos, no excitando a la guerra civil, sino por el contrario,
luchando tregua para evitarla.

LIV
Mis relaciones con Monseñor de Meriño continuaban invariables. Los acontecimientos
que habían tenido lugar, no influían en ellas.
Una vez restablecida la calma en la ciudad, volvió él a mi casa. Sabía yo que el curso de la
política le disgustaba como a mí, pero en él no había esa visión interior que me comunicaba
fuerzas para resistir en todas las contrariedades. Habléle de mi sueño.
Me escuchó con bondad; pero contestó, moviendo la cabeza:
—¡Bendita sea usted, hija mía, que puede soñar...! ¡Yo no sueño ya! Apenóme su respuesta
y con más ardor que nunca quise realizar mi ideal, ¡para verle satisfecho!
Mientras se hacía en mi alrededor política intensa, escribía yo. Terminé la novela Impenetra-
ble y comencé otros trabajos. Mi labor literaria servía de pretexto a las reuniones políticas.
En mi casa se vio a veces a todos los principales adictos al régimen caído. Bajo mi bandera
se agruparon. Yo era el alma que los sostenía; impidiéndoles desbandarse y cometer errores.
Emilio y Luis Tejera* hijos de Don Emiliano, jóvenes imberbes, estaban a mi lado. Lo
mismo que Bernardo Pichardo, esposo de Ofelia de Marchena y Sánchez, padre de Paíno,
pariente mío querido, de apenas 24 años entonces, después político noble e historiógrafo.
Principió su carrera de hombre político, como secretario del ex-presidente Vásquez,
cuando éste cayó. En las letras se inició tal vez, cerca de mí. Él me ayudó en la revisión y
en la copia de Impenetrable. Creo verle aún, animado y chistoso, escribiendo conmigo, en
las mañanas, y mientras nos llegaba la noticia de la situación. Muchas veces, soltando la
pluma, me decía:
—Doña Amelia, no puedo contenerme más. Voy a dar lengua por ahí y le diré lo que
pasa, cuando consiga saber algo.

* El joven general Luis Tejera, muerto en la horrorosa tragedia política del 19 de noviembre de 1911.

292
AMELIA FRANCASCI  |  MONSEÑOR DE MERIÑO ÍNTIMO

¡Íbase y el trabajo se suspendía hasta el día siguiente.


¡Pobre Bernardo! ¡Su reciente muerte, súbita, ha avivado más en mí estos recuerdos!
...............................................................................................................
...............................................................................................................

Tan pronto estuvo copiada la novela se la envié a mi amado Monseñor.


En esos días había querido mi hermana Ofelia, que tanto le admiraba y le veía siempre
en casa, por vivir ella conmigo, hacerle una visita. Fue una noche allá, acompañada por la
sobrina de él, de la que he hablado aquí.
Suponía yo que volvería muy contenta por haber satisfecho su deseo. Le pregunté su
impresión y me contestó:
—¡Qué! ¡No he tenido suerte! Esta noche no era el mismo. No se si estaría enfermo,
o contrariado, porque él no lo dijo, pero le hallé menos resplandeciente que cuando le
veo aquí.
—Algo sería muy serio; respondí a mi hermana para consolarla. Se lo voy a preguntar.
Eso es muy extraño.
Escribí, en efecto, al día siguiente, porque deseaba saber también lo que pensaba mi
ilustre amigo de mi manuscrito. Decíale, bromeando afectuosamente, que Ofelia le había
hallado feo y de mal humor; que me explicara el porqué de cosa tan insólita y tan rara.
Me respondió:

Carta cuadragésimo séptima


Mi noble amiga:
La buena Ofelia le dijo la verdad en lo de feo. En lo de mal humor se equivocó. Me sentía
mal. Tenía un calor que me sofocaba, quitándome el gusto para todo. En estos días, siento
la atmósfera candente. En dos semanas sólo he salido dos veces.
Ya he leído la obra. Iré pronto allá para que hablemos de ella.
¡Cuánto mejor si usted le hubiera dado un carácter algo nacional!
Algunos toques hay que darle, pero será cuando comiencen a imprimirla. Creo que debe
suprimir lo que he subrayado al final del último cuaderno.
Su muy afectísimo.
P. Meriño.
¡Oh Monseñor, amigo mío! ¡Quién nos hubiera dicho a ambos que la impresión de la
obra que él se preparaba a dirigir, como lo había hecho con las otras, con tan noble interés
y tan paciente bondad, no vendría a efectuarse sino veinte y dos años después de revisada;
estando él lejos de este mundo!
Lo que me decía que suprimiera lo varié únicamente y él quedó conforme.

Carta cuadragésimo octava


Mi siempre pensada amiga:
Le devuelvo los libros que me prestó. Con gusto he leído uno; principié a leer el otro y
lo dejé. No quiero saber de él. Trata de intrigas políticas mañesas* y bastante tengo con las
nuestras para vivir indigesto.

*Mañeses llaman los dominicanos a los haitianos en tono algo despectivo.

293
COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

Si no siguen las lluvias iré pronto por allá.


Crea que soy su constante admirador y amigo.
P. M.

LV
Don Emiliano volvió a visitarme. A él también le di parte de lo que me tenía convertida
en una dama de la Fronda, llena de inteligencia y de actividad; lo que a él, pues me había
visto tan desilusionada en política, le extrañó.
—Le contaré, Don Emiliano, lo que me ha ocurrido y usted juzgará. Lo que hago es
sugerido. Mi voluntad no participa en ello.
Había yo visto una luz en el techo de mi habitación, y en el mismo instante, dentro de
mí, una voz dijo:
—¡Cálmate! Tu hora ha llegado de hacer bien. Tu misión comienza. Une el horacismo
y con él vencerás.
La tranquilidad que sentí fue tan grande que me reanimé inmediatamente, cuando es-
taba desfalleciente y como loca. Al mismo tiempo mi cerebro empezó a concebir ideas tan
lúcidas, tan naturales, estando un minuto antes conturbado al punto de no reflexionar, que
fue una maravilla.
Era de madrugada. Vino el día y dejé la cama, tan descansada, después de la terrible
noche, como si nada de gravedad ocurriera.
—¿Estás ya de pie? preguntóme mi esposo, al verme tan lista. Temí que no pudieras
hoy moverte del lecho habiendo sufrido tanto anoche. Deseo ya saber cuál es la situación.
Cuánta víctima debe haber habido… ¡Voy luego a informarme, con los que pasan por la
calle; si acaso se viere a alguien conocido.
Yo le escuchaba sin conmoverme mucho, aunque apenada, muy fuerte.
Más admirado él aún me cuestionó. Yo le dije:
El plan sencillo que por sí mismo, sin esfuerzo de mi parte, había brotado en mi cerebro.
Si Vásquez triunfaba de la revolución, era fácil de realizar, porque yo obligaría a Don Emi-
liano a favorecer mi empresa. Se trataba de salvar al país, de un modo cierto y en medio de
la paz. Todo patriota debía ayudarme.
Si Don Horacio era vencido, habría que luchar más, pero nada de imposible ofrecía lo
que yo imaginara. Valor y perseverancia era lo que se necesitaba.
Exponía yo esto a Don Emiliano y añadía:
—Ya Ud. ve. Tenemos un gobierno enemigo, pero con dinero y habilidad todo se arregla.
El dinero es lo que yo quiero conseguir.
Yo le explicaba lo soñado para ello. Él después de oírme atentamente y pensativo, contestó:
—Puede usted tener razón, Amelia, esa debe ser una revelación, porque usted no miente.
Yo nunca creo en esas cosas, pero en lo que usted me dice, sí. ¡Siga usted su pensamiento y
veremos lo que surge!
¡Qué alentada estuve por Don Emiliano! Él, el hombre práctico, conocedor de todo lo
positivo, animóme así. ¡Ah! ¡con más ardor luché!
Con Monseñor tuve menos buena fortuna.
Habíame él dicho una vez, hacía algún tiempo, hablando de loterías:
—Yo cojo billetes a menudo, pero sólo los cuartos a los pobres billeteros ambulantes,
por favorecerlos; jamás pensando en que puedo ganar algo. Suelo tomar medio billete de

294
AMELIA FRANCASCI  |  MONSEÑOR DE MERIÑO ÍNTIMO

la lotería de Madrid porque me lo endosan, y si alguna vez se me ocurre que puede tocarme
parte del premio mayor, no adivinaría usted lo que yo querría hacer con el dinero. Un museo
para dotar con él a Santo Domingo. Es una aspiración que tengo hace tiempo. Deseo que sirva
de base para fundarlo, la colección de curiosidades indígenas que voy reuniendo a medida
que se me ofrece la adquisición de algunos de ellos. Ud. no la ha visto, Amelia. Vaya una
mañana con ese objeto, que tendré gusto especial en mostrarle todo lo raro que guardo allí y
a lo que profeso amor.
¡Patriota hasta en eso era Monseñor de Meriño!
Yo me conmoví.
Contestele:
—Monseñor, si yo lograre éxito en la empresa que usted conoce, cuán grande sería mi
satisfacción al proporcionarle los medios de realizar esa noble aspiración de su espíritu! ¡Si
Dios quisiera!…
El callaba...
¡No! ¡Nada esperaba del porvenir de esta tierra! El pesimismo que debía minar esa
existencia, tan hermosa y tan robusta, principiaba a invadir el corazón de ese dominicano
tan ferviente que en el patrio amor inspiró su vida siempre.
No llegué a ver su colección. Los extranjeros de nota que visitaban la capital, pudieron
admirarla. Mi esposo y yo fuimos un domingo en la mañana, al palacio, con esa intención,
por complacer a Monseñor, pero tenía él gente importuna y era tarde. No pudimos detener-
nos mucho tiempo porque la hora de almuerzo llegaba para él y en casa nos aguardaban
también visitas, para almorzar.

LVI
Tengo a la vista la última carta que mi querido amigo me escribiera con motivo de
literatura. Es la
Carta cuadragésimo novena
Mi siempre admirada amiga:
Ya he vuelto a leer la novela corregida por usted; mándela pronto a la imprenta. Puede
estar segura de que los amantes de las bellas letras la leerán con gusto, a pesar de que yo la
preferiría como obra nacional.
Avise que pueden enviarme las pruebas cuando llegue el momento.
Y le devuelvo los libros que tenía aquí de usted. Daudet me ha agradado; pero de Zola
me ha bastado leer dos páginas para sentir náuseas.
¡Qué naturalismo asqueroso el de estos autores! ¡Es podredumbre pura lo que presentan
a la vista! Yo espero, Amelia, que usted no leerá nada de eso. Esa no es lectura para persona
delicada como usted.
¡Y cuidado! No vaya a imaginarse que le reprocho el envío de ese libro. Sé que usted me
lo mandó porque me oyó decir que no conocía a Zola.
Su afectísimo del alma.
P. Meriño.
El tono de esta última carta revela ya la tristeza que tuvieran todas las que seguí recibiendo
de mi ilustre amigo. No veía en ellas ese entusiasmo que hacía chistosas las anteriores.
Me apena reproducirlas porque en mí revive el dolor que luego me causaron.

295
COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

Los acontecimientos políticos continuaban ocupando a todo el mundo. El jimenismo*


que tomara la mayor parte en el golpe dado al horacismo** el 23 de marzo, veíase postergado
por el grupo que rodeaba al presidente Woss y Gil. Y comenzaba a moverse y a conspirar.
Yo reanimaba al partido caído. Prometía, inspiraba fe.
Al despedirse de mí la señora de Vásquez, cuando consiguió permiso para ir a reunirse
en Santiago de Cuba con su esposo expatriado, le dije con sorprendente seguridad, debido
a la visión de mi sueño.
—Doña Trina, parta usted sin pesar. Volverá usted muy pronto porque antes de seis me-
ses, el horacismo unido, compacto, estará más fuerte que nunca y triunfará. El gran trabajo
mío tiene por objetivo su triunfo pacífico. No por las armas. Si los otros quieren combatir,
que lo hagan. Los horacistas deben evitar la efusión de sangre para justificarse.
Ella creo que partió con esperanza. Hízome combinar una clave para comunicarnos
mientras durase su ausencia.
Yo no desmayaba en mis proyectos. Mil cosas me laceraban el corazón; mil también me
preocupaban; pero hacíame como insensible a todo.
El gran secreto de mi plan era atraer al país un enorme capital extranjero. Para conseguir-
lo, traté de interesar a Pierre Lotí. Tengo una carta de él, en la que me promete favorecerme
en lo que le pedía.
Yo escribía, escribía constantemente, con ese objeto; obedeciendo siempre a la visión
interior.
Busqué emisarios que fueran a los Estados Unidos, donde solía residir el multimillonario
filántropo con quien yo soñara para redimir a la patria de todo mal.
Encontré uno ideal, en la persona de un señor extranjero, muy amigo nuestro, acaudalado
capitalista; hoy diplomático notable, quien se prestó por afecto, a representar el papel que yo
deseaba. Iba él en viaje de recreo a New York y con todo gusto llevó cartas y recomendaciones
para el potentado extranjero. Ansiosamente esperábamos cartas de los iniciados amigos.
Don Emiliano mismo aguardaba el resultado de las gestiones hechas.
Yo continuaba incansablemente mi labor, a través del país, por medio de adeptos a mi
causa. De la cohesión y de la cordura del partido que debía ayudarme, dependía todo el
éxito de mi inspirado plan. ¡Oh! Triunfar para desvanecer la tristeza que iba adueñándose
del ánimo de Monseñor! ¡Qué dulce debía serme!
Aferrábame a la religión para no desfallecer; en ella buscaba recursos para sostenerme
firme en mi punto de combate. Apelaba a la fe que mi ilustre amigo inculcara…

LVII
¡Él, sí! ¡A él debía yo el no ser libre pensadora!
La sinceridad de la profunda fe religiosa de Monseñor de Meriño era una de las cosas que
más digno de veneración le hacían para mí. Yo continuaba confiando en esa fe robusta.
Cuando él me decía, sacudiendo con fuerza el pectoral que llevaba pendiente del cuello:
—Amelia, no es porque llevo esto por lo que usted me ve abismarme en la religión, ¡no!
¡Es por convicción absoluta, inquebrantable! ¡Creo porque creo! Mi fe es inviolable. Estoy
penetrado de ella y con ella moriré.

* Partido del ex-presidente Jimenes.


** Partido del ex-presidente Vásquez.

296
AMELIA FRANCASCI  |  MONSEÑOR DE MERIÑO ÍNTIMO

¡Al verle, abismábame yo ante él y, como él, quería creer! ¡Sí! quería, porque mi voluntad me
ha sostenido en el camino que él me trazaba con su ejemplo y con sus palabras. De no encon-
trarle tal como era es probable que yo, de desilusión en desilusión, hubiera ido deslizándome
por la pendiente del escepticismo, a la negación de toda idea religiosa. Lo confieso porque soy
sincera en todo. Monseñor no lo ignoraba. Suavemente, dulcemente, con ternura; sin ingratas
consideraciones, sin severidad alguna, presentándoseme lleno de fe, iba influyendo en mí
poderosamente por medio de conversaciones y sin necesidad de dogmatizar.
Escuchándole hablar penetrábame yo de las mismas creencias o por lo menos del vivo
y ardiente deseo de creer como él.
Una tarde tuvo lugar en mi casa una escena que a otros ojos que los de quien le sucediera
habríale dado apariencias de fanático. ¡Fanático un hombre de esa ilustración!
No había yo organizado aún la vivienda que ocupamos casi siempre, en la forma que la
hizo después menos incómoda para nosotros. Mi esposo enfermó de cuidado. Su habitación
particular quedaba en el fondo de la casa, inmediata a la mía. Para llegar a ella había que pasar
por esta. Al lado de mi cama tenía yo arreglado un pequeño oratorio muy mono. Mi esposo, ya
mejor, recibía a algunas personas. Monseñor fue a verle. Acompañábale yo para introducirle
cerca de mi marido cuando, en el instante de atravesar mi habitación, en donde le llamó la
atención el oratorio, salía de la otra un amigo del enfermo, reputado por su irreligión.
Al cruzarse con Monseñor saludóle; él, cortésmente, contestó sin hablarle.
Dejé a mi ilustre amigo un momento para reconducir al otro visitante y luego volví. Él
me aguardaba. En su semblante vi una sombra de disgusto.
Díjome sin disimular, señalando, con un ademán circular, la habitación y el oratorio.
—¡Cuánto siento, Amelia, que ese ateo haya profanado con su visita este santuario!
—Monseñor, le contesté. Yo también siento que no haya otro acceso a la habitación de
mi marido sino este. Pero él quiso ver a su amigo, tan pronto supo que se hallaba en la casa,
y no pude contenerle.
Hizo él un gesto evasivo.
—Pero no temo que él se burle de mi fe. Sé que tiene en gran estima mi alto criterio y
me respetará. Su semblante cambió.
Sonreído entró donde mi esposo.

LVIII
Nunca tuvo mi vida etapa más brillante, en apariencia, que de abril de 1903 a octubre
de 1904.
Mi popularidad era grande. Hasta en los campos se conocía mi nombre por la propa-
ganda activa que hacían en mi favor los emisarios de que yo disponía. Eran humildes los
más; otros modestos. Entre los primeros figuraba Brito, el pobre albañil que me servía de
mensajero. Y antiguas y modernas sirvientas mías campesinas que, agradecidas por los bienes
que yo les hiciera en todo tiempo, no se cansaban de elogiarme por sus campos, diciendo,
en mi nombre a todos, que yo trabajaba para salvar el pueblo. Por mí predicaban la paz y
solicitaban la adhesión a Don Emiliano y a Don Horacio Vásquez, que eran los que debían
ayudarme en mi tarea.
En esa propaganda obtuve muchos prosélitos porque, mis misioneros, convencidos de
corazón, obedecían las órdenes que yo les diera y ponían de su parte también para lograr
mayor crédito.

297
COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

Repartían hojitas con mi retrato, reproducido del cliché que lleva mi novela Francisca
Martinoff.
Todos los que leyeran mis publicaciones, deseaban conocerme. Yo excitaba una gran
curiosidad, por la misma razón de no vérseme en ninguna parte. Un notable pintor nacio-
nal, Luis Desangles, me obsequió con un gran retrato al óleo, de bastante parecido. En el
taller del artista hubo de exponerse el cuadro por veinte días para satisfacer el deseo de una
muchedumbre.
En mi casa visitábanme muchas personalidades de todas clases: políticos, intelectuales;
todo el mundo, pobres y ricos. Estuve a la moda, sin dejarme ver sino del que me buscara
en mis habitaciones.
Puedo decir que eran mis familiares, en esa época, Don Alberto Arredondo Miura, en-
tonces joven y brillante leader del horacismo que volvía a alzar cabeza: Don Rafael Sánchez
González, estimable para todo estímulo por nosotros, los Tejera, sobre todo Luis. Decíame
éste con su impetuosidad nativa:
—Doña Amelia, yo la considero a usted como a otra madre mía. Le debo más que la vida
porque es usted la que me ha hecho conocer lo bueno y dirigido en la buena vía.
¡Esa impetuosidad de Luis que le hizo héroe de tantas aventuras, con las cuales sufrió
mucho, debía costarle la vida! ¡Desgraciado! ¡Cuán funesta fue para él!
Héctor, mi sobrino querido, no se sentía bien sino a mi lado. ¡Qué buena propaganda
llevaba a cabo también! ¡Cuántos satélites tenía yo, pobre astro que no recibía su luz sino
de un sueño iluminado!
Sí. ¡Era verdad que yo trabajaba por el pueblo dominicano! ¡Y para él nada más! Mi
delirio era el bien general! Convertir en nueva Arcadía a Santo Domingo; en paraíso
terrestre que envidiaran las más grandes naciones del mundo, era el ideal que yo me
propusiera, a costa de todo, realizar. Regenerar las masas populares, por medio del
trabajo moderado y remunerado igualmente; movilizar las poblaciones rurales, gracias
al celo de misioneros modestos y convencidos; hacer de los cargos públicos algo hono-
rífico más bien que lucrativo, como en Suiza; todo era tarea sencilla si se consiguieran
diez millones suministrados por capital independiente, ¡sin injerencia alguna de go-
bierno extranjero! ¡Diez millones que permitieran rescatar la deuda nacional, entonces
mínima, según los datos que me ofreciera el que mejor que nadie debía conocerlos,
que era Don Emiliano; y disponer de un sobrante que facilitara empresas en las que el
pueblo consiguiera el trabajo que necesitaba! ¿Por qué había esto de considerarse como
irrealizable utopía?
Bien hubiera podido Pierre Lotí, en el tiempo que me lo prometió y que era el con-
veniente, entrevistarse con Mr. Andrew Carnegie, el multimillonario filántropo que tan
magnánimamente se proponía emplear su inmensa fortuna en grandes obras de bien y
recomendarme a él, interesándole en mi empresa, en lugar de partir inmediatamente para
las aguas del Japón, con el buque de su comando, para estacionarse allí por largo tiempo;
y el amigo desinteresado y deseoso de servirme encontrara en New York al mismo Mr.
Carnegie y lograra de él audiencia en vez de llegar tarde, en los momentos en que el que
buscaba acababa de partir para Escocia por larga temporada. ¿Por qué no? El resultado de
esas dos intervenciones habría podido ser muy favorable porque lo que se pensaba proponer
a Carnegie era un gran negocio, al mismo tiempo que una gran obra de filantropía que le
hubiera conquista la inmortalidad.

298
AMELIA FRANCASCI  |  MONSEÑOR DE MERIÑO ÍNTIMO

¿La inspiración divina de Juana de Arco no venció las fuerzas del inglés altivo? ¿La fe
inspirada de Santa Teresa de Jesús no dominó el orgullo, no hizo doblegar al soberbio y te-
mible Felipe II? Mi ardiente corazón anhelaba para esta tierra amada que mi sueño luminoso
fuera la llave mágica que le abriera las puertas de la felicidad.

LIX
Don Emiliano partió para Antoncy en julio. En aquella propiedad distante quería estar
retirado aguardando los acontecimientos.
En agosto prestó el juramento constitucional el presidente Woss y Gil, pero ya la idea
revolucionaria cundía, iba prendiendo en todos los ánimos. Sentíase hasta en el aire. Los
negocios estaban paralizados, el malestar reinaba. Llevábase una vida como artificial.
Nadie gozaba de tranquilidad, sino aparentemente, permaneciendo en expectativa. Los
síntomas precursores de la guerra aparecían. Algunos sucesos sangrientos tuvieron lugar
aquí y allí, entre políticos. Una tarde ocurrió en la ciudad uno de ellos. Un joven de los
adictos al gobierno, hirió, alevosamente según decían y mortalmente, a un señor de otro
partido, muy estimado; hombre inofensivo. Gran efervescencia en los ánimos. Una gran
excitación en las calles.
En el momento en que me contaban el caso, llegó Monseñor de Meriño.
Tenía como siempre la misma figura majestuosa, su misma arrogancia en el porte, pero
en el rostro noté signos de cierta decadencia: una arruga transversal en la frente, dos pliegues
a los lados de la boca. Su faz no lucía la expresión amable que lo iluminaba.
—Perdone, Amelia, díjome tan pronto me hubo saludado y sentándose. Estoy mal. ¡Me
pesa haber salido!
Yo, que estaba tan mal impresionada, me entristecí más aún. Sacó su pañuelo y se lo
pasó por la frente. Añadió:
—¡Sí! Estoy mal. ¡Lo que acabo de encontrarme en las calles, me hace daño! ¡Estos su-
cesos indignan! Estos sucesos. ¡Ah! No sé lo que será de nosotros. ¡Esta política! ¡Lo que
sufro, usted no lo imagina, Amelia! No tengo esperanza alguna para este país. En menos de tres
años tres gobiernos y lo que se prepara. Preví esto cuando estalló la revolución de abril y por eso la
desaprobé. ¡Comprendí que era el principio del desorden, de la anarquía política! ¡Nada me
sorprende ya!
Yo estaba tan triste al oírle, que no le contestaba.
Después de meditar un rato, con abatimiento, exclamó:
—¡Tengo el corazón enfermo! ¡Jamás lo creí; pero ahora lo siento! Las lágrimas me vi-
nieron a los ojos. Por fin dije:
—¡Monseñor, no me hable así! ¿Oír de usted esas palabras? ¿De usted, el varón fuerte,
que siempre supo hacer frente a todos los acontecimientos, y soportar con firmeza el peso
de todas las cosas? ¡No, Monseñor! ¡Deje eso para mí! ¡No se abata y recobre su entereza!
Hágale el lomo a la caja, como me aconseja usted que se lo haga yo. ¡Oh! ¡Monseñor mío!
¡Qué no le vea yo tan triste! Le besé las manos y agregué:
—¡Yo también estoy enferma, Monseñor! Puede usted suponerlo, conociéndome. Pero
quiero aferrarme a una esperanza...! ¡Usted sabe cuál es! ¡Pídale a Dios, Monseñor! ¡Pídale
a Dios!
Le estreché las manos tan nerviosamente que recuerdo haberle casi estrujado el anillo
pastoral.

299
COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

Él me miró enternecido y sacudió la cabeza… ¡Qué Dios la bendiga! me dijo. Tuvimos


ambos un presentimiento?… Yo no puedo decirlo por mí. Lo que me anonadaba era ese
dolor que veía en él. Dejóme tristemente.
No volvió él a mi casa ¡Esa fue la última vez que le vi en ella!
Me detengo. ¡Las lágrimas me impiden continuar!
...............................................................................................................
...............................................................................................................

LX
En octubre estalló la revolución contra el gobierno de Woss y Gil. Contra toda
mi voluntad, los horacistas se unieron a los jimenistas y el triunfo les fue fácil. Sin
tirar un tiro llegaron los revolucionarios a las puertas de la ciudad. La capital resistió
veinte días.
Ninguna desgracia se lamentó. Entraron las tropas unidas y los jefes de ellas se repar-
tieron el poder.
El horacismo, según yo lo vaticinara, en seis meses estuvo potente.
Los jimenistas eran fuertes hombres.
En diciembre ya se combatían los dos partidos entre sí, por desconfiar el uno del otro.
Eso lo había yo previsto, eso lo quise evitar al oponerme a la unión, pero no fui atendida.
Y ya había recibido la noticia que Pierre Lotí me enviaba desde su estación de Oriente. No
podía contar con él.
El amigo que estaba en New York también me escribió lo que le había pasado…
¡Mi desesperación fue inmensa cuando perdí por ese lado la ilusión, al mismo tiempo
que la guerra fratricida, la guerra atroz que duró tantos meses, principiaba!
Todas las desgracias se abatían sobre mí.
El horacismo conservaba el poder en la capital, con el presidente Morales a la cabeza.
Los jimenistas, vencedores en casi toda la república, venían a sitiar al gobierno que ellos
ayudaron a formar. El 1ro. de enero amaneció el sitio declarado.
Y ese día, en medio de los tiros, de los cañonazos; de todos los ruidos de una ciudad
sitiada, mi hermana Ofelia me decía con desesperación:
—¡Estoy ciega! ¡Estoy ciega! ¡Hoy no veo nada! ¡Qué triste Año Nuevo!
¡Oh! ¡Qué horrible cosa! Hacía una semana que padecía la pobre de una oftalmia purulen-
ta, que no se pudo combatir a tiempo y que cerró sus ojos. Recobró la vista un mes después,
gracias a una arriesgada operación quirúrgica, llevada a cabo por buenos médicos; sí, pero
los cuales confesaban no poder asegurar el éxito por no ser especialistas. En la capital no
había oculista alguno y no era posible tomarlo del extranjero.
¡Lo repito! ¡Mi sufrimiento fue espantoso! Los cuidados que prodigué a la enferma
debieron ser infinitos. Dos meses más tarde era dada de alta; pero ¡cómo quedé yo! ¡Es
necesario suponerlo! ¡Y mi marido estaba enfermo siempre! ¡y en la ciudad se iba care-
ciendo de todo! ¡y la guerra proseguía! ¡y cada día llegaban a mí noticias de muertes de
parientes y de amigos y de relacionados! ¡y yo sentía pesar sobre mí una horrorosa res-
ponsabilidad moral: respecto de mi hermana, respecto de mi esposo, respecto del partido
que yo había levantado, preparándolo para la obra de paz, y que combatían ahora y caían
con frecuencia, pudiendo acusarme de haberlo empujado hacia la muerte! Esto no era así,
porque, por desatender mis consejos y mis advertencias, era que se había lanzado a la lid,

300
AMELIA FRANCASCI  |  MONSEÑOR DE MERIÑO ÍNTIMO

contra Woss y Gil, pero así se creía y yo estaba trastornada por la idea de que Monseñor de
Meriño pudiera pensarlo.
Sus cartas revelan otra cosa.

Carta quincuagésima
Mi querida y noble Amelia:
Porque no salgo es que no he ido a verla. No sé cuándo será que podré ir.
El catarro me ha doblado. Me siento el cuerpo como si me hubieran manteado; pero aún
tengo más enfermo el espíritu.
¡Así la supongo yo a usted! ¡Dios se apiade de la República!
¡Deseo a usted y a Don Rafael un 1904 completamente reparador, moral y materialmente,
sin nubes ni sombras de pesar!
B. S. M. su afectísimo de corazón,
P. Meriño.
¡Cosa digna de enternecer! En el estado de cuerpo y de ánimo en que se hallaba, Mon-
señor añadía unas líneas pidiéndome juguetes y muñecas para sus huérfanas.

LXI
Contra toda esperanza yo seguía luchando por la realización de mi sueño.
Aunque cada día los mismos acontecimientos políticos hacíanlo menos posible porque
contrarrestaban todos mis proyectos para conseguirlo.
La candidatura de Morales y de Cáceres obligábame a descuidar la de Vásquez y Tejera,
que era la de los que yo necesitaba en el poder.
Morales, con quien personalmente la discutí, amistosamente, mostrábase deferente con-
migo y me prometió todo favor. Él era hombre de progreso, pero no tal como yo lo deseaba.
Le encontraba poca entereza, aun cuando fuera arrojado, escaso fondo moral. Dejábase
arrastrar por las pasiones ajenas o que lisonjeaban y favorecían su ambición. Por eso sólo me
inspiraba confianza mínima. ¡Para ayudarme en mi tarea tan solo patriotas abnegados, ya
escarmentada por la experiencia de un fracaso, podían servir! ¡Y no jóvenes que anhelaran
el vellocino de oro, aún llenos de ilusiones y de loco ardor!
El sitio continuaba. Recibí esta esquela de Monseñor.

Carta quincuagésimo primera


B. L. M.
A su noble y muy querida Amelia, devolviéndole los números de la Revue* que ya he leído.
Con más gusto me iría yo a llevárselo, para tener la satisfacción de verla, pero aún sigo
haciéndole dúo a la Cortine: éste moteando y yo tosiendo.
La gripe me ha pagado bien las ganas.
Le incluyo esa moneda para que me haga el favor de satisfacer a la “Nueva Feria”. Es
el importe de las muñecas.
¡Hasta la vista pues!
Su afectísimo.
P. Meriño.

*Periódico francés que recibíamos de París y el cual facilitábamos a Monseñor de Meriño.

301
COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

Ese “¡hasta la vista!” ¡cuánto me consolaba! ¡Cuán lejos estaba yo de suponer todavía
que mi ilustre amigo no volvería jamás donde mí! ¡Creía su quebranto pasajero y le instaba
para que fuera a verme! Y me quejaba de su alejamiento.
Yo vivía mortificada. Los disentimientos políticos ante mis propios deudos me suplicaban.
Díjoseme que si Monseñor no iba a casa era por estar resentido conmigo por antagonismo
político. Con mucha pena le escribí sobre el asunto, y me contestó:

Carta quincuagésimo segunda


Amiga mía carísima:
¿Cree que soy injusto? ¿Qué es lo que he juzgado con injusticia? ¡Protesto esa letra de
cambio!
¡Ay Amelia! ¡Es que no salgo ni sé los días! ¡No visito a nadie! Y crea que resolvería el
punto, enceldándome de una vez, si no llevara el pectoral! Y también me siento quebrantado.
He tenido fiebre y… ¡Vamos! No estoy a plomo.
Y ¡qué política ni qué polilla! Ni quiero ser político, ni creo en nadie, ni espero nada. ¡No
acaricio ilusiones de ver mejorar la situación!
Amelia, creo que todo me da lo mismo. ¡No quisiera sino poder dormir el sueño de
Epiménides, aunque no contara al despertar con encontrar algo mejor!
Creo en la amistad que fomenta los sentimientos de verdadero afecto y… nada más.
Si yo no fuera tan maduro le ofrecería a usted que así inspirado iba a esforzarme en
cautivarla a fuerza de cariño. Sepa, sin que le quede duda, que la quiero muy de veras.
Su muy afectísimo.
P. Meriño.
¡Oh querido amigo mío! ¡Cómo acertaba al buscar los medios de disipar mis temores y
mi disgusto de creerlo enojado conmigo!
¡Eso nunca pudo ser! Ese gran corazón comprendía el mío, así como conocía mi absoluta
sinceridad.
La guerra continuaba segando muchas existencias en flor y desatando pasiones, cada
día más violentas.
Desde el 23 de marzo había yo hecho voto solemne de no vestirme sino de blanco, con
distintivos azules, aun cuando estuviera de luto, el más riguroso.
Ese voto me lo había arrancado, por decirlo así, la ética superstición de que los su-
frimientos que me sobrevenían eran castigo divino por mi persistencia en enlutarme, a
sabiendas del daño que esto me hiciera moralmente, como si desafiara a Dios con ello.
Los médicos, mi esposo, todos los que conocían mi temperamento nervioso y mi excesi-
va emotividad oponíanse a mi temerario empeño de entristecerme más por ese medio.
Juzgábanlo locura.
Después del 23 tuve miedo y me humillé ante Dios, prometiéndole, con el alma, hacer
todo lo contrario que anteriormente por duro que esto me fuese, al ver todos los desastres
que trajera consigo este golpe de fuerza. Rehice mi voto con mayor solemnidad todavía,
después de la noche del 12 de Abril.
Termino aquí esta segunda parte, porque voy acercándome al final de estas memorias.

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AMELIA FRANCASCI  |  MONSEÑOR DE MERIÑO ÍNTIMO

III Parte
LXII
Mi vida, en medio de todos mis tormentos, aparecía brillante siempre. Veíase al
presidente Morales rendirme homenaje de cortesanía y, deseoso de conquistar mi buena
voluntad, ofrecerme los mejores puestos públicos para mi esposo y para los que yo qui-
siera favorecer. Los secretarios de Estado, los jefes militares, los principales empleados me
atendían. Personalidades sociales de alto rango; literatos; todo lo que brillaba, solicitaba
mi consideración. Yo escribí algo ligero luego, después del fin de la guerra, cediendo a las
instancias de algunos periodistas, y seguidamente era publicado con elogios. Una amiga
me decía:
—¡En tu lugar, yo no cabría en mí de orgullo! ¡Qué dichosa eres! ¡Una excepción en
Santo Domingo!
Yo sonreía con ironía muy triste. Contestaba:
—Todo ese falso oropel lo diera yo por un poco de tranquilidad. No soy vana y nada
me deslumbra.
—Eres demasiado exigente. ¿Quieres ser más lisonjeada? ¿Tener mayor prestigio?
—No es eso. Es que sólo por el corazón vivo y nada de esto me llena el corazón.
La amiga era poco sensible y algo novelera. Comprendía mal lo que yo le dijera y lo
atribuía a orgullo desmedido.
Así juzga el mundo todo lo que sobrepasa su superficial inteligencia. Los grandes sen-
timientos escapan a su penetración.
En abril de 1904 recibía yo esta carta de Monseñor de Meriño.

Carta quincuagésimo tercera


Amelia, mi noble y carísima amiga:
¡Usted siempre atenta y buena conmigo! Y yo, ¡Dios lo sabe! ¡siempre reconocido!
No he ido por allá porque no voy sino a la iglesia, resuelto a encerrarme en mi concha,
mientras anden sueltas tantas pasiones como las que produce el fermento podrido de nues-
tra política.
Sin embargo, quiero que sepa que en mi corazón guardo, con fervoroso culto, mi afecto
amistoso por usted, ¡tan puro e inalterable como en él brotara el primer día!
Y esto dicho para satisfacerla por mi larga ausencia, tenga la bondad de hacerme pre-
parar y de mandarme lo que indica la nota adjunta, poniendo al pie de la misma el precio.
No me lo despache con la portadora de esto, ni con Cató, porque quiero enviar de una vez
el importe de todo y temo que se les pierda el dinero, como le pasa en ocasiones.
Siempre agradeciendo a usted de corazón, le besa las manos.
Su afectísimo P. Meriño.
Lo que pedía en la nota era cierta cantidad de artículos para sus favorecidos. En todas
las circunstancias, fue siempre el mismo. Olvidábase de sí, pero pensaba en los demás.
De salud había mejorado; pero de ánimo era imposible que no estuviera más enfermo.
Él me lo disimulaba, porque conocía el horrible sufrimiento que me causara lo que le había
ocurrido hacía poco. Quiero referirme al atropello de que en su Fisonomía del Arzobispo Meriño
habla el padre Castellanos. Hecho indigno, llevado a cabo so pretexto de necesidad política
y contra el cual protestó el gran Meriño con la entereza y la viril arrogancia que siempre

303
COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

se le conoció y que ni la enfermedad, ni los disgustos, ni consideración alguna, pudieron


dominar.
¡Su protesta es él!
A Doña Trina de Vásquez escribí yo, llena de dolor, lo que pasaba y ella en su nombre
y en el de su esposo manifestó su desaprobación. Mucho se lo agradecí a ambos, quienes
desde entonces merecieron de mí mayor estimación y afecto. El que quisiera captarse mis
simpatías, podía bastarle venerar a Monseñor.
Todavía recibí de él esta esquela, antes de que volviera su salud a alterarse para nunca
más restablecerse.

Carta quincuagésimo cuarta


Mi muy estimada y carísima Amelia:
Esta tarde me iría yo allá, con el mayor gusto, si ciertas atenciones no me lo impidieran.
Así me tengo que pasar la vida, ¡estrechado por el deber! ¡Paciencia, pues!
Dejé la cajita de muñecos. Mando el importe.
Su adicto siempre,
P. Meriño.
Terminó la guerra y yo quedé herida al extremo de postrarme una vez más. Las últimas
desgracias que ella ocasionara, habíanme lacerado el corazón que tan lastimado tenía ya
por tantas razones.
La candidatura Morales-Cáceres, había triunfado… Por ese lado había sido vencida. Mis
ilusiones respecto de mis patrióticos proyectos, como consecuencia de ello, recibían un golpe
casi fatal. El presidente Morales tenía otras miras, en contraposición con las mías. Él mismo
lo dejaba entender y ningún medio tenía yo para impedirle ejecutar sus planes. Monseñor
de Meriño seguía alejado de mi casa y ya se resentía de nuevo de su mal. Don Emiliano se
reservaba lo más posible. Apenas le veía. Tantas cosas abatían mi espíritu de tal modo, que
toda mi popularidad, todo mi prestigio, cuanta simpatía se me demostrara; cuanta lisonja
me fuera tributada, todo era vano para mí. ¡Nada me reanimaba! Yacía yo desfallecida y
doliente, sin fuerzas para reaccionar.
El brillante adalid del periodismo de entonces, Miguel Angel Garrido, devoto ferviente
y entusiasta de mi pobre personalidad literaria, empeñóse en que yo escribiese nuevamente,
en que tomara parte en un concurso de bellas letras que iba a tener lugar, y junto con mi
sobrino Héctor, con Gastón Deligne, conquistaron a mi esposo para que uniera sus instancias
a las de ellos para ver de alentarme y complacerle.
Lograron todos, al fin, que yo dejara el lecho y aceptara formar parte como presidente
del jurado de literatura.
Esta fue obra del nunca olvidado Miguel Angel, desaparecido tan tempranamente. Yo
no quería escribir y él imaginó ese papel que representé en mi casa, en donde se reunieron
los otros miembros, a título de honor.
¡Cuánto agradecí al vibrante escritor, que tan galante fue siempre conmigo, la distrac-
ción que me proporcionó obligándome a un esfuerzo de que yo nunca me creía capaz!
¡El que me vio una semana antes tan abatida, no habría podido reconocerme en la que
llenó los deberes que aceptara, con tan aparente animación! Pero mi alma continuaba
acongojada.

304
AMELIA FRANCASCI  |  MONSEÑOR DE MERIÑO ÍNTIMO

LXIII
¡Oh! La enfermedad de Monseñor de Meriño. ¡Qué cruel fue para mí! ¡Esa terrible enfer-
medad que lo fue postrando hasta acabarle! Con peso de plomo pesó sobre mi cerebro, por
la preocupación y la inquietud en que me mantenía, del mismo modo que la de mi esposo,
¡amenazado de muerte en todos los instantes! Ya su ausencia de mi casa me tenía angustiada.
¡Qué falta me hacía mi confidente, mi consolador de tantos años! Y, como si no bastase eso,
enfermar mi ilustre amigo y temer yo por él. ¿Cómo refugiarme en su corazón magnánimo?
¿Cómo hablarle de pena? ¿Cómo atormentarle con mis preocupaciones? ¿No necesitaba él
mismo de ser atendido, no le era menester ser consolado? En mis escasas cartas, porque
ya no me atrevía a escribirle, sino cortas esquelas, trataba yo de mecerle como a un niño,
cediéndole cosas tiernas, jamás nada atormentador. ¿Para qué? ¿No sufría él bastante?
En esas esquelas lo que vibraba era el más amoroso sentimiento filial.
Decían así:
“¡Monseñor, la que va a saludarle hoy es María! ¡María, la que usted tanto quiere!¿La ve
usted llegar? Ella va a visitarle. ¡Entra y se sienta a sus pies, le besa las manos! Le contempla.
¿Cómo se siente usted? ¿Se encuentra mejor? ¡No la olvide nunca, Monseñor! ¡Piense en ella
y cuídese! ¡Cuídese como ella se ha cuidado por usted! ¡Déjese atender por los que le quieren
y tienen la dicha de asistirle! ¡María no puede venir sino así, en un papel, pero usted sabe
el afecto que le tiene y sabe también que sufrirá si usted no se cuida! Es preciso que usted
mejore. Le necesito. Debe usted colaborar conmigo como siempre.
¿No le he dicho que voy a mandar a la imprenta mi novela Impenetrable y que cuento con
usted para la corrección de pruebas? ¡Recuerde que me ofreció ayudarme en ello!
¡Vamos! ¡Repóngase, Monseñor mío! y levántese pronto”.
Esto y otras cosas por el estilo escribíale yo en distintas esquelas. ¡Siempre era María la
que iba donde él! ¡Quería parecerle animada, en tanto que de mi corazón brotaba sangre,
en forma de lágrimas! ¡Porque deseaban engañarme los que me veían tan agobiada, ocul-
tándome una parte de la verdad, no dejaba de comprender yo que ese amigo, a quien había
llegado a adorar, desde que temía perderle para siempre, a pasos lentos, ¡se iba encaminando
hacia la tumba!
Un día un familiar del seminario estuvo a visitarme, e ignorando que yo estuviera tan
profundamente impresionada por la enfermedad de Monseñor, díjome imprudentemente,
como muy joven que era:
—El pobre Monseñor está muy mal. Hoy, el padre (no recuerdo que nombre pronunció)
nos invitó a oficiar una misa que iba a celebrarse por él, porque cree que pocos son sus días.
En el asiento en que me encontraba quedé desvanecida y sin aliento.
El joven quedó confundido, sobre todo porque era exagerada la noticia que me dio. Mi
estado era ese.
Él se moría, mientras que yo atada, como por férreas cadenas, esclava miserable de de-
beres superiores a los de la más noble amistad, lejos de él vivía, sin verle, sin poderle servir
sino a distancia, pendiente siempre de las nuevas que de él me dieran, ¡en cruel debate con
la desesperación!

LXIV
Carta quincuagésimo quinta
¡Gracias del alma, mi queridísima amiga! Hoy lo que siento es profunda debilidad; pero
ya he comenzado a calentar la máquina, es decir: a comer algo y mejoraré.

305
COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

Sobre la mujer que vendría, que sea mañana y no hoy, porque esta noche estoy seguro
de que tendré visitas y no podré atenderla.
¡Cuánto agradezco a usted su afectuosa solicitud! ¡Verá usted qué pronto me repongo!
B. S. M. su afectísimo,
P. Meriño.
La mujer era una enfermera o femme de charge que él me había encargado buscarle.
Con dificultad pude conseguirla, como él la deseara. Pude lograr, por fin, que una señora
pobre, muy recomendable y entendida, se comprometiera a servir a mi ilustre amigo, por
gratitud hacia mí y por conocer la bondad de él.
Él la había aceptado, probablemente, aunque gustara poco del servicio de mujeres, por
haberse acostumbrado al sevicio del otro sexo; pero ningún empeño resultó ineficaz, porque
la familia suya resolvió mudarse cerca de él para atenderle sola.
¿Mi pobre amigo creía sinceramente que iba a reponerse? Tal vez. Recuerdo cartas suyas
sin poderlas reproducir, por haberse extraviado, en las que me daba cuenta de su estado,
siempre ocultando sus males para no entristecerme más con ellos. No escribió con frecuencia,
ni extensamente, como tampoco lo hacía yo para él, sino como se ha visto.
Supongo que es de 1905 una epístola sin fecha que me viene a las manos.

Carta quincuagésimo sexta


Mi noble y muy apreciada Amelia:
Hablando a usted la verdad, yo no estoy peor; pero mi mejoría es muy poca y me siento
muy débil. Creo que solamente volviendo a comer con apetito y sin miedo, lograría repo-
nerme; pero el apetito no reaparece y no se me quita el temor de que esto o lo otro me haga
daño. ¡Nada! ¡El isleño se ha aflojado enteramente!
Sin embargo, ¡no vaya usted a creer que el decaimiento físico afloja también los resortes
del espíritu! Gracias a éste es que no ha dado al traste conmigo esta enfermedad.
No puedo escribir largo; la vista se resiente.
La quiere muy de veras y besa sus manos.
P. Meriño.
No he copiado el final de la carta por encontrarle estupenda. ¿Podría imaginarse nadie
que Monseñor en él me pidiera abaniquitos bonitos para dos de las niñas? Es increíble tal
bondad hasta lo último!
El isleño ¡Así se llamaba él mismo! Cuando hablaba de su entereza de carácter, decía
siempre:
—Como que soy isleño. ¡Este isleño no puede doblegarse!
Pero al pensar en lo que la enfermedad iba haciendo de él, las lágrimas venían a mis
ojos y los inundaban. ¡Pobre isleño! ¡Pronto dejaría de jactarse así, como con tal justicia solía
hacerlo!
Hasta el último año se ocupó de sus huérfanas.
Había yo vuelto a consagrarme, por necesidad, al manejo de los negocios. A fines de
1904, desencantada de la política y sin la menor esperanza de realizar ya el sueño que me
lanzara a la lid en ella: habiendo sido decepcionada por muchos de los que yo favoreciera y
perdido trágicamente a aquellos con quienes más contaba, pensé, como siempre, distraerme
con el cultivo de las letras. No creía yo incurable el mal que aquejaba a mi noble amigo.

306
AMELIA FRANCASCI  |  MONSEÑOR DE MERIÑO ÍNTIMO

Lejos de ello, pude imaginar que él también encontraría grata diversión a sus disgustos,
prestándose a trabajar conmigo. Proponíame complacerle en lo que tanto deseaba él: en
la gran obra nacional ya meditaba. “Esta vez sí, decía en mis adentros, esta vez sí debo
emprender ese trabajo como recompensa de sus bondades conmigo”.
Como suponía asegurada nuestra posición económica, esperé tener alguna calma, un
poco de solaz, para escribir mejor.
¡Pobre de mí!
¡Bien ajena estaba yo de lo que me aguardaba!
Vi a mi esposo taciturno y abatido. Pensé que se sentiría más mal y le rodeé de más cui-
dado; pero comprendí que sus preocupaciones tenían causa distinta que se me ocultaba. Me
informé. Se callaba. Nada se me quería decir. Un día descubrí el secreto. Desde mí habitación
podía yo oír a los que hablaran en el establecimiento por la parte interior. Supe que un agente
comercial, de una gran casa acreedora nuestra, estaba con mi esposo en conferencia. Los dos
hombres hablaban alto. Tenían la voz un poco alterada. Aún sin aplicar el oído pude darme
cuenta de lo que pasaba entre mi esposo y el agente. ¡Mi inquietud despertó en el sentido
que menos lo esperaba, yo que vivía tortura por tantas otras inquietudes!
A solas con mi esposo, le interrogué.
Insistí de tal modo, que él confesó el motivo de sus tormentos en esos días. ¡Sí! ese agente
venía a cobrar una suma fuerte que se le adeudaba a la casa que le empleara. Los intereses
acumulados de ella, habían aumentado considerablemente: y no había dinero para satisfa-
cerle. Otros acreedores también exigían.
Yo escuchaba, ¡escuchaba! Con los ojos dilatados oía hablar de aquello y parecía no
comprender.
—¿Cómo, cómo? acerté a decir. ¿Qué significa eso? ¿Por qué se debe así?
—Las últimas facturas han sido malas… No se vendía; no se cobraba por la guerra.
—¡Yo no sé! ¡No me preguntes! ¡Sufro mucho! Más vale que me muera… ¡sí!
Cayó sin fuerzas. Se demudó. ¡Qué mal se puso!
Callé. ¿Qué podía hacer sino bajar la cabeza; inclinarme ante la horrible fatalidad? ¿No
ha sido ese mi destino siempre?
Sin preguntar más, dediquéme a alentarle, a levantarle el ánimo. Con la muerte en el
alma, porque el golpe era espantoso, tanto como inesperado, con toda precaución fui arran-
cándole el secreto de nuestra situación comercial.
Estábamos arruinados. Lo que poseíamos bastaría apenas para cubrir las deudas.
Hacía tiempo que él me negaba la satisfacción de ir al campo, de todo gasto que pareciera
superfluo, por ese motivo. Él quería ocultármelo, esperando que algo favorable le permitiera
desembarazarse de compromisos y levantar de nuevo la casa; pero inútilmente, porque los
acontecimientos políticos habían contribuido a empeorar las cosas, y nada imprevisto se
había presentado.
Espantoso fue mi desastre moral. En silencio volví a unirme al suyo, volví a echar sobre
mis hombros la horrible carga de todas las responsabilidades. Entenderme con todos los
acreedores que conocía; solicité créditos de amigos e hice compromisos personales, deshí-
ceme de lo que me fuera propio; implanté en la casa un régimen de economía que suprimía
en ella cuanto no fuera indispensable a la comodidad de mi marido. Y de todos lo defendí;
evitándole las mortificaciones y los disgustos que la situación conllevaba. A todos dije:
—Es un enfermo. Hay que considerarle. Responderé por él.

307
COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

Y el honor me obligó a vivir. Mi vida era necesaria a mi madre, tan anciana y tan débil;
a mis hermanas, que tan solo a mí tenían para ampararles; a ese pobre, que se acusaba de lo
que ocurría por haber desatendido mis consejos y desoído mis razones.
Manteníame con la impresión de sentir el techo de la casa sobre mí y de arrastrarme
con él a cuestas; ¡y Monseñor de Meriño ya había enfermado! Aún cuando no juzgara yo su
caso mortal, érame imposible imponerle de mi verdadero estado de fortuna. Si algo ocurría,
porque se le hubiera dicho, ignorante se encontraba de los horribles detalles de mi triste
condición. Habríale apenado la noticia de ellos y sin provecho alguno para mí, porque no
le era a él dado ni consolarme siquiera; y mucho menos favorecerme materialmente.
Don Emiliano fue confidente de muchos de mis tormentos, pero la mayor parte del tiem-
po, estaba lejos de la ciudad, de manera que le veía poco. Con la confianza que justificaron
las pruebas inequívocas de afecto que yo a él y a sus hijos diera, en el período que acababa
de pasar, solicité de él algunos servicios, que me prestó. Temiendo siempre ser considerada
como abusiva, eximíame de pedir favores que pudieran serme negados.
Si mi amadísimo amigo hubiese estado bien de salud y de recursos, ¡cuánto pesar, cuánta
humillación habría sabido evitarme de tantas como padecí!

LXV
Carta quincuagésimo séptima
Amelia, mi noble y afectuosa amiga:
¡Usted me abruma de atenciones para honra mía. Pero viva persuadida de que mi alma
sabe apreciarlas!
Estoy mejor. ¡Y tanto! que hoy he escrito más que un Feijoo, para despachar numerosa
correspondencia oficial y privada. Caigo y me levanto y sigo tan campante, usted verá, amiga
mía, ¡cómo aún doy que hacer en este pícaro mundo!
¡Imíteme usted!
La estima más y más cada día su afectísimo que le besa las manos.
P. Meriño.
Al recibir cartas como esta, mi corazón pretendía abrirse a alguna esperanza, respecto de él.
—Si Dios me oyera, pensaba yo, ¡si tuviera piedad de mí!
Y con toda mi voluntad de creer, con toda la fe que ese tierno amigo se empeñó dul-
cemente en inculcarme, con todo el fervor de que mi alma es capaz, ¡suplicaba al cielo la
conservación de una vida que me era necesaria entre todas!
No encuentro una esquela que recuerdo haber recibido en 1905, después del disenti-
miento que tuviera mi esposo con el gobierno establecido entonces, suceso que por poco le
lleva al sepulcro. Por otros, que no yo, tuvo numerosa noticia del asunto y se afectó mucho;
lo que me escribió sentidamente.
¡No quería yo darle pena alguna por mí! ¡Si hubiera él sabido los trances porque se
pasaba en casa! ¡Qué dolor el suyo!
Mi hermana Ofelia me idolatraba. Al ver mis angustias, la zozobra en que vivía, por causa
del estado fatal de mi marido, quien, amenazado, a consecuencia del incidente ocurrido, de
cárcel y otras penalidades, sufría más que nunca de su mal, enferma también de corazón.
Y en poco tiempo consumió sus fuerzas. Cuando cayó al año siguiente, atacada de fiebres,
estaba gastada ¡y no pudo resistir la enfermedad que en cuatro días la arrebató!

308
AMELIA FRANCASCI  |  MONSEÑOR DE MERIÑO ÍNTIMO

Carta quincuagésimo octava


¡Muy apreciada Amelia, amiga mía!
¡Cuánto obliga usted mi afectuoso reconocimiento! ¡Sus alentadoras esquelas, no lo dude,
producen su efecto en mí levantándome el espíritu!
Este quebranto sin término, va postrándome hasta una completa inanición. Y ya no soy
ni consciente…
¡Oh! ¡si fuera verdad el sueño de usted! y no por el país, ni por sus cosas, que para mí
¡qué sé yo! ¡Paréceme verlo todo ya con profunda indiferencia! ¡Soy muy viejo ya para seguir
esperando vitales reacciones de un pueblo tan enfermo! ¡Es por mí mismo; por mi personal
conveniencia, que quisiera eso! Pero ¡vamos! Fue un sueño, ¡nada más!
Mientras tanto ¿sabe que me llevan al campo, a una estancia? Y yo me dejo hacer, ¡so-
metiéndome a todo!
Ahí le devuelvo los folletos que tenía de usted de los cuales he leído los más interesantes.
¡Esas revistas y otras viejas van en decadencia como yo!
Y… ¡ni sé cómo he llegado hasta las presentes líneas! Sin duda es el espíritu de usted el
que va llevándome la pluma…
Hacía una semana que no me sentaba al escritorio.
Suyo afectísimo del alma, mi noble amiga, es siempre de usted.
P. Meriño.
¡Santo cielo! ¿Podía haber algo más desgarrador que esta carta para quien conoció y amó
a Monseñor de Meriño? ¡A mí me destrozó intensamente!
¡Él contestaba en ella a mis esquelas sugestivas! yo le hablaba de mis sueños; trataba de alucinarle,
de engañarle con respecto de mí misma; ¡a distancia pretendía infundirle mi espíritu! Él creía mucho
en la comunicación de las almas. Siempre me dijo que la mía estaba con él; que le acompañaba
con frecuencia y que tenía la convicción de que la de él me animaba muchas veces.
Esos folletos creo que fueron los últimos que le presté. Al campo donde le llevaron,
enviaba yo personas adictas a ofrecerle sus servicios por mí, a indagar noticias detalladas; a
solicitar alguna palabra suya que me alentara; que me permitiera esperar una prolongación
de vida; ¡una reacción favorable! Y lo contrario sucedió.
De esa estancia lo trajeron peor… Cuando lo supe… ¡ah!

Carta quincuagésimo novena


Esta carta suya es del año 1906.
“¡Gracias, Amelia, muy estimada!
¡Yo soy siempre el varón que, en las luchas de la vida, se ha mantenido fuerte, inspirán-
dose en los más elevados principios de la sana filosofía!
¡Y usted, mi admirada amiga, no desmaye tampoco!
Su afectísimo,
P. Meriño”.
Esta esquela, en la que cree uno ver restablecida toda la magnífica virilidad del Meriño
de los pasados tiempos, debió ser infundida, como contestación a algunas de las mías, salida
del corazón. ¿Qué no le escribía yo para realentarle? ¿Qué no me sugirió el afecto más que
nunca oculto que le profesaba, en miras de levantarle el ánimo y que el espíritu influyera
en la reacción del cuerpo?

309
COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

Fue esa la última demostración de sus deseos de alucinarme respecto de su estado real,
que recibí de él…
De su pluma solamente volví a ver trazadas unas líneas en una esquela que guardaba
hoy el reverendo Canónigo Don Rafael C. Castellanos. Sintiéndome muy mal el año pasado
la confié, como reliquia venerada, a su cuidado piadoso.
Mi amadísimo amigo, que no escribía por ser ya su mano inhábil para ello, al tener
noticia del fallecimiento de mi hermana Ofelia, hizo un gran esfuerzo y, por vez postrera,
¡esgrimió la pluma para dirigir a mi esposo la expresión de su dolor por mi desgracia que
había de destrozarme moralmente!
¡Cuánto debió él pensar en mí!
¡Cuán amargamente sentiría su imposibilidad de acompañarme en trance como aquel,
proporcionándome con su presencia dulce consuelo! Supongo que esa fue una de las dolo-
rosas pruebas que sufrió en su enfermedad, ¡tan penosa de suyo!
Lo que yo experimenté era tan inesperado ¡Cuán tristemente debió sorprenderle!

LXVI
Hacía once días que mi esposo sufría una crisis de decaimiento, tan profundo, que una
noche me dijo:
—¡Esta vez me muero! En las demás ocasiones jamás he tenido tal idea, por mucho que
padeciera, ¡pero ahora creo que no puedo vivir!
¡Qué malo estoy!
Multipliqué mis desvelos por él. Llamé médicos para asistirle; amigos para animarle y
distraerle. Conseguí que mejorara. El séptimo día, hice que un familiar nuestro le llevara de
paseo al campo y vino reanimado. Pero yo estaba rendida. Una fiebre lenta y una dispepsia
dolorosa me abatían.
Con mi hermana Ofelia, estaba sentada a la mesa, tomando un lunch, como de costum-
bre, mi prima Gracia.
Era un sábado en la tarde. Mi esposo no había vuelto del paseo.
Gracia nos acompañaba hacía ya un año durante el día. Era muy útil porque prestaba
ayuda en todo y animaba a mi hermana. Ésta, siendo de tan poco espíritu, se hallaba triste
entre mi esposo y yo; que a veces no podía atenderle.
Gracia tenía un carácter festivo; era la nota alegre de nuestra casa convertida en claus-
tro. Hasta mi esposo se distraía con ella. Y la aceptaba de buena voluntad, él que admitía
difícilmente, en nuestra intimidad, a los que no fueran los más cercanos deudos. Agrade-
cíale yo en extremo a mi prima por el papel que representaba entre nosotros, llenábale de
atenciones, no sabiendo cómo compensarle por este gran servicio prestado, sobre todo cerca
de mi hermana.
Ésta y ella conversaban cuando yo atravesé mi pieza inmediata al comedor en donde
ellas comían para entrar en mi habitación contigua. Como es de suponer, mi aspecto era
doloroso.
Viéronme las dos y oí a mi hermana que decía a Gracia:
—¿La ves? ¿Ves como está? Pues hace ocho noches que no se acuesta, ¡velando el sueño
del esposo! ¡A ninguna hora duerme como puedes notarlo! ¡Ella morirá! ¡Morirá! y yo no sé
lo que va a suceder en esta casa, ¡porque yo me vuelvo loca! ¡Conmigo que no cuenten!
¡Oh, pobrecita!

310
AMELIA FRANCASCI  |  MONSEÑOR DE MERIÑO ÍNTIMO

¡Ya he dicho que era un sábado! ¡El sábado siguiente, debajo de la tierra ella dormía el
sueño eterno!
¡Fuese del mundo sin darse cuenta de ello, como jugando! ¡Confiando en mí que la velaba
como velaba a mi marido! ¡Otras cuatro noches pasé sin descalzarme siquiera; sin reposar
un instante! ¡Sin tregua alguna a la inquietud y al dolor!
Quedé como demente…
Hoy es cuando comprendo que lo estuve.
El día de las exequias vi en mi casa por última vez a Don Emiliano.
De mi lado habíase él alejado nuevamente, cuando se consagró a los asuntos públicos
como en otros tiempos, para dirigir la política. No le acompañé en sus actuaciones ni con
mi interés ni con mis simpatías. Traté de ser indiferente a todo. Nuestra amistad se resintió
por ello. Continué siendo adicta a su familia. ¡No ha habido nunca un duelo en ella del que
yo no participara de corazón! Pero no es extraño eso. La naturaleza de Don Emiliano y la
mía eran muy distintas.
Si la amistad con Monseñor perduró igual hasta el fin, debido fue a las afinidades de
sentimientos que entre él y yo existían.
Su ternura expansiva y su caridad no me sorprendían. Esas cualidades en mí vivían
latentes.
No dudo que Don Emiliano conservara en su corazón el culto, que me rindiera, des-
de que me conoció, hasta en lo más recóndito de su ser, porque no desmerecí jamás
la estimación que le hizo tributario mío, empero no pude yo verlo de manifiesto por
ninguna exterioridad. Enfermó él; fue perdiendo la vista de año en año, se enclaustró
para siempre hasta su muerte. Con honda tristeza sabía yo todo esto. Le vi dos veces
en el curso de diez y seis años porque fui a su casa. Ni un día dejé de interesarme por
él. No ya como antes. ¡Nuestras relaciones eran tan distintas! ¡Descansa ya él en paz!
No creía él en un más allá; pero, si su alma puede verme, sabrá que en la mía el afecto
por él siempre subsiste.

LXVII
Ni mi dolor inmenso, ni el deplorable estado de mi cerebro disminuían mi interés por
la salud de Monseñor. Diariamente, en medio de mis penas, informábame respecto de él,
enviando a palacio. Pero era convenido que no se me dijera la verdad. Hacíaseme creer que
la enfermedad permanecía estacionaria, que el venerado enfermo no se encontraba ni mejor,
ni peor. Que sufría lo mismo siempre de debilidad; de inapetencia, pero que se le atendía
muy bien y que iba viviendo así. Estaba yo tan débil; tan incapaz de soportar aumento de
pesares, que daba crédito a todo y adormecía mi inquietud de esa manera.
Antes de la muerte de mi desgraciada hermana solía mi esposo ir a verle entre días;
cuando sus propios males y las circunstancias lo permitían.
Al volver de palacio, me decía:
—Monseñor está así, así. Siempre afectuoso, preguntóme mucho por ti. Contestele; que
te encontrabas mejor y anhelando saber que él mejoraba también. No le hablé de nuestro
tormento ¿Para qué? Que esté engañado, ¡el pobre! Ha enflaquecido un poco, y también
envejecido; pero conserva su figura augusta y su exquisita finura y su amabilidad. La voz
siempre dulce, más débil. Dice que te cuide mucho, que él se deja cuidar. Deseaba saber si
él quería verte. Nada me dijo. Yo creo que no. A pesar de todo, le impresionaría y no podría

311
COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

disimularlo. A él y a ti les haría eso daño. Por eso no quiero que vayas. Deja ver si él mejora
o si tú te repones un poco.
¡Oh! ¡Mi esposo creía que yo me resignaba porque no insistía en tratar de presentarme
al ilustre enfermo! ¡Era que yo comprendía que mi vida en aquellos momentos dependía
de una impresión demasiado fuerte y que esa vida no me pertenecía! Debíala a él mismo, a
mi infeliz madre, a mis hermanas, hasta a los acreedores de la casa.
¡Unida al yugo estaba y así era que debía morir! Horrible condición.

LXVIII
Era el 20 de agosto de 1906.
¡Dos meses y cinco días hacía ya que la implacable muerte, sorda a todos mis clamores,
arrebatara de mis brazos, impotentes para detenerla, a mi inolvidable hermana Ofelia!
Dos meses y cinco días, ¡sí!
Postrada por ese golpe terrible, permanecía yo, casi inconsciente de mí misma, con fa-
cultades tan solo para sufrir y en cama casi siempre. Mi prima Gracia, sustituía a la muerta,
por súplica que yo le hiciera, en consideración de la tristeza de mi esposo abatido también
por lo acaecido y por mi estado mental.
Ella era animosa y lo bastante discreta para hacerse la bien venida en medio de nuestra
desolación. Sabía distraer y servir sin importunar. Como todos, ocultábame cuanto aumen-
tara mi pena y así me disimulaba el estado de Monseñor. Hasta la víspera del 20, cuando yo
preguntaba, sin fuerzas para detenerme a pensar, habíame dicho que estaba un poco mejor,
lo que yo aceptaba como cierto; pero ese día oí varios murmullos de conversación entre mi
prima y mi esposo y presintiendo algo fijé más mi atención. Entre ellos el nombre de Mon-
señor de Meriño fue susurrado, como con temor. Un rayo de luz me hizo comprender que
algo callaban por mí y saliendo de mi entorpecimiento, sin preguntar nada, hice llamar a
Brito. Era el pobre albañil que desde el 26 de julio me servía de mensajero en casos dados,
con toda fidelidad.
Díjele:
—Brito, usted ve cómo estoy: Usted sabe cómo quiero a Monseñor. Me están engañando,
Brito, por mi estado, respecto de él; ¡pero quiero saber la verdad! Vaya al palacio; infórmese
y a mí sola me lo dice. Que nadie sepa que yo le mando.
El pobre hombre obedeció.
Tardó en volver. Yo aguardaba ansiosa. La nerviosidad que en mi postración se calmara,
hacía algún tiempo, me acometiera de una vez. Algo malo iba yo a saber sin duda; y me
preparaba a ello, más no a lo que fue.
Por fin volvió Brito.
Traía la cabeza baja.
Y miraba de lado sin fijarse en mí. Ante mi lecho se detuvo, retorciendo entre sus manos
que temblaban, su viejo sombrero.
La angustia me tenía jadeante, mientras aguardaba que hablara…
Resolvióse a hacerlo y exclamó:
—Doña Amelia, como usted me mandó para desengañarse, yo no quiero decirle una
mentira. Si de aquí a un rato debe usted saber la verdad, más vale que la sepa ahora…
¡Monseñor está fatal, fatal, fatal...!
Su voz se ahogó. Él me quería y quería al que se moría.

312
AMELIA FRANCASCI  |  MONSEÑOR DE MERIÑO ÍNTIMO

Los latidos de mi corazón se suspendieron; un zumbido vago lastimó mi oído pertur-


bado: mi lengua enmudeció.
En aquel mismo instante, como si quisiera corroborar las palabras de mi pobre mensajero,
un golpe de campana, que juzgué terrible, se dejó oír.
Era la gran campana de la catedral, anunciadora de la muerte de los arzobispos, la que,
con su voz de bronce formidable, lanzaba al viento la funesta nueva, haciendo saber así a la
grey dominicana, sobrecogida, que su amado Pastor acababa de fenecer.
¡Inmediatamente siguió a la fatal campanada, el sonido lamentable, plañidero, de todos
los demás templos de la ciudad!
¿Qué fue de mí? ¿Podría decirse? ¡Oh no! ¡No hay palabras!…
Para expresar, para dar a conocer lo que siente un corazón ya lacerado, cuando le
desgarran las más íntimas fibras. Lo que pasa en un cerebro que se pierde en un crepúsculo
de tinieblas. Lo que experimenta un espíritu que se abisma en lo infinito del sufrimiento
humano. ¡No! ¿Palabras? ¡No las hay! ¡No puede haberlas!
Sobre las almohadas del lecho, en que me había incorporado, ansiosamente, caí ano-
nadada, ¡sin que para desahogar mi dolor inmenso, tuviera yo una lágrima, un sollozo!
¡Lo único que salió de mi pecho, presa de agonía mortal, fue un gemido sordo, continuo,
prolongado! ¡Gemido que acongojaba al que lo oyera porque era más triste que el estertor
de una verdadera agonía!
...............................................................................................................
...............................................................................................................

¡Raro fenómeno! ¡Coincidencia singular! Tan luego como resonara en el espacio la fatal
campanada, y como acompañamiento del lúgubre sonido de las demás campanas, comenzó
a caer sobre la Ciudad Primada, una llovizna fría, menuda, densa, prolongada; ¡pareciendo
que hasta la naturaleza se hallaba conmovida por el anuncio de la triste nueva!

Esa llovizna de penoso invierno en pleno estío, que parecía enlutar la atmósfera y entris-
tecer hasta el ambiente, fue algo así como si el cielo de la patria de Monseñor de Meriño,
de duelo también, ¡derramara dolorosas lágrimas sobre la tumba ilustre que se abría en el
mismo momento!

Al sentirla en medio de mi anonadamiento, tuve un delirio.

Creí percibir la voz de Dios, que invisible en su inconmensurable altura, clamaba potente
a la patria dominicana:

—Llora, ¡sí! ¡llora la pérdida de tu hijo más preclaro! ¡Vierte tu amargo llanto sobre su cadáver
aún no yerto; mas sabe que el alma que yo di a ese bueno está conmigo; que en el seno de
mi gloria reposa, desde que ha entrado en la inmortalidad!

...............................................................................................................
...............................................................................................................

¡Y esas palabras divinas fueron consuelo sublime a mi dolor!

Fin

313
SEGUNDA SECCIÓN
MANUEL DE JESÚS TRONCOSO DE LA CONCHA | NARRACIONES DOMINICANAS
HÉCTOR INCHÁUSTEGUI CABRAL  |  EL POZO MUERTO
O. E. GARRIDO PUELLO  |  NARRACIONES Y TRADICIONES
ENRIQUE APOLINAR HENRÍQUEZ  |  REMINISCENCIAS Y EVOCACIONES

INTRODUCCIÓN: José Enrique García


introducción
Cuatro miradas sobre una misma realidad
José Enrique García

Nota introductoria
El temario de estos cuatro libros cubre períodos históricos fundamentales de nuestra historia:
se desplaza desde la Colonia hasta la caída de régimen de treinta años de Rafael Leonidas
Trujillo Molina. Y estos períodos encierran, a su vez, eventos decisivos de la vida dominica-
na correspondiente a los tiempos de la Colonia, de la Independencia y de la Restauración,
régimen de Ulises Hereaux, guerras internas, Intervención Norteamérica de 1916, vuelta
a la soberanía y también a la montonera, gobiernos sucesivos, ascenso de Trujillo, albores
de libertades y democracia. Y sea de forma directa como indirecta esta amplia temática se
consigna en las páginas de estos libros, formando, en cierta forma, un contrapunto donde
una misma realidad, que es múltiple de realidades, se contrastan, enfrentan y multiplican
y, en algunos momentos, se rechazan en los ojos y pulsos de sus escritores.
Podemos caracterizarlos, por su estructura y naturaleza de su contenido, de esta
manera:
1. Narraciones dominicanas, de Manuel de Jesús Troncoso de la Concha: cuentos, relatos,
tradiciones, narraciones, leyendas, sucesos, con predominio del ángulo literario, es decir,
persiguiendo la ficción aunque se parte de lo histórico.
2. El pozo muerto, de Héctor Incháustegui Cabral, biográfico. Trata de asuntos sociológicos,
políticos y, sobre todo, literarios.
3. Narraciones y tradiciones, de O. E. Garrido Puello. Relatos que recogen cuentos, leyen-
das, sucesos, costumbres y personajes de la región Sur del país, especialmente, de San Juan
de la Maguana, Azua y Las matas de Farfán.
4. Reminiscencias y evocaciones, de Enrique Apolinar Henríquez, biográfico, que describen
y narran acontecimientos del mundo diplomático dominicano, así como de política durante
la dictadura de Ulises Hereaux, la parte dedicada al padre. Y la segunda, se detiene en el yo
biográfico del autor, cubriendo similar temática.
El rasgo común o unificador de estos libros se encuentra en que miran una misma realidad
y cuyo campo temático, a excepción de Narraciones dominicanas que cubre un tiempo más
extenso de la historia nacional, los otros tres, prácticamente se mueven dentro del tiempo
histórico que arranca desde el gobierno de Ulises Hereaux y cierra con la caída de Trujillo
y la lucha por la democracia. Y dentro de este panorama dos elementos sobresalen: la pre-
eminencia de la historia como sustancia y la intrahistoria con igual categoría. A su manera,
en cada uno de estos autores, Incháustegui lo admite claramente en el libro, palpita la idea
de Unamuno en el sentido de lo que determina el carácter de un pueblo, su esencia misma,
no sólo está en los hechos de contexturas y volúmenes, sino también en los acontecimien-
tos y sucesos mínimos, esos que la historia, prácticamente, nos recoge, que perviven en la
oralidad sucesiva, o que se refugian en la ficción. Hablamos de los nimios del vivir, de las
formas y modos de vida que, en instancias mayores, constituyen la sal y el dulce de la vida,
los elementos que producen, finalmente, el tejido social y humano.

317
COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

Primera mirada
Narraciones dominicanas
Con Narraciones dominicanas, de Manuel de Jesús Troncoso de la Concha, inició la Librería
Dominicana su Colección Pensamiento Dominicano dirigida por Don Luis E. Postigo. Y cuyos
títulos reseñaban y pautaban la dirección e intención del editor: abordar, esencialmente,
asuntos dominicanos. Y labor editorial que se hizo historia. Obras que son parte esencial del
patrimonio cultural vivo del país y que ahora las reedita el Banco de Reserva de la República
Dominicana con el propósito primario de ponerlas en manos de los nuevos lectores, de los
investigadores y de todo lector. Y en estos libros se encuentra una muy buena parte de la
creación literaria como de la histórica de finales del siglo XIX y de las seis primeras déca-
das del XX. Y se ha constituido este trabajo, con el pasar del tiempo, en una labor editorial
ejemplar, que ya ocupa un lugar de privilegio dentro de la historia bibliográfica dominicana
y en la misma historia del país.
Narraciones dominicanas a tantos años de su primera edición continúa siendo referente
de la narrativa dominicana. En él palpitan elementos sustanciales de la dominicanidad. Res-
cate, valoración, exaltación y difusión de temas entrañablemente dominicanos constituyen
valores inherentes a este libro que han ido remozándose, reafirmándose en el transcurrir,
otorgándole ese carácter de permanencia.
Estas narraciones responden al imperativo de rescate de la tradición. Esta actitud el
mismo autor la señala de forma constante en el desarrollo del libro: La tradición se traslada a
Santo Domingo, dice en Santa Rosa y Santo Domingo; y en La Victoria de los cangrejos, acude la
misma referencia: Lo que la tradición ha agregado y sostenido siempre es que parte de esa victoria
inalcanzada, y en El Topado ratifica también la naturaleza de estas narraciones: La tradición
nuestra ha sostenido siempre que en aquella casa vivió un hombre a quien probablemente nadie que
no fuese del interior de ella… y luego señala: Cuando no fuera la tradición argumento bastante para
sostenerlo. Y en Dos casos de Inquisición encontramos la misma referencia: Según la tradición
era un sempiterno blasfemo, La tradición nos ha transmitido, y así ratifica en diferentes páginas
esta condición intrínseca de estas narraciones.
Acontecimientos de naturaleza múltiples, sucesos que permanecen debajo de los hechos
históricos y, que como ellos, también constituyen sustancias inherentes al discurrir del tiempo
y de sus protagonistas. En la confirmación íntima de estos relatos radica ese carácter, el de ser
sucesos, no en las plumas de cronistas e historiadores; sino en la conciencia de las gentes. Y en
ese sentido de ordinariedad, de cotidianidad, se ubica su ser y existencia. Hechos comunes que
la colectividad produce. En la mayor parte de estos relatos palpita ese sentido de lo mínimo
que envuelve al hombre y a la colectividad. Bien se advierte en estos trabajos ese obrar de los
acontecimientos que confirman una muy buena parte del tejido esencial del país.
La recuperación de episodios comunes a la comunidad que anduvieron juntos a los
históricos constituye una característica general de este libro. Y esto, sin duda, se convierte
en un valor tocable que se prolonga en el tiempo, pues ocurre que esas narraciones poseen
elementos profundamente entrañables a nuestra forma de ser de hoy que el tiempo, como
es prerrogativa de su naturaleza, empuja al olvido. Pero estas narraciones recuperan y hacen
que permanezcan en ese tejido ficcional.
Y bien asentado aparece el propósito del autor de recoger “estas historias” que pertenecen
más a la intrahistoria, como hemos ya dicho, que a la historia misma. Por ejemplo, el texto
titulado Las armas de Carlos el Hechizado:

318
INTRODUCCIÓN  |  CUATRO MIRADAS SOBRE UNA MISMA REALIDAD  |  José Enrique García

El porqué de no haberse visto allí, entre los años de 1822 y 1844, durante el tiempo que Haití nos
estuvo sojuzgando, es digno de ser recordado.1

Este propósito, pues, consiste en relatar, recoger y divulgar estos sucesos que, de alguna
manera, son sustancias e impulsos que dan forma a la manera de ser del dominicano.
La historia siempre está presente. El temario de manera cronológica arranca desde la
colonia y va cubriendo los otros momentos o épocas históricas hasta tocar los comienzos del
siglo XX. Y esa constante histórica, o alusión a ella, se muestra también en el énfasis que se
le imprime a algunas historias, como ocurre con la titulada Mentalidad guerrillera, en la que
se evidencia el carácter civilista, moral y recto de Ulises Francisco Espaillat.
El temario abarca asuntos variados. No obstante, hay un eje común: gira en torno a la
vida organizada del país, aborda asuntos muy propios de las relaciones institucionales,
aunque los personajes, desde luego, abundan de variado carácter y fisonomía. A grandes
líneas estos son los asuntos que sostienen a estas narraciones:

–Acontecimientos de la vida pública.


–Hechos y sucesos de ayuntamientos y gobernaciones.
–Menudencias de las comunidades.
–Uso y abuso del poder político y de la autoridad.
–Entresijos religiosos.
–Asuntos de partidos políticos y prácticas políticas.
–Mañas y astucias picarescas.
–Ocurrencias del vivir ordinario.

Y dentro de esta temática, se suceden, como residuos significativos, escenas que recogen
costumbres, forma de vida, modos ordinarios del vivir: vestir, comer, locomoción, diver-
sión, enamorarse, casamiento y noviazgo, juegos, pleitos y contiendas, honor y deshonor,
jocosidades, ocurrencias, supersticiones, extrañezas, misterios y otros asuntos de texturas
sociales y comunitarias desfilan por estas narraciones conformando un telón de fondo que
le imprime a la misma una textura bien especial donde prevalecen sabor, olor y color. Y
sobre todo, una atmósfera en cada pieza que determina, finalmente, la suerte de ser texto
narrativo a ser recordado. Y en la oralidad, la voz de los otros que se sucede en el tiempo
deformando y exagerando, se impone en estas historias de tierra e historia.
El fluir de las voces en el ir de boca en boca se percibe con alta claridad. La historia se
sucede en ese irse de uno a uno hasta descansar en las líneas del cronista, en el narrador que
le imprime la categoría de obra impresa. Este es un rasgo distintivo que abraza a la mayoría
de estos trabajos. Detengámonos, a manera de ejemplo, en las narraciones tituladas El Ta-
pado, La victoria de los cangrejos, El cura de los ingenios y el ingenio de los curas, El vuelo de Jesús
Pajarito. La oralidad nos conduce a otro atributo propio de las narraciones: el entronque con
la tradición narrativa hispánica que arranca con la picaresca.
La picaresca, en sentido amplio, da aliento a estas narraciones dominicanas. Personajes,
asuntos, el modo de caracterizarlos, así como la forma en que se desenlazan los conflictos…
conducen a este tipo de narración, la picaresca, tan propia de la literatura hispánica. Veamos
un ejemplo:

1
M. J. Troncoso de la Concha, Narraciones dominicanas sureñas, Sexta Edición, Librería Hispaniola, Santo Do-
mingo, p.89.

319
COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

Un hombre contrahecho, de aspecto enfermizo, maltraído, entró en la rectoría, la cabeza cubierta


con un sombrero de ‘cana’ como si no estuviese obligado a guardar ningún miramiento, y se
detuvo en mitad del despacho, mientras sus ojos se dirigían vagamente de un lado a otro de los
objetos que adornaban la estancia.2

Este segundo ejemplo ratifica:


Ese fue su mal. Se encaramó sobre una de las ventanas de la torre y luego de abrir el paraguas y
sostenerlo por el puño del bastón con la mano izquierda para resguardarse de la llovizna echó el
cuerpo más delante de lo razonable, tomó con la derecha una de las cuerdas, resbaló, le flaquearon
las piernas y… héte aquí a José Rondón en el aire, con gran espanto de su parte y de las pocas
personas que presenciaban la impresionante e incomprensible escena.3

He aquí dos escenas de las que abundan en estas narraciones, las cuales representan dos bue-
nas piezas de su género en la literatura dominicana y también en todo el ámbito del Caribe.
La recuperación de sucesos históricos –que la misma historia no le asigna el espacio propio,
ni mucho menos la atención debida, y que adquieren fisonomía de simples anécdotas, general-
mente revestidas de jocosidad– encontramos en este libro con plasticidad concreta. Es lo que
acontece con asuntos muy propios de la tradición mundial y que llegan al país remontando
mares a través de barcos, bergantines, en la bocas de marineros, clérigos, oficiales y viajantes,
ejemplo, la historia de El Tapado. Este relato remite a la novela, como referente histórico de
primera categoría y ficcional a la vez, El hombre de la máscara de hierro, de Alejandro Dumas. Lo
que en ella narra se volvió leyenda en la memoria de hombres y mujeres de distintas latitudes.
El autor recoge en esta narración una actitud muy propia de la tradición oral hispanoamericana,
que tiene en Ricardo Palma, el peruano insigne, a su mejor representante; se trata de reproducir,
con apenas variantes, historias, leyendas, aconteceres que tomaron fuerza en el continente eu-
ropeo, y, por razón de impulso de los mismos viajes de un lado a otro, estas historias en bocas
de la gente del pueblo, arrastrada, como hemos anotado, por las gentes de la marinería y de
la clerecía, se hicieron adultas y echaron raíces en la creencia de las colectividades. Y con este
libro, su autor, inserta a la literatura dominicana en esa corriente hispanoamericana donde la
picaresca se impone como modalidad literaria y testimonial.
Hay en estas tradiciones y narraciones piezas que, desde el punto de vista estructural, ya
señalaban o apuntaban el sentido o concepto de cuento en su forma de imagen cíclica y, de igual
modo, la manera como se distribuyen los elementos constitutivos del cuento. En La maldición
del esclavo tenemos un ejemplo bien concreto. De este modo comienza esta pieza:
No se hablaba de otra cosa en la ciudad de Santo Domingo. Claro. El hecho sólo de haber muerto
el gobernador.4

Un inicio propio del género literario desde sus inicios y que aún prevalece, pues reúne esa
condición indispensable a esta narrativa breve: la de iniciar con acción el relato y fijar la clave
para el desarrollo y hasta del mismo desenlace. Y este otro comienzo de El muerto que recordó:

Fue en los primeros años del segundo gobierno el brigadier don Joaquín García y Moreno, según
referían nuestros abuelos. Digamos hacia 1790.5

2
El secreto de Catatey, op. cit., p.75.
3
El vuelo de José Pajarito, op. cit., p.53.
4
La maldición del esclavo, op. cit., p.47.
5
El muerto que recordó, op. cit., p.69.

320
INTRODUCCIÓN  |  CUATRO MIRADAS SOBRE UNA MISMA REALIDAD  |  José Enrique García

Es decir, encontramos ya la base de lo que será la estructura del cuento dominicano


como tal. Y, además, un elemento que se asienta en estos textos y que constituye una clave
fundamenta en el cuento, la oralidad. La oralidad no vista desde el punto de vista de re-
producción de frases, expresiones, dichos, refranes, sino como elemento estructural básico,
la sensación de lo contado que se traspasa del contador al oyente, y así la prolongación del
relato. Ese rasgo, que se inicia desde la misma primera frase, que se diluye por el cuerpo
textual, aquí se nos aparece con fervor y entusiasmo, y hasta con harta propiedad dentro de
su especificidad, si partimos de la estructura del relato que tiene como propósito referir y
recrear, la ficción se asienta en la reproducción, evocación y hasta en el parafraseo.
El empleo de largos incisos, en los que se introducen en la historia central otras historias
y sucesos, es característico de este libro. Y esta práctica destruye el eje central de la narración,
restándole coherencia expositiva, desdibujando el fluir que conducía a la obtención de una
pieza cíclica, redonda, la del cuento. Véase los trabajos titulados, a manera de ejemplifica-
ción, Así no pelea mi gallo, Historia del primer quinqué, La contraparcó. En esta última narración,
la historia es un largo inciso o paréntesis que da cuenta de la sucesión de jurisprudencias
sobre deuda y pago.
La moraleja o sentencia final se emplea con frecuencia, y que contribuye a imprimir
sentido estructural, proviene de los primeros relatos o cuentos del mundo hispánico, sobre
todo del Libro de buen amor, del Conde Lucanor.
Un lenguaje culto, bien cuidado, es notorio en estas narraciones. El léxico no recoge par-
ticularidades del habla, escasas son las palabras que caen dentro del ámbito regional, local,
a pesar de la temática tan telúrica, de las situaciones y de los conflictos que se describen y
narran tan propios de personajes que colindan con lo muy primario, y en ocasiones, con la
larvario. Únicamente se observa, como particularidades expresivas, que no está distante de
la naturaleza de los temas y motivos, el empleo de refranes, de sentencias y de frases cultas,
éstas últimas procedentes del latín. Prevalece una sintaxis lógica, coherente, sin sobresaltos,
ni peripecias. Líneas y párrafos que responden a una fluir en el que el orden se impone con
reglas aprendidas.
Finalmente, dentro de las bondades de este libro, justo es destacar la existencia de piezas
que bien han indicado camino y forma a la narración breve dominicana, como el titulado
El secreto de Catatey, digno de aparecer en cualquier respetada antología de textos picares-
cos. Nada falta, todo en su sitio y ordenado: la anécdota, los personajes, los escenarios, la
secuencia de lo acontecido, la caracterización de los personajes, los trazos que dibujan a los
personajes y un final inesperado que redobla el sentido jocoso del relato que resbala desde
el inicio del robo: la rica lámpara de plata repujada que durante más de un siglo había alumbrado
el retablo de la Virgen de la Altagracia, hasta el final con aquella salida inesperada, absurda.
Y justa a la vez. Agreguemos, además, ese sedimento de la oralidad, aquí matizado por el
empleo de refranes, dichos, sentencias, ocurrencias léxicas…

Segunda mirada
El pozo muerto
Una elemental pregunta nos hacemos como umbral de estas notas introductorias a
El pozo muerto, de Héctor Incháustegui Cabral: ¿Qué contiene y refleja este libro? Veamos,
a manera de respuesta. Todo el libro es una extensa indagación interior del autor sobre
su vida:

321
COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

Comencé a escribir este libro la noche de San Silvestre, en la cresta de la ola de un año que pasaba
para siempre, que iba a ser parte del mismo pretérito que me daba los materiales de la obra6.

Una especie de memoria personal, pero que trasciende, en el tejido, lo íntimo, los bor-
des de la individualidad y se transforma en una voz colectiva, en memoria de memorias.
El mismo Incháustegui, sorprendido en el fluir de la escritura, se percata que el motivo
inicial se le va de las manos y otros propósitos se apoderan del pulso, su pulso, y empuja
por direcciones múltiples:

Me percaté que todos los recuerdos no eran míos. Imposible. Algunos los debo a mi madre que
me contaba como fui; a mi tía, a los amigos dispersos a los cuatro vientos, que me transmitían
escenas, frases, situaciones, que ya habían caído en el hoyo negro del olvido. Debo mucho a esos
rescates fortuitos, a mi curiosidad, a mi paciencia para oír.7

Así, pues, el impulso biográfico inicial se transforma en un fluir de memorias que res-
catará, entre pormenores familiares, asuntos entrañables de la comunidad inmediata, su
Baní permanente: “un poco como las tierras que me vieron nacer y que no me cansaré de cantar,
de mi Baní”;8 como de la comunidad mayor, el país. Y estos aspectos podemos enmarcarlos
en estos asuntos: el biográfico, el sociológico, el político, el creador y el crítico literario. Este
último en dos vertientes: observación sobre su obra y las de los otros.
De buena forma, todo en este libro es memoria personal. Esto es, biografismo. Desde el
título que remite a la infancia, a la forma de vida de Baní hasta el final, que cierra, precisa-
mente, con el mismo título, El pozo muerto, forma de reconciliarse –ya en un proceso en que
encontraron sereno asiento los aconteceres de la vida– con todo su pasado, que es carga y
herencia inevitable. Lo biográfico es vida cumplida. Pero una biografía que, como viene de
una sensibilidad singular, la del poeta, se vuelve sustancia de historia, en esos trazos, sin
que sea propósito el historiar, se encuentran modos de vida propios de una época, trazos de
historias humanas en las que el presente se afirma. Y ahí, en cierta medida, radica su razón
de ser páginas escritas.
Pero no trata, y no hay contradicción alguna, de una expresión biográfica como tal, que
responda a reglas naturales de la exposición que anda pareja páginas y vida; no, se trata de
un fluir de conciencia donde la temporalidad se marca y establece con las fuerzas naturales
de las evocaciones y, además, por un sello de honestidad palpable. La cronología no es con-
dición necesaria sino el tejido de la exposición. Y dentro de ese tejido que se mueve hacia
delante y hacia atrás, en direcciones múltiples sobre lo acaecido, fluye la vida, los momentos
que la constituyen: la niñez en Baní, luego en Azua, la adolescencia, los amores primeros, las
premuras económicas, los familiares íntimos: padre, madre, tías, hermanos; la escuela y los
compañeros de formación inicial, el primer trabajo, la novia y la esposa (Candita, compañera
hasta más allá del morir), la muerte del padre, la religión, Dios y el temor y, desde luego,
la formación literaria, la lectura, la forma como adoptó esa actitud de vida que lo abrazaría
para siempre, la del escritor. Todo es biografía, pero sobre esa condición sobresale una nota
que es lo que convierte a este libro en una singularidad, en una fuente a la que hay que

6
Héctor Incháustegui Cabral, El pozo muerto, Imprenta Librería Dominicana, Ciudad Trujillo, República Domi-
nicana, 1960.
7
Op. cit., p.194.
8
Op. cit., p.175.

322
INTRODUCCIÓN  |  CUATRO MIRADAS SOBRE UNA MISMA REALIDAD  |  José Enrique García

recurrir con frecuencia, una biografía del autor y mucho de los otros, y en ese mucho de los
otros se encuentra la distanciación del yo conducente, del yo que pertenece al yo mismo,
a lo particular y único, y se instala en el ámbito de los otros, de la colectividad. Y entonces
aquello que arrancó como una expresión del yo interior, se derrama en pluralidades: ésta
es la naturaleza de El pozo muerto.
Y en las líneas, que van dando cuenta de su formación literaria, que es la razón última
de ser:

Leí prácticamente todos los clásicos castellanos, por lo menos las ediciones de la Lectura. Descubrí
los trabajos de Dámaso Alonso, los de Pedro Henríquez Ureña, que más tarde debía venir al país.
Me lancé decidido en ese mar de ciencias que es Menéndez y Pelayo. Leí El Quijote, en la edición
grande de Rodríguez Marín.9

se filtran los elementos contextuales, esos que conforman el marco que encierra el vivir or-
dinario. Es por ello que en esas páginas encontramos vivas descripciones sobre los modos
de vida, el ambiente de la aldea, de la ciudad, la diversión. La recreación de los paisajes
campestres de lo urbano-aldeano, la forma de rezar, el noviazgo, el matrimonio, la esperanza
y la desesperanza, la tierra entera con sus accidentes y sus posibilidades, etc. Visiones telú-
ricas que luego fueron motivos sustanciales de sus poemas fundamentales, pues al leer este
libro, necesariamente, nos remitimos a sus poemas y, desde luego, a los iniciales contenidos
en su primer poemario, Poemas de una sola angustia, publicado en 1940 hasta desembocar en
su última producción, En llegando al arrabal de senectud, de 1967.
Y dentro de este tejido biográfico cabe destacar –en lo concerniente al obrar del hombre de
carne y hueso con necesidades cotidianas– un aspecto que, como los otros, también desborda
lo individual y, por tanto, lo biográfico sin dejar de serlo: nos referimos al periodismo. Aquí,
en esta actividad suya, vital y determinante en formación y destino, encontramos ese rasgo
que da carácter individual-colectivo al libro: la presencia de los otros y de la época.
Bien consciente era Incháustegui de que lo que narraba, con tono y pulso propios de la
oralidad que venía desde la infancia, buen oidor como él mismo se describe, y de la concien-
cia de oficio, podría tener gran significación siempre y cuando se entendiera a la recreación
de aconteceres, de ambientes, hábitos, actitudes que tocaban lo sustancial y definitivo de su
tiempo. Y es por ello, que en las página que dedica al periodismo, reproduce el prototipo de
una sala de redacción de aquellos tiempos, y los disímiles meandros de un oficio por el que
se filtran, y hasta se asientan, la vida colectiva y, en muchos momentos, también la individual
de los personajes que son protagonistas de los eventos que se describen y narran.
Su trabajo periodístico se inicia en 1936 en el Listín Diario. De este inicio nos dice:

El aprendizaje fue rápido y me acomodé a mi oficio con cierto desembarazo. Había visto de cerca,
desde niño, un periódico. Conocí algunos de los secretos de la imprenta y estaba acostumbrado
a expresarme por escrito a vuela-máquina.10

Esta labor cubrió años, y en ese discurrir desempeño distintas posiciones: desde
redactor, columnista, jefe de redacción, editorialista, hasta alcanzar la dirección de un
periódico: La Opinión.

9
Op. cit., p.70.
Op. cit., p.91.
10

323
COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

Ahora bien, lo que cuenta Incháustegui Cabral, no es su vida en el periodismo, más bien
es una radiografía de una sala de redacción propia de las últimas décadas del siglo XIX y las
primeras seis del siglo XX. Es el periodismo vivo de la época y sus protagonistas primarios
lo que consigna en esta parte de El pozo muerto. Hombres y aconteceres tejiendo una labor
que sujeta a circunstancias políticas es lo contactado. Juan José Llovet, Arturito Pellerano,
Juan Rafael Lamarche, Rafael Alfau, Ramón Marrero Aristy, Rafael Herrera Cabral, Max
Uribe, Agustín Concepción, Carlos Curiel, Manuel Valldeperes, son personajes entrañables
del periodismo dominicano. Y en estas páginas interactúan en sus recuerdos y pulso. Ellos,
y muchos otros, imprimen ese sentido de pluralidad a este yo-biográfico.
“Todo es política, hasta este libro con sus inocentes incursiones a intimidades intrascendentes…”11
He aquí una declaración sin desvío, todo es política. Cierto, el tiempo vivido se encarga de
enseñarnos, no otra cosa, la vida de cada quien concretiza la verdad. Pero esta declaración
de aceptación no se limita a ello; no, el autor asume la política como un ejercicio necesario,
como una urgencia y como una necesidad de su momento. Toma posición partidaria y va
directamente a la práctica.
¿Qué indujo al joven Incháustegui a seguir a Trujillo desde el inicio, como aconteció
con la mayoría de los jóvenes intelectuales de la época? Él mismo nos ofrece las razones
cuando describe, en precisas líneas, la situación y atmósfera que imperaba en el país desde
hacía décadas:

No eran peleas entre liberales y conservadores, entre fanáticos y comecuras, entre letrados e
iletrados, eran bandas a cuya cabeza iba el caudillo, generalmente un hombre de bien, honrado,
probo, de pocas luces, contra bandas dirigidas, electrizadas a veces por otro Caudillo serio, ho-
nesto, buen padre y buen hermano, pero sin mayor preparación, carente de un ideal concreto,
de una aspiración de categoría. Era, nos parecía, un matarse por matarse porque al fin y al cabo
Revolución y Gobierno podían cambiar de papel y todo seguiría igual.12

En esta descripción del caudillo multiplicado en toda la geografía dominicana, encon-


tramos la razón profunda de esta adhesión que constituyó, con el pasar del tiempo, un acto
político que alcanza estos días. La adhesión del pensamiento epocal a un hombre fuerte, a
un hombre que instauraría treinta años de dictadura, está expresada sin ambigüedad: era
una necesidad ya entrado el siglo XX instaurar un régimen que enderezara el país, que le
diera carácter de país civilizado. Ya el mundo andaba por rumbos muy distintos en el orden
social y tecnológico, ya el mundo había sido escenario de una primera guerra mundial y
estaba en el umbral de la segunda del siglo, y en Santo Domingo se persistía en mantener un
estado de vida social donde imperaba el desorden. Es, pues, ahí, donde radica esta actitud,
que ratifica y amplía:

Los que no conocieron ese desengaño, los que no se tropezaron con una duda tan grande, tan
profunda, tal vital; los que no tuvieron por delante esa sensación tremenda que se siente junto al
abismo, no podrán saber jamás cuál es la razón profunda para que un grupo de hombres, que no
era sólo nuestro grupo, se echara en brazo, pero ya en serio, de Trujillo atraídos por un programa
que tenía mucho de común con nuestras únicas ilusiones, con el único ideal que habíamos podido
salvar del naufragio que se había producido ante nuestros propios ojos.13

11
Op. cit., p.181.
12
Op. cit., pp.42-43.
13
Op. cit., p.41.

324
INTRODUCCIÓN  |  CUATRO MIRADAS SOBRE UNA MISMA REALIDAD  |  José Enrique García

De modo, pues, no fue la fuerza, ni el hostigamiento que condujo a esa juventud hacia
Trujillo, sino la firme convicción de con él lo que pensaba y quería podía lograrse. He aquí la
razón de la dedicatoria. Después de un ejercicio de gobierno dilatado, la creencia se prolongó
en él, porque eso que pensaba y buscaba, en modo extenso, se cumplió. No era un simple
gobierno lo que buscaban, sino un orden, una dirección, un conductor:
Era menester el programa y era indispensable su realización, y, en consecuencia, teníamos que
lograr, que contribuir, el mantenimiento de una sola autoridad en el Gobierno, un Gobierno que
debía ser largo, para la más amplia continuidad de los planes. No nos podíamos dar el lujo de
cambiar de chaqueta porque en ello nos iba la vida, porque veíamos venir, tras el movimiento
aparentemente inocente, la veleidad con sus cambios, el egoísmo con sus afán de arrasar lo hecho
para colocarse solitario a la mirada de todos y comenzar una letanía de promesas. Corríamos el
riesgo de que los avances logrados con tanto sudor de la frente se convirtieran en sal y agua.14

No son muchas las páginas que escribieron que den cuenta de la actitud de una persona,
y que a la vez involucre a un conjunto de individuos que se comprometieron con su presente
y con ello, irremediablemente, con el futuro. Ellas dan cuenta de una actitud política que
procuraba enterrar un pasado no deseado.
Así este libro recoge el sentir verdadero de un hombre y, con él, de unos hombres y
mujeres que asumieron una idea y le dieron concreción a la misma. Y en ese sentido, la ho-
nestidad se pone por encima de cualquier consideración que vaya en dirección contraria. Y
en este aspecto, que se ofrece como un desgarrón necesario, no está únicamente el autor con
su singularidad enhiesta, sino que con ella, también la presencia de los otros.
Pasemos, ahora, a otro aspecto del libro: el literario.
La gente seguía levantándose. Se me nublaron los ojos. Ahora su voz llegaba hasta mí más triste
o más dulce, tremendamente expresiva.15

y luego:
Aquella noche comprendí que podía comunicarme con los hombres. Hasta entonces había sabido
que era capaz de expresarme.16

Esta impresión le causó la lectura que de su poema Canto triste a la patria bien amada17
hiciera Margarita Contín Aybar. La comprobación de ser en lo que se hace cuando se es
poeta, como es su caso, las cuartillas que se escriben en diferentes géneros, en distintas cir-
cunstancia, se encaminan por una única vertiente, ésa que conduce a la consecución de un
poema que nos asuma y nos mantenga en la y memoria de los otros.
Este libro, en su integridad, da cuenta de esa búsqueda y, a la vez, del hallazgo, todas
sus páginas constituyen un testimonio de esa tenaz persecución que se inició desde la pri-
mera conciencia.
Pero además hay una labor crítica que se derrama en sus páginas. Entre una nota aquí,
una por allá, se va construyendo un tejido crítico que se inicia con las primeras lecturas y

14
Op. cit., p.184.
15
Op. cit., p.126.
16
Op. cit., p.127.
17
Héctor sabía que este poema lo ubicaba como poeta, y que le sobreviviría. Pues una vez me dijo: sólo he escrito un
poema, lo demás es paisaje. Era una crítica muy severa a sí mismo. Desde luego, en el tiempo que lo conocí y traté nunca
advertí pose, estaba convencido, como buen conocedor de lo que había escrito. Ahora, de que ese poema lo identifica,
es cierto, pero no falta a la memoria Canción suave a los burros de mi pueblo, La muchacha del camino y otros.

325
COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

reflexiones y finaliza con los últimos tonos. Es una constante en su extensión, la de ir apun-
tando observaciones literaria mientras se recrean otros asuntos, aplicando un procedimiento
de yuxtaposición por momentos, como de contrapunto, por otro, en lo que el tejido familiar
se vuelve, sin que sea intención expresa sino por impulso de la naturaleza, materia para la
reflexión. Y esta actitud abarca las distintas etapas de la vida: la niñez, la juventud,

De tanto oír octosílabos pude, a escondidas, formarlos, con los acentos en su justo lugar, que es
la gracia.
Vivíamos, los niños, en un ambiente lleno de poesía, de grandes héroes, de tremendas aventuras
y de los recuerdos.18

la madurez y adultez plena, hasta alcanzar los borde del arrabal final y definitivo. Así, pues,
aquí se conjuga vida concreta, la sentida y construida a cada instante, con la del vivir ima-
ginario, la creativa.
El pozo muerto constituye un testimonio esencial de la literatura dominicana del siglo
veinte. Con el fluir de la experiencia de su autor se va reconstruyendo el manto que una buena
parte de los hombres y las mujeres de pensamiento y creación fueron tejiendo persistente-
mente dentro de las circunstancias sociales, políticas, económicas, culturales y personales
que los contextualizaron. En ese sentido, ratificamos la tesis que venimos desarrollando en
estas notas de que este es un libro que partiendo del yo se va transformando en el libro de
los otros. Lo biográfico que se pluraliza y, por tanto, hasta se impersonaliza para ser los otros.
Y en este aspecto, reseñamos, a manera de ejemplificación, algunos de las cuestiones vitales
que han pasado ser parte de la historia literaria dominicana contemporánea.
Héctor Incháustegui, con pormenores, nos ofrece una radiografía de La Cueva. Un
lugar, la casa de Rafael Américo Henríquez, Puchungo. Pero La Cueva no era una casa
que albergaba a personas, sino una actitud creativa, una puesta de vida de un grupo de
hombres que estaban creando obras que se convertirían tanto en testimonios literarios
como históricos.

Fuimos muchos para ser un grupo homogéneo. Las diferencias de edad, la disimilitud de las
formaciones, el abismo de los caracteres, las regiones de donde procedíamos, las ideas que te-
níamos en materia de letras, nos separaban y a pesar de todo nos sentíamos unidos, con mucho
en común, pero jamás pudimos presentar un solo frente, nunca llegamos a construir baluarte y
punta de lanza de una escuela, el asiento de una capilla literaria.19

Y nos ofrece con vivos trazos una configuración literaria de cada uno de los que dieron
vida a aquel lugar y, con ellos iba dejando notas que luego pasarían a formar parte del cuerpo
crítico dominicano que todavía pervive, en esos trazos se atrapaban actitudes creativas que
atrapadas están en los libros de esos autores dominicanos. Es un momento de efervescencia
creativa lo que recoge estas páginas.
Las actitudes literarias, las posiciones estéticas, las argumentaciones sobre temática y
motivos se asientan en estas páginas, muchas veces producto del estudio y de la reflexión.
Otras, de la pura intuición.
Un ejemplo singular lo encontramos en el cultivo del romance en la década del
30. Asunto que encierra temática, procedimientos y recursos poéticos, y que provocó

Op. cit., p.16.


18

Op. cit., p.50.


19

326
INTRODUCCIÓN  |  CUATRO MIRADAS SOBRE UNA MISMA REALIDAD  |  José Enrique García

un enfrentamiento entre personajes protagónicos de ese momento. No fue una puesta


en escena, pues en el fondo se debatía un problema vital en todo arte: la modificación de
lo establecido en procura de nueva forma, lo constituyó la restauración de la práctica del
romance en el país, impulsado por el influjo de Federico García Lorca y, desde luego, por
ese aliento de exaltación de lo nacional que signada la vida dominicana en todos sus órde-
nes. Fue una limpia discusión que contribuyó a asentar otras formas de expresión, las que
correspondían a un mundo que se sucedía en permanentes cambios en el arte; literatura y
arte plástico, especialmente, las velocidades de los cambios eran casi inalcanzables. El ro-
mance provoca ruidos, pero reafirmó convicciones modernas de expresión. Y esto está bien
consignado en El pozo muerto.

Pero esto hay que pensarlo, si el romance, y en cierto modo el retorno a la estrofa, hubiera prendido,
nada hubiéramos tenido que hacer cuanto, con Moreno Jimenes, nos habíamos pasado a la acera
de enfrente con los versos libres, plurimétricos es nombre de más categoría y precisión.20

El concepto de modificación del uso lingüístico que marca, como ley, a toda la creación,
supone la oposición a la establecido en procura de una nueva expresión y, por tanto, de una
realidad expresiva y en esta situación se extiende a una realidad ideológica y social, y bien
política, porque la práctica del romance traía consigo, a consciencia o no, la exaltación de
personajes que rechazaban y que se luchaba contra ellos, como eran los caciques y el estado
de cosas que ellos representaban. No importaban las virtudes que adornaban a estos perso-
najes: era la exaltación de unos héroes que se buscaba desterrar. Si vamos a esos romances,
los publicados en la revista Bahoruco sobre todo, encontraremos con palpable claridad esto
que señalamos. Y en este libro, el abordaje de este tema constituye una lección histórica de
visión creativa.
Como también es lección el capítulo dedicado a la Poesía Sorprendida. Al abordar esta
agrupación poética deja consignada reflexiones sobre su actitud ante la escritura. Se detiene,
en contrapunteo que obliga el enfrentamiento con los otros, sobre la validez de su creación,
también se demora en la valoración de los otros. Y esto así porque el surgimiento del gru-
po supuso conciencia de época porque reúne, en un momento, a aquellos que escribirían
obras fundamentales de la literatura dominicana. Aquí se contrapuntean Domingo Moreno
Jimenes, Vigil Díaz, Franklin Mieses Burgos con los que empujaban con sus primeras obras.
Igualmente, conjunción de procedencias territoriales, enfrentamientos de actitudes creativas,
supuestamente encontradas, pero que el tiempo se encargó, como era de esperarse, de igualar,
de lo que se trataba era de la conjunción de una visión artística del mundo que cubría las
primeras cuatro décadas del siglo veinte.
El concepto de generación que se maneja desde hace tiempo y que marca a los manuales
de enseñanza de nuestra literatura encuentra en estas páginas un mentís total. No hay tales
generaciones, nos referimos a Vedrinismo, Postumismo, Independientes del 40, Poesía Sor-
prendida, sino a una gran promoción que se movía dentro de una amplia visión del siglo XX
y de una misma visión del mundo. Aunque los lemas dijeran otras cosas, pues los universal
y nacional entre unos y otros se enhebraban, y las luchas por supremacía y formas, no eran
más que meros aspavientos epocales, argucias propagandísticas. En esta parte del libro la
conciencia del acto poético, creativo, se asienta con vigor, las referencias a la batalla con la

20
Op. cit., p.62.

327
COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

palabra, con los procedimientos y recursos retóricos se suceden, se reafirman en el pulso y


en la mente del poeta que busca, afanosamente, su pulso en un momento en que los otros
también están dentro de esa lucha por las definiciones. Así se construyó un tejido epocal en
que todos, absolutamente todos, formaron parte de él. De alguna manera, las promociones
se integraron a un proyecto único:

Si se examina la producción de esos años, casi podría decirse de esos meses, se verá la importancia
que había cobrado lo nacional, campesino y aldeano. La literatura se había vuelto de espaldas a
la ciudad, a lo urbano. Había dejado de ser el elegante deporte de otras épocas. Se leían estrofas
y más estrofas y no aparecía ni un abanico. Los cisnes brillaban por su ausencia. Los diosecillos
o habían muerto o tenían olvidados a los poetas dominicanos. Tragedias, amores, conflictos de
caracteres, tenían por único escenario el campo. Íbamos sin remedio, camino de lo silvestre, de
lo rústico.21

Hay aquí, pues, bien explicitado eso que unificó a unos escritores y que echa por el
suelo el concepto de generación que aún marca a la literatura dominicana: no se trata de
generaciones, sino, en últimos casos, de una generación que abarca a unas promociones que
lo cohesionaban en una visión: la exaltación de lo nacional a través de unos procedimientos
estilísticos modernos.
Finalmente, cerramos estas notas con esta estampa que de Domingo Moreno nos dejara
y que sobrevive en la memoria colectiva; y la imagen que de Franklin Mieses Burgos trazara
y que se ha cumplido a pie de letras.

Yo lo he admirado siempre, y a él debo mucho si algo he podido hacer en años de tarea literaria.
Admiraba hasta la forma de escribir las dedicatorias, con un pequeño lápiz sin goma, muy
estropeado: Con un mensaje del espíritu, y frases por el estilo, espontáneas y tajantes. Era el
único que vivía gracias a sus versos, que le daban dos trabajos: escribirlos y venderlos. Han sido
siempre sus libros, pequeños, más cerca, naturalmente, del folleto que del libro, pero folleto a
secas no plaquettes.22

Y sobre Mieses Burgos:

Franklin Mieses Burgos, nos dio la primicia de sus composiciones, siempre elegantes. En apa-
riencia frívolo trabajaba arduamente todas las noches hasta la madrugada, leyendo, anotando,
martillando insomne sobre el yunque, pero no se crea que el suyo ha sido nunca el yunque de una
herrería cualquiera, no, trabaja con el yunque de Vulcano, porque fue siempre de gran categoría.
De aquel Franklin que yo conocí y envidié, que reunía a su redor un grupo de literatos jóvenes
que para mí, menor en unos cuantos años que ellos, tenían mucho de alquimista, de trovadores
que saben arroparse en las sombras de la noche, que fumaron opio alguna vez, que estaban cerca
de drogas y filtros terribles, mediaba una gran distancia que me hizo ver que aquella fama no era
más que un modo de presumir de irreales y malditos. Lo recordé siempre enfundado en una vieja
bata china color oro antiguo con un gran dragón en la espalda, un feroz dragón al que faltaban
casi todas las garras y una pata entera. Su inspiración, de su dedicación, su rigor autocrítico, lo
han elevado a una de las más altas posiciones líricas de nuestra generación.23

Y esa descripción aún se mantiene inalterable, porque así nos muestra al poeta Mieses
Burgos hoy. El pozo muerto es un libro de crítica y reflexión literaria.

21
Op. cit., p.170.
22
Op. cit., pp.54-55
23
Op. cit., pp.50-51.

328
INTRODUCCIÓN  |  CUATRO MIRADAS SOBRE UNA MISMA REALIDAD  |  José Enrique García

Tercera mirada
Narraciones y tradiciones
Al rememorar, revolviendo el pasado, la vida patriarcal y sencilla de los tiempos idos, se siente
pena y angustia del presente, tan complejo y batallador, y nostalgia de ese pasado sin complica-
ciones ni artificios.24

En estas palabras encontramos el propósito de este libro: la recuperación a través


de la escritura del pasado, del pasado que es siempre mejor que el presente, parafra-
seando la frase ya adulta: todo tiempo pasado es mejor. De modo que los textos que
conforman el conjunto se desplazan por el recuerdo en busca de lo muy entrañable, la
vida de niño, joven, la adulta misma. Y desde luego, que dentro de esas evocaciones
aparecen los tiempos y los espacios, los contextos, las circunstancias específicas que
encierran las historias que se narran. Fundamentalmente la temática recoge episodios
históricos, anécdota, cuentos de camino, leyendas, curiosidades, sucesos variados de las
comunidades, específicamente de San Juan de la Maguana, Azua de Compostela y Las
Matas de Farfán. En el prólogo a la edición de la Colección Pensamiento Dominicano, Sócrates
Nolasco, precisa la importancia de estos trabajos en cuanto responden a un imperativo
epocal: atrapar, como acontecía con las otras regiones del país, los asuntos vitales de esa
tierra no tan agraciada de Dios: el Sur.

En nuestro estéril Sur, donde casi todo se pierde. Por allá se realizaron grandes empeños y grandes
hechos, dignos de memoria, quedaron sin rastro. Fundaron los abuelos, y pelearon y volvieron a
pelear para hacer libre el país y ser los dueños de aquellos terrenos áridos, en donde el hombre
soterra la semilla buena y en lugar del fruto que espera en premio de sus esfuerzos brotan del
suelo guazábara, cactus pertinaz y punzante cambronera.25

Es una mirada detenida sobre el Sur de uno de sus hijos, el Dr. Garrido Puello.
Azua, Las Matas de Farfán, de forma muy especial proporcionan el escenario a estas
historias.
Y así desfilan por ellas los elementos muy entrañables al Sur: forma de comer, de
vestirse, de diversión, el noviazgo y el matrimonio, las costumbres y creencias, las me-
nudencias de la vida, personajes pintorescos… sucesos ocurridos durante la intervención
norteamericana del año 1916, en fin el centro de estas narraciones es recuperar, con breves
líneas, elementos esenciales y caracterizadores del Sur de finales del Siglo XIX y principio
del Siglo XX.
Estos trabajos, publicados previamente en periódicos de la época y que luego son
retomados en el volumen que publicara la Colección Pensamiento Dominicano, poseen un
valor incuestionable: la recuperación de ese pasado marcado por una puntualidad en
la reproducción de costumbres y formas de vida. Como ejemplo, esta descripción de la
Semana Santa. El autor con buena pincelada nos describe una muy asentada costumbre
de la región del sur y del país igualmente, que prevalece hoy en día con las naturales
variaciones que imponen los cambios que se suceden en el correr del tiempo. Se trata de
las fiestas de Semana Santa:

24
E. O. Garrido Puello, Narraciones y tradiciones, Librería Dominicana, Ciudad Trujillo, República Dominicana,
p.16.
25
Op. cit., p.9.

329
COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

La Semana Santa empezaba con los oficios religiosos del Domingo de Ramos, mística evocación de
la entrada del Señor a Jerusalén, cuando fue atraído a la trampa que lo llevó al suplicio. Después
de bendecidas las palmas y repartidas entre los fieles presentes, la procesión hacía un recorrido por
la parte exterior de la iglesia, todas las puertas se cerraban. Por una de ella llamaba el sacerdote
repetidamente con cantos litúrgicos hasta que se abrían todas y las procesiones terminaban, así
como los actos de la mañana.26

El tono dominante de estas narraciones es la oralidad, son textos que se levantan desde un
decir propio del contar donde la inflexión oral es predominante como bien lo expresa el autor:

Todas las noches no importaba el estado del tiempo, nos reuníamos en el hogar del don Pedro
Tomás Cano y Soñé, notario público y amable caseur, un grupo selecto de sus amigos. Allí se ha-
blaba de política, se comentaban temas históricos, se narraban anécdotas y cuentos y se agotaban
asuntos de actualidad.27

Con Narraciones y tradiciones, E. O. Garrido Puello se une a Sócrates Nolasco, con sus
Cuentos Cimarrones y Cuentos del Sur, a Angel Hernández Acosta, autor de Carnavá, para darle
al país, a través de la narrativa una visión del Sur de la República. Y, además, insertar a esa
región del país, marcada por la desolación y el desamparo secular, donde el sol adquiere
carácter bíblico, en el mapa literario que se venía conformando con escritores dominica-
nos que tenían a su tierra, su espacio, como tema y razón creativa, como bien la explicita
Héctor Incháustegui Cabral en El pozo muerto que aparece en esta misma edición. El Sur
visto desde los ojos de sus escritores, desde la visión de sus hijos que lo viven y padecen
directamente.

Cuarta mirada
Reminiscencias y evocaciones
A la sazón yo era padre de familia, con hijo, y frisando en los 40 años. Pero el hombre inde-
pendiente que había en mí no había dejado de seguir siendo, en el orden moral, el hijo de su
padre. Yo estaba seguro de la pureza de mi conducta; pero en el caso examinado él no lo sabía.
Me inquietaba tremendamente la idea de su primera reacción, cuando le diera la noticia de
mi renuncia, antes de enterarse de los motivos de la misma. Entre una y otra cosa transcurría
sólo un breve instante, sí. Pero la fugacidad no evitaría el mal efecto de la primera impresión,
aunque casi sólo un instantemente las evidencias borrasen su mal efecto. La suspensión que
yo quería evitar.28

En ese fragmento se encuentra la razón profunda de la existencia de este libro. Hallamos


el propósito impulsador y sostenedor. Ofrece una descripción de la actitud asumida por el
padre en el transcurso de su vida como hombre, de familia y como hombre público. Y en lo
biográfico del padre y del hijo aparece la temática, la época y los personajes.
El libro –biográfico– describe dos vidas cívicas que se desarrollan en un tiempo amplio,
extenso que va desde el gobierno de Ulises Hereaux –la parte del padre– hasta el arribo y
sucesivos gobiernos de Joaquín Balaguer, la del hijo. Y se trata, fundamentalmente, de dos
temas centrales: el tejido de las relaciones internacionales y la actitud que los personajes
asumen ante la vida pública.
26
Op. cit., p.107.
27
Op. cit., p.13.
28
Op. cit., p.259.

330
INTRODUCCIÓN  |  CUATRO MIRADAS SOBRE UNA MISMA REALIDAD  |  José Enrique García

El mundo de la diplomacia dominicana en una época en la que las potencias extranjeras


tenían los ojos puestos en el país por su posición estratégica, sobre todo en un punto bien
específico: la Bahía de Samaná corresponde al ejercicio diplomático del padre. Y el mundo de
la diplomacia en las primeras décadas del siglo veinte, hasta el ascenso de Trujillo al poder, la
parte del hijo, el autor del libro. De este modo, como hay una clara correlación entre las vidas
que se evocan con las relaciones diplomáticas, en estas notas, seguiremos esta estructura. La
que corresponde al padre la asociamos con los negociaciones sobre la Bahía de Samaná y con
el hijo la Intervención Norteamérica de 1916 y el ascenso de Trujillo al poder.
En este libro, en sus primeras paginas, se da cuenta, de manera pormenorizada,
empleando documentos epocales, cartas, cablegramas, artículos periodísticos, notas
diplomáticas, libros, folletos, revistas y auxiliado también de la oralidad, de los negociaciones
que cubrieron una buenas parte del gobierno de Ulises Hereaux para arrendar la bahía de
Samaná a los Estados Unidos de América que buscaba, afanosanamente, para levantar en
ella un fuerte militar que sirviera para defender a su país y sus intereses. Se trataba de un
punto estratégico vital. Estas negociaciones ponen en evidencia la naturaleza de Heureaux.
Nos ofrece una imagen alejada del común que se tiene de él, la de un dictador total y
sanguinario. Aquí, a través de quien fuera su Secretario de Relaciones Exteriores, Enrique
Henríquez, el personaje adquiere otra dimensión o dimensiones. Y, sobre todo, se pone
de evidencia su inegociable nacionalismo.

Al Coronel Heureaux se le vio comparecer con singular denuedo en numerosos combates luchando
siempre, sin descanso ni fatiga, contra los poderosos partidarios de la proyectada anexión a los
Estados Unidos de América. Unas veces combatió en las devastadas regiones sureñas del país,
donde el desencadenado furor de la guerra fratricida tronchaba las vidas y arruinaba las apre-
ciables fuentes de riqueza económica que al amparo de la paz había creado la virtud industriosa
de los hombres de trabajos; y en las áridas comarcas de la línea Noroeste se le vio otras veces
sembrando gallardas heroicidades en los agrios páramos de esa región.29

En este fragmento se consigna la formación de Ulises Hereaux, Lilís. Y resulta de gran


significación la descripción que ofrece del joven coronel, quien no tardaría en poseer el poder
absoluto. Ahora, no es frecuente, en la vida dominicana, reconocer condiciones del otro, y
más cuando se trata de un político donde se prefijaba el rumbo de su vida pública.

Los antecedentes que enaltecieron la personalidad de Heureaux, durante seis años de combate, le
reservaron el privilegio –grato sin duda a su infatigable y ambicioso espíritu y adecuado galardón de
su brillante hoja de servicio– de ser uno de los jefes preferidos en toda empresa militar destinada a
restablecer el orden público contra los perturbadores efectos de esporádicas asonadas bélicas.30

No fue la casualidad la que llevó a este personaje a ocupar la alta posición de presidente
de la República. Las condiciones le asistían, la formación y el carácter:
Usando procedimientos subrepticios, con refinada hipocresía Heureaux hacía difundir la sensacional
noticia de las negaciones enajenativas; y entonces, arguyendo que la oposición de los dominicanos
y los temidos recelos de las grandes potencias europeas –obstáculo que él sabía magnificar con
visos de impresionantes realidad– entorpecían de momento la proyectada operación, le ganaba

Op. cit., p.12.


29

Enrique Apolinar Henríquez, Reminiscencias y Evocaciones, Tomo primero, Editora Libraría Hispaniola, Santo
30

Domingo, 1970, p.25.

331
COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

tiempo al tiempo con nuevos aplazamientos sin llegar jamás a la concertación definitiva. La
misma táctica empleaba con Haití en cuanto a no llegar a un arreglo definitivo sin matar la
esperanza.31

Aquí aparece el diplomático natural que era este presidente y que este libro pone de
manifiesto, mientras va dando cuenta del ejercicio diplomático del padre.
Estos primeros capítulos, entrelazados, trazan un mapa que refleja las maniobras que se
suceden, de parte y parte, en la cuestión de arrendar, vender hipotecar o anexar la Bahía de
Samaná a los Estados Unidos, dado el interés de esta potencia por poseer ese punto de un
valor estratégico inigualable en todas las áreas del Caribe. Se describe, asimismo, las des-
trezas del Presidente Heureaux que les eran naturales, para moverse en situaciones difíciles
como ésa que conducía, sin duda, al enajenamiento del territorio nacional. Es notorio cómo
el tiempo y las relaciones humanas, en todas sus modalidades, cambian radicalmente una
conducta por otra, pues la Bahía de Samaná siempre ha sido un punto estratégico: otrora,
por razones bélicas, militares y de seguridad, hoy son razones puramente económicas: el
turismo. Lecciones, pues, del tiempo y de los intereses creados.

El dictador dominicano, aceptó, con patriótica entereza, esa responsabilidad. No hubo arrenda-
miento de Samaná. Cuando lo sorprendió la tragedia de la muerte, había agotado doce años de
continua agonía preservando la integridad nacional a fuerza de sinuosas evasivas. Durante todo
ese tiempo el pueblo dominicano sufrió la ignominia envuelta en todo el régimen dictatorial; y
a ese precio, aunque vejaminoso y duro, Heureaux lo salvó de la sumisión al vasallaje extraño y
aún de traza de hemogénica tutelación.32

Aquí encontramos una lección histórica. La actitud de Heureaux evitó el hecho, resistió
el dictador la embestida de la potencia. Puso a la nación por encima del interés personal.
¿Quién puede imaginar qué acontecería si tal hecho se hubiese materializado? Pero rara
vez, así lo registra la oralidad y los textos históricos mismos, se reconoce esta postura del
dictador. El mismo Apolinar Henríquez precisa esta conducta nacional cuando expresa, a
seguida del párrafo citado:

Algún día la historia, honestamente depurada, le hará la justicia que merece su heroica resistencia,
mantenida sin desmayo a despecho de los vívidos efectos del clima imperialista que entonces
predominaba en los círculos oficiales de los Estados Unidos.33

Pero para Heureaux esa historia “honestamente depurada” no ha llegado todavía, aún
prevalece esa imagen suya de ser únicamente un ser sanguinario y el responsable de unas
papeletas sin respaldo, sin valor, que endeudó al país hasta el extremo. La imagen que
Sumner Wells estampó en su Viña de Naboth.
Así, la primera parte del libro, se centra en la descripción de los asuntos diplomáticos o
relaciones internacionales vista a través de la ejecutorias del padre, el poeta Enrique Hen-
ríquez, Secretario de Relaciones Exteriores del gobierno del Presidente Ulises Hereaux. Las
peripecias que se sucedían en este aspecto de la administración pública donde resaltan dos
asuntos significativos: el arrendamiento del la bahía de Samaná a los Estados Unidos y la
emisión de billetes o papeletas sin ningún respaldo.
31
Op. cit., p.46.
32
Op. cit., p.56.
33
Op. cit., p.56.

332
INTRODUCCIÓN  |  CUATRO MIRADAS SOBRE UNA MISMA REALIDAD  |  José Enrique García

En este sentido, hay un valor concreto y permanente de Evocaciones y reminiscencias, la


de presentar un lado o rostro, no desde la anécdota, sino desde la seriedad del documento y
de la oralidad cierta, del dictador Heureaux, que como humano, no todo en él fue siniestro
y absurdo.
Con el caso de Ella Reader se nos ofrece una muestra de forma meridiana de una práctica
sostenida a través de la historia: la de tomar al país para hacer negocios. En este caso, un
ejemplo total de “comisiones”, de tejemanejes de personas e instituciones norteamericanas
que buscaban formas de obtener sustanciosos beneficios del país mediante negociaciones
del endeudamiento, práctica constante de sus gobernantes… Y otra forma, también común
en estos días, que ya se encuentra consignada en estas páginas, es lo referente al cabildeo
o lobismo, asesoría internacional económica, modalidad que crece como ejercicio cada vez
más, y para aquellos tiempos tenían a las Bahías de Samaná y Manzanillo como garantías
y atributos:

“cuales eran los recursos de la isla”, al mismo tiempo que “los privilegios y las concesiones
que el Presidente Morales estaba dispuesto a otorgarle en compensación de sus servicio”. Tras
de practicar las investigaciones pertinentes y después de hallar satisfactorias las concesiones y
los privilegios codiciados, Ella Reader se entregó en cuerpo y alma a perfeccionar el acuerdo
contractual cuyas consecuencias –según su lisonjera expectación– la habrían colocado “detrás de
la silla presidencial”.34

Simplemente juego de intereses con el país como objeto de los mismos. La diplomacia,
pues, al servicio del comercio, de tráfico de influencias desplegada en las más alta altura
de los poderes mundiales. Lección de tejemaneje internacional que no cede. El objetivo de
estos negociantes: el arrendamiento de la Bahía de Samaná y la de manzanillo. Dos puntos
del país que durante mucho tiempo estuvieron en la mira de las potencias internacionales,
sobre todo, de los Estado Unidos, para establecer allí estaciones de abastecimientos de
combustible.
El otro aspecto que toca profundamente este libro es el referente al carácter de
los hombres y sus tiempos. Y en este sentido, como muestra importante a reseñar
tenemos en la sesión de gobierno en la que se discutió el asunto del papel moneda de
Lilís y la propuesta de reforma económica propuesta por el Ministro Enrique Henrí-
quez y secundada por los demás ministros. En ésta se advierte una evidente actitud
de tolerancia por parte de dictador Heureaux y a la vez la firmeza de carácter de los
hombres que integraban aquel gabinete. La conducta contrasta con la firme conducta
que se sucede en el tiempo.
Uno de los rasgos dominantes de Evocaciones y reminiscencias, que se advierte en todo lo
extenso del libro, es lo referente al carácter del padre, y de sí mismo, y con ello, a los personajes
de su época. Resulta evidente el subrayado que en este sentido hace el autor, ya sea de manera
directa o a través de lecciones, de acciones. Este valor, que admite, en cierta forma el autor que
le asiste, se encuentra concretizado en su posición frente a la Intervención Norteamérica, a
Trujillo y frente a su partido, el partido Nacionalista. Subraya algo que aprecia, valora, y que
cultivó hasta la muerte: carácter y sentido de libertad. Desde luego, también pone de mani-
fiesto que ello constituye herencia del padre. Si el padre, Enrique Henríquez, tuvo el coraje

34
Op. cit., p.156.

333
COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

de enfrentar al dictador Heureaux, aunque en circunstancia especial pues era miembro


de su gobierno, el hijo emula al padre oponiéndose a uno, sino, más exigente y fiero
en cuanto a la solicitud de inclinación hacia su persona y ejecutoria. Así subraya esa
actitud de jugarse la vida en procura de seguir la vida como entiende que debe ser: con
dignidad y libertad.Y esta actitud es bien subrayada, él acude a la afirmación:

Sin arrogancia ni provocación yo he sido siempre un sujeto autónomo, dueño y señor de mis
ideas y de mi conducta; y consciente, reflexivamente consciente y responsable de las unas y de la
otra. Ninguna intervención extraña, salvo las de racional persuasión, ha podido cambiar jamás
esa posición de independencia personal. Tampoco, entonces, la cambió la designación más arriba
referida.35

Las páginas que se dedican a este aspecto nos parecen lecciones, pues no hay en ellas
búsquedas de asentimiento del otro, sino convencimiento y asentimiento de sí mismo. Y
en tal sentido, leer este libro constituye una buena lección de vida ciudadana, y más en
estos tiempos, donde los valores individuales apenas se asoman, y los colectivos, muy
distante están de la práctica ordinaria. Y al final, con todas las experiencias encima llegan
las conclusiones de vida. Y dentro de ellas, hay una que resalta puesto que fue, entre las
tantas actividades acometidas, la que más ocupó tiempo y dedicación, la política como bien
dejo Héctor Incháustegui Cabral en El pozo muerto, “todo es política”. La vida es política,
lo que hacemos y dejamos de hacer también es política. El desengaño que es conclusión
final, no es con la política en sí, sino con los partidos, con las agrupaciones de hombres que,
supuestamente, tienen unos mismos principios y unos mismos objetivos, mas la práctica
desdibuja a principios y objetivos. Buena conclusión ésta, la de un hombre, como él que
viene remontando desde una militancia insistente y decisiva en el Partido Nacionalista, que
pasa en lucha por la Intervención Norteamérica de 1916, por gobierno y gobierno, que vive
dentro de la tiranía de Trujillo, arriba a la conclusión de que sólo el imperio del individuo
tiene fundamento, en los partidos no se puede creer. Aquí entra justamente la recomendación
que hiciera Eugenio María de Hostos, desengañado igualmente, “Voy a darle un consejo,
hijito. Nunca se meta en política”.36

Y a propósito de carácter y dignidad, el capítulo dedicado a Eugenio María de


Hostos, patética descripción del estado de un hombre que se dio a los otros y termina,
no sólo en ruina, sino en absoluto abandono de esos otros a quienes sirvió, constituye
una pieza ejemplar que reafirma la condición última de la obra, que se podía esbozar,
como un texto pensado y escrito para fijar en la historia la imagen del padre, hombre
que sirvió a una dictadura. Y tras del padre, también la posición del hijo frente a la
vida pública. Hostos, como se describe en este libro, cumplió sus últimos tiempos en la
tierra y nada poseía, ni el mínimo para mantenerse, únicamente cierto, la muerte. Así el
final de un hombre de su estirpe. Nada mejor que ese texto para coronar las reflexiones
que sobre el ejercicio público, donde la honradez primara, constituye la sustancia de
Evocaciones y reminiscencias.

35
Op. cit., p.284.
36
Op. cit., p.138.

334
INTRODUCCIÓN  |  CUATRO MIRADAS SOBRE UNA MISMA REALIDAD  |  José Enrique García

Notas finales
Lecciones de estas publicaciones: ¿qué representan hoy estos cuatro libros?, ¿qué justifica
su reedición, y sobre todo, su lectura? A manera de conclusión, siguiendo nuestra lectura,
lo que los vuelve indispensables dentro de la bibliografía nacional, visto desde el conjunto,
son estos atributos.
1. Se levantan desde asuntos esencialmente dominicanos. Los temas y referencias ex-
tranjeros, como ocurre en el libro de Henríquez Apolinar Henríquez, se insertan dentro
una problemática de carácter nacional, en este caso específico, asuntos diplomáticos que
conciernen directamente al país.
2. En conjunto, estos libros ofrecen una especie de geografía interior del país de finales
del siglo XIX y la mitad del siglo XX en estos aspectos: el sociológico, el diplomático, el po-
lítico, el literario y, de paso, el relativo al comportamiento social e individual, esto es, la vida
misma de las gentes que habitaban en campos, aldeas, en los pueblos y las ciudades.
3. Libros que describen un momento de la vida dominicana donde predominaba la
firmeza de carácter, la asunción de posiciones pública con franca honestidad.
4. Prevalecen en estos libros una correcta disposición de líneas y párrafos que responden
a un fluir en el que el orden se impone con reglas aprendidas.
5. Son, en suma, libros que operan como espejos, que nos desvelan y devuelven la
realidad cercana de la República Dominica, esa realidad que de forma directa condiciona
nuestro presente.

335
N o. 1

manuel de js.
troncoso de la concha
narraciones dominicanas
Prefacio
José Antonio Caro Álvarez
prólogo
(de la primera edición)
La Librería Dominicana, interesada en servir a los fines del intercambio creado como
medio eficacísimo de acercamiento y comprensión entre los pueblos, ha resuelto publicar
una serie de antologías de nuestros autores más representativos, a través de las cuales pueda
conocerse el pensamiento dominicano. Las relaciones de esta Librería con sus similares de
América y de otros continentes, y con gran número de bibliotecas interesadas en hacerse de
los más caracterizados exponentes de la bibliografía universal, servirá de particular manera
al noble interés de difundir el libro nacional como reflejo y expresión animada de un pueblo
que ha desempeñado destino señalado en el desarrollo del mundo occidental, de lo que son
elocuentes testimonios sus laudables esfuerzos por la libertad, por la cultura, por el progreso
y por la gloria, que hacen de su historia parte importantísima de la historia general.
Para iniciar la serie de volúmenes de que se compondrá tan necesaria compilación an-
tológica de la literatura vernácula, la Librería Dominicana ha escogido al doctor Manuel de
Js. Troncoso de la Concha, figura sobresaliente del bien decir en nuestro medio y auténtico
valor de las letras americanas.
Nació el doctor Manuel de Js. Troncoso de la Concha en la ciudad de Santo Domingo de
Guzmán, capital de la República Dominicana, el 3 de abril de 1878, hijo de don Jesús Ma. Tron-
coso y doña Baldomera de la Concha de Troncoso, padres de ilustre familia capitaleña.
Estudió primero en la Escuela Preparatoria, de la que pasó al Seminario Conciliar de
Santo Tomás de Aquino de la misma ciudad, donde se hizo bachiller en Filosofía y Letras el
25 de noviembre de 1895. Seguidamente cursó estudios universitarios hasta graduarse, el
3 de abril de 1899, de licenciado en Derecho. El 27 de julio de 1901 casó con la distinguida
señorita Alicia Sánchez, con la que formó una familia ejemplar.
La amplitud de sus conocimientos, especialmente en letras humanas, y sus preciadas
dotes pedagógicas, le valieron su designación para el profesorado de Filosofía de la Uni-
versidad de Santo Domingo en 1914, para el de Derecho Civil en 1915, para el de Derecho
Administrativo más tarde, y para la Rectoría poco tiempo después, elevada institución
docente donde tan copiosos y notables llegaron a ser los frutos de su saber, que su Claus-
tro acordó conferirle el título de Doctor en Filosofía honoris causa, en justo galardón a sus
merecimientos.
Es autor de importantes obras de Derecho, de Historia y de Literatura, de las cuales merecen
citarse Elementos de Derecho Administrativo con aplicación a las leyes de la República Dominicana,
La Ocupación de Santo Domingo por Haití y La génesis de la Convención Domínico-Americana. Se
ha distinguido en la prensa y brilla en el Parlamento.
Inicióse en la vida pública el 15 de noviembre de 1899 como juez de Instrucción del
Distrito Judicial de Santo Domingo; en el lapso de 1899 a 1910 fue magistrado del orden
judicial en diversos tribunales, la Suprema Corte de Justicia inclusive, y desde 1911 hasta
1948 ha sido, enumerando los cargos principales, secretario de Justicia e Instrucción Pública;
de Fomento y Comunicaciones; de Interior y Policía y de Guerra y Marina; procurador
general de la República; presidente del Ayuntamiento de la Capital; vicepresidente de la
Asamblea de Revisión de la Constitución de 1916; miembro de la Comisión Dominicana
de Reclamaciones de 1917; presidente del Tribunal de Tierras; delegado de la República

339
COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

Dominicana en la Comisión de Jurisconsultos de Río de Janeiro (1927); rector de la Univer-


sidad de Santo Domingo; enviado extraordinario y ministro plenipotenciario en misión
especial de los Estados Unidos de América; vicepresidente primero y presidente después de
la República; presidente del Senado y presidente de la Academia Dominicana de la Historia.
Se le han conferido numerosos honores y condecoraciones y pertenece a gran número de
instituciones científicas y literarias de diversos países.
El escritor ha de tener, para distinguirse, tres condiciones esenciales: proponerse un alto fin
humano, pensar bien y poseer bello, claro y pulcro estilo propio. Reúne a cabalidad esa trina
condición en nuestro medio el doctor Manuel de Js. Troncoso de la Concha. El objetivo o enfoque
maestro de su pluma es el campo de la Historia, en el que sobresale como crítico, investigador
y sociólogo, animado de un gran espíritu de dominicanidad y de un hondo sentimiento de
justicia. El país le debe, sin duda, la más notable contribución a los estudios historiográficos
dominicanos. Tarea de búsqueda y de crítica histórica más que de narración y compilación
en la materia, es la suya, y en eso estriba, principalmente, su función de hombre de letras.
Para exteriorizar lo captado en ese campo y en esferas afines de conocimientos, emplea tanto
el instrumento oral como la pluma. Para lo primero se sirve de la charla.
En reuniones de diversa índole hay siempre una persona adueñada de todos los concur-
rentes que, con la mayor voluntad del mundo, callan para que sólo ella hable. Para la sumisión
auditiva, aquella persona posee el dominio verbal sin oficialismo oratorio académico. Y si
el privilegiado de la voz para trazos narrativos del género llano y vulgar impone señorío,
¿qué no haría elevado a plano de cultura para oídos de selección?
Además de ser nuestro máximo tradicionista y nuestro cuentista por excelencia, no tiene
par como charlista en nuestro medio. La palabra le brota sin esfuerzo, llena de frescura y de
color, alada y expresiva. Habló una vez en la Universidad, cuya rectoría desempeñaba, acerca
de nuestros próceres Francisco del Rosario Sánchez y Ramón Matías Mella, y lamenté la falta
de instrumentos grabatorios de su palabra maravillosa. La vida íntima, inquieta y pasional de
uno y otro héroe, como en un desdoblamiento de sus almas, vibraba en los labios del orador.
Pude captar cuanto de luz y sombra hubo en ambas personalidades patricias: luz en su amor
como servidores de la Patria; sombra en su pasión como miembros de partidos políticos. A la
hora de la defensa nacional, parecían dioses; a la de la lucha partidista, eran hombres. “Estoy
con Báez porque es contrario a Cabral” o “Estoy con Cabral porque es opuesto a Báez”, eran sus
convicciones como partidarios. Como patriotas no: transfigurábanse para la heroicidad que los
unía en el amor a la República y en el deber de defenderla de extrañas agresiones. Tal fue, más o
menos, si la memoria me es propicia, el verismo escapado de su paleta de retratista literario.
En otra memorable charla que le inspirara el mismo Francisco del Rosario Sánchez,
exaltó con palabra hecha bronce la superioridad de varón tan insigne de la Independencia
y la Restauración dominicanas, que aceptó con resignación estoica la muerte y pidió la
exención del patíbulo para sus compañeros de armas condenados junto con él a la última
pena asegurando que sólo él era culpable. “Murió con la serenidad del convencimiento
en la grandeza de su causa y sólo Jesucristo le superó en el” –dijo el orador en uno de los
pasajes de su charla.
En ocasiones diversas, rememorativas de otras nobles figuras de la proceridad domini-
cana, lo he escuchado con idéntica agudeza de filósofo y de crítico sagaz en el campo de la
historia patria. La historia en sus labios de disertante y en su pluma maestra adquiere un
valor potencial inmenso.

340
M. J. TRONCOSO DE LA CONCHA  |  NARRACIONES DOMINICANAS

Débese a esta cualidad predominante de su espíritu el haber sido enjuiciado definitiva-


mente el movimiento armado de 1808 a 1809 conocido en nuestra historia con el nombre de
Guerra de la Reconquista, mediante el cual nuestro pueblo, sometido como se hallaba a Fran-
cia como consecuencia del Tratado de Basilea, celebrado entre ésta y España, se reincorporó
a la Madre Patria, enérgica decisión por la que le fue posible a la parte dominicana de la Isla
conservar, como observa el doctor Troncoso de la Concha, su condición de miembro de la
familia hispana de América manteniendo de ese modo la indispensable unidad de espíritu
con que pudo constituirse más tarde en Estado libre independiente. Visto como alto esfu-
erzo de persistencia biológica en la hispanidad, el movimiento político-social de referencia
quedó situado en su carácter de antesala de la Independencia, y su propulsor y jefe, don
Juan Sánchez Ramírez, en el de prócer a quien hemos de estarle eternamente agradecidos
los dominicanos, contrariamente al concepto de hombre extraño al patriotismo, en que se
le tenía, por haber realizado nuestra incorporación a España en vez de haber proclamado
la independencia de la colonia. La historia había sido tacaña con él. La crítica histórica le
dio título de gloria y derecho de inmortalidad. Sus restos mortales bajo las losas de nuestra
Catedral Primada, pasaron a más noble sitio de la misma, a aquél en que el amor a la Patria
se confunde con el amor a Dios, del que es digna hechura: a la Capilla de los Inmortales, en
solemne ceremonia oficial donde se exaltaron sus méritos y glorias.
¡Ay del pasado si no se corrigieran las injusticias humanas, hijas de juicios apasionados o
prematuros sobre hombres y cosas! La historia es tal vez lo más susceptible de descomposición
y recomposición que se conoce. La labor serena y reflexiva de los que en ella penetran arma-
dos de filosofía, se reduce a poner en su verdadero lugar personajes y hechos, a reconciliar
acciones y circunstancias para la definitiva colocación de los valores humanos en el punto
a que tienen derecho conforme a lógica y justicia. De ahí las bajas y alzas de personajes
históricos que no están en su sitio y que necesidades de reparación moral promovieron el
reajuste de valores de vidas en provecho de la vida presente y de la que le seguirá.
Los que censuran a los investigadores su misión de buzo en el pasado, dándolos por
esquivos a la lucha presente como empeñados en evitar rozamientos y responsabilidades,
niegan la importancia de uno de los trabajos más fecundos de la humanidad. Historiógrafos,
críticos de la historia, arqueólogos y en general todos los decididamente consagrados al noble
servicio del tiempo por haber una justicia en el tiempo, sin la cual es inconcebible una con-
ciencia del pasado, son dignos del aprecio que se debe a todo el que trabaja con elementos
históricos para dar a la muerte lo que tiene de vida en el recuerdo y en la posteridad.
En este interesante aspecto del investigador que fiel a la verdad y a la justicia profundiza el
pasado dispuesto a corregir errores de sentido histórico acerca de personajes y hechos juzgados
superficial o apasionadamente por sus contemporáneos, está, como dije anteriormente, el alto
punto de mira y de lucha del doctor Troncoso de la Concha, personalidad en la que el filósofo,
el investigador y el humanista valen en ella tanto como el hombre. Por eso, entre los méritos que
lo distinguen como escritor sobresale este empeño generoso de reparar injusticias cometidas con
figuras de nuestra historia juzgadas sin sujeción a criterio científico.
Pero no sólo estudia el doctor Troncoso de la Concha personajes a través de lo que han
realizado o dicho en plano superior de pensamiento, sino también mediante sus rasgos episódi-
cos. Es una manera de adentrarse en la psicología de los mismos, de ver en su fondo más
personal y privativo. Una vida interesante no siempre se manifiesta tal como ella es en todo
lo que dice, ya que ordinariamente esconde o disimula algo de su modo de ser característico,

341
COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

como tampoco responde siempre la exteriorización del pensamiento al verdadero modo de


pensar. Pero cuando un personaje deja escapar repentinamente una frase correspondiente a
un sentimiento o estado emocional de su vida, despreocupado de todo artificio ideológico o
discursivo, revela mejor su carácter en lo que así le brota de lo íntimo. Es este momento del
dicho agudo sazonado de humorismo, que el fotógrafo de almas –escritor o periodista– suele
reflejar en forma anecdótica. Esas expresiones traslucen, muchas veces, mejor que las pensa-
das, el verdadero fondo de una vida. De ahí lo inclinado del doctor Troncoso de la Concha al
comprimido literario inspirado en un rasgo personal interesante. Toma el sorpresivo rasgo,
lo sazona de gracia preparando el ánimo que ha de recogerlo y degustarlo, y lo suelta cuando
cree haber llevado la curiosidad del lector inteligente a su máximo punto de interés en espera
de un final que le sepa a bocado de ingenio en salsa de humorada.
Hemos visto en el doctor Troncoso de la Concha la primera condición del escritor según
nuestro expresado punto de vista, y también la segunda, o sea la de pensar bien. Veámoslo
ahora como estilista. El doctor Troncoso de la Concha posee un estilo personal inconfundible.
Gasta poca adjetivación como recurso colorista. La rama llena de frutos es parca en hojas.
Así su prosa, escueta de ordinario, pero jugosa siempre. El desnudo en la pintura y en la
escultura está triunfando también en la literatura. Los mejores escritores son los más hechos
a mesura de imágenes y tropos, los no empeñados en querer embellecer lo bello. Un hondo
examen de la vida en general nos llevaría a la conclusión de que hay más desnudeces que
velos, más naturaleza cruda que ropajes de las cosas naturales, y la verdad es que se ha
abusado siempre del vestido. Se ha ido muy lejos en exigencias de pompa. El realismo está
corrigiendo las demasías de ese afán, lo cual es importante en el grado en que pueden ar-
monizarse desnudez y ropaje, porque la excesiva inclinación al naturalismo y la exagerada
pasión al culto de la gracia cubridora están conspirando por igual contra la dignidad del
arte literario. Casticidad y concisión son el secreto de la superioridad del estilo.
Hay dos clases de escritores bien definidos: los que sólo emplean voz y pluma como
instrumentos de combate y los que se sirven de una y otra como medios de defensa y de
reparación. Manuel de Js. Troncoso de la Concha pertenece a este último linaje. No es que le
interese encubrir el defecto del personaje objeto de su estudio, ni rebasar de la justa medida
el encarecimiento de lo que en éste haya de virtud. ¡Jamás! No oculta nada de la fealdad
moral de su historiado, sino que lo observa dentro de las relaciones de causa y efecto, de
vida y escenario, del todo y de las partes, para las deducciones lógicas indispensables al
juicio exacto acerca de personajes y acontecimientos, seguro de que nadie es perfecto en
este mundo ni hace esfuerzos para distinguirse como malo, circunstancia a que debo estas
consideraciones que me he hecho más de una vez: Los malos son los que sólo dejan ver sus
defectos. Vistos sin prevención no son tan malos. Los buenos son los que sólo dejan ver sus
virtudes. En rigor de verdad, no son tan buenos. Y es que el doctor Troncoso de la Concha
es, ante todo, un hombre que piensa humanamente. Acaso ha prohijado esta sentencia de
Víctor Hugo: “Hagamos humano lo divino”. Sin ser un hombre en sentido filosófico no se
puede ser un gran escritor por más dotes y conocimientos que se tengan para ello. Sobre la
base del hombre superior que hay en el personaje que nos ocupa, se levanta la autoridad
sobresaliente del escritor.

R. Emilio Jiménez.

342
M. J. TRONCOSO DE LA CONCHA  |  NARRACIONES DOMINICANAS

Santa Rosa y Santo Domingo


Uno de los recuerdos más gratos del pueblo dominicano es el de haber sido esta antigua
Isla Española la tierra donde fue concebida Santa Rosa, la virgen de Lima, criatura dilecta
de Dios, que apacentó en su corazón un amor tan ardiente a la humanidad y cuyas virtudes
son perfume, encanto y gloria del hemisferio colombino.
Nuestro pueblo, feliz porque ninguno de América le lleva ventaja en glorias,
vicisitudes, padecimientos en defensa de su filiación histórica y en la devoción a su
tierra y su libertad, ha tenido en cambio la desdicha, como tal vez ningún otro de esta
porción del mundo, de que timbres y preseas de los cuales se halla legítimamente
orgulloso sean preteridos, cuando no discutidos o negados. Se nos quiere despojar
de la primacía de nuestra vieja Universidad, invocando los mismos amañados argu-
mentos de que se sirvieron otrora los jesuitas para negarles a los dominicos la gloria
de haberla fundado por gracia de la bula In Apostolatus culmine del Papa Paulo III, del
28 de octubre de 1538; se pretende hacer aparecer como una superchería el providencial
hallazgo de los restos de Colón, no obstante que vivimos mostrándolos a todos cuantos
quieren verlos y hemos clamado en todos los tonos que nos sometemos a cuales que
sean las pruebas requeridas para dejar establecida su identidad; se aspira a deslustrar la
pasmosa hazaña de don Juan Sánchez Ramírez y los hombres de la campaña de expul-
sión de los franceses de 1808 y 1809, que le aseguraron a nuestro pueblo su estructura
histórica; se pretende asimismo deslustrar nuestro pasado haciéndonos aparecer como
llamando en 1822 a los haitianos para extender su dominio hacia esta tierra nuestra,
excediendo los cálculos del odiado Jean Pierre Boyer, que por medio de la intimidación,
amenazando solapadamente al pueblo dominicano, entonces inerme, con reproducir
los crímenes perpetrados contra él por Toussaint, Dessalines y Cristóbal, obtuvo, con
la mira de engañar a España y a Colombia, actos de aparente apelación a su autoridad
para venir a poner a Santo Domingo en paz y a servirles de amparo a los oprimidos (?),
irrisoria concepción de aquel hombre, que hizo cuanto le fue dable para borrar nuestra
filiación de pueblo hispano y rabiatarnos a Haití; se le niega a nuestra Catedral el histó-
rico y bien ganado título de Primada de América; se le atribuye la nacionalidad cubana
a nuestro dominicanísimo Máximo Gómez, adalid de las guerras de independencia de
la heroica Cuba. Et sic de coeteris.
No sabemos que se la haya negado a nuestra tierra la dulce satisfacción de haber sido en
donde fuera concebida la santa que unió a América con el cielo; mas es lo cierto y sensible
que esta circunstancia apenas se menciona en las biografías de la santa, omisión tanto más
injustificable cuanto que a esa gestación de su vida en Santo Domingo es a la que se debe el
haber sido Isabel el primitivo nombre de Santa Rosa.
Ella, en efecto, fue llamada Isabel en el bautismo. Sus padres eran vecinos de Puerto
Plata. Llamábanse Gaspar Flores y María de la Oliva. Hijos ambos de españoles, Gaspar
nació en Puerto Rico (San Juan) y María en Lima. Vivían al pie de la imponente montaña
de Isabel de Torres. Apenas es necesario recordar que esa majestuosa eminencia, cuya
hermosura deslumbró a Colón, fue denominada por éste así en homenaje a Isabel la Ca-
tólica, la gran reina de Castilla. Cuando el embarazo se hallaba muy avanzado, Gaspar
Flores y María de la Oliva decidieron ir a fijar su residencia en el Perú. El hecho de ser
la madre nativa del antiguo reino de los incas parece revelar que de allí vinieron a Santo
Domingo, donde probablemente no les fue tan bien como hubieran querido. Lo cierto

343
COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

es que salieron de Puerto Plata, ya encinta María, y, según la tradición, se trasladaron a la


ciudad de Santo Domingo, en la cual ocuparon una casa de la calle de los Plateros, ahora
Arzobispo Meriño.*
Nuestro historiador Del Monte Tejada, al recoger la tradición, dice que los padres de Santa
Rosa se embarcaron junto con el cuerpo expedicionario que correspondiendo a solicitudes
urgentes de Francisco de Pizarro le envió desde Santo Domingo el ilustrísimo señor Alonso
López de Fuenmayor, arzobispo presidente de la Real Audiencia, gobernador y capitán
general de la Isla Española, al férreo conquistador del Perú, al mando de su hermano Diego
de Fuenmayor. Hay, sin embargo, error en esto, pues que el señor de Fuenmayor falleció en
el año 1551 y el nacimiento de Santa Rosa ocurrió en Lima en 1586, según unos el 20 y de
acuerdo con otros el 30 de abril.
Si en vez de Isabel se le conoció en su vida y luego en la posteridad con el nombre de
Rosa, fue porque con éste la confirmó el santo arzobispo de Lima, Toribio de Mogrovejo,
quien, en presencia de la sin par belleza de la criatura llevada a su presencia para adminis-
trarle el segundo de los sacramentos, exclamó, según la tradición de nuestros antepasados:
“¡Qué linda! ¡Parece una rosa!” y no obstante habérsele advertido que en el bautismo se le
había dado por nombre Isabel, replicó:
—”Pues yo la llamaré Rosa”.
Isabel, como queda dicho arriba, fue sin embargo el nombre original de la santa y éste
se debió al recuerdo que de la enhiesta Isabel de Torres, a cuyas faldas tal vez cuán plácidos
fueron sus días, quisieron hacer Gaspar Flores y María de la Oliva.
Es de notarse cómo, o porque una voluntad de lo alto viniera disponiéndolo así, o porque
la seráfica niña supiese cuán ligada se hallaba la formación de su ser el recuerdo de nuestra
isla, ya más conocida para esa época por Santo Domingo que por la Española, su vida estuvo
vinculada al patriarca fundador de la Orden de Predicadores.
A los veinte años de edad, después de una infancia y adolescencia en que vivió consa-
grada al amor de Dios, resolvió ingresar en la Orden Dominicana, mas no existiendo en Lima
convento de la segunda orden, se hizo terciaria de Santo Domingo. Ya antes, en un éxtasis
de unción cristiana, había celebrado sus desposorios místicos con el Salvador, un domingo
de Ramos, en la iglesia de Santo Domingo, de la capital del virreinato.
Al nombre de Rosa que le fue asignado por el arzobispo Mogrovejo ella agregó el de
Santa María.
A los treintiún años, el alma de Rosa voló al cielo. Su cuerpo, que por la vida contem-
plativa y por las maceraciones a que se sometió, se había desmedrado horriblemente, se
transfiguró al morir, para recuperar su antigua belleza. Todo Lima acudió a contemplar
aquella maravilla y a rendir homenaje de amor y admiración a la virgen purísima que fue
galardón y encanto de la Ciudad de los Reyes. Trasladado a la iglesia de Santo Domingo
fue necesaria una orden del virrey para que los guardias de éste lo protegiesen del torrente
popular que acudía a buscar reliquias de la santa.
Pocos casos registra el santoral en que el proceso de santificación se haya verificado en
tiempo tan corto: Rosa murió el día 24 de agosto de 1617, su beatificación el 12 de abril de
1671.

*Esa casa, según decían nuestros antepasados, es la marcada ahora con el número 42 en la calle del Arzobispo
Meriño, que perteneció un tiempo a don Marcos Polanco y ahora a don Manuel de J. Tejera Peignand.

344
M. J. TRONCOSO DE LA CONCHA  |  NARRACIONES DOMINICANAS

Por causas accidentales, el Papa Clemente IX se hallaba retirado en el Convento domi-


nicano de Santa Sabina cuando expidió su célebre bula “Sanctae Matris”, por medio de la
cual se reconoció la bienaventuranza de Rosa de Santa María.
Designios de la Providencia.

La victoria de los cangrejos


La tradición viene de siglos y se ha mantenido viva hasta nuestros días. Del Monte y
Tejada la recoge en el tomo segundo de su Historia de la isla de Santo Domingo.
Como es muy bien sabido, en el mes de mayo del año de 1655, gobernando esta isla por
Su Majestad Católica Felipe IV el noble señor don Bernardino de Meneses de Bracamonte y
Zapata, conde de Peñalva, se presentó frente a nuestras costas y se desembarcó de una nume-
rosa escuadra por las playas de Najayo una fuerza inglesa mandada por el general Venables.
Conducía la flota el almirante Mauricio Penn, padre de sir William Penn, el que fue años más
tarde fundador de Pennsylvania. A Penn y a Venables les había hecho Oliverio Cromwell, el
famoso Protector de Inglaterra, el muy especial encargo de arrebatar esta isla del poder del
león hispano y engarzarla como un florón más en la corona del leopardo británico.
Es cosa sabida asimismo que desde los primeros momentos el gobierno de la isla, por
virtud de las enérgicas disposiciones del conde de Peñalva, se puso en estado de defensa, y
si bien los ingleses lograron avanzar hasta el sitio en que se halla ahora emplazado el Parque
Independencia, en la capital dominicana, las fieras embestidas lanzadas contra ellos por el
ejército de españoles y nativos, conducidos por expertos y valientes capitanes, los obligaron
a ir reculando hasta el punto de su desembarco, lugar donde Venables planeaba reorganizar
sus fuerzas para volver sobre la ciudad de Santo Domingo.
Lo que la tradición ha agregado y sostenido siempre es que parte y no pequeña de esa
victoria alcanzada por nuestros antepasados sobre los soldados de Cromwell, al menos para
impedir que lograran rehacerse y volver sobre la carga contra los heroicos defensores de la
plaza principal de la colonia, se debió a la inconsciente o tal vez providencial intervención
de los cangrejos que pululaban por la costa meridional de la isla durante la época del año
en que la invasión se produjo.
Del Monte y Tejada, en su obra citada, dice:
“Es el caso que en la boca del Jaina donde se desembarcó el ejército inglés se cría un
prodigioso número de cangrejos entre los manglares y árboles de sus montuosas orillas, y la
guardia avanzada del enemigo, la cual estaba próxima a una emboscada que mantenían los
españoles, percibió en el silencio de la noche que precedió a la batalla un ruido sorprendente,
causado sin duda por el continuo movimiento de estos crustáceos golpeándose los carapachos
en su contacto. Sorprendidos los centinelas creyendo que era la caballería española con sus
broqueles y herraduras lo que motivaba tanto ruido, y disuadidos ya de su esfuerzo por los
varios encuentros que habían tenido en los días anteriores, dieron a huir, sembrando el terror y
el desorden en el ejército acampado, que se precipitó a refugiarse en las naves. De este pánico
resultó el apresamiento que hemos referido y el definitivo embarco de los ingleses”.
Más adelante agrega:
“Se reputó este suceso como un favor especial del Altísimo y dio lugar a la fiesta religiosa
que se celebra todos los años con la mayor solemnidad y que algunos autores han querido
ridiculizar suponiendo que los españoles dominicanos fabricaron un cangrejo de oro sólido

345
COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

del tamaño de un tambor, el cual estaba colocado en un altar de la Catedral, de donde se le


sacaba en procesión el día de la fiesta y que había existido en aquel lugar hasta que de él se
apoderó el general Leclerc, a principios de este siglo (XIX)”.
Don Domingo de la Rocha, vecino de la ciudad de Santo Domingo, de linaje noble, des-
cendiente de una de las familias más antiguas de la isla, y quien vivió hasta fines de la octava
década del siglo pasado, afirmaba que el cangrejo de oro existió, más no de proporciones
mayúsculas, sino de tamaño más o menos como el de uno natural, que todos los años era
colocado en el altar mayor de la Catedral, durante un Te Deum dedicado a conmemorar la
derrota de los ingleses y que finalmente desapareció durante la dominación francesa, al igual
de otras joyas del tesoro de la Metropolitana de las cuales se incautó el general Barquier,
último gobernador francés. El Te Deum dejó de cantarse al restablecerse en Santo Domingo
el poder español, para no dar qué sentir a los ingleses, quienes habían prestado tan buen
concurso a Sánchez Ramírez en la guerra llamada de la Reconquista.
Muy desastrosa e injustificable debió ser, en realidad, la última derrota sufrida por los
soldados de Cromwell, cuando Venables, según consta en el Compendio de la Historia de Santo
Domingo por García, degradó a su ayudante general Jackson y ahorcó a muchos de los que
huyeron en los montes de Najayo ante el empuje de las tropas españolas y cuando el férreo
dictador inglés, inconforme con el resultado de la expedición, mandó encerrar en la Torre
de Londres tanto a Venables como a Penn, no obstante que éstos, al fracasar en su intento
de conquistar a Santo Domingo, se apoderaron de la isla de Jamaica, en la cual dejó de flotar
desde entonces la bandera de España para ser sustituida por la de Inglaterra.

El Tapado
Quien, transitando por la calle 19 de Marzo de la vieja Santo Domingo se detuviera un
instante al llegar al cruce de esa calle con la del Padre Billini y fijara su vista en el portón de
entrada de una antigua casa colonial de dos plantas que mira al poniente, podría contemplar
el escudo que allí existe (uno de los pocos que no destruyó la despiadada mano del ocupante
haitiano) el cual ostenta como emblema una cruz y un rosario y alrededor de éstos la repre-
sentación de tres pergaminos enrollados.
Esa casa ha sido llamada siempre del Tapado, nombre que se extendió a la calle, la cual
lo conservó en el lenguaje del pueblo y en las referencias de los documentos oficiales hasta
el 21 de marzo de 1859, en que el Ayuntamiento de la ciudad se lo cambió por el de San
José y más tarde por el actual de 19 de Marzo que se le puso para recordación de la batalla
empeñada en Azua en esa memorable fecha de 1844.
“Calle del Tapado” le siguió llamando, sin embargo, la gente hasta no hace muchos
años.
¿Quién fue “El Tapado”? ¿Qué relación existió entre éste y el viejo caserón así bautizado?
He ahí el asunto.
Empero, hay más.
También en México tuvieron un “Tapado”.
¿Fue el de Santo Domingo el mismo de la tierra azteca?
La tradición nuestra ha sostenido siempre que en aquella casa vivió un hombre a quien
probablemente nadie que no fuese del interior de ella le vio jamás el rostro, porque lo ocul-
taba con una máscara, decían unos, con una capucha o un velo, exponían otros.

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M. J. TRONCOSO DE LA CONCHA  |  NARRACIONES DOMINICANAS

Agregábase que eran frecuentes las ocasiones en las cuales el misterioso individuo se
hacía visible, además de que, cuando se le veía, a hurtadillas, era en momentos en que los
transeúntes eran escasos o debía suponerse a los vecinos entregados al placer de la siesta o
a alguna ocupación del hogar.
Las versiones circulantes acerca de “El Tapado” recogidas por la tradición eran tres:
una fantástica, una aceptable y una razonable. Según la primera, se trataba de un hermano
gemelo del rey (?) cuyo extremo parecido con el soberano había sido motivo de graves
preocupaciones para éste, quien vivía bajo el temor de verse suplantado por sus enemigos
con aquel ser de su propia sangre, por lo cual decidió enviarlo a esta su posesión insular
del Nuevo Mundo, bajo la guarda y custodia de fieles amigos suyos, encargados de velar
porque no recobrase su libertad el infortunado príncipe, ni quedase puesta de manifiesto su
identidad. Esta versión, fruto sin duda de una lucubración extravagante, apenas era repetida,
ni por las personas más simples o por los más crédulos. La otra pretendía que “El Tapado”,
miembro de la nobleza palatina, había dado muerte en lance de honor a otro caballero de
alta alcurnia, y que, para escudarlo, poniéndolo al margen de las sanciones legales, había
sido mandado a Santo Domingo merced a gestiones de sus valedores en la corte, a condición
de que no descubriera nunca su cara en público, excusando así a los justicias del rey en la
isla la ignorancia de su presencia en ésta. La última sostenía sencillamente que “El Tapado”
era un leproso, quien se cubría de esa manera el rostro para ocultar sus máculas a los ojos
de los extraños.
“El Tapado” de México es un personaje histórico. Se llamaba don Antonio de Benavides,
era marqués de San Vicente y mariscal de campo y castellano de Acapulco. “El pueblo le llamó
así porque cuando fue conducido a la ciudad de México para internarlo en la cárcel –dice don
Artemio Valle-Arizpe, notable investigador y tradicionalista mexicano– cabalgaba en una
mula, impenetrablemente envuelto en una capa y rodeado de un tropel de alguaciles”.
Acerca de este personaje, el doctor Nicolás León, en su Compendio de la Historia General
de México, dice: “Por este tiempo se presentó en México, con el carácter de visitador, don
Antonio de Benavides, marqués de San Vicente, que fue recibido con grandes muestras de
respeto y veneración; mas al llegar a Puebla, se le redujo a prisión por orden de la Audiencia
y fue conducido preso a la ciudad de México el 4 de junio en la noche (1683). Se le siguió un
misterioso proceso y, después de un año de prisión, el 10 de junio de 1684 fue condenado a
muerte y ejecutado el 14 del mismo. Ahorcáronle y le cortaron la cabeza y las manos; una
se clavó en la horca y la otra, con la cabeza, se mandó a Puebla. En los momentos de su eje-
cución acaeció un eclipse total de sol que espantó a toda la muchedumbre que presenciaba
su muerte, dejando desierta la Plaza Mayor. Nada se supo respecto a la causa de la muerte
de este sujeto, a quien el vulgo llamó “El Tapado”.
El doctor Francisco de la Fuente y Ruiz, español, quien fue ministro de la República
Dominicana en México durante muchos años, escribió también, largamente, acerca de “El
Tapado”, y sus trabajos se publicaron en Letras y Ciencias, de Santo Domingo. Él creía que el
de aquí y el de allí en comento que hizo de lo escrito por Fuente y Ruiz, no eran el mismo
sujeto. Nuestro ilustre tradicionista Penson, pareció inclinado a admitir esta identidad.
Para mí, todas las circunstancias concurren a mostrar que “El Tapado” de México y el
de Santo Domingo son dos sujetos diferentes. No hay siquiera indicios de que el nuestro
apareciera en la época más o menos en que llegó a México el que se hizo allá tristemente
célebre. Se dice que el de Santo Domingo era en realidad un visitador regio; mas ésta es

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

una afirmación o creencia demasiado aventurada para que se la haya de tomar en serio. La
misión de un visitador constituía un acto de trascendencia muy extraordinaria; era algo, por
decirlo así, como una duplicación del rey, cuando éste necesitaba llamar a cuenta o a capítulo
a uno o varios de sus servidores, y algún rastro debió haber quedado en los archivos de esa
circunstancia, que en tan contadas ocasiones se registraba.
Cavilando acerca del caso, he llegado a la conclusión de que, posiblemente, antes de
dirigirse a México estuviese en Santo Domingo el marqués de San Vicente, habitase la casa
que mencioné arriba, fuese conocido de alguna gente, hiciese gala tal vez de su pretendida
misión en el virreinato de Nueva España y más tarde llegase a nuestra isla la noticia de su
procesamiento y malaventurado fin en México, de lo cual resultase que retrospectivamente,
se le llamase “El Tapado”, al conocerse el mote con el cual había sido designado en México.
Una hipótesis semejante no carecería de fundamento, dado el haber sido ese virreinato la
posesión española más relacionada en aquellos tiempos con Santo Domingo, que de allí
recibía el situado, y en muchas ocasiones fue la escala de las comunicaciones de nuestros
antepasados con la metrópoli. Todo eso sin descartar de una manera absoluta la especie de
que en la vieja casa colonial en donde se forma la esquina noroeste de las calles 19 de Mar-
zo y Padre Billini en la ciudad de Santo Domingo, hubiese vivido un hombre misterioso,
distinto del don Antonio de Benavides de México, con lo cual fuese cierto que hubiera un
Tapado mexicano y otro dominicano.
De que aquí hubo uno (fuesen dos o uno solo) no hay duda.
Cuando no fuera la tradición argumento bastante para sostenerlo, tendríamos en abono
de su existencia, para confirmarla, el hecho de haber llevado el nombre de “El Tapado” la
calle que después fue denominada San José y es ahora del 19 de Marzo.

El cura de los Ingenios y el ingenio de los curas


Por los años de 1686 a 1689 era cura del partido de Los Ingenios el presbítero don Diego
Salomón de Quesada. Denominábase así a la porción de tierra que va desde el río Nigua
hasta el Nizao, muy adentro de lo que es hoy la rica y poblada común de San Cristóbal.
El padre Quesada era uno de los sacerdotes más distinguidos de la colonia. De familia
linajuda, rico, inteligente, de buen porte, maneras elegantes, su prestigio era grande, así en
la clerecía como en los medios sociales.
A esas calidades y condiciones se debía probablemente el haber sido designado para
servir la cura de almas del partido de Los Ingenios, el cual, aunque rural en toda su extensión,
servía de residencia a los señores a quienes pertenecían los ingenios de laborar azúcar allí
establecidos. Muy conspicua debió de considerarse esta posición cuando, superponiéndola al
nombre nada común del padre Quesada, le ganó a éste como título de distinción el de “cura
de los Ingenios” con que se le nombraba, al referirse alguien a su excelencia de gran señor
o a algún rasgo suyo. Porque lo cierto era que, adonde quiera llegase, hacia él convergían
las miradas, y si hablaba, de sus labios estaba pendiente todo el mundo.
Gobernaba la arquidiócesis el arzobispo don fray Fernando de Carvajal y Rivera.
Entre el señor arzobispo y el P. Diego Salomón de Quesada no existieron nunca buenas
relaciones. Cascarrabias ambos, celoso el primero de la nombradía del otro, se encontraban
pocas veces y, cuando esto sucedía, ya tenía provisión la gente de iglesia, y aún la que no lo
era, para una buena comidilla.

348
M. J. TRONCOSO DE LA CONCHA  |  NARRACIONES DOMINICANAS

Así las cosas, ocurrió un día, según la tradición el de la Natividad de Nuestra Señora, que
estando ya el arzobispo revestido de sus ornamentos para pontificar, se personó en la sacristía
de la Catedral el P. Quesada, quien llegaba más tardíamente de lo excusable. Su presencia fue
saludada con un murmullo de los clérigos allí reunidos, revestidos unos de sorprepelliz y de
capas y dalmáticas los que debían asistir al arzobispo. El murmullo se fue extendiendo hasta
llegar a los oídos del prelado: “el cura de los Ingenios”, “el cura de los Ingenios”…
Vuelta la cara para los circunstantes, y encontrándose su mirada con la del P. Quesada,
el arzobispo, en tono mitad sorna y mitad admonición, exclamó:
—¿Quién es ese que ahora llega? ¿el cura de los Ingenios, eh?
La respuesta no tardó, arrogante y con punta:
—Sí, ilustrísimo señor. El cura de los Ingenios. Agregando en seguida:
—¡Y el ingenio de los curas!
Los nervios del arzobispo se conmovieron.
Contúvose, sin embargo.
Adoptando aire de mansedumbre dijo luego de un rato:
—¡Anjanjá! ¿Conque el ingenio de los curas? Eso tendrá que probármelo.
—Cuando su señoría sea servido de ordenármelo, replicó Quesada.

II
Al día siguiente, el secretario de cámara y gobierno de la arquidiócesis avisó al canónigo
que el domingo próximo, en la iglesia de San Nicolás de Bari y en la misa a que asistiría
de capa magna el señor de Carvajal y Rivera, debía ocupar la cátedra sagrada. El tema era
todavía para aquella época algo espinoso y requería profundos conocimientos teológicos:
la inmaculada concepción de la Virgen María.
Llegó el domingo. El templo se hallaba lleno de fieles. El anuncio de que el P. Quesada
predicaría era bastante para que mucha gente se dispusiese a ir a escucharlo. Agregado a eso,
según los comentos de la gente de sotana llegados hasta el vecindario, que el predicador
iba a ser sometido a prueba, para justificar su arrogante aserto de que él era “el ingenio de
los curas”, no hay que decir cómo fue más grande de lo acostumbrado la concurrencia. Es de
saberse, además, que el ilustrísimo señor de Carvajal y Rivera tenía por hábito interrumpir
al orador con la advertencia de que les explicaría a los fieles algún pasaje del sermón que
su señoría no juzgase lo suficientemente claro para la comprensión de los oyentes, y todo el
mundo quería saber cómo se comportaría el P. Quesada, sabedor de esa manía del ordinario,
para quedar bien con éste y con sus admiradores de la feligresía.
Pasado el evangelio subió el predicador al púlpito. Abordó el tema, con el convencimiento
de quien poseía bagaje sobrante para desarrollarlo como era debido. Apenas, sin embargo,
llevaba de estar hablando diez minutos, cuando el ilustrísimo señor arzobispo, requiriendo
el báculo y poniéndose de pies, se encaró con el predicador y le dijo:
—Aguarde un momento su paternidad. Voy a explicar lo que acaba de decir.
Por un instante, Quesada calló. Repuesto de la impresión que le produjo la intempesti-
va interrupción del prelado, quitóse con ademán respetuoso el bonete, y exclamó a su vez:
—Perdone su ilustrísima el arzobispo, mi señor. Yo lo explicaré mejor.
Sentóse su señoría. La cólera que le produjo aquella arrogante y desusada conducta del
cura de los Ingenios era, no obstante, demasiado viva para que pudiese ocultarla.
Continuó el predicador.

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

Llevaba ya cerca de media hora el sermón, cuando, reproduciéndose la anterior escena,


volvió a exclamar el arzobispo, dirigiendo su mirada hacia la tribuna sagrada:
—Calle un momento su paternidad. Voy a explicar lo que ha dicho.
—Perdone su ilustrísima el arzobispo, mi señor. Yo lo explicaré mejor –volvió a replicar,
ahora sin pausa, el predicador.
Prosiguió el sermón.
Esta vez no volvió a tomar asiento el arzobispo. Queriendo como ensancharse dentro
de sus ornamentos y moviendo nerviosamente el pie izquierdo, mientras su mano derecha
apretaba con fiereza el báculo, miró con ojos vidriados por la cólera al predicador.
—¡He dicho a su paternidad que voy a hablar!
Su voz era airada.
Ya Quesada no replicó. Poniendo oídos de mercader a las palabras del ordinario,
siguió predicando, aunque su voz no era lo normal de momentos antes, porque un
ligero temblor movía sus labios, y la lengua –como si quisiese secársele– se le pegaba
de los dientes.
El auditorio, por su parte, no escuchaba. Sus miradas iban del dosel arzobispal al púlpi-
to, reflejando la impresión producida por el incidente y la ansiedad general de saber cómo
finalizaría.
Terminó el sermón. Antes de que el predicador descendiera de la cátedra el arzobispo
había dejado el solio. Fuese el P. Quesada a la sacristía. Tomó su teja. Se encaminó a la puerta.
En ese momento, un teniente-cura de la Catedral, seguido de un pertiguero, se le opuso en
su camino.
—Reverendo padre: su señoría ilustrísima me ha ordenado conducirle a la celda del
Cabildo.

III
No hay que hablar del cisco que en toda la ciudad armó la prisión del cura de los Ingenios.
Como ocurre siempre, se formó un partido por éste y otro por el arzobispo. Entre la clerecía
el mayor número de opiniones favorecía al ordinario. En el pueblo la opinión dominante se
manifestaba a favor del cura.
La cuestión principal, el busilis –que decían todos– había quedado en pie.
—¿Habíale probado al arzobispo el cura de los Ingenios que él era “el ingenio de los
curas”?
Pasaron varias semanas durante las cuales se estuvo instruyendo el correspondiente
expediente al arrogante clérigo.
Un día, por la ciudad de Santo Domingo circuló un rumor, que fue acentuándose con
visos de verdad, hasta no quedar dudas de su certeza.
—¡Se fugó el cura de los Ingenios!
La autoridad del arzobispo había sido burlada y para restablecerla estaba tomando las
disposiciones conducentes a ese fin el gobierno de la colonia.

IV
Inquirir cómo había pasado aquello fue el único pensamiento de todos los vecinos de
la vieja Santo Domingo desde ese momento.
—¿Qué había sucedido?

350
M. J. TRONCOSO DE LA CONCHA  |  NARRACIONES DOMINICANAS

Empezando el día mismo de la prisión del cura, un criado suyo, de toda su confianza,
había estado yendo a mañana, medio día y tarde, a llevarle desayuno, comida y cena. En
cada ocasión se personaba al fámulo con una batea provista, la cual, conducida sobre su
cabeza, sujetaba con ambos brazos, en forma tal que casi le cubría el rostro.
Este detalle fue advertido por el preso, quien desde entonces comenzó a formar un plan
seguro de evasión.
Cuando ya lo hubo madurado bien, contando de una parte con la obediencia del criado
y de otra con la facilidad con que la batea lo protegería, una tarde le dijo a aquél, apenas
llegado con la cena:
—Quítate esa ropa y dámela…
—Ahora, ponte mi sotana…
—Pásame la batea: yo me voy. Cuando mañana temprano venga el teniente-cura para
acompañarme a oír misa, le dirás que me fui y que ignoras adonde. Cómete, si quieres, lo
que trajiste y bébete la botella de vino que está sobre la mesa. Y… ¡adiós!
—Que Dios acompañe a su merced, mi padre.

V
Se dijo que el padre Quesada había salido con dirección a España en un galeón venido
días antes y el cual zarpó del puerto de Santo Domingo ese mismo día.
Esto, sin embargo, no interesa mucho al caso. Para el pueblo, y singularmente para
quienes habían tomado partido por el cura de los Ingenios, el quid estaba en que, al burlar
su arresto de tan ingeniosa manera, triunfó en el reto que le había hecho al arzobispo.
Y así, todos decían:
—No hay duda de que se lo probó. El cura de los Ingenios es el ingenio de los curas.

Dos casos de Inquisición


A mi amigo Luis E. Alemar.

El Santo Oficio, o, como más comúnmente se le llama, Tribunal de la Inquisición, no


dejó en Santo Domingo ninguna huella que hiciera ingrata su memoria del modo que lo
fue en España, Portugal, Francia e Italia y en algunas posesiones españolas del Nuevo
Mundo.
Se explica. El “Santo Oficio” fue un instrumento de que, so color de amparo y defensa de
la fe, se sirvieron muchas veces los reyes y los grandes señores para perseguir a sus enemigos,
o a quienes tenían en lugar de tales, y en Santo Domingo no hubo durante la primera era
de España sino devotos fanáticos del rey católico, al cual consideraban el elegido del Señor
para conducirlos por el buen camino, convencidos, según la máxima que en Inglaterra fue
norma, de que el rey no se equivocaba nunca.
En los primeros tiempos de la colonia, las funciones de inquisidores estuvieron
atribuidas por real cédula de Carlos V, expedida en Barcelona en 20 de mayo de 1519,
al obispo de Puerto Rico, don Alonso Manso, para que las ejerciese conjuntamente con
fray Pedro de Córdova, viceprovincial de los dominicos en la Española. Se recordará que
fue este ilustre monje uno de los más ardientes defensores de la libertad de los indios
y, por esa causa, objeto de los odios y persecuciones de los oficiales y encomenderos de
la isla. El obispo Manso había sido designado inquisidor desde el 7 de enero del mismo

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

año por el inquisidor general don Alonso Manrique, cardenal de Tortosa. Así consta
en el Boletín Histórico de Puerto Rico, en nota del historiador don Cayetano Coll y Toste.
Dice nuestro historiador Del Monte y Tejada que, debido a la jerarquía del ordinario
de Puerto Rico, no obstante ser una diócesis sufragánea de la de Santo Domingo, las
causas eran llevadas generalmente allí, lo cual dificultaba mucho la sustanciación de
ellas, en parte porque ambos prelados debían conocerlas y en parte por la carencia de
letrados que las patrocinaran, por todo lo cual el emperador Carlos V, de acuerdo con
el inquisidor general, mandó fuese la Real Audiencia de la Española quien ejerciese las
funciones de Tribunal del Santo Oficio, de donde resultó, tal cual había de esperarse de
magistrados probos y sabios como los que compusieron siempre el más alto tribunal
de justicia de la colonia, que las decisiones en materia de fe no estuviesen influidas por
pasiones malsanas o por espurios intereses. El primer inquisidor seglar fue el licenciado
Alonso López de Cerrato, de feliz memoria, por virtud de real cédula de Carlos V, del
24 de julio de 1543.
Consecuencia de la reunión de aquellas circunstancias fue que, en su generalidad, los
casos llevados ante el Santo Oficio en Santo Domingo pertenecieron al género de los de
peccata minuta, porque lo eran en sí y porque nunca se les atribuyó un carácter más serio,
según aconteció en otras partes en que, por pecadillos veniales, a lo más, fue a la guerra, o
a purgar penas muy severas, bastante gente. De suplicio de hoguera no hay traza.
Eso no quita que se registrasen casos de alguna gravedad; pero fueron raros, rarísimos.
La historia, que sepamos, sólo conserva el recuerdo de uno. La tradición otro.
A ambos me voy a contraer en seguida.

La condenación de Martín García


En la centuria décima sexta, Martín García era uno de los más grandes dueños de tierras,
esclavos y ganado en Azua y aún en toda la Isla Española. Su nombre aparece en nume-
rosas escrituras antiguas. Su señorío llegaba hasta las orillas del mar. La punta de Martín
García, situada en el sur de la isla y la cual arranca desde tierras que fueron suyas, le debe
probablemente su nombre.
Según la tradición, era un sempiterno blasfemo. Sus amigos, conocidos y vecinos rehuían
su compañía por creerle tentado del demonio. Su inobservancia de los preceptos de la madre
iglesia contribuía a darle pábulo a esta creencia.
De brinco en brinco por esos malos andurriales, a causa, parece, de los excesos de su
lengua, hubo de tropezar un día con la Santa Inquisición. Ahí fue donde, sin quererlo, halló
su escarmiento.
La tradición no ha transmitido, hasta mí al menos no llegó nunca, en qué pecado especí-
fico incurriera y a consecuencia del cual se viese envuelto en las redes tendidas a los malos
cristianos o a los herejes por la autoridad del Santo Oficio. Debió de ser, a lo que presumo,
gorda y con mucha manteca. Lo cierto es que para asombro de todos, contento de muchos y
disgusto de muy pocos, un día la casa de Martín se vio invadida por alguaciles y corchetes,
quienes, después de aprehenderle, le trasladaron desde la ciudad de Azua hasta la de San-
to Domingo, donde se le encerró en la Torre del Homenaje en espera de una ocasión para
trasladarle a Puerto Rico. Finalmente, un navío que debía zarpar para España, haciendo
escalas, le condujo bajo partida de registro a aquella isla.

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M. J. TRONCOSO DE LA CONCHA  |  NARRACIONES DOMINICANAS

El caso de Martín García fue visto por el obispo don Alonso Manso, inquisidor apostólico
para la isla Española y la de San Juan.
La sentencia no se hizo esperar. Se le condenó a salir en penitencia pública, en una
procesión, con una mordaza en la lengua, los pies descalzos y en las manos una vela
encendida. Item más: a no poder entrar en la ciudad de Azua por dos meses más. A este
item había que agregar, otrosí, el de las incapacidades e inhabilitaciones aparejadas por
pena infamante, tanto para poder servir dignamente al rey, como para oficios en general
en los cuales se requiriese la condición de ser la designada una persona sin mancilla.
Diósele a la sentencia del inquisidor el debido cumplimiento.

Si antes de su condenación la generalidad del pueblo veía en García un réprobo peli-
groso, no hay que decir cómo se le enrareció el ambiente de ahí en lo adelante. Su misma
servidumbre, salvo naturalmente la de condición esclava, sobre la cual su autoridad no se
había mermado, experimentaba la molestia de quien tiene cerca de sí a un animal infecto.
No obstante no envolver excomunión el castigo que la Inquisición le había impuesto, para
mucha gente él era un excomulgado. Transcurridos los dos meses de la interdicción de
entrar en Azua, fue al pueblo. Entre compungido y sonriente habló o saludó a los amigos
y conocidos a quienes encontró en su camino. Éstos, para corresponderle, se limitaban a
mascullar unas palabras o sencillamente la contestación de un saludo. Otros que le veían
de lejos exclamaban, mientras por lo bajo hacían con el pulgar y el índice la señal de la cruz:
¡abrenuntio!
En esa situación, que le llenaba de preocupación y ansiedad, Martín García se trasladó
a la capital. Consultó con letrados, así como con personas en quienes presumía caudal de
experiencia. Entre todos fueron examinando el caso. Los letrados buscaron con ahínco la
parte vulnerable de la sentencia que diera margen a una acción de la cual sacase alguna
ventaja el condenado; algo, por lo menos, que aliviase o contribuyese a aliviar la triste suerte
que éste sufría.
Al fin se encontró un medio: que Martín se dirigiera al rey e impetrara de su majestad
el levantamiento de las condenaciones derivadas del fallo principal del Tribunal de la Santa
Inquisición en lo tocante a estarle vedado el ejercicio de oficios públicos y de honra en el
reino.
Transcurrió bastante tiempo, tanto como el que se requería para que la nave portadora
de la petición de gracia hiciese el viaje desde la Española hasta España, el expediente fuera
sometido al dictamen de letrados e inquisidores y el monarca quedase bien edificado acerca
del punto que se sometía a su soberana decisión.
Al cabo una real cédula de la cesárea majestad de Carlos V, proveyendo el caso, llegó.
Expedida en Toledo, el 7 de julio de 1529, según aparece copiada en el Estudio Histórico, de
J. T. Medina, De la Primitiva Inquisición Americana, Santiago de Chile, 1914, reproducida en
el Boletín Histórico de Puerto Rico, decía:
“Por cuanto por parte de vos, Martín García, vecino de la villa de Azua, ques en la ysla
Española, me fue hecha relación que por mandado y sentencia del reverendo en Christo
padre D. Alonso Manso, obispo de la ysla de Sant Joan, como Inquisidor apostólico en la
dicha su diócesis, por algunas cabsas fuisteis condenado a que saliesedes en penitencia
publica en una procesión con una mordaza en la lengua y descalzo, con una candela en

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

la mano, y os mando que non entrasede en la dicha villa de Azua por tiempo de dos me-
ses continuos, y que cumpliesedes otras cosas en la dicha sentencia conthenidas, lo qual
todo diz que vos habisteis hecho y complido, y me suplicasteis vos hiciese merced de os
habilitar para que non embargante lo susodicho pudiesedes tener y usar qualesquier ofi-
cios públicos y de honra en estos nuestros reynos y en las yindias, o como la mi merced
fuese; lo qual visto por los del nuestro Consexo de la General Inquisición y la relación
que cerca de lo susodicho el dicho obispo envio, fue acordado que debía mandar dar esta
mi cedula en la dicha razón, e Yo por vos hacer bien y merced, touelo por bien, e por la
presente vos habilito y hago habile y capaz para que, sin embargo de lo conthenido en
dicha sentencia y cumplimiento de dicha penitencia publica, en sin caer nin incurrir por
ello en pena alguna, non teniendo otra inhabilidad por otra cabsa o razón, podais tener
y usar qualesquier oficios publicos y de honra que vos fueren dados y encomendados en
estos nuestros reynos y en las yindias, segund y como los pudieredes tener y usar antes
y al tiempo que la dicha sentencia contra vos fuese pronunciada y executada en vuestra
persona, segund dicho es, y quitamos de vos cualquier nota de infamia en que por razón
de lo susodicho hayais caido e incurrido de lo qual Mande dar e di esta cedula firmada
de mi nombre”.
Después de esta real merced, el aire se le hizo respirable a Martín García.
Sus cuitas terminaron.

El proceso de Santín
Don Bernardo Santín era uno de los comerciantes de mayor arraigo de la vieja ciudad
de Santo Domingo. De fortuna más que regular, si se le comparaba con la generalidad de las
de aquellos tiempos, dedicábase a los ramos de quincalla y loza. El almacén de sus negocios
se hallaba situado en las proximidades de la Atarazana.
Natural de Cataluña, había venido a radicarse, siendo muy joven, en la capital de la
antigua Española.
Creyente sincero, cumplidor de sus obligaciones como cristiano católico militante, amante
de las glorias de su rey, exacto siempre en el pago de los tributos con que contribuía a las
cargas del gobierno de la colonia, nunca había dado motivos para dudar de su fidelidad a
la Iglesia; ni de su lealtad a la persona de su príncipe.
Vivía con su familia, compuesta de su mujer y varios hijos, en una casa de la calle del
Caño, cerca de la iglesia de Santa Bárbara, lugar de residencia de varias de las más linajudas
personas de la ciudad.
Casi no había ocasión de la arribada de un barco en que don Bernardo no recibiese algún
cargamento destinado a mantener en estado floreciente una de las líneas de su comercio.
En una de ésas llegó al puerto del Ozama un bajel de matrícula española. Procedía de
Portugal. Gran parte de la carga venía destinada a don Bernardo. Todo quincalla y loza,
principalmente esto último.
Las mercaderías dirigidas a Santín fueron llevadas al almacén, mediante un ligero exa-
men del contenido de los bultos.
Transcurridos varios días, una noche, poco después de la media, varios toques dados a
la puerta de entrada de la casa de Santín despertaron a cuantos dormían adentro.
El primero en incorporarse fue Santín. No habló, sin embargo.

354
M. J. TRONCOSO DE LA CONCHA  |  NARRACIONES DOMINICANAS

Minutos después resonaron los mismos toques.


Esta vez, con voz entrecortada por la impresión que había producido en su ánimo aquella
intempestiva llamada, inquirió:
—¿Quién va?
—En nombre del rey, abra seguido.
A la intranquilidad de los primeros momentos, sucedió el miedo.
—¿Quién… dice?… balbuceó.
—¡La Santa Inquisición!
Estas palabras llegaron a sus oídos con sonido lúgubre. Sus manos, frías por el terror que
se apoderó de él, se alargaron para tomar de una mesita próxima la palmatoria. No pudiendo
sostenerla, a causa del temblor que agitaba ya todo su cuerpo, la palmatoria cayó al suelo.
La mujer de Santín, que lo había oído todo; pero que no había podido articular palabra,
exclamó entonces:
—¡La Virgen de las Mercedes nos valga!
Escucháronse de nuevo las voces:
—¡Abrid sin tardanza! ¡Paso a la Santa Inquisición!
Un tanto repuesto de la primera impresión, don Bernardo Santín, buscando a tientas,
recogió la palmatoria del suelo, hizo luz y fue hacia la puerta. Sosteniendo la palmatoria en
la siniestra, mientras con la diestra levantaba la aldaba, advirtió:
—¡Cuidado con la puerta, que allá va!
Apenas había abierto, penetraron dos hombres: dos alguaciles. Después dos más: un
oidor y un amanuense de la Audiencia.
—Tenemos denuncia de un sacrilegio –dijo el oidor– y venimos a inquirirlo.
Don Bernardo no contestó. Faltábale aliento. Luego de implorar mentalmente el auxilio
del cielo, exclamó:
—¿Sacrilegio? ¿Quién? ¡Imposible!
—Ya lo veremos. ¿Dónde se halla el último cargamento que usted recibió?
—En mi almacén.
—¿Está completo?
—Tiene que estarlo.
—Acabe de vestirse y traiga sus llaves. Vamos allá.
A poco por las lóbregas calles que conducían a la Atarazana, los agentes del rey, llevando
a Santín delante, se encaminaron al almacén de éste.
Ya adentro, alumbrados por la palmatoria que llevó Santín y por un candil que allí ha-
bía, el oidor extrajo de sus bolsillos varios papeles. Luego de examinarlos detúvose en uno
y en seguida examinó igualmente el exterior de los bultos que contenían los objetos recién
depositados en el almacén.
Con la seguridad de quien sabe lo que hace le ordenó a uno de los alguaciles.
—Abra éste.
El alguacil tomó de una bolsa de cuero que había llevado consigo dos o tres herramientas
y ejecutó la orden.
—Saque los orinales que están ahí.
—Desenvuélvalos.
Lo que a la escasa luz de la palmatoria y el candil apareció ante la mirada atónita de los
circunstantes fue algo que los ojos de don Bernardo Santín no habrían querido ver jamás:

355
COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

el fondo de algunos orinales mostraba en colores una imagen del Corazón de Jesús y otros
la del Corazón de María.
—¿Cómo justifica usted esto? exclamó en tono grave el inquisidor.
Don Bernardo Santín, horriblemente empalidecido, buscando maquinalmente apoyo
como para no caer, dirigiendo alternativamente miradas a los sacrílegos objetos y al magis-
trado, cuya pregunta, en realidad, no había percibido, decía al mismo tiempo:
—¿Qué es esto, Dios mío, qué es esto? ¡Qué profanación! ¡Eso merece un castigo muy
grande!
—¿Cómo justifica usted la posesión de esas cosas sacrílegas? volvió a hablar el inquisidor,
tomando del brazo a Santín. ¡Conteste!
Don Bernardo lo miró con ojos extraviados. Esta vez, desfalleciendo, respondió:
—No sé, no sé…
Dio varios pasos con la cabeza cogida entrambas manos, dobló el cuerpo sobre un apa-
rador, apoyándose en los codos, y rompió a sollozar como un niño.

II
Se principió a sustanciar la sumaria. Oyéronse testigos. Se usó bastante papel.
Parece, sin embargo, que el proceso fue sobreseído. Al menos, contra don Bernardo
Santín no se fulminó sentencia. Tampoco se le descargó. Estuvo encerrado unos días en la
Torre del Homenaje; pero por orden de la Real Audiencia, actuando como Tribunal del Santo
Oficio, se le excarceló.
Nunca se supo si se llegó a poner algo en claro. La voz popular afirmó que todo había
quedado reducido al esclarecimiento de una trama formada por rivales de Santín, en quie-
nes había hincado su envenenado diente el áspid de la envidia y los cuales habían querido
perderlo, sin remisión posible. Se dijo que el siniestro plan había sido concebido y ejecutado
por sefardíes establecidos en Portugal, relacionados indirectamente con mercaderes de Santo
Domingo cuya identidad no se logró establecer y que la misma nave que trajo las mercaderías
destinadas a la proyectada víctima fue portadora de un escrito anónimo dirigido al Santo
Oficio, en el cual se le denunciaba la existencia de aquellos orinales, hasta indicándole las
marcas de los bultos que los contenían.
Lo cierto es que el asunto no volvió a tratarse más y don Bernardo Santín no sufrió
ninguna nueva molestia.

La maldición del esclavo


No se hablaba de otra cosa en la ciudad de Santo Domingo. Claro. El hecho sólo de haber
muerto el gobernador y capitán general de la colonia era de por sí motivo bastante para que
se soliviantaran los ánimos. Agréguese la circunstancia de haber fallecido de modo inespe-
rado y de que la tez blanca se tornara en negra y se comprenderá si había o no razón para
que hiciera presa en el pueblo una impresión mezcla de sorpresa y espanto. Atribuíanse al
mayordomo del palacio de la capitanía general estas palabras:
—Si no lo hubiese visto morir no creería que es este el cuerpo de su señoría don
Manuel.
Hay aún algo, que se repetía discretamente y era el motivo más agudo de los comentos
y especulaciones. Decíase que el señor brigadier don Manuel González Torres de Navarra,

356
M. J. TRONCOSO DE LA CONCHA  |  NARRACIONES DOMINICANAS

presidente de la Real Audiencia y gobernador y capitán general de la colonia, un mes o


cosa así antes de su repentino deceso, molesto porque uno de los esclavos de su servicio
había barrido mal o dejado de barrer su despacho, le había mandado azotar con un látigo
de los que llamaban “cola de gato”, hasta desollar al pobre negro, ya viejo sesentón, y que
éste, cuando otros esclavos le curaban, oyendo a uno exclamar: “Tu sangre te ha borrado el
negro”, había maldecido a su vez al brigadier exclamando:
—”Dios lo ponga pronto negro a él”.
Por de contado que aquella mañana, la del 2 de junio de 1788, los oficiales del rey no se
daban punto de reposo para tratar de inquirir la causa de la muerte del brigadier Torres de
Navarra y, con mayor interés, la de que apenas fallecido se ennegreciera completamente su
cadáver. Entre el mal que le acometió, con pérdida del sentido, y la muerte, había transcurrido
poco más de una hora y en ese lapso se había llamado a los dos mejores médicos (llamados
por entonces físicos) de la ciudad.
Mientras en el pueblo la versión más socorrida era la de que se había cumplido en el
gobernador la maldición del esclavo, en palacio se pensaba, es natural, de otro modo y, a
falta de mejor recurso mental, se entrevió la posibilidad de que, por descuido o ignorancia,
cuando no por quizá qué mal pensamiento, había sido envenenado.
No eran tiempos aquellos en que la operación de practicar la autopsia pasase siquiera
por la mente del más avisado. Tal vez el procedimiento no era conocido en Santo Domingo
como medio para determinar la causa de una defunción o se le considerase quizá como acto
profanatorio de un cadáver. En todo caso, lo cierto es que se carecía de los elementos más
indispensables hasta para poder intentarlo.
Por primera providencia, acogiéndose a la ley del menor esfuerzo y en virtud de
auto emanado del oidor don Pedro Pani, quien sustituía en el mando de la colonia al
fenecido en razón de su jerarquía como el oidor más antiguo de la Real Audiencia, se
encareció a los dos susodichos médicos, que eran don Pedro Thevernard y don Guillermo
Laserre (apellidos ambos que huelen a franceses y por ende en esos días sospechosos).
Por el mismo auto se ordenó item, más, la confiscación de los bienes de ambos pobres
galenos.
Fray Cipriano de Utrera, en su famosa obra Dilucidaciones Históricas, la cual hemos
aprovechado para la parte de historia de este relato, dice de la sumaria instruida a
causa de la muerte del brigadier, tomándolo de los Papeles de la Audiencia de Santo Do-
mingo conservados en el Archivo Nacional de la Habana, que “sólo se sacó en claro un
descuido; pero los médicos se pasaron en la Fortaleza una porción de meses, en espera
de sentencia”.
De si en el ennegrecimiento del difunto fue parte la maldición del esclavo, sólo cabe
decir, como el italiano:
—Chi lo sa.

El vuelo de José Pajarito


Fue un norteamericano, Frank Burnside, el primer aviador que surcó los aires sobre
tierra dominicana. Este magnífico suceso, que el Listín Diario, en columna editorial, cali-
ficó con mucha propiedad de memorable en la historia de Santo Domingo, se registró el 13
de febrero de 1914. Patrocinó el vuelo un “comité de aviación”, compuesto de individuos

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

principales de la capital dominicana, con los auspicios del presidente de la República, general
José Bordas Valdez, y su feliz realización se llevó a término con dinero que aprontaron, en
parte, el fisco, y en parte personas pudientes de la ciudad.
El dominicano a quien cupo la satisfacción de ser el primero en rivalizar con las aves
fue Geo Pou, que con grande alarma de su familia y sus amigos acompañó a Burnside en
su segundo vuelo el día 17 de ese mismo mes, no sin antes haber de firmar un documento
por el cual exoneraba al aviador de toda responsabilidad en las consecuencias que pudie-
ran sobrevenirle, mientras la mañana y la tarde de aquel día se mantenían encendidas en
varios hogares muchas velas y lámparas votivas, delante de la imagen de la Altagracia,
para implorar del Cielo librara de mal a quien así a tanto se arriesgaba, temor muy justi-
ficado si se tiene en cuenta que la aviación se hallaba todavía en el período de prueba y el
cable anunciaba a cada momento muertes y accidentes de aviadores y sus acompañantes
en diferentes partes del mundo. Fue, no hay duda, una hombrada de nuestro compatriota:
dicho sea en justicia.
Para los habitantes de la vieja ciudad de Santo Domingo de Guzmán, sin embargo, el
primer hombre que voló por estos parajes, aunque concediéndole tan sólo a su vuelo la exigua
calidad del torpe y corto de un pajarito, fue un sujeto de nombre José Rondón, pertiguero
de la Catedral y campanero de las Mercedes, hombre de algo más de cincuenta años y cuya
vida se había deslizado oscuramente hasta el día en que, gracias a un resbalón peligroso,
ganó una celebridad que le siguió acompañando hasta su muerte.
Esto, según contaban los antiguos, ocurrió en los primeros años de la “España Boba”,
vamos a decir, en la segunda década de la centuria decimonona, un domingo durante el cual
se celebraba la minerva en el templo de Nuestra Señora de las Mercedes.
Había estado cayendo aquel día una menuda llovizna desde poco después de la una.
Como a Rondón no le permitían sus años subir la escalera del campanario, sin fatigarse,
hasta llegar al cuerpo más alto de la torre, menos aún, por supuesto, cuando había de
realizar esta ascensión en dos o más veces un mismo día, a fin de conciliar las obliga-
ciones de su oficio con sus ya bastante escasas fuerzas, él había dispuesto las cuerdas de
las campanas de manera de poder tirar de ellas desde el segundo cuerpo, utilizando la
ventana que en éste se hallaba y se halla aún abierta. Aquel domingo, sin embargo, la
llovizna había empapado y puesto muy resbalosas las cuerdas y cuando quiso nuestro
hombre halarlas se halló, primero, con que se le salían de las manos y, después, habién-
dolas sujetado, con que carecían de la tensión necesaria para mover los badajos. Tomando
una resolución extrema, se encaminó a la escalera. A causa de la llovizna había llevado
consigo un paraguas de su pertenencia, tan resistente por su armazón de hierro y tela
como por lo consistente de su bastón: uno de los que llamaban paraguas “genoveses”. Su
adquisición le representaba a Rondón el fruto de muchas economías, en aquellos tiempos
en que un artefacto de este género era lujo reservado a los muy pudientes y, por eso mis-
mo, constituía para él un motivo de orgullo. Con las campanas al alcance de sus manos,
dejando de lado el paraguas, las tañó. Érale no obstante necesario tañerlas de nuevo para
los próximos toques y, naturalmente, en lo que pensó fue en tratar de evitar el hacer más
tarde un nuevo esfuerzo, por lo cual decidió secar hasta donde fuera posible las cuerdas
y deslizarlas hasta donde era costumbre. Ese fue su mal. Se encaramó sobre una de las
ventanas de la torre y luego de abrir el paraguas y sostenerlo por el puño del bastón con
la mano izquierda para resguardarse de la llovizna, echó el cuerpo más adelante de lo

358
M. J. TRONCOSO DE LA CONCHA  |  NARRACIONES DOMINICANAS

razonable, tomó con la derecha una de las cuerdas, resbaló, le flaquearon las piernas y…
hete aquí a José Rondón en el aire, con gran espanto de su parte y de las pocas personas que
presenciaban la impresionante e incomprensible escena.
Mas, y aquí está lo curioso del suceso, debido sin duda a no habérsele zafado el paraguas
de la mano izquierda, quedó en posición vertical y, con ese instinto que les da Dios a sus
criaturas para defenderse, buscó un sostén en el bastón del paraguas, juntando ambas ma-
nos, mientras comenzaba a descender lentamente, sin ánimo siquiera para implorar auxilio,
como no fuera del Altísimo. Atónitos los circunstantes veían aquello sin poder entenderlo.
Lentamente Rondón siguió bajando. Contrastando con la palidez mortal de su rostro hasta
se le veía dibujarse al aproximarse al piso de la calle, una sonrisa con la cual parecía decir
que iba recobrando la confianza.
—¡Milagro! –exclamó uno de los presentes.
—¡Milagro! ¡Milagro! –repitieron otros.
Llegó al suelo de pie: verticalmente.
—¡Milagro! ¡Milagro! continuaba la gente exclamando. Empujados por la curiosidad
o movidos por el sentimiento de ir en su socorro, acudieron prestos a Rondón los que se
hallaban cerca, en tanto él, después de haberse mantenido tan serenamente en el aire, se
mostraba ahora vacilante sobre sus pies, como quien no se daba cuenta de lo que le rodea-
ba. Parecía entontecido. De improviso, entró al templo, se fue hacia el altar mayor y con el
paraguas aún abierto, siempre empujándolo por el bastón con ambas manos, hincó las dos
rodillas ante Jesús Sacramentado patente.
…….........................................................................................................

El suceso, esto era de esperarse, fue la comidilla de ese día y los siguientes en la ciudad.
“José Rondón voló como un pajarito”, decían. Para la generalidad del pueblo aquello había
sido sobrenatural. No faltaban sin embargo quienes, teniendo nociones de la existencia del
paracaídas, ya para aquella época usado en Europa, se daban cuenta de que era por gracia
de una ley natural, con intervención sin duda de la Providencia, como había salvado la vida
el viejo campanero.
Pero en razón de que, para todos, él había volado, y esto fue lo que estuvo repitiéndose,
Rondón perdió su apellido y, a contar de entonces, nadie le llamó así, sino, hasta el fin de
sus días, José “Pajarito”.
Hoy, es claro, sabemos muy bien que no voló y consiguientemente no fue el primero en
volar entre nosotros, según creían sus contemporáneos, sino, en todo caso, el primer “pa-
racaidista” dominicano, sólo que, desdichadamente, lo fue sin gloria, por no haber influido
su voluntad en lo más mínimo para que tan extraño suceso se produjera.

La casa del sacramento


En el casón donde, en parte, se asienta la Universidad de Santo Domingo, y que fue
antes asiento también del Seminario Conciliar de Santo Tomás de Aquino y mucho antes
residencia del gobernador haitiano Carrié, moraba a mediados del siglo XVIII la familia
Garay, rama, según decían, de la misma estirpe del noble señor don Francisco Garay,
compañero de Colón y de Cortés y alguacil mayor que fue de esta isla bajo el gobierno
del virrey almirante don Diego Colón.

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

Este casón fue designado por el pueblo hasta los tristes días de la ocupación haitiana
con el nombre de “la Casa del Sacramento”.
Componíase aquella familia Garay de don Luis, su consorte doña Librada y varios re-
nuevos, el más pequeño de los cuales no contaba arriba de cuatro meses.
De acendrado espíritu cristiano, que se reflejaba a toda hora en sus pensamientos y sus
obras, los Garay no pertenecían al número de los ricos que, según la sentencia del Justo,
estaban menos predestinados a salvarse que fácil fuere hacer pasar un camello por el ojo
de una aguja.
Llenos de templada fe y dulce esperanza en los designios divinos, siempre solícitos al
socorro de los desvalidos, bondadosos sin alarde con sus esclavos, sencillos en su opulencia,
su vida se deslizaba sosegada y feliz.
Un día, el capitán de cierto galeón llegado de Filipinas, gran amigo de don Luis, regaló a
éste un orangután, hermoso ejemplar de su raza, que por su agilidad y sus gracias había sido el
entretenimiento de los tripulantes y del que el obsequiante afirmaba, con razón, que tan sólo le
faltaba el habla para ser un ente humano. Cuquito llamaban en el galeón al mono y Cuquito le
siguieron diciendo en la noble residencia. Si de inteligente y diestro había ganado buena fama
abordo, no menos muestras daba de esas cualidades en la casa de los Garay para seguir mere-
ciéndola, no ya entre la familia, si que en la vecindad y hasta podía asegurarse que en toda la
villa. Veíasele con frecuencia ascender a la azotea, particularmente en las ocasiones en que alguna
festividad atraía a los fieles a la vecina Catedral, y hacer allí toda suerte de monerías, con una
complacencia igual a la de un artista que conociese su condición de mimado del público.
Dentro de la casa era todo lo que se llama un consentido.
Cuquito sin embargo tenía un enemigo. Es claro: sin enemigo ninguna celebridad es
concebible. Éralo el suyo el viejo esclavo Lorenzo. Acostumbrado a tratar con respeto rayano
en veneración todo cuanto pertenecía a sus amos, el anciano negro no podía entender que
para aquel antropomorfo no hubiese nada que le estuviese vedado coger con sus peludas
manazas. Irritábanle en particular las demasías de Cuquito con los juguetes de las amitas,
sobre todo con la linda muñeca de la mayor de éstas, que le había sido regalada por el deán
del Cabildo, en uno de sus cumpleaños. En una ocasión en que lo vio tomarla de la cómoda
de caoba tallada sobre la cual era costumbre colocarla y se entretenía en lanzarla a alguna
altura para recogerla, Lorenzo fuese al ama y la dijo:
—Niña Librada: Cuquito ha tomado la muñecona de mi amita y si no se la quitan va a
hacer triza della.
Pero ella se concretó a responderle:
—Déjalo. No le hará nada.
Desde aquel instante el odio del esclavo al mono no tuvo límites. Un odio realmente
africano.
Pasó un tiempo. Todo pregonaba paz y dulzura en la casa de la familia Garay. La
preocupación de Lorenzo por los excesos del orangután era la única nube que empañaba
el cielo de aquella ventura.
—Un día la que haga será gorda, decía en sus frecuentes contrariedades el esclavo.
Entonces verán si Lorenzo sabe o no sabe.
Y ese día en efecto llegó. Transcurrían las primeras horas de la tarde de un domingo tercero
del mes. Los fieles empezaban a congregarse para la celebración de la minerva en la iglesia
matriz. Doña Librada había salido de la casa poco después de las 2, dejando al benjamín de la

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M. J. TRONCOSO DE LA CONCHA  |  NARRACIONES DOMINICANAS

familia dormido, al cuidado de la esclava Norberta, y se había ido a hacer sus oraciones en
la Catedral ante la divina majestad de Jesús Sacramentado. Don Luis, igualmente, se había
ausentado y estaba de visita en la casa de un amigo.
Rendida al peso de la digestión la esclava se durmió a poco de haber marchado la señora.
De los esclavos únicamente Lorenzo se hallaba en la casa; los demás estaban disfrutando
de la vacación dominical.
Apenas habían pasado veinte minutos, Cuquito entró quedamente a la habitación donde
niño y esclava dormían. Estuvo un rato hurgando de un lado a otro, cual si buscase alguna
cosa. De pronto se detuvo delante de la cuna y con la misma destreza con que lo hubiese
hecho una persona adulta tomó al tierno infante en sus brazos y salió del aposento.
En ese momento despertaba Norberta. Alcanzó a ver al orangután que ya atravesaba el
salón inmediato y, sin fuerza para más, sólo acertó a gritar fuertemente:
—¡Lorenzo! ¡Lorenzo! ¡corre!
El esclavo acudió presto y al notar vacía la cuna Y oír a Norberta que pronunciaba el
nombre del odiado mono no tuvo que preguntar nada.
—Ah, ¡maldecido! exclamó a tiempo que el orangután pasaba del segundo salón a la
amplia galería y ganaba el terrado de las habitaciones de los esclavos con el niño en los
brazos.
Verle Lorenzo y abalanzarse sobre Cuquito fue obra de un fugaz instante.
El mono sin embargo no estaba dispuesto a dejarse alcanzar por su enemigo, ni tam-
poco a soltar su presa, y oprimiendo contra su pecho al niño con la mano diestra delantera
escaló empleando las otras tres el próximo terrado y en seguida el último, adonde ya el viejo
esclavo era imposible seguirle.
Haciendo un ademán de rabiosa impotencia, Lorenzo se detuvo en el segundo terrado.
Pareció reflexionar un rato, y en tanto que la esclava Norberta se revolcaba en el suelo, aco-
metida de un frenesí violento, él bajó la escalera con la rapidez que sus años le permitían y
se dirigió a la Metropolitana, donde doña Librada oraba.
En el altar mayor, la divina eucaristía mostraba su albura esplendente, sobre el viril,
entre los rayos de oro de la custodia, las luces de los cirios y las macetas de rosas blancas
y rojas.
Lívida la faz, tembloroso el cuerpo, Lorenzo se aproximó a la señora, arrodillada en su
reclinatorio, y con voz entrecortada por la emoción y por el esfuerzo superior a su edad que
acababa de realizar la dijo:
—Niña Librada: venga pronto su merced. Cuquito ha cogido la criatura y la ha llevado
al techo.
En el primer momento doña Librada quedó inmóvil. El choque producido en su espí-
ritu por la terrible noticia que le acababa de traer el esclavo había sido tan fuerte que había
paralizado todo su ser.
—Venga, venga, Niña Librada, volvió a exclamar Lorenzo con la ansiedad pintada en
el rostro. Tal vez a su merced la atienda.
Doña Librada se incorporó. Como si repentinamente hubiese recobrado las fuerzas,
corrió hacia la plazuela situada al sur de la iglesia, frente a la cual por el Levante se alza la
antigua casa de los Garay. Detrás de ella se lanzaron hacia afuera las personas que estaban
en el templo y las cuales por la actitud de la noble dama habían comprendido que algo muy
grave debía sucederla.

361
COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

El espectáculo que ante su vista se presentó fue horrible. Cuquito corría de un extremo
a otro de la azotea sujetando con las manos delanteras al niño. El llanto de éste se oía desde
la plazuela.
—¡Cuquito! ¡Cuquito! –gritó la desolada madre– ¡Baja!
Mas el mono, creyendo –tal parecía al menos– que aquella gente había acudido allí para
presenciar sus piruetas, no sólo no bajó, sino que aproximándose al borde de la azotea, hizo
un movimiento como de si fuese a arrojar desde lo alto al pequeñuelo.
—¡Santísimo Sacramento! –clamó la angustiada señora, el rostro bañado por las lágrimas,
prosternándose en el suelo y abriendo en cruz los brazos– ¡Salva a mi hijo! ¡Ofrézcote esa
casa, Divinísimo Sacramento!
En ese instante llegaba don Luis, quien atraído por la aterradora nueva había abando-
nado atropelladamente la visita que hacía.
—¡Óyela, Señor Dios! –imploró el caballero, mientras doblaba en tierra ambas rodillas
al lado de su consorte.
—¡Óyela! ¡Señor! –repitió clamorosamente alzando los ojos al cielo la consternada mu-
chedumbre que, impotente, contemplaba la tremenda escena.
Pasó un rato. El orangután se había detenido en sus correrías sobre el techo. Después
desapareció lentamente en dirección a la parte opuesta del terrado y durante varios minutos
se le dejó de ver.
Todos los corazones palpitaban con violencia.
Aquello era ya demasiado para que una madre pudiese resistirlo y doña Librada cayó
de bruces, desmayada.
El Cielo, empero, había oído la ardiente plegaria de doña Librada. El mono había
descendido por el lado de la casa en que el cuerpo principal de ésta y la galería se unían
y penetrando en la misma habitación donde dormía el niño en el momento de raptarlo le
colocó en la cuna.
Así, cuando el caballero Garay, ayudado de Lorenzo y otros llegaba al pie de la escalera
conduciendo el cuerpo inánime de la señora, la esclava Norberta apareció en lo alto con
aquél en los brazos, agarrándolo frenéticamente en actitud de quien se hallaba dispuesto a
sacrificar la vida antes de dejárselo quitar de nuevo.
—¡Bendecido y alabado sea el Santísimo Sacramento del Altar! profirió don Luis.
Llevada a su alcoba doña Librada y llamando el físico de la familia para prestarle sus
auxilios, Lorenzo se apartó del grupo. Fuese primero al salón que mira al patio interior y
de ahí se dirigió resueltamente al cuarto de armas del caballero, en el fondo de la galería.
A la vista del arcabuz, que bajo una panoplia de aceros toledanos simulaba un largo brazo
extendido para servir de soporte a las espadas, una sonrisa diabólica contrajo su rostro.
Descolgó el arma y apoyando en la mano siniestra la barquilla la cargó. Por la primera vez
en su vida se permitía un exceso de esta naturaleza.
El atrevido simio, una vez realizada su fechoría, se había ido a refugiar a uno de los
rincones del último patio entre las ramas de un corpulento níspero del Perú, que era el sitio
de su predilección. Lorenzo sabía esto y allí se encaminó, bajando por la escalera trasera en
donde la galería terminaba y daba acceso al suelo.
A poco el hombre y el mono se encontraban de frente.
Rápido como el rayo Lorenzo apuntó y disparó.
Cuquito, certeramente arcabuceado, dio un salto y cayó muerto.

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M. J. TRONCOSO DE LA CONCHA  |  NARRACIONES DOMINICANAS

La vindicta estaba satisfecha.


—Que en él se ensuelva –murmuró el esclavo, y volvió al interior de la casa.
Al día siguiente, en acto público y solemne, don Luis y doña Librada, ya restablecida,
cumplieron la promesa que habían hecho al Santísimo Sacramento.
Y de ahí por qué, según creían y afirmaban nuestros abuelos, el Bienamado fue el legítimo
dueño de aquella casa hasta que, andando los tiempos, plugo a los invasores de Occidente
desviarla de tan noble y altísimo destino.
1918.

Gallardo
Gallardo fue el punto negro del gobierno de Ferrand.
A decir verdad, la dominación francesa no disfrutó nunca de popularidad entre los do-
minicanos. Aquel Godoy, favorito de Carlos IV, más tarde Príncipe de la Paz, había entregado
el país a Francia en Basilea en el año 1795, disponiendo de nuestra suerte para el futuro con
la misma frialdad de ánimo que se hubiese podido emplear para pasar de unas manos a otras
un carnero en el mercado; mas no por eso el amor a España se había siquiera enfriado en el
corazón de los dominicanos, ni había pecho en el cual hubiese dejado de estar constantemente
añorado el recuerdo de los tiempos idos, en que la bandera de Aragón y de Castilla lucía ufana
sus colores sobre la antilla predilecta del completador del Globo.
Entre la perspectiva sin embargo de llegar a verse convertidos en manumisos del astuto
Toussaint Louverture, primero, y del truculento Dessalines más tarde, o aceptar con resig-
nación el señorío francés, la elección no era dudosa, y los dominicanos, al decidirse por este
segundo extremo, se sentían tranquilos, tanto como hubiera podido estarlo quien se hubiese
acogido a una madrastra, en presencia de la alternativa de hacerlo así o caer bajo los puños
de un implacable carcelero.
Fue en aquellos días cuando el cura de Santiago, don Juan Vásquez, el mismo a quien
la soldadesca de Cristóbal acuchilló y carbonizó en 1805, haciendo referencia a la Paz de
Basilea, a la invasión de Toussaint y al crucero que estaba efectuando en los mares de esta
isla la escuadra británica enviada por Lord Edffimghan, gobernador de Jamaica, para ver
de arrancar a la naciente República Francesa la joya que Godoy le había regalado, pintaba
así el conturbado espíritu del pueblo de Santo Domingo:

“Ayer Español nací,


A la tarde fui Francés,
A la noche Etíope fui;
Hoy dicen que soy inglés:
No sé qué será de mí”.

A pesar del cúmulo de dificultades que se halló obligado a confrontar a diario y del es-
tado desastroso en que dejó sumido al país la invasión de Dessalines, justo es confesar que
el general Ferrand puso todos sus mejores empeños en hacer un buen gobierno, sacando
por decirlo así recursos de la nada, ya que de la colonia no le era dable obtenerlos sino en
muy escasa medida y de la metrópoli no los recibía en ninguna.
El punto negro era, ya lo hemos dicho, el comisario de policía, Gallardo, español, por
más señas abogado, hombre de mucho talento; pero de corazón duro como peña y alma

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de culebra, que así se encogía y arrastraba en presencia de quien pudiese pisarle la cabeza,
como se levantaba y mordía cuando no tenía motivo para temer de su víctima alguna suerte
de defensa.
Débil con los fuertes, fuerte con los débiles, era su característica. El poderoso por el
dinero o por la posición social o política podía darse de seguro con él por bien habido; en
cambio ¡guay del pobre o del negro que se viese empujado a encontrarle en su camino!
Un quítame esta paja era lo suficiente para aplicar una serie de castigos que empezaban
con una tronada de denuestos soeces y remataban en el cepo y los azotes. Las diferencias
de sexo y edad no le arredraban. Cuéntase de una mujer a quien por haberse ido con otra
a las greñas hizo meter en el cepo, y a la cual, para agravarle el castigo, mandó ponerle
cerca un hijo, tierna criatura de meses, que viendo la madre y sintiendo hambre, gritaba
desesperadamente, sin que le fuese dable a ella administrarle el seno. A un negro liberto
que había hallado en medio de la calle un columnario y no lo llevó a la comisaría para que
se buscase a su dueño ordenó agujerearle una oreja y le pendió de ésta la moneda, tras
de lo cual lo mandó a andar por todas las calles, seguido de dos esbirros que pregonaban
su falta. El dueño no pareció y Gallardo se apropió el columnario. En otra ocasión, a un
viejo septuagenario le envolvió en algodón los pies y luego, mientras le ponía el vientre
bajo la amenaza de un estoque, se los hizo quemar, tan sólo porque, no habiéndole visto,
le cerró el paso en una acera.
Mas, cuando un hombre, por la obra de su incontenido temperamento, da rienda a sus
instintos malvados, puede asegurarse está tejiendo con sus manos la soga que algún día
habrá de servir para ahorcarle.
Gallardo fue comisario todo el tiempo que duró la dominación francesa. Después, cuan-
do tras la memorable derrota de Ferrand en Palo Hincado y el sitio y capitulación de Santo
Domingo ondeó de nuevo la bandera española en el torreón del Homenaje, se retiró a su
casa, bajo el desprecio y el odio generales, y allí vivió vida de réprobo, compelido a cocer
con sus propias manos lo que a duras penas podía obtener para su sustento y consumiendo
el fruto de sus ahorros, provenidos en su mayor parte de las exacciones que había realizado
durante su maldecida función de polizonte.
No teniendo familia, habitaba solo una casa de su pertenencia en la calle de Los Mártires,
entre las de El Conde y la Cruz.
Una mañana, a fines del año 1810, Gallardo salió de su casa. Las personas que se halla-
ban cerca de allí en aquel instante pudieron observar que cuando sólo había andado pocos
pasos retrocedió, como entontecido, introdujo en la cerradura la llave y abrió. La puerta
quedó entornada. A poco se oyó distintamente el ruido producido por un cuerpo que se
desplomaba. Dos o tres de los circunstantes se aproximaron. Gallardo yacía boca abajo en
el piso de la sala.
—¡Allá se las haya! exclamó uno.
—¡Qué se lo lleve el diablo! profirió otro.
Pasaron horas. El suceso apenas había sido comentado fuera de más allá de la vecindad.
Cuando oscureció, la puerta de la casa de Gallardo continuaba medio abierta provocando
la grima de los que habitaban al frente y a los lados.
Pasada ya la media noche un rumor inarticulado y confuso que salía de la casa del ré-
probo llenó de pavor a los vecinos. Algo así como el sonido de garfios que rascaban el suelo,
mezclado a ronquidos sordos y golpes secos de cuerpos que chocaban.

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M. J. TRONCOSO DE LA CONCHA  |  NARRACIONES DOMINICANAS

Al amanecer, cuando ya no quedaba resto de sombra de la noche, los vecinos fue-


ron saliendo. Formando grupo se relataron con voz entrecortada lo que habían oído en
la noche y lo que el miedo que a todos embargaba les había hecho oír de más. Nadie
empero osaba acercarse a la vivienda de Gallardo. Nadie tampoco se sentía con fuerzas
para moverse de donde estaba. El miedo parecía haberles despojado de toda facultad
locomotiva.
Al cabo de las siete de la mañana, más o menos, en lo alto de la Cuesta del Vidrio apareció
un hombre, que fue descendiendo lentamente y tomó la dirección de la calle de Los Mártires
hasta llegar al grupo de los que comentaban el misterioso suceso. Era un soldado de la Recon-
quista, vividor de las alturas de San Miguel, a quien llamaban Joaquín el Granadero.
Todos lo rodearon y cada uno le refirió el caso a su manera.
—¿Pero ninguno ha visto por dentro? inquirió el soldado.
Un silencio general fue la respuesta.
—Pues yo voy a ver, dijo con firmeza.
Al llegar a la puerta el soldado tiró de ella con violencia. Casi en el acto, mientras su
rostro se cubría súbitamente de palidez de muerte, retrocedió, sin volver la espalda y en
actitud de quien busca instintivamente la defensa de las piernas.
Lo que ante sus ojos se había desarrollado era horroroso; para no ser visto.
Una turba de perros, llevando entre sus dientes diversos despojos humanos, salía dispa-
rada, como un montón de flechas del interior de la casa hacia la calle, en tanto que el cadáver
de Gallardo, mutilado, yacía en mitad de la sala, los muñones de los brazos en cruz, cual si
implorara ¡oh impiadoso pecador! un perdón tardío…

El muerto que recordó


Fue en los primeros años del segundo gobierno del brigadier don Joaquín García y
Moreno, según referían nuestros abuelos. Digamos hacia 1790.
Eran las cuatro de la tarde de ese día y aún yacía aquel hombre en el mismo sitio, cerca
de la Puerta del Perdón, de la Catedral, en donde lo había hallado el campanero al ir a dar
los toques del Ave María, cuando asomaban los primeros albores.
Al principio se creyó dormía. Fue eso, al menos, lo que pensó el campanero. Ya salido
el sol, quienes por allí pasaban de largo a sus quehaceres mañaneros lo tomaban por un
borracho. Más tarde, nadie dudó de que estaba muerto. La rigidez y palidez cadavérica lo
revelaban claramente. Además, un canónigo que acababa de celebrar la misa, acercándose
al yaciente, había exclamado y el grupo de curiosos circunstante lo oyó.
—Non respirat.
Con el avance de las horas el caso fue trascendiendo y originando corrillos y comenta-
rios. La generalidad ignoraba quién era el yerto. Alguien aseveró sin embargo lo había visto
días antes vagando por los batiportes y dijo le habían dicho que el difunto decía se llamaba
Carlos, que era marinero y lo había dejado en Santo Domingo un barco procedente de Tierra
Firme, a cuyo bordo servía.
A las cinco de la tarde, el hombre continuaba tendido en el mismo sitio donde había
sido hallado al amanecer. A esa hora el capitán don José de la Vega, el alcalde ordinario,
viendo no se tomaba providencia para el enterramiento del cadáver, se acercó preocupado
al P. Valenzuela, cura semanero de la Catedral.

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

—¿Qué se va a hacer con el difunto, reverendo? Si no lo entierran se pudrirá ahí.


A lo cual contestó el cura, encogiéndose de hombros:
—Eso les corresponde a otros. A mí sólo me compete rezarle los últimos oficios, y a eso
me atengo.
—Vamos a hablarle al sepulturero…
El cementerio se hallaba próximo. Ocupaba lo que es actualmente la Plazoleta Sánchez
Ramírez y se extendía al patio del ahora palacio arzobispal, edificio que era entonces, aunque
con diferente conformación, la sacristía alta de la metropolitana. En la planta baja vivía el
sepulturero, un tal Juanico el Enterrador.
En aquellos tiempos, aquí, al igual que en todo el reino español, los cementerios eran
tenidos como anexos y extensión de las iglesias.
—Yo lo entierro –expuso el sepulturero al alcalde y al cura. Pero ¿quién me paga el
hoyo?
Poco después de las seis ¡al fin! el conflicto quedaba resuelto. La Cofradía de los Dolores
había decidido hacerse cargo del muerto; los “hermanos” lo conducirían a la huesa y de su
poco menos que exhausta caja, saldrían los veinticinco maravedíes destinados al pago del
sepulturero. Nada de ataúd. Para llevarlo al cementerio se emplearían unas angarillas.
Hecho. El P. Valenzuela bendijo el cadáver, los hermanos de los Dolores lo cargaron y a
poco andar se lo entregaban a Juanico.
No había terminado ahí, sin embargo, la cosa. En ese momento el campanero de la Ca-
tedral daba el toque de oraciones del Angelus vespertino.
—A estas horas ya no puedo abrir el hoyo. Déjenme el dinero y yo enterraré el cadáver
cuando amanezca. De aquí a esa hora no se va a pudrir. Denme mi paga y lo demás corre
por mi cuenta.
Eso dijo Juanico.
—Tome sus veinticinco maravedises –habló a su vez el hermano mayor de la Cofradía.

Asomaban las luces del nuevo día. El P. Valenzuela, que dormía en la sacristía alta, se
incorporó sobresaltado. A sus oídos llegaban voces airadas y estridentes.
—¡Yo no estoy muerto! ¡Tú no puedes enterrarme! ¡Qué me suelte le digo!
—¡No! Si te hiciste el muerto te mueres ahora de verdad. Yo no pierdo mis maravedises.
Poniéndose precipitadamente para cubrirse lo que encontró más a la mano, fuese el cura
apresurado al balcón de su aposento, situado sobre el cementerio y, habiéndolo abierto, vio al
sepulturero agarrando fuertemente al “muerto”, mientras éste forcejeaba por desasírsele.
—¿Qué ocurre?, –gritó– ¿Qué ha pasado, Juanico?
Sin soltar al “muerto”, mientras éste miraba al cura con ojos implorantes, el enterrador
respondió:
—Que yo no sé si estaba vivo y se hace el muerto o está muerto y se hace el vivo; pero yo
lo entierro. Yo no pierdo mis maravedises. Anoche lo dejé muerto acostado y ahora después
que abrí el hoyo se sentó y pretende que está vivo.
Dicho lo cual agarró con mayor fuerza al pobre diablo “difunto”, que apenas podía
defenderse y comenzó a empujarlo con dirección a la hoya recién cavada.
Saltando los escalones, el P. Valenzuela bajó acezando y cogiendo a su vez a Juanico el
Enterrador por un brazo le increpó enérgicamente:

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M. J. TRONCOSO DE LA CONCHA  |  NARRACIONES DOMINICANAS

—¡Suelta, animal! ¿Quieres cometer un crimen? ¿No oyes que este hombre está vivo?
¿Qué importan tus maravedises? Nadie te los reclamará ¡so bestia!
Libre de las manos del sepulturero, el redivivo, tambaleando, fue a sentarse entonces
sobre una pilastra pequeña que se hallaba próxima, mientras Juanico se retiraba mascullando
frases incoherentes de mal reprimida ira, las cuales no se sabía si iban dirigidas contra el
clérigo o contra el infeliz a quien éste había liberado.
No hay duda, parece, de que en esta ocurrencia célebre se trató de un caso bien caracte-
rizado de catalepsia, y así debió de pensarlo la gente de aquellos tiempos sabedora de esos
achaques. Mas para el pueblo ignorante, singularmente para quienes habían visto yacer
horas y horas al paciente, éste se había muerto, pero “recordó”; y volvió a la vida.
Ese verbo, en el sentido de “despertar”, era usual entonces entre nuestra gente del
pueblo. En esta época sólo se le emplea en algunos campos. En su famoso libro El español
en Santo Domingo, Pedro Henríquez Ureña anota: “Recordar, despertar: todavía se oye en la
Argentina y otros países de América”.
La tragicomedia del “muerto que despertó” y la cual dio tema abundante largo tiempo a
las consejas de los viejos moradores de Santo Domingo, tuvo su epílogo: Juanico el Enterra-
dor fue separado de su fúnebre ocupación por la autoridad eclesiástica, con lo que, por no
haber querido perder veinticinco maravedíes, perdió muchos en el resto de su vida. El otro,
el cataléptico, desapareció pocos días después del suceso y no se supo de él más nunca.

El secreto de Catatey
El caso sucedió en aquellos tiempos que una leyenda áurea llama patriarcales, gober-
nando a nuestros abuelos el mariscal de campo don Carlos de Urrutia y Matos, el vejete que
en el año de 1813 plugo a la Junta Central de Sevilla, actuando a nombre de don Fernando
VII, mandar de capitán general a esta “muy noble y muy leal colonia” y a quien los veci-
nos de la ciudad de Santo Domingo, ya duchos para entonces en el arte de poner motes, le
aplicaron el de “Don Carlos Conuco” con que ha pasado a la historia, a causa de su turbio
método de corregir delincuentes poniéndolos a trabajar pro domo sua en las labranzas que
había establecido en la margen oriental del río Ozama.
Fue un robo. Y ¡qué robo! En la Catedral nada menos y con fractura. Denunciando el
crimen y sus agravantes estaban allí en la Capilla de la Altagracia el cable suspendido de
la bóveda y vidrios esparcidos en el suelo, mientras la ventana de la derecha, contrastando
con su compañera de luz, semejaba una cuenca de ojo vacía.
¿Qué manos sacrílegas habían profanado la casa del Señor y hurtado la rica lámpara
de plata repujada que durante más de un siglo había alumbrado el retablo de la Virgen de
la Altagracia?
El primero en advertir el crimen, a la hora del barrido de la mañana, fue el pardo Ambrosio,
uno de los esclavos de la Catedral, quien corrió a avisarlo a don José Ruiz, el cura.
Minutos después la gente de la curia y la de curia estaban en movimiento. Aparte la
circunstancia de la violación del templo, que ya era bastante para caracterizar de horrendo el
hecho, existía la muy atendible de lo valioso de la joya hurtada, y esto hizo que si afanosa se
empezó a mostrar la clerecía desde el primer momento para dar con el ladrón o los ladrones
y recuperar la lámpara, no menos esfuerzos se dispusieran a desplegar los corchetes para
alcanzar los mismos resultados.

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

Aquella lámpara, acabada obra de orfebrería, constaba de tres cuerpos: la nave, decorada
con las cabezas de los doce apóstoles ordenadas en círculo; el vaso central, de labor de fili-
grana, dentro del cual descansaba el depósito de aceite; y la corona, también de filigrana. De
esta última bajaban siete cadenillas, cuatro que servían para sostener la nave y las restantes
que hacían igual oficio con el vaso. Un aro de plata maciza en el centro de una cruz griega,
de mismo metal, y que se afirmaba fuertemente a la corona, servía a su vez para sujetar el
cable de que colgaba la lámpara.
Se llevaron a cabo muchas pesquisas. Todos los malasmañas conocidos fueron a la cárcel.
Se previno desde el púlpito a los fieles del deber que tenían de suministrar a la autoridad civil
o a la eclesiástica cualesquiera informes que pudiesen servir para el esclarecimiento del hecho.
El alcalde constitucional de primer voto, juez de letras, dejó de la mano cuantos procesos
habían estado ocupando su atención hasta aquel día para dedicarse en cuerpo y alma a éste
que tanta perversidad de sentimiento denotaba en sus autores. Funcionó el tormento.
A las dos semanas de perpetrado el crimen la investigación se hallaba sin embargo tan
adelantada como la misma mañana en que se le había dado comienzo.
Una tarde, cuando ya se empezaba a desesperar de que la obra de la justicia llegase a
dar el fruto apetecido, el padre José Ruiz recibió una extraña visita. Un hombre contrahecho,
de aspecto enfermizo, maltraído, entró en la rectoría, la cabeza cubierta con un sombrero
de “cana”, como si no estuviese obligado a guardar ningún miramiento, y se detuvo en
mitad del despacho, mientras sus ojos se dirigían vagamente de uno a otro de los objetos
que exornaban la estancia.
—¿Qué buscas, Catatey? inquirió el párroco, parando de asentar la partida del último
bautismo.
Aquel hombre, Catatey, era un cretino. Hijo del arroyo, jamás había tenido propiamen-
te cerca de sí un alma buena que le amparase. El extravío de sus facultades mentales era
congénito; pero se había intensificado más desde cuando se encontraba en la adolescencia
a causa de una revancha tomada contra él por otro infeliz que tal bailaba. No falta nunca
un roto para un descosido, reza el refrán, y, para confirmarlo, Catatey había escogido como
objeto de sus burlas a una tal María la Boba, loca de remate, que se pasaba el día en la calle,
viviendo de la caridad pública, y que se acostaba de noche en el portal de la iglesia adonde
podía llegar más pronto cuando a la puerta de sus ojos tocaba el sueño. Cuantas veces Ca-
tatey se encontraba con la loca le cantaba:

“María la Boba
Se quiere casar
Con un jovencito
De la Capital”;
o bien le gritaba:
“María,
Gata paría,
Echa los huesos
En la comía”.

De las horas menguadas líbrenos Dios, decimos quienes nos alabamos de cuerdos. Re-
flexiónese qué no podrían decir los rematadamente locos. En una ocasión María se fue sobre

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M. J. TRONCOSO DE LA CONCHA  |  NARRACIONES DOMINICANAS

su burlador y cuando no pudo darle alcance le mandó de recado una piedra que no paró
hasta encontrarle en la nuca y producirle una abolladura, de cuyas resultas estuvo postrado
en cama, en el Hospital de San Andrés, durante varios meses, al cabo de los cuales salió con
mucho menos materia gris de la que hasta entonces su pobre cerebro había disfrutado.
Catatey no respondió a la interrogación del cura.
—Vamos, vamos ¿qué buscas? repitió éste.
El cretino bajó los ojos.
—Pues si no buscas nada, vete.
El padre Ruiz prosiguió la interrumpida escritura.
Pasado un rato Catatey habló como quien soliloquiaba.
—Yo sé quienes se robaron la lámpara de la Altagracia…
Un temblor nervioso agitó el cuerpo del párroco. La pluma de ganso con que escribía
se le salió de la mano.
No esperaba él que tal revelación le viniese de un ser semejante.
Se incorporó, y apoyando ambas manos sobre los hombros del estrafalario visitante, le
interrogó con incontenido ímpetu:
—¿Verdad que lo sabes, Catatey? Dime; ¿quiénes fueron?
Al mismo tiempo que así hablaba, un recuerdo cruzaba fugaz por su cerebro. Él había
despertado varias veces a Catatey en el atrio de la Catedral, donde probablemente había
pasado toda la noche; ¿acaso era imposible que aquel desgraciado hubiese visto a los autores
del sacrilegio que tanto le venía atormentando desde el día de su consumación?
A la manera de una luz mortecina que repentinamente crece y llamea, los ojos del cretino
dejaron su mirar errante y se clavaron con fijeza en el rostro del cura, revelando la impre-
sión que en el ánimo del pobre diablo había producido la vehemencia con que habían sido
hechas aquellas interrogaciones.
No contestó.
Insistió el sacerdote más violentamente.
Nada.
El padre Ruiz comprendió que había ido demasiado lejos y moderó el tono.
—Mira, Catatey, mi hijo. Dímelo. No temas. ¿Quiénes se robaron la lámpara? Dímelo,
que nada te sucederá.
Catatey bajó los ojos, que retornaron a su vaguedad característica.
Después de un rato, profirió:
—Don José, yo lo diré; pero tendrá que ser con música. Si no es así no lo digo.
El padre Ruiz no insistió; pero aquella misma noche se fue a ver al juez de letras y le
relató lo que entre el cretino y él había ocurrido en la tarde.
A la mañana siguiente, Catatey era llevado a la presencia del juez. Este le interrogó em-
pleando todos los diapasones. Sus empeños, no obstante, fueron tan infructuosos como los
del párroco. Solamente, después de haber sido preguntado muchas veces, volvió a repetir
lo mismo que al padre Ruiz había dicho la víspera.
—Si me lo preguntan con música…
—¿Y si yo te busco la música?
—Si su merced me pregunta con música lo diré.
El juez de letras –algo semejante en sus funciones al de instrucción de nuestros tiempos–
estuvo cavilando un rato. Pensaba que accediendo a la exigencia de Catatey podía herir la

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

dignidad de su delicado ministerio. Al cabo sin embargo se decidió a emplear el medio que
aquel le había indicado.
—Dios anda a veces por los callejones –se dijo– y tal vez si ha de ser este desgraciado
Catatey quien haya de poner a la Justicia en el camino de encontrar a los autores del sacrí-
lego crimen.
Por su orden, un alguacil salió en busca de los músicos. A poco, todos se encontraban en
el local de la Audiencia, cada cual con su instrumento: un serpentón, un oficleido, trompa,
violín, clarinete y redoblante.
A la vista de los músicos una sonrisa de satisfacción asomó a los labios del loco.
—Aquí están ya, según lo quisiste –exclamó el cura. ¿Lo vas a decir ahora?
Catatey sin embargo formuló una nueva exigencia.
—Aquí no. En la plaza.
El juez de letras hizo un gesto de desagrado. El padre Ruiz lo miró como diciéndole: ¿Y
por qué no, para acabar de una vez?
—Pues vamos allá, exclamó el juez.
El justicia, el sacerdote, los músicos y el loco emprendieron la marcha de la casa de la
Audiencia a la Plaza de Armas.
Del uno al otro sitio cuantas personas se hallaban al paso del original cortejo se le
incorporaron.
Ya en la plaza, el juez, visiblemente malhumorado, interpeló al cretino:
—¿Vas a decir ahora?
—Que toque primero la música, contestó.
A una indicación del cura las notas de un vals de la época salieron zalameras de los
instrumentos, como si con su alegría, al complacer al cretino, hiciesen burla de los pesqui-
sidores.
Terminó el vals.
—Vamos a ver Catatey ¿quiénes se robaron la lámpara?
—Que toque otra vez la música, insistió.
Sonaron de nuevo los instrumentos. Se oyó un merengue, el clarinete chillando alto, el
serpentón marcando con sus graves notas cada compás.
Vuelta al silencio. Vuelta también a la pregunta:
—Catatey, Catatey ¿quién se robó la lámpara?
—Que toque otra vez la música. A la tercera diré.
Apretando los puños el juez hizo con ambos brazos una contracción de ira. El párroco
aparentó sonreír, mientras por su frente corría un sudor frío.
El número de los curiosos, que había ido aumentando al poderoso influjo del clarinete,
era ya considerable. Todos, unos más, otros menos, presenciaban la escena con idiotez re-
marcada en el semblante. Para hacer más ridículo el cuadro ni siquiera reían.
Se volvió a oír la música. Ahora era una varsoviana. Con sones lánguidos el violín so-
bresalía como queriendo compadecerse del justicia y el clérigo en el amargo trance que allí
les retenía.
A una señal imperiosa del juez de letras, apenas había sonado el último acorde de la
primera parte, los músicos dejaron de tocar sus instrumentos. En seguida, con adusto ceño
y la vara en alto, el juez exclamó:
—Por última vez Catatey: ¿quiénes se robaron la lámpara?

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M. J. TRONCOSO DE LA CONCHA  |  NARRACIONES DOMINICANAS

Catatey miró al letrado; después miró al sacerdote; se descubrió la cabeza, y dijo con
aire solemne y grave:
—¡Los ladrones!

Un ahijado del santísimo


A la memoria de doña Felipita Imbert de Pimentel.

Pocos seguramente ignoran que el general don Segundo Imbert era hijo del ilustre pró-
cer don José María Imbert, general de división del ejército dominicano, bajo cuya dirección
sabia y valerosa las huestes nacionales salvaron el 30 de Marzo de 1844 en Santiago de los
Caballeros la obra del 27 de Febrero. Lo que en cambio pocos sin duda saben es que aquel
dominicano, distinguido de verdad, tuvo por padrino en el bautismo nada menos que a la
Divina Majestad de Jesús Sacramentado.
Es este singularísimo suceso el que vamos a relatar en seguida.
Antes, sin embargo, permítasenos decir algo que, por referirse a una para nosotros los
dominicanos esclarecida prosapia, bien merece en esta oportunidad un recuerdo.
El 15 de agosto de 1801, año en que Toussaint Louverture ocupó a Santo Domingo a
nombre de la República Francesa, diciéndose ejecutor del Tratado de Basilea, para proclamar
después audaz y arteramente la unidad e indivisibilidad de la isla, nació en Fudlon, pueblo
del Noroeste de Francia, un niño a quien sus padres, Simón Imbert y Marie Anne Duplesis,
pusieron por nombre Joseph Marie.
A la muerte de Simón Imbert, el primogénito asumió la dirección viril de la casa y
mientras hacía ingresar en la marina al segundo (éste llegó a adquirir el grado de coman-
dante) puso empeño en que Joseph Marie, quien se educaba en un colegio militar, abrasara
la carrera del sacerdocio.
Considerando Joseph Marie que Dios no lo llamaba a su servicio, rehusó someterse al
deseo de su hermano. Habiendo decidido éste entonces, dedicarlo al estudio de la medici-
na, y no mostrando él para la cura del cuerpo mayor vocación que la que le faltaba para la
de almas, la madre decidió proveerlo de recursos con el fin de que se embarcase rumbo a
América y, así decidido, fue llevado a ejecución. Tenía Joseph Marie diez y siete años y no
se podía esperar ya más tiempo para ponerlo en camino de hacerse valedor de sí mismo.
Del Viejo pasó al Nuevo Mundo el joven Imbert en una goleta. No le fue sin embargo
propicia la suerte, porque un temporal azotó el barco cerca de Cuba y como éste sufriera
grandes averías y hubiese de hacer arribada forzosa en aquella isla, allí se desembarcó y se
quedó nuestro héroe, sin saber por dónde orientarse, hasta que, inducido amistosamente
por otro francés, comerciante establecido en Port-au-Prince, pasó a la capital de Haití, donde
permaneció unos años, para trasladarse más tarde a Santo Domingo, a causa de haberse in-
cendiado el establecimiento en el cual servía, de su protector y amigo, fijando su residencia
en el pueblo de Moca.
Esto ocurrió hacia el año 1830.
Imbert consagró sus actividades al comercio, con notable éxito, y transcurridos unos
tres o cuatro años se unió en matrimonio a María Francisca Delmonte, joven perteneciente
a una de las más distinguidas familias de la villa.
El día 12 de mayo de 1837 los esposos Imbert-Delmonte pudieron anunciar a sus amista-
des, que vale tanto como decir toda Moca y sus contornos, el advenimiento de un heredero.

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

En el año 1837 era comandante militar de Moca, por Haití, el jefe de escuadrón Medard
Mathieu, uno de los más caracterizados oficiales de las tropas de ocupación en el Cibao. La
autoridad civil y judicial se hallaban encomendadas a don José María Imbert, que tal era
el modo como lo designaban los hijos del país, considerándolo ya como suyo por su mani-
fiesta identificación con los sentimientos de ellos. La denominación oficial de su cargo era,
en francés, la de “maire”; el pueblo empleaba, sin embargo, en castellano, la de corregidor,
que le venía desde los felices tiempos de España.
Al corregidor le estaban atribuidas las funciones que hoy pertenecen por separado al
síndico y al alcalde según las leyes dominicanas.
Entre Imbert y Mathieu existían, además de las relaciones oficiales que eran de rigor
entre quienes ejercían la autoridad militar y la civil, las de amistad que se podían concebir
en aquella época entre un francés y un haitiano, con más la circunstancia de hallarse casado
el francés con una dominicana de pura cepa que en su primer ruego de cada día pedía al
Altísimo librar al país de la dominación de Haití.
No podía pasar inadvertido para el comandante militar haitiano el fausto suceso que se
había operado en el hogar del corregidor, ni quería tampoco que éste y su consorte viesen sólo
en la visita que debía hacerles el ajustamiento suyo a una regla de etiqueta, sino la expresión
cabal de un sentimiento de su corazón que lo movía a compartir con ellos el justo regocijo
que experimentaban, y allá fue, vestido con el uniforme de los grandes días, dispuesto a que
su presencia constituyese para ambos esposos un acontecimiento memorable.
Mathieu hablaba bastante correctamente el castellano, debido en parte a que había
nacido en San Rafael, pueblo que cuando su mocedad conservaba aún algo de la tradición
española, en parte a su contacto frecuente con dominicanos de la banda fronteriza, primero,
y a sus funciones públicas después en la ya “Partie de L’Est”.
En una visita de esta índole, el primer turno corresponde, naturalmente, a los parabienes;
el segundo a la expresión de gracias de quien los recibe; el tercero al panegírico del recién
nacido. No hay niño que al venir al mundo no muestre a los ojos de sus progenitores alguna
rara cualidad que éstos se empeñan en hacer conocer a sus amigos. Huelga, pues, decir que
de todo esto hubo.
De improviso, el comandante Mathieu habló así, uniendo al énfasis de sus palabras el
de sus gestos y ademanes:
—Mi querido Monsieur Imbert. Yo quiero dar a usted una prueba muy grande de mi
gran amistad a usted. Me ofrezco como padrino de su niño. ¿Cuándo lo bautizaremos?
Si así, inesperadamente, como aquellas palabras del oficial haitiano, hubiese re-
sonado en ese instante, en torno de don José María Imbert, una descarga de fusilería,
es posible que la impresión causada por ésta en su ánimo no hubiese sido tan fuerte,
tan profunda como la que él experimentó al oír la extraña y desconcertante demanda
de Mathieu.
¡Con qué vertiginosa rapidez cruzaron los pensamientos por su aturdida cabeza! Se vio
de repente hundido en el concepto público de los dominicanos al aceptar como padrino de
su primer renuevo a un haitiano; mirado con desdén por los mismos que hasta entonces le
habían tenido a él como un dominicano perfecto; y sobre todo (ese fue el pensamiento que
más hubo de aterrarlo) ¿cómo iba a mirar esto su esposa, ella que sólo concebía la continua-
ción de la vida por la esperanza de que Santo Domingo se viese libre pronto, muy pronto,
de la odiosa y más que odiosa presencia de los haitianos?

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M. J. TRONCOSO DE LA CONCHA  |  NARRACIONES DOMINICANAS

En cambio, una negativa, qué serie de peligros, de males, iba a hacer caer sobre su ca-
beza. Porque si el jefe haitiano pensaba que otorgaba una alta merced a Imbert y los suyos
ofreciéndoseles como padrino del recién nacido y luego sabía que la presumida merced era
por ellos tenida como un deshonor ¿hasta dónde no había de llegar en los arrebatos de ira
que ello le produjese a aquel representante del feroz poder haitiano?
Cualquiera hubiese dicho que las palabras de Mathieu habían como entontecido al
corregidor de Moca. Con la vaga y oblicua mirada de quien busca una respuesta, y la carac-
terística sonrisa de excusa del que va a decir algo que seguramente no será agradable, pero
que se debe tener por razonable, Imbert quiso decir algo y no supo qué decir.
Un recurso, uno solo, tenía por delante: que Dios lo ayudase en el terrible trance, inspi-
rándole una contestación que fuese aceptable al haitiano.
Don José María Imbert, relatando el caso, decía años después, cuando ya erigida la
República Dominicana podía revelar su secreto:
—Reconcentré todas las fuerzas de mi espíritu y pedí a Dios Todopoderoso que acudiese
en mi auxilio…
El comandante Mathieu aguardaba la contestación, que ya empezaba a tardar.
—Y bien, Monsieur Imbert ¿qué me dice usted?
Mas ya, por evidente inspiración de lo alto, Imbert tenía la ansiada respuesta y susti-
tuyendo la sonrisa de excusa con el tono franco de quien habla para no aceptar objeciones,
exclamó:
—Cuánto honor sería para nosotros, comandante, poder complacerle en su deseo; pero
nos es imposible, absolutamente imposible…
—¿Por qué, Monsieur Imbert? Diga usted pronto, ¿por qué?
—¡Porque mi esposa había ofrecido este niño al Sacramento y teníamos resuelto que
fuera él, el Santísimo Sacramento, su padrino!
Mathieu se incorporó rápidamente, cruzó sobre su pecho los brazos, y sin dar tiempo
a que Imbert pensase cuál iba a ser su actitud en aquel momento, exclamó a su vez en tono
grave y místico:
—¡Bendito y alabado sea su nombre!
...............................................................................................................

Segundo Imbert, primogénito de don José María Imbert y doña María Francisca Del-
monte, fue bautizado en la iglesia parroquial de Moca y le sacó de pila como madrina la
señorita Francisca Xaviera Bernal.
Su padrino fue el Santísimo Sacramento, porque así se le dijo al párroco, y éste, sin duda
en el secreto de la providencial inspiración de don José, lo aceptó.
La historia de Santo Domingo guarda en muchas de sus páginas el nombre de Se-
gundo Imbert, siempre en lugar prominente y caracterizándole como el de un hombre
bueno y un patriota. Oficial de la guerra de Restauración, fue ascendido al grado de
comandante al terminar ésta y luego ocupó, entre otros, estos puestos: comandante
de armas de la plaza de Puerto Plata (1867), ministro de Guerra y Marina (1869),
ministro de Justicia e Instrucción Pública (1874), gobernador de Puerto Plata (1876 y
1878), ministro de Justicia e Instrucción Pública, nueva vez (1878), ministro de Interior
y Policía (1879), ministro de Relaciones Exteriores (1881-1882) y vicepresidente de la
República (1886-1888).

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Fue además candidato a la presidencia de la República en oposición al general Francisco


Gregorio Billini en el 1884. En el año 1883 el Gobierno de Venezuela lo condecoró con la
Orden del Libertador Simón Bolívar.
El general Segundo Imbert murió en la paz del Señor en Puerto Plata, su pueblo adoptivo,
el 16 de octubre de 1905, en medio al dolor profundo de los suyos y a la tristeza de todo un
pueblo, que le veneraba como reliquia sagrada, porque al par de ver en él la reproducción
del hombre a cuya genial y denodada dirección debió su salvación la República en la me-
morable jornada del 30 de Marzo de 1844, había tenido en todo instante la oportunidad de
apreciar las altísimas virtudes que aquilataron su personalidad ilustre.

Muchos habitantes de la capital dominicana recuerdan todavía el fausto que revistió la
contribución del Gobierno a la celebración del Santísimo Corpus Christi en el año de 1879.
La cantidad de tropas era tal que los soldados cubrían la carrera desde la Puerta de Carlos
III, del Castillo de la Fuerza, hasta la Plaza de Armas. Llamaba sobre todo la atención el
hermoso altar que había sido levantado delante del edificio de la gobernación, en el arreglo
del cual habían participado las personas del vecindario más expertas en achaques de esta
índole. Todo el mundo convenía en que nunca tal esplendor se había registrado en los ana-
les de las fiestas de Jesús Sacramentado y aquellos que conservan hasta ahora su recuerdo
afirman que jamás se ha vuelto a registrar igual.
—¿Qué menos podía hacer, en obsequio y honor a su padrino, el general Segundo Imbert,
ministro de lo Interior y Policía del gobierno entonces imperante?

Las armas de Carlos el Hechizado


Desde el año de 1917 luce su gallardo símbolo sobre la Puerta Mayor, o del Perdón, al
interior, de nuestra Basílica de Santa María la Menor, antes Catedral de Nuestra Señora de
la Encarnación, el blasón o escudo de armas de Carlos II, el Hechizado, hijo, según es bien
sabido, de Felipe IV y de la reina Mariana de Austria. Destácanse en este escudo, uno de
los más bellos de aquella época, la corona real y el águila bicéfala de los Austrias, imperial
y real familia de donde procedía el Hechizado, por ambas ramas, más próximamente por la
materna. Antes de 1917, con la salvedad del tiempo que duró la dominación haitiana, en este
blasón, pintado sobre caoba de la isla, remataba el altar mayor, desde el año 1684.
El porqué de no haberse visto allí, entre los años de 1822 y 1844, durante el tiempo que
Haití nos estuvo sojuzgando, es digno de ser recordado.
Una de las primeras providencias tomadas por los haitiano cuando se apoderaron de
la Parte Española de la isla de Santo Domingo, fue la de borrar cuanto símbolo, escudo,
emblema o signo hubiese estado testimoniando en el país el señorío hispano. Ni los mismos
nombres de algunos lugares se libraron de esta saña hispanófoba del invasor y ocupante.
Así –y vaya como un ejemplo de esto último– lo que es ahora, en la capital dominicana,
“ciudad nueva”, la Avenida George Washington y la zona residencial comprendida entre
ésta y la Avenida Independencia, era denominado Sabana del Rey. Los haitianos quitaron ese
nombre y le pusieron el de Sabana del Estado, y así se estuvo llamándole hasta que el auge
de la población empezó a transformar aquel espacio inhabitado, regodeo hasta entonces de
animales de cría, en una extensión urbana de la capital.

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M. J. TRONCOSO DE LA CONCHA  |  NARRACIONES DOMINICANAS

Cuando, en ejecución de aquel designio deshispanizante, una comisión delegada por


el gobernador haitiano, Geronime Maximilien Borgella, estuvo en la Catedral, su primera
mirada fue a fijarse en el escudo de armas de Carlos el Hechizado, el cual, según queda
dicho, era el remate del altar mayor. La orden de arrancarlo de allí y destruirlo fue lanzada
sin demora.
Hallábanse en ese instante en el templo varios dominicanos, entre éstos uno que se había
hecho tristemente célebre, y otro que, sobresaliente ya por su jerarquía social, pero bastante
joven aún, llegó a ser con el andar de los años, en los tiempos de la República, uno de los
hombres más conspicuos del país. Era el P. Manuel Márquez Joyel, doctor en teología, canó-
nigo maestrescuela del Cabildo Catedral, hombre de mala entraña y antecedentes pésimos y
que, en contraste con toda la demás gente de la alta clerecía, a la cual era el primero en dar
el buen ejemplo el muy amado y venerado arzobispo Valera, se comportó desde el principio
de la invasión, de manera de serles grato a los haitianos. De su mala reputación, por lo que
a él le concernía, son muestra estos consonantes muy repetidos en aquella sombría era de
nuestra historia: —”Los enemigos del alma son tres: —Márquez, Bobadilla y Valdés”. El
otro era don Domingo de la Rocha, vástago de una antigua familia de Santo Domingo, de
la cual fue fundador don Antonio de la Rocha y Ferrer, tesorero de la Real Hacienda, quien,
dice en sus Dilucidaciones Históricas fray Cipriano de Utrera, “puso pie en la isla en unión
de su hermano el capitán general, gobernador y presidente de la Real Audiencia, Francisco
de la Rocha y Ferrer”.
Dirigiéndose al doctor Márquez inquirió el principal de los comisionados haitianos quién
del servicio de la Catedral podría subir hasta donde estaba el escudo y bajarlo de allí.
—Yo –respondió Márquez.
Dicho esto procuróse las herramientas necesarias, se arremangó los hábitos talares y,
a la manera de un gato gabeándose en un árbol, puso pies sobre el primer apoyo que vio
próximo y fue ascendiendo hasta lo alto, donde, luego de buscar final apoyo, hizo su trabajo
con toda diligencia para desprender el blasón de Carlos el Hechizado. Luego lo tomó con
ambas manos y lo arrojó al suelo, formando grande estrépito, en medio al coro de risas de
los representante haitianos y tristeza disimulada de los dominicanos que allí se hallaban.
Al caer en el piso el escudo, de caoba según queda dicho, se partió en dos.
—¡Portez sale bagay la! –habló el dirigente haitiano (“¡Llévense esa porquería!”).
Intervino entonces don Domingo de la Rocha.
—Démelo, señor. Yo tengo una panadería. Haré leña de esto para calentar el horno.
—¡Magnifique! repuso el haitiano, luego que le tradujeron las palabras de don Domingo.
Portez-la (“Llévesela”).
Sin perder tiempo, don Domingo de la Rocha hizo tomar por dos hombres y conducir a
su casa el escudo. Esa misma noche, amparado por la oscuridad, salió con los otros dos, del
servicio de su casa y fue al Colegio de Jesuitas de la calle de Las Damas, donde lo guardó
en una de las celdas del derruido edificio, mientras mascullaba:
—Para cuando amanezca el nuevo día.
...............................................................................................................

Transcurrieron los años y el “nuevo día” amaneció.


En los primeros días de marzo de 1844, cuando ya, gracias a los hombres de Febrero,
lucía a los aires sus colores la bandera dominicana, don Domingo de la Rocha, el primer

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

corregidor que tuvo la ciudad libre de Santo Domingo, hizo sacar de su escondite el maltra-
tado blasón del Hechizado, del infeliz Carlos II, que, luego de limpiado, ajustado y retocado,
fue colocado por orden del vicario general, el doctor don Tomás de Portes e Infante, en su
prístino lugar del altar mayor de la iglesia metropolitana.

Así no pelea mi gallo


I
Hervían las murmuraciones en el barrio de Santa Bárbara. Y cuenta eran gentes aque-
llas, casi todas, mantuanas legítimas y por ende –nobleza obliga– poco dadas al tijereteo del
prójimo. Por allí vivían familias encopetadísimas, de muchas campanitas, que de hecho y
de derecho pertenecían a lo mejor de lo mejor en la Ciudad Antigua. Santa Bárbara podía
llamarse el barrio aristocrático.
El caso, sin embargo, no era para menos. Dispuesto ya todo, el matrimonio debía verifi-
carse esa mañana en las primeras horas, de acuerdo con la costumbre de la época, y es fama
que cada una de las muchachas de los contornos había rezado sus oraciones de la cama con
el pensamiento fijo en los atavíos del casorio. Además, don Juan Santín, catalán pudiente,
padrino de las bodas, había mandado desde la víspera diferentes cestos con botellas de rico
retinto de Cataluña, pilones de azúcar de refino y otros adminículos para la sangría, refresco
indispensable en bodas, bautizos y bailes, amén del pudín de la novia y sabrosas natillas
confeccionadas por las niñas Santín con sus propias manos. Las Basoras, las Guillén, las
Pérez, y otras familias del barrio habían también enviado sus presentes. Un olorosísimo e
incitante “gateau”, regalo de las Pérez, estuvo tentando durante la noche la gula de más de
un gastrónomo en cierne. Hasta el Padre Ruiz, el varón sabio y pío cuyo nombre ha recogido
la posteridad, desgraciadamente no por el recuerdo de sus virtudes y sí por la fragorosa
tormenta que se desató sobre la isla el 23 de septiembre de 1834, en el momento en que des-
cendían a la huesa común los mortales despojos de aquel buen pastor de los barbareños, había
dispuesto revestirse con los mejores ornamentos de la iglesia, para solemnizar en la mayor
medida las bodas y complacer así a don Juan Santín, su amigo y confidente, reputado una
de las principales columnas del culto en la parroquia. Y luego de todo eso, salir de buenas
a primeras, a la hora misma del matrimonio, conque… de lo dicho ¿nada?
Niñas hubo de las invitadas a quienes la nueva sorprendió en medio de la calle, camino
de la casa nupcial.
Cada quien comentaba el suceso a su manera, aunque todos convenían en que Patica
estaba en ello de por medio. Sólo él, empeñado sin descanso en procurar maleficios a los
hombres, podía haber roto vínculos tales, que el ministro de Dios iba a bendecir en breve
per saecula saecolorum.
¿Qué había ocurrido?
Antes de llegar allá abramos un paréntesis.

II
Érase que se era Juan… un arrogante mancebo perteneciente a familia oriunda de Ca-
narias. Isleño a carta cabal, poseíale esa testarudez que parece innata en casi todos los de su
procedencia y de que ha nacido el adagio “cerrado como un isleño”. De carácter extrema-
damente díscolo, bastábale sonara algo ingrato a sus oídos, fuérase broma, burla o dicterio,

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M. J. TRONCOSO DE LA CONCHA  |  NARRACIONES DOMINICANAS

para arremeter sin plazo contra quien a tanto osara, bien que él, por frecuente contraste en
esta “humanidad pigmea”, practicase muchas veces la vieja máxima de “que las bromas,
pesadas o no darlas” y en materia de burlas hiciese víctimas de ellas al mismísimo pinto
de la paloma, si a su alcance se hallaba en momentos dados. Típico en él era, sobre todo,
la tenacidad que ponía al servicio de un propósito cualquiera si en éste andaba jugando el
amor propio o si alguien con él en tratos pensaba de manera diferente de la suya. Voluntad
a prueba de razones, antes que convencerle de un error podía el mejor intencionado dedi-
carse a superar la vida y hechos del paciente Job, labor sin duda menos arriesgada y de más
posible éxito.
En lo físico, aunque de rostro un tanto duro –quizá si por tener asomado de continuo
a sus ojos su temperamento– sus facciones eran las de un buenmozo, lo que, unido a un
arrogante porte, comunicaba a su persona un si es no es de atrayente.
Trasladémonos por un instante, ahora, a la calle de Gabino Puello, antes del Angulo, que
parte del templo de Santa Bárbara y va a terminar al pie de la muralla; donde hasta hace
poco existió en ruinas una casa llamada por el pueblo “la Casa del Diablo”, dizque por los
azares que en ella sufrieron siempre cuantos la habitaron.
Si no mienten las crónicas, ahí tenía su morada en los años de 1829 al 35 una familia de
condición y apellido no humildes, aunque de menos haberes que menesteres, compuesta del
padre, la madre y tres hijos, entre éstos una encantadora muchacha de diez y nueve abriles,
de nombre Francisca, conocida por Panchita en todo el barrio.
Linda, más que luna de enero para poeta noctívago, de talle seductor como curul de
diputado y con más sal en su cuerpo que todos los criaderos de Puerto Hermoso, aquella
hija de Eva había traído revuelto el seso a más de un enamorado galán.
Fortaleza, empero, difícil de rendir, vanos fueron los ataques de frente y de flanco diri-
gidos contra ella, y uno a uno se vio tocar sucesivamente retirada a los asediadores, hasta
quedar reducida su antes apreciable cifra a la más insignificante de las nones.
¿Quién era ese mortal tan intensamente flechado por Cupido?
Atreveríamos a apostar doble contra sencillo a que el lector lo ha adivinado.
Si pudo más en él su idiosincrasia o su pasión por la niña barbareña es cosa que no
importa al momento. Baste saber que Panchita se atuvo a lo segundo y como en materia de
amores constancia y fe son triunfos, la fortaleza fue cediendo poco a poco hasta quedar a
merced del tenaz isleño.
Izada, pues, bandera blanca, procedióse a formalizar el compromiso, y previa acep-
tación del padre de la novia, convínose en que el párroco bendeciría el idilio después de
transcurrido un año.
III
Cerrado el paréntesis volvamos arriba.
Doce meses cabales llevaba de altar la idílica pareja, sin que ¡oh Santa Rita, abogada de
los imposibles! la más ligera nubecilla hubiese venido a turbar el cielo azul de aquellos castos
amores. Ya se ve; como que Panchita, paloma sin hiel, había dicho amén hasta entonces a
todos los oremus del isleño…
Mas, estaba escrito, tal parece, que ventura tanta debía deshacerse por arte de Satanás
en breves minutos.
Esta noche, la anterior al día de las bodas, Juan llegó a la casa paterna de su novia y
ocupó sitio al lado de ésta. La madre de Panchita, sentada en un diván, apenas contestadas

377
COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

las buenas noches al presunto yerno, comenzó a dormitar. Los demás de la casa reposaban
tranquilamente en sus camas de las fatigas del día.
¿Qué hablaron? Pues del calor que se sentía, tema obligado cuando falta material de mo-
mento para el prólogo, de los regalos del padrino, los obsequios de las amistades, las compla-
cencias del párroco, el tocado de Panchita, la nueva vida de ambos desde el día siguiente…
¡Noramala culminó ahí el diálogo!
¿Por qué Juan, en las cincuenta y más veces en las cuales dijo a Panchita del futuro nido
no la advirtió de algunos de sus quehaceres? Así, en ocasión más propicia, no habría sin
duda experimentado ella sorpresa tan grande como cuando lo oyó proferir:
—Tengo empeño sobre todo en que el matrimonio termine temprano, para que antes
del rigor del medio día puedas ir a buscar el agua de mañana a la cañada.
¿Y qué? ¿Iba a ser ese también uno de sus oficios? Habíale él hablado de la casita de
campo en San Carlos, en la Isabela, de sus trabajos para hermosearla, de la gran necesidad
de tener ella, Panchita, los oficios culinarios, de la disposición en él a emprender un gran
cultivo, con la ayuda de Dios y de la Candelaria, de muchísimas cosas más; pero ¿de eso?
Por primera vez, Panchita oponía su palabra a la de Juan.
—¡Eso… eso que acabas de decir no es posible!
Si tú, lector amable, transitando alguna vez por esas calles has visto cómo en un día
sereno fórmase inesperado, súbito remolino, que todo lo atropella, que quiere barrerlo todo,
que corre con carrera de bestia desbocada, podrás formar concepto justo de cuán impetuosa,
febril, furiosamente salió afuera toda aquella alma isleña, cuyos impulsos habían estado
durmiendo al arrullo de una ajena mansedumbre.
El rostro contraído, los ojos casi fuera de sus cuencas, hinchadas como para dar reso-
plidos las narices, el pecho hacia adelante, crispados los puños, Juan quiso hablar y rechinó
los dientes.
Después, en confuso tropel, salieron de sus labios estas expresiones:
—¡Sí y sí y sí! ¿Qué te estás tú pensando que soy yo para que vengas en mi cara a decirme
a estas horas que eso no se puede? Muy buenos hombres me han respetado a mí ¿sabes?
contimás una mujer. Y si no quieres, no quieres; pero yo sí quiero; y sanseacabó. Y más te
digo: que no es el agua sola, sino la leña, que muy buenos rejos tienes, y si yo voy a rascar la
tierra para comer, no es nada que tú cargues la leña y el agua, que mejor que yo no eres tú,
ni mil como tú, y decirme eso ahora cuando tú tenías que saberlo, porque tú sabes que yo no
tengo arriero ni puedo tenerlo, es… es… qué sé yo… que no me da la gana de aguantarlo.
—Pero Juan, ¡por Dios! ¿Qué te he dicho para que te incomodes?
—Nada, nada, como lo oyes; que bien lo sabías tú que tenía que ser así y ahora me dices
eso quizá si por…
—Pero Juan, por Dios, que despiertas a mamá y hasta a papá y si te oyen hablar de esa
manera ¿qué van a pensar?
—Lo que les dé la gana; que sobre mi cabeza mi sombrero y más nadie.
—No alces la voz que mamá despierta. ¡Jesús! ¡no me parece que eres el mismo!
—Que despierte ¿y qué? A ella y a tu papá y a todo el mundo les digo lo mismo que te
estoy diciendo. Después de todo ¿qué hay de particular?
Las nueve sonaron en este instante en la campana de la casa del Consejo de Notables.
Hora de la queda en aquellos tiempos de poco “mundanal ruido”, todos los vecinos se re-
cogían, y ni una sola casa permanecía abierta.

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M. J. TRONCOSO DE LA CONCHA  |  NARRACIONES DOMINICANAS

—Bueno Juan; pues llevaré el agua; pero repara en que ya dieron las nueve y tengo que
despertar a mamá para que cierre –observó tímidamente Panchita.
—¿El agua? ¿El agua nada más? ¡Y la leña también, que bien tenías que saber que para
cargar la leña desde el monte a la casa no íbamos a tener a nadie!
—¿Juan?…
—Sí, sí. ¡La leña también!
Panchita no replicó. Miró a Juan; vio en su cara la tempestad que rugía en su alma y
sintió miedo. Un pensamiento rápido cruzóla el cerebro: ¿habría perdido Juan el juicio?
Recapacitó, sin embargo. No, no podía ser tanto. Pero si por contrariarlo en tan sencilla cosa
–¡ella que jamás lo había contrariado!– se enfurecía de esa suerte ¿qué días la esperaban en
su matrimonio?
Estuvo a punto de llorar. No obstante, contúvose.
—¡Bueno! ¡bueno! –tronó el otro. Mañana nos casamos y necesito que me digas ahora si
estás dispuesta a cargar la leña…
La joven no respondió. Pensaba en su apacible vida de hija de familia, de niña mimada
de la casa; en las ilusiones que se había forjado cuando entregó su corazón a Juan; pensaba
asimismo en el velo que se acababa de descorrer ante sus ojos para ponerle delante, cuan
tosca era, la complexión moral de su prometido. Tan ensimismada se hallaba, que olvidó
habían dado las nueve y era probablemente su casa la única de la vecindad que había se-
guido abierta.
—¿Oíste? agregó él, ya vociferando. ¿Estás dispuesta a cargar la leña?
La madre despertó sobresaltada.
—¿Oíste?
—Sí, Juan; pero…
—No hay pero; mañana cargas el agua y cuando sea necesario la leña ¿qué dices?
Irguióse de pronto Panchita, miró fijamente con tranquilos ojos al isleño, y uniendo a
sus palabras un ademán lleno de gracia y encanto, exclamó con suave voz:
—Pues lo que yo, Juan, te digo es que ¡así no pelea mi gallo!
...............................................................................................................

¿Qué más? Después de eso sólo quedaba a Juan este camino: el del portante.
Un breve rato y su silueta se perdía en las sombras de la noche.

Una decepción
(Primer premio en los juegos florales de 1909)

¡Qué cosas las de Tronquilis!


Era de oírle sobre todo cuando en la prima noche, después de la cena, tomaba asien-
to en su silla rústica, frente al mostrador del ventorrillo, a la luz de una vela de sebo y
aspirando un oloroso ambiente de guineos, guayabas, zapotes, piñas y otras frutas de
esta zona.
Acompañado siempre de la mujer y no pocas veces de algunos vecinos de su calle, la
de El Conde, Tronquilis llevaba casi constantemente la palabra. ¿Quién como él “para ver
claro”? Y lo cierto es que en ocasiones empleaba al platicar una lógica asombrosa, contun-
dente, digna de quien, al revés de él, hubiese calentado los bancos de la escuela.

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

Era gallego. Había venido a Santo Domingo en busca de fortuna y poco a poco, a fuerza
de economías, llegó a reunir unos realitos. Ya cuarentón, abandonó la vida de célibe, uniendo
su suerte a la de una criolla, muchacha más buena que el pan y trabajadora como una abeja.
Con la mujer (¿quién lo duda?) el viento de bonanza que le había estado soplando arreció,
y tanto, que los dos subieron a cuatro las mesitas de frutas y hasta diéronles ganancias para
establecer una regular venta de licores, en cuarto reservado adonde los de la cofradía de Baco
acudían a saborear el dulce y picante Licor Rosolio, lucidor de los colores del iris y dispuesto
en damajuanitas de cuello delgado y ancho fondo, la confortadora ginebra holandesa Mañana
Imperial o el bravo Aguardiente Cañete, insustituible diluidor de penas.
Por varios años estuvieron la nata sobre la leche. Tronquilis y su costilla. Habríales au-
gurado cualquiera, para la vuelta de algún tiempo, una riqueza completa.
¿Qué más sino persistir en el trabajo y economizar cuanto se pudiera?

II
Los tiempos cambian, sin embargo.
Un día el gobierno se equivocó ¡quién lo creyera! y para aumentar el numerario hizo
llevar sobre el país un diluvio de “papeletas”, con lo cual no pocos se ahogaron y algunos
quedaron con el agua al cuello. Tronquilis entre éstos. Por grados fue reduciéndose hasta
limitarse a una mesa el ventorrillo y la botellería disminuyó considerablemente. ¡Cómo que
ya cada copete de Rosolio salía por un ojo de la cara y la caneca de ginebra se había subido
hasta las nubes! Y a todas estas, para colmo de males, el sitio. Porque es de saberse que a
modo de irresistible alud, habían irruido del Norte, del Sur y del Este los revolucionarios
del 7 de julio contra Báez.
Tronquilis estaba descorazonado. Gracias que el “cuarto reservado” sostenía aún
parte del negocio. A libar en él iban con frecuencia Benito “el gambao”, azuano, que allá
en Santomé cortó de sendos tajos la cabeza a dos “mañeses”; Ugenito Lantigua, coplero y
soldado, capitán de cívicos; Martín “el brujo”, embaucador de campesinos y gran tocador
de “cuatro”; “Gollito” Rodríguez, muchacho de la orilla, más malo que coger lo ajeno y
encabezador habitual de cencerradas; “Enemencio” Mártir, seibano machetero, con tres ci-
catrices enormes que le formaban una N en el rostro; “Toñico” Hernández, por mal nombre
“El Caimán”, montecristeño, con más alma que cuerpo y dos hileras de dientes que parecían
querer salirse de la boca; el capitán “Apuntinodá”, bravatero de continuo, que no cumplía
jamás sus amenazas; “Periquito” Caballero, solicitado “maquiñón”, que saltaba en su corcel,
sin sujetarse, las más grandes candeladas de San Juan; el “jefe” Hipólito; el “vale” Turibio;
Pepito el Indio; y otros tantos al servicio del gobierno sitiado. A falta de tales parroquianos
¿qué habría sido de Tronquilis?
Nueve meses llevaba el asedio, sin que parecieran dispuestos a ceder los de adentro;
pero mucho menos los de afuera. El gallego y su mujer comenzaban a desesperar. ¿Duraría
esa situación toda la vida? Por otra parte, el “cuarto reservado” se vaciaba. Veces hubo en
que Tronquilis, antes de alcanzar una caneca llena, cogió hasta doce apuradas.
A los diez meses llegaron al oído del desventurado negociante rumores de capitulación.
Entonces ocurrió algo nuevo: el número de los parroquianos, de la “gente del gobierno”,
bajó sensiblemente. ¿Qué es eso?
—¡Mujer! ¡mujer! ¡nos acabamos! Esto no puede aguantarse ya, exclamaba el pobre
hombre.

380
M. J. TRONCOSO DE LA CONCHA  |  NARRACIONES DOMINICANAS

Una mañana, sin embargo, la esperanza sonrió en la casita de Tronquilis. Venía en for-
ma de conspirador urbano. Alguien, que acudió a “tomar la mañana” allí, oyó las cuitas de
aquellos consortes, su falta de fe en los días cercanos, su desesperación inmensa.
El matutino visitante, luego que el otro desahogó su pecho, pareció reflexionar. Después,
a manera de explorador del terreno, salió a la puerta, dirigió escrutadoras miradas al Oriente
y al Poniente, y cerciorado ya de que sólo Tronquilis y su mujer habían de oírle, dio rienda
suelta a su palabra de revolucionario convencido.
Mucho les habló y algo muy bueno debió de ser. Tal al menos habría cualquiera leído
en la cara placentera que ambos tenían mientras el visitante peroraba.
—De suerte y modo –observó Tronquilis a su interlocutor cuando éste hacía un pa-
réntesis para trasegar en el estómago “tres dedos” de ginebra– que pronto cambiarán
las cosas.
—Pues ya lo creo que sí; –repuso el conspirador– es gente nueva la que viene y con
muchísimos cuartos. Cuando le aseguro que ni en el paraíso vamos a estar mejor.
—Pero… ¡y eso se dilatará mucho tiempo!
—¡Qué va! ahorita mismo; quién sabe si no pasa ni una semana.
—Y dice usted que…
—Lo que le digo: que son gente nueva y buena y que usted verá cómo del infierno vamos
a la gloria con zapatos.
A poco el hombre se marchaba. No había pagado la “mañana”; mas ¿qué falta hacía,
cuando el alegrón de Tronquilis compensaba con creces el gasto?

III
Algo extraordinario ocurre en la ciudad. Inusitado movimiento se nota en sus calles
principales. En la del Arquillo y más aún en la de El Conde la animación es grande. Filas
desordenadas de hombres y muchachos por la acera y variados grupos por en medio de la
calle, hablando, gesticulando, levantando a su paso nubes de polvo, se dirigen incesante-
mente al extremo Oeste de la población. Cada vía transversal es uno a modo de tributario de
donde afluyen sin interrupción grandes y chicos, que vienen a aumentar aquella continua
circulación de gente. Al pie de la Puerta del Conde, a medida que la multitud avanza, va
formándose una masa humana, cada vez más grande, cada vez más compacta, un verda-
dero mar de cabezas, cuyos movimientos producen ondulaciones, unido a ello una gritería
confusa, en que todos hablan y casi nadie entiende.
¿Qué pasa? Es que va a entrar, triunfante, la Revolución.
Tronquilis y su consorte no son ajenos al bullicio de la urbe. Antes bien ha querido él
celebrar el fausto acontecimiento con su ropa dominguera y debido a tal circunstancia se
halla todavía en el aposento cuando la avanzada revolucionaria está llegando al Rastrillo y
en lo alto de El Conde suena un largo redoble de tambores.
Asómase a la puerta la mujer.
—Ven Tronquilis –dice–; ya están acercándose. Despáchate pronto que…
No puede terminar la frase. Una avalancha de curiosos ha invadido la acera para abrir
campo a un caballo que corcovea. Vase ella un tanto atemorizada hacia el interior de la casa,
mientras Tronquilis, empaquetado, “como un veintisiete”, viene de adentro para afuera, con
cara de jugador afortunado.
—Ya sí se cuajó –murmura con visible gozo.

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

Intenta salir a la calle. La apretada hilera de espectadores se lo impide. Forcejea para


abrirse paso. Nada.
—Pues señor; no hay fresco de que esta gente me deje el camino franco. Me costará ver
desde aquí.
Para poner su resolución en práctica, se apodera de su silla rústica, que tiene al alcance
de la mano. Trepa en ella.
De improviso un jinete de la avanzada, echando medio cuerpo afuera, con un pie en el
estribo y el otro al aire, grita estentóreamente, a la vez que agita un pañuelo:
—¡Adiós, Tronquilis! ¡Tronquilis, adiós!
Entre confuso y afectuoso, Tronquilis corresponde al saludo. Juraría que aquel hombre
es “Periquito” Caballero. Para cerciorarse recoge la mirada. Luego profiere entre dientes.
—Periquito es.
Suenan en seguida en la avanzada otras voces.
—¡Abur, Tronquilis!
—¡Viva el paisano!
—¡Hasta luego, Tronquilis! ¡memorias a la doña!
Tronquilis no entiende aquello. Sus ojos no le engañan. Con toda seguridad, quienes
le van saludando son Martín “el brujo”, “Gollito” Rodríguez, el “vale” Toribio, “Ugenito”
Lantigua… Su mente se pierde en un mar de confusiones.
Pasó la avanzada. Ahí viene una guerrilla de francotiradores. A su frente marcha un
hombre, color mulato oscuro, de grave continente. Es el “jefe” Hipólito. Cerca de él, el capitán
“Apuntinodá” gesticula. Por encima de la general vocinglería se le oye gritar:
—¡Ya sí se acabó el mamey! ¡Ahora van a saber lo que es cajeta!
En el ánimo de Tronquilis ha prendido la más cruel de las desilusiones. Desmorónase
súbitamente, a impulsos de una conmoción interna, el castillo de sus ensueños.
¿Dónde está la “gente nueva”?

No vio más. No quiso ver más. Bajó de la silla, entontecido, con el desencanto pintado
en el rostro, y casi maquinalmente, huyendo, diríase, de aquel ruido que ya le molestaba,
volvió al aposento de donde había momentos antes salido. Al ruido de sus pisadas, la mujer
fue a su encuentro.
Tronquilis, que la vio, vaciló primero en hacerla partícipe de su negra pena. Después,
a tiempo que ella también iba a hablar, díjola en tono amargo y moviendo tristemente la
cabeza:
—¡Ay mujer, mujer! ¡Son los mesmos!

El sueño de dos justos


Con su fachada al oeste, de frente a la antigua Plaza de Armas, rememorativa hoy del
nombre del ligur famoso, álzase la que fue Casa de Gobierno, hoy Palacio del Senado.
Nadie que de criollo legítimo se precie, tiene derecho a ignorar la historia de ese edifi-
cio, cuya construcción fue obra de Geronime Maximilien Borgella, el primer señor de horca
y cuchillo que plugo a su excelencia Jean Pierre Boyer, señor y dueño de Haití, mandar a
nuestros abuelos, para castigo de sus culpas y pecados, a raíz de la absorción del año 22.

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M. J. TRONCOSO DE LA CONCHA  |  NARRACIONES DOMINICANAS

Es cosa muy dicha y repetida que Borgella cayó en desgracia porque Boyer, negro
inteligentísimo, espíritu amalgamado de Maquiavelo y Toussaint, vio en su blanquizco
gobernador de Santo Domingo un futuro émulo. Tenía Borgella por primera encomien-
da la de haitianizar a los dominicanos, y, alguacil alguacilado, iba al cabo de los años
dominicanizándose…
Mientras el señor gobernador pareció buscar arraigo en el suelo y subsuelo sociales,
pudo el de Port-au-Prince pensar que si honra y provecho derivaría aquél de ello, provecho,
y grande, alcanzaría la obra de “Haití uno e indivisible”; cuanto a esto, empero, hubo de
juntarse esotro arraigo, el de los bienes raíces, la cuestión mudó de aspecto.
¿Y qué mucho que recelara Boyer a Borgella, cuando siglos antes –perdónese la compa-
ración en gracia del recuerdo histórico– había dado don Diego Colón motivo a sospechas
parecidas a causa del levantamiento del soberbio alcázar cuyas ruinas retratan hoy, en días
de calma, las aguas del Ozama?
Llamado fue el gobernador a Port-au-Prince y “velis nolis” obligado a aceptar el go-
bierno de Aux Cayes, con más una indemnización de treintidós mil pesos fuertes que el
astuto Boyer le acordaba para dar campanilla a su réplica de los dineros invertidos en la
casa apalaciada.
Pues bien: en esta casa, que para todo ha servido, desde asiento de gobernantes hasta
refugio de menesterosos, estuvo instalado en los años que precedieron, de cerca a la reincor-
poración de 1861 a España el tribunal de primera instancia del distrito judicial cuya circuns-
cripción comprendía las provincias de Santo Domingo, Azua y el Seibo. De tres magistrados
se componía: el presidente, don José Alfonso Rodríguez, y dos conjueces.
Estos, “de cuyos nombres no quiero acordarme”, pero a quienes designaré por don Mi-
guel y don Faustino, eran dos benditos, encarnación exacta de lo que después se llamó con
gráfica propiedad “floreros del presidente”. Hombres justos, que pagaban siempre lo que
consumían, que no debían su honra a nadie, que hacían cuanto bien podían; amigos leales,
nunca envidiosos; dominicanos de pura cepa; mas con todo eso, que no es poco, ayunos de
la ciencia del Derecho.
Se comprenderá, ya lo creo, que en tales condiciones toda la carga ponderase sobre
el presidente, único, entre los tres, capaz de discurrir acerca de materias referidas a los
códigos.
Abroquelados, eso sí, en una prudencia y discreción nunca mejor empleadas, don Miguel
y don Faustino no aventuraban opinión jamás. Atenidos por la sola fuerza de esas virtudes
al socrático apotegma y llenos de confianza en el saber de don José Alfonso, aguardaban
siempre las razones de éste para corroborarlas. Cuando ese instante llegaba, era de ver cómo
don Miguel fruncía el entrecejo, alzaba los ojos, llevábase el índice a la punta de la nariz,
oprimiéndola ligeramente, y tras corto parpadeo terminaba con largos y expresivos signos
afirmativos de cabeza. Don Faustino, por su parte, limitábase en tales ocasiones a proferir
con cavernosa voz: “De acuerdo; perfectamente, así opino yo también…”
No eran, a la verdad, tiempos aquellos en que se necesitaban grandes luces para dirimir
cuestiones de la justicia penal. Los más graves asuntos atañían a la política, y ¡guay del que,
osado, delinquiera en este terreno! Una era la regla: “a verdad sabida y buena fe guardada”
y quien del rigorismo de ella escapara, podía tener por segura la protección y guarda de una
legión de arcángeles. Cuanto a la justicia ordinaria, su misión se concretaba a fallar en asuntos
de poca monta, y sólo de tarde en tarde conocía de algo que excediera de ese rango.

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

Así ocurrió a fines de 1859, con la causa de un Lorenzo Diácono, que tal era su nombre,
no por herencia paterna ni materna, sino por la antigua costumbre de nuestros campos de
apellidar a un sujeto con la calidad del santo de sus días.
Sobre Lorenzo Diácono pesaba una acusación gravísima: la de asesinato. Queriendo
saldar viejas cuentas envió al valle de Josafat, al golpe de una lanzada, a un su prójimo que
meses antes había requebrado de firme a su compañera de rancho. El hecho, ocurrido en
Los Ingenios, a corto camino de la capital, ponía de manifiesto por encima de la ofendida
dignidad marital de Lorenzo sus instintos feroces, pues a la manera que atrae a su presa
una serpiente, hizo acudir al lugar del crimen a la víctima propiciatoria de su honra, para
lo cual fingió deseos de labrar en mancomún, y, rápido como mal pensamiento de abogado
picapleitos, fuese sobre el otro tan pronto como lo tuvo a tres varas, hundiéndole todo el
hierro de la lanza en mitad del mismo costado izquierdo.
La causa de Lorenzo Diácono daba ocasión al fiscal y al defensor para lucir sus dotes
oratorias y poner de manifiesto el uno la perversidad del reo y el otro las circunstancias de
atenuación que abonaban su proceder. Ambos, sin embargo, no tenían turno hasta tanto se
agotase la larga lista de testigos y cada quien depusiera favorable o adversamente, según
los informes que del suceso y sus antecedentes podía suministrar.
Así fue que ni uno ni otro gallo cantaron hasta ya sonadas las dos en la campana de
San Pedro, de la Catedral, hora en que don Miguel y don Faustino, ultra-cansados y archi-
rendidos, los cuerpos pura modorra, comenzaron a sentir un cosquilleo allende las pestañas,
primero, y cinco o seis adarmes de peso, más luego, hasta dar con la cabeza en el pecho,
abatidos por el sueño, cual “morivivís” tocados por extraña fuerza.
De nada valió que el fiscal alzara la voz para hacerla llegar hasta el quinto cielo adonde
aquellos dos benditos se habían remontado, con ánimo de obligarlos a descender a las realidades
terrenales; de nada que el defensor se diera a igual intento, temeroso de que se perdiera en el
vacío su palabra donosa y elocuente. Morfeo tenía fuertemente agarrados a ambos jueces.
Un prolongado campanilleo de don José Alfonso, suspendiendo la audiencia, vino a
poner fin a la intempestiva siesta.
Después, lo de siempre. El Presidente dijo en cámara cómo opinaba. Don Miguel repitió
sus signos afirmativos; don Faustino profirió: “De acuerdo; perfectamente…”
Constituido el tribunal de nuevo, el secretario dio lectura al fallo. ¡Este condenaba a
Lorenzo a cadena perpetua!
Casi en seguida, los que estaban de cerca oyeron estas palabras:
—¿Otra vez?
Era el presidente, quien al mismo tiempo daba sendos toquecitos en el hombro a sus
compañeros de magistratura, nuevamente entregados a la dulzura del sueño.

A las cinco de la tarde la sala de audiencias estaba desierta. Solícitos a reiterados recla-
mos del estómago, habían tomado el tole los señores magistrados y curiales. Todos no, sin
embargo. Alguien registraba afanosamente los escondrijos de mesas y estantes en la oficina
del secretario, y tras al parecer inútiles esfuerzos intentaba abrir la cómoda destinada a la
guarda de expedientes.
—Pues señor, me quedo sin saberlo. Este secretario de porra lo ha trancado todo y se ha
llevado la llave. No tengo más remedio que ir a preguntárselo a Faustino.

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M. J. TRONCOSO DE LA CONCHA  |  NARRACIONES DOMINICANAS

Quien así soliloquiaba era don Miguel, el cual, luego de calarse el “panzeburro”, se
dirigió a la escalera.
¡Y oh bendita casualidad! Allí, en uno de los últimos peldaños, se hallaba todavía Faus-
tino…
—¡Faustino, muchacho, a propósito! Si para donde ti iba –dijo don Miguel a media voz
cuando se halló a corta distancia de su compañero– Dime ¿a qué salió el hombre?
—Adiós diache, Miguel, si para eso te esperaba, repuso don Faustino. ¿Tú no lo sabes?…
Pues yo tampoco, hijo.

Abad Alfau y la calavera


Hasta más o menos el año de 1905 se veía en lo alto de la pared que formaba en chaflán
la esquina de la Iglesia y Convento de Santo Domingo con las calles del Estudio (hoy Hostos)
y de la Universidad (ahora Padre Billini) en la capital dominicana, un nicho vacío, el cual
desapareció, junto con la pared, al ser derribada ésta por causa de vetustez aquel año.
No siempre estuvo vacío ese nicho. Había dentro, tal vez desde días cercanos a la edifica-
ción del templo, colocada sobre un pequeño soporte de hierro, una calavera, visible durante
el día por gracia de la luz solar y de noche por la de un farolito de aceite que colgaba desde
lo alto del nicho y era encendido siempre al toque del Angelus vespertino. Debajo del nicho,
como expresiones salidas de boca de la calavera, se leía en una tosca lápida, en caracteres
ordinarios, de color negro, que la acción del tiempo había puesto borrosos:

“Oh tú que pasando vas


Fija los ojos en mí
Cual tú te ves yo me vi
Cual yo me veo te verás”.

Transcurrió mucho tiempo sin que ni la calavera ni el verso sirvieran para llamar la
atención pública. El transeúnte veía aquello como se puede mirar, sin interés, el anuncio fijo
de una tienda de comercio, o cosa así.
Hasta un día. O más propiamente, hasta una noche; una noche en que un vecino de la
calle del Estudio, por el tramo que llamaban el “Callejón del Convento”, en momentos que
se dirigía a su casa, sintió un ruido proveniente de la calavera y poniendo en ésta los ojos
observó, mientras el corazón le palpitaba con violencia, que se movía inclinándose hacia
delante o de un lado a otro, como diciendo “sí”, “sí”, y “no”, “no”, visto lo cual se dio a
correr hasta llegar acezando a su morada.
Y así, la pobre calavera, que apenas sí había estado mereciendo una mirada indiferente
de quienes cerca de ella discurrían, se convirtió desde el día siguiente en el comentario y
comidilla de todo el pueblo. Porque si los prudentes no osaban siquiera aventurar el pasar de
noche por las proximidades del Convento, los valerosos que a tanto se atrevían daban fe de
cuán era cierto que la calavera se movía diciendo “sí”, “sí”, “no”, “no”, y más agregando que
meneaba las quijadas, que reía con ruido como de castañuelas y muchas otras consejas.
De día la calavera permanecía quietecita. Por esto el sirviente del templo encargado
de encender o apagar el farolito hacía esta operación en horas de la tarde o de la mañana.
La cosa era de noche. Los vividores de por allí, para llegar hasta su casa, y eso mismo

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experimentando una invencible grima, hacían un rodeo con objeto de librarse de la vista de
la calavera. Ni siquiera osaban aproximarse a la encrucijada pavorosa las patrullas militares.
Cierta noche, una de éstas, desafiando su propio miedo, marchó en dirección a la esquina, y
cuando vio el meneo de la calavera se dio a ominosa carrera sin parar hasta el mismo portón
de La Fuerza. Esa piedra de toque fue la que hizo desvanecer el “encanto”, por obra de un
valiente de verdad de aquellos tiempos.
En el año 36 del pasado siglo diecinueve era subteniente del batallón que guarnecía la
plaza de Santo Domingo un apuesto y corpulento joven, de familia muy principal, que con
el andar de los años había de ser hombre sobresaliente en la Primera República, de nombre
Antonio Abad Alfau; pero a quien todos designaban por Abad Alfau, o sencillamente Abad.
Contaba entonces diecinueve años. Él se hallaba de servicio la noche en que la patrulla se
corrió por temor a la calavera y su contrariedad fue muy grande. A la siguiente noche supo
que otra patrulla, en llegando a la esquina de la Universidad y los Plateros, había hecho un
rodeo para evadir el maleficio de la esquina del Convento, y su contrariedad fue mayor.
—Se va a acabar esa música o no me llamo Abad Alfau –dijo.
Poniendo manos a la obra se proveyó al otro día de una escalera de las denominadas “de
tijera” y aguardó la noche. Más o menos a las once, despojándose del uniforme, llevando por
vestimenta pantalones y capa, y en la diestra la espada, se encaminó al lugar que era causa
de los espantos. Dos soldados conducían la escalera. Apenas se hallaban los tres a unas diez
varas de la calavera, comenzó el remeneo. Uno de los soldados quiso huir. Lanzándole un
“¡quieto!”, acompañado de una interjección fuerte el subteniente lo detuvo en seco.
—¡Pongan la escalera delante de la esquina! –ordenó.
Espada en mano, empezó a subir. A medida que ganaba cada peldaño el movimiento de la
calavera hacia delante y los lados se hacía más violento. Ya el subteniente acercándosele, la cala-
vera parecía querer girar sobre sí, mientras de su interior salían unos chirridos agudos capaces
de helarle la sangre al hombre del corazón más templado. Esto no embargante el joven oficial
seguía imperturbable. Por orden suya los soldados se colocaron al pie de la escalera, sujetándola.
Ahora tan cerca del nicho que podía alcanzarlo con los dedos, apoyó con fuerza los pies en un
peldaño mientras se agarraba con la izquierda al más alto, echó atrás el cuerpo y levantando
la espada le asestó a la calavera dos cintarazos que la hicieron dar varias vueltas.
Y ahí se deshizo el misterio; porque de la parte abajo de la calavera salió un ratón, como
de a cuarta, que del nicho saltó a la calle y se perdió en la oscuridad de la noche, mientras
Abad Alfau, bajando, exclamaba:
—¡Maldicho bicho!
Al amanecer, lo que restaba de la calavera se quitó de allí y nunca más se volvió a hablar
de ella.

Los columnarios del comandante


A poco más de treinta kilómetros de la ciudad de Santo Domingo se encuentra por la
parte del Este el pueblo de Guerra.
Fundado a principios del pasado siglo con el nombre de Los Llanos Abajo, apenas es
hoy algo mejor de lo que en los primeros años de su fundación fue.
Célebre por haberle designado los reformadores de la Constitución en 1854 para servirle
de asiento en sus deliberaciones, no obstante que tal gloria le duró muy poco a causa de no

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M. J. TRONCOSO DE LA CONCHA  |  NARRACIONES DOMINICANAS

poder ofrecer a los padres de la ley las comodidades necesarias a su persona y los medios
de que se había menester para el debido funcionar del cuerpo constituyente, lo fue también,
por razón de su nombre, en la formación de retruécanos, durante nuestras discordias intes-
tinas, cuantas veces sonaron o cesaron de sonar allí los tiros. “Conque se ha alterado la paz
en Guerra”, o “reina ya en Guerra la paz”, u otras tan baratas como éstas fueron frases muy
frecuentes en semejantes ocasiones.
Pues en el año de 1855, gobernando el general Pedro Santana la República, Guerra y sus
contornos se infestaron de ladrones. Especialmente en los campos circunvecinos el azote se
hacía sentir con rigor inusitado, de tal manera, que no pasaba día sin que en la alcaldía se
empezase a instruir un proceso nuevo.
Los criadores, sobre todo, ponían el grito vivo en el cielo. En el pueblo se registraba una
que otra ratería, aunque se denunció también varias veces el caso de que alguien amarrara
su caballo a una puerta y al volver de adentro encontrase tan sólo la manea, sin que fuese
bastante a consolarle aquello de que “a quien se le pierde el burro y encuentra la manea, algo
le quea”. Mas en los campos la cosa, en verdad, era para espantar a cualquiera. Ocasión hubo
en que de una arremetida perdiera un solo habitante hasta tres novillas y doce cerdos.
Lo peor era que para aquellos malhechores apenas si había policía, y cuando la había
maldito lo que escarmentaran con el castigo de la justicia. Por más de una vez se vio el caso
de un condenado por dos causas que reincidiese de nuevo.
Andando, andando, la cosa llegó hasta los oídos del presidente y ¡claro! Santana, que era
también criador y por sobre eso hombre “muy ejecutivo” abordó la cuestión para resolverla
incontinenti.
La comisión de notables del pueblo y de criadores que había ido a verle para exponerle el
asunto, oyó que dijo tras el resoplido gúturo-nasal en el característico: “Váyanse tranquilos.
Eso lo arreglaré yo, como sé yo arreglar las cosas”.

Ocho días después, entre el presidente y el comandante Lasala, llamado desde Neiba
a la capital por expreso, se establecía en el mirador de la casa presidencial* un diálogo que
terminaba de esta suerte:
—Por eso, porque yo sé que usted es un hombre “de andullo al corte”, quiero que sea
quien me ayude a limpiar a Guerra de ladrones en el campo y en el pueblo. Y ya lo sabe:
carta blanca y el mejor ladrón es un ladrón muerto.

¿Qué más que eso necesitaba el comandante Lasala, hombre de la banda fronteriza,
perseguidor de merodeadores, para quien enviar al valle de Josafat “por orden de la ley” a
un malas-mañas era menos que para cualquier persona inofensiva matar un mosquito?
¿Qué Juanico Mártir fue cogido in fraganti hurtando un cerdo? Pues ¡cataplum! fusilado.
¿Qué Luis Cornielo se llevó sin permiso de su amo un racimo de plátanos? Pues fusilado.
¿Qué Merejo “el mocho” cogió por un extremo una cuerda sin parar mientes en que por el
otro extremo se sujetaba una vaca? Pues también fusilado. ¿Qué en el pueblo se perdieron
unos paños de mecedora y después de una pesquisa del alcalde aparecieron en poder de

*La número – de la calle de Las Damas.

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

Justinito Sambuá, el hijo del haitiano? Pues cuatro tiros de trabuco y pasaporte para la
eternidad.
¡Oh San Dimas, Buen Ladrón! ¿Y quién iba a hacer coger al truculento comandante otro
camino?
Una comisión de notables del pueblo se aventuró sin embargo a aproximarse a Lasala
para insinuarle que su rigor era extremado. Su respuesta se limitó a estas palabras:
—¡El mejor ladrón es un ladrón muerto! me dijo el general Santana. Conque yo no soy
yo ahora, sino la ley, y si la ley dice eso, son cuentas de ella, y no mías. Si ustedes son buenos
“suidadanos” aconséjenle al ladrón que no robe; pero no a mí que no mate. El ladrón puede
dejar de robar; pero yo dejar de matarlo, si roba, nequaquam. Yo muero al pie del coco. Así
como se lo digo.
A los tres meses de mando de Lasala, el número de los amigos de lo ajeno que habían pa-
gado con la vida su manía era de diez. En cambio la cosa se puso de modo que hasta entre los
micifuces de cuatro patas apenas había, así parecía al menos, uno que otro con ánimo bastante
para llevarse cualquiera cosita del vecino descuidado. Hubiese creído cualquiera que los amos
ponían empeño en evitarlo por temor de que el hurto se les pudiese achacar a ellos…
Un día el comandante Lasala vino a la capital y fue a saludar al presidente.
—¿Cómo estamos de ladrones, comandante? –inquirió éste.
—Hombre, presidente, yo creo que la cosa va bien. Hace ya un mes que no pasa un robo; pero
me falta la última prueba y después que yo la haga le diré si queda algún ladrón en Guerra.
Y el comandante Lasala volvió a Guerra dispuesto a su última prueba.
Lasala creía, con la fe del carbonero, en el poder mágico de los columnarios. Habíale
enseñado allá en su mocedad, en Neiba, una vieja nigromante de la frontera que a quien era
poseedor de tres de aquéllos, del valor de un peso, jamás le abandonaba la fortuna, y tras
afanosa busca entre los ricos del campo y del pueblo había hallado dos, que sumados a uno
heredado por él de su padre, completaban la recomendada cifra.
El columnario era una clase de peso de plata que se comenzó a acuñar en América durante
el reinado de Felipe V, y el cual llevaba en el anverso el escudo de Castilla y en el reverso la
representación de ambos mundos, por medio de dos esferas terrestres, entre dos columnas,
coronadas y elevadas sobre el mar, con el lema Plus Ultra a los lados.
A la manera de un malabarista consumado, lanzaba al aire por medio de sucesivos im-
pulsos de la mano derecha los tres consabidos pesos con habilidad tal que cuando el tercero
iba a caer en la siniestra el primero y el segundo se encontraban ya de retorno en la diestra,
y esto, a más de hacerle célebre entre quienes habían podido presenciar tan ingeniosa suerte,
había hecho saber a todo el vecindario que el comandante Lasala era dueño de tres colum-
narios, tan notables por la fuerza oculta que les atribuían las cábalas como por su rareza en
aquella época de “cuartillas” y “papeletas”.
Al siguiente día de su vuelta a Guerra, a raíz de la última conversación con el presidente,
Lasala anunció una visita a las secciones. Debía partir en la madrugada. Algunos en el pueblo
sabían del viaje del comandante. La generalidad lo ignoraba ¿Qué falta hacía?
Más o menos a las cuatro de la mañana salieron, pues, del bohío de la comandancia de
armas cuatro hombres: uno armado de pistola y machete, tres de trabuco y de machete también.
Eran Lasala y tres de sus hombres. La comandancia daba el frente a la plaza y ésta se hallaba
constituida por un círculo que formaban la iglesia y los mejores bohíos del pueblo.
Ya sentado cada cual en su montura, Lasala exclamó quedamente:

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M. J. TRONCOSO DE LA CONCHA  |  NARRACIONES DOMINICANAS

—Esperen aquí un rato.


Dicho esto espoleó suavemente la bestia y galopando hacia el centro de la plaza se de-
tuvo un instante, sin desmontarse. Hasta donde se lo permitieron las dos luces de la hora
vieron sus hombres que Lasala inclinó una vez hacia la derecha el cuerpo, hacia el frente
otra y hacia la izquierda otra, acompañando estos movimientos con el que es característico
en el brazo derecho del sembrador cuando arroja la semilla al surco.
¿Qué había hecho el comandante?
Sólo Dios y él lo sabían.
A poco se incorporó a sus acompañantes y sin decir palabra espoleó su caballo y
emprendió la marcha, seguido de ellos.
No iría muy lejos el despiadado bajá que Santana había mandado a Guerra, cuando ya
el Sol se hallaba lo bastante alto para poner su luz sobre las cumbreras de los bohíos, que a
poco eran inundados de ella, mientras de casi todos salía un humillo entre azuloso y cenizo y
en el ambiente se sentía junto al olor característico de la campiña el de una mareante mezcla
de vapores de café y gengibre.
La misa había terminado y un grupo de fieles, mujeres y hombres, aparecía en la
puerta de la iglesia que daba hacia la plaza, aquéllas volviéndose para una genuflexión
y bajando luego el tosco manto negro (la “manta” que decían ellas) hasta echarlo sobre las
espaldas, éstos calándose entre respetuosos y tímidos el sombrero, de panzeburro unos, de
cana los más, después de haberse devotamente santiguado.
Disponíanse todos, tras los recíprocos “buenos días”, a dispersarse y tomar la dirección
de sus lares respectivos, cuando de improviso, como si les pareciese surgir del centro de
la plaza, alcanzaron sus ojos a distinguir una mujer, la cual avanzaba hacia el punto de la
iglesia, volviendo a un lado y otro con expresión de miedo la cara y haciendo a la vez con la
derecha el ademán de “deténganse”, mientras uno de los circunstantes aventuraba.
—Es Mamá Juana…
Y ella era, en efecto, Mamá Juana, la hacedora y vendedora de fritadas, una mulata
cincuentona, de abultado y caído seno, abdomen pronunciado y cortas piernas, quien
aproximándose con la presteza que éstas le permitían emplear, exclamaba cautelosa a la
vez que sugestivamente:
—Ne nos inducas in tentatione; no nos inducas in tentatione…, tras de lo cual, y ya al alcan-
ce de los salidos de misa, se fue arrimando a cada uno y les dejó caer varias palabras, que
llevaron incontinenti con expresión de terror sus ojos hacia el punto de donde la confidente
venía.
¿De qué terrible nueva había sido portadora Mamá Juana? ¿Qué cosa era la que a tal
grado había intranquilizado a estas gentes, hombres y mujeres, que a poco se disolvían y, a
la manera como parecen hacerlo las hormigas, se volvían para hablarse tan sutil y silencio-
samente que el emplear las señas habría sido más claro, y siguiendo hacia adelante, detenían
a quienes encontraban para trasmitírsela de la misma suerte?

Todo ese día y el otro y el siguiente estuvo Lasala recorriendo las secciones. Se detuvo
en El Alto, en Los Cocos, El Naranjo, El Peje; pasó a El Capá, a La Hoya, Barbarroja; hizo
una revista en El Viso; y hasta en el pintoresco Andrés, respirando la brisa del mar y con-
templando el hermoso panorama de la ensenada, permaneció unas horas.

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El tercer día, cuando ya el Sol, a la manera de un disco de fuego que se hundía en la llanura,
desaparecía en el horizonte, y el lúgubre gemido del cu-cú empezaba a anunciar la llegada de
las sombras de la noche, Lasala y sus hombres se encontraban próximos al pueblo.
A las ocho los cuatro jinetes aparecían en la misma plaza de donde tres días antes habían
partido, y tomaban el camino de la comandancia…
De repente, y como obedeciendo a una voz de mando cada hombre refrenó su caballo.
Hacia el centro, en el sitio en donde Lasala había hecho alto el día de la marcha, relu-
cientes hachones de “cuaba” chisporroteaban y a la distancia se alcanzaban a ver un tanto
veladas por el humo, caras encendidas por la lumbre de grupos de hombres que parecían
moverse nerviosamente en direcciones opuestas.
—Será fiesta –apuntó uno de los hombres de Lasala.
—Vamos a ver –dijo éste.
Los cuatro clavaron.
A los tres segundos sólo les separaban de los grupos unos pasos. El comandante tenía
en la diestra su pistola, el cañón hacia abajo; los otros los trabucos sujetos por la llave
del arma, el dedo índice en forma de gancho delante del gatillo, como en disposición de
oprimirlo.
Al ruido de las pisadas, todos los que formaban los grupos escudriñaron en la sombra.
Los que portaban los hachones los levantaron un tanto tímidamente para hacer luz en el
rostro de los aparecidos.
Entonces se escuchó una voz que puso general espanto:
—Ei ¿qué es eso? ¿qué está pasando aquí?
Nadie respondió.
—¿Que qué pasa?, he dicho. ¿Nadie tiene lengua?
El viejo seño Luis, el curandero, avanzó un poco, a la vez que balbuceaba:
—Sí, señor.
Luego agregó:
—Es, comandante, que en este mismito lugar (agüeitelos allí si quiere) están sus tres
columnarios, que parece que a usté se le cayeron; y como no queríamos que naide se los co-
giera ni tampoco que pagaran justos por pecadores, hace tres días justicos hoy, sin descansar
las noches, que se los estamos cuidando tóos los de aquí.
—Pues… muchas gracias, amigos –exclamó Lasala con reposo. Esos pesos columnarios
me han dado siempre suerte. Lo que les digo, yo se lo juro, es que ahora a quienes se la han
dado es a ustedes. Pásenme mis columnarios, váyanse a su casa y… buenas noches.
¿Será necesario explicar ahora en qué consistió la “última prueba” de que quiso servirse
el terrible comandante para saber si en Guerra quedaban todavía ladrones?

La “Historia del primer quinqué”


Esta es la Historia del primer quinqué, así llamada por nuestros mayores del pasado siglo
y con esa denominación conservada hasta nuestros días.
Para comprenderla bien, necesario es empezar recordando que por “quinqué” era conoci-
da la después llamada “lámpara de mesa” y más tarde simplemente “lámpara”. “Quinquet”
le dieron por nombre en Francia en honra de su inventor monsieur Quinquet y sin la letra
final se aclimató en España. Sin la t pasó luego a América.

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M. J. TRONCOSO DE LA CONCHA  |  NARRACIONES DOMINICANAS

Importa mucho recordar también que en la época del “primer quinqué” conocido en
Santo Domingo sólo se sabía de la existencia de las (lámparas) “arañas” que se veían en las
iglesias o en casas de pudientes, las cuales, a veces, estaban provistas de vasos donde se ponía
el aceite vegetal que alimentaba la llama, o de brazos para sostén de las velas, o de una y otra
cosa. Había también, para llevarse en las manos, o en sitios de donde se pudiera tomarlos
fácilmente, candiles, palmatorias y candeleros, los primeros para alumbrarse con aceite y los
dos con cera. Los ricos se alumbraban con velas, que llamaban también “candelas”, de donde
les viene a candelabros y candeleros su nombre; los pobres usaban aceite de pescado, el cual
ponían en un vaso para hacer luz con las lamparillas flotantes llamadas mariposas. El de oliva
era muy caro y costoso. El mayor lujo permitido a los pobres era el del aceite de coco. Con éste
de combustible fue como tuvo la ciudad de Santo Domingo su primer alumbrado público, ya
para 1860. El aceite de petróleo (“gas” que aquí llamábamos) era ignorado.
Y vamos al “primer quinqué”.
A fines de 1859, o quizá un poco antes, naufragó en la costa oriental de la isla un bergantín
de nacionalidad inglesa que iba para la América del Norte y llevaba un copioso cargamento
de toda clase de mercancías, entre éstas una buena cantidad de farolas destinadas al servi-
cio público de cierto pueblo de México. Intervino el consulado de la Gran Bretaña y todo
cuanto pudo ser salvado se trajo a la atarazana del puerto de la capital, donde fue puesto
en almoneda. Los objetos cuya utilidad era conocida encontraron pronto subastadores; no
en cambio aquellos cuya destinación era dudosa o no sabida. Se distinguía entre éstos, por
su apariencia rara, un vaso de cristal, sostenido por un pie de lo mismo y cuyos bordes se
hallaban cubiertos por lo que a la gente le parecía una corona de metal dorado, la cual sos-
tenía a su vez un canuto abierto, o cosa así, de vidrio.
¿Qué era aquello? Nadie lo sabía. Sólo se hacían conjeturas.
Oíase la voz del “encantor”.
—Un quinqué, señores. Dice el capitán del bergantín que se llama así y que con eso
alumbraba su camarote. Vamos. A ponerle precio.
Nadie pujaba, sin embargo.
Hallábase entre los circunstantes un hombre muy significado y principal de aquella
época: don Felipe Dávila Fernández de Castro, nacido en Puerto Rico, pero dominicano
por su origen, vástago de la noble familia de esos apellidos, la cual, cuando la invasión de
Toussaint Louverture, en 1801, se había ido a refugiar en Puerto Rico, de donde ya hombre
se fue don Felipe a vivir a España y años después, a causa de un duelo caballeresco con un
personaje de la Corte a quien mató, según decían, vino a fijar su planta en la tierra de sus
antepasados, después de haber conocido varios países de Europa. Era entonces ministro de
Relaciones Exteriores del presidente Santana.
—Un quinqué, señores –continuaba pregonando el “encantor”.
—¿Cómo se maneja? aventuró uno.
En voz alta para que lo oyeran éste y los demás, don Felipe Dávila Fernández de
Castro dijo lo que era un “quinqué” y tomando el objeto en encante en sus manos explicó
su manejo.
—Lo que hace falta es el aceite de petróleo para que alumbre –terminó diciendo.
—Yo le regalaré una lata de aceite al que lo remate –expuso el capitán del bergantín, que
presenciaba junto con el cónsul inglés el encarte.
Incontinenti se oyó una voz resuelta.

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—¡Doy doscientos pesos!


(En aquellos tiempos, preciso es recordarlo, cada peso papel equivalía a lo más a medio
centavo de peso fuerte, por lo cual doscientos pesos eran un peso fuerte a lo sumo).
Nadie más pujó y el quinqué fue adjudicado a Ramón González, que éste era el nombre
del subastador.
Provisto del quinqué, y del aceite de petróleo que el capitán le suministró, y con la sa-
tisfacción de quien acababa de realizar una conquista, fuese el subastador para su casa, en
la calle de los Plateros, que es hoy la de Arzobispo Meriño.
Mas, y aquí del viejo refrán:
“No basta hacer la paloma
Sino ponerle el pico y que coma”.
¿Quién iba a manipular el quinqué de modo que alumbrase? Don Felipe y el capitán
inglés habían explicado su mecanismo y cómo se le encendía. Ambos sin embargo advirtie-
ron en la atarazana que había peligro para el manipulador si no ponía mucho cuidado en la
operación, porque si la pajuela se comunicaba con el aceite era posible que éste explotase o
se inflamase y provocara una llamarada grande.
El aceite de petróleo era muy ordinario, del que después fue llamado aquí “gas morado”.
Ni pensar, desde luego, que González se hallase dispuesto a correr este riesgo. Hombre pru-
dente, prefería conservar como objeto de lujo el quinqué, aunque no le alumbrarse nunca.
—”Si hubiera un valiente”…
Esta fue la voz que circuló, mientras el estímulo tocaba a las puertas de quienes eran tenidos
como capaces de afrontar un riesgo, a trueque de consolidar su fama de hombres valerosos.
“Vox clamantis in deserto”…
La cosa llegó hasta la residencia del general Santana. Circuló entre los oficiales del es-
tado mayor presidencial, uno de los cuales, todavía adolescente, era el teniente Manuel de
Jesús Tejera.
“Si hubiera un valiente que se atreviera”…
Esto se repitió por varios días.
Y el valiente pareció al cabo.
—Yo me atrevo –exclamó el teniente Tejera, un día en que el tema de conversación entre
los edecanes del presidente Santana era ése.
Tras las manifestaciones de admiración por quien a tanto se exponía, y luego de infor-
mado y hallarse conforme el dueño del quinqué, todo quedó arreglado para que la prueba
tuviese verificativo el siguiente sábado en la noche.
No era asunto sin embargo para guardarse entre pocos. Maravilla tan grande debía
ser disfrutada por el mayor número posible, tomando, desde luego, las precauciones que
la prudencia aconsejase para prevenir una desgracia. Se permitiría que hasta los infantes
presenciaran el “alumbramiento” del quinqué; pero eso sí: a razonable distancia. ¿Quién
“quitaba” explotase, se regase el petróleo y fuese causa de muerte de los que se hallaban
próximos? La cosa, no había duda, era muy seria.
Llegó el día concertado para encender el quinqué; un sábado, ya dijimos. Hasta el
medio día, el teniente Tejera había mantenido inalterable el mismo arresto con que se ha-
bía manifestado dispuesto a acometer la hombrada prometida. A esa hora, sin embargo,
empezó a flaquear. Eran ya muchos, parientes y amigos, al acercarse la hora fatal, los que le

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M. J. TRONCOSO DE LA CONCHA  |  NARRACIONES DOMINICANAS

hacían reflexiones sobre el peligro que su humanidad iba a correr y no era justo exponerla
así tan así, cuando de ello no iba a derivar gloria ni provecho.
No obstante, ni asentía ni negaba formalmente.
—Está bien –dijo a los últimos que le aconsejaban. Yo no vuelvo atrás; pero para un si
acaso que me busquen la vara de encender las velas en la capilla de Altagracia. Haciendo
la flama en el pabilo y aplicándosela al quinqué con la vara, no creo que a esa distancia me
suceda nada.
¡Magnífico! Todos asintieron.
Ya entrada la noche el quinqué fue puesto por su dueño sobre una mesa en la acera y
Tejera provisto de su vara con el correspondiente pabilo y de un “peine” de pajuelas.
Una abigarrada multitud de hombres y mujeres, clases y edades, se hallaba situada en la
calle de los Plateros, entre la del Guarda Mayor (hoy Luperón) y la del Aguacate, que llama-
mos en estos tiempos Gabino Puello. En el trayecto de las Mercedes a San Francisco (ahora
calle Emiliano Tejera) no se le permitía estar a nadie, fuera de los oficiales de Santana.
Tomó Tejera la vara. Otro oficial el peine de los fósforos.
—¿Estamos listos, teniente Manuel?
—Sí.
Lució la llama en el pabilo de la vara.
Expectación. Ansiedad.
“Se oía el silencio”.
Extendida por el brazo derecho, mientras la mano izquierda le servía de soporte, la vara
comenzó a avanzar con lentitud al impulso del teniente.
“Su gesto era el de un hombre que se está jugando la vida” –decía con mucha gracia, ya
anciano, don José María Bonetti, relatando el suceso, del cual, muy joven, había sido testigo.
—¡Ya!
Una luz rojo-negruzca apareció brillando en la mecha del quinqué.
—¡Ya! –repitió clamorosamente la muchedumbre.
—¡Viva el teniente Manuel! se oyó gritar.
—¡Viva el general Santana! sonó en seguida.
Mecida por la suave brisa de la noche, la llama se encogía y alargaba, aumentando y
disminuyendo su brillo, como si se mostrara ufana de complacer la curiosidad del público.
El teniente Manuel, de pie, lucía uniformado de rayadillo su arrogante porte al lado de la
lámpara, cual “pío, felice, triunfador Trajano”.
El peligro había pasado y, por supuesto, fueron muchos entonces los valientes que se
acercaron al quinqué.
Faltaba, no obstante, un detalle: el de la colocación del tubo. Generalmente se ignoraba
el nombre de éste; pero alguien que dijo haberlo escuchado de boca de don Felipe lo llamó
así. Este, además, había explicado cómo se le sujetaba a la lámpara, y otro edecán del general
Santana lo tomó de manos del González y lo colocó, tras lo cual, visiblemente satisfecho de
su proeza, exclamó:
—¡Qué bello!
La multitud aplaudió.
Guardado cuidadosamente el quinqué por su amo, la casa de González se vio muy
concurrida durante días por muchos que no habían podido presenciar la operación de darle
luz; pero que deseaban conocer aquella maravilla.

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No se le contempló de nuevo ya hasta el Martes Santo del año siguiente, en que el propio
González, convencido de que no había peligro en ello, lo encendió al paso de la procesión
de “Jesús en la Peña”. Después, cuando transcurridos unos meses quiso que alumbrara
otra vez, se encontró con que el aceite de petróleo regalado por el capitán del bergantín se
había evaporado.
Y ahí terminó la fama del “primer quinqué”. Porque al otro año volvió Santo Domingo
a ser una posesión española mediante el éxito del golpe de estado anexionista consumado
por Santana y su partido y fueron traídos de España muchos quinqués de calidad superior
que redujeron el de González a la condición de cachivache, por lo cual, de la sala pasó a
una alacena y de ahí a la covacha, de donde salió probablemente rumbo a la Cueva de las
Golondrinas, que fue el vertedero de basura de la capital dominicana hasta muy entrado
este siglo.

Propaganda de antaño
Frescas estaban aún las señales del reciente asedio. Santana, en su calidad de último jefe
de las huestes sitiadoras, y más que eso, en su calidad de Santana, sinónimo de autoridad
necesaria personificada en un hombre, mandaba en Santo Domingo de Guzmán, reducida
para aquellos días a la condición de cabeza de departamento, por obra y gracia de la
Constitución de Moca, que erigía a Santiago de los Caballeros en capital de la República.
A los tiros habían sucedido las intrigas y a manera de instrumentos de éstas, verdaderos
diablillos enredadores, disputábanse el puesto avanzado en la obra de la disociación el pertur-
bador provincialismo, el personalismo feroz, el absorbente caciquismo y cuantas pasiones in-
nobles estuvieron latiendo a toda hora en el politiqueo dominicano, enervador y disolvente.
De Santo Domingo a Santiago y de ésta para aquélla, el lleva y trae no cesaba. En puridad
de verdad había dos gobiernos: el de Valverde, constitucional, y el de Santana… santanista.
Situación semejante no podía perdurar. Además, tanto y tanto se enredaba la madeja, que
no era difícil pudiese quedar estrangulado en uno de sus nudos el más duro de cocote.
En esas condiciones, el nuevo pugilato de “quítate tú para ponerme yo” llegó al cabo.
De Santo Domingo partió el reto.

El 27 de julio de 1858 la atmósfera política que pesaba sobre la antigua Atenas del Nue-
vo Mundo comenzó a descargarse. Una lluvia de hojas impresas inundó la ciudad: era el
manifiesto de la contra-revolución, suscrito por muchos hombres de pro, santanistas casi
todos, y el cual contenía la lista de agravios contra la Constitución de Moca, cuyos princi-
pales cánones quedaban anatematizados, y contra diferentes actos del presidente Valverde
y sus ministros.
Tales hojas eran la comidilla del día. En la calle, en el hogar, en el cuartel no se hablaba
de otra cosa. Éste comentaba acá, esotro vociferaba allá, acullá juraba alguien, por todos los
santos, hacerse matar antes de ceder un ápice.
Y ahora el celebérrimo caso. Entre las consideraciones en que el manifiesto abundaba
había una contraída a la traslación de la capital a la ciudad de Santiago, reforma imposible
de admitir, “porque la de Santo Domingo lo había sido siempre desde su fundación, por-
que era el centro donde se encontraban la Iglesia Catedral, con el título de Primada de las

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M. J. TRONCOSO DE LA CONCHA  |  NARRACIONES DOMINICANAS

Indias, y los palacios de gobierno, y porque de ella era de donde se auxiliaba fácilmente a
las demás provincias.
Fuera porque alguno, comentador prudente, viese con el traslado de la capital a Santiago
la posibilidad de que también la Catedral lo fuese, en su significado canónico de principal
iglesia, por un cambio de asiento de la sede; fuera que, sobrado de malicia o escaso de en-
tendederas, hubiese quien pretendiera hacer creer, o de todas veras creyese, oído lo anterior,
en el hecho material del transporte de la Metropolitana, con toda su cal y canto, ello es que
la especie llegó al cuartel y levantó entre la tropa, seibana en su mayoría, una indescriptible
expresión de furia. Ni el mar Caribe cuando la tormenta del Padre Ruiz se había mostrado
más bravío.
—¿Cómo? ¿Eso también? ¿Llevarse los santiagueros la Catedral? ¿Y quién había de
consentir en semejante audacia?
Aquellos hombres estaban como ají tití, que es cuanto puede decirse.
—La Catedral se queda aquí; ni una piedrecita se cogen, decían y repetían.
Y si antes el ansia guerrera, maldita ansia cuando de hermanos con hermanos se trata,
llenaba por igual alma, vida y corazón de la valerosa tropa, ahora no cabía duda de que ésta
iría adonde la llevaran.
—¿La Catedral en otra parte? ¡¡Nunca!!
Días después, el 17 de agosto, agotadas todas las tentativas de conciliación entre los
prohombres del Sur y los del Norte, salió de Santo Domingo el general Antonio Abad Alfau
a la cabeza de una fuerza respetable. Tras él marchó el general Pedro Santana.
Holgaría repetir aquí las peripecias de la nueva fratricida lucha, cuyo remate fue la
caída de Valverde y su gobierno, uno de los más honorables que el país ha tenido, y con él
la de la Constitución de Moca, la mejor de las cuatro decretadas hasta entonces, salvo uno
que otro detalle.
¿Fue parte en el triunfo de Santana la circunstancia que había hecho subir de punto el
ardor bélico de los soldados orientales?
¡Quizá! Pequeñas causas producen grandes efectos; y si en Waterloo acabó Napoleón sus
glorias dizque por el signo de cabeza de un guía ¿qué mucho que en esa victoria de Santana
influyera una propaganda tan extraña como simple?
Infructuosa resultaría, por otra parte, la tarea de quien a averiguarlo se diera. Porque,
después de todo, ¿para qué?
No habría sido ésa en todo caso, no por cierto, la única vez que se conmovió el país, de
extremo a extremo, por cualquier cosa, menos por algo que valiera la pena.

Una observación peligrosa


Con aquel iban cinco fuegos y dos intentonas en el transcurso de una semana. Todo el
vecindario de Azua estaba alarmado. Ya se ve si había motivo para ello.
Eran los días de la segunda administración de Báez, en los comienzos del año 1857.
Gobernaba la provincia el general Valentín Ramírez Báez, hermano consanguíneo del pre-
sidente y hombre de resoluciones prontas y muñeca dura.
Cada quien se acostaba con el credo en la boca, pensando si los primeros rayos del Sol
siguiente alumbrarían de su casa solamente los escombros. Además, bromistas de mala
índole lanzaban de cuando en cuando, desde donde se les pudiera oír, pero no ver, gritos

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de: “¡Fuego!” “¡Fuego!”, y la angustia que producían, sobre todo a quienes en ese momento
no estaban cerca de su casa, era indecible.
Afirmaban algunos que los fuegos eran obra de los haitianos, cuyo emperador Faustino
estaba meditando una revancha para resarcirse de los descalabros de sus tropas en la
campaña del 55 al 56. Se decía también que formaban parte de un plan adoptado por los
“santanistas” para sembrar el terror en Azua, considerada ya para esa época como el baluarte
del “baecismo”.
Lo cierto era que se hacía necesario, de toda precisión, atajar el mal, antes de que un
día amaneciese todo Azua convertida en pavesas, y lo primero que en ese camino decidió
el gobernador fue convocar a los notables del pueblo para una asamblea que debía reunirse
en la casa del Ayuntamiento.
Así se hizo.
La sala capitular se encontraba la misma tarde de la convocatoria colmada de gente.
Veíanse en ella al cura de la parroquia, al corregidor, los vocales y el síndico del Consejo
Municipal, a individuos del comercio, a jefes y oficiales de las reservas del ejército y a otros
hombres conspicuos por su saber o por su ascendiente sobre las masas. En pocas palabras,
encontrábase allí cuanto representaba algo en el pueblo, en cualquiera de sus actividades.
Naturalmente, quien presidía la reunión era Valentín Ramírez, el gobernador.
Este, sin más preámbulo, manifestó la urgencia de ponerle término a aquella situación
de zozobra en que se venía viviendo desde hacía unos días, y terminó exponiendo que,
como para eso tenía “la autoridad” que contar con la ayuda del pueblo, había llamado a
los presentes con objeto de examinar los mejores medios para llegar al fin que seguramente
todos anhelaban.
Habló en seguida el síndico procurador, y a vuelta de una corta peroración propuso
que se formase un cuerpo de serenos, organizado por el Ayuntamiento y pagado por el
comercio. Asintieron todos los del Concejo Municipal. Semejante propuesta fue recibida,
en cambio, con gesto avinagrado por los comerciantes, uno de los cuales llegó a exclamar
que entre un mal seguro, el de la contribución, y otro probable, el de un fuego, prefería lo
último. Propuso entonces el boticario del pueblo que se estableciese un servicio armado de
patrullas. Aprobaron muchos, pero disintieron no pocos, pensando que aquello podía ayudar
a los “santanistas” a llevar a cabo tal vez qué planes.
Otras proposiciones fueron apareciendo en el seno de la popular asamblea. Cada quien
discurría a su guisa.
Valentín Ramírez Báez, en tanto, callaba. Diríase que en medio de la vocinglería que se
había ido formando, él meditaba acerca de su error al llamar a cabildo a aquella gente.
Sólo aprovechando una pausa había exclamado:
—¿En qué quedamos, señores? ¿Es que no vamos a ponernos por fin de acuerdo?
Cada cual había lucido sus galas oratorias y dado de sí lo que su meollo era capaz de
producir en materia de defensa del pueblo. Todos opinaban, es claro, que se debía evitar a
costa de cualquier sacrificio la repetición de los fuegos, mas al mismo tiempo querían pre-
venirse contra la posibilidad de que unos se sacrificasen más que otros.
Todos he dicho, y sin embargo no era así. Hallábase allí entre los concurrentes, un don
Fermín, pulpero antes en Las Matas de Farfán y ahora en Azua, hombre tacaño si los hay y
amigo de criticar cuanto veía u oía, y quien en todo el tiempo que la reunión había durado
no había cesado de sonreír irónicamente a cada proposición que de la discusión surgía o

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M. J. TRONCOSO DE LA CONCHA  |  NARRACIONES DOMINICANAS

dedicar al autor de ella, por lo bajo, una frase cáustica. Este don Fermín, frente a la asamblea,
había quedado callado, y únicamente quienes cerca de él estaban sabían que no había tomado
partido por ninguna de las opiniones que se habían manifestado hasta aquel momento. Lo
que él pensaba de modo positivo no lo sabía nadie.
No había duda de que la reunión iba a terminar sin haberse llegado a ningún acuerdo.
El cura, creyendo haber encontrado la fórmula salvadora exclamó:
—¡Señores! Aquí tenemos la solución: que medio pueblo vele mientras el otro medio
duerme.
Don Fermín se incorporó. Por fin iban a saber los presentes lo que él pensaba de todo
aquello.
—¿Y para qué eso, padre? –preguntó con tono más de reproche que de quien desea
saber lo cierto.
—Pues para que no falte nunca vigilancia. Así, unos estarán cuidando el pueblo hasta
las doce de la noche, y de ahí, a las seis de la mañana lo estarían quienes habían dormido
hasta las doce.
—¿Y eso duraría mucho tiempo? –insistió don Fermín.
—Mientras fuere necesario.
—¿Y no creen ustedes, señores –agregó don Fermín, dirigiéndose a todos los circuns-
tantes y comunicando a sus palabras cierto aire de arenga– que todo cuanto hagamos para
evitar los fuegos será inútil, tratándose de un pueblo en que abundan los techos de cana, si
basta coger una paloma, amarrarle en una patica un cabo de “túbano” encendido y echarla
a volar? ¿Qué techo de cana no arde así, como un infierno, a los pocos momentos de que la
paloma se pose?
Las palabras de don Fermín causaron estupor. De haber sido pronunciadas en esta época
se las habría llamado “sensacionales”.
El corregidor hizo un movimiento para ponerse en pie, con ánimo de replicarle al
imprudente pulpero. Al notar que el cura había hecho un movimiento igual, simultáneo con
el suyo, y sin duda con el mismo intento, se detuvo. Después, en seguida, detuvo a ambos
una voz imperativa, que salió de los labios de Valentín Ramírez Báez, quien haciendo un
ademán en dirección de la puerta de enfrente exclamó:
—¡Comisario!
El interpelado se acercó.
—A sus órdenes, gobernador. ¿Qué Manda? preguntó casi en el mismo momento en
que Valentín Ramírez profería:
—¡Métame este hombre en la cárcel! –agregando tras corta pausa, mientras ponía fieros
ojos sobre don Fermín–: Que esas cosas no se dicen en público.

El caso de Perdomo y el oficial español


Transcurría la noche del 16 de abril de 1863. Un manto de dolor envolvía la ciudad de
Santiago de los Caballeros. Los rostros, las palabras, toda manifestación de vida humana
parecía impregnada de una tristeza muy honda. Como saliendo de un antro de muerte
escuchábanse a modo de lúgubre sonido las voces de los centinelas españoles apostados en
el fuerte de San Luis.
—”¡Alerta centinela!”. —”¡Centinela alerta!”. —”¡Alerta está!”.

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Cuatro hombres aguardaban el momento cercano de su muerte: Eugenio Perdomo, Carlos


de Lora, Vidal Pichardo y Pedro Ignacio Espaillat. Un consejo de guerra del ejército español
les había impuesto esa pena extrema como autores de un crimen de lesa patria, que en su
caso era, sin embargo, el de haber querido liberar la patria dominicana del yugo extraño a
que se hallaba sometida. La sentencia los señalaba como “cabecillas de los sediciosos que
se amotinaron la noche del 24 de febrero contra la autoridad legítima”.
Resignados a su suerte, llenos de valor, satisfechos de haber cumplido un deber sa-
grado ofreciendo su vida en aras de la libertad de su pueblo, aquellos cuatro patriotas
iban contando las horas, los minutos, que cada vez más los aproximaban a la hora del
suplicio.
Como medida de precaución extraordinaria los condenados ocupaban celdas separa-
das, vigilados de cerca por oficiales del batallón de San Marcial, que debían responder con
su vida de la seguridad de los prisioneros. Uno de éstos rezaba; otro se entregaba a sus
pensamientos de mejores días pasados; otro recordaba con amargura la delación que había
puesto en guardia al comandante don Juan Campillo, el jefe de la guarnición española, y
hecho frustrar desde el primer momento el ataque a la fortaleza.
Sólo entre uno de los reos y su vigilante se cruzaban a ratos, en voz muy queda, pala-
bras de recíproca simpatía, o de aliento de uno de ellos al otro para sufrir con entereza de
espíritu la ejecución de la sentencia. Eran Eugenio Perdomo y José Trujillo y Antúñez: el
primero, autor principal, como sus tres compañeros de gloria e infortunio, del debelado
intento del 24 de febrero; el segundo, un oficial, grado de teniente, del batallón de San
Marcial.
Habían hecho conocimiento de tiempo atrás, atraídos por la juventud de ambos y la
similitud de su nobleza de alma. Apenas se encontraban en los ajetreos de la vida diaria;
pero cuando eso ocurría se ofrecían muestras de recíproca atracción, como si en ésta hubie-
se germinado ya un afecto mutuo. Deshecha la intentona de apoderarse del fuerte de San
Luis, Perdomo fue aprehendido. Trujillo presenció el encierro de su amigo. El día del juicio
y condenación fue de profunda amargura para el joven teniente. Pronto dejaría de latir el
corazón juvenil de aquel hombre a quien la nobleza de su físico, su palabra suave al par
de firme, su generoso modo de expresión y sentimiento les había unido como a hermanos
que piensan y sienten por igual manera. Se acabaría para siempre toda relación entre ellos.
¡Qué dolor!
Mas no debía suceder así. Perdomo y Trujillo se aproximaron de nuevo. Antes de que
terminasen para siempre los días del condenado sus corazones debían estar juntos por vez
postrera. Por un designio de esos en que no puede penetrar la mente humana, al teniente
del San Marcial se le encomendó la custodia personal del condenado.
Es así como los vemos juntos aquella noche lúgubre del 16 al 17 de abril de 1863, el mismo
año que más tarde habría de ser de gloria inmarcesible para los dominicanos.
Hacia las doce, después de un silencio durante el cual parecía haber estado Perdomo
sumido en reflexiones que embargaban su mente, habló a Trujillo:
—Teniente: voy a pedirle algo que tal vez usted va a juzgar excesivo. Si es así ¿me lo
perdonaría?
Calló Perdomo como si quisiera trasmitirle mentalmente sus deseos al oficial español y
conocer la impresión que sus palabras iban a producirle.
—Es demasiado, es demasiado, teniente –profirió al cabo de un rato.

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M. J. TRONCOSO DE LA CONCHA  |  NARRACIONES DOMINICANAS

Calló de nuevo.
—¿De qué se trata? –repuso presto el oficial.
Y luego, con inflexión de quien anima:
—Diga; diga.
Volvió a hablar Perdomo. Con expresión de ansiedad y vehemencia y hablando aún más
quedo, le expuso a su guardián que en una casa de las calles cercanas vivía su novia; que si
algo laceraba su corazón en aquellos instantes era morir sin haberle dado a ella su último
adiós; que desde cuando vio entrar en el calabozo al teniente Trujillo para custodiarlo, co-
nociendo sus nobles sentimientos, había concebido la esperanza de que lo dejara salir de la
prisión, para cumplir aquel deseo ardiente…
—Pero, Perdomo –exclamó Trujillo interrumpiéndole– ¿se da usted cuenta de que eso
significaría para mí también la muerte?
—Sí, teniente, lo sé… He pensado esto: usted me presta su uniforme y se pone mi ropa.
Yo saldría, me tornarían por usted y nadie me detendría. Son las doce y media. Antes de las
cuatro yo estaría de regreso. Sólo Dios, usted y yo lo sabríamos, y conmigo se iría el secreto
a la tumba. Tenga confianza en Dios y en mí, teniente.
Pasaron unos segundos.
—Está bien. Me arredro. Si por cualquier circunstancia no regresa, usted sabe que su
puesto en el cadalso será el mío.
...............................................................................................................
Cuando Perdomo salió de su celda, camino del hogar de la amada, los soldados con
quienes se encontraba en el recinto, y que a la débil luz de las estrellas distinguían el uni-
forme español, ponían sus pies en escuadra, mientras los centinelas daban con la culata de
sus fusiles el seco golpe de atención y saludo.
Puertas adentro en la ciudad de Santiago nadie dormía; el dolor embargaba todos los
pechos, sintiendo como suya la desgracia que sobre los cuatro condenados se abatía. Perso-
na alguna sin embargo era capaz de imaginar que uno de estos cuatro hombres y la mujer
que había elegido para compañera de un hogar soñado, en dulce coloquio sus almas, se
daban en esos momentos, gracias a la vocación altruista de un soldado español, su eterna
despedida.
...............................................................................................................
Antes de las cuatro de la madrugada, Perdomo se hallaba de vuelta en la prisión.
—Gracias, teniente –fueron sus únicas palabras mientras el prisionero y su custodia se
unían en estrecho abrazo.
Horas más tarde, ya entrada la mañana, recibía su ejecución el fallo del consejo de
guerra.

Trasladado el batallón de San Marcial a la plaza de Santo Domingo, don José Trujillo y
Antúñez contrajo tiempo después matrimonio con una señorita de familia muy principal
dominicana: Mercedes Soler. Con ella procreó un hijo, que murió de pocos años.
Don Félix Eduardo Soler, de grata memoria, hermano de doña Mercedes, y a quien le
unía a Trujillo verdadero vínculo fraterno, lo escogió para padrino de bautismo de éste que
fue más tarde un dominicano ilustre: el doctor Eduardo Ramón Soler, hombre ejemplar

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

cuyo recuerdo se habrá de conservar vivo siempre, por lo insigne de sus virtudes y su saber
profundo.
Cuando las tropas españolas se retiraron del país, el teniente Trujillo fue trasladado a
Puerto Rico y de esa isla a la de Cuba al estallar la primera guerra de independencia, llamada
de los Diez Años. En 1873, en el memorable combate de La Sacra, del 8 al 9 de noviembre,
Trujillo Antúñez, ya comandante, recibió una herida grave, de cuyas consecuencias murió
cuando aún se hallaba en la plenitud de su vida.
No fue sino después de su muerte cuando se extendió el conocimiento de su nobilísimo
rasgo con el prócer dominicano. Hasta entonces había sido un secreto entre los íntimos del
oficial español.

El nombre de la amada de Perdomo era Virginia Valdés. A ella le dedicó el Diario que
escribió en la prisión desde el 4 de marzo hasta el 16 de abril de 1863. En 1942 fue reprodu-
cido este Diario en Clío, órgano de la Academia Dominicana de la Historia, tomándolo de
un opúsculo editado en 1875 por la imprenta de García Hermanos. Al dedicarlo Perdomo
a Virginia escribió: “A la señorita Virginia Valdés, como un recuerdo con que la distingue
su desgraciado amigo”.
De que la amiga era la amada dan fe en las últimas líneas del Diario, como lo anotó Clío,
estas palabras escapadas del monólogo interior con voz de lágrimas: “y tú, MI Virginia,
para siempre ADIÓS”.

El fraile de la merced
Un día del año de 1871 apareció en las calles de la ciudad de Santo Domingo un
fraile de la Orden Franciscana. Ignorábase por qué vía y cuándo había venido. Desde el
primer momento atrajo la atención pública por lo burdo de su sayal y la humildad de su
presencia. En vez de zapatos calzaba sandalias. “Soletas”, decía el pueblo. Acudió por
ante la autoridad eclesiástica, a cargo entonces del presbítero Francisco Xavier Billini,
en calidad de Gobernador de la arquidiócesis, y le entregó sus letras canónicas, las
cuales fueron encontradas en regla. Solicitó del P. Billini un alojamiento y, habiéndole
éste señalado como único sitio apropiable para un fin así el “camarín” de la iglesia de
Nuestra Señora de las Mercedes, allí se fue con lo que llevaba puesto y, además, una
tosca maleta. Por no haber cama ni catre que suministrarle, convirtió en lecho una tarima
que en el camarín había. Celebraba la misa en el mismo templo de las Mercedes o en el
que indicara el autor de la intención de la misa. A poco de su llegada empezó a trabar
conocimiento con cuanta persona le era posible, de la clase elevada o la media, y aún de
las capas inferiores. Preguntaba muchas cosas; parecía poner ojos escrutadores en todo.
Cuantos con él conversaban se encantaban de sus palabras y sus maneras. Apenas había
quienes sabían su nombre: todo el mundo lo llamaba “El Fraile de la Merced”. A medida
que transcurrían los días su figura se hacía más interesante. La gente ponía empeño en
conocerle. Un día se supo que predicaría y el templo de las Mercedes se llenó de gente
que iba a escuchar el sermón del “Fraile de la Merced”.
Atribuíanle el dicho de que había venido a Santo Domingo a fundar una casa de frailes
capuchinos.

400
M. J. TRONCOSO DE LA CONCHA  |  NARRACIONES DOMINICANAS

En la capital dominicana el “Fraile de la Merced” llegó a ser por esas causas, un personaje
casi fantástico. Puede afirmarse que era el motivo principal de la comidilla diaria. Viejos
avizoradores aventuraban: “no sé lo que será; pero ahí hay gato en macuto”.

El estado de la Iglesia dominicana era muy precario en aquellos tiempos. Al retirarse
en julio de 1865 las tropas españolas y seguirlas poco después el arzobispo don Bienvenido
Monzón y Martín, este prelado delegó el gobierno de la arquidiócesis en el presbítero Benito
Díaz Páez. Al entrar en la capital las tropas dominicanas el presidente de la República, general
Pedro Antonio Pimentel, quiso que, en vez del P. Díaz Páez, fuera hecha la designación
en favor del presbítero Calixto María Pina; pero el arzobispo Monzón se negó a acceder a
este deseo. Ya antes, el presidente Pimentel, por decreto que expidió en Santiago, capital
provisional de la nación, en mayo de 1865, ejerciendo un supuesto derecho de patronato,
había “significado” (así decía el decreto) al P. Pina, que era sacerdote de mucho arraigo
y había figurado en las filas mambises, para vicario general y gobernador eclesiástico,
debiendo entrar en funciones, según el decreto, cuando se ajustaran las negociaciones de
paz en proyecto con España. Proclamado más tarde presidente de la República el general
Buenaventura Báez, dispuso “confiar” el gobierno de la arquidiócesis al P. Pina, (el mismo
a quien Pimentel, ahora ministro de lo Interior y Policía, había “significado” para vicario
general y gobernador eclesiástico) con desconocimiento de la autoridad que canónicamente
ejercía el P. Díaz Páez, quedando así en consecuencia la Iglesia dominicana en estado
irregular, según fue declarada por Roma, y sujeta a la intervención de la Propaganda de
la Fe (Propaganda Fidei). Derrocado Báez, y elegido presidente de la República el general
José María Cabral, 1866, el Papa Pío Nono, aspirando a mejorar la situación que se había
formado, y de que era origen principalmente el caos político reinante en el país, nombró
delegado apostólico en Santo Domingo y gobernador de la arquidiócesis al presbítero Luis
Bouggenon, de la Orden de los Redentoristas, vicario apostólico entonces de la isla de Saint
Thomas. Cabral lo aceptó como delegado; pero rehusó reconocerlo como gobernador de la
Iglesia. Dentro del clero dominicano el nombramiento del P. Bouggenon como gobernador
cayó muy mal y mientras una parte se mostró resignada en presencia del hecho cumplido,
otra parte se negó a acatar la autoridad del padre redentorista: un pequeño cisma. Con
ánimo de ponerle fin a tantos y tan grandes enredos, e presidente Cabral comisionó al
presbítero Fernando Arturo de Meriño para que fuera a Roma y le expusiera al Papa Pío
Nono las razones que habían movido al gobierno dominicano a no aceptar el nombramiento
como gobernado eclesiástico del P. Bouggenon. Hallándose Meriño en Europa, Cabral lo
propuso a Su Santidad como arzobispo de Santo Domingo. Meriño contaba a la sazón
treintitrés años. Mientras tanto el P. Bouggenon, a quien todo el clero había acatado ya, y
que había suspendido a divinis a los rebeldes; pero que no había sido reconocido por el
gobierno, traspasó sus poderes al presbítero Juan de Jesús Ayala, cura de San Cristóbal,
el cual, con la anuencia de Bouggenon, los pasó a su vez al presbítero Francisco Xavier
Billini, cuyo reconocimiento fue motivo de diferencias y controversias muy acaloradas
en el seno del gobierno, por considerarse que su nombramiento era una derivación de la
misión no aceptada de Bouggenon. El P. Ayala era septuagenario. El P. Billini tenía tan sólo
veintinueve años. Derrocado el gobierno de Cabral a fines de 1867 y proclamado nueva
vez Báez presidente de la República, éste hizo venir de Saint Thomas al P. Bouggenon, le

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dio pase a sus letras y anuló la misión que Cabral le había confiado a Meriño, así como la
recomendación de éste para arzobispo de Santo Domingo.
El P. Bouggenon confirmó al P. Billini como gobernador eclesiástico y se volvió para
Saint Thomas.
Con el gobierno del P. Billini apenas sí mejoraron las cosas. Ni podía ser de otra manera, a
causa de la profunda división de sentimientos que separaba a los más conspicuos miembros del
clero y el consiguiente relajamiento de los vínculos de amor y disciplina que necesariamente
debían unirlos, todo esto originado en la endiablada política de aquellos tiempos, la cual
mantenía al país sumido en una confusión que se manifestaba en las actividades de todo
género, sin excluir, por desgracia, los del orden espiritual y religioso.
De esta situación se hallaba enterada la Santa Sede en sus más mínimos detalles.

En tanto que esto sucedía, las conversaciones y los comentarios seguían girando alrededor
del Fraile de la Merced, no ya entre la gente de iglesia y católicos practicantes, sino entre aque-
llos a quienes las cuestiones de índole religiosa les eran punto menos que indiferentes.
Sabíase tan sólo que era italiano y que al inquirir de él su nombre había respondido lla-
marse “Fray Leopoldo”. El pueblo, sin embargo, con esa intuición que Dios le da, presentía
que bajo el tosco hábito de aquel franciscano se escondía algo relacionado con el estado cada
día más deplorable de los negocios eclesiásticos.
Transcurrió un tiempo.
Una tarde las campanas de la Catedral fueron echadas a vuelo. Las siguieron las del
Convento Dominico, las Mercedes, Santa Bárbara, San Lázaro, San Carlos… Todas las
campanas de todos los templos repicaban.
La gente se preguntaba, sorprendida, el motivo de haberse despegado con ese
intempestivo contento aquellas lenguas de bronce en un día cualquiera del año.
—¡El Fraile de la Merced! respondió un hombre del pueblo a otro que lo interrogaba.
—¿Y qué es lo del Fraile de la Merced? inquirió el otro, de nuevo.
—¡Qué sé yo! Que dizque fue el Papa que lo mandó.
Y mientras éste hablaba así, otro decía: –Conque tenemos de arzobispo al Fraile de la
Merced. Sabía yo que ahí había gato en macuto…
—A mí me dijeron –exclama otro– que habían visto al Fraile de la Merced donde “Pan
Sobao” y que a poco fueron los repiques. (“Pan Sobao” era el mote con que designaban al
presidente Báez sus contrarios).
—Señores: –exponía otro, ante un grupo de gente más elevada– me lo acaba de decir
quien lo sabe: es que Roma va a intervenir para que se acaben todas estas cosas de la Iglesia,
y, ya que nuestra gente no se entiende, manda a este capuchino, que debe ser tamaño hombre,
para poner orden aquí. Ya el gobierno lo reconoció como Jefe de la arquidiócesis.
No hubo que esperar ya mucho: el gobierno por medio de un anuncio oficial y los
curas de la Catedral, Santa Bárbara y San Carlos en el púlpito informaban que Fray
Leopoldo Angel Santanché de Aquasanta había sido nombrado por S. S. el Papa Pío IX
administrador apostólico de la iglesia de Santo Domingo y delegado de la Santa Sede ante
nuestro gobierno.
Al siguiente día en la Catedral, en acto solemne, el clero rindió acatamiento a la
disposición emanada del Padre Santo.

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M. J. TRONCOSO DE LA CONCHA  |  NARRACIONES DOMINICANAS

Elevado a la dignidad de arzobispo de Acrida, lugares infieles (partibus infidelibus), Fray


Leopoldo recibió poco tiempo después su consagración de manos del administrador apos-
tólico de Curazao, el obispo Van Ervijk, de la Orden Dominica.
La consagración se llevó a efecto en la Catedral de Santa Ana, de esa antilla holandesa,
el 24 de agosto de 1871.
El arzobispo Santanché de Aquasanta fue el primer prelado a quien se le dio en Santo
Domingo el título de “monseñor”, el cual, salido de Italia, donde se les aplicaba a los obispos,
empezaba ya a extenderse por el mundo. Antes de eso, a nuestros obispos y arzobispos se
les dijo “señor”, que es la palabra castiza.

Mentalidad guerrillera
Don Ulises Francisco Espaillat acababa de ser elegido presidente de la República y se
dirigía de la ciudad de Santiago de los Caballeros a la de Santo Domingo para empezar a
ejercer la alta función de honor y de confianza que se le había conferido. Había sido, puede
decirse, candidato de toda la nación, tanto como del propio Partido Azul, una de cuyas
cabezas visibles era, por muchos y grandes merecimientos.
El mismo día de su salida de Santiago –24 de abril de 1876– se detuvo en Moca.
No abundaban mucho en la “Heroica Villa” los “azules”, mas don Ulises, quien por
sobre “azul” era don Ulises, no por eso vio menos concurrida la casa en donde había fijado
su momentánea residencia. Allí se veían confundidos “rojos” y “azules”. Hasta uno que
otro “verde”, no obstante el natural resentimiento que les producía su reciente expulsión
del Gobierno, contribuía a darle carácter de “sin color” a la reunión. (Para un estudiante de
Física una afirmación semejante será seguramente incomprensible; para quien estuviese en
algunas intimidades de la política de entonces no puede ser extraño que de varios colores
reunidos resultase, justamente, lo incoloro).
Entre los “rojos” que acudieron a presentar sus parabienes al patricio presidente se
hallaba el general Juan de Jesús Salcedo.
Hijo del bravo triunfador de Beler y miembro de una familia de valientes en la cual
todos cuidaban de su fama de buenos soldados con celo singular, Juan de Jesús no concebía
poder en el mundo que no se cimentase en la fuerza. En esto tal vez discrepaba muy poco
de Nietzche. Sólo que, mientras el filósofo alemán creaba en sus libros el superhombre, para
extravío de la humanidad, Juan de Jesús Salcedo se contentaba con hacer esta afirmación,
como síntesis de sus convicciones y a la manera de un aforismo evangélico: “al gallo se le
respeta por sus espuelas”.
Su hombre era “Ventura”, o lo que es igual –dicho sea más comprensiblemente para
quienes no conocieron el caló político de aquellos días– su afecto político era para el general
Buenaventura Báez, caudillo del Partido Rojo. Esto no obstante, y merced a un fenómeno
explicable por influencia del ambiente que en estos momentos se respiraba en todo el país
y de que era la mejor muestra la selección de Espaillat para la presidencia, Salcedo, sentíase
sinceramente inclinado a ponerse al lado del nuevo gobierno y porque era ése su pensa-
miento se encontraba allí cerca de don Ulises en el instante a que esta narración se viene
contrayendo.
La visita de Salcedo a don Ulises fue corta. Tenía que serlo, porque el presidente electo
debía continuar su viaje para la capital una hora más tarde, y el tiempo y espacio de que

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se disponía eran harto escasos para que cada visitante pudiese permanecer en el sitio de la
reunión más de ocho a diez minutos.
Así, corta, duró sin embargo todo lo necesario para que Salcedo oyese atónito de labios
del presidente Espaillat lo que él consideró como las expresiones más absurdas que hubie-
se escuchado en su vida, o las palabras de menos sentido que delante de él hubiesen sido
proferidas en ocasión alguna, o el propósito más loco de que fuese capaz, no ya un hombre
a quien se había llevado al más ansiado de los puestos públicos, sino aquél a quien siquiera
se le hubiese encomendado la guarda de un poblado…
Y en efecto, el caso, según él lo entendía, no era para menos. En un momento en que
don Ulises, dirigiéndose a varios de los circunstantes, había expresado la esperanza de que
el país tomaría un camino diferente del que había estado trillando desde la conquista del
gobierno propio hasta esos días, habíale dicho Salcedo:
—Lo que usted necesita son buenos soldados a su lado. Por mi parte yo le ofrezco mi
sable para que me mande como guste. Su boca será la medida.
Y a esas palabras del rudo guerrillero había replicado dulcemente don Ulises:
—Muchas gracias, Juan de Jesús; pero yo espero que no te necesitaré. Mis soldados serán
los maestros de escuela.

La noche de ese día, un grupo de “rojos” congregado en un bohío del suburbio de Juan
Lopito, en la misma Moca, hacía animados comentarios sobre la elección de don Ulises
Francisco Espaillat y la suerte futura del gobierno. En su mayoría se inclinaban a pensar
que la paz reinaría por mucho tiempo y el nuevo presidente llegaría a cumplir a cabalidad
sus funciones.
Cuando en esto estaban llegó Juan de Jesús Salcedo. Su parecer sobre el tema que los
entretenía no podía menos de interesar grandemente a todos los contertulios y así hubieron
de manifestárselo al punto.
La opinión del guerrillero no se hizo esperar.
—Pues para mí –exclamó sentenciosamente– ahorita lo tumban. Un hombre que cuenta
gobernar dizque con los maestros de escuela: una gente que no sabe tirar ni con escopeta…

La “contraparcó”
Ambos eran comerciantes. Eso se inducía claramente de su conversación en un escaño
del Parque Colón, la cual llevaba de empezada más de hora y media, animada a ratos, pe-
sada a veces. Hubiérase dicho que la música del concierto militar de esa noche influía en lo
que aquellos dos hombres hablaban. Allegro, moderato, andante… De pronto, prestamente,
eso es, presto, el uno le dijo al otro:
—Yo no entiendo lo de la “contraparcó” que usted me dice. Esta debe ser palabra de
ustedes los dominicanos, que en Cuba no tenemos. ¿Quiere usted explicarme lo que es la
“contraparcó”?
A lo que repuso el compañero:
—Pues la “contraparcó” es la “contraparcó”. ¡Qué diablo!… Una seguridad, una garantía.
Que como es usted quien va a celebrar el convenio procure asegurarse de manera que no
nos burle después el tío ese.

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M. J. TRONCOSO DE LA CONCHA  |  NARRACIONES DOMINICANAS

Yo no oí después de aquello más nada. Habríame acercado a los interlocutores para que
conversásemos entre los tres acerca de la “contraparcó”; empero ¿y si no les interesaba?
Además, en el reloj de la Casa Consistorial habían sonado las diez, el Parque Colón se
había casi vaciado de gente y entre discurrir acerca de la etimología de un dominicanismo,
y retirarme a mi casa, lo segundo me pareció preferible.
Hoy he estado pensando en que, al igual de aquel cubano, y hasta del mismo domi-
nicano, muchas personas ignoran lo que en realidad es la “contraparcó”, o cuando menos
de dónde nos vino esta palabreja, y a referírselo a quienes no lo sepan van enderezadas
estas líneas.

Cuando el presidente Jean Pierre Boyer se apoderó por sorpresa en el año 1822 de la
Parte Española de la isla de Santo Domingo para unirla a la República de Haití, su más
tenaz empeño consistió en borrar hasta donde fuese posible las huellas de la dominación
española, de manera de hacer estable la obra de la unidad e indivisibilidad de la isla,
preconizada y sostenida por Toussaint Louverture y proseguida por el feroz Jean Jacques
Dessalines.
En ese camino no podía pasar mucho tiempo sin que las leyes por que se regía Haití se
extendiesen hasta el territorio invadido, y de ahí que una de las primeras medidas de Boyer
consistiese en la suplantación de las Leyes de Indias con los Códigos franceses, los cuales
habían sido adoptados por los haitianos desde varios años antes.
El Código Civil y el de Procedimiento fueron a raíz de la invasión haitiana. El de Co-
mercio fue puesto en vigor por circular de Boyer del 16 de junio de 1827.
En Santo Domingo no se conocía (dicho sea en honra del hispano régimen) el
procedimiento de encarcelar a una persona para compelerla al pago de una deuda.
Eran tales y de tal magnitud las formalidades requeridas por las Leyes de Indias para
poner a un deudor en prisión que nunca era empleado por nadie. En Francia, en cambio,
poner a la sombra a un deudor retardatario, como medio de hacerle entrar en razón y
persuadirle de que eso de perdonar las deudas es atributo de la caridad divina, pero no
de la mezquina condición humana, era tan corriente como lo es ahora, por regla general,
que las mujeres vistan faldas y los hombres pantalones. Las cosas llegaron durante una
época a tal extremo que ni aún haciendo cesión de bienes a sus acreedores se veía libre
un hombre de ser perseguido. El que por los azares de su perra suerte tenía que recurrir
a aquel medio para librarse de la furia de sus “ingleses” (que en efecto lo eran sin dejar
de ser franceses) estaba obligado a llevar continuamente puesto un gorro verde, el cual
le facilitaban sus acreedores, como advertencia a todo el mundo de cuánta cautela debía
usar quien con él tratar quisiera; con una sana advertencia para el del gorrito: que si en
cualquier momento se le veía sin este forzado aditamento, la cárcel tendría entonces que
vérselas con el olvidadizo. Pothier, el padre del derecho francés moderno, dice en su obra
Costumbres del Ducado, Bailía y Prebostazgo de Orleáns y sus dependencias que en su tiempo ya
el cotorrero gorrito estaba eliminado en la práctica, excepto en Burdeos; pero advierte que
en todos los otros países de Francia se hacía constar el derecho de los acreedores de obligar
a su deudor a llevarlo.
Bien es verdad que antes de aquella época las cosas marchaban de peor modo, si se
quiere. Cornelio Népote refiere en su Vida de Milcíades que éste murió en la cárcel por no

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

haber podido pagarle a la República de Atenas cincuenta talentos, y en Egipto el cadáver del
deudor pertenecía a sus acreedores hasta que los herederos de aquél satisficiesen la deuda;
mientras en Roma la Ley de las Doce Tablas castigaba con la muerte al deudor reconocido
insolvente, lo cual, por otra parte, no tenía nada de original, porque eso lo hacían las abejas
con los zánganos desde los tiempos del rey David, y, que yo sepa, lo siguen haciendo toda-
vía, sólo que los romanos entregaban el cadáver a los acreedores para que se lo repartiesen,
si les placía, procedimiento que a las abejas, menos crueles que los hombres, no se les ha
ocurrido nunca.
Lo cierto es que en Santo Domingo la prisión por deudas no fue conocida en realidad
hasta que con las leyes francesas fue introducida por los haitianos y que durante la ocupación
haitiana y en la primera República fueron no pocos los que en incontables ocasiones dieron
con sus huesos en la cárcel por falta de menudo.
En materia civil las leyes francesas adoptadas por los haitianos, e impuestas por éstos a
nosotros, especificaban diferentes casos en los cuales el acreedor podía constreñir al deudor
al cumplimiento de sus obligaciones por medio de la cárcel y hasta se autorizaba la celebra-
ción de convenios en que el deudor se sometía a que lo encarcelasen si no efectuaba el pago
de alguna obligación contraída con otro. En materia mercantil existía en todos los casos de
obligaciones entre comerciantes.
Para los haitianos había sido siempre moneda corriente el empleo de la prisión por
deuda. Para los dominicanos lo fue desde la introducción de los códigos franceses y de las
leyes que lo autorizaban.
En 1843, a raíz del movimiento reformista iniciado en Praslin que culminó con la caída
de Boyer, la prisión por deudas fue abolida en materia civil, pero se mantuvo para los ne-
gocios comerciales.
En 1845, después de la expulsión de los haitianos, la naciente República Dominicana
adoptó los códigos franceses de la Restauración que instituían la prisión por deuda y ésta
fue mantenida, hasta el año de 1865, en que la Asamblea Constituyente la limitó a los casos
de bancarrota y estafa, habiendo sido restablecida en 1877, de acuerdo con el Código Civil,
por deuda que proviniese de fraude o delito, hasta el momento actual, de donde resultó
que en la práctica quedó eliminada de los usos y costumbres del país, debido a que en los
asuntos mercantiles era en lo que habitualmente se empleaba. Conque…
Empero, se dirá alguno para sus adentros y ¿qué tienen que ver todas estas cosas y los
griegos, los egipcios y los haitianos con la “contraparcó”?
Pues sí que tienen que ver, y… mucho, me apresuro a contestarle, por si acaso.
La prisión por deuda se denomina ahora entre nosotros “apremio corporal”, nombre
con que la distinguió, por primera vez en la República Dominicana, la Constitución de
1877; pero antes de entonces se le llamó siempre de aquella primera manera o se la de-
signó por medio de las expresiones con que se le conoce en francés y que los haitianos
conservaron: Contrainte par corps. Con estas palabras, que se pronuncian Contren par corp,
fue invariablemente llamada tanto durante la dominación haitiana como en la primera
República, y de uso en uso aquéllas fueron adulterándose hasta convertirse en la “con-
traparcó” actual.
La “contraparcó” es, pues, una corruptela de la “contrainte par corps” y eso explica
suficientemente cuánta razón tenía el dominicano la noche del concierto en el Parque Colón,
cuando le decía al cubano que contraparcó significaba una seguridad o una garantía.

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M. J. TRONCOSO DE LA CONCHA  |  NARRACIONES DOMINICANAS

Contra arrogancia gentileza


A la memoria de mi inolvidable maestro don Manuel de Jesús Galván,
quien me hizo en lo esencial de ella la presente narración,
con aquella su palabra donosa que mi pluma nunca acertará a reproducir.
I
Tan pronto como fue conocida en la ciudad la noticia de que don Pablo López
Villanueva se encontraba a bordo del Tybee, el cual acababa de dar fondo esa mañana en el
desembarcadero del Ozama, el revuelo que se produjo entre los amigos y los adversarios
del Gobierno fue extraordinario.
Don Pablo López Villanueva, general de la República, era tenido por todo el mundo
en el concepto de mucho hombre, con justo fundamento. Tremendo como revolucionario
y como hombre de gobierno, se referían de él numerosas hazañas, una sola de las cuales
hubiese podido considerarse bastante para asegurarle a cualquiera la fama de hombre de
pelo en pecho y sangre en el ojo.
De pura raza española, elevada estatura, complexión robusta, la cabeza cuadrada, como
un escandinavo, ojos de mirada firme, barba sedosa y abundante, erecto el tronco, modales
caballerescos aunque en ocasiones un tanto hinchados por cierto gesto de nativo orgullo
con que solía acompañar sus palabras y ademanes, su persona era en general atrayente y el
sentimiento que inspiraba algo así como el de una mezcla de respeto y simpatía.
Este rasgo da una idea de su valor. Fue cuando la guerra contra España que llamamos
de la Restauración. A don Pablo, capitán del ejército restaurador, le había sido encomendado
el mando de una pieza de las que debían defender el puesto de Cafemba, en las cercanías de
Puerto Plata, del ataque dirigido en 1864 por las columnas del conde de Valmaseda contra
las fuerzas dominicanas acantonadas allí. Una granada española, certeramente disparada,
hizo volar hecha pedazos la cureña del cañón que servía don Pablo, y mientras dos de los
artilleros dominicanos heridos mortalmente por la metralla se retorcían en el suelo en las
convulsiones de la agonía y otros dos corrían despavoridos en busca de un lugar menos
expuesto a los “viajes” de otras granadas, don Pablo permanecía serenamente en el sitio y
tomando de una faltriquera interior un peine se entretenía en sacarse con toda tranquilidad
las astillas de la cureña que se le habían introducido en la barba.
Este otro pinta su temperamento. Como resultado del movimiento de la “Evolución”,
iniciado en el Cibao a principios de 1876 por varios prohombres “azules”, don Ignacio Ma-
ría González acababa de renunciar la presidencia de la República. Don Pablo, ministro de
Guerra, no podía entender que así, sin tiros, se saliese del Gobierno y poniéndose al frente
de las fuerzas que guarnecían la plaza de Santo Domingo se dirigió al Palacio de Gobierno,
donde aprisionó a los otros miembros del Gabinete y les obligó a conferirle plenos poderes
para oponerse al triunfo de los evolucionistas, sin que se aviniese a cejar en su empeño hasta
tanto se vio envuelto en un círculo de hierro que vinieron a formarle las tropas traídas del
Seibo por el general Miches y de San Cristóbal por el general Melenciano. Mal de su grado
entregó entonces el ministerio al general Jacinto Peynado, nombrado para sucederle y se
embarcó para el extranjero.
Últimamente había sido uno de los incitadores de la sedición de Gabino Crespo en los
campos de Montecristi, que, si debelada por la presteza con que acudieron a combatirla los
generales Eugenio Valerio, gallo de muchas peleas, y Ulises Hereaux, pollo aún pero ya
con grandes espuelas, había sembrado la semilla revolucionaria en las comarcas del Norte

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

y puesto al Gobierno en la necesidad de aprestarse a la defensa, frente a la posibilidad de


nuevos disturbios.
Con estos antecedentes se comprenderá pues –volviendo al principio de este relato– si
había fundamento de sobra para que la presencia de López Villanueva en el Tybee fuera
causa de alarma entre los parciales del Gobierno y de “alebrescamiento” revolucionario
entre los desafectos.
Venir a meterse así entre los cachos del toro, aún tratándose de una administración des-
acostumbradamente liberal como aquella, era mucha audacia, y no había en la ciudad quien la
pudiera tomar de otra manera que como la señal precursora de alguna trama muy seria.

II
El Tybee era una corbeta de madera con motor de vapor. En los anales del comercio do-
minicano figura como la primera embarcación de vapor que estableció una travesía regular
y directa entre el puerto de Nueva York, que era el de su matrícula, y los de Santo Domingo.
En esta ocasión en que traía a don Pablo López Villanueva arribaba por la décima vez a las
costas dominicanas.
Corría uno de los últimos días del mes de junio de 1876. Desde cuando por la vez primera
entró y fue muy bienvenido al puerto del Ozama, jamás había atraído tanto sobre sí aquel
barco la curiosidad pública. “La Caja de Pandora” lo llamaban en un corrillo de la Plaza de
Armas varios políticos “rojos” y “verdes”.
No hay ni qué decir que el Gobierno no era ni podía ser indiferente al suceso que tanto
estaba conmoviendo los ánimos en la ciudad, máximamente después de haberse recibido
un pedimento de don Pablo por medio del comandante del puerto de que se le permitiese
desembarcar, bajo apercibimiento de que sólo lo haría si un salvo-conducto gubernativo le
aseguraba contra todo riesgo de persecución. Así, a las 10 de la mañana se reunían en consejo
los ministros, convocados por el presidente Espaillat, para examinar el caso y resolverlo con
la urgencia que su gravedad requería.
El primer comentario, al oír la altanera petición de don Pablo, partió del ministro de
Hacienda, Mariano Antonio Cestero.
—Eso es: si me sacas del pozo te perdono la vida…
Momentos más tarde, la línea de conducta del Poder Ejecutivo quedaba trazada. El ge-
neral López Villanueva debía desembarcarse o ser desembarcado y ponerse bajo las manos
de la Justicia. El mismo comandante del puerto fue portador de la respuesta.
Entonces surgió un factor nuevo. El capitán Kutch, del Tybee, se oponía al desembarco
del pasajero, como no fuese en las condiciones que éste pretendía imponerle al Gobierno, y
anunciaba arrogantemente que levaría anclas aunque la aduana no lo proveyese de papeles.
Horas después el incidente revestía los caracteres de una crisis aguda. Entre el minis-
tro Manuel de Jesús Galván, de Relaciones Exteriores, y el Cónsul de los Estados Unidos,
Paul Jones, se cruzaban comunicaciones muy serias, el primero defendiendo inteligente y
bravamente en nombre de la soberanía de la República el poder de policía del Gobierno; el
segundo apoyando la insólita actitud del capitán del Tybee.
A las tres de la tarde el asunto quedaba final y formalmente decidido de parte del Go-
bierno. Se le ordenaba al gobernador de Santo Domingo que extrajese de a bordo al general
López Villanueva e hiciese abocar sobre el vapor los cañones del Castillo de la Fuerza para
detenerlo o destruirlo en el caso de que intentase abandonar la ría llevándose al pasajero.

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M. J. TRONCOSO DE LA CONCHA  |  NARRACIONES DOMINICANAS

III
—¡Teniente Latour Saint-Clair!
—¡Presente!
—Pase a la oficina del comandante de armas a recibir órdenes del gobernador.
Las tres y media marcaba el reloj de la comandancia cuando el capitán de la primera
compañía del batallón Ozama trasmitía en el cuarto de banderas esta orden.
A las 3 y 45 el teniente Latour Saint-Clair trasponía la puerta de la Fuerza que daba
salida a los cuarteles de la derecha, al frente de un pelotón de soldados, armas al hombro y
bayoneta calada, y marchaba por la calle de Las Damas en dirección al río.
La designación de este oficial había sido deliberada. Para cumplimentar el mandato del
Gobierno se necesitaba un hombre de valor, sangre fría y don de gentes, y el teniente Jesús
Latour Saint-Clair, oficial joven y apuesto, reunía estas cualidades a maravilla. Él sabía ade-
más quién y cómo era don Pablo y los extremos a que había llegado el incidente promovido
por su presencia a bordo del Tybee.
Un grupo de chiquillos seguía a los soldados remedando sus movimientos. Algunos
transeúntes se ponían a la zaga haciendo cola al pelotón, mientras otros, prudentemente,
se detenían un rato y luego de un estirar de ojos y boca y encogimiento de hombros conti-
nuaban su camino. Desde lo alto de la explanada del Reloj del Sol politicones de diferentes
matices huroneaban.
En el vapor nada indicaba hasta aquel instante alguna cosa extraordinaria.
El pelotón se acercaba a paso redoblado al Tybee. Ya los soldados, el teniente a la cabeza,
estaban a corta distancia del fondeadero.
De improviso, el capitán Kucht apareció sobre el puente del Tybee. De sus manos, cris-
padas, pendía una bandera americana de gran tamaño. Sus ojos centelleaban. Su postura
era la de quien recoge un reto y se dispone a confundir a su contrario.
Los agentes del poder de policía del Estado Dominicano llegaban en ese momento frente
a la escala.
El capitán Kucht avanzó hasta el remate de ésta en la borda, se inclinó hacia adelante y
con un movimiento nervioso extendió la bandera sobre la meseta. En seguida puso sus pies
en escuadra, mientras con un gesto digno de ocasión más propicia pareció inquirir quién
iba a ser el atrevido que osara pasar poniendo su planta sobre aquella enseña de un poder
fuerte y temido.
Siguió un breve instante.
La voz del oficial resonó:
—¡Alto!
Latour Saint-Clair comprendió que su mayor responsabilidad quedaba sometida a prueba.
Él era el ejecutor de una orden del Gobierno que debía dejar cumplida. Por otro lado,
no podía abrigar ninguna duda de que cuando él y sus soldados pusieran sus pies sobre la
insignia de las estrellas y las barras que a modo infranqueable había opuesto a su paso el
iracundo marino norteamericano iba a acrecentar el conflicto a que su Gobierno estaba enfren-
tado. En esa situación érale forzoso escogitar rápidamente un medio que, al par de servirle
para allanar el obstáculo con que se trataba de detener su avance, fuese lo bastante ostensible
para significar el respeto que le merecía aquella bandera de una potencia amiga.
Pasaron dos minutos. Los ojos del capitán Kucht no cesaban de fijarse sobre el oficial
dominicano cual si con su mirada quisiere dominarlo.

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

Entonces Latour Saint-Clair, en actitud resuelta, avanzó hasta la escala, la subió y ya en


el último peldaño desenvainó el sable, saludó la bandera, se inclinó gallardamente, y con el
arma, que introdujo por debajo, la levantó formando una a modo de cortina. Luego, exten-
diendo horizontalmente el sable y la bandera en dirección a sus soldados, ordenó:
—¡Pelotón! ¡Firme!
—¡Presenten! ¡Armas!
Y después de un corto instante:
—¡De frente! ¡Marchen por la escala! ¡March!
En tanto que los soldados iban ascendiendo al barco el teniente se volvió al capitán del
Tybee, la bandera siempre colgando del sable, y en tono caballeresco le requirió:
—Capitán: tome su bandera.
Kucht palideció. La demanda del oficial dominicano era harto terminante para no tenerla
en cuenta. O la honraba, recibiendo de nuevo su enseña nacional, o la rehusaba, y era él en
ese caso quien insultaba a su bandera.
Aquella disyuntiva tenía para su arrogancia el poder de la honda lanzada por David a
la frente de Goliat.
Gentilmente vencido, Kucht extendió ambas manos la bandera volvió a ellas.

IV
Don Pablo, sentado en una mecedora, aguardaba impasible en el saloncito del vapor el
desenlace de los sucesos. Allí le encontraron y rodearon los agentes de la fuerza pública. Cuando
el teniente Latour Saint-Clair le dirigió el habitual “Ríndase preso” contestó enfáticamente:
—A mí me llevarán; pero yo no voy por mis pies.
Por orden del teniente cuatro soldados, empleando los porta-fusiles, colgaron al hombro
sus armas y bajaron a tierra al rebelde en la mecedora. Desde ahí hasta el Castillo de la
Fuerza, otros cuatro, alternando, le llevaron así cargado hasta subirlo a uno de los calabozos
de la Torre del Homenaje.
Empero, que don Pablo López Villanueva fuese por sus pies o lo llevasen en una me-
cedora, ¿qué hacía al caso? La República y la ley habían quedado bien servidas, y esto era
cuanto se necesitaba.

¡Se soltó el tigre!


Entre los vecinos de la capital dominicana fue por mucho tiempo frase popular muy
socorrida la de “¡se soltó el tigre!” cuando desaparecía el obstáculo para que algún sujeto
peligroso pudiese causar daño, o cuando, en general, se hacía inminente un peligro serio.
La gente de estas generaciones que la oiga pensará se trata de expresiones de retórica vulgar,
y, sin embargo, nunca hubo realidad más aterradora que aquella a la cual debió su origen.
Porque lo del “tigre” es verdad, y lo de que “se soltó”, si no fue exacto, por lo menos así
lo creyeron o tuvieron motivo para creerlo quienes, en medio a un pánico enorme, lanzaron
por primera vez aquellas palabras en una noche inolvidable.

II
Corría el año de 1880. Era presidente de la República el presbítero Fernando Arturo de
Meriño y gobernador de la provincia el general Alejandro Woss y Gil, uno de los dominicanos

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M. J. TRONCOSO DE LA CONCHA  |  NARRACIONES DOMINICANAS

de aquella época que hicieron más rápida y brillante carrera política. Contaba a la sazón
veinticuatro años.*
Procedente de una de las antillas inglesas había arribado a playas dominicanas un
circo de fieras, al cual se designaba con el nombre de Circo Zoológico. Entre los animales
que figuraban en éste había dos tigres, un león y un oso negro, además de varios caballos
y perros.
Si hoy atraería la curiosidad pública una colección de fieras de aquella importancia,
imagínese cómo la provocaría entonces, en que esparcimientos de esa índole eran tan raros
en nuestro país.
La carpa había sido levantada en la Plaza de Armas o Placeta de la Catedral, hoy llamada
Parque de Colón, en el lugar donde se ve la estatua del Descubridor.
Cada noche de función las localidades del circo eran insuficientes para satisfacer la
demanda del público. Presidía siempre el gobernador. Los números más emocionantes
del programa eran, naturalmente, aquellos en que se les daba participación a las fieras,
singularmente a uno de los tigres, que se distinguía por lo bello de su piel, lo fijo y terrible
de su mirada y lo agitado de sus movimientos. Cuando el domador, un norteamerica-
no, a quien llamaban Herr Lenger, penetraba en la jaula, una impresión de escalofrío
se apoderaba de todo el mundo. El tigre aquel le había lanzado al domador en más
de una ocasión, aunque sin mucha consecuencia, varios zarpazos, reveladores de que
Lenger no había llegado a desarrollar toda la influencia necesaria para dominarlo, y el
público estaba temeroso de que hubiera de presenciar, en el momento menos pensado,
una escena pavorosa.

III
Así fue, en efecto.
La noche del 15 de septiembre la platea y las gradas del circo rebosaban de gente. Había
más de la que razonablemente pudiera contener. La función se había estado desenvolviendo
conforme al programa, sin incidente alguno, hasta más o menos las diez.
Herr Lenger hizo su aparición. Borracho como una cuba, apenas podía tenerse en pie.
Llevaba en la mano derecha la barra que simulaba hierro candente. En un traspié estuvo a
punto de salírsele del puño; pero con la ayuda de la siniestra pudo conservarla. El público,
presintiendo, parece, la escena que se iba a desarrollar, empezó a gritar:
—¡No lo dejen entrar! ¡No lo dejen entrar! ¡Está muy borracho!
El director del circo no hizo caso. Lenger penetró en el primer compartimiento de la
jaula; en seguida abrió la compuerta y pasó al segundo, y, apenas había hecho el ademán de
contener al tigre con la barra, resbaló y cayó. La barra quedó fuera de su alcance. Abalanzóse
la fiera. El domador quiso incorporarse. Ya empero era tarde. La fiera le lanzó un zarpazo
y le cortó la yugular.
Ahí fue la tremenda. En medio a la consternación que aquella terrífica escena produjo,
una voz que bajó de las gradas gritó:
—¡Se soltó el tigre!

*Woss y Gil se distinguió desde su adolescencia en la política y en las armas. Era también licenciado en derecho.
Fue gobernador a los 23 años, secretario de Guerra y Marina a los 26, vicepresidente de la República a los 28 y presi-
dente a los 29. Para aparentar más edad se dejaba crecer la barba.

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

La confusión, el espanto, el pánico que aquello produjo fue enorme. Los ojos desorbitados,
las caras intensamente pálidas, saltando por encima de todos los obstáculos, llevándose a éste
de encuentro, dando en tierra con aquel otro, pasando por encima del de más allá, rompiendo
el lienzo de la carpa, pasando a rastras debajo de ésta o tirándose desde lo alto de las gradas
afuera, hombres y mujeres, en el mayor atropellamiento concebible, buscaban la salvación.
Sonaron varios disparos de revólver. Esto aumentó el terror. Se oyeron nuevas voces, que
partían esta vez de unos hombres agrupados alrededor del gobernador y los cuales habían
permanecido allí, haciendo tal vez de tripas corazón.
—¡No huyan, señores ¡No huyan! ¡Alejandrito mató el tigre!
Nadie oía, sin embargo. El miedo y la barahúnda eran demasiado grandes para permitirlo.
Diez minutos después, el circo, muy maltrecho, se hallaba vacío de espectadores y en mi-
tad de la jaula yacían, en un charco de sangre, Lenger y su victimario, que a su vez había sido
víctima de dos certeros disparos, hechos, se aseguraba, por el gobernador de la provincia, don
Alejandro Woss y Gil.
...............................................................................................................
Ocurren con frecuencia en la vida sucesos que se pasan llorando y se cuentan más tarde
riendo.
Cuando apenas empezaba a amanecer, todo el vecindario de la capital acudió a la Plaza
de Armas, a ver cómo había quedado aquello y a tejer comentarios acerca del caso. El Circo
Zoológico y sus alrededores semejaban una tienda saqueada. Veíanse, esparcidos por el
suelo, restos de cuanto en materia de vestuario, abrigo o adorno se puede imaginar, desde
sombreros de panamá y chaquetas hasta botines y bastones y desde sombreros de mujer y
horquillas hasta polisones y tacones.
Por de contado que nada de eso servía para maldita la cosa, como no fuera para poner
a trabajar la imaginación atribuyéndole, en medio a un coro de risas y dichos picarescos,
la pertenencia de algún objeto deshecho a alguien a quien se quería ridiculizar o para
que uno que otro zarrapastroso lo tomase a reserva de examinar luego en qué pudiera
emplearlo.
Los cuentos y chistes abundaron. Decíase que, hasta poco antes de salir el Sol, mucha
gente había permanecido en las azoteas de las casas cercanas a la plaza y que todos habían
subido hasta allí trepando como gatos, por las ventanas. Se refería que alguien, considerando
como refugio el más seguro el “Caño de Martín Puche” (un albañal que existía debajo de la
casa del bondadoso y bien recordado ciudadano de este nombre, en la calle del Comercio)
había corrido apresuradamente hacia ese lugar y cuando llegó no encontró sitio donde
guarecerse, porque lo mismo que él habían pensado muchos, quienes, cuando más tarde
salieron del caño, se hallaban llenos de inmundicias de la cabeza a los pies.
Se inventaron muchas historietas. Algunas bastante graciosas; otras hasta irrespetuosas;
todas salpicadas de ingenio. Decíase, por ejemplo, que el general Carlos Parahoy, comandante
de armas de la plaza, al ser informado del tumulto y de la causa que lo había promovido,
corrió prontamente hacia La Fuerza y al llegar al portón exclamó:
—¡Guardia! ¡Firme! Y al primer tigre que pase: ¡¡fuego!!
Y así, muchísimas otras cosas.
No todo, sin embargo, fue broma.
El empresario y director del Circo Zoológico era inglés (se llamaba G. A. Cortney) y a
los pocos días del estropicio se presentó en el ministerio de Relaciones Exteriores, con su

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M. J. TRONCOSO DE LA CONCHA  |  NARRACIONES DOMINICANAS

cónsul, a formularle al gobierno una reclamación de miles de pesos por la muerte de su tigre,
fundándose en que fue el gobernador quien lo mató y esto cuando no había peligro alguno
para el público, porque la puerta de la jaula había permanecido cerrada después de caído
el domador y fue necesario abrirla para sacar el cadáver de éste y el de la fiera.
El ministro de Relaciones Exteriores era don Casimiro Nemesio de Moya.
El ministro combatió la pretensión del empresario oponiéndole diferentes razonamientos,
que Courtney no aceptó.
Finalmente, Moya le dijo:
—No me explico cómo puede usted sostener una pretensión semejante cuando ese tigre
mató a un hombre de su compañía y así pudo haber matado a otros. Usted debe convenir
en que un hombre vale más que un tigre.
A lo cual respondió flemáticamente el inglés:
—Un hombre se encuentra dondequiera; pero un tigre da mucho trabajo conseguirlo…
Moya llevó el caso adonde el padre Meriño, el Presidente de la República. Este lo oyó,
y cuando llegó el ministro a esa parte de su informe, le interrumpió:
—¿Conque te dijo eso? Pues dile tú que en Santo Domingo un hombre vale más que un
tigre y después no le sigas poniendo atención a ese majadero.

Oveja y lobo
Cefí le llamaban todos, aunque su nombre era bien conocido: Pedro Benett.
Dechado de circunspección, bondadoso y caritativo, perenne sonrisa seráfica que pro-
digaba por igual al encumbrado y al humilde, todo el mundo conocía, apreciaba y quería
a Cefí en la vieja ciudad de Santo Domingo. Cuidadoso de su persona, vestía siempre
irreprochablemente. Los domingos y días festivos solía llevar pantalón blanco, levita negra
y panamá. Los días clásicos, singularmente el 27 de febrero y el 16 de agosto, el traje de
ceremonia érale de rigor: terno de levita y chistera. Fue, cuando se acercaba a la senectud,
gobernador de palacio. En este puesto le sirvió al Gobierno con ejemplar dedicación durante
las administraciones de Meriño, Billini y Woss y Gil y en varios períodos presidenciales de
Hereaux. Con excepción de Meriño a quien, cuando le hablaba, le decía “Padre” y le trataba
de usted, tuteaba a aquellos presidentes y les llamaba por Gollito, Alejandrito y Lilís, res-
pectivamente. A los tres les había conocido de muchachos. Estos detalles, aunque pudieran
parecer extraños al caso que voy a referir, merecen mencionarse, por lo pintorescos que son
en sí y por lo que sirven para describir al protagonista principal de este verídico suceso, que
tanta y tan sabrosa miga tiene.
Las cosas pasaron así. Había venido viendo don Pedro Benett desde mucho tiempo atrás
un tablón de caoba arrinconado en el patio trasero del Palacio Nacional, bajo la escalera que
conducía por allí a la planta alta. Con qué fin se le tenía, era ignorado. Los empleados de
categoría inferior lo habían convertido en columna mingitoria. Era cuanto. Más resistente que
el hierro, ni el sol, ni la lluvia, ni el orín habían hecho mella sin embargo en su recia contextu-
ra. Un día pensó, con razón, el gobernador de palacio, que aquel tablón tan menospreciado
podía serle de alguna utilidad, a él, que había sido y era un honesto servidor del Estado, y
acercándose a don Alejandro Woss y Gil, entonces ministro de Fomento y Obras Públicas,
se lo expuso con timidez, ingenuamente. Deseaba destinarlo a hacer un armario.
Esto ocurría por los años 89 y 90 del siglo pasado.

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

—Con mucho gusto, Cefí; pero eso no puedo resolverlo yo solo. Mándame una solicitud
para someterla al consejo de gobierno… ¡Ah! recuerda que la solicitud debe venir en papel
sellado de a peso.
—Muy bien, Alejandrito.
El mismo día y en el papel indicado por el ministro, escribió Benett y entregó su instancia,
que al siguiente era llevada al consejo de gobierno.
Nunca cuestión alguna fue objeto de más seria y profunda deliberación por parte de los
señores ministros. Lilís y Woss y Gil favorecían con su opinión el pedimento. Los demás les
oponían graves razones. Uno de éstos llegó hasta a advertir con mucho énfasis que era ya
hora de poner término a esas prodigalidades que tanto perjudicaban al Gobierno.
En fin, fue fulminado el rechazamiento de la solicitud.
—Pues señor –dijo por último Lilís– yo habría querido complacer al amigo Cefí; pero si
la mayoría se opone, ¿qué le vamos a hacer?
Ese día y los siguientes, Woss y Gil estuvo esquivando todo encuentro con su viejo amigo.
Le atormentaba el pensar la mala impresión que al bondadoso anciano le iba a producir el
final desastroso de su instancia.
Una mañana, no obstante, sin poderlo remediar, el ministro se vio inesperadamente
frente a Benett, que lo miraba con su placidez de siempre.
—Cefí, mi viejo, siento decirte que tu instancia fracasó. Tal vez más tarde…
Sonriente, le correspondió:
—No te apures, Alejandrito. Al otro día de darte el papel vino José Dolores “el Mocho”,
con dos hombres, y se llevó el tablón. Yo se lo dije al ministro de lo Interior y él llamó al
comisario; pero no ha habido nada.
José Dolores “el Mocho” era lo que los argentinos, en su pintoresco lenguaje popular, llaman
un “atorrante”. Holgazán sempiterno, vivía de lo que pedía y le daban. Privaba, además, en
guapo, y a ese título recibía del Gobierno una ración diaria de tres pesetas fuertes.
Nadie le tomó cuenta de su desafuero al “Mocho”, que dispuso del tablón de caoba a
su guisa y conveniencia.
Don Pedro Benett, en tanto, el buen Cefí, vio desvanecerse su sano deseo y perdido con
éste, además de su diligencia, el peso que había invertido en el papel sellado de su instancia
al Gobierno.

El misterio de don Marcelino


Cuándo llegó al país y qué vientos lo impulsaron hacia acá, es lo que a punto fijo no se
sabe. Decía llamarse Marcelino Anta. Afirmaba, además, haber sido guardián de la cárcel
de San Germán, en la isla de Puerto Rico. De estatura más que mediana, ceño adusto, rostro
poblado por luenga barba algo cana, apostura militar, palabra imperiosa, se le llamó desde
el principio don Marcelino en la fonda donde se hospedó y con ese “don” se le conoció y
llamó hasta su muerte.
Iba con frecuencia a oír misa a la iglesia de Regina Angelorum, de la cual solía pasar
al patio del Colegio de San Luis Gonzaga, que funcionaba en el antiguo local de la Tercera
Orden Clarisa, anexo al templo. Daba muestras de poseer espíritu religioso.
Un día se acercó al padre Billini, director del colegio, y solicitó la protección de éste. El
Padre (así era como generalmente se designaba a aquel gran educador y filántropo) le dio

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M. J. TRONCOSO DE LA CONCHA  |  NARRACIONES DOMINICANAS

albergue y le nombró portero del plantel. Tiempo después lo elevó a prefecto y le revistió
de extensa autoridad sobre todos los colegiales.
Andando los días don Marcelino se convirtió en el factotum del colegio. Lo arbitrario
y rígido de su disciplina le ganó pronto, entre los colegiales, el dictado de tirano. Por faltas
ligeras los mandaba al calabozo y los mantenía encerrados allí largos días, o los condenaba
al castigo de pan y agua, cuando no les administraba azotainas muy dolorosas, a veces hasta
contundentes.
No hay que decir cómo era grande y profundo el odio que por don Marcelino sentían
los internos.
Gracias a la intervención del Padre, las demasías del truculento prefecto aminoraron un
tiempo. Luego, sin embargo, se reprodujeron, con mayor crudeza si se quiere.
Personas que le habían estado observando con detenimiento aventuraban la especie de
que don Marcelino padecía de epilepsia. Los colegiales afirmaban, de su lado, que todas las
noches sufría de intensas pesadillas durante las cuales lanzaba gritos estridentes. Aseguraban
también haberle oído exclamar en sueños: “¡No me maten! ¡Perdónenme!”.
Finalmente se dedicó a la bebida. Hacía frecuentes libaciones en las pulperías cercanas
a Regina Angelorum.
Por sus truculentos métodos y ahora por su afición a Baco, ya don Marcelino se le venía
haciendo cuesta arriba al padre Billini. Además, su autoridad, en el punto que era necesario,
iba menguando día por día. Los colegiales se burlaban de él cuando le veían borracho. Los de
mayor edad lo dominaban alabándolo, sobre todo si le decían que era buen orador. Empezó,
además, a presentar ciertos signos de enajenación mental.
Por fas o por nefas, el Padre le sacó de la prefectura del colegio y le mandó al manico-
mio, de que había sido fundador y era igualmente director. Le destinó a diversos oficios
en la casa de orates. En realidad, empero, don Marcelino no fue desde ese momento sino
un recluso.
Esto sucedía en el año de 1889.
Don Marcelino permaneció en el manicomio unos meses. Transcurrido un tiempo, sin
embargo, su organismo comenzó a decaer a ojos vistas. Por último se enfermó de hidropesía
y en esas condiciones pidió –ésto le fue concedido– trasladarse a la casa de una familia amiga
suya residente en el barrio de Santa Bárbara.
Día por día el mal fue empeorando. Toda esperanza de que recuperara la salud se llegó
a perder por completo. A la hidropesía, se juntaba un estado de hipocondría que lo hacía
llorar con frecuencia. A esto se le agregaban en la noche las viejas y constantes pesadillas
que le interrumpían el sueño.
Un día los indicios de que su postrer instante se aproximaba a marcha acelerada no
dejaron ninguna duda. Don Marcelino mismo, ahora en completo estado de lucidez, solicitó
los auxilios religiosos.
Llamado el cura de Santa Bárbara, don Eduardo Vázquez y Valera, el enfermo se confesó
y recibió el viático. El siguiente día fue el último de su paso por el mundo.
Tan pronto como se informó al padre Vázquez del desenlace fatal, se personó en la
casa mortuoria, en la cual se hallaba un grupo de amigos y curiosos, y mandó en busca del
comisario de policía y de los hombres notables del barrio.
Con voz temblorosa por la emoción que le embargaba el padre Vázquez, de pies delante
del cadáver, dirigiéndose a los circunstantes, exclamó:

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

—Señores: he suplicado su presencia aquí para cumplir un encargo que en el tribunal


de la penitencia me hizo don Marcelino. Quiso él, como última voluntad, hacerle saber al
mundo, cuando su cuerpo no hubiese sido aún sepultado, que él fue uno de los asesinos del
general Prim en España.
Y terminó:
—¡Roguemos todos a Dios por su alma!

¿Designio providencial?
A mi distinguido amigo monseñor Octavio A. Beras.

Fue en 1891. Todavía muchas personas lo recuerdan.


Monseñor fray Antonio María Buhagiar, delegado apostólico y enviado extraordinario
de la Santa Sede en Santo Domingo, Venezuela y Haití, obispo titular de Ruspa, se hallaba in
extremis. El arzobispo de Santo Domingo, monseñor Fernando Arturo de Meriño, acababa
de recibir su confesión y administrarle el viático.
Con su voz feble y entrecortada, a causa de la fiebre que lo estaba consumiendo, habló
así al arzobispo Meriño:
—Monseñor: pertenezco a una rama de la orden franciscana en que no está permitido
enterrarnos en ataúd. Le ruego a su señoría ordenar que sólo mis ornamentos cubran mi
cadáver.
El coma le impidió seguir hablando.
Momentos después fallecía. Eran las once de la noche del día 10 de agosto.
A la siguiente mañana, el arzobispo, conversando con los miembros del alto clero que
fueron a palacio a acompañarle en el mortuorio y el entierro, les comunicó el deseo del finado
obispo y les expuso que, con mucha pena de su parte, no podía dejarlo cumplido, porque
monseñor Buhagiar no era para él un fraile franciscano ante cuya humildad debía rendirse,
sino el delegado apostólico, decano del cuerpo diplomático, cuyo sepelio sería encabezado
por el presidente de la República, con asistencia de las representaciones extranjeras y los
altos funcionarios de la nación y al cadáver del cual le haría los honores correspondientes a
su jerarquía una fuerza del ejército.
Cantáronse los oficios en la Catedral. Por no haber bóveda disponible para la
inhumación fue cavada en la capilla de San Francisco, aledaña a la nave izquierda del
templo, una fosa.
Terminados la vigilia y el responso cuatro canónigos cargaron el ataúd y seguidos de
la comitiva anduvieron hasta colocarlo sobre unos cuartones que atravesaban la sepultura.
Cuatro albañiles reemplazaron allí a los cabildantes para operar el descenso.
Y ahí el caso. En el instante en que aquellos hombres, desprendidos los cuartones, iban
deslizando las sogas, se zafó de las manos de uno de ellos, llamado Lorenzo Caro, el cabo
por donde agarraba la suya, se volcó la caja y el cadáver se precipitó hacia el fondo.
El corazón de cuantos presenciaron la escena palpitó con violencia. El arzobispo Meriño,
como quien escrutara si estaba interviniendo allí una voluntad de lo alto, alzó la mirada,
mientras dos de los cargadores, descendieron a la huesa, se esforzaban en levantar el pesado
cuerpo del obispo.
En silencio de muerte y ánimo expectante todos los del cortejo que se hallaban próximos
al lugar de la escena la contemplaban con ojos de ansiedad.

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M. J. TRONCOSO DE LA CONCHA  |  NARRACIONES DOMINICANAS

Tras un forcejeo infructuoso, los dos hombres que bajaron al fondo de la sepultura re-
clamaron la ayuda de los que habían permanecido arriba.
Se oyó entonces la voz de Meriño, grave y majestuosa:
—Déjenlo como está. Tal vez si es Dios quien así lo ha dispuesto.

Las esquinas de la antigua


Santo Domingo de Guzman*
Señores:
Empiezo por donde habitualmente se termina. Doy a ustedes las gracias por su presencia en
este acto. El distinguido presidente de este centro cultural me había dicho: “El éxito de taquilla está
asegurado”. Ustedes saben lo que esas expresiones significan. Yo tomé, sin embargo, sus palabras
como una nueva manifestación de su bondad y gentileza características. Jamás pensé que real-
mente pudiera encontrarme en presencia de un auditorio tan nutrido como selecto. Creí que
las palabras del señor Díaz Ordóñez eran un aliento, un aliento tan sólo para que me sintiera
fortalecido al venir aquí. Afortunadamente he visto que era cierto; y lo declaro: el miedo que
tenía ha desaparecido. Mi miedo era grande: Tanto, que esta tarde recordaba un caso ocurrido
en esta ciudad hace muchos años, y en que la víctima fue alguien que esperando tener cerca
de sí a muchas personas, se encontró, en el momento preciso del acto que había organizado,
con que nadie había concurrido. Que fue eso lo que le pasó a don Juan Zarazo.
¡Pobre don Juan! ¡Hasta los últimos días de su vida estuvo atenaceado por el amargo re-
cuerdo de aquella noche trágica! Había organizado un baile, al cual pensó que debía concurrir
mucha gente, y en el que a la postre se encontró con que nadie había acudido. Es triste cosa en
realidad verse solo o casi solo cuando se espera estar bien acompañado, y especialmente si el
fiasco ha dado lugar a la formación de una frase refranesca. En aquellos tiempos, cuando don
Juan Zarazo vio frustradas sus esperanzas de celebrar un baile que hiciera época en los anales
de las fiestas del Carmen, el fracaso que cosechó dio lugar a esta expresión, que siempre se
repetía en presencia de un fracaso de esta misma índole: “De música se volvió…”
Antes de abordar mi charla, no conferencia como se ha dicho, haciéndole un honor que no
merece, ¿no les parece a Uds. que deba referirles qué fue lo que le ocurrió a Juan Zarazo?
Don Juan Zarazo era un vecino del barrio del Carmen. Residía en la Calle Nueva, hoy
calle Sánchez, entre las del Arquillo y la Universidad, ahora Arzobispo Nouel y Padre Billi-
ni. Hombre bueno, si los hay, en su corazón no se albergaban sino sentimientos ingenuos.
A su casa acudía toda clase de personas; los matices sociales en general estaban siempre
representados allí. Todos eran bien recibidos, tanto por don Juan como por su familia; todos
salían siempre agradablemente impresionados de los obsequios que se les hacían. En una
ocasión, durante las fiestas de Nuestra Señora del Carmen, don Juan quiso obsequiar a sus
amistades con un baile. Como éstas eran incontables, él necesitaba, antes de todo, hacer una
lista; pero una lista completa, que él mismo debía revisar. Se dio a la tarea. En ella lo ayuda-
ba un amigo íntimo suyo, francés, de oficio platero, Monsieur “Yé”, quien se caracterizaba
por lo pronunciado de su abdomen, motivo por el cual la gente lo llamaba Monsieur Yé “el
barrigón”. La lista se hizo. Tanto don Juan como Monsieur Yé la creyeron completa. El baile
se celebró. Acudió mucha gente. Tanto don Juan como su familia, estaban grandemente

*Charla en el Ateneo Dominicano, el 17 de septiembre de 1938, tomada taquigráficamente por Ulpiano Sepúlveda.

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

ufanados del éxito que habían alcanzado. Al siguiente día, sin embargo, aquella alegría se
trocó en disgusto. Yendo don Juan por el callejón de Regina se encontró con un conocido,
a quien saludó diciéndole: “Adiós, mi amigo”, a lo que el otro respondió: “Amigo para
los entierros, para las fiestas parece que no”. Cayó entonces don Juan en la cuenta de que
ese amigo había sido olvidado. Siguió adelante. Por la calle de la Universidad saludó a un
grupo de familia, que apenas le contestó con un gruñido. Se dio entonces cuenta también
de que tampoco esa familia había sido invitada. La noche del día siguiente, a tiempo de ir a
saludar a otro, vio que le volvía la cara. Tampoco había sido invitado. Fue a su casa lleno de
angustia; comprobó, con la lista por delante, que efectivamente habían sido olvidadas esas
personas. La familia recordó otras más en ese instante. Monsieur Yé “el barrigón” estaba
allí, y dijo: “También yo recuerdo ahora otros que fueron olvidados”.
Don Juan trató de subsanar la falta. Resolvió dar otro baile; pero a fin de que nadie
pudiera sentirse enojado dijo: “No habrá invitaciones particulares. Todo el mundo quedará
convidado. Todas mis amistades podrán venir esa noche”. Ese fue el aviso que empezó a
lanzar por todas partes. En esta tarea lo ayudaba Monsieur Yé. “No hay invitación para nadie.
Todas las amistades de don Juan podrán asistir al baile”. Llegó la noche del baile. Habíase
anunciado para las nueve. Los músicos llegaron a las nueve menos cuarto. A las nueve, sin
embargo, no había una sola persona. “Esperemos un rato”, decía don Juan; pero a las nueve
y media, nadie había llegado. Monsieur Yé “el barrigón” lo alentaba, diciéndole: “Tal vez
un poco más tarde”; pero él no se sentía fortalecido con esas palabras. Allí estaban todos
los preparativos: la sangría, el “bul”, las empanadas, el “gateau” y los demás dulces que se
acostumbraban en esa época. A las diez, la sala estaba vacía. Don Juan se desesperaba. No
lo mostraba; hacía, como dice un refrán muy conocido, “de tripas corazón”. Entonces tomó
una resolución heroica: “que toque la música; tal vez así venga la gente”. La música tocó un
vals. Inútil; nadie se acercó. Como nadie había sido convidado de una manera particular,
persona alguna creyó que debía corresponder a una invitación general, con la cual no se
honraba a nadie. La música tocó una varsoviana, luego una danza; después una polka-
mazurca. Estuvo tocando hasta las doce de la noche. ¡No hay que pensar cómo estaría el
ánimo de don Juan y el de toda su familia! Monsieur Yé se sentía tan responsable como él.
Al otro día, no salió. Suponía que esa debía ser la comidilla del barrio y aún de una parte de
la ciudad. Efectivamente, no se hablaba de otra cosa. En esos tiempos todo suceso notable
en el orden doméstico, social, político o de cualquiera índole, era motivo de una “décima”.
Tan pronto como un suceso ocurría, ya había quien estuviese escribiéndola, para ponerla
debajo de las puertas. Al segundo día, la décima apareció. Decía:

“De música se volvió


El baile de Juan Zarazo,
Si fuera un hombre de honor
Debiera darse un balazo.
Lo que pasó, lo diré:
Sus múltiples invitados
No han concurrido por qué
Juan ha dado en la manía
De sobarle cada día
La barriga a Monsieur Yé”.

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M. J. TRONCOSO DE LA CONCHA  |  NARRACIONES DOMINICANAS

Naturalmente, cuando don Juan supo aquello, montó en cólera. Las décimas en esa época
eran el medio más efectivo de ridiculizar a una persona, y aquí la intención era manifiesta.
Abundaban entonces tanto las décimas, que ni en los campos de batalla dejaban de
producirse. En el año 1845, el presidente de Haití, general Guerrier, resolvió invadir el
territorio dominicano. Le encomendó las primeras operaciones en la frontera al coronel
August Brouat. Era éste un oficial muy distinguido del ejército haitiano, y poseedor además
de un espíritu muy perspicaz. El presidente Herard Riviere lo había enviado aquí en los
días del movimiento de la Reforma y él, con mente muy clara, vio la imposibilidad de que
Santo Domingo siguiera sujeto a la coyunda de Haití. Todavía la historia conserva vivas las
expresiones empleadas por él en el informe que le dirigió al Presidente: “La separación es
un hecho”. El grito de la Puerta del Conde se produjo como año y medio más tarde. En el
45, cuando el general Guerrier resolvió invadir a Santo Domingo, le encomendó, pues, las
primeras operaciones en la frontera al coronel Brouat. Tenía confianza en su capacidad. El
coronel vino a situarse cerca de Comendador. Allí estaba nuestro coronel Gabino Puello, al
frente de un cuerpo de ejército dominicano. Brouat, queriendo recurrir a la sonsaca antes que
a las armas, aprovechó la noche para deslizarse furtivamente por entre el bosque y llegar
adonde estaban las avanzadas dominicanas. A pesar del cuidado que puso en su empresa, el
centinela dominicano de esa parte sintió un ruido, le pareció ver un bulto, y disparó. Al tiro,
cundió la alarma en el campamento. El centinela explicó lo que había ocurrido. Fueron hacia
el lugar por donde él decía haber sentido ruido y visto un bulto, y encontraron al coronel
Brouat gravemente herido. Lo recogieron, lo llevaron al campamento de Comendador, y allí
murió. En seguida el coronel Puello salió con sus tropas y les infligió a los haitianos una de
las derrotas más notables de aquel año. Brouat fue enterrado en Comendador, y uno de los
soldados, “decimero” él, escribió ésta que fue colocada sobre su tumba:

“Aquí yace Augusto Brouá,


Bravo coronel haitiano,
A quien un dominicano
Le dio muerte singular.
Ufano quiso explorar
El campo con gran cautela;
Mas, alerta el centinela
Una bala le estampó
Y con el tiro ganó
Una buena charretera”.

Pero volviendo a don Juan Zarazo. Cuando leyó las décimas estaba tan encolerizado
como lleno de vergüenza. Decía: “Ciertamente que el baile se volvió música; pero no puedo
tolerar que haya quien crea, ni a quien se le quiera hacer creer que yo sea capaz de sobarle
la barriga a Monsieur Yé”. Cogió su espada, que llamaban la “foya” en aquella época, y
se fue a la esquina. Allí desafió a combate singular al malandrín que había querido lanzar
sobre él esa calumnia. Por de contado que nadie correspondió al reto. Se reunió, eso sí,
mucha gente en la esquina, y en la próxima y en las de más allá, y en vez de haber aquello
calmado la situación producida alrededor de don Juan, lo que hizo fue complicarla, porque
de esquina en esquina los comentarios fueron produciéndose y reproduciéndose, y ya las

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décimas no eran solamente las que se habían colocado debajo de las puertas, sino que se
fueron escribiendo otras en que la primera décima era glosada, y en las esquinas, desde ese
momento, el tema del día fue la lectura de las décimas que el fracaso del pobre don Juan
había hecho producir.
Las esquinas entonces tenían gran importancia. Todavía hoy la tienen. Es la fuerza de la
tradición. A cada paso vemos cómo se forman los grupos en las esquinas, especialmente por
parte de la gente joven; ¿qué sería entonces cuando no existían parques, ni cafés, ni círculos
sociales ni lugares de reunión?
Además, las esquinas eran puntos de orientación. Hoy, felizmente, cuando queremos in-
formar en dónde vive una persona, decimos: “en el número tanto de la calle tal”. Entonces no.
“¿Dónde vive fulano?” “Dos casas más allá de la esquina del Tapao”. “¿Dónde vive zutano?”.
“Cerquita de la esquina de los Burros”, y así, siempre que había de tomarse una información
respecto de algo. Las esquinas eran también el lugar en donde se leían los “bandos de buen
gobierno”. Estas eran normas que los capitanes generales o el muy ilustre Ciudad, Cabildo
y Regimiento dictaban para la conducta de los habitantes. Precisamente, con referencia a las
esquinas, mi amigo Emilio Rodríguez Demorizi me ha dado copia de un bando del mariscal
de campo don Carlos Urrutia y Matos, a quien el pueblo llamaba “Don Carlos Conuco”, de
principios de siglo pasado, y en el cual hay una disposición relativa a las esquinas, que dice:
“Después de las oraciones nadie podrá pararse embozado en las esquinas, plazas o contornos
de la casa de ningún vecino, so la pena de ser aprehendido por sospecha”.
Las esquinas eran muy peligrosas. Nos contaba el padre Meriño a algunos de sus
discípulos, que cuando en la cara de un joven empezaba a aparecer la barba, su padre le
obsequiaba con una navaja, “a fin de que supiera que ni del barbero debía dejarse poner la
mano en la cara”, lo proveía de una capa y de una espada para defenderse cuando hubiera
lugar a ello, y le daba este consejo: “Al llegar a una esquina tírate al medio de la calle, porque
probablemente detrás de ella está tu enemigo”.
Voy a referirme ahora a los nombres que las esquinas tenían. Las más antiguas: la es-
quina de los Burros, que se formaba al suroeste por el cruce de la calle del Caño, hoy Isabel
la Católica, y la del Truco, hoy de Las Mercedes; la de La Leche, que era la que formaban la
calle del Caño y la del Guarda Mayor, después Esperanza, hoy General Luperón; la esquina
del Campanario, en donde remataban las almenas de la Catedral; la esquina del Callejón (la
esquina del Callejón es la que se forma a la entrada de la Plazoleta de los Curas, viniendo de
la calle Padre Billini, entonces Universidad); la esquina del Navarijo, que se formaba por el
cruce de la calle de El Conde y la que entonces se llamaba del Tapao. Esta esquina se llamaba
del Navarijo porque en la casa que la formaba vivía el dueño de la única balanza con que
contaba la ciudad de Santo Domingo. Se llamaba José Navar hijo. Como el aditamento de
“don” no se les aplicaba sino a los nobles y a los miembros del alto clero, José Navar hijo,
quien no tenía de la una ni de la otra cosa, era simplemente José Navar hijo, o el Navar hijo.
La esquina donde él vivía se llamó, por eso, “la esquina del Navarijo”, en razón de que,
cuantos buscaban una balanza acudían allí y al preguntárseles adónde iban, contestaban:
“a la esquina del Navarijo”. Navarijo empezó a designarse a toda la extensión de la ciudad
que iba de la calle del Tapao hacia el Oeste. Esto sucedía a mediados del siglo dieciocho.
La capital terminaba en la calle que hoy se llama de Sánchez. Se llamó Calle Nueva hasta
cerca de la época de la reincorporación a España en el año 61, porque era la última que se
había formado.

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M. J. TRONCOSO DE LA CONCHA  |  NARRACIONES DOMINICANAS

Continuemos. La esquina del Hospital (es ahí donde se encuentra en estos días el Hotel
Francés); la esquina del Correo, que no es precisamente la que llamamos del Correo ahora,
sino la que empieza casi a la subida de la cuesta 19 de Marzo. (Actualmente en la esquina
del Correo se levanta el Templo Evangélico); la esquina del Guarda Mayor, que forman
ahora hacia el sureste las calles General Luperón y Hostos; la esquina del Tapao, que se
formaba por la calle de la Universidad y la del Tapao. (Este era un señor misterioso para los
habitantes de la capital. Con frecuencia aparecía en el balcón la cabeza de alguien con la cara
cubierta. Decían unos que era un príncipe escapado de España a quien sus amigos querían
elevar a rey. Otros, que era un noble que se había comprometido mucho en la Península y
había venido aquí para librarse de la justicia española. Otros, los más prácticos, que era un
leproso que ocultaba así sus máculas. Finalmente se dijo era don Antonio Benavides, noble
español muy interesado, tal vez por qué, en que no se supiera de su residencia aquí); la de
la Misericordia; (la esquina de la Misericordia la formaban la que es hoy calle Espaillat y la
que fue hasta hace un tiempo calle de la Misericordia también. Se llamó así porque cuando
el terremoto de 1842 fue en ese lugar en donde se erigió la ermita a la cual los habitantes
de la ciudad iban a pedir misericordia a Dios conducidos por el señor de Portes e Infante,
gobernador eclesiástico).
Esas fueron las antiguas. Después, las más recientes, pero que para la juventud de esta
época pertenecen a una edad remota, fueron una que tenemos cerca: la esquina de “Maíz
Pelao” (Maíz Pelao era un señor muy hacendoso, muy bueno, quien, venido de España,
estableció una pulpería allí. Le decían Maíz Pelao porque tenía pocas pestañas, y con ese
motivo los ojos estaban frecuentemente enrojecidos. Alguien, alguna de esas personas de
mucha imaginación, vio cierta semejanza entre sus ojos y el maíz cuando lo pelan); la es-
quina del Elefante; (ésta era la formada por la calle El Conde y la de Espaillat; se llamaba
del Elefante, porque allí había un establecimiento conocido con el nombre de “El Elefante”.
Ese establecimiento fue destruido por un incendio criminal el 23 de septiembre de 1884. A
partir de esa época, ya no fue El Elefante; la esquina se siguió llamando así, pero el dueño
de la casa, don Francisco Saviñón, pocos días después empezó a reedificarla, y cuando es-
tuvo terminada se organizó otro establecimiento al cual se nombró “El Elefante con Cría”.
(Don Ramón Saviñón Lluberes, aquí presente, se ríe porque don Francisco era su abuelo);
la esquina de Samuel Curiel; (todavía hay viejos que la llaman así. Es la esquina donde se
halla hoy la Ferretería Read); la esquina del Italiano; (era la esquina que se forma en el cruce
de las calles Arzobispo Nouel, antes del Arquillo, y Arzobispo Meriño, antes de los Plate-
ros. Se llamó así porque allí puso un establecimiento que llegó a ser la mejor pulpería de la
capital un súbdito italiano, don Antonio Masturzi); la esquina de Moya; (era la formada en
esa misma calle del Arquillo y la calle Hostos, antes del Estudio, al sudeste. Don Casimiro
Nemesio de Moya fue un hombre que llenó con su nombre toda la República durante cierto
período. Él vivía allí. La casa era de él); la esquina del Pescado; (ésta era la formada por el
cruce de la Atarazana, hoy Presidente González, y San Francisco, ahora Emiliano Tejera. Se
llamaba del Pescado, porque cerca de ella estaban las mesas de pescado, el mejor negocio
que se realizaba en materia de comestibles en aquella época. Don Andrés Vicini, hermano
de don Juan Bautista Vicini, a quien la gente para distinguirlo del segundo le decía: “Vicini
el pobre”, puso allí una tienda y colocó en la esquina un pescado. Hasta ahora está allí)
la esquina del Polo Norte; (todavía existe un establecimiento allí con ese nombre, pero el
origen de éste es que fue en aquel lugar en donde por primera vez se vendió en la capital

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cerveza helada en un café, al cual por esa razón su dueño llamó “El Polo Norte”. El hielo
aquí en aquella época era un artículo que solamente los ricos consumían. Una libra costaba
una peseta fuerte o lo que hoy llamamos 25 centavos. Enfriar una botella de cerveza era
empresa de romanos. Don Casimiro Colomer, español, fue quien en el año 89 estableció allí
el café en el cual por primera vez se enfriaba la cerveza).
De todas estas esquinas, la de más importancia en el pasado, fue la “esquina de los
Burros”, que más tarde se llamó del Gallo. Hoy no tiene equivalente. Para encontrarlo sería
necesario buscar una esquina en donde se reunieran los burros, los caballos, las carretas,
los coches, los automóviles, los ómnibus, las camionetas, los camiones y todos los vehículos
conocidos, porque por aquellos días el único vehículo era el burro. Quien necesitaba de algo
que lo ayudara a transportar a otra parte cualquier cosa, recurría allí, porque allí estaba el
vehículo único: el burro. La importancia del oficio de “burriquero” llegó, por esa causa, a
ser tal, que muchos de los que lo ejercieron se enriquecieron. Las “burricadas” de San Pedro
le comunicaban también gran importancia, porque de San Carlos, de Jaina, de Pajarito, y de
todos los lugares de estos contornos se traían allí muchos burros, que la juventud montaba
en la tarde del día de San Pedro. El día de San Juan era el de las caballerías; el día de San
Pedro el de las “burricadas”. Era de tal modo señalado el papel representado por el burro,
que así nos explicamos por qué este animal ocupa un lugar tan conspicuo en el anecdotario
dominicano.
Por los burros perdió la paciencia el señor Hostos, cuya mansedumbre era proverbial.
Entre los años de 1888 y 1889 don Santiago Ponce de León inició la formación de una sociedad
protectora de animales. Su iniciativa fue acogida con calor por todos los hombres prestantes
de la capital. Los periódicos hicieron la alabanza de aquel generoso pensamiento del Dr.
Ponce. Don Eugenio María de Hostos, entonces Director de la Escuela Normal, publicó en El
Eco de la Opinión un trabajo en que hacía la apología de los animales amigos del hombre. Con
ese trabajo ocurrió lo siguiente: el señor Hostos tenía una letra muy mala (él podía repetir
la frase de aquél que para referirse a su mala letra decía que cuando escribía sólo Dios y él
sabían lo que decía; pero cuando terminaba sólo Dios). Cada vez que un artículo del señor
Hostos iba a la imprenta, los tipógrafos se enfadaban, porque su lucha era muy grande para
entender lo que había escrito. Al hacer la apología del burro, el señor Hostos escribió: “el
pacienzudo asno”. El cajista, a la hora de componer, puso: “el pescuezudo asno”. Le trajeron
la prueba al señor Hostos. Este escribió al margen, otra vez: “pacienzudo”; pero como lo
volvió a escribir con la misma letra anterior, el cajista repitió: “el pescuezudo asno”. El señor
Hostos, entonces, perdida la paciencia, cogió la prueba nuevamente y escribió al margen:
“¡Más pescuezudo es el cajista!”.
Otro caso:
Don Manuel Echavarría era un habitante de cierto campo de Baní. Venía sufriendo hacía
tiempo de un tumor en el cuello. Había recurrido, primero, a los curanderos del campo;
después a los médicos del pueblo. Finalmente hizo un viaje a la capital. Le recetaron un-
güentos, emplastos, parches; todo lo que se le pudo ocurrir a aquella gente. Cuando estuvo
en la capital, los médicos le dijeron que el único remedio era el bisturí; pero muy peligroso,
por lo cerca que estaba el tumor de la yugular. Se volvió para Baní descorazonado. Tomó
el camino de su campo, pensando no le quedaría más recurso que acostarse en una cama a
morirse. En el momento, sin embargo, en que iba a entrar en su granja y cuando ya había
levantado alguno de los palos que servían de compuerta, un burro se empeñó en salir al

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M. J. TRONCOSO DE LA CONCHA  |  NARRACIONES DOMINICANAS

camino. Don Manuel a su vez se empeñó en echarlo atrás. El burro insistió en la suya, y en
esa lucha levantó uno de los palos, que se le clavó justamente en el sitio en donde tenía el
tumor. Cayó desmayado: privado. Lo recogieron de allí pensando que había muerto, pues
un golpe en aquel lugar, que tan enfermo tenía, no podía considerarse sino como el término
de sus penas. Sin embargo, al llevarle a la casa y acostarle, empezó a derramar abundante
materia corrompida y en aquello estuvo por espacio de unas doce horas. Al día siguiente don
Manuel se hallaba perfectamente sano y decía que “mientras los curanderos y los médicos
le habían cobrado muchísimo dinero sin curarlo, el burro aquel le había devuelto la salud
con un palo y sin que le costara nada”.
Otro caso:
Siendo don Alejandro Woss y Gil presidente de la República, entre los años de 1885 al
1886, llegó un día a su estancia (que llamaban la Estancia de Alejandrito) en las cercanías
de esta ciudad. Vio que el mayoral golpeaba duramente a un burro. Le dijo: “¿por qué
maltrata Ud. ese animal?”. “Don Alejandro, este animal es intolerable, entra aquí, se come
los sembrados, acaba con todo y yo he resuelto cada vez que venga darle una paliza”. “No
haga Ud. eso; no, de ningún modo. ¿A quién pone Ud. a trabajar en la noria?”. “A Fulano”,
y el mayoral señaló a un sirviente. “Pues cuando el burro se presente, repuso don Alejandro,
usted lo coge y lo pone en la noria a trabajar; que cuando él se convenza de que no puede
venir aquí sino a eso, no volverá más”. El mayoral cumplió al pie de la letra las instrucciones
de don Alejandro, y el remedio fue santo. El burro no volvió más de dos veces.
Otro:
Contaba Arístides García Mella que en una ocasión venía él por la calle El Conde. La
acera en cierto paraje era estrecha, había dos señores comerciantes “de cuyos nombres no
quiero acordarme”, empleando la repetida frase de Cervantes. Ocupaban todo el ancho de
la acera. Un burro se hallaba allí completando el cuadro; la cabeza de éste venía a quedar
situada justamente sobre el borde de la acera. Para colmo de males había un charco detrás
del burro, que impedía bajar a la calle. A Arístides García Mella no le quedaba otro recurso
que pasar por donde estaban los señores que le obstruían el paso. Se adelantó tímidamente,
pidió permiso para pasar. Los señores aparentaron no oírle. Seguían su conversación, que
para ellos debió ser muy interesante. Avanzó un paso. Ellos permanecieron indiferentes. No
había paso. Entonces el burro dobló la cabeza y Arístides García Mella pudo seguir. Decía
éste que desde aquel día se convenció de que la mentalidad de los burros es superior a la
de muchos hombres.
Pero el burro más célebre de esta capital fue el que la conmovió en una noche que
los vecinos de ella estuvieron recordando por espacio de muchos años. Como los burros,
después de las seis de la tarde, tenían la ciudad por suya, uno de ellos fue y se situó en la
esquina del campanario de la Catedral. Había allí bastante yerba, como la había en toda la
ciudad. Se puso a comer. Adelantó un paso, y se enredó en la cuerda de las campanas de
San Pedro y de Ave María. Cuando ocurría esto era ya como la una de la madrugada. Qui-
so desprenderse, y, al mover la soga, tocó la campana de San Pedro. Sonaron tres toques.
Era costumbre entonces que, cuando un enfermo requería la extremaunción, un amigo o
un pariente iba y tocaba esa campana, para avisarle al cura que un enfermo necesitaba sus
auxilios. El cura vivía en la Plazoleta. Al oír las campanadas, dijo: “Enfermo grave”. Tomó
la bolsa de los óleos y salió. Mas al salir a la plazoleta oyó otras campanadas. El burro se
había enredado más. No quiso seguir adelante. Pensó: “Esto es más grave”. Mientras el burro

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quería desprenderse, más se enredaba. Al movimiento de la cuerda las campanadas cortas


se hicieron prolongadas. Todo el mundo en los contornos se incorporó en su cama. Unos
decían: “¡fuego!”, otros decían “somatén”, otros decían “¡pronunciamiento!”. En la Fuerza
tocaron firme; las guardias se pusieron en pie; la gente salió a la calle; los que creían que era
un incendio preguntaban: “¿adónde es el fuego?”; otros, “¿qué es lo que pasa?”. En vista
de que las campanadas seguían, varios decidieron ir a la esquina del Campanario a inquirir
qué pasaba. Allí se encontraron con el burro…
Después de la de los Burros seguía en importancia la esquina de la Leche, la cual, como
dije hace unos momentos, estaba en el cruce de la calle del Caño, después del Comercio, ahora
Isabel la Católica, y la calle del Guarda Mayor, actualmente llamada General Luperón. Ese
era el único sitio de la ciudad en donde se expendía aquel artículo. Era traída en bambúes.
Entonces no se conocían los bidones. Era “oficio de comais”, porque campesinas eran las
que venían a vender este artículo en la capital. Se traía ordinariamente de San Carlos y de
otros lugares cercanos, principalmente de Pajarito y Los Minas. Pues bien: la leche se traía
de esos lugares; pero la preferida era la procedente de Pajarito y Los Minas, porque se traía
a la mano. La de San Carlos y otros lugares ordinarios se agitaba en el camino y, cuando
se ponía al expendio, ya era boruga. La venta de leche no era gran negocio, porque muy
poca gente la consumía. Entre el pueblo corría la versión de que la leche de vaca era poco
saludable, y que tomada en cantidad, producía fiebre. Por eso se prefería la leche de burra.
Demás está decir que no había ninguna vigilancia para la calidad del artículo. Se compraba
como se vendía. Y se tomaba como se compraba. Si tenía agua o cualquiera otra sustancia que
pudiera alterarlo, eso no era cuenta del comprador. Así estuvieron las cosas hasta el año más
o menos de 1886, que se introdujo el uso del lactómetro. El lactómetro era un aparato muy
sencillo de que se proveyó a la Policía y que ésta introducía en los bidones para comprobar
el grado de densidad de la leche. Lo usaban en aquellos días los miembros del cuerpo de
Policía Municipal, de los cuales los viejos habitantes de esta capital pueden recordar sus
nombres. Varios de éstos eran bastante raros: el “Zambo Silencio”, José Río Seco, Tortolaya,
Pájaro Verde, Laíto Alcántara. Este Laíto Alcántara era el terror de los muchachos, lo mismo
que Río Seco. Ellos eran quienes iban entonces detrás de los lecheros, porque ya la venta
de la leche en las esquinas había sido prohibida. Se vendía en las calles, y había hasta un
cantico que inspiró una danza a uno de los músicos de entonces. Los lecheros cantaban: “a
la leche gorda; a la gorda leche”. La vigilancia de la Policía se hacía muy activa mientras el
cuerpo pudo contar con cinco miembros; que de ahí no pasaba; pero más tarde, la penuria
del tesoro edilicio vino a ser tal, que toda la policía se redujo al comisario y a Laíto Alcántara.
Laíto Alcántara era, pues, el único agente, por lo cual el pueblo, en lugar de llamarlo por su
nombre, le decía “Laíto Ánima Sola”. Tenía que dar muchas carreras detrás de los lecheros
para que dejaran emplear el lactómetro. Éste después cayó en desuso, porque descubrieron
los vendedores de leche que echándole batata y otras cosas a la leche aumentaban su densidad
y Laíto iba todos los días a la Comisaría a decir que la leche estaba perfectamente buena, a
pesar de que se hallaba peor que nunca.
Otra esquina que tuvo importancia fue la del Callejón. Como ya había dicho, la esquina
del Callejón, es la que sale a la Plazoleta de los Curas, viniendo de la calle hoy Padre Billini.
Era sobre todo notable, porque en ese sitio se reunían los que les daban las cencerradas a
los viudos. Cada vez que un viudo o una viuda contraían nuevas nupcias, el día de éstas se
hacía un acopio de latas viejas, cacharros y de cuanto trasto sonoro se pudiera echar mano,

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M. J. TRONCOSO DE LA CONCHA  |  NARRACIONES DOMINICANAS

y una partida de personas de buen humor se reunían en ese lugar a darles las cencerradas.
De ahí que la generalidad de los viudos prefiriera casarse de día, porque así se evitaban las
cencerradas, a las cuales amparaba la obscuridad de la noche. Un hombre, sin embargo, de
éstos que llamamos de pelo en pecho y sangre en el ojo, Toño Castillo, (era un hombre muy
valeroso, y era viudo) contrajo matrimonio con una viuda, doña Altagracia Beauregard. Esto
fue en el año 1874. Todos los tocadores de cencerradas se dispusieron a hacerles pasar un mal
rato y se situaron en la esquina del Callejón, con sus latas y cacharros. Cuando el matrimonio
salió de la Catedral empezaron a tocar. Pero no contaron con la huéspeda. Toño Castillo sacó
su revólver, lo blandió, y los de la cencerrada pusieron pies en polvorosa. Con ese motivo el
Ayuntamiento dio un bando prohibiendo las cencerradas. El bando pasó después al Libro
IV del Código Penal, donde hoy figura.
Esa esquina fue también testigo de un suceso trágico. Allí vivía el padre Soto, cura de
la Catedral. Esto ocurrió alrededor de los años 30 al 35. Gobernaban entonces en Santo
Domingo los haitianos. Era jefe de este distrito el general Carrié. El padre Soto, un día, en
la iglesia de la Altagracia, increpó duramente a una señora que se presentó con sombrero.
Era la primera dama que usaba este aditamento dentro del templo. El padre Soto, desde el
púlpito, dijo que aquella señora estaba profanando la iglesia al llevar sombrero, el cual estaba
destinado únicamente para ser usado en la calle. Ella se acongojó mucho, sobre todo cuando
el padre Soto la invitó a que se retirara o a que se quitara el sombrero y colocara en su lugar
una mantilla o pañuelo. Al llegar a su casa refirió el incidente a su esposo, haitiano como lo
era ella, y el esposo, Gratereaux de apellido, a la madrugada del día siguiente, se puso en
acecho del padre Soto, para agredirlo cuando saliera a celebrar su misa en la Catedral. Pero
impaciente, viendo que eran las cinco de la mañana y el padre Soto permanecía en la casa,
fue y tocó la misma campana que el burro aquél. Dio las tres campanadas. El padre Soto,
al oírlas, pensó que un enfermo necesitaba de sus auxilios, y salió. Apenas estuvo afuera,
Gratereaux le agredió a palos y puñaladas hasta dejarlo muerto. El suceso causó gran cons-
ternación. Se supo de una vez que era Gratereaux, porque un caballericero del general Carrié
lo vio cuando huía. Se le formó proceso y fue condenado a treinta años de trabajos públicos,
pena, sin embargo que no cumplió, porque haitianos de alguna influencia gestionaron con
el Gobierno que lo libertara ilegalmente y así se hizo.
Me contaba en una ocasión don Emiliano Tejera, quien había oído referirlo a su padre,
esto: Don Juan Nepomuceno Tejera, padre de don Emiliano, don Carlos Nouel y otros, ha-
bían sido enviados a Haití en comisión para tratar de ver cómo se solucionaban las dificul-
tades fronterizas. Hicieron el viaje de ida y el de regreso por tierra. En este último, cerca de
Mirebalais, un hombre salió de entre el bosque y les pidió una limosna. Ellos se aprestaron
a dársela. Hablaron en español. El pordiosero les preguntó en buen español: “¿Uds. son
dominicanos?”, a lo cual don Juan Nepomuceno le contestó: “Sí”. “Tengo un recuerdo muy
triste del país de Uds.”, dijo el pordiosero. “¿Cuál?”. “Algo muy triste; una falta muy grave
que yo cometí; pero ¡cómo he sufrido desde entonces! ¡Cómo se amargó mi vida hasta el
presente!”. “¿Y qué fue eso?”. El haitiano contestó: “Algo que me pasó”. Entonces Tejera
insistió: “¿Pero qué fue lo que le pasó?” y respondió el haitiano: “Yo fui el que mató al padre
Soto”. Luego de eso desapareció.
Pero en realidad, los señores de las esquinas y los que hicieron las esquinas célebres
a partir de cierta época fueron los serenos. Estos los heredamos de España, sólo que, en
los primeros tiempos, con la costumbre española de cerca el sereno llevaba un uniforme

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apropiado; pero luego, la pobreza del tesoro nacional no permitió que llevaran uniforme
como los primeros. Vestían de fuerte azul, sombrero de fieltro de los que llamaban panza
de burro, y por cubierta un cuero de vaca para resguardarse de la lluvia y la humedad. Su
aspecto, a la gente que no sabía eran los guardianes del orden, producía miedo. Don Chiro
Bonetti me ha referido que en el año 89, hallándose aquí una compañía de zarzuela (la de
Abella), dos de los actores de esta compañía vivían por Santa Bárbara. Había hecho amistad
con ellos: marido y mujer. Un día la señora le dijo: “Señor Bonetti: tenemos mucho miedo,
porque anoche hemos sentido un ruido en el patio”. Don Chiro le observó: “Bueno: tal vez
serán ratones o algunos gatos que los persiguen”. “No; nos pareció sentir pasos de gente”.
“Pero ¿por qué –agregó don Chiro– no le avisaron al sereno? ¿Ustedes han visto al sereno?
El sereno está en la esquina”. “Ay, señor –respondió la actriz–, porque nosotros le tenemos
más miedo al sereno que a los ladrones”.
Los serenos se habían hecho célebres, porque en la organización del cuerpo y sobre
todo en las instrucciones con que se movían había muchos rasgos originales. Hubo un
jefe de serenos que se nombró mucho: Basilio Méndez, célebre por sus arbitrariedades y
por lo ladino de su inteligencia. Años después hubo otro que se significó más todavía, el
comandante Zacarías Espinal. Era éste un hombre arrogante, una bella figura de hombre,
especialmente cuando llevaba su uniforme. Un porte muy militar. De día, muy jovial, de
noche, muy hosco tan pronto como sonaban las diez, Don Zacarías podía estar haciendo
un relato; un cuento; tomando parte en una conversación de buen humor; pero, en dando
las diez el reloj de la Catedral, cortaba, decía: “Buenas noches”, y se retiraba. Mi amigo
José de Jesús Ravelo, aquí presente, sabe que en una ocasión, allá como en 1893, yo le
pregunté al comandante “¿por qué de día era tan jovial y después de las diez de la noche
se volvía hosco?”. Respondió: “Porque yo, de día soy Zacarías, pero después de las diez de
la noche ¡soy Meterías!”.
Las voces de mando de don Zacarías eran muy raras. En un Jueves Santo salía la proce-
sión de la Quinta Angustia, de la iglesia del Carmen. Había unos cuantos jóvenes metidos
entre las mujeres. Zacarías ordenó: “Desmachen ese arroz”. Esto significaba que no debían
ir juntos pantalones y faldas. La orden fue cumplida.
Los serenos tenían la confianza de la ciudad. Pero se tomaban a veces grandes licen-
cias. Eran, además, relojes públicos, porque desde las diez de la noche hasta las cinco de la
mañana cantaban las horas y las medias y le hacían saber a todo el que estaba en su cama
si el cielo estaba sereno, si estaba nublado, si llovía, si acababa de temblar la tierra, si había
fuego y en qué parte. Decían eso cantando, de un modo peculiar, por ejemplo: “La una ha
dado, y sereno”, o “la una en punto y nublado”, o “la una y media y sereno, y fuego en San
Miguel”. Se vivía siempre bien informado por los serenos. Esta costumbre prevaleció hasta
más o menos el año 94 ó 95 del siglo pasado. Como dije hace un momento, al lado de ese
buen servicio que prestaban, se permitían sin embargo, licencias intolerables. En las esqui-
nas en donde hacían sus servicios, quedaban focos de infección que obligaban a la gente a
andar como con zancos, y cuando algún forastero o extranjero extrañaba aquello, el vecino
de la capital creía justificarse lo bastante diciendo: “Cosas de los serenos”. Aquello fue de
tal manera característico, que cuando alguien se encontraba en presencia de un depósito
semejante, se lo atribuía a los serenos, habiendo quizás sido alguna otra persona.
El primer periódico con caricaturas populares que se publicó aquí fue El Lápiz. Lo edi-
taban José Otero Nolasco, Manuel Arturo Machado, Andrés Julio Montolío y otros, todos

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M. J. TRONCOSO DE LA CONCHA  |  NARRACIONES DOMINICANAS

muy jóvenes en ese tiempo. Las caricaturas las hacían José del Carmen Pérez y Ramón Frade,
este último puertorriqueño. Hacer una caricatura costaba Dios y ayuda. Había que mandar
al campo en busca de unas maderas especiales, y ellos se proveían de cuchillas muy afila-
das, con las cuales se desempeñaban. El Lápiz dedicó una de sus páginas a galería de tipos
populares. Uno de los primeros que merecieron ese honor fue el sereno. Se le presentaba
en actitud de cantar. Debajo había este cuarteto que se atribuía a un rato de humor festivo
de José Joaquín Pérez:

“Viva el cuerpo Serafina,


Que no da tregua al ladrón,
y que erige en cada esquina,
Monumentos al bombón”.

Los serenos llegaron después a ser una pesadilla, porque las esquinas en donde estaban
de servicio eran, o debían ser consideradas, como fortalezas inaccesibles. Especialmente du-
rante el gobierno de Hereaux nuestros serenos vinieron a constituir algo así como la Mazorca
de que habla la historia de la Nación Argentina de los tiempos de Rosas. Ya no era una sola
esquina la que les correspondía, sino que iban mudándose de una en otra, y nadie podía,
en ausencia del sereno, pararse en cualquier esquina, so peligro de pasar a mejor vida. La
autoridad que llegaron a representar fue tal, que el nombre de sereno, la sola denominación
de sereno, inspiraba temor a los que intentaban cometer algún desafuero. En una ocasión,
un sereno conducía dos presos. Al llegar a la esquina del Vivac, (ésta que tenemos cerca
de aquí, ahora del Palacio del Distrito, y que se llamaba Vivac porque era ahí en donde las
patrullas militares recibían el santo y seña cada noche). Pues bien, en llegando a la esquina
del Vivac, el sereno que conducía a los dos presos, vio que uno de ellos se le fugaba. Corrió
detrás de él; pero entonces se fugó el otro. Se quedó sin ninguno. Cuando fueron adonde el
general Hereaux esos informes al día siguiente, llamó al comandante del cuerpo, y le dijo
que, en lo sucesivo, cuando un sereno llevara más de un preso y uno se fugara, matara al o
los que le quedaran al lado y siguiera persiguiendo al que huía.
Don Manuel de Jesús García era presidente del Ayuntamiento. Vivía en frente del Parque
Colón. Él ponía mucho cuidado en todo lo que tenía a su cargo. El Parque Colón empezaba
entonces a formarse. Antes de eso había sido únicamente la “Placeta de la Catedral”. Era
el nombre con que se conocía popularmente, aunque su nombre oficial era el de “Plaza de
Armas”. Se empezó a sembrar flores, allí a formar jardincillos, más o menos hacia el año
92 del siglo pasado. Don Manuel de Jesús García ponía mucho esmero en que el parque
estuviera lleno de flores. Había, sin embargo, personas que se acercaban a las reatas y se
llevaban las flores y aún tronchaban las plantas para llevar a su casa espigas. Don Manuel,
viendo que la Policía Municipal, a la cual nadie respetaba, no podía poner remedio al mal,
recurrió al presidente Hereaux. Este le dijo: “Bueno, Ud. sabe cómo arreglo yo mis cosas.
De hoy en adelante no habrá quien le coja a Ud. las flores del parque”. Llamó al coman-
dante Zacarías, y le habló: “Comandante, deles orden a los serenos de que a todo al que
se vea cogiendo una flor en el parque, le hagan un disparo”. Cuando don Manuel de Jesús
García lo supo, él, que era incapaz de matar una gallina, le dijo: “No, no, no; presidente;
que se lleven todas las flores; pero yo prefiero eso a una orden como la que Ud. dio”. El
presidente le observó: “No, la orden está dada”. Y efectivamente: hubo un pobre joven que
fue a hurtar una caña de azucena, y, apenas la había tocado, sintió el silbido de una bala

427
COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

que le pasó cerca, al mismo tiempo que sonaba el disparo. Don Manuel de Jesús García se
despertó sobresaltado; salió; fue a buscar el muerto. Afortunadamente el muerto estaba vivo;
había puesto pies en polvorosa; pero esa misma noche don Manuel fue adonde el presidente
Hereaux y le suplicó encarecidamente retirara la orden, porque, si no, de ahí en adelante no
iba a poder dormir. El presidente lo complació; mas le advirtió: “Que lo sepa Ud. Que no lo
sepa más nadie”. De ahí en adelante gozaron de tranquilidad las flores.
(En este momento suenan en el reloj público vecino, del Palacio del Consejo del Distrito,
las diez de la noche).
Habría algo más que charlar acerca de las esquinas; pero he hablado bastante, y no
deseo cansar la atención de ustedes. Si en alguna otra ocasión pudiéramos encontrarnos
de nuevo, yo agregaría algo. Por ahora termino. Veo que son las diez en punto… y sereno.
Buenas noches.

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No. 17

HÉCTOR
INCHÁUSTEGUI CABRAL
EL POZO MUERTO
Al Generalísimo Doctor Rafael Leonidas Trujillo Molina
que al convertir en realidades lo que ayer fueron
nada más que esperanzas ambiciosas de una generación que nació a la fe con él,
trocó la desgana en optimismo, la inseguridad en paz,
los sueños en bien, belleza y abundancia.
Baní
Conocí Baní como a un libro que no se ha leído a pesar de tenerse siempre a la mano.
Había visto unas cuantas fachadas: largas tablas de palmera mal pintadas de almagre: Unas
amarillas, de un amarillo tristón. Las blancas, las casi blancas porque su albura estaba sucia,
eran las más humildes. Sus dueños no tenían para el almagre que venía por la mar, de muy
lejos, en unos barriles de duelas dulcemente acepilladas. Allá, en donde comienza el cerro
grande que está por el oeste hay unas cuevas que muestras sus aburridas bocas en contenido
bostezo. Ahí está el caliche que es la pintura de los pobres.
Para mí era como un libro viejo que no había podido leer. No pasé de la portada y de
algunas ilustraciones. Tenía la sensación de que todo aquello era viejo y frágil. El mundo, lo
que del mundo se entrega, podía compendiarse en la casa de mi abuela, y en las casas, sólo
recuerdo tres, en que vivimos, y las de mis tíos: sus patios, los portillos de las empalizadas,
los frutales apedreados, los techos crujientes, los perros viejos, los pozos.
Baní era para mí una sucesión de fachadas, empalizadas que las lluvias cubrían de co-
ralillo de todos los colores, el tonto del pueblo, el parque los domingos con su musiquilla
torpe, los festejos de la iglesia con sus altares llenos de velas encendidas, las carreras de los
jinetes borrachos, el camino de la escuela y la escuela.
Vine a descubrir lo que es Baní, lo que después fue para mí, desde las estribaciones del
Cucurucho de Peravia. Ese fue un descubrimiento físico y desalentador. Un pueblo achata-
do. Techos de cana y árboles verdes, las callecitas rectas perdiéndose entre matorrales que
parecían querer tragárselo todo.
El otro descubrimiento lo fui haciendo poco a poco, de manos de mi tía Ramona y de mi
abuela. Baní no existía para ellas. Flotaban en una gran nube. Se alimentaban del pasado.
Sólo así se explicaba que los pocos centavos que llegaban a sus manos fueran suficientes
para satisfacer sus necesidades: media botella de leche, carne alguna vez a la semana, los
plátanos verdes, el arroz campesino, las zapotes que adoraba mi abuela, la harina de maíz
–medio jarrito– con que mi tía hacía desayuno y cena.
Conocí la vida de Baní cuando me di cuenta de que todo lo que me rodeaba era
inexistente. Pero lo que no existe necesita apuntalarse en lo que existe: un retrato, una
vieja corbata que fue negra, papeles que el tiempo se encargó de abarquillar y amarille-
cer. Y sobre todo, lo que no existe para vivir necesita de nosotros los que respiramos,
los que comemos, los que soñamos, los que como mi tía y como mi abuela al levantarse,
con sus oraciones, paso entre paso, entraban al pasado para no salir de él sino a la hora
del Angelus, en el momento en que el Señor anunció a María que sería Madre. Cuando
el rosario volvía a sus viejos bolsillos el pasado salía de su rincón y retornaba a presidir
aquella existencia que sólo dejaba su lugar a Dios, a su Santa Madre y a los Santos de
su predilección.
El amor más fuerte es el que nace después de la muerte, como una sólida flor de tumba.
Con la última paletada de tierra se deshacen, para siempre, todas las quejas, se perdonan

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todos los pecados. Y sobre la tumba, olorosa, se levanta un trono. Mi abuela hablaba de
su esposo muerto como si lo tuviera al alcance de la mano y de la voz. Sabía lo que en
cada caso hubiera dicho y lo que hubiera pensado. El tiempo, detenido, no tenía nada
que hacer con aquella viudez que parecía, a la vez, reciente y distante, con un dulce
e incomprensible sabor de eternidad. Era amor y respeto, amor y admiración, amor
sencillamente.
Baní en aquella casa no era más que un pretexto para rememorar. El punto de partida
de los recuerdos: José Billini, el padre, fuerte y voluntarioso.
—”El primer Billini vino con las tropas de Napoleón. Era un granadero piamontés, de
hermosa estatura. En Haití conocieron el sabor de las victorias y las amarguras de las de-
rrotas; las fiebres, el hambre, el acecho, las lluvias que no acaban, los soles que no se apagan
aunque llegue la noche”.
Mi tía era poeta. No concebía la realidad sino en función de elemento artístico. Si no
servía para eso no servía para nada.
—”Tronco de hombres. A la primera generación los Billini lucharon por una patria que
le había dado la suerte. Tres firmaron el acta de Independencia. Fueron armadores ricos.
Sus hijos los educó en Filadelfia. Uno enviudó y viejo ya supo la tristeza de criar hijos
pequeños que las sirvientas atendían mal. Cuando se enteraba las perseguía por las calles
con un gran trabuco descargado. Frente al Agua de la Estancia se perdieron sus goletas que
llevaban maderas finas a los Estados Unidos. Pero los Billini eran buena semilla. Ahí está
tío Gollito, el Presidente Billini; Francisco Gregorio Billini, novelista, periodista valiente.
Tienes que leer Engracia y Antoñita. Pasa aquí en Baní. Él no era de aquí, pero quiso mucho
a Baní. Aquí se hicieron fuertes y austeros los Billini, padeciendo hambre eran autoridad
moral en el pueblo. Tienes que conocer a una de las mujeres que él pintó en la novela, a
Bonifacia Gómez”.
Una tarde me hacía vestir con mis mejores galas. Galas no, ropa sencillamente lim-
pia. Eran las Gómez, Bonifacia y su hermana, dos viejitas pulcras, almidonados los trajes,
chupadas por el hambre y por los años, de dulce hablar. Le ofrecían café a mi tía. A mí no
se qué me daban. Un gran guayacán en el patio. Casi no había muebles, todo brillante de
limpio. Recostados de los setos en el aposento dos catres de blanco inmaculado, cubiertos
con sábanas limpias con encajes pasados con cintas que alguna vez fueron rojas o azules.
Entre los árboles cantaban invisibles los pájaros. Ladraban a lo lejos los perros. Al atardecer
el aire era suave y fresco. Con la primera estrella nos despedíamos.
—”Raza dura la de los Gómez. De ahí salió Máximo Gómez que era un viejito cuando
le quitó Cuba a los españoles. Cuando él volvió a Baní, cuya tierra besó a la manera de
los antiguos, tu mamá era una niña y le encomendaron que le recitara unos versos. No
quiso entrar a caballo a la tierra de sus mayores y el viejo lloró detrás de sus espejuelitos
de oro”.
—”Tío Gollito era general. Hizo la Guerra de los Seis Años con tu tío José María Cabral,
también general. Los dos fueron Presidentes, como lo fue otro tío tuyo quizá el más inteli-
gente de todos: Marcos Cabral. Escribía muy bien y era un hombre para la pelea, los salones
y la política. Pero el más hermoso de todos es el Padre Billini, mi tío. Ese sí era hombre, y
qué corazón de santo. Lilís decía que le temía más al Padre que a Gollito. Exageraciones:
cualquiera de los dos servía para cualquier cosa grande”.
Una vez…

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HÉCTOR INCHÁUSTEGUI CABRAL  |  EL POZO MUERTO

Baní no existía, lo que me envolvía, lo que reunía el aire que yo respiraba, eran los re-
cuerdos. Las guerras, los padecimientos, los viajes, las bodas suntuosas, los asedios de la
capital, las persecuciones.
“Tu tía Ana María, la esposa de Juan Ramón Fiallo, llevaba a sus hijos pequeñitos a
la playa de Güibia para hacerlos fuertes, como los griegos a sus caballos. Fabio Fiallo, su
hijo, el poeta, gran caballero galante y un corazón de león. Tomó La Vega con una varita
de mimbre en la mano, entre las balas, con su gran bigote de mosquetero. Fabio y Arístides
eran hermanos. Arístides Fiallo Cabral, Chachí. Un gran médico y un gran hombre: fino,
estudioso, buen orador, delicado. Nosotros queremos mucho a Chachí porque así pobres
como unas ratas cuando nos enfermamos viene de la capital, siempre tan bien vestido,
tan suave”.
“Y no tenemos dinero. El dinero dicen muchos que se hace fácilmente. Ni los Billini
ni los Cabral tienen esa facilidad: el General, vivía por Ciudad Nueva, se levantaba muy
temprano, en una gran bata de algodón, a tomar el solecito de la mañana, a exponer su piel
a los rayos del sol. Aquel viejo metido en su ropa pobre era saludado por todos con respeto.
Los hombres con el sombrero en la mano. Una gloria de la República, sin un centavo, porque
no es fácil hacer dinero cuando se tiene una conducta. Los Billini igual. Tío Gollito murió
casi en la miseria, con una pensioncita. Donde veas esos apellidos, que son tan tuyos como
los de tu papá, sabrás que no hay dinero, pero habrá gentileza, poesía, tradición. Por cierto
que la tradición se está acabando. Nadie quiere lo viejo ni a los viejos, y la tradición es la
vejez respetada”.
Se le llenaban los ojos de lágrimas y la voz se hacía un tanto opaca, empañada. Levantaba
la frente hacia el cielo y se bebía sus lágrimas, más que avergonzada dolida.
Todo lo demás no existía. El mundo para mí era irreal, como sus recuerdos. Inasible
como todo lo que ellas evocaban.

El pozo
Cavaron el pozo en donde se levantaba la empalizada, en el lugar en que se afincó la
altísima frontera de troncos delgados que nos separaba de los vecinos, y así habría agua, en
aquel terruño siempre sediento, para las dos casas con un solo gasto.
Casi al lado del pozo una pequeña eminencia del terreno indicaba en donde fueron
depositando cuanto fue necesario extraer: tierra, arenisca y suelta; tierra de pálido amari-
llo, casi barro; las piedras grandes y los guijarros, y en la línea en que se agotaba la suave
curva se erguía el esqueleto negro, retorcidos los brazos, de una bayahonda que nunca
vi con vida.
A los niños se nos recomendó mucho no acercarnos al pozo. Era peligroso a pesar de su
alto brocal blanco que la humedad manchaba a trechos con verdín, pero cuando los mayores
no podían vernos nos acercábamos a él, paso entre paso, mirando hacia atrás, seguros de
que íbamos a incurrir en pecado, y latiéndonos con violencia el corazón, levantábamos la
tapa de madera y gritábamos. El eco, el pozo, nos respondía deformando nuestros gritos,
porque los pozos son un poco sordos, casi mudos.
Treinta años después quise volver junto a él, en pos de los viejos encantos y ya no estaba
allí, lo habían cegado. De las aguas que dormían allá abajo, que reflejaron nuestras cabezas
y un pedazo de cielos nos separaba mucha tierra opaca.

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Si hubiera gritado nadie habría respondido, nada habría podido, como antes, devolver
deformada mi voz en ecos, aunque fueran vagos, desdibujados. Los pozos ciegos son como
el pasado, como mi pasado, que no deja retornar mis gritos, que impide que regresen a su
punto de partida nuestras palabras, nuestra risa.

Lenguas de fuego azul sobre el suelo (1912)


La noche en que nací se produjo un extraño fenómeno: sobre el piso de cemento
pequeñas islas de azul verdoso se movían detrás de las personas que caminaban por el
aposento en que estaban mi madre y el recién nacido. Su paso dejaba una huella luminosa
e inquieta.
La explicación era fácil: la tarde anterior mi hermano con unos primos habían estado
restregando fósforo rojo contra el suelo, tanto que los zapatos al rozarlo reavivaban su mor-
tecina luz de luciérnaga.
Unos meses después mi padre fue designado Director de la escuela en San José de Ocoa.
Me llevaron en gran pañolón que el práctico se amarró al cuello.
Regresé a Baní a los dos años. Mi padre es probable que no viniera con nosotros porque
se nos reunió después de unas peleas que hubo en la zona costera. Figuraba como secretario
del general Dionisio Cabral.
Antes de aprender a leer componía, cantando, unos largos poemas que mi tía Ramona
juzgaba muy interesantes por las veces que empleaba la palabra amor.
Husmeábamos los viejos armarios: libros en inglés que habían traído los Billini de Fila-
delfia o que pertenecieron al general Cabral que se educó en Inglaterra.
Eran tratados de Matemáticas, de Filosofía. Libros de viajes con ilustraciones.
Las obras en español las disfrutábamos. Tía como lectora. Los romances del Duque de Rivas,
El Romancero del Cid, Corazón, Las mil y una noches.
Había un grueso Quijote, pero yo no recuerdo que ella nos lo leyera. Lo leí muchos años
después.
Corazón siempre nos hacía llorar, a los oyentes y a la lectora. Su voz se iba apagando entre
lágrimas que rodaban por la garganta y nos dormíamos con el amargo sabor de la narración
y la dulzura del heroísmo y de la abnegación.
Noche por noche, a la hora de acostarnos, a las nueve, comenzaba la lectura, y si nos
comportábamos mal, si rompíamos el orden que debía reinar en la casa, la amenaza era
dejarnos sin cuentos.
De tanto oír octosílabos pude, a escondidas, formarlos, con los acentos en su justo lugar,
que es la gracia.
Vivíamos, los niños, en un ambiente lleno de poesía, de grandes héroes, de tremendas
aventuras y de los recuerdos.
Tía y mi abuela hablaban siempre de los tiempos pasados.
Los Billini hicieron con Cabral la Guerra de los Seis Años. Entre ellos estaba Pancho,
según me parece que decían gordo y bonachón, jefe, o algo así, de lo que hoy llamaríamos
la unidad médica de las tropas que luchaban contra Báez. Como buen gordo no era dado a
moverse mucho y se lamentaba de que la ciencia de la guerra fuese una ciencia de lentitud.
A él le parecía mucho mejor que se empleara alguna substancia para envenenar el aire, y
asunto concluido.

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HÉCTOR INCHÁUSTEGUI CABRAL  |  EL POZO MUERTO

Pancho, sin duda, es el antecedente más remoto que hallo para justificar los muchos
médicos y bastantes curanderos que ha tenido la familia.
Se contaba, entre risas, el miedo que tenía Melitina, hermana menor de mi madre, cuando
de novia con Francisco Billini éste salía en campaña. Como el prometido sufría las molestias
de los campamentos, las durezas de la intemperie, ella, dormía encima de un baúl haciendo
milagros de equilibrio.
Mis tíos Melchor y Aquiles eran poetas. Melchor andaba siempre con unos versos en
los labios, de Selgas, su preferido. Aquiles, más terrenal, se dedicaba a las décimas políticas.
No todo era paz y concordia. La familia muchas veces estuvo dividida en bandos opuestos,
pero a pesar de ello el vínculo familiar la unía indisolublemente.
Éramos pobres, sencillamente pobres. Yo casi nunca dormí en la casa de mis padres,
prefería la de mi abuela, pese a que casi carecían de lo necesario. Sólo tenían, cada una, un
baúl que sus ropas no llenaron nunca. Su único ingreso era una pensión del Estado que
recibían trimestralmente, muy baja y que muchas veces no llegaba.
A mediodía traían comida de casa de mi tío Fabio Herrera. Allí se almorzaba muy tarde
para las costumbres del pueblo: a las dos.
Por la casa de mis padres pasaron duros vientos. Meses hubo en que sólo se disponía de
batata y leche. Alguna vez la dieta se interrumpía con un regalo de plátanos de los vecinos,
porque alguien traía carne salada, porque un amigo que sacrificó un cerdo se acordaba de
traer unos chicharrones y media botella de manteca.
Mi padre tenía una pequeña biblioteca y una imprenta. Editaba un periódico: Ecos del
Valle. Eso hacía posible que llegaran muchos libros de autores nacionales, unos por amistad,
otros buscando la consabida gacetilla.
Leí los libros de Vigil Díaz. Hicieron en mí un gran efecto, comparable sólo a la emoción
de los primeros versos que tuve en mi mano de Moreno Jimenes. A mí no me interesaban,
aunque las había leído, las obras de Rousseau, Pestalozzi. La Historia de Del Monte y Te-
jada y la de José Gabriel García. Como aprendí con la de Pichardo sólo en ella encontraba
claridad y orden.
Saqué de los estantes Galeras de Pafos de Vigil Díaz y los primeros folletos de Moreno
Jimenes. Los hice míos. Los leía y releía.
Mi tío Fabio Herrera poseía una biblioteca más grande y más variada. Allí leí los clásicos
de la poesía, españoles y no españoles, impresos casi todos por una editorial de Barcelona.
Eran unos tomitos pequeños en papel pluma.
Y todo lo divino y lo humano que se me ponía cerca lo leía. Al principio sin orden ni
concierto, más tarde ya con cierto criterio, comenzando por Salgan y Julio Verne hasta dar
con Dumas. Día y noche leía.
Empezaron a llegar entonces, precisamente en donde mi tío Fabio, cuadernos de aven-
turas: Buffalo Bill, Nick Carter, Sherlock Holmes, Dick Turpin, Raffles, Sir Fantasma.
Mi primo Fabito puso negocio aparte. Traía de España unos folletones truculentos: El
Misterio de las Alcobas Reales que a su juicio no eran aptos para menores, pero si nos intere-
saban él nos los vendía, a condición de pagar un poco más. Entregábamos los centavos y
nos perdíamos en unas narraciones llenas de venenos, puñaladas en la sombra asestadas
por manos adornadas con dulces encajes de Flandes. Aventuras de amor, adulterios, celos,
cabalgatas bajo la luna, decapitaciones. Nada entendíamos, pero todo aquello nos parecía
interesantísimo.

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Por las noches mi tía nos leía, nos releía, Los romances del Duque de Rivas y el Romancero
del Cid, Romances Moriscos y algunas traducciones de Shakespeare.
Gracias a esas sanas lecturas las visiones horribles de las otras lecturas del día, el seguir
las pistas en las alcantarillas de París, navegar los ríos terribles del Africa, combatir en las
aguas caldeadas de la Costa Firme los filibusteros con los representantes del Rey, se disipaban
y nuestros corazones se preparaban para el descanso del sueño.
Una noche, con mucha fiebre, oía, desde mi cama, la conversación que sostenían en la sala
mi abuela, mi tía, mi mamá y algunos primos. Las frases me llegaban rotas, deshilvanadas
las palabras. Cuando no entendía a derechas, porque yo seguía la charla, preguntaba. Trata-
ban de explicarme. Y llegaron a “sabueso”. No sabía qué era eso e inquirí, no me quisieron
explicar esta vez y siguieron adelante. Nunca, nunca, he sentido una desolación mayor. Una
gran tristeza se apoderó de mí y llorando me fui quedando dormido.

El primer amor (1926)


Debía tener la misma edad que yo: trece o catorce años. La perseguía cuando iba para la
escuela y a la hora en que regresaba a la casa. Pretendía que aceptara una carta que le había
escrito y cuyo sobre tuve que cambiar varias veces.
Las trenzas color castaño claro le azotaban los hombros en las enérgicas negativas,
cuando me volvía riendo la espalda.
Todas las horas libres, cuando yo no estaba en la escuela, las pasaba en la esquina de
su casa, recostado de un poste del alumbrado cuyo olor a alquitrán conocí muy bien y que
hubiera podido describir, fibra a fibra.
Un buen día, un hermoso día, aceptó la carta. No me contuve:
—¿Me quieres?
—No.
—¿Pero, me podrías querer?
—Bueno, tal vez.
No necesité más. Valiéndome de mil artimañas, de la amistad de los muchachos del
vecindario que tenían acceso a la casa, de sus primos, logré colarme, sentirme autorizado
a ir noche por noche, nada más que a mirarla, a tocarle los pies con mis pies por debajo de
la mesa.
Jugábamos, todos, lotería o parché. A veces la noche se iba en cuentos o juegos de prendas,
en los que no participaban una hermana y su novio, en un rincón, siempre confiándose unos
secretos interminables. Si alguien se dirigía a ellos, salían como de un sueño, y para llegar
a la superficie de la realidad en donde nosotros nadábamos alegres, tenían que echar mano
de una serie de preguntas incoherentes y breves. Optamos por dejarlos tranquilos, como si
no existieran, supongo que con su beneplácito.
Fueron días inolvidables. Iba, con una primita, a las funciones dominicales y ves-
pertinas de una sala de cine cercano. Me dejaba desocupado un asiento junto al suyo.
A veces tenía que dar grandes peleas con otros niños que desconocían el derecho de las
reservaciones.
Cuando se iniciaba la proyección de la película, muy asustado, me sentaba a su lado y le
tomaba una mano después de una serie silenciosa de negativas. Siempre ocurría lo mismo
y como ya tenía sabida la lección el dulce rechazo constituía otro placer.

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HÉCTOR INCHÁUSTEGUI CABRAL  |  EL POZO MUERTO

Al terminar la película, en el momento en que “él y ella” se encuentran por fin solos y
se besan ante el coro entusiasmado de los amigos y parientes, me levantaba rápidamente.
La veía salir y tomaba un camino distinto al suyo para la esquina de siempre. Y silbaba y
silbaba hasta que salía a la puerta como indiferente.
Tenía la boca dulce y fresca.
Tuve que ir a Baní, no recuerdo a qué, con los míos. La separación fue dolorosa y no
hubo lágrimas porque entonces desconocía su uso en el amor.
Al regresar, todavía con el polvo del camino, corrí hacia ella. No estaba.
La criadita, flacucha, negrita, casi siempre descalza, que me hacía muchas fiestas, me
explicó:
—Se fue a vivir al campo y se va a casar.
Aquello no era posible. Hacía apenas tres días que había hablado con ella y nada me
había dicho. Tenía que verla.
Me fui a casa del novio de la hermana. Era cierto que habían resuelto irse a vivir al cam-
po, para atender mejor los intereses de la finca y me habló de vacas, de becerros, de ordeño
y de un sin fin de cosas que no me interesaron. Él iba el domingo para allá, si quería podía
acompañarlo. Por supuesto que nada sabía, quizás sospechaba algo, de la relación entre su
futura cuñada, y lo fue poco después, y yo.
No sé qué mentira dije a mis padres, la cuestión es que conseguí que me permitieran ir.
El domingo me levanté temprano y me reuní con mi amigo, ya lo consideraba mi amigo.
Desde aquel momento dejó de ser el hombre distante que no nos hacía el menor caso.
Tenía auto: un Ford viejo, manchado, despintado. Lo importante era que podía trans-
portarnos. Tomamos el camino de la finca, que yo no conocía.
Pero al llegar a la orilla de un gran río la barca que nos debía pasar del otro lado no
estaba. Una enorme creciente, hacía dos o tres días, había roto los cables que la sujeta-
ban. Cabeceaba por allá abajo. No se podía remolcar ni era posible reponer los cables
tan fácilmente.
Nos miramos en silencio: por delante teníamos cien, doscientos metros, qué se yo, de
agua de apagado amarillo, mugidora, que cubría las orillas en donde luchaban contra la
fuerte corriente pobres arbustos que apenas podían sacar las angustiadas ramas altas de
las ondas.
Me preguntó si sabía nadar, dije que sí. Le recordé las largas travesías del Ozama, junto
a la ciudad, para ir a comer cocos del otro lado; los días de Barahona en que asaltábamos las
pequeñas goletas que cargan madera ancladas lejos de la playa por puro afán aventurero y
para hacer gala de nuestra destreza y resistencia.
Junto a una pobre casa cercana dejamos el auto. Entregamos nuestros zapatos y parte
de la ropa. Nos quedamos en pantalones.
Y cruzamos el río. Él tuvo, al principio, se lo notaba, serios temores, y se mantenía cerca
de mí, animándome, pero cuando vio que a pesar de ser lento avanzaba seguro, me premió
con una sonrisa y terminó el recorrido rápida y vigorosamente.
Nos recibieron entre risas y bromas. Nos prestaron pantalones y camisas. A mí en el
reparto me tocaron también unas enormes chancletas, y yo bendecía al cielo a pesar de los
tropezones porque siempre he tenido blanda, sensible, la planta del pie.
Fue un día maravilloso. La tenía frente a mí, la miraba. Almorzamos terriblemente, con
esa hambre que suelen dar los baños prolongados y el ejercicio excesivo.

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

Con dolor veía cómo pasaba, veloz, inclemente, el tiempo y se acercó la hora de otro
chapuzón y otro esfuerzo para retornar al lado del auto.
Aproveché un descuido:
—¿Te vas a quedar a vivir aquí?
—Eso me han dicho.
—¿Y es verdad que te vas a casar?
—Bueno, mi tía quiere, pero a mí no me han dicho nada. Lo que sé me lo han dicho mis
primos. Si mi tía quiere, entonces me casaré.
Una gran tristeza se apoderó de mí. Era verdad.
Pasamos el río. El auto echó a andar, después que nos vestimos con los pantalones
mojados. Los saltos del carricoche me sorprendían dolorosamente. A pesar de sus empeños
permanecí callado, o contestaba con monosílabos.
Me fui a casa. Estaban cenando. Me cambié el pantalón y no quise comer, arguyendo
que ya lo había hecho, y me fui a la calle, a caminar sin rumbo cierto.
Me dirigí maquinalmente al Malecón. Quedaban en el cielo, por el oeste, restos rojizos
de la agonía del sol o las luces de aquella parte de la ciudad se proyectaban sobre nubes
bajas inmóviles. No lo sé.
A veces pasaba con sus dos chorros de luz débil un auto. En las sombras crecientes se
acurrucaban las parejas, huyendo de las zonas mal iluminadas por unos viejos faroles. El
mar cerca batía mugidor las rocas, incansablemente.
Llegaron a mis oídos las notas de una guitarra. Dedos poco expertos buscaban frases que
no se completaban, que se interrumpían bruscamente. Entonces el dedo acuciaba lentamente
al bordón y las graves vibraciones me llegaban dispersas, inseguras.
Era un grupo pequeño, podía adivinarlo, reunido al rededor de una botella que no veía.
Era domingo, día de Baco.
Despreocupadamente me acerqué. Por fin se inició con cierta gracia una especie de
preludio y una voz hermosa, bien timbrada y juvenil, rompió el silencio:
“Ausencia quiere decir olvido”.
Silabeó claro, absolutamente claro para mi desgracia. Me hirió como un rayo. Desolado
corrí a mi casa y entré como una tromba a mi aposento. Me tiré vestido sobre la cama, a
llorar. Ya sí sabía para qué sirven las lágrimas.
Oí la voz de mi padre en la sala:
—No, debe ser algún dolor de barriga.
Me dormí. La herida fue cerrando poco a poco, pero fue cerrando.
Veinte o veinticinco años después volví a verla. No, yo no pude estar prendado de eso
que había dejado en ella la vida, sus ojos no eran sus ojos ni sus manos sus manos. Aquella
voz no tenía ni los acentos ni los matices que yo conocí y que podía recordar.
Qué entrevista más triste, más inútil y más inhumana: no encontré nada agradable que
decirle, sorprendido, apenado, acongojado. Cuando le tendía la mano para despedirme,
tratando de acortar unos minutos que me supieron muy amargos, en sus pobres ojos des-
cubrí que ella se había dado cuenta del mal efecto que me había producido, y dos lágrimas
brotaron de sus ojos, tranquilamente, sin esfuerzo, casi sin dolor, porque los dolores grandes
son parcos.
Me había iniciado en una práctica a la cual tuve que volver muchas veces. El amor, dios
travieso, ha puesto muchos ríos crecidos en mi camino, entre la amada y yo. Ahora era uno

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HÉCTOR INCHÁUSTEGUI CABRAL  |  EL POZO MUERTO

cuyo nombre no debe decirse, luego fueron el insubordinado Nizao y el de Baní que es arroyo
con arrestos de río. Todos los años se daban el lujo de arrastrar los entonces débiles puentes
de madera, entorpeciendo mis viajes a Baní, cuando iba a ver los sábados a Candita.
Aquí, después lo supe, nadaba con ventaja: el río era ancho, pero profundo y relativa-
mente fácil de contrarrestar la fuerza de la corriente. Un problema de resistencia.
El Nizao y el de Baní eran casi siempre poco profundos, salvo en algunos lugares. Sus
aguas, rápidas, cubrían enormes piedras que se advertían porque allí el agua se alzaba
coronada de espumas por encima de las cercanas, y lo indispensable era un par de piernas
fuertes y unos pies seguros. Lo recomendable era pasar con los zapatos puestos, pero no
podía darme el lujo de echar a perder el único par que tenía, y llegaba a Baní cojeando,
sufriendo molestias que casi me impedían caminar.

Baní (segunda parte) (1929-1932)


Invariablemente, tronara o venteara, yo salía de Ciudad Trujillo los sábados a mediodía. Llegaba
a Baní en las primeras horas de la tarde. Haciendo este mismo viaje año por año fui conociendo
todas las casas del camino, los ríos y arroyos, las siembras prosperando en los tiempos buenos.
Algunas caras –la dueña de una pulpería, los soldados de los puestos, los viejos que se ponen
a buscar la vida en un poquito de sol– poco a poco me fueron siendo familiares. Notaba cómo
iban agostándose los arroyos después de las lluvias hasta quedar, acá y allá, junto a las piedras,
unos charquitos de agua sucia que no desdeñaban las vacas tristes y cansadas.
Me pasaba la tarde a casa de Candita. A la hora de cena me hacía el remolón, a pesar de los
familiares ruidos de los platos y los cubiertos. No les quedaba más recurso que dejarme a cenar
o hacer turnos acompañándonos. Pronto la costumbre fue que me quedara a comer con ellos.
A las diez el vecindario dormía. Sobre la calle la casa iluminada arrojaba amarillos rec-
tángulos de luz. En el parque estaba esperándome el grupo.
Al discurrir el tiempo varió algo, no mucho. Los Brea volvían, pasadas las vacaciones
del verano, a Ciudad Trujillo, al colegio o a casa de Colombino Henríquez.
Reuníamos los centavos que teníamos, pocas veces pesos, y nos metíamos en la trastien-
da de una pulpería. Estas solían ser varias. Uno del grupo venía con la noticia: “Cintrón ha
traído un ron de maravilla”, o “en la Sucursal hay un ron curado con ciruelas”.
Y era ron lo que bebíamos, con queso, queso salado que sabía a vaca; pedazos de salchi-
chón y pan cuando apretaba el hambre. Los días grandes nos visitaban salchichas ensartadas
en palillos de dudosa limpieza.
Poníamos en medio un cajón, encima la botella y los vasos. En un grasiento papel el
acompañamiento de turno. Nos sentábamos en cajones que a veces nos mordían las asen-
taderas o en sillas rústicas de palma.
Dios fue durante muchas semanas el tema. Nos preguntábamos, encendidos por las
libaciones: ¿Es Dios una dependencia del hombre o el hombre una dependencia de Dios?
Federico Germán leía a Rodó. Tomás Báez Díaz a Bolívar. Rafael Herrera andaba siempre
enredado entre autores ingleses que leía en la propia lengua. Yo andaba del brazo de los
idealistas alemanes.
—Dios era una necesidad humana, una aspiración del hombre, su anhelo mayor. Fue
necesario que una raza inteligente, la judía, lo comprendiera dándose a la tarea de sacarlo
un poco de la nada y otro poco de los politeísmos.

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—Dios –argüíamos, a punto de irnos a las manos– es tan humano como el progreso.
Del Dios que exigió a Abraham que sacrificara a su hijo, del Dios que se regocijaba con los
sacrificios de toros y que no era fácil de complacer porque las víctimas tenían que llenar
ciertas condiciones de color y pureza, al Dios todo bondad, generoso, que perdona, que
es remanso y esperanza, había una larga distancia, el desenvolvimiento y mejoramiento
de una conciencia, porque Dios era un reflejo del hombre, de sus costumbres, de sus altas
necesidades, de sus sueños.
Los del partido contrario se agarraban, decididos, de los dogmas, hacían incursiones en
las Escrituras: Dios creó al hombre y el hombre le fue infiel, pero tan grande es el amor de
Dios por el hombre que mandó a su hijo, a Jesús, a redimirlos de culpa, del horrible pecado
de la desobediencia.
—Bien, hay positivismo y positivistas. Hay ateos, descreídos. Se aferran de los sabios
que no creen, de Renán que reduce a cifras históricas todos los misterios y leyendas, toda la
santa verdad metida en un frío examen. Pero, ¿acaso ha podido Renán, o alguno de su estilo,
crear una flor, un pájaro, una nube? No, es que Dios es superior al hombre, está por encima
de su insolencia. El mito de Prometeo, que parece un mito bárbaro, alejado de lo santo, pinta
el sacrificio de un Dios por los hombres, para transmitirles el fuego sagrado, para hacerlos
grandes, darles estatura y ponerlos en condiciones hasta de negar a su Creador.
La botella se acababa y era menester una nueva contribución. Algunos tenían algo más,
otros no. Federico Germán el día anterior no había podido hacer sus ventas de polvo de
tocador de su propia fabricación y pasaba, como en un juego de naipes. Pero siempre Dios,
el mismo Dios que discutíamos, metía su mano, y venía otra botella.
Casi nunca llegábamos a la borrachera. A las doce nos echaban de la pulpería, cansados de
oírnos disputar y sin estar ganando mayor cosa. Levantábamos el campamento en el parque.
Con el aire fresco de la noche, en medio de la oscuridad, hacía rato que el pueblo estaba sin
luz que suspendían a las once, cambiaban los temas. Hablábamos, generalmente muy mal
del amor, de su cola de celos, adulterios, locuras, pero en el corazón sabíamos que estábamos
mintiendo, quien menos andaba enamorado por ahí y tenía fe en la amada y fe en el amor.
Era como revisar lecturas. A mí Emma Bovary me daba asco, Julieta era tonta, indigna
Beatriz, por misteriosa y lejana. Salían a bailar Petrarca, Severo Catalina y las Cartas Biológicas
a una Dama, sin que tuvieran gran cosa que hacer allí.
Las discusiones se interrumpían a proposición de uno de los amigos. Desentonábamos
unos tangos que tenían que ser viejos para que supieran a pasado añorado, o canciones
romanticonas del momento.
En los días en que estuvo en Baní una larga temporada el pintor Xavier Amiama, él
cantaba y nosotros le acompañábamos tímidamente. Tenía una hermosa voz, bien timbrada,
varonil. Las escasas personas que pasaban por allí se detenían atraídos por el canto.
El ron, bebido así en la oscuridad, a boca de botella, cambia de gusto, llega uno a tener la
sensación de lo inútil y tonto que es beber, y sobre todo beber algo de sabor poco agradable.
En la sombra se oía resoplar a Federico después de cada trago. Otros, para quitarse el mal
sabor de la boca gritaban: “¡Qué bueno es estar vivo!”.
Y como no veíamos casi nada: las sombras flacas de las acacias sin hojas, el bulto redondo
de los laureles que el viento mecía suavemente recortado contra el cielo lleno de estrellas,
lo natural es que se hablara del paisaje, porque el hombre procura y corre detrás de todo lo
que no tiene, aunque lo que no tiene le haga maldita la falta.

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HÉCTOR INCHÁUSTEGUI CABRAL  |  EL POZO MUERTO

¿Es el paisaje, y hasta las figuras del paisaje, una consecuencia del arte, o por el contrario
es el arte el que conforma paisajes y figuras? La culpa de la disparidad de criterio la tenía
Oscar Wilde. Todos le habíamos leído. Cada quien tomaba partido y la discusión volvía a
encenderse bajo la noche.
Yo me reía de la pretensión de Wilde. Allá los ingleses cuyas puestas de sol necesitan de
las indicaciones de los artistas. Aquí en el Trópico el sol para ponerse o para levantarse no
pide consejos a nadie, no necesita que le señale la moda los colores que debe emplear.
Se objetaba: las puestas de sol es posible que sean iguales desde que el mundo es mun-
do, con las indispensables variaciones de estación y latitud, pero el hombre sólo ve lo que
le meten por los ojos. No hay duda de que hemos visto más puestas de sol en almanaques
malos o en buena pintura que en la realidad. El arte lo que hace es indicarle al observador
cuáles son los colores que debe apreciar, las nubecillas de nácar que ha de tener en cuenta,
el grado de arrebol que debe percibir. No es al pie de la letra una imitación, es más bien una
limitación, y las fronteras a la realidad, las traza el arte, y con el arte nacen las modas y los
modos de expresión humana. Apreciar, es también, en cierto modo, expresarse.
Si el arte fuera sencillamente una cosa en sí, bien poco valdría. Vale porque es la visión,
estilizada, de la vida, de la naturaleza, de las formas, de los sentimientos, según del arte de
que se tratara. Si un país como el nuestro que requiere que le vean con mejores ojos, que se
le retrate más adecuadamente, que se le ame con ardor y con ciencia, se echara en brazos
de la tesis de que el arte es el padre de la realidad, nada habría que hacer, y eso del arte
por el arte no es más que consecuencia del empeño de los artistas de darse importancia, de
pretender el papel principal del mundo, y eso es herejía.
Si separamos arte y realidad, si consideramos el arte como a un Dios al cual hay que
rendirle pleitesía porque ha venido a la tierra a buscar alabanza, estamos perdidos. El arte
tiene que ponerse al servicio de la realidad, al servicio del hombre. Arte sin función tras-
cendente, incapaz de contribuir al mejoramiento de las costumbres, al entendimiento más
sano entre los hombres, a borrar injusticias, a establecer condiciones en que fuera posible el
florecimiento de la virtud y el bien pasar de los virtuosos, estamos arreglados.
Nuestra literatura, nuestra pintura –era una concesión a Amiama– tiene que ser nacio-
nal, es decir, tiene que condicionarse a su medio. Si nos dedicáramos a copiar las excelentes
obras que nos llegaban de Europa y de los países cabeza de América, podíamos echarnos
a morir para siempre. Con eso no se ganaba nada y nuestro arte sería de segunda mano,
copia, calco, y muchísimo peor cuando los modelos eran franceses y teníamos que recibirlos
a través de traducciones cuya honradez y fidelidad ninguno estaba en condiciones de poder
determinar.
Nuestra obligación era seguir siendo nosotros mismos, combatir los defectos, tirar por
la borda el lastre de las preceptivas.
—”Ahí está Moreno Jimenes”.
Era como si explotara una bomba. La discusión se agriaba:
—Moreno no es un artista. En sus versos hay demasiada realidad bruta, palabras feas,
apoéticas. Escoge mal el ambiente, muchísimo peor el paisaje y los hombres y mujeres.
“Rosa, Rosa, dame un gancho” –gritaba alguien en son de burla.
Moreno, explicaba yo, no puede pedirle a Rosa, una pobre muchacha, un chal de Ca-
chemira, la zapatilla de cristal de la Cenicienta. Moreno busca, ruega por lo que se llama un
fetiche sexual, que puede ser un prendedor de brillantes o un gancho. –Llamamos gancho

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a las horquillas con que las mujeres se sujetan el cabello–. Nos parece muy atinado, porque
nos luce fino, que Goethe pida: “un pañuelo que haya estado en tu seno”, pero suena muy
mal eso del “gancho”.
El agente de policía de servicio, dormido en su silla a la puerta de la Comisaría, movido
sabe Dios por qué fuerzas subconscientes que lo hacían despertar a su debido tiempo, estira
los brazos y bosteza. Casi no lo veíamos, pero sabíamos que era así, y cojeando porque una
pierna se había negado a despertar, se acercaba a la esquina, tomaba los últimos pelos de
una soga y tiraba dos veces. Las dos de la mañana.
Estaba bien.
Poníamos a Dios en su altar, a la mujer en su nube, al arte en su pedestal, a la realidad
junto a las vacas, encima del mar; y abandonábamos a Moreno sobre los caminos de nuestra
tierra. Moreno era entonces una especie de Judío Errante de la Poesía, con su maletita llena
de libritos, una camisa y unos calcetines.
Dejábamos que la armonía hiciera su trabajo y ya con las cosas en su sitio nos desper-
digábamos por las calles del pueblo, tropezando con las piedras, hipnotizados por un cielo
que nos miraba impávido con sus millares de ojitos amarillos.

Baní (tercera parte) (1932)


Una ola de libros rusos llegó a nuestras playas. Los leíamos con avidez. Estábamos
frente a un mundo desconocido, a hombres, a almas que ni siquiera imaginábamos. Casi
todos conocíamos a Dostoievski, algunos a Turgenev, a Tolstoi y a Gorki. Pero esto era otro
mundo. Las novelas de la guerra roja; las hambres, los sacrificios, las tierras negras, las
enormes estepas heladas, y en medio de ellas los hombres, con sus problemas, sus piojos,
sus amores, sus sueños.
No eran libros doctrinales, eran, ahora casi creo que teníamos razón, reportajes sobre el
alma rusa en un momento de conflicto, de grandes luchas por el pan, por las ideas, por los
hijos, en defensa de la tradición.
Cemento, Las cabalgatas de Budiendi, El tren blindado, El Volga desemboca en el Mar Caspio.
Juntamente con estos libros y otros muchísimos nos llegaron las novelas de la Primera Guerra:
Sin novedad en el frente, El Sargento Krisha, Los que teníamos doce años, Eros en las trincheras, El
Fuego y El Infierno de Barbusse, qué se yo.
Instintivamente nos dábamos cuenta de que un mundo, sus conceptos, se hundía. El
valor del hombre había cambiado, retrocedía al cero de donde procedía, a ese caos, a la nada
que tanto temió Santo Tomás porque, decía, como el hombre procede de él lo busca, siente
su atracción y se entrega a él.
Se borraba ante nuestros ojos estupefactos un cuadro de valores que habíamos acep-
tado todos. Aquellos hombres, franceses, ingleses, alemanes, que tanto admirábamos. Los
italianos tan finos, se nos derrumbaban procurando amor encima del fango, violentamente.
Las frías matanzas, los abusos contra la propiedad, los nuevos Herodes matadores de niños,
los incendiarlos acabando con las casas pobres, los establos con sus caballos, con sus pobres
vacas mugiendo lastimeramente, nos helaban la sangre. El mundo no se guiaba por ideales
y aunque unos éramos partidarios de los Aliados y otros de los Alemanes –ya la guerra
había acabado– todos teníamos la sensación de que habíamos perdido algo importante, que
habían naufragado las mejores esperanzas, porque si en ese horror caían los pueblos más

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HÉCTOR INCHÁUSTEGUI CABRAL  |  EL POZO MUERTO

adelantados de la tierra sólo porque se aflojaron los resortes de la autoridad y el derecho


había sido sustituido por las necesidades de la guerra, necesidades industriales y necesidades
asquerosamente humanas, ¿qué podíamos esperar de nosotros mismos, en qué poníamos
fe? Si los arquetipos de la bondad y de la sabiduría mataban a las viejas, degollaban a los
adolescentes a la vista de sus padres; si las ciudades, las aldeas, las tristes casas aisladas del
campo, se destruían sin ningún fin práctico, salvajemente.
De ahí nació nuestra fe en América. Moreno Jimenes, de nuevo, fue el culpable del
cambio. Se había convertido en una especie de profeta de lo americano, en un Whitman que
sentíamos más cerca de nosotros.
La caída en una especie de abismo de desesperación y de desencanto encontraba
en Moreno Jimenes, en su prédica poética, un asidero, un consuelo contra un mundo
desquiciado.
Nos enseñaron a amar las cosas pequeñas, lo humilde, a saber que detrás de unos hara-
pos hay un alma de la misma marca que cualquier otra fabricada por Dios, con sus anhelos,
capaz de sentir a la divinidad en la majestad de la noche, aunque haga frío y el hielo muerda
los pies apenas defendidos por unas cortezas de abedul.
Jamás paramos en lo político. Quizás si los rusos hubieran llegado solos éste hubiera sido
el camino a tomar, pero vinieron de brazo de los franceses y de los alemanes. No teníamos
el menor derecho a distinguir entre una barbarie sencilla y una barbarie ilustrada. Todos
eran hombres arrastrados por un torbellino, maléfico cogidos entre los dedos de un desas-
tre físico y moral. Lo mismo nos parecían los alemanes de Renn, de Remarque, de Zweig;
los franceses de Barbusse, que los rusos de Gorki, de Pilniak, de Borodin, de Glaskov. Eran
hombres perdidos, arrastrados por los vientos de la impiedad y del fanatismo, por las aguas
sucias de los vicios y de la inhumanidad.
Para salvarnos teníamos que volver a lo nuestro. Era como un retorno al buen salvaje,
volver los ojos al momento en que Chateaubriand puso de moda al hombre americano al
natural. Europa no tenía nada que hacer. Lo que durante siglos había constituido el ideal
humano, el ejemplo digno de imitación, rodaba por un fango ensangrentado, entre ruinas
humeantes, debajo de los rotos zapatos de hombres que habían perdido a Dios, carentes de
esperanzas, sin fe.
Nos negábamos a aceptar la salvación que del otro lado del mar se nos ofrecía. El es-
pectáculo que habíamos visto gracias a los libros nos desalentó profundamente. Sentíamos
la necesidad de sujetarnos de algo, pero ese algo no aparecía. Teníamos urgencia de fe, y el
cuadro que nos pusieron por delante nos cerraba todas las sendas. ¿Quién podía llenar el
horrible vacío que nos cayó en el alma? ¿En nombre de qué ideales podíamos actuar? ¿Qué
había de sagrado, qué quedaba, en un mundo en que los mejores hombres hacían las cosas
peores, riendo, rascándose las llagas, las que brotan en la piel como una flor indecente o las
que se esconden, purulentas, en las entrañas? ¿Qué podíamos nosotros, en el período de las
indecisiones, contra esas olas negras de pesimismo, contra las trampas de las ideologías,
contra el poder de la verdad que desataba sobre la tierra sus caballos locos, los elefantes
borrachos de las guerras de Cartago, contra las infectas miasmas que se levantaban de la
vida de los grandes pueblos y que nos ahogaban, nos cegaban?
Instintivamente cantamos el paisaje de la tierra, con sus cactus solitarios, con sus ba-
yahondas que ofrecen su escasa sombra al ganado, con sus ríos secos, con sus hombres
pobres y humildes.

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

Teníamos enfrente el material: nuestra propia gente. Pero había que elevarla de condición,
limpiarla, higienizar sus casas, alimentar mejor sus espíritus.
Debía acabarse con el predominio de los mejor retribuidos sobre las muchachitas que
sin llegar a mujer tienen que ofrecerse para garantizarse un pan triste, visitas de semana en
semana, un poco de amor que no sabe a amor. Para ellas sólo el paisaje duro de la sabana
bajo el sol impiadoso del mediodía, el suave aroma de las madrugadas cuando se va por
agua al río o al pozo que se levanta llorando en la voz de los carrillos mohosos en una orilla
del pueblo. Quizás las pequeñas florecillas silvestres, azules y moradas, que nacen después
de las lluvias, o los abrojos amarillos, pegados del suelo, inclinándose cuando una abeja
extraía de ellas sus más finos azúcares.
Las noches vacías. La otra media cama sin calor, abandonada. El viento forcejeando allá
arriba en los árboles o arrastrando sus alas ligeras por los caminitos pequeños, arremolinando
hojas secas, trozos de viejos papeles amarillos.
Era menester mucha agua, mucho medicamento, escuelas, vacas, caballos, semillas.
Teníamos que hacer florecer al desierto. Necesitábamos verde tierno de hojas nuevas
allí en donde reina lo ocre y las espinas.
Los que no conocieron ese desengaño, los que no se tropezaron con una duda tan gran-
de, tan profunda, tan vital; los que no tuvieron por delante esa sensación tremenda que se
siente junto al abismo, no podrán saber jamás cuál es la razón profunda para que un grupo
de hombres, que no era sólo nuestro grupo, se echara en brazos, pero ya en serio, de Trujillo,
atraídos por un programa que tenía mucho de común con nuestras únicas ilusiones, con
el único ideal que habíamos podido salvar de un naufragio que se había producido ante
nuestros propios ojos.
Pero su programa necesitaba, para realizarse en la amplitud que él lo describía, que
no quedara un pedazo de nuestra tierra que no fuera objeto de preocupación, que nadie se
sintiera huérfano de la acción directa del Estado. Debíamos ir señalando los huecos, quitar
de en medio cuanto nos legó el pasado y que no era más que un tropezadero, destruir los
que juzgábamos ídolos falsos, tradiciones negativas, y nos dimos a criticar, ásperamente, las
guerras civiles, que encima de sus pilas de muertos, de sus cadalsos, no lograron dejarnos
por herencia un espíritu público, una opinión pública sana, una conciencia social. Mientras
otros pueblos americanos habían sacado de la Colonia, del estado de provincias de España,
de la Autonomía, como el caso de Cuba, cierta conciencia política y hasta un adiestramiento
parlamentario, de ejercicio y defensa de derechos, nuestros Caudillos, más o menos inele-
gantemente, sólo habían peleado. Lo importante para ellos eran las condiciones animales
del hombre: su capacidad de aguantar hambre, sol y sereno; su sobriedad, y por otro lado:
la destreza en manejar las armas, que fuera capaz de hacer matar, de vivir en el monte, de
mantener, por la sola autoridad del valor, la disciplina de hombres, soldados, pobres solda-
dos, enrolados en celadas, atrapados en medio de los campos que sembraban, al lado de las
pobres bestias que llevaban al río.
Ni los mejores se salvaban. Si entre esos hombres, ennegrecidos por la pólvora, galantes
en los pobres bailes en donde el olor de sudor es denso y ofende el olfato no habituado, se
encontraba alguno con cultura, si habían sido bien educados en Francia, en Inglaterra, en
Alemania, peor para ellos, porque considerábamos que una conciencia desarrollada, vamos
a decir, no tenía derecho a entrar, a punta de revólver, tras el filo de machete, en unas luchas
de facciones sin banderas, que no defendían nada digno, que eran, juzgadas desde el ángulo

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HÉCTOR INCHÁUSTEGUI CABRAL  |  EL POZO MUERTO

de la opinión, del mismo flojo estilo, de idéntica debilidad ideológica. No eran guerras por
federarse o no federarse. No eran peleas entre liberales y conservadores, entre fanáticos y
comecuras, entre letrados e iletrados, eran bandas a cuya cabeza iba el Caudillo, generalmente
un hombre de bien, honrado, probo, de pocas luces, contra bandas dirigidas, electrizadas
a veces por el otro Caudillo serio, honesto, buen padre y buen hermano, pero sin mayor
preparación, carente de un ideal concreto, de una aspiración de categoría. Era, nos parecía,
un matarse por matarse porque al fin y al cabo Revolución y Gobierno podían cambiar de
papel y todo seguiría igual.

Baní (1933)
Por lo menos una vez al mes volábamos más bajo. Cuando yo acababa de cobrar, si
Federico Germán había vendido mucho polvo de tocador o Rafael Herrera tenía dinero. De
tarde en tarde Xavier Amiama recibía unas misteriosas remesas de la capital o Tomás Báez
Díaz se hacía parte del grupo.
En vez de la trastienda de las pulperías nos encaminábamos al barrio alegre: dos o tres
casas de cana con mujeres y unos conjuntos musicales las de más categoría, las de menos,
tenían que conformarse con un fonógrafo.
Las mujeres eran los desechos del Hospedaje de la capital con muy raras excepciones.
Estaban en el penúltimo escalón de las clasificaciones que podían fijarse así: las de primera, las
de un paso o una carrerita corta, si eran agraciadas, operaban en la capital y en las principales
ciudades del país, con casa montada; las de la segunda se iban a Puerto Príncipe, a Haití.
No sé por qué ellas siempre decían “el Príncipe”. De allí regresaban, ajadas, pero con las
arrugas rellenables y escondibles, a los barrios apartados de la capital, a vivir en enjambres
de donde caían, en dolorosa transición, en el Hospedaje.
Y del Hospedaje se extraía casi todo el material humano que se nos ofrecía. Pero
todavía era posible hallar una clasificación más baja, visible hasta en el mismo Baní en
donde, perseguidas por los años, los estragos de las noches sin sueño, el continuo beber
y las enfermedades se iban para los “badenes”, prostíbulos silvestres generalmente esta-
blecidos a las orillas de los ríos que hay que cruzar para ir a la zona cafetera. Operaban
en época de cosecha y las víctimas eran los arrieros que conducían las recuas cargadas y
que retornan con unos pesos en los bolsillos. Cosa desacostumbrada; en los “badenes” se
podía obtener todo a crédito.
Tomábamos una mesa. No nos hacían mucho caso porque las atenciones eran para
los clientes ricos y asiduos y nosotros, con dolor de nuestro corazón, no éramos ni una
cosa ni la otra.
Entonces se bebía cerveza, un lujo sobre otro lujo. Poco a poco, con mirada escudriña-
dora, íbamos buscando compañía y le dábamos unas aburridas de padre y muy señor mío
porque en medio de aquel ambiente volvían a prenderse las controversias filosóficas, las
disputas históricas, el chorro inacabable de citas.
Se bailaba. El aire estaba viciado de vulgaridad, de exaltada animalidad. La alegría era
estúpida, pero llena de una vida fuerte y oscura que hace irritables a los hombres. A las
mujeres las hace sentirse importantes, el centro encantador del torbellino.
La atmósfera, cargada de humo, de perfumes baratos, de insolencia, azotaba las caras
como un pesado, espeso, viento torpe.

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Se desgañitaba el cornetín, roncaba insinuante el bombardino, se volvían locos tamborero


y tambor. El del güiro se dormía, la cabeza ladeada, con un grueso puro apagado entre los
labios babeantes.
Nuestro dinero no soportaba la sed de las mujeres, que tenían comisión en el consumo
de las mesas, y como nosotros no queríamos quedarnos sin nada bebíamos tan rápidamente
como ellas.
Discretamente se hacían las cuentas. El dinero se había terminado. Hacíamos que vinie-
ra el dueño y el más conspicuo por sus ingresos permanentes solicitaba crédito, que le era
negado rotundamente. Pagábamos, malhumorados, y salíamos echando pestes.
Una noche Rafael Herrera, tan serio, tan formal, propuso que castigáramos ejemplar-
mente al insolente: debíamos quemarle la casa. Los elementos de destrucción que teníamos
a la mano eran pocos y no muy adecuados: fósforos, cigarrillos encendidos y piedras. En
cantidad apreciable sólo había piedras, es cierto.
Encendimos más cigarrillos y desde la oscuridad los lanzábamos sobre el techo de cana
que nos parecía que de un momento a otro sería pasto de las llamas.
Nuestra indignación, y nuestro miedo, eran grandes. Quien tiene un deshonesto
medio de subsistencia, como en el caso del dueño del establecimiento, carecía de de-
recho para negarse a aceptar la palabra, la promesa de pago, de un grupo de hombres
cabales.
Fracasados los primeros intentos alguien halló un trapo viejo entre los arbustos. Aquello
cambiaba de aspecto: lo sujetamos a una piedra y lo encendimos. Conteniendo la respiración
lo lanzamos de nuevo sobre el techo. No era el brillo humilde de los cigarrillos que se apaga-
ban, esto iba de veras. Echamos a correr por los caminos tortuosos primero, hacia nuestras
casas, y luego por las silenciosas calles dormidas. Cada quien para su hogar.
Despiertos aguardamos que la voz de alarma hiciera que repicaran a rebato las campanas
de la iglesia, como era uso, anunciando el incendio, pero las campanas siguieron mudas y
nos dormimos. No pasó nada.
De ese ambiente, de los recuerdos de esas noches, del directo conocimiento con aquel
pequeño mundo un poco sucio, saqué el escenario, muchísimos años después, de Muerte
en El Edén.
Los personajes eran de otra procedencia: Colás no es un retrato, son dos retratos super-
puestos. Un mecánico, policía de acción y de otro mecánico policía inductivo, deductivo e
imaginador, como describía alguien por ahí el detectivismo científico.
El policía de acción llevaba gran revólver, cinturón de cápsulas, unas esposas siempre
brillantes y un gran mazo de llaves que le colgaban del cinturón. Si había que perseguir a
alguien por las lomas, él era el primero en aparecer en su mula; si era por los lados de la
costa, en su caballo. Espantaba a los muchachos después de las nueve de la noche y tenía la
facultad de maullar como un gato.
El otro, el inductivo, deductivo e imaginador, no salía de su taller. Analfabeto tenía
que arreglárselas con las versiones orales de los crímenes, de los robos, de los raptos, de
la desaparición de vacas, burros y chivos. Preguntaba mucho, muy serio, reconcentrado.
Después de pensarlo bien, de rascarse la barba, de pujar en distintas escalas, ofrecía la solución
razonada. Yo no sé si acertaba o no, pero aquello siempre me pareció magnífico.
Puse a un policía sobre otro y saqué a Colás, el héroe bastante chasqueado de mi novelón
en verso.

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HÉCTOR INCHÁUSTEGUI CABRAL  |  EL POZO MUERTO

La Cueva (primera parte)


El dormitorio de Rafael Américo Henríquez, de Puchungo como lo hemos llamado
siempre, daba a la calle. Yo no podría determinar cuándo comenzaron las reuniones y mucho
menos el momento preciso en que adquirieron carácter.
En el fondo la cama, a un lado el armario, no lo recuerdo bien. En el centro nos acomo-
dábamos en mecedoras los que llegábamos primeros, en sillas y en el poyo de la ventana
los últimos. De cuando en cuando nos traían café cargado de aromas.
Don Enrique Henríquez, el padre de Puchungo, sin proponérselo, vino a ser una
especie de guía, mucho más travieso que cualquiera de los jóvenes del grupo. Llegaba
abanicándose con un gran pericón de guano que también le servía de pantalla para
bostezar libremente.
Espíritu joven, ardiente, entusiasta, metido en un cuerpo cansado, detrás de unos ojos
que los años iban apagando.
Le oíamos con gran respeto: pesaba mucho su gran obra de poeta, por fin reunida por
sus hijos póstumamente; su gran experiencia de abogado, su largo pasado político y el co-
nocimiento que tenía de los sucesos que vio, de los hombres que entonces trató; su contacto
con el gran mundo capitaleño, la fama que tenía de haber sido el trasnochador más perse-
verante que hemos tenido y de quien Puchungo heredó la hora de acostarse y no sé si la de
levantarse, allá entre doce del día y las dos de la tarde.
Fuimos muchos para ser un grupo homogéneo. Las diferencias de edad, la disimilitud de
las formaciones, el abismo de los caracteres, las regiones de donde procedíamos, las ideas que
teníamos en materia de letras, nos separaban, y a pesar de todo nos sentíamos unidos, con
mucho de común, pero jamás pudimos presentar un solo frente, nunca llegamos a constituir
baluarte y punta de lanza de una escuela, el asiento de una capilla literaria.
Máximo Coiscou, nos leía, con una salmodia en que silbaban las eses, enseñando los
grandes dientes pulcros, nostálgicos versos de su cosecha, y a su turno hacía reparos, eru-
ditos, gramaticosos, a los de los demás.
Puchungo, leía sus poemas hermosos. Hacía un hociquito y deformaba las palabras.
Escribía laboriosamente, verso a verso, y al terminar la factura era impecable, claros los
sentimientos expresados, joyas de delicado artista.
Franklin Mieses Burgos, nos dio la primicia de sus composiciones, siempre elegantes.
En apariencia frívolo trabajaba arduamente todas las noches hasta la madrugada, leyendo,
anotando, martillando insomne sobre el yunque, pero no se crea que el suyo ha sido nunca
el yunque de una herrería cualquiera, no, trabaja con el yunque de Vulcano, porque fue
siempre de gran categoría. De aquel Franklin que yo conocí y envidié, que reunía a su redor
un grupo de literatos jóvenes que para mí, menor en unos cuantos años que ellos, tenían
mucho de alquimistas, de trovadores que saben arroparse en las sombras de la noche, que
fumaron opio alguna vez, que estaban cerca de drogas y filtros terribles, mediaba una gran
distancia que me hizo ver que aquella fama no era más que un modo de presumir de irreales
y malditos. Lo recordaré siempre enfundado en una vieja bata china color oro antiguo con
un gran dragón en la espalda, un feroz dragón al que faltaban casi todas las garras y una
pata entera. Su inspiración, su dedicación, su rigor autocrítico, lo han elevado a una de las
más altas posiciones líricas de nuestra generación.
Se leían versos de Miguel Vicente Medina, un poeta que nunca vino de no recuerdo cuál
de las pequeñas aldeas que rodean a Baní por la sencilla razón de que no existía. Publicamos

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sus composiciones en los diarios y revistas. Los críticos opinaron. Tuvo muchos admiradores
y más de un enemigo, públicos y secretos. No podría decir quiénes eran los encargados de
escribir por él y en qué momento nació y cuándo y cómo le dejamos tranquilo paseándose
bajo la luna entre los cerros pelados, moviéndose en un paisaje que, por lo menos, yo he
añorado mucho.
Sócrates Nolasco, firmemente ecuánime, cuyos cuentos admirábamos, cuyos romances
oímos con respeto, lo merecían, hasta en los peores momentos de la lucha entre los nacional-
romancistas y a los que les pusimos la proa.
Pasó Pedro María Cruz, cuyos versos yo repetía. Pasó callado, oyendo mucho. Si nos leía
algo lo hacía con voz entrecortada, como quien entrega un íntimo secreto, el resultado de
una tarea que no se debe pregonar. Todavía sus versos, versos aislados de uno y otro poema
suyo, me vienen a la cabeza, sin saber cuándo y mucho menos por qué.
Nos unió siempre una gran amistad, amistad que él describe en bellos poemas. Cruz se
hacía rogar, no por darse importancia, sino por timidez. Había que sacarle los versos, todo
lo contrario a Medina que no sólo nos leía espontáneamente, como hacíamos casi todos, sino
que antes de empezar nos acogotaba con un criterio de autoridad. Lo que acerca del poema
que iba a leer opinaban Telésforo R. Calderón, Joaquín Balaguer, Rafael César Tolentino,
Rafael Vidal.
Estuvo, también de pasada, Guzmán Carretero, los ojos muy abiertos y brillantes, siempre
como febril y exaltado, y entonces conocimos algunas de las composiciones que reunió en
Solazo, título que tenía para mí un secreto encantamiento, un dulce poder sugerente porque
en Baní se reprende a los niños no porque estén al sol sino al solazo.
Alguien, autoafirmativo, contaba imposibles aventuras en un circo, del otro lado del mar.
Uno de los de grupo publicó una novela. Se pensó en ofrecerle un agasajo.
—Cuando todo esté preparado –dijo–, fijada la fecha del banquete, yo les escribiré una
carta renunciando el homenaje.
Aquello nos disgustó muchísimo y sus relaciones se enfriaron con bastantes del grupo.
Quería convertir lo que era hijo de un movimiento espontáneo en una ocasión propicia
para darse tono, para romperse el pecho a puñetazos, como hacía siempre, públicamente,
en gesto teatral a nuestra costa.
Eduardo Pérez, nos ofreció su experiencia y su sensibilidad. Medio teosofista tenía una
enorme información de las religiones orientales, de las prácticas de los santones, de las po-
sibilidades de los faquires, de las manifestaciones del espíritu humano cuando se desviste
de las perecederas prendas carnales.
Hacía chistes ante las imágenes exageradas, se reía de las violencias que con las palabras
nos permitíamos, constituyéndose en algo así como el despertador del sentido común, en el
guardián de las buenas formas. No escribía, como nunca escribió Mario Sánchez, que sabía
encerrarse en un observador mutismo, pero que cuando le picaba la mosca de la discusión
era de los primeros.
Rafael Damirón Díaz, una vocación literaria abandonada, que no ha querido jamás
hacerse, más o menos, un profesional de las letras, a pesar de las magníficas condiciones
que tiene. Escribió romances, medio en burlas medio en veras, cuando la batalla contra la
aclimatación ilógica, pensaba entonces, de García Lorca.
Mi primo Rafael Herrera no leía nada. Rafael para escribir ha tenido siempre que estar
acuciado, urgido por una necesidad extraña a él, a pesar de dominar una prosa clara, de

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HÉCTOR INCHÁUSTEGUI CABRAL  |  EL POZO MUERTO

contar con un seguro don expresivo y de comunicación. Sólo, que yo recuerde ahora, se ha
entregado sin apremios en una conferencia que dictó en el Ateneo a su regreso del viaje
que hizo a Buenos Aires y que no conozco. Es uno de los mejores traductores del inglés
que tenemos, por la amplitud del vocabulario, por su serio conocimiento de la lengua que
empezó a adquirir leyendo una Biblia protestante detrás de un mostrador luciendo, suelta,
una rebelde melena que más tarde desapareció para quitarse de encima el duro trabajo de
peinarse todos los días. Nos criamos juntos, él me lleva unos días, siempre nos ha vinculado
un afecto, un cariño, que ni el tiempo, ni mis peregrinaciones han logrado enfriar. Corazón
grande en manos de un olvidadizo, escritor serio y magnífico, manejado por un alma reflexiva
y paciente a cuya puerta me parece que nunca ha llamado la ambición literaria, a quien el
vano aplauso de los amigos jamás tuvo los atractivos de esa sirena que a los demás nos
hizo encontrar duros escollos, o embarrancar en playas que creímos solitarias y en donde
recibimos muchísimas pedradas.
Pedro René Contín venía poco. Leía, con su voz llena de matices, versos alados, poe-
mas en prosa llenos de suaves sugerencias. Conocedor profundo de la técnica, sensibilidad
exquisita, mucho más fuerte que cualquiera de nosotros por la solidez de la cultura, por el
dominio y el comercio continuo con las letras francesas e inglesas, que llegaban a nosotros,
mal y poco, a través de traducciones, cuando ya han perdido lo mejor de las esencias.
Estimábamos, ya en todo su valor, sus inteligentes apreciaciones críticas, la seguridad
de su mirada, su certero instinto para hallar, entre los montones de frases, el brillante de
una imagen, el trazo sorprendente de un detalle.
Abad, Babá, hermano de Puchungo, también compartía nuestras tertulias y lecturas. Es-
píritu de precisión nos embarcó en la tarea, si queríamos ser escritores, de aprender bien la
Gramática. De entonces data, y no lo he perdido jamás, los conocimientos serios que tengo
de las sílabas, porque nunca pasamos de ellas. Allí nos detuvimos como mulas testarudas.
Moreno Jimenes, al terminar cada una de sus largas caminatas por el país, nos visitaba.
Algunos le buscaban las cosquillas y le gastaban bromas. Él nos leía sus poemas con tonante
voz que de pronto se quebraba, bajando de tono, en flexión insinuante y perdíamos muchas
palabras.
Yo lo he admirado siempre, y a él debo mucho si algo he podido hacer en años de tarea
literaria. Admiraba hasta la forma de escribir las dedicatorias, con un pequeño lápiz sin
goma, muy estropeado: “Con un mensaje del espíritu”, y frases por el estilo, espontáneas y
tajantes. Era el único que vivía gracias a sus versos, que le daban dos trabajos: escribirlos y
venderlos. Han sido siempre sus libros, pequeños, más cerca, naturalmente, del folleto que
del libro, pero folleto a secas no plaquettes.
Para mí, aparte de la admiración que sentía por sus versos, era maravilloso cómo re-
corría las calles de todos los pueblos del país, con su carga lírica, ofreciendo a impávidos
comerciantes, a funcionarios atareados, a gente a quien no interesan los versos, sus libritos
en donde me parecían bellas hasta las fe de errata porque una vez al pie de éstas escribió,
acongojado: “Oh el eterno dolor de las realizaciones a medias”. Me parecía otro poema.
Con Moreno Jimenes nos ocurría algo extraño: en su presencia o callábamos o le de-
fendíamos con poco calor. Le dejábamos todo el peso de la lucha que tenía que empeñar
para imponer un juicio o para que se aprobara un criterio. Le mirábamos, medio divertidos,
batiéndose con los puños en alto, con los que no comulgaban con sus ideas o no aceptaban
como bueno un verso o una palabra de un verso. Había algo malsano en el fondo: el ansia

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de no perdernos de una batalla verbal a la manera de Moreno Jimenes, pero cuando se


ausentaba, cuando ya él no estaba allí para gritar e imponerse, nosotros tomábamos sus
armas y con una fiereza y un calor, esa misma fiereza y ese mismo calor que desaparecía
con su presencia, gritábamos mucho más que él hasta que la discusión hacía necesaria la
intervención conciliadora de don Enrique.
Ricardo Pérez Alfonseca, en los intervalos de sus largas estancias en el extranjero como
diplomático, frecuentaba la tertulia, con sus elegantes ademanes, con sus opiniones ingeniosas
y un tanto irónicas, con el prestigio que le daban sus viejos versos y el polvo que traía de
los sagrados, legendarios, caminos de otras tierras. Su hermano Eurípides venía, también,
después de sus meditabundos y largos paseos por el Malecón y el Parque Independencia,
denso, espiritual, apoyando contra el bastón la barbilla, siempre –en actitud de oír, actitud
que de pronto deshacía– con una fuerte carcajada.
Manuel Llanes, tratando de impedir que los gruesos párpados superiores le cerraran los
ojos por completo, trabajando en unos misteriosos poemas a los cuatro elementos, poemas
de soterrado y fuerte lirismo. Era el de más aguante: se estaba con Puchungo hasta las cuatro
o las cinco de la mañana.
Objeto de bromas, Llovet afirmaba que tenía un ombligo largo como una cañafístula,
que era disforme. Llanes decía que despojado de las ropas era un Adonis y para probar que
no tenía el ombligo feo, falta de ortografía de la comadrona, se abría la camisa orgulloso.
Llovet volvía a la ofensiva:
—Vaya, lo que parece es un conmutador…
El doctor Luis Heriberto Valdez era el médico del grupo. Vivos los ojillos bajo los cristales
violeta de los espejuelos que continuamente se arreglaba con el índice de la mano derecha.
Apadrinó el bautizo de mi hijo Sergio.
Siempre andaba enredado en dulces problemas de amor y nos llegó precedido por la fama
que le dio su conferencia Cibao y Sur, del ciclo de Acción Cultural, que yo no disfruté.
Se nos desaparecía con frecuencia, por días, por semanas, pero retornaba cargado de
frescas leyendas, que muchas veces suponíamos frutos maduros de su imaginación; con
noticias de excavaciones arqueológicas, con descubrimientos botánicos, físicos, biológicos.
Conversador estupendo, poeta, investigador de la prehistoria dominicana, coleccionista
ferviente de los restos del pobre arte aborigen, organizaba conferencias en Baní y nos llevaba a
todos; daba comilonas en su casa de campo, y preparó excursiones que nunca hicimos. Empezó
poemas que no terminaba y que nos daban la impresión de que eran hermosos pretextos para
situar un hermoso par de versos sorprendidos en un momento de breve inspiración.
Cultivaba para sí una atmósfera de misterio, un parecido con Nostradamus y con Para-
celso. Amigo generoso que siempre tenía sus pesos en los bolsillos era recurso utilizado con
frecuencia en las necesidades, en las serias necesidades y en las alegres, cuando se abando-
naba La Cueva, que no sé quién le puso el nombre ni cuándo, para hacer una excursión por
barrios altos de la ciudad o cuando el apetito, por la noche, llevaba nuestros pasos hacia
alguno de los restaurantes de chinos del Parque Independencia.
Estuvo Andrejulio Aybar, con su románica gran corbata negra de lazo, poeta con obra,
fino músico que ayudó mucho en la primera etapa del renacimiento sinfónico.
A Puchungo y a mí, por encargo de don Enrique, nos tocó acompañarlo en una senti-
mental peregrinación a Baní que terminó en Paya, en medio de la gran sabana oval cuyos
límites los marcaban las pequeñas y distantes puertas iluminadas, junto a un pozo, bajo la

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HÉCTOR INCHÁUSTEGUI CABRAL  |  EL POZO MUERTO

luna, azotados por un travieso viento fresco. Partió hacia Francia. Nos llegaron noticias del
castillo en que vivía, algún poema, y se nos fue apagando una estrella que poco a poco va
cubriendo una nube que a medida que avanza se hace más densa.

La Cueva (segunda parte)


Como creía en lo nacional le hicimos la guerra a cuantos pretendieron injertar en la
literatura dominicana el Romancero Gitano de García Lorca. Pero no era contra el poeta, fue
contra el programa, vamos a llamarlo así, de los que consideraban que era necesario, para
la tradición y para la historia, que se cantara en romance la vida, las hazañas, de los grandes
de las guerras civiles.
Una persona, que no era poeta, lanzó la idea, trazó el ideario diríamos mejor, desde las
páginas de Bahoruco, la revista de Horacio Blanco Fombona.
Entonces escribía allí unos Marginales. Una sección un poco en broma en donde daba
rienda suelta a cierto sentido del humor que la vida ha ido apagando un poco y que a veces
aflora en mis versos.
No recuerdo todo lo que dije, pero le debió parecer muy fuerte. Hablaba, eso sí lo re-
cuerdo, de un “polizón, sentimental” que nos acaba de llegar de España, de un contrabando
literario que estaban tratando de introducir en el país.
Se molestó muchísimo y me salió al encuentro la semana siguiente. La revista era semanal.
Aquello era la indignación patriótica en letras de molde: “alguien ha puesto sobre este
movimiento salvador –decía más o menos ya que no copio a la letra– una sonrisa envenenada”.
Lo de la sonrisa envenenada nos hizo gracia. Y terminaba, en un arranque oratorio: “burlándose
de los que han querido levantar la bandera nacional del fango”. Eso nos hizo reír.
Blanco Fombona me llamó. Debía tener cuidado porque ese era un muchacho muy
violento. Lo mejor era dejar las cosas en donde estaban y no replicar para evitar desagrados
más profundos.
Yo sonreí. Él era amigo mío y la disputa se limitaba al puro campo literario. No tenía
quejas de sus palabras ya que la única imputación que me hacía era que formaba parte de
los grupos que fumaban cigarrillos de olor, y, la verdad, no sabía ni siquiera que existieran.
Fumador impenitente desde temprana edad me conformaba con mi tabaco negro, el que fuma
el pueblo, y que a mí me parecía magnífico. Pero no veía insulto en que le achacaran a uno
preferencias por una marca de cigarrillos o por otra, o que los cigarrillos fueran importados.
Esos estaban muy lejos de mis posibilidades económicas, y además, esto era lo importante:
sencillamente no me gustaban.
La perorata sobre el tabaco tranquilizó a Blanco Fombona y me volví a meter con él y
con el pretendido romancero patriótico, por escrito en Bahoruco y oralmente en La Cueva.
Me entretenía en buscar absurdos en los romances. En uno, si no recuerdo mal, había,
por necesidad de asonantes supongo, un cibaeño “marchoso” y clavé el aguijón. “Un ángel
marchoso pone la cabeza en un cojín”, eran los versos de García Lorca en donde hallaron
el calificativo. Los ángeles andaluces tenían perfecto derecho de ser marchosos, delgaditos,
con sus zapatos de chillones colores, pero un humilde hombre del Cibao, campesino, endu-
recidos los pies dentro de la soleta o el zapato de vaqueta tenía que ponerse ridículo si salía
marchoso, exponiéndose a la risa y a la duda de sus amigos, que en lo marchoso podían ver
la delicada máscara de una inversión sexual.

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

Se ponía como el diablo y reía. Al poco rato cobraba bríos y se rompía el pecho a puñe-
tazos patrióticos, porque “no teníamos derecho a perder un noble material”.
Rafael Damirón Díaz y yo llevábamos la voz cantante de la oposición al romance, y para
demostrar que también teníamos armas como las suyas compusimos romances con el léxico
poético de García Lorca para describir, cómicamente, los santos héroes de dicha persona.
En contra estaba el propio Enrique Henríquez que en aquellas reuniones que poco a
poco se fueron organizando alrededor de Rafael Américo Henríquez, su hijo, gran poeta y
quien al andar de los años me bautizó un hijo, era algo así como un patriarca.
Agobiado por los años, muy mal de la vista, pero lleno de juvenil espíritu, era la voz
más sonora y más autorizada del grupo.
Por encima de su refinado gusto, de su obra, de su empeño en ayudarnos, estaba su gene-
rosidad, su bolsillo abierto a nuestras necesidades, el consejero seguro y experimentado.
Por respeto a veces bajábamos el tono, pero seguíamos, Damirón y yo, dale que dale al
romance.
Don Enrique, que componía en la cabeza, es decir, que cuanto improvisaba lo fijaba con
la memoria y allí lo modificaba, cuando era necesario, escribió dos magníficos: el de Perico
Pepín y precisamente el que dedicó a la muerte de García Lorca. Dos romances de lo mejor
de nuestra poesía.
Don Sócrates Nolasco compuso algunos muy buenos, el de Antonio Blas, que he oído
recitar no hace mucho y que encuentro mejorado por el tiempo que ahora lo envuelve de
dulce añoranza.
Aquello, al fin y al cabo, no hizo escuela, por culpa, en gran parte, nuestra.
Cuando vuelvo los ojos atrás no sé si arrepentirme. A lo hecho pecho, dicen los bárbaros.
Quizás hubiera sido mejor dejarlos hacer y tendríamos hoy más tela de donde cortar. Como
experiencia literaria no me pasa inadvertido que hubiera podido ser muy útil.
Pero, esto hay que pensarlo, si el romance, y en cierto modo el retorno a la estrofa,
hubiera prendido, nada hubiéramos tenido que hacer cuanto, con Moreno Jimenes, nos
habíamos pasado a la acera de enfrente con los versos libres, plurimétricos es nombre de
más categoría y precisión.
Al par que combatíamos el romance escribíamos, principalmente Franklin Mieses y yo,
para quedarnos sólo con los poetas jóvenes.
Mi primo Fabio Fiallo, que caía alguna vez en La Cueva, nos ofrecía sus últimas produc-
ciones. Se le oía con respeto, pero las alas que le elevaron tan alto estaban un poco cansadas.
A pesar de todo se sentía presente y patente el gran poeta.
Rafael Américo, Puchungo, como le decíamos, le buscaba las cosquillas, poniéndole
reparos a algún acento, en el número de algún verso. Fiallo sonreía con sus limpios ojos
brillantes tras los cristales de los espejuelos, y cuando Puchungo no estaba por delante con su
hermosa voz decía: “Hay que tener cuidado con él, es un Fouché de zaguán”, y se refería a
las trastadas y burlas que había organizado, una muy sonada, que derrocó a Moreno Jimenes
entonces Pontífice del Postumismo. La revolución la organizó Puchungo en parte y llevó
a la Colina Sacra, allá en Villa Francisca, a Zorrilla, un poeta fabricante de mosaicos, muy
cansado de cuerpo, que manejaba muy mal las pantuflas, y que de tarde en tarde acertaba
con un verso.
Lo conocí en un patio, un caminito entre dos pilas de arena, con un fondo de cajitas, más
bien jaulitas, llenas de mosaicos acomodados en una paja blanquecina.

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HÉCTOR INCHÁUSTEGUI CABRAL  |  EL POZO MUERTO

La casa era pobre. Al fondo había unos galpones y unas maquinarias cubiertas de polvo.
Algún árbol, el tronco con mil cicatrices, con clavos metidos hasta la cabeza, intentaba dar
sombra a aquel patio lleno de cajones. Estaba, nada menos, que en la Colina Sacra.
Pero así como mala fue la impresión primera que me hizo, bajo su camisa cubierta de
cemento, buena fue la charla que sostuve con él, sentados en una mecedora, saboreando un
café estupendo.
Tenía seguridad en sus ideas, estaba firme en sus convicciones y los poemitas que me leyó,
buenos. Cuando vine a darme cuenta la noche se nos había echado encima. Me acompañó, me
guió, entre los montones de arena y las cajas rotas. Me estrechó la mano y sentí afecto hacia él.
Pero lo del romance no acabó así. En el peor momento de las discusiones a Puchungo se
le ocurrió darle una broma a Máximo Coiscou, quien estaba horrorizado del tono que había
adquirido la disputa, la escrita y la oral.
Una noche Puchungo y algunos más del grupo, a las dos de la mañana, fueron a tocar
a la puerta de Máximo, en su casona de la Avenida Independencia.
Fue necesario esperar bastante y al fin sacó la cabeza, metida en un gorro de lana, sor-
prendido. Estaba enfundado en unos calzoncillos, de lana también, que le llegaban a los
tobillos. La camiseta terminaba en unas mangas apretadas en las muñecas. Encima se puso,
como quiera, una sábana.
Puchungo le explicó: la polémica entre Juan y yo había llegado a extremos muy serios.
Juan me había retado a duelo y yo había aceptado. La hora fijada para el encuentro eran las
seis de la mañana y se venía por él para que con su autoridad, y como amigo de los dos,
tratara de evitarlo.
Máximo movió la cabeza tristemente y se arregló un poco la sábana. Él, por desgracia,
no podía salir. Tenía mucho catarro. Para demostrarlo tosió un poco.
—”Desde luego yo no puedo ser indiferente ante una desgracia como la que puede ocurrir.
Inmediatamente voy a llamar a mamá para que le encienda unas velas a los Santos”.
Y olímpicamente, tosiendo un poquito dijo “buenas noches” y le dio al grupo con la
puerta en las narices.

Los trabajos y los días (primera parte) (1927)


En el 1927, más o menos, comenzó un período difícil para mi familia. Bajaron los ingre-
sos y decidimos entre todos que yo debía prepararme para trabajar para ayudar a la casa.
Tenía 15 años. Por las mañanas iba a la escuela y por las noches estudiaba comercio en la
Academia de García y García: contabilidad, gramática, caligrafía, aritmética.
Unos meses después, muy adelantado, uno de mis profesores me llevó a trabajar con él
en la Fábrica de Mosaicos Tavares. Me dieron una bicicleta y muchísimos recibos. Cobraba,
ayudaba un poco en la oficina y hacía los depósitos en el banco.
Me familiaricé con el trabajo de los mosaístas, con la tarea de los que hacían escalones
de granito, con los que fabricaban bloques de cemento y arena.
Niño al fin después de los cobros del día me iba a las Ruinas de San Nicolás a reunirme
con los viejos amiguitos, a verles jugar y a jugar yo también.
A pesar de todo, quiero decir a pesar del sueldo y de que no tenía que realizar faenas
duras o desagradables, no me sentía a gusto y un buen día me llamó Bebé Marchena,
del Royal Bank of Canada. Unas semanas antes le había conseguido ocupación fija a

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dos entrañables amigos: Francisco Martínez Alba y Ricardo Mejía. En la Santo Domingo
Motors, me explicó, necesitaban a un joven. El sueldo era muy bueno, mucho mayor que
el que se me podría pagar en el banco por el mismo trabajo. Había hablado con él Amadeo
Barletta y él se adelantó a recomendarme.
Cambié de ocupación y gané más dinero. Ahora eran $15.00 semanales, casi tres veces
más de lo que venía percibiendo.
Pero con los beneficios vinieron los perjuicios. En el entretanto la situación de mi familia
había mejorada mucho. Vivíamos en casa propia, hipotecada, pero en casa propia. Teníamos
un auto, una pequeña tienda, una lechería.
No necesitaban mi dinero y yo me las arreglé muy pronto para gastarlo todo, concien-
zudamente.
Al principio eran visitas esporádicas, a escondidas, a los barrios infames. Baile, aventu-
rillas con una mujer cualquiera, pero sucedió lo que tenía que ocurrir: una se fue ligando a
mí, poco a poco, sin que yo y posiblemente sin que ella tampoco lo notara.
Pronto sólo a ella veía. Juntos recorríamos las sucias calles en donde se arremolinaban
marineros que hablaban en inglés, en alemán, en sueco. Enormes daneses borrachos, solda-
dos serios apoyados en sus rifles, caras con las huellas de todos los vicios, trasnochadores,
músicos, serenos, insolentes vendedores de perfume, de drogas, de billetes de lotería.
Conocí de cerca todo lo feo de la disipación, los borrachos que piden limosnas de ron o
de cerveza, gorrones de profesión, chulos muy limpios, los dedos llenos de gruesos anillos;
campesinos asustados, turistas de tierra adentro que deseaban probar la alegría, aquella
alegría espesa de la capital; los ricos que llegaban en auto y el auto se quedaba esperándo-
los; galleros triunfadores y galleros vencidos. Se les conocía, a los primeros, por los gruesos
fajos de billetes de banco.
Comí en restaurantes horribles, en mesas sin mantel, con cuchara, y me limpiaba la boca
con cuadrados pedazos de áspero papel que en sus buenos tiempos debió ser blanco. Aquello
era, naturalmente, baratísimo y el gusto, lo recuerdo con nostalgia, sin igual.
Aquella mujer me lucía orgullosa en los salones que llenaban con sus alaridos las
trompetas, bajo un cielo raso pintorreado con los más feos colores, combinados sin el menor
sentido artístico.
Estaba orgullosa de mí, que le escribía versos, que no decía palabrotas, que nunca me
vio borracho, que estaba casi siempre cuidado y limpio.
Lo que al principio era como una cualquiera de las otras aventuras de los lupanares, fue
cambiando, sin que nos diéramos cuenta, en una pasión violenta, absolutamente carnal. Yo
entraba en la adolescencia, ella debía tener 22 ó 23 años.
Las noches sin dormir, los excesos de toda especie, y la obligación de estar temprano en
el trabajo, a las siete y media de la mañana, me hicieron perder muchas libras, mi color se
volvió terroso, me dolía con frecuencia la cabeza y para poder estar bien despierto frente a
mi escritorio tenía que mojarme la cara y la cabeza con agua fría.
Yo llevaba la contabilidad del taller de reparaciones. Allí, con los mecánicos: españoles
serios, italianos concienzudos, dominicanos alegres, adquirí ciertos rudimentos de su arte,
podía distinguir las fallas de un motor, determinar, casi, el costo de un arreglo.
Mi familia se alarmó. Mi padre, indignado por las horas en que venía a la casa por las
noches, me tomó de una oreja y me obligó a dejar el trabajo, a volver a mis estudios.
Sin dinero ya, muy triste, vi como la pasión se iba apagando.

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HÉCTOR INCHÁUSTEGUI CABRAL  |  EL POZO MUERTO

Los trabajos y los días (segunda parte) (1931)


Entré a trabajar en la Secretaría de la Universidad a principios de 1931, como meca-
nografista. Mi hermano Marino, era Secretario, Angel María Gautier, Auxiliar y el doctor
César Dargam, que después fue Prosector del Instituto Anatómico. Con el Rector, un bedel,
algunos criados, constituíamos todo el personal.
La Universidad se alojaba, provisionalmente, en la calle Sánchez. Allí oí las conferencias
de Jinarajadasa.
Habituado a participar en las conversaciones de mis iguales en edad o a las familiares
charlas de la casa descubrí un nuevo mundo: las conversaciones de hombres sólidamente
preparados.
Me quedaba con la boca abierta oyendo al doctor Troncoso de la Concha, a los Vicioso,
Alfau, Perdomo, Defilló, Pardo, Gautier, Elmúdesi y en fin a los Catedráticos. Hablaban
de política, de derecho, de las costumbres, de arte, de medicina. Interpretaban los sucesos
recientes a su modo y en forma clara, concisa, como si fueran exactamente los dueños de
la verdad.
Oí las cátedras de Derecho Penal de Angel María Soler, las de Fisiología de Arístides
Fiallo Cabral, mi primo; las de Parasitología de Marchena; Derecho Civil de Peynado.
Curioseaba por el laboratorio de García Obregón en donde luego trabajó mi hermano
Sixto. Presenciaba las intervenciones que hacía, a la hora de la Dentística Operatoria, el doctor
Ramírez; seguía de cerca los trabajos de los estudiantes que fundían oro, hacían amalgamas,
vaciaban caucho y molestaban.
Ya bien instalados en la calle Isabel la Católica la biblioteca me atrajo. Juan Luis Caste-
llanos, el bibliotecario, me hacía firmar un recibo y juraba no sacar los libros del local.
Leí prácticamente a todos los clásicos castellanos, por lo menos las ediciones de La Lec-
tura. Descubrí los trabajos de Dámaso Alonso, los de Pedro Henríquez Ureña que más tarde
debía venir al país. Me lancé decidido en ese mar de ciencia que es Menéndez y Pelayo. Leí
El Quijote en la edición grande de Rodríguez Marín.
A las cinco y media cesaba un poco el ajetreo de la oficina. Don Federico Henríquez y
Carvajal, el Rector, se marchaba. Yo, que estaba de guardia mientras había cátedras, leía,
leía y escribía, poemas, cartas, cuentos, artículos para la prensa, para la de Baní y para la
de la capital.
Copiaba programas, y los vendía. Mi sueldo, $27.50, se reforzaba un poco, no mucho, pero
para algo servían esos cincuenta centavos, el peso y medio, que de tarde en tarde cobraba.
Tenía tres meses de vacaciones que siempre pasé en Baní, es decir, hasta 1933 año en que
me casé. A partir de entonces venía a la oficina los sábados por la tarde y los domingos en
la mañana, a escribir, a leer, y a recibir visitas telefónicas.
¿Cómo empezó aquello? no lo recuerdo, pero el caso es que tenía unas novias telefónicas
para los domingos en la mañana. Desde luego que yo sabía muy bien quiénes eran, pero no
pretendí pasar de ahí, de aquellos largos y acaramelados coloquios, porque era demasiado
pobre y quizás, también, excesivamente joven.
Nos leíamos versos de nuestra propia cosecha, nos hacíamos promesas, nos describíamos
el mundo, señalando las diferencias de caracteres, las infidelidades horribles.
Las veía en la calle y distraídamente volvía a otra parte los ojos. No me interesaban
como seres de carne y hueso, como personas, como mujeres, y no porque carecieran de
encantos.

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A mí me gustaba, yo prefería lo que eran ellas envueltas en misterio, lejanas, separadas


de mí por barreras que yo me encargaba de hacer infranqueables.
Si les hubiera hablado en la calle, de haberlas visitado, el encanto hubiera quedado roto
para siempre, y yo defendía el encanto, la mágica atracción que ejercían sobre mí a así, del otro
lado de un mundo cuyos secretos no me importaban, pero que sabía muy bien que existían.
Esa es, sin quizás, la época de mi mayor producción poética y de entonces no me quedó
nada. Eran, si se quiere, reportajes líricos del alma, periodismo en verso sobre pasiones un
tanto de la fantasía, pero pasiones ardientes.
Y no sé por qué, yo debía sentirme satisfecho, con Candita, a quien escribía cinco cartas
semanales, es decir, una por cada día que no estaba con ella, que no estaba en Baní, y mis
novias telefónicas. Debía estar orgulloso y los versos eran tétricos, llenos de cementerios con
cipreses, que no había visto nunca; con frías estatuas de mármol con los brazos cercenados.
La Muerte, el frío, las noches oscuras, lo tenebroso, me atraían y junto a una vida exuberante,
en medio de una existencia que tenía mucho de dulce remolino, mi acento era quejumbroso,
prefería los colores oscuros. Descubrí a Nerval y a Baudelaire. Me cayeron en las manos los
Poetas Malditos, y la tendencia, naturalmente, encontró sólidos apoyos.
Fabio Herrera o Rafael Aquiles Cabral, primos míos, que conocían aquellas tremendida-
des, deben recordar algo. Por suerte, yo creo que por suerte, esos papeles, librotes enormes,
se me perdieron o me los botaron. Ha sido mucho mejor así.
En el 1933 me casé. Era demasiado pobre para dar todas las semanas un viaje a Baní,
que me costaba $2.00 cada uno. Al mes eran $8.00 ó diez pesos, según fuera el mes de cuatro
o cinco sábados.
Me casé profunda y seriamente enamorado, sin tener la menor idea de lo que vendría
detrás, de tan pobres que estábamos entonces.
Unos días antes de boda, fijada para el 5 de agosto, los amigos me invitaron a una cena
en un restaurante chino. Yo habría logrado reunir, vendiendo programas, unos $30.00, suma
con que debía hacer frente a los gastos de la ceremonia.
Comimos y bebimos, alegremente. El grupo era grande, con buen apetito y mucha sed.
Se fue haciendo tarde y el doctor Luis H. Valdez, quien apadrinó a Sergio, mi primogénito,
tuvo que irse, en pos de su traje de sereno como decía, porque su casa estaba muy lejos en
lo que entonces se llamaba San Carlos Land.
A la hora de pagar unos soltaron unos pesos, pero el gasto había sido enorme y para
que no interviniera la policía, que era lo de lugar, tuve yo que completarlo, con dolor de mi
corazón. Las economías se me redujeron, de golpe, a la mitad.
Y para peor: el día en que le avisé a don Federico Henríquez y Carvajal, a mi jefe como
Rector de la boda se quitó rápidamente los espejuelos, se rodó hacia abajo en la silla, y con
su ronca voz me preguntó:
—Héctor, ¿cuántos años tienes?
—Verá usted: el 25 de este mes –estábamos a fines de julio– cumplí 21 años.
Calló, se retorció el pelo, blanco con manchas de tinta porque le quitaba los pelillos del
papel a la pluma allí, encima de la oreja derecha. Movió la cabeza para un lado y para otro,
con cierta pesadumbre. Siempre me dio grandes muestras de afecto. Y sacando fuerzas de
lo hondo, suavemente, pero en tono de reprobación me dijo:
—Eso es un disparate. Los hombres se casan a los treinta y siete años.
Mucho tiempo después supe que esa era, más o menos, la edad en que él se había casado.

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HÉCTOR INCHÁUSTEGUI CABRAL  |  EL POZO MUERTO

Los trabajos y los días (tercera parte) (1933)


Se nos asignó en la casa de mi abuela –Casa-Madre la había yo llamado en unos versos
que sirvieron a Moreno Jimenes para que me lo colgara de sobrenombre– un aposento con
piso de tierra. Mis tíos se encargaron de buscarme unos muebles. El día de la boda Fabio
Herrera envió las bebidas y la celebración se hizo en casa de Aquiles Cabral.
A los dos días de casado volví a reunirme con el grupo, fui más bien a verlos y a salu-
darlos, sin la menor intención de quedarme con ellos.
Me picaron el amor propio jurando que ya no podían volver a contar conmigo, que Can-
dita me tenía prohibido –aseguraban– que estuviera en la calle hasta tarde de la noche.
Bien, me quedé, amargado, pero sin confesarlo, remordida la conciencia, pero sin dejarlo
traslucir. Sentía dolor de mi cobardía y permanecía con ellos, tratando, en vano, de seguir
la conversación, de intervenir en las disputas. El ron me caía en el estómago sin hacerme el
menor efecto. Aquella noche hubiera querido emborracharme e hice esfuerzos por lograrlo,
pero no pude.
A las tres de la mañana, después de la clásica disputa en el parque, cada quien tomó el ca-
mino de su casa. No se burlaron de mí, o se les olvidó todo lo que al principio habían dicho.
La puerta de la calle, cuando faltaba alguien por llegar, no se cerraba. Sencillamente
le ponían una piedra para que el viento no la abriera. Empujé con muchísimo cuidado,
saltándome el corazón aunque me preguntaba por qué. Allí estarían mi padre y mi madre,
podían reprocharme la acción, y estaría Candita, despierta, inundada en lágrimas, sentada
en la cama, pensando que quizás me habían matado, que me había atropellado un auto, que
estaba preso por escándalo o por lo que fuera.
Cerré la puerta. La aldaba estaba muy fría. Procurando no tropezar con los muebles
de la sala me dirigí a mi cuarto. No tenía puerta sino una tosca cortina. Me deslicé del otro
lado. Oí la respiración regular de Candita. Nadie me había sentido ni nadie me aguardaba y
aquello me produjo un hondo desencanto como si de pronto me hubiera quedado solo en un
mundo en donde todos dormían un sueño más profundo que el sueño de todos los días.
Mi padre enfermó a los pocos meses de mi matrimonio. Sin trabajo fijo había estado
recorriendo los pueblos del Sur, vendiendo un libro suyo. Tuvo, primero, una amibiasis,
y se recuperó, pero poco tiempo después no pudo abandonar la cama. El vientre le crecía
y las venas se destacaban, azules y gruesas, sobre la brillante piel blanca. “Es la Cabeza
de la Medusa” me dijo uno de los médicos que lo vio, y me explicaba: “al cerrar la vena
porta la circulación trata de establecerse por otros caminos, y escoge, principalmente, las
vías que están cerca de la piel. El diagnóstico era: cirrosis hepática de origen amibiano. El
pronóstico terrible.
No teníamos un centavo. El periódico de mi padre El Esfuerzo, un interdiario, como él no
lo podía atender, era más bien un ancho hueco por donde se nos iban los pocos pesos que
reuníamos con nuestros sueldos. Casi no se le pagaba al linotipista, ni al prensista.
El mal se agravaba. Era necesario hacerte punciones en el vientre, para que pudiera res-
pirar mejor. El peso de tanto líquido contenido allí empujaba a los pulmones y la respiración
se hacía angustiosa. Sabíamos que la vida se iba en aquel chorro amarillento de suero, pero
él no podía soportarlo.
Caminábamos por la casa como fantasmas. En la calle, en el trabajo, que no podíamos
abandonar, estábamos siempre sobresaltados. El timbre del teléfono, que antes hacía saltar
de alegría mi corazón cuando estaba en la oficina, me cortaba la respiración.

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

Le llevé a todos los Catedráticos de la Facultad de Medicina. No había nada que hacer.
La muerte estaba aguardando, arrancando con mano sigilosa las hojas de los calendarios,
buscando el día preciso en que nos lo llevaría para siempre.
Una madrugada se puso muy mal. Vino el Padre Pérez y le administró los santos óleos.
Había pasado la noche como aletargado, pero cuando rompieron las primeras luces del día
abrió los ojos, claros como cuando no estaba enfermo, nos miró uno a uno, a mamá, a mí,
a Sixto, a Yolanda, a Aquiles mi tío, al Padre Pérez. Hizo un gesto que era muy suyo, una
especie de tic. Buscó a alguien, se echó a llorar y nos dejó.
Yo tenía una de sus manos entre las mías. Sentí, al principio, latir con fuerza la sangre
en el pulso y cómo el pulso se fue apagando. La mano comenzó a enfriarse.
No tenía lágrimas en los ojos, ni estaba asustado. No podía pensar, no tenía sueño, no
estaba cansado. No me sentía a mí mismo.
Pero todas las lágrimas que dejé de derramar en aquel momento he tenido, vamos a
decir así, que llorarlas después. Él ha estado presente en mis grandes dolores, presente en
las grandes satisfacciones y cuando nadie me ve, cuando estoy solo, como ahora que escribo,
lloro. La orfandad no termina nunca. ¿Qué somos sin nuestros muertos queridos? ¿Quiénes
sentirán nuestras penas y disfrutarán de nuestras alegrías? ¿Qué mano detendrá nuestra
mano ante el mal o nos tocará en la espalda para que sigamos haciendo el bien? ¿A quién
mostraremos, orgullosos, nuestros hijos? ¿A quién los libros, todavía olorosos a tinta, que
acabamos de publicar? ¿A quién llevaremos, corriendo, sofocados, las nuevas de nuestros
ascensos, de nuestros pequeños triunfos que ellos hubieran podido magnificar con su amor
dulcemente ciego? ¿Quién nos levantará en las caídas morales, quién, sino nuestros muer-
tos queridos, lejos en el tiempo y en el espacio, pero siempre metidos en el corazón, nos
perdonarán nuestras equivocaciones y errores, sin que sea necesario sufrir el dolor horrible
de la confesión?
No lloré aquella noche. Tenía los ojos ardiendo, secos, pero las lágrimas que han venido
después, la falta que nos ha hecho, que nadie ni nada podrá llenar, se ha empapado muchas
veces de llanto, no importa que uno se vaya poniendo viejo, son las mismas lágrimas, aquellas
que le debía a mi padre que supo querernos, que nos respetó como hijos, que prefirió que
corriéramos por el camino inseguro del arte, de la literatura, antes que uncirnos al estudio
y al yugo de una carrera. El amor de los nuestros se conoce por sus debilidades, y conmigo
lo fue, aunque jamás me lo confesó. Yo he venido a saberlo cuando la vida me fue quitando
telarañas de los ojos, y por eso cuando alguien, como Joaquín Balaguer, se ocupa de él como
escritor, tengo que agradecerlo con palabras que podrán parecer huecas si las dijera, y si una
persona habla de sus virtudes, queda en mi corazón grabada para siempre.

Los trabajos y los días (cuarta parte) (1934)


Tuvimos que mudarnos a una casa más pequeña, de la calle 19 de Marzo, hermoso casón,
a una pequeñita detrás de la Iglesia de San Carlos. Ni siquiera cupieron los muebles, hubo que
amontonarlos, dejando un camino a un lado, en la sala, y los que ni en la sala tenían espacio
en la acera. Llovió y los muebles se mojaron, pero no podíamos hacer nada. La mudanza se
hizo de madrugada, todos estábamos llorosos, reciente la muerte de mi padre.
Como a las nueve vino una señora con una máquina de coser para que se la empeñára-
mos. Desde fuera nuestro hogar lo que parecía era, sencillamente, una casa de empeño.

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HÉCTOR INCHÁUSTEGUI CABRAL  |  EL POZO MUERTO

Poco a poco nos deshicimos de algunos y la vida cobró su viejo ritmo. Trabajaba todo
el día en la Universidad y por la noche me dedicaba, con mamá, mis hermanos y Candita,
a cortar dulce de guayaba. Lo hacían durante el día y se colocaba en unos moldes. Por la
noche se había enfriado y podían hacerse cuadritos que íbamos envolviendo en papel. Se
ponían 130 en un paquete y yo salía a venderlo por los alrededores del Hospedaje. Eran viejos
conocidos de mi padre, de mi tío Santiago, y me ayudaban. El 90 por ciento del pequeño
comercio, estaba en manos de banilejos como yo.
Era “el hijo de Quin”, el “hijo del maestro Quin”, o el sobrino del señor Incháustegui
–decían Inchústegui, o cosas por el estilo– “el sobrino de don Chago”, y me compraban
los dulces.
Escribir se convirtió, para mí, en una dolorosa necesidad. Lo que antes era una especie
de placer, la alegría de crear, la satisfacción de sacar de la nada cuadros, caracteres, frases,
imágenes, dejó de serlo, de pronto, como si una maldición hubiera secado, de buenas a
primeras, sin aviso, la fuente en donde encontré regocijo, aguas limpias y claras en que
satisfacía mi sed, que me hacían fuerte, que me ayudaban a soportar los dolores, que hasta
me ocultaban las tristezas, se estaba secando, se había tornado amarga.
Desde entonces escribir, en verso o en prosa, da lo mismo, es una tarea llena de molestias,
físicas y mentales. La inspiración se anuncia con un desagrado sin causa, con una inquietud
inexplicable, con desasosiego profundo, y un horrible malestar. Pierdo el apetito, me torno
irritable, incomprensivo y yo, lo sé, incompresible. Me arrastro hacia el trabajo, hacia la
rutina, hacia la vida, desesperanzado, triste.
Duermo poco y despierto, dos, tres, diez veces, sobresaltado. Enciendo la luz, recojo
unos versos, anoto, y trato de dormirme. Vuelvo a despertar, hago luz, febrilmente y como
si la muerte aguardara mi última palabra, escribo, tacho, desespero. Me sigue doliendo la
cabeza. Voy a la cocina, a oscuras, busco un poco, un mucho, café frío y lo bebo. Lo encuentro
malísimo, con sabor a cucarachas. Al poco rato siento las carnes de gallina, que el corazón
se apresura hasta llegar a la taquicardia. Oigo pasos, puertas que se abren y que se cierran,
no hago caso y vuelvo a la máquina y escribo, sufro, lloro.
¿Por qué estará uno obligado a escribir? ¿Quién diablos metería a uno en esto? Sería tan
bueno dormir, no pensar, no sentir. Podríamos liberarnos de los recuerdos, no hacer caso de
nuestras propias visiones, de nuestras secretas ansias. Un hombre normal, con sus nervios
bien arreglados, vitaminizado, no tiene que pasar estos duros trances. La verdad es que no
hay una obligación, diremos, exterior, que nadie ni nada nos exige escribir, expresarnos,
desplacentarnos dolorosamente, y a pesar de todo cuando la inspiración toca a la puerta,
cuando empiezan formarse los primeros versos, cuando lo que se ha venido pensando meses
y meses desea nacer, exige nacer, hay que beber cicuta, arrojarse a las llamas del infierno o
en aguas heladas llenas de peligros, con olas enormes.
Primero, en frío, el plan, el duro esqueleto de los temas, el armazón férreo, y luego la
fiebre, el dolor, la orfandad, la incertidumbre, de crear, ponernos frente a un mundo tranquilo,
formal, para sacar de él los materiales del arte, con las uñas, desolladas las manos, perdida
la cabeza más allá de las nubes.
Es como un castigo insoslayable, una penitencia sin fin, un perpetuo purgar alguna
culpa. Escribo y me enfermo, y sólo enfermo puedo seguir escribiendo, tembloroso, sor-
do a lo que me dicen los míos, indiferente a sus necesidades más inmediatas. Traspaso
el mando de la casa y me entrego a mi exigente Demonio, para que me martirice, para

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

que me esclavice al papel en blanco que debo llenar de versos o de apretada prosa, por eso
sólo escribo a grandes tirones. Tengo que espantar, que expulsar, los fantasmas de mi alma,
los espectros que me asedian. Sólo se van de mí para quedarse en el papel. Y al terminar
tengo que hacer una larga convalecencia, una cura de reposo, no pensar más en eso, rein-
tegrarme a los míos, a mi trabajo, a mis lecturas, a la contemplación, a la tristeza. Duermo
profundamente otra vez, lo entiendo todo, lo comprendo todo y más que nada por qué
Platón le negó la entrada a los poetas en la República. Es verdad que no se pertenecen, que
obran enajenados, poseídos por seres, fuerzas, ajenos a sí mismos, que rompen las ataduras
morales, que hacen olvidar las obligaciones, los pequeños deberes y los grandes deberes,
locos que el diablo mueve con un cordoncito de fuego, a quienes exprimen entre sus dedos
horribles las Harpías.

Los trabajos y los días (quinta parte) (1934)


Nos aguardaban más dolores y algunas satisfacciones grandes. Ese mismo año, 1934,
debía nacer mi hijo Sergio. Todavía recuerdo, orgulloso, el telegrama de Rafael Herrera:
“Celebramos regocijados el natalicio del Príncipe”.
No tenía un centavo. El doctor Manuel Emilio Perdomo, como Secretario de la Universi-
dad, era mi jefe inmediato. Ginecólogo y partero de primerísima clase. Me dijo que le llevara
a Candita periódicamente para seguir el proceso del embarazo.
Se iban acercando los días. Yo no quería pensar en eso y lo conseguía sin muchos es-
fuerzos, logrando, casi, la seguridad de que no sucedería o que me encontraría –¿en dónde,
por qué?– bien lejos.
Una noche ella empezó a sentir los dolores. Me llamó, desperté, la oí, no hice caso y seguí
durmiendo. Volvió a llamarme, quise seguir durmiendo y ella me obligó a despertarme, a
vestirme, a ir por el médico, por el doctor Perdomo.
Serían, me parece, como las dos de la mañana. Llamé a la puerta y él vino personalmente,
en ropa de dormir. Me hizo preguntas que no supe contestar bien. Pasé adelante y aguardé
de pie que retornara ya en traje de calle.
Tomamos un auto de alquiler después de una espera larga y desesperante. Era un auto
viejo, viejísimo, que renqueaba por la calle, estornudando asmático.
Al llegar a la calle Emilio Prud’Homme, al tomarla frente al viejo fuerte de la Concepción,
se negó a seguir, aquella cuesta era demasiada cuesta para él. Creo que le pagué y seguimos
a pie las seis o siete cuadras que nos faltaban. Por allí no había más autos.
Toda la familia estaba levantada. Nuestro aposento era tan pequeño que el doctor
Perdomo juzgó que era más prudente que se acostara en la mesa del comedor. Allí nació
Sergio.
Bebimos café mientras se anunciaba, por Oriente, el día. Algunos pájaros cantaban en el
parque de enfrente y pasaban silenciosos los campesinos que iban para el Hospedaje, medio
dormidos encima de los caballos, o a pie, tropezando, con sus hijos y sus mujeres con los
cuellos envueltos en toallas.
En la Iglesia de enfrente sonaron las campanas y los madrugadores feligreses entraban
al templo persignándose.
El niño lloraba y Candita dormía. Los demás nos mirábamos los unos a los otros, un
poco estúpidamente, en silencio, rojos los ojos.

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HÉCTOR INCHÁUSTEGUI CABRAL  |  EL POZO MUERTO

Esa fue la satisfacción; luego, a los pocos días, nos enteramos de la enfermedad de mi
tía Ramona que fue para mí algo así como una segunda madre, la que me leía los viejos ro-
mances, la que nos transmitió su espiritualidad, la que no se quejó nunca de la pobreza y era
feliz entre sus flores, bordando golondrinas en sacos de yute que teñía, para hacer cortinas.
Como no tenía lana para bordar empleaba hilachas que coloraba con moras del patio, con
cayenas que machacaba. Que era, lo decía, pobre como una rata, y siempre estaba contenta,
coloradita, leyendo, tratando de aprender inglés cuando tenía más de sesenta años, que le
gustaban mis versos, que leía con orgullo mis cuentos. Me defendió de la vida, de sus tris-
tezas, y me inculcó el amor hacia la poesía, hacia la belleza, hacia las flores, hacia la bondad.
Me enseñó a ser generoso, a dar y a recibir sin avergonzarme, a agradecer, estimular.
Volé a su lado. Me felicitó por el nacimiento de Sergio. Me hizo mil preguntas: sobre el
color de sus ojos, del cabello. ¿A quién se parecía? Ella nunca tuvo hijos y se apoderó de los
hijos ajenos, de mí y de mi primo Francisco José sobre todo. Éramos sus favoritos.
El cuarto en que yacía, el mismo en que yo había dormido años en una hamaca, lo en-
contré chico, caldeado. Un leve olor dulzón se sentía en el aire. En un pie ella siempre había
sufrido molestias. Tenía erisipela. El pie se había inflamado, los dedos ennegrecido se temía
por la gangrena.
En una pequeña repisa estaba ese mismo San Lázaro con su perro que tanto aparece en
mis versos, y las golondrinas bordadas en el saco de yute teñido que cubría su poca ropa
colgada habían detenido su vuelo.
Una rosa, grande, encarnada, se desmayaba en un vaso. Ella se dio cuenta de que la
estaba mirando.
—Me la mandó Grecia Santana. Es puertorriqueña. Muy bonita. ¿Te la quieres llevar?
Lo ojos se me llenaron de lágrimas. No pude responderle y la dejé sola, para hacer lo
que he hecho siempre: llorar cuando nadie me ve.
Repuesto volví. Hablamos mucho rato. Su voz, tan bella, que me traía tantos recuerdos,
se apagaba, se adelgazaba, se perdía.
El olor dulzón se hacía cada vez más fuerte, en la pequeña habitación cerrada. El sol,
encima de la lámina de zinc, espesaba el ambiente.
Volví por la noche. Aquello terminaba, ¿pero cuándo? ¿En qué momento? Nadie podía
predecirlo. Al otro día regresé a Ciudad Trujillo. Todavía vivió dos o tres días. Cuando volví
a su lado estaba muerta, la piel limpia y sonrosada, hermosa, sin un gesto de dolor, sin la
menor expresión de angustia.
Esa alma que había volado al cielo fue pura, grande, abnegada. Hizo todo el bien que
pudo, sembró lo agradable, lo bello, ideales, ilusiones.
La metimos en su caja pobre y los primeros en levantar el peso de su carne sagrada fuimos
Francisco José, un señor que había venido de Azua, alguien que no recuerdo y yo.
Pero ese señor que había venido de Azua para acompañarnos no estaba allí sencillamente
para ayudar a enterrar a los muertos. Él tenía su historia y en ella se levantaba, terrible ángel
tutelar, mi tía Ramona.
Un día, en los tiempos horribles de las guerras civiles, en medio de la calle, cayó herido
un soldado. Soltó el arma que traía en las manos humeante, y trató de arrastrarse hacia
nuestra casa, desesperado y sin poderse mover.
Mi tía, a pesar de los tiros, se asomó a la puerta. Los enemigos a caballo se acercaban en
carrera loca a rematarlo. Lo comprendió todo y se tiró a la calle y lo cubrió con su cuerpo.

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

No se atrevieron a seguir disparando. Caracoleando en los caballos, tirando de las riendas,


apuntando con los revólveres, ya estaban encima del informe montón que formaban mi tía
y el soldado herido.
—Asesinos, canallas, cobardes. A rematar un hombre que se muere, que no se puede
defender. Bandoleros, hijos de puta, que temen a los hombres armados frente a frente y que
se ceban en los que no pueden defenderse. Lárguense, sinvergüenzas, canallas.
No pudieron hacer nada. Hubieran tenido que matarla. Se alejaron un poco al paso de
los caballos, mirando hacia atrás y maldiciendo, pero en el fondo del corazón sobrecogidos
de miedo y espanto ante aquella cara roja, ante sus ojos terribles.
Ella lo arrastró, como Dios la ayudó, sin dejar de servirle de escudo. Por fin se dieron
cuenta en la casa y la ayudaron. Lo acostaron en un cuarto al lado de la cocina. Tenía atrave-
sadas las rodillas de un balazo. Perdía mucha sangre. Lo curaron y lo alentaron. Él no hablaba
y los miraba a todos extrañado, como desde otro mundo, estremecido por la fiebre.
Al poco volvió el grupo. Se oyeron primero las carreras de los caballos y luego la parada
en seco. Alguno, el jefe quizás, desmontó. Mi tía corrió a la puerta. Y volvió a desafiarlos y a
insultarlos. Desistieron, pero dejaron centinelas que cuidaran la casa. Después los retiraron.
La curación y la convalecencia fueron largas. Los suyos habían tenido que abandonar el pue-
blo el día en que lo hirieron. Él cubría con dos o tres más la retirada en esa calle del pueblo.
Y una noche, con suficiente ánimo y valor, escudado por las sombras de la noche, se
escapó, hacia Azua, hacia su tierra.
Se llama Juan Guillén y perdió la flexión de la rodilla derecha.

Los periódicos
Listín Diario (1936)
De la Universidad pasé al Listín Diario en mayo, me parece, de 1936. Me llevó Juan José
Llovet entonces editorialista del periódico y Jefe de Redacción, una jefatura por cierto muy
nominal porque allí quien mandaba era el Director, Arturito Pellerano, persona que aunque
no escribió nada tenía sentido del periodismo, de las fuentes, de las noticias. Muy organi-
zador, muy metódico, muy exigente. Al que hacía mal una cosa se lo reprochaba y al que la
hacía bien no le felicitaba porque al cabo para eso era que pagaba.
El aprendizaje fue rápido y me acomodé en mi oficio con cierto desembarazo. Había
visto de cerca, desde niño, un periódico. Conocía algunos de los secretos de la imprenta y
estaba acostumbrado a expresarme por escrito, a vuela máquina. Mis relaciones se ampliaron
muchísimo. Durante seis años en la Universidad había conocido infinidad de estudiantes,
cuyos nombres todavía recuerdo, enorme hazaña para un desmemoriado.
Mis ingresos subieron, sobre todo los fijos: de $27.50 a $48.00, algunos meses más porque
el sueldo eran $12.00 semanales. Pude poner casa aparte, tener una criada que lo hacía todo
y prepararnos a recibir otro hijo: Joaquín.
En la Redacción estaba el atildado escritor Juan Rafael Lamarche, encargado de una
sección: Panorama Internacional. Llenaba blancas cuartillas con una bella letra menuda, con
una magnífica estilográfica. Era de una puntualidad cronométrica.
Diódoro Danilo, el cronista social, una especie de eje necesario de la vida del gran mundo.
Introductor de modas, amable. En noviembre se inspiraba y la inspiración la sostenía hasta
diciembre. Tenía una gran sensibilidad para el vientecillo alegre del penúltimo mes del año,

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HÉCTOR INCHÁUSTEGUI CABRAL  |  EL POZO MUERTO

para los signos que muestra la naturaleza cuando se acercan los días de la Navidad. Entonces
la crónica social se engalanaba con páginas que nos leía, diariamente, emocionado.
En la crónica policial estuvieron Leoncio Pérez, Rafael Auffant y Ramón Marrero Aris-
ty, y creo que no en este orden. Pérez era superviviente de la aventura del general Urbina
que se inició en Curazao con la toma de un barco surto en el puerto bajo el dominio de la
pequeña guarnición de la isla y que terminó en Venezuela en una gran desbandada por
selvas y montañas. Pérez cayó prisionero, trabajó en las carreteras bajo el sol y finalmente
pudo regresar al país.
Auffant era muy cuidadoso de los pormenores que anotaba en una libretita, escribía sin
ripios, con claridad, sudando y sudando.
De Marrero hablo en otra parte. Echaba a correr la máquina de escribir y terminaba de
los primeros y entonces se dedicaba a hablar, a contar cuentos, a discutir con Llovet, y cosa
rara, a ganarle muchas veces.
Luis Miura era el Secretario del Director. Viejo amigo recibió siempre las colaboraciones,
versos, cuentos, ensayos menores muy desmayados, antes de que yo entrara al periódico. A
Arturito ni lo conocía. Pegado siempre de su trabajo, meticuloso, le visitaban muchos amigos
bulliciosos que era necesario mandar a callar: bebedores, jugadores de béisbol, de básquet,
nadadores, promotores de boxeo: era el encargado de la Sección de Deportes.
El Redactor de Noche era don Luis Padilla D’Onis a quien tenía frecuentemente que
sustituir, cuando enfermaba. Gran conversador cuando teníamos alguna ocupación no había
forma de soltársele, deseoso de que se le hiciera compañía.
Una mañana, antes de comenzar la obligación, de un tirón escribí Canto triste a la patria
bien amada. Tímidamente le pasé el poema, acabado de salir del horno, a Llovet. Lo leyó
detenidamente, movió la cabeza para un lado y para otro, y mirándome por encima de los
espejuelos, que se colocaba en la punta de la nariz, me dijo:
—Vas a pasar muchos trabajos… A los poetas no se les perdona que tengan talento.
Era un elogio indudablemente, pero al hablar Llovet, me dio la impresión, de que se
dirigía también a sí mismo. Había sido en España niño prodigio, el primer poeta joven de
su generación. Adulado, ganador de los más altos concursos de poesía. Tenía publicados
dos tomos de versos antes de llegar a los veinticinco. Y se fue a París. Trabajó con Garnier y
las traducciones que hizo de Barbey D’Orevilly son insuperables y las que por el mundo de
habla española todavía se leen. No han perdido frescura, están plenas de gracia.
Volvió a España. Fue secretario de Rafael “El Gallo”, el gran torero andaluz. Estuvo en
Venezuela. Se organizó una corrida en Maracay y unos minutos antes “El Gallo” vio un
entierro o un gato negro cruzó por su camino. El caso fue que se negó a torear aterrorizado.
Fueron a parar a la cárcel. El público, casi todo venido de Caracas, aguardó en vano y cuan-
do supo la nueva decidió linchar al torero. La policía temiendo por sus vidas los llevó a un
lugar apartado. La huida fue larga y tremenda, a campo traviesa.
Estuvo en Bogotá, trabajó en El Liberal. Pusieron en escena obras de teatro suyas. Fue
parte de la compañía que organizó Villaespesa, por puro accidente: él no era del grupo,
pero el galán joven se les escabulló en Cádiz cuando venían a América. Llovet lo sustituyó,
no tenía figura, cojeaba un poco, pero todo lo que le faltaba para ser atrayente físicamente
le sobraba como declamador, por el ademán sobrio y adecuado, por la manera de matizar,
de extraer el fondo sugerente de los parlamentos. Las obras que representaba la compañía
eran, como se les llama, líricas.

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

Hay dos viajes a América seguros y un retorno que no puedo establecer.


En Bogotá se le encomendó una misión periodística en San Juan de Puerto Rico. Como era
cerca luego tuvo a su cargo un reportaje sobre las elecciones que se efectuaron en el país cuando la
lucha entre las candidaturas de Peynado y Vásquez. Ya se quedó. Casó luego con Elvira Fiuret.
La intelectualidad dominicana lo recibió con los brazos abiertos. Entró a ser parte del
grupo de La Opinión, cuando la dirigía Abelardo R. Nanita y era revista. Recuerdo, porque
lo he leído en viejos números que rodaban por casa, una entrevista que le hizo al doctor
Arístides Fiallo Cabral, que tituló En la gruta del diablo azul.
La Opinión era una publicación magnífica, llena de inquietud, que reflejó la vida y la
literatura de un momento muy interesante. Después, no se cómo, pasó a manos de don René
de Lepervanche y se convirtió en diario. El proceso de la metamorfosis lo desconozco.
Llovet nos enseñó mucho, pero era un maestro áspero a quien, tragando mucha saliva,
al fin nos acostumbramos. Nos guió, nos aconsejó. A su sombra protectora escribí todos los
poemas que luego reuní en Poemas de una sola angustia que publiqué en 1940.
Nos reuníamos por la tarde en la peña de La Cafetera, íbamos a La Cueva. Tomaba mucho
café y fumaba incansablemente.
Perdió peso, los ojos brillantes, las manos calientes. Se le aguzó el ingenio, y se tornó
mordaz. A él le gustaba discutir y poner al adversario entre la espada y la pared. Cuando el
otro estaba a punto de rendirse, lo vi hacerlo muchas veces, le proponía cambiar de posición,
es decir: él tomaba la del vencido y el vencido la del vencedor, para demostrar que es posible
ganar, cuando se tiene cultura y armas dialécticas, en cualquier postura que uno se coloque.
Una tarde, como de costumbre, salimos juntos, a eso de las cinco y media. Le pedí que to-
máramos por la Arzobispo Nouel en vez del ordinario camino de El Conde. Accedió después
de preguntarme la razón. Tenía, le dije, una molestia en un brazo desde hacía días, y quería
que el doctor Alejandro Capellán me viera. Posiblemente una urticaria, quizás sarna.
—Ponte lejos, hazme el favor, que eso es muy contagioso.
Capellán nos recibió. El consultorio a esas horas, cosa rara, estaba sin un alma. Pasamos
dentro. Capellán me examinó el brazo con detenimiento. No era nada. Con una simple po-
mada de azufre estaba resuelto el problema, que no existía desde luego.
—¿Y usted cómo se siente?
—Pues, muy bien.
—Sin embargo tiene las manos calientes. Acuéstese ahí y deje examinarlo.
Llovet protestó. Yo había venido porque necesitaba al médico y lo examinaban a él que
era sencillamente un acompañante.
Capellán lo auscultó minuciosamente, le hizo un sin fin de preguntas.
Nos fuimos. Bebimos nuestro café, discutimos en La Cueva y cada quien para su casa.
Al otro día me llamó el doctor por teléfono. Era un caso grave, se había perdido mucho
tiempo, pero algo se podía intentar. Era menester reposo absoluto, sobrealimentación y
medicamentos. Al principio lo aceptó todo menos el reposo absoluto.
—No me quiero ir consumiendo como una vela. Tengo hijos, tengo deberes que cumplir.
Yo no tengo derecho a recostarme de la familia, a convertirme en un molesto parásito.
Necesito trabajar.
Hablé con su esposa, le rogué a Arturito y algo conseguí: Llovet se quedaría en su casa
y yo haría el trabajo de los dos, el que me correspondía más el editorial y la corrección de
cuanto se compusiera, mañana y tarde, en los linotipos. Lo último era lo más engorroso.

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HÉCTOR INCHÁUSTEGUI CABRAL  |  EL POZO MUERTO

Lo visitaba con frecuencia. Criticaba los editoriales, o los alababa las menos veces.
—Comenzaste muy bien y a mitad de camino perdiste interés. Eso se ve claro…
Mejoró mucho, las mejillas, antes pálidas, se animaron con ligero rosado. Ganó peso.
Se hacía grandes ilusiones, para volver a caer en el pesimismo al paso que la enfermedad
recrudecida se ensañaba contra él.
Comprendió que el fin se acercaba.
—Héctor, no dejes de venir por aquí. No tienes derecho a perderte el espectáculo de
cómo sabe morir un castellano…
Llegaron los días de angustia, las largas noches de gravedad y de agonía. Se nos iba. El
Padre Robles Toledano le trajo el espiritual consuelo, se confesó. Mejoró un poco, aquella
carne vencida se animó un tanto, tuvimos esperanzas, y se nos murió.
Escribí unas cuartillas apresuradas y ante la tierra que se tragaba a un buen amigo, a un
amigo querido, las leí casi sin ver, anegados los ojos de lágrimas.

La Nación
El Listín se cerró en el 42. Escribí hasta el último editorial y me quedé casi sin empleo.
Peña Batlle me llevó a trabajar con él en su bufete, más tarde fui nombrado Director del
Boletín de la Cámara de Diputados. De allí pasé al Departamento de Cultura de la Secretaría
de Educación a cuyo frente estaba don Telésforo R. Calderón, generoso, entusiasta,
comprensivo.
Me lancé a dramatizar, para la radio, la novela Enriquillo y como no tenía experiencia,
como no podía cronometrar los parlamentos, dividirla en capítulos que terminaran siempre
en un punto interesante, me cansé y lo dejé.
Escribí fichas para diccionarios enciclopédicos, reorganicé, malamente, la publicación
periódica de la Secretaría.
Y pasé a La Nación como editorialista y Jefe de Redacción. Gilberto Sánchez Lustrino,
designado Director del periódico, gran amigo de Peña Batlle, quería reavivar el diario, crear
nuevas secciones, hacerlo más interesante para el público, que fuera un espejo de nuestra
cultura, que colaboraran en él los mejores escritores, y lo consiguió. Fue una época brillante
y un buen éxito de Sánchez Lustrino. Conversador, ingenioso, a veces mordaz. Le gustaba
hacer frases y una vez hechas no medía las consecuencias. Perdió amigos por eso.
Ya andaba por $210.00 de sueldo.
Se trabajaba mucho, apenas dormía. Salíamos a las dos o las tres de la madrugada y a
las nueve ya estaba en mi escritorio.
Con nosotros trabajaron Marrero Aristy, cuyos reportajes eran magníficos, llenos de
vida y de color.
Rafael Herrera Cabral, Bobea Billini, Arturo Calventi, Max Uribe, Agustín Concepción
que había trabajado con mi padre en El Esfuerzo en Barahona. Entonces era muy joven y
estaba perdidamente enamorado de una muchacha cuyo retrato colocaba en la cabecera de
la cama que cubría con gruesos cartones y a quien dedicaba todos sus versos.
Linval, que tenía la sección deportiva, luego allí mismo Tafneli. Sánchez Lustrino lo
llamaba Taftalí. Barbosa Aquino, el héroe de doña Lola lo llamábamos. Tuvo a su cargo uno
de los crímenes más sonados de entonces y todo el proceso que se le siguió a los culpables.
La circulación del periódico casi se duplicó. El día en que se publicó la sentencia, que nos

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mataba la gallina de los huevos de oro, frente al periódico una muchedumbre, sí, una mu-
chedumbre, arrancaba la edición de las manos de los prensistas.
Sánchez Lustrino se fue para San Francisco de California como parte de la Delegación
que asistió al nacimiento de la Carta de las Naciones Unidas, y regresó enfermo, quebrada la
color, delgado, sin los bríos y el espíritu punzante que lo caracterizaba. Se nos fue de las ma-
nos cuando todavía no nos habíamos repuesto de la sorpresa que su estado nos produjo.
Nombraron en su lugar al licenciado Manuel Amiama, a Cundo. Nos unían ciertos lazos
familiares: su esposa, Belén, es prima mía.
Sostuvo el tono del periódico, nos enseñó mucho, porque era periodista experimentado.
Nos aconsejó. Con una vena fácil de escritor que jamás cae en superficialidades. Conocía
muy bien la sociedad en que vivíamos, los intríngulis de la política. Condujo el diario con
firmeza y con reposo.
Aprendí mucho con él, por las noches, en las largas veladas en que esperábamos sola-
mente que fueran subiendo las pruebas de página. Con un dominio absoluto del Derecho
Administrativo, culto, observador, le oíamos aprovechando las lecciones, las enseñanzas.
A veces venían Francisco Prats Ramírez y Juan Francisco Sánchez a hacernos compañía.
Prats es un periodista magnífico, un escritor lleno de fuerza. Sus frases, sus epítetos, son
tajantes. Sánchez tenía una decidida vocación filosófica y era muy entendido en materia
artística, y entonces las conversaciones ganaban en la temática, diremos.
El aire, confinado en la Dirección, en donde Cundo quiso que yo también pusiera mi
escritorio, era pesado, caliente. De abajo, por la estrecha escalera, subían bamboleándose
los bocinazos de los autos, el rechinar de las llantas en el pavimento en los frenazos, los
pregones de los vendedores de billetes, la vida, y nosotros habla que te habla, entre prue-
ba y prueba, leyendo las noticias sensacionales que nos traía el telegrafista, contestando
llamadas telefónicas del interior o de la ciudad misma, dormida, y que sólo se agitaba en
la calle en que estábamos, la Avenida Mella, y en la próxima esquina en donde se inicia
la Avenida José Trujillo Valdez, llena de trasnochadores, de obreros cuyo turno termina a
esa hora y de obreros cuyo turno se iniciaría dentro de un rato. Mujeres de pronunciados
movimientos al caminar, el policía, el vendedor de naranjas que debe ser pariente de al-
gún ave nocturna, los que saciaban su apetito o su hambre en los bulliciosos restaurantes,
adonde íbamos a veces en pos de pescados fritos a satisfacer algún antojo, muchas veces
por requerimiento de la hora. Zapatos amarillos, negros, blancos; ordinarios o finos; calle
arriba, apresurados unos, lentos otros. Zapatos estropeados o nuevos, calle abajo, con
mucha prisa o sin alguna que volvían al punto de partida lentamente, tropezando un
poco, vacilantes.
Participaban de las pláticas con que matábamos los anchos minutos de la espera Rafael
Herrera, con su desflecado puro sin fuego entre los dientes, Puro Benítez que pertenecía al
mundo que siempre nos pareció lejano de los correctores, Malagón empeñado en aprender
alemán, estudiando Derecho y ajedrez entre prueba y prueba; el doctor Carlos Curiel, en-
cargado de la sección extranjera, limpio traductor del inglés; Tony Bernad el caricaturista
del periódico; los fotograbadores, los hermanos Amiama, con sus espejuelos de buzo sobre
la frente, asomados a la puerta oyendo.
Bobea Billini también es primo mío. Desciende de Epifanio Billini que se radicó en
La Vega, hermano de mi abuela. Era hombre que se las traía sin levantar mucho revuelo
a su redor.

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HÉCTOR INCHÁUSTEGUI CABRAL  |  EL POZO MUERTO

He aquí una leyenda: el Gobierno supo, no recuerdo en qué año, que en Baní se estaba
preparando una revolución. Don Alejandro Woss y Gil era Ministro de la Guerra. Mandó a
ensillar un caballo y completamente solo quiso adelantarse a los acontecimientos.
Desmontó en mi casa. Al sudado caballo lo llevaron al patio. Acercaron las mecedoras
él y Epifanio. Woss y Gil tenía su Winchester al alcance de la mano. Hablaban bajo. Nadie
sabía de qué. De cuando en cuando uno de ellos se asomaba a la ventana, como si esperaran
a alguien.
De pronto apareció un hermoso caballero, el rojo pañuelo de seda que llevaba anudado
al cuello flotando en el viento.
Se levantaron, uno de los dos tomó el rifle y cuando estuvo frente a la ventana sonó un
disparo. El caballo se encabritó. El jinete había tirado de las riendas, herido en la cabeza. La
tensión se aflojó, la muerte estaba cerca, y el caballo inició un nervioso galope, calle abajo,
llevando su carga agonizante. Se sostenía vacilante como un borracho, pero no perdió los
estribos.
Woss y Gil se fue al patio. Había un caballo fresco. Lo montó de un salto. Estrechó la
mano de Epifanio en silencio y partió.
Ya no habría revolución. Le habían matado el alma al movimiento.
Esta es la leyenda. No se cuándo la oí. Es posible hasta que yo la haya inventado en
días muy lejanos y que a fuerza de repetirla, como otras mentiras, hoy crea que es verdad
no absoluta porque tengo mis vacilaciones, pero verdad al fin.

La Opinión
Me puse contentísimo cuando me nombraron Director de La Opinión. Era llegar a la
culminación de la carrera, o un poco menos, pues parece que el pináculo está ocupado por
los que publican sus propios periódicos, pero en fin ganaba más de $300.00 y me llené de
ilusiones.
Tan pronto como puse un pie en la cubierta me di cuenta de que el barco que se me
confiaba estaba haciendo agua. No me desalenté y quise comprobar que me había equivo-
cado. Tenía a mi lado a don Manuel Valldeperes, excelente periodista catalán, hombre de
fino espíritu que me sirvió mucho de contrapeso en mis exaltaciones.
El personal era escaso y no se le podía exigir más porque los salarios, por la misma crisis
del periódico, habían tenido que ser recortados. Se sostenía más que por la publicidad que
llegaba por la que se buscaba, por las suscripciones, por lo que producía el taller de remien-
dos al fin y al cabo de la misma empresa, unidos por vasos comunicantes.
Todo camino que se emprendía se cerraba con unas palabras: más dinero. Don
Abelardo Nanita, desencantado, era el Presidente de la Compañía editora, pensó en
convertirlo en una revista, en hacerlo volver sobre sus propios pasos, pero se levantaba
el escollo tremendo de la necesidad de una inversión muy grande: prensas nuevas, un
taller de fotograbado, obreros especializados, dibujantes, traductores, matrices para las
linotipos, qué sé yo…
Un terremoto nos hizo levantar cabeza. Se cubrió la información rápidamente. Los
aviones que debían arrojar alimentos, ropas y medicamentos en la zona incomunicada por
el desastre, llevaron al fotógrafo. Dos redactores partieron unas horas después del primer
terrible sismo. Entrevistaron a las autoridades, a los damnificados. Los reportes durante una

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semana, se recibían por teléfono. Trabajó poniendo el alma en el empeño José Escalante y
como en los días gloriosos de doña Lola la calle se llenaba de gente impaciente que aguar-
daba la edición.
Y volvimos a caer en el hoyo. No había forma de que el diario saliera a su hora. El des-
gano, la apatía, hacían presas en los talleres hasta dar casi la impresión de sabotaje.
Las pérdidas aumentaban. Las provincias no respondían: se enviaba el periódico y el
dinero no venía. Los agentes se excusaban. Se les cambiaba y la situación era la misma. Nos
interesaba circular, que es atractivo para el anunciante, y teníamos que cruzarnos de brazos
desesperados.
Una gran campaña mejoró momentáneamente la situación, pero teníamos la impresión
de que era engañoso. Volvíamos hacía abajo.
Descorazonado, un día, puse en manos de Valldeperes las riendas del periódico y me
senté en la máquina. Escribí un largo informe a la Junta de Accionistas, describí crudamente
los defectos que era menester corregir, las debilidades: poco papel, pedidos hechos tardía-
mente, acabándose las matrices, sin material a tiempo para los foto-grabados, la paulatina
disminución del número de redactores.
Llamé a Abelardito y se lo mostré. Se puso las manos en la cabeza, desalentado, y se
dio cuenta de que aquello en cierto modo podía representar el definitivo puntillazo para la
publicación.
En esos días hablé con el Presidente Trujillo, a raíz de mi regreso de un viaje a La Habana
y me preguntó si yo quería ser parte de nuestra Misión en Cuba. Le dije que sí. Pasaron los
días, el periódico languidecía cada vez más, insalvable.
A principios de mayo me llamó el Secretario de Relaciones Exteriores, licenciado
Arturo Despradel, y me comunicó que el Presidente de la República me había designado
Primer Secretario de la Legación en La Habana, me dio consejos, le expliqué mi situación
familiar: Candita estaba encinta y no podría ir inmediatamente. Sólo faltaban dos meses
para que mis hijos terminaron su año escolar, y no era justo que lo perdieran. Le pedí que
le hiciera llegar todos los meses la mitad de mi sueldo a los míos y que se me situara la
otra mitad.
Partí. Ya en La Habana supe que la empresa había sido adquirida por mi primo Mario
Fermín Cabral, propietario también, entonces, de La Nación. A los pocos días el periódico
dejó de aparecer. Sentí una gran tristeza como si algo muy mío se hubiera perdido definiti-
vamente en la noche, oscura y larga, de la muerte.

Congresos de prensa (1943)


La Delegación dominicana al II Congreso de Prensa que se reunió en 1943 en La Habana
estuvo integrada por Emilio Rodríguez Demorizi, Juan Bautista Lamarche, Ramón Marrero
Aristy y yo.
Era mi primer viaje al extranjero. Nos hospedamos en el “Hotel Royal Palm”. El chófer de
la Embajada, Luis Báez, nos miró de arriba abajo. Todos vestíamos de oscuro. Los otros por cos-
tumbre, yo tenía lo que los viejos llaman luto de percha: poca ropa y ropa oscura, sufrida.
—Ustedes parecen unos catarrones… Hay que buscar ropa clara.
Nos avergonzamos y aunque estaba en nuestros planes hacernos de unos trajes adecua-
dos al clima, apresuramos las compras.

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HÉCTOR INCHÁUSTEGUI CABRAL  |  EL POZO MUERTO

Los que no han viajado o los que sólo lo han hecho por placer no se imaginan cómo se
ven, de fuera, los intereses del país, cómo se defiende su Gobierno, lo que se empeña uno
en desvirtuar eso que ahí van dejando, en escritos y en conversaciones, cuantos lo combaten
sin otra razón que sus pasiones y desatinos.
El panorama que teníamos por delante no era nada tranquilizador. El Congreso iba a
ser aprovechado por los pequeños grupos de exilados que residían en México, en la misma
Cuba, en Nueva York.
Muchos no eran periodistas de profesión, pero se las arreglaron para traer credenciales
en orden que no podíamos impugnar a pesar de que todos estaban en el secreto: no los
atraía la reunión por cuanto podría salir de ella benéfico para la prensa y para los hombres
que en ella trabajaban en la América toda. Los movía un simple interés político, de partido,
bastardo. Venían en pos de condenaciones y de escándalo.
Bosch estuvo a visitarnos, con aire soberanamente protector, pero sin olvidar que en el
grupo había personas con quienes estuvo unido por vínculos de vieja amistad.
Le invitamos a cenar con nosotros, una noche en que también nos acompañó don Ramiro
Guerra. Hasta donde fue posible guardamos las formas, pero discutimos largamente con él.
Un buen día nos dejó una carta. Nosotros al regresar se la contestamos. Andan por ahí
en un folleto titulado Dos cartas para la Historia.
Entramos en conversaciones con el grupo de exiliados dominicanos. A veces las entre-
vistas eran borrascosas, pero a la larga conseguimos, en contra de su interés, en contra del
propósito mismo de su viaje a Cuba, me refiero desde luego los que habían venido de otra
parte, una especie de tregua que comprendía los días que iba a durar el Congreso. Habíamos
ganado el primer round.
Una de las sesiones plenarias debía celebrarse en Ceiba del Agua, en el Instituto Poli-
técnico, en el hermoso teatro que tienen allí los alumnos.
Fui al bar, era cantina abierta, y me encontré con un periodista centroamericano
enemigo del Presidente de su país y aliado de todas las oposiciones, las que fueren, de
América.
Él mismo me lo dijo: sabía que los dominicanos habían llegado a un arreglo con nosotros
y en vista de esto él presentaría en la sesión una moción contra la Delegación dominicana,
en parte, y en parte contra el Gobierno de nuestro país.
Aquello no me lució bien. Era, me parecía, la intromisión de un extraño en problemas
que sólo a los dominicanos nos tocaba ventilar. Quise convencerlo que aquello no era asunto
suyo y que nada lo autorizaba a tomar partido.
Se alzó de hombros y no cedió un ápice. Bebíamos ron puro, muy buen ron, y nuestra
conversación fue subiendo de tono, pero en un bar una discusión acalorada es lo más natural
del mundo. Nadie se fijaba en nosotros.
—Bien, le dije. Tú presentas la moción y yo estaré a tu lado. Desde que mientes a Trujillo te
responderé con un ataque personal y la sesión se terminaría como el rosario de la aurora.
Un poco estupefacto me respondió:
—No, Incháustegui, usted es una persona educada y no hará eso.
—Lo he pensado y lo haré. Mientras tanto sigamos bebiendo nuestros tragos.
Bebíamos y hablábamos, seguíamos discutiendo. En eso se nos acercó Marrero Aristy
y me preguntó al oído:
—¿Qué pasa? Desde lejos oía tu voz de catarrón acatarrado. ¿Estás peleando?

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

—Él, le respondí, va a presentar una moción, la moción que los exiliados han convenido
en retirar y yo le he dicho que me voy a sentar a su lado y desde que mencione a Trujillo le
doy una bofetada para que se acabe la sesión.
Marrero me miró un tanto extraño, sonrió y fue a comunicarle a Rodríguez Demorizi
y a Lamarche lo que estaba ocurriendo. Vinieron y yo seguí en mis trece: si había alusión,
mención, habría bofetada, o empujón, en fin, habría lío y la sesión tendría que terminarse.
Él no tiene derecho a inmiscuirse en lo nuestro. La sangre se me había subido a la cabeza.
Seguíamos bebiendo, él y yo, solos. Llegó la hora de empezar los trabajos y yo no me le
quitaba de al lado.
Por fin, con una sonrisa de simpatía, comprensivamente me dijo:
—Está bien, no hay moción.
Sonriendo siempre –y en aquel momento aprendí a quererle, a apreciarle como amigo,
porque lo hacía no por temor sino por simpatía– rompió la moción.
Le eché un brazo sobre los hombros y nos fuimos al teatro. Nos sentamos juntos.
Pocos días después hicimos un viaje a la Estación Experimental de Tabaco de San Juan
y Martínez. Fuimos y vinimos en tren.
Él había entrado a formar, en cierto modo, parte de nuestro grupo. No sé qué mosca
le picó, pero cuando íbamos nos dijo que él estaba obligado, precisado, a volver sobre la
moción.
Había que buscar un nuevo procedimiento para impedírselo y yo me sentía desautori-
zado a emplear el que tan útil me había sido en Ceiba del Agua.
Marrero y yo, somos o éramos porque yo he perdido mucho hábito, terribles ante una
botella, de lo que fuere. A él le gustaba beber. Nos propusimos, pero sin engaños, en buena
lid, vencerlo, anularlo sencillamente bebiendo, emborrachándolo.
En un vagón íbamos con el Comandante Coyula que se deleitaba con los cuentos de
Marrero y con cuya amistad me honré hasta la hora triste de su muerte.
Compramos ron. Bebimos en la comida que se nos ofreció a mediodía, y a pesar de las
fuertes libaciones seguía tan campante, pero al pasar por un pueblecito en que se detuvo el
tren compramos guayabita, una bebida dulce, de guayaba, y resolvimos beber la mixtura.
No hacíamos trampa ni había necesidad. Trago contra trago.
Coyula nos ponía en guardia. Era una bebida suave, aparentemente inocente, pero
traicionera. “Se van a jalar si siguen”. Con todo respeto seguimos, todo el largo camino,
haciendo más frecuentes las visitas a la botella al paso que nos acercábamos a La Habana.
Casi al llegar se iniciaba la otra plenaria.
Por fin estábamos en la estación. Él, sentado, no daba la impresión de estar sufriendo ya
los efectos que nosotros aguardábamos y que temíamos si nos tocaban.
Al levantarse tambaleó, sonreído. Se sujetó un poco de las paredes del vagón y echó a
andar, estereotipada la sonrisa. Iba delante de nosotros, después de Coyula quien abría la
marcha en razón de su proceridad y de sus años.
La escalerilla era alta y él no debió calcular bien. Bajó de golpe y cayó sobre el pie doblado
y siguió hacia tierra con un rictus de dolor. Lo examinamos, asustados. Fractura o lujación
seria. Hubo que llevarlo a curar yo no sé en dónde y no pudo asistir a la reunión. A mí me
olían las manos, el aliento, la piel toda, a guayabita. Me subía del estómago el gusto dulzón
y el perfume acre de la fruta.
Habíamos ganado la otra batalla.

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HÉCTOR INCHÁUSTEGUI CABRAL  |  EL POZO MUERTO

Azua
A mi padre lo designaron Juez de Instrucción de Azua. Nos trasladamos todos allí. Vi-
víamos en una casa cuyo patio da a la parte trasera de la iglesia parroquial. Una gran acacia,
frutales, enredaderas.
El paisaje azuano era una versión magnificada del paisaje de mi pueblo natal. En vez
del valle de Peravia encajonado entre las montañas y el Cerro una planicie enorme, seca,
amarillo pálido a pedazos, a pedazos cenizosa. Las mismas cabras, los mismos cactus,
idéntica guasábara, que es una cactácea espinosa y no bulla de indios como dice solamente
el Diccionario.
Los ríos sin agua, el cauce polvoriento de los arroyos, y el milagro verde, rojo, azul, cré-
mor detonante, de los patios. Azua tenía acueducto y cada quien se esmeraba en aprovechar
cada pedacito de la urbana tierra. Y no solamente por la galanura de las flores, en pos de una
sombra piadosa que defendiera de un sol inmisericorde. Junto a los rabos de gato escarlata,
allí en donde arrancaban hacia arriba los coralillos rosados, el maíz de recio tallo, la tímida
mata de frijol, la hoja grande, suave, dulce de la rastrera batata, las bombillas moradas de
las berenjenas.
Azua me enseñó que nuestra tierra es ancha: desde Resolí, entre los altos pajonales que
ascienden hacia las nubes, las secas llanuras de La Plena, el suave declive de las tierras que
van hacia Puerto Viejo, el bosque de bayahondas que acaba en la playa.
Conocí los pájaros oscuros de hábitos nocturnos que alguna vez asoman sus grandes
ojos indignados en la entrada de sus cuevas, las verdes barranqueras: voladoras motas de
esmeralda, toda la gama de las rolas, el cernícalo de ojo limpio y criminal, las palomas que
sólo tienen tiempo para el amor.
El cielo era alto, muy alto. Los azules se desteñían en la fuerte luz y de pronto, a la hora
del Angelus, cuando las campanas de la Iglesia llamaban a oración, Poniente se ensangren-
taba mientras el sol rápidamente se hundía en un charco bermellón y oro.
En vez de ir a la escuela, muy pocas veces es cierto, seguíamos hasta la playa distante.
Observábamos el trabajo de los carpinteros que remendaban los vientres de los barquichue-
los echados en la playa como cetáceos muertos. Disfrutábamos de un agua que nos parecía
deliciosa por contraste con el caldeado ambiente. Corríamos como locos, gritando, sobre la
suave arena que nos quemaba los pies.
Llegaba la hora del almuerzo. La caminata, las carreras, el baño, el viento fuerte, el yodo del
aire, abrían demasiado un apetito que no necesitaba mucho para estar siempre de par en par.
Nos acercábamos tristes, desnudos, con los ojos bajos a donde los carpinteros preparaban
su pobre yantar: batatas asadas, arenques ahumados que ponían sobre las brasas de una
pequeña hoguera, plátanos verdes metidos cerca del fuego debajo de la arena.
Rezongaban al principio, hablaban mal de los niños que no van a la escuela y de los
padres que lo permiten, pero finalmente, sin mirarnos, nos hacían compartir la comida.
A la sombra escasa de los barquitos varados descansábamos. La tarde se apresuraba en
pasar como si alguien, travieso, acelerara el tic-tac de todos los relojes del mundo. Había
que regresar y entonces era cuando empezábamos a tener conciencia de nuestro pecado.
Los más avisados sabían conjuros para que los padres no azoten, para que se perdonen las
culpas a los niños. Tomábamos unas hojas, debían ser tiernas, de bayahonda y decíamos
serios, llenos de ilusión las palabras mágicas. Al llegar la enunciación del castigo y dormir
con las asentaderas calientes.

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Entonces conocí, en la escuela, otros dos Héctores: Héctor Díaz y Héctor B. de Castro
Noboa, poetas ambos.
Héctor Díaz además de hacer versos componía música popular, boleros sentimentales y
algún merengue que todavía se toca. Alma romántica y bohemia pasó por la vida cantando,
con su guitarra, sus amigos, penas que inventaba y penas que tenía.
Locutor en una radio organizó una hora, sí, sentimental. Recitaba con una voz grave, de
hombre, con una cierta áspera ternura, con un fondo de suave música, o acompañándose
él mismo con la guitarra.
Trasnochador impenitente, firme bebedor, generoso y pobre. Era siempre el centro, el
resorte de grupos de nocharniegos que cantaban serenatas, que a la madrugada descubrían
seguro puerto en el Hospedaje, doquiera una puerta abierta lanzara sobre la calle su saludo
de luz.
Y se lo llevó la muerte un día, creo que lejos de la tierra que quiso tanto, sin oír las
canciones que tanto le gustaban, sin cantar imaginarios fracasos amorosos, las venidas en
puntillas de la muerte, el polvo gris de los caminos.
Castro Noboa era el reverso. Formal, serio, estudioso. Lo perdí de vista durante largos
años. Andaba por La Vega, por las provincias de la Frontera.
Mucho más formado que Díaz, con mayor dominio de la técnica, culto, fino, no permi-
tió que las Musas, que ahogaron a Díaz entre sus dulces brazos, lo arrastraran a las santas
tonterías de la vida, sin ser ese muchacho modelo que todos los padres miran suspirando.
Cuidadoso y pulcro en sus versos se refleja su personalidad, su espiritualidad, y entre
uno y otro, aunque sea menester ahondar un poco hay ciertos perfiles comunes, un decidido
aire azuano, porque el azuano tiene recia individualidad, un estilo inconfundible.
En Azua mis ojos se abrieron a la naturaleza, a la vida que tenía por delante y cuya
presencia no habían advertido ni los sentidos ni el corazón.
Hábitos de limpieza, la amistad respetuosa, el aprecio por los que saben y por todos
los que sienten, afán de perfección, virtudes que se compaginan con la alta dignidad de la
pobreza, los vi allí, quizás hubiera podido verlos también en Baní, pero mis ojos no estaban
preparados.

Barahona
Después mi padre fue trasladado a Barahona. Los muebles fueron embarcados. Nosotros
tomamos, por tierra, el camino.
Había llovido mucho y el Yaque del Sur, que es río que no se las anda con bromas, terroso,
crecido terriblemente, nos salió al camino con su sordo rugido.
Contrató mi padre una canoa: un tronco ahuecado con fuego y azuela, y tres hombres.
El chofer se quedó en el auto aguardando tres yuntas de bueyes que salieron a buscar por
ahí, aunque teníamos la sensación de que era un sencillo negocio y que aquello de reunir
las yuntas no era más que un pretexto para cobrar más.
Quitaron algunas cosas del motor, metieron unos trapos empapados en aceite o en
gasolina, abrieron las cuatro puertas para que el agua pasara por dentro y la fuerza de la
corriente no lo volcara y uncido con cadenas a los bueyes pasó lentamente.
Nos metimos en la canoa, mi padre, mi madre, mis hermanos pequeños y yo. En medio
del río los hombres que iban desnudos de cintura arriba y que gobernaban la embarcación

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HÉCTOR INCHÁUSTEGUI CABRAL  |  EL POZO MUERTO

con canalete o remo, le imprimieron violentos movimientos que hicieron gritar miedosos
a los niños.
Mi padre, rojo de ira, sacó el revólver:
—Si vuelven a hacer eso les meto una bala en la cabeza.
Seguimos adelante como si el río fuera un manso lago de aceite.
En Barahona descubrí el mar, las montañas y todo lo que ocultan en su seno.
Por las mañanas el oscuro zafiro de las aguas y lejos el azul añil de El Curro con su tizosa
cenefa. Las playas de blanca arena de Punta Inglesa, los acogedores cocales de La Saladilla, la
variación de los colores, de las aguas y de las tierras lejanas, con los cambios del sol.
Fui al Bahoruco. Conocí de cerca los cafetales, aprendí a gustar del guineo verde salco-
chado, las delicias del pan viejo, la gama de sabores de las carnes saladas en casa de Juan
Guiliani. Dormí, por vez primera, arrebujado en una frazada gruesa, perseguíamos, por
entre las yerbas empapadas de rocío, los mulos de la recua, los caballos de silla, con los
Cuello y con Juan.
Presencié las sanas, y a mí me lo parecieron entonces, y eran inocentes, tremendas ba-
canales de los corsos propietarios de los cafetales del contorno: en el fondo de una gran pila
de cemento cuadrado bajaron un ataúd. Hacía rato que bebían, cantando, cerveza que se
enfriaba entre las piedras de un arroyito que por allí pasaba.
Uno había llegado a ese grado de la borrachera en que no se puede estar ni en pie ni
despierto. Lo colocaron dentro del ataúd. Los otros, vestidos con negros trajes que les pres-
taron las mujeres de los peones, empezaron una salmodia con velas en las manos dando
vueltas, lentamente, alrededor del ataúd. De cuando en cuando uno abandonaba el círculo,
se agachaba, agarraba una botella y bebía para volver a su puesto. Aquello se hizo largo y
nos mandaron a acostar.
Tuve pesadilla esa noche.
Con un grupo de amigos fundé un semanario que dirigí. Nada menos que Partenón. Lo ha-
cíamos mi hermano Sixto y yo en la imprenta de mi papá que editaba un diario, El Esfuerzo.
El amor me clavó su espina deleitosa, escribía versos a escondidas y leía furiosamente.
Pedimos toda la Colección de las Grandes Novelas de Sopena. Una vez leídas las vendíamos
para encargar más.
A las doce de la noche mi madre entraba al aposento y nos apagaba la luz.
—Mañana hay que ir a la escuela.
Mi hermano Sixto y yo nos quedábamos quietos. La puerta se cerraba. Los pasos se iban
apagando, y ya seguros de que mi madre se había acostado volvíamos a encender la luz y
leíamos hasta la madrugada.
Empecé a tener fiebres, a vomitar. Paludismo. A veces, en plena clase –mi compañero
de banco era Ramón Marrero Aristy– sentía los escalofríos, pedía permiso a la maestra y
salía corriendo hacia la playa que estaba, nada más calle por medio, junto a unos cocoteros
pelados por el viento y por las pedradas.
Me echaba al agua, me calmaba un poco, pero luego venía, ola de fuego, la fiebre.
Hubo que mandarme a Baní. No valieron ni las pócimas amargas ni las inyecciones.
Regresé a Baní un poco derrotado, pero muy orgulloso de mi primer traje de casimir
inglés, que mi padre me compró para apagar un poco la pena de la despedida. Me dio, ade-
más, dos monedas, americanas, de cincuenta centavos. Me sentía rico, pero al llegar a Baní
sólo encontré una. Lloraba y buscaba, lloraba y me sentía profundamente desgraciado hasta

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que di con ella: el bolsillo no estaba bien cosido, como es frecuente en la ropa hecha y se
había colado hacia abajo, pero allí estaba entre la tela propiamente dicha y el forro. Suspiré,
le pedí la bendición a mi abuela y a mi tía y sin cenar dormí como un bendito.

Pedro René y Margarita Contín Aybar


La llegada a Barahona de mi hermano Joaquín Marino y de Pedro René Contín Aybar,
que estudiaban juntos, constituyó un gran acontecimiento familiar. Lo que nadie pudo su-
poner es que aquello saltaría de una vez las fronteras de lo doméstico.
Trajeron vaselina en el pelo, los pantalones muy anchos y el mal hábito de visitar a las
muchachas hasta pasadas las diez de la noche. Por la vaselina, por los pantalones y por lo
prolongado de las visitas gente y prensa los criticó duramente.
Pedrito ayudó a su parienta Manuela Aybar que dirigía una escuela, precisamente en la
que yo estaba. Nos enseñó Gramática y Composición.
Con él aprendí, dolorosamente, que al comenzar a escribir hay que dejar un espacio libre
entre el margen y la primera palabra.
Nos mandó a la pizarra a Elisa y a mí. Dictó algo, sin decirnos con qué fin. Se levantó y midió
parsimoniosamente el espacio vacío. A mí siempre me pareció igual, pero él decretó que ella
había ganado. Por las noches la visitaba, siempre buscando ocasión para estar con ella.
Nos levantábamos temprano. Le gustaba el espectáculo espléndido de los amaneceres
de Barahona. La variación de luces sobre el mar cambiante. Al fondo de la bahía de aguas
verdiazules la mole pesadota de El Curro, azulenco, pelado. Abajo, la blanca cenefa de los
arrecifes.
Íbamos a Punta Inglesa por las calles vacías azotadas por un vientecillo alegre. Alguna
estrella demorada quemaba tristemente sus últimos oros en el cielo.
Se sentaba bajo los cocoteros de la playa sobre la suave arena mientras yo me adelantaba
un poco para ver de más cerca y sin que me vieran las muchachas que a esa hora se bañaban
desnudas en el mar.
A él le debo mi primer gacetilla de periódico: Las ventajas del anuncio.
Había llevado la Kodak con que se arma todo turista que se respete. Alguien le preguntó
si también las películas las había traído.
—No. Leí en El Esfuerzo que en la botica de Tutí hay.
La gacetilla se publicó en El Partenón. Lo único que hice fue contar lo sucedido.
Organizó veladas en el teatro, expediciones a las playas y a la montaña, incansable.
Cuando regresaron dejaron un gran vacío que desapareció cuando nos trasladamos
definitivamente a la capital.
Visitaba a Pedrito en la casona de su familia de la calle Duarte. No era más que un amigo
que hacía versos a escondidas y que buscaba compañía y estímulo, y ahora no se qué clase de
estímulo ya que no confesé sino muy tarde mi afición. Me atreví a mostrarle algo de lo que
hacía: un libro que nunca se publicó: Candita y sobre el cual Pedrito escribió en el Listín Diario.
Desde entonces como poeta soy nada más que una invención suya, y eso me honra.
Los años, para los que difieren en edad, van acercando. Yo dejaba de ser el niño que
fui; él cada vez era menos, para mí, el joven elegante y aristocrático que siempre ha sido,
pese al tiempo. Éramos amigos. Poetas. Oía las grabaciones musicales con que se deleitaba.
Lo leí con cuidado y al poeta siempre lo tuve en gran estima. Sus versos, en donde nada se

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HÉCTOR INCHÁUSTEGUI CABRAL  |  EL POZO MUERTO

descuida, son de una gran ternura. Sus palabras vuelven al principio, al punto lleno de vida
en que nacieron. Se entregan plenas como si su lenguaje no fuera el de todos los días, pero
sin causar extrañeza, como si el prodigio del arte las hubiera creado ante nuestros ojos con
materiales llenos de nobleza cuya presencia no habíamos advertido antes y que estaban al
alcance de las manos.
Biel es para mí uno de sus más hermosos libros. Parece imposible que un idioma como
el nuestro de difícil musicalidad cuando se le escribe en prosa puedan lograrse esas frases
aterciopeladas, y que al mismo tiempo se diga mucho y bien cargada la entrelínea.
Mis visitas eran muy frecuentes. Conocí a doña Mercedita, su mamá, a don Ibo, el padre
en su retiro laborioso, fabricando sellos gomígrafos; a sus hermanas Gladys y Margarita.
Gladys tiene la mejor risa del mundo. Una de esas risas que a cuantos son incapaces de
estar alegres molesta, algo así como un insulto a la tristeza y a la disconformidad.
Margarita era más callada, aunque no mucho. Tenía mayor interés por la literatura. No
sé cómo me enteré un día de que recitaba. Nunca pude oírla.
Una noche dictó Pedrito una conferencia en el Ateneo y se anunció que las ilustraciones
las haría Margarita. Hablaría sobre poesía dominicana.
Charlista ameno, fácil, brillante, atrae siempre mucho público que disfruta de lo principal
y de lo accesorio: alfilerazos para cuantos considera intrusos en el Parnaso, palos para los
que se han defendido de sus alusiones tirando piedras.
El hombre es un ser egoísta y su memoria, que es parte muy suya, igualmente. No re-
cuerdo sino esto:
Margarita empezó a recitar mi Canto triste a la patria bien amada. Tenía el pecho apretado
y una sensación de vergüenza y temor. Me pareció que estaba mareada. Hacía mucho calor.
El aire espeso, cargado de perfumes, agradables y menos agradables.
Llegaban hasta mí las palabras, claras, pero no eran mis palabras, no eran aquéllos mis
versos. ¿Cómo podrían serlo? La gente, la que estaba cerca, principió a levantarse poco a
poco. Me sentía cada vez peor, aquel movimiento lento del público vino a confirmármelo.
La costumbre es oír sentado. No se levantaban. Quizás yo los veía como no estaban.
las aves de corral son pluma y canto apenas

La gente seguía levantándose. Se me nublaron los ojos. Ahora su voz llegaba hasta mí
más triste o más dulce, tremendamente expresiva.
Un aplauso me sacó de mi dolorosa situación. Todos aplaudían de pie, frenéticamente.
¿Por qué? no me lo explicaba. Alguien me llamó por mi nombre, una y otra vez. Una persona
me tomó del brazo y yo le dejé hacer. Seguían los aplausos. Caminamos con dificultad por
entre el gentío. Me hicieron subir a la tarima. Arreciaron los aplausos. Me metí las manos
en los bolsillos, me rasqué la cabeza. Se oyeron entre los aplausos risas y risillas. Me pasé la
mano por la cara. Saqué las llaves del bolsillo y quise volver a mi lugar. Algunos me abra-
zaron. Si hubiera podido llorar me habría hecho mucho bien.
Aquella noche comprendí que podía comunicarme con los hombres. Hasta entonces
había sabido que era capaz de expresarme.
Un músico escribe y sabe lo que ha soñado cuando se oye en la orquesta o en un instrumento.
Un poeta escribe y sólo sabrá lo que vale, o lo que no vale, cuando se oye en la voz ajena.
Margarita había sido mi orquesta, el eco magnificado, engrandecido, de mi propia pa-
labra. Yo no tengo con qué pagarle.

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Manuel A. Peña Batlle (primera parte) (1920-1952)


Probablemente por allá por los años del 20, Peña Batlle iba con mucha frecuencia a Baní.
Por breves días o a pasar temporadas relativamente largas.
Para mi hermano Sixto y para mí las llegadas de Chilo, siempre lo llamé así como todos sus
amigos, constituían un acontecimiento importante: nos daba diez centavos a cada uno.
Cuando le echábamos mano al dinero ya no nos importaba mucho. Lo dejábamos en
manos de los mayores y salíamos de correría, ricos, importantes.
En esa época vivíamos frente al parque, en la Casa de Piedra. Ecos del Valle había alcanzado
estabilidad y fuerza. Junto al periódico crecía un buen negocio de impresos comerciales. Peña
Batlle, para emplear las horas vacías de la mañana, a veces por la tarde, escribía gacetillas,
hablaba largamente con mi padre, unidos por una serie de ideas comunes, por un mismo
espíritu, por una simpatía cordial.
Después nos fuimos de nuevo a la capital. Las buenas épocas en mi casa están subrayadas
por los distintos establecimientos en la capital, las malas por una retirada hacia Baní.
Cuando vivíamos en San Carlos le veía de tarde en tarde, un poco de lejos. Era un joven
abogado brillante, un intelectual fogueado en las cívicas luchas contra la ocupación del país
por las tropas de los Estados Unidos, con la autoridad de haber publicado serios estudios, por
su dedicación y competencia en materia fronteriza, quiero decir, de los problemas jurídicos
y de orden práctico de la Frontera con Haití. Estudioso de nuestra historia se le reconocían
méritos de investigador, certeza en los juicios, solidez en las conclusiones.
Una mala temporada, la de los dulces de guayaba, me acercó un poco a él. Cada vez que
nos faltaba lo necesario tomaba un libro, de los buenos, empastado, y se lo llevaba. Recibía
unos pesos en cambio, posiblemente más de los que valía la obra.
A veces conversaba un poco conmigo, ya en su oficina, ya en la casa de familia, muy
cerca de la mía, en la calle Trinitaria.
Empezamos a salir juntos por las noches, a reunirnos en un lugar determinado, siempre
a la misma hora. Me convertí casi en su sombra nocturna, eso sí, en una especie de sombra
disidente, discutidora y reacia a dejarse conducir. Y eso le divertía. Fui un poco el agua regia
que servía para probar sus propias ideas ya que, por razones de formación y por la fuerza de
la edad, éramos de dos generaciones cercanas, pero distintas, en muchas materias teníamos
ideas encontradas, las mías, en historia nacional por ejemplo, un tanto vagas y románticas,
las suyas sólidamente pensadas y establecidas.
Presencié, del principio al fin, todo el proceso de la consolidación de su pensamiento,
y quizás sin él quererlo, sin yo presentirlo al final la distancia de los criterios se acortó, en
muchísimos casos dejó de existir.
Para él Báez y Santana constituían los dos puntales esenciales de la nacionalidad y del for-
talecimiento del Estado dominicano, pese a la propia trayectoria de uno y de otro. Báez era el
sentido administrativo en manos del político, Santana el baluarte contra la deshispanización.
Acostumbrado a las condenaciones de los textos de historia, sin conocer profundamente
el papel que cada uno de ellos había desempeñado, me negaba a aceptar. Yo creo en Los
Trinitarios, sobre todo en Duarte. El solo hecho de que se tratara de hombres de extracción
intelectual, de soñadores que habían levantado, creado, una conciencia de la nacionalidad,
me subyugaba. Peña Batlle objetaba que esa conciencia del 44 no hubiera sido posible sin la
prueba de Santana, que demostró que el país podía bastarse y defenderse a sí mismo; sin la
tarea de Báez. Aquí me quedaba un poco en tinieblas.

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HÉCTOR INCHÁUSTEGUI CABRAL  |  EL POZO MUERTO

A mí siempre me ha parecido que el momento que se escogió para proclamar la Inde-


pendencia era una obra de videntes y de personas que conocían, en pormenor, la situación
interna de Haití, sus recursos, el espíritu, el pensamiento rector del vecino Estado. Cualquier
otro momento, sin la alianza de la anarquía, sin el apoyo de las serias convulsiones haitianas,
hubiera sido peligroso e inútil.
Pero él iba a lo suyo: a lo español, a todo lo que perdimos por tratar de emanciparnos
prematuramente, en el 21, y de independizarnos sin poder aspirar a los indispensables
atributos de soberanía y sin cohesión social. Eso era lo que faltaba, cohesión social, la que
han tenido y usufructuado otros países de América, porque, era su modo de ver, los conti-
nuos éxodos, debidos a la pobreza de la tierra; y el pasar de manos de España a manos de
Haití, de Haití a Francia, de Francia al caos y otra vez a Haití, de Haití a la República, de
la República a la Anexión, de la Anexión a los Restauradores y de los Restauradores a las
Guerras Civiles, nos arruinaron, impidiendo que atesoráramos hombres. Cada cambio traía
consigo disgustos, desarraigos, imposibilidad de permanecer. Y citaba con tristeza toda la
noble sangre, las grandes familias, los ilustres apellidos que perdimos, las mentes que se
nos fueron, las experiencias y estudios que naufragaban.
Pero a pesar de todo, él lo reconocía, las tradiciones soterradas volvían a salir a la superfi-
cie, y florecían. Tenía una gran fe en nuestro pueblo, en sus secretas fuerzas, en su capacidad
de absorber golpes, de rehacerse, como se lograba con Trujillo.
Y junto a lo español, era la obligada consecuencia: la Iglesia. Se lamentaba de la frialdad
del culto, de no estar presente en los programas políticos, de la apatía de los cleros de los
pasados siglos que no pudieron levantar cabeza ni en los días brillantes de un Meriño, y
recordaba con nostalgia aquel Obispo, Confesor del Rey, luchando a brazo partido contra
el Gobernador Osorio para impedir que la Banda Norte fuera devastada para evitar el co-
mercio entre los nuestros y los piratas, principalmente piratas, que infestaban el Caribe y el
Atlántico por encima del arco de las Antillas.
En Las devastaciones de 1605 y 1606 demostró que el mayor daño que se le había podido
infligir a la Española lo había recibido de manos de Osorio y todos los males que vinieron
después, hasta la pérdida de la parte de la isla que hoy es la República de Haití. Los ingresos
que percibían los nuestros traficando, dejaron de recibirse. Se acabó el mercado para el ga-
nado, para las pieles, para las maderas tintóreas, para el producto de los sembrados. Con un
solo puerto habilitado para el comercio con España, sin caminos para llevar las mercancías,
sin contar con los servicios siquiera de una pequeña flota de buques de cabotaje, el español
o se fue a Santo Domingo para convertirse en un parásito o tomó pasaje para cualquier otra
parte de América menos desfavorecida.
Y el tanto pasar de mano en mano nos había impedido además formar equipos de
hombres capaces, con autoridad, con la cabeza bien puesta en su sitio. Al irse los mejores, que
era lo que desgraciadamente ocurría porque los mejores tenían medios de fortuna, no se pudo
formar una aristocracia dirigente, intelectual y económicamente capaz, y sin aristocracia,
sin gente que tuviese intereses reales que defender e ideas que aplicar, era natural que el
país y su Gobierno cayeran en manos de la pobreza intelectual, a veces rapaz, de segundos
inseguros, salvo una que otra excepción que nada serio pudo hacer.
Lo de la Iglesia lo iba argumentando con razones muy actuales: las mujeres que se salían
del buen camino, en una proporción muy grande, me decía, son jóvenes divorciadas. Matri-
monios hechos precipitadamente que se disolvían de la noche a la mañana. Y las víctimas

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no eran solamente las mujeres abandonadas en una condición propicia para el halago, la
conquista, de la alcahuetería siempre en acecho de carne fresca, sino los hijos tenidos y la
familia, la familia que es la piedra angular de la sociedad a nuestro estilo. Si entramos a la
vida independiente sin aristocracia y se permitía que las familias carecieran de estabilidad
el porvenir era negro y por eso se pronunció valientemente contra el divorcio fácil, contra
todas las brechas por donde se puede salir del matrimonio como quien sale de un parque
porque está lloviznando.
Sólo la Iglesia podía poner coto, la Iglesia y la Ley, a un estado que él consideraba casi
de disolución. “Exactamente lo que está haciendo Trujillo”; decía.
Su otro tema, para quedarnos nada más que en lo importante, era Haití. Dos pueblos
que comparten el dominio de una isla no les queda más camino que conocerse bien el uno
al otro. Ellos tenían toda una literatura histórica dominicana, nosotros apenas unos esbozos.
Para informarnos teníamos que pedir datos a Madiou. Era menester que los dominicanos
pensáramos más en el vecino Estado, en sus instituciones, en los cambios de su legislación
de tierras, en su pensamiento político.
Lecturas, conversaciones, búsquedas, reflexiones, durante años estuvieron encaminadas
a ofrecernos la obra que él juzgaba necesaria. Sólo dos capítulos dejó escritos. Comenzó
demasiado tarde cuando ya se oían, por los vacíos corredores del tiempo, los pasos quedos
de la muerte.
Nos reuníamos, todos los domingos, en su casa de campo, en Cachimán. Hasta el nombre
viene de esa preocupación que tenía por Haití.
Luis Florén, Aníbal Alfonseca, él y yo, durante años. Por la mañana se discutía, se bro-
meaba. La comida la traían de un restaurante o de su casa. Él hacía la siesta en una hamaca,
Florén curioseaba por la gran biblioteca, Aníbal dormía por cualquier parte y yo descabe-
zaba un sueñito en una mecedora. Después café y discusiones, conversaciones largas que
acababan cuando moría la tarde.
Me obligó, juro que casi me obligó, a escribir el prólogo de su obra Transformaciones
del Pensamiento Político y ya desaparecido la familia me encargó el de El Estado haitiano,
de los dos capítulos únicos de que he hablado. El último lo escribí en Quito, enfermo;
escribía un párrafo y tenía que volver a la cama con el corazón en la boca, como se dice,
agotado por la altura, con un desequilibrio funcional de la principal víscera del cuerpo.
Eso quizás explique su pobre tono, la ausencia de santa pasión, lo desmejorado del estilo,
lo endeble del plan.

Peña Batlle (segunda parte)


Pero no todo era Historia, Sociología y seriedad en nuestras relaciones. Corrimos, cu-
riosos, algunas aventurillas sin importancia. Hacíamos un turismo nocturno por los barrios
apartados, con los ojos abiertos a las realidades profundas porque Peña Batlle odiaba la
superficialidad. Observábamos, pulsábamos.
Acorazaba su timidez, aunque muchos no lo crean fue un hombre tímido, detrás de
muchas malas palabras. Generoso se ocultaba, al hacer el bien, al socorrer, detrás de una
cortina de humo de burla. Limpio de corazón hacía chistes de los que no le querían bien,
muchas veces para manifestar preocupaciones que no sentía, animadversiones que jamás
calaron hondo en él.

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HÉCTOR INCHÁUSTEGUI CABRAL  |  EL POZO MUERTO

Todo hombre defiende su verdadero ser. Nadie se quiere dejar sorprender en debilida-
des, ni mostrar los nervios sensibles a flor de piel, y el que no sigue la regla está perdido.
Noble, altruista, franco, con franqueza que a veces hería; leal, honrado, se vio obligado, por
imperativos de su propio carácter a esconder la bella zona vulnerable que se abría en su co-
razón. Los que no le conocían al principio le temían, pero todos, unos antes y otros después,
se daban cuenta de que detrás de aquella muralla de palabras fuertes florecían virtudes que
por su número no era muy fácil reunir.
Para mí fue consejero, amigo, estímulo. En una época yo sólo tenía un traje, un traje
negro del que quizás se hable en otra parte de este libro. Una noche pasábamos frente a la
vitrina de una sastrería conocida. Imperturbable un maniquí mostraba, un bello, bellísimo
traje de casimir gris claro.
Se detuvo. Lo miró con ojo experto y se volvió hacia mí.
—¿Como cuánto costará?
—No sé. Treinta pesos quizás.
A fuerza de no comprar ropa yo no tenía idea de lo que podía valer un traje de esa
calidad.
Se apoyó en el bastón, levantó la cabeza para mirarme por con los cristales inferiores
de los lentes bifocales.
—Hace unos días las cosas nos están saliendo mal, a ti y a mí. He pensado que a lo mejor
ese “panó prieto” que tienes nos azara…
Hizo una parada, tomó aire, posiblemente porque quería hacerme la oferta sin herirme.
Por fin, venciéndose, continuó:
—Ven mañana y dile que te lo den y que me lo pongan en mi cuenta… Si es más de
treinta pesos no, porque entonces yo sería… un tonto.
Desde luego su vocabulario era más fuerte. Esas dos últimas palabras eran la cortina de
humo que he hablado, la muralla china con que rodeaba su sensibilidad, el escudo, el huerto
sellado en que escondía las virtudes.
Por supuesto al otro día, temprano, fui a la sastrería. El traje costaba cuarenta pesos. Yo
puse los diez que faltaban con expreso encargo de que no lo supiera. No lo supo jamás. Le
acortaron las mangas y pude, a los dos o tres días, no contribuir con mi atuendo a que nos
fueran mal las cosas.
Viajábamos juntos. Fuimos a San Pedro de Macorís, a Santiago, a Baní, a Ocoa, a Matanzas.
Fui reuniendo sin decírselo los poemas que escribía en esa época, generalmente inspi-
rados en personas, paisajes, situaciones, que habíamos visto los dos.
Los edité y a él están dedicados: De vida temporal.
En Santiago nos hospedamos en el Hotel Mercedes, en la misma habitación. Al día
siguiente me echó porque, decía, yo crujía los dientes mientras dormía. Yo le dije que me
alegraba muchísimo porque en realidad con sus ronquidos no había podido pegar los ojos,
y era cierto.
Pero aquellos viajes no eran más que un pretexto para seguir el diálogo, para no
interrumpirlo. Caía sobre mí con nuevos datos históricos, me reseñaba, diremos así, lecturas,
me describía sus preocupaciones o reflexiones.
Se fue a Puerto Príncipe como Embajador y me invitó a pasar una breve temporada a
su lado, y de nuevo las discusiones, los libros fundamentales que había encontrado en la
Biblioteca de los Hermanos Cristianos, la importancia de Boyer.

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

Y al final, cuando se acercaba la hora de comer, en el momento de irnos a dormir, en


habitaciones separadas desde aquel crujir de dientes nocturno, me aseguraba lo mismo.
—Tú ves todo lo que sé de Haití y todo lo que sé que no sé, bueno, es poco, en la Repú-
blica Dominicana sólo hay uno que entiende el problema y que lo ha resuelto: Trujillo.

Dios (1930-1957)
Nací al mundo de las altas preocupaciones cuando el Positivismo había doblado ya la esquina
con sus inútiles exactitudes, pero en mi horizonte se anunciaba, como un amanecer desagradable,
el materialista que traía, séquito bullicioso, una espléndida cola roja de triunfos.
Había desaparecido el sedimento catequístico. Recibido en días lejanos, cuando la re-
flexión no podía fijarlo, sin volver a él, sin reforzarlo, envidiaba la fe sencilla de Candita, la
fe ilustrada de mis hijos educados en colegios católicos norteamericanos, la fe consoladora
de mi abuela que tenía siempre a Dios detrás de una puerta: en una mano el racimo de los
premios y en la otra, la dura vara de los castigos.
El miedo, el terror de la realidad, me hizo volver corriendo de la duda a refugiarme en
los Santos, pero pasada la causa regresaba inseguro como antes.
Yo no sentía a Dios, sentí Su vacío, veía desocupado su trono, porque en mi mundo Dios
no estaba presupuesto. Para mí era un requerimiento, lo buscaba ejerciendo un angustioso
derecho de necesidad.
La piedra clave estaba ausente, inseguro el edificio de mi vida, falsa la solidez que
necesitaba. Santo Tomás, San Agustín, me ayudaron un poco, pero no me convencieron.
Dios seguía ausente en mí. No lo negaba, pero Él no se hacía presente. Traté de engañarme,
de rellenar el terrible hueco con artificios, pero cuando me quedaba solo, cuando la noche
se echaba sobre mí con su sombra y su silencio volvía los ojos y allí estaba. Su ausencia, la
angustia de una orfandad profunda.
El descreimiento no me atraía. Tenía urgencia de Dios y Dios no hizo caso de mi pena. Me
lancé a buscar, desesperado, en las viejas religiones orientales y regresé de la aventura más
triste y más solo. Mi alma no estaba hecha para los climas espirituales que probablemente
preparaban al hombre para el estatismo y el olvido.
Era, ahora lo pienso, como el Pueblo Judío, inventor del Dios que nos defiende del caos
primigenio y de la duda absoluta. Rodeado por politeísmos, los dioses numerosos y menores
que llegan a uno en la lectura de los viejos clásicos, siempre atrayentes, mi alma buscaba un
procedimiento para reducir las deidades a Dios y darle función, categoría, preeminencia.
Me zabullí en Chesterton, para que fuera un laico el que condujera mis pesos; en Mari-
tain, en Unamuno, y descubrí a Kierkegaard, pero su Dios imperioso no encontraba el sitio
exacto de mi corazón, en donde tenía que reinar.
Volví a los Padres de la Iglesia y sentí, junto a la seguridad de su pensamiento, en sus
certezas, un fondo ingenuo, primitivo, y, cosa absurda, desde lo hondo, en un movimiento
anacrónico, le reprochaba que no pudieran rebatir los argumentos que después de ellos
esgrimió el Enemigo.
Hay católicos libre pensadores, yo era un católico en duda permanente. La tradición y
los temores serios me mantenían dentro del seno de la Iglesia, como el que va al templo por
obligación y una vez allí se entretiene con las luces púrpura, esmeralda, color de girasol,
que se cuelan suaves por los vitrales policromos; con la pompa del Altar y de los Oficiantes,

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HÉCTOR INCHÁUSTEGUI CABRAL  |  EL POZO MUERTO

con los coros de voces bien timbradas, con el escote condenado de las damas elegantes, las
caras apenas adivinables bajo el encaje primoroso de las finas mantillas.
En medio de las ceremonias, en los momentos más solemnes, cuando suenan las
campanillas y el humo del incienso velaba con un azul cenizoso la magia del Sacrificio, me
asaltaban pensamientos sucios, irreverentes. La carne evocaba la carne, imaginaba escabrosas
situaciones y lo tremendo: sabía que las tentaciones eran también un camino hacia Dios, que
el Dios que buscaba estaba debajo del fango de las visiones torturadoras, porque yo quería
sacudírmelas y Dios todo bondad en aquellos minutos trágicos, agónicos, me volvía a la
paz y a la pureza, en la voz del sacerdote desde el púlpito, en los humildes relatos de los
Apóstoles, en el empeño rector de las Epístolas.
Dios tenía que ser creación mía, experiencia mía. Ya que Él no venía hacia mí yo iría hacia
Él y lo haría ocupar el sitio vacío. No podía pasármelas sin Él, era menester que rigiera mi
mundo en donde Su ausencia causaba estragos.
San Juan de la Cruz, el poeta, y San Juan de la Cruz, el místico, me ayudaron mucho.
Lo inefable de su pensamiento me ganó, la seguridad de su fe me fue llevando a mi propia
seguridad.
Se cree en lo absurdo, en lo que no tiene demostración, en todo aquello que es huerto ve-
dado a la razón y a la lógica. Y releí, desesperado, a Renán. Al humanizar a Jesús lo acercaba,
lo hacía más mío. Cuando hace de los Apóstoles personajes de la historia, los pone a mi lado.
Al reducirlos a hombres casi ignorantes, pero armados de una fe y de un amor ardientes, me
los puso en las manos para que me convencieran y un nuevo tono hallé en los Evangelios.
Venía, al reencontrar a Renán, de haberme hundido en Job y en Abraham. De la insu-
bordinación y de la paciencia, de la conciencia de que Dios ha de ser aliado y no enemigo,
a la fe sin vacilaciones, que eso para mí era Job y eso Abraham para mí.
Tenía a Dios, nunca me había abandonado, pero no había sentido sus goces, jamás me
había dado motivo para cantar sus alabanzas desinteresadamente. La sensación de su exis-
tencia me venía por los caminos que conducen al abandono, por los que llevan a las tierras
en donde el hombre siempre estará solo. Se me acercaba para proclamar Su despego, para
hacer patente el distanciamiento a que me tenía sometido.
Me sentí tentado a ponerme exigente como Job, a reprocharle Su indiferencia, a culparle
de sordera ante mi ruego, de echarle en cara lo ciego que era conmigo cuyo abatimiento no
le dolía, un abatimiento que era más doloroso porque jamás a nadie conté lo que pasaba en
mí, en vergonzante lucha. Cuando se muestra el corazón, cuando las intimidades se exhiben,
cuando se comparte una inquietud grande, el pecho se desahoga, porque la confesión purga,
y yo me negaba, sin razonar, a expulsar por medios artificiales lo que presentía era, con sus
molestias, sus sudores, el camino de la Verdad y de la Vida.
Y Dios poco a poco se fue aposentando en mis días. Venía a Su trono, se sentaba, volvía
a irse. Creí descubrir el medio de atraerlo, de serle grato, de obligarme a no volver a dejar-
me solo, de poder retornar a los días de la infancia en que siempre estuvo conmigo, en las
reconvenciones de mi abuela, en los relatos piadosos de mi tía.
Escribí Las Ínsulas Extrañas, me liberé de mis convulsiones, sané de la duda, me purifiqué
no en las aguas del asco, de la náusea, de la angustia, de la desesperación, sino en la certeza
y en el seno de la Iglesia, de donde no me pudieron echar ni los demonios de la tentación
con sus deleitosas visiones, ni el Diablo saltador de la incertidumbre con su pila de libros,
con su programa exacto de demostraciones irrefutables.

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

La lucha duró años. No podría precisar con exactitud cuándo comenzó y mucho menos
el día en que cesó. Cuando el cielo se me nubla, cuando la vida deja de ser dócil, cuando los
sucesos son adversos, tengo un firme clavo para agarrarme: rezo, rezo lo único que recuerdo
de los primeros días de mi ingreso a la Fe cuando veía el Misterio palpable como monaguillo
en la Iglesia de mi pueblo. Rezo un Padrenuestro, y todas las oraciones, las invocaciones
todas, una por una las razones del hombre, salen sobrando, no las necesito, no tienen nada
que hacer en mi comunicación con las Alturas, porque el Dios que extrañaba, al que tan-
to pedí que no me dejara solo, jamás había dejado de estar en mi corazón. Lo que estuvo
vacío no era Su trono, era el receptáculo de mi fe, seca la fuente de la esperanza, distantes
las aguas vivas de la caridad, y San Pablo me lo enseñó: ahí en la caridad debía ponerse el
acento de la existencia profunda porque las ciencias son vanas y cuando todo termine de
una vez, cuando ya no quede nada, bastará que haya caridad para que Dios subsista por
los siglos de los siglos.

Dios (segunda parte)


Pero yo no quería a Dios sujeto al extremo de un silogismo, como un pescado todavía
coleando enganchado por las agallas al anzuelo. Ni al Dios que se atraviesa con una de-
mostración: mariposa muerta que apaga sus colores y va a parar a la vitrinita junto a otras
víctimas que una vez volaron engalanando las sendas abandonadas, manchas amarillas,
azules, negras, grises, sobre la verde pradera.
No me atraía el inflexible Dios de los protestantes, y a pesar de ello oí a los predicadores,
los coros, las exégesis que no eran de mi Iglesia.
Estudié a Hegel, a Kant, a Descartes, inútilmente. Corriente arriba me fui a los
precursores: a los griegos, los fragmentos que nos quedaban, las interpretaciones. Una
vez creía que Plotino me lo entregaba, sentí el olor de la Verdad, y se volvió a escapar.
Platón me lo anunció y yo me hacía ilusiones que al cerrar la última página de su último
libro se desvanecieron.
Leí a los místicos españoles, poderosos, afirmativos, y nada. A Vives y a Raimundo
Lull pedí luces, y me las negaron. A veces tenía como un presentimiento, premoniciones, y
de nuevo la ola de la duda me envolvía. Quería sacudirme de la sombra que nacía de mí,
de la sombra que por dentro me mordía, y me entregaba a los trágicos griegos, a las viejas
epopeyas hispanas, al trueno de Hugo, a Dante, a Ariosto, a La Naturaleza de las Cosas, y
Dios me recordaba que yo no lo tenía. Desechaba su llamado, leía a Shakespeare, a Goethe,
y volvía a la fuente: Tirso, Calderón de la Barca. Allí estaba Dios, junto a los hombres, como
en los clásicos tiempos moviéndolos con el hilo de su interés, como a los héroes de Homero,
pero mucho más discretamente, sin dejar, muchísimas veces, que se supiera de antemano
el partido que había tomado. Era menester aguardar el desenlace, la hora del reparto de los
premios, cuando el malo recibe su palo y el bueno el ansiado beso de la dama joven o de la
boca sin labios de la muerte.
Conocí el Quevedo de La política de Dios, devoré a Fray Luis de León. De los nombres de
Cristo me pareció un bello libro ingenioso, quiero decir escrito por un sabio que sabe muy
bien el terreno que pisa y conoce las Escrituras, las viejas lenguas perinclitadas y el idioma
que habla. Quevedo mezclaba demasiada tierra con la información sagrada. Se le veía el
plumero al político que ha tenido sus alzas y sus bajas, para acabar mundo abajo aprisionado

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HÉCTOR INCHÁUSTEGUI CABRAL  |  EL POZO MUERTO

por un derrumbe que él mismo había provocado, en una cataclismo del cual era, cuando
menos, uno de los culpables.
Vino la avalancha de las traducciones del alemán de la Revista de Occidente. Aguardada
cada publicación, seguía el curso de los anuncios de las nuevas. Ortega y Gasset me seducía en
las Notas, La Rebelión de las Masas, España Invertebrada, inconclusa, sobre todo en El Espectador.
Sus estudios de biografía profunda. Me pareció un escritor brillante con un estilo atrayente
como un hermoso abismo, pero me volvía a Unamuno. Su acento desgarrado estaba más
cerca de mi grito que no pude proferir nunca, que nadie oyó, que nadie adivinó y que me
quemaba por dentro como una acedia del alma.
Leía ya por leer, enviciado. Sin orden ni concierto. Como el borracho se prende de su
botella intoxicado. Vomitaba, como el glotón, para poder seguir comiendo. Me pasaba las
noches en claro, sin que nadie pudiera percatarse de mi insomnio. Cada vez tenía más cui-
dado de no mostrar mis entrañas laceradas a los ojos de los míos, de los amigos que tenían
tranquilo a su Dios en el altar, a los que poco importaba su presencia o su ausencia, a los
que se dejaban llevar mansamente por la cómoda corriente de la costumbre. Yo envidiaba
su ecuanimidad y los compadecía, tenían a Dios y no lo gozaban, no le preguntaban nada,
no le exigían nada.
De tarde en tarde oía los pasos, quedos, del viejo Dios de la casa materna, que no tenía
que estar presente en las alegrías porque pocos se acordaban de Él, pero que jamás dejó de
llegar en los negros días de angustia, con las enfermedades, los accidentes, la sequía larga y
los aguaceros interminables. Oía sus pasos y era dulce cerrar los ojos y esperarlo y terrible
quedar de nuevo sordo, volver a la ceguera, retornar a la incertidumbre.

La mujer del chino


Al atardecer, en esa hora triste, en esa hora otoñal del día, cuando del cielo baja una pe-
sadumbre que hace recordar, pero recordar sin palabras y sin formas, la pobreza del mundo,
los dolores inconfesos y desconocidos, el hambre de la carne fatigada y el hambre de los
espíritus insatisfechos, me reunía con Franklin Mieses Burgos.
Trasnochador impenitente se levantaba y almorzaba tarde. Sus largas y continuas des-
veladas, sus discusiones interminables en El Gato Negro, sus recorridos en coche de caballos
en compañía de Pedro Rosell, lo rodeaban de un aura un tanto diabólica y otro poco mística,
no sé por qué.
Muy afeitado, empolvado y perfumado como una mujer ligera de cascos, la expresión es
suya y por respeto le he cortado un poco las aristas; fumando los cigarrillos que su hermano
Lelé desechaba porque eran demasiado blandos o demasiados duros, no recuerdo bien, y
que yo compartía, iniciábamos una peregrinación que duró meses y que yo no sé ni cómo
se iniciaron ni tampoco en el preciso momento en que ya no las hicimos.
Estábamos enamorados, los dos, de la mujer de un chino que tenía un cafetincito en un
lugar que es prudente no decir en dónde se halla. Era bella, con una belleza triste y resig-
nada. Tranquila, callada, limpia.
El chino, hierático detrás del mostrador, guiaba sus pasos con una mirada opaca. Era
muchísimo más viejo que ella, flaco, enigmático. Jamás le oímos pronunciar una palabra.
Ella nos servía. Casi nunca había nadie en el establecimiento a esa hora. Pasaban, por la
acera, gente despreocupada y ruidosa. Mujeres de cerrado luto. El elegante que después de

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cerciorarse de que nadie le está viendo se toma la solapa y huele complacido el rojo clavel
con que se adorna. Niños en ruidosos patines que casi nos sacaban de nuestro sueño, de
nuestro embeleso, de nuestro secreto amor.
Ese amor fue algo así como una aspiración paralela, para usar una frase cara a los psicó-
logos y con la cual se designa la reverencia y el amor sin egoísmos de los religiosos, porque
en el fondo tenía mucho de adoración a un símbolo, de oración que se dice en común.
Nuestros centavos nunca fueron muchos y alguna vez tan escasos que teníamos que
cambiar el consumo. Por lo general era una botella de cerveza y dos tacitas de café que be-
bíamos no sé en qué orden, si la cerveza primero o el café antes. Los días malos sólo café.
El chino, paciente, soportaba nuestra demora, la forma lenta en que consumíamos
aquellos pretextos para estar mirando a su mujer, tan ignorante como él de nuestro amor,
de que habíamos convertido aquellas cuatro mesas, las sillas y el aparador sin pretensiones,
en una especie de templo.
Le escribí unos versos. Franklin consiguió que Panchitín Sanabia los publicara en Nue-
vo Diario, el periódico que dirigía su papá. Creo que fueron los primeros versos míos que
tuvieron el honor del papel y de la tinta de imprenta.
No los recuerdo. Deben haberse perdido como otros tantos. Me parece que terminaban así:
“En los mares oscuros
de sus profundas ojeras de cera
bogaban las horas, ya muertas”.
Pero cera oscura. Campesino, tenía de la cera, de su color, un conocimiento distinto del
urbano. En la ciudad la cera se lava y adquiere un tono mate de ámbar. En Baní la cera que
había visto, desde el momento en que se descastran las colmenas hasta cuando convertidas
en unas grandes tortas se preparan para la exportación, era oscura, barro sucio, y así eran
también las velas que vendían en los humildes ventorrillos, colgadas en mazos. Velas que
acompañaban las oraciones ardientes, velas que abrían el camino del otro mundo, con su
luz vacilante, con su penachito de humo espeso, a los pobres muertos.

Los Poetas Reales


Franklin me dio la noticia, jubiloso: seríamos los Poetas Reales, los encargados de cantar
la gracia y la belleza de María Estela Pereyra, Reina de unas fiestas del Club Unión. Me sentí
orgulloso y cobarde. Franklin tenía un dominio absoluto de las formas, colocaba los acentos
impecablemente. Oído fino y vocabulario que le permitía lograr ricas rimas, pensamientos
nuevos. Mi lira sólo ha tenido cuerdas gruesas, como si todas fueran bordones. Mi canto,
grave, no se podía prestar, sin tener que caer en horrendas falsedades, eso me pareció, a
halagar las orejas de hombres y mujeres revueltos por la alegría, la música, las serpentinas,
los confeti y los gentiles tubitos de cloretilo o aguas perfumadas.
Néstor Contín Aybar y Osvaldo Bazil completaban el cuarteto lírico.
Pasado el primer momento, repuesto de la sorpresa, deseando hacerlo y con el temor
de no quedar bien, le comuniqué a Franklin mis dudas. Se rió: mejor así, los versos nuevos
ya era tiempo de que también fueran a las fiestas grandes.
Busqué, dolorosamente, los más delicados tonos de mi canto. Escribía y rompía, para
volver a empezar. Trabajaba febril, sintiendo que una multitud, difícil de complacer,

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HÉCTOR INCHÁUSTEGUI CABRAL  |  EL POZO MUERTO

acostumbrada a otros metros y a otras palabras, ni siquiera ponía atención en lo que iba yo
leyendo; me había propuesto leer para evitar una mala partida de la memoria. Al fin hice
algo que, cuando menos, me tranquilizó. Corrí a casa de Franklin. Aguardé impaciente hasta
que, solemne y sonreído, apareció dentro de su bata de oro.
Sin rodeos le leí lo que había escrito. A él le pareció muy bien, muy adecuado. Le di las
gracias y me contuvo:
—Se me había olvidado decir una cosa: hay que ir de smoking…
—¿De qué? –pregunté azorado.
—De smoking. Nosotros vamos a leer nuestros poemas en el baile de coronación y todos
van de smoking.
—Yo no tengo, Franklin. Eso es peor que tener que escribir y que leer el poema.
Y se lo decía sinceramente, tristemente, con la convicción de que ya sí no podría ser
Poeta Real.
—No te apures, voy a ver quién tiene uno que te sirva, aunque como eres chiquito no
va a ser fácil.
Se buscó inútilmente el smoking. Nos reuníamos y pensábamos en muchachos más o
menos de mi tamaño. Al indagar siempre ocurría lo mismo: no tenían.
Vino a sacarnos de apuros Rafael Rodríguez Peguero, Puchito, la autoridad máxima en
materia de vestir de nuestros amigos íntimos. Consejero oportuno, indicaba sastre y precio,
cuando alguno recibía un traje del padre, o del hermano mayor, para adecuarlo.
Mi único traje, negro, se prestaba a las mil maravillas para transformarlo en un smoking.
Él iba a hacer lo mismo con uno azul oscuro que tenía para poder ir al baile, que entonces
me pareció que acaparaba todas las conversaciones de la ciudad.
Compramos una vara de brillante tela negra. Se forrarían las solapas. Adquirimos, un poco
verduscos ya, unos cordones femeninos que en su oportunidad coseríamos en la parte externa
de los pantalones. Mis arreglos, como no tenía otro traje, debían de ser a la última hora.
Otro problema: la camisa. Entonces era pecado llevar, como hoy se suele y tan cómodo
resulta, botones parecidos o iguales a los que se llevan todos los días. Lo de las alforzas, por
la fuerza de la circunstancia, hubo que descontarlo.
Puchito se fue por los lados de la Atarazana a buscar lo que él consideró como la mejor
solución: mancuernas redondas, pequeñas. Se le quitarían los botones a la camisa y cada
mitad serviría de botonadura. Todo salió bien, previo un almidonado extraordinario de las
camisas, que él dirigió concienzudamente.
Franklin recitó sus versos, yo leí los míos, dulcemente mareado por el ambiente cargado de
perfume, de risas, de cortesías. Nos aplaudieron, nos abrazaron y nos llevaron a la Mesa Real en
donde, libres del compromiso, sin acordarnos de lo que teníamos puesto, importándonos poco la
molestia que me causaba en la piel del pecho la puntita de las desarmadas mancuernas, nos em-
borrachamos elegantemente, con sidra, en muy buena compañía, ingeniosos e importantes.

En poesía (1928-1957)
Hice mi entrada al mundo de los versos por el camino del romance, con sus altos castillos
aferrados de las altas piedras, gallardetes, moros nobles y fieros, decapitaciones, lanzas y
espadas, cabalgar incansablemente, sitiar plazas testarudas, y mucho amor, mucho amor y
mucho odio por todas partes.

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Mi oído se acostumbró, pronto, al dulce martilleo de los acentos, a las voces raras, a los
giros duros, a la gracia sencilla y a los grandes artificios.
Para librarme de esa influencia, precoz y profunda, he tenido que luchar a brazo par-
tido. Me persigue hasta en la prosa, la hallo, solapada, hasta en los títulos que escojo y que
al cabo desecho.
Lo primero que escribí, perdido no sé dónde ni cuándo, fueron nada menos que Romances
infantiles que no para niños, que yo tenía el buen cuidado de no dar a conocer a nadie.
De ese ejercicio inicial, sombras de lecturas de mi tía, salté a unos tétricos ensayos que
finalmente me parecieron muy malos, y por mi mano perecieron.
En Candita, título de una colección de poemas que reuní en una especie de libro que yo
mismo escribí a máquina, sudando mucho porque, pésimo mecanografista, aspiré a que
fuera una edición pulcra.
Había publicado cuentos, pequeños relatos, posiblemente nada en verso.
Se lo llevé a Contín Aybar, como quien comete un pecado y lo confiesa. Le dejé el pequeño
tomo, empastado en cartón y que a mí entonces me lucía muy elegante.
Y cuál no sería mi sorpresa cuando leí, en una edición dominical del Listín, una bella,
hermosa, maravillosa, –lo que diga es poco tratando de describir la satisfacción que me
produjo leer aquellas líneas llenas de generosidad– apreciación espiritual que tituló Candita,
un bello libro iluminado de patria.
Tenía en las manos un boleto para la inmortalidad, puerta franca a la consideración de
todos, el pergamino con el título más digno para entrar, sin miedo, a los altos círculos de los
poetas, del Arte. Todo lo que diga es pálido junto a mi alegría, a mi vanidad, a mi orgullo.
Desde entonces Contín Aybar ha sido mi guía, mi consejero. Nos ha costado caro porque
en más de una ocasión le han echado en cara que yo soy una invención suya, un producto
más de su imaginación, un poeta artificial puesto en la senda, y estorbando desde luego,
que tienen que recorrer todos los que compraron pasajes para el Parnaso.
Él se defiende con razones, yo no: lo acepto. Quedé armado caballero por su espaldarazo.
No velé mis armas junto a él, pero en toda mi obra, de cerca o de lejos, ha tenido que ver, y
toda la responsabilidad de lo bueno que pudiera haber hay que anotársela, todo lo malo se
puede poner en mi haber.
Pero, ¿cómo había yo podido saltar de los romances moriscos de Góngora; del Duque
de Rivas, del Romancero del Cid, de las traducciones de MacFerson, a Candita, porque los
otros dos pasos, Romanceros Infantiles y la poesía tétrica, fueron pasos perdidos, brazadas
en la nada?
Mi padre amaba los versos y me amó en silencio porque yo era poeta. Todas sus debili-
dades, debilidades de hombre serio y de poco hablar con nosotros, que éramos sencillamente
unos mocosos, fueron casi para mí, sin que esto signifique que en su corazón no cupieran
amor para mis otros hermanos, y amor hacia mi madre.
Repetía, cuando estaba contento y cuando suponía que nadie le oía, poemas de Valentín
Giró: la encantadora fugitiva atravesaba grácil su mente; o de Ramón Emilio Jiménez, ganado
por la belleza sencilla y la factura limpia. Montañas cubiertas de arrebol se levantaban en
sus mejores horas, las mismas que se elevaban en los cantos de los escolares, y él fue siempre
maestro y hombre de sensibilidad.
A mí me perdieron, para el verso tradicional, para poder seguir la línea familiar de
poetas que se inicia no sé cuándo y que alcanza su más alto puesto con Fabio Fiallo Cabral,

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HÉCTOR INCHÁUSTEGUI CABRAL  |  EL POZO MUERTO

pasando por Cachimbolas de Eulogio Cabral; un tanto detenida, sinuosa, en mi tío Aquiles
que prefirió la musa civil de las décimas políticas, o de mi tío Melchor, pasado con armas y
bagajes a Selgas y a Bécquer, a mí me perdieron Moreno Jimenes y Vigil Díaz.
En la biblioteca de papá me topé con el uno y con el otro. Descubrí en ellos el paisaje que
me rodeaba, la voz humilde de mi gente, más en Moreno que en Vigil, pero Vigil, con Galeras
de Pafos –el título decía ha de ser bello aunque no signifique nada– me mostró un rumbo en
que la sobriedad y la exageración podían armonizar sus encontrados intereses:
Señora luna yo te visto…
Pero entonces nada se hacía conscientemente. Se hacía pura y simplemente. La conciencia
ha nacido después y sólo para dar molestias y quebraderos de cabeza. El poeta debía ser, toda
la vida, inconsciente, inefable. Atravesar el espacio en una nube, mirarlo todo desde arriba,
desde el lugar majestuoso en donde los dioses, o las diosas feas y terribles, tejen el destino
de los hombres, hasta que la tijera implacable de la muerte corta la cuerda para comenzar
otra, y así por los siglos de los siglos.
Aquel acento, creo que lo llaman coloquial, hizo presa en mí. Tiré por la borda cuanto la
tradición, cuidadosa, había puesto en mis manos y que tantos afanes le costó. Eso, mi forma-
ción aldeana, y la atmósfera tensa del pesimismo europeo, las locuras de los vanguardistas,
el balbuceo de los dadaístas que querían comenzar por el principio, los cubistas hurgando
en las entrañas de la geometría euclidiana y de las aseveraciones de la física: los colores son
vibraciones, hicieron el resto.
Con Candita debajo del brazo eché a andar. Cuentos de ambiente casi urbano: El Sacristán,
para probar que no sólo lo campesino era criollo; y retorno al folklore: El camino, El caracol.
Incursiones en el realismo exótico, por lo menos así lo eran los nombres de los personajes,
en un cuento que publiqué en Ecos del Valle, el periódico fundado por mi padre en Baní y
que dirigía entonces mi tío Francisco X. Billini.
Del 32, 24 de junio de 1932, al 40, año en que publiqué Poemas de una sola angustia, todo
es confusión, vacilaciones, dudas horribles: Baudelaire, Nerval, Darío, Martí.
Me sonaban a falso los modernistas, el vocabulario, el ideal artístico. No importaba la
admiración que sentí, y siento todavía, hacia Darío: Los motivos del lobo, el Responso a Verlaine,
que son aún los únicos versos, incluyendo los míos, que puedo repetir de memoria.
¿Y por qué fui poeta civil, social? Eso si no lo sé. Quizás la materia se prestaba mejor
a mis posibilidades, quizás, necesitaba purgarme de insatisfacciones, propias y extrañas.
Requerimientos oscuros, lecturas olvidadas, pero en acecho allá en lo hondo, vivencias que
por serlo no autorizan a quien las maneja conocer su procedencia, cómo han nacido, me
echaron en brazos de la musa menos dulce, de las asperezas de la realidad circundante, de
la vida, la vida que conocía, con sus excelencias y con sus tristezas, con los que no pueden
levantar la cabeza ofendidos sin saber por qué.
De Poemas de una sola angustia a Las Ínsulas Extrañas hay una curva: de los pequeños y
terribles dolores del hombre a Dios, al afán de seguridad del alma, a la sed de infinito, a la
razón primera, a la fuente de gracia de donde todo mana, limpio y perfecto.
Y al dejar la tierra con espinas, a las desamparadas muchachas que el primero que
llegue a caballo y con decisión rapta, al dolor y a la experiencia desenfadada e inútil de
las mujeres de ligeros cascos, humilladas y heridas; al dejar la tierra que las lluvias no
visitan, los árboles que se alimentan de piedras, los burros pacientes… al dejar esa tierra

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

se me echaron encima. Mi posición era, sencillamente, la de un desertor, la de un traidor a


los temas necesarios.
Los que me arrojaron la primera piedra, menos inhumanos, hablaron de versos periodís-
ticos, por el oficio que ejercía y que me daba el pan que todos los días llevé a los míos, casi
con los mismos argumentos que hubieran desgarrado la reputación de un poeta zapatero,
conductor de automóvil o platero. Mi honesto modo de subsistencia me había perdido para
siempre, en mi poesía surgían, para degradarla, los síntomas de una enfermedad profesio-
nal. El sueldo, las humildes comodidades que había logrado, la seguridad de la comida sin
retrasos, me habían ablandado. La poesía dominicana –eso decían– tenía perfecto derecho
a llorarme.
Los que no han conocido las urgencias del amor, los que no se han pasado horas y horas
aguardando el repiqueteo del timbre de un teléfono, los que no han pegado los ojos espe-
rando que amanezca para saber de ella, qué hizo, en dónde estuvo, no podrán explicarse
jamás, justificar, que el hombre sea presa, y nada más que presa, de una pasión, de carne y
de hueso. Yo había pecado al cantar, al no encubrir, lo que siente quien está enamorado, las
horas sin fin en que se espera, las horas cortas del encuentro.
Mi búsqueda de Dios, mi sed de Dios, el oír su llamada y no saber de dónde partía la
voz ni qué debía contestarle, les pareció nada más que una falsedad, un tono rebuscado,
hablar cuando ya no se tiene nada que decir.
Quizás Muerte en El Edén aplacó un poco las iras. Les señalaba un retorno a los temas
primitivos. Veían en Colás y en su mundo la vuelta del hijo pródigo y lo celebraron con
sacrificios no de corderos y vino sino con humeantes tazas de café, con jugo de naranja y
helados de almendras tostadas. Casi estaban dispuestos a perdonarme, a permitirme el paso
hacia las consideradas buenas torres de marfil, a hacerme un lugarcito en el Parnaso.
Pero al salir Las Ínsulas Extrañas se fruncieron los ceños y me consideraron, con tristeza,
un caso perdido.
Mientras tanto había descubierto a Whitman, en la traducción de León Felipe publica-
da por La Pajarita de Papel, a Eliot en la traducción que aparece en una antología de poesía
norteamericana que no recuerdo de quién es, a Frost, allí mismo, al García Lorca de Poeta en
Nueva York, al Guillén de Cantos para soldados y sones para turistas, y más lejos, llevado por la
mano de Dámaso Alonso, de Góngora, del Góngora de Las Soledades y del Polifemo, a Eluard,
al López Velarde de Suave Patria y renacían, recios, los recuerdos de un poeta olvidado:
Monteagudo, el del Canto a Lindbergh y del Poema a Maceo.
Tenía por delante a Unamuno, áspero como buen vasco, pero con la humana entraña
palpitante, persiguiendo a un Dios cristiano y católico con su traje sobrio de sacerdote pro-
testante. Al Machado de los campos de Soria, a Neruda en las canciones de amor, a León
Felipe con sus invectivas que recuerdan, sin parecido, las voces tonantes de los profetas
indignados del Viejo Testamento, a Lucrecio, a los primitivos poetas griegos, mitad filósofos,
mitad vates; a Dante, siguiendo las huellas de Eliot; a Horacio, a través de las traducciones
potentes y sencillas de Fray Luis de León y de Pombo, perfectas; a Ariosto, a Homero, a
Virgilio, a Pound, a Berceo, al Alberti de Los Angeles y de Marinero en tierra, a Guerra Jun-
queiro, a Garcilaso, de sencilla majestad; a San Juan de la Cruz, antes que Maritain hiciera
el profundo examen del místico.
Y en todos, en cada uno, hallé a Dios. La misma sed de Dios, idéntico anhelo de tenerlo,
de agasajarlo, de hacerlo mucho más grande de lo que es mostrándole las propias llagas y

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HÉCTOR INCHÁUSTEGUI CABRAL  |  EL POZO MUERTO

las de los demás hombres, señalando con firme dedo las injusticias y los abandonos. Culpán-
dolo, reverenciándolo, amándolo, sentándolo a la mesa cuando vienen de lejos los hijos, en
las bodas, en los nacimientos felices, descansando la mano en sus hombros cuando el padre,
los amigos, inician su tránsito hacia el más allá alumbrados por un par de velas tristes y
baratas, en las manos de cera el Crucifijo, cuando se nos van los amigos, cuando el amor se
apaga para siempre, cuando la decepción, los desengaños, pasan su roja raya de tormento
para indicarnos que ahí acaba una relación, una fe en el hombre que no es hermano por la
sangre sino por algo más que la fraternidad humana.
Soporté mi dolor, me hice fuerte ante un desencanto que amenazó, como una enreda-
dera rabiosa, amarrar mis manos y cerrar mi boca. Bajé la cabeza, avergonzado, y cuando
buscaba los temas juveniles, mi ardor antiguo, el sacrosanto arrebato de los primeros días,
mi otro corazón, no los encontré, las viejas fuerzas estaban gastadas, no servía el resorte
que me movió.
Sufrí, lloré, y Dios y el amor, que son uno, vinieron a consolarme. Cada edad tiene su
tono, su vocabulario, sus ideales, claramente marcadas sus metas, querer volver sobre los
pasos, intentar, testarudos, quedarnos en donde estamos es tarea insensata, traicionar, eso
sí que es traicionar, lo biológico, lo psicológico, desertar del tiempo con afeites, pintando de
negro los cabellos blancos, cerrando los labios para que no asomen los dientes que cuidamos
con la ayuda del dentista, cubriéndonos la garganta con una roja, enorme, mariposa de seda
roja, cuando lo adecuado es una buena bufanda de lana que nos guarde de los repetidos
resfríos, del aire del atardecer y de las madrugadas que se ha empeñado en llevarse, los
pies por delante, a los que se acercan resignados a los cincuenta, a los que no se conforman
con echar cuentas para saber que sonaron las horas plácidas de las pantuflas en espera de
que nuestros hijos nos den nietos, de que la esposa nos traiga, la mano temblona, la dulce
infusión de hojitas de naranja, tan estomacal.

La poesía sorprendida
Los poetas estábamos divididos en islas, islotes y cayos. No en vano del grupo de La
Poesía Sorprendida salió con el nombre de La isla necesaria, una colección magnífica.
Domingo Moreno Jimenes, Manuel del Cabral y yo, cada uno por su lado, sin otra relación
que la amistad, algunas ideas comunes y un mismo criterio en cuanto a los temas, habíamos
logrado llevar adelante una obra. Y ahora me refiero a las dimensiones y a la continuidad;
no a su valor artístico, desde luego. Y el reparo lo pongo por mí mismo.
Y no éramos nosotros solos: puede, y debe, pensarse en Guzmán Carretero, en Pedro
María Cruz, cuando menos en parte de su obra; y más que en los poetas en los prosistas,
novelistas y cuentistas: Ramón Marrero Aristy, Freddy Prestol Castillo, Néstor Caro, José
Rijo, Sócrates Nolasco.
Los poetas tradicionales tenían puesto fijo, sitio reservado, en el Parnaso.
Con ellos no iba la pelea. Todos reconocíamos lo que valían, o no lo reconocíamos. Una
generación se vuelve de espaldas a la anterior y sólo si aquella es combativa y no se resigna
a perder la localidad, la ataca. Generalmente se resigna a ignorarla, sin tener en cuenta todo
lo que casi siempre le debe, sin pensar ni un solo momento que esos valores que se empeña
en no reconocer, en olvidar, en disminuir, son sus propios valores, porque no hay poesía sin
tradición y un gran poeta suele ser el resultado, cuando se es realmente grande, de todos los

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que antes que él ejercieron la profesión y que, niéguese o no, él será el resumen en grande
de todo lo que antes que él hicieron sus antecesores en el tiempo.
San Pedro de Macorís tenía también su isla: los jóvenes –que se congregaron en torno
de Recta. Ahí estaba, agonizando, triste, pobre, Francisco Domínguez Charro.
En La Vega Los Nuevos, que reunió nombres que han permanecido en la beligerancia
lírica y gente que sanó a tiempo del sarampión literario.
Cada provincia tenía su poeta, o su par de poetas. Del viejo estilo o del nuevo modo,
pero nadie quería quedarse a la zaga.
Si se examina la producción de esos años, casi podría decirse de esos meses, se verá
la importancia que había cobrado lo nacional, campesino y aldeano. La literatura se había
vuelto de espaldas a la ciudad, a lo urbano. Había dejado de ser el elegante deporte de otras
épocas. Se leían estrofas y más estrofas y no aparecía ni un abanico. Los cisnes brillaban por
su ausencia. Los diosecillos o habían muerto o tenían olvidados a los poetas dominicanos.
Tragedias, amores, conflictos de caracteres, tenían por único escenario el campo. Íbamos,
sin remedio, camino de lo silvestre, de lo rústico.
Manuel del Cabral, de Santiago, traía a sus personajes de los barrios pobres, gente que
tenía un pie en el patio de Concho Primo y el otro en una calle desaseada de las orillas de
una pequeña ciudad cualquiera del Cibao.
Moreno Jimenes, capitaleño, pese a todos sus antecesores: Presidentes y figuras políticas
de antaño, mareado por las tardes sin término de Sabaneta de Yásica, por su deambular por
los largos caminos del país, abandonando los temas iniciales de su poesía, cayó también en
los aparentes excesos.
Y yo, banilejo por los cuatro costados, pulsaba mi lira ronca y monocorde: Candita
primero y más adelante Poemas de una sola angustia y Rumbo a la otra Vigilia, lo atestiguan.
Fruto tardío, pero seguro fruto, es, también Muerte en El Edén, cuyos materiales tuve que
elaborar largamente.
Se produjo, entonces, la indispensable reacción. Los elegantes de la poesía, los sólida-
mente pulidos, presentaron un frente, y nada menos que un frente de combate: La Poesía
Sorprendida.
El poeta dominicano se había entregado, sin vacilaciones, en las manos encallecidas de
una musa áspera y rústica, una musa que por sus maneras, su vestido tosco, sus modales
nada finos, no merecía ni siquiera el nombre de musa pastoril. Lo pastoril es flor de salones
que se vuelcan sobre el campo: los corderitos bien bañados atados con cintas de seda, los
banquetes sobre la grama fresca los ha preparado un cocinero de cordón azul.
Yo no conozco las interioridades de cómo se gestó La Poesía Sorprendida, conozco al árbol
por sus frutos. Vimos, de pronto, frente a la legión, llena de brío y de entusiasmo, a Franklin
Mieses Burgos, poeta que tenía más que sobrados títulos para encabezar entre nosotros una
escuela, para encarnar una posición. Junto a él estaba la figura vigorosa de Alberto Baeza
Flores, chileno, funcionario de la Misión diplomática de su país en Ciudad Trujillo, y Ma-
riano Lebrón Saviñón, poeta.
Baeza Flores era incansable, inagotable. Caminaba todo el día, trabajaba a toda hora.
Un lapicillo de una pulgada para tomar notas, lecturas interminables, seguro de sus ideas,
insufló al grupo un recio espíritu combativo, organizó sus publicaciones, estructuró, con la
ayuda de los demás desde luego, el programa que debían llevar a cabo, el criterio que era
menester imponer a los otros.

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HÉCTOR INCHÁUSTEGUI CABRAL  |  EL POZO MUERTO

Creía en la poesía pura, y por ese camino iba hasta el fragmentismo. Lo vi examinar toda
la obra de Salomé Ureña y sacar de ella los treinta o cuarenta versos “que valían la pena”.
Hizo lo mismo con otros poetas, con los dioses mayores. Ahí están publicados sus resúmenes,
vamos a llamarlos así, en las páginas que entonces encontraron cabida en La Opinión.
El criterio era cerrado y el afán sin límites: el lema era La Poesía con el hombre universal.
Doblaban a muerto las campanas tristes, campanitas pobres al fin y al cabo, de lo verná-
culo. Se nos puso en sitio que nos correspondía; junto a las vacas y al lado de los hombres
sencillos que labran la tierra, crían el ganado, encauzan los ríos, y como también tienen su
corazoncito, aman y sufren, nacen y mueren.
Se produjo un serio, decidido, retorno a la estrofa. Poetas, de gran sensibilidad, con mu-
cho conocimiento del oficio, al día, cultos, lograron, a fuerza de méritos, lo que no habíamos
podido antes ninguno por sí mismo: hacerse sentir, influir, pesar, en los medios artísticos.
Frente a la tropa disciplinada y bien armada de La Poesía Sorprendida estábamos los
grupos ya enumerados y los que hacíamos la guerra por cuenta propia.
No se hicieron esperar las primeras descargas: traían a Moreno Jimenes entre ceja y ceja
y pusieron de resalto todo lo que en su obra la hace desigual, pasando un poco a la ligera por
encima de cuanto en ella es grande, a veces casi sublime. Si se hubiera aplicado el criterio
fragmentista de Baeza Flores, con todo rigor, a Moreno Jimenes, hubieran podido observar
que al final en el cedazo quedaba muchísimo más que de cualquiera de los otros poetas que
sometieron a la prueba.
A mí me dejaron por muerto después de una impiadosa reseña de uno de mis libros,
creo que el tercero.
Del Cabral padeció violentos ataques. Se le buscaron parecidos, ecos, influencias. La
sección de la revista dedicada al análisis de los poetas era una batería enfilada contra todos
los que no comulgábamos con ellos, y el fuego arreció cuando se inició la publicación de
los Cuadernos Dominicanos de Cultura porque en el consejo de Dirección estaba Pedro René
Contín Aybar, de nuestro lado; el doctor Rafael Díaz Niese, que había hecho elogios de los
guerrilleros; y Tomás Hernández Franco, cuyos cuentos, de sabor local, le incluían, poco
más o menos, en el grupo que ellos calificaban de enemigo.
Hernández Franco había publicado las Canciones del litoral alegre, que recuerdan un poco
Marinero en tierra de Alberti, pero que tiene sal y yodo del Caribe. Quizás es una obra un tanto
apresurada, pero tiene belleza y tiene poesía. Con Yelidá puso Hernández Franco una pica en
el Parnaso. La concepción, la forma, el desarrollo del tema central, las variaciones armónicas,
la fuerza telúrica a que están sometidos los personajes, la seguridad en los trazos y en las imá-
genes, hacen que sea uno de los poemas más logrados de nuestra poesía, pero tiene parecidos,
color local, bruscos cambios, que lo han hecho inaceptable para cierto gusto literario.
Pero los Cuadernos, es bueno que se diga, jamás fueron vocero de un grupo ni portaes-
tandarte de un cerrado criterio. Vivió nueve años y ya cuando el tiempo se lo demostró
ellos se dieron cuenta de que no era un baluarte de las ideas de los que estábamos dentro,
y bastante garantía debía ser el hecho de que figurara con nosotros un hombre ecuánime,
de firme criterio artístico, insobornable, como el licenciado Emilio Rodríguez Demorizi, o
de la seriedad de don Vicente Tolentino Rojas, y ninguno de los dos hubiera permitido que
Contín, Díaz Niese, Hernández Franco y yo, les hiciéramos cargar con la responsabilidad
de una posición que ellos no estaban en condición de aceptar, pura y simplemente, y que
hubiera sido hija al fin y al cabo de nuestras pasioncillas.

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

La Poesía Sorprendida me dio muchos dolores de cabeza. Me hizo conocer la incerti-


dumbre frente a mí mismo, la inseguridad, los prosaísmos que adrede dejo correr en mis
versos y los que mi áspero estilo dejó pasar inadvertidos. Pero a ella, a hombres de ese
grupo cuya importancia soy el primero en reconocer, debo grandes satisfacciones, unas
gracias a Franklin Mieses Burgos, otras a Manuel Rueda, y sobre todo a Fernández Spencer
cuyo estudio de mi poesía en la obra Nueva Poesía Dominicana, que editó en Madrid, es,
a mi juicio, de lo más acertado que se haya publicado acerca de mis pobres versos, com-
parable nada más que con los repetidos exámenes que ha hecho de ellos Contín Aybar. Y
digo de lo más acertado porque se fue al fondo mismo de la génesis de mis poemas, a su
dolorosa gestación, para subir, de golpe, a cuanto yo procuraba a través de mis palabras
y que muy pocos habían notado antes. Tanta satisfacción me produjo su lectura que ni
quiera tomo en cuenta la dura verdad que dice, mucho más dura porque es verdad que
reconozco, de que carezco de sentido artístico al manejar las palabras. La explicación de
que apenas sí corrijo no es suficiente.
Se ha dicho que aún los mejores escritores vascos se resienten al expresarse en castellano.
Sus mejores novelistas, sus grandes ensayistas, sus poetas, tienen una veta áspera. Puede
que yo lo lleve en la sangre, es decir que lo trajera la sangre Incháustegui y aunque la lengua
eusquera sólo la conozca muy superficialmente: algunas canciones, breves conversaciones
que he oído, libros que he examinado por curiosidad, haya influido, pasando por encima
de la generación de mi padre, porque mi abuelo vi que lo hablaba, como buen vasco y buen
marino, que es ser dos veces vasco.
Por cierto mi abuelo, Santiago Incháustegui, estuvo en el combate de Santiago de Cuba
en que España, con una marina de guerra anticuada, no tuvo más remedio que entregarse,
después de una lucha tan inútil como heroica, y por ello muy española, a la realidad y dejarse
vencer por los Estados Unidos.
Nunca, cuando leía los despachos reunidos del Incháustegui de quien descendemos,
cuando palpábamos sus condecoraciones mordidas por el tiempo los nobles metales, casi
sin color las cintas de seda pasada, pensé que más adelante la sangre suya que llevaba en las
venas haría de mis expresiones algo duro, sencillote y áspero, un poco como las tierras que
me vieron nacer y que no me cansaré de cantar, de mi Baní, y otro poco como los hombres a
cuyo lado estuvo mi padre y estuve yo y estuvieron mis hermanos, flacos, los ojos claros o
bajo las cejas encanecidas los ojos negros, el fino cabello cayéndoles sobre las frentes amplias,
de seca piel, surcadas por las arrugas que el tanto entrecerrar los ojos para librarlos de un
sol de fuego hunde profundamente.
Ellos, los banilejos, ya no saben quién yo soy. Los veo y reconozco a los personajes de
Poemas de una sola angustia. Ellos ven en mí a un señorito, a un curioso, a un extraño que se
entremete con preguntas en sus vidas, en sus siembras, en las frescas sombras de los limon-
cillos o de los mangos, pero no sabrán nunca qué constituyen para mí, mucho más que el
modelo para el artista, muchísimo más que el maestro que dirige, que el amigo que guía:
tierra y hombres, juntos, reunidos en un posible todo que no debe ser abstracción porque su
carne es indispensable, son algo así como una novia que ha tenido la virtud de no envejecer,
de hacerse respetar por el tiempo, de estar por encima de los cambios a que todos tenemos
que resignarnos, reina de un mundo que está completo en mi pecho y allí sólo llegan las
palabras que uno quiere y de allí sólo inicia su vuelo lo que es profundo, seriamente de uno
y que nada ni nadie podrá hacer cambiar de rumbo.

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HÉCTOR INCHÁUSTEGUI CABRAL  |  EL POZO MUERTO

Quito, Guayaquil, La Habana


Al llegar a Guayaquil un conocido amigo, el aire caliente, salió a recibirme. Estaba
de nuevo al nivel del mar, junto al río de mansas aguas leonadas, importándome poco la
cantidad de langostas que visitaban la ciudad arrojadas de sus naturales predios por las
últimas crecientes.
Trabajé con la cabeza clara, dormía como un bendito, tenía un apetito voraz y punto
menos que permanente.
Las reuniones de clausura se efectuaron. Entramos a ser parte de Comisiones Perma-
nentes, no se podía pedir más. Al fin se oyó el discurso final.
Tenía reservación para salir hacia La Habana cuatro días después de terminados los traba-
jos. Sentí necesidad de regresar. Una fuerza oscura impulsó mis pasos, que consideré inútiles,
a la oficina de la Braniff: no habría aviones de pasajeros precisamente hasta la fecha de mi
reservación, pero si yo quería salir en un avión de carga podía hacerlo, eso sí, sin ninguna de
las comodidades que ofrece la Compañía. La diferencia, porque era más barato el pasaje, se
me entregaría en Cuba y me adelantaron que debía tener paciencia ya que la suma a reintegrar
tendría que determinarse en la oficina principal, en los Estados Unidos. Acepté y salí.
Hasta Panamá todo fue bien, pero entre Panamá y La Habana el avión saltó mucho:
atravesamos una zona ancha de fuertes vientos. Los pilotos iban y venían, de la cabina al
minúsculo cuartito sanitario: la poliuria del miedo.
Dos o tres niños que iban en el pasaje lloraban incansablemente. El avión, tratando de
evadir la zona de mayor peligro, tomó mucha altura y como no estaba equipado como los
que conducen nada más que viajeros, les dolían, nos dolían a todos, los oídos.
Desesperada una madre bonita quitó el cinturón de seguridad y fue a pedirle un poco
de agua a uno de los miembros de la tripulación, para ver si callaba al lloriqueante niño, con
tan mala suerte que el vacío más grande que tropezamos la hizo subir, como en un rápido
acto de levitación, hasta tropezar con la cabeza en el techo y bajar de allí pesadamente. Se
fracturó un tobillo.
Por fin llegamos a La Habana, amarillos, fatigados por la tensión nerviosa a que nos
tuvo sometidos las condiciones de la última etapa del viaje.
Al día siguiente enfermó, gravemente, mi hijo Joaquín. Sin que se perdiera tiempo le
operó el doctor Ricardo Núñez Portuondo, el cirujano mayor de Cuba. Fue horrible: peri-
tonitis generalizada.
Núñez Portuondo, cuando terminó la intervención, me llamó aparte y me habló con los
ojos bajos y bondadosos: las únicas esperanzas que podían tener era menester buscarlas en
la Fe, que el Cielo nos las diera.
Durante dos semanas, la gravedad duró cuatro, velé junto a su cuarto de la clínica, des-
cabezando en la mecedora que me buscaron, sin afeitarme, casi sin comer, sin cambiarme la
ropa. La barba crecida luyó la corbata como si se le hubiera pasado por encima, enérgicamente
muchas veces, un cepillo cuyas cerdas fueran de alambre.
Y durante ese lapso de angustia, de desesperación, en que nos debatíamos todos los de
la familia y los amigos, entre esperanzas breves y fugaces e incertidumbres que no había
modo de arrancar de raíz, tuve desagrados, la certeza de que no se respetaba ni siquiera el
estado de mi hijo, la aflicción que nos embargaba.
Una mañana, porque iba a la Cancillería, que estaba en la casa, a trabajar, a pesar de
la resistencia del mayordomo entró un grupo insolente y vociferante que venía a pedirme

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

cuenta por actos de mi Gobierno, absolutamente soberano en la decisión que había tomado
en aquellos momentos. Los hice salir con cajas destempladas.
Una noche, a medianoche, a pesar de que el portero le explicó la terrible situación de
mi hijo y el dolor que me embargaba, vino hasta mi mecedora solitaria –Candita siempre
estaba dentro junto a Joaquín– una comisión de estudiantes universitarios que venía a no-
tificarme que ellos, los estudiantes, habían resuelto hacerme responsable, con mi vida, de
lo que pudiera ocurrir a un compañero dominicano, pero inscrito en la Universidad de La
Habana, que había tenido la mala fortuna de caer en manos de nuestras autoridades en un
fallido intento de invasión a la República.
Sin verles la cara, las luces de los pasillos se apagaban temprano para favorecer el sueño
y el descanso de los enfermos, les respondí que aceptaba gustoso la responsabilidad y que
cuando fuera oportuno podrían encontrarme fácilmente como en ese momento, sin guar-
daespaldas, sin resguardo policial, aunque fuera a la cabecera de un hijo por cuya vida se
temía, en cuyo restablecimiento no tenían la menor confianza los médicos.
Es más, les dije: iba a aprovechar su visita para escribir un informe a mi Cancillería y a
sugerirle que hiciera llegar a las autoridades que juzgaren adecuadas una sugestión: en lo
sucesivo si se producía otro desembarco de hombres armados, dispuestos a alterar el orden
establecido, pateando las instituciones, y sobre todo si entre esos hombres iban estudiantes
cubanos, o estudiantes dominicanos cobijados por una matrícula de la Universidad de La
Habana que por Dios no mandaran soldados a recibirlos, que se designaran comisiones de
damas para que les entregaran perfumados ramilletes de flores.
Se retiraron en silencio, avergonzados.
Y mientras estuvo Joaquín entre la vida y la muerte tuve la asistencia, permanente, del
Presidente Trujillo. Sacaba tiempo casi todos los días para preguntar por su estado, para
animarme, para hacer sugestiones que por cierto fueron muy útiles porque el médico de
cabecera, el doctor Núñez Portuondo, las consideró muy adecuadas. Y todos los gastos que
hice, que fueron muchos, todo lo que costó en servicios médicos la enfermedad él, genero-
samente, los cubrió.
Cuando semanas después quise darle personalmente las gracias por todo lo que había
hecho por nosotros, expresarle nuestro agradecimiento, me cortó a mitad de camino, cambió
de conversación y se puso a hacerme preguntas, impidiéndome seguir.

Las ideas (1928-1957)


Todo es política, hasta este libro con sus inocentes incursiones a intimidades intras-
cendentes, con anécdotas que no agregan nada a lo que todos sabemos, las inexplicables
tentaciones para muchos ante un paisaje o para seguir el canto acompasado, en la montaña,
de leñadores distantes, tragados por el verde oscuro de los bosquecillos que en los valles
se acurrucan.
Cuando seguimos a mi padre, en el 1930, para entrar en las filas de lo que se llamó Unión
Provincial, que apoyaba decididamente a Trujillo, en donde trabajó tanto junto al licenciado
C. Armando Rodríguez y don Alberto Font Bernard, seguros de su honradez, indiscutida su
visión del porvenir del país, hacíamos política, movidos, es cierto, por el espíritu de cuerpo
familiar, pero era una forma de no quedar al margen de la lucha, de intervenir de alguna
manera en ella.

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HÉCTOR INCHÁUSTEGUI CABRAL  |  EL POZO MUERTO

Más adelante trabajé en la Federación de Partidos, en una casa que recuerdo frente a la
entonces Mansión Presidencial, al terminar la calle Julio Verne. Lo hacía siguiendo a Trujillo,
ya que la Federación reunía a cuantos comulgaban con sus ideas, y para estar junto a Mario
Fermín Cabral, algo así como la cabeza del clan Cabral de que era parte.
Cuando tuvimos la sensación de que perdíamos a Europa, por culpa de los propios
escritores europeos, casi la intelectualidad toda, que nos anegó con su desengaño, que nos
ensordeció con sus gritos clamando justicia, enseñando las llagas que en la piel y en el corazón
habían abierto la guerra y las consecuencias de la guerra, hacíamos política, respaldando, en
los bancos del parque de Baní o en los del Parque Colón, un programa de acción regeneradora,
que nos podía hacer alcanzar en nosotros mismos esa América que invocaba Moreno Jimenes
en versos carentes de lirismo, que le criticaron mucho, pero que arrancaban de una necesidad
y que así inarticulados daban la sensación de una enorme solidez épica.
Al enfrentarnos a Juan Bosch y a los que con él trataron de aclimatar el romance a lo
García Lorca para ponerlo al servicio de las figuras del pasado, de los prohombres de las
guerras civiles, hicimos política, entonces sin saberlo.
Si hubiera triunfado su tesis y los poetas se hubieran dado a la tarea, que no era difícil:
ahí estaban el material humano y todas las herramientas para el trabajo, nos hubiéramos
llenado de caudillos y caudillos deificados, cayendo en una suerte de politeísmo político
que era, por un lado, un retorno insensato a períodos en buena hora superados del pasado,
y por otro, muy peligroso: todo el campo de la atención, toda la capacidad de admiración
de un pueblo, la habría llenado la guerrera comparsa poetizada poniendo las tentaciones
muy a la mano.
Al derrotar a Juan Bosch, principalmente a él que fue el alma del movimiento, impedimos
que la gente volviera los ojos hacia atrás y que sintiera la atracción de abismo que sobre las
almas siempre han ejercido el penacho guerrero, las glorias militares, la ronca sirena de la
fanfarria.
No creímos, y nos reímos, de un movimiento breve, pero brioso al cual podríamos
poner por rótulo “defensa de la Universidad de la vida” y que tuvo como finalidad poner al
autodidacto por encima del técnico, al hombre de acción por encima de los de pensamiento,
hacer de la insolencia algo de más categoría que la reflexión, situar más dignamente la
improvisación que el resultado de largos estudios, y decididamente estuvimos al lado de
las togas, junto al ingeniero sudado que mete el ojo por el teodolito, cerca del economista
que maneja números, necesidades y posibilidades como el que guía un rebaño en silencio,
junto a los que miran un librito antes de tomarle el pulso a una vaca, compenetrados con los
que cantan con el pentagrama enfrente, con los que sueñan y en sus sueños viven, mudan,
mueren, los grandes héroes de la Humanidad, los que con una doctrina, con una cruz, con
las ideas o una espada merecían no ser olvidados.
El programa de Trujillo no se podía llevar a cabo sin técnicos, sin especialistas. Cerrarle el
acceso en el país a la ciencia era proclamar que vivíamos en el mejor de los mundos posibles,
sin necesitar de nadie ni de nada, y eso era sencillamente un disparate.
El impulso partía de Trujillo y a él estaba encomendada la misión dura de impedir que
el ánimo decayera, que mellaran el entusiasmo, la capacidad de trabajo, el optimismo, todas
esas fuerzas tropicales, telúricas, que conducen los pasos a la sombra de los árboles y llaman
allí quedamente al sueño. En nuestra zona un hombre que trabaja sin pausas es un hombre
que irrita, que llega a molestar.

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

Era menester el programa y era indispensable su realización, y, en consecuencia, teníamos


que lograr, que contribuir, el mantenimiento de una sola autoridad en el Gobierno, un Go-
bierno que debía ser largo, para la más amplia continuidad de los planes. No nos podíamos
dar el lujo de cambiar de chaqueta porque en ello nos iba la vida, porque veíamos venir, tras
el movimiento aparentemente inocente, la veleidad con sus cambios, el egoísmo con su afán
de arrasar lo hecho para colocarse solitario a la mirada de todos y comenzar una letanía de
promesas. Corríamos el riesgo de que los avances logrados con tanto sudor de la frente se
convirtieran en sal y agua.
Con Peña Batlle, durante las largas caminatas por la Avenida George Washington, en las
veladas del Hollywood o en los domingos de Cachimán, aprendí, porque él lo creía y lo pro-
pugnaba, que éramos un pueblo fuerte y que habíamos sido muy desgraciados.
Se nos cambió y se nos vendió como a una vaca –la frase es suya–. La de Menéndez
Pelayo para describir el grado de abandono en que nos tuvo la Metrópoli y lo poco que
pesábamos en su ánimo –hato de ganado– es menos fuerte.
Padecimos de la orfandad reiterada de los éxodos, nos desangramos en cada vaivén
horrible de las dominaciones cambiantes, nos quedamos sin aristocracia, sin la indispensable
aristocracia que hubiera podido salvarnos, aunque la palabra y el concepto no puede ser
muy del gusto de los demagogos a quienes sólo interesa el pasajero aplauso de una galería
que al abandonar la sala retorna a su pelotilla, y que el Diablo arregle al mundo.
No se pudo formar, en ningún momento, una oligarquía responsable, vinculada al
Gobierno, que tuviera intereses comunes con el Estado y que se sintiera obligada a luchar a
brazo partido por la estabilidad de aquél o el fortalecimiento de éste. Y la palabra oligarquía
también a los oídos de hoy suena mal.
Por sus convicciones Peña Batlle se tornó en teórico del Trujillismo y estuvo al lado de
Trujillo, que encarnaba los poderes y la visión políticos que harían posible un reencuentro
con nuestro Destino, llevados por los anchos caminos que acaban en la Iglesia, que con-
ducen a la hispánica raíz, que hacen posible el regreso a la tradición que no es más que la
continuación de las instituciones.
Aristocracia y oligarquía son palabras que rechaza la sensibilidad de nuestros días. Re-
pugnan. Pero como son realidades y hechos lo único posible era cambiarles el nombre. En
vez de aristocracia se dice las tantas familias y el número varía de país en país, pero esa es
la etiqueta de la aristocracia, el cándido antifaz con que cubre la cara, o se la cubren.
Como no se puede mencionar la palabra oligarquía hoy se habla de equipos gobernantes,
refiriéndose a esa parte de las oligarquías que laboran dentro de las Administraciones en
una forma más o menos permanente a veces de modo alternativo.
En las comunidades más pequeñas los miembros de la oligarquía se cobijan bajo la
denominación de notables, nombre con alguna tradición, y comprende a la gente ilustre,
por el apellido, por el dinero, por el prestigio profesional, por su experiencia en cargos de
importancia, por su vocación literaria o artística. Y estos últimos tienen función, lo que no es
fácil que ocurra en las capitales, por razones de número sencillamente, y el número debilita
porque supone un mayor antagonismo, una variedad más grande de ideas, que se repelen
y enredan; intereses francamente encontrados porque la política, las doctrinas o el afán de
predominio los mueve, pese al común denominador, a todo lo que tienen de común.
En mis largas charlas con el licenciado Roberto Despradel en San Salvador afiancé las
enseñanzas que recibí y me di cuenta de que para Peña Batlle ser consecuente con Trujillo

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HÉCTOR INCHÁUSTEGUI CABRAL  |  EL POZO MUERTO

era ser consecuente consigo mismo, con una clara idea de lo que debía pensarse y debía
hacerse, que estaba, antes de su llegada, y cuando estuvieron tan cerca, en la cabeza y en las
manos de Trujillo a cuyo servicio se puso.
Comprendí, de una vez por todas, que sin un Estado fuerte no hubiera sido posible la
distribución de las tierras sin herir el equilibrio que los intereses de una clase numerosa
deseaba sostener.
Superada la etapa de égloga de criadores de ganado que vino después del inicial mo-
mento del lavador de arenas auríferas en las playas de los ríos y que al fin se quedó con
las manos vacías, era menester poner cerebro en lo que se debía hacer, en hallar lo que más
convenía al país como país.
Creció la agricultura, a expensas de las zonas de crianza libre, y al crecer el ámbito, el
habitáculo, del ganado, se fue estrechando, y había dos caminos, o se criaba bajo cerca o se
mataba a la agricultura, dando lugar a una serie de trastornos profundos y haciendo posible
una vuelta al régimen del latifundio ya que el ganadero necesita grandes espacios abiertos
con abrevaderos, que no se le corte el paso a las reses con empalizadas.
Y había dos soluciones y Trujillo las puso en práctica: ir limitando por vía legislativa,
con la Ley, las zonas de crianza libre, para favorecer las siembras y con ellas el arraigarse
de una clase a su propio dintorno porque no hay crítica más severa a un régimen, político
o de derecho, que los continuos éxodos del campo hacia la ciudad; e importar ganado más
productivo para sustituir el que llegó a ser sólo cuernos, mugidos y ojos lánguidos; buscar y
cultivar pastos de mayor rendimiento, y que tuvieran no sólo más alto valor alimenticio sino
que fuera al mismo tiempo mucho más resistente a las periódicas sequías, al agostamiento
de los días en que la yerba se convierte en yesca que sólo espera una llamita para llenar de
fuego una comarca. Y algo más: el empleo, que hasta él fue absolutamente desconocido,
de los alimentos balanceados para el ganado. Al limitarse al espacio cerrado del pesebre
necesita menos tierra para su sustento y se aumenta, ante el asombro y la incredulidad, la
producción de leche hasta alcanzar niveles civilizados.
Para impedir, siempre al servicio de la primera solución, el desencanto del agricultor
por los bajos ingresos y la sanguijuela de la usura, hace llegar a sus manos encallecidas,
semillas, dinero, que no exigía sacrificios ni es fuente de beneficio para los que en la
ciudad pueden pasarse el santo día rascándose la barriga hasta sacarse sangre; técnicas,
insecticidas y la posibilidad de emplear equipo mecánico sin necesidad de tener que
comprar maquinarias que estaban, están, fuera del alcance de sus posibilidades por lo
caro que cuestan.
Y volviendo al principio: al estabilizar Trujillo el Gobierno, al fortalecer el Estado, y en-
riquecerlo, con recursos reales; al cerrar la espita por donde se iba gran parte del producto
del trabajo por la cómoda resbaladera de los beneficios de los propietarios absentistas, de
accionistas extranjeros o de muy serios tenedores de bonos de deudas públicas, hizo posible
la capitalización del país, esto es, que la República, o en la República, hubiera sólido nume-
rario suficiente para emprender la industrialización a que nos autorizan nuestro consumo y
las relaciones con el mundo, sin la menor necesidad de salir de puerta en puerta, por bancos
y Cancillerías del otro lado del mar, en pos de los pesos indispensables, con el tropiezo de
algunas negativas rotundas, ante la indiferencia de los que con los pies encima del escritorio
se limpian las uñas con un pequeño cortaplumas de oro, o por la desgracia de no entrar en
los planes de una expansión comercial, de fondo político.

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Se afirmó la agricultura, se consolidó la ganadería, se capitalizó al país. Firme el hom-


bre en la posesión y usufructo de la tierra, seguro junto a su ganado, bien plantado ante la
máquina que multiplica el trabajo del obrero y con él la producción nacional, con moneda
sana para crear empresas fuertes, era natural consecuencia, venía como por añadidura, un
fortalecimiento de las clases.
La burguesía creció y educó con fe a sus hijos haciéndolos más aptos para la defensa
de los propios intereses; la clase laboral, con más oportunidades, especializada, sin crisis
periódicas de desempleo que los llevara al pesimismo y a la anarquía, llenándose sus filas
con obreros de cuello blanco de altos ingresos, se unió y se consolidó. Los capitalistas, sin
las amenazas de las turbulencias de antaño, garantizados por la ley, con voz y voto en las
juntas en donde se deciden los jornales, bien representados y respetados en los juicios en
donde tienen que ir a defenderse, se hicieron poderosos, pero sin serlo tanto que pudieran
conspirar contra la seguridad y el bienestar de las otras clases.
Restituido el equilibrio por el juego de fuerzas el país podía avanzar y avanza, sin alte-
raciones perjudiciales, sin privilegios, todos sintiéndose cómodos en su papel.
Cuando dije, al principio, que un día los que lavaban el oro en las playas de los ríos se
quedaron las manos vacías quise, además, irme más lejos: señalar la muerte y el lugar de
nuestra existencia en donde hubo necesidad de enterrar a la minería. Nuestros antiguos
mineros cavaron con las uñas y lo que lograron fue que pedruscos, el barro rebelde, los
testarudos filones en donde la sílice se hace impenetrable, se las arrancara.
Y Trujillo mecanizó la búsqueda y explotación de las riquezas del subsuelo. El técnico
siguió la pista sin engañarse, conducido por la ciencia que le habían dado los libros y la gran
ayuda de la experiencia. Se perforó y se explotó, con buenos rendimientos. Hasta las antiguas
minas abandonadas sintieron los pasos firmes del hombre nuevo, armado de trituradoras,
de elementos químicos en los grandes baños, y no le quedó más recurso que entregar las
riquezas tanto tiempo dormidas en la húmeda oscuridad de las galerías.
No podíamos continuar manteniendo estacionaria, y baja, la producción de azúcar.
No era justo que nuestro principal producto de exportación se quedara a la cola, inmóvil,
mientras el país progresaba en todos los órdenes.
Era menester que saltáramos de la humilde condición de pequeños productores a las
primeras filas y ganar el derecho de que nuestra voz se oyera en las reuniones en donde se
determinan las cuotas del consumo mundial. Que pesaran nuestros intereses por razón de
magnitud, y Trujillo llevó adelante la obra, tesoneramente, contra la corriente de los pesi-
mistas, sin hacer mayor caso de cuantos del otro lado de la acera se sentían amenazados al
principio y en peligro cuando, en toneladas, arribamos a las siete cifras anheladas, a más
del millón.
Los pueblos americanos han necesitado para resolver cada uno de sus grandes problemas
a un hombre, y la lucha mayor se ha librado junto a los baluartes de todo lo anacrónico que
dejó el feudalismo y en las tierras en donde la barbarie cerraba los caminos para el progreso
impidiendo la repoblación de los campos, el roturamiento de las praderas vírgenes.
Gracias al empuje de Trujillo, a su capacidad de trabajo y de hacer trabajar a los demás,
que es muy importante; debido a su vigilancia, a su iniciativa, a su espíritu nacionalista
y patriótico, aunque estas dos palabras parezcan sacadas de las proclamas con que nos
insensibilizaron nuestros antecesores en el tiempo y en la Historia, tenemos un país, defi-
nitivamente colocado en el mapa, sacando la cabeza, elevando la voz, en donde quiera que

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HÉCTOR INCHÁUSTEGUI CABRAL  |  EL POZO MUERTO

los propios intereses o el interés de nuestra concepción del mundo y del Gobierno estuviese
amenazada.
Y entre las añadiduras están los beneficios que en el orden espiritual y de la cultura
hemos recibido porque hay paz y las escuelas abren todos los días sus puertas acogedoras.
Asistimos a la Universidad, leímos, discutimos. Nos expresamos como nos dio la santa gana,
sin que el policía de la esquina nos pusiera la mano en el hombro por el delito de no escri-
bir sonetos, o de escribirlos; por los asaltos que dimos a la Gramática y a la Preceptiva, por
nuestras irreverencias, por nuestra insolencia, porque pusimos descarnadamente ante los
ojos del desinteresado lector de versos, asustado, paisajes terribles o la callada desgracia de
la pobreza. Por esa libertad sin cortapisas, por esa posibilidad de aumentar conocimientos
y de vigorizar el ala de los sueños, hemos sido como somos y lo seguiremos siendo porque
pasaron los años en que los cambios están autorizados y los que no los efectúan o son tontos
de remate o inconsecuentes con la vida misma que exige transformaciones, variación de
posiciones e ideas que están aferradas y justificadas en cada edad, biológicamente.

El pozo (1957)
Comencé a escribir este libro la noche de San Silvestre, en la cresta de la ola de un año
que pasaba para siempre, que iba a ser parte del mismo pretérito que me daba los materiales
de la obra.
Escribí furiosamente. El conocido Demonio se había apoderado de mí. Me consolaba
pensando que aquello realizado era nada más que una suerte de borrador, que a su tiempo
volvería sobre él, a pulir, a remendar.
Recordar es como dibujar: restar, y dibujar, también decía Van Gogh, es clavar. Clavaba
febril los recuerdos, sin plan. Me echaba en cara que escribir es cuestión de método y pa-
ciencia, y carecía de método y la paciencia no se sentó a mi lado.
Hubiera querido escribir un prólogo para el libro, ponerle eso que llamaba Quevedo el
delantal de lo que se escribe, para que cayeran en él los salpiques, las sobras, esa parte de
la sopa que se pierde del plato a la boca, y no pude.
Quería explicar que El Pozo no era un libro autobiográfico, la manera de fabricarme un
pedestal; ni siquiera un libro de confesiones, porque soy cobarde y tímido. Quería que la
obra fuese amable, un libro nada más para los amigos, que no ansiaba saltar la cadena de
los íntimos.
Descubrí la mala construcción, las limitaciones que yo mismo me impuse, las pequeñas
concesiones a lo pintoresco, lo incierto del rumbo cuando el poeta que hay en mí se entretenía
en jugar con los colores o con los sentimientos.
Dentro se habían quedado los andamios y como si fuera poco emprendí la empresa de
levantar otro más, éste, para estorbar la salida.
Me percaté que todos los recuerdos no eran míos. Imposible. Algunos los debo a mi
madre que me contaba cómo fui; a mi tía, a los amigos dispersos a los cuatro vientos, que
me transmitían escenas, frases, situaciones, que ya habían caído en el hoyo negro del olvido.
Debo mucho a esos rescates fortuitos, a mi curiosidad, a mi paciencia para oír.
Sin memoria histórica, carente de memoria onomástica, el trabajo era muchísimo más
exigente de lo que al principio creí. Pero disponía de eso que se llama memoria involun-
taria, la que necesitaba un estímulo, pero siempre el mismo, para mostrar algo, también

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

siempre lo mismo, que parecía escondido y muerto. Me ha bastado el sabor de una fruta
para reconstruir pequeños mundos en donde estuve presente. Un perfume para que se
recortara, claro, un perfil; precisar el tono de una voz, oír palabras, frases, que una vez
acariciaron mis oídos.
Una canción me traía nombres, el rechinar de una puerta personajes que hasta ese pre-
ciso momento no habían vuelto a pisar mi mundo. Páginas de un libro, el color del papel,
el ruido que hacen las ramas contra los muros cuando el viento las mueve, para que de la
nada se levantaran escenarios y los viejos actores que dormían un sueño muy parecido al
de la muerte irrumpieran gesticulando, riendo o llorando, gritando una verdad que fue mi
verdad, animando a una vida que fue mi vida.
Medio borracho de café, con la garganta quemada por el humo de los cigarrillos que
fumaba incansable y estúpidamente, venían las comparsas, con sus solemnes trajes negros
o como en mascarada. Mareado, sintiéndome mal, sin mirar las teclas de la máquina de
escribir, moviendo la cabeza para aliviarme los dolores del cuello, mirando hacia el cielo
raso, irritable, sordo, seguía como quien cumple un compromiso, como si alguien aguardara
a que pusiera, por fin, el último punto.
Y nadie me aguardaba, yo no tenía ningún compromiso ni siquiera conmigo mismo, y
a pesar de todo, precipitadamente, sin darme respiro, seguía adelante, tomando notas de lo
que me faltaba, redactando páginas adicionales, frases aclaratorias dirigidas a mí mismo.
Aguardaba la hora en que todos duermen, el momento en que la casa se vacía de rui-
dos y de actividad, cuando ya no hay que temer ni al teléfono ni al timbre inoportuno de
la puerta, y escribía trastornado, urgido, apresuradamente como si el destino dependiera
de lo que iba haciendo, como si la suerte necesitara las cuartillas llenas, como si la fortuna
requiriera el libro para no abandonarme.
Creía al principio, lo pensé cuando el libro estaba todavía en período de gestión y
metido como una criatura informe en mi entraña, que podría ser útil a los estudiosos de
nuestra literatura, por las noticias que ofrecía, por las conversaciones que reproducía, por
las preferencias cuyos cambios podía precisar, por los pensamientos que podrían seguirse en
su evolución. Luego me di cuenta de que estaba equivocado, hubiera sido menester docu-
mentos a la mano, que no tenía, y estudios formales a los que nunca he podido habituarme.
Admiro la erudición y a los eruditos, pero nunca he logrado completar un fichero. Alguna
vez comencé y no seguí.
Era necesario ofrecer juicios y sé que no tengo el menor sentido crítico. Leo a Saint
Beuve con fruición, pero no paso de ahí. A Contín Aybar, a los hermanos Henríquez Ureña,
a Balaguer, y entonces me doy cuenta de mi falta de fuerzas.
Temo herir, ser indiscreto. No soy capaz de la caricatura y los retratos o los dejo en la
sombra o ilumino sólo los rasgos amables. Y así no se puede escribir nada que sirva. Sin
pasión, deseoso de hacer bien, de mostrarme ante mí mismo generoso, caritativo si fuese
necesario, le corté las garras a los que les venían muy bien.
Echaba de menos, pedía, reclamaba, como Machado, “mi dulce espina dorada” y la
tristeza, que era lo que estaba más accesible por pérdida reciente de familiares, por la au-
sencia de Candita en días –Navidad, Año Nuevo, Reyes– en que el hombre que ya no es
joven necesita tener cerca a quien abrazar y besar, a quien probar, sin decirlo, el amor; en
demostrar callado el afecto, tampoco me servía. La tristeza empuja a sus víctimas a la inac-
ción, a la soledad, y al recordar nunca pude sentirme solo. Mis muertos queridos venían a

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HÉCTOR INCHÁUSTEGUI CABRAL  |  EL POZO MUERTO

hacerme compañía, los paisajes amados tenían el mismo encanto que antes y recordar era
revivir y recordar una vida contribuir al renacimiento de un mundo que se colocaba ante
mis ojos exacto, completo.
Reí bajo la noche, frente a la máquina de escribir. Lloré en no sé cuántas ocasiones,
pero nunca sentí vacilaciones que hubieran hecho peligrar el trabajo, incertidumbres que
me sirvieran de censura. Sin un diccionario, sin uno de esos manualitos de sinónimos que
es un artefacto muy importante en el instrumental de los que escriben para el público, de
los periodistas por ejemplo, dejaba a la lima posterior equivocaciones tremendas, faltas de
ortografía, dudas en la forma de escribir un nombre. Estaba seguro de las repeticiones, de
las anfibologías en que iba cayendo, pero ni esa conciencia me detuvo. Sé que en materia
ortográfica la duda salva, que para algo se han hecho las enciclopedias, que algún uso han de
tener los días sin inspiración, los momentos de frialdad en que nos repugna sólo pensar que
alguien, uno mismo, se ha echado sobre los hombros una tarea superior a sus posibilidades
y siente el deber de no quedar mal ante los ojos de los demás, y lo que es peor, muchísimo
más angustioso, ante uno mismo, expuesto a echar un borrón en la cuenta que nos llevan
a cuantos, con unos libros ya publicados, los que por oficio, afición o vocación están en la
obligación de establecer el valor de una obra, el precio exacto de un libro, y no por el papel
en que está impreso ni por las páginas que tiene.
Y descubrí, tarde, muy tarde, que los muertos no se quedan solos, que su soledad tan
relativa se la beben de un solo trago. Los que se quedan solos son los vivos y su soledad
tienen que apurarla todos los días, cada vez que muere un ser querido, cuando a quienes
hemos querido hay que borrarlos de la lista de los amores. Y un día llega en que por temor
a quedarnos más solos de lo que permite la vida, nos agarramos del enemigo y sabiéndolo
todo no lo echamos de nuestro lado. La regla ha de ser: para no estar solos, aunque se esté
mal acompañado.

501
No. 18

e. o. garrido puello
narraciones y tradiciones
Manera de prólogo
Sócrates Nolasco
A manera de prólogo
Don Badín Garrido (E. O. Garrido Puello) es escritor natural. Sus conceptos limpios,
sueltos y firmes despiertan e incitan la curiosidad del lector; los párrafos se iluminan y las
Narraciones se fijan en la memoria con personal señorío. La mocedad lejana retorna en sus
páginas como evanescente y sutil emanación de flor distante, o indirecto y vago perfume
de madera preciosa del Sur de Santo Domingo: de Sabina y Cedro resecos, de Espinillo y
astillas de Guayacán colocados en armario viejo en donde impregnaron el traje dominical.
Lo tácito se cierne sobre lo explícito y enriquece más los motivos.
El relato de personales recuerdos es fragmento de biografía, parte de la propia vida, y el
propósito de ser narrador sincero obliga a ceñirse a la verdad lejana que quisiéramos retrotraer
intacta y revestir de cabal exactitud. Se refrena el ímpetu, y los difuntos que rondan en el
recuerdo ahuyentan a los abundantes recursos que brinda fácilmente la fantasía cuando se
escriben cuentos, leyendas, romances y novelas; recursos inadmisibles si pretenden adornar
jirones de nuestra vida.
Badín Garrido consigue en sus Narraciones, a pesar del designio de ser sincero, que al-
gunos de sus asuntos, por el calor humano que les infunde, superen en ciertos aspectos al
cuento típico, ahora de moda. Para el lector el interés se fija y no pocos resultan inolvidables.
Así ese matrimonio entre campesinos, vívido y extravagante.
Superior a la expresión escrita quiso el autor que fueran las partes complementarias,
sugeridas con acierto: occidua luz esfumándose en el pasado, recatado ambiente, acentos
extintos de serenatas, rebosante alborozo de juventud en pueblo adentro; y ese amor entra-
ñable a lo autóctono que se impregna de nostalgia, triste a pesar del optimismo sistemático
con que se pretendió revestirlo: triste por todo lo que de nosotros va muriendo insensible-
mente: más triste aún a causa de los compañeros desvanecidos en el discurrir del tiempo.
Se vive en ocasiones, y en ocasiones se dura, y a veces se sobrevive enterrando muertos;
y es difícil mirar atrás y seguir sonriendo, a pasar de tantas heridas y de avanzar saltando
sobre sepulcros.
En este libro de Narraciones, como en el de las Tradiciones de Don Manuel de Jesús Tron-
coso de la Concha, la sonrisa jovial, sana, es distintivo del estilo, y otra vez el estilo es el
hombre. Al final de cada asunto se refresca el buen humor, el de buen gusto. Los relatos no
se adornan con adjetivos y arbitrios de pluma diestra: son realmente trozos de verdad vivida,
aunque sus salpiques epigramáticos y sorpresivos, y las sabrosas y raras anécdotas, le den
apariencia de ficciones literarias. Pertenecen al género que algunos críticos franceses han
definido: Petite Histoire. Podrían aprovecharse para complementar momentos históricos y
hasta para urdir amplias leyendas. Auténticos ejemplares de una riqueza que vaga dispersa
en nuestro estéril Sur, en donde casi todo se pierde. Por allá se realizaron grandes empeños y
grandes hechos, dignos de memoria, quedaron sin rastro. Fundaron los abuelos, y pelearon
y volvieron a pelear para hacer libre el país y ser los dueños de aquellos terrenos áridos,
en donde el hombre soterra la semilla buena y en lugar del fruto que espera en premio de
sus esfuerzos brotan del suelo guazábara, cacto pertinaz y punzante cambronera. ¡Ojos que
vieron tanto y no se cansan de mirar hacia el Oriente tratando de entrever nuevas promesas!
La sonrisa asoma en los labios doloridos cuando es signo de ánimo superior, aun que sólo
debería ser muda revelación de angustia. Ser patriota y jovial en Moca y en San Francisco de
Macorís es sin duda muy loable; ser patriota y de sonrisa mansa en sectores de Montecristi

505
COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

y del Sur de Santo Domingo sin duda prueba la paciente Caridad de Dios, y denuncia cómo
prevalece aún, en aquellos pobladores apegados a su terruño, la ascendencia de castellanos,
extremeños y cordobeses: ¡al través de tantos cruzamientos y de cruces de cementerios!
Pugna interminable por vencer a la naturaleza, casi siempre para caer vencidos por su
inclemencia. Por allá suele andar el taimado: pero el sujeto regional ha sido y ha de seguir
siendo el luchador entero, austero y sobrio y de bondad inagotable.
Badín Garrido Puello es un magnífico representativo de esta clase de hombres. Nieto de
guerreros libertadores, duros y porfiados en las peleas y generosos en seguida de la victoria,
las virtudes hereditarias atizaron su voluntad y fue luchador indoblegable durante el eclipse
de la soberanía de 1916 a 1924. En medio pobre de habitantes, de escasas comunicaciones
entonces y de recursos parcos, fundó y dirigió El Cable en San Juan de la Maguana y sus
editoriales exigentes le dieron voz a la ansiedad colectiva. La repercusión del persistente
reclamo se hacía mayor cuando el Listín Diario reproducía aquellos artículos memorables,
comentados con frecuencia en tertulias de las Antillas Mayores. Muchos de esos escritos
revelaban el arrogante, poético y ardoroso decir de Víctor Garrido; los demás, graves y de
escuetos razonamientos, eran del director, de E. O. Garrido Puello. Ignoro si alguna vez co-
laboraron el Gral. Carmito Ramírez y el doctor Armando Aybar; pero es admisible suponer
que trazara verbales orientaciones el viejo patricio y patriarca Wenceslao Ramírez: aquel
Nelao, milagro humano, analfabeto y sabio, de quien dijo el Dr. Henríquez y Carvajal que
era uno de los hombres más inteligentes que había tenido la buena fortuna de conocer.
Cesó el eclipse de la soberanía dominicana en 1924, y cesó Badín Garrido en el menester
de escritor. Calló el Sur de la República, calló él; y más tarde apareció en Ciudad Trujillo
trepado en un edificio enorme el periodista convertido en dirigente de negocios. Ahí, encara-
mado en ese elefante, trabaja de seis a seis. Durante las horas que otros dedican al descanso,
Garrido lee ávidamente. Libro dominicano que se acaba de publicar, si tiene mérito, es libro
que él compra, lee, acaricia y acomoda en los anaqueles de su biblioteca rica. Hombre de
transparente salud moral, conversador de espíritu limpio, su palabra jamás destiló veneno.
Como Rubén Darío en el comienzo de Cantos de Vida y Esperanza, podría sin rubor decir:
Mi intelecto libré de pensar bajo…
y agregar:
Si hay un alma sincera esa es la mía.
No sé escribir prólogo y casi nunca leo los que otros escriben, si no son noticias que
anteceden a las obras de autores clásicos; y ahora me ofrecí a decir parte del mérito de las
Narraciones de E. O. Garrido Puello (Badín) y agrego además el testimonio de quién es él y
qué papel desempeñó en días obscuros para la patria. Con franqueza afirmo que me enaltece
poner mi firma bajo su nombre.

Sócrates Nolasco

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E. O. GARRIDO PUELLO  |  NARRACIONES Y TRADICIONES

Introducción
La presente obrita se publica sin pretensiones, obedeciendo a la presión de amigos que
la han encontrado interesante. Fue escrita en medio de grandes preocupaciones, como ve-
hículo de olvido, utilizando el material que dormía arrinconado en la memoria en espera
de mejor oportunidad.
Todos los relatos son auténticos. Son episodios o anécdotas que el autor ha vivido o que
la han vivido los amigos que le han hecho la confidencia. En algunos casos, para no herir
susceptibilidades, se ha encubierto la identidad con nombres supuestos, ya que no hay el
propósito de mortificar a nadie, sino de presentar asuntos que forman parte del espíritu de
nuestro pueblo. Para dejar a los relatos su sabor original, ya que de otro modo perderían su
sustancia, algunas veces he utilizado un lenguaje crudo y libre; pero espero la benevolencia
de los lectores en gracia del propósito.
Se ha usado un estilo sencillo, claro y conciso por juzgar el autor que es la forma conve-
niente para esta clase de escritos. Si está equivocado que lo perdonen los críticos.

Panchito Colorao
Todas las noches, no importaba el estado del tiempo, hacíamos reunión en el hogar de
don Pedro Tomás Canó y Soñé, notario público y amable caseur, un grupo selecto de sus
amigos. Allí se hablaba de política, se comentaban temas históricos, se narraban anécdotas
y cuentos y se agotaban asuntos de actualidad. Era nuestra Academia. Uno de los frecuen-
tes contertulios era Panchito, a quien le decían por lo bajo, naturalmente sin su anuencia,
Panchito Colorao, por el color de sus cabellos y de su piel. Panchito era de estatura regular,
bastante bien parecido, blanco, pelirrojo y de un carácter atrabiliario. Se incomodaba por
la más mínima contrariedad que se le ponía de frente. Pedro, de carácter franco, abierto,
conversador ameno y fácil, de gran memoria, se sentía feliz de presidir todas las noches la
académica reunión, sobre todo cuando siempre llevaba la voz cantante. Nadie sabía mejor
que él contar un cuento o referir una historia. Ya del presente o remontándose a un pasado
muy remoto, conocía todo lo que había pasado en la República. Su fértil memoria le daba
toda clase de privilegios. Cuando alguien empezaba un cuento o un relato histórico, Pedro,
de una manera suave, discreta y sutil, tomaba para sí el asunto y dejaba al cuentista con
la palabra en la boca, como se suele decir. Esa manera de ser lo situaba en la posición del
conversador único, además de convertirlo en la atracción y el motivo de la reunión.
Panchito, que como ya he dicho, era hombre de malas pulgas, no le gustaba sentirse en
posición de inferioridad. Siempre estaba refunfuñando por las jugarretas que le solía hacer
Pedro al arrebatarle la palabra. Nosotros reíamos de la ocurrencia, sobre todo cuando el
sustituto hablaba mejor y con más conocimiento del asunto, salpicando sus narraciones de
humorismo sano e inteligente.
Una noche Panchito no se sentía de humor para ser oyente pasivo. Estando la conversa-
ción en su punto de saturación, se puso de pie, caminó hacia la puerta, se plantó en ella como
quien lo hace por estar cansado de su posición y busca mejor acomodo para sus fatigados
miembros, adoptando una actitud de indefinida expectación y espera. Cuando ya nadie se
acordaba de su humanidad, con voz fuerte, como quien riñe, como quien vocea más que
habla, interrumpe diciendo:

507
COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

—Pedro, vete al diablo, yo también vine a hablar, yo también vine a hablar –y dando la
vuelta se ausentó como un torbellino.
Nuestra primera reacción fue de sorpresa. La inesperada salida de Panchito nos dejó
mudos de asombro; pero después reímos a mandíbula batiente, no sin poner uno que otro
chiste sobre las espaldas del fugitivo. De esa manera tan dramática perdimos por algún
tiempo un inquieto contertulio.
Panchito, que era capitaleño, llegó a San Juan de la Maguana sin que nadie supiera de
dónde era ni a qué había llegado. Escondía buenamente su identidad. Pero como eso no era
una razón para excusarlo de ser cazado por las flechas de Cupido, los encendedores ojos
de una canela, joven agraciada y bien dispuesta, le trastornaron la cabeza y el corazón, con
manifiesto disgusto de la familia de la bella. Eran los románticos tiempos de la serenata al
pie de la ventana, tiempos de ensueños e hidalguía que ponían en cada corazón una espina
o en los labios una canción de amor.
Pedro Canó Soñé, Francisco Salcié y Hungría Pimentel, solteros en esa época,
acostumbraban todos los sábados en la noche a deambular por las solitarias y oscuras calles,
guitarra al hombro, entonando endechas de amor a enamoradas y amigas. Una de esas noches
de franca camaradería, surgió Panchito de la oscuridad como un fantasma y encarándose
con los trasnochadores amigos, les dijo:
—Favor de llevarles una canción a fulana (aquí el nombre de la enamorada); pero por
Dios, no mencionen mi nombre.
Los amigos –los tres eran muy bromistas– convinieron en complacerlo, pero en su fuero
interno, conociendo el asunto, cada uno pensó en la jugarreta que debía hacerle al enamora-
do galán. Ya en la casa indicada, Hungría, que era el Félix Argüelles del grupo, con un pie
en la acera, empieza a rasguear la sonora guitarra. Casi simultáneamente una voz, desde
el interior, riposta:
—Esa guitarra es una desconsideración. Aquí hay luto.
Hungría se hizo atrás y volvió a rasguear la guitarra.
Otra vez la misma voz, ya sulfurada, protesta.
Hungría dice:
—Señora, estamos en medio de la calle.
Pero la voz insiste en que se suspenda la serenata, usando expresiones acaloradas. Hun-
gría, dando por terminada la discusión, se enfrenta a Panchito para increparle:
—Si tú no tenías autorización para traer serenatas, no debiste invitarnos a pasar esta
vergüenza.
El interpelado muda de color, pierde el habla y en su atolondramiento, sólo acierta a huir
rumbo al río. Los amigos se mueren de risa, felices de haberlo puesto en ridículo. Toman piedras
y se las tiran con tan mala suerte para el enamorado joven, que éstas hacen blanco sobre la casa
de las Cáceres, mujeres que no aceptaban relajo. Sea que estuvieran levantadas a esas horas, cosa
muy posible, o que el tropel del fugitivo las pusiera en pie, el caso es que le interceptaron el paso
y lo llenaron de improperios, cada una blandiendo un resplandeciente machete.
Panchito iba en ascuas. Furioso, mascullaba venganza. Los bromistas, conociendo las
purgas del hombre, corren a sus casas y se acuestan sin encender luces, dejando la puerta
como si los ocupantes estuviesen ausentes. Poco rato después llega Panchito, armado de
revólver, en actitud agresiva. Llama, pero al ver la puerta cerrada con candado, dice en alta
voz, como si no estuviera convencido de la ausencia de los dueños:

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E. O. GARRIDO PUELLO  |  NARRACIONES Y TRADICIONES

—Malos amigos, me han hecho hacer el ridículo y como si esto fuera poco, me han
injuriado como un sinvergüenza interruptor de la paz nocturna de las familias. Pero me
las pagarán, seguramente que me las pagarán. Tendrán que matarse conmigo, si es que son
hombres decentes.
Montó guardia y allí lo sorprendió la aurora en inútil espera, pero encendido de odio.
Pasaron los días. Los bromistas, que siempre andaban juntos, cada vez que lo divisaban
hacían como si el miedo los empavoreciera y se colaban por la primera puerta que encontra-
ban abierta. Esa estudiada actitud volvía loco de furia a Panchito; casi bramaba. Pero como
todo debe terminar, hasta las bromas, un buen día lo acecharon y en combinación con otros
amigos, lo sorprendieron en su casa, lo abrazaron y firmaron la paz. Paz de conveniencia,
como entre naciones.
Al rememorar, revolviendo el pasado, la vida patriarcal y sencilla de los tiempos idos,
se siente pena y angustia del presente, tan complejo y batallador, y nostalgia de ese pasado
sin complicaciones ni artificios.
Ya habían pasado muchos años, Panchito era cabeza de familia. Entre las modalidades
de su carácter puedo añadir que gustaba de dar bromas, y las hacía sangrientas y mordaces,
pero que se sulfuraba cuando su persona era el blanco del humorismo de sus amigos. Una
noche, mientras jugábamos dominó, se acercó a nuestro grupo y encarándose con Olegario
Fernández, le dijo:
—Olegario, si te raspan la cabeza, te afeitan el bigote y te embadurnan la cara, ¡sólo tú
serías feo!
Olegario no era un dechado de hermosura. Oyó el piropo en silencio, siguió tranquila-
mente su juego y cuando ya nadie se acordaba de lo ocurrido, poniendo los codos sobre la
mesa, manos en la barbilla y mirando con fijeza a su interlocutor, contó:
—Panchito, entonces nos pareceríamos yo y ti.
Una vez más la marea de Panchito se sube y amenaza inundación; pero los allí presentes
nos interponemos y le hacemos ver que broma trae broma. Pero así era el Colorao: puntilloso,
pero bromista. Los embates de la vida lo hicieron ausentarse de nuestro pueblo y lo perdí
de vista. Falleció en una villa cibaeña hace algunos años.

Párese la leyenda
Siempre he tenido suerte para encontrarme en el momento preciso en el lugar donde
haya algo divertido al cual se le pueda apostillar un comentario.
Una tarde que moría angustiosamente entre agua, relámpagos y truenos, acerté a refu-
giarme en la casa del Oficial del Estado Civil, fugitivo de la impiedad del cielo. En aquellos
momentos se oía a distancia como el ruido sordo que producen cascos de caballos en marcha.
Pocos ratos después una caballería llamó a la puerta: era un matrimonio campesino. Se des-
montaron, amarraron como pudieron las cabalgaduras y entraron al hogar tibio y acogedor,
sacudiendo lodo y agua sobre el piso recién pulido.
Ya sabemos las características de estos matrimonios: una novia vestida de tela barata
con una flor llamativa en la cabellera, no siempre lacia, casi siempre porfiada, y novio y
acompañamiento endomingados, es decir, luciendo lo mejor de su ropero, si lo tienen, o
tomándolo prestado de algún generoso vecino. La lluvia había hostilizado el matrimonio
todo el camino, malhumorada y traviesa.

509
COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

El Oficial del Estado Civil, hecho cargo de la seriedad del acto, dispuso el acondiciona-
miento del salón: una mesa con los libros del oficio y a su redor, las sillas indispensables. Una
lámpara de gas chisporrotea desde el tablado. Algunos curiosos, discretamente, gastan chistes
sobre la indumentaria de los campesinos. El funcionario, muy reconocido por su honorabilidad,
invita a los contrayentes, padrinos y testigos a tomar asiento. Después de haberse situado en
el lugar conveniente, empieza la ceremonia con toda solemnidad.
El matrimonio era entonces una institución muy respetable y su celebración se revestía de gra-
vedad y formulismos propios de la época. En el ambiente flota un sutil perfume de comicidad.
El Oficial Civil, en carácter y con toda la seriedad de su función, comienza a leer los docu-
mentos. La costumbre era fastidiosa. Se leían actas, artículos del Código, autorizaciones y otras
piezas incoloras y sin importancia. Hay un religioso silencio. De repente, una voz rompe la
armonía de ese silencio, sonando discordante, atrasada, inoportuna. Es el novio que, ponién-
dose en pie y dando con la mano un fuerte golpe sobre la mesa, dice solemnemente, con voz
grave, como si pronunciara una sentencia o anunciara un fausto acontecimiento:
—Pérese la leyenda, que tengo ganas de miar.
Y uniendo la acción a la palabra, hace rumbo a la puerta y descaradamente, como
a quien no le importa lo que piensan los demás, ejecuta el acto en presencia de todo
el acompañamiento, que en actitud indefinida no sabe si reír, sorprenderse o mostrar
indiferencia. Mientras tanto, el Oficial del Estado Civil, admirado de tanta audacia, fijaba
en el tunante sus ojos como dos afilados puñales, pero en silencio.
Cumplido el desahogo renal, con el mismo empaque y desfachatez vuelve a su asiento,
golpea la mesa y expresa, siempre en carácter, como un buen actor:
—Siga la leyenda, que ya mié.
La insolencia de este burdo campesino no estaba tanto en la acción como en la actitud.
Se creía un rey rodeado de cortesanos. No otra cosa se podía juzgar de su desvergonzada
manera de obrar. Mientras tanto, en un ángulo del salón, contemplando la escena, yo pen-
saba, remedando a un escritor argentino:
—Qué buena patada por la parte menos noble de su humanidad se merece ese fanfarrón.

Las dos cajas de dientes


Sentado frente a su mesa de trabajo, pensativo y calculador, David Martínez libraba
una batalla interior. Desde hacía tiempo revolvía su imaginación en busca de una fórmula
que lo llevara hasta la boca de Pancho Paula, campesino astuto, tacaño y de posibles; pero
empecinado en no gastar la plata en provecho de su persona y del dentista. Martínez era
dentista de mucha clientela en el Sur, donde se le conocía bien, no tanto por su profesión
como por sus anécdotas y chistes, siempre sabrosos y mordaces.
En la época de esta historia los dentistas y médicos eran escasos en la región del Sur.
Los que aparecían se trasladaban de pueblo en pueblo en busca de clientes y de dinero.
Martínez era un de ellos.
Pancho Paula, que pasaba del medio siglo, tenía sus antojos y deseos que la boca,
deteriorada por los años y el desaseo, se negaba a complacer; pero como más podía en él
la tacañería que los antojos, el dentista no podía convencerlo de que dos cajas de dientes
influirían poderosamente en la conservación de su salud, proporcionándole, además, todos
los medios de satisfacer sus complicados caprichos culinarios. El problema del dentista no era

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E. O. GARRIDO PUELLO  |  NARRACIONES Y TRADICIONES

tanto la posible ganancia, que no dejaba de ser prometedora, como la de vencer una temeraria
resistencia que no estaba acostumbrado a encontrar por los caminos de su carrera profesional.
Siempre había tenido éxito en todos sus empeños y el que hubiera un rebelde a su ciencia y
sus modales, finos e insinuantes, lo soliviantaba, sacándolo de su natural parsimonia.
Tanto caviló y pensó en el asunto hasta que al fin la imaginación le proporcionó un ardid
que, al ponerlo en práctica sin pérdida de tiempo, le ayudó a romper el frente de terquedad
del campesino.
Pancho Paula acostumbraba a visitar la oficina del dentista en sus frecuentes correrías
por el pueblo, no tanto para disfrutar de su conversación, amena y humorista, salpicada de
intencionadas bromas, como para recrearse contemplando los trabajos que ejecutaba, siempre
atraído por la fascinante historia de lo que podía hacer su boca si se le colocaban dos cajas
de dientes. En una de esas visitas, Martínez, ladino y mañoso, le dice:
—Amigo, un general de Las Caobas me ha pedido un par de cajas de dientes. Haga el
favor de prestarme su boca para atender el encargo. El mañé y Ud. calzan.
Pancho Paula, galante, la ofrece gustoso. Martínez lo hace sentar en el sillón y le toma
la impresión, ejecutando luego el trabajo con tanta prisa como se lo permitieron los medios
a su disposición. El dentista tenía mucha confianza en el dominio que ejercía sobre su pro-
fesión y en su palabrería persuasiva y convincente. Por esa razón tan pronto como las cajas
estuvieron preparadas para ser usadas, aprovechando la primera visita de su víctima, con
su característica sonrisita, le dice:
—Amigo, las cajas de dientes están listas; pero antes de entregarlas al cliente Ud. me
hará un nuevo favor: pisarlas, porque a las cajas de dientes, como a los zapatos, hay que
pisarlas para darle su forma definitiva.
Pancho Paula, ignorante de la trampa que se le arma, otra vez ofrece su boca, donde
son colocadas las dos flamantes cajas de dientes, con esta advertencia: si siente molestia,
vuelva para corregirla.
Pancho Paula retornó dos o tres veces a la oficina, siendo atendido con prontitud y
cortesía. Pasó algún tiempo. Las visitas de Paula a su amigo escasearon. Martínez sonreía
pensando en el éxito de su estratagema, interpretando como de buen augurio la ausencia de
Paula. Un buen día, ya seguro de su triunfo, llamó a Paula y con mucha sorna, le informó:
—Amigo, dentro de tres días iré para Las Caobas a entregar el trabajo. Favor de devol-
verme las dos cajas de dientes que le di a pisar.
Paula se desconcierta con la petición del dentista y con su aturdimiento, creyendo en
su simpleza de campesino que el amigo y profesional lo maltrataba, protesta de la injusticia
que él cree se le hace al despojarlo de tan útil menester.
—Imposible devolverlas, –dice en tono algo destemplado–. Ya estoy acostumbrado a
usarlas y me quedaré con ellas. Como chicharrón y caña, –agrega.
Martínez, sin inmutarse por la altanería de Paula, sigue impertérrito en su comedia y le
riposta, siempre con su acostumbrada marrulla:
—Las cajas de dientes están en su poder para pisarlas. Eso fue lo convenido cuando
Ud. generosamente me ofreció su ayuda. El mañé me espera, me pagó su dinero y el honor
profesional me obliga a cumplir la palabra empeñada.
Paula, amoscado, contrariado y temeroso, se hace conciliador, cree sobornar al dentista
y le ofrece el doble del valor si se las deja, creyendo ser ese el mejor camino para violentar
la resistencia del dentista. Martínez, buen comediante, ensaya nuevos ardides para seguir

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

forzando el interés de Paula; pero al fin, protestando de que la amistad es siempre abusadora
e impositiva, consiente en dejar incumplida su promesa y admite el soborno, transándose
por $200.00, suma exorbitante para la época en que acaece esta historia, que es verídica,
aunque cualquier lector la puede tomar como fantasía de mi imaginación.

Olegario Fernández
Hay una actitud meditativa muy usuable. Yo suelo tomarla cuantas veces me sumerjo
en mis divagaciones espirituales. Hoy he tomado esa pose y he echado mi pensamiento
hacia atrás, tanto, que la lejanía se ha vuelto remota. Como en una cinta cinematográfica
han pasado en tropel por mi imaginación hombres y sucesos, algunos triviales, pero otros
inolvidables. Entre los hombres he rememorado a Olegario Fernández, personaje que dejó
por su modo de vivir muchas anécdotas interesantes. Esta narración le será dedicada.
Olegario Fernández, de tipo bajo y medio rechoncho, blanco, rubio, lampiño, poco abun-
dante de cabellos y de genio alegre, pasó por el estrecho medio del San Juan de la época,
dejando un agradable recuerdo. Quizás no hizo bien, pero tampoco dañó a nadie. Le gustaba
el trago y lo bebía en abundancia, aún cuando no todos los días. Su frase característica era:
“cuando yo digo que la burra es prieta”, declaración muy suya cuando estaba en disposición
de cantar verdades, ya bastante achispado. Tomaba cualquier pretexto por la cola y ya en
tono, decía todo lo que sabía de la persona en turno.
En su juventud, todavía no delineado el personaje de sus años maduros, solicitó en
matrimonio la hija de Juan Rodríguez, conocido más bien por Juan Jaques, hombre rico, de
piel africana, profundamente religioso; pero un poco duro de pelar. Juan Jaques llamó a la
enamorada hija y le espetó esta filípica:
—Hija mía, cuando un blanco se enamora de una negra, se debe desconfiar de su inten-
ción. Por tu linda cara no debe ser; quizás sea por los cuartos del viejo Jaques. En definitiva,
no me gusta el mozo.
Ante la negativa del padre, los resueltos novios arreglaron sus bártulos, prepararon la
nave, izaron vela y anclaron en un lugar cualquiera de Haití. Allí se casaron. Ya de regreso la
primera providencia fue pedir perdón por el desacato cometido, como se estilaba en el lugar
en casos semejantes. En llegando a la presencia del viejo y exponer el objeto de la visita, éste
contestó como patriarca ofendido:
—Muchachos, a lo hecho, pecho. Sólo que yo no acepto ese matrimonio en mañé; hay
que hacerlo en dominicano.
Y así Olegario Fernández se casó dos veces sin la excusa de un divorcio.
Ya en las postrimerías de su vida, Olegario se dedicó a la bebida con más ahínco que nunca.
Ejercía el comercio y detallaba ron. Algunas veces cuando lo visitaba un amigo, decía: “No
siempre se le debe dar gusto al cuerpo; muchas veces hay que castigarlo. Si el cuerpo te pide
un sancocho, tú le das un trago de ron; si te pide un tabaco, tú le das un trago de ron; pero si
te pide un trago de ron, tú se lo das, pues no todas las veces se debe castigar el cuerpo”. Con
esa filosofía a cuestas, no por barata menos turbia, dejaba pasar la vida.
En una ocasión hizo propósito de regenerarse y pasó algunos días abstemio. Buscando
un motivo para romper el compromiso que había hecho con su propia conciencia, fingió un
comprador, se apersonó al lugar del expendio y ya allí, sostuvo el siguiente diálogo, desa-
rrollado en carácter con un supuesto cliente:

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E. O. GARRIDO PUELLO  |  NARRACIONES Y TRADICIONES

—¿Qué deseas? –dice.


Cruza el mostrador y se responde:
—Un trago.
Vuelve a cruzar.
—Ahí lo tienes. Los cuartos.
Otra vez como comprador se contesta, mostrador:
—Es fiado; apúntalo.
Otra vez en su posición de vendedor:
—Para fiártelo mejor me lo bebo.
Y sin pedir permiso a su conciencia, ya bastante sofocada, se bebe el trago. Repite
varias veces el truco y ya saturado, se olvida de que había hecho juramento de
enmienda.
Este relato pinta de cuerpo entero el personaje que he historiado. Subido de punto o
normal fue siempre un hombre bueno.

Lico la Ciega
El argumento de esta narración lo estoy extrayendo de un viejo recuerdo de mi adoles-
cencia: Lico la Ciega.
Lico era un joven con mentalidad de niño. Medroso, apacible, pusilánime, sencillo, pero
cordial. La juventud lo estimaba y lo trataba con comprensiva amistad. Tenía dos ocupacio-
nes propias de su tiempo: tocar las 12 al mediodía, y las 9 de la noche, servicio que pagaba
el Ayuntamiento a falta de reloj público, y atender, también por cuenta del Concejo, a los
faroles del alumbrado de calles. Todavía la electricidad para esa época era un lujo dema-
siado costoso para mi humilde villa natal. Después… es otra cosa: San Juan de la Maguana
presume de ciudad. Palacios, teatros, hospitales, hoteles, parques, etc., le van dando carácter
y fisonomía de gran ciudad.
Todas las relaciones sociales de San Juan, en las primeras horas de la noche, giraban
alrededor del toque de las 9. Cuando las campanas con su monótono y loco tintinear herían
los aires nocturnos, las mamás se plantaban en la puerta de salida, en son de cierre, en una
silenciosa invitación a que los visitantes tomaran las de Villadiego, con natural contrariedad
de novios y enamorados.
Lico, que recibía frecuentes propinas de la juventud, era el árbitro. Las noches claras o
influidas por los magníficos rayos de la luna, tocaba las 9 a las 10; pero en las oscuras o llu-
viosas sus campanazos sonaban indistintamente entre las 8 y las 8.30. Si algún enamorado
lo cuestionaba acremente por el adelantamiento de la hora, contestaba bonachonamente,
sin enojo y sin acritud:
—Va por cuando las toco a las 10.
Todo el conflicto de Lico provenía de su miedo a muertos y fantasmas. Su imaginación
en ese sentido era pródiga en cuentos de aparecidos. Como campanero pasó muchos sustos
y apuros. Una vez un chusco quiso reírse a su costa gastándole una pesada broma falta de
piedad. Se disfrazó envuelto en una sábana blanca y lo esperó dentro del campanario. Cuando
el pobre Lico, receloso y asustado, traspasaba el umbral, el bromista, con voz profunda, le
dijo palabras terroríficas presentándole su estrafalaria figura. Lico casi enloquece de miedo
y huye perseguido por las carcajadas del bromista.

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

Desde esa noche Lico se hacía acompañar de su mamá, que era ciega. De ahí le venía el
mote. Como la pobre ciega no podía subir las escaleras del campanario, la dejaba al pie y
cuando ya estaba arriba, su primera previsión era preguntar:
—Lalá, ¿tú estás ahí? –Lalá se llamaba la ciega.
Esa pregunta la repetía cada vez que daba un campanazo. La interpelada contestaba
invariablemente:
—Pero Lico, ¿adónde voy a estar?
En la guerra civil de 1912 la revolución tomó el pueblo, después de un sangriento combate.
Una bala se incrustó en el mismo sitio que era ocupado por Lico cuando tocaba las campanas.
La comprobación de ese hecho lo llenó de terror no obstante no haber corrido ningún peligro.
Hace rumbo a su casa temblando y cariacontecido para decir a su mamá:
—Lalá, de casualidad estoy vivo.
—¡Cómo, muchacho! –contesta la sorprendida mamá.
—Pues oye, Lalá, donde mismo yo me pongo a tocar las campanas, ahí mismo pasó una
bala en el pleito de ayer. Yo vi el agujero.
Y la pobre ciega, compadecida de la ingenuidad del hijo, le respondió:
—No seas tonto, muchacho.
Pero así fue Lico: pobre de espíritu, bonachón y miedoso.

Simón Suero
Voy a evocar una figura legendaria de San Juan: me refiero a Simón Suero, personaje
cuya vida es una leyenda. Alto, seco, de piel africana, parecía un palo de bandera pin-
tado de negro. Era rico, inmensamente rico; pero se conducía como un pordiosero. Su
residencia era un rancho de tejemanil, de dos divisiones, con puertas de tranca, revestido
de una mezcla de barro, agua y defecaciones de animales. Adoraba el oro. Su brillo lo
encandilaba. No vendía su ganado si no se le pagaba el precio en este codiciado metal,
origen de tantos infortunios; pero sin embargo tan amado y de tanta trascendencia en
los destinos humanos.
Era una época en que las prolíficas pampas sanjuaneras proveían de ganado a toda la
República, sin exceptuar a las regiones cibaeñas. Bilín Martínez, de Santiago, era una de
sus clientes favoritos. En uno de sus viajes, tras discusiones amistosas y animadas, Bilín y
Simón no acababan de ponerse de acuerdo en precio, debido a las pretensiones del último,
que el primero reputaba de excesivas. En ese momento psicológico, Bilín trató de sorpren-
der a Simón con una treta de hombre cibaeño y mundano. Poniendo sus valijas repletas de
onzas sobre la mesa, las volcó, suponiendo que con esa hábil maniobra deslumbraría los
avariciosos ojos de su amigo. Uniendo la palabra a la acción dijo:
—Simón, te las traigo como a ti te gustan. Mira. Y las revolvió en una excitadora actitud
de enamorado.
Simón miró parsimoniosamente. No demostró ni sorpresa ni encono. Entró al aparta-
miento vecino –si se le podía dar este pomposo nombre a la miserable habitación– y trayendo
uno tras otro dos cajones de jabón rellenos de onzas y plantándolos frente a su asombrado
cliente, contestó:
—Amigo Bilín, tú no me llenas los ojos con tus morocoticas. Aquí sí hay oro. Y éste es
sólo el que tengo en la casa.

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E. O. GARRIDO PUELLO  |  NARRACIONES Y TRADICIONES

En otra ocasión caminaban por los predios de Simón Suero dos jóvenes del pueblo. Uno
era hijo de un compadre muy querido de Simón, a quien éste debía favores y distinciones.
Como lloviera tempestuosamente y no pudieran regresar ese mismo día, buscaron cobijo
en su rancho. A la hora de la cena, no obstante ser época de recogida y estar el soberado
cargado de quesos, a la mesa sólo sirvieron ahuyamas salcochadas. Simón, haciendo los
honores, invitó a sus huéspedes en la siguiente forma, muy cortés:
—Jóvenes, mi cena es pobre, pero ofrecida de muy buena voluntad. Los invito a comer
auñima con auñima.
A esta gentil invitación respondió el hijo del compadre, como más ladino:
—Vale Simón, teniendo Ud. un soberado lleno de quesos, nosotros no comemos ahuyama
vacía. Favor de bajarse uno.
Simón Suero puso cara de disgusto; pero a la conminatoria petición accedió con gentileza.
No era cosa tan importante como para desairar al hijo de su compadre. Un poco de queso
no menoscabaría su hacienda. El ladino, al ver un sabroso queso de 20 libras sobre la mesa,
le dijo al compañero por lo bajo, con mucha sorna:
—Hagamos rabiar al viejo comiéndonos todo el queso, aunque nos haga daño.
Hay otra anécdota que pinta su tacañería. Cruzando por una casa amiga, rumbo a la
cabecera de Provincia, la señora, suponiendo que debía regresar con gas, como era costumbre
de todos los viajeros pudientes, siendo ese combustible el alumbrado usado en los hogares
de la época, le dice:
—Don Simón, haga favor de traerme una lata de gas junto con la suya –y le da dos pesos
para cubrir el valor del encargo.
Algunos días después, cumpliendo la recomendación, Simón Suero entrega la lata de
gas pedida. Al observar la señora que sólo había una, le interroga, curiosa:
—Don Simón, ¿y la suya?
A cuya interrogación el interpelado contesta muy sonreído:
—El gas es vanidad de los pobres.
Simón Suero, rico ganadero, se alumbraba con cuaba igual que cualquier campesino
pobretón.
Simón Suero, luchador valiente que fue en nuestras guerras emancipadoras, resulta un can-
tero de sabrosas anécdotas. Murió muy anciano, dejando una fortuna perdida en las entrañas
de la tierra. Según los viejos de aquella época, debía pasar de $200,000.00 en oro acuñado. La
verdad es que todos los años vendía de 400 a 500 cabezas de ganado o quizás más y que nadie
sabía lo que se hacía ese dinero. En los años siguientes a su fallecimiento, hubo una frenética
búsqueda de esa fortuna: a 40 kilómetros a la redonda del rancho, no se quedó sitio sospechoso
que no fuera hoyado y afanosamente registrado, siempre con resultados negativos.
Como esta fortuna, hay muchas perdidas en las pampas sanjuaneras: la tradición habla
de la fortuna de la familia Santos, la más rica del Sur, la de los Roa, Moreta, etc. La tierra las
guarda, avara, y muchos sueñan con espíritus benignos que, como en los cuentos de nuestros
abuelos, le brinden la oportunidad de sacar el entierro.

Ñango es un macuto viejo


Mi amigo Luis, espíritu curioso y calmo, mordaz y zorruno, figuraba entre los jóvenes
adscritos a la revolución de 1912 y años subsiguientes. También otro joven de nombre Carlos

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era del grupo, compuesto casi en su totalidad de muchachos de las mejores familias de las
regiones del Sur. Carlos, por lo contrario, era de carácter vivo, jactancioso y medio petulante.
Siempre hablaba de su valía en su pueblo natal. Su prestigio allí era tal, según expresaba
continua y orgullosamente, que bastaba verlo para que todo se resolviera con la mayor
facilidad. Esa era su cantinela diaria, en un intermitente revolver de tradición y prosapia.
Luis oía y callaba con afectada indiferencia.
Pasaron semanas y meses. Un buen día el Comisionado Especial del Sur es invitado a la
Capital y le envían el Crucero Independencia para su traslado. Entre los jóvenes del grupo
que debían acompañarlo incluyó a Luis y Carlos. El itinerario del viaje incluía el pueblo
natal de éste, donde el Comisionado iba a celebrar algunas conferencias políticas de carácter
urgente y de importancia máxima para la organización del Partido.
Los más íntimos de Carlos, llenos de vitalidad juvenil, rebosaron de contento con la noti-
cia y se agarraron de su amistad como de un áncora de salvación, prometiéndose momentos
deliciosos en la tierra natal del amigo. La ilusión los inflamó y la edad y los peligros acabaron
de formarles conciencia de fiesta: bebida, baile, muchachas… Carlos sería para ellos como el
ábrete sésamo de los cuentos árabes. Pero para amargo infortunio de los amigos de Carlos, sus
palabras y promesas, su tradición y su prosapia, no pasaron de simple y vana palabrería de
engreída mocedad. Él fue, como sus acompañantes, uno del montón, desapercibido e igno-
rado. Los amigos tragaron la cruel desilusión con irónica y estoica indiferencia. Llegados a la
Capital, Carlos se olvidó del desairado papel que desempeñó en su pueblo y volvió a alardear
de su prestigio y de su valer. Luis oía, callaba y una que otra vez lo miraba con malicia. Pero
tanto alborotó y pregonó Carlos su importancia, que una mañana, mientras estaban sentados
a la mesa, Luis se levantó repentinamente y dirigiéndose al jactancioso, le dijo:
—Carlos, no hables tanta basura. Tú en tu pueblo no eres nadie. Si tanto prestigio tienes
allí, ¿en qué lo usaste para beneficio tuyo y de tus compañeros cuando estuvimos en tu pue-
blo? Además, a una persona que en su pueblo le dicen Ñango tiene que ser un insignificante,
pues ñango es un macuto viejo y un macuto viejo es desperdicio de basurero.
Carlos se enfurece, se arma y quiere pelear; pero Luis se sonríe despreciativamente, le
da la espalda y haciendo un movimiento con los hombros, repite:
—Ñango es un macuto viejo y un macuto viejo es desperdicio de basurero.
Los amigos ignoraban el mote con que era conocido Carlos en su pueblo. La repentina
salida de Luis los hizo reír y bromear, aflojándose de esa manera la tensión del momento.
Y como siempre, Carlos continuó ofreciendo a sus íntimos su alardeada importancia,
fantaseando sobre sus pretendidos prestigios en su pueblo natal.

La escalera
En uno de los pueblos del Sur, que para el caso de mi historia no hace falta nombrar,
vivía un pacífico ciudadano, buen hombre, pero muy aficionado a las delicias de Baco. En
estado seco era una persona respetable; pero cuando andaba en malas compañías se volvía
jactancioso, derrochador y socarrón. Si al llegar a algún grupo, no muy firme sobre sus bases,
alguien le gastaba una broma, contestaba con arrogancia:
—Cuidadito, cuidadito, que por ahí viene mi hijo Félix. –El hijo era su escudo.
Toda persona que pierde el equilibrio moral se despeña por el abismo de sus propios
desaciertos. Tal le pasó a nuestro hombre.

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E. O. GARRIDO PUELLO  |  NARRACIONES Y TRADICIONES

Más veces bebido que sobrio, su crédito se resquebrajó. Las simpatías personales de que
gozaba se retorcieron de compasión; pero esta piedad no impidió que los establecimientos
comerciales le cerraran sus puertas, temerosos de perder sus inversiones, ya que compasión
e intereses son palabras antagónicas. Uno de esos días turbios, dibujando eses con su corpu-
lento cuerpo, se apersonó al colmado de doña Juana, su amiga, pero ya curada de fajazos,
solicitando una botella de vino. La señora le indicó que valía dos pesos; pero se excusó de
ofrecérsela de inmediato tomando como pretexto su estado, que le impedía subir la escalera
para bajar la botella. Él no se inmutó. La miró despreciativamente, con ese dejo de dolor
y de ironía tan propio de los espíritus descarriados, tragó en silencio la cortés evasiva y se
marchó, otra vez vacilante sobre sus inseguros pies. Un rato después regresó y arrojando los
dos miserables pesos sobre el mostrador, dijo en tono indignado y despectivo:
—Doña Juana, mire la escalera.

El señor X
La persona que me va a ofrecer el tema de esta narración tenía temperamento burlón y
mordaz. Sus amigos y conocidos frecuentemente sufrían los bombardeos de sus chanzas,
siempre pesadas y crueles. Dondequiera que hacía reunión torturaba a sus contertulios
utilizando su repertorio de bromas, casi siempre mortificantes. A su mordacidad no se le
escapaba ni su propia esposa. Siendo comerciante prometió a varios clientes campesinos,
para inducirlos a aumentar sus compras, enseñarles un animal raro. Llegado el momento,
llamó a la esposa y mostrándola dijo a los asombrados clientes:
—¿Han visto ustedes una mujer más fea que ésta?
Otra vez tenía de cliente un campesino con los pies demasiado aventajados. Agotados
todos los recursos de la existencia de zapatos sin ningún resultado favorable, se fue al de-
pósito y regresando con dos cajas de jabón vacías, las pone sobre el mostrador, diciéndole
al sorprendido campesino:
—Mídase éstos, marchante.
En otra ocasión hacían grupo varios amigos en la acera del Club. Llega, se acomoda en
una mecedora, arrebata más que toma la palabra y dirigiéndose especialmente a uno de los
contertulios, monologa en la siguiente forma:
—Nosotros si somos dos hombres fatales. Nuestras madres se sacrificaron trabajando
para darnos educación y formarnos hombres de provecho. La tuya pegada a una plancha;
la mía friendo pescado.
El amigo asentía. En ese tono continuó historiando la vida de ambos. Los compañeros
oían con interés la peroración. De momento, variando el tono, expresa:
—Y todo, ¿para qué? Para que tú te casaras con la mujer más dientúa y yo con la más fea.
El amigo recibió la burla como una bofetada, ya que no todas las personas se sienten en
disposición de aceptar chanzas a costa de su familia; pero el bromista, que siempre fue de
temperamento pacífico, se eliminó de la escena rápidamente, eludiendo las consecuencias
de su pesada mofa.
Con motivo de las fiestas patronales, la ciudad se vestía de gala. La Gobernación había
preparado un espléndido programa de varios días de fiesta. Ese programa incluía bailes de
máscaras y blanco, bailes populares, conciertos, juegos carnavalescos y otras atracciones
indispensables para el mayor realce y esplendor de los festejos.

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Un amigo mío se estaba recortando el pelo en la barbería. De momento siente un toque-


cito por el hombro y una voz que le dice, con dejo sarcástico:
—¿Cómo se siente el sanjuanerito acostumbrado a jugar carnaval con flores de sabana
y hojas de framboyán?
Quien hablaba era el mismo personaje de esta narración y sus palabras una burla san-
grienta para nuestro pueblo. La contestación fue tan hiriente e intencionada como maliciosa
había sido su mordacidad. Hasta su fallecimiento fue siempre el mismo: burlón y mordaz,
por temperamento y afición.

Se casó el difunto
Es costumbre muy generalizada en los campos de la República, de procrear familia
sin que a los padres los liguen los sagrados vínculos matrimoniales. En el argot popular
eso se llama casarse por detrás de la puerta. La unión es algunas veces legalizada, si
la enfermedad lo permite, al fallecimiento de uno de los concubinos. Esta costumbre,
muy deplorable, es origen de muchos conflictos familiares y de no pocas y lamentables
tragedias.
En un campo de San Juan de la Maguana, que no hace falta mencionar, había un viejo,
un poco acomodado en sus bienes de fortuna, empecinado en mantener su soltería. Los
hijos, todos mayores, ansiaban, no tanto por afecto como por interés material, la consuma-
ción del matrimonio. Iba de por medio la herencia, que ellos habían ayudado acrecentar
con su trabajo. Por experiencia sabían, por muchos casos conocidos, que la parentela del
difunto se lleva hasta la leña de la cocina. Ya a una vecina la habían dejado en la indigencia.
Una mañana, para aumentar la inquietud de la familia, el viejo amaneció quebrantado. El
hijo mayor resolvió un viaje al pueblo para consultar a su amigo Pancho Valdés, práctico
en chismes campesinos y consejero legal de su familia. Pancho Valdés, que no era hombre
para atascarse en menudencias, pesó rápidamente la situación y comprendió la necesidad
de una actuación fulminante. Vio al Oficial Civil de la época, funcionario de figura borrosa,
cándido y opaco a fuerza de inútil, y lo arrastró consigo rumbo al caserío donde tuvieron
lugar los acontecimientos que estoy relatando.
Mientras funcionario y acompañantes caminaban, jinetes en otros tantos rocinantes,
otro de los hijos del viejo los alcanzó y llamando aparte al hermano, le rumoró al oído una
espantable noticia. Enterado Pancho Valdés, contestó sonriendo que el caso estaba previsto.
Trazó planes, cursó órdenes e hizo a los hermanos adelantarse, vanguardia de una maniobra
genial con las definitivas instrucciones aplicables al imprevisto caso.
Cuando el Oficial Civil descolgó su beatísima humanidad había serenidad en el rancho.
Invitado a la habitación del enfermo, contempló bonachonamente el cuadro que se le pre-
sentaba a la mortecina luz de un sol poniente: dos mujeres llorosas, tres jóvenes inquietas
y detrás su eminencia gris, el servicial Pancho Valdés. Abre el libro, da lectura al acta y los
documentos anejos, toma los juramentos de rigor y consuma el codiciado matrimonio. Luego
rumbo nuevamente al pueblo lejano.
Hasta aquí la historia carece de interés. Es una historia como cualquiera otra. Pero si
ponen atención al desenlace quizás se encuentre en este drama familiar, no gracia, porque
parece no tenerla, sino la íntima tragedia de muchas familias dominicanas.
Mientras se tomaban las disposiciones anotadas, el viejo tuvo la ocurrencia de morirse.

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E. O. GARRIDO PUELLO  |  NARRACIONES Y TRADICIONES

Esa era la noticia comunicada quedamente al oído del hermano mayor. Pancho Valdés
no era hombre para dejarse defraudar por un viejo terco, terquedad demostrada hasta para
morirse cuando no hacía falta hacerlo. Él había ofrecido casar al viejo y tenía que casarlo
aunque fuera difunto.
Ocultó la noticia al Oficial Civil, dispuso que el cadáver fuera vuelto hacia el seto; ordenó
la introducción del hermano mayor debajo de la cama para que contestara por el difunto en
el momento preciso y recomendó cerrar el aposento al público. Ya esa providencia había sido
tomada por los astutos familiares. Así las cosas, la llegada del Oficial Civil fue acogida con
tristeza, pero sin demostrar inquietud, de manera de no inspirar su desconfianza, aunque
era muy problemática que se despertara, dada su manuable manera de ser. Cuando el Oficial
Civil preguntó al supuesto enfermo si aceptaba por esposa a la concubina, alguien contestó
que sí: era el hijo mayor desde su escondite. Terminada la ceremonia, después de llenados
los requisitos de ley, un trueno sordo anunció el fallecimiento: eran los desconsolados gritos
de familiares y amigos. En medio de lágrimas y sollozos, una voz dijo:
—El viejo sólo esperaba el matrimonio para pasar a mejor vida. Así se hace.
¿Fue sarcasmo o convicción la que inspiró la voz? ¡Quién sabe!

Pancho Cajuil
Pancho Cajuil lo nombraban, no sé si porque lo parecía o por el lugar donde vivía. Era
vegano y aunque alardeaba de valiente, nunca dio notaciones de serlo. Su natural pacífico,
gustador del trago y del chiste, lo inclinaba a la vida regalada. Pero hay que distinguir. Una
cosa es en santa paz y otra en compañía de Baco. Cuando empinaba el codo su jocosidad no
tenía fin. Dicharachero, tunante y suelto de lengua, hacía reír, pero también rabiar.
Corría el año 1914. El país estaba revuelto contra el gobierno del Presidente Bordas,
al cual acusaban de qué sé yo cuántos crímenes, algunos justificados, otros traídos por
los cabellos. El ejército del Sur sitiaba la Capital. Los jefes acampaban en Haina. Un día se
presentó Pancho Cajuil al Campamento y sin más ceremonias pidió ver al General Carmito
Ramírez, a quien deseaba conocer, dijo. Pancho estaba achispado. El General Beltré, que
era un poco bromista, llamó a Juanico Ramírez, también general y hermano del deseado, y
presentándoselo, le dijo:
—Aquí lo tenéis.
Pancho, sea porque realmente conociera al General Carmito o porque el alcohol lo hiciera
socarrón y fresco, contestó:
—Imposible. Un general tan mentado no puede ser fan feo.
La ocurrencia de Pancho, salida de campesino fanfarrón, hizo desternillar de risa a los
presentes. El General Ramírez, que estaba en los alrededores, fue atraído al cuartel por el
alboroto. Y así pudo el ladino adorador de Baco llenar su deseo.

Lap-Lap
Estamos en plena era lilisiana. Robos organizados que se llamaban marotas, se inter-
cambiaban en la frontera entre haitianos y dominicanos. La carencia de policía, la distancia
y el abandono, la época y la despoblación, contribuían a ese estado social, crítico y censu-
rable. El General Lilís, deseando conjurar el mal, que ya tenía características de endemia,

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ordenó a los jefes comunales y de frontera fusilar sumariamente a toda persona que se
le sorprendiera con una marota. Hay historia de que un jefe Comunal de las Matas de
Farfán, ciñéndose estrictamente a estas severas órdenes, fusiló a su propio hermano.
En la común de Bánica había un sujeto muy conversador. Se llamaba Vidal de León.
El vecindario se hacía lengua de la facilidad que tenía para informar lo suyo y lo ajeno, lo
que había dado lugar a no pocos malos entendidos entre vecinos. Por mala suerte, pues no
siempre la estrella brilla para los desgraciados, un grupo que arreaba una marota se tropezó
con Vidal de León. El susto fue mayúsculo. Filosóficamente se dijeron, guiados por el instinto
de conservación, de los males el menos y resolvieron asociar al hablador a su ilegítima
empresa. De León aceptó. Pocos días después todo el grupo, incluyendo el incorporado,
estaban detenidos y en capilla. Uno de los presos, que supuso razonablemente que De León
era el conversador, lo increpó:
—¡Embustero del diablo! Ni siquiera porque te iba la cabeza pudiste sujetar la lengua.
Y el interpelado, quejumbroso y triste, contestó:
—Era que la lengua me hacía lap-lap.

El polígrafo al revés
Hay historias que parecen cuentos y ésta es una de ellas. Francisco Tomillo, extranjero
residente en San Juan de la Maguana por muchos años, era comerciante y mi amigo. Como
la mayoría de los emigrantes se enriqueció a fuerza de economía conjuntamente con un
matrimonio ventajoso. No se recuerda que contribuyera a ninguna obra de progreso, pero
a pesar de su cicatería era una buena persona. Yo también era comerciante. Algunas veces
me visitaba y conversábamos: del tiempo, de la situación y sobre muchos otros asuntos al
alcance de su escasa inteligencia. Uno de esos días me dijo sorpresivamente:
—Véndeme una caja de polígrafos derechos. Los que compré en la capital están al re-
vés.
La petición me dejó azorado. Yo no podía entender eso de polígrafos derechos y polígrafos
al revés. Se lo expresé así; pero él insistió. Traté de hacerle comprender su error, demostrán-
dole lo que yo suponía, es decir, que al colocar el polígrafo lo hacía mal; pero encerrado en
su error, con terquedad cerril, decía:
—No, no. Los polígrafos que compré en la Capital están al revés.
Mi posición debió haber sido venderle mis polígrafos; pero me dio lástima su ignorancia.
Lo invité a que me llevara a su casa y le enseñé cómo se usaban los polígrafos. Así quedó
descifrado el enigma de los polígrafos al revés.

Pinales
En Hatillo, jurisdicción de Azua, residía un astuto campesino a quien le daré, para
situarlo dentro del registro civil, el nombre de Daniel Pinales. Este buen señor tenía una
manía desconcertante: no darle su comida a nadie. Quizás si lo que yo califico de manía era
un concepto razonable de interpretar la vida. En la región no había historia de que alguien
se hubiera sentado a su mesa. ¿Tacañería, capricho o extravagancia? Quién sabe. Lo cierto
es que Pinales había resistido victoriosamente todos los asaltos de familiares y amigos, sin
que ninguno lograra llegar hasta su mesa.

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E. O. GARRIDO PUELLO  |  NARRACIONES Y TRADICIONES

Hombre de algunos recursos económicos, había hecho su vida y la de su familia en la


más estricta y completa ausencia de contacto con sus vecinos y conocidos en cuanto a inti-
midad se refiere. Sus relaciones no pasaban de simple cortesía. Su complejo giraba alrededor
de su cocina, la cual guardaba como un cancerbero. Para ser su amigo había que olvidarse
de ella.
El otro personaje interesante de este relato respondía al nombre de Matías Pimentel. La
historia de Matías como tragón era muy divertida. Se contaban de él cosas extraordinarias.
Se decía que en sus viajes, para poder tener oportunidad de sentarse a la mesa de varios
comedores, se hospedaba en distintas casas; en una dejaba las valijas, en otra el pellón y así
seguía distribuyendo caballo, aperos, aclarando en cada casa amiga:
—Estoy hospedado aquí.
Para Matías la vida era comer. Preocupaciones y actividades giraban dentro de la órbita
de su estómago. También gozaba fama de poco aficionado al trabajo. Era tan comodón que
hasta los objetos a su alcance había que ponérselos en la mano. Una mañana que visitaba
una cocina de Las Matas de Farfán tras el clásico negrito, se registró esta comedia. Sentado
cerca del fogón y dirigiéndose al chico de la casa, que era su ahijado, le dice, poniéndole la
mano a un tizón:
—Ahijado, pásame ese tizón.
El chico, que según parece se sentía violento con las frecuentes necedades del padrino,
le respondió:
—Padrino, no sea haragán; cójalo que lo tiene en la mano.
Ese era Matías. Presentados los personajes, vamos a otro asunto, Matías había oído la
historia de Pinales y la encontró tan extraña e inusitada que se propuso introducirle una
cuña. Un buen día, temprano por la mañana, se presentó en la casa de Pinales, amarró su
caballo y se metió de rondón en la sala, donde fue recibido por el dueño con contrariedad
y disgusto. Conversa, hace chistes, mata el tiempo y espera. Transcurren las horas. Para
Matías, aburridas y tediosas; para Pinales angustiosas y mortificantes. Ya al filo de las doce
la inquietud de Pinales es indescriptible. Se mueve de aquí; se mueve de allá. Matías vigila
como un buen centinela. De soslayo ve señas: descubre maniobras y se prepara para las
contingencias que se avecinan. Matías es un buen observador.
Cuando la señora, que tiene señales convenidas con el esposo para casos similares, le advierte
que ha llegado su turno de comer y luego ocupa su puesto en la sala para atencionar al visitante,
Matías se vuelve melaza: cortés, simpático, decidor. Es el momento supremo. Pinales, que no
es ningún niño inocente, finge una necesidad perentoria y se escurre. A Matías se le ofrece la
misma necesidad y lo escolta para aprender el camino. La misma treta se repite varias veces.
Pinales y Matías dan la impresión de que han sufrido una repentina indisposición y se disputan
la primacía del montecito acogedor. El uno es remolón y cicatero; el otro persistente y grosero.
Matías lleva un propósito fijo y no se siente en disposición de declarar su derrota. Pinales se
debate como fiera herida con la ilusión de una esperanza en el pensamiento. Desgraciadamente
para Pinales, Matías no era hombre para cejar en sus decisiones. En la representación de la co-
media los sorprende el crepúsculo. Como en algunas batallas, la noche puso término a la acción;
pero no para ser reanudada al otro día. En esta hubo un vencido y fue Pinales, del que no había
historia de que persona alguna se hubiese sentado a su mesa.
Sintiéndose violentado por la feroz persecución de su visitante, que obstinado y bregón
pedía, sin palabras, invitación a la mesa, Pinales se declaró vencido con estas palabras:

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—Amigo Matías, Ud. ganó. Vino a comerse mi comida y se la comerá. Felipa, pon la
mesa, que con este hombre no hay quien pueda.
Matías se sonrió, se acarició la barba y mostrándose conciliador y feliz por su triunfo,
le contestó:
—Amigo, alguna horma debía entrar en su zapato y esa tenía que ser la mía. Sólo un
descarado como yo era capaz de vencerlo. Vine a comerme su comida y me la comeré.
Y Matías, tragón, medio vago, ladino y temerario, cumplió su palabra.

Pásame mi peo
Los hechos que voy a relatar, aunque parezcan productos de la imaginación, sucedie-
ron. Para ser exactos, trataré de fijar los acontecimientos tal como sucedieron. No pondré
ni quitaré una coma.
Para dar una estampa del lugar y la época en que se desarrolló mi historia, diré: fue en
Azua y en el siglo pasado. Fue en el siglo de oro de Azua. Aquella brillante época preparada
por el Sr. Prud’Homme y en la cual florecieron las letras y las artes, haciendo de Azua uno
de los centros culturales de más relieve de la República.
Por carencia de centro social se celebraba un rumboso baile en una de las mansiones
aristocráticas de la ciudad. En todas las sociedades hay el clásico tipo del joven descarado
y jaranero. El de Azua se llamaba Mallao. En lo mejor de la fiesta y mientras sofocaba entre
sus brazos, haciendo galas de su arte de buen bailador, a una distinguida señorita, barre el
ambiente, llenándolo de inquietud, un sonoro y perfumado forastero. Sin inmutarse, son-
riente, Mallao dice a su pareja:
—Señorita, diga que fui yo.
La joven, aturdida de vergüenza por el atrevimiento y frescura de su compañero, se
vuelve un mar de llanto. Hay estremecimiento de pavor en el salón. Por arte mágico, cesa
la música, las parejas se remolinan y del montón surge, más que se presenta, el hermano
de la ofendida para inquirir lo que estaba pasando. El aire respirable se hace más espeso.
Un como signo de fatalidad flota y enardece los ánimos, haciéndolos propicios para los
románticos desafíos que en Azua, como en todos los centros cultos, era la norma del trato
social entre caballeros. Se conciertan varios como consecuencia del indiscreto y perturbador
visitante que, al pasar fugaz y bullanguero, había dejado una estela de inquietud retozando
en el salón. Las bellas se contagian del malestar circulante. También ellas se alborotan. El
nerviosismo se propaga y se desborda. De murmuración en murmuración el incendio cruza
hasta el cuarto de damas, donde se amontonan algunas en demanda de sus abrigos. Una
de las bellas, en la confusión del momento e influida por el ambiente que se respira, dice,
al dirigirse a la moza del ropero:
—Fulana, pásame mi peo.
Los caldeados ánimos se relajan; el aire se aligera y entre risas y chistes termina la fiesta.
Todo ha sido una tempestad en un vaso de agua.

Me han matado
Todas las noches Chichirín tertuliaba en el Restaurant Paraíso. Mientras los demás
asiduos asistentes conversaban, se saturaban de ron o jugaban billar o dominó. Chichirín

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dormía como un bendito. Ni bromas ni maldades lo sacaban de su modorra hasta tanto no


echaba un prolongado sueño, acomodado en dos molestas sillas. Entre los compañeros de
tertulia se encontraba un sujeto de carácter humorista y burlón, que gozaba inventando
travesuras para divertir a los amigos.
Una noche llega al restaurant armado de un cartucho de papel lleno de agua roja; se
coloca detrás de Chichirín y dándole un golpe en el pecho le derrama el agua, agregando
estas significativas palabras:
—Sinvergüenza, te logré.
Chichirín, en estado de somnolencia, todavía medio dormido, se tambalea en el
asiento, se imagina herido, confundido por el golpe y las manchas rojas que ve sobre
el traje; cree que las piernas le fallan y sugestionado por todas esas provocadas coin-
cidencias, exclama:
—Dios mío: me han matado.
Nadie esperaba la improvisada broma. Es una de las tantas sorpresas de Virgilio, du-
cho en esa clase de jugarretas, muchas de las cuales, por pesadas y odiosas, habían dado
lugar a penosos incidentes. La reunión, tomada desprevenida, se agita y se alarma con el
espectáculo; pero prontamente vuelve la calma y a la impresión de tragedia sucede la risa
cordial y chancera. A Chichirín, que era un valiente, el ridículo lo puso furioso. Hace uso de
su revólver y trata de encontrar con quién fajarse; pero allí nadie sabe nada de lo ocurrido
y todo termina como en las comedias: felizmente.

No me gusta la bebida dulce


Un límpido cielo azul. Cielo azuano de enero, claro y romántico, propicio al amor y a
las recitaciones al pie de la ventana de la amada. Noche de luna despejada y espléndida,
estrellada como si minadas de focos colgaran de la inmensidad azul. Animación en las
calles, sobre todo en un sector, donde se nota el continuo fluir de personas a una casa de
distinguido linaje. La juventud aristócrata celebra baile y se reúne allí lo más granado de
la sociedad. La castellana, gentil y obsequiosa, brinda sonrisas, bebidas y bocadillos a los
asistentes: emparedados, brandy Tres Estrellas, cerveza caliente, vino pasita, cinzano, todo
lo hallable en la bien provista cantina a la usanza de la época.
En el continuo ir y venir para distribuir atenciones entre sus invitados, como es norma
entre personas bien educadas, la señora divisa asomado a la ventana a un joven que su con-
dición económica no le permitía asistir a fiesta de tanto lujo y esplendor. Se acerca, lo saluda
con agrado y le ofrece de todo lo disponible. El joven se excusa. Ella insiste. Por último le
dice, extremando su amabilidad:
—Y un sandwich, ¿no le agradaría?
El joven, entre confuso, cortés y dudoso, contesta:
—Muchas gradas, Doña Mercedes. A mí no me gusta la bebida dulce.

La bofetada
La Ocupación Yankee protagonizó en el país muchos episodios de distintos coloridos:
trágicos, cómicos… También fue fuente de corrupción administrativa y de dislocación de
nuestras buenas y heredadas costumbres.

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Las fiestas con que se celebran los 27 de Febrero y 16 de Agosto, dos fechas de gran signi-
ficación en los fastos de nuestra historia, tienen honda raigambre en el alma del pueblo. Son
fiestas de intenso regocijo popular, algo así como expresión tangible de dominicanidad y de
reafirmación de su candente espíritu de justicia y libertad.
Durante la ocupación los soldados yankees deambulaban en todas direcciones borrachos
y procaces, dando lugar a muchos incidentes con los civiles, celosos del prestigio y respeto
de sus familias, así como de sus atributos de hombres libres, no obstante el momentáneo
eclipse porque atravesaba nuestra soberanía.
Con motivo de un 27 de Febrero se celebraba concierto en el parque de Azua, repleto
de público deseoso de rendir pleitesía a nuestro himno y así demostrar desprecio al intruso
invasor. Una fiesta patriótica era una expresión ardiente de dominicanidad.
Un soldado yankee se confunde entre el público y se muestra inconveniente y procaz
con una de las señoritas que forman animado grupo. Como caída del cielo suena una sono-
ra bofetada y el yankee rueda sin sentido, haciendo cabriolas, por el duro pavimento. Las
estrellas parece que ríen.
La Policía Militar funciona a toda marcha. El yankee, todavía bajo los efectos mareantes
del alcohol y del golpe, no sabe a quién acusar; creyó ver el fantasma de José Pulica. Hay
investigaciones. Se hace comparecer a la Oficina Militar a caballeros y damas que parecían
envueltos en el drama. Nadie sabe nada; nadie vio nada. Varias personas certifican que José
Pulica estaba en la puerta de su casa en el momento del suceso. El pueblo orgulloso y altivo,
guarda el secreto de lo acaecido, confundiendo con su actitud viril a la policía militar, que
suspicaz, desorientada y recelosa, resuelve olvidar la ocurrencia. José Pulica, con su famosa
bofetada pasó a la categoría de héroe popular.

Yo soy Polito
Lo soldados yankees, como casi todas las personas de habla inglesa, se confundían la-
mentablemente en el manejo del castellano. Los géneros femenino y masculino se les hacían
un lío en la pronunciación, equivocándolos de manera risible. Una de esas transposiciones
de letra da lugar a este relato.
Al nombre de Polita respondía una agraciada fémina, fácil vendedora de caricias. Entre
los soldados yankees gozaba de prestigio y favor, no tanto por el esplendor de su juventud
como por su despreocupada actitud de cortesana. Dos soldados recién llegados al cuartel
oyeron a sus compañeros hablar de la gallarda moza. La picante conversación les encendió
el deseo y las libaciones repetidas les prepararon el ánimo para ir contra los obstáculos como
toros listos para la embestida. Entre borrachos y sensuales se lanzaron a la calle en busca del
desconocido tesoro. Al primer transeúnte que se les atraviesa en el camino le preguntan:
—¿Dónde Polita?
El sorprendido caminante abre los ojos, los mira con fastidio, se sonríe y sea por hacer-
les una jugarreta, obligándoles a caminar varios kilómetros en el caballito de San Antonio
o porque realmente creyera que buscaban a Polito, comerciante acomodado y persona
respetable de un poblado vecino, la dirección que dio fue la de este buen señor.
A la llegada de los intrusos, ya anochecido, Polito estaba atendiendo su negocio y
como siempre que hacía calor, ligero de ropas. Las luces hacían guiños desde las abiertas
ventanas.

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E. O. GARRIDO PUELLO  |  NARRACIONES Y TRADICIONES

Los yankees, que han recorrido varios kilómetros de agotadora caminata tras un soñado
placer, se sorprenden de encontrar un hombre donde habían imaginado una soberbia hembra
y desilusionados y cansinos, preguntan:
_¿Dónde Polita?
—Yo soy Polito –responde el interpelado, suponiendo que la confusión de nombre se
debía a pronunciación defectuosa.
—Tú no Polita –niegan los yankees.
—Yo sí Polito –afirma el preguntado.
—Tú no Polita –insisten los soldados.
—Yo sí Polito –confirma el de este nombre.
Entre uno afirmando y los otros negando se agota la paciencia del dominicano que, conside-
rándose injuriado y maltratado por la negativa a reconocer su identidad, salta el mostrador en
actitud agresiva armado de un bien afilado machete. Los yankees que siempre se distinguieron
por su prudencia frente a los irritados dominicanos, pusieron, asustados, distancia por en medio
y reconociendo los pies como órganos esencialmente importantes y defensivos, los usaron con
libertad, temerosos de la bravura del contrincante. Polito, dueño del campo, les vocea:
—Canallas: Párense a pelear. Tras ocupar el país, perturbar las familias y holgazanear
borrachos e insolentes, me quieren también quitar mi nombre, el nombre de un hombre
honrado. Esperen y verán. –Pero como los soldados continuaron en su desaforada huida
sin hacer caso del reto, les grita furioso:
—Viva la República Dominicana.
La explosión de Polito fue desahogo de patriota. Inerme el país frente a la intervención
extranjera, cualquiera oportunidad era buena para demostrar que los dominicanos no la
aceptábamos con agrado; la sufríamos porque la imponía la fuerza bruta, amparada por los
cañones de un país poderoso, pero adentro, en lo muy hondo de cada corazón, vibraba una
protesta: la explosión era asunto de oportunidad.

No estoy rendido
En el año 1903 se promovió en Azua un levantamiento revolucionario contra el Gobier-
no de Vásquez, acaudillado por don Pancho Montes de Oca, don Jesús Bidó y otros jefes
jimenistas. El día 29 de mayo atacaron la población con resultado trágico: en el pleito, entre
otros, murieron Montes de Oca por los atacantes y el General Sención Pichardo, su cuñado,
por los defensores. Fue un día de luto para la sociedad azuana.
Entre los oficiales asaltantes figuraba uno de nombre Franco. Buena persona, parsimo-
nioso y humorista a su manera. Derrotados los agresores, cada uno trató de salvarse como
le fuera posible, según sus piernas, su serenidad y conocimiento del terreno.
Franco, que era de los derrotados, presumiéndose perseguido, como lógicamente había
que pensarlo, pasó el Vía por el Sudeste. Al saltar sobre una empalizada de alambre se sintió
fuertemente sujeto. Tal como hizo la gallinita rabona, no averiguó lo que pasaba, se creyó
agarrado por los supuestos perseguidores y se declaró rendido, expresando su consenti-
miento en alta voz; pero como pasara tiempo sin sentir ninguna acción sobre su persona, se
volvió desconfiado, comprobando con sorpresa que se había rendido a un alambre de púas.
Sonreído y chancero, percatado de su error, nuevamente exclama, siempre en alta voz:
—No estoy rendido nada, –y siguió su precipitada fuga.

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Tellelle
No hay pueblo que no tenga, en la historia borrosa de su pasado, una figura interesante.
San Juan tuvo, entre otras, a Tellelle. Su nombre verdadero: Telésforo Cuevas; pero era más
conocido por el familiar apodo. Quizás por su verdadero nombre pocas personas hubieran
sido capaces de identificarlo.
Tellelle, en el desvanecido tiempo de su juventud, formó parte de la policía gubernati-
va. Como policía prestó buenos servicios a la sociedad. Los comentarios sobre su honradez
fueron siempre elogiosos y ponderativos. Entre otros actos de su probidad se recuerda el
episodio de las valijas. Eran tiempos lluviosos y de ríos crecidos. El San Juan, caudaloso
vecino del poblado, estaba a varios pies sobre su nivel. Un imprudente viajero, sin medir las
consecuencias de su terquedad, trató de vadearlo. La impetuosa corriente arrastró caballo
y jinete, salvándose ambos de pura casualidad, gracias a la resistencia de la cabalgadura.
El viajero salvó la vida, pero se quedó con lo de arriba: las valijas las arrastró la corriente y
en ellas iba, además de la ropa, su fortuna. Se corrió la voz del suceso. Grandes nadadores
desafiaron el peligroso río y bucearon en distintas direcciones en busca de las codiciadas
valijas, en las cuales se sabía habían varios miles de pesos en oro. Tellelle, más avisado o
más práctico, se fue un kilómetro más abajo del paso y algunas horas después depositó
en manos del Jefe Comunal las ambicionadas valijas con todo su contenido intacto. Pudo
haberse quedado con ellas. Pudo haber mellado el contenido. Nadie lo vio. Nadie sabía de
sus andares. Pero no lo hizo. Se conformó con el premio ofrecido: una onza.
Allá en mis años mozos, reunidos varios jóvenes en una esquina del parque, acertó Tellelle
a pasar frontero a nuestro grupo. Uno de los compañeros, un espabilado joven, queriendo
divertirse a costa del honrado vejete, le dijo:
—Tellelle, si te hubieras quedado con las valijas no anduvieras viejo y pobre, encorvado
bajo el peso del trabajo y de los años. –Y se rió de su chiste mal sonante y más que mal so-
nante, carente de piedad. Tellelle, irguiéndose en toda su majestad ofendida, respondió:
—Joven, la honradez vale más que la riqueza. Viejo soy. He trabajado duro. He pasado
muchas miserias; pero no me arrepentiré jamás de ser un hombre honrado. –Y continuó su
camino, encorvado bajo el peso de los años y de la miseria; pero digno, mientras nosotros
reconveníamos al atolondrado joven.
Ya viejo, Tellelle ejercía las funciones de zacatecas en el cementerio de la villa. Muchas
veces lo vimos, muy anciano, en su afanoso bregar. La vejez lo hizo renunciar a sus funcio-
nes. Las manos que no habían querido delinquir, se negaban a darle el sustento. Tellelle es
una lección de probidad.

Pupú
Para hablar de esta mujer que fue por mucho tiempo, en las tinieblas del pasado de
San Juan, el centro de reunión de la juventud, quisiera poder hacerlo en un poema. Yo no
recuerdo su verdadero nombre. Sólo retengo su procedencia: era neibera y había venido
a San Juan como ama de llaves o cocinera del Padre Ciccone. La conocí ya vieja. Estatura
baja, ancha de caderas, color trigueño, cabellera ignorada, pues siempre tenía en la cabeza
un pañuelo amarrado en forma llamativa. Todo en ella era espectacular, estrafalario. Ves-
tía de manera vistosa. La cola del traje, de extensión desusada, formaba un vendaval a su
paso. Le gustaba hacer el ridículo. También llamar las cosas por su nombre. Para hablar

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E. O. GARRIDO PUELLO  |  NARRACIONES Y TRADICIONES

claridades nadie las decía con mayor facilidad. Pero también nadie tenía un corazón más
blando, propenso siempre a la dádiva generosa. Remedió muchas penas y enjugó muchas
lágrimas. Su bolsillo o su persona estuvo siempre fácil a una acción noble o a un servicio
oportuno. Eso era Pupú: servicial y regañona.
Vivía en una de las calles más antiguas de la población. Hacía dulces muy sabrosos.
Viajaba mensualmente a Baní para surtirse de ron viejo, que ofrecía a la clientela, lo mismo
que sus dulces, en forma original y humorista. Presentando la bandeja de dulces, decía:
—Están buenos. Hoy sólo los sopetearon los perros. Naturalmente era una frase. Limpia
y hacendosa gozaba haciendo estas pequeñas travesuras.
Allá en mis mocedades, la casa de Pupú era el único sitio de reunión del pueblo. Niños,
adolescentes, jóvenes y viejos pasaban por su casa: unos por dulces, otros por el añejo de
Baní. Para todos tenía una expresión de cariño, un regaño o un obsequio. Algunas veces
refunfuñando; otras locuaz, se le conocía su estado espiritual por el ceño. Religiosa, cumplía
diariamente con Dios rezando sus oraciones, ora en la casa, ora en la iglesia. No faltaba a
ningún rezo de difunto, llevando siempre el tercio. Su manera de llevarlo era proverbial y
hasta humorista, ya que se placía en hacer todas las cosas distintas a los demás.
El tiempo, que arrasa con todo, de figura señera, la relegó al olvido. La ciudad creció.
Clubs sociales, hoteles y restaurantes sustituyeron a la modesta casa de Pupú; la miseria la
abatió; pero su recuerdo perdura en todos los que supimos de su vida consagrada al bien y
al trabajo. Para mí es un placer consagrarle este recuerdo.

Un matrimonio en Las Matas


Hace muchos años que me contaron esta historia. La debí a un buen amigo de exuberante
memoria que hace tiempo duerme en la tumba fría, como dijo el poeta. Aunque he usado
una frase de poeta, la historia no tiene nada de lírica; es más bien tragi-cómica
¿Saben mis lectores lo que es un matrimonio obligado? Voy a tratar de dar la explicación
en dos palabras, si se puede. Un matrimonio obligado, allá por mis predios, es un casamiento
impuesto por los padres o por la justicia, si Adán ha faltado a Eva, inducido por las gracias
o las debilidades femeninas. Creo que me he explicado bien. Y ahora la historia.
Una noche, que fue serena y apacible, aunque los contrayentes la habrían deseado
tempestuosa, tal como estaban sus almas, compareció a la Iglesia con pobre acompañamiento un
matrimonio obligado. Por el camino, en vez de dulces y amorosas frases, el novio murmuraba
al oído de su víctima palabras duras como estas: “te dejaré en la puerta. Yo me caso porque me
obligan. Yo no te quiero”. A estas poco galantes palabras la novia hacía oídos sordos.
Mientras se celebraban los oficios, el público que curioseaba y que como un sarcasmo
nunca falta en esta clase de bodas, se fijaba en que la novia, sin atender a las palabras del
cura, se quitaba las chancletas, se arreglaba la falda; pero sin sospechar el fin de todos estos
disimulados preparativos. No bien el cura había dicho su última palabra, la ágil muchacha,
ya preparada, sin importarle novio ni acompañamiento, huye como un gamo hasta refugiarse
en el lugar donde estaban las monturas, seguida de una chiquillada alborotadora y cruel. Al
unírsele el acompañamiento e increparla por su actitud se justificó diciendo:
—Él dijo que me iba a dejar a la puerta de la Iglesia. Y para que me dejara él, lo dejé yo.
¿Te gustó la comedia, lector? Es verídica. Sucedió en Las Matas de Farfán hace muchos
años. Era un matrimonio de campesinos.

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El desenterrador
El sujeto de esta narración tenía una rara ocupación. Más que ocupación debía ser un
estado morboso. Sólo así se explica su disposición permanente a curiosear entre mortuorios
y cementerios. Se llamaba Cayetano Patricio; pero era más conocido por el mote de Gollo de
Dios. Asiduo visitante de todo enfermo grave, se le veía como un mal presagio. Era la sombra
negra de todo moribundo. Enfermo que recibía su visita iba seguro camino del cementerio;
su agorera presencia se tomaba como una segura sentencia de muerte.
La actitud misteriosa de Gollo de Dios y algunos indicios reveladores, hicieron propagar
la noticia, por lo bajo y como comidilla de comadres, de que tenía por oficio desenterrar los
muertos y robarles sus vestuarios. El rumor circulaba por villas y campos y hasta llegó a
oídos de la jefatura del pueblo; pero como nadie afirmaba nada en concreto, las autoridades
se hicieron sordas, no obstante los decires que aseguraban que lo habían visto lucir camisas
y otros objetos con que habían sido enterradas personas conocidas.
Hay un viejo refrán que dice que tanto va el cántaro al agua hasta que al fin se rompe.
Es el caso de Gollo de Dios. Un día resolvió morirse Juan Hidalgo, persona afamiliada y
de muchos compadres. El enterramiento llevóse a efecto en el cementerio de La Maguana.
Uno de los amigos del muerto, terminada la piadosa inhumación, se dirigió al poblado
de Juan de Herrera con el propósito de visitar conocidos. Por la media noche, de retorno,
al pasar frontero al cementerio, se le ofreció a la vista una escena macabra: la caja de Juan
Hidalgo, de pie en el hoyo, le presentaba la figura del amigo muerto. Saturnino, que así
se llamaba el jinete, trastornado por lo que veían sus ojos, lleno de terror por la macabra
aparición, sólo acertó a decir socorro y repitiendo esta palabra desaforadamente, sin
interrupción, tirado sobre el caballo y sólo guiado por el instinto del noble animal, llegó a
su casa sin conocimiento, permaneciendo en ese estado por muchas horas. Para Saturnino,
campesino simple, la visión terrorífica de aquella noche confirmaba su creencia, heredada
de los mayores, de la aparición de los difuntos. Sin embargo, el Jefe Comunal, que lo era a
la Sazón el General W. Ramírez, fue de otra opinión. No creyó en espectros. Amparado en
los rumores que corrían sobre Gollo de Dios, ordenó su prisión y para asombro de todos
los que conocían los decires, éste no negó la imputación. La aceptó de muy buen humor,
contando sus hazañas cementeriles con la mayor naturalidad y sangre fría. Para Gollo de
Dios desenterrar difuntos y despojarlos de sus prendas y vestimentas era una función
tan natural, según expresó, como para otros trabajar la agricultura, vigilar su ganado o
destinar su tiempo a algún oficio lucrativo.
—Yo desentierro muertos como medio de ganarme la vida, –dijo–. Hace años que ejerzo
ese oficio. De los ataúdes tomo todo lo útil que encuentro. Uso o vendo mis hallazgos según
mis diarias necesidades. Las ventas son siempre efectuadas en sitios lejanos al lugar donde
vivía el difunto despojado. Mi oficio es desenterrar muertos para aprovecharme de los valo-
res que se colocan en la caja y que allí se perderían faltándoles el uso adecuado. Es un oficio
como cualquiera otro; pero para el cual hay que tener valor y no creer en aparecidos.
Todas estas declaraciones las hacía con cinismo enfermizo. Su drama final fue una juga-
rreta de la suerte, una trampa que le estropeó el negocio y dio con su humanidad en el sepo
de la cárcel, el método primitivo de asegurar los presos peligrosos practicado en la época
de los sucesos que narro.
Lo ocurrido fue muy sencillo. El cementerio de La Maguana quedaba junto al camino
real. Mientras Gollo de Dios se entretenía en su lúgubre faena de remover la sepultura y

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E. O. GARRIDO PUELLO  |  NARRACIONES Y TRADICIONES

desenterrar el difunto, lo asustaron las pisadas de un animal. Parece que en su oficio todavía
no le había sorprendido un retrasado viajero de medianoche, razón por la cual le sobraba
confianza en su trabajo, confianza que le había permitido éxito en todas sus macabras ex-
cursiones por los cementerios de la región. El susto lo puso nervioso. Y la nerviosidad lo
empujó a cometer una pifia. En vez de colocar otra vez el sarcófago en el hoyo en posición
normal y esperar, lo presentó al imprudente caminante, escondiéndose detrás para no ser
visto. Esta falsa maniobra fue su perdición. La aparición enloqueció de miedo a Saturnino,
provocando el escándalo cuya trascendencia violó todos los misterios, arruinando el negocio
de Gollo de Dios. Espeluznante y simple, esta narración pinta un patético cuadro de la vida
dominicana de fines del siglo pasado.

Un fin de semana desgraciado


Cuando se empalmaron las carreteras Sánchez y la de Port-au-Prince a la frontera, mu-
chos dominicanos tomaron como divertido pasatiempo para sus fines de semana visitar la
capital de Haití, más como novedad que como placer, pues en esta urbe, para la época de
este relato, no existían sitios de atracción que valieran la pena del recorrido y las pésimas
carreteras haitianas. Port-au-Prince de noche era una ciudad sin vida, muerta.
Entre las personas que se le ocurrió visitar Port-au-Prince para ese tiempo había un
buen amigo mío, rico propietario y comerciante de Barahona. Manolo Gómez, que así no-
minaremos al amigo, gustaba de la diversión y era generoso cuando se disponía a pasar un
fin de semana alegre. Al cruzar por San Juan, ruta obligada, me visitó reclamando de mi
amistad una tarjeta de presentación para algún conocido de la referida ciudad. El Cónsul
Dominicano, precisamente, era un buen amigo mío. Le di la tarjeta y ya armado con esta
credencial siguió ruta por las polvorientas carreteras haitianas.
Llegó a Port-au-Prince la misma tarde. Por la noche, a falta de un sitio más atractivo y pin-
toresco, que no lo había en la capital haitiana, entró al primer café que encontró, no obstante
la sordidez del establecimiento. Ya allí, con la desenvoltura que gasta el dominicano el dinero
y sobre todo cuando se tiene sobransero, quizás por ganar amigos, quizás por hábito o por
despreocupación, al sentarse a la mesa ordenó brindis para todas las personas presentes en
el pequeño salón. Gómez, que se había ofrecido una noche divertida, inspirando simpatías a
sus nuevos conocidos, se vio repentinamente sorprendido por un gendarme que lo invitaba,
con toda la gestosidad de su respetable autoridad, a seguirlo. Llevado a la oficina policial,
fue inmediatamente trasladado a una miserable prisión, sucia y nauseabunda. Allí, sin otra
compañía que la suciedad, pasó la noche maldiciendo la ocurrencia que lo había hecho tomar
el camino de Haití. Por la mañana, conjuntamente con un mensaje, Gómez envió mi tarjeta
al Cónsul, quien acudió prestamente a la Oficina de la Gendarmería en averiguación de lo
sucedido y en defensa del atropellado dominicano.
Al inquirir el Cónsul, con palabras concisas y duras como hay que hablar a los haitianos,
la causa de la prisión de Gómez, la respuesta del Oficial fue digna de su raza, tradicional-
mente cicatera y poco dispuesta a gastar la plata en generosos alardes de hidalguía.
—Un gendarme vio ese extranjero derrochando dinero y pensó que sólo el dinero robado se
gasta con tanta despreocupación. Por eso lo condujo a mi presencia y yo ordené su prisión.
Nuestro Cónsul, con la gallardía que ha de suponerse en un dominicano indignado, le
hizo ver lo fea y descabellada de su conducta al prejuzgar sobre hechos falsos, le demostró lo

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

que era un dominicano, cuyas costumbres son tan distintas a la de sus paisanos y lo amenazó
con hacer del caso un conflicto diplomático si inmediatamente el Sr. Gómez no era puesto
en libertad y se le daban satisfacciones bien explícitas y corteses. El Oficial, amoscado,
aceptó la imposición, libertó el preso y le dio todas las satisfacciones exigidas.
El Cónsul aconsejó querella contra el Oficial y petición de indemnización; pero Gómez,
sofocado de ira, expresó que su único deseo era no recordar que había en el mapa del mundo
un país llamado Haití. Y yo creo que cumplió su deseo.
Para entender este episodio de la vida haitiana, es indispensable haber estudiado y
conocido este miserable país. Haití, poblado por esclavos africanos, tiene las costumbres
heredadas de sus mayores. Para un haitiano cinco centavos es una fortuna. No es sociable ni
obsequioso. Come y bebe solo. Mentalidad cerrada a todo trato social, no puede comprender
la psicología del dominicano: hidalgo, generoso, desprendido y muchas veces derrochador.
Sobre todo si es rico y gozador de la vida.

Los desbarata fiestas


Para la época en que fue designado el General Ramírez Jefe Comunal de la común de
San Juan de la Maguana, allá por los años 1890 y tantos, había en el poblado, entonces
muy humilde, dos bochinchosos amigos que habían tomado como diversión semanal
desbaratar a tiros todos los bailes que se celebraban en las afueras del perímetro urbano.
Respondían por los nombres de Calleno y Julián Castillejo. El procedimiento que usaban,
de por sí sencillo, consistía en promover recíprocas discusiones, poco después de bailar
algunas piezas, resultando uno de los dos siempre abofeteado. De los golpes a los tiros
era un paso. Se armaba un pelotero descomunal: gritos, desbandada, el salón como si
hubiera sido conmovido por un terremoto y luego un silencio de tumba abandonada.
En medio del silencio las carcajadas de los fanfarrones, que una vez más, armados de
cínico humor y precario valor, hacían un trágico chiste a costa de un público pacífico y
sencillo.
El General Ramírez, que no era hombre para aceptar bravatas, a la primera que armaron
después de asumir el mando los hizo presos. Preparó una canoa de agua de sal y limón con
el aditamento de dos garrotes. Los trajo a su presencia en el patio de la jefatura y presen-
tándoles las armas elegidas, les dijo:
—Hace tiempo que entre Uds. dos hay una pelea casada. La imprudencia de la gente
no deja que Uds. se quiten las ganas de pelear. Aquí tienen estos garrotes para el jaleo. Yo
seré el árbitro.
Los bochinchosos, que no eran ningunos valientes, trataron de eludir el pleito; pero el
General Ramírez les advirtió que si no peleaban voluntariamente los obligaría por la fuerza.
Ante esa amenaza no les quedó otra alternativa que el combate; pero quisieron salirse con
las suyas simulando sus acostumbradas diversiones. Aquí el General intervino y observó
que debía correr la colorada. El pleito, que empezó flojo, se animó. Llovieron los garrotazos
y la sangre no se hizo esperar. Cuando el General Ramírez consideró suficiente el castigo,
los hizo separar y bañar en el agua de sal y limón ya preparada de ex profeso.
Al ponerlos en libertad, les dijo con mucha sorna:
—Supongo que la pelea de hoy los habrá dejado sin voluntad de repetirla; pero si todavía
les sobra deseo, vuelvan que yo les arreglaré el espectáculo.

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E. O. GARRIDO PUELLO  |  NARRACIONES Y TRADICIONES

Chancleta acusadora
En las postrimerías del siglo pasado se desató un huracán de robos sobre el pueblo de
San Juan de la Maguana. Las autoridades carecían de recursos adecuados para perseguir y
castigar los delitos, razón por la cual la mayoría de las veces estos quedaban impunes.
Había poca garantía social, salvo la que cada uno se pudiera dar, según sus medios. Por
esa época se hizo cargo de la Jefatura Comunal el General W. Ramírez, hombre astuto y de
inteligencia natural. Pocos días después de iniciadas sus gestiones, se realizó un robo. Al
serle denunciado el hecho, envió a investigar a su ayudante, quien regresó al poco rato con
una chancleta como único y probable indicio del autor. El General Ramírez hizo venir a su
presencia a Pedrito Suazo y presentándole el objeto acusador, le dijo:
—Vea esta chancleta y trate de recordar a quién se la vendió.
Pedrito Suazo, que parecía ser el único chancletero del pueblo, después de examinarla,
contestó:
—Se la vendí a José Amarillo.
Poco rato después José Amarillo estaba en la cárcel purgando su delito. Con esa prisión
se acabaron los robos y volvió la tranquilidad a la sociedad sanjuanera.

¡Para qué fue liviana!


El calor reverberaba. Protegido por grandes árboles, la galería era el acogedor oasis
de la casa. Amodorrado por el bochorno de la hora, dormitaba en ella, arrellanado en un
cómodo sofá, un respetable caballero. Una indiscreta vecina le interrumpe su siesta para
chismografiar con esta información:
—Doctor, el novio se casa con otra. ¿Es que no le interesa la burla que le hacen a su hija?
Aunque natural, es su hija.
Parecidas insinuaciones intranquilizaban con frecuencia a nuestro hombre. Médico,
influyente en política, temperamento flemático y vengativo, progenitor de varias familias,
ponía oídos sordos a toda investigación sobre sus futuras actuaciones referente a este enojoso
asunto con estas exasperantes palabras:
—¡Para qué fue liviana!
Pasaron algunos días en expectante espera. El público, que como en todos los pueblos, es
entrometido y pendenciero, se divierte comentando la insensibilidad del padre, salpicando
su chismografía de toda clase de conjeturas. La noche del matrimonio el doctor se coloca en
sitio estratégico y cuando éste pasa rumbo al Oficialato Civil se incorpora al acompañamien-
to. En la Oficina del Oficialato Civil ocupa una ventana. Nadie entiende ni comprende esa
actitud. Se murmura y se le critica despiadadamente. Empieza la ceremonia con la lectura
de los documentos. Cuando el Oficial Civil dice:
—¿Hay algún impedimento por el cual no pueda celebrarse este matrimonio?
De la ventana suena una voz calmosa y serena, acusadora y vengativa, que informa
conocer uno. El Oficial Civil interroga:
—¿Cuál?
La misma voz, siempre tranquila y grave, responde:
—El joven contrayente tiene encinta a la señorita Fulana de Tal.
Hay revuelo de estupor en la concurrencia. Nerviosidad. Lamentos. Lágrimas. Un hombre
a la cárcel y el cambio de novia epilogan la comedia.

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

II
Era costumbre del Sur convertir la Semana Santa en semana de juegos de azar. Se jugaba
en los clubes, en la casas de familia, en todas partes con la aquiescencia y complicidad de
las autoridades que consideraban la costumbre como cosa natural. En la casa de soltero de
nuestro médico también se jugaba. A la sombra de su prestigio político se cobijaban todos los
ases de la época: Solito, Baú, Ventana, Rondón, etc. Cada uno de estos sujetos tenía a cuestas
un cementerio. Asesinos, borrachos, fanfarrones y jugadores pasaban la vida holgazaneando
por garitos y prostíbulos o carabina al hombro detrás de la divisa roja de Báez. Turbios de
conciencia y turbios de alma: eso eran estos sujetos.
El doctor dictó un canon para tener acceso a los juegos de su casa: despojarse de las
armas a la entrada. Tantos maleantes de la peor calaña reunidos parecían necesitar una
disciplina y se les impuso prohibiéndoles el porte de sus chismes de matar. Precaución inútil.
Berrinchosos, bregones e insolentes mantenían el juego en constante amenaza de guerra. Por
cualquier insignificancia la bravuconería se les iba a la cabeza; pero no pasaba de un escándalo
entre cofrades. El doctor, privado del sueño por las continuas llamadas para interponer su
influencia y sentenciar salomónicamente sobre jugadas dudosas, resolvió para calmar la
excitación de los ánimos, que en las noches subsiguientes los jugadores conservaran sus
armas. Si alguien creyó que esta medida disciplinaria podía armar un rosario de la aurora,
se llevó la peor de las desilusiones. Desde la noche que se tomó esa providencia, el doctor
pudo dormir tranquilo. Tantos fieros leones reunidos en una misma jaula, optaron por
mirarse con recelo y desconfianza; pero en actitud pacífica: cada uno respetaba las garras y
los dientes del otro, olvidados de su truculenta tradición.

El general Ampallé
A dos kilómetros de la población de San Juan de la Maguana tuvo su hogar un co-
nocido personaje de nuestras contiendas civiles. Se llamaba Victoriano Alcántara; pero
más bien se le conocía por el apodo de Ampallé. De origen esclavo, tenía una posición
independiente creada con su trabajo y ayudada eficazmente por los cargos políticos que
había desempeñado en distintos gobiernos. Fue hombre de confianza de Lilís. Siendo jefe
de Fronteras protagonizó varios curiosos episodios. Los jefes de Fronteras de esos tiem-
pos eran señores de horca y cuchillo, que hacían y disponían como mejor les viniera en
gana en su jurisdicción, amparados por la distancia, las dificultades de comunicación y
la resignada conformidad de los pobladores. Los gobiernos tácitamente aprobaban todos
los desafueros que cometían sus autoridades y amigos, en la creencia de que se obraba
según convenía a la política del momento. Esa ligereza en la manera de obrar y pensar de
los dirigentes fue la causa primordial del vía-crucis que atravesó el país durante varios
decenios de su vida independiente.
La jefatura de Fronteras tenía como asiento el antiguo y desafortunado poblado de Bá-
nica. Un día se presentó ante el General Ampallé el Pedáneo de Guayabal con un haitiano
amarrado, acusado del robo de cerdos. El General ordenó el fusilamiento. Dos días después
volvió nuevamente el mismo Pedáneo con otro haitiano amarrado y rectificando su infor-
mación anterior: el verdadero ladrón de los cerdos era el prisionero presente.
El General Ampallé oyó sin inmutarse la nueva in formación y ordenó el fusilamiento
del prisionero. Su comentario sobre el particular fue:

532
E. O. GARRIDO PUELLO  |  NARRACIONES Y TRADICIONES

—Caney, (expresión muy usual del General) el otro alguna debía.


Un secretario del general me contó muchas veces esta otra anécdota. Regresado de sus
posesiones de Joca puso en manos de dicho Secretario varias notas contentivas de la cantidad
de cerdos de su pertenencia para ser sumadas. El Secretario ordenó las notas y comenzó la
suma. Ocho y siete quince y me llevo uno. Nueve y ocho, diecisiete, más cinco, veintidós
y me llevo dos. Cuando el General consideró que el Secretario se había llevado bastantes
cerdos, le dijo humorísticamente:
—Mariano, caney, suspende la cuentecita, pues te estás quedando con todos mis cerdos.
Aludía en son de crítica a la forma de sumar de su secretario.
Ampallé, Jefe de Fronteras, se había apropiado del predio de Joca, de la común de Bánica,
por compra de una parte que hiciera a la Iglesia. Este predio está ubicado entre montañas,
al norte del poblado y lo riegan los ríos del mismo nombre y Artibonito. Con la apropiación
llegaron las prohibiciones: montear, sabanear y pescar. Un repentista, haciendo burla de las
prohibiciones, escribió unas humorísticas décimas cuyo pie, con la estampa de Ampallé, se
hicieron muy populares, aunque le costaron el abandono del lugar. Las partes que de ellas
se conservan dicen así:

El lunes por la mañana


mandaron de Mirabalé
del río Artibonito un Morón
con una A y una V.

Dizque va a hacer un corral


en medio del Artibonito
para estampar el pejecito
que le queda sin herrar.

Hasta a los pejes del mar


les pegará una barreta
sólo falta una liceta
que se salió del chinchorro.

¿Dónde está la plata y oro


de la Santa Madre Iglesia?
A un triste alumbrador
porque pescó un camarón
lo metió en la prisión
y lo hizo fusilar,
y con Bánica quiere acabar
Misericordia Señor.

Los hijos de siña Andrea


fueron una noche a alumbrar
y mataron una guabina
con una V y una A.

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

El Gobernador D…
En el primer Gobierno del Presidente Jimenes la situación política de la Provincia de
Azua se presentó incierta y confusa. Se notaba descontento acentuado en la población y un
fermento de protesta sorda que podía degenerar en rebelión armada. Frente a los posibles
acontecimientos, el gobierno se adelantó enviando por distintas oportunidades personalida-
des destacadas del Gabinete para auscultar la opinión de la Provincia y tratar de morigerarlas
con promesas y ofrecimientos que bien se sabía que se las llevaría el viento.
La prudencia de los mensajeros aconsejó enviar como Gobernador de la Provincia un
hombre sin nexos en ella, pero que fuera enérgico, a la vez que comprensivo y conciliador.
El escogido para esas delicadas funciones fue el general D…, antiguo legislador, abogado
y hombre de letras, muy conocido por sus gestos de independencia. El general D… era
valeroso e ilustrado. Su selección pareció atinada para el momento crucial que atravesaba
la Provincia.
El nuevo Gobernador inició sus gestiones cordializando con todos los elementos de la
cabecera, no tomando en cuenta sus opiniones ni sus simpatías; pero como hombre ducho en
los recovecos de la política criolla, se orientó sobre las cualidades personales de muchas de las
personas que él juzgó podrían perturbar su pacífica dirección de las cuestiones públicas.
En Azua había un abogado, antiguo maestro, que era fabricante al por mayor de pro-
pagandas subversivas. Se complacía en aterrorizar el ánimo del pueblo lanzando olas de
rumores sobre sucesos imaginarios acaecidos en diferentes partes del país. Favorecían su
insidiosa conducta las comunicaciones difíciles y el estado caótico en que vivía la República.
El Gobernador tomó nota de esta información.
A la primera propaganda que circuló lo hizo comparecer a su despacho. Lo recibió con
cara adusta y mirada fría y penetrante. Con un gesto lo hizo sentar, continuando en su labor
cotidiana aparentando olvidarse del sujeto que ocupaba un asiento frente a su escritorio.
El abogado, que era muy cobarde, temblaba de miedo. El gobernador tenía fama de
hombre duro, voces que dejó correr pensando que no le dañaban, pero que sí podían serle
útil en el desempeño de su cargo.
Pasó bastante rato. La intranquilidad del abogado era notoria; su nerviosismo desbor-
daba. De improviso el gobernador se incorpora, mira a todos los lados inquisitivamente y
deteniendo sus ojos con severidad sobre el detenido dice, poniendo cara de asco:
—Fooo… Este hombre se ha ensuciado.
Llama un oficial a su servicio y continúa:
—Ponga ese sujeto en la calle. Yo contiendo con hombres, no con gallinas.
Efectivamente, el abogado, impresionado por los rumores que circulaban sobre el Go-
bernador y lleno de susto por su actitud fría y severa, se juzgó en peligro y como cada uno
coge la cantidad de miedo que le da la gana, el suyo fue de acuerdo con su tamaño. Era
crecidito y peso completo. El miedo tiene muchas modalidades: afloja, entumece, quita el
habla, encanece. A nuestro hombre se le trastornaron los fuelles.

Un raro caso de honradez


Hace tanto tiempo que sucedió el episodio que voy a narrar, que no puedo precisar fe-
cha ni año. Quizás acaeciera en el 1892. Sólo puedo recordar que tuvo lugar a fines del siglo

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E. O. GARRIDO PUELLO  |  NARRACIONES Y TRADICIONES

pasado. Los sucesos y los años se encadenan, se confunden y se pierden en las telarañas de
la leyenda.
La honradez del campesino sanjuanero era proverbial y limpia. Extranjeros y criollos con
dinero sonante en los bolsillos, tentación de maleantes, o efectos de uso cotidiano, transita-
ban por sus solitarios caminos, largos y difíciles, sin que ningún imprevisto acontecimiento
intranquilizara de miedo o de sospecha al confiado caminante. Dormían en cualquier des-
vencijado rancho de la ruta y allí, entre humildad y pobreza, recibían cordial hospitalidad y
atenciones adecuadas al ambiente. Los ladrones conocidos eran vulgares rateros. Robaban
chucherías: un racimo de rulo, un macuto de batata, un pollo, un plantón de yuca; pero
eludían y respetaban enredarse en objetos de valor. Sus instintos de mañosos se enlodaban
en la bajeza del charco. Si desaparecía un caballo o una vaca, objetos que podían ser más
codiciados, ya se sabía que el ladrón no era sanjuanero: había que buscarlo entre los foras-
teros que rondaban, astutos en su descuidado vivir, por el lugar. Eran los tiempos del pelo
de bigote garantizador de la palabra empeñada.
Un comerciante vecino y amigo de mis padres tenía un peón de confianza. No existiendo
en esa época otro medio de situar valores, con frecuencia dicho comerciante enviaba su peón,
solo o en compañía de Dios, por los caminos solitarios y tentadores de Azua con una o más
cajas de dinero, sin que jamás un pensamiento malsano pusiera en entredicho su precaria
honradez. Sin embargo, un centavo extraviado en la tienda se perdía en los bolsillos siempre
escurridizos del peón.
El San Juan de la Maguana antañón y anquilosado de inercia era una plaza ganadera
de gran importancia. De Haití, del Cibao y de la Capital concurrían a ella los tratantes en
ganado a efectuar sus transacciones comerciales. Uno de ellos, español y novato en el oficio,
protagonizó el episodio que vamos a relatar.
El caudaloso Yaque del Sur, refunfuñador y travieso, solía ser un incómodo obstáculo en
las comunicaciones entre Azua y San Juan de la Maguana. Mientras el hormigón armado no
domeñó sus coléricos atrevimientos, sus aguas casi siempre sobre su nivel normal, constituían
un peligro para los desconocedores de sus taimadas intenciones. El rugir ensordecedor del
río llenó de aprensiones al español viajero. En las proximidades del río se le había unido un
ocasional compañero de quien desconocía hasta el nombre. Sin embargo, ingenuo y confiado,
le pidió ayuda. Fiado en el ladino compañero lo puso en posesión de sus valijas para que
se las cruzara del río. En las valijas, en oro acuñado, apretadas en inconciencia mercantil,
iba su fortuna.
El astuto campesino aceptó el encargo. Miró sonreído al confiado español y vadeó el río
con la pericia propia de los moradores de los parajes aledaños al río, siguiendo tranquilo su
rumbo sin averiguar la actitud que podía tomar el dueño de las valijas.
Por esa época ocupaba la Jefatura Comunal de San Juan de la Maguana el Gral. W.
Ramírez, personaje distinguido de la política y un hombre astuto e inteligente. El español,
que había quedado initual, expresión pintoresca de una lejana parienta mía, tomó el único
recurso que aconsejaba la prudencia y el delictuoso hecho: presentar querella ante la Jefatura.
El Gral. Ramírez oyó con sonrisa irónica las quejas del español, lo cuestionó sobre particu-
laridades que podían ponerlo en la pista del robo y le dio seguridades de que se ocuparía
con interés del asunto expuesto.
El Gral. Ramírez analizó el suceso y supuso, por las singularidades relatadas y quizás
con justa razón, que el ladrón debía ser de la Boca de los Ríos, un caserío del vecindario.

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

En el momento que cursaba órdenes al Pedáneo para que le remitieran las personas que el
día de la ocurrencia habían entrado al lugar, le anunciaron que Marcelino Bernabé deseaba
verlo. El Gral. Ramírez miró atentamente al español, dibujó una imperceptible sonrisa y
ordenó la comparecencia de Bernabé.
Al entrar Bernabé, pálido y con expresión de fatiga, el español se puso en pie, quiso
hablar, pero el Gral. Ramírez con un gesto le ordenó silencio. Después de los saludos Ber-
nabé dijo:
—General, vine a confesarme con Ud. como lo hiciera con mi padre o con el cura. Ayer
tuve un mal pensamiento. No sé por qué el Diablo se me entró en la cabeza. Este señor
(señalando al español) me confió sus valijas para cruzarlas del río. Yo las tomé sin malas
intenciones; pero luego la soledad y el momento propicio me tentaron y seguí para mi
casa con idea de apropiarme del contenido de las valijas, que sabía era dinero. Me arre-
pentí cuando ya era demasiado tarde para devolverlas. Aquí están. No las he abierto. Yo
creo que he cometido una acción indigna y que debe castigárseme. Nací honrado y deseo
seguir siéndolo.
El Gral. Ramírez oyó en silencio la confesión y luego sin hacer comentarios se dirigió
al español diciendo:
—¿Cuál es su opinión? ¿Qué concepto se ha formado del caso?
A estas preguntas el interpelado contestó, algo agitado e indeciso:
—General, yo francamente no sé qué decirle. El caso es tan raro y sorprendente que me
ha dejado perplejo; pero si la suerte del señor corre de mi cuenta, mí opinión es que él ha
procedido como un verdadero hombre honrado.

El Gral. Cubilete
Conservo un grato recuerdo del General Carlos Cubilete. Fue mi cordial amigo y un
político de la vieja escuela. Había sido hombre de confianza de Lilís y años más tarde se
incorporó al movimiento Legalista que acaudillaron los generales José del C. Ramírez y
Luis F. Vidal. Don Carlos, como todos le decíamos, tenía sus principios políticos y siempre
obraba de acuerdo con ellos. Exigía disciplina, orden y sometimiento estricto a las órdenes
superiores. De él son las dos anécdotas que voy a contar.
Por ausencia del Gobernador titular de la Provincia don Carlos fue designado para ocupar
interinamente ese cargo. También el Secretario se había ausentado por motivos justificados.
No obstante que la Gobernación tenía otros servidores, él se empeñó en que fuese yo quien
le sirviera la Secretaría, deseo al cual correspondí con el mejor gusto. El gobernador titular
y su secretario estaban en misión política por la frontera.
En la Ciudad había un elemento, cuya filiación política no estaba muy definida, pero que
parecía ser contrario a la corriente popular. Este elemento, además, era embustero, propagan-
dista y chismoso. A la primera propaganda que hizo circular fue llamado a la Gobernación.
Don Carlos era un hombre alto, grueso y de gesto duro cuando hacía falta aparecer enérgico.
Lo hizo comparecer a su presencia y con brusco ademán le dijo:
—Ud. estuvo esta mañana en los hogares de fulano, sutano y mengano (aquí los
nombres de las personas) e informó una serie de mentiras sobre la situación política de
la Provincia y del país. Ud. siempre ha sido un chismoso, embustero y propagandista de
mala ley, empeñado en intranquilizar a las familias por puro placer de hacerla de payaso.

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E. O. GARRIDO PUELLO  |  NARRACIONES Y TRADICIONES

Pues bien. Inmediatamente vaya a las casas nombradas y diga: “Yo soy un embustero.
Las noticias que les di hace un rato fueron invención mía”. Y ¡ay de Ud. si no cumple
la orden!
El sujeto salió asustado y nervioso a cumplimentar la orden recibida. Sabía que el Gober-
nador tenía la muñeca maciza. Yo le di a don Carlos una mirada de reconvención. Él sonrió,
hizo un movimiento con la cabeza y respondió a mi silenciosa protesta:
—Muchacho, yo soy político viejo y conozco esta gente. Ya verás cómo me respetan.
Así fue. El sujeto se trasladó casa por casa a desmentir sus imaginarias noticias, repitiendo
al pie de la letra las frases que le dictó don Carlos. El caso fue objeto de muchos comentarios
humorísticos. También cesaron las propagandas.
En el 1914, al comienzo del movimiento revolucionario contra Bordas, las fuerzas del Sur
tomaron la iniciativa moviéndose sobre la Capital al mando del General Ramírez, a quien
más tarde se le unió el General Vidal. Por ausencia de los jefes principales se constituyó en
Azua una Junta Gubernativa para dirigir los asuntos del Sur, presidida por el Gral. Luis
Pelletier y de la cual formaba parte el Gral. Cubilete. Actuaba como Secretario el Sr. Teodoro
Noboa, poeta notable y miembro distinguí do de la sociedad azuana.
Por medida de seguridad y por ser desafecto a la causa revolucionaria estaba preso el
Gral. Virgilio Féliz. Firmado el armisticio, después de algunos meses de sangrientas luchas,
el Gral. Vidal ordenó a la Junta poner en libertad al Gral. Féliz. El telegrama lo recibió el
Secretario y ya sea por amistad personal o por exceso de celo, Noboa mandó la libertad del
preso sin esperar la decisión de la Junta. El Gral. Cubilete se enteró del asunto y sin perder
tiempo hizo comparecer al Secretario Noboa a su presencia, cuestionándolo así:
—Sr. Noboa, ¿cuáles son sus funciones en la Junta?
—De Secretario, General.
—Si sus funciones son de Secretario, ¿por qué ordenó la libertad del Gral. Féliz?
—Me adelanté en beneficio del preso, interpretando las órdenes que daría la Junta.
—Sr. Noboa, sus funciones no son interpretativas. Un Secretario es un tintero, no lo
olvide, y un tintero es material inerte. Vuelva al Gral. Féliz a la cárcel, convoque la Junta a
sesión y absténgase en lo sucesivo de meter sus narices donde no lo llaman, sobre todo si
ahí me encuentro yo.
Huelga decir que las perentorias órdenes del Gral. Cubilete se cumplieron.

Una anécdota de Lilís


Al general Lilís se le atribuye un repertorio de interesantes anécdotas, algunas de las
cuales quizás sean falsificadas. La que voy a contar es del número de las auténticas.
Durante las campañas que hizo Lilís por el Sur conoció y estrechó relaciones con los
generales Audón de Nova y Victoriano Alcántara (Ampallé). Llegado a la cima del poder,
buscó sus viejos amigos y los situó en los lugares que juzgó conveniente para sus intereses
políticos: el Gral. de Nova en a Jefatura Comunal de Las Matas de Farfán; Ampallé en la
Jefatura de Fronteras con asiento en Bánica. Entre ambos generales surgieron de inmediato
discrepancias y rivalidades cuyo final se sabía: la eliminación de uno de los dos.
Lilís tenía mayor aprecio por el Gral. de Nova, cuya seriedad y hombría conocía y de-
seando conservarlo lo llamó a la Capital para decirle:
—General Audón, me he enterado de que hay tramas contra su vida. No se deje matar.

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El consejo tenía un propósito, pero el Gral. de Nova era demasiado noble y valiente para
ser criminal. Sonrió a las palabras de Lilís, pero le hizo oído sordo a la amistosa advertencia.
Audón regresó a sus lares. Incapaz de un pensamiento pecaminoso no tomó precaucio-
nes para defender su vida ni para poner en práctica el consejo de Lilís. Unos cuantos meses
después caía abatido en una alevosa emboscada.
Al tener Lilís conocimiento de lo ocurrido, dijo socarronamente:
—Se perdió un amigo; hay que conservar el otro.

Tradiciones
Las fiestas de Semana Santa
El tiempo, que conspira contra el pasado, y lo que impropiamente se le ha dado el nom-
bre de civilización, le han restado a las fiestas de Semana Santa el colorido popular que tuvo
en años relegados al olvido. Recuerdo perfectamente cómo se celebraban estas fiestas en mi
pueblo, allá, en esos benditos tiempos de mi bulliciosa juventud. Voy a rememorarlos no sin
un poco de melancolía. Son años que se fueron, que nos dejaron penas o alegrías, pero que su
añoranza nos deja siempre en el corazón el perfume y el encanto de las cosas inolvidables.
La Semana Santa comenzaba con los oficios religiosos del Domingo de Ramos, mística
evocación de la entrada del Señor a Jerusalem, cuando fue atraído a la trampa que lo llevó al
suplicio. Después de bendecidas las palmas y repartidas entre los fieles presentes, la procesión
hacía un recorrido por la parte exterior de la Iglesia. Todas las puertas se cerraban. Por una
de ellas llamaba el sacerdote repetidamente con cantos litúrgicos hasta que se abrían todas
y la procesión terminaba, así como los actos de la mañana.
Los lunes, martes y miércoles, además de las misas, tenían lugar procesiones nocturnas,
todas con gran concurrencia, sobre todo la del Nazareno, cuya devoción es muy popular
en todo el país.
El jueves se iniciaba con un recogimiento pleno, que olía a misterio y santidad. Los rui-
dos cesaban. Después del encerramiento la población presentaba el aspecto de cosa muerta
o abandonada. Se prohibían los ruidos y el tránsito de carruajes y de personas montadas en
animales. En los hogares se imponía hablar en voz baja, so pena de un sorpresivo cachetazo
propinado por una irritada mamá. La policía extremaba sus actividades y hacía cumplir
las disposiciones emanadas de las autoridades superiores, sobre todo con la muchachada,
que siempre perturbadora, se complacía en quebrantar los reglamentos haciendo travesu-
ras. Durante toda la semana la afluencia de campesinos a la Iglesia se podía reputar como
extraordinaria, lo que contribuía a revestir los oficios religiosos de inusitado esplendor y
solemnidad. Los jueves, viernes y sábado eran los de mayor concurrencia.
Las ceremonias del Lavatorio, el jueves por la tarde, revelaban el fervor católico de
nuestro pueblo. De todos los ceremoniales es el que tiene sentido humano más profundo. Es
la reproducción viviente de la escena del Cenáculo, cuando Jesús, presintiendo su destino,
lavó los pies a sus doce cansados compañeros en demostración de humildad. Lo presidía el
Canónigo Benito R. Pina, sacerdote de vasta cultura y de relevantes prendas morales, asistido
de los hombres principales de la localidad. Los concurrentes a lavarse los pies generalmen-
te eran adolescentes alumnos del Padre Pina. La Iglesia sudaba de gente. La ceremonia se
efectuaba en religioso silencio.

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El viernes por la mañana el paso de la Cruz, otra ceremonia imponente y grave. A los
pies del Presbiterio se extendía una alfombra. La cabecera de ella la ocupaba el canónigo
Pina con la imagen del Crucificado y un platillo puesto en posición conveniente. El paso
de la Cruz lo iniciaba el sacerdote. Luego el desfile de notabilidades: las autoridades, Juan
Jaques, Rubí Ramírez, etc., cada uno haciendo la ofrenda de una onza de oro. Tras de éstos
los menos favorecidos de la suerte que ofrendaban valores dentro de sus posibilidades
económicas. Por la tarde el sermón y la procesión del Santo Sepulcro, siempre atestado de
gente. Los sermones del Padre Pina eran un acontecimiento social por el brillo de su oratoria
y la belleza de su inspiración.
Unas veces pelotones de la Guardia Republicana y otras una guardia formada por
jóvenes de la sociedad que desenterraban viejos uniformes para lucir, orondos y tiesos,
arrestos militares, tomaban parte en los actos de la semana, dándole la marcialidad acos-
tumbrada. Don Arquímedes Paulino, mi viejo maestro, gozaba lo indecible mandando
esta guardia.
El sábado amanecía con un cariz menos cargado de tristeza. La muchachada hacía corro
en el parque, frente a la Iglesia, en espera de que el bronce de las campanas repicara Gloria.
Campanas de mi pueblo cuyo metálico sonido tantas veces han despertado en mi corazón
involuntaria melancolía. De los lugares más apartados de la común afluían, como bandadas
de palomas al palomar, gran cantidad de campesinos a la ceremonia de ese día, para ellos
de gala y fiesta, luciendo vestidos y trajes de abigarrados colores, muchos de estrafalaria
confección que daban oportunidad para burlas y chistes de los espectadores.
Mientras se esperaba el anhelado repique, en el parque había expectación. Grupos di-
seminados animaban la mañana. Pendiente de un palo alto oscilaba judas o a horcajadas
sobre un asno. Para la muchachada, que no le importaba la historia ni el simbolismo del
sacrificio, Judas era el personaje principal y su fusilamiento un motivo de diversión. Al
sonido de los primeros campanazos la guardia, ya en atención, ejecutaba al prisionero. La
algarabía que se armaba era descomunal. Los grupos de muchachos se abalanzaban sobre
Judas y entre carreras, trompadas y risas lo destrozaban. Por la noche bailes de sociedad
y populares. En cada esquina de los suburbios repicaba caliente el balsié, invitando a la
alegría y la diversión.
Con la procesión del Domingo de Resurrección, a las 5 A. M., quedaba terminada la
Semana Santa.

Las fiestas pascuales


Todos los pueblos tienen sus tradiciones peculiares para la celebración de las fiestas
pascuales. Son tristes o alegres, según la cultura haya formado el alma popular.
En el San Juan de a principios de siglo las fiestas comenzaban con el novenario de las
misas matutinas que tenían lugar con la aurora y que el público las nominaba misitas de
madrugada. Como el invierno en San Juan es bastante fuerte, estas misitas eran un pretexto
para el uso de abrigos y bufandas, que daban a las personas un aspecto cómico. También
propiciaban el encuentro de novios y enamorados.
La reserva de los hogares dificultaba a la juventud el intercambio de relaciones entre sexos
opuestos, que se movían, asfixiados por la costumbre, entre vigilancia y rostros adustos. Las
misitas con frecuencia brindaban esa anhelada relación, basada en ingeniosos ardides

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inventados con el fin de desorientar a los celosos papás. Terminada la misa, los madruga-
dores se diseminaban por grupos y asaltaban algunas de las familias amigas, donde eran
obsequiados con el obligado jengibre, café, pan con mantequilla, casabe y galletas.
La diversión de la noche se podía considerar como la más emocionante y típica de las
pascuas sanjuaneras. Durante el novenario todas las noches grupos rivales se disputaban
la posesión de varias pailas que podían ser de sancocho o arroz con pollo. Turnándose, a
cada grupo le tocaba ofrecer la cena; pero como no tenía gracia comérsela tranquilamente, se
ideó una fórmula movida de hacerlo: debía ser robada. Para efectuar los robos se inventaron
toda clase de trucos que ponían a prueba la inventiva de los comensales. También los de la
defensiva tenían que tomar toda clase de precauciones para impedir el hurto y darle interés
y emoción al juego. Entre los ardides utilizados recuerdo este. Una noche el Lic. Mesa, que
formaba parte de uno de los grupos, se apersonó a la casa donde se preparaba el sancocho.
Había una vigilancia estricta y redoblada sobre la cocina. Después de charlar un poco y hacer
chistes, fingió de una manera tan real un cólico, que la concurrencia se consternó y mientras
unos corrían en busca del médico y otros le prodigaban sus personales atenciones, el Doctor
Cabral, Carmito Ramírez y el resto de compañeros que vigilaban ocultos por los alrededores
esperando el resultado del truco, se llevaron las pailas abandonadas en la confusión que creó
el fingido cólico del Lic. Mesa, quien, ante el azoramiento de todos, se incorporó y huyó,
riendo a carcajadas, tan luego como creyó asegurado el éxito de su comedia. Fue el más
ingenioso y emocionante de todos los robos.
La Noche Buena generalmente era forzoso celebrarla a puerta cerrada. Una fuerte brisa
helada barría las calles, haciendo imposible caminarlas y mantener abiertas las puertas.
Todo el valiente que se atrevía a cruzar las calles lo hacía corriendo un maratón. Las no-
ches eran epilogadas por intensa bruma que duraba hasta muy entrado el día. Dentro del
hogar, con los amigos invitados, se servía la cena: pavo relleno, puerco asado, sancocho
o arroz con pollo, rociados con los licores y bebidas preferidas por cada comensal. Era
una oportunidad para las familias demostrar su gentileza, educación y esplendidez. Con
la misa de medianoche, Misa del Gallo, virtualmente quedaba terminada la temporada
pascual.

Las charcas de María Nova


Muchas personas que me creen bien enterado de las cosas de mi tierra, me han cuestio-
nado sobre el nombre que lleva una de las secciones de San Juan: me refiero a Las Charcas
de María Nova.
Mi tío Rosendo Prevost, que murió nonagenario y que hasta el fin de sus días mantuvo
incólume la memoria, me refirió muchas veces el origen de ese nombre. Mi tío era buen
conocedor de todas las tradiciones de la familia, debido a su cultura, bastante buena para
su época.
La familia De los Santos guardó, hasta muy entrado el siglo pasado, el empaque de su
señorío español. Blancos sonrosados, pelo castaño tirando a rubio, buen tamaño, constitución
fuerte, eran muy apegados a su raza y para conservarla tenían muy estrictas reglas: todo
miembro de la familia que se uniera a una persona de color perdía el apellido. Todavía en
Punta Caña, a pesar del tiempo terco, como diría el divino Rubén, se encuentran ejemplares
puros.

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E. O. GARRIDO PUELLO  |  NARRACIONES Y TRADICIONES

María de los Santos, que era una gallarda moza, rompiendo la tradición, quiso casarse
con un joven de apellido Nova, de sangre no muy limpia. Los padres la llamaron a la razón;
pero como mantuviera obstinadamente su propósito, se le dio el consentimiento a base de
perder el apellido.
La familia De los Santos fue siempre de costumbres patriarcales y muy apegada a
los suyos. De ahí que los viejos resolvieran donar a la rebelde enamorada el Hato de las
Charcas. Efectuado el matrimonio, María adoptó el apellido de su esposo y en lo adelante
se la conoció como María de Nova. Como el matrimonio se trasladó a su Hato, donde fijó
residencia, la repetición de la gente diciendo que iban para el Hato de las Charcas de María
de Nova, confirmó la nominación y ésta se mantuvo cuando el antiguo hato se convirtió en
el actual caserío.
Ya que estoy hablando de la familia De los Santos, voy a referirme a otra de sus tra-
diciones. Cuando la invasión de Dessalines, acosados por la ola bárbara, muchas familias
pudientes de San Juan buscaron refugio en el Este. El viejo De los Santos, antes de la partida,
enterró en uno de sus hatos principales, el del Batey, dos cargas de onzas, conservando el
más riguroso secreto del lugar donde hizo el depósito. Ya en El Seibo, donde fijó provisional-
mente su residencia, enfermó de gravedad. Su único hijo, Francisco de los Santos, Capitán
de Milicias, estaba ausente cumpliendo sus obligaciones militares por la frontera. Un esclavo
fue remitido en su busca, a pie, como convenía a su condición. Los caminos coloniales eran
las antiguas trillas indígenas y el medio de moverse el caballo o la mula. De ahí que entre
la llamada y la llegada del Capitán De los Santos transcurriera tanto tiempo que no le fue
posible al amoroso hijo recibir las bendiciones del padre moribundo. El secreto que guardaba
el viejo para e hijo ausente fue confiado a la nodriza.
Y como las calamidades se reúnen para abatir los espíritus fuertes, también la nodriza,
mortalmente enferma, estaba en las últimas y sin habla al regreso del Capitán De los Santos.
Murió sin poder revelar el secreto que guardaba para el amito.
Las dos tumbas, la del amo y la de la nodriza esclava, guardan el secreto de las dos car-
gas de onzas enterradas en el Batey. Nadie dio ni ha dado con ellas. La tierra las esconde,
avara y amorosamente.

Las Matas de Farfán


El nombre de Las Matas de Farfán tiene su origen en unas matas de tamarindo que hay
o hubo a la entrada del pueblo. Cuando el lugar era cerros y sabanas, don Miguel de Farfán,
señor de posibles, fabricó una casa en el sitio donde estaban ubicados los tamarindos. Eran
árboles frondosos y acogedores. Los viajeros entre San Juan y Bánica pernoctaban en esos
tamarindos o se daban cita para reunirse allí. En las soledades de esas regiones hacían las
veces de un oasis. Expresión muy usual de entonces era: dormiremos en las Matas de Farfán;
nos juntaremos en las Matas de Farfán, es decir, en los tamarindos aledaños a la residencia
de Farfán. La repetición continua de esta frase hizo popular el nombre y cuando viniendo el
tiempo el fundo del viejo Farfán se convirtió en poblado, el nombre de Las Matas de Farfán
quedó confirmado por el público, el gran juez, como un homenaje al primer valiente que se
acogió a la sombra protectora de los tamarindos centenarios.

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No. 46

eNRIQUE APOLINAR
HENRÍQUEZ
REMINISCENCIAS Y EVOCACIONES
–Tomo primero–
En justo reconocimiento de admiración y respeto a su querido hijo ENRIQUE APOLI-
NAR HENRÍQUEZ en occasion de celebrar este año sus BODAS DE ORO con la Masonería
Universal, la Respetable Logia Cuna de América, se enorgullece en patrocinar la publicación
de su obra Reminiscencias y Evocaciones, cediendo a la Colección Pensamiento Dominicano la
primicia de su divulgación.
Nos complacemos, pues, en sumar a la lista de obras publicadas en dicha Colección una
más, que como las anteriores, merecerá a no dudarlo la generosa y cálida acogida de nuestros
autorizados lectores.

reminiscencias
Nulla recordanti lux est ingrata gravisque; nulla fuit cuius non meminisse velit.
Ampliat aetatis spatium sibi vir bonus: hoc est viveres bis, vita posse priore frui.
M. Valeri Martialis, Epigrammaton,
Liber Decimus, XXIII.

Al lector
Bajo el palio de Don Francisco de Quevedo y Villegas, protesto que todo lo he escrito
con pureza de ánimo para que aproveche…; y si alguno lo entendiere de otra manera, tenga
culpa su malicia y no mi intención.
E. Ap. H.

Ascensos y descensos
En cuanto constituía el proceso necesario a la reafirmación de la conciencia nacional, la
Guerra de la Restauración no terminó con la evacuación de las tropas españolas el 11 de Julio
de 1865. Aún cuando el duelo de las armas había revocado la anexión a España, no logró
extirparle sus raíces en el desmayado corazón de los políticos dominicanos a la claudicante
alternativa anexionista.
El país estaba fraccionado en dos fuerzas militantes y antagónicas. Al frente de una
de ellas actuó hasta su muerte el General Pedro Santana; y al frente de la otra se mantuvo,
también hasta su muerte, el General Buenaventura Báez.
Faltos de inconcusa fe nacionalista o tal vez tiranizados por las ingerencias de extrañas
circunstancias que ellos juzgaron fatalidad superior a los tangibles medios de autónoma pre-
servación, durante largo tiempo ambos personajes fueron árbitros de la paz y de la guerra,
instrumentos también del bien y del error en el conturbado hogar de la familia dominicana.
Ya fuese por designio propio o por mutuo contagio cuando no por destemplada ins-
piración de sus respectivos prosélitos o por fatal predestinación histórica, lo cierto es que,
emulándose entre sí, ambos adalides pretendieron preservar el esplendor de la ciudadanía
esclavizando al ciudadano, y, por otra parte, defender la salud de la Patria derogando los
atributos de la soberanía nacional.
Por la fuerza de las armas el pueblo dominicano había recobrado su independencia po-
lítica en la fecha preindicada. Las victoriosas armas del ejército nacional habían abrogado,
según se ha dicho antes, la anexión a España, y el General Santana, la figura mayormente

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

responsible de esa abdicación, había desaparecido del convulsivo escenario de la política


dominicana. La Guerra de la Restauración, empero, no había logrado, aún, completar el
glorioso ciclo de su dilatada órbita.
Los anexionistas habían perdido, con la rebeldía de su muerte, al General Santana; pero
tanto Santana como la anexión a España fueron accidentes trascendidos por las inflamadas
bandera del fanatismo personalista, insensatez que al acomodo de sus intereses egoístas
exacerbaban las codicias imperialistas de foráneas influencias; y esas extraviadas banderías
prosiguieron, después de rescatada la enagenada personalidad internacional del Estado
Dominicano, derramando la cólera de los odios colectivos impulsados por la enfermiza
codicia de los instrumentos que sirven para conquistar y retener el predominio que les da
a los unos, sobre los otros, las ventajas del poder político.
Tanto a Pedro Santana como a la derogada anexión de la República les había sobrevivido
la cólera salvaje de los odios colectivos; esa disolvente pasión que rigiendo la conducta de la
vida nacional cual árbitro supremo que obra a ciegas o en tinieblas, ha solido trocar alterna-
tivamente, y en un mismo escenario histórico, en verdugo execrable al que ha sido nimbado
mártir de la víspera y en venerable mártir al que ha sido abominado verdugo de la víspera,
trocando también en esclavo arrepentido de su gloria al que ha sido glorioso libertador de
la Patria y en inmortal libertador al que ha sido anónimo manumiso de la víspera.
Al favor ambiental de esas intrincadas contradicciones de nuestro destino nacional
y tras el triunfo penosamente alcanzado por las tenaces heroicidades que abrillantan la
epopeya del ejército restaurador, la independencia política de la nación cobró –apenas un
lustro transcurrido– las inverecundas apariencias de los objetos negociables en los ávidos
mercados de las grandes potencias expansivas.
Desde los más bajos fondos de la ambición sectaria surgió entonces, presionado desde
fuera, un proyecto de anexión propicio a los proyectos expansivos de los Estados Unidos
de América.
En tono y acción de audaz beligerancia, no tardó en manifestarse –para gloria de su
pueblo y suerte del libre destino de la nación– la patriótica reacción; y a combatir el pacto
alternativamente anexionista o desintegrador, surgió entonces del rincón más noble, puro
y sano de la conciencia colectiva el mismo espíritu nacionalista y la misma decisión liberta-
dora que hicieron posible la emancipación política en 1844 y su esplendorosa instauración
en 1865.

Esta nueva cruzada de la conciencia nacional, que durante seis años de cruenta y exci-
diosa lucha abonó con su preciosa sangre y que con sus magníficas proezas la ilustró una
juventud fanatizada por el culto de la Patria libre, independiente y soberana, contaba en el
número de sus más esforzados paladines al Coronel Ulises Heureaux.
Este esforzado paladín, que no tenía “más religión que su nacionalismo auténtico”; que
bajo los pendones de esa religión “había militado en el Cibao hasta ascender a Teniente o
Capitán, batiéndose contra la anexión de la República a la Corona de España”, ahora se
distinguía “en el Sur como bravo y astuto Coronel, en la Guerra de los Seis Años, para evitar
la anexión del País a los Estados Unidos de América”1.

1
Sócrates Nolasco, Gente de Antes. Listín Diario, diciembre 18 de 1969.

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Soldado infatigable, Ulises Heureaux conoció, tomando parte activa en ellos, los azares
bélicos de esta nueva cruzada que la flor y nata de la juventud de esa época peleó en defensa
de la amenazada independencia política de la nación dominicana.
Al Coronel Heureaux se le vio comparecer con singular denuedo en numerosos combates
luchando siempre, sin descanso ni fatiga, contra los poderosos partidarios de la proyectada
anexión a los Estados Unidos de América. Unas veces combatió en las desvastadas regiones
sureñas del país, donde el desencadenado furor de la Guerra fraticida tronchaba vidas
y arruinaba las apreciables fuentes de riqueza económica que al amparo de la paz había
creado la virtud industriosa de los hombres de trabajo; y en las áridas comarcas de la Línea
Noroeste se le vio otras veces sembrando gallardas heroicidades en los agrios páramos de
esa región.
La lucha armada que la juventud dominicana entabló con ingentes sacrificios de san-
gre y de vidas y de bienes materiales, abnegada acción siempre rebosante de patriótico
fervor y siempre decidida a preservar con su espada la integridad política y territorial
de la nación, si agotadora, no resultó a la postre un sacrificio estéril. Tras seis largos años
de marcial agonía, contra el poder constituído y contra la ostensible y pródiga alianza del
gobierno de los Estados Unidos de América, la revolución nacionalista logró rescatar las
riendas de la autoridad pública arrancándolas, por la fuerza, de las manos de los hombres
sin fe en el libre destino de la Patria, de los hombres desmayados que detentaban los resor-
tes del poder político amparados por el poderoso respaldo del interés imperialista de una
potencia extraña.
El triunfo de la revolución que salvó a la Patria del dolor, de la ignominia y de la ver-
guenza de arrastrar nuevas cadenas, le ofreció a Ulises Heureaux proscenio destacado para
exhibir sus relevantes virtudes de soldado; y esas evidencias creditivas le sirvieron de elástica
base a su creciente prestigio de military y de político.
Cuando cesó la Guerra y la fecunda paz tornó a sentar sus reales, el genio militar de
Heureaux, su extraordinario valor, y, aún por encima de esas notables cualidades su devoción
al culto de la Patria plenamente soberana, le habían granjeado ya a los ojos del país estatura
de heroica dimensión.

Con el triunfo de las armas el Partido Azul –agrupación política que interpretando el
sentimiento nacional enarboló el pendón de la protesta armada–, ganó también el señorío
envuelto en el poder político de la nación.
Los antecedentes que enaltecieron la personalidad de Heureaux, durante seis años de
combate, le reservaron el privilegio –grato sin duda a su infatigable y ambicioso espíritu y
adecuado galardón de su brillante hoja de servicio– de ser uno de los jefes preferidos en toda
empresa militar destinada a restablecer el orden público contra los perturbadores efectos
de esporádicas asonadas bélicas.
En gracias a ese embargante privilegio, Ulises Heureaux fue el adalid militar escogido por
el gobierno del insigne prócer de la restauración, Ulises F. Espaillat, para debelar la revolución
del cabecilla Gabino Crespo cuando éste, seguido de sus aguerridas huestes, irrumpió en la
Línea Noroeste y al grito subversivo que clamó: “¡abajo el gobierno!”, infundiendo terror en
toda la comarca con la mágica audacia de sus evoluciones de sorpresa en sorpresa acosaba
y desconcertaba el contingente de las fuerzas leales al regimen legalmente instituído.

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En el campo de su incipiente revolución Gabino Crespo hizo acto de presencia precedido


del prestigio que a los hombres suele darles la secuencia de los éxitos. A lo largo de esos éxi-
tos él había ganado extensa fama por la audacia de sus hazañas y los mágicos y desastrosos
efectos de sus maniobras. Pero esta vez había de vérselas con otro mago de las destrezas
estratégicas y de los combativos ímpetus.
En el primer encuentro de ambas tropas las fuerzas de Gabino Crespo sufrieron tremenda
derrota; y en la desbandada dejaron tras de sí crecido número de heridos y de muertos y
no pocos prisioneros.
Ulises Heureaux aprovechó la espectacular derrota que le había infligido a su adversario,
poniendo en práctica la consigna de piedad para el vencido que el prócer Espaillat y los hom-
bres que prestigiaban su gobierno habían implantado como norma de conducta humanitaria,
pauta que obligaba a los líderes militares y a los líderes políticos del Partido Azul a usar siempre
la virtud de la clemencia. Cumpliendo esa consigna, Heureaux les dio a los muertos cristiana
sepultura, a los heridos albergue y cura, mientras a los prisioneros los invitó a compartir con
su propia tropa el regocijado rancho de los vencedores, distinción que los invitados gustosos
aceptaron. Luego les ofreció la libertad, que todos aceptaron también, bajo promesa formal de
que no volverían a incorporarse en las filas del perseguido movimiento sedicioso.
Uno de ellos, sin embargo, sólo durante algunos días guardó fidelidad al juramento
de abstención. Mongo el Cubano, infidente, en breve plazo se reincorporó al bando de los
sediciosos.
Tras una larga serie de ataques sorpresivos de una parte y de la otra igual serie de
fracasos y evasiones, peripecias que debilitaban la moral de las menoscabadas fuerzas de
Gabino Crespo, en una nueva embestida Heureaux consiguió infligirle al enemigo derrota
anonadante.
Rendidos quizás de cansancio y desaliento, esta vez fue mayor el número de los com-
batientes capturados por las fuerzas leales al gobierno que los dominicanos habían elegido
mediante la expresión, libre y honesta, de la soberanía popular.
La consigna de piedad con el vencido no había sido revocada. Estaba en todo su vigor;
y a su noble amparo los nuevos prisioneros tendrían, después de ser interrogados, la opor-
tunidad y la opción de acogerse o no a los términos de su condicional liberación.
En un ambiente de incertidumbre y de temores avanzó a su turno cada uno de los prisio-
neros, con el objeto de someterse al interrogatorio de ritual. Todos, unos tras otros, se fueron
confesando culpables del delito de rebelión armada; y, bajo la promesa de no reincidir, todos
obtuvieron su libertad. Todos, menos uno. Calado el sombrero alón hasta ocultar los ojos,
como si pretendiera soslayar su identidad, compareció Mongo el Cubano.
El mismo General Heureaux le interrogó:
—”¿Recuerdas que hace poco te perdoné de que fueras juzgado y condenado como reo
de rebelión armada?”.
El interpolado movió la cabeza en signo afirmativo.
—¿Recuerdas que te devolví la libertad bajo la condición de que no volvieras a tomar
parte en la contienda?
El interpolado hizo otro signo afirmativo.
—¿Recuerdas que aceptaste el beneficio de la libertad bajo la garantía, que has incum-
plido, de tu palabra de honor?
El interpelado volvió asentir sin proferir palabra.

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—¿Reconoces que las balas de tu fusil han podido suprimir la vida de quien con su
perdón te devolvió la libertad?
En gesto de patético agobio Mongo el Cubano abatió un instante la cabeza, irguiéndola
de nuevo con súbita resolución.
—General, lo reconozco; y sé que ni yo puedo defenderme ni usted puede perdonar-
me.
Mongo el Cubano hizo una pausa, se despojó del sombrero que los ojos le velaban y
clavando la mirada en su inquisidor, agregó con voz clara, precisa y penetrante:
—Bien sé lo que me espera. Ya sólo me queda esperar su remate como un hombre.
Recobrando su habitual serenidad, Heureaux le respondió:
—¡Así será! Para poder tener piedad con los vencidos, hay que ser inexorable con los
reincidentes.

El estruendo de la fusilería que ajustició sumariamente a Mongo el Cubano y envolvió
la aldea de Dajabón en lúgubre ambiente de patíbulo expandiendo su ingrata resonancia
más allá de las fronteras de esa aldea, hirió en su más noble y pura sensibilidad el espíritu
humanitario, liberal y legalista que inspiraba las ideas y acuciaba las acciones del Presidente
Espaillat, de los miembros de su gobierno, de los legionarios del Partido Azul y de las figuras
más influyentes en la límpida atmósfera de aquella sublime etapa de la historia nacional.
La fibra moral de esas nobilísimas figuras y su intransigente apego al brillo práctico de
las instituciones públicas sufrieron con la ejecución de Mongo el Cubano tremenda con-
moción moral. Al propagarse por todos los ámbitos del país, la noticia de ese fusilamiento
levantó una hirviente marejada de repudiación que singularmente exasperó a los núcleos
militantes del Partido Azul.
El primero y sin duda el más agudo grito de protesta fue proferido con cívica y vibrante
indignación por la Liga de la Paz. Esta vigilante agrupación civilista había congregado,
en su seno, un nutrido contingente de hombres de verdadero pensamiento liberal que se
habían distinguido por la lucidez de su conducta cívica. El grito por ellos proferido con
vibrante indignación no era, pues, el clamor de un simple espectador neutral ni menos
aún el clamor de un espectador indiferente. Jóvenes eran, todos ellos, que predicaban y
aún combatían por asegurar los beneficios del buen gobierno, de la paz moral y material
y de la estabilidad del orden público. Desde la tribuna pública sustentaban frente a los
enemigos del orden legal, con emocionante fervor, los principios fundamentales en que
descansan las instituciones democráticas. Pero también sabían combatir a sangre y fuego
a esos enemigos, llegado al caso, allí donde las armas revolucionarias organizaban sus
excidiosos campos de batalla.
Tras de la muerte de Mongo el Cubano nuevos brotes revolucionarios infestaron el
país; y en poco tiempo aquella pléyade de jóvenes iluminados, de hombres activos en
las lides del pensamiento y de la acción, se vio encerrada en el vórtice de la tempestad
revolucionaria. Los genuinos sentimientos del pueblo dominicano, conmovedoramente
representados por los ardorosos adalides que integraban la Liga de la Paz, eran cada vez
mas impotentes para refrenar y vencer con la pujanza moral de sus beneméritas intencio-
nes la subversión armada liberal y constructivo que encabezó, honra y prez de nuestra
historia, el prócer Espaillat.

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Ilustre sede de la Liga de la Paz y codiciado botín de las fuerzas insurrectas, pronto se vio
cercada por los enemigos del gobierno la ciudad de Santiago de los Caballeros. No había un
palmo de terreno en sus contornos que no estuviese contaminado por la peste revolucionaria.
En un principio de nada valió el hostil asedio, si no fue para fortalecer la resistencia. Nunca se
había visto en la ciudad de los treinta lejendarios caballeros un gregarismo tan perfecto como
el que entonces hizo florecer la unión de todos en la defensa de un ideal común. Hermanados
por la ideológica vinculación del ideal común que une en una misma causa, las diferencias
sociales de clase y posición se habían mágicamente obliterado; y ricos y pobres, blancos y
negros, altivos y plebeyos, todos se conjugaron en una compactación sin grietas, nivelados
todos los lazos de un común orgullo cívico: la defensa de la plaza. Pero la plaza al fin cayó en
poder de la revolución. También cayó el gobierno. Las inconsecuencias de los hombres y no
sólo la potencia agresiva de las armas enemigas incubaron semejante resultado.

Tanto el Presidente Espaillat como los esclarecidos consejeros que rodeaban a este insigne
varón y que con él compartían las funciones del poder político de la nación, no tuvieron el valor
moral y responsable de oír y acatar la protesta de la Liga de la Paz ni la audacia suficiente para
desdeñarla por completo. La oyeron a medias y a medias también la desoyeron. Les faltó decisión
para entregar a Ulises Heureaux al juicio de sus jueces naturales y así mismo les faltó el necesario
“sentido práctico” para solidarizarse con el ensangrentado patíbulo de Dajabón.
No supieron proceder como legalistas que anteponen el imperio de la ley a la ventaja
material del éxito ni tampoco como hombres de “sentido práctico” que anteponen la ventaja
material del éxito a la aureola moral que produce el triunfo de la ley. Dando de tal suerte
lamentable notación de torpe inconsecuencia, sin duda por razones de pudor, no supieron
quedar en paz con la ley ni lograron alcanzar la seguridad del éxito. Pues habiendo coho-
nestado con el sacrificio del orden jurídico sin que ese sacrificio fuese a cambio del triunfo
de sus armas, al mismo tiempo y de tal modo conspiraron contra el triunfo de sus propias
armas sin que semejante conspiración fuese a cambio del justo desagravio de la ley.
Esos insignes varones conspiraron ingenuamente contra el éxito de sus propias armas
cuando oyendo y desoyendo a medias la protesta de la Liga de la Paz, mostraron a Ulises
Heureaux en la tétrica penumbra del patíbulo de Dajabón con los brazos cruzados y despo-
jado de todo mando; y conspiración contra el justo desagravio de la ley, cuando omitieron
someter a Ulises Heureaux a la acción reparadora de sus jueces naturales.

El uniforme de mi padre
El Presidente Heureaux gustaba vestir uniforme de gala en los actos oficiales revestidos
de solemnidad; y asimismo gustaba de que otro tanto hicieran los miembros de su gabinete
ministerial. No hubo forma persuasiva, sin embargo, de lograr que su Ministro de Relaciones
Exteriores, Enrique Henríquez, lo complaciera en esa formal predilección.
Empeñado en el propósito de uniformar a su Ministro de Relaciones Exteriores, el Pre-
sidente Heureaux trató empero de conseguir su objetivo por medios indirectos. Del sastre
que vestía al Ministro Henríquez obtuvo las medidas de su ropa.
Con esa sigilosa diligencia el Presidente Heureaux estimó haber mudado el primer paso
del éxito en el camino de su secreto designio. Ahora podía ocuparse, él mismo, de formular

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ENRIQUE APOLINAR HENRÍQUEZ  |  REMINISCENCIAS Y EVOCACIONES

el pedido del galonado indumento que acaso por desidia no había encargado su ministro.
Anticipando su satisfacción, ahora esperaba pronto ver enfundado a su renuente Canciller
en traje azul rameado de brillantes entorchados.
Meses más tarde, para su ansiosa complacencia, el pedido llegó. El Presidente lo hizo
transportar rápidamente a su despacho; y una vez en su poder dio instrucciones para que
se le avisara a tiempo la llegada de su Ministro.
Impaciente por darle la sorpresa, tan pronto recibió la ordenada prevención, se colocó
estratégicamente en la puerta de su despacho, consciente como estaba de que frente al mismo
tendría que transitar, de camino para la Cancillería, la persona esperada.
Apenas se habían saludado el Presidente y su Ministro cuando sintiendo ya la sensación
del anticipado júbilo que produce la expectación de un éxito previamente descontado, el
primero exclamó:
—”Ministro, aquí le tengo una sorpresa”.
—”Su manera de anunciarla me augura, Presidente, que habrá de ser muy grata”.
—”Excúseme un instante, Ministro, y usted mismo lo comprobará”.
—”¡Mire qué joya tan preciosa, Ministro!”.
No era exageración. El Presidente había hecho justa gala de excelencia. Sin duda espe-
raba doblegar la dejadez de su Ministro deslumbrando su sentido de lo bello con la especial
belleza del galano indumento que él había encargado.
El Ministro de Heureaux no lo descepcionó en lo tocante a esa impresión. Henríquez, a
su vez, afirmó corroborante:
—”Preciosa, Presidente”.
A seguidas hubo efusivas gracias por el espléndido regalo. Heureaux, de su parte, se
mostró muy complacido y alentado.
Cuando el uniforme llegó a mi casa, yo, mozuelo de unos ocho años, me quedé
deslumbrado. Le pasé y repasé la mano como a mimado gato de la casa, hasta que me
cohibieron el caricioso juego de mis manos.
Pero donde subió de punto mi infantil admiración (en este caso cuajada de irradiante
envidia), fue en la contemplación del espadín de reluciente empuñadura de nácar rematada
en oro. La intolerancia, aquí, fue, menos estricta. Me dejaron ceñirlo al cinto, y aderezado de
tal modo me contemplé al espejo con improvisados aires de Tartarín de Tarascón. Se había
transformado en otra la habitual imagen de mí mismo, a mis propios embelesados ojos, con
la mágica adición de ese simple aditamento.
No duró mucho tiempo el recreo de mis ojos ni la fruición de mis manos. El Ministro
de lo Interior, Don Pedro A. Lluberes, había admirado tanto como yo el nítido espadín; y
como en la elaboración mental de mi padre estaba consumada la decisión de jamás usar-
lo, los codiciosos elogios de su colega ministerial lograron verse pronto coronados con el
obsequio de esa alhaja que llegó a ser para mí, en mi candorosa ilusión, parte de la misma
esencia de mi vida.
Sólo yo podía medir la intensidad de la desilución que ese fácil desprendimiento de mi
padre le costó a mi corazón de niño enamorado de la tan preciada joya de oro, de nácar y
de acero. ¡Sólo yo!… Pero en el decurso de los años las docentes realidades de la vida me
enseñaron que nada material, nada tangible y mensurable, puede ser esencial a mi vida.
No volví a ver el espadín que tan férvidamente me arrobó hasta hacerme creer que no po-
dría separarme de él sin dejar de ser yo mismo. Aún cuando me dolió profundamente, la

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separación llegó sin afectar mi vida. Yo seguí viviendo y seguí creciendo en cuerpo y alma.
También seguí cambiando unos gustos por otros… Eso fue todo.

Las ocasiones de lucir el precioso uniforme se sucedían sin que mi padre, apegado a la
sencillez de su vestimenta civil, complaciera con su estreno al Presidente. Las excusas, cir-
cunstancialmente cambiantes, se sucedían al mismo ritmo de tales ocasiones. Hasta que un
día, siempre presionado por las iteradas inquisiciones del Presidente, el Ministro Henríquez
resolvió definitivamente la incertidumbre de esa situación.
—”Cuando yo recibí la luz masónica, Presidente” –elucidó–, “escuchando la lectura
de la liturgia de iniciación aprendí una norma de conducta de cuyo aprendizaje jamás me
apartaré aún cuando hierva en deseos de complacer, como es el caso en que me hallo ahora
frente a usted”.
—”Ministro” –indagó el Presidente–, “¿y cuál es esa norma de conducta que usted no
osa transgredir ni aún para producir una satisfacción?”.
—”Que de lo sublime a lo ridículo no hay más que un paso… Y ese paso, Presidente,
no lo daré yo”.
Al Ministro Henríquez le fue necesario decir su verdad y su verdad fue dicha. Pero
como no siempre esa franqueza contiene el ingrediente esencial a toda gentileza, suavizó a
seguidas, gentilmente, la aspereza involuntaria de su explicación.
—”Pero de todos modos le aseguro con igual sinceridad, mi querido Presidente, que
comprendo y aprecio la noble índole y la amable intención de su regalo; y asimismo le
aseguro que agradezco y me honra tan atenta distinción más allá de mis posibilidades de
expresión”.

Ni los hombres ni las cosas tienen siempre el destino previsto o deseado. No lo tuvo el
prealudido uniforme.
Para esa misma época hubo un rumboso baile de disfraces en el Teatro La Republicana
(antiguo asiento de la Orden de los Jesuítas); y la noche de ese baile, estrenándolo, salío
danzando airosamente la bella dama que en vida se llamó Quinitica Pimentel.

Pasaron varios años, y, olvidado en un perchero, seguía vegetando el uniforme que
Quinitica había estrenado.
Pero un día…
Era un 27 de febrero y una de las diversiones predilectas de las masas populares, en
celebración del aniversario de la independencia nacional, eran las mascaradas.
Uno de los conocidos miembros de esas masas, José, hijo mayor de Albencí Binnett
(famoso por los trompos de caoba que torneaba sin rival) llegose a casa en busca de un traje
viejo para disfrazarse.
—”Don Enrique” –le dijo a mi padre–, “mientras más viejo mejor”.
Mi padre se fue al perchero, descolgó el uniforme y se lo entregó al peticionario.
Esa tarde vi a José Binnett uniformado. Afeites extravagantes le desfiguraban la faz
que hacían menos conocible aún unos espejuelos, simulados, de cáscara de naranja. Algo

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ENRIQUE APOLINAR HENRÍQUEZ  |  REMINISCENCIAS Y EVOCACIONES

iba diciendo que yo no pude percibir. Pero noté, por el contraste, que el paso marcial había
transformado su habitual desgarbo.
Lo seguía un séquito de muchachos bullangueros que tras de él iban gritando:
—”¡General Mañé!… ¡General Mañé!…”
Nunca más volví a saber del uniforme de marras. El bello traje azul, rameado de corus-
cantes entorchados, que en mi niñez tanto admiraban mis embelesados ojos y acariciaron,
con amor, mis trémulas manos.

El presidente se aviene
Vera libens dicas, quamquam sine aspera dictu.

El Ministro de Relaciones Exteriores del gobierno de la República Dominicana, Enrique


Henríquez, salía del Club Unión1 rumbo a su cercana residencia cuando inesperadamente
topó con su colega profesional Francisco J. Peynado.
Al verse, simultáneamente, ambos se detuvieron para cambiar saludos. A más de salu-
darse conversaron largo y tendido; y ya para separarse, Henríquez le preguntó a Peynado
qué tal soplaban los vientos de la prosperidad en su bufete de abogado.
—”Los que soplan, Enrique” –respondió el interpelado con descendente inflexión de
translúcido pesimismo–, “no pueden ser vientos de prosperidad”.
Ante el incontenido gesto de sorpresa de su interlocutor, quien lo sabía buen abogado
y hombre serio a más de trabajador, Don Pancho Peynado explicó:
—”La clientela ya adquirida huye, mientras la probable no se acerca al profesional que
saben malquisto con las autoridades”2.
En parte por la espontánea simpatía que en su ánimo suscitó esa anormal revelación
y cediendo también en parte al deseo de confiar su bufete a alguien capaz de conservar o
acrecentar el prestigio que lo acreditaba3, Enrique Henríquez, inquirió de su colega:
—”¿Le gustaría hacerse cargo de mi bufete?… Por razones de delicadeza ética tuve
que clausurarlo al asumir la función de Canciller… Lo cerré precisamente en momentos
en que la secuencia de los éxitos había traído consigo, como lógico corolario de esos éxitos,
extraordinaria prosperidad”.
Por venir de un miembro connotado del mismo gobierno que lo tenía catalogado en
calidad de enemigo sospechoso y sospechado, semejante propuesta cogió de sorpresa al
ofertado. Pero, conociendo al oferente, la sorpresa no le enturbó el discernimiento. La oferta
fue aceptada al punto sin ningún reparo ni vacilación.

1
El Club Unión estaba situado en la esquina noroeste (llamada del fraile) que forma el cruce de las calles
El Conde y Hostos; es decir, donde hoy se levanta el Hotel Comercial.
El encuentro de Enrique Henríquez y Francisco J. Peynado se produjo donde en nuestros días termina el Edificio
Diez y comienza el de La Opera.
2
El Licenciado Peynado tenía bufete abierto en Puerto Plata; y la situación de los desafectos al gobierno siempre
ha sido más crítica en las provincias y los pueblos que en la Capital, asiento de los poderes públicos.
3
Don Manuel de Jesús Galván, hombre de gran prominencia en la vida política y en la vida intelectual del país
(afamado autor de la novela histórica Enriquillo) andaba detrás de ese bufete; y como mi padre le guardó siempre
excepcional reverencia y solícita amistad, no veo otra causa determinante de sus sutiles evasiones a no ser su des-
confianza en la capacidad jurídica de Galván, como abogado. Esa circunstancia se unió, sin duda, a las razones de
merecida ayuda que le expuso al Presidente Heureaux, para darle a Peynado la preferencia que tan gustosamente
le ofreció.

553
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A causa de ese acuerdo, el bufete de mi padre reabrió sus puertas, ahora bajo la dirección
de uno de los abogados más eminentes que ha producido este país.
Una parte de los libros que completaban la biblioteca de mi padre –la más copiosa y re-
levante colección de obras jurídicas acervadas aquí en aquellos tiempos– estaba en la planta
alta de la casa que entonces habitaba mi familia; y gran orgullo de mi niñez fue agregarme
a los que cumplían el oficio de transportar esos libros a la planta baja1 antes de operarse la
formal reapertura del bufete referido.
En cada viaje que yo daba, transportando libros, a mi vanidad de niño tal afán le parecía
plenitud de hombría; y esa pueril sensación de orgullo era halagada por el estímulo de Don
Pancho, quien compensando mis esfuerzos de ese modo, me alentaba exclamando:
—”¡Anda, burriquito de carga… anda!”.

La noticia de esa asociación del Ministro Henríquez con un “enemigo” de su gobierno
llegó presto a los oídos del dictador. No sólo llegó presto, sino además recargada de aviesas
intenciones que relamida retórica hizo resurgir en el ánimo suspicaz del Presidente Heureaux
el letárgico encono de recientes experiencias.
El despacho del Presidente miraba a una galería circundante. Frente a la puerta de ese
despacho había de pasar, camino de la Cancillería, el Ministro de Relaciones Exteriores. Ya
Heureaux lo esperaba, con ojo avizor, cuando Enrique Henríquez hizo acto de presencia en
Palacio esa mañana.
El Presidente le salió al encuentro con un saludo que nada anormal presagiaba. Tampoco
auguraba nada anormal la invitación que le hizo de pasar adelante.
—”Siéntese, Ministro” –dijo afablemente, como era su habitual y típica manera–.
Mas luego agregó:
—”Se me ha dicho que usted ha puesto su oficina de abogado en manos de ese joven
Peynado, quien, como usted no lo ignora, es enemigo de mi gobierno y de mi persona. ¿Es
cierta esa versión?”.
No era cosa de extrañar que la suspicacia de Heureaux –recelo que respecto del Ministro
Henríquez jamás hasta entonces había traslucido en ninguna ocasión– hubiese relacionado
el hecho cuestionado con el empeño desplegado por ese mismo miembro de su familia ofi-
cial cuando en anterior oportunidad consiguió que el Presidente renunciara a cumplir su
empecinado propósito de fusilar a “ese joven Peynado”.
Si esa recelosa concatenación tuvo lugar en la mente del Presidente Heureaux, no faltaba
motivo aparente para que la respuesta del interpelado atizara la candela de la desconfianza.
El Ministro Henríquez respondió con absoluta naturalidad.
—”Lo que le han dicho es cierto, Presidente”.
Los ojos de Heureaux se encendieron y brillaron como dos siniestros tizones.
—”Pero Ministro, usted sabe muy bien que ese joven Peynado es un enemigo de mi
gobierno y un enemigo mío”.
—”Presidente” –replicó el interpelado–, “lo que yo sé muy bien es que Peynado es uno
de los más altos valores humanos que tiene ese país; que está ansioso de trabajar, con lo

1
La casa de referencia está hoy marcada con el número 23 de la calle Salomé Ureña; y el bufete estaba instalado en
la parte oriental de la planta baja o sea la que está marcada actualmente con el número 36-A de la calle 19 de Marzo.

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cual, de poder hacerlo sin rémoras, le será útil no sólo a su propio interés sino también al
superior interés de la sociedad dominicana, y, reflejamente, en cierto modo, al buen nombre
de su gobierno. Pero también sé que si se le hace imposible la vida, permitiendo que los
clientes potenciales huyan de él por temor a malquistarse con el gobierno o permitiendo
que de algún modo se le haga sentir con otros hechos o actitudes que se le tiene y recela
como enemigo del gobierno, las circunstancias lo obligarán, impulsado por el natural, irre-
prensible instinto de la propia defensa, a tramar los medios de que tan angustiosa situación
no se prolongue”.
El Presidente escuchó sin visible alteración la explicación de su ministro; y en tono
enigmático tornó a cuestionar:
—”Ministro, ¿entonces sus palabras significan que a usted le place haberle entregado
su befete al abogado Peynado?”.
—”Presidente” –respondió el cuestionado en medio de una atmósfera de evidente ten-
sión, presagio de imprevisibles consecuencias–, “esa es la verdad, pues la iniciativa fue mía,
no del Licenciado Peynado; y también es verdad, completamente auténtica, la explicación
del motivo que me indujo a proceder como lo he hecho”.
El Presidente Heureaux, cuyos ojos habían dejado de excandecer como tizones sinies-
tros después de haber oído la franca explicación de su ministro, se inclinó hacia atrás en
su sillón giratorio, juntó las manos y llevándolas hasta su pecho, exclamó en un desenlace
sorprendente:
—”Pues si a usted le place, Ministro, entonces a mí me complace”.

Durante el resto de la férrea dictadura de Ulises Heureaux jamás, después de ese in-
cidente, volvió a sentir Don Pancho la pesadez atmosférica que envuelve a los enemigos,
presuntos o reales, en todo régimen despótico. Jamás se le solicitó servicio político o con-
ducta complaciente. Vivió respetado en lo adelante, prosperando cada vez más en fama y
en fortuna.
Cuando en los comienzos del mes de enero de 1899 el Ministro de Relaciones Exteriores
necesitó un hombre competente y de confiable integridad patriótica para desempeñar la
secretaría de la Comisión Mixta, encargada de delimitar la raya fronteriza divisoria del
territorio de la República Dominicana del territorio limítrofe de la República de Haití, solicitó
los servicios de Don Pancho Peynado. No se trataba de una función política; se trataba de
una misión patriótica. Peynado aceptó y cumplió gallardamente su deber de ciudadano
dominicano1; y la calidad de su actuación demuestra que, sin abjuración de las propias ideas
políticas, en el gobierno del autócrata Presidente Heureaux era posible prestarle eminentes
servicios a la nación.

Severa reprimenda
Las gestiones oficiales que durante la década de los noventa realizó el gobierno de los
Estados Unidos de América por conseguir del dictador Ulises Heureaux el arriendo a largo
plazo de la Bahía de Samaná, no habían producido ningún resultado positivo, ni, en víspera

1
Véase M. A. Peña Batlle, Historia de la Cuestión Fronteriza, I.

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de la predispuesta guerra contra España, había obvias señales de que a la postre la prolon-
gación de esos afanes lograría producir semejante resultado.
La desesperanza diplomática de granjear tan codiciado baluarte estratégico se traslució,
dos años antes, a través de los escépticos términos del Memorandum que el 23 de febrero de
1893 produjo el Secretario de Estado John W. Foster. Según lo diafanizó entonces el conte-
nido del mencionado documento, los esfuerzos desplegados por la Cancillería americana
para asegurar una vinculación alienativa sólo hallaron, de parte del Presidente Heureaux,
“retardos, subterfugios y promesas incumplidas”1.
Ante la perspectiva de la resuelta guerra con España el gobierno americano renovó
entonces, sin embargo, sus tenaces diligencias por obtener la rápida cesión de la Bahía de
Samaná, a coraje que Dana G. Munro –entre otros tantos comentaristas de la política exterior
de su país– ha descrito como “una de la más importantes posiciones estratégicas, potencial-
mente, de las Indias Occidentales”2.
El interés de las autoridades navales de los Estados Unidos de América respecto de la
Bahía de Samaná se había manifestado, consistentemente, desde mucho antes. Hacía apenas
un año que el pueblo dominicano se había organizado en una nueva república americana,
cuando, el 22 de febrero de 1845, John M. Hogan recibió instrucciones de trasladarse a la
República en misión especial relacionada con la Bahía de Samaná; y en el informe que el 4
de octubre del año precitado le rindió al Secretario de Estado James Buchanan, Hogan se
mostró “particularmente impresionado” ante el magnífico espectáculo de las “vastas y se-
guras bahías” dominicanas, algunas de las cuales eran capaces, a su juicio, de albergar “las
congregadas armadas de todo el mundo”3.
Desde un principio fue tan vivo el interés estratégico que acuciaba a las autoridades
americanas, que, según lo ha destacado un reputado profesor americano, en el corto período
de los nueve años compendidos entre 1845 y 1854, “no menos de seis agentes ejecutivos
visitaron” el país en misiones relacionadas con el predicho interés estratégico4.
A fines del siglo XIX la decisión de librar una guerra con España como medio de lograr
a la fuerza el control del Caribe (intención oculta todavía) reanimó el mencionado interés
naval. Ya para esa época “los expansionistas le habían dado rienda suelta a su máximo
clamoreo”5.
El influyente Senador Henry Cabot Lodge –por ejemplo– a quien George Gray acusó
de haberse embarcado en un plan de anexiones y de imperio colonial, en esos mismos días
afirmó que “la tendencia de los tiempos modernos” se orientaba hacia “la consolidación”;
y, de semejante premisa –grata por igual a su ideología política y a sus proclividades expan-
sivas–, sacó la conclusión expresiva de que “las naciones pequeñas eran cosa del pasado”,
y que, por tanto, “no tenían futuro”6.
A su vez el Senador Albert J. Beveridge –otro conspícuo paladín del mismo grupo im-
perialista– auguró que “la ley americana, el orden americano, la civilización americana y la
bandera americana se establecerían” en las vecinas tierras (las tierras “sin futuro” aludidas

1
John W. Foster, Secretario de Estado, Miscellaneous Letters (1893), Department of State.
2
Dana G. Munro, Intervention and Dollar Diplomacy in the Caribbean (1900-1921), 79.
3
Charles Callan Tansill, The United States and Santo Domingo (1798-1873), 126.
4
Henry Merritt Wriston, Executives Agents in American Foreign Relations, 444.
5
Wilfrid Hardy Callcott, Caribbean Policy of the United States (1890-1920), 68.
6
Henry Cabot Lodge, Our Blundering Foreign Policy. Forum, marzo de 1895.

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por Lodge) que se hallaban sumidas en “obscuridad moral, intelectual y social”; y, con
acento trascendente a regocijada expectación, añadió que la bandera de “las estrellas y las
barras estaba a punto de flotar, sobre un canal ístmico, sobre Hawai, sobre Cuba y sobre los
mares meridionales”1.
El más importante de los destacados adalides de la renovada tendencia imperialista, el
famoso estratega naval Alfred Thayer Mahan, venía postulando desde 1890 la absorbente
política que pretendía establecer “el control americano del Caribe”, piélago que incluye en
su cerúleo seno a la República Dominicana.
Precisando aún más el propuesto designio de su prédica, el Capitán Mahan comentó
que “en el grupo de las islas que constituyen el baluarte del Caribe está uno de los centros
más grandes y vigorosos de todo el cuerpo de la civilización europea”. A su juicio era muy
“de lamentar”, en consecuencia, que “una parte tan importante” de las mencionadas islas
permaneciera “en manos que no solamente jamás le habían dado sino que según todas las
apariencias jamás podrán darles el desarrollo que requiere el interés general”. Al dictamen
del Capitán Mahan a esas islas “no se les debía permitir” que “monopolizaran áreas” que
ellas “no sabían desarrollar”2.
El hecho de que exceptuando las áreas geográficas donde respectivamente se asientan la
República Dominicana y la República de Haití las demás antillas del mediterráneo americano
eran posesiones territoriales de grandes potencias colonizadoras, suscita la sospecha de que
el Capitán Mahan tenía en mente especialmente la isla de Santo Domingo3; y esa desconfianza
se agudiza cuando se la relaciona con el provocativo análisis de las excelencias estratégicas
que reunían la Bahía de Samaná y el Môle San Nicolás, panegírico que en la revista Harper’s
New Monthly Magazine hizo en octubre de 1897 el propio Capitán Mahan4.
Como los intentos oficiales de pactar la cesión convencional o en alguna otra forma la
posesión usufructuaria de la Bahía de Samaná habían fracasado, y, mientras tanto, la inmi-
nencia de la guerra con España enardecía la urgencia de obtener el dominio marítimo que
daba esa codiciada posición, se ensayó entonces la acción menos directa y más audaz de
los agentes oficiosos.
Hay evidencias documentales de que ya en 1895 –el mismo año en que el Secretario de
Estado Richard Olney sorprendió al mundo con su arrogante afirmación de que los Esta-
dos Unidos de América eran “prácticamente soberanos en este continente” y su fiat “ley”5,
agentes confidenciales andaban promoviendo –unos por vía directa y otros simulando servir
intereses comerciales– el uso de la Bahía de Samaná, de algún modo, en favor del interés
estratégico de las fuerzas navales de la mayor potencia americana.
En enero 10 de 1896 (apenas finalizado el año 1895) el Encargado de Negocios de la
República Dominicana en Washington, Alejandro Woss y Gil, le escribió al Presidente
Heureaux recabando la solicitada opinión de este mandatario ejecutivo acerca del proyecto
cuya ejecución propuso un señor apellidado Stokes6.
No se sabe a ciencia cierta la índole de la propuesta sometida por el señor Stokes; pero
la respuesta que Heureaux le dio a la precitada carta de Woss y Gil hace suficiente luz para

1
Claude G. Bowers, Beveridge and the Progresive Era, 67-70.
2
Alfred Thayer Mahan, The interest of America in Sea Power, 261.
3
Esa inferencia está corroborada por los hechos y los propósitos posteriores.
4
Véase además Mahan, A. Twntith Contury Outlook en Harper’s New Monthly Magazine, Septiembre de 1897.
5
John Bassett Moore, Disgest of International Laws, VI, 553.
6
Alejandro Woos y Gil, Encargado de Negocios en Washington, al Presidente Heureaux. Enero 10 de 1896.

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poder conjeturar, con lógica certidumbre, que el señor Stokes gestionaba la materialización
de una empresa cuyo objeto seguramente consistía en adquirir (so capa de negocio comer-
cial) derechos y concesiones sobre la Bahía de Samaná que eventualmente hubieran podido
pasar a manos del gobierno americano.
La tendencia imperialista reinante a la sazón en los Estados Unidos de América era para
la integridad política y territorial de la República Dominicana sumamente peligrosa, según
lo denotan los asuntos que se han expuesto ya. Peligrosa no sólo porque entonces, según
lo dilucidó un conocido profesor americano, “los expansionistas vociferaban su máximo
clamoreo”1, sino además por la especial circunstancia de que frente al Departamento de
Estado se hallaba Richard Olney, el mismo hombre que había proclamado la supremacía de
los Estados Unidos de América en el Hemisferio Occidental; el mismo hombre a quien el
Presidente Cleveland –bajo cuya administración actuó Olney en función de Canciller– tildó,
según lo ha revelado Henry James, de haber sido “ampliamente responsible de la doctrina
de la expansión, y del consecuente imperialismo”, a causa de los artículos que en la revista
Atlantic había publicado Richard Olney2.
En su respuesta a Woss y Gil sobre el ignoto proyecto del señor Stokes, el Presidente
Heureaux le explicó a su comunicante que cada vez que se hacía mención “de Samaná o de
empresas o proyectos” en los cuales “entre el elemento Yankee, ya sea directa o indirectamente,
por muy asegurada que quede la soberanía nacional” más que “el fondo del asunto” perju-
dican “los comentarios de la maledicencia”3.
Nada importaba, pues, que la negociación fuese irreprochable en lo atinente a la integri-
dad física o institucional de la nación. Heureaux se resguardaba, elusivamente, contra toda
insistencia de carácter concesivo alegando la rémora envuelta en el comentario malicioso.
Entonces, antes y después, el déspota dominicano rehusó siempre el otorgamiento de
toda concesión o todo privilegio lesivo de la soberanía política o de la integridad de los
dominios territoriales de la nación; y a ese efecto enfatizaba, con táctica hipocresía, los
temores de la maledicencia, timideces que su indómita resistencia usaba en función de
escudo protector.
“Por beneficiosa que parezca” –le previno a Woss y Gil el Presidente Heureaux– “yo
le temo a toda combinación en la cual entre como punto de mira Samaná”. Le temía, sobre
todo –dilucidó Heureaux– en los casos en que “esa combinación parte de particulares”4; cual
sucedía, precisamente, en la instancia emanada del señor Stokes.
Los prejuicios del Presidente Heureaux respecto de las negociaciones sobre la afectación
de Samaná en provecho de empresas o de personas particulares provenían de la suspicacia
que le hacía recelar la probabilidad de que eventualmente pasaran a manos del “gobierno
americano” los derechos, privilegios o concesiones que incautamente les hubiesen sido otor-
gados a quienes hubieran adquirido los derechos inherentes a tales vinculaciones legales bajo
la inocente apariencia de representar el interés de una simple empresa comercial.
Debido a “la naturaleza del mismo asunto” analizado –concluyó Heureaux– no podía
haber ninguna “discusión posible” con empresas privadas. Su postura, al respecto, fue

1
Callcott, opus cit., 68.
2
Crover Cleveland a Wilson S. Bissell, septiembre, 16, 1900. Vide Henry James, Richard Olney and his Public
Service, 187.
3
Heureaux a Woss y Gil.
4
Ibid.

558
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categórica. “Hay que renunciar” –le advirtió a Woss y Gil cerrando el paso de tal modo a
nuevas propuestas similares– a esa clase de “combinaciones”. Había que repudiarlas, insistió,
“por muy buenas y seductoras que sean”1.
La abstención proclamada en términos tan exclusivos se contrajo específicamente a
las propuestas que llegaran a las esferas oficiales, sinuosamente, “pasando por el puente”,
sospechoso y sospechado “de los especuladores particulares”2.
“Mientras yo me halle al frente del gobierno dominicano –asertó Heureaux con inequí-
voco acento– “no se oirá ninguna proposición de particulares”. Sólo se recibirán –exceptuó
con su habilidad– las propuestas, emanadas del gobierno americano, que fuesen “directa
y oficialmente” tramitadas con carácter de “asunto diplomático”. Sólo entonces; porque, en
tales casos, al gobierno dominicano le sería posible darle “cuenta al Congreso”, del
asunto gestionado, con “conocimiento de causa”; y, al mismo tiempo, expresarle “sus
opiniones”. Informado en esa forma de los pormenores de la propuesta en cuestión, el
Poder Legislativo quedaba en capacidad –si después de examinar los términos de la
consiguiente propuesta lo juzgaba conveniente– de autorizar al Ejecutivo a “obrar en las
formas legales de la República”3.
Las expuestas condiciones significaban, prácticamente, la frustración a priori de todo
intento de negociación. Después de la experiencia negativa de 1893, cuando tras del aparente
acuerdo del Presidente Heureaux el Consejo de Gobierno rechazó la gestionada convención
arrendaticia de la Bahía de Samaná no era de esperarse que las autoridades americanas se
expusieran ingenuamente a sufrir de nuevo un desaire similar.
En miras de resguardarse de tan desagrable contingencia, era necesario asegurar
previamente la decisión favorable del Congreso mediante la concertación de un convenio
secreto con el dictador dominicano. Esa solución, empero, era imposible. El Presidente
Heureaux había denegado siempre, con sutiles evasivas, todo intento de territorial
desmembramiento.
No cerraba Heureaux los ojos, sin embargo, ante la fatalística realidad geográfica que
aconsejaba entonces y aconseja todavía la decorosa asociación, de potencia a potencia, en
común beneficio y para la mutua protección de ambas naciones. Como “un día u otro” no
podremos “resistir las corrientes del tiempo ni tampoco ser neutrales en los graves conflictos
que podrán presentarse en estas tierras” –discurrió Heureaux con lúcida clarividencia del
futuro– “la previsión nos aconseja” la prudencia de no “dejarnos arrastrar, posiblemente,
por esas corrientes”4, tal y como fuimos arrastrados en 1916 por la arrogante y abusiva in-
comprensión de las autoridades americanas de esa época.
En la expresión de su expuesto punto de vista el Presidente Heureaux era sincero. Pero
la misma sagacidad que le impedía confiar en la justa ponderación de las autoridades ameri-
canas, en aquellos momentos de impetuosidades expansivas, lo inducía a suavizar tensiones
de imprevisibles consecuencias, bajo el temperamento imperialista prevaleciente en aquel
histórico período de la vida política de los Estados Unidos de América.
“Si hoy o mañana” los Estados Unidos necesitaren “un depósito de carbón o un punto
de escala en nuestras bahías o puertos” –discurrió Heureaux con menos sinceridad que

1
Ibid.
2
Ibid.
3
Ibid.
4
Ibid.

559
COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

designio apaciguante– esa necesidad sólo podría ser satisfecha con justo provecho “para
una y otra nación”, y, desde luego, “sin menoscabo de nuestra soberanía1.
El propósito preventivo de Heureaux, regulado en cierta medida por el designio de evitar
peligrosas reacciones de las autoridades americanas, surgió al punto en términos de refinada
sutileza. La iniciativa para incoar negociaciones de esa índole podía provenir del gobierno
dominicano. Al tenor de las prolaciones de Heureaux, la facultad de “tomar la iniciativa”
estaba restringida a la acción de este gobierno, porque sólo al mismo “le correspondía esa
espontánea decisión”2.
Nueve meses después de suspendidas las hostilidades de la guerra contra España y sólo dos
meses antes de su trágica muerte, el Presidente Heureaux tomó esa iniciativa, personalmente,
el 28 de mayo de 1899. En la mente de Heureaux el vasallaje virtual o contractual estuvo en-
tonces, como siempre, definitivamente descartado; no así la dignidad envuelta en una alianza,
entre pares, para mutua defensa y protección de las potencias contrayentes.
Escrita “de su puño y letra” –según lo ha revelado la adaptada versión de un agencioso
agente del imperialismo americano– el Presidente Heureaux le entregó al Encargado de
Negocios de los Estados Unidos de América, en la fecha preindicada, un esbozo de alianza
cuya concertación entre la República Dominicana y los Estados Unidos de América sugirió
en esa ocasión3.
No fue del agrado de la Cancillería americana semejante pretensión del dictador domi-
nicano. No sólo, sin duda, por sus efectos reversivos de una larga tradición opuesta a las
alianzas4. Lo fue, sobre todo, por contrariar los actuales planes expansivos del Presidente
McKinley y del Secretario de Estado John Hay.
La reacción del Secretario de Estado habla por sí sola. La sugerida alianza resultó tan re-
pulsiva para el orgullo y la vigente tendencia imperialista de las autoridades americanas, que
provocó la remontada indignación del Canciller John Hay. Su irritación subió a tales grados
de efervescencia, que, según reza la versión del comentado autor americano, impulsó al men-
cionado Secretario de Estado a darle “una severa reprimenda” al Ministro Americano en Santo
Domingo, William F. Powell, “por haberle trasmitido a su gobierno semejante proposición”5.

Socio de negocios
El 11 de enero de 1896, tan sólo un día después de haber sido escrita la predicha carta de
Alejandro Woss y Gil recabando del Presidente Heureaux la opinión de éste sobre la propuesta
formulada por el señor Stokes, el Vicepresidente de la San Domingo Improvement Company
se dirigió al dictador dominicano –a través de su agente Den Tex Bond– en términos harto
intrigantes y no menos reveladores.
Charles W. Wells empezó su epístola informándole al Presidente Heureaux, por la in-
dicada vía, haber recibido el mensaje cablegráfico mediante cuyos términos el mencionado
gobernante le expresó a su comunicante que él prefería la sede de la Habana, en lugar de la

1
Ibid.
2
Ibid.
3
Summer Welles, Naboth’s Vineyard, II, 534.
4
La tradición enemiga de las alianzas internacionales la sentó George Washington en su discurso de despedida
(septiembre 17 de 1796), cuando expresó: “Nuestra verdadera política consiste en mantenerse alejados de las alianzas
permanentes con cualquiera parte del mundo exterior”. Stuart Gerry Brown, We Hold These Truths, 107.
5
Welles, opus cit., II, 534.

560
ENRIQUE APOLINAR HENRÍQUEZ  |  REMINISCENCIAS Y EVOCACIONES

propuesta sede de Key West, como asiento de la reunión que se le había solicitado celebrar
en este puerto americano.
Visiblemente contrariado por esa preferencia Charles Wells calificó la predilección de
Heureaux como un “grave error”; y cimentó su criterio disidente en la circunstancia de que
“los insurrectos cubanos” se hallaban “muy cerca de la Habana”. Esa circunstancia –observó
Wells– mantenía “en gran estado de excitación” a la Capital de Cuba; y semejante anorma-
lidad impulsada a las autoridades españolas a espiar “atentamente a toda persona”1.
Se objetó que la presencia de Heureaux en la Habana habría de ser, sobre todo por razo-
nes que eran peculiares a su persona, objeto de sospecha y vigilancia. Confundiendo tal vez
al dominicano Máximo Gómez –jefe militar de las fuerzas emancipadoras– con el general
cubano José Miguel Gómez, Charles Wells alegó, en oposición al encuentro en La Habana,
que “los hermanos” Gómez eran jefes de la revolución”; y, agravando aún más la situación,
agregó que “muchos otros generales dominicanos” militaban “con ellos”.
Todos los dominicanos –acentuó Wells– estaban “sujetos a sospecha”. No menos lo esta-
ban, en verdad, los ciudadanos americanos, ya que las autoridades españolas les imputaban
la connivente responsabilidad de “ayudar a los cubanos”.
Basándose en la descrita situación, Wells le arguyó al Presidente Heureaux que le sería
“imposible” permanecer “incógnito” en la Habana. Su presencia allí, discurrió, daría motivo
a desagradables interpretaciones.
Charles Wells temía, en efecto, que el articulado encuentro en la Habana de los represen-
tantes del gobierno dominicano con los representantes del gobierno americano produjera “una
falsa idea” del propósito que los movía a congregarse allí. Pero su angustia tenía realmente,
otros ramales de importancia mucho más delicada. Lo que en realidad acuciaba su desazón
era el convencimiento de que “en muy poco tiempo todo sería telegrafiado a los Estados
Unidos y a Europa”, indiscreción, ésa, que desde varios puntos de vista habría resultado un
incidente deplorable; y, “por supuesto”, desde allí trasmitido “a Santo Domingo”, lo que por
sus consecuencias frustratorias hubiera sido un incidente más perjudicial todavía.
Por esa causa y otras razones afines era imperativo disistir, a juicio de Wells, de la con-
flictiva reunión en la Habana. Si el Presidente Heureaux deseaba permanecer “incógnito”
en el lugar de la reunión, el sitio más adecuado para lograr esa privacidad –explicó Wells en
tono significativamente asertivo– era la propuesta sede de Key West, territorio americano.
Desvelando su condición de agente confidencial del gobierno de los Estados Unidos de
América, Charles Wells le ofreció a Heureaux inequívocas seguridades de absoluta reserva.
“Nosotros” –afirmó– “llevaríamos órdenes a los oficiales de ese puerto” (Key West) “para
guardar el secreto”.
Los tenaces esfuerzos persuasivos desplegados por Wells, de nada le sirvieron. Quizás
él ignoraba ingenuamente o tal vez por conveniencia táctica simulaba desconocer el íntimo
fundamento de la negativa obstinación del Presidente Heureaux al contraponer la impracti-
cable sede de la Habana a la apacible, segura y cómoda sede de Key West. ¿Acaso se podría
dudar ante las conocidas evidencias, que este empecinamiento era el modo más directo y
efectivo de rehuir sin rechazar el apremiado encuentro en el puerto de Key West?

1
C. W. Welles, Vice-Presidente de la San Domingo Improvement Company, a Ulises Heureaux, Presidente de la
República Dominicana, enero 11 de 1896.
Las citas no identificadas de otro modo, proceden de esta misma fuente.

561
COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

La publicidad que Wells trataba de esquivar en razón de sus inevitables efectos frus-
tratorios; era precisamente el calculado desenlace que defensivamente buscaba provocar
Heureaux. Lo buscaba, porque mientras para el gobierno americano los resultados de la
publicidad eran inevitablemente deceptivos, para el acorralado gobernante dominicano
representaban la más cómoda y expeditiva solución liberatoria.
El sinuoso juego de las filtraciones publicitarias era un elusivo ardid que Heureaux cono-
cía muy bien; un expediente escurridizo que en varias ocasiones había manipulado con eficaz
maestría. Cada vez que la presión de los agentes del gobierno americano lo arrinconaba en
callejón sin salida o de difícil escapada, el astuto dictador soslayaba la constreñida decisión
recurriendo al recurso favorito de las indiscreciones bajo cuerda provocadas.
Usando procedimientos subrepticios, con refinada hipocresía Heureaux hacía difundir la
sensacional noticia de las negociaciones enajenativas; y entonces, arguyendo que la oposición
de los dominicanos y los temidos recelos de las grandes potencias europeas –obstáculos que
él sabía magnificar con visos de impresionante realidad– entorpecían de momento la pro-
yectada operación, le ganaba tiempo al tiempo con nuevos aplazamientos sin llegar jamás
a la concertación definitiva. La misma táctica empleaba con Haití en cuanto a no llegar a un
arreglo definitivo sin matar la esperanza.
Simulando resentimiento por la indiscreción que soterradamente él mismo había hecho
propalar, Heureaux le echaba la culpa del fracaso de la negociación al sensacionalismo de la
prensa extranjera, y, de manera especial, a la indiscreción de los periódicos americanos.
Acaso esperando hallar en la vanidad del tirano un auxiliar efectivo para inducirlo a
congeniar con la realización de sus designios enajenativos, Charles Wells le aseguró al Pre-
sidente Heureaux que si en vez del recato prometido él prefería recibir “el reconocimiento”
debido “a su posición oficial” o el reconocimiento apropiado “a su carácter personal”, en
Key West “tendría” esas distinciones; y en seductor contraste destacó la evidencia de que
en La Habana no podría disfrutar esos honores.
Por las razones ya expuestas, la discreción era esencial; y en interés de asegurar ese recato,
Wells tuvo la precaución de remitir su glosada carta a manos del señor Oppenheimer, quien
recibió de Charles Wells y compartes encargo de venir al país para hacer personal entrega de
la misma en manos del Presidente Heureaux. Wells le previno al déspota dominicano que a
través de esa carta Oppenheimer estaba enterado del contenido del mensaje epistolar de que era
portador; y advertido, asimismo, de que “este asunto no se debe discutir con nadie”, excepto el
Presidente, a menos, desde luego, que este funcionario ejecutivo “dispusiera otra cosa”.
A más de los honores prometidos en Key West, Charles Wells tocó otros resortes de
supuesta seducción. Le recomendó a Heureaux, como “compañero de viaje muy agradable”,
al señor Oppenheimer; y, en previsión de que el ofrecimiento de esa transitoria asociación
no contuviera suficiente poder de persuasión para inducir al Presidente a realizar el viaje
encarecido, tratando de despertar así la codicia del endeudado déspota dominicano inten-
cionalmente le recomendó al señor Oppenheimer también “como un socio de negocios”. ¿Sería
esta recomendación, acaso, la incitante insinuación de un opulento soborno? Lo cierto es
que si ese fue el propósito de Wells, no logró el objetivo perseguido.
En su impaciente obstinación, Wells dejó de discernir o no supo darse cuenta de que al
escoger la sede de La Habana para efectuar allí la propuesta reunión, no obstante las anor-
males circunstancias imperantes en la Capital de Cuba, la intención del Presidente Heureaux
era –cual en efecto aconteció– eludir toda cita con los referidos agentes confidenciales del

562
ENRIQUE APOLINAR HENRÍQUEZ  |  REMINISCENCIAS Y EVOCACIONES

gobierno americano fuera de las fronteras del país, y, de manera especial, en territorio de
los Estados Unidos de América.
La intención de Charles Wells, a la inversa, era lograr que la gestionada entrevista se
produjera en sitio adecuado para permitirles a las autoridades americanas encargadas de
dirigir las negociaciones relacionadas con la pretendida cesión de la Bahía de Samaná, es-
tablecer contactos secretos y directos con el Presidente Heureaux.
Los hechos subsiguientes confirmaron la certidumbre de esta conjetural apreciación. Pues
al ser descartada la sede de La Habana, fracasó también la apremiada sede de Key West.

Condiciones políticas y valores militares


En las instrucciones adicionales que la Secretaría de la Guerra de los Estados Unidos de
América le trasmitió el 2 de abril de 1897 al General Nelson A. Miles –quien en previsión de
la guerra con España ya había sido designado jefe de las operaciones militares– se le previno
que “la época probable de empezar la campaña será el próximo octubre”1.
Las conveniencias marciales aconsejaron a poco, sin embargo, aplazar la incoación de
la contienda hasta la próxima primavera. Había necesidad de superar, entre tanto, algunas
desventajas. En el número de éstas quizás preponderaba la falta de bases navales en las
antillas, escenario de la emergente contienda; y la experiencia derivada de la guerra civil de
secesión patentizó esa desventaja, en razón de la cual “desde entonces eminentes oficiales
de la marina de guerra habían expresado el deseo de que el gobierno americano obtuviera
bases navales en el Caribe”2.
Pero obstruyendo la realización de ese deseo, en el camino de tal aspiración se interponía
la rémora envuelta en el hecho adverso de que las mejores bases estaban en poder de Gran
Bretaña, de Francia, de Holanda, de España y de Dinamarca, exceptuando únicamente las
situadas en la isla de Santo Domingo, cuyo territorio se dividen la República Dominicana
y la República de Haití.
En presencia de la anotada circunstancia los estrategas navales de los Estados Unidos
de América fijaron nuevamente su atención, con apremiante decisión, en las islas danesas
y en la Bahía de Samaná; y tal vez por juzgarla empresa menos ardua, se puso entonces
extraordinario énfasis en la adquisición de la mencionada bahía dominicana.
“La Bahía de Samaná y la isla de St. Thomas” merecían preeminente atención –dilu-
cidó el Capitán Mahan– porque “ellas representan de manera eficiente, y mejor que otras
posesiones, el control de los dos principales accesos al Mar Caribe desde el Atlántico”3. La
significación estratégica de ambas áreas geográficas explica la urgencia desplegada enton-
ces por asegurar la compra de la indicada isla danesa a la vez que el arrendamiento de la
importante bahía dominicana.
Anticipándose a la sospecha de las conjeturas expansivas que habría de suscitar su pro-
vocativo análisis de las condiciones estratégicas de varias de las bahías del mediterráneo
americano, el Capitán Mahan hizo la salvedad indicativa de que él sólo estaba “examinando
a punto largo los naturales perfiles estratégicos” de la aludida región, y, sólo “de manera

1
Mariano Aramburo y Machado, Doctrinas Jurídicas, 162.
2
Charles C. Tansill, The Purchase of the Danish West Indies, 191.
3
Alfred Thayer Maham, The Straegic Features of the Gulf of Mexico and the Caribbean Sea. Harper’s New Monthly
Magazine, octubre de 1897.

563
COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

incidental, observando las condiciones políticas de una región marítima en la cual los Es-
tados Unidos” estaban “especialmente interesados”. El Capitán Mahan no ocultó, antes
reconoció con reveladora franqueza, que “las condiciones políticas ejercen efectos inevitables
sobre los valores militares”1.
Cuando a mediados de abril de 1898 estalló la presentida contienda de los Estados
Unidos de América con España, a pesar de los esfuerzos agotados las fuerzas navales de la
máxima potencia americana no contaban con ninguna de las bases navales que controlan
los accesos al Mar Caribe. Pero concomitantemente se hacían obstinados esfuerzos por
comprar la isla de St. Thomas y arrendar la Bahía de Samaná, estratégicas posiciones
igualmente codiciadas.
Al fehaciente testimonio de Henry Gabot Lodge debemos el conocimiento de que el
Presidente de los Estados Unidos de América, William McKinley, consideraba que la po-
sesión de las islas danesas era de “inestimable valor” en el caso de estallar las hostilidades
con España. Las negociaciones con el gobierno danés seguían entonces su curso favorable a
la pretensión adquisitiva del gobierno americano. En marzo de 1898 –sólo un mes antes de
desatarse las hostilidades– el gobierno danés había convenido la venta de sus islas al precio
de cinco millones de dólares; el 25 del mismo mes el gabinete del Presidente McKinley aprobó
la concertada operación; y el 31 el Senador Lodge sometió a la decisión de su Cámara una
resolución legislativa autorizando la compra de las referidas islas y proveyendo los fondos
necesarios para ultimar una tal adquisición.
Pero mientras tanto estalló la guerra; y alegando que en razón de las hostilidades el
traspaso de esas islas a su contendiente constituía una “descortesía diplomática”2, en cuanto
a España, el gobierno danés revocó su disposición enajenativa.
En lo atinente a la Bahía de Samaná la renuencia del dictador dominicano no había
perdido su anterior vigencia. No obstante, el gobierno de los Estados Unidos de América
persistía en su propósito arrendístico.
Esa obstinación cobró impresionantes evidencias en las revelaciones de la carta que en
abril de 1898 le dirigió el Vicepresidente de la San Domingo Improvement Company, Charles
W. Wells, a su representante en Santo Domingo, Den Tex Bond. Según le recomendó Wells a
este último, en la predicha carta, la misma debía serle comunicada “al Presidente Heureaux,
personalmente”, y su contenido recatado con carácter “confidencial”3.

Ahora es el momento
Los Estados Unidos de América –expresó Wells en reveladora epístola– “desean aceptar
un arrendamiento de la Bahía de Samaná”; y, acuciados por ese deseo, estaban dispuestos
a pagar, en cambio, “una suma liberal”4.
Ese deseo y esta disposición estaban condicionados, empero, a “una acción inmediata”. Si
el Presidente Heureaux tenía la intención de “hacer una tratado” con el gobierno americano
–explicó Wells– “hoy es el tiempo favorable para él”.

1
Ibid.
2
Tansill, opus cit., 215.
3
Publicaciones Nacionalistas, Del Pasado y para la Historia (1928), 7.
4
Publicaciones Nacionalistas. Del Pasado y para la Historia (1928), 20.
En lo sucesivo toda cita que no esté identificada de otro modo, proviene de la misma fuente.

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ENRIQUE APOLINAR HENRÍQUEZ  |  REMINISCENCIAS Y EVOCACIONES

Con evidente designio compulsivo Wells enfatizó su personal convicción de que “ahora
solamente es el momento” propicio para la perseguida negociación.
Al tenor de la aseveración de Wells, el Presidente Heureaux se encontraba a la sazón en
el punto “donde se divide el camino en cuanto se refiere a las relaciones cordiales y sinceras
con los Estados Unidos”, repitiendo el estribillo sugestivo de que la sumisión avasallante y
no la leal amistad era entonces la única forma expresiva de las relaciones sinceras y cordiales
con los Estados Unidos de América.
Imposible empresa era entonces hacerle entender al imperialista gobierno americano
de esa época que en interés de nuestra mutua preservación, los Estados Unidos de América
necesitan tanto de nuestra debilidad, como nosotros de su inmenso poderío; y que, cual
lo hicieron valer milenios antes los embajadores mitineros frente a los confederados de la
Grecia, lo mismo que no puede haber amistad firme entre las personas, no puede haber
asociación perdurable entre las naciones si entre ellas no existe un crédito recíproco de
virtud y de bondad.
En un rapto de transparente franqueza, Wells reconoció que “durante mucho tiempo los
Estados Unidos han deseado obtener” en Samaná una “estación de carbón”. Tan persistente
y vivo se mantuvo siempre ese deseo, que “en más de una ocasión una proposición ha llegado a
manos del Gobierno de Santo Domingo” para “hacer un arrendamiento”; pero aún cuando
“el Presidente Heureaux nunca ha sido muy opuesto a la idea” –discurrió Wells–, siempre,
cual lo expresó en 1893 el Secretario de Estado John W. Foster, el resultado final fue de
intrascendentes evasivas1.
A causa de tales evasiones el gobierno americano –reveló Wells– “sufrió algún resenti-
miento cuando en 1893, se abandonaron las negociaciones”; y “en más de un Departamento”
de la administración hasta “se había hecho alegación de mala fe” en detrimento del crédito
moral del Presidente de la República.
Pero como la necesidad tiene cara de hereje; y en satisfacción supletoria de su carencia
el interesado es capaz de todas las adaptaciones, “hoy por hoy” –asertó Wells– “el gobierno
de los Estados Unidos no tiene ningún sentimiento de mala fe”.
Ese cambio de temperamento, más convencional que genuino, no era absoluto ni incon-
dicional. Wells temía que si Heureaux se negaba “ahora a hacer tal pacto de arrendamiento”,
esa acción negativa diera lugar a que el gobierno americano la interpretara como significativa
de una “acción poco cortés en el sentido diplomático”; o, cuando menos, “como expresión
de mala gana para hacer una acción cortés”.
Esa hipotética premisa provocó reflexiones de cariz amenazante. “Si por cualquier puntillo
o precipitación Heureaux desperdiciaba esa ocasión” –apremió Wells– “le habrá ocasionado el
mayor perjuicio a su pueblo”. Deslizando sutil amenaza, Wells concluyó que en tal caso “den-
tro de poco” ese pueblo “reconocerá la falta” cometida por Heureaux. Está clara la amenaza de
subversión que se materializó en la frustrada expedición del Fanita dos meses después.
“Al mismo tiempo” –susurró Wells con meliflua voz de sirena– el Presidente Heureaux “habrá
desperdiciado la mejor oportunidad” de acrecentar “su fama personal”. Revelando la importancia de
semejante pérdida, Wells agregó que jamás hasta entonces se le había “presentado” al aludido

1
El Presidente Heureaux era demasiado astuto para incurrir en la imprudente actitud de franca intemperancia.
Su política frente a las pretensiones expansivas del gobierno de los Estados Unidos de América, al igual de la seguida
frente a las aspiraciones territoriales de las autoridades haitianas, consistía en no desencantar con una rotunda negativa
sino mantener las esperanzas vivas sin llegar a conceder lo que se pretendía.

565
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mandatario ejecutivo tan provechosa coyuntura. Más aún. Esa tentadora coyuntura se le
presentaba al Presidente Heureaux “en el momento, precisamente, en que más apurado” se
hallaba “personalmente, financieramente y políticamente”. Al sugerente dictamen de Wells
la situación de Heureaux en ese momento era tan comprometida y crítica “como nunca,
quizás”, lo había sido en toda “su carrera” política. Sin embargo, no claudicó la entereza de
su patriotismo.
Los apremios eran cada vez más dilemáticos y compulsivos. “No valdrá posponer ni
entretener”, le advirtió Wells a Heureaux. “Sé” –afirmó– “que los Estados Unidos están
dispuestos a arreglar pronto esta cuestión”; y, si por cualquier razón el General Heureaux dilata
decir sí, ellos interpretarán que dice no y se dirigirán a otra parte en solicitud de los que
desean, cueste lo que cueste”.
No parece absurda ligereza la suspicacia que relaciona esa amenaza con la expedición
–armada en el puerto americano de Mobile– que en la madrugada del 2 de junio de 1898 o
sea menos de dos meses cabales, después de la glosada carta de Charles Wells, desembarcó
en la rada de Montecristi.
A los ojos de Wells la situación del Presidente Heureaux era a la sazón desesperada. No
exageraba él la angustiosa opresión de ese momento histórico. Wells lo definió, a su acomodo,
diciendo que Heureaux se hallaba “en la alternativa de que más depende su porvenir” y el
futuro de “su país”; pero concluyó en tono de fatalística resignación diciendo que “el dado”
estaba “en sus manos, y puesto que de él serán las ventajas, es preciso que también de él
sea la responsabilidad”.
El dictador dominicano, aceptó, con patriótica entereza, esa responsabilidad. No hubo
arrendamiento de Samaná. Cuando lo sorprendió la tragedia de su muerte, había agotado
doce años de continua agonía preservando la integridad nacional a fuerza de sinuosas
evasivas. Durante todo ese tiempo el pueblo dominicano sufrió la ignominia envuelta en
todo régimen dictatorial; y a ese precio, aunque vejaminoso y duro, Heureaux lo salvó de
la sumisión al vasallaje extraño y aún de toda traza de homogénica tutelación.
Algún día la historia, honestamente depurada, le hará la justicia que merece su heroica
resistencia, mantenida sin desmayo a despecho de los vívidos efectos del clima imperialista
que entonces predominaba en los círculos oficiales de los Estados Unidos de América.
Ya el dictamen del profesor Rayford W. Logan –acaso el investigador que más a fondo ha
estudiado las relaciones políticas del Presidente Heureaux con los gobiernos de los Estados
Unidos de América y de Haití–, se ha anticipado al veredicto definitivo de la Historia.
Atribuyéndole a Sumner Wells “antipática” predisposición contra Ulises Heureaux,
Logan sustenta la tesis de que este controvertido gobernante dominicano “merece una bio-
grafía de cuerpo entero”, y, al hacer esta aseveración, predice que el análisis de su función
gubernativa “lo evaluará, simplemente, como un dictador”.1
En esos términos ya Logan le ha hecho justicia. Pues la verdad, la indiscutible verdad,
es que a la muerte del dictador Heureaux –trágico deceso acaecido el 26 de julio de 1899– la
República Dominicana conservaba en plena vigencia los atributos esenciales de su sobe-
ranía política. Otra ha sido, sin embargo, la historia que siguió a la muerte del abominado
déspota.

1
Rayford W. Logan, The Diplomatic Relations of the United States with Haiti (1776-1891), 369.
“Y aunque sus enemigos decían lo contrario”, Heureaux “hubiera llevado al pueblo dominicano a un heoico
sacrificio antes que permitir el menoscabo de nuestra soberanía”. Rufino Martínez, Hombres Dominicanos, 146.

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Solución fallida
La pésima situación económica que en 1898 estaba atravesando el país, agravada por
las deficiencias del empírico régimen financiero vigente a la sazón, le sugirieron al Minis-
tro de Relaciones Exteriores –según lo revelaron las declaraciones íntimas de este mismo
funcionario diplomático– la urgencia de introducirle a ese defectuoso régimen adecuadas
reformas substanciales.
Bajo los efectos de esa convicción el Ministro de Relaciones Exteriores propuso en el
primer consejo de gobierno celebrado en los comienzos del mes de septiembre la desig-
nación de una junta –compuesta de elementos formativos del propio seno de ese órgano
administrativo–, a la cual se le diera comisión de examinar a fondo las causas determi-
nantes de la vigente crisis económica y de presentar un plan comprensivo de las reformas
pertinentes.
La citada propuesta recibió al punto unánime adhesión. El mismo Presidente de la Re-
pública se adhirió al común temperamento en tono de rotunda aprobación.
—”Muy bien. La iniciativa del Ministro Henríquez” –dijo– “no sólo es oportuna sino
que a mi juicio será prácticamente provechosa. En consecuencia, cumplo seguido el requi-
sito de la designación. La sugerida comisión estará formada por el Ministro de Hacienda y
Comercio y por el Ministro de Correos y Telégrafos”.
Su exclusión de esa nómina sorprendió al Ministro Henríquez, no sólo por la rutinaria
razón de haber sido el autor de la moción, sino porque creía y esperaba que la insinuante
expresión de su rostro no podía carecer de suficiente revelación para que la penetrante
perspectiva del Presidente dejara de advertir sus ansias de servirle al país dentro de las
supuestas posibilidades de esa junta.
La rapidez del pensamiento suele equivocar en sus apreciaciones a la gente. Lo positi-
vamente cierto era que el Presidente Heureaux no había terminado de hacer su selección.
Sólo había hecho momentánea pausa. Quizás teniendo en cuenta el hecho de haber sido el
proponente de la moción, o acaso movido a complacencia después de interpretar la ansiosa
expresión facial de su Ministro de Relaciones Exteriores, tendiendo la mirada hacia este
miembro de su familia oficial el Presidente agregó:
—”Y el Ministro Henríquez, como jurista”.

Los comisionados se reunieron al siguiente día con el preliminar designio de efectuar
un cambio de ideas y de impresiones. En esta reunión preparatoria se acordó sesionar de
nuevo, tres días más tarde, a fin de que entre tanto cada quien pudiera coordinar sus ideas
y presentar un plan concreto.
En esa segunda reunión de la junta el proyecto elaborado por el Ministro Henríquez
fue acogido sin reparos por sus demás colegas. Sólo faltaba presentarlo, bajo el favor de
tales auspicios, a la deliberación del consejo de gobierno. Exceptuando la sesión anterior,
la celebración de esos concilios gubernativos había sufrido paréntesis tan largos como el
que ahora había durado cosa de dos meses. El fenómeno de semejante letargo se debió,
sin duda, a las circunstancias creadas por la misma crisis económica que se intentaba
conjurar.
En esos brumosos días no estaba el ánimo del Presidente Heureaux inclinado a deliberar
sobre los demás asuntos de la administración pública. Su afán estaba concentrado en la táctica

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de entretener con habilidosos subterfugios y evasivas promisorias a los acreedores menos


impacientes mientras al mismo tiempo se esforzada en morigerar los tenaces apremios de
los más intemperantes.
Mediante su personal gestión el Presidente Heureaux había reunido en consejo de
gobierno, nuevamente, a su familia oficial. En este concilio estuvieron presentes Téofilo
Cordero y Bidó, Paino Pichardo, Braulio Álvarez, Tomás Morales, Jaime R. Vidal y Enrique
Henríquez. Después de agotados los prolegómenos ritualísticos, Heureaux se fue al grano
sin rodeos. Sacando de una reluciente cartera de piel un nuevo billete del Banco Nacional
–de los del tipo de cinco pesos–, el Presidente lo colocó sobre la mesa en torno de la cual
habían tomado asiento el ejecutivo y sus ministros.
—”Aquí tenemos” –dijo creyendo o simulando creer en las mágicas virtudes de ese
expediente espurio– “el remedio de los males que afectan al fisco. Este billete es parte de
la emisión de un millón de pesos que he logrado concertar con el Banco Nacional de Santo
Domingo. Sólo falta que el gobierno contrate las condiciones que regirán como garantía de
su circulación”.
El Ministro Henríquez había concurrido a ese consejo de gobierno en la esperanza de
hallar propicia coyuntura para someter el plan que había elaborado; el mismo cuya insi-
nuación días antes había recibido el respaldo decidido del Presidente y de sus colegas de
comisión. Ese plan miraba a la consolidación y crédito de los agentes fiduciarios, mientras
el papel moneda que proyectaba emitir el Banco Nacional de Santo Domingo estaba fatal-
mente destinado a provocar el resultado inverso: depreciar aún más el valor circulante de
los predichos agentes fiduciarios.
El Ministro Henríquez solicitó del Presidente Heureaux que se suspendiera de la agenda
la resolución necesaria para poner en circulación la proyectada emisión de papel moneda,
a fin de darle prelación al examen del plan que la comisión designada en anterior consejo
de gobierno había adoptado.
—”¡No!” –replicó el Presidente Heureaux. “Este consejo” –explanó con energía– “sólo
tratará de la emisión de los nuevos billetes del Banco Nacional”.
Los ministros, atónitos y adarvados, guardaron silencio hasta reponerse de la sorpresa
recibida. Nunca, hasta ese instante, había revocado el Presidente Heureaux ante sus minis-
tros los modales apacibles y las expresiones complacientes que habían sido, en él, hábito
tradicional, y, por sus parabólicos efectos, sutil factor de típica imposición.
La brusca destemplanza y el tono imperativo que en ese caso excepcional empleó para
imponer su voluntad –exabruptos insólitos en la cortesanía de Ulises Heureaux–, envolvió
a sus ministros en desconcertante atmósfera de silencio y estupor1. No tardó, sin embargo,
en producirse la reacción.
—”Presidente” –objetó el Ministro Henríquez–, “yo no puedo avenirme a darle aca-
tamiento a su personal decisión. Me sentiría indigno de la amplísima confianza que el
Presidente de la República me ha dispensado siempre a través de su persona. Además, no
sería fiel al objetivo de mi misión si me aviniese a que este consejo de gobierno autorizara la
emisión y circulación de los nuevos billetes del Banco Nacional sin que antes se conozca el
convenido estudio de la actual crisis económica y se tomen las medidas que para conjurarla

1
Refiriendo este episodio en el íntimo círculo del hogar, Enrique Henríquez comentó: “De momento me sentí some-
tido; pero me negué a seguir sometido, más que por la denigrante vergüenza de sentirme despotizado, por la abjuración
de sentirme desleal al ofuscado amigo y al supremo interés de la nación. Protesté y mi protesta fue escuchada”.

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ENRIQUE APOLINAR HENRÍQUEZ  |  REMINISCENCIAS Y EVOCACIONES

he venido a someter al debate del Consejo en la esperanza de que ese esfuerzo tal vez sumi-
nistre la luz que nos está haciendo falta para adoptar a ciencia y conciencia la procedente
solución del problema confrontado”.
Recobrando la distintiva suavidad de sus típicas maneras, pero sin ceder terreno, el
Presidente replicó:
—”Entonces no podremos salir de aquí antes de las nueve de la noche. Pero si ustedes
insisten…”
No era ociosa su respuesta ni guardaba relación directa con el asunto que la provocó.
Heureaux era hombre de procedimientos parabólicos. Él conocía los hábitos sociales del
Ministro Henríquez y es bien probable que creyera vencer su empecinamiento ante la pers-
pectiva de perder una de sus acostumbradas tardes del Club Unión. Si esa fue su velada
intención, en este caso falló la sagacidad del Presidente. Movido por un propósito de esencias
más eximias, su interlocutor le respondió sin vacilar:
—”Aunque tengamos que quedarnos aquí hasta mañana, Presidente”.
—”Está bien, Ministro” –condescendió el Presidente–; y a seguidas precisó:
—”Háganos el honor de leer su trabjo”.
A la grata sombra de tan incitante invitación, el Ministro Henríquez rompió a leer el
plan que suscribían el autor y sus colegas.
—”Ciudadano Presidente:
“Los males que hoy menguan la fortuna pública paralizando a la vez su próspera mar-
cha, y que entorpecen la normalidad administrativa combatiendo formidablemente la más
hostilizada de vuestras actuales ambiciones, proceden:
“1. De que el trabajo y la producción agrícolas, por sobre no tener existencia dogmática,
tampoco han alcanzado suficiente protección en nuestro país.
“2. De que no hubo método, ni existe propósito doctrinario, ni menos aún equidad y ni
siquiera conveniencia fiscal en la medida y gradación de los impuestos públicos.
“3. De que por carecer nosotros de fines precisos o de programa definido en el régimen
de nuestras finanzas, el capital, extranjero se retrae en tanto que el nacional, por sistemático
pesimismo acosado, huye de todo empleo útil para agarrarse a la usura que, forjando el
apremio en torno suyo, esteriliza el trabajo para vivir postreramente de la insensata perse-
cución de rendimientos efímeros.
“4. De que el Banco Nacional no tiene suficiente arraigo para la clave y el volumen de
las operaciones que realiza, de donde nace una desconfianza latente, amañada, pero cierta
y hostil.
“5. De que la diferencia en los cambios, por lo que respecta al precio de la plata circu-
lante en relación al valor del oro, se resuelve en la ruina espantosa del Tesoro Fiscal que
recibe aquella plata al cambio de 200%, sin lograr reinvertirla en el servicio de las deudas
contraídas en oro sino a un tipo aleatorio que es siempre considerablemente superior –jamás
inferior– al cambio oficial.
“6. De que frente a un ingreso anual de $1.615.775.34 oro, que por el motivo ante-
riormente señalado no suma sino $3.231.350.68 en moneda nacional, tenemos un egreso
anual para amortización de la deuda exterior o sea para el servicio de los empréstitos
dominicanos, igual a $716,700 oro, cuya adquisición al cambio comercial de 300%, con-
sume $2.150.000 moneda nacional; todo lo cual, siendo ya un terrible instrumento de
tortura para quienes anhelan ardientemente la grandeza de la Patria, será en porvenir

569
COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

muy próximo y hasta inmediato causa fortuita de perturbación general en la obser-


vancia y pago de toda clase de obligaciones, puesto que cuando la sucesión penosa de
estos días adversos acumule dos veces más las pérdidas semestrales representadas en el
servicio de los cupones correspondientes a la deuda exterior, ese sólo servicio absorbería
la totalidad de las rentas fiscales, y algún tiempo después ni todas ellas juntas habrían de
darle abasto.
“7. De que hay ineptitud o dudosa buena fe en el desempeño de algunas funciones
públicas de las del ramo de Hacienda.
“8. De que las mermas crecientes que han venido agotando las rentas fiscales por efecto
de los motivos expuestos en los párrafos quinto, sexto y séptimo han traído consigo una serie
infinita de apremios diarios, sin que fuera posible apaciguarlos sino a expensa de sucesivas
negociaciones de crédito harto gravosas, que a su vez han creado el débito de $4.922.915.73
oro, cuya totalidad se descompone así: $2.268.005 al cambio comercial y $2,554.910.73 al
cambio oficial de 200%.
“9. De que en los círculos bancarios de dentro y fuera del país los prestamistas han solido
tener en cuenta más el prestigio individual de vuestro nombre que el crédito de la Nación,
lo que ha conllevado no escasos riesgos a cargo vuestro, con honroso desinterés personal
aunque sin logro de las economías que todo prestamista debiera proporcionar al aceptador
del préstamo, por conveniencia propia, o sea con el designio inteligente de no empobrecer
al deudor a tal extremo que las utilidades del préstamo resulten ulteriormente inexigibles
por causa de agotamiento.
“El remedio de tan crudos males es aún posible, ciudadano Presidente; porque el
pueblo dominicano, movido por la fe que la tradición del éxito engendra, secundará,
lleno de confianza, el esfuerzo de vuestras vigorosas energías. Eso es aún posible. Pero
el índice del interés público, apercibido a ello por la experiencia de los dolores pasados
y por la prevención de las inestabilidades futuras, señala ese remedio donde él está: en
la adopción deliberada, firme, resuelta, de un conjunto de reformas armónicas en cuan-
to a que todas deben converger a un fin único: al de la prosperidad social como base
positiva, insustituíble y permanente de la estabilidad nacional; afanosa, pacientemente
coordinadas, en cuanto a que todas han de responder a una consigna única: la de la
solidaridad histórica que quienes somos y quienes quieran ser amigos leales vuestros,
debiéramos aspirar a establecer entre las glorias de vuestro porvenir y las proezas de
vuestro pasado, entre lo que ya tenéis edificado y lo que os falta con relación a los gran-
des destinos de la Patria.
“En opinión nuestra, los puntos cardinales de dichas reformas deberían consagrarse a la
promoción inteligente y activa del aumento de población y del aumento del trabajo, que son
los dos artífices milagrosos de la prosperidad universal; y consagrarse también a la elección
de medios lícitos apropiados a la suspensión accidental del servicio de las deudas públicas,
sin quebranto de la equidad, en cuanto a que, aún dictadas por supremas exigencias de
la salud del Estado, la suspensión de los pagos contractuales habría de tener por objetivo
moral y por condición inseparable el reparto común de las inmediatas desventajas y los
ulteriores beneficios entre la Nación y sus legítimos acreedores en igual porción de daños
y de provechos respectivos.
“Por eso, después de haber ponderado el desequilibrio resultante de la desigualdad
habida entre el monto de los ingresos y de los egresos fiscales; después de haber contemplado

570
ENRIQUE APOLINAR HENRÍQUEZ  |  REMINISCENCIAS Y EVOCACIONES

con pavor el desastre que el testimonio de los números evidencia; después de haber, en fin,
meditado cómo es incontestable el hecho de que para traer abundancia a las naciones es
necesario dotarlas de producción propia, varia, general y opulenta hasta levantar una fortuna
pública basada sobre leyes libérrimas y esparcida entre el mayor número de ciudadanos,
os proponemos:
“1. La abolición de todos los derechos de exportación y la generalización de toda clase
de exenciones, durante cincuenta años, al capital extranjero que antes de finalizar el año de
1899 acuda a emplearse en la labor de la tierra dominicana, concediendo igual beneficio al
capital dominicano sin limitación de tiempo.
“2. La atracción de inmigrantes, acordándoles franquicias más halagüeñas que
las concedidas hasta hoy. Las necesidades que a diario nos muestran rostro implaca-
ble, son ya tan extensas como nuestro territorio; y no podremos satisfacerlas bien sino
poblándolo, recurso igualmente indispensable para obtenerle solución viril a los pro-
blemas que la mano del tiempo hará nacer dentro del orden económico y dentro del
orden político, en lo futuro, para sacudir el espíritu aunque enfermo invencible de la
nacionalidad dominicana.
“3. La reducción de los derechos de importanción; y, además, la reforma de las tarifas
arancelarias.
“4. La imposición de una espera, a los acreedores del Estado, durante el improrrogable
plazo de tres años.
“5. La imposición del cobro de los derechos, en oro o en plata, pero al tipo comercial.
“6. La sustitución de la plata circulante para reemitirla variando la condición de su
curso legal.
“Para ese y para otros fines restauradores del crédito nacional, lo mismo en el interior
que en el exterior, se haría necesario establecer un Banco Agrícola. El valor de sus acciones
podría ser representado en inmuebles urbanos que sirvieran a la vez para garantizar el
monto de todas las operaciones del mismo Banco Agrícola; y, en primer término, la de las
emisiones de billetes. Estos, en análogas condiciones emitidos, podrían ser el numerario con
que se sustituyera la moneda circulante.
“7. La imposición de fianza a todos los Administradores de Hacienda, Interventores de
Aduanas y toda suerte de individuos empleados en la percepción de fondos públicos.
“8. La reducción del presupuesto de egresos fiscales, ordinarios y extraordinarios –ya
que el de ingresos quedaría reducido– inmediatamente después de supresos los derechos
de exportación y de modificados en sentido reductivo los de importación, a menos de
$1,236.798.12 oro.
“Para la más cabal comprensión de todas estas reformas, ponemos en vuestras manos
los proyectos de Decretos números 1, 2 y 3.
“La creación del Banco Agrícola pide una reglamentación especial. No excusaremos el
honor de formularla, en caso de que el Consejo se digne acoger en principio la idea de crear
o promover esa institución.
“No es dudoso que la remoción general de todo el personal administrativo resulte condi-
ción necesaria al excelente resultado de las reformas. Eso queremos abandonarlo, empero, a
vuestra discreta apreciación; no sin antes declararnos, digna y cordialmente, que en nuestro
concepto el cambio, si lo reconocéis útil, debería comprender a los miembros del Gabinete
en primer término.

571
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“Obedientes al poderío de este orden de ideas, claras y precisas; amables por la


sanidad en que rebosan; indeclinables por la rica diversidad de satisfacciones patrió-
ticas a que propende, asumimos la inmensa responsabilidad de traer a este Consejo
de Gobierno el presente dictamen. Su fin no es de bondad absoluta, pero sí relativa;
a lo menos si se le compara con cualquiera de los posibles remedios en las actuales
circunstancias.
“¡Ojalá surja otro mejor!
“Entre tanto, que Dios ilumine vuestra inteligencia y la del Consejo, ciudadano Presi-
dente, en la misma proporción en que inflamara vuestro espíritu con la pasión que da brillo
a vuestros laureles y firmeza a vuestros amigos: la pasión del deber hacia la Patria!”1.
El Presidente escuchó la lectura del precedente informe haciendo tácitos signos de
aprobación. Pero obsedida su mente con el desenlace de la nueva emisión, asumiendo aire
de serena gravedad exclamó:
—”Muy buen trabajo, Ministro. Creo que debemos tenerlo en cuenta para ir depurando y
acogiendo, en su oportunidad, las recomendaciones que contiene. Pero entre tanto” (insistió
mientras recogía de la mesa y en su diestra mostraba enarbolado cual pendón uno de los
billetes que en ella había depositado antes) “debemos resolver todo lo atinente a la nueva
emisión de los billetes del Banco Nacional; porque la verdad es que se trata de un asunto
que no permite la menor morosidad”.
Remarcando sus expresiones con las inflexiones de su voz, como si en el énfasis de las
palabras buscara el recurso decisivo de la persuación, tras breve pausa prosiguió:
—”Al gobierno se le han agotado ya todas las fuentes financieras de hacerle frente a sus
necesidades. Estos billetes, ministros, constituyen el expediente más rápido de crearle una
nueva fuente que lo saque de sus agonizantes embarazos”.

La obstinación del Presidente, al girar y regirar en torno de la misma viciosa idea
que le infundía tonos de solución indispensable a la propuesta emisión de los nuevos
billetes, originó una larga discusión entre él y el proponente del plan más arriba transcrito.
Finalmente todos los ministros coincidieron en un mismo criterio. El Ministro Vidal fue el
primero en robustecer con su adhesión las argumentaciones del Ministro Henríquez. En
igual sentido intervinieron después el ministro Cordero y el Ministro Álvarez, abogando
resueltamente en favor de la tesis que sustentaba la derogación del inopinado designio
de inundar el país con la propuesta emisión de papel moneda, inevitable agente de la
ruina común.
El Ministro Pichardo fue el último en expresar su pensamiento. Rompió el largo silencio,
que hasta entonces había guardado, preguntando:
—”¿Cree usted, Presidente, que el gobierno está suficientemente preparado para dominar
la ola del descontento público que amenazante o conflictivamente se levantará en todas las
regiones del país, y, de manera especial, en el Cibao?”.

1
Américo Lugo, A Punto Largo, 204-12 “Cuando la historia, bella figuración de la justicia eterna con que los siglos
regalan los ojos de la posteridad; cuando la historia, estrella que sólo resplandece cuando las sombras envuelven el día
de los sucesos; cuando la historia, rompa en luz de verdad y de gloria sobre el horizonte de esta patria nuestra, triste
hoy y obscura y solitaria, pocos serán, entre los contemporáneos, los que merezcan tan alto puesto en la consideración
y estima de sus conciudadanos como el feliz autor del proyecto de reformas que antecede”. Lugo, ibid, 213.

572
ENRIQUE APOLINAR HENRÍQUEZ  |  REMINISCENCIAS Y EVOCACIONES

La excogitación del Presidente Heureaux, al escuchar tan sensata inquisición, tuvo la


rapidez de un relámpago que súbitamente le hubiese iluminado el pensamiento. El Ministro
Pichardo había terminado apenas de pronunciar la última palabra de su interrogante locución
cuando el mandatario ejecutivo de la nación, sin traslucir el menor indicio de contrariedad
y asumiendo más bien aire de una iluminada complacencia, transigió.
—”Está bien, ministros; se suspenderá la propuesta emisión”.
Escudriñando el semblante de los miembros del Consejo con mirada penetrante,
cual si hablara consigo mismo, el Presidente exclamó en términos más sugerentes que
expresivos:
—”¡Y pensar que esta emisión le ha costado al gobierno más de diez y ocho mil pesos o…ro!”.
En rapto de visible intención Heureaux alargó, separándolas, las sílabas de ese vocablo.
¡Las alargó como si hiciera estrenuo esfuerzo por mover una montaña! No otra cosa, en
puridad, representaba el oro en un país cuya economía, saturada de papel moneda, ame-
nazaba derrumbarse.
Renuente todavía, el Presidente cuestionó finalmente a sus ministros:
—”¿Están ustedes resueltos a que se pierdan esos diez y ocho mil pesos o…ro?”.
No fue una voz, sino un coro de voces lo que resonó:
—”¡Qué se pierdan!”.
Poniéndose en pie con gesto maquinal que imitaron sus ministros, el Presidente Heureaux
le puso punto final a esa angustiosa sesión del consejo de gobierno distribuyendo sonrisas
y apretones de manos en el alborozado ruedo de sus consejeros ministeriales.

La última emisión
Quamvis acerbus qui monet nulli nocet. Publilius Syrus.

—”Armandito” –le dijo el Presidente Heureaux a Armando Pellerano Castro, Oficial


Mayor del Ministerio de Relaciones Exteriores–, “avísele al Ministro Henríquez que a las
nueve de esta misma mañana habrá consejo de gobierno”.
—”Enseguida cumpliré sus instrucciones, Presidente. Pero no olvide que para el Ministro
Henríquez a las nueve de la mañana es aún de madrugada”.
—”Hoy no, Armandito” –repuso el Presidente–; y al punto, cual si hubiera hecho un
raro hallazgo, agregó:
—”Yo lo ví, de lejos, al amanecer”.
—”A esa hora sin duda iba a recogerse”.
—”Infórmele entonces, que esta tarde a las cuatro tendremos consejo de gobierno”.
—”Muy bien, Presidente; se lo haré saber”.
Esa condescendencia era habitual en el Presidente Heureaux, lo mismo que en el Ministro
Henríquez el hábito de trasnochar.
Semejante acomodamiento no le sentó a uno de los miembros del concilio ministerial
que presenció el diálogo transcrito.
—”Presidente” –estalló disgustado–, “el Ministro Henríquez es un funcionario indisci-
plinado. Nunca llega a Palacio cuando debe, sino cuando le da la gana; y esa irregularidad
ha dado lugar, en muchos casos, a que la complaciente benevolencia de usted haya rayado
en el extremo de posponer o suspender la celebración de algunos Consejos de Gobierno. Yo
creo que a esta informalidad hay que ponerle coto”.

573
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Aunque tampoco ostentaba su sentido de la discreción, el Presidente Heureaux no


encubría su tolerencia a las peculiaridades de su Ministro de Relaciones Exteriores; y con
esas tolerancias provocaba enmascarados recelos que a veces, como en el caso de referencia,
dejaban de ser tan recatados.
—”Esa es la verdad, Ministro” –replicó el Presidente–; “pero también es cierto que el
Ministro Henríquez jamás deja de hacer lo que debe hacer”.
El Presidente hizo una pausa; luego prosiguió:
—”Yo no sé cuándo el Ministro Henríquez hace lo que debe hacer. Sólo sé que lo hace.
Y eso me basta”1.

El Consejo de Gobierno se reunió esa tarde, puntual y completo, a la hora prefijada. Tan
pronto declaró abiertos los trabajos del día, el Presidente expuso el objeto principal de la
reunión. Se trataba de derogar la resolución anterior, en virtud de cuyo dispositivo se había
suspendido, nemine discrepante, la proyectada emisión de billetes del Banco Nacional.
La pretendida retractación la había insinuado el hecho de que un día antes tres de los más
fuertes acreedores del gobierno habían puesto el dogal al cuello del Presidente con sus intem-
perantes exigencias. Por causa de ese hecho el Presidente estaba realmente desesperado.
Hondamente conmovido por los apremios de esa situación, o, quizás previamente
combinado con el Ejecutivo nacional para favorecer sus planes despertando la conmiseración
de su familia oficial, el mismo Ministro que había censurado la impuntualidad del Ministro
de Relaciones Exteriores tomó la palabra y discurrió:
—”La penuria del fisco se ha convertido en una pesada cruz para el Presidente; y no es
justo que esa carga pondere únicamente sobre sus hombros. En el Consejo anterior nosotros
resolvimos dejar sin efecto la proyectada emisión de billetes del Banco Nacional; pero también
dejamos de arbitrar al mismo tiempo (sin duda porque pensábamos que ese recurso era un
expediente impracticable) la fuente financiera que pudiera poner al Presidente en condiciones
hábiles de aplacar las codicias impacientes de los usureros que lo asedian sin pausa y con
sus intransigencias le están creando a la vida económica de la nación graves problemas de
subsistencia que todos estamos en el deber de conjurar”.
Un silencio espeso pobló la estancia de las deliberaciones. El disertante reforzó su dialéctica:
—”Todos, compañeros” –afirmó con énfasis– “debemos compartir el sacrificio que impone
la responsabilidad de esa carga, bien sea pasiva o activamente, ya directa o reflejamente;
pero compartirla de todos modos sin reticencia ni titubeos”.
Así habló el discursante. En términos de incondicional, y, por lo mismo, de equivocada
amistad. No tardaron los más en adherirse a su predicamento. La disidencia fue inevitable,
empero; y se mantuvo en tonos de fogosidad excandecida. En los tonos de la leal amistad,
incomplaciente del error dañino, y en los de la entercada defensa del bien común. No serían
menos amigos del gobernante y la nación empero los unos que los otros.
Pero las consecuencias de su plegadiza disposición, sí. La discordia, que a tales extremos
llegó la discusión, la engendró irreconciliable y contrapuesto punto de vista conceptual. No
todos advertían, como los menos, que el supremo interés de la nación estaba de por medio;
y que la historia, inexorable, juzgaría su decisión.

1
Versión de Armando Pellerano Castro.

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Los debates se hicieron, finalmente, casi de carácter singular. La voz cantante la llevaba
el Ministro de Relaciones Exteriores. Acosado por las contrariedades, perdió los estribos, cau-
sando sin duda irritación; y, por otra parte, la cansona repetición de los mismos argumentos
sembraron en el ánimo de los participantes una abúlica sensación de fatiga y desesperación.
La sesión del Consejo, sin una solución concreta, terminó cual el collar de la aurora.
Uno tras otro, sin cumplir la ritualística formalidad de la despedida, los ministros se fueron
ausentando. Tras la informal, inusitada evasión, sólo permanecían en la sala de las delibe-
raciones el Presidente Heureaux, el Ministro Vidal y el Ministro Henríquez.
Entonces Heureaux se levantó de su asiento y se dirigió a la única puerta de acceso.
Ésta daba salida a una galería, en forma de herradura estructurada, que rodeaba la segunda
planta del Palacio de Gobierno. Silencioso y extático allí se plantó el Presidente, extendidos
los brazos en cruz y apoyando las manos en los marcos laterales. Silencioso y extático per-
maneció largo rato en tal postura. Como si estuviera ensimismado en la contemplación del
firmamento, pasaban los minutos en larga sucesión sin que el Presidente se moviera. Las
sombras del crepúsculo tropical ascendían rápidamente del seno de la madre tierra; y las
estrellas, argentinas todavía, comenzaban a rutilar tímidamente.
Vidal y Henríquez seguían esperando a que el Presidente se desprendiera de la puerta
para retirarse. Les parecía humillante doblegarse para pasar por debajo de los brazos, puestos
en cruz, del Presidente Heureaux. Pero no quedaba otro camino. Reprimiendo los escrúpulos
de su amor propio, el Ministro Henríquez avanzó resuelto; y al tratar de salvar el vano de la
puerta sintió caer sobre su cuerpo uno de los brazos del Presidente. Heureaux lo atrajo hacia
él y con voz de humilde mansedumbre, por su Ministro insospechada, musitó:
—”Ministro, ¿me hace usted el honor de acompañarme a cenar?”.
—”Con mucho gusto, Presidente”.
A discreta distancia rezagado, Jaime Vidal no se dio cuenta de esa invitación. Al llegar
junto a ellos, se despidió y se retiró.

La residencia del Presidente de la República no denunciaba en él la menor ostentación.
El mobiliario era sencillo y parco. Una lámpara de tenue luz alumbrba la estancia, cuando el
Presidente y su intrigado comensal llegaron juntos pero silenciosos todavía. Encontraron la
mesa aderezada; y en breve, servida ya la frugal comida, el anfitrión y su huésped ocuparon
sus asientos. La continuada taciturnidad del uno obligaba a igual mudez al otro.
Así, en silencio, discurrió la comida hasta el final. Entonces, poniéndose de pies –cada
vez más confundido–, el Ministro Henríquez le tendió la mano al Presidente en señal de
despedida en tanto que acompañaba su gesto de palabra:
—”Muchas gracias, Presidente”.
—”Ministro, ha sido un alto honor y una gran satisfacción la que su compañía me ha
concedido”1.
En lenguaje explícito y directo Ulises Heureaux pudo haber dicho, pero no lo hizo, acaso
pensando que holgaba mayor diafanidad:
—”Ministro, yo puedo romper la barrera de la prudencia política y realizar actos que no
debiera realizar; pero reconozco y aprecio su empeño por defenderme en mí mismo”.

1
Versión de Enrique Henríquez.

575
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Zancadilla frustrada
Al no haber logrado la pretendida revalidación fáctica del benévolo tratado del año 1867,
tan tenazmente gestionaba en anterior controversia diplomática, y hallándose empeñado
en conseguir los codiciados aventajamientos estratégicos, el gobierno americano recurrió
entonces a una maniobra táctica.
El 9 de mayo el Ministro de Relaciones Exteriores recibió, transmitida por el Cónsul
Americano Archibald H. Grimké, la siguiente notificación:
“Por mensaje cablegráfico llegado anoche mi Gobierno me instruye informar a su Go-
bierno la segura expectación de que Santo Domingo no permitirá que su territorio sea usado
por España como base de operaciones ni hará o tolerará otros actos inconsistentes con sus
deberes hacia los Estados Unidos”1.
El Ministro Henríquez llevaba ya varios días recluído en su hogar a causa de pertinaz
quebranto de salud. Pero, advirtiendo la necesidad de actuar rápidamente, le trasmitió la
notificación de Grimké al Presidente Heureaux –a manos del Oficial Mayor del Ministro de
Relaciones Exteriores– con recomendación de reunir esa misma tarde el Consejo de Gobierno
de modo que se pudiera deliberar la respuesta y darla sin demora bajo la responsabilidad
de la colectiva autoridad de ese concilio ministerial.
Cuando el Ministro Henríquez llegó a Palacio, bastante retrasado a causa de un prolon-
gado quebranto de salud, ya el Consejo de Gobierno había cumplido su programada misión.
Allí sólo halló al Presidente Heureaux, trabajando en su despacho. Al recibirlo y saludarlo,
éste le dijo afablemente:
—”Hasta hace un momento le estuvimos esperando, Ministro. Pero como ya era dema-
siado tarde, pensamos que no vendría por haber seguido enfermo; y bajo esa consideración
acordamos la contestación que el gobierno deberá darle a la nota que usted me comunicó
esta mañana”.
—”¿Y cuáles son los términos, Presidente, de la respuesta concertada?”.
—”Pues en forma expresiva de la verdad, Ministro; que no tenemos fuerzas para evitar
que la flota española haga uso de nuestro territorio”.
—”¿Y quién va a subscribir esa contestación?”.
—”¡Oh, Ministro! ¿Quién ha de ser? Usted que es el órgano diplomático del gobierno”.
—”Es que en ese caso, Presidente, yo habría dejado de serlo”.

1
Consulate of the United States.
Sto. Domingo, May 8, 1898.
Mon: Enrique Henríquez,
Minister of Foreign Relations,
Sto. Domingo.
Sir:
By cable message from my government last evening.
I am instructed to inform your Government that
it confidently expected that Santo Domingo will
not allow its territory to be used by Spain as
base of operations or do or suffer other acts
inconsistet with its duty to the United States.
With sentiments of distinguished consideration
I am Mr. Minister,
Your obedient servant,
Archibald H. Grimké,
U. S. Consul. Legajo del Ministerio de Relaciones Exteriores, 1898.

576
ENRIQUE APOLINAR HENRÍQUEZ  |  REMINISCENCIAS Y EVOCACIONES

El Presidente se mostró visiblemente asombrado y confundido por la inesperada actitud


de su Ministro. Seguramente le pareció desagradado y él no acertaba a vislumbrar la razón
justa de semejante desagrado. Tratando de esclarecer la situación le cuestionó:
—”Pero Ministro, ¿hay algo malo en eso?”.
Y buscando justificar su posición, arguyó con aire persuasivo:
—”¿No es esa la ver-da-de-ra realidad?”.
—”No, Presidente, esa no es la humillante realidad. La verdad es que nosotros sí disponemos
de eficaz potencialidad para mantener la efectiva integridad de nuestra posición neutral”.
—”¿Y dónde está esa potencialidad?”.
—”En la dignidad moral de nuestro derecho”.
Quizás esa alegación no impresionó los patrióticos sentimientos del Presidente Heureaux. Pero
cuando a seguidas su Ministro le previno que si el gobierno dominicano daba esa contestación
podía tener la seguridad de que la flota americana vendría inmediatamente a posesionarse de
nuestros puntos estratégicos para evitar que España se le anticipara en ese codiciado aventaja-
miento, ya que las autoridades nacionales se declaraban impotentes para impedir su consumación,
el dictador dominicano abrió los ojos, recapacitó y con la velocidad de un relámpago exclamó,
derogando así la respuesta acordada un momento antes por el Consejo de Gobierno:
—”¡Haga usted la contestación, Ministro!”.

Despidiose el Ministro Henríquez, ya recuperado con la retractación del Presidente, de
la ansiedad que durante un rato antes había sufrido. Regresó a su hogar reconfortado. Allí,
cumpliendo previas instrucciones, le aguardaba el Oficial mayor del Ministerio de Relaciones
Exteriores, Armando Pellerano Castro.
Mi padre se dio al punto a redactar la autorizada respuesta a la nota del Cónsul Grimké.
Rápidamente formuló la tentativa minuta de la misma; y usando los servicios de Pellerano
Castro, se la remitió en consulta al Presidente.
“Le entregué al Presidente la nota que conmigo le envió tu padre” –me refirió, años
más tarde, Armando–; “ansiosamente se ajustó los espejuelos y con la misma avidez se puso
a leerla. A medida que leía el Presidente iba haciendo signos de aprobación con la cabeza”
–prosiguió contándome el Oficial Mayor– “que yo iba siguiendo con mirada que no se le
apartaba. Se detuvo un momento para armarse de un lápiz; y una vez en posesión de ese
instrumento, cruzó con una raya la locución negativa que expresaba “ni a uno ni a otro be-
ligerante” y revezándola escribió encima de ella: “a ninguna nación.” Entonces se encaminó
hacia donde yo le esperaba, de pie, y me dijo:
—”Armandito, hágame el favor de preguntarle al Ministro Henríquez, de mi parte, si le
parece bien la alteración que al texto preparado por él me he permitido introducirle”.
Pellerano Castro cumplió con presteza su misión. En esa expedición de tiempo le ayudó la dis-
tancia. De la casa del Presidente a la de su Canciller mediaban doscientos metros a lo sumo.
Al recibir la aprobación del Presidente Heureaux, el Ministro Henríquez vio el cielo
abierto. La respuesta en cuestión revestía, para él, suprema importancia de preservación
nacional; y la modificación sugerida por Heureaux, antes que debilitar vigorizaba la in-
tención de estricta neutralidad, preservadora, al mismo tiempo, de la integridad nacional.
Desde todo punto de vista, por tanto, la alteración que el Presidente le introdujo a su minuta
le pareció al Ministro Henríquez no simplemente bien, sino muy, pero muy bien.

577
COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

El texto final de la configurada respuesta expresó la siguiente declaración formal:


“En contestación a su atento despacho de fecha de ayer, cúmpleme decir a V. S. que
mi gobierno se halla formalmente apercibido a observar las reglas de neutralidad estricta
preceptuadas por el Derecho de Gentes; y no tolerará que su territorio sea usado como base
de operaciones por ninguna nación”1.
Tramitada sin demora, al recibirse en Washington la consabida nota causó sorpresa y
desagrado. Sobre todo decepción. Las apariencias dejaron ver que no era esa la conducta que
confiadamente se esperaba del gobierno dominicano. No faltaron evidencias, que los hechos
subsiguientes parecían reafirmar, de que algo concertado previamente se había trastornado.

La retractación del Presidente Heureaux dio margen a íntimos comentarios en el seno
de la familia ministerial. Se colegía, a sabiendas o por deducción, que el Cónsul Grimké le
había hecho al Presidente Heureaux secreta religión en el sentido de que si el gobierno de los
Estados Unidos de América indagaba la disposición del gobierno dominicano a impedir que
fuerzas navales de España se apoderasen de puntos estratégicos del litoral de la República
Dominicana para los fines de la guerra, y la respuesta indicaba incapacidad de las autori-
dades dominicanas en cuanto a su deber de evitar semejante violación a su neutralidad, las
autoridades americanas le proveerían los armamentos necesarios para ponerse en condiciones
de sostener eficazmente la declarada posición neutral de la República Dominicana frente a
las incidencias del conflicto debatido.
Lo cierto es que circunstancias enteramente ajenas a su deliberación y control destruyeron
la carrera consular de Grimké (quizás también su probable carrera diplomática) precisamente
en el mismo momento en que, de haber tenido el éxito esperado, su habilidad habría ganado
magnífico apogeo profesional.
Grimké, inversamente, fue despojado de su función consular. Desde su sede habitual de
Port-au-Prince, en fecha 22 de junio el Ministro Powell le cablegrafió al Ministro Henríquez
solicitando del gobierno dominicano el reconocimiento provisional de Campbel G. Maxwell
en calidad de Cónsul General mientras tras él llegarían sus cartas credenciales.
Cinco días después Grimké le comunicó al Ministro de Relaciones Exteriores que ha-
llándose en vías de regresar a su país, requería, a ese fin, la expedición del “acostumbrado
pasaporte”; y al mismo tiempo le pidió “aceptar” su “alto aprecio y gratitud por las uniformes
cortesía y bondad” de que había sido objeto de parte del destinatario durante su residencia
“en esta ciudad”2.
La respuesta del Ministro Henríquez fue cortés y amable; pero no podía ser reparadora.
El 30 del mismo precitado mes de junio el Canciller Dominicano expidió en coyuntura que esa
expedición le suministró, no sólo le manifestó la pena que su despedida le causaba, sino que
también le expresó “los más sinceros votos” por su “feliz éxito en la carrera consular”3. Pero
los buenos deseos del Canciller dominicano no se vieron coronados por los hechos de una
enaltecedora realidad profesional. Contra el supuesto esplendor de esa carrera conspiraron

1
Enrique Henríquez a Archibald H. Grimké, junio 10 de 1898. Libro Copiador B., núm. 12 del Ministerio de
Relaciones Exteriores, 1895-1899.
2
A.H. Grimké a Enrique Henríquez, junio 27, 1898.
Legajo del Ministerio de Relaciones Exteriores, 1898.
3
Enrique Henríquez a Archibal H. Grimké, junio 30 de 1898. Libro Copiador B. núm. 12 Ministerio de Relaciones
Exteriores, 1895-1898.

578
ENRIQUE APOLINAR HENRÍQUEZ  |  REMINISCENCIAS Y EVOCACIONES

los enredos del destino adverso. Según los datos conocidos, Grimké jamás volvió a figurar
en servicio público del gobierno de los Estados Unidos de América. ¿Acaso fue, sin volun-
taria culpa, sancionado?

Cerca de tres años más tarde John Bassett Moore y Enrique Henríquez se conocieron
en New York. Al incoarse las negociaciones de los directores de la Improvement Company
con el delegado del gobierno dominicano, Dr. Francisco Henríquez y Carvajal –en el común
propósito de solucionar definitivamente la situación conflictiva creada por los opuestos
intereses del Estado Dominicano y de las acreencias de esa compañía americana y sus alia-
das– allí se hallaban John Bassett Moore y Enrique Henríquez. El primero en su calidad de
asesor americano y el segundo en la de asesor dominicano de la Improvement.
Cuando en la primera sesión –celebrada en el Fifth Avenue Hotel a principios de Febre-
ro de 1901– el Vice-Presidente de esta empresa americana los hizo amigos, Bassett Moore
recordó que su colega dominicano era Ministro de Relaciones Exteriores, en el Gobierno del
Presidente Heureaux, y él Sub-Secretario de Estado en el gobierno del Presidente McKinley,
al estallar la guerra de los Estados Unidos de América, que seguía reteniendo entre las suyas,
con desplegada sonrisa y buen humor sajón le confesó:
—”Entonces yo traté de echarle una zancadilla, señor Henríquez; pero usted no me dejó
que se la echara”.

Entre la espada y la pared


Al mismo tiempo que los representantes diplomáticos de la República Dominicana y
de la República de Haití firmaban en la ciudad de Santo Domingo la Convención del 18 de
Agosto de 18981, el Presidente Heureaux requirió la presencia en el país –sugerente coinci-
dencia– del Ministro Residente del Imperio Alemán, quien tenía su sede ordinaria establecida
en Port-au-Prince.
Hay evidencias reveladoras de que el Ministro Michahelles, acaso seducido por la perspectiva
de asegurarle a la propia nación germana la incitante perspectiva de las ventajas económicas y del
estratégico punto de apoyo territorial que a través de su gestión le ofreció el Presidente Heureaux
al gobierno alemán, a cambio de que dicha nación protegiera la integridad política y territorial
de la República Dominicana contra las presiones expansivas del gobierno de los Estados Unidos
de América, se apresuró a darle a su gobierno comunicación de ese asunto.
Antes de finalizar el cursante mes de agosto ya el Canciller Alemán había sido informado
por el Ministro Michahelles de la proposición formulada por el Presidente Heureaux, según
lo trasluce el hecho de que el día 30 del referido mes el Ministro de Estado de Relaciones
Exteriores, Príncipe Bernhard von Bülow, le transmitió al Embajador alemán acreditado en
Washington –usando al efecto la urgente vía cablegráfica– el mensaje secreto que a conti-
nuación se transcribe.
“El Ministro Imperial residente en Haití telegrafía: Por temor a los americanos el
Presidente de la República Dominicana2 desea que una potencia europea, de preferencia

1
Esa coincidencia es de suma importancia por la relación de un asunto con otro.
2
Ulises Heureaux.

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

Alemania, adquiera allí intereses considerables. Propone concertar un tratado comercial y


por este medio concedernos una parcela de terreno o isleta a larga duración y bajo propia
administración, pero con todas las reservas de la soberanía de la República, para establecer
allí una estación naval u otra empresa”1.
Tras de inquirir si de conformidad con el informado criterio del Embajador Holleben se
“debía aceptar” la oferta del Presidente Heureaux “como base” para futuras “negociaciones”,
el Canciller von Bülow le consultó al Embajador acreditado en Washington “qué impresión
causaría en los Estados Unidos, según su conocimiento de la situación, el hecho de que
Alemania se estableciera militarmente en Santo Domingo”2.
De primera intención al Canciller von Bülow sólo le interesaba conocer el avezado
criterio personal del Embajador von Holleben, puesto que en la parte final de su citado
mensaje cablegráfico le instruyó abstenerse, “por el momento”, de efectuar en Washington
“cualquiera insinuación o consulta”.
En cablegrama cifrado que la Cancillería germana recibió el siguiente día –agosto 31– el
Embajador von Holleben expuso rápidamente su solicitada opinión. “La impresión”, –res-
pondió– “sería en realidad la más desfavorable”. Pero aún bajo los efectos de tan adversa
impresión, él relegó la exposición de su criterio definitivo a la posesión de datos más seguros
que los provenientes de su primordial emoción. “No me atrevo a hacer conjeturas” –añadió
Holleben con reticente prudencia– sin antes saber a ciencia cierta “hasta qué punto de hosti-
lidad se dejarían llevar aquí, frente a nosotros, la opinión pública y también el gobierno”3.
El Embajador alemán en Washington no desperdició la coyuntura que se le ofrecía para
expresar su parenético predicamento. Aconsejó, al punto, la prudencia de que se aplazara
toda decisión sobre el asunto consultado “hasta que se hubiese demostrado la imposibilidad
de llegar con los Estados Unidos” a la apacible solución de concertar “un modus vivendi
amigable y al mismo tiempo ventajoso para nosotros”4.
Holleben no descartó de plano, sin embargo, la conveniencia de darle “valor” a la
propuesta del Presidente Heureaux. “Este proyecto –expresó en términos de clarificada
reserva– “me parece valioso en alto grado”5.
Pero, en su concepto, era aconsejable dejarlo en reserva para ser eventualmente adoptado
“en el caso” de que, fracasados los intentos de conciliar opuestos intereses con los Estados
Unidos de América, se produjera “la necesidad de hablar aquí en tono diferente”6.
En definitiva el Embajador alemán se pronunció en favor de “una dilación”, accidente
de tiempo que permitiera un examen más a fondo del asunto y de sus consecuencias
contingentes. Pero si de todos modos se quería “realizar el proyecto” del Presidente Heureaux
–advirtió admonitoriamente– “tenemos que prepararnos para las consecuencias”7.
El avisado Embajador germano no podía ignorar el carácter bélico de tales conse-
cuencias. En esos mismos días el Senador Henry Cabot Lodge –uno de los personajes
más influyentes en la determinación de la política exterior de los Estados Unidos de Amé-
rica– había expresado públicamente, con acento expresivo de la voluntad nacional, que el

1
Die Grosse Politik der Europäisch Kabinette (1871-1914), XV, 109-111.
2
Ibid.
3
Ibid.
4
Ibid. Referíase al problema de Samoa.
5
Ibid.
6
Ibid.
7
Ibid.

580
ENRIQUE APOLINAR HENRÍQUEZ  |  REMINISCENCIAS Y EVOCACIONES

establecimiento de bases navales en el Hemisferio Occidental y de manera especial en las


vecindades del canal ístmico (fuese quien fuere la potencia europea que osara establecerlas),
indefectiblemente significaría la guerra con la máxima potencia americana.
Tampoco podía ignorar el marcial desenlace, así profesado, el Kaiser Wilhem II. El Empera-
dor alemán no podía ocultar, por tanto, ni en efecto ocultó, la suspicaz reacción que en su ánimo
alerta y prevenido provocó la sorprendente y sorpresiva propuesta del Presidente Heureaux.
El Emperador se hallaba temporalmente en Hannover cuando el 2 de septiembre el Can-
ciller von Bülow le trasmitió por la vía telegráfica el siguiente despacho, claro indicio de la
importancia que este eminente funcionario le atribuyó a la sugerida vinculación convencional
que el mandatario ejecutivo de la República Dominicana había formulado.
“Muy reverentemente someto a Vuestra Majestad Real e Imperial un telegrama del
Ministro Residente de Vuestra Majestad en Haití, así como también un telegrama del señor
von Holleben. El Ministro Residente dice que el Presidente de la República Dominicana le ha
manifestado su deseo de que en su territorio se establezca una estación naval alemana como
protección contra ingerencias americanas. El Embajador de Vuestra Majestad en Washington
–a quien se le telegrafió íntegramente el texto del telegrama de Santo Domingo, para su
opinión, declara en su respuesta que un establecimiento alemán en Santo Domingo haría
ciertamente una impresión muy desfavorable en la Opinión Pública y también en el gobierno
de los Estados Unidos, cuyas consecuencias serían incalculables. Al señor von Holleben le
parece deseable una conferencia oral respecto del asunto en cuestión. Yo quisiera adherirme
muy respetuosamente a la opinión del Embajador. Él estará retenido en su puesto hasta más
o menos el 15 de este mes a causa del asunto de Samoa; pero entonces podría disfrutar la
licencia que la benevolencia de Vuestra Majestad le concedió”1.
No era nada fácil que la suspicaz perspicacia del Kaiser aceptase ingenuamente, con
su valor de realidad, la propuesta del Presidente Heureaux. Su insólita significación no se
compaginaba lógicamente con las circunstancias. En su arrogante nota del 20 de julio de 1895
ya el Secretario de Estado Richard Olney había declarado que los Estados Unidos de América
eran “prácticamente soberanos en este continente”2; y ya, en el terreno más impresionante
de los hechos cumplidos, las fuerzas navales de esta pujante potencia americana habían
vencido a España, conquistado a Puerto Rico y ocupado a Cuba.
La propuesta de Heureaux significaba, a todas luces, un reto a la pujante nación ameri-
cana que en esos mismos días había adquirido, junto con la derrota de las armas españolas,
rango de gran potencia mundial.
No sin aparente fundamento para la razonable suspicacia, es evidente que el Kaiser
sospechó que el gobierno americano estaba usando al Presidente Heureaux para explorar las
miras y las propensiones del Imperio Alemán en la zona del Caribe. Actuando a imagen de
esa recelosa tesitura, en la cabecilla del mensaje cablegráfico que el Canciller von Bülow le
había trasmitido, Wilhem II –tan dado a los comentarios marginales– apostilló: “¡Oh, amada
inocencia! En ese lazo no caigo yo”3.
Un día después el Embajador Conde von Metternich –quien formaba parte del Consejo
del séquito del Kaiser– le dio definitiva contestación, al mensaje del Canciller von Bülow,
en los siguientes términos:

1
Ibid.
2
John Bassett Moore, Digest of International Law, VI, 553.
3
Die Grosse Politick, ut supra.

581
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“Respecto de la información inmediata del día 2 de este mes, relativa a la propuesta del
Presidente de Haití”1. Su Majestad “insinuó que no caía en ése lazo; que no quería enemis-
tarse con los Estados Unidos”2.

Viéndose arredilado entre la espada y la pared por los insistentes asedios de la
militante diplomacia del gobierno de los Estados Unidos de América (cuya dilemática
alternativa consistía en la cesión de Samaná o su derrocamiento), y probablemente
movido en su acción por los acuciamientos de sórdida pasión vindicativa, el Presidente
Heureaux buscó la solución de su dramático problema en la asociación defensiva con
una gran potencia.
La reciente expedición del Fanita, patrocinada detrás de bambalinas por agentes confi-
denciales del gobierno americano, le habían patentizado al Presidente hasta qué extremos
era capaz de desbordarse la animadversión de ese gobierno contra él.
En vista de la manifiesta pujanza del Imperio Alemán y en consideración de los arro-
gantes pronunciamientos de las autoridades imperiales y de la opinión pública de ese país,
Heureaux decidió trabar defensiva asociación, de preferencia, con el gobierno alemán.
No le faltaban, en verdad, motivos estimulantes que lo indujeran a creer en las supuestas
afinidades prospectivas de ambas naciones.
La recrudecida tendencia expansionista de los Estados Unidos para esa época no gozaba
de simpatías en ninguna de las grandes potencias. Aunque la política exterior de Francia
era cauta y moderada, los políticos y los publicistas de esta potencia latina no dejaron de
sumarse, de tiempo en tiempo, a la crítica que en las naciones rivales suscitaba la renova-
da política imperialista de los Estados Unidos de América. La actitud dictatorial asumida
simultáneamente por el Presidente Cleveland y por su Secretario de Estado Richard Olney
frente a Gran Bretaña, en la provocada controversia respecto de los límites territoriales de
la Guayana Británica, desataron en Francia acervos comentarios.
En esa crítica ocasión la Doctrina Monroe fue calificada de simple “pronunciamiento
ex cathedra”. La nota en que el Secretario Olney sustentó la pretensión envuelta en el aserto
expresivo de que los Estados Unidos de América eran “prácticamente soberanos en este
continente”3. y de que su orden era ley, dio lugar a que en Francia se alegara que la inter-
pretación que Olney le confería al dogma monroísta suprimía “la ley de las naciones”4. La
actitud del Presidente Cleveland en el asunto debatido fue tildada, en consecuencia, de
“altanera y agresiva”5.
La prensa diaria no se mostró menos sensitiva. En opinión del periódico Temps
parecía haber llegado el momento pertinente para que “los gabinetes de las potencias” eu-
ropeas “examinaran, serenamente y exentos de la influencia de cualquiera presión exterior,
hasta qué punto permitirían ellos que se sentara un precedente que después les podría ser
opuesto”6.

1
Metternish, más familiarizado con Haití que con la República Dominicana o por haberse canalizado el asunto a través
del Ministro alemán con sede ordinaria en Port-au-Prince, confundió a Ulises Heureaux con Agustin Simon-Sam.
2
Die Grosse Politick, ut supra.
3
Revue Géneral de Droit International Public III, 151.
4
Ibid, 152.
5
Ibid, III, 251.
6
Literary Digest, 244.

582
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No fue menos enérgico en su reacción el mismo Presidente de la República Francesa.


“¿Quién pondrá su confianza” –le preguntó Raymond Poincaré al Embajador alemán–
“en un país donde el más alto ejecutivo”, movido por “una belicosa disposición de ánimo
o bien con propósitos electorales”, se mostraba dispuesto a hundir la propia nación en una
guerra devastadora?”1.
En alemania el temperamento oficial y público era más candente todavía. Aún cuando
retirado ya de toda activa función oficial, el organizador del Imperio, Príncipe Von Bismarck,
mantenía sensible influencia en el pensamiento político de su país; y en 1897, lo mismo que
en 1896, este famoso personaje hizo declaraciones deprimentes para la política americana.
En desahogo irreverente contra la supuesta majestad de la Doctrina Monroe, las censuras
de Bismarck redundaron en el exabrupto de motejarla como “extraordinaria pieza de
insolencia”2.
En entrevista concedida a Wolf von Schierbrand en 1898, Bismarck renovó sus ataques
despectivos contra la Doctrina Monroe diciendo que era un “insolente dogma jamás sancio-
nado por ninguna potencia europea”3; y volviendo sus acerados dardos contra la reciente
guerra en que España perdió los residuos de su secular imperio –donde en los días de su
esplendor el sol no se ponía–, contienda que John Hay describió con desatado júbilo como
una “espléndida guerrita”4. El antiguo Canciller alemán repudió esa acción marcial tildán-
dola de “indefensible”5.

Para el momento en que se produjo la invitación convencional del Presidente Heureaux
abundaban signos indicativos de que las relaciones entre el Imperio alemán y los Estados
Unidos de América no se distinguían entonces, precisamente, por la mansa placidez de un
cordial entendimiento.
Los altivos pronunciamientos diplomáticos del Secretario Olney en 1895 y los del Presidente
Cleveland en 1896, promulgando la absoluta supremacía de los Estados Unidos de América
en este lado del Atlántico, sumados a las enconadas rivalidades emergentes del enredo de
Samoa6 habían suscitado reacciones de ostensible irritación en el Imperio Alemán.
Las expresiones de algunas personas influyentes en la determinación de la política
exterior de la nación y de personas igualmente influyentes en la orientación de la opinión
pública, traslucieron la tirantez entonces imperante.
A fines de 1896 el navalista Ernst Von Halle sugirió la conveniencia de que fuese
formulada “una auténtica interpretación del punto de vista de los gabinetes europeos
respecto de la forma en que estaban dispuestos a aceptar la Doctrina Monroe como prin-
cipio reconocido de la Ley de las Naciones”. Acentuando su intención von Halle adicionó
al expuesto criterio la necesidad de precisar colectivamente que “hay un límite más allá
del cual los protagonistas del Pan-Americanismo tendrían que confrontar la intervención
del Pan-Europeísmo”7.

1
Die Grosse Politik, 243.
2
Alfred Vagts, Dutschland und die Vereinigten staaten in der Welpolitik, II, 1705.
3
Wolf von Schierbrand, Germany, The Welding of a World Power, 352.
4
Dexter Perkins, Hands Off, 193.
5
Von Schierbrand, ut supra.
6
Vide W.F. Johnson, America’s Foreign Relations, II, 158.
7
Ibid, 187.

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Con ecumenidad casi perfecta la prensa alemana denunciaba a la vez, sin ningún recato,
la “excesiva imaginación”1 y el “jingoísmo”2 americanos.
El mismo Emperador Alemán, para quien la Doctrina Monroe había sido ya “ceremoniosa-
mente sepultada”, no fue más comedido que las citadas personas en sus altivas expresiones. Ya
él había declarado en esos mismos días, sin ambajes ni reticencias, que todo lo que “fuera ne-
cesario” para la marina germana debía “hacerse aún cuando a los Yankees les disgustase”3.
No faltó quien comentara el mensaje del Presidente Cleveland en términos de retórico
reto. “¿Quién les da a los Yankees” –se cuestionó– “el derecho de decir” que el mundo ame-
ricano les pertenece? ¿En qué principio de ley natural o divina pueden fundamentar su caso?
¿O pueden ellos recurrir únicamente a la ley de la fuerza en defensa de sus monstruosas
pretensiones?”4.

El Presidente Heureaux tenía otras razones más expresivas que las declaraciones del tipo
reseñado para haber recurrido al apoyo defensivo del Imperio alemán contra la presentida
agresión americana.
Exceptuando a Gran Bretaña, las demás potencias europeas habían simpatizado con la
causa de España en la reciente guerra con los Estados Unidos de América; y aún habían dado
visibles notaciones de que esperaban y aún deseaban que el triunfo de las armas españolas
coronaran el resultado de esa contienda bélica.
En expresiva manifestación de sus respectivas instrucciones las flotas británicas y ger-
mana asumieron, frente al duelo naval escenificado en las aguas del archipiélago Filipino,
posiciones de antagónica parcialidad.
Durante el asedio de Manila por las fuerzas navales de los Estados Unidos de América
Chichester acataba y aún fortalecía con las fuerzas navales bajo su mando las disposiciones
de la flota americana, mientras el Almirante von Diedrich se empeñaba en “ignorar y hasta
en desafiar la autoridad del comandante americano, violando sistemáticamente las regla-
mentaciones del bloqueo que el Almirante George Dewey “había promulgado”5.
Semejantes transgresiones no tardaron en crear una atmósfera de tensas y conflictivas
emociones. A no ser por la poderosa y decidida parcialidad de las fuerzas navales de Gran
Bretaña, en resuelto respaldo de la armada americana, esas tensiones antagónicas hubieran
podido rematar, eventualmente, en una acción beligerante.
Las provocaciones del Almirante Diedrich fueron tantas y de tanta monta que al fin el
Almirante Dewey, perdiendo la paciencia, le hizo saber que si sus intenciones o propósitos
tendían a beligerar, “sus deseos podían ser en cualquier momento complacidos”6.
Mas, semejante desafío no tuvo consecuencias bélicas. El Almirante von Diedrich supo
que el Almirantazgo británico le había impartido órdenes a Chichester de poner su poderío
naval a disposición y bajo el mando de Dewey; y la perspectiva de habérselas en desigual
combate con las superiores fuerzas combinadas de los Estados Unidos de América y Gran
Bretaña –aliadas desde 1895– no podía ser una contingencia estimulante.

1
Vagts, opus cit., II, 1794.
2
London Standard, Diciembre 20 de 1895.
3
Perkins The Monroe Doctrine (1867-1907), 303.
4
Vagts, opus cit., II, 1704.
5
William Fletecher Johnson, America’s Foreign Relations, II, 262.
6
Ibid.

584
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Es de suponer que los antecedentes revisados promovieron en el ánimo desesperado del


Presidente Heureaux efectos excitantes que lo decidieron a gestionar el respaldo defensivo
del gobierno alemán.

El Presidente Heureaux fue un hábil político, de sentido eminentemente práctico, que
siempre puso el éxito de sus patrióticos fines por encima de toda preocupación o miramiento
fundado en la delicadeza de los escrúpulos morales. Simular disposiciones complacientes
en circunstancias críticas para asegurarle a la república ocasionales aventajamientos y en-
gañar después de haber sido vencida la situación conflictiva, negándose entonces a cumplir
concesiones lesivas de la soberanía política de la nación o menoscabantes de sus dominios
territoriales, fue en él táctica de frecuente empleo “en el gran juego de las relaciones exte-
riores”1; y en el difícil arte de ese juego, según se ha comentado, Heureaux demostró poseer
“cospicua habilidad”2.
El mismo comentarista que en tan laudatoria forma se expresó, ha reconocido que “en
la moderna historia de las Américas no hay realmente ningún capítulo más interesante” que
el capítulo descriptivo de “la manera en que el Dictador3 de un pequeño país4, de escasos
recursos y de importancia sólo potencial”5, enfrentó, unas contra otras, a las grandes poten-
cias europeas y los Estados Unidos de América.
La curiosidad, ansiosa de verdad, sugiere en este punto una pregunta. ¿De haber acce-
dido el Kaiser a satisfacer las riesgosas pretensiones del Presidente Heureaux, éste le habría
hecho honor a su contrapartida?
Esta es una incógnita ya sin posible solución. Sólo caben las especulaciones conjeturales.
Pero antes de aventurar una respuesta, afirmativa o negativa, aún de carácter hipotético,
habría que determinar –facultad que las subseyentes circunstancias despojaron de sus ínsi-
tas virtualidades ordinarias– si la pasión vindicativa se había remontado a tales grados de
vesánica efervescencia que hubiera suplantado en el corazón del dictador la intransigencia
de su demostrado apego a la integridad política y territorial de la nación.
No hay medio disponible para hacer esa comprobación. Para llegar a una temeraria
conclusión, aún de hipotéticas limitaciones, la especulación conjetural sólo cuenta con la
base de los antecedentes; y ceñida a las indicaciones de tales precedentes, la respuesta tiene
que ser forzosamente negativa.
Actuando como agentes confidenciales del gobierno americano, a cambio del arren-
damiento a largo plazo de la Bahía de Samaná, dos de los directores de la San Domingo
Improvement Company le habían prometido al Presidente Heureaux compensaciones tan
deslumbradoras que hubieran podido corromper el frágil pudor nacionalista de quien

1
Sumner Welles, Naboth’s Vineyard, I, 463.
2
Ibid.
3
Ulises Heureaux, ibid.
4
República Dominicana, ibid.
5
Ibid.
El malicioso diseño que Summer Wells ha hecho del Presidente Heureaux, dibujándolo con los rasgos sombríos
de un vendimiador de la Patria, ha sido desacreditado, en ánimo justiciero, por un reputado profesor americano.
“Heureaux merece una biografía de cuerpo entero” –ha dicho el profesor Logan–, biografía que “lo valuará única-
mente como un dictador”. Desagraviando a Heureaux con intención reparadora, el mencionado historiador americano
asevera que Wells ha sido “muy antipático” con Heureaux. Rayford W. Long, Diplomatic Relations of The United States
with Haití (1776-1881), 369, n.o 5.

585
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fuera réplica exacta de los defectos de codicioso egoísmo personal que los defraudados
abogados de la expansión territorial de los Estados Unidos de América le han imputado
al Presidente Heureaux y no pocos dominicanos insensatos repiten, sin discernimiento
crítico, con falso valor de cosa cierta.
Si los antecedentes sirven, como dato ilustrativo, de elemento confiable para fundamen-
tar en sus implicaciones el recto juicio, la respuesta negativa caería por su propio peso en la
conciencia de los hombres ansiosos de que la justicia histórica prevalezca sobre las mentiras
convencionales que la cubren de sombras.

Esas cosas se hacen, pero no se dicen


En ejecución de las estipulaciones contenidas en el artículo séptimo de la convención
subscrita el 18 de agosto de 1898 por los representantes diplomáticos de la República Domi-
nicana y la República de Haití, el 27 de enero de 1899 el gobierno dominicano designó a los
comisarios que conjuntamente con sus colegas haitianos debían formar la Comisión Mixta
encargada de trazar el curso de la línea fronteriza que, según se alegaba, definitivamente
habría de deslindar los respectivos territorios de ambas potencias1.
“Los trabajos de reconocimiento y demarcación de los límites” –les instruyó el Ministro
de Relaciones Exteriores a los comisarios dominicanos– “no se suspenderán a causa de
desacuerdo, sino respecto de los extremos que lo abarquen. Podrán, por tanto, proseguirse
a partir de cada punto en que no haya desavenencia; pero levantando planos descriptivos
tan circunstanciales que la demarcación pueda completarse posteriormente sin necesidad
de nueva inspección material del trayecto”2.
A través de las mismas citadas instrucciones se les previno a los comisarios dominicanos
que “la representación del interés nacional dominicano, en todo cuanto alcance punto de
relación con el trazado de la línea fronteriza”, les era incumbencia privativa siempre que
obrasen en carácter “oficial y colectivo”3; y, correlativamente, se les advirtió de manera
formal y concluyente que en todos los asuntos que no hubiesen conferidas, debían ceñir su
conducta al propósito a darle plena “satisfacción del interés nacional como consigna general
e indeclinable”4.
Asimismo se les encareció que “para la apreciación y comprobación de los antece-
dentes relativos a nuestros derechos territoriales en las fronteras”, debían acudir “al
testimonio de los hechos documentados que figuran anexos a la Memoria escrita por Don
Emiliano Tejera el día 2 de Mayo de 1896, fuente informativa, ésta, que para ese fin les fue
suministrada5.
Los comisarios dominicanos guardaron absoluta fidelidad a los términos de su
mandato respecto del propósito de esa consigna intransigente; y la escrupulosidad de

1
Fueron designados comisarios dominicanos los señores Casimiro N. de Moya, Gerardo Jansen, Isidro Mañón,
Federico Llinás, Arístides García Mella, Carlos Alberto Mota, Wenceslao Ramírez y Francisco J. Peynado. La función
del Presidente le fue asignada al primero y la de Secretario al último de los mencionados comisarios. A cada uno de
ellos se les atribuyó, en consideración de sus personales aptitudes políticas o profesionales, deberes especiales. Vide
Manuel Arturo Peña Batlle, Historia de la Cuestión Fronteriza, 336-38, donde se transcribe íntegramente el texto de las
Instrucciones impartidas por el Ministro de Relaciones Exteriores en fecha 27 de enero de 1899.
2
Ibid, 337.
3
Ibid, 337-38.
4
Ibid, 338.
5
Ibid.

586
ENRIQUE APOLINAR HENRÍQUEZ  |  REMINISCENCIAS Y EVOCACIONES

su conducta, sin duda a tono con la conciencia patriótica de cada uno de ellos, fue la causa
determinante del fracaso que en la misma incipiencia de sus trabajos de demarcación –sin
duda con la regocijada complacencia de los íntimos designios del Presidente Heureaux–
sufrió la misión que las partes contratantes cometieron de común acuerdo a la Comisión
Mixta1.
Desde un principio los comisarios dominicanos mantuvieron, de manera irreductible, la
postura expresiva de que el punto de partida del trazado de la línea fronteriza debía situarse
“en la desembocadura del río Pedernales”. En sustentación de su radical punto de vista los
delegados dominicanos sostuvieron la alegación de que las instrucciones impartidas por su
gobierno les vedaban “determinar ninguna línea fronteriza que no comience en la desem-
bocadura del río Pedernales”2.
La postura asumida por los representantes del interés territorial del gobierno haitiano
fue igualmente adamantina; y como resultado de una y otra intemperancia, el 9 de febrero
fueron “clausuradas las conferencias y suspendidos indefinidamente los trabajos de la Co-
misión Mixta”3.
En fecha 16 de febrero los comisarios dominicanos le rindieron a su gobierno explícito
informe de las circunstancias imperantes y de los hechos ocurridos; y, haciendo referencia
a esa exposición, el 21 les notificó el Ministro de Relaciones Exteriores que el Consejo de
Gobierno había examinado el incidente acontecido “en sus dos fases culminantes –la del
interés jurídico y la del justo interés nacional”4.
Persuadido de que las pretensiones de los delegados haitianos tendían a satisfacer
“fines de improcedente reivindicación de territorio, en ningún tiempo ni en forma alguna
conciliable con el interés nacional dominicano”; y persuadido asimismo, por otra parte, de
que la Comisión Mixta carecía “de competencia para entender en él” y de “calidad para
resolverlo”, el Canciller agregó que el Consejo de Gobierno había resuelto, en atención
a su propia iniciativa, ordenarles a los comisarios dominicanos regresar hasta que “el
Gobierno de Haití se aviniese a concertar” la forma en la cual la Comisión Mixta haya de
reanudar sus diligencias de modo que éstas no pugnen contra los derechos territoriales
de la República Dominicana; y máxime en todos aquellos casos en los que, como en el
de la especie actual, los precitados derechos tengan alcanzada una perfecta notoriedad
internacional”5.
Cuidando con celo igual de no caer en una solución del problema fronterizo ni permitir que las
negociaciones fuesen abandonadas por el gobierno haitiano, en abril 15 el Presidente Heureaux se
entrevistó en Puerto Plata con el Ministro de Haití, Dalbémar Jean Joseph; y sin duda para
darle prominente escenificación a una buena disposición conciliatoria, gestionó la asistencia
a esa entrevista de Monseñor Tonti, Delegado de la Santa Sede en Santo Domingo, Haití y
Venezuela, a la vez que Arzobispo de Haití.
En el curso de esa entrevista el Ministro haitiano declaró que su gobierno estaba dispuesto
a aceptar y aún a proponer la solución consistente en que cada una de las partes designara
planos separados de la propuesta trayectoria de la raya fronteriza con el presupuesto objeto

1
Vide Peña Batlle, opus cit., 346.
2
Nota de los comisarios dominicanos a sus colegas haitianos, fechada el 3 de febrero de 1898. Peña Batlle, ut supra, 344.
3
Ibid, 346.
4
Ibid.
5
Ibid, 346-47.

587
COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

de que ambos gobiernos, a su vez, cotejaran, estudiaran y adoptaran las decisiones que a su
juicio resultaran pertinentes en vista de tales levantamientos1.
Manteniendo en toda su vigilancia la reserva implicativa de que el trazado de la línea
fronteriza debía partir de la desembocadura del río Pedernales –causa del antedicho rom-
pimiento– el Presidente Heureaux profesó, con más malicia que sinceridad, su vocación a
“llegar de una vez para siempre a la solución amigable del asunto”2. La recóndita disposición
del ánimo del presidente era, sin llegar a ninguna solución definitiva, mantener viva en los
haitianos la expectativa de una solución.
Bajo la influencia de los expuestos predicamentos se acordó celebrar próximamente, “en
uno de los puntos del litoral del Norte de Haití”, una entrevista con el Presidente de esta
contérmina república, T. Augustin Simon-Sam, en la esperanza de que en el curso de la misma,
las partes lograran “ponerse definitivamente de acuerdo” sobre el asunto debatido3.

El Presidente de la República Dominicana, Ulises Heureaux, de una parte; y de la otra
parte el Presidente de la República de Haití, Augustin Simon-Sam, se reunieron en el Môle
St. Nicolas –acompañados de sus respectivos séquito– a las 8 horas de la mañana del día 28
de mayo de 1899.
A la cabeza de cada uno de estos séquitos figuraban los respectivos Ministros de Relacio-
nes Exteriores de la República Dominicana y de la República de Haití, Enrique Henríquez y
Víctor Brutus. Los negociadores se dividieron en dos alas, ocupando un lado los dominicanos
y los haitianos el otro lado.
A medida que la discusión de los puntos en disidencia se desarrollaba, la intran-
sigencia de Henríquez y Víctor en la sustentación de sus opuestos puntos de vista iba
enardeciendo el ánimo irritado de los antagónicos cancilleres. Representando la ficción
de su comedia a la medida del fin perseguido, el Presidente Heureaux le echaba leña al
fuego sin proferir palabra. Cuando Víctor Brutus formulaba alguna afirmación favorable
a la ambiciosa tesis de los haitianos, Heureaux hacía con la cabeza signo aprobatorio.
Lo notó su Canciller, y, a la par de sentirse desamparado por quien debía robustecerlo,
resintió la supuesta actitud condesciente del gobernante dominicano, quien, por esa
misma postura, le parecía un delegado haitiano antes que el superior representante del
interés dominicano.
La frecuente reiteración de la expresiva aunque tácita aprobación del Presidente Heureaux
a los pronunciamientos haitianos, le hizo perder los estribos al Canciller dominicano; y en
rapto de remontada indignación agredió de palabra a su colega haitiano, quien respondió a
la ofensa con altivo reto a dirimir su agravio en el campo del honor, desafío que fue aceptado
con igual altivez por el excandecido funcionario diplomático del gobierno dominicano.
Interviniendo entonces con designio apaciguante, Heureaux logró con su habitual pondera-
ción calmar los ánimos excandecidos. Por lo menos, a la vista de las extrínsecas apariencias.

1
Peña Batlle, ibid, 351-52.
2
Ibid, 350.
3
Francisco Henríquez y Carvajal, Ministro de Relaciones Exteriores, Exposición Presentada al Consejo de Gobierno
el 3 de enero de 1900. Peña Batlle, opus cit., 352.

588
ENRIQUE APOLINAR HENRÍQUEZ  |  REMINISCENCIAS Y EVOCACIONES

Silenciosos hicieron el regreso, al navío de guerra que en la bahía les servía de hospedaje,
el Presidente y su Ministro.
—”Presidente” –exclamó el Canciller al pisar la cubierta del armado crucero–, “le anticipo
desde ahora que me reservo sus avenencias en el Consejo de Gobierno”1.
¿Avenencias? El Canciller no había captado la simulación del Presidente. Su objetivo
no era en realidad obtemperar con la ambición de los haitianos sino evitar toda posibilidad
de que, deslumbrados por la ilusión de granjear las suspiradas ventajas territoriales, fueran
inmunes a toda tentación americana que les ganara a los agentes del gobierno de los Estados
Unidos la anuencia necesaria para introducir a través de la frontera la revolución proyectada
con el fin de derrocar a Heureaux; al mismo desafecto dictador que durante toda una década
había venido defraudando, a veces con franca negativa y otra con subterfugios o sofismas
maliciosos, el pretendido arrendamiento de la Bahía de Samaná.
Para que esa comedia cobrara visos de patética realidad, era indispensable que el
Canciller ignorase la simulación, Heureaux estaba seguro de la reacción de su Ministro; y
confiado en los efectos de esa reacción esperaba producir el resultado por él preconcebido.
Tal y como aconteció.
Al Presidente Heureaux, por tanto, no le mortificó la rebeldía de su Ministro. Pero
desaprobó la indiscreción. A pocos pasos de distancia conversaban Fabio Fiallo y Armando
Pellerano Castro, quienes oyendo el desahogo del Ministro Henríquez podían enterarse de lo
que era impropio que supieran. La reconvención de Heureaux fue comedida y elocuente. Le
echó el brazo a su Ministro, lo atrajo hasta él y junto al oído le dijo en voz baja: —”Ministro,
esas cosas se hacen, pero no se dicen”2.

Emiliano Tejera, el insigne dominicano a quien Heureaux había investido de los po-
deres del caso para representar el interés dominicano ante su Santidad el Papa León XIII,
anteriormente designado árbitro por las partes litigantes en todo lo atinente a la solución
del problema fronterizo, no estaba muy seguro –debido a sus escatimosas maniobras– de
la integridad patriótica del Presidente Heureaux. A causa de esa desconfianza del tirano,
Tejera se había incapacitado para interpretar en su exacto sentido, de recónditas intenciones,
las maliciosas tácticas del Presidente Heureaux.
Al retornar el Presidente del muelle Saint Nicolás, se presento Don Emiliano en Palacio.
Heureaux lo recibió a temprana hora de la mañana en el despacho del Ministro de Relaciones
Exteriores, y esas circunstancia le permitió al Oficial Mayor de ese ministerio enterarse, a
discreta distancia, de la conversación sostenida por ambos personajes.
Don Emiliano se quejaba, insistentemente, de que no se le hubiese familiarizado pre-
viamente con los pormenorizados objetivos de la entrevista realizada en el Môle St. Nicolas
ni consultado su opinión acerca de tan delicado asunto. Heureaux escuchó con su habitual
paciencia y cortés atención el largo y quejumbroso discurso de Don Emiliano; y, finalmente,
le dijo con tajante y verídica explicación:
—”Don Emiliano, yo no puedo valerme de usted para engañar a los haitianos. Eso tengo
que hacerlo yo”.

1
Versión de Enrique Henríquez.
2
Versión de Armando Pellerano Castro, Oficial Mayor del Ministerio de Relaciones Exteriores.

589
COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

La diplomacia no claudicó
Cum recte vivas, ne cures verba malorum. Dicta Catonis.

A la muerte del Presidente Heureaux1 el sentimiento público de la libre determinación


de la soberanía popular, coercido durante doce años de continuo despotismo, se explayó en
un torrente de acusaciones infamantes.
Hasta un personaje de la reputación que acreditaba la vida de Don Mariano Antonio
Cestero, se dejó arrastrar por los ímpetus acusatorios de la nueva corriente política; y así
remolcado, salió a la palestra arremetiendo contra el Presidente de la República, recién ful-
minado por el plomo tiranicida (a rey muerto gran lanzada), al mismo tiempo que contra
su Ministro de Relaciones Exteriores.
“El déspota Heureaux” –denunció Don Mariano– “ajustó un tratado con el Gobierno
de Haití en octubre de 1898. Habían mediado para ello distintas entrevistas entre Lilís2 y
Sam3, en Jacmel, Cabo Haitiano, Môle San Nicolas. En la habida en esta ciudad se ultimó
el pacto entre el señor Dalbémar Jean Joseph por parte de Haití y el Ministro de Relaciones
Exteriores de la nuestra. Ratificado por el Congreso con carácter secreto según cláusula
en él expresa y condición de permanecer tal durante un año. Estatuía: que el Gobierno
Dominicano entregaba al de Haití por la cantidad de un millón de pesos todo el terreno
que este ocupaba (indebidamente) en las fronteras del Norte y Sur (miles de quilómetros
cuadros”4.
Aceptando o más bien reclamando con orgullosa altivez la responsabilidad de haber
intervenido como representante diplomático de la República en la concertación de “todas las
convenciones de carácter internacional”5 que desde 1895 y hasta 1899 habían sido pactadas
por ambas naciones contérminas, el Ministro de Relaciones Exteriores durante los últimos
seis años de la administración de Ulises Heureaux le salió al encuentro a Don Mariano. En
su réplica el aludido aseveró, ante todo, que en ninguno de los convenidos instrumentos
contractuales había estipulación alguna que ensombreciera su reputación ni le irrogara al
país daño o desdoro.
El disertante precisó que en todas las negociaciones intervenidas había obrado en su
condición de agente de un gobierno “apoderado por el pueblo” dominicano “para pactar
con Haití”; y que en ejecución del mandato plebiscitario había representado dignamente el
interés de la República. Lo que ameritaba dilucidarse era, a su juicio, si en el cumplimien-
to de sus incumbencias diplomáticas, él había actuado o no “con cabal celo patriótico”6.
Atestiguando “una cosa o la otra” –agregó– estaban en los archivos oficiales “los hechos
documentados que obran en poder del gobierno”7, régimen sucedáneo de la dictadura de
Heureaux.
Por respeto a su delicadeza personal el refutante prefería abstenerse de “incurrir en la
flaqueza” de hacer “su propio encomio”8. Prefería –dijo– dejar ese esclarecimiento de la
verdad a la honesta investigación de los terceros.
1
Victimado a tiros en Julio 26 de 1899.
2
Ulises Heureaux, Presidente de la República Dominicana.
3
T. Augustin Simon-Sam, Presidente de la República de Haití.
4
Mariano A. Cestero, Tratado Secreto con Haití. Listín Diario, diciembre 28 de 1899.
5
Enrique Henríque, Contra la Impostura. Listín Diario, enero 2 de 1900.
6
Ibid.
7
Ibid.
8
Ibid.

590
ENRIQUE APOLINAR HENRÍQUEZ  |  REMINISCENCIAS Y EVOCACIONES

Pero con creciente indignación desacreditó el infundio que pretendía atribuirle la


infidencia de haber pedido auxilios políticos al gobierno de los Estados Unidos de América.
En otra forma muy distinta –cabe objetar– habrían de describir su conducta oficial recientes
actuaciones. Tales como, por ejemplo, la oportuna denuncia del benévolo Tratado Domínico-
Americano de 1867; la declaración de neutralidad estricta respecto del conflicto bélico lidiado
poco antes entre los Estados Unidos de América y España; y en ocasión de esa contienda
su negación a validar de hecho el ya caduco instrumento antes mencionado. Aún podría
exhibir otros antecedentes inmediatos que podían corroborar su celo patriótico, tales como
la tajante respuesta que le dio a la nota que el Departamento de Estado tramitó a través del
Cónsul Grimké el 9 de mayo de 1898 –seminal sin duda de imprevisibles consecuencias
de expansión imperialista–; y hasta la morosidad retardativa del actual arreglo de la añaja
controversia fronteriza con Haití1.

Enrique Henríquez rechazó con análoga energía la especie calumniosa que pretendió
situarlo “en el caso inverosímil” de un funcionario tan desaprensivo de sus patrióticas obli-
gaciones, que realmente hubiese “recurrido al favor de las armas americanas” para asegurar
la estabilidad del gobierno, del Vicepresidente Figuereo, que a la muerte de Heureaux lo
sucedió en la función de gobernar el país. Los citados antecedentes desacreditaban, de por
sí, la veracidad de semejante especie calumniosa.
Bien seguro de sí mismo y orgulloso de la limpidez moral y patriótica de su conducta
oficial, en rasgo de personal hombría el difamado Ministro expresó a continuación que, aún
cuando “sincera y resueltemente” apartado de “la política activa” (abstención que mantuvo
durante el resto de su larga vida) se había quedado en el país para “responder” de sus “actos
oficiales como ciudadano sumiso al imperio de la ley”, y, asimismo, para “responder” de sus
“actos personales como hombre”2.

Cuando Sebastián Emilio Valverde –orgullo de Santiago de los Caballeros por su hombría
de bien– leyó el artículo acusatorio de Don Mariano, se indignó. Confiado en la integridad
patriótica de su antiguo colega en el gabinete del Presidente Heureaux, Don Chanito le
anticipó a sus amistades de Santiago que la contestación del aludido no se haría esperar y
pondría las cosas en su justo lugar; y, según rezan sus revelaciones epistolares, tan presto
topó en el Listín Diario con ello, respaldó sus palabras con la exhibición de las actitudes
relatadas en ese periódico por el interesado.

1
Esta aseveración resulta incomprensible para quienes no están en autos de los esfuerzos del gobierno americano
por obtener de Heureaux, directamente, el acuerdo necesario a la impetrada enajenación de la Bahía de Samaná. En los
comienzos de abril de 1898 el agente confidencial del gobierno americano que gestionaba la cesión de Samaná, ante la
renuencia del Presidente le hizo saber a éste que “no valdría posponer ni entretener. Sé que los Estados Unidos están
dispuestos a arreglar pronto esta cuestión; y si por cualquier razón el General Heureaux dilata en decir que “sí”, ellos
interpretarán que dice “no” y se dirigirán a otra parte” (¿los revolucionarios dominicanos, el gobierno haitiano o ambos?)
“en solicitud de lo que desean, cueste lo que cueste”. Carta del Vicepresidente de la Improvement, C. W. Wells.
La actitud de Heureaux se deduce de los acontecimientos subsiguientes. El 2 de junio desembarcó en Montecristi,
procedente del puerto americano de Mobile, la expedición del Fanita.
Las revoluciones que llegaban por mar estaban expuestas al fracaso; y predispuestas al triunfo las que entraban
por la frontera. Heureaux siempre cuidó de cerrar esa puerta. Él sabía que mientras el gobierno haitiano creyera en la
posibilidad de un buen arreglo del litigio fronterizo, los americanos no podrían sobornar a ningún régimen haitiano.
Su táctica consistía pues en simular disposición al arreglo definitivo sin jamás llegar a concertarlo.
2
Henríquez, ut supra.

591
COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

“Yo siento” –le escribió Don Chanito a su amigo en un rapto de ternura fraternal– “que
la naturaleza no nos haya hecho más que amigos cuando yo te quiero como a hermano”1.
Miguel Ángel Garrido, hidalgo paladín de las libertades públicas –cuya defensa de las
mismas tantas persecuciones le costaron– les hermanó al parangonarlos, en compañía de
Don Gerardo Pérez, en el austero y decente desempeño de sus funciones ministeriales bajo
el régimen dictatorial del Presidente Heureaux.
Al pie de la tenebrosa semblanza que de Ulises Heureaux escribió, Miguel Ángel calzó
la siguiente nota: “El autor ha leído muy detenidamente todos y cada uno de los documentos
que constituyen el archivo de Ulises Heureaux y conserva, además, un resumen general, de-
bidamente certificado, de dicho archivo. Por eso, y deseando probar la imparcialidad que lo
guía, se complace en sacar a la luz pública estas firmas, autoras de aquellos honrados consejos
y altivas protestas: Sebastián Emilio Valverde, Enrique Henríquez, Genaro Pérez”2.
Este gallardo espíritu, este jurado adalid de las libertades democráticas, este inflexible
contumaz de toda tiranía política (olvidado después en épocas de fáciles encumbramientos
y de impropias glorificaciones de tantos valores falsos) dijo palabras de reconocimiento
justiciero, consecuente con la recta línea de su vida pública y en contraste conla ligereza de
su cuñado Don Mariano, lavando así el agravio inopinado.
¡Honrados consejos! No hay gobernantes, ni aún los más discretos y prudentes, que no
necesiten de ese asesoramiento admonitorio; pero para recibirlo en fértil ánimo hay que
saber no sólo tolerar las advertencias que contenga sino también buscarlas.
Agudo y experimentado asesor de testas coronadas, Diego Saavedra Fajardo previno
en éstas, a todo gobernante, preceptuando que “es menester que busque el príncipe amigos
fieles y verdaderos”, es decir, amigos que para bien del gobernante y provecho de los go-
bernados, “le digan la verdad”.
En un momento de ingravescente crisis política propicia a la insidiosa lesión de bien
sentadas reputaciones, Miguel Angel Garrido no calló la verdad depuradora de la historia;
la promulgó con la misma entereza que usó antes para resistir sin miedo y sin fatiga la opre-
sión que le hizo la vida insoportable, teniendo que arrostrarla pesadamente cual la arrostró,
pero siempre con cívica hombría.
Tampoco calló esa verdad Américo Lugo. Haciendo deliberada abstracción del poeta
“cuyo verso aristocrático” –según su propia expresión– sufre “parangón con el de Heine”3;
del prosista “brillante, conceptuoso, delicado”; y también del abogado a quien su donosa
pluma exaltó el rango de “uno de los más notables y capaces que este país haya producido”4,
se refirió al hombre. Inducido acaso por las desconcertadas circunstancias prevalecientes en el
mundo de la política doméstica, Don Américo prefirió destacar la figura pública de Enrique
Henríquez; y en ese aspecto de su vida puso de relieve, a los ojos de la despistada sociedad
dominicana, la actuación del Canciller dominicano durante los dos últimos períodos de la
férrea dictadura del Presidente Heureaux.

1
Sebastián Emilio Valverde a Enrique Henríquez, enero de 1900.
2
Miguel A. Garrido, Siluetas (ed. príncipe), 182.
No pocos casos se conocen en los cuales, por saberlos puros de artimañas, el dictador acató el consejo honrado
y aún toleró la protesta altiva que unos por interesado cálculo, otros por proclividad aviesa y los mas por flácida timi-
dez de carácter, dejaban de formularlas a pesar de que por su posición estaban obligados –como lo hacían Valverde,
Henríquez y Pérez– a dar sanos consejos y aún la protesta que invitaba a la razonable recapacitación.
3
Américo Lugo, Punto Largo, 195.
4
Ibid.

592
ENRIQUE APOLINAR HENRÍQUEZ  |  REMINISCENCIAS Y EVOCACIONES

Sin elusiva reticencia, dando en cambio rienda suelta al ímpetu de sus cordiales
simpatías y sinceras convicciones, Lugo señaló al recién caído Canciller como “la más alta
personalidad política en la administración de Heureaux, administración frente a la cual
apenas pudo tener personalidad el pueblo mismo”1. A despecho de tan adversas condiciones
–acentuó– Enrique Henríquez se empeñó, no obstante, en “imprimir el sello del derecho a
la labor gubernativa” en “un régimen de fuerza”2. Asegurando que “a veces” el Canciller
Henríquez se negó “a ratificar convenciones pactadas por el Presidente de la República
con ministros extranjeros, Don Américo recurre al testimonio del Ministro Italiano, Enricco
Chico, como uno de los ministros extranjeros capacitados por su propia experiencia para
“dar fé de ello y alto testimonio”3.
Sentando la teoría de que Enrique Henríquez fue “lazo de unión” entre la sociedad y
el gobierno, Don Américo afirma que “la juventud capitaleña no tuvo mejor director espi-
ritual y social”4 en aquella época, aunque acciones como ésas, sin duda por carecer él de
temperamento y propósitos burocráticos, las generaciones subsiguientes lo ignoraron en ese
sentido, aunque entonces –a juicio de Lugo– “fue la mejor representación de la ciudadanía
modesta e ilustrada”5.
Debido a esa modestia Lugo pudo decir del funcionario biografiado que “su espíritu,
superior a toda altura, jamás sintió vértigos”; y gracias a esa inmunidad de vanidades, que
“ni su familia ni sus amigos ni la sociedad pudieron notar en su conducta el más ligero cam-
bio” cuando el ciudadano pasó a ser alto funcionario de la nación. Culminando en el elogio
de su vida privada, dice Lugo que la amabilidad fue característica suya en una época de
general orgullo”. Don Américo destaca otras virtudes de la vida privada de su biografiado
a punto largo. “Su moralidad privada fue –enfatizó– “notable en una época de queridas
ministeriales; la sencillez de su vida resaltó en una época en que el lujo y el boato parecían
la consigna del valer personal”6.
Don Américo no dejó de exaltar también, en forma más directa, los patrióticos celos que
en Enrique Henríquez lo capacitaban para subordinar “toda mira de política personalista al
supremo interés de la república” y desplegar la entereza cívica necesaria para “infundir en
los comisarios dominicanos”, cual lo hizo, indómito “espíritu de resistencia y de protesta
contra las pretensiones abusivas de los comisarios haitianos” respecto del trazado de la
línea fronteriza7.

No hay que temer las malas lenguas –dijo Catón– si se vive en espíritu de rectitud. La jus-
ticia puede tardar para los hombres que tal viven; pero jamás les fallará el espaldarazo.
Nueve años después de haber desaparecido mi padre de este mundo y cuando sólo
seis meses faltaban para cumplirse el primer siglo de su nacimiento8, el dictador Rafael L.
Trujillo Molina se dirigió al Presidente del Consejo Administrativo (gobierno del Distrito

1
Ibid.
2
Ibid, 197.
3
Ibid, 198. Es de presumir que Lugo quiso significar acuerdos informales, puesto que la negociación formal de
las convenciones era atribución del Ministro de Relaciones Exteriores.
4
Ibid, 196.
5
Ibid.
6
Ibid.
7
Ibid, 214.
8
Enrique Henríquez nació en Santo Domingo el 30 de noviembre de 1859.

593
COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

Nacional en esa época) sugiriendo que “la memoria” de Enrique Henríquez fuese “honrada”
mediante la designación “de una de las calles de esta ciudad” con su nombre1.
El dictador Trujillo justificó la iniciativa del indicado homenaje poniendo de relieve la figura
del intelectual y del diplómata, del orador y del poeta; pero poniendo el acento tónico en el
diplómata. “En el Licenciado Enrique Henríquez concurrieron muchos de los dones” –preconizó
Trujillo– “con que Dios ornamenta a sus criaturas privilegiadas; y como Secretario de Relaciones
Exteriores, diplomático inteligente –agregó– “él sirvió con firmeza y patriotismo los intereses
superiores de la República en horas difíciles de su historia”2. Ese complejo servicio de puro y
hábil patriotismo, que él le atribuyó a Enrique Henríquez, lo condensó Trujillo afirmando
de manera concluyente que la diplomacia “no claudicó en sus manos”3.
Trujillo hurgaba en todas las fuentes los más íntimos detalles de la vida pública y privada
de los dominicanos para usar esas informaciones como arma de descrédito contra las personas
que hubiesen cometido algún desliz público o privado. En el caso de Enrique Henríquez lo
único que pudo decir fue lo que dijo: que la diplomacia no claudicó en sus manos.
Por propia iniciativa o sirviendo instrucciones de Trujillo, Tulio M. Cestero escudriñó
en los archivos de Relaciones Exteriores en uno de sus últimos viajes al país. Un día nos
encontramos al acaso, en la calle, en el momento en que egresaba de la Cancillería; y de
sopetón me dijo:
—”Papá fue engañado por falsas informaciones. Yo he examinado los legajos del Ministro
de Relaciones Exteriores de la época en que Enrique fue Ministro; y, a la verdad, no hay allí
nada que no hable en honra de tu padre”.

Reseña de un viaje
Aún cuando a lo largo de mi niñez y de mi adolescencia nunca fui anormalmente
enfermizo, mi inapetencia y delgadez fueron deficiencias que siempre preocuparon a mis
padres. Para combatir esos defectos, de tiempo en tiempo pasábamos temporadas en las
estancias, vecinas del mar, que entonces abundaban en las afueras de la ciudad de Santo
Domingo, cuyas áreas han sido convertidas ya en ensanches integrados al conjunto urbano
de la misma.
Se pensaba, con mayor fe, en los benéficos efectos de un viaje por los caminos del mar.
Pero este propósito tropezaba con obstáculos de vencimiento harto difícil. Mi padre no tran-
sigía con la idea de la separación, aún cuando sólo fuese brevemente transitoria, en razón
de que suspendía la directa vigilancia y los asiduos cuidados del celo familiar que entonces
extramaban los mayores. Menos, todavía, mi madre. La solución de acompañarme él trope-
zaba, a su vez, con dúplice dificultad. Esa solución exigía de una parte el abandono temporal
del resto de la familia; y por otro lado colidía con el escollo de su personal idiosincracia.
Además de la dedicación debida a sus obligaciones profesionales —problema de solución
relativamente fácil— su apego a las relaciones y modalidades de la vida social del propio
país, lo indisponía de ordinario a movilizarse más allá de las fronteras nacionales.

1
En Rafael L. Trujillo Molina, a Marcos A. Gómez hijo, Presidente del Consejo Administrativo, Mayo 25 de 1959.
2
Ibid.
3
Ibid.

594
ENRIQUE APOLINAR HENRÍQUEZ  |  REMINISCENCIAS Y EVOCACIONES

En enero de 1901 inesperadas circunstancias modificaron, allanándolas, esas dificulta-


des. El Ministro de Relaciones Exteriores del gobierno dominicano había recibido mandato
de trasladarse a los Estados Unidos de América para negociar allí con los directores de la
San Domingo Improvement Company un ajuste definitivo de todas las acreencias que esa
sociedad financiera y sus aliadas alegaban poseer contra el Estado Dominicano.
El aludido representante del gobierno dominicano, Dr. Francisco Henríquez y Car-
vajal, era tío de mi padre; y a ese estrecho parentezco unía la singular condición de ser
la única persona —me había dicho ya mi padre en otras ocasiones— con quien en razón
de los lazos de familia que reforzaban otros motivos de especial confianza (sobre todo
por su condición de médico) me habría dejado trascender, sin él, las geográficas lindes
del país.
En esa época los viajes al exterior eran ausencias absolutas y expuestas a todos los proble-
mas de la distancia y los azares de la navegación. Las posibilidades de ingratas contingencias
eran lazos que me ataban, por la meticulosa voluntad de mis padres, al angosto círculo de
mi ciudad natal contra la preferencia de mi juvenil curiosidad, anhelosa de trasponer los
mares en busca de más amplios horizontes donde mi espíritu pudiera disfrutar imaginadas
impresiones deleitosas. Los medios de comunicación alcanzados por la técnica de hoy —hay
que acentuarlo— han suprimido las ansiedades que en los dominios del afecto familiar
suscitaban entonces los viajes al extranjero.
Los recursos de la ciencia han encogido los dominios físicos del mundo. Ya no hay
distancia que en un mismo día no venza la velocidad de los aviones; y desde todo punto
del universo habitado por el hombre civilizado, se consigue al instante plática directa a
través del teléfono inalámbrico. Vista desde el lado económico las más explícita conver-
sación, por esa vía, cuesta hoy día muchísimo menos de lo que a mi padre le costaban las
cartas cablegráficas que solía dirigirme en los pocos meses que pasé en tierras del viejo
mundo.
Mi tío Pancho, que por conveniencia de mi saludable desarrollo físico y por motivos
saludables también para el armónico desarrollo de la mente y del espíritu había aconsejado
mis andanzas por las rutas oceánicas, insistió en que me prepararan para llevarme consigo
en el propuesto viaje. Sin argumento válido que oponerle en tales circunstancias a mis deseos
de viajar, capituló la renuencia de mi padre.

El bufete de abogados, Peynado & Henríquez, del cual formaba parte mi padre, tenía a
su cargo la asesoría jurídica de los intereses pragmáticos de la San Domingo Improvement
Company y compartes. Ante la perspectiva de la misión que el gobierno dominicano le
había cometido a mi tío Pancho, los directores de esas empresas financieras requirieron la
presencia, concomitante, de sus asesores dominicanos.
Reuniones conciliares con sus abogados dominicanos eran de tiempo en tiempo solici-
tadas y realizadas en New York; y, debido a la consuetudinaria inmovilidad de mi padre1,
prestaba tales asesoramientos su socio Francisco J. Peynado.
A última hora se produjo esa vez, empero, un imprevisto cambio. Mi padre andaba tan
desazonado con la ocurrencia de mi viaje que sus contertulios del Club Unión decidieron

1
Enrique Henríquez.

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

persuadirlo de hacerme compañía; y esa misma noche, los que podían, acervaron y le
proveyeron atavío adecuado a la estación invernal reinante en el lugar de nuestra meta.

Cuando a la mañana siguiente desperté y me enteraron de esa inesperada novedad, la
sorpresa inundó mi alma de inefable alegría. Emoción natural en un mozuelo que jamás se
había separado de la íntima rueda del hogar.
Esa misma mañana emprendimos viaje. Estaba programado hacer concertada escala de
trasbordo en la hermana isla que el Almirante de la Mar Océano denominó, al descubrirla,
con el bíblico nombre del precursor San Juan Bautista.
Hicimos nuestro ingreso a esa preciosa ínsula de la zona tropical por el puerto meri-
dional de Ponce.
El trayecto conducente de la playa a la ciudad lo recorrimos en carruajes tirados por
corceles animosos. Cuando nuevamente lo recorrí, casi media centuria después, al verlo
despojado ya de sus hermosos árboles, pensé con melancolía en la contradicción que nos
ofrece el hecho de que los avances del progreso material las más de las veces destruyen,
como enemigo, las bellezas que la gracia de Dios nos regaló; y no pocas, también las bellezas
cultivadas por los hombres. Repasándolo con avidez ensoñadora, sentí pena y dolor de que
ese sendero haya perdido los atractivos que antaño admiré al contemplar fugitivamente con
mirada embelesada y ánimo absorto el nemoroso espectáculo que deslumbró la simplicidad
contemplativa de mis catorce años.
Vívido conservo aún el recuerdo de esa primordial visita a la ciudad de Ponce. El recuerdo
también de la emoción que me produjo el hecho de cruzar a pie, sin que siquiera se mojaran
mis zapatos, el río sin cauce que empujado por la furia del huracán, en su desbordamiento
caudaloso dos años antes había arrastrado el embravecido mar, que se los tragó, algunas
rústicas viviendas con sus indefensos y angustiados moradores.

Según lo habíamos previamente arreglado, un día después proseguimos el itinerario de
nuestro viaje por la vía terrestre. Antes de partir nos detuvimos en el mercado, a la tenue
luz del alba, para tomar el tonificante y aromoso café cuya bien sentada fama circulaba por
todos los ámbitos del mundo.
En Juana Díaz nos detuvimos a desayunar. Allí, sin sospecharlo, nos aguardaba un
contratiempo. Mientras esperábamos el variado condumio que habíamos ordenado, celosos
agentes de la policía detuvieron a mi padre. Habían confundido sus rasgos fisonómicos con
los de un temido delincuente cuya pista venían siguiendo en diligencia de apresarlo. Trabajo
nos costó evitar que se lo llevaran al cuartel de la policía. Fue necesario que llegara un agente
de rango superior para que, aceptada la veracidad de la suministrada identificación de mi
padre, los guardianes del orden público se retiraran dejándonos agotar en paz el incitante
servicio que ya resplandecía en nuestra aderezada mesa.
Una vez terminado el desayuno y recuperado ya el primordial estado de ánimo, rego-
cijado y parlotero, escalamos con presteza los coches que durante todo un día y sin ningún
otro incidente ingrato cumplieron su misión de transportarnos a lo largo del holgado camino
carretero que altas y verdes colinas embellecían y bordeaban suaves ondulaciones unas veces
y otras profundos precipicios.

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ENRIQUE APOLINAR HENRÍQUEZ  |  REMINISCENCIAS Y EVOCACIONES

El camino fue largo. Pero nunca dejó de ser divertido. No fue hasta entrada la noche
cuando a lo lejos divisamos las luces, cada vez mas nítidas, de la isleta que bajo el nombre
de Villa Caparra fundó en 1508 Ponce de León —primer Gobernador cristiano de esa her-
mosa tierra isleña—, denominación que el Rey de España trocó más tarde por el sonoro y
sugestivo de Puerto Rico, designación que más tarde fue aplicada a todo el territorio del
país mientras la capital ha conservado el de San Juan.

En el viejo San Juan, que era todo el San Juan de entonces, hicimos corta estancia que sólo
duró hasta establecer la conexión naval que había de transportarnos a la prefijada meta de
New York. La escala fue muy corta; pero, con todo, sus encantos bastaron a sembrar en mi
alma un recuerdo que perdura todavía a pesar de que el actual género de vida lo ha desva-
necido. No todo, empero, ha desaparecido. El afán preservador de la cultura que enaltece a
ese país hermano, ha conservado en parte la fisonomía original de las casonas coliniales que
hoy aún más que ayer son preciosas joyas del viejo San Juan por cuyas calles adoquinadas
gusto discurrir, cada vez que lo visito, evocando su romántico pasado, al cual asocio siempre
la sonora alegría que daban los antiguos coches —parte del género de vida ya esfumado—
cuyos timbres, repicando sin cesar, colmaban el ambiente con su metálico tintineo mientras
los cascos de sus briosos corceles le arrancaban al sáxeo pavimento luminosas chispas que
a mis ojos simulaban puñados de estrellas rodando por el suelo.
La adaptación fue tan rápida y gustosa, que la partida dejó en el corazón pronunciados
residuos de honda y añorante melancolía.

La travesía del levantisco Atlántico fue memorablemente accidentada. En pleno piéla-
go nos sorprendió pertinaz borrasca. Como atolondrada cáscara de nuez flotando sobre el
semoviente lomo de la mar océano, la nave que nos conducía daba tumbos y retumbos al
capricho veleidoso del viento y de las olas.
Hubo día en que la singladura no pasó del ruin promedio de seis nudos la hora. El San
Juan —tal era el nombre de la nave— parecía estar estacionado. El vendaval rugía sin cesar;
y su rauco bramido infundía temores agoreros. Desesperado, un día el Capitán del barco
ensayó el expediente de acelerar la marcha desplegando al viento el aparato del velamen.
Esforzados marineros lucharon, largo rato, por izar las velas. El viento, enfurecido, respondió
al intento haciendo trizas el velamen; y su estallido fingió corto pero vivo tiroteo que a no
pocos pasajeros alarmó.
Al borde de sufrir una catástrofe, pudimos, sin embargo, tender piadosa ayuda a otros
navegantes más infortunados. A través de la niebla que ensombrecía la tarde, divisamos
destartalado bergantín. La tempestad lo había despojado de todo signo de arboladura y
de todo resorte de control. Mientras tripulación y pasajeros desesperaban de su suerte, la
maltrecha nao bamboleada dando tumbos al garete.
A fuerza de heroicos trabajos y decisión igualmente heroica, de nuestros propios tripu-
lantes, fueron salvados los que sin ese auxilio habrían sin duda perecido. Por fortuna para
ellos y para nosotros gran ventura, no tuvimos que lamentar ese siniestro desenlace. Reco-
gimos a los náufragos; los albergamos, los abrigamos, los alimentamos y ampliamente les
proveímos de dinero. La piadosa simpatía humana, sentimiento que avivó la común angustia,

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

nos hermanó; y la letificante emoción de haber salvado y auxiliado al prójimo necesitado,


nos rebosó el alma de tan férvido contento que no volvimos a pensar en los peligros de la
borrasca, enfurecida todavía.

Tras largos días de navegación arribamos al puerto de New York.
La común ignorancia del idioma inglés nos llevó a hospedarnos en el Hotel Martín, donde
el habla y la comida eran de linaje puramente francés. Además de mi padre y de mi tío otros
miembros de la familia formaban parte del grupo. Estos eran Francisco Noel y Pedro Nicolás,
hijos ambos de mi tío Pancho, jóvenes que en esa famosa urbe americana iban a sentar plaza con
el deliberado designio de ganar el sustento de la propia vida mediante el trabajo que esperaban
encontrar y de acrecentar el acervo, cual lo hicieron, de su ya abastecido bagaje cultural. En
función de secretario del Ministro de Relaciones Exteriores también formaba parte destacada
del grupo el poeta Andrejulio Aybar —justo orgullo de las musas—, carísimo maestro de mis
años juveniles y dilecto amigo durante el lapso de su larga vida.
En nuestra sala del Hotel Martin solían congregarse varios compatriotas nuestros. Entre los
más asiduos —diarios visitantes estaban siempre presentes Leonte Vázquez, Alejandro Woos
y Gil y Florisel Rojas (este último inventor y enseres y ferviente seguidor de las teorías del
recién fenecido economista americano Henry George); y otros más de irregular frecuencia.

Las negociaciones con los directores de la Improvement y sus aliadas, objetivo del viaje
de mi tío Pancho en función de representante del gobierno dominicano, fueron entabladas sin
demora. En el Fith Avenue Hotel, sede ex profeso de tales directores, tenían lugar las conven-
cionales deliberaciones. No pocos de los puntos formalmente debatidos allí dejaban de ser,
empero, colectivamente revisados por nosotros y los compatriotas visitantes. ¡Cuán hondo,
cuán puro y cuán sincero era el amor a la Patria, que en esos intercambios de criterio nos
unía! Recordando esa experiencia y otras igualmente estimulantes, cuántas veces he pensado
en la feliz y avanzada nación que hubiéramos podido fomentar si los dominicanos sintieran,
pensaran y se condujeran en su propia tierra con la sensatez, altura y digno patriotismo que
en el extranjero suelen ser lazos que los unen en una paradígmica familia nacional.

El proceso de las negociaciones avanzaba a la medida de nuestras exigencias y al compás
de nuestra aspiración nacionalista. Miel sobre hojuela hubiera sido adecuada descripción. Pero
un día del mes de marzo cayó en el seno de nuestro sorprendido y alarmado cenáculo, como
bólido cargado de inquietudes, la noticia de haberse producido un abrupto rompimiento en las
negociaciones que hasta entonces se desarrollaban en atmósfera de paz y mutua comprensión;
y, para desesperante confusión de todos, súpose también que la ruptura se debió a la terca
intemperancia de un hombre sólitamente tan paciente y razonable como siempre lo había sido
—sello distintivo de su personalidad— el Dr. Francisco Henríquez y Carvajal.
Ocasionó la disyuntiva —se aclaró— la insignificante diferencia de un cuatro por ciento
anual en la tasa de interés que los negociadores debían estipular a cargo de las sumas pen-
dientes de cancelación.
¡Ay, la fatiga mental suele alterar el normal carácter de los hombres! Y eso fue todo. Una
simple y pasajera nube de verano.

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ENRIQUE APOLINAR HENRÍQUEZ  |  REMINISCENCIAS Y EVOCACIONES

En nuestro informal cenáculo imperó unánime temperamento de conciliación. Sin mer-


ma del decoro se acordó que en alguna forma debía promoverse la reanudación del diálogo
entablado en miras de alcanzar un conveniente ajuste contractual. Silencioso y expectante
escuchaba mi tío Pancho. A la sombra del descanso recobradas su habitual lucidez mental y
su congénita serenidad de espíritu, sin ningún reparo aceptó mi tío el preconizado restable-
cimiento de los debates suspendidos. Por mutua iniciativa de Don Alejandro y Don Leonte,
se acordó que mi padre gestionara la reanudación de relaciones; y mediante esa delegación
se obtuvo fácilmente, sin la más leve traza claudicante de la decorosa altivez dominicana,
que las negociaciones fuesen renovadas.
No hubo más tropiezo. En lo sucesivo las negociaciones se deslizaron suavemente sobre
rieles lubricados con el óleo de la mutua comprensión. Pero no rodaron tan suavemente sin
que antes su mediación componedora le hubiese provocado a mi padre un incidente ingrato
a la sensibilidad de su ético amor propio.
Cuando a la mañana siguiente al episodio relatado llegó mi padre al Fith Avenue Hotel,
tras del ritualístico intercambio de saludos John T. Abbott le espetó un reparo que en los
oídos de mi padre retumbó con aspereza lesiva de su rectitud moral.
—”Don Enrique” –exclamó Mr. Abbott–, “mi gente ha observado que en el curso de las
negociaciones usted parece más el abogado de los intereses del gobierno dominicano que
de nuestros intereses”.
Esa observación resultó demasiado hiriente para ser soportada sin indignación por
persona de pundonor tan sensitivo como el de mi padre. La réplica, al instante, restalló tan
rápida como cortante.
—”Mr. Abbott” –eyaculó mi padre–; “dígale a su gente que desde este mismo instante
he dejado de estar a su servicio”.
Poniéndose en pie, mi padre le tendió la mano en ademán de despedida. Mr. Abbott la
retuvo fuertemente entre las suyas mientras explotaba en una risotada insólita en persona
de tan comedidas maneras como siempre eran las suyas.
—”Don Enrique” –explicó Mr. Abbott sonriendo–, “mi gente se siente ahora más segura
de la lealtad de sus servicios y de la buena fe de su persona. Ellos entienden que no podrían
tener esa confianza en su fidelidad profesional si usted fuera indiferente a la justa defensa
del interés de su país”.
También en este caso como en el precitado se disipó, el disturbio confrontado, como una
simple y pasajera nube de verano.

A ojo de buen cubero


Estando yo en el bufete de abogados Peynado y Henríquez se presentó John T. Abbott.
Se detuvo allí con el objeto de hacer hora para acudir puntual a la cita que en su propia resi-
dencia –sita en el mismo vecindario– le había prefijado el Ministro de Hacienda y Comercio.
Uno o dos días antes había llegado Mr. Abbott de los Estados Unidos de América. Llegaba
al país, esta vez, expresamente llamado para concertar entre el gobierno dominicano y la
San Domingo Improvement Company y sus aliadas un ajuste definitivo de las acreencias
que contra el Estado Dominicano poseían esas sociedades financieras.
El gobierno de los Estados Unidos de América, que bajo la bandera expansionista del
Presidente Theodore Roosevelt le había injertado a la Doctrina Monroe un nuevo corolario en

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

relación con la República Dominicana –personal ingeniatura de ese imperialista mandatario


ejecutivo–; y que a la sombra de su recién implantada diplomacia del dólar se arrogaba la
arbitraria potestad de intervenir en el país con el designio manifiesto de imponernos el con-
trol de las finanzas nacionales, apremiaba de continuo el arreglo de todas las reclamaciones
pendientes, de súbditos americanos, y, de manera especial, la solución de los problemas
existentes con la Improvement y sus asociadas.
El gobierno de los Estados Unidos de América estaba empeñado en esa solución como
paso preliminar del preconcebido avance en la práctica efectiva de su exacerbada política
de hegemónica penetración; y el régimen de facto que a consecuencia de un movimiento
armado detentaba el poder político, no estaba menos empeñado en semejante desenlace como
medio calculado de afianzar ese poder, resultado improbable, entonces, sin el beneplácito
y respaldo de la influencia americana.
Contra la concertación de una rápida avenencia mediaba, empero, un escollo de pro-
cedimiento. Movidos por los malos consejos de la pasión y de los egoístas intereses de la
propia bandería política, los hombres que entonces manejaban los negocios públicos eran
los mismos que un año antes le habían hecho la guerra sin cuartel, y que, con su mayoría
legislativa, habían rechazado el contrato intervenido en marzo de 1901 entre el Dr. Francisco
Henríquez y Carvajal –actuando en representación del interés dominicano– y los represen-
tantes de los precitados intereses americanos.
El previo examen y el consiguiente debate de las cuentas de la Improvement y sus aso-
ciadas no se compadecía ni amoldaba a las imperiosas urgencias del gobierno americano
y a la adecuada complacencia del gobierno dominicano. El énfasis mayor que los hombres
en el poder emplearon para combatir y derrocar el magnífico contrato concertado por el
antiguo ministro Henríquez y Carvajal, había recaído en el hecho de que dicho instrumento
no consagraba la obligación de una previa rendición de cuentas.
Esa rendición resultaba, ahora, incompatible con las apremiantes circunstancias. ¿Cómo
resolver, pues, ese problema? ¿Es decir, el problema creado por el apremio americano?

Cuando Mr. Abbott regresó al bufete de abogados Peynado y Henríquez, ya celebrada
la entrevista con el Ministro de Hacienda, si proferir palabra se tendió cuan largo era en un
diván de negro cuero que halló junto a la puerta, y, allí tirado, aprisionó la frente entre sus
manos cual si tratara de arrancarle algún pensamiento que su aparente ansiedad buscaba
aprisionar.
En ese momento mi padre salía de su despacho; y al encontrar en tal postura a Mr. Ab-
bott, sospechando algún disgusto le inquirió:
—”¿Qué le pasa, Mr. Abbott? ¿Le ha ocasionado algún disgusto su entrevista con Don
Emiliano?”.
—”No… No es eso, Don Enrique”.
Cobró aliento Mr. Abbott y luego explicó.
—”Ha sucedido algo sorprendente, Don Enrique… Don Emiliano me ha propuesto
concertar un entendido definitivo a ojo de buen cubero”.
El caso era realmente sorprendente. Sorprendente y además desconcertante. Mr. Abbott
lo expuso en términos sucintos, al reproducir el diálogo que entre Don Emiliano y él había
acontecido un rato antes.

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ENRIQUE APOLINAR HENRÍQUEZ  |  REMINISCENCIAS Y EVOCACIONES

—”¿Aceptarían ustedes formalizar un ajuste definitivo, de sus acreencias, a base de


reconocerles obligaciones por un valor de cuatro millones quinientos mil pesos?”.
—”Yo no estoy preparado, Don Emiliano, para responder en sentido afirmativo ni en
sentido negativo esa cuestión. Consultaré a mi gente por la vía cablegráfica y entonces le
daré nuestra contestación”.
—”¿Pero no me dijo usted que había llegado investido de plenos y absolutos poderes
para negociar?”.
—”Así es, en efecto, Don Emiliano. Pero la solución que usted propone es una contin-
gencia que no había sido prevista”.
No quedaba otro camino a seguir fuera del camino de la espera. La solicitada respuesta,
como era presumible, no dilató. Mr. Abbott hizo al punto la consulta de lugar y al siguiente
día pudo informar al Ministro de Hacienda y Comercio la plena aceptación que a los térmi-
nos propuestos les daba su gente.

Las bases del ajuste definitivo fueron sentadas de tal modo. El 31 de enero de 1903 el
Ministro de Relaciones Exteriores de la República Dominicana, Juan Francisco Sánchez, de
una parte; y de la otra parte el Ministro Residente de los Estados Unidos de América, Wi-
lliam F. Powell, suscribieron en la ciudad Primada de las Américas una convención que tuvo
por objeto solucionar la conflictiva situación que de tiempo atrás había venido agravando
la creciente crisis de los opuestos intereses del Estado Dominicano y de las prealudidas
sociedades financieras.
Mediante las estipulaciones del referido instrumento diplomático el gobierno domini-
cano se constituyó deudor del gobierno de los Estados Unidos de América, por la cantidad de
$4,500,000.00, en pago y como indemnización completa de la renuncia, cesión y traspaso de
todos los derechos, propiedades e intereses que la San Domingo Improvement Company
y sus aliadas la San Domingo Finance Company, la Company of the Central Dominican
Railway y la National Bank of Santo Domingo se obligaban a hacer en favor del gobierno
dominicano; y, asimismo, como arreglo completo de todas las cuentas, acreencias y saldos
que el gobierno dominicano reconoció deberles a las susodichas entidades americanas.

Don Emiliano fue toda su vida un integérrimo patriota; y asimismo fue, siempre que
desempeñó cargos públicos, un funcionario de transparente probidad. Pero no daba la talla
de los hombres de Estado. Actuaba movido por los impulsos de su propia inspiración. A
semejanza de otros tantos, él suponía que el gobierno dominicano les debía a las indicadas
sociedades americanas una suma mucho mayor1. No hay duda, pues, de que dándole a su
presunción valor de realidad, al hacer la oferta que hizo él creyó transar con ventaja para el
país las acreencias de la Improvement y sus aliadas.
El antiguo juez americano y alto funcionario social de la San Domingo Improvement
Company, John T. Abbott, tuvo los escrúpulos morales de que careció su gente para aceptar
un arreglo que sobrepasaba en unos dos millones de pesos la verdadera deuda del Estado
Dominicano.

1
Exagerando sus emociones, sin razón fundamental, otros alegaban que el gobierno dominicano no le debía un
centavo a las compañías reclamantes. La ponderación, no los impulsos, es el mejor consejero de los hombres.

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

Los abogados de las compañías reclamantes, Peynado y Henríquez, tuvieron a su vez


sus propios miramientos éticos. La escala convencional de sus previstos honorarios ascendía
desmesuradamente, a fuerza de improbable, a partir del comprobado nivel de la verdadera
deuda. Renunciaron pues a lucrarse al compás de semejante demasía.

El Señor Hostos se va
En la calle El Conde me crucé aquella mañana con Arquímides Cruz; y sin darle previo
cumplimiento al ritualístico preámbulo de la salutación, me lanzó, como una piedra, la in-
fausta noticia que cayó en mi alma con pesadumbre de calamidad nacional.
—”El Señor Hostos” –me dijo con voz acongojada– “renuncia la Dirección de la Escuela
Normal y se ausenta del país”.
Yo me quedé pasmado. ¿Sería posible? Para mí era algo inconcebible. El Señor Hostos
era nuestro. Tan nuestro como el sol que nos alumbra cada día. ¿Habrá algo más tremendo
que la duda –angustiado cavilé– cuando la suscita algún temor? Afortunadamente nunca
falta, junto a la incertidumbre más acerba, un piadoso rayo de esperanza; y bajo los efectos
de esa estimulante ilusión decidí esclarecer la verdad yendo a cuestionar al mismo Señor
Hostos.
Guiado por la orientación de ese propósito, no tardé en trasponer el portal de la Escuela
Normal, viejo recinto que siglos antes había sido apacible dependencia del Convento de los
Dominicos. El alumnado se puso, ruidosamente, en pie. Tal era la costumbre a la llegada
de un extraño.
Extraño, ciertamente, me sentí. Extraño y cohibido. Aún cuando era escaso el tiempo
transcurrido desde que pasé de la Escuela Normal a la de Bachilleres –a fin de prepararme
para seguir mi vocación profesional–, me sorprendió esa inesperada reverencia. Pues nun-
ca hasta entonces había cruzado por mi mente la idea de merecer, simple estudiante como
quienes la rendían, semejante distinción.
Desde el asiento que ocupaba frente a la modesta mesa que le servía de escritorio, el
Señor Hostos tendió la vista hacia la puerta principal de acceso; y, al divisarme, pluma en
mano hizo signo con la diestra invitándome a pasar adelante.
Una vez junto a él, suspendió la escritura y clavó en los míos sus expresivos ojos de
mirada pensativa; y con acento suave y paternal, que jamás olvidaré, rompió el silencio que
mi tímido embarazo prolongaba.
—”Diga, hijito”, profirió alentadoramente.
Su acogedora mansedumbre no logró de momento, sin embargo, animar mi voz. Mientras
las lágrimas fluían de mis ojos nubilosos, la emoción me había atado un nudo en la garganta
que me hizo enmudecer.
El Señor Hostos le ofreció tregua de serenamiento, con la ternura de su silencio, a mi
emotiva turbación. Tan pronto logré sosegarme un poco, le expuse el motivo de mi visita.
—”Es cierto, hijito”, afirmó pausadamente.
Volviendo a fijar en mí su mirada pensativa, que siempre parecía sumida en honda
meditación, me diafanizó la causa de su decisión.
—”Hace más de un año que no recibo sueldo; y yo no cuento con otros ingresos para
hacerle frente al sostenimiento de mi familia”.
Tras breve pausa agregó:

602
ENRIQUE APOLINAR HENRÍQUEZ  |  REMINISCENCIAS Y EVOCACIONES

“Las llamas del incendio que hizo más trágica aún la locura de la guerra civil, asolaron
el único patrimonio que tenía. La casa de madera” –precisó– “que poseía en San Carlos”.
El Señor Hostos hizo nueva pausa. “No puedo ni debo” –concluyó resueltamente– “se-
guir prolongado el sacrificio de mi familia”.
Como si la explicación le costara extraordinario esfuerzo, finalmente exclamó:
“Ya sólo me queda el camino de la emigración”.
Su mirada pensativa se había tornado, entre tanto, más intensa y luminosa; y su voz,
segura como su carácter, cobró súbito vigor de paternal admonición.
—”Voy a darle un consejo, hijito. Nunca se meta en política.

Cuando, trémulo aún, me despedí del Señor Hostos, ya la oficiosa esperanza de reten-
ción le había iluminado a mi tenacidad promisoria orientación. Resolví apelar a la directa
intervención del Presidente de la República, Alejandro Woss y Gil.
No tuve que llegar hasta Palacio, como lo pensé. La sencillez de la vida oficial de esa
época me lo deparó en el camino. Frente al edificio donde hoy tiene instalados sus talleres
editoriales El Caribe, lo encontré platicando con un par de sujetos cuyas trazas denunciaban
al impetrante tipo del cacique provinciano. El coche a tiro de corceles que me conducía (aún
no había hecho su aparición el automóvil que inficiona el ambiente con el monóxido de
carbono que descarga), se detuvo ante los tres. Lo notó el Presidente; y al verme poner pie
en tierra, acudió solícito a mi encuentro. Me estrechó en sus brazos, efusivamente, mientras
al mismo tiempo formulaba una queja:
—”Riqui, Riqui” –me dijo lamentoso–: “estoy muy sentido contigo. Me tienes
abandonado”.
Su queja era fundada. Antes de asumir la función ejecutiva del gobierno nacional, Eduar-
do Vicioso, el poeta Vigil Díaz y yo nos reuníamos con él noche tras noche en el centro social
de la calle Padre Billini, hoy Casa de España.
Allí pasábamos las veladas en animada tertulia que su excepcional ingenio amenizaba; y
a ratos aprovechábamos su adiestramiento en el arte de la esgrima, en cuya disciplina –como
en muchas otras cosas– Woss y Gil era un consumado experto. Ahora, desde la presidencia,
constantemente me invitaba a visitarlo. Pero mi disconformidad con las deficiencias y los yerros
de su gobierno –responsabilidad de su idiosincrásica inercia más que culpa de su intención–
me indisponía a complacer su invitación.
Después de excusar mi incomplacencia con disculpas acomodadizas, le dije:
—”Vengo a verlo ahora porque estoy empeñado en prestarle al país un eminente servicio
y en ahorrarle a su gobierno una vergüenza histórica”.
—”¿Qué ocurre?”, me preguntó intrigado.
—”El Señor Hostos” –le informé– “renuncia la Dirección de la Escuela Normal y se
ausentará del País”.
—”¿Pero tú estás seguro de lo que me dices?” interrogó evidentemente alarmado.
—”Absolutamente seguro. Vengo de ver al Señor Hostos y él mismo me ha confirmado
tal disposición. Se va porque hace más de un año que no recibe sueldo; y ese es el único
recurso con que cuenta parar subvenir al sustento de su familia”.
Y en arrogante tono imperativo, incivilidad de mis cortos años que impulsaron mis
angustiosas ansiedades, agregué:

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

—”Usted tiene, como Presidente, que evitarle al país ese infortunio y a su gobierno
semejante sonrojo”.
—”Riqui, Riqui” –afianzó Woss y Gil al escucharme–: “yo te aseguro que si de mí de-
pende, el Señor Hostos no se irá del país”.
Woss y Gil sacó a relucir entonces su vieja devoción por la persona y la obra educativa
del Señor Hostos. Evocando el pasado me refirió que tiempo atrás había colaborado con el
Señor Hostos en una escuela que el Maestro dirigía en Mayagüez.
Para evitar que Woss y Gil se extraviara en digresiones –típica propensión en él–, lo
apremié nuevamente.
—”Riqui, Riqui” –reiteró–: “yo te aseguro que si de mí depende, el Señor Hostos no se
irá del país. Aunque no hubiese fondos para otros gastos del gobierno, al Señor Hostos se
le pagará seguido cuanto se le adeude”.

Yo me sentí feliz por el resultado de mi diligencia. Ya en tren de despedida estreché fuertemente
la mano del Presidente, en cálido testimonio de mi afecto y de mi reconocimiento.
Sólo algunos pasos había mudado en dirección al coche que tomaría de nuevo para
retirarme, cuando a mi espalda sonó la flagitante voz del Presidente.
—”¡Riqui, Riqui!…”
Me detuve. Volví la cara. Woss y Gil se me acercaba sonreído, apoyó su mano en uno
de mis hombros y me encareció:
—”Como tu padre está designado Ministro de Educación Pública, dile de mi parte a mi
frercito Enrique que arregle ese asunto a la satisfacción del Señor Hostos”.
Era cierto que mi padre había sido designado para desempeñar esa cartera. Pero había
declinado aceptarla y yo sabía muy bien que no existía la menor posibilidad de inducirlo
a retractar su negativa. No podía ignorarlo el Presidente. Su renuencia tenía ya la vejez de
muchos días.
¿Cuál era, pues, el designio de Woss y Gil? ¿Aprovechar la ocasión para que los clamores
del hijo doblegaran la prístina voluntad del padre? Ni yo lo habría intentado ni él hubiera
obtemperado.
Las últimas palabras del Presidente me supieron, por tanto, a sinuosa táctica; y, por lo
mismo, me irritaron. Me indignó, sobre todo, la perspectiva de que ese nuevo sesgo sólo
sirviera para dilatar la solución del problema ligado a la gestionada retención del Señor
Hostos. Un problema que exigía inmediato desenlace.
Sin el debido miramiento le inquirí, altanero, si podía o no contar con la seriedad de
sus palabras.
Woss y Gil no se ofendió. “Riqui, Riqui” –me aseguró por la tercera vez–: “se hará lo
que te dije”.
El Presidente fue fiel a su palabra. La suspicacia y la imaginación, confabuladas, hacen
diabluras. Pero en descrédito de sus enredos, el Presidente demostró en este caso la sinceridad
de su intención cumpliendo al pie de la letra la seguridad que reiteradamente me había dado.
El Señor Hostos, en efecto, se quedó en el país. Desgraciadamente falleció poco después.
Era su destino morir en esta tierra de sus agonías.
Como él quizás lo había esperado, sus huesos reposan en suelo dominicano. En este
pedazo del mundo donde tanto amó, donde tanto soñó, donde tanto luchó y padeció. Mas,

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la espiritual simiente que él sembró, no envanecería como semilla arrojada en campo estéril.
Germinó y perdurará. Los ideales y la prédica de los hombres de su apostólico linaje jamás
perecen cual se extingue su efímera figura terrenal. Acaso hasta su entrañable aspiración
florecerá con el tiempo. Pero si algún día esa aspiración fuera convertida en realidad, sin
odios ni violencia, como anhelaba él su eventual advenimiento –¡ay, dolor!–, ya no la verán
florecer sus expresivos ojos de mirada pensativa ni la gozará su anchuroso corazón, rever-
tidos, por la muerte, al polvo original de nuestra Madre Tierra.

A Dios rogando y con el mazo dando


Theodore Roosevelt era un hombre de principios a veces excelentes, aunque de aplicación
elástica, cuya esencial bondad acomodaba con frecuencia a las conveniencias egoístas de
su interés actual. Esa intercadencia de su espíritu y sus actos dio lugar, mientras ejerció las
funciones de Presidente de los Estados Unidos de América, a que su prédica y su conducta
se vieran a veces en abierta contradicción. El hombre de pensamiento era capaz y fue capaz
de reconocer que en “algunas ocasiones” los Estados Unidos de América “no habían sido
tan escrupulosos, como hubieran debido serlo, respecto de los derechos de los otros”1. No
obstante, la historia de su propia gestión gubernativa está plagada de la misma defección
señalada por su crítica.
“Es cosa perversa en una nación” –moralizó él en cierta oportunidad– “perjudicar a otra
nación”2. Pero la supuesta convicción envuelta en tan noble principio de ética internacional
no fue óbice para que el Presidente Roosevelt, abusando del inmenso poderío de su gran
nación, le arrebatara a Colombia la zona del Canal de Panamá por la simple y arbitraria
razón de que Colombia no aceptó –como decorosa equivalencia del valor intrínseco del
arrendamiento secular de dicha zona– la inadecuada compensación que se le había ofrecido.
Frente al desacuerdo así surgido, discrepancia lícita en todo tráfico de objetos susceptibles
de comercio, Roosevelt montó en cólera; y cegado por esta pasión, el mismo hombre que
acusaba de perversa a la nación que le causara daño a otra, no se cuidó de evitarle a su propia
patria y a su propio nombre la negra mancha de idéntica perversión.
El Presidente Roosevelt estaba resuelto a construir el canal sin importarle un bledo la
transgresión de los derechos de Colombia. El interés de construírlo, afán desaforado en él,
le descabaló su freno moral; y sin esa sugeción de sus instintos, se entregó de lleno a urdir el
despojo a poco ejecutado. En setiembre 15 de 1903 (sólo 49 días antes de estallar la rebelión
separatista en Panamá) Roosevelt les había intimado al Secretario de Estado, John Hay, y al
Secretario de Guerra, William Howard Taft, que “debía tomarse una acción en Panamá sin
tener en cuenta al gobierno de Bogotá”3. La premeditación se hizo, así, evidente. Según lo
descubre su propia confesión, el Presidente Roosevelt había preparado ya el esbozo de un
mensaje destinado a recomendarle al Congreso americano la pertinencia de “tomar posesión
del istmo por la fuerza de las armas”4.
Desde el punto de vista de la moral, consagrada como norma de conducta decente
por los pueblos de la civilización occidental, no se aprecia ni distingue ninguna diferencia

1
Theodore Roosevelt, An Autobiography, 505.
2
Ibid, 502.
3
Henry F. Pringle, Theodore Roosevelt, A. Biography, 317.
4
William Roscoe Thayer, The Life of John Hay, II. 328.

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encomiable entre la acción preconizada por Roosevelt y la del salteador de caminos que puñal
en mano asalta al caminante y lo despoja de la bolsa –si con su entrega el asaltado trata de
preservar el bien mayor de la propia vida– o sea la ética disparidad de posición social que
existe entre el gobernante de una poderosa nación y un bandolero de oficio.
La aprobación del Congreso americano no era una complicidad segura; y entonces,
a fin de afianzar la consecución de su objetivo, el Presidente Roosevelt recurrió al sólito
expediente de la rebelión inspirada, dirigida y protegida. Días antes de estallar en Panamá
la revolución que proclamó su independencia política de los Estados Unidos de Colombia,
Roosevelt le comunicó a su amigo y correligionario Albert Shaw reveladora confidencia de
su actual temperamento. Él se “sentiría regocijado” –le escribió a su mencionado amigo– “si
Panamá fuera un Estado independiente o si en este momento se independizara”1.
Ya para esa época Roosevelt estaba tramando, positivamente, la conversión de tales
sentimientos en una forzada realidad política; y, como resultado directo y calculado de la
conspiración intervencionista, el día 3 del mes de noviembre –retardados en un día los planes
trazados al efecto– en Panamá fue proclamada la secesión política y territorial que escindió al
nuevo estado americano de la soberanía y jurisdicción de los Estados Unidos de Colombia.
El 2 de noviembre (un día antes de estallar el movimiento secesionista y sólo tres días
después de haber clausurado sus sesiones el Congreso de Colombia sin haberle impartido
su sanción legislativa al discutido tratado Hay-Herrán), ignorante aún del imprevisto re-
tardo, el Asistente Secretario de la Guerra les cablegrafió a los comandantes de los navíos
Marblehead y Boston ordenándoles “impedir el desembarco” de tropas colombianas en las
tierras del istmo. Análogas instrucciones habían recibido los comandantes de los cañoneros
Dixie y Nashville (naves de ingrata recordación en la República Dominicana), que habían
aportado ese mismo día en Colón. A bordo del cañonero Cartagena las tropas del gobierno
colombiano se dirigían al sitio de la insurrección para debelarla. Semejante concentración
de unidades navales es, en sí, delación inequívoca de los agresivos designios del Presidente
Roosevelt. Cumpliendo precisas instrucciones, las fuerzas de la marina de los Estados Unidos
de América desembarcaron en territorio colombiano con el declarado objeto de “proteger la
vía férrea”2; pero, en realidad, con el latente propósito de impedir a las tropas del gobierno
que “debelaran la revolución”. En interés de justificar tan abusiva intervención, se alegó
que esa medida era dictada por la previsión de que “los derechos de propiedad de súbditos
americanos pudieran peligrar, puesto que la mayor parte del combate probablemente habría
de tener lugar a lo largo de la línea ferroviaria”3. “A la sombra de tan pérfida maniobra,
Colombia perdió a breve término y por siempre a Panamá”4.
Apoyádose en la decidida confabulación de las autoridades americanas, el movimiento
secesionista obtuvo fácil, rápido y completo éxito. Tan sólo tres días contaba la subversión
cuando el gobierno americano reconoció al nuevo régimen, –por la urgente vía cablegráfica–
como “gobierno responsable de la región”5.
Ese mismo día y usando la misma impaciente vía de comunicación, el Cónsul ameri-
cano le avisó al Secretario de Estado John Hay la significativa designación del Phelippe

1
Literary Digest, XXIX, 505.
2
Randolph Greenfield Adams, A History of the Foreign Policy of the United States, 288.
3
Ibid.
4
(El comentario de esta nota no aparece en el libro que sirvió de base para la realización de esta edición).
5
Foreign Relations of the United States (1903), 233.

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Buneau-Varilla –agente principal del gobierno americano en la escenificación del movimiento insu-
rreccional– como representante diplomático, de la nueva república americana, ante el gobierno
tutelar en Washington; y doce días más tarde, el 18 del mismo mes de noviembre, ambos
personajes –John Hay y Buneaux-Varilla– firmaban en la capital de los Estados Unidos de
América el tratado que les confirió a esta última potencia amplios privilegios de soberanía
sobre la zona del canal y además el derecho de construír y de fortificar esa importante vía
de comunicación interoceánica a la medida de la avidez de Roosevelt.
“Los Estados Unidos hicieron entonces, una de las cosas más raras en la historia de su
política exterior”. Siempre habían sido morosos en reconocer a las naciones recién rebeladas
antes de que su independencia hubiese sido establecida más allá de toda duda o posibilidad de
error. Las colonias españolas, por ejemplo, “tuvieron que esperar su reconocimiento durante
muchos años”; pero en acusador contraste en el caso de referencia “reconocieron la nueva
República de Panamá dentro de la semana de la rebelión”1. De tal modo aconteció que “el
derecho de secesión que Lincoln les negó a los estados sureños, Roosevelt lo reconoció en
el Estado colombiano de Panamá”2.
El proceso evolutivo de tan escandalosa acción se destacó como una carrera maratónica
de velocidad y como acto de impudicia desaprensiva. El 3 de noviembre estalló la revolución,
el 6 fue reconocido su gobierno y el 18 ya estaba firmado el instrumento diplomático que en
cambio de una irrisoria compensación de diez millones de dólares y de una anualidad de
doscientos cincuenta mil pesos (a partir del año 1911) les enajenó a los Estados Unidos de
América, a perpetuidad, la zona del Canal de Panamá. ¡Todo eso, con ser tanto, se consumó
en el brevísimo lapso de sólo quince días!
El método empleado en esa delictiva adquisición no podía ser más exorbitante de la
decencia, la justicia y la circunspección internacionales. Pero la elasticidad de sus principios
le permitió a Roosevelt, más tarde, revestir ese abuso de poder con la coruscante clámide
de una caprichosa magnificencia moral. “Para todo americano honrado, orgulloso del buen
nombre de su país” –comentó él años después– “debe ser un asunto de orgullo el hecho de
que la adquisición del canal y la construcción del canal hayan estado tan libres del escándalo,
en todos sus detalles, como los actos públicos de Washington y Lincoln”3.
Roosevelt insistió en imponerle a la opinión pública del mundo un enaltecimiento in-
compatible con la naturaleza y significación de los hechos. “No sólo fueron correctas todas
las acciones tomadas”, aseguró como si dirigiera sus palabras a la credulidad sin discerni-
miento de ignaros párvulos, sino que fueron realizadas “de conformidad con los más elevados,
finos y escrupulosos dechados de ética pública y gubernativa”4.
Evocando la verdad histórica cual si fuera una premisa aplicable al caso, Roosevelt
recordó el antecedente verídico y honroso de que “los Estados Unidos tienen muchos capí-
tulos honorables en su historia” para llegar a la infundada conclusión de que “ningún otro
capítulo” es “más honorable” que el capítulo que “habla de la forma en que nuestro derecho de
cavar el Canal de Panamá fue asegurado”5.
La historia, en cambio, ha escrito ya ese episodio en términos que no le hacen honor al
espíritu contradictorio de su prepotente autor.
1
Adams, ut supra.
2
Ibid.
3
Outlook, XCIX (1911), 314-18. Las itálicas son nuestras.
4
Ibid.
5
Ibid. Las itálicas son nuestras.

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Theodore Roosevelt trató de explicar su acción formulando la teoría –indefensible y frá-


gil–, expresiva de la arrogante conclusión según cuyo sentido “a las naciones egoístas como
Colombia no se les debería consentir que detuvieran el progreso de la civilización sentándose
a través de la más valiosa de las rutas de tránsito, del mundo, cual perro en un pesebre”1. No
acceder a la enajenación de tan valioso tesoro a cambio de una ruín compensación convirtió
a Colombia, al dictamen de Roosevelt, en un cancerbero egoísta y enemigo del progreso de
la civilización. Su acción, empero, era legal y moralmente inexplicable; y Roosevelt jamás
lo aceptó. En carta dirigida a George Travelyan, el 19 de junio de 1908, él se jactó de haberse
“cogido” a Panamá; y esa misma confesión fue ratificada en sus memorias, al consignar que
se “cogió a Panamá sin consultar al Gabinete”2.
La ecuánime ponderación que suele llegar con el envejecimiento de los hechos no modi-
ficó su postura. En una conferencia que dictó en la Universidad de California el 23 de marzo
de 1911, Roosevelt se vanaglorió de su piratería. “Yo estoy interesado en el Canal de Panamá”
–dijo–, “porque lo comencé. Si hubiera seguido los métodos convencionales y conservadores”
(el único procedimiento lícito y moral entre las naciones lo mismo que entre los hombres)
“le habría sometido al Congreso un digno documento oficial, de unas doscientas páginas
aproximadamente, y el debate habría continuado todavía; pero yo me cogí la zona del canal y
dejé al Congreso discutir, y, mientras el debate proseguía, avanzaba también el canal”3.
“A menos de haber actuado como lo hice” –alegó Roosevelt en otra ocasión, tratando
de justificar su vandalismo internacional– “aún no habría Canal de Panamá”4. “Es una in-
sensatez” –arguyó en apoyo de su acción– “profesar devoción por un fin y al mismo tiempo
condenar el único medio de realizar ese fin”. Lejos de convencer, su sofisma sólo consiguió
provocar nuevas censuras, porque “la doctrina de que el fin justifica los medios” –se objetó–
“jamás había sido esgrimida de manera más enfática”5. Ni tampoco, acaso, con tan manifiesto
desacierto. Colombia no había negado el arrendamiento de la zona del canal, sino objetado
la inequivalencia de la compensación.
La moral internacional, a semejanza de la individual, es indivisible. No de otro modo la
concebía el Senador George F. Hoar; y bajo esa convicción repugnó el método que el Presi-
dente Roosevelt había empleado en el embolismático caso de Panamá. “Ningún hombre, en
este país” –afirmó el Senador Hoar en su discurso senatorial del 17 de diciembre de 1903–,
“desea más ávidamente que yo apoyar al gobierno y actuar de acuerdo con mis compañeros
republicanos en este asunto”6. Nada podría agradarle tanto, puntualizó, como el hecho de
que esa obra “fuera realizada por el Presidente”7.
Pero el Senador Hoar ambicionaba un canal abierto al tránsito marítimo sin desdoro de
la honra nacional, consideración de poca monta para el temperamento desafortunadamente
expansionista del Presidente Roosevelt, quien, arrastrado por sus impulsos de dominación
imperialista pretendió vanamente conquistar el útil favor del Senador Hoar. Tal fue su pro-
pósito cuando invitó al Senador a hacerle una visita en la Casa Blanca.

1
Admas, opus cit, 288.
2
Roosevelt, opus cit, 548. Yo tomé esa determinación sin consultar al Gabinete precisamente como me cogí a
Panamá sin consultar con el Gabinete. Ibid.
3
The New York Times, marzo 24 de 1911.
4
Outlook, XC, 314-18.
5
Scott Nearing and Joseph Freeman, Dollar Diplomacy, 83.
6
James Ford Rhodes, History of the United States, IX, 273.
7
Ibid.

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En ocasión de esa visita y en relación con el motivo que la determinó, Roosevelt se obstinó
en lograr de su huésped la complacencia de leer el mensaje que sobre el debatido asunto de
Panamá había preparado. Testigo de la escena que entonces se desarrolló en la Mansión del
Ejecutivo, el Senador Cullo relató en sus memorias el resultado de la misma. “El Presidente
estaba sentado frente a una mesa, primero a un lado del Senador Hoar y después al otro
lado, empeñado en lograr que el Senador le otorgara su atención al Mensaje. El Senador
Hoar parecía mostrarse adverso a darle lectura a ese documento; pero finalmente se sentó,
y sin dar señales de que él estaba prestando atención a lo que leía, permaneció así durante
uno o dos minutos. Entonces se levantó y dijo con irritada y altiva honestidad: “yo espero
que jamás viviré para ver el día en que los intereses de mi país sean colocados por encima
de su honor”. Y en seguida “se retiró sin proferir una sola palabra”1.

El caso de Ella Reader


Las evidencias sugieren la sospecha de que alguien influyente en las altas esferas oficia-
les de Washington le había recomendado al Presidente de la República Dominicana, Carlos
Morales Languasco, la intervención gerencial de Ella Rawls Reader en el ajuste definitivo
de la deuda pública de la nación.
El 31 de enero de 1903 había sido pactada entre el gobierno dominicano y el gobierno
americano –a instigación de este último– una convención cuyas estipulaciones tendían a
solucionar la situación creada por las reclamaciones de la San Domingo Improvent Com-
pany y sus aliadas. Como arreglo completo y definitivo de las cuentas, acreencias y saldos
debidos a las indicadas corporaciones americanas, se convino que el gobierno dominicano
pagaría cuatro millones quinientos mil dólares; y, asimismo, que una Comisión de Arbitraje
–compuesta de dos árbitros americanos y un árbitro dominicano– fijaría, mediante el laudo
consiguiente, las condiciones bajo cuyo régimen el gobierno dominicano debía efectuar el
pago de tales deudas y compensaciones.
El 14 de julio de 1904 la Comisión de Arbitraje rindió su veredicto. La desigual constitu-
ción de la Comisión y los términos del fallo –tildados de exceder las precisas provisiones del
mandato conferido– suscitaron razonables críticas en la República Dominicana, en ciertas
naciones europeas y hasta en los mismos Estados Unidos de América, donde la opinión
pública sabe cuidar y siempre cuida del limpio esplendor del honor nacional de la mayor
potencia americana.
Las potencias europeas cuyos súbditos habían arbitrariamente lesionados en los dere-
chos adquiridos anteriores convenciones, reguladoras del servicio de respectivas acreencias,
protestaron diplomáticamente.
No es nada extraño, por tanto –según se desprende de los hechos conocidos–, que aún
cuando el gobierno americano había pretendido aprovechar la privilegiada situación creada
por el fallo arbitral, sigilosamente se diera a promover una nueva solución que resolviera
los problemas, diplomáticamente planteados, mediante un nuevo concierto que abarcase el
común ajuste de todas las deudas, internas y exteriores, de la nación.
Especialmente si el nuevo arreglo podía servir para introducir el mecanismo necesario,
como aconteció, al control americano de las finanzas dominicanas.

1
Shelby M. Cullom, Fifty Years of Public Service, 212.

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La iniciativa no podía partir del gobierno americano sin conllevar una acusadora
retractación. Pero podía provenir –como en otros casos se la hizo emanar– del gobierno
dominicano, cuya disconformidad con los términos del laudo le prestaba a tal movimiento
reversivo visos de lógica espontaneidad.
Se produjo entonces una coincidencia provocativa. Ella Reader abandonó súbitamente
su sede de Perú, donde sus aventuras habían dejado una estela de habilidades políticas y
de maniobras financieras que a su talante le dieron nombradía; y cuando se reintegró a su
residencia de New York, en el transcurso del mismo mes en que se produjo el cuestionado
laudo, la recibió un joven dominicano a quien el Presidente Morales le había confiado, frente
a Ella Reader, confidencial misión1.
El establecimiento de esas relaciones, según se ha sospechado, no fue invención del
Presidente Morales. Se ha sabido después que él había recibido, de fuentes harto confiables
–americanas por añadidura–, elogiadas recomendaciones que exaltaban las dotes de “diplo-
mática sabiduría” y realzaban las espléndidas “realizaciones” de Ella Reader como presunta
maga de las finanzas internacionales.

Cuando en julio de 1904 Ella se reintegró a su hogar, ya el agente confidencial del Presi-
dente Morales había entablado placenteras relaciones con los miembros de la familia Reader.
Quién había propiciado esa situación de intimidad, es cosa que se ignora. Pero las circuns-
tancias despiertan la suspicacia de que fueron personas allegadas a las esferas gubernativas
de Washington o instrumentos oficiosos del citado elemento gubernativo. Lo cierto es que
con improvisada facilidad el Señor Pérez –como se le llamaba al agente confidencial del
Presidente Morales– rápidamente llegó a sentar plaza que lo convirtió en niño lindo dentro
del círculo familiar de los Reader.
Pérez jugaba a las cartas con la madre y con la abuela de Ella para entretenerlas, retoza-
ba con sus sobrinos –hembras y varones–, favorecía los progresos idiomáticos de su esposo
discurriendo con él en la lengua de Cervantes; siempre estaba a mano y bien dispuesto para
servir de acompañante en esporádicas salidas y a las veces hasta hacía menesteres que lo
identificaban como mensajero.
Según se ha diafanizado, en un principio Ella Reader se mostró inaccesible a los “diestros
y persistentes esfuerzos” desplegados por Pérez para inducirla a gestionar con el gobierno
americano o con determinados magnates de las finanzas americanas el anhelado arreglo de
nuestra deuda pública. Dadas las circunstancias y los antecedentes, era evidente que la displi-
cencia de Ella Reader no era sincera, sino simple táctica de interesada entretención.

Ya tres meses antes –abril 4 de 1904– el Presidente de los Estados Unidos de América,
Theodore Roosevelt, le había revelado a Charles W. Elliot su propósito de tomar “parcial
posesión” de la República Dominicana. Ese propósito ha sido interpretado como primer
paso para apoderarse de la Bahía de Samaná y establecer el control de las aduanas domini-
canas. Pero no se llegó a realizar ese designio. Roosevelt explicó su momentánea abstención

1
Juliet Tonikins, Ella Rawls Reader, Financie: The Story of the Greates Business Woman in the World. Everybody Ma-
gazine, Sep., Oct., Nov., Dic., 1905. Las citas no indicadas de otro modo, proceden de esta misma fuente.

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de ocupar la parte oriental de nuestro territorio, alegando que “muchas personas honestas
hubieran interpretado mal sus motivos”, por lo cual decidió “esperar hasta que la necesidad
de acción” (situación que sin duda esperaba crear) “fuera clara”. Pero la razón de ese compás
de espera era otra. Según se ha comentado, Roosevelt era candidato a su reelección y quería
evitar, con la prematura ejecución de su plan intervencionista, “suministrarles municiones a
sus opositores”1 . Nunca la providencia, como en este caso –valga la conjetura incidental–,
ha dejado de mediar, de algún modo, para evitar en los momentos más desesperados de la
vida nacional la extinción de la República o el cercamiento de sus dominios territoriales.
Las elecciones fueron en noviembre; y, reelecto Roosevelt, ya el 28 de diciembre de 1904 el
representante diplomático de los Estados Unidos de América recibía instrucciones de indagar
“si el gobierno de Santo Domingo estaría dispuesto a pedirle a los Estados Unidos que se
hagan cargo de la recaudación de los derechos aduaneros y de hacer una equitativa distri-
bución de las cuotas asignadas al gobierno dominicano y a los diversos reclamantes”2.
Ella Reader se había consagrado, entre tanto, a organizar su plan; y una vez despejada
la incógnita del pendiente proceso electoral con la seguridad de la postulación de Roose-
velt, afectando ceder a las presiones sentimentales de sus familiares y denunciando así su
acuciante interés pragmático se dio a indagar “cuáles eran los recursos de la isla”, al mismo
tiempo que “los privilegios y las concesiones que el Presidente Morales estaba dispuesto a
otorgarle en compensación de sus servicios”. Tras de practicar las investigaciones pertinentes
y después de hallar satisfactorias las concesiones y los privilegios codiciados, Ella Reader se
entregó en cuerpo y alma a perfeccionar el acuerdo contractual cuyas consecuencias –según
su lisonjera expectación– la habrían colocado “detrás de la silla presidencial”.
Su primer paso, quizás de antemano preparado, fue ponerse bajo la sombra tutelar del
Secretario de Estado John Hay. Este, al menos, ha sido un hecho divulgado. A ese efecto
contrató el asesoramiento de William Nelson Cromwell. Los antecedentes hablaban ya muy
alto de las poderosas influencias de este diestro abogado. Sus vinculaciones amistosas con
el Presidente Roosevelt, con Shaw, con el actual Secretario de la Guerra y futuro Presidente
William Howard Taft, lo mismo que con el Secretario Auxiliar de Estado Francis Loomis,
habían convertido a Cromwell en “una fuerza que debía de ser reconocida”.
No mucho antes su influencia en los íntimos círculos de “la presente administración” le
había ganado notoria nombradía en el embrollo de la secesión de Panamá y la consecuente
cesión del ístmico canal del mismo nombre. Según versiones que por su procedencia merecen
crédito, ese enredo embolismático le produjo a Cromwell “los más altos honorarios” que
jamás, antes, había devengado algún otro abogado americano.
El esquicio de contrato que pretendía estipular con el gobierno dominicano y cuyas
provisiones ya Ella Reader había articulado, la instituía su agente fiscal; y en esa calidad la
investía de suficientes poderes para negociar, en representación de la República Dominicana,
el ajuste de todas las acreencias de ciudadanos americanos y europeos. En compensación
de esas gestiones el gobierno dominicano asumía la obligación de otorgarle a Ella Reader
“concesiones relativas a la construcción de caminos ferroviarios, a la organización de
empresas de navegación marítima y a la explotación de minas, de maderas, de terrenos”; y,
por aditamento, se le reconoció también o pretendió ella que se le reconociera, “una comisión”

Vide Dana G. Munro, Intervention and Dolar Diplomacy In the Caribbean (1900-1921), 93.
1

Vide J. Fred. Rippy, La Iniciación de la Receptoría de las Aduanas de la República Dominicana, edición del Fondo
2

Cultural de la Logia Cuna de América (1968), 24.

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–cuya ascendencia no fue revelada– sobre “todos los negocios que durante los cinco años”
de su función, como agente fiscal, “pudieran ser ultimados a través de su gestión”.
No eran esas todas las ventajas perseguidas. Había otra pretensión, de carácter estratégico,
mutilante de la integridad territorial de la nación. ¿No había ofrecido el Presidente –Morales
según reza la versión de William F. Powell– el arrendamiento de las bahías de Manzanillo y
Samaná? En sus expectados beneficios Ella Reader incluyó “el derecho exclusivo, durante un
año” (la ixigüidad del lapso sugiere la certidumbre de rápido concierto), de “negociar con el
gobierno de los Estados Unidos la venta o el arrendamiento de la bahía de Samaná”, y, como
en casos anteriores, se previó aplicar el producto de tal negociación al servicio de “las deudas
extranjeras”.
Ella Reader y los que detrás de bambalinas manipulaban la urdimbre de esas maniobras
de ostensibles fines financieros, sabían muy bien en lo que andaban. El gobierno republicano
de los Estados Unidos de América estaba entonces –según declaración de Ella Reader y lo
confirmaban otras revelaciones de mayor autoridad– “en gran necesidad” de adquirir “la
Bahía de Samaná para establecer allí una estación carbonera”; y el precio que las autoridades
americanas estaban dispuestas a pagar por esa granjería, se elevaba a tal cuantía –según
ella–, que de haberse consumado esa operación le habría producido beneficios ascendentes,
“más o menos, a un millón de dólares”.

Ella Reader conoció a Nelson Cromwell a través de George Morrison. Fue este último
quien le recomendó los servicios del primero; y según su propia confesión, gracias al efec-
tivo éxito de sus gestiones financieras le fue dable sacar a flote sus amenazados intereses
mineros del abismo en que circunstancias críticas los habían sumido. Había motivos, ante
esa reconocida experiencia, no sólo para confiar en la destreza jurídica y en las conexiones
bancarias de su abogado, sino también en su lealtad y “buena fe”. Ella Reader le entregó sin
reserva esa confianza, sin sospechar entonces que más tarde tendría, a la inversa, motivos
de arrepentimiento.
A las señaladas condiciones se agregaba otra más valiosa todavía para los efectos prác-
ticos de su propósito. Ella Reader contaba ahora, además, con la “estrecha conexión” que
Nelson Cromwell mantenía con ciertos personajes influyentes en las decisiones de la admi-
nistración pública; y esas relaciones personales la alentaban a esperar que la intervención
de su abogado y consejero hicieran “aceptables al Departamento de Estado” los términos
de su entendido con el Presidente Morales y en consecuencia lo predispusiera a conferirle
el beneplácito de sus eficientes auspicios.
A la benévola sombra de tal predicamento, Ella Reader no vaciló en diafanizarle a Nelson
Cromwell los más íntimos detalles –deslumbrantes y tentadores– de su tentativo contrato
con el Presidente Morales. Fue en medio de esas confidenciales incidencias que el abogado
y consejero de Ella Reader, según su propia versión, entró en completa posesión de los “se-
cretos” entrañados en las cursantes maniobras y en los exuberantes lucros prospectivos de
su conciertos financieros con el Presidente Morales. Dicen que el diablo tienta; y parece, en
verdad, que el diablo tentó a Cromwell.
Hay evidencias de que hasta el momento reseñado la intervención subrepticia del gobier-
no de los Estados Unidos de América no era del todo foránea a las latentes actividades que
envolvían la negociación de Ella Reader con el Presidente Morales; pero, por obvias razones

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de diplomática discreción, se tomaron precauciones de taciturnidad para evitar perturbadoras


trascendencias. Pues la prealudida negociación incluía la renovación de la anciana pretensión
de adquirir para el gobierno americano –a través de agencias privadas con semblanza ajena
a las directas “relaciones oficiales”– la adquisición de la siempre codiciada bahía de Samaná,
involucrándola en los propuestos arreglos de la deuda pública, ajuste que sin disimulo ni
recato incluía el manejo de los resortes fiscales de “la administración interna”.

En noviembre de 1904, el mismo mes de las elecciones generales cuyo resultado fue la
reelección del Presidente Roosevelt, ya los puntos fundamentales del contrato con Ella Reader
esperaba concluir con el Presidente Morales estaban –según ella– definidos. Se había convenido
depurar y ajustar la deuda pública –interna y externa–, incluyendo el consiguiente método de
su amortización; la administración de las aduanas dominicanas, incluyendo la recaudación de
sus ingresos y la distribución de los mismos entre el gobierno y el servicio de la deuda nacional;
la ulterior modificación de las leyes impositivas y aindamáis de las tarifas arancelarias. Pero,
también, otras provisiones de carácter hegemónico –so pretexto de restablecer el crédito de la
nación– tales como la potestad de aumentar la eficiencia de la administración civil, mantener el
orden y promover el adelanto y el bienestar del país. En resumen de cuentas, la mediatización de
atributos esenciales y característicos de la reconocida soberanía de la nación.
La semejanza literal de las enunciadas provisiones, con las que más tarde fueron pactadas
entre los gobiernos de la República Dominicana y de los Estados Unidos de América dieron
pábulo a la creencia de que en realidad Ella Reader contó, en un principio, con la inspira-
ción y el respaldo de fuentes oficiales. Tan segura se sentía ella de ese poderoso patrocinio
que ya había convenido con Nelson Cromwell compartir a medias los jugosos privilegios
y concesiones acordados en compensación de sus servicios como agente fiscal del gobierno
dominicano, ventajas, ésas, que según sus cálculos habrían de producirle “entre siete y doce
millones de dólares”.
Sólo faltaba la firma del convenio en su fase definitiva; y, con ese objeto, acompaña-
do del señor Pérez el 30 de diciembre de 1904 llegó a Santo Domingo el marido de Ella
Reader. En un exceso de aldeana cortesía, acusador de las impaciencias que aguijaban al
Presidente Morales, apenas atracó al muelle la nave que trajo al país la visita de ambos
señores el mencionado funcionario ejecutivo de la nación subió a bordo a darles efusiva
bienvenida.

El Presidente Morales y su Ministro de Relaciones Exteriores llegaron a entablar, apresu-
radamente, las negociaciones del caso; y estas habían avanzado tan rápida y favorablemente,
que, según la aseveración de Ella Reader, “todas las condiciones estaban convenidas y aún se
había ordenado la preparación de los documentos” sujetos tan sólo a la firma de las partes.
Pero la etapa final se frustró súbitamente. La frustó un inesperado mensaje cablegráfico
que el Secretario de Estado John Hay le trasmitió al Ministro Residente, Thomas C. Dawson,
instruyéndole investigar oficialmente “si el gobierno de Santo Domingo estaría dispuesto a
pedirle a los Estados Unidos que asumieran la recaudación de los derechos de las aduanas
y efectuaran una equitativa distribución, de las cuotas asignadas, entre el gobierno domini-
cano y los diversos reclamantes”.

613
COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

El Ministro Dawson no tardó en recibir otra “comunicación de Washington” ordenán-


dose requerir del gobierno dominicano que “abandonara toda otra negociación” y se limitara
a “tratar directamente con el gobierno de los Estados Unidos”1.
Este nuevo sesgo sorprendió y abismó al marido de Ella Reader. No era para menos. Ya
él contaba regresar, de momento, con el convenido contrato en su cartera. La aclaración de
tan súbito cambio era procedente; y el Presidente Morales no le negó la entrevista decisiva.
Según la versión de la parte defraudada, en ese encuentro Morales parecía “muy excitado
y preocupado”, y, ante los apremios explicativos del señor Reader, el Presidente exclamó:
“¿Qué puedo hacer yo?” A tan desmayada inquisición agregó explanatoriamente: “le tengo
miedo al Big Stick; no me atrevo a ofender al Presidente Roosevelt”.

Ella Reader vino a enterarse de lo sucedido en New York, cuando la prensa americana
informó que el capitán Albert C. Dillingham2 –el mismo oficial naval que se jactó de haber
puesto a Carlos Morales Languasco en la silla presidencial– había concertado con el gobierno
dominicano un protocolo que autorizaba al gobierno de los Estados Unidos de América a
controlar las aduanas del país y ajustar la deuda pública de la nación.
Ella Reader trató, empecinadamente, de retener los valiosos servicios de su abo-
gado y consejero. Cuando al fin logró establecer contacto personal con él le destacó la
importancia de los beneficios que en sociedad paritaria con los suyos le había asignado.
En adición a esas ventajas, Ella Reader recabó del Presidente Morales el compromiso
de nombrar a Cromwell consejero asesor de ella esa función de agente fiscal del gobierno
dominicano.
La compensación que ella le concedía a Cromwell por sus convenidos servicios, tanto
en posición como en remuneración, no podía ser más espléndida. Se ha calculado que sólo
en el aspecto pecuniario, tales retribuciones hubieran opacado el jugoso estipendio que a
Cromwell le ganó su intervención en las maquinaciones preparatorias del “rapto” de Pana-
má, cuya cuantía constó de ochocientos mil dólares, según lo aseveró Henry F. Pringle en
su reputada monografía Theodore Roosevelt.
De nada práctico sirvieron los afanes retentivos de Ella Reader. Seguro de su nueva
posición con los magnates de Wall Street y de sus relaciones con el gobierno americano,
Cromwell replicó a las seducciones de Ella Reader formulando una interrogación. “¿Por qué
había él de conformarse con la mitad” de los beneficios –le inquirió– “cuando yo puedo”
–dijo– “apoderarme de todos?”.
Al siguiente día Cromwell le avisó a Ella Reader, por la vía telefónica, que estaba
listo y preparado para dirigirse a Washington en misión de consulta con el Presidente
Roosevelt; y en tono de lancinante ironía –si en verdad dijo tal cosa– tornó a interrogarla:
“¿Puedo presentarle al Presidente Roosevelt sus cumplidos y decirle que usted ha sido
derrotada?”.

1
Rippy, ut supra.
2
Dados los antecedentes, Dillingham era el hombre apropiado para el caso. En carta que él dirigió al Subsecre-
tario de Estado Robert Bacon el 16 de enero de 1906, “este oficial naval” (Dillingham) “declaró que él había llegado
a las aguas dominicanas en diciembre de 1903 en el Detroit” y que “era enteramente responsable de haber puesto a
Morales en el poder”. J. Fred Rippy, The Initiation of the Customs Receivership in the Dominican Republic. The Hispanic
American Historic al Review, 444.

614
ENRIQUE APOLINAR HENRÍQUEZ  |  REMINISCENCIAS Y EVOCACIONES

Ella Reader se quedó estupefacta, no rendida, porque su dinámica energía no aceptaba


las fatalidades de la inercia.
Su primera reacción consistió en atribuir “la precipitada acción” obstruccionista del go-
bierno americano, contra la ejecución de sus planes, a la interposición de ciertos capitalistas
de Wall Street que informados por Cromwell –su abogado y consejero– de los secretos de
su negociación con el gobierno dominicano, se confabularon con él para desplazarla y ab-
sorber ese negocio, mientras al mismo tiempo acumulaban –al bajo tipo de las depreciadas
cotizaciones bursátiles– copiosas cantidades de las acreencias contra el Estado Dominicano,
seguros, como lo estaban, de que la garantía del gobierno de los Estados Unidos de América
en la regularizada redención de las deudas públicas de la nación remontarían de golpe y
porrazo el valor de tales títulos hasta igualar o por lo menos acercarse al monto de su valor
nominal, festinando, de ese modo, las ganancias fabulosas.
Pero toda codicia siempre engendra otras codicias. ¿Por qué no monopolizar también
los gajes resultantes del servicio de la deuda pública dominicana, reglamentada bajo el
tutelaje del gobierno americano, y los gajes igualmente apetecibles de la agencia fiscal del
gobierno tutelado?
Las suspicacias de Ella Reader fueron pronto confirmadas por las categóricas revelaciones
de Mr. Forham, quien le aseveró que en su presencia Cromwell le había recomendado al Presi-
dente Roosevelt –como en efecto aconteció– que tomara rápida acción en los asuntos financieros
de la República Dominicana, con un arreglo de su propia ingeniatura, a fin de “anticiparse”,
frustratoriamente, a otro desenlace que ya “estaba a punto de llevarse el premio”.
El Presidente, según reza la versión de Mr. Forham, se mostró tan receptivo de la indi-
cada insinuación que al instante la calificó de “idea capital”. La misma fuente informativa
del Presidente, Cromwell, aprovechó esa coyuntura urgiéndolo a impartir “inmediatamen-
te órdenes” destinadas a paralizar la consumación de todo otro concierto con el gobierno
dominicano. Las instrucciones que el Secretario de Estado John Hay le trasmitió al Capitán
Dellingham y al Ministro Dawson parecen compaginarse, lógicamente, con la expresada
versión de Mr. Forham.
No obstante las expuestas circunstancias, Ella Reader no se daba por vencida todavía.
Quizás atribuyéndose virtudes carismáticas, ella se había jactado de haber derrotado antes en
reñida competencia nada menos que al renombrado patriarca de las finanzas internacionales,
John Pierpont Morgan. Y aún contaba con los supuestos recursos derivados de su personal
amistad con el Presidente Roosevelt. Animada por esa confianza carismática le solicitó la
oportunidad de una entrevista. Pero las adversidades, como los éxitos, vienen por ráfagas;
y en esta desesperada diligencia fracasó también. El Secretario de Roosevelt, William Loeb,
“rehusó darle curso” a la tarjeta que Ella Reader le entregó. “El Presidente” –le dijo en tono
de desahucio– “estaba muy ocupado para recibirla”. Las puertas de la Casa Blanca, antes
abiertas para ella, se le cerraron de falondres.
En última instancia su voz resonó en el augusto recinto del Senado de los Estados Unidos
de América, a través de uno de los senadores que a la sazón impugnaba las ingerencias del
Presidente Roosevelt en los asuntos de la República Dominicana.
En los debates senatoriales, el Senador Morgan acusó a William Nelson Cromwell de
actuar como “eje de toda la situación en Santo Domingo”; y lo denunció, “agriamente”,
como “el hombre que instigó” la secesión de Panamá con el propósito de “venderles a los
Estados Unidos la New Panamá Canal Company”. Ahora Cromwell –declaró al Senador

615
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Morgan– estaba empeñado en involucrar a los Estados Unidos de América en Santo Domingo
con el propósito de “encarecer el valor de ciertas concesiones que nada valdrían sin el aval
de este país”. En apoyo de sus aseveraciones, el Senador Morgan produjo la documentación
que Ella Reader le había suministrado.
Pero, de todos modos, con el apoyo oficial y el respaldo de los grandes capitalistas in-
teresados en obtener los beneficios que esperaban derivar del arreglo de la deuda pública
de la República Dominicana, elaborado bajo el directo patrocinio del gobierno americano,
William Nelson Cromwell logró frustrar las aspiraciones lucrativas de Ella Reader.
Los banqueros Kuhum Loeb & Co. y la Morton Trust Company obtuvieron los contratos
del empréstito proyectado y la segunda de esas corporaciones fue designada Agente Fiscal
del Empréstito y depositaria de los fondos previstos para su distribución de conformidad
con las provisiones del Plan de Ajuste.
Ambas eran corporaciones poderosas, influyentes y responsables; y, además, habían sido
fuertes contribuyentes para subvenir los gastos ocasionados por la campaña reeleccionista
de Theodore Roosevelt.
El Plan de Ajuste, cuyo régimen pautó los términos de la conversión de las deudas
internas y externas de la República, sacrificó el justo interés del pueblo dominicano. Pero
a despecho de todas sus iniquidades, o mejor dicho, haciendo abstracción de sus abusivas
desigualdades, si los dominicanos tendrán siempre justos motivos para resentir tan ingratas
discriminaciones, no los tendrán jamás para condolerse del resonante fracaso que aventó
las desorbitadas ambiciones de la infortunada Ella Rawls Reader.

Ambiente enrarecido
Traicionando la confianza depositada en su persona y filiación, el Gobernador Civil y
Militar de la Provincia de Puerto Plata, Carlos Morales Languasco, se alzó en armas contra
el gobierno del Presidente Alejandro Woss y Gil, autoridad ejecutiva que lo había designado
para ejercer las funciones que a la sazón desempeñaba.
Hay verosímiles indicios de que esa sublevación fue inspirada y concertada por un alto
oficial de la armada de los Estados Unidos de América. El Capitán Albert C. Dillingham,
comandante del crucero Detroit –quien durante varios meses antes venía estacionando sus
naves en puertos dominicanos–, en esa época le había recomendado a su gobierno la deci-
sión de intervenir la República Dominicana; y en sustentación de esa política absorbente
abogaba en pro de que fuerzas navales de los Estados Unidos de América tomaran posesión
y asumieran control del país1.
Ciertos hechos anteriores explicaban, aunque ni en base moral o jurídica podían justificar
la intromisión foránea en los asuntos internos de la República Dominicana, la inmisión y la
confabulación que acusaban las maniobras del Capitán Dillingham.
Meses antes la flota americana comandada por el Almirante Dewey había hecho manio-
bras en las aguas del Mar Caribe; y como resultado de ese simulacro marcial, el jefe de la
flota le informó a su gobierno que la adquisición de la Bahía de Samaná era indispensable
a la defensa y seguridad de los Estados Unidos de América. Viendo en esa información un
peligro emergente y la consecuente necesidad de resguardar la integridad territorial de su

1
Rippy, ut supra, 16.

616
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país, el Ministro de Relaciones Exteriores, Manuel de Jesús Galván, ingenió un seguro arbitrio
defensivo y lo articuló en la elaboración de un proyecto de puerto franco y aguas neutrales,
el cual sin demora, fue sometido a la debida sanción del Congreso.
El Ministro Residente acreditado en Santo Domingo, hizo, intencionalmente, un escán-
dalo de esa medida preventiva, atribuyéndole designios enemigos de los Estados Unidos;
y mediante esa deliberada distorsión de la verdad trató de que la falsa intención atribuída
al gobierno dominicano provocara, justificándola con insidiosas falsedades, presiones di-
plomáticas o acción de fuerza por parte de su gobierno1 .
No parece que los infundios creados por las aberraciones de su mente imperialista fueron
del todo vanos. Harto significativamente, al dorso de una de las incitaciones a la intervención
frenéticamente formuladas por el Ministro Residente, William F. Powell, el Secretario Auxi-
liar de Estado Alvy Adee apostilló: “yo creo que la Moción de Galván ya está condenada a
muerte”2. Adee sabía muy bien lo que decía.

El 24 de noviembre las fuerzas revolucionarias hicieron victoriosa entrada a la Capital de
la República y asumieron, bajo la presidencia provisional de Morales Languasco, las funciones
inherentes al poder político de la nación. Antes de discurrir un mes completo, se produjo otro
hecho revelador de la inferida alianza fáctica que los representantes del gobierno americano
habían soldado con el nuevo régimen gubernativo. El 17 de diciembre Powell le notificó al
Departamento de Estado que el Presidente Morales había visitado ese mismo día la Legación
americana en demanda de reconocimiento y apoyo en favor de su gobierno.
Morales aprovechó la oportunidad que le brindaba esa visita para delinear a grandes rasgos
la programada política de su gobierno en cuanto a la creación de nuevas relaciones, especiales,
con el gobierno de los Estados Unidos de América; y al mismo tiempo le anticipó al Ministro
Powell, como primicia de su ya diseñada política internacional –si fuere correcta la versión de
este mitómano funcionario diplomático–, gestionar la negociación de un tratado que sujetara la
república a “la directa influencia de los Estados Unidos como en el caso de Cuba”3.
Avalando aún más sus desatentadas intenciones Morales enfatizó la disposición que lo
animaba a concederle al gobierno americano, a cambio de una renta fija y de algunas ventajas
arancelarias, –taxativamente enumeradas–, el uso de las bahías dominicanas de Manzanillo
y Samaná durante un período de cincuenta años4.

Tal era el ambiente político reinante a la sazón en el país. Engreído por el eficaz respaldo
práctico que constituía el indicado contubernio, Morales no vaciló en emplear procedimientos
drásticos para reprimir la creciente inquietud pública, resultante de la animadversión de sus
contrarios políticos por un lado, y, por otra parte, de la generalizada sensación pública de que
en alguna forma se estaba enajenando el país al servicio y aventajamiento de la recrudencia
tendencia expansionista de los Estados Unidos de América.

1
“Después de exhibir su interés en las estratégicas bahías” de la República Dominicana, Dillingham le escribió
al Subsecretario de Estado, Francis B. Leemis, apremiando: “nosotros debemos gobernar el país”. Ibid.
2
El gobierno de Woss y Gil sólo dura seis semanas más. Lo derrocó la revolución encabezada por Merales y
estimulada por Dillingham, según lo acusan sus propias palabras.
3
Rippy, opus cit., 27.
4
Ibid.

617
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Las persecuciones arbitrarias menudeaban; y una de las personas señaladas para ser
objeto de tales represiones fue mi padre, hombre sinceramente desligado de los conciliá-
bulos políticos aunque no por tal apartamiento de los intereses burocráticos desasido de
los deberes de preservación nacional y de decencia pública consustanciales a su calidad de
ciudadano de la República Dominicana.
Días más tarde, ya en los albores del año 1904, uno de los oficiales de mayor jerarquía
en los institutos armados, Lorenzo Marty, recibió orden de hacer preso a Enrique Henríquez
en el Club Unión, cuando, como de costumbre, en hora vespertina concurriera a ese centro
social.
No sólo por razones de amistad sino sobre todo por el convencimiento de que mi padre
no era militante de ninguna tendencia política ni había dado motivo alguno para semejante
agresión, Pulún se fue a ver a su hermana Mercedes –viuda de Manuel Henríquez, tío de mi
padre–; y usando de esa discreta vía, le encargó trasladarse a la residencia de mi padre y a
través de los íntimos oficios de mi madre enterarlo de la ocurrencia a la vez que aconsejarle
recatarse bien oculto o asilarse.
Mi padre optó por asilarse. Durante el día se traspuso con éxito; y cuando las sombras de
la noche embozaron su traslado, ingresó al solicitado asilo en el consulado de Dinamarca1.
Pronto se supo que no estaba, en verdad, bien protegido allí. Aún cuando desde los lejanos
tiempos de la independencia nacional los cónsules, por carencia de misiones diplomáticas
ejercían funciones de esta índole, en derecho no podían justificar ni reclamar la investidura
de prerrogativas puramente de carácter diplomático. Hubo confiable información de que se
tramaba requerir la entrega de mi padre; y para evitar a tiempo ese incidente, fue consenso
unánime de sus allegados que mudara su asilamiento a la vecina Legación americana.
El mismo cónsul danés, Julio Senior, gestionó la mudanza; y a prima noche, en coche
adrede contratado, se operó la planeada transferencia.
Allí, para matar el tedio causado por el ocio prolongado, evocando el devastador in-
cendio causado por reciente combate fraticida, concibió y escribio mi padre el canto civil
intitulado Miserere. Sólo en menesteres de ese tipo podía darle empleo al tiempo que pasaba
estérilmente. Sucedíanse los días, uno tras otro, en ambiente de fastidio que le engrillaba su
libre albedrío al sujeto asilado.
Pero un día sucedió algo inesperado que rompió la tediosa monotonía consuetudinaria.
Llegose a él Mr. Powell y le dijo de improviso:
“Don Enrique, el Presidente Morales se halla presente en esta la Legación y me ha pedido
investigar y en caso favorable cerciorarlo de su disposición a concederle una entrevista”.
—”No tengo, de mi parte, objeción que oponer” –fue la respuesta– “al expresado deseo
del Presidente”.
Conducido entonces por el Ministro americano, a poco se entrevistaron en el territorio
americano de la Legación, el Ejecutivo nacional y el súbdito dominicano allí refugiado por
causa ajena a su libre voluntad.
Después de saludarse ambos y tan pronto se había alejado el Ministro introductor, Mo-
rales se explayó sin reticencia.
—”Cuando yo entré a esta ciudad, al frente de las fuerzas revolucionarias” —dijo Morales
sin púdico miramiento—, “llegué decidido a fusilarlo. Me detuvieron amigos suyos que me

6
Sito en la casa núm. 19 de la calle El Conde, frente al Parque Colón.

618
ENRIQUE APOLINAR HENRÍQUEZ  |  REMINISCENCIAS Y EVOCACIONES

acompañaban. Después resolví, siquiera encarcelarlo; y la orden de apresarlo fue impartida.


Pero ahora nuestro común amigo Pepe Puente, a quien no puedo dejar de complacer, me ha
urgido telegráficamente que ofrezca plenas garantías de libertad. A eso vengo. Puede usted
salir de este asilo bajo la seguridad de mi personal garantía”.
—”Fusilar a un ciudadano constituye un hecho tan desaforado” –replicó mi padre– “que
yo le agradecería revelarme el motivo que lo indujo a formarse ese letal propósito”.
El Presidente Morales eludió la requerida explicación. Se concretó a decir:
—”Ya eso pasó. Lo que importa ahora es que usted recobre el pleno disfrute de su liber-
tad. Esto es lo que vengo a ofrecerle”.
—”Para mí no, Presidente. Para mí lo que más importa ahora y siempre, es que preva-
lezca la virtud de la ley que proteje la integridad de la vida, de la libertad y de los derechos
humanos. Por esa razón yo no debo aceptar garantía que no proviene del imperio de la ley
sino del grado de complacencia que quiera usted tener con uno de sus amigos. No puedo
ni debo, por tanto, aceptar la personal garantía que Su Excelencia ha tenido la gentileza de
personalmente a ofrecerme”.
No quería mi padre seguir siendo una carga para Legación americana; ni podía tampoco
aceptar, fruto de impulso veleidoso, la desnaturalizada garantía de libertad que las leyes, si
cumplidas, le otorgaban. Rechazó de plano la oferta del Presidente Morales; y exonerando
de su hospedaje al Ministro Powell, al siguiente día abandonó la Legación americana. Pero al
hacer esto último lo hacía entonces por su propia determinación y bajo su propio riesgo.

Alfonso Reyes
Yo sé que Alfonso Reyes ha muerto. Muerto, como Pedro Henríquez Ureña, como
Antonio Caso, como Jesús Acevedo, como Gómez Robelo, como Isidro Fabela, como José
Vasconcelos y otros más del grupo. Pero no me resigno a aceptar la verdad de esa muda y
tremebunda realidad.
Me parece –¡me lo pide el corazón!– que tan sólo nos separa todavía la distancia geo-
gráfica. ¡No la tumba!
Leyendo y releyendo tus obras, Alfonso, siempre evoco la memoria de nuestra cotidiana
camaradería; y mientras evoco esos lejanos tiempos que me figuro actuales, siento la ilusión
de que no soy yo quien lee sino tú, Alfonso, quien dices tus propias, mágicas palabras.
Pero hoy esa ilusión ha sido más vívida que nunca. Rebuscando entre viejos papeles
encontré tu carta del 29 de octubre de 1910.
¡Qué sorpresa! Yo había perdido el tesoro inigualable de tus cartas. Una o dos, a lo sumo,
se salvaron del naufragio. Y ahora, de repente, vuelvo a oír tu voz, tantos años después de tu
sentida muerte, a través de una epístola que trasluce un instante fecundo, vibrante, ingenuo,
de juvenil desasosiego.
¿Qué motivo mejor, siquiera igual, para hilvanar una de mis desvaídas reminiscencias?
Pero, ¿podría yo igualar la magia sin par de tu discurso? Habla a través de tu citada carta
por los dos; y amenizadas de tal suerte por tu carismática vivacidad, queden nuestras juve-
niles intimidades expuestas al desnudo ante los ojos del lector, indulgente y comprensivo
mientras a mi vez yo me quedo ensimismado en lisonjero pensamiento: en el desconcierto
de su agonía espiritual Alfonso me echó de menos. ¡Echar de menos! Signo, el más elocuente
y expresivo, de la verdadera amistad.

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Te cedo, pues, la palabra; la mágica palabra que fue, hablada o escrita, don divino de la
mortal envoltura que envolvía tu fúlgido espíritu.
Alfonso Reyes, alza tú la voz por (ambos) en esta reminiscencia. Se te escucha.
“Mi excelente Phocás1: me ha escrito usted la mejor carta de su vida. Tanto, que a pesar de lo
poco epistolar que soy yo2, estoy resuelto a corresponder con usted menos indecorosamente.
“Yo no sé cómo hará usted para poder escribir siempre a sus amigos diciéndoles algo.
Para mí esto es efecto de un estado interior tan especial y espontáneo, que solamente sabría
mantener una correspondencia sustanciosa si me siguiera a todas partes el esclavo con las
tablillas enceradas.
“Pero su carta, que me ha traído todo un girón de su vida, me obliga a ofrecerle, en
cambio, algo de la mía.
“¿Conque también Ud. está entregado a tales incomodidades? Le felicito a la vez que le
compadezco, porque todo hombre que sabe de esos padecimientos se tiempla y se ennoblece
al punto que ya puede mirar con desdén a todos, pero a la vez pierde mucha alegría de paso
y arriesga mucho de sus tesoros espirituales en esa ruleta.
“¡Ojalá pronto salga de la prueba o pueda hacer lo que yo hice: poner su amor en bata y
en pantuflas convertir en vida doméstica la aventura! Al precio de ésto he comprado yo mi
serenidad. Ahora nada menos le escribo desde mi biblioteca, que ya no está donde antes,
sino en una casa diminuta de Santa María, que custodia una esfinge viva”.
“No le doy las gracias por su opinión sobre mis versos3 porque sé demasiado que no se trata de
mera cortesía: sí le diré que me complace muchísimo y que me impresioné (aún cuando yo no
tenga tanta fe en mi poesía como tiene usted), que me impresionó, digo, de manera que recordé
el mucho tiempo que me he pasado sin escribir versos y luego me puse a recoger al descuido.
“Yo suelo sentirme despojado del don poético: particularmente cuando leo poesías castellanas
contemporáneas, y, más particularmente, de mexicanos. Siento que nunca me resolvería yo
a hacer lo que otros hacen: me he llenado de deseos estériles de originalidad, no por el necio
placer de la originalidad en sí, sino porque siento mi espíritu muy distinto y muy necesitado
de otros moldes; problema técnico que me hubiera complacido hallar ya resuelto en los de-
más para no perder las fuerzas en frotamientos. En fin, esto no es cosa interesante de contar, pues
que, según creo, todos los poetas cuentan lo mismo. La pura idea de que me les parezco, me
horroriza. Tienen los de aquí tan poca ciencia que no da mucho honor ser del gremio.
“Sé que el señor Galván opina de mis poesías que aún no dejan una impresión definida.
Tiene razón; oscilo mucho: me seducen varios rumbos del pensamiento. Tengo veintiún años
y no soy lo bastante raquítico de alma para haber encontrado ya mi facultad.

1
Antes del viaje de paseo que hice a México para complacer reiterada invitación de mi primo Pedro Henríquez
Ureña, pasé una temporada en la casita de dos plantas que años atrás había edificado en la estancia La Primavera mi
bisabuelo materno Jacinto de Castro y más tarde restauró mi padre. Asiduo visitante era mi primo Max, hermano de
Pedro, quien, asociando el soneto de Rubén Darío al ambiente que nos rodeaba, me apellidó Phocás el campesino. Por
boca de Max y Pedro el apodo cobró expresión corriente entre los jóvenes (mexicanos) de nuestro grupo. Phocás me
llamaban todos. Cuando en 1925 llegó al país José Vasconcelos y a la cabeza de copiosa muchedumbre fue a alcanzarlo
el Secretario de Educación Pública, Rafael Estrella Ureña, al no verme Vasconcelos preguntó sin ser comprendido:
—”¿Y Phocás?”.
Cuando en 1952 Alfonso me regaló su traducción de la Ilíada en versos alejandrinos, puso esta dedicatoria “A Enrique
Apolinar Henríquez, mi inolvidable Phocás, cordialísimamente y con la emoción de tantos recuerdos. Alfonso Reyes”.
2
Fina reprimenda de Alfonsito, presumo, a mi morosidad epistolar.
3
La excelencia da la obra en prosa de Alfonso Reyes ha dejado de lado sus virtudes poéticas. Algunos hasta le
niegan el don divino del estro. Yo no. Siempre lo tuve y sigo teniéndolo –pasión de amigo a un lado– entre los predi-
lectos de ¡las musas!

620
ENRIQUE APOLINAR HENRÍQUEZ  |  REMINISCENCIAS Y EVOCACIONES

“Sé también que no se sintió comunicado conmigo. No es extraño yo no sé conversar


y nuestros pocos encuentros no llegaron sino a sosa conversación social. La vez que más
tiempo estuvimos juntos fue una tarde en que estaba yo acosado de jaqueca. Además, yo
no me echo fuera sino cuando un interés intelectual o uno amoroso me solicita; el puro trato
humano como finalidad no es cosa que quiera yo cultivar: yo sirvo para interiores y para
música de cámara (a veces de recámara); ¡nada más!
“No le extrañe que me preocupe tanto en darle estas como explicaciones. Le aseguro
(y a esta confesión sólo me atrevo por lo distanciados que estamos) que me mueve a ello el
temor de que la mala impresión de Galván me venga a depreciar ante los ojos de Ud.
“Me dirá Ud. que esto es una inocentada. Es que estoy ahora muy sensible: el trato social
que me he venido creando en México se me ha hecho doloroso. Nos tratábamos con puras
indiscreciones que ya empezaban a atentar contra la dignidad individual de cada quien.
Así lo creo yo; Pedro no lo siente. Hasta con él me hallo ahora lastimado: él contesta mis
sensibilidades con regaños. ¡Ud. lo conoce! He empezado a decepcionarme de algún amigo:
no me resuelvo a decirle quien sea porque para justificar mi actitud necesitaría yo platicarle
y contarle muchas cosas. Pedro dice que todo es porque no hago gimnasia, porque no ando
en automóvil y otras paradojas de mal género. No. Yo lo que necesito es tener a mi lado una
persona de temperamento más semejante al mío. (¿Cómo el de Ud., quizás?); porque aquí
todos mis amigos me niegan lo que hay en mí de específico y fundamental: no les parece
que me gusten las mujeres, no les parece tampoco que me vengan impulsos de pegar a los
hombres. Tienen una tristísima pose de superioridad que acusa, en mi concepto, muy poca
experiencia del placer y del dolor humanos y algo de falta de ritmo en la circulación de la
sangre.
“Perdóneme, le ruego, estas salidas mías brutales: estoy fastidiado de tratar con gentes
a quienes sólo interesa Lo Absoluto. Y que se figuran llegar a ello por la Abstinencia, enten-
dida en el sentido más metafísico, no puramente sensual. Para mí nada hay absoluto sino
lo humano y lo vital: yo soy un esclavo de la realidad exterior y nunca he sabido concebir
el cielo directamente, sino como consecuencia del profundo sabor de la tierra. Por fortuna
cada vez me reconcilio más con mi temperamento, y, si es cierto que lo debo al acaso y al-
guna vez me avergoncé de él por consejo de los amigos, no lo es menos que ahora, tras de
pensar y vivir un poco, he aceptado libremente lo que soy y el choque con los demás sólo
me fortalece en mí mismo.
Lamento sólo que me voy llenando de disgusto; soy yo toda una lucha moral, una mónada
en combate abierto con las demás. Las demás cosas, los demás seres, tienden a absorberlo a
uno y desposeerlo de su esencia; yo siento de modo evidente esta guerra metafísica de las
mónadas: la filosofía de Leibniz tiene así, para mí, un hondo sentido. ¡Y todo, tal vez, porque
hay todavía mucho de amor (este sentimiento incómodo) en la amistad! Pero estos amigos
míos son muy trabajosos de llevar. ¡Parecen queridas!
“Perdone mi carta pesimista. Yo le aseguro que otra vez seré más jovial y oportuno. Pero
déjeme sentir que me comunico desahogadamente con Ud., siquiera mientras le vuelvo a encon-
trar y a tratar de cerca4; porque, ¿quién sabe si entonces me iré a quejar con Pedro de Ud?
“En tanto, sea usted lo más feliz que pueda y no se deje cegar el alma por un amor,
porque el espíritu vale más que los afectos todos.
“Cuénteme de su vida, de su corazón. Exijo que me conteste pronto. Suyo, Alfonso”.

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Pasaron años y más años desde el de la fecha de su transcrita carta sin que las veleidosas
mudanzas del tiempo mellaran el delicado sentimiento de la amistad que siempre nos unió.
Quizás porque en la emoción de la amistad “hay todavía” –son palabras de Alfonso– “mucho
de amor”. En una de sus postreras cartas, escrita ya en el poniente de su vida, me dijo con
ternura que “nunca se había disipado el buen recuerdo” que de mí guardaba; y selló sus
palabras afianzándolas con “un abrazo afectuoso que dure desde aquellos lejanos años en
que nos conocimos, hasta el término de nuestros días”.

Legado mal guardado


Sólo dos años faltaban para finalizar la primera década de nuestro siglo. Sobre la cubierta
del navío mercante que esa tarde retornaba a Cuba, en la última etapa de su prefijado itine-
rario, nos habíamos congregado algunos pasajeros; y, gracias a la espontánea familiaridad
que es nota distintiva y peculiar de los viajes por los caminos del mar, más que ocasional
reunión de recién conocidos aquel improvisado acopio de personas podía dar la misma
impresión que dan los círculos formados por viejos amigos.
Enfundado en lúgubre sotana y como sumido en mística abstracción, lentamente se
acercó y cual estatua viva se detuvo ante nosotros, un maduro sacerdote hispano. Uno de
los pasajeros, un joven viajante de comercio nada desconocido en el mundo de las letras,
al punto lo sacó de su ensimismamiento con la súbita formulación de una pregunta.
—”Padre” –le interrogó–, “¿no habéis bajado a tierra?“.
—”Bajar a tierra, hijo? ¿Para qué?“.
Y a seguidas diafanizó el motivo de su displicencia. “Hace cosa de veinte años estuve
por acá; y al volver ahora, después de tanto tiempo, mi vista no percibe ningún cambio”.
Luego de una brevísima pausa prosiguió.
“La única desemejanza que he notado sólo sirve para sugerirme que por culpa de los
años transcurridos y de la incuria africana de los hombres, las mismas destartaladas chozas
que había visto en aquella época ahora se hallan más sucias y ruinosas todavía”.
Las manos abaciales de aquel Ministro del Señor ensayaron llevar hasta sus ojos el binó-
culo que sustentaban, como si buscara, con ayuda de esos lentes, reafirmarse en su asersión.
Si en realidad ese fue el designio que movió sus manos, no llegó a cumplirlo. Lentamente
las abatió en un gesto insípido que a mí me pareció significar que, para él, la reiteración de
semejante escrutinio resultaba una comprobación estéril.
Pero de todos modos el impacto que en mi espíritu causaron las devastadoras palabras
de aquel cura de almas dejó en los pliegues de mi subconciencia un traumatismo que la
acción abstergente de los años transcurridos no ha podido obliterar.
Recuerdo mi reacción cual si hubiese acontecido ahora. Volví los ojos a la costa de mi
ciudad natal ansioso de hallar algún motivo de honrosa alegación que mitigara el ofensivo
dolor que había lesionado la confiada placidez de mi presuntuoso orgullo cívico; pero mis
ojos sólo encontraron por respuesta la vergonzosa evidencia de una agárica conjugación de
vetustos bohíos cuyo desvencijado maderamen amenazaba desplomarse.
Mi indignación se hizo silencio. Fue un desgarrador silencio, preñado de humillación y
aturdimiento; mas cargado, también, de tercas y reverberantes esperanzas.

622
ENRIQUE APOLINAR HENRÍQUEZ  |  REMINISCENCIAS Y EVOCACIONES

A medida que mi viaje se explayaba por Cuba, México, otra vez Cuba y finalmente los
Estados Unidos de América, el obligado cotejo siempre hacía penosamente cruel el redun-
dante eco de las agrias prolaciones proferidas por el cura español que al ausentamos de la
costa de mi patria me habían lacerado el alma.
Más de media centuria había discurrido desde entonces cuando en los comienzos de
este mismo año, irradiando fosforescentes alabanzas, en San Juan de Puerto Rico me dijo
un apreciado compatriota mío:
—”¡Aquí sí se vive!”.
Meses más tarde, también fosforescente de júbilo y de euforia, me dijo en Miami otro
compatriota mío:
—”¡Esta sí es vida!”.
Las alborozadas explosiones de ambos dominicanos no eran nada hirientes, como lo
fueron las tajantes conclusiones del desdeñoso sacerdote hispano. Tampoco tenían igual valor
de directo apocamiento. Pero en la recóndita entraña de ese reiterado adverbio de enfática
afirmación, de ese insinuante Sí, había una esencial similitud de forma parabólica. Signifi-
caba, para mi sensitiva prevención, el coincidente reconocimiento, tácito pero notoriamente
implícito, de nuestra ineptitud para emparejar al mismo acelerado ritmo los avances de la
civilización y la cultura que en los diversos órdenes de la vida humana nos circundan por
los cuatro puntos cardinales.
Lo cierto y desolante es que no sería propia de hombres serios, de hombres responsa-
blemente serios, sino desvarío de sujetos vesánicos o de sarcásticos fantoches, la osadía de
promulgar desde los más altos tejados de la patria dominicana:
“¡Aquí se vive!” O lo que es igual: “¡Esta sí es vida!”.
¡Qué tragedia tan humillante, tan deprimente, tan acusadora es la tragedia del
exilio que denigra a los dominicanos! ¡Qué tragedia tan desesperante! Pues para
poder disfrutar los beneficios de las comodidades, de los más nobles placeres, de los
refinamientos culturales y demás atractivos que son signos distintivos de la civilización
occidental, tienen que emigrar, ya que en el deficiente hogar de la propia patria no los
pueden encontrar.
Pero yo no me resigno. Precisamente por ser dominicano, no me resigno. No puedo
resignarme. No puedo; porque sé muy bien que si nosotros lo quisiéramos, es decir, si nos
propusiéramos conseguirlo, podríamos hacer de nuestra patria una magnífica nación; y, de
la ciudad primada de las Américas, una de las más bellas urbes del mundo.
La Providencia fue harto benévola con nosotros, los dominicanos, haciéndonos privi-
legiado objeto de su predilección. Por una de esas misteriosas decisiones del destino, nos
deparó el insigne honor histórico de que fuera en nuestra tierra donde los descubridores
del nuevo mundo fundaran la primera ciudad cristiana del hemisferio occidental; y la gloria
consiguiente de que fuese la ciudad primada de las Américas el punto de expansión desde
donde irradió y se explayó, por la espléndida vastedad de sus ámbitos, la maravillosa luz
de la civilización occidental.
Tanto honor y tanta gloria nos imponen una responsabilidad histórica sin límites. La
Providencia nos enalteció con su predilección. Pero nosotros, ¿qué hemos hecho, qué estamos
haciendo para merecer y hacernos dignos de tan insigne y a la vez abrumador legado?
Antes de dar la debida respuesta, todos debiéramos hacer, tanto los gobernantes como
los gobernados, un severo examen de conciencia.

623
COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

Programa de gobierno
A thing of beuty is a joy for ever. John Keats, Endymion.

Mediaba el estío del año 1911. La vida en Santo Domingo discurría, por falta de movilidad
social y de atractivos que la estimularan, en un ambiente de sencillas tonalidades aldeanas. Las
actividades nocturnas de los hombres oscilaban en un radio de acción muy restringido.
Uno de los entretenimientos favoritos de esa época lo constituían las tertulias, de grupos
diferenciados, que noche tras noche se formaban en el Parque Colón. La que yo frecuentaba
cronométricamente estaba formada por Jaime Vidal, Arturo Pellerano Alfau, Jacinto R. de
Castro, Leonte Vízquez, Emilio Billini…
Sin ser políticos militantes –exceptuando acaso a Don Leonte y Don Emilio– los enra-
recidos aires del ambiente local solían darles ocasión y cabida a los temas de esa índole.
El régimen imperante no se distinguía por su respeto a las libertades democráticas; y, por
tanto, no era prudente discutir en alta voz asuntos directamente conectados con su manera
de gobernar el país1.
La censura de los actos o procedimientos oficiales, aún la de inspiración más limpia de
egoísmos o propósitos ajenos al supremo interés de la comunidad dominicana, no podían
rebasar, sin riesgo, el limitado círculo de las intimidades cuidadosamente depuradas.
El gobierno establecido –mejor dicho sus métodos absolutistas de gobernar el país– no
satisfacían nuestras aspiraciones de bien públicos, y, en consecuencia de ese autocrático
defecto, no gozaba de la colectiva simpatía de nuestro grupo.
Esta inhibición de simpatías era absoluta. Disentíamos de sus rutinarios conceptos eco-
nómicos, de sus rancias aptitudes financieras, de sus dictadas normas fiscales, pautas que no
tenían más relevancia que la implícita en la regular recaudación de los ingresos aduaneros
–controlados por agentes del gobierno americano– y en el pago puntual de los emolumentos
retributivos de servicios burocráticos; disentíamos de la falta de imaginación creadora en
el manejo de las diversas funciones de la administración pública; disentíamos, con mayor
ardimiento aún, de los procedimientos opresivos que impedían, con la preponderancia de
su mecanismo autoritario, la libre exposición de las ideas políticas y el correlativo debate de
las mismas, coacciones, éstas, que inficionaban el ambiente y en vez de fomentar coercían
la autonomía personal de cuya fuente emana la deliberante autonomía nacional. Disentía-
mos, en suma, de la creciente sumisión gubernativa a la fáctica supremacía de una potencia
extraña en asuntos puramente atributivos de la soberanía nacional.
El ambiente público estaba, pues, viciado. Había paz material, ciertamente; pero no
había paz moral, única forma expresiva de las virtudes apreciables que realmente llenan de
seguridad, sosiego y alegría la conciencia colectiva de la sociedad humana. La única forma
de la paz que, junto con la libertad –al juicio de Ludwig van Beethoven–, constituye el mayor
bien a que pueden aspirar los hombres.
Las deficiencias o defectos enunciados carecían, en consecuencia, de la magnética se-
ducción necesaria para haberle ganado al régimen imperante el aplauso o aún la adhesión y
simpatía de un grupo de hombres cuyo interés en sus retóricas incursiones por los campos
de la política estaba animado solamente del asia de sentir el orgullo y de poder gozar la
satisfacción de ser gobernados de manera irreprochable como sujetos civilizados. Tal era su

1
Salvando el ditirambo servil de los turiferios la insipidez de la prensa de esa poca pueda dar fe de la veracidad
de esta aserción.

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ENRIQUE APOLINAR HENRÍQUEZ  |  REMINISCENCIAS Y EVOCACIONES

temperamento, pues sabían todos los del grupo que el buen gobierno no sólo es garantía de
progreso nacional. Ellos sabían también, de manera privativa, que la excelencia política es la
garantía más segura de ganar el respeto internacional indispensable a la preservación de la
integridad política y territorial de las naciones débiles, ya que éstas no disponen de otros me-
dios defensivos contra los atentados usurpatorios de las grandes potencias imperialistas.

La sabiduría y la virtud, convertidas en dinámica gubernativa de las naciones débiles,
eran entonces las más probables garantías de respeto. Quizás no tanto ahora. Los tiempos
traen consigo mudanzas imprevistas; y en el mundo de hoy los desafueros de las tendencias
comunistas, nacistas o fascistas –persecución de fines sin escrúpulos de medios– han conta-
minado la vida internacional con su arrogante menosprecio de los principios y valores que
a la civilización occidental le habían impreso bella y elegante fisonomía espiritual.

Aquella noche de nuestro estío tropical la conversación, como otras veces, se desvió
hacia el campo de la política especulativa. Se improvisó una especie de academia. Cada uno
de los contertulios intervino, a su vez, para exponer y preconizar su propio programa de
gobierno. ¡Oh, cándida ilusión!… Después de todo ése inocente pasatiempo, teóricamente
edificante, no le infligía injusto daño a nadie.
Uno tras otro yo escuché a mis contertulios exponer sus respectivos programas de
gobierno. Los escuché en actitud de silencio respetuoso. Con la reverencia que impone
siempre la pureza intencional, aunque en muchos aspectos –a decir verdad– disintiera yo
de sus particulares puntos de vista conceptuales.
Todos habían opinado, menos yo, cuando finalmente alguien del grupo notó la taciturni-
dad que me había abstraído del concierto deliberante. Fue Don Jaime quien notó la ausencia
de mi intervención; y al punto interrogó:
—”¿Y tú, Quiquí, qué piensas, qué opinas?”.
—”Vamos a ver –intervino Don Leonte– “¿Cuál es tu programa de gobierno?”.
—”Nos va a dejar retrasados con sus conocidas innovaciones de iniciativa y referendo
popular” –comentó Don Arturo.
—”¿Mi programa de gobierno?” –pregunté automáticamente, como suelen hacerlo los
estudiantes que se saben ignorantes–, ante el cuestionario del maestro.
Cual si en ese momento me hubiese encontrado a mí mismo, a poco respondí con seguro
aplomo:
—”Yo Beethovenizaría el país”.

Ha pasado más de medio siglo desde entonces; y si hoy me fuera dirigida igual pregunta,
ahora, tal vez más seguro todavía que entonces, yo daría la misma respuesta que di entonces.
Claro está que mi contestación no representaba ayer ni constituye hoy una concreción
de rigidez semántica. Pensaba entonces y pienso ahora sólo en una amplia y refinada acción
cultural. Ni ayer ni hoy me refería, limitativamente, a una de las artes en que el genio de
Beethoven culminará a través de los siglos.
No he podido ser indiferente, por otra parte, a la seducción de preguntarle al viejo
de hogaño –que sigue pensando cual lo hacía el joven de antaño– cuál es en puridad la

625
COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

significación real del símbolo beethoveniano; y cediendo a esa curiosidad me diré a mí mismo
y a quien desee saberlo que encierra un concepto de cultura, de elegancia y de refinamiento
espirituales expresado en forma de sugerencia parabólica.
Evocaré en mi auxilio, para ser más comprensible en la exégesis de mi pensamiento, el
destello fulgurante de un espíritu selecto que ya, desde antes, me había trasmitido la clari-
videncia de su luz. Evocaré el milagro griego. Ese insólito prodigio que Renán singularizó
como “una cosa que sólo ha existido una vez, que jamás antes se había visto y que nunca
más volverá a verse, pero cuyo efecto durará eternamente”.
Ambición o sueño exuberante, lo confieso. Pues ese fue un milagro que nunca más, pro-
bablemente, se repetirá. Su ejemplo, empero, en medida razonable es imitable; y aunque su
excelsitud fuese fatalmente inasequible, la emulación, guiada por el sentimiento del amor
propio que nos lleva a imitar lo mejor, podría servirnos de acicate para seguir las luminosas
huellas de los atenienses y llegar al menos a copiarlos dignamente.
Sólo hay un medio –el mismo que produjo el milagro griego– de seguir esas eximias
huellas. El amor a la belleza nos lo ofrece; y junto a este fervor el ansia de la perfección,
fórmula quintaesenciada de consolidar el culto de lo bello.
Pero ese sublime culto no es producto de la improvisación. Ni aún de la mejor intencio-
nada. Sólo se llega a penetrar en sus misterios por los caminos de la cultura; y ésta consiste,
según lo ha preceptuado Mathew Arnold “en conocer lo mejor que ha sido pensado y dicho
en este mundo”. La ascensión a la empinada cúspide de la cultura exige, a su vez, nueva
prueba. La del tránsito, preparatorio, por otro camino de eminencia paritaria. El camino de la
educación, que no consiste en la acumulación de simples conocimientos sino en la erudición
con alma. Porque cual lo observó John Ruskín, “educación no significa”, a secas, “enseñar
a las personas lo que no saben”.
Encierra otros conocimientos de más noble entraña. Significa el arte de saber conducirse
en toda circunstancia con elevación de pensamiento, ponderada discreción y buenas maneras.
Algo que los dominicanos, desventuradamente, no han aprendido todavía; o, tal vez –para
amoldar mejor esta idea a la verdad–, algo que los dominicanos han desaprendido. Infortunio
éste más lamentable todavía.
“La educación tampoco significa” –criterio adocenado en boga– “enseñar a la juven-
tud las formas de las letras y los trucos de los números para luego dejarles emplear su
aritmética en pillerías y su literatura en sensualidades”, perversión moral que reprobó
el mismo Ruskin y que ha robado a nuestra época la brillante dignidad de sus más caras
esencias; descomposición extravagante y chacabana que acaso nos esté presagiando, sin
nosotros advertirlo, otra de las estrepitosas caídas que la dislocada humanidad ha sufrido a
través de su existencia milenaria y que se expresa en el dolor de las sucesivas civilizaciones
desaparecidas.
La educación es un trabajo continuo y virtuoso que a sus preceptores les impone el
deber de “disciplinar” a los neófitos “en el perfecto ejercicio y continencia de sus cuerpos
y sus almas”. Es un trabajo difícil que ha de ser hecho o debiera ser hecho, doctrinó Ruskin
completando su concepto, “por medio de la bondad, de la vigilancia, de la advertencia, del
precepto y del encomio; pero, sobre todo, por medio del ejemplo”1.

2
La doctrinación sin el apoyo de la ejemplificación no es virtud que penetra y enraíza presto en el corazón del
hombre. La enseñanza por vía de la exposición o del razonamiento teórico se hace lenta; y en cambio breve y rápida
por la vía de los ejemplos. Longum iter per praecepta, et efficax pez exempla Séneca.

626
ENRIQUE APOLINAR HENRÍQUEZ  |  REMINISCENCIAS Y EVOCACIONES

Valorizar el país con la armónica conjunción de la belleza, la sabiduría y la virtud


fue la intención que me inspiró a formular el programa de gobierno flagitado. Pues la
belleza debe ser vivida, según lo expresa en su Política Aristóteles –el más sabio quizás
de los hombres que crearon el milagro griego– “como finalidad de las acciones útiles y
necesarias”; porque “es bueno saber” –según él– “hacer las cosas útiles y necesarias, pero
preferir la belleza.
¡La belleza! Tal era el alma del símbolo beethoveniano en que sinteticé, hace ya más de
media centuria, todo un programa de gobierno.
¡Amén!

Lección de civismo
Yo regresaba esa tarde a casa –residencia temporal de mi familia en New York– después
de haber asistido, a la hora de sexta, a un mitin político del candidato a la Presidencia de los
Estados Unidos de América, Woodrow Wilson.
Era la estación estival del año 1912. Una treintena de admiradores del apóstol de la Nueva
Libertad, concurrencia escasa de elementos quizás tan fanatizados como yo nos habíamos
congregado en Union Square para escuchar su verbo estimulante y luminoso.
La fogosidad de la canícula ablandaba el entarviado pavimento (simulando plúmbica
jalea), en cuyo lomo nuestras pisadas dejaban impresas sus huellas distintivas. El
vaporizo, insoportable, nos quemaba el rostro. Pero allí seguíamos todos, inmutables,
impertérritos, esperando, en temperamento de paciencia inalterable, al hombre cuya
mágica palabra llegaría, de momento, a deleitarnos con las postulaciones de su nuevo
evangelio político.
Wilson llegó algo retrasado; y excusó su tardanza, con suma sencillez, alegando urgencia
de otros deberes, importantes para la campaña, que hasta ese momento lo habían retenido
y embargado. Sus pronunciamientos fueron cortos y sin brillo. ¿Fatiga, tal vez? Para mi fa-
natismo, sin embargo, fueron magníficos. Por su sencillez, por su concisión sin desperdicios
y su aire de seductora sinceridad.
Cuando llegué a mi casa ardía yo de entusiasmos. No sospechaba, ni por asomos, que
esa exaltación del ánimo iba a provocar la coyuntura hábil para que la sensatez política de
un amigo de mi padre –cordura limpia de los abrojos pasionales– me brindara una lección
de alto y fúlgido civismo.
Apenas había retornado yo a mi casa cuando hacía su ingreso tras de mí, sin previa cita,
John T. Abbott. No halló a mi padre; pero me permitió la satisfacción de subrogarlo.

Mi devoción por el candidato de los demócratas era impaciente y subyugante. En mi
repertorio era tema obligado la alusión a su ideario y sus tendencias políticas, ya en parte
manifestadas durante su ejercicio como gobernador del vecino Estado de New Jersey.
En mi conversación con Mr. Abbott no tardó pues, en salir a colación mi tema favorito.
Sin ser ciudadano americano yo no podía cumplir la función del sufragio; pero no perdía
ocasión de empeñar mi fervorosa dialéctica en sumarle votos –pretensión más ilusoria que
real– al futuro Presidente de la máxima potencia americana.
No tardé mucho tiempo, esa tarde, en proferir la intromisión de mi pregunta:

627
COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

—”¿Se podría saber, Mr. Abbott, por quién piensa usted votar?”.
No creo que mi pregunta, después de la parcializada posición que revelaron mis palabras,
fuera una delicada inquisición. Pero la verdad es que no la pude reprimir.
—”Yo soy republicano de abolengo” –me dijo Mr. Abbott.
La impresión que me produjo su respuesta, al decepcionarme, le dio un vuelco a mi
corazón. Me sentí vivamente arrepentido de haber formulado esa indiscreta pregunta. Pero
mi desazón duró muy poco.
—”Republicano desde mis antecesores más remotos” –prosiguió diciendo Mr. Abbott–.
“Pero en estas elecciones daré mi voto a los demócratas”.
Súbitamente reaccioné en sentido opuesto. El alma se me colmó de júbilo, pensando que
Mr. Abbott admiraba tanto los eximios méritos de mi candidato, que no obstante su abolen-
go estaba presto a romper una larga tradición de familiar republicanismo. La razón de esa
ruptura no era la que yo supuse. Era otra, enteramente extraña a mi candidato presidencial.
Pero su fundamento no me decepcionó. La consideración que más me impresionaba era la
del número. La mayoría que gana el triunfo; y en ese sentido ya tenía yo seguro testimonio
de que el voto de Mr. Abbott, aunque por razones ajenas a la devoción de Woodrow Wilson,
era uno más que tendía a favorecer su éxito.
Mr. Abbott aclaró, al punto, su posición excepcional.
‘’Hace ya demasiado tiempo” –dijo explanatoriamente “que mi partido está en el poder;
y el poder, largo tiempo disfrutado, corrompe a los partidos y a sus hombres”.
Tras corta pausa, Mr. Abbott concluyó, sin alterar el apacible tono de su voz:
—”Esta vez voy a votar para sacar a mi partido del poder”.
Me sentí hondamente conmovido al escuchar su decisión. Nunca, ni antes ni después,
le di la mano a Mr. Abbott con tan emocionado sentimiento de orgullo en su amistad. Sus
expresiones fueron para mí una lección de civismo que jamás he olvidado en los años trans-
curridos desde entonces. Y al recordarla en posteriores ocasiones, siempre he pensado que,
para fortuna de los Estados Unidos de América, la elevación y pureza de semejante clase de
conciencia cívica, no es en esa gran nación ninguna singular excepción.

El poder, en verdad, corrompe; y al volverlos arrogantes, suele deformar el carácter moral
de hombres cuya merecida fama se cimenta en la posesión de virtudes eminentes.
Woodrow Wilson fue uno de los hombres a quienes la arrogancia del poder los
arrastra a desmerecer de su propia y merecida fama. Al tenor de la experiencia y de
la opinión fundada en esa clase de antecedentes, el profesor universitario no es el tipo
de hombre adecuado para figurar con éxito en las lides de la política militante. Wilson,
empero, fue una rarísima excepción. Atravesó el escenario de la vida pública cual bóli-
do fugaz y refulgente. Como gobernador de New Jersey y a seguidas como Presidente
de los Estados Unidos de América se ha comentado forzó en cada uno de esos cuerpos
políticos reformas que no sólo estaban ya retrasadas sino que sus realizaciones parecían
milagros.
Wilson, sin embargo, realizó esos milagros. Pero en los últimos tiempos de su bri-
llante carrera política, su “extraordinario individualismo”, mal guiado por la seguridad
y la arrogancia que en el ánimo humano suelen infundir las malas influencias del poder,
deformaron su fisonomía moral y le irrogaron un daño que contribuyó, más que ningún

628
ENRIQUE APOLINAR HENRÍQUEZ  |  REMINISCENCIAS Y EVOCACIONES

otro, a malograr la viabilidad del proyecto1 que fue, quizás, su máxima ilusión de convi-
vencia internacional.
Wilson se negó a llevar consigo, a la conferencia de paz celebrada en París, una dele-
gación de Senadores versados en las relaciones extranjeras. Lloviendo sobre mojado, doble
manifestación de su arrogancia –adquirida en la función de gobernar o típico rasgo de su
propia idiosincrasia de exagerado individualismo–, le infligió hiriente humillación al Sena-
dor Henry Cabot Lodge, antiguo amigo suyo y tal vez la voz republicana que en su propia
Cámara ejercía mayor influencia. En los mismos días en que se debatía la proyectada Liga
de Naciones, dejó a Lodge “en una de las salas de espera de la Casa Blanca, enfriándose los
talones durante horas”2.
Si su carácter había sido deformado por la arrogancia del poder hasta el extremo de que
semejante incivilidad fuera para él causa de malsano regusto, consiguió esa repulsiva satis-
facción. Pero Woodrow Wilson pagó muy caro tan insana fruición. Le costó el precio de su
más caro sueño. Figura culminante en el Senado de los Estados Unidos de América, Lodge
era, además, el Presidente del Comité de Relaciones Exteriores del Senado americano; y esa
influyente posición, –acaso por razones políticas de interés para su propio partido o quizás
por convicciones que hubieran podido ceder a las instancias de una inteligente y persuasiva
transigencia, o acaso también obedeciendo a los sórdidos impulsos de la oportuna venganza,
le permitió a Lodge dinamitarle a Wilson “su precioso proyecto”3.

Semejantes desfiguraciones del carácter de eminentes personajes no faltaron en las opuestas
filas de los republicanos. Una de ellas, la más grotesca, se produjo, sorprendente y paradógi-
camente, en un personaje bien conocido por su reputación caballerosa. El Presidente Herbert
Hoover. Dejaré que haga el relato de ese cruel episodio su compatriota Richard L. Tobm.
“En la primavera del año 1932” –refiere el aludido autor– “el Presidente Hoover había
invitado a cenar en la Casa Blanca a los Gobernadores de la conferencia anual celebrada en
Richmond. La primavera de 1932 había sido el momento crítico de Franklin Delano Roosevelt
en la conquista de los Delegados de Chicago; y uno de los argumentos esgrimidos contra
su candidatura fue el hecho de que él había sufrido poliomeitis y que no estaba físicamente
apto para satisfacer las exigencias de la presidencia”.
Sabiendo cuán largo tiempo le tomaba a F.D.R. moverse desde el automóvil y subir las
escaleras o recorrer cualquier distancia por su propia locomoción, los Roosevelt llegaron
temprano a la Casa Blanca. Con la señora Roosevelt asida de un brazo y empuñando un bastón
con la otra mano, F.D.R. se las arregló para llegar al Salón Oriental por su propio esfuerzo;
pero el esfuerzo lo exhaustó. Sus tullidas piernas le dolían y latían por obtener alivio.
“El protocolo exigía que todos los invitados permanecieran de pie hasta que el Presidente
Hoover y su mujer llegaran a saludarles. Pero los esposos Hoover no aparecieron durante
largo tiempo. En varias ocasiones a Roosevelt le fue ofrecida una silla; pero siempre la
declinó por temor de que el cuchicheo de la campaña electoral en torno de la incapacidad
producida por su polio pudiera ser de algún modo intensificada. Durante casi cuarenta

1
La fracasada Liga de Naciones.
2
Richard L. Tobin, Decisions of Destiny (Avon Book), 186. Cansado de esperar, Lodge se retiró sin haber visto al
Presidente.
3
Ibid, 201.

629
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minutos él permaneció allí, en absoluto tormento, sin jamás dejar de sonreír, mientras las
abrazaderas de acero le herían sus piernas y gotas de sudor moteaban su rostro sin jamás
dejar de sonreír”.
Un hombre esencialmente tan decente y humano como Hoover –comentó Frank Freidel–
“jamás debió haberse mostrado tan deliberadamente cruel”.
Toda humillación deja rastro, a veces indeleble, en la mente y el corazón del ofendido.
Sin duda que en este caso Franklin Delano Roosevelt no dejó de sospechar aviesas inten-
ciones. Lo cierto es que entre esos los viejos amigos nunca volvieron a ser las mismas sus
antiguas relaciones.

Prestigio positivo
Cuando llegué a los Estados Unidos de América, antes de finalizar la primera década
del siglo, no me era desconocido el nombre de William Sulzer. Su conocimiento me había
llegado ya en alas de la fama política, no siempre justa –hay que puntualizarlo–; pero tampoco
siempre injusta. La experiencia nos enseña que si suele exaltar ídolos de barro ingeniándoles
fantásticas virtudes, a veces sabe también enaltecer a los hombres que por sus actos merecen
enaltecimiento público. En el caso particular de Sulzer su prestigio se cimentaba en una
valiosa historia de plausibles actitudes y realizaciones.
Él estaba entonces en el apogeo de su carrera política. No está despojada, sino más bien
cargada de interés, la forma en que este paladín de las ideas progresistas, seduciendo la
imaginación de las masas populares, se había ido abriendo paso por los caminos del éxito
desde que en 1889 fue sucesivamente reelecto como miembro de la asamblea legislativa de
New York, durante cinco períodos consecutivos, hasta ascender a la influyente posición que
entonces ocupaba como Presidente de la Comisión de Relaciones Exteriores de la Cámara
de Representantes.
“Mr. Sulzer es hoy” –escribió George W. Blake en The New York Times– “el preeminente
congresista demócrata que hay al norte de las líneas Mason y Dixon en los Estados Unidos”1;
y en robustecimiento de tan audaz aserción Blake destacó el hecho de que aún siendo prác-
ticamente republicano su propio distrito comicial de la ciudad de New York, desde 1892
ningún otro demócrata había podido ganar los sufragios de ese distrito comicial exceptuando
a Sulzer, quien desde las subsiguientes elecciones –1894– y en lo sucesivo siguió aumentando
cada vez más el número de los sufragios que en toda ocasión favorecieron su candidatura.
En abono y justificación de su prestigio Sulzer contaba con una pléyade de simpáticas
iniciativas, –quizás no menos de treinta–, todas ellas de tendencia progresista, entre las cuales
figuraban algunas de carácter internacional, como lo fueron sus pronunciamientos en favor
de la independencia de Cuba y su impedimento frustratorio de la trama que auspiciaba la
invasión de México por fuerzas militares de los Estados Unidos de América. Cediendo a
la presión de los magnates dirigentes de poderosos intereses financieros y de los no menos
poderosos intereses de otras clases de potencias económicas, el gobierno encabezado por
William Howard Taft había resuelto consumar semejante desafuero.
Cuando el Embajador americano Henry Lane Wilson le dijo al Presidente Taft que todo
México estaba ebullendo de descontento político; y cuando insuflándole gráfica expresión al

1
George W. Blake, del New York Times. Short Sketch of William Sulzer, 7.

630
ENRIQUE APOLINAR HENRÍQUEZ  |  REMINISCENCIAS Y EVOCACIONES

efervescente estado de cosas reinante en México el Embajador Wilson agregó que Porfirio Díaz
estaba sentado en un volcán cuya erupción “podía poner en peligro la seguridad de 40,000 ame-
ricanos, hombres, mujeres y niños”1 residentes allí, la decisión del Ejecutivo americano fue
bien conocida. Destacó poderosas fuerzas militares a lo largo del Río Grande, con orden de
estar listas a emprender la invasión eventual del contérmino territorio mexicano.
Según lo reveló la versión del New York World todas las presiones concebibles fueron
ejercidas en el ánimo del Presidente Taft para inducirlo a invadir el territorio mexicano con
la determinada intención de “proteger los intereses americanos, pero, en realidad, para servir
de consolidante apoyo al bamboleante régimen de Díaz, el dictador”2.
A juzgar por la revelación de esa misma fuente, “el Senado estaba preparado para ceder
a los deseos de los Morgan, los Guggenheim, los Rochild y otros intereses financieros; y el
Presidente Taft, por su parte, igualmente dispuesto a complacer esos deseos si la Cámara de
Representantes –entonces bajo el dominio de la antagónica mayoría demócrata– aprobaba
la ejecución de ese propósito. Había tal confianza en lograr semejante desenlace, que aún
cuando el matiz demócrata de esa Cámara hacía sospechar alguna resistencia, se esperaba
que la magnitud de tal escollo sería de escasas dimensiones y que, finalmente, podría ser
anonadado.
Cálculos de tan fácil solución, como los descritos, no se ajustaron al dictamen de la
realidad. Aún bajo el alegado pretexto de “proteger vidas y propiedades americanas” la
Cámara de Representantes no se hubiera prestado a darle luz verde, con la autoridad de
su consejo y de su asentimiento, a la proyectada “invasión de México” frente a “la adversa
opinión” de su propia Comisión de Relaciones Exteriores. Para mayor seguridad de esa
presumida resistencia, ahí estaba interpuesto contra la realización del proyectado designio
de invasión (hipócrita guerra sin declaración de guerra) el obstáculo envuelto en la recia
personalidad del prealudido Presidente de la Comisión de Relaciones Exteriores de la Cá-
mara de Representantes.

Todos los esfuerzos disuasivos de su empecinada retinencia fueron inútiles. En un
último, denodado esfuerzo, Sulzer fue llamado a la Casa Blanca; y allí se le mostraron “los
mensajes del Embajador Wilson, los informes secretos de los agentes americanos” y también
la presencia coaccionante “de oficiales del ejército americano”. Todos esos elementos de
presión fueron conjugados para infundirle al renuente legislador la convicción de que era
necesario “sostener el régimen de Díaz” y todo lo que ese apoyo “significaba” en beneficio
de “los vastos intereses financieros” que estaban urgiendo de concierto la ocupación militar
de México3.
Hasta los apremios coactivos de las amenazas se hicieron llover en el ánimo irreducible
del representante Sulzer. Pero éste, abroquelado en el reducto de su propia convicción, le
arguyó al Presidente Taft y a los senadores republicanos que respaldaban a este mandatario
ejecutivo en sus planes de avasallamiento, que México “era una amiga república hermana
y que por tanto debía ser tratada como tal por el gobierno americano”4. Manteniendo con

1
The New York World, Marzo 4, 1912.
2
Ibid.
3
Ibid.
4
Ibid.

631
COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

resolución y firmeza sus alegadas convicciones, Sulzer agregó que “el honor americano era
más sagrado que los dólares americanos”, y que la política de los Estados Unidos de América
debía consistir “en vivir a la altura de sus obligaciones convencionales, robustecer las leyes
de neutralidad y dejar al pueblo mexicano ajustar sus diferencias sin la intervención de los
Estados Unidos o de cualquier otro gobierno extranjero”1.
Sulzer salvó a México, esa vez, de la intervención militar de los Estados Unidos de Amé-
rica. El Presidente Taft le había asegurado a los representantes diplomáticos de las demás
naciones del hemisferio Occidental, que su gobierno no abrigaba propósitos menoscabantes
del territorio ni lesivos de la independencia de México; y además (lo cual era perfectamente
verídico) que de ningún modo intervendría allí sin antes contar con el consentimiento y el
consejo del Congreso.

En vista de la descrita actitud de William Sulzer, a través de los años muchas veces he
conjeturado cuál habría sido la conducta asumida por él –de presidir aún en 1916 la predicha
Comisión– frente a los designios intervencionistas del demócrata Presidente Wilson que,
una vez cumplidos, durante ocho largos años nos impusieron una irresponsable dictadura
militar. Muchas veces me he preguntado si, de haberse hallado todavía frente a la Comisión
de Relaciones Exteriores de la Cámara de Representantes Sulzer no hubiera impedido que
el Presidente Wilson avasallara militarmente a la débil e indefensa República Dominicana
–hermana nación amiga de los Estados Unidos de América– tal y como años antes evitó que
el Presidente Taft avasallara de igual modo a los Estados Unidos de México.

Hay otro incidente que por relacionarse con una de las débiles naciones del Hemisferio
Occidental que en esa época tuvieron que sufrir los efectos de la política imperialista del
“big stick” merece ser evocado en honor de la memoria, ya desvaída, del infortunado Wi-
lliam Sulzer. Me refiero al rapto de Panamá. El autor del agravio inferido a la soberanía de
los Estados Unidos de Colombia con semejante abuso de poder, se vanaglorió de haberlo
realizado; y, contra el ineludible veredicto de la historia, se empeñó después en justificar
ese atentado y aún en glorificarlo. Theodore Roosevelt, Presidente de los Estados Unidos de
América –culpable de esa transgresión de la ley de las naciones–, arrogantemente se jactó
en sucesivas ocasiones de haberse “cogido” a Panamá.
“Para todo americano honrado, orgulloso del buen nombre de su país” –dijo Roosevelt
años después de consumado ese violento atropello– “debe ser un asunto de orgullo el hecho
de que la adquisición del canal y la construcción del canal hayan estado tan libres de escán-
dalo, en todos sus detalles, como los actos públicos de Washington y Lincoln”2.
Roosevelt afirmó, además, que no sólo “fueron correctas todas las acciones tomadas”,
sino que todas ellas fueron adoptadas “de conformidad con los más elevados, finos y escru-
pulosos dechados de ética pública y gubernativa”3.
Las palabras, empero, no concuerdan con la palpable realidad que denuncian los
hechos. Con tales afirmaciones pretendió Roosevelt dejar sentada la evidente falsedad de
1
Ibid.
2
Theodore Roosevelt, How the United States Aquired the right to dig The Panama Canal, Outlook (1911), 314-18.
3
Ibid.

632
ENRIQUE APOLINAR HENRÍQUEZ  |  REMINISCENCIAS Y EVOCACIONES

que ninguno de los honorables capítulos de la historia de los Estados Unidos de América
es “más honorable” que el capítulo que “habla de la forma en que nuestro derecho a cavar
el canal de Panamá fue asegurado”1.
Contradiciéndose a sí mismo, en otra ocasión Roosevelt expresó que de haber segui-
do “los métodos tradicionales y conservadores” habría sometido el caso a la decisión del
Congreso americano –obligación legal–; pero, con ufana altivez al mismo tiempo proclamó
sin el menor recato, haberse cogido “la zona del canal”, dejando al Congreso debatir con
la calculada intención y el deliberado designio, en tal hecho implícito, de que “mientras el
debate proseguía, avanzaba también el canal”2.
El debate legislativo, en efecto, prosiguió. No aceptó el Congreso la pregonada ética del
señalado procedimiento ejecutivo. Prevaleció, empero, el hecho cumplido. Pero en desagravio
de la verdad y la justicia, las investigaciones legislativas que fueron practicadas en torno
del mismo asunto por la Comisión de Relaciones Exteriores –cuyo Presidente era William
Sulzer– comprobó de manera concluyente, según lo expuso en marzo 4 de 1912 The New
York World, los siguientes acontecimientos:
I. Que Mr. Roosevelt y algunos miembros de su administración, estaban en conocimiento
y le dieron su apoyo a los aprestos que se estaban haciendo para la revolución de Panamá.
II. Que las medidas adoptadas por Mr. Roosevelt para evitar que Colombia mantuviera su
soberanía sobre el Istmo de Panamá y para impedir el desembarco de tropas en el Estado de
Panamá con el objeto de suprimir la ficticia revolución violaron el tratado de 1846–1848.
III. Que los actos de Mr. Roosevelt respecto de la creación y el reconocimiento de la Repú-
blica de Panamá fueron cometidos no sólo en violación de las obligaciones contractuales de
los Estados Unidos sino también de los principios fundamentales del derecho internacional,
el cual ha sido y está siendo reconocido por los Estados Unidos como vinculación obligatoria
de las naciones en sus recíprocas relaciones.

Por su posición y las expuestas actitudes, yo ví en William Sulzer el hombre capacitado
para salvar a mi país de la supremacía americana que durante años lo mantuvo en una de-
primente situación de dependencia territorial de los Estados Unidos de América.
Antecedentes tan estimulantes me impulsaron a acoger en espíritu ilusionado y
complacido el ofrecimiento que me hizo, un amigo de ambos, al efecto de introducirme a la
amistad de William Sulzer. Bajo el palio de su cálida recomendación y gracias a la misma, yo
iba a tener la oportunidad de mostrarle al Presidente de la Comisión de Relaciones Exteriores
de la Cámara de Representantes de los Estados Unidos de América la política abusiva, de
tendencias absorbentes –finalmente dañina a los mejores intereses de ambas naciones– que
el gobierno americano le imponía a mi país.
Una o dos semanas más tarde hice mi entrada en la oficina que Sulzer tenía en el impo-
nente edificio del Capitolio. Lo hallé en chaleco, aprisionando entre sus labios un habano sin
lumbre ni señales de humo, aunque estaba ya medio gastado. Hallé a Suizer prácticamente
sumergido bajo una confusa muchedumbre de papeles.

1
Ibid. En diciembre 29 de 1903, Roosevelt le escribió a Samuel W. Small expresando su convicción de que el
canal de Panamá será “parecido en calidad, aunque no desde luego en importancia, a la compra de Louisiana y a la
adquisición de Texas”. Joseph Bucklin Bishop, Theodore Roosevelt and his Time, 1, 295.
2
Bishop, opus cit. 1, 307.

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

Cuando llegué a su presencia estaba afanado en la recopilación de documentos apa-


rentemente extraviados. El momento parecióme impropio para robarle tiempo a sus afanes
con una visita que en verdad no había sido previamente concertada. Traté de excusarme,
ofreciendo a la vez volver en circunstancias menos envolventes. Pero Sulzer, sujetando mi
diestra, me retuvo con inequívoca sinceridad.
Durante largo rato le expuse en mi pobre inglés, mis más agudas quejas de la política
que el gobierno americano, su gobierno, había implantado en mí país. Sulzer me escucha con
benévola paciencia, interpolando a veces inquisiciones pertinentes. No me dio la sensación
de ser persona de maneras refinadas. Pero yo bien sé que el refinamiento de maneras sociales
no siempre es signo seguro o garantía anímica hidalguía. Sus panegiristas lo han descrito
como hombre sencillo, sincero, honesto en sus ideas, naturalmente bondadoso y leal con los
demás. Y esas dotes indican existencia de noble índole.
—”Si usted está de acuerdo” –me dijo Sulzer después de oír durante largo rato mis censuras
a la política del gobierno americano en la República Dominicana– “que a cambio de compla-
cencias incompatibles con la soberanía y los más altos intereses nacionales, respaldaba contra
el libre albedrío del pueblo dominicano a gobernantes despóticos –”yo haré se le de a sus con-
ciudadanos la oportunidad de elegir libremente un gobierno representativo de sus aspiraciones
de sus ideales”.
Sus palabras me decepcionaron. Las sentí como el latigazo de una ofensa; y, sin embargo,
me dí cuenta de habían sido proferidas con la mejor intención de su parte. Eran, no más, la
expresión de un punto de vista americano. El de la benévola, edificante tutela. Un punto
de vista que muchas veces han aprovechado sin el más leve asomo de esencial pudicicia
algunos políticos dominicanos, de la América Central y de la zona del Caribe en beneficio
sus desaprensivas ambiciones de poder.
Yo no buscaba ni hubiera aceptado una solución tutelar. Mi aspiración era que se nos
viera y tratara como a una nación hermana; esto es, que se nos dejara –como lo expresó
Sulzer en el caso mexicano– ajustar nuestras diferencias sin la intervención de los Estados
Unidos ni de otra nación.
Por no ofender a quien sabía ajeno a toda ofensiva intención, me concreté a fingir, súbita-
mente, necesidad de retornar a New York; y, con extrínseca circunspección, propuse aplazar
la consideración de ese asunto para otra ocasión. Pero Sulzer se quedó esperándome.

No faltaron evidencias ulteriores que me inducen a creer que los términos de mi ex-
posición causaron patética impresión en el ánimo de Sulzer. Poco después, en víspera de
visitar la ciudad de New York, él me escribió para decirme que estaba haciendo cuanto le
era dable y seguiría haciéndolo en favor de mi “infortunado país” sin omitir esfuerzo. “Rely
on me to do my very best” –agregó– mientras finalmente expresaba la esperanza de que nos
veríamos la próxima semana.
No sé si para la semana siguiente a la fecha de su carta –24 de agosto de 1912– él se dio
cuenta de mi esquivez. Pero no me cabe la menor duda de que cuando presentó su candi-
datura para Gobernador del Estado de New York, no podía dejar de notarla. Él me escribió
desde Washington: “I need you madly”; y se quedó esperando la ayuda solicitada.
No es fácil entender esa gentil expresión sin adecuada exégesis. En New York había
muchos ciudadanos de habla española que no sabían suficiente inglés para entender a los

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ENRIQUE APOLINAR HENRÍQUEZ  |  REMINISCENCIAS Y EVOCACIONES

oradores de la campaña electoral en esa lengua. Había que hablarles y conquistarnos en su


idioma de origen. En esa forma yo había tomado parte en la campaña de Woodrow Wilson.
Sulzer lo sabía; y por eso, supongo, me escribió que necesitaba mi ayuda con vehemencia.
Pero no le volví a ver. Y creo, no de ahora, que hice mal.

William Sulzer fue un prestigio positivo. Era pobre y derrotaba a los poderosos que se le
interponían en el camino de su carrera política. Esta vez –noviembre 5 de 1912– también ganó
las elecciones; y con ellas la influyente y relevante función de Gobernador del Estado de New
York. El 1 de enero de 1913 tomó posesión; pero el diablo, no hay duda, metió la mano. Después
de electo le hicieron objeto de una acusación pública que le costó su bien ganado cargo. En octu-
bre 18 de 1913 fue removido. Cosas, realmente, del diablo. Pero Sulzer era un sólido prestigio.
El pueblo, su pueblo, lo seguía fanáticamente, creyendo en él, confiando en él. En los Estados
Unidos de América los hombres públicos que pasan por análogas pruebas se apagan por el resto
de su vida. Esa es la tradición americana. Mas, contra esa formidable tradición, Sulzer resurgió.
Días más tarde, en noviembre 4 de ese mismo año 1913, William Sulzer fue elegido miembro de
la Asamblea Legislativa de New York. Esta vez no fue como candidato del Partido Demócrata
sino del Partido Progresista. El partido no importaba. Era el hombre.
Al cabo de más de medio siglo yo evoco la memoria de William Sulzer para rendirle el
homenaje de mi recuerdo.
Yo nunca olvidaré la tarde aquella en que lo encontré sormigrado, como traza, en una
confusa muchedumbre de papeles.

Gratitud excepcional
No eran aún las nueve de una tétrica noche del año 1915 cuando en la residencia del
Dr. Rodolfo Coiscou se presentó, arma al brazo, un sujeto anónimo solicitando entrevistarse
con “el señor de la casa”.
Por las trazas del desconocido, el mortífero instrumento que portaba y la agitación
política que ensombrecía el caldeado ambiente local, la dueña de la casa sospechó que se
tramaba algún abuso de poder contra su esposo.
Cuando Doña Tallita le preguntó su nombre y el objeto de su visita, el desconocido, agra-
vando las sospechas que inspiraba, eludió identificarse y revelar el motivo de su visita.
Doña Tallita, sin mentir, también se mostró elusiva.
—”Mi esposo no está en este momento en casa”.
Tratando de embozar su timidez en parte, añadió:
—”Si usted desea dejarle algún recado, tendré mucho gusto en transmitirle su mensaje”.
Aumentando así el amedrentamiento que su misteriosa actitud había suscitado, sin
despejar el misterio que envolvía su presencia, el interlocutor indagó:
—”¿A qué hora regresará el doctor?”.
—”Nunca se sabe” –respondió la interpelada– “a qué hora pueden los médicos llegar
a su casa”.
Comprendiendo que había creado con su reticencia una atmósfera de desconfianza,
el desconocido trató de sosegar las inquietudes que enturbiaban el animo de la señora
de la casa:

635
COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

—”No se alarme, Doña” –le dijo sosegante–; “yo no vengo a causarle ningún daño a su
marido”.
Habiendo recuperado en parte la tranquilidad que había perdido, Doña Tallita insistió:
—”En caso de que usted no pueda esperar a mi marido, ¿no podré servirle trasmitiendo
su recado?”.
—”Así tendrá que ser, mi Doña. Yo hubiera preferido comunicarme directamente con el doc-
tor, para cumplir personalmente un encargo de mi madre… que ya no es de este mundo; pero
como no soy dueño de mi tiempo, tengo que partir a darle cumplimiento a otro deber”.
Forzado por la tiranía del tiempo y ocultando su nombre únicamente, el desconocido
se explayó.
—”Yo pertenezco al cuerpo armado que presta servicios de protección a la presidencia
de la república (los cívicos, como la gente nos llama); y se acerca el momento en que debo
reportarme”.
El disertante cobró nuevos alientos; y entrando ya en materia prosiguió:
—”Óigame bien, Doña. Tan pronto llegue su marido pídale que vaya sin demora a casa
de Don Enrique Henríquez, sea cual fuere la hora, y lo inste a que se asile”…
—”¿Qué se asile? ¿Y por qué, si mi primo no es político ni tiene nada que ver con los
vaivenes de la política?”.
—”No importa, Doña, al amanecer lo van a coger preso; y yo soy uno de los designados
para cogerlo. Como por mi posición no puedo ser yo quien le dé ese aviso, he venido a buscar
la ayuda de su esposo, pues yo sé que él es médico y amigo de Don Enrique”.
La desconfianza renacía en el ánimo de Doña Tallita, cuando por su mente cruzó la suspi-
cacia de que tal vez se trataba de una estratagema, maliciosamente concebida, para inculpar
a su primo, de revolucionario, induciéndolo antes a cometer el hecho de buscar asilo político.
Tras de toda sospecha surgen de ordinario nuevas suspicacias. Por su mente cruzó como un
relámpago, al mismo tiempo, otra conjetura. ¿No se trataría de una treta para hacer preso a
su marido cuando fuese a darle a su primo Enrique el recado encarecido?
El miedo hace ver visiones. Pero Doña Tallita era mujer de aguda inteligencia; y pronto
comprendió que para apresar a su marido holgaba urdir semejante trama, ya que bastaba,
simplemente, con acechar su retorno al hogar. De todos modos, sintiéndose fatalmente
intrigada, interrogó:
—”¿Y cuál es su interés, pues muy grande parece tenerlo usted en salvar a Don Enrique
de la celada que según la revelación de sus palabras le tienen puesta?”.
—”Oiga con el corazón abierto, Doña, lo que le voy a decir. Óigalo bien; y entonces se
dará cuenta de la razón de mi diligencia. Entonces podrá, también, perder la desconfianza
que todavía me tiene”.
Con reservada hipocresía convencional Doña Tallita trató de sincerarse a los ojos del
extraño visitante.
—”No” –alegó–; “si la verdad es que no le tengo ninguna desconfianza”.
—”Perdone, Doña; aunque usted lo niegue, lo cierto es que me la tiene. Después de todo,
eso es lo mejor. En nuestro tiempo es mejor que no crea en mí ni crea en nadie hasta que no
esté segura de que no la engañan. Siguiendo esa cautela nunca tendrá que arrepentirse”.
—”Está bien. Le agradezco su consejo. Ahora responda a mi pregunta que ya le escucho”.
—”Siendo niño, yo sufrí una enfermedad que me puso a las puertas de la tumba. A
duras penas me salvé, gracias a la misericordia de Dios y al espíritu caritativo de Doña Lea

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de Castro, esposa de Don Enrique Henríquez. Por ella, por su bondad infinita, a mi madre
nunca le faltaron el médico, las medicinas y los alimentos que, al cabo de muchos meses de
padecimiento, junto con la misericordia de Dios me salvaron la vida”.
Simpatizando ya con el sujeto, cuyas buenas maneras y discurso poco común contras-
taban con su aspecto y su indumento, Doña Tallita le inquirió:
—”Acaso fue mi esposo el médico que lo atendió?”.
—”No señora; fue Don Heriberto, hermano de Doña Lea. Me lo contó, años después,
la madre”.
Reinaba ya un ambiente de mutua confianza y de parcial curiosidad, cuando el desco-
nocido reanudó su interrumpido relato.
—”Mi madre era muy pobre; pero muy agradecida. Sólo con amor y servicio útil podía
reciprocarle a Doña Lea el bien que le había hecho salvando la vida de su único hijo. Eso
fue lo que ella me enseñó. Cada vez que, llevado de la mano, pasábamos frente a la casa de
Doña Lea, se detenía; y haciendo señal con un dedo, me decía:
—”Hijo mío, ahí vive la señora –Doña Lea de Castro– a quien tú y yo le debemos tu vida.
Nunca lo olvides, porque la ingratitud es pecado contra Dios. Si algún día puedes agrade-
cerle su caridad haciéndole algún bien a ella o a los suyos dale gracias a Dios por haberte
permitido complacer a tu madre, viva o muerta, prestando ese servicio”.

Aquel hombre sencillo, de la clase de los humildes para quienes por sus virtudes dijo
Jesús que sería el Reino de los Cielos, hizo una pausa para serenarse antes de que los nudos
de la emoción, apretando su garganta, le impidieran continuar su información.
—”Dios es tan grande, Doña, que hoy me ha dado la felicidad de cumplir la herencia
de gratitud que me dejó mi madre”.
Esas fueron arriba sus últimas palabras. El desconocido se despidió y comenzó a bajar
las escaleras dejando a Doña Tallita profundamente sorprendida y en no menor medida
emocionada por la rara experiencia de esa noche. Pero no había traspuesto la puerta de la
calle cuando aquel sujeto misterioso nuevamente encareció:
—”No se olvide, Doña. Por el amor de Dios. Mire que por nada quiero dejar de cumplir
la siempre repetida voluntad de mi madre muerta”.

Las campanas del viejo reloj público anunciaban la media noche en punto con doce
sonoras campanadas cuando, sigilosamente, a la puerta de la morada de mi padre llamaba
tímido y ansioso el Dr. Rodolfo Coiscou1.

Previendo que mi padre pudiera escapar por el patio, ya antes del alba el desconocido
que dio oportuno aviso y sus compañeros de armas fueron apostados en la terraza trasera de
una de las casas colindantes por el sur. Vana precaución. Antes de esfumarse por completo las
sombras de la noche, vecina ya la apenas insinuada transparencia del amanecer, mi padre pudo

1
Ya mi padre tenía noticia de que al reciente día, temprano, su casa sería allanada para hacerlo preso. Conven-
cido de que mi padre era inocente de toda culpa, el juez de instrucción comisionado para verificar ese allanamiento,
le envió anticipado aviso.

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sorprender la vigilancia de sus perseguidores trasponiendo, súbitamente, el muro medianero


que separaba el patio de su casa del contérmino patio de la Legación de Francia.

—”Le iban a hacer fuego” –insistía colérico el poeta Vigil Díaz–; “me lo dijeron ellos
mismos”.
Fuera o no cierto ese atentado, la caprichosa persecución de personas respetables y ex-
trañas por completo al interés sin gloria de desacreditadas banderías políticas, era, de por
sí, desafuero desquiciador de la paz jurídica y de la paz moral que para su honra, su dicha
y su prosperidad, había menester la conturbada familia dominicana.
Resintió ese desafuero también Don Andrés Pérez. Cuando supo que su casa –desalojada
para fines de su reconstrucción– había sido invadida por las fuerzas militares cuyo cometi-
do repugnaba su entereza cívica, Don Andrés las hizo salir con la fuerza moral del íntegro
carácter que jamás se doblegó ante el despotismo de ningún tirano; la misma integridad
de carácter que, para lustre perdurable de su nombre, exhibió –nítido laurel de los últimos
días de su vida– durante los aciagos años en que fuerzas navales de los Estados Unidos de
América le impusieron a su país forzada servidumbre.

La ingratitud es lo común; la gratitud lo excepcional. “Pero es tan grande el placer que
se experimenta al encontrar una persona agradecida” –discurrió el filósofo Séneca– “que
vale la pena arriesgarse a hacer un ingrato”.
Por no ser desagradecido con el humilde agradecido, yo agoté todo humano esfuerzo
en descubrir al hombre anónimo que pagó tan bellamente los servicios de mi madre y que
al hacerlo se hizo digno de la noble entraña de su propia madre.
Pero, para mi descepción y mi dolor, jamás pude saber quién fue ese humilde gentil
hombre.

No hay rosa sin espinas


Celui qui ne comprend pas. Remy de Gourmont, L’Idealisme.

Hallábame sentado a la mesa, a la hora del condumio, cuando se presentó Gerardo Mena
y sin ningún preámbulo exclamó:
—”Dice Jacinto que vayas en seguida”1.
—”¿Sabes tú” –le pregunté–, “de qué se trata?”.
El aludido contestó en sentido negativo. Su respuesta no satisfizo mi curiosidad. Yo de-
seaba indagar y precisar el grado de la urgencia a fin de determinar con propiedad si debía
marcharme al punto o si podía tomarme el tiempo necesario para terminar el almuerzo ya
mediado. Movido por esa intención interrogué de nuevo:
—“¿Cómo se ve Jacinto? ¿Está preocupado? ¿Daba o no señales de alegría cuando te
encargó trasmitirme el premioso mensaje que me has dado?”.
Gerardo vaciló un instante, como recordando; y de pronto contestó:

1
Jacinto R. de Castro, famoso abogado, brillante catedrático de derecho en la más antigua universidad de las
Américas, Senador de la República y promotor de la candidatura del Presidente de la Suprema Corte de Justicia.

638
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—”Bueno, Quiquí, él no me ha dicho nada; pero tengo la impresión de que hay algo
muy bueno que quiere comunicarte.”
Mi espíritu, al principio intranquilizado por la incertidumbre, se había serenado ya
con las últimas palabra de Gerardo. Mi prístina aprensión no era exagerada ni infundada.
Vivíamos entonces horas de ansiosa vigilancia para evitar que la integridad política de la
nación sufriera avasallante menoscabo.
Sabíase, por revelaciones de la prensa americana, que unos dos años antes el gobierno
del Presidente Wilson se había comprometido con las potencias aliadas a tomar parte jun-
to a ellas, en la tragedia de la primera guerra mundial; uno de los pasos primordiales de
esa marcial confabulación –combatida para que en el universo pudiera prevalecer común
beneficio de la doliente humanidad la dignidad de las instituciones democráticas–, era,
contradictoriamente asegurar la dominación naval, comercial y militar de los países de la
estratégica zona del Mar Caribe por fuerzas de los Estados Unidos de América.
En miras de implantar ese forzoso predominio regional ya el Ministro Americano1 y el
Contra-Almirante americano2 habían gestionado sin ningún resultado positivo, frente su
candidato electo para ejercer la función ejecutiva del gobierno nacional, el otorgamiento de
una serie de privilegios expresivos de convencional supremacía, en cuyas particularidades
se destacaba el control de la hacienda y de las finanzas públicas, de las fuerzas armadas y
de todas las vías de comunicación interna e internacional.
Prevenido por la idea de probables emergencias de naturaleza avasallante o hegemónica,
temores avivados en primer instante por el apremio expreso en el mensaje que a través de
los oficios de Gerardo Mena me había trasladado mi primo Jacintico, de súbita intención yo
recelé que en las relaciones internas o en las relaciones externas de la política dominicana
hubiera surgido alguna novedad de carácter conflictivo que a los ojos de Jacinto requiriera
nuestra mutua deliberación y la consiguiente diligencia.
Esa inicial aprensión había desaparecido ya. La había disipado el sosegante esclareci-
miento de Gerardo al traslucir la sensación de que quizás Jacinto tenía “algo muy bueno
que comunicarme”.
Bajo esa nueva impresión me dirigí, momentos después, a casa de Jacinto. Lo encontré
recorriendo de un extremo a otro la amplia galería, que daba a la calle, cabe la entrada de su
residencia. Denotaba impaciencia tal vez por mi relativa demora y también nerviosidad, acaso
debida a sus íntimas ansiedades. Gorra gris plomizo tocaba su cabeza; y calada tan hondo es-
taba, que la visera apenas dejaba discernir el parpadeo celérrimo de sus pestañas agitadas.
Sin preámbulo elucidante de su premiosa llamada; y sin levantar la faz que mantenía
abatida, como si sólo le interesara contemplar el pavimento Jacinto me dijo abruptamente:
—”Hay que abandonar la candidatura de Don Federico”.
Esa súbita, inesperada explosión salida de los labios del iniciador, y, hasta ese mero
instante el más férvido sustentador de tal candidatura, provocó en mi ánimo natural inda-
gación. La expresé con acento de seca negligencia.
—”¿Qué ha pasado, Jacinto?”.
Él me la explicó con aplomo inadecuado a su reconocida representación de civismo y
de cultura en el seno de la familia dominicana.

1
William W. Russeil.
2
W. B. Caperton.

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—”El Ministro americano me dijo, hace sólo un momento, que su gobierno no reconocerá
a Don Federico como Presidente de la República”.
—”¿No? ¡Mejor! Pues con esa declaración el Ministro americano ha fortalecido la can-
didatura del Presidente de la Suprema Corte de Justicia; porque a esta eminente calidad y
a sus condiciones personales, no menos eminentes, se suma ahora un deber de patriotismo
que sus compatriotas no van a soslayar”.
—”Yo no pienso igual” –replicó Jacinto–; y completando su inconcluso pensamiento
agregó:
—”Esa es una incontenible decisión del gobierno americano; y yo no estoy dispuesto a
sacrificar a mi país por aferrarme a una candidatura. Hay que buscar en otro candidato el
seguro asentamiento de la paz y la mejor solución de los problemas que la alteran”.
Tratando de averiguar el pretexto (razón no podía haber para esa tutelar ingerencia en
los asuntos internos de la nación) le pregunté a mi primo Jacinto:
—“Y en cuál nueva arrogancia, de abusivo poder, pretende fundar el Ministro americano
esta nueva y humillante intromisión?”.
—”El Ministro Russell me explicó” –respondió Jacinto– que el gobierno americano no reco-
nocerá la elección de Don Federico porque Don Federico es el candidato de la revolución”.
Semejante alegación hería, a la vez, mi dignidad de ciudadano de una nación inde-
pendiente y mi capacidad de hombre. Ningún tratado particular nos había convertido
en sumisos vasallos de los Estados Unidos de América; y, súbditos de una nación inde-
pendiente, estábamos investidos de todos los derechos que en virtud de su reconocida
soberanía consagra la ley internacional. Así se lo dije y reiteré a mi primo Jacinto; y aún
cuando frente a los principios del derecho las consideraciones de hecho no me interesaban,
agregué que, para colmo de desprestigio diplomático, la aseveración del Ministro Russell
era una rotunda mentira.
—”¿Cuál aseveración?” –me preguntó Jacinto.
—”No es cierto” –aclaré–, “sino todo lo contrario, que Don Federico haya sido el can-
didato de la revolución”.
La verdad era otra muy distinta. Cuando entre el Presidente Jimenes y su Ministro de
la Guerra se produjo el rompimiento que finalmente determinó la renuncia del mandatario
ejecutivo, la Legación americana tildó de revolucionarios al General Desiderio Arias y a sus
seguidores.
En las elecciones legislativas que para escoger su substituto legal se produjeron a raíz
de dimitir el Presidente Jimenes los diputados que seguían el liderato de Arias eligieron en
el primer baloteo, al Dr. Ramón Báez. Si algún candidato podía ser lógicamente tachado de
revolucionario, por los que impropiamente le colgaron ese mote a los prosélitos de Arias,
necesariamente había de ser el Dr. Báez.
El Ministro americano había preposterado los términos al acomodo de sus intenciones y
propósitos. La arrogancia de los poderosos suele carecer de memoria y de pudor. Tampoco
poseen esas virtudes los hombres que por estulticia o por seguir los malos consejos de la
conveniencia o de la cobardía, se prestan a hacerle juego servil a los agentes de la penetra-
ción imperialista.
Fue precisamente con la idea de oponerle al candidato del grupo llamado revolucionario una
figura ajena a los intereses y las pasiones de la política militante, que el mismo Jacinto inventó
la candidatura del Presidente de la Suprema Corte de Justicia –dechado de virtudes cívicas– y

640
ENRIQUE APOLINAR HENRÍQUEZ  |  REMINISCENCIAS Y EVOCACIONES

le atrajo el respaldo de los partidarios de Don Horacio Vázquez (como él) y de los partidarios
de Don Luis Felipe Vidal, caudal de votos que en la Cámara de Diputados le ganó finalmente
el éxito alcanzado1. El éxito que ahora pretendía frustrar el Ministro americano.
Haciendo caso omiso de la expuesta contradicción y de toda otra consideración de hecho,
yo le razoné a mi primo Jacinto:
—”Yo soy ciudadano libre de una nación independiente; y la dignidad de esa honrosa
condición me impone el deber de resistir toda intromisión imperialista en los asuntos internos
de mi país, sean cuales fueren las consecuencias de esa indomitez”.
Pestañeando sin cesar como si estuviese acumulando de tal modo energía dialéctica para
apoyar su decisión, Jacinto repitió su anterior alegación:
—”El gobierno americano no reconocerá a Don Federico como Presidente de la República.
Esa negativa creará una situación de imprevisibles perturbaciones; y yo, como te he dicho,
no estoy dispuesto a sacrificar a mi país por aferrarme a una candidatura”.
Al escuchar la defectiva expresión de mi primo Jacinto, sentí que todo mi orgullo de
ciudadano libre, de una soberana nación, se me agolpaba en la boca precipitándose por
estallar en un grito de indignación, de altivez y de protesta. Haciendo racional esfuerzo,
domeñé mi exaltación; y entonces adopté un temperamento persuasivo:
—”Por temor a sacrificar a tu país, supuestamente amenazado de fantásticas calamidades,
inadviertes, Jacinto, que asumiendo esa actitud le estás ocasionando un perjuicio seguro y de
mayores dimensiones, pues estarías abdicando los sagrados atributos de la soberanía nacional
y coadyuvando a que ejerza esas prerrogativas el representante de una potencia extraña”.
“La selección del Presidente de la República es incumbencia exclusiva de los domini-
canos y éstos deben cumplirla mediante el mecanismo por ellos legalmente establecido.
Sí permitimos que el representante diplomático de una potencia imperialista le diga a los
dominicanos –al margen de los estatutos que rigen las relaciones internacionales– quién
puede ser y quién no debe ser elegido Presidente de la República, habremos delegado en él
los indelegables poderes de nuestra autonomía interna; y en lo sucesivo, pues quien puede
lo más puede lo menos, los representantes de la predicha potencia se atribuirán la potestad
de aprobar o vetar la designación de cualquiera otro de los funcionarios o servidores del
Estado. ¿No has pensado en éso, Jacinto?”.
—”Ya te he dicho” –insistió Jacinto– “que el gobierno americano no le extenderá su reco-
nocimiento a Don Federico; y que, consciente de lo que eso significa, yo no estoy dispuesto
a sacrificar a mi país por aferrarme a determinada candidatura”.

1
El 17 de mayo de 1916 Federico Henríquez y Carvajal fue electo por la Cámara de Diputados en su tercera y
última lectura. Al siguiente día circuló en hojas sueltas el manifiesto a través del cual el Presidente de la Suprema Corte
de Justicia, elegido por dicha Cámara para ejercer la presidencia de la República, inició su profesión de fe declarando
que “aunque no hay hombre ni partido político alguno de quienes haya solicitado la elección conque la Cámara de Di-
putados acaba de favorecerme nombrándome Presidente interino de la República, yo incurriría en hipócrita fingimiento
si dijera que no siento exaltado mi espíritu por una ardiente ambición. La que inflama mi pecho no es, empero, la de la
gloria del poder, sino la ennoblecedora ambición del poder de la gloria, porque sé de antemano que no se asciende sino
trasponiendo una áspera, penosa y constante escala de ejemplarizadores sacrificios. Para mí, sin embargo, todos éstos
habrían de ser fáciles sacrificios en el caso de que la elección de la Cámara de Diputados llegase a ser confirmada por
la alta Cámara del Senado; porque, si así aconteciese, habríase podido contemplar el espectáculo, tan poco frecuente
en los anales de la República, de que ascendiera a la primera magistratura del Estado un hombre que no contaría, para
aventurarse al arduo empeño de la improrrogable reconstrucción del enlutado hogar dominicano, con más fuerza que
la de sus modestas virtudes cívicas y su firme confianza en el santo temor de ser injusto”.
Federico Henríquez y Carvajal terminó su alocución así incoada, exclamando: “Creo en Dios mientras haya
Patria; y en la Patria mientras haya ciudadanos”.

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Mi primo Jacinto era para mí un oráculo. No ha habido una devoción más profunda
que la devoción que yo le había profesado sin la menor interrupción. Ante su manifiesta
aberración, no podía pasar por mi mente, pues, la más leve sospecha de destemplanza moral
o cívica. Pero de repente me asaltó una suspicacia que hasta ese momento no había logrado
despertar en mí su incomprensible aberración.
—”Accediendo a la imposición del Ministro Russell” –le reflexioné rompiendo un pe-
noso momento de silencio– “no sólo abjuraríamos uno de los derechos fundamentales de
los estados, sino que se correría un riesgo destructivo del buen gobierno”.
Esa salida intrigó a mi empecinado interlocutor.
—”¿A qué te refieres?” –interrogó Jacinto en tono de incontenida curiosidad.
—”Me refiero, Jacinto” –le explané–, “al riesgo envuelto en el hecho de que el Ministro
Americano te dijo que su gobierno no reconocería a Don Federico; pero no te dijo a cuál o
cuáles personas le extendería su reconocimiento”.
—”Sí me lo dijo” –afirmó Jacinto con acento categórico–. “Russell me dijo” –agregó elucidante–
“que el candidato acepto debía medir la estatura moral, intelectual y cívica de Don Federico”.
Otra incongruencia sospechosa. No hay razón lógica capaz de explicar la insensatez
de eliminar a un hombre dotado de tan eximias condiciones como las que se le reconocían
a Don Federico, para revezarlo con otro hombre catalogado en su misma categoría moral,
intelectual y cívica. Pero yo dejé pasar, sin aprovecharla, la oportunidad de desacreditar la
absurdidad de semejante insensatez. Sólo le interesaban, al obstinado punto de vista de mi
intransigente patriotismo, las razones de derecho.
—“Pero el riesgo invocado sigue en pie, Jacinto” —le objeté a pesar de ser esta una cues-
tión de hecho—; “porque el Ministro Russell no ha identificado a esas insignes personas por
sus propios nombres. Y en esa omisión, precisamente, radica el temido riesgo”.
—”No ha habido tal omisión, Quiquí” –me contradijo Jacinto amablemente–. “Cuando
se le planteó esa incertidumbre, el Ministro Russell señaló alternativamente, con el índice
de su diestra, a Monseñor Nouel y a mí diciendo: como usted o como usted”.
El trasfondo oscuro de toda esta enigmática cuestión había quedado esclarecido con tan
ingenua explicación.

Deber cumplido
L’Amour de la Patrie est le premier amour. Paul Verlaine.

Tal y como lo habíamos acordado la noche anterior, aquella mañana de los comienzos
del año 1917 llegó al Hotel Camagüey Pedro Mann Herrera. Llegaba en busca de nosotros
–Augusto Chottin y yo– con el convenido propósito de visitar su finca.
Yo le esperaba ya en la puerta del Hotel, evocador recinto que en los tiempos de la colonia
las autoridades españolas habían usado como Cuartel de Caballería y bajo el régimen de la
república cubana fue convertido, con laudable acierto, en hospedaje encantador.
Marín llegó en talante alborozado. Apenas estrechó mi mano en signo de salutación dejó
transparentar, con la emoción de sus palabras, la fuente de su visible regocijo.
—”Te traigo la gran noticia” –me dijo marcando sus palabras–: “me han propuesto en
venta el Heraldo de Cuba”.
Y en tono consultivo añadió:
—“¿Qué opinas? ¿Lo compro?”.

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ENRIQUE APOLINAR HENRÍQUEZ  |  REMINISCENCIAS Y EVOCACIONES

—”Si el precio es razonable” –le respondí–, “hay otras consideraciones que hacen atrac-
tiva la policitación de que me hablas”.
—”Yo pienso como tú. Pero mi decisión, para cerrar el trato, está pendiente de la tuya”.
—”¿De la mía?“ –interrogué sorprendido.
Su expuesta condición, en verdad, me dejó perplejo. Yo no acertaba a discernir posible
relación entre el dictamen de mi voluntad y la suerte del negocio consultado. Marín, al punto
despejó la incógnita.
—”Si determinas quedarte en Cuba” explicó “en el tren de mañana nos vamos con Chottin
a La Habana, compro el Heraldo, te regalo la mitad de las acciones, te cometo la dirección del
periódico y te facilito todo lo que necesites para casarte y fundar allí tu hogar”.

Por haber residido largos años en Santo Domingo y convivido con los dominicanos
como uno más de ellos, Marín conocía muy bien la celosa tradición patriótica de
nuestro pueblo. No menos bien conocía mis sentimientos. Esa doble inteligencia lo tenía
preocupado desde que en la primavera del año 1916 fuerzas navales de los Estados
Unidos de América invadieron el país y con su acción provocaron derramamientos de
sangre dominicana.
Desde entonces y siempre con igual insistencia, Marín no cesó de reclamar a través de
sus cartas el “ansiado placer” de verme en Cuba. En esa época yo tenía a mi cargo fuertes
intereses de Marín. Eran tiempos, aquellos, de las vacas gordas; y cada vez que le hacía remesa
de los beneficios devengados él insistía en que el nuevo beneficio se lo llevase en lugar de
remesarlo. Ya cerca de finalizar el año me anticipó que a menos de llevarla personalmente
devolvería la próxima remesa.
No tuvo que cumplir su gentil amenaza. La mayor percepción de las ganancias de ese año
coincidió cronológicamente con la declaración y proclamación del Almirante H. S. Knapp
poniendo a la República Dominicana en “estado de ocupación militar” por las fuerzas bajo
su mando, y, complementariamente, sujetándola al régimen de “un gobierno militar y al
ejercicio de la ley militar aplicable a tal ocupación”.
La situación que al país le había creado esa violenta transgresión de la soberanía nacional
le impuso a mi conciencia, a causa de íntimas razones, un problema emocional. Resolví, por
tanto, trasladarme a Cuba momentáneamente; y aprovechando esa coyuntura incidental, le
llevé a Marín el jugoso lucro que amenazaba devolver si no se lo llevaba personalmente.
Mi viaje a Cuba le produjo a Marín, a ojos vista, la efímera impresión de haber logrado su
recóndito propósito. No tardó en desengañarse; pero tampoco dejó, ni un sólo día, de ingeniar
alguna seducción que a su entender le parecía capaz de doblegar mi terca resistencia. Él bus-
caba, a toda costa, abstraerme del país y así salvarme de probables contingencias peligrosas.
No ignoraba yo su intento, aunque por delicadeza respetuosa él jamás me diafanizó.

Años antes Marín y yo, en unión de otros amigos habíamos madurado el proyecto de
fundar en New York una empresa publicitaria, cuando ambos residíamos en esa urbe
americana, con el designio de editar allí un diario en la lengua de Castilla. Nuestro pro-
yecto editorial llegó a alcanzar definitivos trazos; pero la implícita exigencia de instalar-
me fuera de la Patria me indujo, finalmente, a desistir; y mi desistimiento lo desalentó.

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Recordando quizás el entusiasmo que puse en el planeamiento de esa empresa ella le


sugeriría la certidumbre de haber encontrado, en otra consímil, el incentivo idóneo para
asegurar mi permanencia en Cuba. Aún tengo para mí que esa fue la confiada expectación que
animó su talante cuando se presentó en el Hotel Camagüey y formuló su predicha oferta.
Esa oferta era, a muchas luces, incitante. Pero yo no podía aceptarla. Me hubiera hecho sufrir
el insufrible estigma moral que a los tránsfuga castiga. Le agradecí a Marín desde las más hondas
raíces de mi alma, la generosa gentileza de su propuesta. Pero resueltamente la rehusé.
—”La suerte que corran mis hermanos, los dominicanos” –le dije sin vacilación–, “tengo
que correrla yo”.
Marín, empero, no se resignó. Cabe el portón abierto que daba acceso al precioso jardín
interior, Chottin conversaba entre tanto con el Administrador del Hotel, Luis Sánchez. A
una seña de Marín Chottin vino a aunarse con nosotros.
—”Ayúdame” –le dijo en tono de supremo afán– “a persuadir a mi compadrito Quiquí”.
Y al punto repitió, en idénticos términos, la oferta que un instante antes me había hecho.
Yo, de mi parte, reiteré el fundamento de mi excusa.
—”La suerte que corran mis hermanos, los dominicanos, tengo que correrla yo”.
Cohibido frente a la rotundidad de mi excusa, Chottin no halló justa razón para intentar
rebatirla. Se limitó a guardar considerado silencio.

Leyendo el diario cubano La Nación –periódico en cuyas columnas solía yo abogar desde
aquí en defensa de nuestra causa–, en 1919 me enteré de que el Heraldo fue vendido enton-
ces en un millón doscientos mil pesos. Mis acciones, de haber aceptado la oferta de Marín,
habrían representado ya –en un lapso de dos años– un valor ascendente a seiscientos mil
pesos. Era evidente que yo había rehusado un magnífico negocio. Mas no me arrepentí. Se
apoderó de mí un sentimiento opuesto. Sentí que no obstante esa experiencia, repetidas las
mismas circunstancias, hubiera vuelto a dimitir ese magnífico negocio.
Pasaron nuevos años. Más de doce habían discurrido cuando en los tiempos ya lejanos
en que editábamos la revista Analectas –no recuerdo el estímulo que suscitó la confidencia
de esa revelación– le referí a Enrique Jiménez el relatado episodio de mi vida. A excepción
de Marín y de Chottin hasta entonces sólo Francisco A. Herrera lo conocía, a través de la
versión ampliada en otros pormenores que le había hecho Chottin.
—”Frercito” –me dijo Enrique Jiménez en tono de reconvención retrospectiva–; “usted
no tiene sentido de las realidades. ¿No se le ocurrió pensar, para prestarlo, en el útil servicio
que pudo haber realizado en defensa de la reintegración de la sojuzgada soberanía nacional
desde esa tribuna de repercusión en toda América y hasta más allá?”.
—”Yo no podía ignorar, tan obvia era, la presumida importancia de ese servicio” –le objeté–;
“ni tampoco las ventajas egoístas del amor y el interés. Pero ni la una ni las otras podían alterar
mi decisión. Mi puesto estaba aquí, junto a mis hermanos los dominicanos. Me lo señalaba el
índice intransigente de un deber imperativo. Yo debía cumplirlo y lo cumplí”.

Amigo sí, androide no


Era la hora del alba cuando tocaron a mi puerta. Al punto acudí al llamamiento que en esa
forma percutoria se me hacía; y plantado ante el portal encontré un grupo de amigos en espera de

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que se le diera entrada. Allí estaban Virgilio Álvarez Pina, Augusto Chottin, Daniel E. Marty
y dos o tres más cuya identificación se me ha borrado, oculta en la nébula del tiempo.
Una vez instalados en la sala de mi casa, esos amigos me expusieron el objeto de su visita
tempranera. El Presidente de la República, General Horacio Vázquez, les había cometido la
misión de solicitar mi anuencia para insertar mi nombre en la nómina de los firmantes de un
documento destinado a pedirle a Don Horacio que aceptase la repetición de su candidatura
en los próximos comicios. En otras palabras, su reelección.
Quizás como resorte de acentuada persuasión se me adelantó que el indicado documento
sería firmado únicamente por seis personas escogidas: José D. Alfonseca, Angel Morales,
Gustavo A. Díaz, Ernesto Bonnetti Burgos (todos éstos del tren gubernativo), Manuel A.
Peña Batlle y yo.
Parabólicamente expresé mi postura disyuntiva: “¿Hay en mi vida, acaso, algún hecho,
alguna expresión, alguna actitud antecedente” –pregunté con esmerado tono de amistosa
vinculación– “que autorice a esperar mi adhesión a cualquier propósito reelecionista?“.
Agradecí, no obstante, la enaltecedora distinción que se me había conferido. La agradecí
sinceramente; porque, contemplada desde el punto de vista de la parte activa, se me estaba
otorgando, ciertamente, una especial distinción. Decliné la eminencia de ese honor, empero, por-
que desde mi punto de vista representaba una contradicción de mis principios y conducta.
Chottin se puso en pie al término de mis palabras y profirió:
“Ustedes lo oyeron. Se lo dije a Don Horacio. Yo conozco muy bien a mi compadrito
Quiquí”.
La conversación pasó a girar, entonces, en torno a otros temas extraños a toda relación
con la política. Pasó sin visible embarazo mi disgusto; y durante varios minutos se extendió
con natural y grata amenidad.
A estas alturas yo no podría precisar exactamente cuántos eran, pero fueron bien pocos
los días transcurridos después de recibir la visita referida, cuando transitando una mañana
por la acera oriental de la calle Isabel la Católica, desde la opuestas acera –caminando en
dirección contraria– me echó la voz el Senador Sergio Bencosme:
—”Tengo algo importante que decirte, Quiquí”.
Me detuve al escuchar su voz; y al distinguirlo, atravesé la calle, llegándome hasta él.
Tras de estrechar su mano le dije:
“Soy todo oídos para escucharte, Sergio”.
—”Quería prevenirte, a tiempo de evitar desagradables consecuencias, que en las altas
esferas ha causado muy mala impresión tu inesperada incomplacencia”.
Eso y algo más, transparencia de la irritabilidad del engreimiento oficial y sugerente
del resentimiento represálico que yo había provocado en las “altas esferas”, me reveló el
Senador Bencosme.
¿Inesperada incomplacencia? ¿Por qué? ¿Qué otra cosa se podía esperar de mí? ¿Amigo
personal de los hombres que gobernaban el país? Eso sí. La amistad es dignidad excelsa.
¿Instrumento, sin alma, de un interés político? Eso no. La independencia de pensamiento
y acción, la actitud de personal autonomía, todos esos son signos de otras eminentes digni-
dades. Dignidades que yo no estaba dispuesto a enajenar.
Mi reacción ante la probable represalia fue de efervescente indignación. No pude refrenar
el impetuoso desahogo. Y estalló el exabrupto que desdibujó, a los ojos de Sergio, los rasgos
característicos de mis maneras habituales. ¡Cuánto lo deploré después!

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Sergio me miró visiblemente sorprendido. Hubo un momento de mutuo silencio. Tal


vez dejé de parecerle la misma persona que él había conocido y tratado. Quizás, más bien,
fue vana sospecha mía; porque Sergio no tardó en extender su mano que aprisionó la mía,
fuertemente, en gesto que parecía significar una muda pero expresiva reafirmación de su
amistad.
Seguidamente habló cual si estuviese continuando interrumpida plática:
“No lo dudes, Quiquí, no se puede dejar de estimar y respetar a personas como tú”…
Y tras breve pausa agregó: … “y de quererlas”.
Aunque lisonjeras, sus palabras me sonaron –tenían que sonarme– a reproche edulcorado
con la miel de la delicadeza.
No dije nada. Me quedé inmóvil, taciturno, mientras lo veía alejarse, lentamente, y el
exabrupto cometido empezaba a lacerarme el alma. Mi indignación era justa. Bien lo sé.
Mas, no obstante, nunca hay razón –me censuré– para transgredir la suprema dignidad de
las buenas maneras.

No todos los hombres son iguales


No todos los hombres son iguales ni Luis Conrado del Castillo era como los demás hom-
bres. Si el Presidente Vázquez lo parangonó al tipo común de los políticos, se equivocó.
Antes que político militante, Luis Conrado fue preceptor. En esa nobilísima misión del
magisterio compartió con César Tolentino y Rafael Estrella Ureña la Dirección de la Normal
Práctica de Varones, reputado plantel docente donde a la vez que se impartían las disciplinas
científicas se formaban conciencias cívicas y se doctrinaban edificantes preceptos morales.
Luis Conrado no fue inmune al contagio sectario de Estrella y Tolentino. El joven soña-
dor se afilió, como lo estaban ellos, a la agrupación política que encabezaba Don Horacio
Vázquez; pero conservando siempre su personal independencia de criterio. Era tan atra-
yente su figura espiritual que a poco el prosélito se transformó, adicionalmente, en íntimo
amigo de Don Horacio; y para 1915 esa amistad se había estrechado tanto que cuando Don
Horacio pasaba breves temporadas en Santo Domingo, cual solía, se hospedaba en el hogar
de Luis Conrado.
Meses después de su último hospedaje en dicho hogar, se produjo un infortunio na-
cional. Fuerzas navales de los Estados Unidos de América invadieron el país, depusieron
el gobierno que a imagen de sus instituciones públicas se habían dado los dominicanos, y
en lugar de este régimen autóctono implantaron una irresponsable dictadura militar por
mandato y bajo la adventicia autoridad del Presidente Wilson.
A partir del mismo momento en que acaeció ese infortunio, Luis Conrado –hombre
excepcional que en su militancia dentro de las filas del partido horacista había conservado
siempre la independencia de carácter que en toda circunstancia lo identificó con sus ideales
de engrandecimiento nacional y con su fidelidad a los principios de decencia pública– dejó de
ser político para actuar, sin limitación ni reserva alguna, como un patriota de cuerpo entero.
Sus amistosas relaciones con el antiguo jefe de partido, si interrumpidas por nuevas
circunstancias, no sufrieron merma en el afecto que los hombres de bien saben guardar por
encima de anormales contingencias. Pero ya no podían andar juntos, en una misma causa,
como antaño. Despojado de toda anterior vinculación partidista Luis Conrado se había
trazado el camino único de la defensa de la Patria; y a lo largo de todo el período de la

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dominación foránea se señaló como un ferviente abanderado de la consigna que los na-
cionalistas expresaban en la divisa de la desocupación pura y simple, postulada también
en los expresivos términos de la reintegración incondicional de los usurpados resortes de
la soberanía de la nación.
Semejante rebeldía, bajo el régimen severo de una dictadura militar más –dura todavía
cuando la ejerce alienígena poder– sólo se puede mantener a cambio de enérgicas sanciones.
No por temor a esas sanciones dejó Luis Conrado de desafiar las iras del interventor; y por
su patriótica contumacia fue traducido a la acción de una corte marcial1.

No hay mal que dure cien años… El régimen de ocupación decretado por el presiden-
te Wilson y bajo su adventicia autoridad impuesto a los dominicanos, finiquitó al octavo
año de su implantación. Había que trasladar a manos dominicanas, para los fines de la
desocupación, los resortes de la administración pública. La unanimidad nacional se rom-
pió entonces. Se descoyuntó en el momento crítico de la decisión. Para unos, como Don
Horacio, lo importante era la recuperación de la autoridad gubernativa; y siguiendo esta
orientación revocó su anterior adhesión al pacto nacionalista de Puerto Plata y se adscribió
al procedimiento de la desocupación condicional que exigía el gobierno americano. Para
otros, como Luis Conrado del Castillo, lo fundamental no era la recuperación de la función
de gobernar, sino la recuperación –con sus consecuencias jurídicas y prácticas– de todos los
resortes de la plena soberanía nacional; y Luis Conrado siguió, con ejemplar consistencia,
su intransigente posición primordial.
Prevaleció finalmente la primera de esas fórmulas. Siguiendo los procedimientos conve-
nidos, en 1924 –tras una breve interinidad servida por dominicanos– se celebraron elecciones
generales absteniéndose de concurrir a las urnas los nacionalistas; y de los comicios salió
exaltado a la función ejecutiva del gobierno nacional el General Horacio Vázquez.
No pasó mucho tiempo, después de tal investidura, sin que Don Horacio tratara de
atraerse a destacados elementos del Partido Nacionalista.
A Luis Conrado le ofreció la Superintendencia General de Instrucción Pública2; y antes de
tomar una decisión, obedeciendo no más que a sus propios impulsos repulsivos, él prefirió
agotar los trámites de la prudencia consultiva.
—”Al fin he logrado encontrarlo” –me dijo al verme–. “He gastado gran parte de la
mañana buscándolo vanamente para darle una noticia y recabar su parecer”.
—”Pues ya me halló, y, como siempre, aquí me tiene a su mandar”.
—”Don Horacio” –me informó Luis Conrado– “me ha ofrecido la Superintendencia General
de Instrucción Pública; y aún cuando tengo mi opinión formada de antemano, no he querido
tomar ninguna decisión sin antes enterar a mis compañeros y oír su comentario”.
—”Supongo que ya habrá cambiado impresiones con algunos. ¿No es cierto?”.
—”Cierto. Y todos han opinado lo que yo pensé”.

1
La Corte Prebostal del gobierno militar de ocupación condenó a Luis Conrado del Castillo a sufrir pena de
trabajos públicos durante dos años y pagar una multa de dos mil dólares. En julio 30 de 1920, en cumplimiento de esa
pena fue encarcelado en la Torre del Homenaje. Juzgado y condenado también por igual delito de rebeldía ese mismo
día ingresó en la misma cárcel el poeta Rafael Emilio Sanabia.
2
Antes se le había hecho igual ofrecimiento a Don Viriato A. Fiallo, nacionalista como Luis Conrado, y, como éste,
reputado técnico en materia de instrucción. Al igual de Castillo, Viriato consultó mi parecer; y fundado en mismas con-
sideraciones, se lo otorgué en términos idénticos a los que usé en el caso de Luis Conrado. Pero Viriato no aceptó.

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Algo más iba a agregar Luis Conrado cuando yo lo interrumpí sin darle tiempo a expresa
su pensamiento.
—”¿Y cuál es la concertada opinión de ustedes?”.
—”Que debo declinar”.
Guardé silencio, de momento; y mi taciturnidad, en un caso que a él le parecía sin dis-
crepancia, lo intrigó. Eso, al menos, fue lo que me pareció.
—”Y usted, ¿qué piensa, qué me dice?”.
Sin vacilación le contesté:
—”Pienso que si acepta le prestará al país un bien providencial”.
Mi respuesta lo cogió de sorpresa. No esperaba semejante sesgo de un auténtico
nacionalista.
Notoriamente confundido, tras un momento de meditación, me dijo con acento cargado
de afectividad:
—”Compañero, usted sabe cuánto aprecio yo su criterio y cuán dispuesto estoy a
compartirlo, como de ordinario lo hago, siempre en razón de nuestra habitual coincidencia
de opinión. Por eso le pido, muy de corazón, que desde todo punto de vista se ponga en mi
lugar. ¿Qué haría usted, compañero, en mi lugar?“.
—”¿Si reuniera las mismas condiciones que usted reúne? ¡Pues aceptar!“–exclamé
con decisión.
—“¿Aceptar?” –interrogó asombrado–.
—”Como lo oye. Es su deber de patriotismo y usted no puede dejar de consumarlo por
error de conceptos periféricos”.
—”No veo claro, copañero…”
—”Ya verá tan claramente como yo”.
—”Pues deme su luz para disipar pronto mis tinieblas” –me dijo, cambiando de tempe-
ramento, en vena de jocosidad–.
—”Yo creo, como sin duda lo temen los que ya han opinado al respecto, que Don
Horacio sólo trata de recuperar al antiguo prosélito. Quizás piense, asimismo, meter
cuña disociadora, de ese modo, en la agrupación de los nacionalista con intención de
disolverlos”.
—”Eso es lo que todos hemos pensando”.
—”Tal vez sin ningún acierto, aunque creo que esa reconquista y esta disolución es el
propósito que mueve a Don Horacio y el resultado que temen los que ya, con su negativa
opinión, han metido baza en el asunto”.
—”¿Cómo, entonces, nos juzga equivocados?”.
—”Porque todos están equivocados. Le explicaré. Don Horacio acaso le creerá maleable
y sus compañeros de nacionalismo acaso teman que se aparte usted de nuestra causa, como
un tránsfuga, sobornado por una posición oficial. Yo no. Yo tengo absoluta confianza en la
entereza de su carácter y en la firmeza de sus convicciones”.
—”Pero la suspicacia de la opinión pública…”
—”No se deje sugestionar por prejuicios incompatibles con la austera personalidad que
yo le reconozco. Yo estoy seguro de que si luego mediasen circunstancias que obstaculizaran
su fortalecimiento del alma nacional, en las escuelas públicas usted saldría de la Superinten-
dencia con la frente erguida. Como sin duda haría su ingreso en caso de aceptar la posición
que le ha sido ofrecida”.

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—”En eso estamos de acuerdo. No hay prueba que mi dignidad personal y mi patrio-
tismo no resistan”.
—”Sigamos adelante bajo esa confianza, compañero; porque entreveo una probabilidad,
muy vaga, muy remota…”
“Mucho. Algo casi inverosímil. Pero si esa ilusión fuera germen de una realidad, ¿por
qué cerrarle la puerta de las realizaciones a esa vaga, remota, casi imposible probabilidad
sin darle la prudente oportunidad de una efectiva comprobación?”.
—”¿Qué me insinúa usted?”.
—”Sugiero la posibilidad, a pesar de que los antecedentes la desacreditan a priori
como absurda, de que Don Horacio proyecte justificar su transaccionismo, ante la his-
toria, revitalizando en las escuelas públicas el alma nacional; y que para realizar sutil y
eficazmente esa labor lo haya seleccionado a usted. Mera hipótesis, claro está. Pero, ¿por
qué no probar?”.
Luis Conrado se quedó pensativo. Mis palabras, por primera vez, lo habían impresio-
nado. Eso, al menos, fue lo que me pareció.
—”Hablando de hermano a hermano” –le dije entonces–, “me parece que usted debe
aceptar, porque con ello no se perderá nada, fuera del desagrado momentáneo de las sus-
picacias; y acaso, en cambio, se pueda ganar mucho si se llegara a concretar en tangible
realidad la hipótesis que ya le sugerí”.
—”Reconozco ingenuamente que usted me ha mostrado aspectos que yo no había des-
cubierto… Déjeme pensar”.
—”Tenga en cuenta, compañero” –le aconsejé– “que, aceptando usted le prestará de
todos modos un servicio útil al país”.
—”¿De todos modos? ¿Cómo así?”.
—”Supongamos para los fines del razonamiento que de acuerdo con la sospecha común
el propósito de Don Horacio no fuera otra cosa que una maniobra para recuperar al prosélito.
Peor pare él. Usted no es un burócrata adocenado. Al comprobar la imposibilidad de realizar
un servicio efectivo en fortalecimiento del alma nacional, renunciará y volverá a replegarse
al santuario de su hogar. ¿No se da cuenta de la magnitud del bien que indirectamente le
habría hecho a la desmayada sociedad dominicana con ese edificante ejemplo?”
—”¿Cuál sería el resultado positivo?”.
—”¡Hombre! ¿No lo discierne? Hay un gran desaliento cívico porque se cree, erróneamente,
que aquí todos los hombres son iguales y que sucumben con facilidad a la burocrática tentación
de los cargos públicos. Ese desencanto proviene del mal ejemplo que dan los hombres que conti-
nuamente defraudan la confianza pública. Son hombres que aparentan ser lo que no son. Están
incapacitados para soportar la prueba. Usted es otra cosa; y cuando demuestre con la rectitud
de su acción que no todos los hombres son iguales, renacerá la confianza en nuestra descreída
sociedad que entonces aceptará que todavía hay hombres aptos para servir con altura y abne-
gación y dignidad los mejores intereses de la Patria. ¿No le parece que el estímulo envuelto en
tal contraste representa un gran servicio de revitalización del alma nacional?”.
—”Lo creo”.
—”Pues asuma la responsabilidad de una decisión positiva. ¡Acepte! No niego ni le oculto
que a raíz de su aceptación lo van a combatir, especialmente sus desconfiados compañeros
nacionalistas. Yo sólo tengo un aliento y un concurso que brindarle y se los daré sin tasa.
Lo defenderé!”.

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Luis Conrado aceptó y fue duramente combatido. Sobre todo por sus propios compa-
ñeros. Yo cumplí mi palabra. Lo defendí a través de uno de los periódicos locales. Al correr
de los días él se defendió mejor. No con razonamientos, como lo hice yo. Se defendió con la
elocuencia superior de los hechos; y esos hechos demostraron que yo tenía razón cuando le
aconsejé a Luis Conrado aceptar la posición que Don Horacio le había ofrecido, discrepando,
al darle ese consejo, del común criterio de los demás nacionalistas que se habían pronun-
ciado en sentido opuesto. Por seguir mi consejo, le fue dable a Luis Conrado aprovechar
la oportunidad de hacerle al país un gran servicio poniendo en evidencia, con su acción,
que no todos los hombres son iguales. Que en este país había entonces y que siempre habrá
hombres incorruptibles.

Honra de una destitución


Sólo veinte y seis meses habían transcurrido desde que el General Horacio Vázquez
asumió las funciones ejecutivas del gobierno dominicano –como resultado de unas elecciones
realizadas bajo el régimen del Plan de Evacuación Hughes-Peynado– cuando en agosto de
1926 ya se andaba negociando un empréstito americano.
La herida que causó en el alma nacional la ocupación del país por fuerzas navales de los
Estados Unidos de América estaba bien fresca todavía para que semejante imprudencia no
les doliera y alarmara a los que en carne o en espíritu habían sufrido los efectos deprimentes
y opresivos de ese desafuero internacional.
Los antecedentes palpitaban aún dolorosamente. El 29 de noviembre de 1916 el oficial
naval H. S. Knapp, Capitán de la marina de guerra de los Estados Unidos de América, co-
mandante de los cruceros de la escuadra del Atlántico y de las fuerzas armadas destacadas
en diversos puntos del territorio nacional, declaró que la República Dominicana quedaba
desde ese momento sometida a un estado de ocupación bajo su mando.
Sirvió de pretexto a la consumación de semejante atropello del derecho de gentes y de la
soberanía de una débil nación independiente, la alegación de que el gobierno había violado
las condiciones reguladas a cargo del servicio de la deuda pública mediante las estipulaciones
de la Convención Domínico-Americana del 8 de febrero de 1907.
Siguiendo las preventivas indicaciones del honor y la prudencia –basadas en tan recien-
tes experiencias– los legionarios de la tendencia nacionalista se sintieron sensitivamente
predispuestos contra la contratación de nuevos empréstitos extranjeros.
Para oponerse una vez por todas a la imprudente política de resolver los problemas fi-
nancieros del gobierno apelando al fácil pero riesgoso expediente de comprometer la suerte
de la república con la contratación de nuevas deudas americanas, un grupo de nacionalistas
resolvió oponerse públicamente a la concertación del préstamo en proceso de negociación.
Mirando al propósito de revestir nuestro predicamento con los arreos de una austera y
digna exposición, los agentes activistas de la referida protesta acordaron acudir a los servi-
cios, en ese sentido, de Don Emiliano Tejera. Figura que gozaba de bien sentada reputación
pública por su proverbial devoción a la patria plenamente soberana y famosa además por
los dones de escritor que lo calificaban entre las plumas más notables, si acaso no la más
notable de los escritores dominicanos de esa época, su selección fue un acto unánime, como
si de antemano todos se hubiesen puesto de concierto.

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ENRIQUE APOLINAR HENRÍQUEZ  |  REMINISCENCIAS Y EVOCACIONES

Don Emiliano nos acogió en temperamento de suma complacencia cuando lo visitamos


aquella tarde del 3 de septiembre de 1926. Él nos escuchó exponer el motivo de nuestra visita
con esmerada atención, vivo interés y cívica simpatía.
Tras escuchar la exposición de motivo que uno del grupo formuló por todos, Don Emi-
liano se adhirió a nuestro designio con enérgica vehemencia que a nuestros ojos cobró los
rasgos de un milagro que había transformado en juvenil vitalidad el natural desgaste pro-
ducido en su organismo por los años avanzados de su larga vida. Pero a pesar de la cordial
vehemencia cívica que sus palabras desbordaban, en suaves y templadas palabras excusó
complacer nuestra cordial impetración.
—”Yo no soy la persona más apropiada para redactar el propuesto documento” –objetó
Don Emiliano en el tono de voz tenue y atiplado que le era peculiar.
Su excusa agotó de un golpe el entusiástico caudal de nuestras ilusiones. De nada valieron
los argumentos esgrimidos para disuadirlo de insistir en su postura negativa.
Guardamos todos un momento de penosa inanidad; un momento de silencio respetuoso,
que saturó el ambiente de veneración y de obediencia. Aunque hondamente decepcionados,
nos resignamos comprensivos. Don Emiliano era un anciano acreedor, por sus años y sus
obras, al reposo bien ganado –con austeridad pública y privada–, en el cumplimiento de
su misión en esta vida. En esa cavilación andábamos sumidos cuando de pronto resonó la
atiplada vocesita de Don Emiliano:
—”El que debe escribir ese documento es Quiquí. Él lo hará mejor que yo, por su tem-
peramento ecuánime”.
Tras breve pausa explicó su posición diciendo:
—”Yo, en cambio, soy muy apasionado; y la pasión” –agregó don Emiliano– “no sirve
ni siquiera para hacer el bien”.
La pasión había sido, ciertamente, característica nada provechosa de su ilustre persona-
lidad. Quizás discernía Don Emiliano con pensamiento melancólico –desde la eminencia de
su ancianidad–, los yerros que los ardores de la pasión le habían hecho cometer mermando
así el cabal esplendor, sin ocaso por otro lado, de su fecunda y recta vida.


A la mañana siguiente cumplí el encargo cometido. Me hallaba revisando la transcripción
mecanografiada del texto de la convenida protesta cuando inesperadamente, de tránsito
para su despacho oficial, entró a saludarme Luis Conrado del Castillo.
—”Tome asiento, compañero” –le dije al tenderme su mano en signo de salutación.
—”Soy ave de paso” –replicó Luis Conrado–; y a seguidas explicó la razón de su prisa:
—”Entré de pasada sólo para saludarlo”.
Pero algo, sin duda, sospechó al verme leyendo la pieza que tenía yo en mis manos
cuando él entró. Algo sospechaba que lo impulsó instintiva o deliberadamente a violentar
la discreción envuelta, en su tacto habitual, preguntando sin rodeos:
—”¿Qué estaba usted leyendo cuando llegué, compañero?”.
No articulé en palabras mi respuesta. Me limité a poner en sus manos receptivas el do-
cumento que un instante antes me hallaba revisando. Luis Conrado lo leyó; y al finalizar la
lectura de esa pieza, sin proferir inquisición ni comentario demandó la pluma que llevaba
en un bolsillo y estampó su firma.

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Se levantó del asiento que ocupaba, me devolvió firmada la protesta convenida y


exclamó:
—”Hasta luego, compañero”.

El impacto que en las esferas oficiales irrogó sin disimulo ni recato pudoroso la acción
de Luis Conrado, al protestar la contratación del empréstito cuestionado, fue de irritación
vindicativa.
Sin pérdida de tiempo, Don Horacio instruyó al Secretario de Estado de Instrucción
Pública, Rafael Estrella Ureña (junto con Castillo y Tolentino, antiguo director de la escuela
Normal Práctica de Varones y tiempo después compañero en la tribuna de la resistencia
nacionalista a la impuesta subrogación americana de la soberanía nacional) para que
cumpliera la ingrata misión de exigirle a Luis Conrado del Castillo –orgullo y honra de la
magistratura dominicana– renuncia de la función administrativa que a la sazón desempeñaba
como Superintendente General de Instrucción Pública.
Mal de su grado, sin duda, Estrella Ureña cumplió las instrucciones impartidas a ese
efecto por el Presidente Vázquez.

Luis Conrado del Castillo tenía por costumbre visitar el viejo Cementerio Metropolitano,
todas las tardes, después de cumplir sus incumbencias profesionales; y allí, ante la tumba
de su padre, rendir el férvido tributo de su amor filial en oración cristiana convertido.
Apenas había abandonado el campo santo, esa tarde, cuando al azar lo divisé transi-
tando en dirección del recinto ubicado intramuros de la centenaria ciudad Primada de las
Américas. En ese momento, Luis Conrado caminaba por la acera opuesta al lado meridional
del Parque Independencia.
Al llegar frente a él hice detener el coche a tiro de caballo que me transportaba en la
misma dirección. Entonces le eché la voz.
—”¡Compañero!… ¡Compañero!…”
Al reconocer mi voz Luis Conrado se detuvo, tendió en torno la mirada escrutadora y sin
dificultad me percibió. Se dirigió a mí, subió al carruaje, se acomodó a mi lado y exclamó:
—”Otra vez se me ha escurrido usted cuando tanto necesitaba referirle lo acontecido
esta mañana y recabar su parecer”.
Sus palabras me dieron la impresión de que algo grave estaba sucediendo. No sin in-
quietud le interrogué:
—”¿Qué acaece, compañero?”.
Luis Conrado me hizo al punto sucinta y expresiva relación del caso confrontado y de
sus pormenores adventicios.
—”El gobierno me ha pedido la renuncia de mi cargo; y yo no me avenía a darle curso
sin antes someterla a su consejo o su censura”.
—”No necesito leerla” –le dije– “para tomar partido. Ya tengo hecha mi opinión”.
—”¿Sin leerla?”.
—”Sí, sin leerla. No necesito verla para decirle que la rompa. Estoy seguro de que está
redactada con altura y dignidad. Pero esas excelencias no modifican mi opinión. ¡Rómpala!“
–terminé exclamando con acento autoritario que excusó tácitamente, sin enojo ni disgusto,
la pureza fraternal de su amistad.

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—”La dimisión, sólo por formal civilidad pedida” –dilucidé–, “cabe en los casos atinentes
a los burócratas y a los políticos. Su caso es diferente. Usted no buscó la posición que des-
empeña. Lo instaron a aceptarla y usted aceptó bajo el entendido de que podría prestar un
servicio superior a los mezquinos intereses sectarios. Cumpliendo sus patrióticas inspiracio-
nes usted ha desagradado al gobierno y en retaliación se pretende expulsarlo de su posición
sin asumir la responsabilidad que su renuncia, en vez de la destitución, hubiera exonerado.
¡No renuncie! ¡Qué lo boten! Y que asuman plenamente la consiguiente responsabilidad
ante la historia”.
Luis Conrado quedó sumido en silencio reflexivo. Yo aproveché su actitud meditativa
para insistir
—”Hay que definir los campos con inteligencia y con hombría. No renuncie ¡Qué lo
boten!”.
—”Ahora comprendo, compañero” –me dijo Luis Conrado con serenidad reveladora de
un nuevo estado de ánimo–; y después de breve pausa exclamó con energía:
—”No habrá renuncia… ¡Qué me boten!”.
El coche se detuvo. Estábamos frente al hogar que Luis Conrado edificaba con doctrinas
que su ejemplo apuntalaba. Descendió del carruaje, lentamente. Estrechó mi diestra con
entereza varonil, y al través de ese gesto sentí la emoción de su afecto, de su patriotismo y
de su hombría.
Y mientras el carruaje emprendía de nuevo su interrumpida marcha, ahora sin destino
calculado, me quedé pensando que, para su ventura, al país nunca le han faltado hombres
capaces como Luis Conrado del Castillo, de representar su prudencia y dignidad.
El contraste se produjo a poco Luis Conrado fue destituido. Destituido por haber subscrito
un documento en el cual se invitaba “a todos los organismos del Partido Nacionalista” a salvar
“su concepto histórico protestando contra la contratación del empréstito de $2.5000.000.00
que se proyecta realizar”; en el cual se exhortaba “a todo el pueblo dominicano a que aliente
el patriotismo de sus representantes en el seno de las Cámaras Legislativas en la tendencia
de rechazar inexorablemente tal empréstito”; y en el cual se le pedía al Presidente Vázquez
que cimentara “su éxito político al par que su gloria personal en el sostenimiento de la paz
jurídica y en la ejecución de un enérgico plan de economías para llegar juiciosa y virilmente,
sin empréstitos, al reajuste de la actual situación financiera del Estado”.
Por subscribir el indicado documento, Luis Conrado fue destituido1. Pero los hombres
públicos están sujetos, inexorablemente sujetos al veredicto de la historia. La historia, pues,
juzgará inexorablemente a los dos protagonistas de ese dramático episodio de la vida política
de la nación, dándole a cada quien su merecido.

En paz con mi conciencia


En las elecciones celebradas el 16 de mayo de 1930 –proceso amañado por los resortes de
la fuerza– resultó electo para ejercer las funciones inherentes al Poder Ejecutivo el candidato
único, General Rafael Leonidas Trujillo Molina.

1
Estrella Ureña le pidió la renuncia a Luis Conrado, cumpliendo instrucciones del Presidente Vázquez. Pero
cuando Castillo se negó a renunciar, se le ordenó destituirlo; y antes que cumplir esta orden Estrella prefirió renunciar.
Entonces fue enviado a Francia como Ministro Plenipotenciario.

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Para la formación de su gabinete ministerial el General Trujillo les había prometido a


las banderías políticas que favorecieron su candidatura, adecuada representación en ese
órgano de la administración pública. Una de las tales banderías fue el ya declinante Partido
Nacionalista, agrupación que entonces encabezaba el Dr. Teófilo Hernández.
A comienzos de junio mes del predicho año el Presidente electo solicitó de las agrupa-
ciones políticas que se habían unificado en respaldo de su aspiración presidencial, someterle
catálogo de las personas de sus respectivas filas que merecieran ser recomendadas para
ocupar posiciones ministeriales.
En razón de la indicada solicitación, el 13 del mismo mencionado mes el Dr. Hernández
me envió –a manos de un conocido correligionario suyo– una epístola enaltecedora a cuyo
tenor se me informaba que el Presidente electo le había pedido una nómina de “hombres
ilustres” del Partido Nacionalista; y que, en atención y respuesta a esa demanda, se había
tomado la licencia de “hacer figurar”, “entre los primeros”, mi “distinguido nombre como
el de un correligionario digno, por su capacidad y virtudes, de prestigiar el Gabinete de un
Gobierno Nacional selecto”.
El Dr. Hernández era un hombre de carácter prominente por las prendas de su patrio-
tismo, de sus delicadezas éticas, de su piadoso humanitarismo y de su acrisolado civismo.
Pero también fue un hombre iluso y además ingenuo. Fácilmente se le podía deslumbrar y
engañar –como lo fueron Rafael Estrella Ureña y otros tantos– por los falaces predicamen-
tos de depuración administrativa y de enaltecimiento político de la nación, hábil truco del
déspota zorruno, cuya figura ya empezaba a tramontar en el firmamento nacional.
Un poco más tarde me enteré de que un curtido representante diplomático de cierta
potencia americana había descrito al Dr. Hernández, en vista de su conducta pública durante
de los años precedentes, diciendo que la opinión estaba dividida “en cuanto a determinar si
era un idealista o un idiota”. A mí siempre me dio la impresión de que era lo primero.

El tenor de mi respuesta a la glosada carta del Dr. Hernández, cursada un par de días
después, fue completamente negativo. Agradeciéndole cordialmente la distinción que me
había dispensado con la selección de mi nombre y también las frases laudatorias que me
había discernido, le encarecí retirar mi nombre de tan honrosa nómina.
Basé el expresado encarecimiento en el hecho de que “para seguir viviendo con absoluta
sinceridad y completa independencia las ideas y los principios nacionalistas” que siempre
había profesado y que tan caros sacrificios” me habían costado, hacía ya tiempo que me había
visto “compelido a separarme de las filas del Partido Nacionalista”, agrupación patriótica en
cuya organización yo había tomado laboriosa parte. Por delicadeza y discreción me abstuve
de exponer otras razones de mayor peso y de influencia más directa aún en la determinación
de mi conducta abstencionista.
A esas alturas –procede subrayarlo– el Dr. Hernández ignoraba y supongo que ni si-
quiera había sospechado que ya Trujillo me había ofrecido, sin mejor éxito, una posición en
su futuro gabinete.

El Partido Nacionalista nació como una hermandad patriótica empeñada en rescatar
los atributos y resortes efectivos de la soberanía nacional que habían sido conculcados por
fuerzas militares de una gran potencia expansionista. Contra el criterio de mi padre y de unos

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cuantos conmilitones que abogaron con fervor por la continuación de la hermandad, yo me


pronuncié con no menos ímpetu y vehemencia en pro de la congruente transformación de
la hermandad en una organización partidista, pero comprometida a mantener y defender
la misma intransigente consigna de incondicional restitución de la soberanía nacional que
había venido siendo tremolada por la hermandad nacionalista durante los largos años de
angustia, de humillación y de dolor –que las fuerzas extranjeras venían detentando por la
razón sin razón del poder del más fuerte.
Alegué yo en sustentación de mi tesis el criterio expresivo de que si se omitía trasmutar la
hermandad en un partido, para la acción o para la abstención –agrupación que dado su caudal
humano habría sido preponderante bandería–, al revitalizarse las viejas banderías ante la perspec-
tiva de las elecciones generales que prometía el plan de evacuación condicional, se renovarían en
el ánimo de los actuales militantes los antiguos intereses y pasiones, provocando, cual aconteció,
un deslizamiento masivo de elementos que tenderían a reocupar sus abandonadas posiciones
en los vetustos partidos que durante el cautiverio de la intervención parecían extinguidos para
siempre bajo el cargo de conciencia que a todos ellos les hacía sentir la acusadora culpa de los
errores y las imprevisiones de un pasado lleno de tan lamentables desaciertos.

El predicamento de los que como yo vieron claro el inmediato porvenir al fin prevaleció.
Pero la romántica hermandad vino a convenirse en organizada acción política tardíamente,
cuando ya gran número de los nacionalistas se había trasegado a las filas de sus pretéritas
banderías, debilitando con ese trasiego, hasta la impotencia, las impresionantes legiones de
la precedente hermandad nacionalista.
En el momento actual de la vida política del país, contaminado el nuevo partido por
los antagónicos intereses circundantes, había perdido parte de sus prístinas disciplinas con-
ceptuales y estaba actuando ahora, en inferioridad numérica, como otra de las disputantes
banderías políticas, salvo, desde luego, la irretractable reserva de su idiosincracia primor-
dial. Ya no lo encabezaba Américo Lugo, viviente representación de las más puras esencias
del auténtico nacionalismo –ajeno a todo comercio transaccional– si bien en los métodos de
acción este ilustre paladín solía exagerar los agudos tonos de su recalcitrancia.
Era el Dr. Hernández quien ahora dirigía el partido; un hombre fundamentalmente
tan nacionalista como Lugo, pero temperamento político y susceptible de ser sorprendido
en su candor, como lo fue, por la malicia sin fronteras de Trujillo, quien se pintó a sus ojos
como el suspirado revocador de todos los vicios, de todos los errores y de todos los males
de nuestro reciente pasado histórico.
Los nacionalistas residuales, es decir, los que seguían fieles a las filas del partido recién
organizado, eran patriotas de pura cepa; y lo fundamental, entonces como ahora, era eso: ser
patriota. Pero a veces esa sublime cualidad sufre quebranto en su efectividad práctica por la
sencilla razón de que para el cumplimiento de sus ingentes fines no basta la emoción patriótica;
pues para poder producir sus efectos ésta necesita ser acompañada de la virtud y la sabiduría.
En otras palabras, no basta la nobilísima emoción si a ésta le falta el complemento de la luz direc-
cional. Esa carencia, dejándose sentir en el momento crítico, fue la deficiencia que más perjudicó
el éxito de los principios que el partido había heredado de la hermandad antecedente.
Uno de los vicios que minaron la consistencia y frustraron el supuesto éxito de la her-
mandad en partido político trocada, fue la fantasmagórica suspicacia contra la lealtad de

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muchos de sus hombres más comprometidos en la inmutabilidad del credo nacionalista que
germinó en no pocos de sus componentes. Luis C. del Castillo, Esteban Nivar, Manuel A.
Peña Batlle y el infrascrito fuimos execrados públicamente, en cierto caso; execrados porque
sin previa aprobación de las autoridades del Partido –cual si en vez de hombres libres y
responsables fuéramos meras fichas movilizables a su arbitrio– asistimos a una entrevista
que de nosotros había solicitado, por intermedio de Don Augusto Chottin, el Vicepresidente
de la República José Dolores Alfonseca.
Honor, no execración, merecían esos hombres por la altura de la conducta que observaron.
Pero pedir permiso para poder conversar con otro dominicano, alto funcionario del Estado y
amigo de los invitados, era excesiva, intolerable pretensión tutelar. Habría sido humillación
de la propia dignidad que ninguno de ellos hubiera aceptado. Después de tantas pruebas y de
tantos sacrificios, se nos pareaba –sin miramiento respetuoso– a los desaprensivos tránsfugas. Esa
reverencia no la negaba, en cambio, el lado opuesto, a pesar de la vehemencia con que cada bando
defendió sus puntos de vista cuando el plan de evacuación convencional fue puesto en el tapete de
la deliberación pública. Más considerado y respetuoso que los propios compañeros nacionalistas,
uno de los órganos de difusión, de contraria ideología, tuvo la gentileza en esos mismas días de
contemplarme en lo más vivo de la lucha bajo generosa luz que daba imagen divergente de la
visión que de mí se habían formado los correligionarios que tan ligeramente me execraron.
Precedida de una caricatura, captada por el joven nacionalista Eduardo Matos Díaz
mientras yo me dirigía al pueblo dominicano desde la tribuna en repudio del plan de
evacuación condicional que La Opinión preconizaba a raja tabla, en su edición del 10 de
noviembre de 1923 esa revista local insertó en sus páginas el siguiente panegírico:
“Para apreciar debidamente la nobleza de corazón, la hidalguía intelectual, la gentileza
de espíritu de Enrique Ap. Henríquez, no es necesario, como ocurre con otras personas, co-
nocerlo íntimamente o de largo tiempo; esas son cualidades tan inherentes en él, que basta
hablar con él breves instantes, leer cualquiera de sus trabajos literarios, u oír los arrebatos
de su elocuencia tribunicia, para reconocerlas inmediatamente.
“Desde el punto de vista literario, su labor ha sido brillante. Su estilo impecable, sonoro,
sugerente, es de una elasticidad sorprendente y así como al hablar de amor tiene suavidades
enternecedoras como las de Gutiérrez Nájera, así al fulminar sus anatemas de patriota conven-
cido o de político exaltado tiene explosiones de airada soberbia como las de Juan Montalvo.
“Enrique Apolinar Henríquez es uno de los líderes nacionalistas en quien no es falsedad
ni fanfarronería la exaltación patriótica.
“Su corazón, su cerebro, su energía, su dinero, su salud escasa, todo lo ha puesto y
expuesto al servicio de su ideal. El patriotismo de Enrique Apolinar Henríquez ha sido
devoción y sacrificio, ‘agonía y deber’. Seguro que no habría esquivado jamás la prueba
suprema quien a diario, lentamente, deja un jalón de vida en cada esfuerzo y un chorro de
salud en cada emoción”.
A la execrcación, obra de un grupo regional y no de la organización, siguieron otras
inconsecuencias; y algunas en forma de sojuzgamiento incompatible con el carácter res-
ponsable de hombres libres, incapaces de avenirse a que ninguna suerte de supremacía les
anonadase el tesoro de su propia autonomía personal, trasmutándolos así en meros androides
sin espíritu propio ni propia voluntad.
Resolví renunciar mi filiación al Partido Nacionalista. Pero la ejecución de ese designio,
que tantas noches en vela me costó, no era tan simple y fácil como su determinación. Entre

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la idea y la acción se interponía la rémora de una máxima reverencia. Quienes veían las
manifestaciones de independencia personal ostensibles en las relaciones de ambos sujetos,
juzgando por las apariencias superficiales no hubieran podido imaginar que yo le guardaba
a mi padre tan honda unción moral. En todos los años de mí vida de nada me preservé tanto,
hasta su muerte, como de cuidar con especial esmero de que jamás tuviera motivo cierto, ni
un instante, para dudar de que en todo momento yo sería como él quería que yo fuera.
A la sazón yo era padre de familia, con hijo, y frisando en los 40 años. Pero el hombre in-
dependiente que había en mí no había dejado de seguir siendo, en el orden moral, el hijo de su
padre. Yo estaba seguro de la pureza de mi conducta; pero en el caso examinado él no la sabía.
Me inquietaba tremendamente la idea de su primera reacción, cuando le diera la noticia de mi
renuncia, antes de enterarse de los motivos de la misma. Entre una y otra cosa transcurriría sólo un
breve instante, sí. Pero la fugacidad no evitaría el mal efecto de la primera impresión, aunque casi
instantáneamente las evidencias borrasen su mal efecto. La suspensión que yo quería evitar.
Al fin un día resolví comunicarle mi decisión. Palideció. Yo lo esperaba; pero al instante
mis palabras despejaron las nubes de toda duda o mala inteligencia.
—”Yo soy un hombre autónomo” –le dije–; “un hombre libre y responsable de sus actos.
No estoy dispuesto a consentir que se me transforme en un instrumento. Tampoco quiero
actuar como verdugo de los que no piensan, quizás de buena fe equivocados, como pienso
yo. Esa es la única, verdadera causa de mi renuncia”.
Recobrando su semblante y la serenidad de su espíritu, mi padre coadyuvó:
—”Esa es” –dijo afirmativamente– “la actitud propia de los hombres serios”.

La voz de la conciencia
Nihil est miserius quam ubi pudet quod feceris.

Los repetidos timbrazos del teléfono interrumpieron nuestra plática. Tomé el auditivo
y recibí la llamada. Una voz agitada preguntó:
—”¿Está Don Luis Felipe Vidal?”.
—”Sí, señor. ¿Quién le llama?”.
—”De su oficina del Ingenio Cristóbal Colón”.
Le trasmití el mensaje a mi fraternal amigo mientras le ofrecía el teléfono diciendo:
—”Del Ingenio te llaman”.
Por instinto de discreción yo no había asuntado la conversación que subsiguió. Al retonar
a mi lado Luis Felipe me dijo:
—”Tengo que salir inmediatamente para el Ingenio, Quiquí’.
Era tan inesperada esa salida, que me sorprendió. Temiendo algún acontecimiento
ingrato pregunté:
—”¿Qué pasa? ¿Hay novedad en tu casa?”.
—”No” –respondió secamente Luis Felipe; y a seguidas explicó:
—”Confundiéndolo conmigo” –según me han informado– “hace un momento le hicieron
fuego al contable, quien se hallaba trabajando en mi despacho”.
—”No, Luis Felipe” –le dije con energía–; “tú no te irás esta noche”.
—”¿Por qué?”.
—”Porque yo no lo permitiré” –le repliqué con tutelar arrogancia.
Era ésa una altivez que demandaba, de mi parte, inmediata explicación; y se la di.

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—”Yo no puedo permitir que te vayas esta noche” –le explané– “sencillamente porque
si lo hicieras pecarías de imbécil”.
Para inducirlo a revocar su imprudente partida, traté de picarle así las susceptibilidades
de su amor propio. Cambiando entonces esa intemperancia por un tono menor, le dije:
—”No es cierto que te hayan confundido con nadie, Luis Felipe; tampoco es cierto que
hayan errado el tiro por mala puntería. Sólo se trató de escenificar una incitante estratagema
en miras de atraparte; y caer en el lazo que de ese modo te han tendido sería el colmo de
la estolidez”.
—”Hasta ahora” –alegó Luis Felipe– “no he podido entender la tesitura de tu
pensamiento”.
—”Ya me entenderás, si me oyes sin la resistencia de algún cerrado prejuicio”.
—”Está bien, te oigo sin prejuicio. Ni abierto ni cerrado”.
—”Por lógica inferencia o como resultado de secretas investigaciones” –dilucidé– “los
agentes de Trujillo que rastrean tus movimientos saben que cuando vienes a la Capital dejas
indicación del sitio o de los sitios donde, en caso de emergencia, se te puede localizar”.
—”Nunca, en verdad, dejo de tomar esa útil precaución”.
—”Yo lo sé sin que nadie me lo hubiese dicho. Asimismo sé que el incidente que te in-
duce a regresar esta misma noche no es más que una patraña madurada bajo la convicción
de que tan pronto supieras lo que aconteció, marcharías para el ingenio”.
Luis Felipe me miró como si quisiera acelerar mi conclusión. Al punto la produje clara
y concluyente.
—”Tan seguros están de ese desenlace, que ya deben haberte tendido una celada para
matarte en el trayecto. ¡Matarte! ¿Lo oyes? Matarte como un imbécil; y a fe que lo serías, en
realidad, si te prestaras a caer en las redes de tan burda maniobra”.
Me contuve un momento para ingeniar entre tanto la manera más impresionante de
contrarrestar la expectada terquedad de Luis Felipe. Luego proseguí mí persuasivo afán.
—”Lo peor que le puede acontecer a un hombre” –le reflexioné– “es actuar como un
imbécil”.
Luis Felipe me escuchaba silencioso. Quizás pesaba mis palabras.
—”Como yo no me resigno a que lo seas, esta noche no saldrás de mi casa … a menos”
–suavicé– “que lo hagas bajo garantía de que pasarás la noche en la ciudad”.
Luis Felipe vaciló un momento. Me dí cuenta de que en su fuero interno estaba luchando
contra sus propios ímpetus. Sin reserva ni obstinación, finalmente se plegó.
—”Está bien, Quiquí” –me dijo–; “haré lo que tú dices. Te prometo quedarme esta noche
en el hotel”.
Yo le sonreí, sosegado por tal seguridad; y poniendo mi diestra en uno de sus hombros,
discurrí:
—”Bajo la luz del sol, que no es alcahueta del crimen como suelen serlo las sombras de la
noche, mañana podrás irte sin riesgo o con riesgo menos inminente. Podrás irte, además, henchido
de satisfacción por haber burlado esta noche el insidioso designio de tus perseguidores”.
Al despedirse, esa noche, Luis Felipe me dijo:
—”Mañana, antes de regresar al Ingenio, le dedicaremos un momento a Zakuntala”1.

1
Luis Felipe había traído consigo, con la idea de hacer algún comento, un ejemplar del precioso poema dramático
de ese nombre que el poeta indú Kalidasa escribió medio siglo antes del advenimiento de Jesús. Ese poema fue siempre
una de sus más constantes predilecciones literarias.

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Pero se fue al siguiente día, bien temprano, sin que yo volviera a verlo en esa ocasión
tan angustiosa.

Aún cuando sin extintivas consecuencias que lamentar, el premeditado atentado contra
la vida de Luis Felipe Vidal tuvo consumación frustránea algún tiempo después.
Su madre tenía por costumbre asistir todos los años a la misa de la Santa Cruz. El
hijo reverente creció y se hizo hombre bajo el influjo espiritual de esa cristiana tradición
familiar; y a partir de la muerte de la mujer que lo dio a luz él jamás dejó de seguir su
devoción.
Los adiestrados sabuesos de Trujillo lo sabían; y obedeciendo instrucciones superiores,
en mayo de 1933 aprovecharon esa coyuntura para asesinarlo.
La mañana del día que lo acometieron Luis Felipe salió temprano del Ingenio Cristóbal
Colón –empresa azucarera que venía administrando– en dirección a la vecina ciudad de San
Pedro de Macorís, en cuya iglesia católica asistió a los oficios religiosos de la acostumbrada
misa de la Santa Cruz.
A su regreso Vidal venía enteramente desprevenido. No tenía el menor trasunto de que
recatados tras espeso matorral, sus pretensos victimarios lo esperaban agachados, junto a
la puerta del Ingenio, en intención y apresto de ultimarlo.
Pero Vidal llegó sorpresivamente al prefijado sitio de la tragedia organizada. Haciendo
provecho del declive natural del terreno en ese sitio, el chofer apagó el motor; y el carruaje
se deslizó suave y silenciosamente hasta la misma puerta del lindero norte de los predios
del Ingenio. Cuando el diestro y valiente timonel boricua nuevamente lo encendió, el ruido
del motor alertó tardíamente a los sorprendidos esbirros; y levantándose del suelo donde
yacían agazapados rompieron inordinado fuego, de armas largas, que acribiló la parte
posterior del automóvil. Tratando de subsanar con rápida acción el descuido cometido, los
agresores dispararon viciosamente. Pero Luis Felipe no fue alcanzado por ninguno de los
proyectiles. ¿Milagro de la Santa Cruz? Eso pensarán los que creen en ciertos misterios de
la vida, mientras los escépticos lo negarán.
A menos de cien metros después de haber trascendido el automóvil la puerta de acceso a
los terrenos del Ingenio, dos esbirros salieron al encuentro de Vidal, evidente indicio de que
habían sido calculadas, para no dejarlo escapar, todas las posibilidades de fortuita evasión.
Desenfundando su revólver, Vidal les hizo frente; y con voz imperativa le voceó a su chofer:
—”¡Pare!”.
Pero éste, tan listo como animoso, no perdió el sentido del buen discernimiento.
Desoyendo la orden de parar aceleró el vehículo mientras la decidida actitud que asumió
Vidal de responder a la agresión de igual manera, paralizó a los sorprendidos matones.
Escapando de tal modo esa celada, Vidal volvió a salvar su vida milagrosamente. Muchas
veces arriesgarla es la mejor suerte de salvarla.
Tiempo después se supo, de inequívoca fuente, que para consumar la muerte de Vidal
había sido urdida nueva trama que debió ser y no fue ejecutada en la próxima semana.

El mismo día del atentado dos de los funcionarios administrativos de la sociedad co-
mercial propietaria del Ingenio Colón, Felipe A. Vicini y Enrique Henríquez, se trasladaron
a esa factoría; y allí, por boca del propio Vidal se enteraron de todo lo ocurrido. A través de

659
COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

la posterior versión de mi padre, a su regreso, yo quedé empapado de los siniestros porme-


nores del frustrado crimen.
En esos mismos días me visitó Vidal. Tan pronto estrechó mi mano, dijo admonitoria-
mente:
—”Ya ves lo que pasó. No te descuides. Muchas veces te he dicho que sobre tu cabeza y
sobre la mía pende, amenazante, la espada de Damocles. Trujillo no acepta la independencia
de carácter en los demás. Hay que someterse o perecer; y a este funesto desenlace tú y yo
estamos abocados”1.
—”Lo sé, Luis Felipe. Pero creo que tú ya te has salvado. Ya no te matarán”.
Asombrado de la firmeza de tan negativa conclusión, Luis Felipe interrogó:
—”¿Salvado, cuando las ostensibles evidencias denuncian ahora más que antes que soy
un condenado a muerte?”.
Yo insistí con aplomo que intrigó a Vidal.
—”Salvado, sí; como lo oyes… Ya no te matarán. ¡No, no te matarán!”.
Arduo trabajo me costó que Luis Felipe aceptara cuando menos la lógica del disquisi-
tivo análisis de mi razonamiento, aunque empecinado siempre en la convicción de que su
muerte estaba decretada.
—”Ya a estas horas, Luis Felipe” –le conjeturé con énfasis de certidumbre–, “los agentes
del gobierno americano han debido prevenirle a Trujillo que la vida de todo administrador
de ingenio azucarero tiene que ser invulnerable. Y él sabe muy bien lo que para la estabilidad
de su gobierno significa semejante prevención”.
Luis Felipe no acertaba a vislumbrar la posibilidad de que el gobierno americano inter-
viniera en un asunto de esa laya.
—”¿Y esa supuesta intervención” –inquirió incrédulo–, “en virtud de qué?”.
—”No de un derecho, claro está; sólo en virtud de una tutela acostumbrada”.
Me dí cuenta de que si pretendía ser comprendido debía ser mas explícito en la eluci-
dación de los motivos determinantes de mi audaz afirmación.
—”Si me quieres entender” –le dije– “no olvides que Trujillo es un marine”2.
—”Los americanos conocen muy bien al hombre” –me explayé tras breve pausa–; y saben
que si la vida de un dominicano que administra uno de los ingenios azucareros del país puede
ser suprimida, al solo capricho del codicioso dictador, la vida de Kilbourne y la vida de Klock y
la vida de cualquier otro americano administrador de ingenio no valdría nada. Estaría expuesta
a correr el mismo riesgo que la tuya”.

No poseía yo dato auténtico para asegurar que mi inferencia transparentaba la viviente
aunque oculta realidad. Mas, los indicios conocidos parecían apuntalarla. Lo cierto, indiscuti-
blemente cierto es que alguna influencia más poderosa que los designios del déspota intervino
para resguardar la vida de Vidal de un escandaloso atentado criminal. Y eso a despecho de
que no faltaron motivos para que Trujillo, irritado, ejecutara su designio deletéreo.

1
Mientras Trujillo imperó yo viví bajo la convicción de que eventualmente me haría matar. Después de su muerte
me he sentido igualmente convencido de que, aún cuando a menudo escenificó esa propensión, no era parte de su
programa eliminarme, como sí lo fue la supresión de Luis Felipe Vidal, hasta que desconocida fuerza se lo cohibió.
2
Un general americano dijo de Trujillo –subalterno suyo en las filas de las fuerzas militares que junto a otros
oficiales americanos había organizado el declarante; “once a marine, always a marine”. Esto es, dicho en romance: el
que ha sido “marine” lo será siempre.

660
ENRIQUE APOLINAR HENRÍQUEZ  |  REMINISCENCIAS Y EVOCACIONES

Pues cuando días más tarde Vidal se encontró con Trujillo en Palacio, invitado por éste,
el implacable déspota se tragó sin matarle la acusación implícita que le hizo Luis Felipe al
exclamar mientras le mostraba el acribillado vehículo:
—”¡He ahí tu obra!”.
Por menos que eso desaparecieron muchos hombres.

Impermeables razones movieron a Trujillo a revezar el crimen con otros medios de
persecución cuando tras prolongada ausencia Juan Bautista Vicini Perdomo regresó al país
y se hizo cargo del manejo de los negocios de la casa Vicini, dueña de otros dos ingenios
azucareros, además del Cristóbal Colón.
Asqueado de los abusivos y disolutorios procedimientos del autócrata Trujillo, varios
años antes Juan se había exilado voluntariamente en la tierra originaria de su padre; la tierra
de César y Virgilio. Motivos directamente relacionados con su hermano Felipe, obligaron
a éste a imponerse igual extrañamiento; y este fortuito acaecimiento determinó el retorno
del hermano mayor.

Juan nació millonario, vivió millonario y murió millonario; pero jamás hizo ofensiva
ostentación de su opulencia. Siempre hizo vida sencilla. De su padre –el máximo intelecto co-
mercial que hasta ahora ha producido este país– heredó los hábitos del trabajo y la templanza
del carácter; y a causa de esta idiosincracia, en momentos decisivos no vaciló en jugar la suerte
de su caudal económico a cambio de seguir la orientación moral de su conciencia.
Tocole a Juan sufrir los embates del nuevo tipo de persecución que Trujillo destató
sobre Luis Felipe Vidal, Administrador del Ingenio Cristóbal Colón. Multas arbitrarias de
millares de pesos, impuestas a ese ingenio, hubo que pagar. Unos tras otros se sucedían
los entorpecimientos que trocaron en titánica empresa las zafras y demás actividades del
ingenio. La situación así creada era prácticamente insostenible. De ese modo pretendía
Trujillo hacerle a Vidal la vida insoportable si no se sometía a su sádica, devastadora
hegemonía. Confiaba él en que a la postre, ante los perjuicios recibidos, Juan acabaría
satisfaciendo su designio. Dicho en forma más explícita, que ante la perspectiva de sacrificar
sus cuantiosos intereses o quitarle a Luis Felipe la administración del Ingenio Colón, Juan
optaría por esta solución. Esa táctica se enderezaba, cual se advierte, a condenar a Luis
Felipe a la miseria, ya que frente a la tenacidad de tal persecución, una vez desposeído de
la administración del Ingenio nadie hubiera osado utilizar en otra agencia los servicios
de Vidal.
Empecinado en su decisión vindicativa, Trujillo le echó encima a Juan la constante presión
de amigos íntimos y de cercanos deudos por afinidad –todos ellos considerados personas
influyentes en el ánimo de Juan– para inducirle a sacar a Luis Felipe de la administración
del Ingenio Colón.
La presión, cada vez más persistente y dilemática cobró implacable tono de ineludible
alternativa:
—”Juan, si no sacas a Luis Felipe del Ingenio, te arruinarán”.
Ya de noche, ya de día, a todas horas zumbaba en los oídos de Juan la amenazante al-
ternativa, repetida sin cesar cual implacable tortura china:
—”Si no sacas a Luis Felipe del Ingenio, te arruinarán”.

661
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En los bajos de su residencia Juan tenía montada su propia oficina; y desde allí, enclus-
trado como un monje, dirigía los negocios de la casa Vicini. ¡Solaz de su espíritu era la visita
de algún amigo de confianza, desvinculado de la dictadura, con quien poder desahogar sus
angustias… tan grandes y tan desconocidas!
Solos estábamos en su oficina, él y yo, aquella noche. Seguro de mi discreción, se desahogó
a sus anchas. Todo me lo contó. Todas las tácticas, todas las presiones y todas las amenazas,
que de continuo lo torturaban y desesperaban.
Juan tenía un lápiz en la mano y lo manipulaba como disciplinando con el auxilio de ese
juego el flujo comedido de las palabras. Hubo un momento de súbito silencio, expectante
para mí; y luego, sin alarde que adulterase la sinceridad de su expresión, alzó la cabeza, me
miró fijamente y exclamó con acento categórico:
—”Pero no lo sacaré, Quiquí”.
Durante breve rato me pareció, después de pronunciar esas palabras, sumido en honda
cavilación. Luego agregó:
—”Luis Felipe nunca ha hecho nada que amerite despedirlo. ¿Cómo quedaría yo con
mi conciencia si lo despidiera?”.
Yo lo escuchaba con creciente emoción cuando con admirable energía expresó su defi-
nitiva, patética conclusión:
—”¡No! No lo sacaré del Ingenio, Quiquí. Más que a la ruina yo le temo a la acusación
de mi conciencia… ¡Luis Felipe se quedará!”.
Y contra viento y marea, afrontando de continuo inenarrables incidentes, Luis Felipe
se quedó. Hasta que, joven aún, lo sorprendió la muerte años después, Juan cumplió su
arriesgada decisión.

Jamás me inscribí
Cuando Juan Bosch era Secretario del Partido Dominicano y yo Presidente de la Compañía
de Seguros San Rafael –empresa comercial del dictador Rafael L. Trujillo Molina–, ya, debido
en parte a nuestras incumbencias profesionales, nuestros contactos no eran tan frecuentes
como antes.
Sus relaciones con mi hermano Rafael Américo, literatos ambos, eran, todavía, menos
infrecuentes. Tal vez por las facilidades que le brindaban esas relaciones o quizás por guardar
miramientos que inspiraba la desigualdad de nuestras edades o acaso por escrúpulos que
suscitaban en su ánimo nuestras anteriores confidencias políticas, lo cierto es que en vez de
acercarse a mí directamente, para darle cumplimiento a la misión que le había sido encomen-
dada Juan Bosch prefirió valerse, como intermediario, de mi hermano Rafael Américo.
—”Te manda a decir Juan Bosch” –me expresó cierto día mi hermano– “que desde la
Presidencia lo compulsan diariamente a que investigue si tú estás o no inscrito en el Partido
Dominicano”.
—”¡Anjá!”.
Se trataba, a todas luces, de una maniobra de amedrentamiento. Trujillo sabía muy
bien que yo no estaba inscrito. Pero su tenacidad no descansaba en el porfiado afán de
doblegar.

662
ENRIQUE APOLINAR HENRÍQUEZ  |  REMINISCENCIAS Y EVOCACIONES

Poco antes de asumir la función del poder político como ejecutivo nacional, mas ya
elegido Presidente de la República, él le había pedido a Luis F. Vidal que en su nombre le
ofreciera a Emilio Tejera una Secretaría de Estado. Cuando Emilio declinó tal ofrecimien-
to, Trujillo le pidió a Vidal que gestionara mi aceptación. Vidal estaba persuadido –amigo
fraternal de ambos él nos conocía muy bien a Tejera y a mí– de que tampoco yo aceptaría
la propuesta posición política; pero esa misión era del tipo que no puede ser esquivada sin
producir sospecha de negativa predisposición.
Ante mi declinatoria y después de agotar otras tentativas de conquista, Trujillo optó por
usar la vía oblicua en interés de quebrantar mi resistencia y de granjear, en forma sutilizada,
mi personal adhesión a su política dictatorial.
Según lo he revelado en otra reminiscencia, Trujillo recurrió a la sentimentalidad envuelta
en la invocación de la amistad. La invocó para inducirme a desembarazarlo de la enojosa
carga –según su alegación– que a la sazón representaba para él la embolismática situación
de la compañía de seguros San Rafael.
Nada compromete tanto como la invocación sincera y aún simulada de la amistad en
demanda de un servicio. Harto difícil es, en tales casos, la denegación. Pero, no obstante, la
integridad personal fija límites de decorosa contención. La condescendencia no podría, sin
abjuración, rayar en deslices capaces de conculcar los principios que le imprimen rasgos
distintivos a la propia fisonomía moral del sujeto complaciente.
Esa reserva, implícita en condiciones normales, fue la garantía que conociendo las
peculiaridades de Trujillo me propuse precisar cuando al encarecerme la aceptación de la
Presidencia de la Compañía San Rafael, le dije con inequívoca franqueza que conmigo no se
podría contar, en ningún momento ni en ninguna circunstancia, ya fuera directa o reflejamente
o bien actual o eventualmente en la participación de ninguna empresa o acción política; y
esa tesitura jamás la abandoné, aún cuando sostenerla me costó inenarrables sinsabores, no
pocos riesgos y copiosos perjuicios.
Una semana más tarde mi hermano Rafael Américo volvió a trasmitirme el mismo
mensaje de Juan Bosch.
—”Dice Juan” –repitió– “que la presión es tremenda; y que él evade el imprevisible
desenlace alegando, sin saber hasta cuándo con utilidad, que no ha dejado de hurgar en los
archivos sin haber encontrado hasta ahora la constancia de tu inscripción”.
—”¡Anjá!”.
Era evidente que Trujillo, con semejante ardid, buscaba forzarme a formalizar mi ins-
cripción, bien fuera por temor a perder una posición a la cual me creía ya apegado, bien por
interés o vanidad o ya por temor a ser objeto de persecusión.
Tácticas de esa calaña le habían dado de ordinario el resultado perseguido. Pero en el
caso de referencia esa maniobra estaba condenada a fracasar. La posición de Presidente
de la San Rafael era para mí una carga. Sobre todo por no ser afín a mi temperamento. La
venía desempeñando únicamente en la función del servicio demandado en nombre de una
profesada amistad que en el fondo no existía.
Resueltos los problemas que habían agobiado a la San Rafael, amenazando destruir su
vitalidad; asegurado el buen crédito de la empresa y arraigado su florecimiento económico,
el solicitado servicio estaba ya cumplido. Si era honroso devolver su administración social
en esas condiciones de prosperidad, era igualmente placentero para mí sacudirme de esa
carga.

663
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En cuanto al temor de las persecuciones, nada más revestido de prudencia como resignarse
–sin provocar ni claudicar– a las peligrosas circunstancias imperantes. Si yo no me hubiese
resignado a soportar enhiestamente las contingencias de ese feroz despotismo cuyos abusos
de poder escapaban al control de mi propia voluntad; si yo no hubiera optado por mantener
indoblegable, a todo trance, la integridad de mis convicciones y principios (tercamente, pero
limpia de los lisios del odio y también de los alardes provocativos), en actitud que puso esos
principios y esas convicciones por encima de las conveniencias materiales, de la vigencia de
mi libertad personal y aún de la seguridad de mi vida, hoy arrastraría una cola más o menos
larga que los ensañados de siempre me podrían pisar. Esos sacrificios son de dureza extrema;
pero a la postre pagan en satisfacciones de la conciencia ética.

Días más tarde, por tercera vez, mi hermano renovó el apremiante mensaje de Juan
Bosch. Mi respuesta fue también la misma:
—”¡Anjá!”.
Para un hombre de la comprensiva inteligencia de Juanito, pensé que no podía ser más
clara y significativa es respuesta. Al menos así lo esperaba yo.
Los hechos subsiguientes me indujeron a pensar que el abrumado Secretario del Partido
Dominicano –la misma persona a quien por sabérsele mi amigo probablemente se le sospe-
chaba de estar actuando como mi elusivo encubridor– lo querían probar empujándolo a la
personal confrontación conmigo.

Esa tarde llegué adelantado a mi despacho de la San Rafael. Se habían acumulado algunos
expedientes que reclamaban rápida atención. Cuando llegué encontré parado en la puerta,
en mi espera, a mi amigo Juan Bosch. Yo me había provisto en el trayecto de un par de puros
de calidad tan excelente que bien podían competir con los habanos. Descendí del automóvil,
saludé efusivamente a Juanito y le obsequié el cigarro que no había encendido.
Subimos, silenciosos, las escaleras; y una vez en mi despacho, presagiando algún motivo
ingrato, le dije con afecto:
—”Siéntate, Juanito”.
Y al punto agregué:
—”¿A qué debo el placer de tu visita?”.
Juan me miró fijamente con sus ojos de mirada inteligente; y tras breve pausa repitió
con lujo de detalles lo mismo que ya, sucintamente, me había comunicado a través de mi
hermano Rafael Américo.
—”Juanito” –le expliqué–, “yo no he dejado de inscribirme por olvido ni por negligencia, sino
por irrevocable y reflexiva decisión… No me he inscrito, no me inscribo y no me inscribiré”.
Juanito me escuchó visiblemente emocionado. No dijo nada; pero parecía conturbado.
Me estrechó la mano y partió.
No habría avanzado más de seis u ocho pasos cuando percibí la reversión de sus pisadas.
Me dirigí a la puerta que daba al pasillo de salida para recibirle nuevamente. Pero él se adelantó.
Me tendió la mano, apretó mi diestra; y con patético aspecto que jamás olvidaré, exclamó:
—”¡Por un hombre como usted daría yo hasta la última gota de mi sangre!”.
Nunca he sabido si Don Juan, hombre de mente memoriosa, habrá olvidado ese patético
momento que mi corazón por siempre ha conservado. ¡Ha pasado ya tanto tiempo! Y bien
sabido es que tempus edax rerum…

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La Reelección
Presidía yo la compañía de seguros contra accidentes del trabajo, San Rafael, cuando
una mañana de las postrimerías del año 1933 o ya en los albores del siguiente año, el Vice-
presidente de la misma empresa –Miguel Garrigosa hijo– ingresó en mi despacho, se detu-
vo un instante, como si solicitara superflua anuencia; y desplegando significativa sonrisa,
expresiva de algo inexpresado, avanzó hacia mí, se apoyó en el escritorio que nos separaba
y me entregó un pliego que en su diestra sustentaba.
—“¿Qué es esto, Miguel?”.
—”Léelo”, me respondió.
Lo leí. Era una petición instando al Presidente de la República, General Rafael Leonidas
Trujillo, a aceptar su reelección como mandatario ejecutivo del gobierno nacional.
El destinatario había asumido ante la opinión pública el compromiso moral, formalmente
expresado, de no continuarse en el poder. No era ésa, desde luego, una profesión sincera. Sólo
una táctica de apaciguamiento temporal. La empeñada palabra de los políticos despojados,
como él, de éticos escrúpulos y elevadas convicciones, son como brizna ingrávida que el viento
de las ambiciones egoístas se la lleva. Nunca faltan, llegado el caso, sofísticas argucias para
justificar el desvío de la retractación. Se alegará, por ejemplo, que ceder a los reclamos de la
voz popular, al demandar esa voz el sacrificio representado por la continuación en el poder,
es patriótico deber y no codiciosa revocación del contraído compromiso abnegatorio.
Hipócritamente recatado detrás de bambalinas el déspota se había dado a promover el
movimiento popular que había de reclamar de él la sumisión al sacrificio de su continuismo
en la función de gobernar el país durante un nuevo período administrativo.
A ese fin tendía el documento que mi viejo amigo y compañero de labores, Miguel Ga-
rrigosa hijo, había puesto en mis manos. Cual si hubiese venido a mí en consulta, le dije:
—”¿Qué quieres que te aconseje? Si firmar es tu disposición, firma”.
—”No es mi firma la que se busca, Quiqui’; es la tuya”.
—”¿La mía, Miguel?” Y al punto agregué inquisitivamente:
—”¿Quién trajo ese documento?”.
—”Hipólito Dubreil y Manuel Alfaro Reyes. Ambos están en mi despacho”.
—”¿Se espera, Miguel, que yo abjure mis principios firmando semejante petición? Yo
jamás he derogado las normas de conducta que regulan mi vida de hombre y ciudadano.
En consecuencia, nunca he abogado ni jamás abogaré en favor del continuismo1 de ningún
mandatario ejecutivo, por excelente que haya sido su gestión gubernativa; y como yo no
rescindo mis principios, no puedo firmar semejante petición”.
Yo dudaba que Miguel, Dubreil y Alfaro Reyes hubiesen esperado de mí postura dife-
rente. Me infundió esta duda la enigmática sonrisa de Miguel y me la fortaleció el hecho
de que siendo amigos míos, en vez de establecer contacto directo conmigo, Alfaro Reyes y
Dubreil prefiriesen utilizar la vía indirecta de un intermediario.
Nada se perdía, empero, con realizar la gestión cometida; y siempre hay un aliento de
esperanza, en cambio, en las contingencias aleatorias. ¿Y si vencido por las tentaciones de la
1
Cierto amigo, que leyó esta reminiscencia (ya antes publicada) me arguyó que establecía contradicción con mis
puntos de vista posteriormente expresados. No hay tal contradicción. Hay continuismo cuando, como en los repetidos
casos de Trujillo, los comicios –por falta de auténtica libertad electoral– son una farsa. Cuando la soberanía popular
se manifiesta en absoluta sinceridad y libertad, no hay continuismo. Hay reelección, tal y como la hubo en el caso de
la repostulación del Presidente Balaguer.

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conveniencia o por los hostigamientos del temor –el pavor que abatió la decorosa resistencia
de tantas voluntades– yo derogaba mis principios y accedía a firmar? ¿No hubiera sido ése
un éxito compensatorio de la propuesta gestión?
Antecedentes que desautorizaran esta expectación no faltaban, sin embargo. El déspota
que parecía poderlo todo ya había pretendido, sin lograrlo, que yo agotara un turno en la
tribuna –que insignes oradores prestigiaron– en uno de los homenajes públicos que en los
comienzos de su carrera política de gobernante se le tributó frente al Palacio Municipal de
la Capital de la República; y sin mejor resultado me había ofrecido una Secretaría de Estado
–a través de los oficios de un fraterno amigo mío– cuando me encareció hacerme cargo de
la presidencia de la compañía San Rafael.
Sus seducciones, para obtener mi aceptación, fueron de dimensiones hiperbólicas. Quien
hubiese oído las encendidas laudes proferidas en lisonjero enaltecimiento de mis dotes tri-
bunicias, encarnación de Demóstenes me habría juzgado, y, de Platón, por las excelencias
de mi pluma. El halago sin mensura era uno de los métodos predilectos de Trujillo en la
conquista de los hombres.
Ceñido a la verdad, alegué mi falta de experiencia en esa clase de negocios. Tampoco,
añadí, guardaban ninguna afinidad con mis temperamentales aficiones. Rehuía yo, por otra
parte, toda conexión –directa o indirecta– con su régimen dictatorial. Los servicios extraños
a toda relación política, por su misma naturaleza y por el hecho de mi anterior ligazón con
otros empresarios, dificultaba la razonable validez de las evasivas. Estas, no obstante, se
sucedieron a granel. Hasta que surgió el sensitivo tema de los favores cimentados en la
consideración de la amistad.
En ademán de impresionante dramatismo –táctica comicidad en él y no sincera explosión
emocional– Trujillo evocó los sentimientos de esa honrosa vinculación humana. Llevándose
las manos a la cabeza exclamó:
—”¡Quítame esa carga de encima, Quiquí; es un favor de amigo!”.
¡Favor de amigo! Aún cuando desagrade se puede esquivar, sin ofensa ni sonrojo, la
adhesión política. Pero cuando se invoca la amistad para otros fines y aún cuando esta
supuesta vinculación sólo sea improvisado alarde sin auténticas raíces que lo avalen, no es
una evasión fácilmente comprensible y aceptable.
—”Si ese es el caso”, repliqué, “los auspicios de la voluntad se encargarán de suplir y
superar las deficiencias de la incompetencia”.
Aproveché la ocasión, de todos modos, para sentar prudente salvedad.
—”Debo precisarle que no se podrá contar conmigo” –le dije– “para ninguna manifesta-
ción o actividad que tenga relación, ni aún tangencial o remota, con la política militante”.
El Presidente asintió, risueño. Su cínico escepticismo le impedía creer que hubiese
hombres insensibles a sus seducciones o coacciones. Para él la sumisión a sus designios era
sólo una cuestión de tiempo o de la magnitud del soborno. A pesar de sus éxitos, esa fue su
peor gabela. Las experiencias de la vida enseñan, aunque él no lo aprendió, que no todos
los hombres son iguales.

Preludio de una farsa


En la mañana del 3 de mayo de 1934 hubo una reunión, de tipo y fines políticos, en los
salones de la Gobernación Civil de la Provincia de Santo Domingo (a la cual, debo advertir,

666
ENRIQUE APOLINAR HENRÍQUEZ  |  REMINISCENCIAS Y EVOCACIONES

yo no asistí ni bajo ningún concepto hubiera asistido), cuyo preponderante objetivo era
“intensificar los trabajos” atinentes “al gran mitin reeleccionsta” que debía tener lugar dos
días después.
Según reza la información traslucida por uno de los periódicos locales1 el punto básico
deliberado en esa reunión consistió en resolver, como en efecto fue resuelta, la constitución
de una comisión especial encargada de disponer todos los menesteres relacionados con el
propósito primario de celebrar el próximo 16 del mismo mes de mayo, fecha en la cual ten-
drían lugar los comicios destinados a escoger mediante sufragio los funcionarios electivos
de la nación, la programada congregación pública.
Así se daba por seguro el triunfo, en las elecciones de ese día, de la candidatura presi-
dencial de Rafael Leonidas Trujillo Molina2.
Para darle adecuado cumplimiento a todos los actos programados, se formó una comi-
sión gestora; y para facilitar la eficiencia de las actividades presupuestas, subsidiariamente
se acordó nombrar las siguientes comisiones: de anuncios y propaganda, de adornos, de
iluminación, de música, de hacienda, y, finalmente, de oratoria.
Esta última fue integrada, sin mi intervención y sin mi asentimiento, por los señores
Arturo Logroño, Teódulo Pina Chevalier y Enrique Apolinar Henríquez.
Bajo el régimen omnipotente del dictador Trujillo en todo caso semejante la anuencia
de los designados, aún la de los ausentes, se tenía por asunto descontado. ¿Quién –se pen-
saba y se creía– era tan vesánicamente osado que se hubiese aventurado a desairar con su
denegación al hegemón dominante y vengativo?
Sin embargo…
Sin arrogancia ni provocación yo he sido siempre un sujeto autónomo, dueño y señor
de mis ideas y de mi conducta; y consciente, reflexivamente consciente y responsable de las
unas y de la otra. Ninguna intervención extraña, salvo las de racional persuasión, ha podido
cambiar jamás esa posición de independencia personal. Tampoco, entonces, la cambió la
designación más arriba referida.
Llegó el día del mitin y mis enunciados compañeros de la tribuna continuista, a su
debido tiempo ascendieron al proscenio preparado y a su turno entonaron encendidas
laudes endiosando al hegemón que con tan notoria tramoya electoral prostituyó la ma-
jestad de los comicios escenificando una farsa despojada, como tal, de toda entraña de
autenticidad.
Pero mi voz no resonó en sus oídos con caricia aduladora. Ni, con cínicas mixti-
ficaciones de la verdad, ofendió la recatada verecundia de la conciencia cívica de mis
conciudadanos. Como en otras ocasiones, no comparecí en la tribuna. La posteridad no
podrá, pues, cargarme la debilidad de haber participado en ese mitin con mi presencia ni
tampoco con mi voz.
En circunstancias fuera de su personal control, los hombres que a sí mismos se respe-
tan pueden callar. Lo que no pueden hacer, sin desintegrarse a sí mismos, es promulgar la
mentira disfrazada de verdad o la ignominia revestida de virtud.

1
Listín Diario, Mayo 4, 1934.
2
El triunfo de esa mascarada no estaba sujeto a los azares de ninguna contingencia. El supremo poder de la
dictadura militar no permitía los azares de la controversia electoral. Sólo podía haber y sólo hubo una candidatura.
La candidatura única de Rafael Leonidas Trujillo Molina.

667
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No creo en partidos políticos


Una de las falacias más explosivas, entre todas las falacias políticas, es la que pretende
convertir en una verdad dogmática la mentira envuelta en la aserción de que los partidos
políticos son resortes indispensables para el justo y sincero funcionamiento de las institu-
ciones democráticas.
Confabulación sin entraña de elementos burocráticos movidos por el sórdido interés
personalísimo de alcanzar fama y poder las figuras liderales, y el rebaño privilegios
lucrativos o acomodos en el tren gubernativo que les aseguren a sus integrantes la
estabilidad harto dudosa o incierta de su modo de vida, los partidos políticos han
sido siempre, aquí y en todas partes, los peores enemigos del auténtico esplendor de
las instituciones democráticas cuya vigencia, empero, todos a una proclaman servir,
defender y preservar.
Las diferencias, aquí o en otras partes, no representan substanciales disimilitudes, sino
más bien gradaciones debidas al nivel cultural de cada comunidad; es decir, a la influencia
que ejerzan y al respeto que merezcan, en cada país, la sensibilidad moral y cívica del pueblo
y las indicaciones de la opinión pública.
Aún cuando las naciones débiles son las más obligadas a manejar los negocios públicos
con elevación de miras, aptitud constructiva y honestidad funcional capaces de imponer
admiración y respeto por la deslumbrante ejemplarización de sus propias virtudes, dos
factores –uno interno y otro externo– les entorpecen su emparejamiento con las naciones
más cultas y civilizadas; el factor interno de las luchas y los antagonismos egoístas que
enemistan a las banderías políticas de un lado y del otro las intrigas de las grandes poten-
cias expansivas que aprovechan y fomentan estos antagonismos y aquellas luchas como
medios, los más efectivos, de propiciar sus designios codiciosos de hegemonía política y de
explotación económica.
Siendo una de las débiles naciones que más ha sufrido el azote de las predichas intrigas,
ahora estamos palpando que a las viejas injerencias disolventes del orgullo y retardatarias
de los progresos nacionales se les ha sumado –a fin de poder maniobrar a su talante con
mayor desenfado– una nueva intromisión imperialista que viene a empecer aún más ese
progreso, si no, tal vez, con la reserva a largo plazo de aniquilar la misma integridad de la
nación, los dominicanos estamos más que nunca obligados a escuchar y atender los llamados
y los consejos de la sensatez que nos mandan olvidar rencillas y ambiciones para dedicar
todas nuestras constructivas energías al común esfuerzo, cohesionados como hermanos, de
reestructurar la vida pública en términos que por la fuerza de sus magníficas realizaciones
merezcan la admiración de cuantos nos contemplan desde fuera y les impongan paralizante
respeto a las influencias extrañas que desde el nacimiento de la república se empeñaron en
entorpecernos y prostituirnos.
En el camino de nuestra regeneración me parece que sólo hay un escollo por vencer; y
esa rémora no la forman los hombres, quienes, paradógicamente, como persona no anhe-
lan ni persiguen otra cosa que el engrandecimiento de la patria dominicana. Ese escollo lo
levantan los partidos políticos que al absorber a los hombres los deforman hasta el extremo
de que, convertidos en instrumentos sin voluntad ni pensamiento independientes, los llevan
a negarse a sí mismos con la contradicción de su conducta.
¡A negarse a sí mismo! El peor de los aniquilamientos. ¡Peor, mucho peor aún que el
natural aniquilamiento de la vida que es la muerte!

668
ENRIQUE APOLINAR HENRÍQUEZ  |  REMINISCENCIAS Y EVOCACIONES

Yo sólo puedo creer y sólo creo, por tanto, en los hombres; en los hombres, individual-
mente. Jamás en los hacinamientos que forman los partidos políticos.
Bien puedo creer o no creer en Juan Bosch como hombre de nobles intenciones y alto
pensamiento político; bien puedo creer o no creer en Viriato Alberto Fiallo; bien puedo creer
o no creer en Tavárez Justo; bien puedo creer o no en Horacio Julio Ornes; bien puedo creer
o no creer en Moreno Martínez o en Read Vittini; y finalmente, bien puedo creer o no creer
en los demás conciudadanos que ostentan la comprometida investidura de jefes de partido.
Pero no creo, no puedo creer en las agrupaciones políticas que respaldan o afectan respaldar
a esos ilustres compatriotas; porque es sobre la reputación de esos núcleos sectarios que a
mi juicio está recayendo –a sabiendas de los mismos o ignorándolo tal vez– la tremenda
responsabilidad histórica que entrañaría el imperdonable fracaso a que parecen hallarse
expuestas las recién conquistadas libertades cívicas, o, cuando menos, la práctica eficiente
y eficaz de las instituciones democráticas en nuestro país.
La fatídica conclusión –mi condusión fatídica– cae, como fruta madura, por su propio
peso: mientras existan los partidos políticos no habrá moralidad política.
No obstante los ligeros matices diferenciales de la apariencia externa que exhiben a la
simple vista los refinamientos de la cultura y de la civilización, no la habrá. Ni aquí, ni en
ninguna otra parte, como no la hubo, tampoco en el pasado, según lo enseñan las indica-
ciones de la historia política de la humanidad.
La semejanza de vicios y defectos alegada de tal modo se comprueba, de manera
elocuentísima, evocando episodios acaecidos en un país tan avanzado como la hermana
mayor a quien habitualmente hemos tomado de modelo en muchos aspectos de nuestra
organización estatal.
A raíz de su exaltación a la magistratura ejecutiva del Estado, en 1889, Benjamín Harri-
son se lamentó en presencia de Theodore Roosevelt de haber encontrado, al tomar posesión
de sus funciones, que los manipuladores del partido republicano, su partido, “se lo habían
cogido todo para ellos”. Él no pudo –declaró– ni siquiera “designar su propio gabinete”;
porque esos políticos profesionales que a su talante manejaban y controlaban la maquinaria
de la mencionada agrupación política, “habían vendido todos los puestos para pagar los
gastos de las elecciones”1.
Las incoherentes relaciones del Presidente Harrison con las subterráneas realidades políticas
han sido expuestas, en una impresionante anécdota, por un reputado ensayista americano.
“La Providencia” –exclamó Harrison después del triunfo– “nos ha dado la victoria”.
Exasperado ante la candorosa ingenuidad del Presidente, Mart Quay (mágico manipu-
lador de la contienda electoral) explotó:
“¡Qué hombre! ¡Él debiera saber” –agregó– “cuán cerca de las puertas de la penitenciaría”
se vieron algunos hombres “para hacerlo Presidente!“2.
Han pasado tres cuartos de siglo desde entonces. Mas en todos los partidos y en todas
las épocas se cuecen habas. Eran tiempos de paz los del Presidente Harrison. Pero, a la in-
versa, eran tiempos de guerra –de la primera guerra mundial– cuando el partido rival de
su partido –el Partido Demócrata– dejó ver cuán abismática es la hondura a que es capaz
de descender la cuestionada moralidad de los partidos políticos.

1
Richard Hofstadter, The American Political Tradition (Vantage Press), 172.
2
Ibid.

669
COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

—”Las especulativas acciones de Edward Pauly, del General Graham y de otros hombres
que ocupan cómodas posiciones en la administración” –comentó el 17 de enero de 1948
Jack Kofoed en su columna del Miami Herald– “indican que en Washington suceden cosas
extrañas”.
—”S. S. Pittman me recordó un incidente” –prosiguió diciendo Kofoed,– “que aparece
relatado en el libro de Arthur Train intitulado Mi Día en la Corte”. Mr. Train, autor y abogado,
solicitó una plaza como oficial durante la Primera Guerra Mundial. En respuesta a su solicitud,
él “recibió un telegrama del Departamento de Marina que expresaba: “Diga por telégrafo,
inmediatamente, por quién votó usted para Presidente en las últimas elecciones”.
Según rezan los términos del relato debido al columnista Kofoed, Train replicó que ese
era un asunto puramente personal y que él no veía cómo podría afectar su servicio de oficial
naval. Al no obtener respuesta a esta alegación, se fue a ver en Washington al Almirante
Welles, quien entonces encabezaba al personal de la armada.
—”Usted nunca obtendrá esa posición” –le declaró Welles con absoluta franqueza–; y al
punto le explicó que su “solicitud reposaba en el escritorio del Secretario Daniels, en ese mismo
momento, junto con las de media docena de otros hombres que no habían votado por Wo-
odrow Wilson en las últimas elecciones. “No hay esperanza”, sentenció el Almirante Welles
finalmente.
Negado a darse por vencido y resuelto a ejercer el deber de pelear en la guerra por su
patria1, el autor y abogado Train se apresuró a entrevistarse con Franklin D. Roosevelt, a la
sazón Asistente Secretario de Marina.
—”Welles está en lo cierto”, –admitió Roosevelt, a seguidas explicando–: “El viejo no le
concederá esa posición porque usted no votó debidamente”.
No era ésa, sin embargo, la pura verdad. Wilson no obraba de por sí; probablemente se
usaba su nombre (cual suele usarse el nombre de muchos mandatarios ejecutivos, furtiva-
mente) como instrumento del despotismo ejercido por la maquinaria de su partido.
Mr. Train sacó a relucir entonces el hecho de que cuando otro Asistente Secretario –Herbert
L. Satterlle– ofreció sus servicios, el Secretario Daniels objetó, confundiendo a la nación con
su propia agrupación política:
“Mi partido tiene la responsabilidad de esta guerra. Yo conozco sus antecedentes; pero
no puedo usar sus servicios en ninguna parte”.
Kofoed comentó con melancólica amargura, juzgando por las apariencias, que casi todos
los que llegaban al gobierno lo hacían en busca de “su propio aventajamiento y no para el
bienestar de la nación”.
Por todo lo que la experiencia me ha enseñado, yo puedo creer o no creer en determi-
nados hombres como individuos; pero no puedo, definitivamente no puedo creer en los
partidos políticos.

Reafirmación y defensa
Originalmente publicado en La Información de Santiago de los Caballeros –según en su
reproducción se indica–, en El Porvenir de Puerto Plata he leído un artículo de Don Alonso
Rodríguez Demorizi en el cual su autor me hace objeto de dos imputaciones inexactas. En

1
Pugna pro patria, Cato. Consejos morales a su hijo.

670
ENRIQUE APOLINAR HENRÍQUEZ  |  REMINISCENCIAS Y EVOCACIONES

una de ellas me tilda de “bolo”1 y en la otra de “hábil político” culpable de haber insinuado
“la prolongación de poderes que indujo al Presidente Vázquez “a creer que realmente había
sido elegido por seis años”.
Los que hemos comparecido ante la prensa y la tribuna en pública sustentación de
nuestras ideas, de nuestras tendencias y de nuestros principios, estamos expuestos –lógica
consecuencia de esa actitud– a ser debatidos y juzgados también públicamente. Yo no pre-
tendo ni quiero, por lo mismo, ser una privilegiada excepción. Unicamente aspiro a que mi
conducta pública sea examinada en el más puro espíritu de sinceridad crítica y juzgada con
inequívoca vocación de justicia.
Esa no parece haber sido, empero, la pauta seguida por Don Alonso Rodríguez Demorizi
en el caso que me ha impuesto la necesidad de producir las subsiguientes elucidaciones.
Además de la acumulación de “bolo” y de “hábil político” que me hace, Rodríguez De-
morizi afirma, sin mayor exactitud, que “la ficción de vigencia de la Constitución de 1908
fue ocurrencia del Departamento para actuar en nombre de la Nación Dominicana”.
Hasta el 13 de junio de 1924, cuando fue promulgado un nuevo texto constitucional,
la vigencia de la Constitución de 1908 no era ni podía ser una “ficción”. Era una palmaria
realidad jurídica, según se demostrará más adelante.
El hecho de que el Departamento de Estado de los Estados Unidos de América –asevera-
ción de Rodríguez Demorizi– y el gobierno militar de ocupación que desde 1916 y hasta 1924
detentó por la fuerza de las armas los poderes públicos del Estado Dominicano reconocieran
esa realidad jurídica –aseveración mía–, no podía investir a una potencia extraña de legítima
potestad para “actuar en nombre de la Nación Dominicana”. Ese reconocimiento no podía ad-
quirir ningún otro valor fuera de su propia significación intrínseca: aceptación de una situación
que algunos dominicanos, –con inocente o interesada ofuscación–, han negado y repudiado,
en contraste nada dignificador, sin ponderada sindéresis ni madura reflexión.
La pretensa “ficción” fue uno de los baluartes ideológicos que la resistencia nacionalista
levantó frente al abuso de poder materializado en la dictadura militar que fuerzas navales
de los Estados Unidos de América le impusieron al país. Los nacionalistas de entonces no
podíamos aceptar que el gobierno militar de ocupación, apto sólo por la violencia para
suspender transitoriamente los previstos efectos de la Constitución política del Estado Do-
minicano, pudiera tener capacidad, en derecho, para destruir el régimen constitucional de
la invadida República Dominicana y sus instituciones fundamentales.
No podíamos aceptar semejante transgresión del derecho internacional que ampara y
proteje la personalidad jurídica del Estado Dominicano. Los nacionalistas de entonces sa-
bíamos y profesábamos que ni en el campo de las abstracciones teóricas ni en el campo de
las realidades prácticas es posible concebir la existencia del Estado nacional sin la dotación
de un cuerpo de preceptos determinantes de la forma estructural de su propio régimen y
de los respectivos poderes funcionales de dichos órganos de acción. En otras palabras, sin
una Constitución normativa de la vida política de la nación.
Los nacionalistas de entonces sabíamos, asimismo, que ese indispensable estatuto de
orgánicas previsiones, bien puede estar codificado como lo está en la República Dominicana;
o, como en la Gran Bretaña, en vez de articulado, cimentado en precedentes y en principios
tradicionalmente respetados y acatados. Pero nunca inexistir.

1
Bolos se apodaban los partidarios del caudillo Juan Isidro Jiménez y coludos los del caudillo Horacio Vázquez.

671
COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

Aún cuando temporalmente pudiera ser suspendida la plenitud de su práctica efectividad


por los efectos deprimentes de una acción de fuerza –tal y como acontece bajo el régimen
de todo gobierno de facto y sucedió bajo el régimen militar de ocupación–, la existencia de
un orden constitucional es uno de los requisitos inmanentes a la subsistencia del Estado. Sin
desdecirse o retractar sus profesados principios, los nacionalistas de entonces no podíamos
sustentar esa teoría bajo el régimen de una dictadura foránea y más luego repudiarla bajo
el régimen de un gobierno dominicano.
El 15 de marzo de 1924 tuvo efecto el proceso electoral que sirvió para devolverles a los
dominicanos, condicionalmente, la usurpada potestad de instituir su propio gobierno. Como
consecuencia de la consumación de tal proceso, las circunstancias de la vida nacional habían
cambiado; pero no, a la par, el orden jurídico preestablecido. Ya no se trataba, claro está, de
defender y preservar la perdurabilidad del Estado Dominicano contra los abusivos desafueros
de una intervención extranjera. Ahora se trataba de preservar y defender la perdurabilidad
del orden institucional contra las desaforadas veleidades de los políticos dominicanos.
Cuando el pueblo concurre al debate comicial, todo sufragante necesita saber a ciencia y
conciencia quién es el candidato cuya elección se pretende asegurar mediante el mecanismo
de su voto, para el ejercicio de cuál función tal candidato es postulado y la duración del
período inherente a su función.
La Constitución, bajo cuyo régimen fueron realizadas las elecciones generales del 15 de
marzo de 1924 –la Constitución de 1908– establecía el sistema de elección indirecta (segundo
grado) para la designación a través de los Colegios Electorales de los funcionarios electivos;
y de conformidad con las disposiciones de dicha ley substantiva, que los hacía compromisa-
rios de la decisión popular manifestada en la referida competencia comicial, unos Colegios
favorecieron con su voto al General Horacio Vázquez y otros al Lic. Francisco J. Peynado,
resultando electo el primero de los mencionados candidatos1.
¿Cuál era, cabe preguntar, el período funcional que debía agotar el Presidente electo?,
La Constitución vigente a la sazón –la de 1908– responde, categóricamente, esa cuestión.
Ella fijaba, explícitamente, la duración del período presidencial mediante las disposiciones
del canon que a continuación se transcribe íntegramente:
“Art. 47. El Poder Ejecutivo se ejerce por el Presidente de la República, quien desempe-
ñará estas funciones por SEIS AÑOS y será elegido por el VOTO INDIRECTO y en la forma
que determine la ley”.
Tres meses después de haber sido elegido Presidente el General Horacio Vázquez, en
junio 13 de 1924, la Asamblea Constituyente sancionó un nuevo texto constitucional; y según
se copia más abajo, uno de los cánones de la nueva ley substantiva redujo la duración del
período del comisionado para ejercer las funciones del Poder Ejecutivo:
“Art. 44. El Poder Ejecutivo se ejerce por el Presidente de la República, quien será elegido
cada CUATRO AÑOS por voto directo”.
A la luz de los principios (en toda comunidad civilizada más importantes que la misma
ley escrita), esa reducción no le era aplicable al período, preestablecido, del Presidente Váz-
quez. No le era aplicable, porque ya éste había sido elegido en marzo bajo el imperio de la
anterior Constitución, cuyas disposiciones lo habían investido de legítima autoridad para

1
Como la Constitución vigente –1908– suprimió la función de Vicepresidente, los Colegios Electorales sólo dieron
sus votos a los respectivos candidatos a la Presidencia. Los partidos que se disputaron el poder no postularon, por la
misma razón expuesta, ningún candidato a la Vicepresidencia.

672
ENRIQUE APOLINAR HENRÍQUEZ  |  REMINISCENCIAS Y EVOCACIONES

consumir un período de SEIS AÑOS. Esa reducción era aplicable, únicamente, a quienes en
lo adelante fueran elegidos para ejercer la función ejecutiva.
A la luz de los prealudidos principios de preservación institucional, el período de los
funcionarios electivos no puede ser objeto de extensión o de disminución ni alteradas sus
atribuciones, con efecto inmediato, por una Asamblea Constituyente posterior al mandato
que a través de las urnas ya les había conferido a los funcionarios electos la suprema delibe-
ración del pueblo soberano. El Constituyente no es otra cosa que un simple mandatario de la
soberanía popular –dogma fundamental de la democracia representativa– que lo comisionó;
y, por tanto, el constituyente carece de legítimo poder para enmendar o revocar a su talante
la voluntad manifestada de su mandante.
La misma Constitución de 1924 tradujo al lenguaje de los preceptos legales la preponde-
rancia del principio evocado más arriba. Eso es, precisamente, lo que en términos categóricos
consagra la siguiente comprobación:
“Art. 104. Ninguna reforma que AUMENTE O RESTRINJA las atribuciones de algún
Cuerpo o funcionario público, o LA DURACIÓN de su ejercicio, TENDRÁ EFECTO ANTES
del respectivo período constitucional SIGUIENTE A AQUEL EN EL CUAL SE HA HECHO
LA REFORMA”.
Los que por pasión, ignorancia o egoísmo abogaron en pro de la inmediata efectividad
de la reducción del período presidencial, instituida por el Art. 44 de la Constitución de 1924,
dejaron de tener en cuenta la imperativa exceptuación establecida por el precitado Art. 104
de la misma suprema ley de la nación. Obnubilada la mente por los humos de la estulticia o
de la ambición, inadvirtieron la importancia capital que para la preservación y la estabilidad
del orden institucional tiene el cabal acatamiento del enaltecido principio constitucional.
Impulsados acaso por la falsa creencia de propiciar los apremios de sus aspiraciones
egoístas, los extravíos de la impaciencia irreflexiva les impidió discernir que, inversamente, su
profesión tendía a perjudicar la ansiada oportunidad comicial de satisfacer sus ambiciones.
Los hechos subsiguientes patentizaron, en efecto, el peligro potencial envuelto en la
insensata violación –a más del ineludible precepto constitucional contenido en el Art. 104
de la Constitución de 1924– del principio constitucional cuya suprema virtud ha sido ya
repetidas veces exaltada. Durante la administración del Presidente Vázquez el texto consti-
tucional fue reformado tres veces: una en junio de 1927, otra en enero de 1929 y la última en
junio del mismo año 1929. Si el Constituyente de 1924 podía reducir válidamente el período
funcional del Presidente electo, el Constituyente de 1927 o el Constituyente de 1929 habría
podido también –ejerciendo la misma supuesta facultad– AUMENTAR VÁLIDAMENTE
LA DURACIÓN de ese período.
Le habría bastado estatuir que el Poder Ejecutivo sería ejercido por el Presidente de la
República, quien cumplirá su función durante un período (valga para el caso este hipotético
ejemplo) de DOCE AÑOS, duplicando así el período de SEIS AÑOS que la Constitución
de 1908 le había prefijado al Presidente Vázquez. De ser posible semejante vulneración del
orden constitucional habría podido acontecer, a la inversa; que la eventual preponderancia
de fuerzas políticas antagónicas del Presidente en función –confabuladas para deponerlo
prematuramente– acordaran reducir y redujeran la duración de su mandato en términos
equivalentes a un derrocamiento.

673
COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

En lo que personalmente me concierne, la verdad es que en ningún momento hice yo


ninguna referencia a la duración del período funcional del Presidente Vázquez. Ni siquiera
fui parcialmente responsable de su elección. En la larga carrera de mi vida jamás, hasta 1966,
había contribuido con mi voto (por motivos de insatisfacción) al desarrollo de ningún de-
bate comicial. Mi intervención en el asunto ventilado se limitó a patentizar públicamente el
mandato constitucional que hacía obligatoria la renovación de las Cámaras Legislativas.
Fue el Lic. Manuel A. Peña Batlle quien sacó de mi exhortación la conclusión, en pro-
visiones de la ley substantiva cimentada, a cuyo tenor al Presidente Vázquez le competía
agotar un período continuo de SEIS AÑOS.
Acepto con cívico orgullo, en cambio, la responsabilidad histórica que me cabe por haber
sustentado la tesis –preservadora del orden institucional– expresiva de que en 1926 se hacía
obligatoria la renovación bienal de las Cámaras Legislativas. Esa responsabilidad me cabe
integralmente; y la asumí, a plena conciencia de lo que hacía, no sólo en defensa del orden
institucional –cuidado que debe ser máxima preocupación de todo buen dominicano– sino
también apoyado en mis alegaciones por las literales disposiciones contenidas en los artícu-
los diez y ocho y veinte y uno de la Constitución vigente para el caso –la de 1908–, según a
continuación se comprueba:
“Art. 18. El Senado se compondrá de Senadores elegidos a razón de uno por cada Pro-
vincia y su ejercicio durará un período de seis años, debiendo renovarse por terceras partes
cada dos años”.
“Art. 21. La Cámara de Diputados se compondrá de miembros elegidos cada cuatro años
por el Pueblo de las Provincias en proporción al número de habitantes y en la forma que de-
termine la ley… La Cámara de Diputados se renovará POR MITAD CADA DOS AÑOS”.

Yo no creo, finalmente, que haber sido “bolo” o haber sido “colúo” constituya ningún
estigma para nadie; y en consecuencia de esa personal apreciación no veo que haya, para
mí, ningún interés moral en limpiarme de semejante imputación. Pero sí quiero aprovechar
la coyuntura, que tal acumulación me ofrece, para enfatizar que ni antes ni entonces ni
después he dado justo motivo, con mi conducta pública, a ser catalogado como “hábil
político”.
La habilidad política presupone habitual destreza en el arte de granjear, a fuerza de adap-
tación desaprensiva, poder político o afluencia económica cuando no ambos aventajamientos
a la vez; y yo jamás he buscado y nunca he aceptado esos privilegios del condescendiente
favoritismo de ningún gobierno o gobernante. La verdad está en el opuesto lado. Debido a
la inflexible adhesión que he prodigado a mis ideas y mis principios de absoluta decencia
pública, más de una vez conocí la ingrata experiencia de la cárcel y aún he sufrido arbitrarios
menoscabos de mi propio patrimonio. Despojos ascendentes a millones de pesos. De haber
sido “hábil político”, me habría economizado los ruinosos expolios y abusivas persecuciones
de semejante abuso de poder.
Pude haberlas evitado y por deliberada renuencia no las evité. Durante su gobierno de
la cosa pública el Presidente Vázquez me hizo reiterado ofrecimiento de eminentes posi-
ciones oficiales.
La última vez por conducto del Lic. Manuel A. Peña Batlle, a quien el General Vázquez
comisiorió para decirme que en vista de mi indisposición a aceptar las posiciones que me había

674
ENRIQUE APOLINAR HENRÍQUEZ  |  REMINISCENCIAS Y EVOCACIONES

ofrecido, deseaba saber cuál posición me gustaría aceptar, adelantando al mismo tiempo la se-
guridad de que, en caso de no existir ese cargo o función, sería creado en virtud de una ley.
Semejante ofrecimiento, desmesuradamente lisonjero, en lugar de producir los efectos
de un halago me asombró. “Chilo” –contesté–, “dile a Don Horacio que lo único que quiero
y le deseo es que gobierne bien, para provecho del país y gloria de su nombre”.
Hasta el 12 de agosto de 1946, el sucesor del Presidente Vázquez –tras de la interinidad
del Lic. Rafael Estrella Ureña– no fue menos solícito. Mediante los oficios de L. F. Vidal,
de José García, de José Enrique Aybar, de Plinio Pina, de Daniel Henríquez Velázquez, de
Teódulo Pina y en una ocasión directamente, siete veces me ofreció Secretarías de Estado. En
una de esas ocasiones –la quinta– me invitó a Rancho Cayuco; y al recibirme, abrazándome
con efusiva ostentación de singular aprecio, me dijo:
—”Como nunca has aceptado ninguna de las que antes te he ofrecido, te he llamado
para que escojas la Secretaría de Estado que prefieras”.
Mas, como no se trataba de una simple cuestión de personal predilección, en términos
de esmerada urbanidad decliné la distinción que se me hacía.
Es bien de presumir que de haber tenido a su disposición esos elementos de juicio –que
mi personal sentido de delicadeza y de la discreción me cohibía de divulgar públicamente–,
Don Alfonso Rodríguez Demorizi no habría incurrido en el error que ha cometido al achac-
arme la incierta y despectiva condición de “hábil político”.

675
TERCERA SECCIÓN
JUAN BOSCH  |  DAVID, BIOGRAFÍA DE UN REY
JOAQUÍN BALAGUER  |  EL CRISTO DE LA LIBERTAD
JOAQUÍN BALAGUER  |  EL CENTINELA DE LA FRONTERA

INTRODUCCIÓN: Marcio Veloz Maggiolo


introducción
Dos autores y tres biografías
Marcio Veloz Maggiolo

Este volumen contiene tres obras clásicas del quehacer biográfico dominicano: el estudio de
Juan Bosch sobre David, legendario rey de Israel y producto de la unificación de las tribus
bajo el mando de Saúl, quien dio inicio a la cronología histórica del pueblo judío, y las bio-
grafías de Juan Pablo Duarte y Antonio Duvergé, ambas de la pluma de Joaquín Balaguer,
textos fundamentales para conocer la vida de dos adalides de la lucha por la libertad de los
dominicanos. Duarte el ideólogo de la nacionalidad y Duvergé la espada más sobresaliente
de las luchas contra Haití.

Estilos diferentes
Ambos escritores manejan su tema con pluma experta y ágil. Balaguer lo hace con
descripciones concisas y a veces soñadoras, que son, quizás, modelo opuesto al de Bosch,
quien, buscando un realismo analítico, se interna en los más importantes momentos de la
vida judía casi inmediata al año 1025 antes de Cristo para seguir pie con pie la cronología
bíblica de su momento, con la idea de una reconstrucción de la fundación misma de la mo-
narquía y de las acciones de los israelitas en relación con sus pueblos vecinos desde tiempos
muy anteriores a la llegada al poder del rey David. En tal sentido, Juan Bosch se aferra del
pasado inmediato y de los hechos que se supone son anteriores al mandatario judío y a los
espacios históricos que conformaron su llegada al poder.
Las obras conforman estilos diferentes en el proceso de biografiar: las de Balaguer asu-
men las líneas épicas y patrióticas, alentadas por la historia local y sus hechos, en una prosa
que se manifiesta a veces romántica y en ocasiones neoclásica.
La biografía escrita por Bosch es concisa y escudriñadora de puntos claves de la
arcaica historia judía dentro de un entorno que apunta a lo universal y por añadidura
analizadora de las primeras ideas sobre el pueblo que, desde Egipto, cruzara el Mar
Rojo hacia el 1200 ó 1300 antes de Cristo, en busca de una tierra que como Canaán sería
asiento y base de su inicial crecimiento histórico. Pero Canaán no era un territorio virgen.
El faraón Ramsés II ya había atacado con violencia a los cananeos, y debilitado su pode-
río en la zona, y en período posterior, luego del cruce del Mar Rojo y del asentamiento
hebreo, Josué había terminado de ocupar la mayoría del territorio cananeo, y es en esta
época, llamada de “los jueces” cuando comienza a consolidarse la posibilidad y la idea
de un reino unido.
Bosch analiza estas situaciones, hasta situarnos en las luchas contra los pueblos filisteos,
cercanas a la fundación de la unidad. Casi todos los historiadores del pueblo judío coinci-
den en que hacia el año 1140 antes de Cristo, hubo un final empuje cananeo para expulsar
del territorio norte y central del país a los israelitas, siendo rechazados por Barak con las
profecías de Deborah, produciendo la derrota de los anteriores propietarios del territorio,
según se consigna en el libro de los Jueces.

679
COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

Pequeñas historias personales


Las biografías, que se publican por decisión del Banco de Reservas de la República
Dominicana, encabezado por su Administrador, Licenciado Daniel Toribio, y gracias a un
equipo de colaboradores, aparecieron en orden diverso dentro de la Colección Pensamiento
Dominicano que ideara y llevara a cabo, con afán dominicanista, Julio D. Postigo Arias, quien
fuera, igualmente, el sostenedor de la Librería Dominicana, que como parte del quehacer
que la Iglesia Evangélica Central, (con sede capitolina fundada en 1922), llevara a cabo el
propio Postigo, durante largos y fructíferos años. El lugar fue peña importante y sitio de
reunión de intelectuales de todas las edades, entre los que se contaron Bosch y don Max
Henríquez Ureña. En su parte alta, en su “aposento alto”, los jóvenes poetas y escritores de
entonces, nos reunimos muchas veces para escuchar la voz de los mayores. La peña cultural,
innominada, vio pasar por aquella sala a muchos de los que hoy representan dignamente
las letras dominicanas. Vale recordar que la Librería Dominicana fue la primera que utilizó
el sistema de lecturas gratis, es decir, de ceder a los interesados libros para ser leídos en su
segunda planta. Muchas veces pudimos gozar de obras que nos hubiera costado mucho
adquirir. La Colección Pensamiento Dominicano seguía de algún modo el ideal de la librería,
dar a la luz obras de interés, y de publicar escritores de obras a veces desconocidas por
la mayoría de los dominicanos. En la Librería Dominicana conocimos las novelas de Par
Lagerkvist, premio Nobel sueco, autor de una fascinante pieza titulada Barrabás, llevada
luego al cine con la actuación formidable de Anthony Quinn. Pero también allí leímos, o
fueron leídos textos como el Ben Hur, de Lewis Wallace, o El Egipcio, de Mika Waltari, entre
otros. La novela histórica comenzaba a tener entre nosotros un gran interés, y el “aposento
alto” creado por Postigo abrió una importante brecha con sus gentiles permisos para leer
los libros dentro del recinto. En la parte trasera de la Iglesia Evangélica Central funcionaba
la cancha de volibol, muy popular, y centro deportivo en el que muchas veces don Chichí
Mazara entrenaba a las jugadoras que en los años cuarenta formaron la selección nacional
que ganara el premio como la mejor en los juegos de Barranquilla, Colombia.
Como descendiente de madre y abuela evangélicas, pasé los años más tempranos
de mi infancia oyendo sermones, entonando los himnos de la escuela bíblica dominical
y leyendo viejas revistas casi de orden doctrinal como la llamada Manzanas de Oro, la
que encuadernada por decisión de mi abuela, reposa todavía en los anaqueles familiares.
Fue en uno de esos números cuando conocí la imagen de Saúl, y tuve noticias de Ruth,
y de Betsabé, la madre de Salomón. Por tanto los afanes de don Julio no me son ajenos,
y el recuerdo de su familia y de los años cuarenta y cincuenta son soporte de mi pasión
por la literatura de orden bíblico. Por eso cuando me asignaron la introducción a la obra
David, Biografía de un Rey, me sentí complacido y volví a esos sueños tempranos de donde
habían surgido parte de mis relatos bíblicos, publicados algunos, también, en la Colección
Pensamiento Dominicano, como lo fueron las novelas El Buen Ladrón (1960) y Judas, publicadas
en un mismo volumen en 1962.

Balaguer, memoria en la memoria


Del Duvergé, “centinela de la frontera”, uno de los estudios biográficos más completos
sobre este héroe nacional, obra del polígrafo Joaquín Balaguer, tengo también recuerdos
anteriores a toda publicación. Hacia finales de la década de 1950 los estudiantes de la

680
INTRODUCCIÓN  |  DOS AUTORES Y TRES BIOGRAFÍAS  |  Marcio Veloz Maggiolo

Universidad de Santo Domingo fuimos invitados por las autoridades del momento a escuchar,
en el aula magna, una conferencia del entonces profesor Joaquín Balaguer sobre la figura
de Antonio Duvergé, el liberador de la frontera, y uno de los personajes más aguerridos y
firmes en la lucha por la emancipación dominicana durante las guerras defensivas contra
Haití. Me sorprendió la memoria del orador. Un silencio expectante nos invadió a todos. Lo
dicho por Balaguer parecía parte de una novela en la cual el propio conferencista hubiera
participado como personaje.
Durante cuarenta y cinco minutos o una hora, Balaguer prácticamente “dictó” la biografía
del héroe de Cachimán, casi con punto y coma, de modo que escucharlo con los ojos cerrados,
pudo haber sido como ir leyendo un texto ya escrito. Balaguer, de memoria extraordinaria, ter-
minó su cátedra de saber bajo un estruendoso aplauso. Luego, publicada la obra, supe que este
texto había sido pergeñado desde temprana época, y que el mismo por su furor anti-santanista,
sólo vio la luz luego de muerto Trujillo.

Dos modelos biográficos


Ahora parte de las obras biográficas de Balaguer se asoman en este libro que permite
explorar dos tipos de pensamiento: el de Bosch, de tendencia universalista, que se completa
no ya en esta colección con sus estudios y biografías de Eugenio María de Hostos, Simón
Bolívar y un poco en sus apuntes sobre Judas, “el calumniado”, donde su vocación bíblica
parte de los hechos sostenidos por los escribas que llevaron a la luz pública los libros de
profetas y apóstoles, en gran parte base de la cultura judeo-cristiana que ha distinguido a la
llamada “cultura occidental”. Además, en una larga lista de temas históricos que merecerían
un aparte mayor, la obra literaria e histórica de Bosch se interna en la vida de numerosos
dominicanos consignando con precisión datos biográficos de gran interés.
Es justo consignar aquí que con Judas Iscariote, el Calumniado, el profesor Juan Bosch
inicia, se diría que aisladamente, el tema de los Evangelios en nuestra historia literaria ya en
1955, recuperado luego por Ramón Emilio Reyes, con su novela El Testimonio, de 1961, por
quien escribe este texto, con El Buen Ladrón, en 1960, y con Magdalena, de Carlos Esteban
Deive, poco tiempo después. Muy acertado sería recoger los relatos, estudios y novelas
citadas, con un estudio sobre la época en la que fueron parte de una transformación lite-
raria orientada hacia una temática universal, por varios autores dominicanos. En buena
parte de la prensa nacional, existen artículos y críticas que completarían un volumen de
este tipo.

Balaguer es la pasión
Vale señalar, que el afán por la biografía, es igualmente en Balaguer, un deseo de bús-
queda del pasado desde una óptica, interpretativa, y dedicada al hallazgo de novedosas
visiones sobre los biografiados, donde florece la pasión y el escritor muestra sus preferencias,
como acontece no sólo en El Cristo de la Libertad, sino en El Centinela de la Frontera, biografía
austera de Antonio Duvergé.
Balaguer, aparentemente calmo en sus repuestas a la vida, era furiosamente apasionado
en sus preferencias históricas y literarias. Las dos biografías podrían tener no sólo el sabor de
la pasión, sin el de la parcialidad que producen las admiraciones. En todo gran admirador
hay una especie de oculto fanatismo.

681
COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

Para dar a Duarte, su principal biografiado, el más alto reconocimiento, Balaguer le


dedica el libro a la insigne Rosa Duarte, no sólo por ser la hermana del ilustre Padre de la
Patria, sino por haber conservado con fervor y conciencia la documentación que es casi la
primordial fuente si se trata de rescatar la memoria de Juan Pablo, hermano y maestro, en
textos salvados del olvido y recogidos como Papeles de Rosa Duarte.
Su pasión casi romántica le hace decir a manera de pensamiento que flotara como una
hoja en el viento de la primera página: “Este no es un libro de análisis. Es una obra de amor, y
si de algo me culpo es de no haber acertado a escribirlo con toda la pasión de que es suscep-
tible la naturaleza humana”. Pero lo cierto es que en El Cristo de la Libertad, si la admiración
hace llegar al biógrafo a puntos de expresión admirativa excelsa, al hacerlo está mostrando
que la pasión también puede tener una serenidad cargada de visiones parciales.
Uno de los rasgos característicos de Balaguer como crítico y biógrafo a la vez, ha sido la
incorporación de los elementos que definen a personajes de nuestra política, nuestra historia
y nuestra literatura, tomando siempre en cuenta los contextos que explican en muchos casos
las acciones del biografiado. En textos como Los Próceres Escritores, el crítico afronta la lite-
ratura de diversos momentos históricos, montado en la visión de lo cotidiano y lo político,
en momentos en los que el escritor era político y el político escritor, dicotomía hoy ya casi
inexistente. El ámbito de cada uno de sus personajes, cuyas acciones parecen parte de una
novela y de una biografía a la vez, es fundamental para el escritor Balaguer. La biografía
mínima, de la cual es un maestro, se desarrolla en toda su obra, como si considerara que la
obra literaria no nace sola, en un espacio impoluto, sino que está condicionada por la vida
cotidiana y por las múltiples historias que conforman los valores de cada día.
Los primeros asomos de orden biográfico que forman parte de su libro Los Próceres
Escritores, están en un estudio de 1927 sobre F. García Godoy que viera la luz de nuevo el
año de 1951. Y en su libro Letras Dominicanas, el autor hace suyo el método de comparar la
obra de los autores que estudia, con el entorno histórico al cual pertenecen, cuando analiza
a escritores como Eugenio Deschamps, Manuel de Jesús Galván, José Joaquín Pérez, César
Nicolás Penson, Arturo Pellerano Castro, Francisco Gregorio Billini y Juan Antonio Alix.


Bosch en el terreno bíblico
Como ya hemos apuntado, David, Biografía de un Rey, de Juan Bosch es, (en relación con
El Cristo de la Libertad y El Centinela de la Frontera, de Balaguer), una especie de búsqueda de
los espacios de libertad y de ruptura de valores que marcaron la política en los años iniciales
del surgimiento del pueblo judío, y que serían luego la base fundamental de lo que es hoy
la huella judeo-cristiana de parte del pensamiento llamado occidental. Si en su biografía de
Duarte, y en la de Duvergé, Balaguer se asoma a los valores humanos de cada personaje, y a
las tragedias personales y las más hondas rupturas emocionales y si mientras en su estudio
sobre Duarte el escritor Balaguer afirma los valores de la nacionalidad y el sacrificio como
las fuentes prístinas para la consolidación de la primera idea de “lo dominicano” y mientras
considera que en la espada de Duvergé y su valentía está son el punto decisivo de la misma,
ambas complemento una de la otra, en su estudio sobre David, Juan Bosch analiza el alma
humana, las desconfianzas y contradicciones que marcaron la vida de Saúl, primer juez, y en
general las tribus que conformaron a Israel, donde las formas de entender la vida iban desde
las apetencias sexuales descarnadas, como las de Saúl, David y los fundadores mitológicos,

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INTRODUCCIÓN  |  DOS AUTORES Y TRES BIOGRAFÍAS  |  Marcio Veloz Maggiolo

hasta la consideración egolátrica de un Yahvé o Jehová que intervenía en las acciones cuando
la simpatía de sus seguidores así lo pedía. Se entiende así la lucha contra los cananeos y los
filisteos, la toma del territorio cananeo como un proceso misionario, y el enfrentamiento
tribal para en la lucha conseguir de ese Yahvé los frutos de la ayuda a quienes considerase
los más allegados a sus intereses.
Bosch nos coloca en el camino de las dicotomías y de las mentiras convencionales mane-
jadas dentro del llamado “libro de los libros”, en verdad un compendio de leyendas que en
muchos casos llegaron al papel, luego de una literatura de la oralidad, por lo que entendemos
las razones de la pasión humana como parte de la pasión monoteísta del llamado “señor
de los ejércitos” con cuya ayuda se establece y se crea el estado-nación bajo el egocéntrico
formato de “pueblo elegido”.
Con incisiva definición de espacios y tiempos el biógrafo va recorriendo los caminos
bíblicos, como buscando verdades ya ocultas para siempre en la soledad de los desiertos
de donde surgen los sombras históricas de los sumerios, la gente de Nínive, los filisteos, las
culturas babilónicas, espacios donde la leyenda crea antes que en los las memorias bíblicas,
héroes similares a Adán, como Gilgamesh, y textos parecidos a los del Pentateuco. Son
tradiciones de larga data que se funden en la mitología israelita, la cual asume tradiciones
viejas ahora conocidas con más precisión. La mezcla de sociedades milenarias, conforma
las creencias, y en algunos casos data por lo menos ocho mil años, producto de culturas en
pugna y del intercambio de dioses en guerras anteriores a David, que se suponen comienzan
casi cuatro mil años antes de la era cristiana, cuando el período neolítico había alcanzado
gran plenitud en Asia Menor.
Tradiciones e ideologías conformadas al través de un período bélico anterior a la apari-
ción de Samuel y el gobierno de los jueces, de los cuales, fue Saúl el elegido en un momento
para gobernar con miras a la unidad tribal. Esta guerra que se supone permanente durante
casi mil años y surgida desde la misma huida del pueblo israelita hacia la zona del Mar Rojo
para llegar a una tierra prometida, cataliza la sociedad tribal hasta llevarla a lo que fuera
el estado-nación. Las tribus buscaban una tierra que según el texto bíblico “manaba leche
y miel”. Milagros que son parte de la tradición como el del maná, y la aventura del egipcio
Moisés abriendo en dos el Mar Rojo, son parte fundamental de la filosofía de la permanencia.
Matusalenes y hombre donde el tiempo se había coagulado fundamentan el inicio bíblico,
y generan en los del porvenir la creencia de la principalía israelita. Abraham con la daga en
alto demostrándole a Yahvé su fidelidad con el posible sacrificio de su prole, y la mujer de
Lot convirtiéndose en estatua de sal, son y han sido hasta hoy base mitológica que se funde
en creencias evangélicas incapaces de discutir el prodigio de lo fundacional.
Vale mucho el análisis que sobre la personalidad de Absalón, hijo nefando del rey David,
que traiciona a su padre de acorde con Saúl, cambia la historia del reino. El hijo derroca
a su progenitor y asume el poder creando la división, lo que permite a Bosch un análisis
sobre el fruto del poder y las pasiones. Cuando trata el retorno de David al trono, se nota
en la pluma del escritor y padre también, cierta ternura por la muerte del hijo traidor, o
del hijo que se ausenta, como si fuera, lo mismo que en el caso de la figura de José, el que
retornado a la casa de Abraham, es recibido como hijo pródigo. En los relatos bíblicos el
perdón familiar, excelencia de la vida tribal y de la tribalidad, conforma la unidad del grupo,
y el perdón es siempre una constante, lo mismo que lo es la venganza contra el enemigo.
Hablamos entonces de cómo el biógrafo, trastocado casi en padre de sus biografiados, asume

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

los sentimientos de sus personajes y se funde, de algún modo, en lo que pudo haber sido
el final pesaroso de David, atenazado, como veremos, por las diferencias morales y por la
muerte de Absalón. Ya entonces comenzaba y se solidificaba el imperio israelita en manos
del creador de los Salmos.

La mano del biógrafo


Valen ahora algunos apuntes sobre los contextos que el biógrafo maneja para lograr la
verosimilitud de su obra. Léase “verosimilitud” no como verdad absoluta, sino como lo que
puede proporcionarnos la veracidad del hecho. No son la misma cosa. El manejo de estas
categorías depende en mucho del dato de primera mano y en último caso de la imaginación
del historiador, porque a fin de cuentas todo biógrafo es también un historiador, y en muchos
casos un inventor de posibilidades imaginarias. No hay género más parecido a la biografía
que la novela. Y en tal sentido, en puntos diversos, Balaguer y Bosch son narradores. Ba-
laguer lo demuestra en su excelente libro de corte realista titulado Los Carpinteros, donde
lo biográfico y lo imaginario juegan un papel complementario, como lo juega en muchos
casos David, Biografía de un Rey, donde el escritor asume momentos de la vida de David,
y reconstruye temperamentos y modelos de vida basándose en secos párrafos de La Biblia
antigua, con la que se ciñe al paso de un tiempo sin calendarios claros.
En el año de 1993, en el texto titulado Balaguer como Biógrafo, inserto en la obra colecti-
va Perfiles de Balaguer, afirmaba que, en el caso de Balaguer, “la mano del biógrafo crece en
función de la penetración temática de la historia dominicana”. Balaguer publica El Cristo
de la Libertad en 1950 y, la obra revelaría ya el anti-santanismo del mismo, mientras que al
publicar en 1962, El Centinela de la Frontera, doce años luego, vuelve a prestar atención suma
a las decisiones de Pedro Santana, efímero Marqués de las Carreras, bajo el análisis de las
aberrantes condiciones en las que fueron fusilados Antonio Duvergé y su hijo Alcides, por
órdenes del tirano Santana, puntos claves para entender la envidia de éste frente al adalid
de éxitos que, según el propio Balaguer, serían suficientes, (según papeles que manejaría en
calidad de revisor Sócrates Nolasco), para considerar a Buá Duvergé como el más destacado
defensor de la independencia dominicana, el más claro líder militar de la República que se
iniciara en el año de 1844.
Se puede decir que Balaguer, en el caso de sus héroes nacionales, mantuvo firmes sus
ideas, y que en el de Santana, prefirió por algún tiempo, hasta 1962, mantenerlas hasta la
posible publicación, evitando tal vez la ira del tirano, o defendiéndose sabiamente de caer
en el grupo de los desafectos, aunque nunca lo fuera.
En El Cristo de la Libertad, Balaguer aboga por la presentación del martirologio de la
familia Duarte, como el punto central de la biografía. Balaguer escoge el ambiente enfer-
mizo y sofocante de la época para enmarcar de manera casi romántica momentos como
el peregrinaje del muchacho de la mano de Pablo Pujol por el mundo desconocido de la
Europa de la primera treintena del siglo XIX, los lacerantes destierros, las pérdidas fami-
liares, el distanciamiento de su mundo urbano para caer, todavía fenómeno inexplicable
para muchos, en las aldeas del Orinoco, convirtiéndose en un seguidor de las ideas cris-
tianas más profundas, hasta aparecer luego dramáticamente, ofreciendo su colaboración
a los restauradores, los que de manera diplomática rechazaron sus ofertas destinándolo a
un extraño exilio político que terminaría llenándolo de desánimo y tristezas, prefiriendo
ir a morir en suelo extranjero.

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INTRODUCCIÓN  |  DOS AUTORES Y TRES BIOGRAFÍAS  |  Marcio Veloz Maggiolo

El exilio bíblico
Exilios y momentos de angustias parecidos a los de Duarte, se expresan con notables análisis
históricos en David, Biografía de un Rey, de Juan Bosch. Para entender el ambiente en el que se
movería su biografía el escritor tendría que penetrar en los viejos esquemas bíblicos, algunos
de los cuales han ido cambiando en la medida en que las investigaciones documentales y
arqueológicas han aportado datos precisos sobre la historia del pueblo de Israel.

Fuentes básicas
La fuente primordial de Bosch es La Biblia, por lo cual el dato arqueológico no aparece
sino en función de fechas que son las vigentes cuando Bosch escribió su obra. Como he
señalado, es a partir del 1025 antes de Cristo cuando se confirman datos y cuando la arqueo-
logía comienza a ser desentrañada y comparada. Muy posiblemente Bosch basó parte de
su biografía en textos como Y la Biblia Tenía Razón, de Werner Keller, obra publicada en los
años 50 del siglo pasado y lo mismo en numerosos trabajos del autor algunos traducidos al
castellano, lo mismo que en Historia de Israel, de Giuseppe Ricciotti, ya editada en castellano
en 1966, traducida para la editorial Miracle por Xavier Zubiri. Ricciotti había producido en
los años cincuenta una importante bibligrafia en italiano, idioma que Bosch conocía, a la vez
que usaba los vericuetos del sendero bíblico, casi de manera lata.
Algunas de estas fuentes eran conocidas por el autor, quien escribiría su obra en el exilio,
y la publicaría en 1963 en la Colección Pensamiento Dominicano. Mi impresión es la de que
antes de entregar su obra a la prensa retocó la misma, y agregaría datos más recientes para
un “aggiornamento”.
Es indudable que el biógrafo Bosch conocía un libro temprano para el tema como lo
fuera Historia del Pueblo de Israel, de Ernest Renán, puesto que el lector asume algunas de
las frases de Bosch como ecos de los argumentos renanianos; asimismo debio conocer Los
Hebreos, de B. K Rittey, publicado por vez primera en castellano por el Fondo de Cultura
Económica de México en el año de 1956. Me parece que algunas de estas fuentes serían
apoyo de Bosch en el aspecto histórico de su obra, escrita muy probablemente en los finales
de la época de los años cincuenta, (recuérdese que en mayo de 1948, se declaró el Estado
moderno de Israel) y que le sirvieron en gran parte para ubicar y criticar como falsos algunos
hechos lógicamente tratados como realidades. Vale señalar que el tema de la historia bíblica,
argumento fundamental para la justificación de la toma del territorio palestino por los judíos,
abrió una larga polémica que incrementó estos estudios, como puede verse en la extensísima
bibliografía de los años 50 hasta el momento actual.
El ciclo de la fundación sigue siendo hoy difícil de establecer aunque se tenga la
certidumbre de que la unión de las tribus que constituyeron el pueblo de Israel se logra bajo
el mandato del Rey Saúl, hecho que posiblemente pudiera ubicarse hacia el 1050 antes de
Cristo. La vieja concepción de la fundación y de las ascendencias contenidas en el Pentateuco,
y la posible realidad de los patriarcas, Abraham, Isaac y Jacob, tienen menos datos de
confirmación. Al escoger a David como figura céntrica de aquellos momentos Bosch entra
realmente en la etapa gubernativa posterior a Saúl, pero sólo para justificar los hechos que
dieron como resultado el poder de David, su enorme popularidad, su hábil manejo de la
política y sus valores intelectuales. Es la etapa histórica con mayores visos de credibilidad
desde el punto de vista cronológico, y época en la que ya aparecen personalidades de las

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

cuales tenemos referencias o evidencias escritas como serían el propio David, con sus Salmos,
y Salomón, con sus Proverbios, y lo mismo, la presencia de todos elementos arqueológicos que
confirman la verdad histórica de estos dos reyes conquistadores, realidades que justifican
su época y el uso de una literatura oral y escrita del que la arqueología reciente ha dado
información de importancia.
Se tienen noticias de los cánticos y el uso de diversos instrumentos ligados a la vida del
reino, y se entiende a David como tañedor y cantor desde su más temprana adolescencia.
Las obras arquitectónicas confirman los hechos que La Biblia relata.
Durante el proceso de unificación de las tribus de Israel, como bien señala Bosch, debió
escogerse un líder, un juez, es decir, un cabeza de tribu. El escogido fue Saúl. La judicatura
de Samuel “no fue tan gloriosa en la moral como en la guerra, y sus pecados llenaron de
ira a las tribus”. Bosch describe como un marco de referencia el mundo moral decadente
que permite la entrada de David en escena. Las grandes diferencias entre Saúl y Samuel,
este último líder espiritual, agitan una situación novedosa que beneficia a David. Bosch se
pregunta si no sería el propio David el que haría correr el rumor de que había sido ungido
por el sacerdote Samuel para gobernar, por encima de otros líderes.
La incisiva y penetrante forma de análisis de Bosch, plantea, y es importante, momentos
en los cuales nacen los mitos alrededor de la figura de David, como lo es el caso de Goliat,
el famoso gigante filisteo. Estábamos aún en épocas de Saúl, cuando el casi niño David era
parte de la leyenda por sus acciones en el campo en su labor de pastoreo. Bosch analiza las
incongruencias cronológicas del hecho, incluyendo las imposibilidades de la desigual lucha.
Tañedor de arpa y antes pastor, la cronología bíblica se resiente, y entra en la etapa de las
suposiciones en las que a veces se mueven los libros que fueron primero parte de la cultura
oral y que pasaron en un momento a la escritura.
Creemos que un punto clave de la biografía es el referente de la sensualidad del rey. Sus
Salmos lo revelan y Bosch narra la falla moral del encuentro con Betsabé, la mujer de Urías,
luego madre de Salomón. Estas páginas corroboran la pericia literaria de Bosch cuando narra
la conquista de la mujer de uno de sus soldados. Urías sería desterrado y Betsabé quedaría
como la preferida del rey, dentro del harén del soberano.
Luego de la traición de su hijo Absalón, quien le derrocaría y enviaría al exilio y tras
retomar el poder y la muerte del hijo, David, el poeta, dice Bosch que “abismado en el re-
cuerdo de Absalón” vivió días de angustia. Abdicó a nombre del hijo de Betsabé, Salomón,
cuya historia es larga y compleja.
Salomón heredaría, según el biógrafo, el temperamento de su padre David, quien vivió
largos años. Heredaría su amor por las artes, por el cántico, por el salmismo, por las sentencias
que lo convirtieron en guía espiritual de su pueblo. Si la leyenda nace con cierto Abraham
del cual no tenemos sino la noticia que viene montada en la tradición oral, la realidad se
colma de vida con la presencia de David y Salomón, reyes que consolidan el perfil ideológico
y cultural del llamado “pueblo elegido”.

686
No. 25

JUAN BOSCH
DAVID
BIOGRAFÍA DE UN REY
La Colección Pensamiento Dominicano, que publica lo mejor de las letras vernáculas, es un
esfuerzo sin precedentes en nuestro país.
Con este volumen llegamos al número 25, y al mirar hacia atrás el largo camino reco-
rrido, no podemos menos que decir como el profeta Samuel, cuando entre Mizpa y Sem,
habiendo cumplido con su deber y teniendo presente la ayuda de Dios, exclamó: Eben-ezer,
hasta aquí nos ayudó Jehová.
El presente volumen es una Biografía del Rey David por el escritor Juan Bosch, Presidente
de la República Dominicana y quien sin duda ocupa lugar señero en las letras americanas.
De manera particular nos complace la publicación de este libro, por ser de un muy sugestivo
tema bíblico, tratado con singular maestría, ya que somos una Institución evangélica.
Nada mejor, pues, que al publicar nuestra Librería el volumen 25 de su Colección, sea no
sólo del tema señalado, sino además, escrito por un intelectual de tan alta jerarquía como
Juan Bosch, sobre quien el pueblo dominicano, en libres sufragios, ha depositado la carga
de los destinos nacionales.
Los Editores

PREFACIO
Es normal que en una vida de excepción se encuentren grandes manchas. La vida es el
resultado de fuerzas en lucha, y no puede causar extrañeza que de tarde en tarde las fuer-
zas peores resulten dominantes. Lo que sorprende al estudioso de la historia de David ben
Isaí, personaje del libro que se halla en manos del lector, no es la intensidad y el tamaño de
sus errores sino el hecho de que en sus tiempos se tuvieran conceptos avanzados acerca del
bien y del mal, a tal extremo que al escribir la historia de David los cronistas se esforzaron
en deformar ciertos actos perjudiciales al buen nombre del rey y trataron de presentarlos de
manera opuesta a como sucedieron o les atribuyeron orígenes justos.
David ben Isaí nació hace tres mil años, alrededor del 1040 A. de C. Es en verdad pas-
moso que ya entonces se tuviera en Israel conciencia histórica, lo cual sólo se explica si se
advierte que el dios de Israel resume la voluntad de ese pueblo, es su expresión trascendente,
el alma misma de la comunidad nacional; y ese dios, Yavé, era eterno; no tenía principio y
no tenía fin, y si Yavé no tenía fin no podía tenerlo Israel, predilecto de Yavé y llamado a
durar tanto como su dios. La historia que iban escribiendo los cronistas de Israel estaba, por
tanto, llamada a ser perdurable; se escribía para un pueblo que jamás perecería, y quizás se
escribía también pensando que era una rendición de cuentas ante Yavé.
Un lector que conozca los hechos de David tal como ellos figuran en la Biblia –única
fuente histórica a que puede acudirse en su caso– preguntaría, con cierta apariencia de ra-
zón, a qué se debe entonces que el asesinato de Urías figure como obra del rey y no de otro,
y tal vez a qué se debe que no se haya hecho esfuerzo alguno para disimular ese crimen.
La explicación es sencilla: el episodio está escrito o dictado por uno de sus protagonistas,
Natán, Profeta de Yavé, a quien sin duda le interesaba figurar en la historia como portavoz
de Yavé. En Paralipómenos (29:29) se lee: “Los hechos del rey David, los primeros y los pos-
treros, están escritos en el libro de Samuel vidente, y en las crónicas de Natán, profeta, y en
las de Gad, vidente”. Además de su participación en la denuncia del asesinato de Urías, que
a él le interesaría dejar claramente establecida, Natán, que fue institutor de Salomón y más
tarde consejero del hijo de David, pudo haber tenido interés en hacer resaltar el crimen de

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

David para beneficiar a su joven señor. Esta es una deducción arriesgada; lo sabemos. Pero
cuando se estudian las dos vidas; la de Salomón y la de su padre David, se advierte que el
hijo pretendió en todo momento aparecer a los ojos de la posteridad como el más grande
de los reyes de Israel, empeño en verdad difícil para quien tuvo un antecesor de la talla de
David.
Durante miles de años la humanidad ha creído lo que Salomón quiso que creyera. Los
que han estudiado ese período de la vida de Israel saben, sin embargo, que Salomón sólo fue
un administrador de la grandeza que acumuló David; en muchos sentidos, más que admi-
nistrador, beneficiario y derrochador. De la estatura de David son muy pocos los hombres
que encontramos en la historia.
Al hacer esta afirmación tenemos que preguntarnos por qué ha sucedido que un per-
sonaje de tanta valía no haya tenido un biógrafo. Escritores especializados en hacer revivir
grandes vidas han acudido a infinidad de figuras históricas que no resisten ni siquiera una
comparación somera con David ben Isaí. Claro que sobre David se ha escrito mucho. Pero
no tenemos una biografía propiamente dicha del gran caudillo de Israel, y si la hay es poco
menos que desconocida.
¿Se ha debido esa ausencia de interés en los grandes biógrafos, especialmente en los de nuestro
tiempo, a razones de discriminación racial? No, porque escritores judíos y no judíos han escrito
vidas de Moisés, de José, de los Macabeos, historias y diversos estudios sobre Israel.
Lo cierto es que para rehacer la vida del rey poeta no había –y no hay– sino una fuente; es
la Biblia, y de ella, los libros de Ruth, Primero y Segundo de Samuel, Primero de Reyes, Primero de
Paralipómenos y los Salmos. Y a lo largo de todos esos textos hay tal confusión en el orden de
los acontecimientos, tanta oscuridad y tantas contradicciones, que sin duda muchos de los
escritores que tal vez pensaron descubrir al verdadero David acabaron desanimándose.
No hay que echar en olvido que la circunstancia de que Jesús se hiciera llamar Hijo de
David confirió a David un papel especial en la religión católica primero, y en las disidentes
del catolicismo, después. En los ritos católicos y en la tradición de todas las iglesias pro-
testantes, los cánticos de David figuran como elemento de primer orden. Esto quiere decir
que siglos antes de que la Biblia rebasara sus límites originales de crónica nacional de Israel,
David pasó a ser un personaje de carácter religioso, aunque sin llegar a la santidad; igualó
y en cierto sentido superó a los profetas anteriores a Juan el Bautista. La nueva dimensión
contribuyó a hacerlo más lejano y confuso para los biógrafos.
El estudio de la vida de David se presentaba, pues, bastante complicado, porque a las
oscuridades y contradicciones de los textos en que se relatan sus hechos vino a añadirse esa
cierta atmósfera de figura sagrada, o casi sagrada, de que se le rodeó después. Para entrar en
el verdadero misterio de su vida y hallar la esencia de su ser era necesario, ante todo, ordenar
sus hechos; sólo conociendo sus hechos podría rehacerse su carácter, y sólo conociendo ese
carácter se lograría descubrir el alma del gran rey.
La cronología nos venía dada por la Biblia; pues se asegura en ella (II Samuel, 5:4,5) que
“treinta años tenía David cuando comenzó a reinar, y reinó cuarenta años. Reinó en Hebrón,
sobre Judá, siete años y seis meses, y treinta y tres años en Jerusalén, sobre todo Israel y
Judá”. Las dudas de los historiadores de Israel por la frecuencia con que se atribuye el nú-
mero de cuarenta para los años de gobierno de jueces y reyes cabría en el caso de David si
no estuviera detallado el tiempo de su reinado en forma tan clara: “Reinó en Hebrón, sobre
Judá, siete años y seis meses, y treinta y tres años en Jerusalén, sobre todo Israel y Judá”.

690
JUAN BOSCH  |  DAVID, BIOGRAFÍA DE UN REY

Y como se dice que tenía treinta años cuando inició su vida de rey, hallamos que vivió poco
más de setenta años. Si murió alrededor del 970 A. de C., nació pues, hacia el 1040 A. de C.,
esto es, por los días en que era ungido rey su antecesor, suegro e implacable perseguidor,
el rey Saúl ben Quis.
Aún esta simple aclaración cronológica resulta difícil de establecer leyendo sólo el texto
sagrado porque es el caso que sin decir lo opuesto en forma abierta, al leer el episodio del
combate con el gigante Goliat el lector saca la impresión de que la acción del Terebinto tuvo
lugar muy poco tiempo después de que Saúl fue ungido rey, y procede inconscientemente
a atribuirle a David unos catorce años de edad –y a lo menos, doce– en los días de la unción
de Saúl; así como la descripción de “hombre fuerte y valiente, hombre de guerra y discreto
en el hablar” con que recomienda alguien a David ante Saúl cuando éste decide tener un
músico en su corte, le hace aparecer a los ojos del lector como de más edad, y lo cierto es que
en Israel se podía ser “hombre fuerte y valiente, hombre de guerra y discreto en el hablar”,
a los veintidós, a los veinte y aún a los dieciséis años. La entrañable amistad de Jonatán, el
hijo del rey, por David, sin explicar que Jonatán era por lo menos veinte años mayor que
su cuñado, contribuye a confundir al lector de la Biblia en cuanto a la edad del último, y
esa confusión no se aclarará a pesar de los detalles que ofrece el Libro Segundo de Samuel al
establecer que David tenía treinta años cuando pasó a ser rey de Judá y que gobernó en total
cuarenta, porque al final de la vida del rey, en ocasión de referirse a la doncella que dormía
en su lecho de anciano para darle calor, y al referirse a su muerte, se da la impresión de que
David había vivido largamente, como era frecuente en los viejos patriarcas; y la verdad es
que al morir sólo tenía de setenta a setenta y dos años.
En el caso de sus hechos, segundo punto importante a estudiar, se hacía necesario esta-
blecer cuáles habían sido reales, cuáles falsos y cuáles expuestos en forma distinta a como
se produjeron o atribuidos a razones diferentes a las que los originaron. Aquí se hallaba la
médula misma del trabajo y la esencia, por tanto, del problema a resolver. En la opinión del
autor, determinar con la mayor claridad posible cuáles fueron las acciones de David –las
auténticas, las verdaderas acciones– equivalía a conocer su vida tal como fue, no tal como
nos la han contado. Establecida la cronología en términos generales, los hechos irían dando,
por sí mismos, las diversas etapas de su existencia. Y como es claro que para distinguir cada
etapa se haría imprescindible estudiar las circunstancias que rodeaban al personaje, y como es
también claro que en esas circunstancias jugaban un papel de primera categoría otras figuras
del proceso histórico, a la vez que iban aclarándose los hechos de David debían aclararse
los de aquellos que tuvieron influencia decisiva en su vida, bien porque fueron sus amigos
y aliados o colaboradores y subalternos, bien porque fueron lo contrario. De la clasificación
de las acciones, primero, y de su estudio después, deberían salir pues, no sólo una lógica y
natural ordenación de los acontecimientos en que tomó parte David o que él encabezó, sino
además una delineación también natural, del carácter de cada uno de los que actuaron en
forma destacada en los sucesos en que él figuró.
Había de separar los hechos que se atribuyen a David en tres grandes grupos: los reales,
los falsos y los falsamente interpretados o explicados. Al parecer esta tarea no era fácil, más
he aquí que también resultaba liviana dentro de la concepción general de trabajo. No hay que
olvidar que lo que nosotros presentamos ahora como tres etapas de estudio –la cronología, la
clasificación de los hechos y la delineación del carácter– fueron en realidad tres manifestaciones
distintas de un solo proceso mental, y que por tanto la vida de nuestro personaje fue estudiada

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

aplicando a un mismo tiempo los tres aspectos de lo que podríamos llamar método de inves-
tigación. No habiendo más que una fuente histórica, no era posible ir aclarando puntos con
el auxilio de documentación complementaria; había que ir aclarándolos en la única existente.
¿Cómo? Primero, mediante el estudio de los caracteres de cuantos intervinieron en los hechos;
conociendo cada uno de esos caracteres podríamos establecer en qué momento se les deformaba
para atribuir a David una hazaña que en verdad él no había realizado. Segundo, escudriñando
pacientemente la contradicción en alguna frase suelta que se le escapaba al cronista, ya que a
menudo es una frase suelta lo que da la clave para esclarecer una duda; y por último, determi-
nado, por simple deducción, dónde había un hecho repetido y ya deformado por esa aura de
leyenda que rodea siempre a los héroes.
No hay sobre la tierra nada tan perdurable como la verdad: puede yacer miles de años
en medio de las mentiras mejor urdidas, como una estatua perfecta en medio de las ruinas
que la vegetación ha cubierto. La verdad no se corrompe nunca, y en los relatos que nos
dejaron los cronistas de Israel acerca de David ben Isaí, la verdad se ha conservado incólume
a través de tres mil años. No era tan difícil hallarla. Por entre los resquicios de las mentiras
interesadas, ella fulgía como los luceros en la oscura noche de los trópicos. Así algunos he-
chos atribuidos a David son falsos; figuran en ellos el combate con Goliat de Gath, el gigante
filisteo que ha tenido tan preponderante papel en la historia conocida de nuestro personaje,
y los incidentes con Saúl en las cuevas de Engadí y en las colinas de Jaquila. Otros habían
sido falsamente interpretados o atribuidos a causas que no fueron las que los originaron,
como es el caso del asalto de Queila, como la muerte de Abner y la muerte en Gabaón de
los descendientes de Saúl. Sobre todos ellos hay exposición y argumentación suficientes, a
juicio del autor, en el texto de la biografía.
Una vez establecida la cronología y clasificados los hechos, se daba como un producto
natural la ordenación lógica de los acontecimientos. Gracias a esa ordenación lógica pueden
verse con mayor claridad algunos aspectos de la historia de David; por ejemplo, el de sus
conquistas en las tierras aledañas a Israel. Pero el resultado más importante, el que en verdad
interesaba al autor, era el de la delineación del carácter. Por los hechos de un hombre podemos
conocer fácilmente su alma. El fruto nos denuncia el árbol con mayor propiedad que el aspecto
del tronco o el color y la forma de las hojas. Lo que podríamos llamar el descubrimiento del
carácter era la tercera de las tareas, pero a la vez una consecuencia de las anteriores.
Ahora bien, al llegar a este punto el autor halló que si casi todas las figuras que se mueven
entorno a David resultan objeto de una pasión o de una fuerza dominante –lo cual permite
que su carácter quede al descubierto con relativa facilidad–, en cuanto a David mismo es
casi imposible decir cómo era. La de David era un alma complicada, de numerosas facetas y
por tanto de muchas expresiones. No hay en su vida un interés sobresaliente; hay muchos,
todos manifestándose a la vez o por etapas. Es fácil ver en el libro sagrado el carácter de
Samuel, honesto, íntegro, esclavo de su deber y siervo ferviente de Yavé; el de Saúl, enfermo
de ambición de poder y de manía persecutoria, rey valiente y casi loco; el de Jonatán, en
quien esplenden el amor a la justicia, el valor sin objetivos turbios, el sentido de la amistad;
el de Joab, soldado de mano dura, de espada pronta a derramar la sangre; el de Absalón,
más enamorado del poder que Saúl y de corazón más fiero que Joab; y el de Nabal, el de
Abigaíl, el de Ajitofel, el de Natán, el de Semeí. Pero no es fácil ver el de David. Si David va
a figurar en la historia como un gran jefe de pueblo, no es gracias a su carácter. Por fortuna
para él, le salvarán su extraordinaria inteligencia y su capacidad para actuar.

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JUAN BOSCH  |  DAVID, BIOGRAFÍA DE UN REY

Unas veces se gana la inmortalidad por el carácter, otras por la bondad, otras por la
inteligencia. En muy contadas ocasiones un personaje histórico reúne dos de esas condicio-
nes, y casi nunca se ven juntos la inteligencia, la bondad y el carácter. David podría ser tan
bondadoso como malo, tan enérgico como blando. Lo que nunca dejó de ser fue inteligente,
con una mente despierta y relampagueante.
La única manera de conocer a David tal como debió ser es adentrándose por todos
los caminos de su alma, que fueron muchos y que a menudo conducían a los puntos más
inesperados. Al retornar de ellos, la impresión que sacamos es la de que hemos conocido
a muchos hombres en el cuerpo de un solo. La suma de todos esos David da una figura de
valor excepcional, un perfil nada confuso; un auténtico grande hombre que si fue capaz de
ordenar la muerte de un servidor para arrebatarle su mujer, era también capaz de abatir a
un ejército enemigo, de llorar sobre el cadáver de un hijo y de escribir un poema de inefa-
ble ternura. Sabe trazar grandes planes y cuidar los detalles; es rey y se conserva humilde;
gobierna y no oprime a su pueblo; es sensual y organiza el Estado; es guerrero y no ama la
violencia.
No es que el autor haya querido ver así a David, sino que así era él, según se desprende
de sus actos. Vivió hace tres mil años y nos parece un hombre de hoy, prueba concluyente de
que nada evoluciona con mayor lentitud que la naturaleza humana. Para conocer la intimidad
de esa naturaleza, ningún ejemplo más adecuado que el que nos ofrece David ben Isaí. Su
vida es un espejo bien pulido en el que se refleja la humanidad, y sin duda lo que más nos
atrae en esa vida es que en ella se dieron todos los aspectos del drama de la Historia, como
si él hubiera sido un escenario al cual se asomaron uno tras otro los personajes más diversos
y en el cual se representaron los episodios más dispares.
Ahí lo tiene el lector. Vea él y juzgue.
J. B.
Roma,
26 de septiembre de 1956.

Capítulo I
Una batalla en que Israel perdió treinta mil hombres, que se libró el último día de la vida
y la judicatura de Elí, entregó al pueblo elegido en manos de los filisteos. La importancia
de esa acción de armas es obvia, y ocurre, sin embargo, que se ignora la fecha y el punto
exacto en que tuvo lugar.
Lagunas como ésta, unas en asuntos secundarios, otras en problemas de primera magni-
tud, y confusiones en el orden de los acontecimientos, son frecuentes en los textos sagrados
y abundan en el relato de la vida de David ben Isaí, que de pastor de ovejas pasó a capitán
y yerno del rey Saúl, de ahí a fugitivo, a jefe de banda, a aliado y vasallo de los filisteos, a
rey de Judá y de Israel, a conquistador de Jerusalén y vencedor de pueblos, y por último a
personaje de tan gran valía histórica que mil años después de haber muerto su nombre sería
usado por Jesús, que iba a hacerse llamar el Hijo de David.
La batalla a que nos referimos debió darse cerca de Silo, lugar donde en los últimos
tiempos se había mantenido el Arca de la Alianza y donde residía Elí, puesto que hasta
Silo llegó el mismo día de la derrota un benjaminita que huía del campo de guerra; a ese
benjaminita le tocó dar la noticia de la hecatombe a Elí, cuyos hijos habían muerto en la

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acción. El anciano Elí, de noventa y ocho años, de vida noble aunque de carácter débil, oyó
al fúnebre mensajero decir que el Arca estaba en manos de los filisteos. Elí, que se hallaba
sentado junto a la puerta, cayó de espaldas, con todo y asiento, fulminado por la tremenda
nueva; se desnucó y murió. A partir de ese momento la judicatura caería sobre los hombres
de Samuel, y los pueblos de Israel bajo el gobierno de los filisteos.
Este parece ser el momento en que más bajo se halló el pueblo elegido desde los días en
que Moisés lo acaudilla para sacarlo de Egipto, y vale la pena señalarlo porque debido a uno
de esos fenómenos en que tan rica es la historia, precisamente en él comenzaría a formarse
el sentimiento nacional que iba a producir en David a un jefe extraordinario. La raíz visible
de ese sentimiento nacional se llamó Samuel ben Elcana, pero la savia que la hizo poderosa
venía de muy lejos; era una regla de conducta, una corriente que circulaba por todo el cuerpo
de Israel y galvanizaba a los mejores de sus hombres.
Samuel ben Elcana fue el último juez de Israel, esto es, el último de sus jefes religiosos
que en cierto sentido eran también jefes políticos; y fue a él a quien le tocó llevar al pueblo
de la judicatura a la monarquía, en un tránsito cargado de peligros. Aunque nada impedía
que la judicatura fuera traspasada a un hijo, no era hereditaria; en cambio, la monarquía sí.
Al juez le tocaba no sólo ser el intermediario entre el pueblo y Yavé, sino además impartir
justicia. El monarca, en cambio, tendría que hacer justicia y dejar en mano del sumo sacerdote
la intermediación ante Yavé. Pero además, el rey debía ser caudillo militar, y en ese sentido
tendría sobre la población una potestad que nunca habían tenido los jueces.
La corta experiencia de Israel en cambios como el que iba a darse bajo el cuidado de Samuel
no era halagadora. Israel se había asomado a la monarquía en tiempos de Gedeón, a quien se
quiso proclamar rey, y de su hijo Amibelec, que fue proclamado como tal después de haber dado
muerte a setenta de sus hermanos, a quienes el padre había designado herederos en conjunto
de la dignidad real. Amibelec murió en un asalto a Thebes, en lucha con los partidarios de sus
hermanos muertos, y con él se disiparon las posibilidades de un reinado en Israel.
Entre la muerte de Amibelec y la aparición de Elí debe haber alrededor de un siglo.
En materia cronológica, tratándose de esos tiempos en Israel, hay que hablar así, diciendo
“alrededor de” o “más o menos”. El terreno comienza a ser algo más firme en los tiempos
de la unción de Saúl como rey, que son también los del nacimiento de David ben Isaí. Por
ejemplo, no sabemos cuántos años transcurrieron entre el momento en que Elí fue exaltado
a la judicatura y aquel en que Samuel renunció a ella al establecerse la monarquía con Saúl
como el primero de los reyes. Pero es indudable que lo menos que puede atribuirse a las
judicaturas sumadas de Elí y de Samuel es medio siglo; de donde tendríamos que de la pa-
sajera monarquía de Amibelec a la que estableció Samuel cuando ungió rey a Saúl ben Quis,
hay no menos de ciento cincuenta años. El recuerdo de aquel suceso se había perdido, pues,
en Israel, a pesar de que pocos pueblos llevaban cuentas tan claras de su pasado, como ése
que se consideraba el preferido de Yavé.
Samuel resultó un juez notable por muchos conceptos, y no es una virtud cualquiera,
entre las muchas que tuvo, la de la prudencia. Fue prudente en grado sumo y sin confusio-
nes, pues lo fue sin mengua de la energía, que supo usar cuando hizo falta. Los textos dan
fe de que él no era partidario de la monarquía, pero cuando los ancianos le pidieron un rey
y le adujeron que lo necesitaban para que los encabezara en la lucha contra los filisteos, el
probo juez se plegó a esa demanda y sirvió a la nueva causa con lealtad, sin perder por ello
su independencia de juicio.

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JUAN BOSCH  |  DAVID, BIOGRAFÍA DE UN REY

La unificación política de las tribus de Israel debía hacerse bajo un jefe. Pero un jefe que
además de hacer la guerra contra los filisteos pudiera organizar el Estado y mantener su
integridad en el tiempo transmitiendo a sus herederos la potestad de gobernar. La monarquía
era un paso de avance en la historia de Israel, un paso necesario, que debía darse sin demora.
Venía impuesto por muchas razones, y las principales eran que Israel ocupaba una tierra
conquistada, y por tanto todavía codiciada; que se hallaba, rodeado de enemigos, filisteos,
idumeos ammonitas, amalecitas; y por último, que la monarquía era tradicional entre los
pueblos orientales, de los cuales provenía Israel.
Ahora bien, para implantarla entre los descendientes de Moisés tenía que ser prohijada
por alguien que fuera universalmente respetado en las doce tribus. Samuel, una vez con-
vencido, asumió la responsabilidad de apadrinar la nueva forma de gobierno. Tal vez quiso
la monarquía para sí, pero parece que él fue uno de esos contados grandes conductores de
pueblos que se conocieron a sí mismos, y sabía que él no estaba llamado a acaudillar a Israel
en las batallas.
La judicatura de Samuel se inició en la hora más negra de Israel, cuando el pueblo de
Yavé resultó tan desastrosamente derrotado por los filisteos y el Arca perdida en manos del
enemigo. Es imposible colegir, siquiera, qué edad tenía Samuel entonces. Pero su prestigio
era ya grande y se le tenía por “hombre de Yavé”, esto es, por un señalado de Dios.
El caso es que cualquiera que fuera su edad Samuel, actuó con entereza e inteligencia.
Puesto, por la fuerza de las circunstancias, en la jefatura de su pueblo, lo condujo bien; no se
entregó al filisteo ni se entendió con él; no se refugió en su tarea sacerdotal con exclusión de
sus deberes de otra índole, cosa que por lo demás le impedía la tradición visto que ser juez
de Israel equivalía a ser su defensor; no se alejó de su rebaño, sino que lo unió entorno a la
idea central de que era un pueblo elegido por Yavé y a Yavé se debía. Oyó a los ancianos,
anciano él ya también, y buscó un rey que llevara a los suyos a la victoria; y cuando ese rey,
Saúl, comenzó a dar muestras de no ser aquel que Israel merecía, él, Samuel, sumo sacerdote
todavía, no renegó de la monarquía1.
Fue una gran figura ese Samuel, cuya imagen se ve en el trasfondo de la historia como
la de un padre cargado de bondad y de paciencia, de firmeza y de comprensión, que no
rehuye su deber ni se deja amilanar por los fracasos. Sin Samuel no habría habido David, y
sin David otro hubiera sido el destino de Israel.
Carecemos de datos que nos permitan conocer la situación económica de la tierra prometida
por esos días. En general, carecemos de datos sobre cualquier tiempo en esos años, sí se excep-
túa alguna que otra referencia a malas cosechas, a plagas, a sequías o a guerras. Pero podemos
hacer una breve exposición sobre aspectos de la vida de Israel por la época de Samuel.
En primer lugar, advertimos que el pueblo elegido no estaba unido ni siquiera en el
orden religioso. Debido a muchas causas, la religión yaveísta no había logrado extenderse
a la totalidad de los descendientes de Jacob. Moisés vivió en lucha con ellos para alcanzar
ese objetivo, y jamás lo consiguió. Desde que se pone al frente de Israel en Egipto, hasta que
muere en el umbral de las tierras de Canaán, todas las fuerzas de Moisés están dedicadas a
obtener una fuerte unidad religiosa entre los judíos. Derrama amenazas, castigos, invocacio-
nes, órdenes, súplicas para que su pueblo se atenga sólo a la ley de Yavé, a la adoración de

1
Llamamos a Samuel y a Elí “sumos sacerdotes” para definir de algún modo sus funciones como las figuras
más destacadas del culto. Pero no hubo propiamente sumo sacerdote en Israel en toda la época a que nos referimos
en este libro, sino jefes espirituales.

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

su dios; para que no ofrende ante ídolos, no acepte religiones extranjeras, no adopte dioses
falsos. La muerte sorprende a Moisés cuando su obra, en ese sentido, está sin terminar. El
episodio del becerro de oro es típico de la tragedia de Moisés. El patriarca está en el Sinaí,
esperando las tablas de la Ley, que Yavé labra en la solitaria montaña a fin de que el pueblo
elegido se sirva de ellas como fundamento de su conducta; y cuando Moisés desciende con
las tablas de la Ley bajo los cansados brazos, hombres y mujeres danzan enloquecidos ante
un ídolo, y el hermano del patriarca encabeza la danza.
A la muerte de Elí, esto es, al asumir la judicatura la situación no había cambiado mucho
de fondo, si bien desde los días de Moisés hubo en el pueblo de Israel una minoría selecta
que conservó vivo el fuego sagrado del yaveísmo. La doctrina revolucionaria del Dios único
e impersonal, el culto a Yavé, era depósito de gente escogida. Ese dios abstracto resultaba
demasiado elevado y lejano para la gran masa, formada por pastores y labriegos cuyas
necesidades les llevaban a traficar con pueblos que adoraban ídolos, como eran todos los
que rodeaban a Israel.
Un ejemplo notorio de corrupción religiosa es el que ofrecen los hijos de Elí. Estos hijos de
Elí eran también sacerdotes. Cuando se hacía ofrenda de un animal, la grasa debía quemarse
en el altar y la carne cocerse ante el Señor; sólo después pasaban los sacerdotes y los fieles
a comer la carne ofrendada. Pero los hijos de Elí le quitaban la carne a la gente del pueblo,
empleando la fuerza, “y dormían con las mujeres que velaban a la puerta del tabernáculo
de la congregación” (I Sam., 2:22). Si esto sucedía en el santuario nacional, allí donde estaba
el Arca de la Alianza, ¿qué no había de darse en otros lugares, en las tierras fronterizas con
Moab, que quedaban al este, o en las pobladas por los edomitas al sur, o por los ammonitas
al nordeste? En esos pueblos extranjeros se adoraban ídolos, y los judíos que vivían en sus
vecindades se dejaban influenciar por ellos.
La unidad religiosa no podía existir en Israel dado que ni siquiera se respetaba el ya-
veísmo en el centro religioso nacional. Pero es que no había unidad nacional propiamente
dicha. Los choques entre las tribus no eran raros. En cierta ocasión fue casi exterminada la
de Benjamín.
Sucedió que un levita que iba de Belén a las montañas de Efraím –es decir, de las tierras
de Judá, al sur, a las efraimitas, al norte– llevando a su concubina y a un criado, decidió
pernoctar en Gueba de Benjamín, que era lo que podríamos llamar la capital del territorio
ocupado por la tribu de Benjamín. El levita no quiso hacer noche en Jebú, la ciudad de los
jebuseos que iba a ser, durante el reinado de David, conquistada y transformada en la capital
del reino. Jebú quedaba a medio camino entre Belén de Judá y Gueba de Benjamín, y era un
territorio aislado, que no ocuparon los hijos de Jacob porque los jebuseos había convertido
su ciudad en inexpugnable.
Al llegar a Gueba, el levita y sus acompañantes pidieron techo para dormir esa noche,
pero nadie les abrió las puertas, razón que les llevó a quedarse en la plaza de la ciudad.
Viéndoles allí, un anciano se compadeció de ellos y les invitó a su casa. Según la costumbre
nacional, los viajeros se lavaron los pies y después comieron con su huésped.
Mientras comían y bebían, grupos de benjaminitas “aporrearon fuertemente a la puerta,
diciendo al anciano, dueño de la casa: “Sácanos al hombre que ha entrado en tu casa, para que
le conozcamos”. El dueño de la casa salió a ellos y les dijo: “No, hermanos míos, no hagáis
tal maldad, os lo pido; pues que este hombre ha entrado en mi casa, no cometáis semejante
crimen. Aquí están mi hija, que es virgen, y la concubina de él; yo os las sacaré afuera, para

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JUAN BOSCH  |  DAVID, BIOGRAFÍA DE UN REY

que abuséis de ellas y hagáis de ellas como bien os parezca; pero a este hombre no le hagáis
semejante infamia”. Aquellos hombres no quisieron escucharle; y entonces el levita cogió
a su concubina y la sacó fuera. La conocieron y estuvieron abusando de ella toda la noche,
hasta la mañana, dejándola al romper la aurora” (Jueces, 19: 22 al 26).
La mujer fue tan maltratada que murió en el umbral de la casa, y cuando su concubino
el levita se levantó y abrió la puerta, allí encontró el cadáver de la desdichada. Al llegar
a su hogar en las montañas de Efraím, el hijo de Leví, que se había llevado con sigo a su
muerta, cortó el cadáver en doce pedazos y envió uno a cada tribu con este mensaje: “¿Se
ha visto jamás tal cosa desde que los hijos de Israel subieron de Egipto hasta el presente?
Miradlo bien deliberad y resolved”. Lo que se resolvió fue la guerra a la tribu de Benjamín,
que quedó casi exterminada.
Claro que de esa guerra contra Benjamín había pasado mucho tiempo, tanto que Ben-
jamín se repuso y el primer rey de Israel iba a ser un benjaminita. Pero que los localismos
persistían sobre la unidad general lo prueba la conducta de ese rey, Saúl, el hijo de Quis, que
durante su reinado estimuló la división y trató de apoyarse en ella proclamando a menudo
lo que podríamos llamar el “benjaminismo” como un privilegio sobre el resto de Israel. El
“benjaminismo” trataría de resucitar en los últimos días de David, y la división iba a hacerse
presente más tarde, tras la muerte de Salomón.
Por otra parte, aunque la tierra prometida “manaba leche y miel”, según aseguró Yavé
a Moisés cuando le ordenó llevar hasta Canaán el pueblo de Israel, las condiciones de vida
nunca fueron estables para las tribus que se dedicaban al pastoreo y a la agricultura. Jamás
lo han sido en sociedades rudimentarias, pero debían serlo menos allí donde cada centro
poblado era un pequeño reino bajo el gobierno de un jeque. A menudo esos jeques gue-
rreaban entre sí por el dominio de las aguadas o de los pastos o simplemente por robarse
los ganados. Las sequías determinaban emigraciones en masa y consumían las bestias; las
plagas diezmaban las siembras.
La judicatura que había caído sobre los hombros de Samuel se extendía desde las arenas
del Negueb, por el sur, hasta más allá del Lago de Galilea, en el norte; desde las montañas
que bordeaban la Jordania, por el este, hasta el Mediterráneo, por el oeste. Sin embargo era
tan débil la unidad nacional que la autoridad del juez sólo se hacía sentir en los territorios
de Efraín, Dan, Benjamín y Judá. El pueblo decía “desde Dan hasta Berseba”, para indicar la
totalidad del país, y la verdad es que “desde Dan hasta Berseba” cubría una pequeña parte
del territorio que poblaban los descendientes de Jacob. Con el tiempo se hablaría de Judá
y de Israel como si se tratara de dos países distintos, y en época tan avanzada como en los
días de Jesús, los del sur aludirían a los del norte como a extranjeros.
Por último, estaban las guerras con los vecinos, de los cuales los más persistentes y
agresivos eran los filisteos. Este pueblo procedía del Asia Menor, de donde se cree que pasó
a las islas del Mar Egeo. Era una raza marinera, con organización civil superior a la de Israel
y con una respetable tradición militar. Desde las islas saltó a las costas del Mediterráneo,
entre Egipto e Israel, no se sabe cuándo ni cómo, si en avalancha o lentamente, si como co-
merciantes o soldados al servicio de la expansión egipcia, o por su cuenta.
Los filisteos establecieron ciudades en la orilla occidental del que sería después el terri-
torio de Judá; la de más al norte parece haber sido Gat, o Gath, y la del extremo sur Gaza
o Gaz. Estas ciudades formaban una especie de confederación de principados, cada una
gobernada por un señor o príncipe que, a juzgar por lo que se lee en los textos sagrados, era

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

autónomo hasta cierto límite. El señor de Gath, Aquis, tuvo un papel de decisiva importancia
en la vida de David.
Una vez establecidos en la costa, los filisteos comenzaron a penetrar hacia el oriente
y hacia el norte. A menudo lucharon contra Israel, y puede afirmarse que para el pueblo
elegido los filisteos fueron los enemigos por excelencia. Al fin y al cabo no eran orientales,
como los idumeos, los moabitas, los ammonitas o los amorreos, que procedían del mismo
tronco racial de Israel. Tras infinidad de ataques en que vencía o en que era derrotada, Fi-
listea acabó con el escaso poder militar hebreo en la gran batalla que se libró el último día
de la vida de Elí.
Elí fue a reunirse con sus antepasados, según el decir bíblico. La judicatura cayó sobre los
hombros de Samuel cuando su pueblo sufría la mayor de las derrotas de su historia y cuando el
Arca de la Alianza, el más sagrado vínculo de Israel con Yavé, se hallaba en poder del enemigo.
Israel, pues, había descendido a una sima tétrica. Desde ese precipicio, lentamente con muchos
esfuerzos y gracias a la habilidad y al valor del último de sus jueces, Israel iría levantándose
hasta alcanzar los espléndidos días de Salomón el hijo y el heredero de David.
La historia de esos esfuerzos y de esa ascensión es en gran parte la historia de Samuel
y la de David. Estos dos personajes son una suma histórica. Sin David, la entereza, la fe y
la constancia de Samuel no tendrían justificación; sin la obra de Samuel, David quizás no
habría pasado de ser jefe de banda o señor de algún villorrio, Samuel fue quien asumió la
responsabilidad de convertir a Israel en monarquía, y el molde de la monarquía permitió a
David desenvolver sus grandes dotes de caudillo.
Si David tiene importancia histórica es gracias a que llegó a ser un rey excepcional, el
rey que logró la unidad de Israel, el que organizó a su pueblo en Estado e hizo a ese Estado
poderoso y respetado. Y en que David pudiera ser rey tuvo mucha parte el que echó las
bases de la monarquía, esto es, Samuel ben Elcana, el último de los jueces.
Por tal razón no es posible hacer la historia de David sin detenerse un poco en la vida
de Samuel.

Capítulo II
La historia de Samuel comienza en forma sospechosamente parecida a la de Sansón,
el héroe popular de Israel en la prolongada lucha contra Filistea. Ambos son hijos de
mujeres que habían sido estériles hasta que “Yavé puso sus ojos” en ellas. Los dos niños
fueron consagrados al nazireato, esto es, al servicio de Yavé, en el momento de nacer, y
por tanto sus pequeñas cabezas no podían ser tocadas por instrumentos cortantes, pues
debían crecer con pelo largo. Recuérdese que en el pelo estaba la fuerza de Sansón. San-
són y Samuel alcanzarían la judicatura, si bien por vías distintas. El parecido no llega a
más, pues sus vidas fueron diferentes. Sansón debió su fama a que era forzudo valiente,
de historia nada ejemplar, mientras que Samuel jamás violó la ley de Yavé, ni engañó ni
conoció prostitutas, y su pureza fue tanta que siendo todavía joven mereció la dignidad
de profeta de Dios. “El joven Samuel iba creciendo en la presencia de Yavé”, dice el Libro I
Samuel (2:26), “iba creciendo, y se hacía grato, tanto a Yavé como a los hombres” (Id. 2:26).
Una noche Yavé habló a Samuel para profetizar el castigo de la casa de Elí por las mal-
dades de sus hijos. “Yavé estaba con él y no dejó que cayera por tierra cuanto él decía. Todo
Israel, desde Dan hasta Berseba, reconoció que era Samuel un verdadero profeta de Yavé.

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JUAN BOSCH  |  DAVID, BIOGRAFÍA DE UN REY

Yavé siguió apareciéndosele en Silo. Elí estaba ya muy viejo, y los hijos de éste seguían por
el mismo camino, pésimo ante Yavé” (I Sam., 3:19 al 21).
En este punto, cuando “todo Israel, desde Dan hasta Berseba”, sabía que Samuel era “un
verdadero profeta de Yavé”, se produjo la batalla de Afec, en la cual los hebreos perdieron
cuatro mil hombres a manos de los filisteos.
Por lo visto los filisteos avanzaban hacia el nordeste, probablemente hacia las márgenes
del río Jordán o tal vez hacia la ciudad de Silo, donde se hallaban Elí y Samuel al cuidado del
santuario. Israel acampó cerca de Eben Ezer y los filisteos en Afec. La batalla se conoce con el
nombre de este último sitio, y el texto refiere que fueron los filisteos quienes la presentaron,
esto es, quienes atacaron. A causa de la derrota, “el pueblo se recogió en el campamento, y
los ancianos se preguntaron: “¿Por qué nos ha derrotado Yavé hoy ante los filisteos? Vamos
a traer el Arca de la Alianza de Yavé, para que esté entre nosotros y nos salve de la mano de
nuestros enemigos” (I Sam., 4:3). Se llevó el Arca, y fueron con ella los hijos de Elí.
A pesar de la presencia del Arca los hebreos resultaron derrotados. Los textos dicen
que perdieron treinta mil peones, pero esto no puede entenderse como que muriera ese
número de infantes; probablemente en esos treinta mil están contados los que huyeron y
los prisioneros. Entre los cadáveres se hallaban los de los hijos de Elí. Los supervivientes
huyeron en todas direcciones, abandonando el Arca, sagrado depósito de los testimonios
de la alianza que Yavé había acordado con Israel en el desierto. El Arca cayó en manos del
enemigo; perdieron la vida los hijos de Elí, murió éste fulminado por la tremenda noticia, y
Samuel entró entonces a ser el jefe espiritual y el juez de su pueblo.
Siete meses estuvo el Arca de la Alianza en el país de los filisteos; al cabo de ese tiempo
sus captores la pusieron en un carro tirado por dos vacas y acosaron a los animales hacia tierra
hebrea. Había sucedido que diversas plagas azotaron las ciudades filisteas, y los sacerdotes
de sus dioses opinaron que esos males provenían del Arca, por lo cual decidieron deshacerse
de ella y la despacharon con tumores y ratas de oro, uno por cada ciudad filistea atacada
por las enfermedades y las invasiones de ratas. Con esas ofrendas los filisteos creyeron que
compraban la benevolencia de Yavé. El arca retornó, pues, tras siete meses de ausencia. Pero
los invasores que habían entrado en Israel no se fueron tan pronto.
A fin de preparar a su pueblo para la lucha que debía emprender, Samuel trató de restau-
rar la antigua fe yaveísta. Se le oía predicar sin descanso que sólo volviendo a Yavé recupe-
raría Israel su condición de pueblo libre. “Si de todo corazón os convertís a Yavé, quitad de
en medio de vosotros los dioses extraños y las astartés; enderezad vuestro corazón a Yavé y
servidle solo a El, y El os librará de las manos de los filisteos” (I Sam., 7:3,4).
Sermoneaba Samuel diciendo que si Israel había perdido su libertad se había debido al
abandono de la fe yaveísta. Pues era evidente que, como había sucedido siempre, las masas
apreciaban a los dioses antropomorfos de los pueblos vecinos, como Astarté y Baal, dioses
cananeos, más que al dios invisible y omnipresente de Moisés. Al parecer, tras veinte años
de prédica logró Samuel grandes progresos, puesto que “los hijos de Israel quitaron todos
los baales y astartés, y sirvieron sólo a Yavé” (I Sam., 7:4), a raíz de lo cual se produjo la
batalla de Maspha.
Maspha quedaba al norte de Belén de Judá, entre esta ciudad y la de Silo, y probablemente
allí residía Samuel y allí estaba el santuario. Silo había dejado de ser el centro religioso, y
no porque lo impidieron los filisteos, pues a pesar de que dominaban políticamente al país,
los invasores no imponían sus dioses. Por entonces sólo Israel, y más propiamente los jefes

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

de Israel, eran intolerantes en materia de creencias. El sincretismo religioso era general; los
dioses pululaban y se cambiaban de pueblo a pueblo, a veces de una ciudad a otra. Aquellos
que no creían en un dios extranjero por lo menos le temían, como lo demuestra la devolución
del Arca, con ofrendas de oro, de Filistea a Israel.
En cuanto al cambio de Silo por Maspha como santuario hay que tomar en cuenta que
Israel no tenía entonces capital; sólo más tarde, en tiempos de David, se haría de Jerusalén
la cabeza de la nación. Silo debió caer en manos de los filisteos inmediatamente después
de la gran batalla en que murieron los hijos de Elí, y no estando allí el Arca, que había ido
a dar a la ciudad filistea de Azoto, Silo dejaba de tener categoría como centro religioso.
A su retorno, el Arca fue depositada en Quiriat Jearim, que originariamente había sido
ciudad gabaonita, pero los textos son muy claros al afirmar que por lo menos en los días
de la batalla de Maspha –veinte años después de la muerte de Elí– “Samuel juzgaba a los
hijos de Israel en Maspha” (I Sam., 7:7), lo cual quiere decir que Samuel, juez del pueblo,
residía en esa localidad. Más tarde Samuel tuvo su casa en Rama, que debía hallarse cerca
de Maspha.
En Maspha, cuando transcurría el vigésimo año de la judicatura de Samuel, y mientras
éste ofrendaba a Yavé rodeado por todo el pueblo, que había sido convocado para este acto,
irrumpieron inesperadamente los filisteos. Se ignora si se trataba de una nueva invasión.
No es difícil advertir la importancia de la acción o batalla de Maspha, porque después
de ella Samuel adquiere una autoridad singular entre los hebreos, pero el texto es confuso
y tal vez nunca sabemos lo que realmente sucedió en Maspha a menos que los pergaminos
del Mar Muerto amplíen nuestros conocimientos en este punto y en otros de la vida de
Samuel. A consecuencia de la batalla de Maspha los filisteos se retiraron a sus tierras, y hay
una alusión al establecimiento de una paz con los amorritas, lo cual indica que Israel había
estado en guerra con este pueblo.
No podemos acercarnos, siquiera, a la fecha de la batalla de Maspha, a pesar de que marca
el inicio de la recuperación de Israel. Sólo se nos dice que “las ciudades que los filisteos habían
tomado a Israel volvieron a poder de éste, desde Ascalón hasta Gath. Israel arrancó de las ma-
nos de los filisteos su territorio, y hubo también paz entre Israel y los amorreos” (I Sam., 7:14).
Ahora bien, lo que nos dicen los acontecimientos posteriores es que hubo nuevos ataques
victoriosos de Filistea, pues para luchar contra ésta se estableció la monarquía.
Samuel había envejecido ya cuando envió a sus hijos a Berseba, en el extremo sur del
país, para que juzgaran al pueblo en su nombre, y tan escandaloso fue el comportamiento
de esos hijos que “reuniéronse todos los ancianos de Israel y vinieron a Samuel, en Rama,
y le dijeron: “Tú eres ya viejo y tus hijos no siguen tus caminos; danos un rey para que nos
juzgue, como todos los pueblos” (I Sam., 8:4,5).
Hay varios momentos culminantes en la vida de Samuel, el juez extraordinario, el sacer-
dote consagrado a su dios, el conductor de infinita paciencia y de notable inteligencia. De
todos, sin embargo, ése en que oye a los ancianos pedir un rey debe serle el más doloroso.
Pues él ha sido y es el juez de Israel, la mayor autoridad del país, y sin duda tiene que estar
acostumbrado a las prerrogativas que conllevan posiciones de tal naturaleza. Ha unido a
Israel en el culto a Yavé, lo ha conducido a la lucha por la libertad, ha ganado la batalla de
Maspha y ha hecho la paz con los amorritas. Nadie se queja de su conducta. Pero le echan
en cara la de sus hijos, en quienes había delegado su autoridad para una porción del país,
y le piden que designe a otro para que tenga más poder que él.

700
JUAN BOSCH  |  DAVID, BIOGRAFÍA DE UN REY

Puesto que los ancianos le visitan y le ruegan que elija un rey, es que hay en Israel una
corriente de opinión en favor de la monarquía, una corriente que no se ha formado de bue-
nas a primeras, justo en el momento en que se advierte la conducta impropia de los hijos de
Samuel, sino que viene formándose desde hace tiempo. Y los ancianos no le dicen: “Proclá-
mate tú rey”. Le dicen que haga rey a otro. El tiene, pues, la autoridad necesaria para hacer
de un hombre un rey, y bien podría usarla en exaltarse a sí mismo hasta la monarquía.
¿Pensó Samuel hacerlo? Que designara a sus hijos para que juzgaran en Berseba, ¿no induce
a pensar que los preparaba para que le heredaran? Y si había acariciado la idea de proclamarse
rey, ¿cómo recibió la propuesta de los ancianos? “Desagradó a Samuel que le dijeran: “Danos un
rey para que nos juzgue”, afirman los textos (I Sam., 8:6). Sí, le desagradó, pero no osó alzarse
con el poder real, sino que meditó profunda y largamente, esto es, oró ante Yavé.
Después de oír a Yavé, Samuel convocó al pueblo para exponerle por qué no debía Israel
tener un rey. He aquí lo que dijo: “Ved cómo os tratará el rey que reinará sobre vosotros:
Cogerá vuestros hijos y los pondrá sobre sus carros y entre sus aurigas, y los hará correr
delante de su carro. De ellos hará jefes de mil, de ciento y de cincuenta; los hará labrar sus
campos, recolectar sus mieses, fabricar sus armas de guerra y el atelaje de sus carros. Tomará
a vuestras hijas para enfermeras, cocineras, panaderas. Tomará vuestros mejores campos,
viñas y olivares, y se los dará a sus servidores. Diezmará vuestras cosechas y vuestros vinos
para sus eunucos y servidores. Cogerá vuestros siervos y vuestras siervas, vuestros mejores
bueyes y asnos, para emplearlos en sus obras. Diezmará vuestros rebaños y vosotros mismos
seréis esclavos suyos. Entonces clamaréis a Yavé, pero Yavé no responderá puesto que habéis
pedido un rey” (I Sam., 8:10 al 19).
El pueblo respondió que a pesar de cuanto exponía Samuel, quería un rey que le juzgara
y que combatiera a su frente. Samuel resolvió entonces satisfacer la voluntad general. No se
levantó una voz que dijera: “Sé tú nuestro rey y nada de eso nos sucederá”. Pero aún admi-
tiendo que Samuel no esperara esa voz, y que era sincero en su temor al establecimiento de
la monarquía, no hay duda de que el pueblo le mostró su repudio al solicitar el gobierno de
un rey en vez del suyo. A pesar de lo cual, tanta era su autoridad que a él se confiaba para
que escogiera rey entre los hijos de Israel.
Y Samuel escogió a Saúl ben Quis, benjaminita, un hombre alto, fornido, majestuoso. Samuel
le vio por vez primera cuando Saúl recorría la comarca de Rama, acompañado por un amigo, en
busca de algunas asnas de la hacienda paterna que se habían perdido. Este detalle puede dar idea
de la pobreza de Israel por esos días. Saúl, que tenía fama de ser el más alto de todos los hijos
de Jacob –pues se afirma que les llevaba por lo menos la cabeza a los más altos–, impresionó a
Samuel por su prestancia. La tarde que Samuel le conoció, tal vez con el ánimo de estudiarlo
de cerca, le invitó a comer en compañía de treinta personas; por la noche le hizo dormir en la
terraza de su casa, y al día siguiente, a solas con él, derramó sobre su cabeza una redoma de
óleo al tiempo que le decía: “Yavé te unge por príncipe de su heredad. Tú reinarás sobre el
pueblo de Yavé y lo salvarás de la mano de los enemigos que le rodean”. Esta unción privada
no significó, sin embargo, el otorgamiento definitivo de la categoría de rey en favor del hijo
de Quis, ni, por tanto, la renuncia de Samuel a la dignidad de juez.
No se piense que Saúl era un mancebo. Tenía hijos con edad suficiente para acometer
empresas serias, como las múltiples que llevó a cabo Jonatán, el mayor de ellos. Por otra
parte, la familia de Saúl era conocida debido al valor de sus varones, y en los pueblos pas-
tores se ha considerado siempre que el valor se hereda de los padres. Quis era un hombre

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valiente, dicen claramente los textos; por tanto debía serlo también su hijo Saúl. En cuanto
a la descendencia de Saúl, Jonatán dio repetidas muestras de coraje nada común.
Pero Saúl no sólo descollaba entre los demás por su majestuosa figura y como heredero de
la valentía paterna; también era discreto. Cuando retornó a su hogar, después de haber sido
ungido en secreto por Samuel, contestó a las preguntas de sus familiares contándoles lo que le
aconteció en el viaje a Rama, pero callándose lo de la unción. En realidad, resultaba excesiva-
mente discreto, pues lo que acababa de hacer Samuel con él, ungiéndole príncipe de Israel y
prometiéndole el reino por voluntad de Yavé, era un acontecimiento demasiado trascendental
para cualquier hombre, que justificaba explosiones de alegría y movía a ser comunicativo.
Además de que era hombre de edad madura, como para confiar en él, y de que era discreto
y debía ser valiente por la sangre, Saúl probó, a lo largo de su reinado, tener abundante energía.
Esta cualidad era muy necesaria para encabezar al pueblo en la lucha contra los filisteos.
De manera que en muchos sentidos Samuel no anduvo errado al escoger a Saúl ben Quis
para ungirlo rey en nombre de Yavé. Los aspectos negativos de Saúl no estaban entonces a
la vista, ni podían estarlo puesto que sólo el ejercicio del poder los haría salir a la superficie
de su personalidad. El peor de esos aspectos fue la manía persecutoria, que le llevó a ver en
David un aspirante a la monarquía, lo cual dio origen a crímenes y abusos. Cuando Samuel
le ungió en secreto, Saúl no podía haber dado muestras de esa manía, que todavía no se
había manifestado en él.
Samuel convocó al pueblo en Maspha, donde se hallaba el santuario nacional, y allí dijo
que Yavé había escogido ya un rey para Israel. Con habilidad de político y de sacerdote se
calló el nombre del elegido y fue preparando los ánimos poco a poco. Primero hizo pasar
ante sí a todas las tribus, y fue desechando unas y otras hasta llegar a la de Benjamín. En la
tribu de Benjamín, la más pobre en hombres y en riquezas, se hallaba el rey. Después pidió
que los benjaminitas desfilaran en familias, y entre ellas señaló a la de Hammatri, a la cual
pertenecía Quis. De los hijos de Quis faltaba Saúl, y no es aventurado pensar que su ausencia
fue convenida entre él y Samuel.
Es de estimar que a esa altura el pueblo se hallaría excitado, listo a recibir con aclamacio-
nes al elegido. Saúl fue buscado, y como no se le hallara se interrogó a Yavé, probablemente
por boca de Samuel. Yavé respondió que estaba escondido entre los bagajes. “Corrieron a
sacarle de allí, y cuando estuvo en medio del pueblo sobresalía de entre todos, de los hom-
bros arriba. Samuel dijo al pueblo: “Aquí tenéis al elegido de Yavé. No hay entre todos otro
como él”. Y el pueblo se puso a gritar: “¡Viva el rey! Entonces expuso Samuel al pueblo el
derecho real y lo escribió en un libro, que depositó ante Yavé; y despidió Samuel al pueblo
todo, cada uno a su casa” (I Sam., 10:22 al 26).
Como siempre, los textos sagrados ofrecen con sorprendente vida las escenas que descri-
ben. Ahí vemos al pueblo, desfilando por tribus primero, y a la tribu de Benjamín desfilando
por familias ante el altar de Yavé; a los hombres luego corriendo hacia los bagajes y retornando
con el hermoso Saúl a presencia de Samuel. Era una elección en cierto sentido democrática,
puesto que Samuel escogía en nombre de Yavé y Yavé era la suma de la voluntad nacional.
Bajo el sol de Israel, la multitud había hallado a su caudillo.
Pero Samuel no hizo resignación de su judicatura en ese momento. Ungido rey, Saúl
no pasaba a reinar, función de la que era parte la de juzgar; sino que entonces debía
comenzar a organizar su reinado como caudillo militar y político. No todo el mundo le
aceptaba todavía como monarca. El mismo día de su unción pública, cuando rodeado de

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JUAN BOSCH  |  DAVID, BIOGRAFÍA DE UN REY

hombres armados, se dirigía hacia Gueba de Benjamín, oyó que por el camino hubo gente
que murmuraba preguntando: “¿Este va a salvarnos?” Lo cual es comprensible, porque no
se impone una monarquía de buenas a primeras sin hallar oponentes, ni aún en el caso de
que estuviera consagrada por el prestigio de un Samuel y establecida en nombre de Yavé.
Saúl tardó más de un mes en hacerse cargo del reinado. Fue cuando supo que Nahas, jefe
ammonita –a cuyo hijo arrebatará David el trono muchos años después–, había atacado Jabes
de Galad, ciudad de Israel situada en el lado oriental del Jordán, hacia el norte. Al llegarle la
noticia del sitio de Jabes de Galad, Saúl se hallaba conduciendo sus bueyes, probablemente
arando, a través de sus campos. Cogió los bueyes, los cortó en pedazos y envió las partes a
todo Israel con este mensaje: “Así como estos bueyes serán tratados los bueyes de cuantos
no se pongan en marcha tras Saúl y Samuel”. Obsérvese que usaba el nombre de Samuel, y
de seguro que no sólo para respaldar sus palabras con la autoridad moral del sumo sacer-
dote, sino también porque todavía éste era el juez del pueblo. Nahas fue derrotado en Jabes
de Galad y Saúl se hizo cargo de la monarquía. Entonces resignó Samuel la judicatura. Esto
ocurría, según se estima, hacia el año 1040 A. de C. Por esos días debía estar naciendo en
Belén de Judá el niño David ben Isaí.
Al abandonar el cargo que sirvió durante largo tiempo, Samuel recordó al pueblo su
conducta, diciendo: “Yo soy ya viejo y he encanecido, y mis hijos ahí los tenéis entre vosotros,
como unos de tantos. He estado al frente de vosotros desde mi juventud hasta hoy. Aquí me
tenéis. Dad testimonio de mí ante Yavé y ante su ungido. ¿He quitado a nadie un buey? ¿He
quitado a nadie un asno? ¿He oprimido a nadie? ¿He perjudicado a nadie? ¿He aceptado de
nadie presentes, ni aún un par de sandalias? Dad testimonio contra mí, y yo responderé”
(I Sam., 12:2,3). Y he aquí que el pueblo respondió que él, Samuel ben Elcana, el último de sus
jueces, no los había perjudicado, no los había oprimido, de nadie había aceptado nada.
Pocos hombres podían esperar una respuesta igual. En Israel no podría esperarla Saúl
ni podía esperarla David. El propio Moisés habría oído otra, pues por sus órdenes murieron
muchos hijos de Israel.
Samuel ben Elcana era hombre de noble paciencia, de saludable bondad. Pero también
era prudente. Así se explica que ese día en que hacía dejación de su judicatura, después de
haber rendido ante el pueblo y ante Yavé y el rey cuenta de su conducta, quisiera adelantarse
a los acontecimientos indeseables que podían venir con el reinado, y antes de despedirse
como juez de Israel le recordó al pueblo que él le había buscado rey porque se lo habían
demandado, que si de ello surgían males, sólo de Israel sería la culpa.
Mas he aquí que también hizo promesa de seguir rogando a Yavé por el pueblo. “Yo os
mostraré el camino bueno y derecho”, dijo. Y terminó con esta admonición, en la cual en-
volvía a Israel y a Saúl: “Temed sólo a Yavé, servidle fielmente y con todo vuestro corazón,
pues ya habéis visto los prodigios que ha hecho en medio de vosotros. Pero si preserváis en
el mal, pereceréis vosotros y vuestro rey” (I Sam., 12:24,25).
Con estas palabras terminó su judicatura, la última que tuvo Israel. Más no cesó de servir
a Israel sino cuando le tocó morir, largos años después.

Capítulo III
Al parecer la manía persecutoria de Saúl empezó a manifestarse desde temprano, una
vez proclamado rey, si bien al principio los síntomas eran sólo abuso de autoridad o manera

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

muy drástica de mandar. Es de notar que al iniciarse como rey lo hace amenazando, y por
cierto en forma altamente dramática; es cuando, en vez de despachar mensajeros con la
orden de movilizar a las tribus para socorrer a los sitiados en Jabes de Galad, los envía con
pedazos de sus bueyes y la sombría amenaza de que “así como estos bueyes serán tratados
los bueyes de cuantos no se pongan en marcha tras Saúl y Samuel”.
Maquiavelo escribirá, dos mil quinientos años después de ese día, que los hombres ol-
vidan el asesinato del padre antes que la pérdida del patrimonio. Maquiavelo era un teórico
en el arte de manejar a los hombres, pero Saúl sabía manejarlos: amenazaba con la pérdida
del patrimonio, no con la del padre, y como se verá más tarde, premiaba a sus servidores con
el patrimonio de sus enemigos vencidos. Además, Saúl ben Quis, benjaminita, aprovechaba
las lecciones de la historia; y aquel cuerpo de mujer en pedazos, repartido entre las doce
tribus como una muestra patente del crimen de Benjamín, que encendió la guerra contra la
tribu de su padre y la llevó casi a la extinción, le servía de modelo para iniciar su reinado
como campeón de Israel.
Por otra parte, Saúl mostró ese día su conciencia del poder; pues llevando la guerra
a la Transjordania sobrepasaba los límites de la autoridad que desde hacía tiempo venían
teniendo los jueces; llevaba el peso de su gobierno hasta las fronteras con los ammonitas,
a la vez que unía a las doce tribus de Israel en una guerra justificada. Se iniciaba, en pocas
palabras, con tanto ímpetu y con tantos argumentos favorables, que la forma violenta en que
hacía uso de su poder real quedaba a cubierto de enjuiciamientos desfavorables.
¿Vio claro, sin embargo, Samuel, el fondo de las intenciones, o de las inclinaciones de
Saúl? ¿No fue acaso para evitar suspicacias del anciano sacerdote por lo que Saúl unió su
nombre al de aquél que le había ungido?
Desde el momento mismo en que comienza a actuar como rey, ese Saúl que poco antes
recorría los campos de la escasa tierra benjaminita en pos de unas asnas perdidas, deja la
huella de su fuerte, pero ambiciosa y contradictoria personalidad. Ahora bien, es fácil ad-
vertirlo a distancia, con la ventaja que da el tiempo, en cuyo seno los hechos adquieren un
relieve que permite estudiarlos. Al cabo de los siglos, la atmósfera histórica se torna diáfana
y serena. En el momento en que se producen los sucesos, otra es la visión de los testigos.
Hoy nos es posible relacionar los primeros actos de Saúl con todo el curso de su vida;
ver en ellos lo que iba a ser después, una especie de rey loco, valiente, tenaz y astuto, pero
obsedido por manía persecutoria y ambición de poder, que tuvo frecuentes accesos de an-
gustia y caprichos incomprensibles e imperdonables de parte de hombre tan sensato como
Samuel.
Como es del caso pensar, los textos sagrados sólo dan fe de actos salientes, pero en la vida
diaria las manifestaciones de anormalidad de Saúl deben haber sido abundantes. ¿Podrían
mantenerse tales manifestaciones en secreto para Samuel? ¿No estaría el jefe religioso de
Israel enterado al minuto de cuanto sucedía en la casa de Saúl?
Es muy difícil que no haya sucedido como lo pensamos, y es muy difícil también que
el antiguo juez del pueblo no se haya alarmado, en forma creciente, ante la conducta de su
ungido. Había predisposiciones para esa alarma, entre ellas estas dos: que Samuel había
ejercido de hecho el gobierno de Israel, y tendría que ver en Saúl a un competidor, y en
cierto sentido a un beneficiario de sus antiguas funciones; y que Samuel, debido a su amor
al pueblo y a su condición de jefe religioso tenía que sentirse preocupado por la forma en
que el país iba siendo conducido.

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JUAN BOSCH  |  DAVID, BIOGRAFÍA DE UN REY

Por otra parte, no es discreto olvidar que no todo Israel era partidario de la monarquía,
como lo atestiguan aquellas irónicas preguntas de “¿Este es el que viene a salvarnos?”, y
una más que acabó perteneciendo al refranero popular, la de “¿También Saúl es profeta?”,
proferidas una y otra por gente que no era partidaria de la monarquía o que, siéndolo, no
quería a Saúl de rey. No es ninguna osadía pensar que los desafectos debían llevar de boca en
boca la noticia de los errores de Saúl hasta aquel que, en medida muy apreciable, compartía
con él la preeminencia pública.
No hay acción alguna en la honorable vida de Samuel que autorice a considerarlo ins-
trumento de intrigantes. Todo lo contrario, era paciente y firme. Pero sin duda era enérgico,
con una energía constante, como se ve a lo largo de toda su vida. Esa energía suya es lo que
parece conducirle a la ruptura con Saúl, sin duda provocada por la conducta del rey, pero
sólo expresada cuando el monarca, en forma ostensible, se desborda en el ejercicio del poder
e invade terrenos en que sólo Samuel puede y debe actuar.
Es muy aleccionador el choque entre Samuel y Saúl, dos personalidades tan diferentes,
que por obra del acontecer histórico se hallan colocadas, a un mismo tiempo, a la cabeza de
un pueblo. Hay una hora en esa lucha que parece triunfal para Saúl: Samuel abandona el
campo, empujado por la muerte, y el rey queda dueño y señor de Israel. Más he aquí que
Samuel fue probo, servidor leal de su pueblo, abnegado y paciente siervo de Yavé; y Saúl,
ambicioso, agresivo, duro. Cuando los años pasaron y entraron otras generaciones a juzgar,
¿cuál de los dos quedó victorioso en el alma del pueblo? Samuel. Y sucede que los personajes
que aspiran al poder o lo alcanzan sólo valen cuando salen indemnes del juicio histórico.
Para los hombres de poder, el triunfo no está en alcanzarlo, sino en merecerlo. Saúl no lo
merecía; Samuel sí. Este es el juicio de la historia, tres mil años después de aquella lucha.
El distanciamiento entre el caudillo político-militar de Israel y su caudillo espiritual tiene
varias manifestaciones, varios momentos culminantes; el primero es cuando Saúl, molesto
porque Samuel no llega a tiempo para invocar a Yavé antes de que el rey entre en combate con
los filisteos, toma el lugar del sacerdote y ofrece el holocausto al dios. Este episodio se produce,
de acuerdo con los textos sagrados, dos años después de haber sido Saúl exaltado rey.
El segundo es cuando, habiendo hecho la guerra a los amalecitas, Saúl no la termina con
la muerte de sus enemigos y la destrucción de todos sus animales, según había pedido Yavé
por boca de Samuel. Aquí es cuando Samuel declara a Saúl en pecado ante Yavé y rompe con
él de manera definitiva. No sabemos cuándo ocurre este episodio, pero debemos situarlo,
como es claro, después de 1038 A. de C., pues es hacia ese año cuando Saúl da comienzo a
la guerra contra los filisteos, y no es andar descaminado pensar que sólo después de haber
cesado esa guerra se produjo el ataque a los amalecitas. Aunque atacado de soberbia, y
más tarde de manía persecutoria, Saúl era un caudillo militar que sabía ser prudente si así
convenía a sus fines; no había que esperar de él, por tanto, que estando en guerra con los
filisteos dispersara sus fuerzas atacando también a los amalecitas. Por otra parte, el anciano
Samuel no le hubiera aconsejado en esa coyuntura la expedición contra Amalec. Para llegar
hasta los amalecitas, además, Saúl necesitaba tener su flanco derecho limpio de enemigos,
y en ese flanco estaban los filisteos, de manera que si éstos se hubieran hallado en guerra
contra Israel, Saúl no habría podido llevar sus armas hasta los campos de Amalec. La expe-
dición sobre Amalec, que propuso Samuel a Saúl, debió tener lugar, pues, cuando ya había
paz con Filistea; y si la sublevación de Israel contra el yugo filisteo, en el reinado de Saúl,
comenzó dos años después de haber sido éste exaltado al reinado –es decir, en 1038 A. de C.,

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

en lo cual son explícitos los textos bíblicos–, hay que situar la acción punitiva sobre Amalec
después de ese año.
¿Pero en cuál? ¿En 1037, en 1035, en 1030? No lo sabemos, y es de lamentar, porque
sabiéndolo nos sería fácil establecer con claridad cuándo se produce la ruptura entre el
sacerdote y el rey.
La rebelión contra los filisteos, o la que podríamos llamar con propiedad primera guerra
de Saúl contra los filisteos, comenzó cuando el rey llevaba dos años en el ejercicio del cargo.
Saúl formó, se supone que en secreto, un ejército de tres mil hombres; él se situó con dos
mil en Micham, cerca de Rama, donde vivía Samuel, y dejó en Gueba de Benjamín a su hijo
Jonatán al mando de un millar. Jonatán atacó y tomó Gueba de Benjamín, con lo cual dio
principio a la rebelión. Los filisteos reunieron tres mil carros, seis mil jinetes y un número alto
de hombres a pie, y avanzaron sobre Micham, que Saúl abandonó para situarse en Gálgala,
al sudeste de su antigua posición.
La retirada de Saúl hacia las márgenes del Jordán llevó el espanto a Israel, y la gente
huía buscando donde guarecerse. No sólo huyeron de las aldeas y de las ciudades en toda
la comarca donde iba a librarse la guerra, sino además de los campamentos del propio Saúl.
El rey estaba en espera de Samuel, que en cierto sentido era el jefe espiritual de la rebelión.
Samuel había ordenado que se le esperase durante siete días, tal vez con el propósito de
movilizar el pueblo o de preparar armas, pues al ocupar el país, y probablemente después
del revés de Maspha, los filisteos quisieron asegurar su dominación desarmando a Israel y
a fin de que en Israel no pudiera forjarse ni una lanza ni una espada, prohibieron que los
herreros ejercieran su oficio. Para hacer la guerra los hebreos tuvieron que atenerse sólo a
instrumentos de labranza. “No había en mano del pueblo todo, que estaba con Saúl y Jonatán,
espada ni lanza más que las de Saúl y las de Jonatán”, afirma el Libro I Samuel (13:22).
Al acercarse el final del séptimo día de la espera, Samuel no había aparecido en el cam-
pamento de Gálgala, y la tropa iba desertando en forma creciente. Las deserciones eran en
tal número que cuando, después de la llegada de Samuel, el rey se puso en marcha hacia
Gueba de Benjamín, sólo le acompañaban seiscientos hombres de los dos mil con que había
contado una semana antes. Como es lógico, esa situación preocupaba a Saúl. Así, al llegar
el término del séptimo día, como viera que Samuel no aparecía, decidió él mismo hacer el
holocausto a Yavé, lo cual era, en verdad, una usurpación de funciones, una invasión en el
terreno religioso, que estaba encomendado a Samuel.
Samuel acertó a llegar cuando Saúl daba fin al holocausto; y como sucedía que hacía
su entrada en el campamento dentro del tiempo que él había fijado, esto es, dentro de los
siete días que pidió de espera, el noble anciano se indignó y habló así al rey: “Has obrado
neciamente y has desobedecido el mandato de Yavé, tu Dios. Estaba Yavé para afirmar tu
reino para siempre; pero ahora ya tu reino no persistirá” (I Sam., 13:13,14).
A raíz de este incidente Samuel abandonó Gálgala y Saúl movió su pequeño ejército hacia
Gueba de Benjamín para reunirse con Jonatán. Los filisteos despacharon tres columnas en dis-
tintas direcciones; una de ellas, hacia Gueba de Benjamín. La lucha parecía demasiado desigual,
y no hay constancia de que Saúl se comportara en ella a la altura de su cargo ni con el arrojo
de que dio muestras después. Quien salvó a Israel en esa ocasión fue su hijo Jonatán.
Este Jonatán es una figura de gran interés. Valiente, osado, justo, se le verá más tarde
tratar de calmar las cóleras de su padre e incluso desafiarlas imponiendo por encima de
las manías del rey una conducta humanitaria. Como se hará notar a su tiempo, él amparó

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JUAN BOSCH  |  DAVID, BIOGRAFÍA DE UN REY

a David cuando éste era perseguido por el odio de Saúl, y de su amistad se valdría David
para lograr sus fines. Buen amigo y magnífico guerrero, Jonatán fue también hijo excelente,
y murió junto a su padre en la batalla del Gélboe, luchando contra los filisteos, casi treinta
años después de haber iniciado él mismo la rebelión de Israel con el ataque a la guarnición
enemiga de Gueba de Benjamín.
Jonatán hizo una incursión al campo filisteo y promovió en sus filas la confusión y el
desorden, con lo cual comenzó la derrota filistea y el engrosamiento del ejército de Saúl, al
que retornaron los desertores. En poco tiempo Saúl tenía bajo su mando diez mil hombres
y la guerra se generalizó. Como dicen los textos sagrados, “se extendió la lucha por todos
los montes de Efraím”.
No es posible saber cuánto tiempo duró esa lucha. Pero dado que se libraba en varios
sitios debió ser fluida y prolongada. Hay constancia de que a menudo Israel tomó botín en
los combates, bueyes y ovejas, del cual alimentaba a sus hombres. En medio de la guerra,
Saúl, que ya empezaba a embriagarse de poder y a dictar órdenes absurdas, quiso dar muerte
a Jonatán porque éste había comido un poco de miel de abejas cierto día en que su padre
había prohibido al pueblo comer mientras él no se hubiera vengado de sus enemigos. Jonatán
conservó la vida debido a que el pueblo se rebeló contra la decisión de Saúl, diciendo: “¿Va
a morir Jonatán, el que ha hecho en Israel esta gran liberación? ¡Jamás! Viva Yavé, no caerá
a tierra un solo cabello de su cabeza, pues hoy ha obrado con Dios”. Así salvó el pueblo a
Jonatán y no murió. Saúl desistió de salir en persecución de los filisteos, y éstos llegaron a
su tierra” (I Sam., 14:45,46).
Los filisteos, pues, abandonaron sus conquistas en Israel y “llegaron a su tierra”. Aunque
gracias principalmente a la actividad de Jonatán y no a la de Saúl, los hebreos reconquistaron
su libertad y Saúl afirmó su posición. Los augurios de Samuel no se habían cumplido y sus
reproches no tuvieron mayores consecuencias. La victoria de Israel restaba importancia al
incidente, sobre todo si, como es lógico pensar que ocurrió, el rey Saúl, ocupado en la guerra,
dejó la acción religiosa libre de sus intromisiones.
Las relaciones entre el sacerdote y el rey volvieron a su estado anterior; y esto se deduce
de la orden que en nombre de Yavé transmitió Samuel a Saúl después de haber llegado a su
fin la guerra contra los filisteos. Según dijo Samuel, Yavé ordenaba a Saúl tomar venganza de
Amalec, el pueblo que atacó a Israel cuando éste, bajo la jefatura de Moisés, huía de Egipto
en busca de Canaán. Las palabras de Yavé en boca de Samuel fueron así: “Ve, pues, ahora,
y castiga a Amalec, y da al anatema cuanto es suyo. No perdones; mata a hombres, mujeres
y niños, aún los de pecho; bueyes y ovejas, camellos y asnos” (I Sam., 15:3).
“Dar al anatema” quería decir guerra santa, guerra pedida por Yavé para vengar un
agravio. En el Deuteronomio (13:15 al 17) se especifica en qué consiste esa guerra; hay que
pasar a filo de espada a todo cuanto viva en la ciudad condenada, “y reuniendo todo su
botín en medio de la plaza, quemarás completamente la ciudad con su botín”; además,
“que no se te pegue a las manos nada de cuanto fue dado al anatema”, mandato que habría
de violar Saúl. No hay que olvidar que Yavé era un dios vengativo, y no hay que olvidar
que cuando Moisés conducía a Israel hacia la tierra prometida, tenía por delante a muchos
pueblos idólatras que podían contagiar con sus religiones a Israel, y que sólo metiendo en
la cabeza de Israel un odio cerrado contra esos pueblos, o forzándolo mediante la guerra de
exterminio a no convivir jamás con ellos, podía lograrse el aislamiento y la unidad nacional
hebrea que Moisés pretendía.

707
COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

Los amalecitas son bien conocidos de los lectores del texto sagrado debido a que fueron
ellos quienes atacaron a Israel después que éste aplacó su sed con el agua que Moisés hizo
brotar de una piedra. En aquella ocasión Amalec atacó a Israel en Rafidim, en cuya colina
estuvo Moisés con el cayado en alto todo el tiempo que duró el ataque; y como Israel perdía
terreno cada vez que Moisés, cansado, bajaba el brazo, Arón y Jur se lo sostuvieron en alto
hasta el final de la batalla, que fue favorable a Israel. Una vez lograda la victoria, Moisés
aseguró que Yavé le había prometido borrar a Amalec de la tierra algún día, y por lo visto
le tocaba a Saúl dar cumplimiento a la terrible decisión.
Saúl reunió un ejército de más de doscientos mil hombres, y como para equipar esa tropa
se requerían muchas lanzas, espadas y provisiones –cosas que no debían ser abundantes
al terminar la guerra contra el opresor filisteo–, es de pensar que entre el final de la guerra
de 1038 A. de C., y el ataque a Amalec debió transcurrir algún tiempo. Aquí volvemos al
problema de la cronología, para nosotros de alguna importancia en este caso porque la casi
total destrucción de los amalecitas por Saúl resultaría, con los años favorable a los designios
de David, que pudo guerrear con ellos y vencerlos porque todavía en su época no se habían
repuesto del golpe que les propinó Saúl. Si la guerra santa de Saúl contra Amalec se produjo
en 1035 A. de C., la obra de destrucción que llevó a cabo fue tan consumada que veinticinco
años después Amalec podría ser vencido por menos de seiscientos hombres, que eran los
seguidores de David cuando los venció. El poderío de Amalec debió ser grande, puesto que
Saúl puso en armas doscientos mil hombres para atacarle.
Saúl venció fácilmente, sin embargo, pasó a cuchillo a todo el pueblo, pero dejó vivo a su
rey, llamado Agag, tal vez para mostrarlo en Israel como prueba patente de su victoria y tal
vez porque era el primer rey enemigo que capturaba; además, se llevó consigo los mejores
animales de carne y lana de los vencidos, todo lo cual era una infracción a las leyes de la
guerra santa. Esa infracción originó la ruptura definitiva con Samuel.
La escena del rompimiento es dramática. Samuel le echó en cara a Saúl su impiedad
al burlar la voluntad de Yavé, y el rey, viendo al anciano sacerdote alejarse, le sujetó por
el manto, que se rompió del tirón. Por cierto, que no debía ser de poco uso ese manto, lo
cual concuerda con la austeridad del juez que ni siquiera el obsequio de una sandalia había
aceptado de su pueblo. La cólera de Samuel era incontenible. Pidió a Saúl que mandara en
busca de Agag, el rey amalecita, quien al ver a Samuel sólo atinó a decir: “¡Qué amarga es
la muerte!”. A lo que respondió el sacerdote: “Así como a tantas madres privó tu espada
de hijos, así será entre las mujeres tu madre privada de su hijo”. Y él mismo le dio muerte
(I Sam., 15:32,33).
Esto sucedió en Gálgala, donde se hallaba Saúl. De Gálgala salió Samuel hacia Rama.
Nunca más, en vida, volvería el anciano Samuel a visitar a Saúl. Ya en plena persecución de
David, Saúl iría a Rama y se prosternaría a los pies de Samuel, pero no hay constancia de que
éste le perdonara. Muchos años después, cuando la muerte rondaba a Saúl, hizo el rey que
una adivina llamara al espíritu de Samuel para que le dijera qué le reservaba el porvenir. El
espíritu del antiguo juez se expresó en la lengua severa que había usado en vida. “¿Por qué
has turbado mi reposo, evocándome?”, preguntó. Y cuando Saúl explicó que Yavé no quería
oírle, que los filisteos iban a darle batalla en breve, el alma de Samuel se refirió al episodio
de la ruptura. He aquí cómo habló su espíritu:
“Yavé hace lo que te había predicho por mi boca: arranca el reino de tus manos para
dárselo a otro, a David. Porque no obedeciste a Yavé y no trataste a Amalec según el ardor

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JUAN BOSCH  |  DAVID, BIOGRAFÍA DE UN REY

de su cólera, por eso Yavé hace eso contigo. Entregará a Israel, juntamente contigo, a manos
de los filisteos. Mañana tú y tus hijos estaréis conmigo, y Yavé entregará el campamento de
Israel a los filisteos” (I Sam., 28:17 al 19).
Al día siguiente se dio la batalla de Gélboe, en que cayeron Saúl y Jonatán. Oyó, pues,
antes de su muerte Saúl a Samuel, cosa que no había ocurrido desde la dramática entrevis-
ta de Gálgala, cuando el que le había hecho rey se alejó de su lado, con el manto roto y la
sangre de Agag en el manto.

Capítulo IV
En cierto sentido la vida de un hombre público –y Samuel lo fue– no termina con su
muerte. Muchos de sus actos siguen influyendo en el pueblo después de haber él desapa-
recido. En ocasiones ni siquiera hacen falta los actos; basta con que la gente crea que han
sido realizados. Por ejemplo, tenemos el caso de la unción de David por parte de Samuel.
¿Es cierto que antes de morir el sacerdote ungió a David futuro rey de Israel, o es que David
hizo correr la voz de que así había sucedido confiado en que, ya muerto, Samuel no podría
desmentirle?
Ha llegado el momento de entrar en el relato de la vida de David, y en esa vida va a
tener excepcional importancia la real o supuesta unción que le daría legalidad a su reinado.
En vista del valor que tiene ese hecho, con abstracción de si fue verdadero o falso, debemos
tener presente a Samuel como si siguiera vivo.
David ben Isaí, nacido en Belén de Judá, es el menor de ocho hermanos varones. Se ignora
cuántas hermanas tuvo, pero se sabe que dos de ellas tuvieron hijos que combatieron en las
huestes de David, todos como jefes. No hay constancia de quién era la madre del futuro rey
ni de qué familia procedía. Por fortuna, conocemos sus antecesores paternos hasta llegar
a los abuelos de su padre: son Boz, de Belén de Judá, hombre de bienes en tierras, y una
extranjera, Ruth, nacida en Moab, llamada, por eso, la moabita.
La historia de Ruth, que figura en el libro de su nombre, es una página de inolvidable
ternura. Ruth misma le da ese acento. Pues la moabita fue una mujer tierna, de dulce y fina
alma, una especie de torcaza domesticada que pasa por las páginas de la Biblia, tan cargadas
de escenas ásperas y sangrientas, como un perfume delicado o como la luz de una estrella
sobre un agua tranquila.
Sucedió que en tiempos de los jueces –quizá en los primeros de Elí, tal vez en los de
Sansón o en los de Abdón– el belemita Elimelec salió de Belén de Judá hacia las tierras del
Moab, al oriente del Mar Muerto. Iba acompañado de su mujer Noemí y de sus hijos Ma-
jalón y Queylón, y pensaba fundar casa si hallaba lugares más prósperos en Moab que en
Judá. Los halló, y sus hijos escogieron mujeres entre las moabitas; la de Queylón se llamaba
Orfa y Ruth la de Majalón. Pero sucedió que diez años después de haber entrado en Moab,
Elimelec y sus dos hijos habían muerto. Noemí se halló sola en país extraño y con su soledad
agravada por la circunstancia de que ninguno de sus hijos había tenido descendencia. Para
ella, pues, sus hombres habían muerto más de una vez; no habían dejado simiente en la vida
y sus nombres serían borrados de la puerta de Belén a menos que algún pariente de Elimelec
quisiera dejar un hijo en sus entrañas. ¿Pero podría Noemí volver a ser madre?
Desolada, la mujer resolvió volver a Belén de Judá. Orfa, la viuda de Queylón, decidió
quedarse con sus padres, pero Ruth dijo que se iría con Noemí. Noemí no quería admitirlo.

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

¿Qué iba a hacer ella, pobre como era con Ruth a cuestas? Ruth no oyó razones. La afligida
suegra rogó, invocó a sus muertos, usó sus mejores palabras para convencer a la nuera de
que debía quedarse en Moab. Pero la joven insistió. Amaba a Noemí y no la abandonaría.
“Donde vayas tú, iré yo; donde mores tú, moraré yo; tu pueblo será mi pueblo y tu Dios
será mi Dios; donde mueras tú, allí moriré y seré sepultada yo. Que Yavé me castigue con
dureza si algo, fuera de la muerte, me separa de ti”, dijo Ruth (Ruth, 1: 16.17). “Así se volvió
Noemí con Ruth, la moabita, y vino de la tierra de Moab, llegando de los campos de Moab
a Belén cuando comenzaba la siega de las cebadas” (Ruth, 1:22).
Al salir de Belén, Elimelec había dejado una pequeña tierra que Noemí heredaba. Mien-
tras la pequeña tierra estuviera en sus manos, el nombre del marido muerto perduraría en
la puerta de la ciudad. De acuerdo con el grado de parentesco, los parientes de Elimelec
debían adquirir esa tierra y ejercer el derecho de levirato sobre las mujeres de la familia, en
este caso, sobre Noemí y Ruth. Según la ley del levirato los parientes varones de un marido
muerto podían dar a la viuda hijos que llevaran sangre del desaparecido; ese derecho se
ejercía comenzando por los que tuvieran mayor grado de parentesco con el que fue marido.
Pero como se trataba de un derecho, en el que iba implícito el deber de adquirir los bienes
dejados por el difunto, los parientes varones podían renunciar a practicarlo, lo cual sumía
en vergüenza a la mujer repudiada.
Según su propio decir, Noemí había salido de Belén de Judá hacia el Moab con las manos
llenas, esto es, con su hombre y sus dos hijos, y Yavé la había hecho retornar con las manos
vacías. Probablemente ella era ya estéril. Sólo a través de su nuera Ruth podría salvarse la
sangre de Elimelec y de sus hijos, perpetuándose más allá de la muerte. Ahora bien, ¿cuál
de los parientes de Elimelec llevaría a su lecho a Ruth, una extranjera pobre?; ¿cuál sacaría
a las dos mujeres de su soledad, alumbrando esas vidas con la sonrisa de un niño?
Seguramente el campo que dejó Elimelec era muy pequeño para ser trabajado, y de todas
maneras, las dos mujeres que habían retornado del Moab “con las manos vacías” no podían
esperar para sembrarlo. Habían vuelto “cuando comenzaba la siega de las cebadas”, que no
era época de siembras, y debían arreglárselas para hallar comida. Ruth decidió irse a una
era ajena para recoger las espigas que los segadores fueran dejando tras sí, y halló un campo
que debía ser de dueño acomodado. Espigó allí. Llegó el dueño desde su casa de Belén, vio
a la joven espigando, preguntó quién era ella y le explicaron que la nuera de Noemí, la que
había llegado del Moab. Dijo él a la moabita; “Hija mía, no vayas a otros campos a espigar
ni te apartes de aquí. Únete a mis criadas y vete con ellas al campo donde se siegue. Yo diré
a mis criadas que nadie te toque; y si tienes sed, te vas al hato y bebes de lo que beban mis
criados”. Palabras que conmovieron a Ruth, quien, de rodillas, “rostro en tierra”, expresó
su gratitud de esta manera: “¿De dónde haber hallado gracia a tus ojos y serte conocida yo,
una mujer extraña?” (Ruth, 2:2 al 10).
Podemos ver la escena, iluminada por el sol del medio día. El hombre, entrado en años,
bondadoso y sereno, de pie mientras escucha; la joven mujer de Moab, doblada ante él y
temblando de gratitud al tiempo que habla. Los labradores siegan la cebada y acaso vuelvan
los ojos para ver a su amo y a la extranjera, mientras sobre la tierra se van secando las espi-
gas amontonadas y la brisa mueve las que todavía no han sido tronchadas por la hoz. Este
primer encuentro de la joven viuda moabita y el maduro y acomodado propietario belemita
es una estampa tranquila, naturalmente dulce, y el inicio de una unión que con el andar de
los años tendrá su mejor fruto en David ben Isaí, el futuro rey de Israel.

710
JUAN BOSCH  |  DAVID, BIOGRAFÍA DE UN REY

El propietario se llamaba Boz, e invitó a Ruth a que mojara en su vinagre el pan que
comía; la obsequió además con trigo tostado, y como era hombre bueno debió conmoverse
cuando supo que la moabita guardó parte de ese trigo para llevársela a su suegra. La joven
viuda volvió a Belén cargada de cebada y los criados de Boz recibieron orden de dejarla
espigar hasta que terminara la siega; el amo les dijo más: les dijo que fueran abandonando
en el campo suficientes espigas de las que iban recogiendo a fin de que la extranjera pudiera
llevar abundante grano a la casa de Noemí.
Ahora bien, sucedió que cuando Ruth le contó a su suegra lo ocurrido, Noemí le hizo
saber que ese hombre era Boz, dueño de campos de cebada a quien los vecinos de Belén de
Judá consideraban “hombre poderoso”, esto es con numerosos bienes; que era pariente de
Elimelec, y por tanto de Majalón, el difunto marido de la moabita. Boz estaba, pues, entre
aquellos que tenían derecho de levirato sobre Ruth. Por lo que se refiere en el Libro de
Ruth y por lo que sucedió después, se concluye que Noemí escogió a Boz, entre todos los
parientes, para marido de su nuera. Y resulta que ya ésta había escogido al mismo hombre
en su corazón y Boz la había escogido a ella en el suyo. A pesar de la diferencia de edades
que había entre ambos. Boz era bondadoso y había conmovido a Ruth con su generosidad.
Ella, la viuda pobre y extranjera, lo había dicho mientras hablaba de hinojos, rostro en tierra:
“¿De dónde haber hallado gracia a tus ojos y serte conocida yo, una mujer extraña?” Y él
lo había dicho al ordenar a sus criados que dejaran en el campo más espigas de lo habitual
para que Ruth las recogiera.
La noche en que iba a hacerse en la era de Boz la limpia de la cebada, Ruth, aleccio-
nada por Noemí, llegó allí lavada y ungida. Esperó que pasara la hora de la comida y la
bebida, esperó que Boz se echara a dormir en su hacina y después se echó ella a sus pies.
Cuando Boz despertó a medianoche, sobresaltado al sentir gente en su lecho, y preguntó
quién estaba ahí, he aquí lo que oyó: “Soy Ruth, tu sierva; extiende tu mano sobre tu
sierva, pues tienes sobre ella el derecho del levirato” (Ruth, 3:9). La dulce moabita recitaba
las palabras que le había dictado Noemí. A lo que Boz, conmovido, respondió invocando
para Ruth la bendición de Dios, pues le hacía bien que ella le escogiera a él y no a un joven.
Pero no la tocó. En la familia había otro varón con parentesco más cercano con Majalón, y
Boz quería saber si ese pariente se animaba a prolongar en Ruth la simiente de Elimelec.
No tocó, pues, a la moabita esa noche, y al día siguiente se fue a Belén, tomó asiento en
la puerta de la ciudad y pidió a los ancianos que le sirvieran de testigos, pues pretendía
cerrar un trato.
En la puerta esperó Boz hasta que pasó el pariente de Majalón, que también lo era suyo.
Habló con él; le dijo que Noemí iba a vender el campo de su marido y que a él le tocaba
comprarlo; le aclaró que si lo compraba debía llevarse también a Ruth a fin de darle descen-
dencia al hijo de Elimelec, pues si no había descendencia el nombre de Majalón sería borrado
de la puerta de la ciudad. “Tú tienes derecho sobre nosotros, porque eres el más cercano
a su sangre” dijo Boz, “pero si no ejerces ese derecho, comprar yo, y Ruth pasará a ser mi
mujer”. “Hazlo tú”, le respondió el otro; y en prueba de que había hecho un pacto con Boz
se quitó uno de sus zapatos y se lo pasó a Boz. A seguidas Boz habló para decir, dirigiéndose
a los ancianos: “Testigos sois hoy de que yo compro a Noemí cuanto perteneció a Elimelec,
a Queylón y a Majalón, y que tomo al mismo tiempo por mujer a Ruth, la moabita, mujer de
Majalón, para que no se borre de entre sus hermanos y de la puerta de la ciudad el nombre
del difunto. Testigos sois de ello (Ruth, 4:9.10).

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

Así fue, y de la simiente de Boz en el surco de Ruth nació Obed, y Obed engendró a su
vez un hijo a quien llamó Isaí. Este Isaí, el nieto de Ruth la moabita tuvo varios hijos, ocho
de ellos varones. Y al último de esos varones llamó David, esto es, “el predilecto de Yavé”.
¿Cuándo nació David? Aunque en I Reyes y en I Paralipómenos se alude a su ancianidad
como muy larga –”Era ya viejo el rey David, entrado en años”. “Murió en buena vejez, lleno
de días”– una ordenación lógica de los hechos de su vida arroja setenta años, con diferencia
de uno o dos, pero no mayor. Se sabe que tenía treinta años al ser ungido rey de Judá y que
reinó en total cuarenta años; debió morir poco después de haber entregado el trono a su
hijo Salomón. Debe haber estado al servicio de Saúl cinco años y otros cinco huyendo del
rey, o seis con el rey y cuatro huyendo, y es probable que entrara en la corte de Saúl de unos
veinte años. David debió nacer, pues, por los días en que Saúl fue ungido rey, esto es, hacia
el 1040 A. de C.
Hay no una sino varias lagunas en las primeras actividades guerreras de David. Antes,
sin embargo, de llegar a ellas, algo se nos dice. Sabemos que su padre lo había dedicado al
pastoreo, lo cual era corriente en el país. En ese oficio David se acostumbró a la música, a
tañer algún tipo primitivo de arpa, a llenar la soledad componiendo elegías y cánticos y a
manejar la honda para defender sus ovejas de los leones del desierto. No hay duda de que el
pastoreo le ayudó a ir formando una personalidad armónica y al mismo tiempo una mente
vivaz, y no es aventurado asegurar que para lograr ese desarrollo sin maestros, David trajo
al mundo dotes singulares. “Era rubio, de ojos hermosos y bella presencia”, pero en ninguna
parte se nos dice que tuviera estatura destacada, como Saúl, o hermosura impresionante como
su hijo Absalón. Aparece en boca de un hermano suyo la acusación de que tenía orgullo y
malicia, esto es, ambición y astucia, y la vida de David le da la razón.
Hasta que da comienzo su vida pública junto a Saúl, lo poco que se sabe del bisnieto de
Ruth la moabita es que nació en Belén de Judá, hijo de Isaí ben Obed y que en sus primeros
años aprendió la severa lección de la soledad moviéndose tras un pequeño rebaño de ovejas
por las calcinadas tierras de su región natal.
Según el orden de los textos sagrados David estaba allí, en su oficio de pastor, cuando
llegó a casa de su padre el anciano Samuel para ungir a uno de los hijos de Isaí futuro rey de
Israel. Pero hay que convenir en que los acontecimientos, si es que alguna vez se produjeron,
deben haberse dado en otro lugar y en otra fecha. Sólo después que Samuel muere oye Saúl
decir, por boca de una adivina, que su sucesor será David. Esto sucede en la noche anterior
a la batalla de Gélboe, es decir, en el 1010 A. de C., y para esa época David tendría treinta
años. Suponiendo que la unción fue cierta y que se dio en la casa de Isaí ben Obed cuando
David era un niño, digamos, cuando tenía diez años, el trascendental episodio se mantuvo
en secreto unos veinte años. Nos parece excesiva discreción.
De todas maneras, vamos a dar aquí la versión tal como aparece en el texto bíblico. Se
refiere que un día Yavé increpó a Samuel porque éste se quejaba de la conducta de Saúl, y le
pidió que llenara su cuerno de óleo y se encaminara a Belén, a la casa de Isaí, puesto que allí,
entre los hijos de este nieto de Ruth estaba el que Yavé había escogido como sucesor de Saúl.
Samuel dijo que le era difícil ir, pues de saberlo Saúl, le mataría, y Yavé le aconsejó llevar
consigo una ternera para hacer un sacrificio, con lo cual el viaje a Belén quedaba justificado
como parte de las funciones sacerdotales de Samuel.
En lo que va de esta versión hay una confirmación indirecta de que David debía ser un
niño de diez o doce años cuando Saúl llevaba más o menos ese tiempo en el poder; en otras

712
JUAN BOSCH  |  DAVID, BIOGRAFÍA DE UN REY

palabras, que David nació cerca del 1040 A. de C., en los días en que Saúl fue hecho rey.
Pues Samuel no podía temer a que Saúl le diera muerte sino después de la ruptura entre
ambos y después que el rey se abandonó a su manía persecutoria, lo que sucedió algunos
años después de haber sido ungido rey. Pero sigamos con el relato.
Llegó Samuel a la casa de Isaí, santificó a todos los hijos y los invitó al sacrificio. Uno por
uno, los hijos del dueño fueron pasando ante Samuel sin que Yavé reconociera a alguno de
ellos como su elegido; no reconoció a Eliab, el mayor, que tenía gran talla, ni a Abinadab ni
a Samma ni a otros cuatro. Cuando hubo pasado el séptimo, Samuel preguntó si ésos eran
todos los hijos que tenía Isaí. Este respondió que había otro, el que cuidaba de los rebaños,
y Samuel mandó por él. Era David. Al verle, Samuel recibió de Yavé la orden de ungirle,
pues ése era el elegido.
Es casi seguro que este hecho, si fue real, tuvo lugar en época posterior y en otro sitio.
Pero lo del sitio no es importante, pues quizá al volver David a su casa de una de sus acciones
militares, Samuel dio con él en el hogar de su padre y allí le ungió en secreto. Los guerreros
de Israel no eran profesionales, sino labriegos y pastores, y aún comerciantes y propietarios
que tomaban las armas cuando sus caudillos proclamaban la guerra o cuando sus tierras
eran invadidas, y una vez terminada la acción militar volvían a sus antiguos quehaceres.
De David se sabe que entró al servicio del rey y se conservó a su lado bastante tiempo, pero
también hay constancia de que una vez, por lo menos, dijo que se había ido a visitar a sus
padres en Belén de Judá, de lo cual se colige que los visitó en algunas ocasiones.
Hay dos versiones sobre la entrada de David en lo que podríamos calificar, hilando muy
delgado, la corte de Saúl. En realidad, no había corte en esos tiempos. Saúl no vivía en pala-
cio real, ni siquiera en una casa más holgada que las de otros propietarios de su condición;
no tenía formado gobierno ni había administración pública. Probablemente a su alrededor
se mantenían algunos jefes de armas, un grupo más o menos numeroso de capitanes, que
se sostendrían a sus propias expensas y quizá tenían mayor participación en los botines de
guerra. Saúl era el típico rey de las sociedades pastoriles, que ejercía su poder a plenitud
sólo como caudillo de armas, cuando había guerra. El resto del tiempo hacía de juez. Ahora
bien, como Saúl guerreó mucho, ejerció mucho el poder, y eso explica que fuera dejándose
arrastrar, cada vez con mayor violencia, por el miedo a ser destronado, lo cual se transformó
en manía persecutoria que acabó siendo aguda.
Según una de las versiones, David entró al servicio de Saúl cuando era ya adulto, que en
Israel bien podía serlo a los dieciocho años; “hombre fuerte y valiente, hombre de guerra y
discreto en el hablar” (I Sam., 16:18), tal como le dijeron a Saúl al recomendarle su compañía
para que David le tañera el arpa, instrumento que sabía tocar bien. Sucedía que Saúl sufría
ya de “turbaciones por un mal espíritu”, esto es, accesos de angustia y de furor, y sus amigos
le aconsejaron oír a menudo música para que se tranquilizara. Saúl mandó un mensajero
a Isaí para que éste le despachara a su hijo David, “el que está con las ovejas”. No dijo: “El
que mató a Goliat”. Es más, aunque los amigos que le recomendaron a David le aseguraron
que era “hombre de guerra”, Saúl, caudillo militar, no le conocía como guerrero, sino como
“el que está con las ovejas”.
El relato refiere que Isaí mandó a David con diez panes, un cabrito y un odre de vino
para obsequiar a Saúl; que el rey acogió con simpatía al joven tañedor, el cual tenía la virtud
de tranquilizar su alma tocándole el arpa, y que le tomó cariño y pidió a Isaí que lo dejara
a su lado como escudero real.

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

Cuando va uno adentrándose en la historia de David y en sus tormentosas relaciones


con Saúl, encuentra que este episodio tiene más visos de certeza que el del conocimiento del
rey y del llamado a ser su sucesor en el valle del Terebinto, momentos antes de comenzar el
combate del bisnieto de Ruth con el gigante Goliat.
Pero queda pendiente esa recomendación –”hombre fuerte y valiente, hombre de gue-
rra”– con que mueven a Saúl en favor del hijo de Isaí. Luego, hay una etapa en la vida de
David que ha sido deformada por los autores de los textos o por los compiladores; la etapa
que media entre su primera juventud, que transcurre al cuidado de las ovejas, y su entrada
al servicio del rey. ¿Se da en ella el combate con Goliat? De ser así, ¿cómo se explica que
Saúl lo ignore, tratándose de un hecho de verdadera importancia en los fastos de su reinado
y habiendo sucedido, según se cuenta, que él aconsejó al joven David no combatir con el
gigante filisteo y que después lo dotó de sus armas y de su traje real?
En el próximo capítulo vamos a tratar de aclarar esa confusión. Como quiera que sea,
es el caso que ya estamos en presencia de David ben Isaí, llamado a ser personaje histórico
de primera magnitud. De las tierras calcinadas y solitarias en que apacentaba las ovejas de
su padre, el bisnieto de Ruth la moabita ha pasado a la casa del rey. Un día él también será
rey e infinito número de veces más grande y capaz que Saúl, cuya alma tranquiliza tañendo
el arpa que había aprendido a tocar en el desierto.

Capítulo V
El episodio en que aparece David iniciándose como hombre de guerra es el de su com-
bate con Goliat, gigantesco soldado filisteo perteneciente a las fuerzas del señor de Gath.
Figura en I Samuel (17:1 al 58), está escrito con lujo de detalles y millones de personas se han
deleitado leyéndolo. Pero he aquí que tan pronto se le analiza sin pasión, el episodio resulta
hecho con detalles de varios otros, ocurridos sin duda en lugares y en tiempos distintos,
y condimentado con salsa de imaginación oriental. Después del análisis se halla en él una
miaja de verdad, tan poca que no se explica cómo de ella se sacó leyenda tan socorrida.
El relato informa que habiendo los filisteos entrado en Israel para hacer la guerra, pe-
netraron en Judá por Efes Domin y ocuparon un monte junto al valle del Terebinto. Saúl
convocó al pueblo y marchó sobre los filisteos. Israel acampó en otro monte, junto al valle,
frente a los filisteos. Estando los dos ejércitos en esa posición, salió de entre los invasores
“un hombre llamado Goliat de Gath, que tenía de talla seis codos y un palmo. Cubría su
cabeza un casco de bronce y llevaba una coraza escamada, de bronce también, de cinco mil
siclos de peso. A los pies llevaba botas de bronce y a las espaldas un escudo, también de
bronce. El asta de su lanza era como el enjullo de un telar, y la punta de la lanza, de hierro
pesaba seiscientos siclos”.
La sola descripción de Goliat es ya obra de la imaginación. Seis codos y un palmo re-
presentaban más de tres metros; una coraza de cinco mil siclos equivale a más de setenta
quilos; una punta de lanza de seiscientos, a ocho quilos y medio. Pero no es para refutarla
para lo que hemos copiado la descripción de Goliat y de su armadura, sino porque sucede
que en una batalla que dio David a los filisteos siendo ya rey, el belemita Elijanán dio muerte
a un gigante filisteo que según II Sam., (21:19) se llamaba Goliat de Gath y en I Paralipómenos
(20:6) se llamaba Lajni de Gath, hermano de Goliat, “que tenía una lanza cuya asta era como
un enjullo de tejedor”; otro guerrero de las filas de David, su sobrino Abisai, hijo de Sarvia,

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JUAN BOSCH  |  DAVID, BIOGRAFÍA DE UN REY

también belemita, mató a un filisteo “que tenía una lanza que pesaba trescientos siclos de
bronce”; y en una batalla que se libró en Gath, tal vez cuando esta ciudad filistea fue tomada
por David, otro sobrino de David, igual que los anteriores y que su tío, nacido en Belén de
Judá, mató a un gigante filisteo que insultó a Israel, tal como lo hacía aquel mítico Goliat de
Gath cuya descripción hemos dado.
Goliat de Gath, el que emergió de entre los filisteos cuando éstos se hallaban acampados
junto al valle del Terebinto, retó a duelo a Israel proponiendo que saliera uno de sus hombres
a darle combate, y que si él perecía sus compañeros quedarían sujetos a Israel. “Al oír las
palabras del filisteo, Saúl y todo Israel se asombraron y se llenaron de miedo”.
Saúl no era hombre de “llenarse de miedo”, ni de tomar otras actitudes que se le achacan
en ese episodio, como se verá más adelante. Saúl acometía con la fiereza de un león. Com-
batió toda su vida de rey, que fueron treinta años, y sólo en este combate de Goliat y David
se le llama cobarde. Para colmo de agravios, Saúl debió padecer el miedo a Goliat durante
varios días, pues el relato afirma que los desafíos del gigante filisteo fueron diarios, sin que
los hebreos se atrevieran a darle frente hasta que llegó el pequeño David, por entonces casi
un niño.
Estaba la situación en esa forma, Goliat saliendo día a día de sus filas y desafiando a
Israel, y los hombres de Israel, con Saúl a la cabeza, temblando de pavor, cuando llegó Da-
vid al campamento. Sus hermanos Eliab, Abinadab y Samma habían partido a la guerra, y
el anciano Isaí, que por esos días era “uno de los hombres más ancianos”, había encargado
a David que llevara a sus hermanos trigo tostado y pan, así como un requesón para el jefe
del millar en que se hallaban.
David acababa de llegar al campamento y hablaba con sus hermanos cuando Goliat
“salió de las filas de los filisteos y se puso a decir lo de los otros días”, esto es, a repetir su
invitación a duelo singular. “En viendo a aquel todos los hombres de Israel se retiraron ante
él, temblando de miedo. Decíanse unos a otros: “¿Veis a ese hombre que avanza? Viene a
desafiar a Israel. Al que le mate le colmará el rey de riquezas, le dará su hija por mujer y
eximirá de tributos la casa de su padre”.
Como sorprendiera a David inquiriendo acerca del gigante y de cuánto daría el rey a
quien le matara, Eliab, su hermano mayor, montó en cólera y le increpó diciéndole: “¿Para
qué has bajado y a quién has dejado tu rebañito en el desierto? Ya conozco tu orgullo y la
malicia de tu corazón. Para ver la batalla has bajado tú”.
Esto parece ser la miaja de verdad que hay en el episodio tan ricamente ataviado y en-
grandecido. La acción del Terebinto debe haberse librado cuando David tenía entre doce y
catorce años, esto es, entre el 1028 y el 1026 A. de C., y David, que había dejado “su rebañito
en el desierto” para cumplir la misión que le encomendó su padre, recorría las filas de Israel,
lo cual disgustó a su hermano mayor y le llevó a hablar como queda dicho.
Pero sigamos el relato bíblico. Se cuenta en él que David siguió dando vueltas por el
campamento, comentando lo que pasaba, asombrándose del miedo de Israel. Llegaron sus
comentarios a oídos de Saúl y lo mandó llamar. He aquí lo que oyó el rey de boca de David:
“Que no desfallezca el corazón de mi señor por el filisteo ése. Tu siervo irá a luchar contra
él”. Saúl reprobó esa decisión, explicando: “Tú no puedes ir a batirte contra ese filisteo; eres
un niño y él es hombre de guerra desde su juventud”. A lo que respondió David: “Cuando
tu siervo apacentaba las ovejas de su padre, y venía un león o un oso, y se llevaba una oveja
del rebaño, yo le perseguía, le golpeaba y le arrancaba de la boca la oveja; y si se volvía

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

contra mí, le agarraba por la quijada, le hería y le mataba. Tu siervo ha matado leones y
osos; y ese filisteo incircunciso será como uno de ellos. ¿No seré capaz de ir, de batirle y de
quitar el oprobio de Israel? Porque, ¿quién es ese incircunciso que ha insultado al ejército
del Dios vivo?”.
El niño David cuenta, nada menos que al rey, que les arrancaba ovejas de la boca a osos
y leones; que los agarraba por la quijada, los hería y les daba muerte. Parece exagerado.
Podemos admitir hazañas como ésas en Hércules, de quien sabemos que era un ente mito-
lógico, pero se nos hace difícil aceptarlas en David, ser de carne y hueso y no precisamente
un gigante forzudo. ¿Sucedieron los hechos como se relatan en el texto sagrado y habló
David en esa forma, o sólo ocurrió que David, enviado por su padre, fue al campamento
para llevar comida a sus hermanos, y esa visita se mezcla después, en la mente de los com-
piladores bíblicos, con la acción del belemita Elijanán que dio muerte a un gigante filisteo
llamado Goliat de Gath cuando ya David era rey? ¿Fue David quien habló así a Saúl o fue
Elijanán, que no era niño sino un soldado hecho, quien de esa manera habló al rey David?
¿Es posible que oyendo al gigante filisteo desafiar a Israel se llenara de miedo Saúl, hombre
cuyo valor nunca flaqueaba? ¿Cuándo habló David por vez primera con Saúl, en el monte
donde acampaban los hebreos, frente al valle del Terebinto, mientras Goliat provocaba a
Israel, o en la casa del rey, en Gueba de Benjamín, adonde fue para tañer el arpa?
O el episodio del combate singular con el gigantesco Goliat es falso en líneas generales
o es falso en la mayor parte de sus detalles. Todo lo más a que se puede llegar es a admitir
que David, siendo niño, estuvo de visita en el campamento de Israel poco antes, o quizá
durante el combate de Terebinto; que en otra ocasión, quizá años después, cuando ya David
era capitán de armas de Saúl, el hijo de Isaí mató en combate singular a un filisteo llamado
Goliat de Gath, o que le dio muerte uno de sus sobrinos o uno de los hombres de David
siendo éste rey. Ahora bien, tal como se ha divulgado, el episodio no merece ser creído.
Pero resulta que por ese episodio se conoce a David más que por toda su obra. De ser
falso, ha ganado en la historia una preeminencia sólo comparable a la que han conquistado
creaciones del hombre como Don Quijote o Hamlet; y durante miles de años millones de
lectores del texto sagrado lo han tenido por verdadero y lo han incorporado a sus ideas, al
extremo de que pertenece al acervo cultural de Occidente.
Sigamos estudiando los detalles. Los textos refieren que Saúl hizo que vistieran a David
con sus ropas y que él mismo le ciñó su espada antes de que el pastorcito de Belén de Judá
entrara a combatir con el gigante filisteo. Sabemos que Saúl era de estatura extraordinaria,
que su cabeza sobresalía por encima de todos los hombres de Israel, y que David no se
distinguía por su tamaño ni aún de adulto, no digamos siendo niño. Podemos imaginarnos
a David arrastrando por el valle del Terebinto las vestiduras de Saúl, y la escena se torna
ridícula. Se nos dice que Saúl hizo que le ciñeran a David su propia espada, pero al caer
muerto Goliat, David no tiene espada con qué cortarle la cabeza, y usa la del filisteo. Aún no
habiendo esa contradicción, ¿quién puede imaginarse al suspicaz y altivo Saúl, por esos días
ya víctima de su manía persecutoria, despojándose de su espada de rey para ponerla en la
cintura de un niño? ¿Qué imaginación no hace falta para ver a Saúl dando ese espectáculo
de cobardía en medio de su ejército?
Todo esto es inadmisible. En cambio, ya fuera acción de David en otro lugar y en otro
tiempo, ya de su coterráneo Elijanán o de sus sobrinos Abisai y Jonatán, es admirable la des-
cripción del combate en sí, según la cual David “cogió su cayado, eligió en el torrente cinco

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JUAN BOSCH  |  DAVID, BIOGRAFÍA DE UN REY

chinarros bien lisos y los metió en su zurrón de pastor, y con la honda en la mano avanzó
hacia el filisteo. El filisteo se le acercó poco a poco a David, precedido de su escudero. Miró,
vio a David y le despreció por muy joven, de blondo y bello rostro. Díjole, pues: “¿Crees
que yo soy un perro, para venir contra mí con un cayado?”. “No, contestó David, eres toda-
vía peor que un perro”. Siguió a este cambio de palabras otro más largo, al final del cual el
gigante avanzó sobre David y éste se echó a correr “a lo largo del frente del ejército; metió
la mano en el zurrón, sacó de él un chinarro y lo lanzó con la honda. El chinarro se clavó en
la frente del filisteo, y éste cayó de bruces en tierra”. Después de su hazaña, David “corrió,
parándose frente al filisteo, y no teniendo espada a la mano, cogió la de él, sacándola de
la vaina; le mató y le cortó la cabeza”. A seguidas de esto los filisteos se dispersaron y “los
hombres de Israel, levantándose y lanzando los gritos de guerra, persiguieron a los filisteos
hasta la entrada de Gath y hasta las puertas de Ascalón y cayeron filisteos en el camino de
Seraím hasta Gath y Ascalón”.
Sin duda que el combate está simple y brillantemente descrito. Pero sucede que termina
con Israel en las puertas de dos ciudades filisteas, cosa que nunca ocurrió en vida de Saúl.
Aunque no hay descripciones metódicas de la guerra librada por David, siendo rey, contra
los filisteos, se sabe que en su época Israel abatió a sus tradicionales enemigos y que Gath
fue probablemente tomada. Durante el reinado de Saúl, Israel no pudo alcanzar tan reso-
nantes victorias.
Pero para que se vea hasta dónde resultan confundidos tiempos y lugares en esta versión
de la muerte de Goliat, veamos lo que dicen los textos sagrados. Según ellos, “a la vuelta
de la persecución de los filisteos, los hombres de Israel saquearon su campamento. David
cogió la cabeza y las armas del filisteo y llevó a Jerusalén la cabeza, y las armas las puso en
su tienda”.
Saúl murió en el año 1010 A. de C., tras treinta años de reinado; en esos días David tenía
treinta años. Al morir Saúl, David fue ungido rey de Judá, con asiento en Hebrón. Poco más
de seis años después, tal vez a los siete, hacia el 1004 ó el 1003 A. de C., David conquistó la
ciudad de Jebú, habitada desde tiempos remotos por los jebuseos, que no había podido ser
tomada por los benjaminitas, en cuyo territorio quedó cuando Canaán fue repartida entre
las doce tribus. Esa ciudad de Jebú era Jerusalén. Mal puede haber llevado a ella David la
cabeza de Goliat si éste fue muerto en el combate del Terebinto en tiempo de Saúl, cuando
David era todavía un niño. Entre los doce o los catorce años que tenía el hijo de Isaí en los
días de la acción del Terebinto, y los treinta y seis o treinta y siete que tenía cuando entró en
Jerusalén por vez primera, hay veinticuatro o veinticinco años colmados de una incansable
actividad, de guerras, intrigas, fugas y victorias, alianzas y crímenes, de un torbellino de
armas y acción política en que intervienen Israel y todos, o casi todos los pueblos vecinos. El
redactor o los redactores del texto en que se da cuenta del episodio del Terebinto, exprime
todos esos años, los hace una masa, y extrae de ella una esencia en que hechos diversos y
tiempos distintos aparecen confundidos.
Por último, el relato dice que cuando David combatía con Goliat el rey Saúl preguntó a Abner,
jefe de sus tropas, de quién era hijo ese joven, cosa a la que no pudo responderle Abner, y que
una vez habiendo vuelto David victorioso, Abner lo llevó ante el rey y éste le preguntó: “¿De
quién eres hijo, mozo?”. A lo cual contestó David: “Soy hijo de tu siervo Isaí, de Belén”.
Esto suena a falso, pues ¿cómo se explica que eso lo preguntara Saúl después del com-
bate, y no antes, cuando dio sus ropas para que vistieran a David o cuando le hizo ceñir su

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

espada? ¿Y cómo se explica que estando allí tres hermanos de David no proclamaran a gri-
tos, al ver que el filisteo caía, que el matador era su hermano? Necesariamente, una hazaña
como ésa tenía que llenar de orgullo a los hijos de Isaí, y no iban a callarse su parentesco
con el afortunado vencedor.
Cuando lleguen los días en que David tendrá que huir de Saúl veremos que en el santuario
de Nob el futuro rey solicita armas y le dicen que sólo hay una espada, la de “Goliat, el filisteo,
que tú mataste en el valle del Terebinto. Allí la tienes, envuelta en un paño, detrás del efod;
si ésa quieres, cógela, pues otra no hay”, según le dice Ajimelec, sacerdote, al joven capitán
de Saúl (I Sam., 21:10). Hay, pues, mucho tiempo después de esa confusa descripción que
hemos venido analizando, una referencia a Goliat y a su espada que merece atención, pues
no tiene visos de ser inventada. Es cierto que poco después de haber estado en el santuario
y de haberse llevado esa espada diciendo que no había ninguna mejor, David aparece en la
ciudad filistea de Gath sin armas, haciéndose pasar por loco. Pero de todas maneras queda
la mención de la espada de Goliat en un momento que no parece descrito por el mismo
redactor o compilador que describió la acción del Terebinto.
¿Qué sucedió, pues? ¿Cómo orientarse en tanta confusión? O el combate del Terebinto
no ocurrió cuando se dice, siendo David un niño, o hubo un segundo combate en el mis-
mo lugar siendo ya David hombre de armas al servicio de Saúl. Esto último es posible, y
es posible que en ese segundo encuentro del valle del Terebinto David diera muerte a un
capitán filisteo llamado Goliat. Recordemos que a Goliat le precedía un escudero, lo que era
señal de distinción. Quizá muchos años después, siendo David rey, uno de sus hombres, tal
vez uno de sus sobrinos, diera muerte a un gigante filisteo que acertó a llamarse también
Goliat. Sólo así se explica que en la mente del cronista se unieran la visita del niño David a
sus hermanos en el campamento de Israel junto al valle del Terebinto; la muerte, por parte
de David, años más tarde, de un capitán filisteo llamado Goliat que seguramente no era
gigante ni tenía por qué serlo, y la muerte de un gigante filisteo llamado Goliat a manos
de un belemita de las filas de David o de uno de los sobrinos de David en alguno de los
combates librado mientras éste era rey.
Todo indica que los inicios de la vida pública de David fueron otros, los de tañedor de
arpa para el rey. No es posible colegir cuándo se produjo la llegada de David a la casa de
Saúl. Pero debió ser cuando el hijo de Isaí era hombre de unos veinte años y ya Saúl llevaba
casi tantos a la cabeza de Israel. Es evidente que a esa época Saúl padecía de desarreglos
síquicos, y aunque es fácil ver la semilla de esos desarreglos en sus primeros actos como
rey, sus manifestaciones alarmantes, las que llevaron a sus amigos a aconsejarle que buscara
un tañedor de arpa para que le calmara, debieron producirse al cabo de algunos años de
ejercicio del poder real. Consta que Saúl guerreó sin descanso, que “hizo la guerra a todos
los enemigos de entorno: a Moab, a los hijos de Ammón, a Edon Bet Rejob, al rey de Soba y
a los filisteos” (I Sam., 14:47). “La guerra contra los filisteos fue encarnizada durante toda la
vida de Saúl; y en cuanto veía Saúl un hombre robusto y valiente, le ponía a su servicio” (I
Sam., 14:52). La guerra incesante provocó el desorden violento de su espíritu, que siempre
fue, por lo demás, desordenado.
Debió haber algunas actividades guerreras de David antes de llegar a la casa de Saúl,
pues le fue recomendado como “hombre de guerra”. Necesariamente tuvo que ser así, pues
no se explicaría que habiendo estado Israel en lucha constante contra tantos pueblos ene-
migos, David se mantuviera hasta los veinte años sin participar en alguno de los muchos

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JUAN BOSCH  |  DAVID, BIOGRAFÍA DE UN REY

combates o de las muchas escaramuzas y batallas que debieron tener lugar en esos tiempos.
Ahora bien, como consta en el relato de la guerra santa contra Amalec, hubo momentos
en que Saúl movilizó a muchos millares de hombres; no es posible que entre esos millares
distinguiera a David, si es que participó en alguna acción de guerra comandada por Saúl,
sobre todo si David no sobresalió en los combates, lo cual pudo suceder.
Es también posible que David combatiera al mando de algún capitán de Saúl, en ac-
ciones aisladas o solamente en un grupo que iba a los combates por su cuenta, lo cual no
era raro; incluso que no saliera de las orillas del desierto que tan bien debía conocer y que,
allí, con unos cuantos más, se enfrentara a incursiones de edomitas o de moabitas. Alguna
participación debió tener en las guerras de la época. Pero ya se ha dicho que los hombres
de Israel combatían y retornaban a sus hogares una vez pasada la alarma. Tenían que aten-
der a sus bienes, tenían que segar sus siembras y cuidar de sus rebaños. Eran guerreros de
ocasión, no soldados profesionales. Como profesionales de la guerra, y eso en cierto sentido
nada más, sólo podían ser considerados los capitanes de armas de la casa de Saúl, los que
le acompañaban siempre, formando parte de su corte.
Entre esos hombres estaba llamado a figurar David ben Isaí, el bisnieto de Ruth la moabita.
Las excelentes cualidades que había traído al mundo se le desarrollaron en la soledad, mien-
tras cuidaba de su pequeño rebaño en las lindes del desierto. No eran sólo las del hombre
de acción, que rápidamente advierte, casi adivina, qué debe hacer en momentos de peligro,
y cómo debe hacerlo, y que además recibe de sí mismo la orden fulminante de hacerlo, y
lo hace. Esas condiciones fueron ejercitadas casi desde la niñez en el desierto, pues perder
una oveja era suceso grave y debía estar listo para ir a buscarla, sin que las restantes se le
desbandaran, tan pronto la veía tomar un camino desusado o debía saber dónde convenía
refugiarse con el rebaño y en cuánto tiempo hacerlo, si se oía el rugido del león, e incluso
cómo ahuyentar la fiera a pedradas cuando se acercaba a la majada.
No eran sólo las cualidades del hombre de acción las que ejercitaba David en el desierto,
sino también las del sueño, el don del poeta, con el cual podía vencer la soledad, más dura
y a la vez más hermosa cuando crece bajo el sol, entre arenas pardas y tierras rojizas. En los
días en que el león no amenazaba y las ovejas, habiendo dado con una sombra de yerbajos,
se mantenían unidas, ver a los blancos corderillos saltar graciosamente entorno a las madres
y oír a éstas llamarlos con tiernos balidos, debía mover lo que había en él de poeta. En tales
momentos, el pequeño pastor se pondría a tañer una arpa rústica y a componer cánticos de
palabras rudas, pero hermosas.
A un mismo tiempo crecían en David el hombre de acción y el poeta. La suma de esas
dos personalidades daría en él un caudillo excepcional, un rey que abatía a sus enemigos en
las batallas, lloraba la muerte de sus hijos con acentos desgarradores y cantaba a sus amigos
muertos; un rey que expandía su reino con brazo fuerte e imaginación rica.
Pero lo que le abriría la puerta de la historia sería su don de poeta. Para tocar el arpa y
recitar mientras tañía, entró David en la casa de Saúl.

Capítulo VI
Ya tenemos a David instalado, como tañedor de arpa, en la corte de Saúl ben Quis.
¿Cuándo ocurrió el cambio; en qué momento de su vida pasa el hijo de Isaí de pastor de
ovejas a músico y poeta del rey?

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Lo ignoramos, pero podemos suponer que no muy tarde en la existencia de David.


Cuesta trabajo imaginar a David entrando a la casa de Saúl de veinticinco años. Un tañedor
de arpa con tal edad debía resultar ridículo, sobre todo si se tiene en cuenta que Saúl era rey
guerrero y sus amigos y capitanes no debían ser muy adictos a tratar asuntos que no fueran
de armas ni debían tener modales adecuados para tolerar, sin provocaciones y opiniones
adversas, la presencia de un músico barbado en la casa de su caudillo.
Lo lógico es que David fuera todavía joven, en el sentido que le damos nosotros actual-
mente a la palabra –esto es, en las fronteras de la adolescencia–, cuando llegó a la rústica e
incipiente corte de Saúl, ¿Qué edad tenía?, ¿Dieciocho años? Puede ser. A los dieciocho, David
podía ser ya un “hombre de guerra”, como le dijeron a Saúl cuando le recomendaron que
mandara por él a Belén de Judá. A esa edad pudo haber tomado parte en acciones aisladas
y hasta en algunas de las expediciones de Saúl.
Pero supongamos que tuviera veinte años. De ser así, si David fue ungido rey de Judá
cuando tenía treinta años, debemos pensar que sirvió a Saúl durante cinco o seis años, pues-
to que entre el momento en que huye de Saúl y el momento en que pasa a ser rey de Judá
hay de tres a cuatro años; probablemente no más de cuatro y casi seguramente no menos
de tres. Al servicio de Aquis, el señor filisteo de Gath, pasó David un año y cuatro meses;
debe haber pasado cuatro meses más en Rama y en Gath, a raíz de su ruptura con Saúl; un
año, por lo menos, entre el Moab y el desierto de Judá, y sin duda no menos de otros cuatro
meses huyendo de aquí para allá, refugiado en cuevas y trasladándose a sitios lejanos; todo
lo cual suma treinta y seis meses.
Estos cálculos de tiempo no pueden ser exactos, pero no deben tomarse como descabe-
llados o caprichosos. Tampoco se hacen por gusto. Es que hay grandes lagunas en la vida
de David, y una de las más desconcertantes es la que cubre los años en que el pastor-arpista
pasa de su condición de músico a la de capitán de armas del rey. En los textos sagrados lo
hallamos de buenas a primeras, convertido en uno de los más apreciados guerreros de Saúl
y en el objeto de sus celos, sin que sepamos cómo se operó la transformación entre el hábil
tañedor y el arrojado capitán.
¿Bastan cinco años para ese cambio? Creemos que sí, sobre todo si no se olvidan dos
aspectos importantes del problema: uno es el ambiente y el otro la edad de David. El
ambiente que le rodea es de armas, de combates, de comentarios e historias referentes
a la guerra contra los filisteos, y probablemente a luchas con otros enemigos; y en ese
ambiente David va entrando en años, va pasando de las fronteras de la adolescencia a
la juventud avanzada. No es osadía pensar que David debió, en los primeros tiempos,
acudir a los campamentos con el arpa, para entretener en los ocios de la guerra a Saúl
y a sus amigos, para tocarles y cantarles cuando el filisteo no atacaba. No es tampoco
osadía pensar que alguna que otra vez David debió dejar el arpa a un lado y tomar una
lanza o una espada para entrar en las refriegas, y que pasados esos momentos tornara
a su arpa.
Para que el cambio fuera operándose en forma creciente y natural, se contaba con un
factor favorecedor que conviene tener presente; es la naturaleza equilibrada de David, sus
facultades paralelas de hombre de acción y de ensueño, ambas sin duda traídas por él a
la vida, pero ambas desarrolladas en sus años de pastor. Nació con el ojo y el músculo del
guerrero, y aprendió a atacar y a defenderse cuidando de sus ovejas; nació poeta, y aprendió
a cantar con la bravía y melancólica belleza del desierto.

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JUAN BOSCH  |  DAVID, BIOGRAFÍA DE UN REY

A pesar de la confusión de los textos sagrados, que dan dos versiones diferentes de los
inicios de la vida de David como hombre público, estamos en el caso de declarar que el epi-
sodio del combate con Goliat de Gath es legendario, y que David comienza a ser personaje
de la historia cuando entra en la casa de Saúl para calmar los nervios del rey tañendo el
arpa. Ahora bien, inesperadamente hallamos que “David salía a combatir donde le mandaba
Saúl, y siempre procedía con acierto. Saúl le puso al mando de hombres de guerra, y toda la
gente estaba contenta con él, aún los servidores de Saúl” (I Sam., 18:5). Esto es, David cambió
el arpa por la espada, y el que entró en la casa de Saúl para hacer música acabó siendo un
capitán distinguido de su tropa, tal vez el más distinguido de todos sus capitanes.
¿Pero cómo se dio tan notable cambio?, se pregunta uno. ¿Es que en algún momento
dejó David, el arpa, mientras se hallaba en el campamento de Israel, y avanzó él solo para
dar muerte a un capitán filisteo, tal vez a uno llamado Goliat, de los hombres de Gath, y
comenzó en tal momento a cobrar fama de valiente? ¿Es que tomó a su cargo alguna acción
sonada y apareció a los ojos de Saúl, no ya sólo como tañedor de arpa, sino también como
un soldado arrojado? ¿Es que fue poco a poco dando muestras de su habilidad para el arte
de la guerra, hasta convertirse en un distinguido capitán de armas?
De lo que no puede haber duda es de que David pasó a ser caudillo militar sin que dejara
por eso de ser poeta y músico. El rey le utilizaba en los dos aspectos. Aunque referido dos
veces, como si se hubiera dado en dos ocasiones diferentes, el episodio del rompimiento
de Saúl y David se produce mientras éste toca el arpa para el rey. Pero se produce debido a
que el nombre de David, como aguerrido capitán, pone ya sombra en el prestigio de Saúl,
y eso enfurece al monarca.
Una vez desarrolladas sus dotes de guerrero, David debió tener numerosas victorias en
los campos de batalla, y a la vez un don excepcional para despertar el afecto de quienes le
trataban, pues está dicho que “toda la gente estaba contenta con él, aún los servidores de
Saúl”. Esto último es muy significativo, ya que Saúl, atacado de manía persecutoria, no podía
ver con frialdad que sus servidores admiraran a David. Esos servidores estaban contentos
de ir a los combates bajo el mando del hijo de Isaí.
Pero no eran sólo ellos quienes estaban satisfechos. Jonatán, el hijo del rey, amó a David
“cómo a sí mismo”. En I Samuel (18:3,4) se refiere que “Jonatán hizo pacto con David, pues
le amaba como a su alma, y quitándose el manto que llevaba, se lo puso a David, así como
sus arreos militares, su espada, su arco y su cinturón”.
¿Cuándo se dio esa demostración de afecto y admiración por parte del heredero de Saúl?
¿Fue a raíz de algún episodio militar en que David se distinguió? No lo sabemos. Sabemos,
sí, que la amistad de Jonatán por David fue firme y se enfrentó con obstáculos serios. Jonatán
era hombre de muchas virtudes, y a través de sus actos se le ve lleno de bondad, simpatía
y candor, tanto como de coraje a la hora de combatir.
Jamás le faltó a David el afecto de Jonatán. Si David se lo ganó porque ya cultivaba ambi-
ciones políticas y deseaba tener un aliado en el seno de la casa de Saúl o porque esperaba que
al heredar el reinado Jonatán le favorecería; o si ese afecto se debió a que ambos eran osados
y ambos amaban la guerra, no lo sabemos. Pero conocemos las cualidades excepcionales de
Jonatán, y el hecho de que quisiera a David de manera tan sana y firme habla bien de David,
pues, sólo los hombres de condiciones salientes despiertan y mantienen sentimientos tan
duraderos en almas de excepción como era la de Jonatán. Es del caso hacer notar que Jonatán,
de más edad que su amigo, jamás dependió de David, y que, en cambio, hubo momentos en

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

que el belemita dependió del hijo de Saúl. De parte de Jonatán tuvo que haber una admiración
sincera y prolongada para el bisnieto de Ruth la moabita, puesto que no dejó de quererle ni
cuando más encarnizada y peligrosa era la persecución de Saúl contra David.
Parece que de parte de David hubo también amor por Jonatán, puesto que a su muerte
compuso cánticos y después favoreció a un hijo suyo. Pero no podemos asegurarlo. En
los hechos de David tiene gran papel la conveniencia política, y políticamente convenía al
perseguido de Saúl mostrar cariño por el recuerdo de Jonatán, el desdichado heredero del
reinado que murió en Gélboe junto a su padre, el malogrado héroe de Gueba de Benjamín a
quien el rey quiso dar muerte un día contra la voluntad del pueblo. Jonatán fue muy querido
de todo Israel, y rendía provecho honrar su memoria y favorecer a su hijo.
La figura de David comenzó a crecer, no sabemos si por haberse revelado de golpe, me-
diante algún sobresaliente hecho de armas, o porque poco a poco fue adquiriendo destreza
guerrera hasta alcanzar la popularidad y el cariño de Israel. Las repetidas, pero cortas y
confusas referencias a su progresiva popularidad, dan idea de que su estrella ascendía sin
cesar. Es probable que nunca lleguemos a saber cuánto tardó en sobresalir; de ahí que sólo
podamos suponer que un tiempo después de haber entrado al servicio de Saúl –al año, a
los dos años, a los tres–, David ben Isaí se distinguía entre los seguidores del rey como un
astro con luz propia.
Ahora bien, esa distinción tenía un precio: había que sufrir la suspicacia de Saúl. El hijo
de Quis, primer rey en un país sin tradición monárquica, temía perder su corona a manos
de otro caudillo. El hijo de Quis padecía manía persecutoria. David, pues, debía despertar
necesariamente los celos de Saúl.
Es posible que la ambición política de David haya tomado cuerpo muy temprano, y no sería
dudoso que, siendo todavía joven y por tanto sin experiencia, la dejara manifestarse alguna
que otra vez. Sin ambición política nunca habría él podido resistir una situación tan difícil y
tan falsa como la que se le presenta a un joven capitán afortunado cuando advierte que a su
jefe no le agradan sus victorias. Lo que más estimula al subordinado que hace la guerra es la
aprobación de su superior, y ésa es la razón de que se hayan establecido las citaciones y se
concedan medallas. Si lo que busca el soldado es vencer al enemigo en el campo de batalla, y
lo vence una y otra vez sin que su superior le muestre aprecio, su moral debe resentirse. Para
que resista debe haber otro estímulo. Saúl sospechaba de David; las victorias del belemita
causaban dolor al rey. Si a pesar de eso David siguió ganando batallas, ¿no sería porque desde
temprano se dio cuenta de que él tenía condiciones para ser rey a su tiempo? Uno de sus her-
manos conocía “el orgullo y la malicia de su corazón”. ¿Qué quería decir eso? ¿Mostró David
desde sus primeros años ambiciones de mando y capacidad para conquistarlo?
No hay dudas de que Saúl era un enfermo del alma, más he aquí que el objeto de sus
sospechas fue David, y no otro de sus capitanes. Abner, el jefe de sus fuerzas, si bien era su
familiar, no despertó sus celos. ¿Dio David pie para las suspicacias de Saúl?
La lucha del rey contra su capitán se manifestó de manera gradual; su odio hacia Da-
vid fue creciendo en forma incontenible hasta llevarle a la decisión de darle muerte. Pero
al principio trató de deshacerse de él por medios indirectos. Dado que David volvía de los
combates siempre victorioso y cada vez más querido de sus hombres, Saúl resolvió hacerle
jefe de millar. Era una manera aparente de reconocer sus servicios y de estimular su arrojo y
capacidad, pero sólo aparente, puesto que al elevarle de posición le comprometía a guerrear
más y a exponerse, por tanto, más.

722
JUAN BOSCH  |  DAVID, BIOGRAFÍA DE UN REY

Hecho jefe de millar, las obligaciones militares de David le ocupaban más tiempo y le
mantenían fuera del círculo real. Al parecer, Saúl temía que David le socavara el trono entre
sus hombres de confianza, y quería tenerle distante de sí. “Alejóle de sí, haciéndole jefe de
millar, y David entraba y salía a la vista de todo el pueblo; en todas sus empresas se mostró
acertado, porque Yavé estaba con él. Vio, pues, Saúl que era muy precavido, y le temía. Todo
Israel y todo Judá amaba a David” (I Sam., 18:12 al 16).
La suspicacia de Saúl, aún no estando enfermo del ánimo, no podía amenguarse. Pues
hizo al sospecho jefe de millar para alejarle y comprometerle, y sucedía que el nuevo cargo
aumentaba su prestigio sin ponerle en peligro. La estrella de David seguía ascendiendo y
creciendo en esplendor. La manera menos comprometida de quitarse de delante la odiada
imagen era lanzándole a morir en un combate. Eso explica por qué Saúl se decía: “No quiero
poner mis manos sobre él: que le maten las de los filisteos” (I Sam., 18:17). Ahora bien, David
no moría a manos de los filisteos. Ni siquiera volvía herido o derrotado.
La manía persecutoria de Saúl fue tomando cuerpo. Aquel hombre violento, que había
pasado inesperadamente de labriego a rey, sabía que él no había recibido la dignidad real
en herencia, y por tanto debía temer que se la arrebataran tan súbitamente como la había
recibido. Si para entonces se había dado su ruptura con Samuel, ¿no viviría con miedo de
que el anciano hallara un pretexto para despojarle de la corona, predicando contra él en todo
Israel? Ya el pueblo se había acostumbrado a la monarquía y aún vivía el profeta de Yavé
que ungió al primer rey. Para Saúl debía ser motivo de gran alarma que en Israel apareciera
alguien con categoría suficiente para sustituirle.
Poco a poco, David fue convirtiéndose en la encarnación de los temores de Saúl. Es de
imaginarse que día tras día el celoso rey debía oír elogios de David; que a menudo sorpren-
dería conversaciones de sus guerreros encomiando el valor y la prudencia de su capitán. Su
propio hijo Jonatán le mostraba singular aprecio. David era atractivo, de rostro bien formado,
de ojos hermosos, de bella presencia. No tenía la estatura majestuosa de Saúl, pero algo habría
en él capaz de impresionar tanto como el tamaño del rey. Sabía combatir y hacerse querer de
sus hombres. Manejaba la espada y además tañía el arpa; improvisaba cánticos y era joven,
mucho más joven que Saúl. Al principio, éste debió sentir sólo celos, pero al cabo del tiempo,
a medida que iba creciendo la popularidad de David, ¡cómo no padecería el corazón del
rey observando que los elogios de los guerreros, primero, y los de las multitudes después,
se desviaban de él hacia David! Pues sucedió que cierta vez, probablemente volviendo de
la guerra juntos Saúl y su capitán, las mujeres no aclamaron a Saúl sino a David; es más,
ridiculizaron a Saúl para destacar a David.
Este episodio está relatado en I Samuel (18:6 al 9) situándolo a seguidas del combate
librado por David contra Goliat. Pero debe haberse producido en época tan tardía como
después del matrimonio de David con Micol, la hija de Saúl.
Pues David llegó a ser yerno de Saúl. Quizá en su empeño de no mostrarse a los ojos
del pueblo como celoso de David, o temeroso de declararlo su enemigo, Saúl se vio en el
caso de ir confiriendo poder a David; y así como lo hizo jefe de millar, sin duda que con el
plan de causarle perjuicios por manos de los filisteos, así decidió dar un paso más allá y le
ofreció a su hija mayor como esposa.
No es posible imaginar, siquiera, si al proponerla que se casara con una de sus hijas,
el rey quiso probar a David o comprometerle ante el círculo real presentándole como un
ambicioso. Si perseguía los dos fines, o uno solo, falló, pues David eludió la trampa. Saúl

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le dijo que si quería ser el marido de su hija mayor, él se la daría a condición de que David
aumentara su actividad guerrera; David respondió, con humildad que debió resultar des-
esperante para el rey, que él, David ben Isaí, antiguo pastor de ovejas, no tenía méritos para
ser yerno del rey. Al parecer, el trato no prosiguió. Es el caso que la hija mayor de Saúl pasó
a ser la mujer de otro hombre.
Pero el propio rey había llevado a David a un punto más alto de aquel en que se hallaba,
pues que le había tomado en cuenta para ser su yerno. Tratárase de una propuesta falsa o
no, la hizo. Cuando le nombró jefe de millar, su propósito fue que David se viera obligado
a guerrear más, y por lo mismo a exponer más su vida o su victoriosa carrera; sin embargo
corrió el riesgo de dar mayor poder a su joven capitán, y éste lo usó con evidente beneficio
para sí. Algo parecido sucedió al hacerle la proposición de convertirle en su yerno; David
no aceptó las consecuencias, pero obtuvo las ventajas, por lo menos la ventaja de aparecer
ante los demás como un candidato natural a ser yerno del rey. Eso explica que David se
sintiera autorizado a enamorar a Micol, la segunda hija de Saúl. ¿Cómo podía Saúl oponerse,
si él mismo, ocultando su deseo de hundirle, había manifestado su aprobación a un posible
matrimonio de David con su hija mayor?
Es curioso observar, en esa lucha sorda cuya duración ignoramos, pero cuya dramáti-
ca tensión adivinamos, cómo las trampas que Saúl le tiende a David acaban apresando al
mismo que las armas. En su ciego empeño de acabar con David, Saúl va acabando consigo
mismo. Cuando llegó al punto en que debió recoger la amarga cosecha de su último ardid,
esto es, cuando David fue a decirle que deseaba casarse con Micol, Saúl se halló en una
situación difícil. Sólo una salida halló, la de aprobar el matrimonio siempre que David le
llevara cien prepucios de filisteos. “En esa tarea hallará la muerte”, se dijo sin duda el rey.
Pero no sucedió como lo deseaba. David salió a la guerra, volvió con los cien prepucios y
Saúl tuvo que entregarle a Micol.
Ahí debió terminar la enemiga del rey con su capitán. Pero he aquí que un hombre aban-
donado a sus pasiones es más esclavo de ellas cuanto mayor es el poder que ejerce sobre otros
hombres, pues no está hecho a contenerse en mandar y no puede contenerse en sentir. Saúl
era esclavo de sus celos; se había desatado en él un monstruo y no podía dominarlo.
Es ahora cuando parece oportuno relatar el episodio de las mujeres que “salían de todas
las ciudades de Israel, cantando y danzando delante del rey Saúl con tímpanos y triángulos
alegremente, y alternando, cantaban las mujeres en coro: “Saúl mató sus mil, pero David sus
diez mil” (I Sam., 18:6 y 7). Esto debió suceder en la fecha a que se refiere (I Sam., 19:8 al 10)
que “comenzó de nuevo la guerra, y David marchó contra los filisteos y les dio la batalla,
infligiéndoles una gran derrota y poniéndolos en fuga. Un espíritu malo de Yavé se apoderó
de Saúl, y estando éste sentado en su casa con la lanza en la mano, mientras tocaba David
el arpa, quiso Saúl clavar a David en la pared, pero esquivó éste el golpe, y la lanza quedó
clavada en la pared”.
La escena del lanzazo aparece contada antes, a raíz del cantar con que las mujeres reciben
a Saúl, y se repite ahora. El curso de los acontecimientos indica que una y otra se dan después
del matrimonio de David con Micol, y que sólo una vez debió Saúl atentar contra la vida de
David. Tras el matrimonio, debió haber una acción de armas, la bulliciosa recepción de las
mujeres celebrando la victoria que en ella obtuvo David, y la reacción asesina de Saúl.
La popularidad de David acabó desatando el torrente impetuoso de la pasión de Saúl,
contenido durante mucho tiempo. Para su atormentada alma de rey agobiado por el delirio

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JUAN BOSCH  |  DAVID, BIOGRAFÍA DE UN REY

de la persecución, era insufrible que las mujeres aclamaran a David colocándole por encima
de su monarca. Había resistido que lo elogiaran sus guerreros y su hijo; había resistido que
Yavé le favoreciera sacándole indemne de los combates; que su hija Micol pusiera en él sus
ojos; que hubiera pasado, grado a grado, de tañedor de arpa a yerno suyo. Pero cuando las
mujeres del pueblo salieron a recibirle con cánticos en los cuales decían que él, Saúl, había
muerto diez veces menos enemigos que el advenedizo hijo de Isaí, estalló su alma y se arrojó
a asesinarle.
La lanza de Saúl quedó clavada en la pared, como un símbolo elocuente de lo peligrosa
que es la cólera cuando anida en el corazón de un rey.

Capítulo VII
La vida pública de David tiene tres etapas claramente definidas, cada una de ellas con
episodios también claramente definidos. La primera de las etapas va a terminar ya en for-
ma nada halagadora. Pues David, que entró en la casa de Saúl para calmar sus desarreglos
síquicos, acaba siendo la causa de esos desarreglos y tiene que huir, como el más vulgar de
los delincuentes, para no morir a manos del rey.
Vale la pena detenerse aquí un poco para observar que en esa primera etapa de su ac-
tuación histórica, la estrella de David ha ascendido de manera firme; ha ido de arpista de
Saúl a marido de su hija, de distraedor del ánimo real a renombrado capitán de guerra. Sin
embargo he aquí que un día tiene que emprender la fuga sin que pueda predecirse cómo
habrá de terminar. En el momento en que Saúl tira la lanza para matar a su yerno, comienza
una caída vertiginosa de esa juvenil y deslumbrante estrella de Israel. Quienquiera que se
hubiera atenido a los hechos que veía podía pensar que David entraba en el ocaso. Pero
habría sido error. Casi nunca puede juzgarse la vida de un hombre por trozos, y mucho
menos cuando se trata de hombres públicos. Los conceptos de buen éxito y de fracaso son
relativos; y aún hallándose en la cumbre del poder, un político puede ser un fracasado, así
como hallándose perseguido puede estar labrando su buen éxito.
Saúl había condenado a muerte a su yerno. En ese momento hace acto de presencia en
la vida de David un sentimiento que él ha sabido despertar: la amistad. La amistad de Jona-
tán va a salvarle. Todo hombre capaz de despertar sentimientos amistosos firmes lleva por
dentro una fuerza creadora, y ese tipo de hombre, si no muere, no está fracasado aunque se
vea huyendo de enemigos poderosos. David era uno de ellos.
La noche en que Saúl trata de darle muerte, disparándole su lanza, que se clava en la pared,
David huyó a refugiarse en su casa, junto a Micol. Es probable que pensara esperar allí el retorno
de la calma. Siendo como era Saúl su suegro, y siendo como era David uno de sus mejores ca-
pitanes, si no el mejor, debió pensar que una vez pasado el acceso de cólera de Saúl, la situación
volvería a ser la de antes. No es aventurado suponer que ya Saúl había tenido otros estallidos
de cólera, semejantes o menos intensos, y que David y tal vez otros miembros de la casa real los
habían sufrido sin mayores consecuencias. Las referencias a reconciliaciones del rey con David
que, se hallan en los textos deben relacionarse con esas rupturas anteriores.
Pero esa vez la amenaza iba a persistir. En medio de la noche, hombres de Saúl llegaron
a la casa de David para prenderle. Micol le ayudó a huir a través de una ventana, y a fin
de que su marido pudiera ganar tiempo dijo a los enviados de su padre que David estaba
enfermo. Esa noche, ignoramos si por consejos de David, Micol usó una treta que millares

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

de mujeres han usado en situaciones parecidas: puso en la cama, en el sitio de David, ob-
jetos que le sustituyeran; fueron los ídolos familiares, sobre los cuales tendió las pieles que
hacían de cobertores.
Este detalle indica que la familia real usaba ídolos, y no de los pequeños; que se escondían
a la vista de los yaveístas sinceros, sino tan grandes que podían sustituir, bajo las pieles, el
cuerpo de David. La posesión de ídolos estaba expresamente prohibida desde los días de
Moisés, y el hecho de que se hallaran en el hogar de una hija del rey explica en parte la actitud
de Samuel con Saúl. Pues un sacerdote como Samuel, tan celoso de las leyes mosaicas que
movió al rey a hacer la guerra santa contra Amalec para que se cumpliera el vaticinio de Yavé
hecho por boca de Moisés en los días del Éxodo, no podía aceptar con calma una violación
tan evidente de los principios del yaveísmo. La posesión de ídolos era un pecado abominable
a los ojos de un representante personal de Yavé, como lo era el anciano Samuel.
La cólera del rey era tanta que al recibir la noticia de que David estaba enfermo ordenó
que se lo llevaran preso, con lecho y todo si era necesario. Sus enviados penetraron, pues, a
la cámara matrimonial, y allí descubrieron la treta de Micol. Informado Saúl, hizo llamar a su
hija y la increpó duramente. “¿Por qué me has engañado y has dejado escapar a mi enemigo,
para que se ponga a salvo?”, preguntó. A lo cual Micol contestó con un nuevo engaño; dijo
que David la había amenazado de muerte si no procedía como lo hizo (I Sam., 19: 17).
David era demasiado astuto para no darse cuenta de que corría verdadero peligro. Si
nuestra suposición de que huyó de Saúl por lo menos durante tres años, tal vez durante
cuatro, es correcta, sabiendo, como lo dicen los textos, que tenía treinta años cuando fue
exaltado a rey de Judá, debemos concluir que al producirse su ruptura con Saúl andaba
por los veintiséis años. A tan temprana edad era ya un hombre hecho, y dada su innegable
inteligencia –de la cual dio repetidas pruebas a lo largo de su vida– debía tener bastante
experiencia. Había sido el octavo hijo varón; en las familias largas son frecuentes los mal-
tratos de los menores por parte de los mayores; había conocido la soledad del desierto y la
responsabilidad de guardar desde los años tiernos bienes familiares; había vivido junto al
rey, y conocía, por tanto, las intrigas que se mueven alrededor de los que mandan; había
hecho la guerra durante años, lo que le acostumbró a ver el corazón humano en su más cruda
desnudez. El mismo debió ser objeto de envidias entre sus compañeros. Si cuando Saúl quiso
matarle David pudo pensar que el rey era víctima de un acceso de furor pasajero, al ver que
iban a su casa a prenderle en horas tan desusadas debió darse cuenta de que su vida corría
peligro. Entonces huyó y se fue a Rama, donde se hallaba Samuel.
En los textos sagrados se presenta en este punto otra de las numerosas contradicciones
que hallamos leyéndolos: se da la fuga nocturna de David como posterior a conversaciones
mantenidas por él con Jonatán, conversaciones de las que salió una corta reconciliación entre
Saúl y David. Sin duda debió haber alguna reconciliación, y tal vez más de una, entre el rey
y su capitán, porque dado el estado de ánimo del rey no hay razón para no admitir que sus
choques con David debieron ser numerosos. Pero el curso de los acontecimientos, cuando
llegamos al punto en que David huye de su casa amparado en la noche, parece indicar que
esta vez la fuga de David fue definitiva, y que si volvió a la casa de Saúl o a sus cercanías ni
siquiera se dejó ver del rey. Pues se sabe que David huyó de su casa a Rama y se refiere que
Saúl envió hombres, en diversas oportunidades, para que le prendieran, y que esos hombres
no lo hicieron porque cuando llegaban a Rama caían en trances proféticos, esto es, en accesos
de histeria religiosa. Al fin el propio Saúl se encaminó a Rama, y también él padeció uno de

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JUAN BOSCH  |  DAVID, BIOGRAFÍA DE UN REY

esos accesos, al extremo de que “quitándose sus vestiduras, profetizó él también ante Samuel,
y se estuvo desnudo por tierra todo aquel día y toda la noche” (I Sam., 19:24). Por cierto, esa
es la última vez que Saúl ve a Samuel, y no sabemos qué le dijo al sacerdote, ante quien sin
duda se hallaba en posición difícil. Tampoco consta que el venerable anciano aprovechara
el momento para aconsejarle o para echarle en cara su conducta.
Es mientras David se halla en Rama cuando se explicaría la unción del hijo de Isaí como
elegido de Yavé para reinar algún día en Israel. Pues no hay duda de que Samuel considera
desde hace años a Saúl como un mal rey, un monarca que no obedece la palabra de Yavé,
única fuente legítima de la voluntad nacional. Por otra parte, a esa época ya se conocían
las condiciones de caudillo que tenía David, y el anciano Samuel, con larga experiencia de
gobierno y ojos sagaces de sacerdote, podía ver con cierta claridad el destino que aguardaba
al bisnieto de Ruth la moabita. Todo indica que si Samuel ungió a David, debió ser entonces,
y en secreto, a fin de que no se enterara Saúl. Al andar del tiempo la escena pudo haber sido
trasladada a la primera juventud de David y a la casa de su padre en Belén de Judá.
¿Qué sucedió en Rama? ¿Fue Saúl a la ciudad de Samuel sólo para profetizar o para pedirle
al anciano sacerdote que le entregara a David? ¿Qué papel jugó Samuel entre Saúl y David?
Hay dos versiones sobre acuerdos entre Jonatán y David que autorizan a pensar que en Rama
hubo, por lo menos, negociaciones para la reconciliación. Una de ellas (I Sam., 20:1) refiere
que David huyó de Nayot de Rama, fue a ver a Jonatán y le dijo: “¿Qué he hecho yo? ¿Qué
crimen he cometido contra tu padre, para que de muerte me persiga?”. La otra asegura que
gracias a la intervención de Jonatán (I Sam., 19:6,7) Saúl olvidó los agravios: “Saúl escuchó
a Jonatán y juró: “¡Vive Yavé! ¡No morirá!”. Jonatán llamó a David y le transmitió estas
palabras; le llevó luego a Saúl y se quedó David a su servicio, como estaba antes”.
El primero de los textos copiados aparece después del viaje de Saúl a Rama; el segundo,
antes. El segundo puede referirse a alguna otra reconciliación; el primero se relaciona, sin
lugar a dudas, con la fuga a Rama.
¿Aconsejó Samuel a David que hablara con Jonatán? ¿Resolvió el belemita hacerlo por-
que vio la insistencia de Saúl en perseguirlo? Los numerosos enviados, antes, y la llegada
del rey, al final, ¿no indicaba que Saúl no estaba dispuesto a perdonar? Y si los enviados y
el mismo Saúl fueron hasta Rama en son de paz, ¿no despertó eso en David la sospecha de
que estaban tendiéndole una trampa?
Saúl debió retornar a su hogar consumido por el prolongado ataque de histeria religiosa
y perturbado por no haber podido regresar con David. No parece haber duda de que en
cuanto se relacionara con el hijo de Isaí, Saúl estaba loco. En otros aspectos de su vida tal
vez obrara con aparente cordura; pero cuando se trataba de David perdía el dominio de sí.
David encarnaba su manía persecutoria, era la representación de su obsesión. Debía estar
en ese período álgido de la psicosis en que el solo nombre de su perseguido le sacaba de
sí y le encendía en cólera. Pero como sucedía que no era un loco declarado y era rey, debía
haber en su vida momentos en que la locura se le sosegaba y ponía la inteligencia y el poder
real al servicio de su obsesión. Era el momento de la simulación, la hora de armar la trampa
para que la imagen odiada cayera en sus manos. No es descabellado pensar que después
de la descarga emocional sufrida en Rama con el ataque de histeria religiosa, Saúl tuvo
unas horas, y tal vez unos días, en que su inteligencia señoreó sobre la obsesión, sólo que la
señoreó para servirla. De ser así, se explica que Saúl se inclinara a simular el perdón como
el medio más adecuado para sorprender a David y darle muerte.

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

No hay otra explicación para la escena en que Saúl reúne a sus capitanes y les propone
la muerte de David. No puede ser antes del acceso de locura que le lleva a disparar su lanza
contra David mientras éste toca el arpa, porque ese rapto de cólera se produjo a despecho de
la conciencia del propio Saúl; fue un típico arrebato, provocado por la violencia de la pasión,
que resultó excitada con los cánticos de “Saúl mató sus mil, pero David sus diez mil”. No pudo
darse, tampoco, cuando horas después de ese arrebato ordena que prendan a David mientras
duerme. Todavía en ese momento Saúl era sujeto de la cólera, y mandaba, no proponía ni con-
sultaba. Es después que la cólera cede cuando comienza a tomar cuerpo en él la idea de usar
la astucia para aplastar a aquel que, a su juicio, pretende desplazarle; y la cólera debió ceder
después que David huyó hacia Rama, más propiamente, después que Saúl volvió de Rama.
Si tenemos razón al combinar el orden de los acontecimientos como lo estamos haciendo, Saúl
debió reunir a sus capitanes, para proponerles la muerte de David, después que regresa de
Rama. Es aquí donde surge en todo su esplendor el papel de la amistad en la vida de David.
Pues entre los capitanes que oyen la proposición de Saúl está Jonatán.
Jonatán es hijo del rey, un hijo excelente, que acompañará a su padre hasta la muerte;
pero tiene la cabeza clara al extremo de que sobrepone a su amor de hijo la capacidad ne-
cesaria para juzgar a su padre y comprender que, por lo menos en un punto, se halla loco.
Jonatán, además, es cuñado de David y su amigo; y sus sentimientos son tan firmes que,
queriendo al padre y al amigo a quien el padre persigue, favorece a David sin denunciar
a Saúl como loco. Jonatán tiene valor, no sólo el que ha probado en los combates, sino ese
otro valor necesario para no cejar en la lucha moral que libra con el fin de desviar la cólera
paterna y salvar al amigo amenazado sin faltar ni a sus deberes de hijo ni a sus sentimientos
de amigo. Jonatán es, en verdad, una figura notable.
Al oír la proposición de su padre, Jonatán abandona el lugar y va en busca de David, a
quien advierte que corre peligro. Jonatán le ofrece a David que hablará con su padre, y según
los textos Jonatán obtuvo de Saúl el perdón para David y éste volvió a servir al rey “como estaba
antes”. Pero sucede que tal relato no concuerda con el que tiene todos los visos de la certeza, el
que sigue a la visita de Saúl a Rama. Probablemente esa reconciliación es una anterior, la misma
a que ya nos hemos referido. Los hechos que se ofrecen a continuación indican que si Jonatán
habló con Saúl después que éste volvió de Rama, no tuvo confianza en las palabras del rey. Es
difícil saber si la intervención de Jonatán cerca de Saúl tuvo lugar después que el rey habló con
sus capitanes para concertar el asesinato de David, o inmediatamente antes. De lo que no hay
duda es de que actuó para salvar la vida de su amigo; se fue, vio a David y le pidió esperar. El,
Jonatán, le avisaría a tiempo si debía acercarse a Saúl o debía alejarse.
David conocía el peligro que corría, puesto que le dijo a Jonatán: “No hay sino un paso
entre mí y la muerte”. Esas palabras fueron dichas la víspera del novilunio. Durante no-
vilunio Saúl acostumbraba comer tres días seguidos, rodeado de sus capitanes de armas, a
un lado Abner, jefe de sus ejércitos, al otro Jonatán; él, el rey, de espaldas a la pared, y los
restantes en otros sitios. Había un puesto para David, pero en ese novilunio se quedaría
vacío. Probablemente en el primero de los tres festines no se pondría la mano en David.
Parte del plan de Saúl debía ser dar confianza a su víctima.
Es el caso que David se entrevistó con Jonatán. El diálogo del hijo del rey y el perseguido
del rey es de una nobleza conmovedora. Helo aquí, tal como figura en I Samuel (20: 1 al 16):
“¿Qué he hecho yo? ¿Qué crimen he cometido contra tu padre, para que de muerte me
persiga?”. Jonatán le dijo: “No, no será así, no morirás. ¿Había de celarme a mí eso mi padre?

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JUAN BOSCH  |  DAVID, BIOGRAFÍA DE UN REY

No hace mi padre cosa alguna, ni grande ni pequeña, sin dármela a conocer. ¿Por qué había
de ocultarme ésta? No hay nada de eso”. Y juró nuevamente a David. Pero éste dijo: “Sabe
muy bien tu padre que me quieres, y se habrá dicho: Que no lo sepa Jonatán, no vaya a darle
pena; pero por Dios y por tu vida, que no hay más que un paso entre mí y la muerte”. Jonatán
dijo a David: “Di qué quieres que haga, que yo haré cuanto me pidas”. David le respondió:
“Mañana es novilunio, y yo debería sentarme junto al rey en el convite. Me iré y me ocultaré
en el campo hasta la tarde. Si tu padre advierte mi ausencia, le dices: David me rogó que le
permitiese ir de una escapada a Belén, su ciudad, porque se celebra el sacrificio anual de toda
la familia. Si contesta: “Bien está”, será que a tu siervo no le amenaza mal ninguno; pero si se
enfurece, sabrás que tiene resuelta mi pérdida. Hazme, pues, ese favor, ya que hemos hecho
entre los dos alianza por el nombre de Yavé. Si algún crimen hay en mí, quítame tú mismo la
vida. ¿Para qué llevarme a tu padre?”. Jonatán le dijo: “Lejos de mí ese pensamiento; pero si
llego a saber que verdaderamente mi padre tiene resuelta tu perdición, te lo daré a conocer,
te lo juro”. Preguntó David a Jonatán: “¿Y quién me va a informar de la cosa y de si tu padre
decide algo contra mí?”. Jonatán le contestó: “Ven vamos al campo”. Y salieron los dos al campo.
Jonatán dijo allí a David: “Por Yavé, Dios de Israel, te juro que yo sondearé a mi padre mañana
o pasado mañana. Si la cosa va bien para David y no mando quien te informe, que castigue
Yavé a Jonatán con todo rigor. Si mi padre trata de hacerte mal, te informaré también para que
te vayas en paz y que te asista Yavé, como asistió antes a mi padre. Si todavía vivo entonces,
usa conmigo de la bondad de Yavé; y si he muerto, no dejes de usarla jamás con mi casa; y
cuando Yavé haya arrancado de la tierra a todos los enemigos de David, persista el nombre
de Jonatán con la casa de David y tome Yavé venganza de los enemigos de David”.
Jonatán decía que no, que su padre no pretendía hacerle mal a David. Pero bien sabía él
que de sólo ayudar a David a salir con vida, la suya corría peligro. Sucedió como lo temía
David. El primer día Saúl se hizo el desentendido; pero el segundo día, cuando preguntó
por David y Jonatán le explicó que había ido a Belén a sacrificar con toda su familia, y
que él le había concedido el permiso, le acometió a Saúl la cólera y gritó fuera de sí: “¡Hijo
perverso y contumaz! ¿No sé yo bien que tú prefieres al hijo de Isaí, para vergüenza tuya y
vergüenza de la desnudez de tu madre? Pues mientras el hijo de Isaí viva sobre la tierra no
habrá seguridad ni para ti ni para tu reino. Manda, pues, a prenderle, y tráemele, porque
hijo es de muerte” (I Sam., 20:30 y 31).
En medio de su ira, Saúl acertó a tocar lo que él pensaba que debía ser una parte sensi-
ble en el alma de Jonatán, puesto que mencionó el peligro en que estaba como heredero del
reino si no se le ponía fin a la vida de David. Pero Jonatán se hallaba a mayor altura que esa
herencia. He aquí como respondió a su padre: “¿Por qué ha de morir? ¿Qué ha hecho?”.
En ese momento Saúl vio en Jonatán al defensor de aquel a quien odiaba con toda la
violencia de su alma, no a su hijo. Tomó la lanza y la blandió sobre su heredero. Es de su-
poner que la intervención de los amigos evitó que allí se consumara en Jonatán el crimen
que estaba destinado a David. Jonatán se sintió humillado, se levantó y se alejó. No volvió
a la comida, sino que arregló las cosas de manera que pudiera enviarle a David el mensaje
convenido. David esperaba oculto tras una gran piedra.
Según está contado en I Samuel (20:35 al 42), “al día siguiente por la mañana salió Jo-
natán al campo, como había convenido con David, acompañado de un mozo, a quien dijo:
“Corre a cogerme las flechas que tiro”. Corrió el mozo, y Jonatán, entre tanto, disparó otra
flecha, de modo que pasase más allá de él. Cuando el mozo llegaba al lugar donde estaba la

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

flecha que Jonatán había tirado, éste le gritó; “La flecha está más allá de ti”, y siguió dicien-
do, como si al mozo se dirigiera: “Pronto, date prisa, no te detengas”. El mozo de Jonatán
recogió la flecha y se vino donde estaba su señor. Nada sabía el mozo. Sólo Jonatán y David
lo entendían. Jonatán dio sus armas al mozo que le acompañaba y le dijo: “Anda, llévalas a
la ciudad”. Ido el mozo, se alzó David de junto a la piedra y echóse rostro en tierra por tres
veces. Después ambos se abrazaron y lloraron, derramando David muchas lágrimas. Jonatán
dijo a David: “Vete en paz, ya que uno a otro nos hemos jurado, en nombre de Yavé, que El
estará entre ti y mi y entre mi descendencia y la tuya para siempre”.
El hijo del rey y el que estaba llamado a ser rey no volverían a verse. Años después,
cuando Saúl y Jonatán cayeron en Gélboe, David compuso una elegía a su memoria. El jefe
de armas nunca dejó de ser el tañedor de arpa. Cuando recibió la noticia de la muerte de
su amigo, estaba en las lindes del desierto, actuando como jefe de banda, e ignoraba que se
hallaba en vísperas de ser rey. Y he aquí cómo se refirió entonces a Jonatán, a ése que le amó
sin ser de su sangre y le salvó la vida desviando de sobre su cabeza la cólera de Saúl:

“Cómo han caído los héroes en medio de la batalla?


¿Cómo fue traspasado Jonatán en las alturas?
Angustiado estoy por ti, ¡oh Jonatán, hermano mío!
Me eras carísimo,
Y tu amor era para mí dulcísimo,
Más que el amor de las mujeres.
¿Cómo han caído los héroes?
¿Cómo han perecido las armas del combate?”.
(II Sam., 1:25 al 27).

Capítulo VIII
A menudo vamos a tener que referirnos a hechos de David que el lector no conoce
todavía, y más a menudo tendremos que detenernos a meditar sobre los que han pasado.
El estudio del carácter de David no es fácil, y solo fijando repetidamente la atención en sus
hechos podremos comprender sus actos y su papel como personaje histórico. Así, por ejemplo,
ahora, cuando comienza en su vida una nueva etapa, la del perseguido de su suegro y señor,
tiene uno que preguntarse: ¿Tenía el hijo de Isaí una orientación para su vida o es su destino
obra del acontecer nacional? Es indudable que la historia escoge a sus preferidos y los va
formando, a veces sin que el elegido se de cuenta; en cambio, hay hombres conscientes de
su papel, que se aferran a él con toda la pasión de que son capaces. Samuel era consciente de
su deber, y lo cumplía; Saúl estaba cargado de ambición de poder, y trataba de satisfacerla.
Pero David, ¿qué concepto tenía de su función?
En la etapa que va a iniciarse ahora uno comienza a pensar que David fue del escaso número
de los que la historia elige, primero como objeto y después como instrumento. Se hallaba en la
casa de su padre apacentando ovejas, con seguridad que muy ajeno a que de ahí saldría para ir a
vivir con Saúl y un buen día el rey manda a buscarle. ¿Pero para qué? Para tañer el arpa, arte que
ha aprendido mientras era pastor. Siendo escudero del rey, entra en la guerra y se convierte en
caudillo; y es el oficio de las armas el que le permitirá hacerse popular, primero, vivir y mantener
a sus órdenes una especie de ejército mientras se halla perseguido, después.

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JUAN BOSCH  |  DAVID, BIOGRAFÍA DE UN REY

En forma inesperada, David pasa de arpista a escudero real; en forma inesperada pasará
de yerno y capitán del rey a prófugo; en forma inesperada también pasará de jefe de banda y
vasallo de los filisteos a rey de Judá; y es entonces, al llegar a rey, antes de alcanzar la mitad
de su vida, cuando parece que David adquiere conciencia clara de su destino y organiza
todas sus extraordinarias facultades para lograr ese destino. Hasta poco antes de ser ungido
rey era un hombre con ambiciones, pero parecía perdido en las sombras de su lucha contra
Saúl, si bien siempre tuvo cualidades para ir viviendo y destacándose mientras llegaba la
hora en que su destino y él formarían una sola imagen. Las medidas de esa imagen serían
las medidas de Israel.
Como vamos a ver pronto, la osadía de David era asombrosa, y lo eran también su capa-
cidad para adaptarse a situaciones nuevas, para la mentira y la simulación, para defenderse y
acometer a tiempo; eran excepcionales su sentido de la oportunidad y su don para conquistar
amigos. Sobrepasar el día de hoy, vivir hasta mañana, parece ser su preocupación más alta
durante la primera mitad de su vida. Todo lo que pueda servirle para ese fin es utilizado
por David sin un titubeo. Esa actitud se ve clara en el caso de los panes de la proposición,
que se hallaban en el santuario de Nob, una parada en el camino que seguía David cuando
comenzó su vida de prófugo de la cólera real.
Los panes de la proposición eran doce, hechos de harina fina, y se colocaban en dos rimeros
de seis panes cada uno, “sobre la mesa de oro, delante de Yavé”, según se lee en el Levítico (20: 5
al 9). Eran el símbolo de la alianza de Yavé con Israel y estaban destinados sólo a los sacerdotes,
“que los comerán en lugar santo, porque es para ellos cosa santísima, entre las ofrendas de
combustión hechas a Yavé”. Para fijar la importancia y la categoría sagrada de los panes de la
proposición, el Levítico afirma: “Es ley perpetua”. Probablemente jamás se le ocurrió a nadie
la idea de que alguien que no fuera sacerdote se atreviera a comer uno de esos panes.
Aquella “astucia y la malicia de su corazón” que ya en la niñez del futuro rey cono-
cía uno de sus hermanos, debió aconsejar a David que se dirigiera a Gath, la ciudad más
septentrional de Filistea, pues sin duda uno que huía de Saúl podría hallarse seguro entre
sus proverbiales enemigos. El enemigo desamparado de un poderoso ha sido siempre bien
acogido por los que odian a ese poderoso, y mal recibido o entregado por los que le temen.
En el camino de Gath, y al oeste de Rama, se hallaba el santuario de Nob.
Ese santuario estaba atendido, según se deduce de los acontecimientos que se verán
después, por amigos de Saúl. El jefe de los sacerdotes era Ajimelec, descendiente y quizá
nieto de Elí. No hay constancia de que fuera el santuario nacional, no es posible que estuviera
allí el Arca de la Alianza, que tal vez se hallaba en Rama, hogar de Samuel. La existencia del
santuario de Nob con su alto número de sacerdotes, sus trofeos de guerra, sus panes de la
proposición, indica que Saúl había organizado o estaba organizando el culto con prescin-
dencia de Samuel y probablemente con el fin de contrarrestar la autoridad del profeta de
Yavé. La forma en que reacciona Saúl cuando sabe que David ha estado en el templo de Nob
y que allí ha recibido ayuda, denuncia a las claras que el rey se sintió traicionado por gente
que le debía lealtad. Los sacerdotes que servían en Nob eran, pues, favorecidos de Saúl. Tal
vez no fue pura casualidad que el día de la fuga de David estuviese en el templo un cierto
Doeg, edomita, amigo de confianza de Saúl.
David entró al templo mintiendo. Ajimelec, el jefe de los sacerdotes, le preguntó
cómo se explicaba que anduviera solo, y David le respondió que el rey le había dado
una orden secreta, de la que nadie podía saber palabra, razón por la cual había dejado a

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

sus acompañantes en otro sitio. Inmediatamente, y alegando que debía cumplir esa orden
real, reclamó ayuda en comida. No había allí qué comer, excepto los panes de la proposi-
ción. David los pidió con una osadía que sólo se explica si aceptamos que Ajimelec era un
servidor del rey. Creyéndole, Ajimelec le entregó los panes sagrados. Mil años más tarde
Jesús se referiría a este episodio justificando a David.
No se conformó David con llevarse los panes de la proposición, sino que pidió a Ajime-
lec que consultara a Yavé para saber qué le esperaba, lo cual era en cierto sentido invocar
la bendición de Yavé para el yerno de Saúl; y además pidió armas. Ajimelec le dijo que la
única arma que había en el templo era la espada de Goliat; “allí la tienes, envuelta en un
paño, detrás del efod; si ésa quieres, cógela, pues otra no hay”. “Ninguna mejor; dámela”,
respondió David. Y partió inmediatamente hacia el sudoeste, en dirección de Gath. No podía
perder tiempo pues le iba en ello la vida.
Según pensamos este hecho se da hacia el 1015 o hacia el 1014 A. de C. David debía
andar por los veintiséis años y Saúl por los sesentiséis. David debía ser todavía “blondo, de
bella presencia”; pero el rey, ¿cómo era a esa edad? ¿Había canas en su pelo y en su barba?
Su majestad natural, ¿había aumentado con el ejercicio del poder o había desaparecido a
impulsos de los feroces celos que deformaban su alma?
Cuando el edomita Doeg le llevó la noticia de que David había pasado por Nob, había
estado en el templo, había recibido de manos de Ajimelec los panes de la proposición y la
espada de Goliat, y además que el sacerdote había consultado a Yavé para saber cómo le iría
a David, el rey perdió la cabeza. Se hallaba “en Gueba, en el alto, bajo el tamarindo, con la
lanza en la mano y rodeado de todos sus servidores”. Usando de su conocimiento del cora-
zón humano, Saúl hablaba así a los suyos: “Escuchad, benjaminitas: ¿Va a daros también a
vosotros el hijo de Isaí campos y viñas y va a haceros a todos jefes de mil y jefes de ciento,
para que así todos os hayáis conjurado contra mí y no haya nadie que me informe de que
mi hijo se ha ligado con el hijo de Isaí, y nadie de vosotros se duela de mí y me advierta que
mi hijo ha sublevado contra mí a un servidor mío, para que me tienda asechanzas, como
está haciendo?” (I Samuel, 22:6 al 8).
El rey, pues, acababa de saber que David había huido amparado por Jonatán, y su cólera
aumentaba a medida que David se alejaba de él. Era lógico, pues Saúl era enérgico, pero
intrínsecamente débil puesto que no tenía dominio sobre su alma, y en ese tipo de débiles la
cólera penetra por los resquicios que dejan las quiebras del carácter y se crece en espumarajos,
como el agua del mar entre los arrecifes. Con su delirio de persecución excitado, incriminaba
a todos los que le oían porque no le ayudaban a exterminar a David. En ese momento acertó
a llegar Doeg y contó lo que había visto en Nob. El alma de Saúl se hallaba desbordada, lista
para el crimen. La llegada de Doeg fue, pues, fatalmente oportuna.
Saúl ordenó buscar al sacerdote Ajimelec, y a todos los sacerdotes de Nob con él y a
“toda la casa de su padre”. El rey preparaba un castigo ejemplar. En la locura que le aque-
jaba no comprendía que él mismo, con sus propias manos, estaba labrando la estatua de
David como futuro rey. En su obstinada persecución estaba haciendo de David el caudillo
de todos aquellos que habían sido humillados, heridos o preteridos por él, pues el más
violentamente odiado por el poderoso, ése acabará siendo la esperanza de sus perseguidos
y de sus enemigos. Su odio era demasiado impetuoso y no le permitía darse cuenta de que
todo rey tiene adversarios; la ley misma de la vida lo impone, ya que ninguna fuerza puede
mantenerse si no va creando otras que se le opongan.

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JUAN BOSCH  |  DAVID, BIOGRAFÍA DE UN REY

Traídos a presencia de Saúl Ajimelec y “toda la casa de su padre”, así como todos los
sacerdotes del templo de Nob, fueron acusados por el rey de haber ofrecido la protección de
Yavé a David, de haberse confabulado con el prófugo para sublevarse contra el rey. Ajimelec
protestó; pidió a Saúl que retirara esas acusaciones. El rey no quiso oírle, a pesar de que Aji-
melec decía verdad, y condenó a muerte no sólo a Ajimelec, sino a todos sus compañeros y
“a toda la casa de su padre”. Era tal la magnitud del crimen que los servidores de Saúl no se
atrevieron a obedecerle cuando les pidió que ejecutasen la sentencia. Saúl ordenó entonces a
Doeg que lo hiciera él, y Doeg, edomita, y por tanto libre de sentimiento yaveístas y de respeto
hacia la descendencia de Elí, le obedeció: mató a cuchillo a ochenticinco sacerdotes.
La matanza debió tener lugar en campo abierto, bajo el tamarindo “del alto”, y la sangre
derramada enardeció a Saúl, quien a seguidas marchó sobre Nob, como a una guerra santa.
Según se lee en I Samuel (22: 19), “hombres y mujeres, niños, hasta los de pecho, bueyes,
asnos y ovejas; todos fueron pasados a cuchillo”. Donde se detuvo David, allí lo destruyó
todo la ira de Saúl.
Mientras tanto, David había llegado a Gath, la ciudad filistea, una de las cinco principales
en la federación enemiga de Israel. En Gath gobernaba Aquis, cuya protección obtendría el
hijo de Isaí. Es probable que al llegar a Gath buscara la manera de ver a Aquis, pero cuando
oyó que le anunciaban al señor de la ciudad como el guerrero victorioso, el de “Saúl mató
sus mil, pero David sus diez mil”, temió que Aquis le cobrara la sangre de sus hombres y
decidió hacerse pasar por loco. En Filistea como en Israel los locos eran sagrados, porque a
través de ellos hablaban a menudo los dioses, y en algunos pueblos orientales se había usado
ya la treta de hacerse pasar por loco para salvar la vida. David, que lo sabía, se dejaba caer
la saliva en las barbas, como era común entre los orates, e iba de puerta en puerta tocando
un tambor. De esa manera, aquel que estaba llamado a ser el azote de Filistea y lo había sido
ya antes, paseó por las calles de Gath protegido por la piedad de sus enemigos. Aprovechó,
sin embargo, el tiempo, puesto que sin que sepamos cómo, llegó a acuerdos con Aquis de
Gath, de quien fue largo tiempo protegido y, en cierto sentido, vasallo.
No se sabe si estando David todavía en Gath fue a verle Abiatar, o si lo hizo más tarde. Este
Abiatar era hijo de Ajimelec; como su padre, había sido sacerdote en Nob, y sólo él escapó de la
matanza ordenada por Saúl. Fue él quien dio cuenta a David de la hecatombe del tamarindo de
Gueba. A partir del momento en que se reunió con el hijo de Isaí, este último descendiente de Elí
sería su sacerdote hasta que David abdicó el trono en favor de Salomón, y a él debió David salir
con buena fortuna de momentos críticos. Saúl mismo iba empujando hacia David a los hombres
que debían ayudarle a ser rey. Observando casos como el de Abiatar resulta difícil escapar a la
idea de que David fue un favorito de la historia, formado por ella para que le fuera útil sin que
él mismo lo sospechara, por lo menos durante los primeros treinta años de su vida.
Se ignora cuánto tiempo permaneció el futuro rey de Israel en Gath. De allí desapa-
reció un día, probablemente después de haberse puesto en comunicación con su padre y
sus hermanos, a quienes de seguro perseguía o molestaba Saúl. Pero como adonde fue a
dar David en esa ocasión fue a Ondulán, más propiamente a las cuevas de Ondulán, que
estaban al este de Gath y no lejos de esta ciudad, es de pensarse que para comunicarse con
sus familiares David se valió de Aquis, con quien más tarde iba a celebrar un pacto que le
permitiría retornar a Gath con algunos cientos de partidarios.
Es el caso que se reunió con sus padres y sus hermanos en Ondulán, de donde marchó
hacia el Moab. La ruta hacia el Moab debió ser la del sur, por el desierto del Neguev hasta la

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costa sur del Mar Muerto, de otra manera el grupo habría tenido que cruzar tierras domina-
das por Saúl, lo cual era peligroso. En ese viaje vio David aumentar sus pequeñas huestes,
pues los que huían de sus acreedores, los criminales prófugos y los enemigos del rey, así
como los inevitables grupos de bandoleros que en esos días de guerra debían merodear por
el desierto, acudieron a unirse al renombrado guerrero.
Los moabitas no eran aliados de Saúl. Se sabe que Saúl les hizo la guerra, y si bien se
ignora si la hizo antes de la fuga de David o después, es el caso que no debía haber alianza
entre ellos y el rey de Israel antes de que David se internara en la tierra de su bisabuela.
Del Moab pasó David al desierto de Judá. Allí, en un pequeño territorio casi desolado,
entre el Mar Muerto al oriente y el camino de Maón a Hebrón a occidente, comenzó a operar
con sus hombres, internándose en las arenas del desierto cuando era perseguido y surgiendo
de ellas, como una encarnación de las tinieblas, cuando se lanzaba al ataque. Puede asegu-
rarse, sin caer en exageraciones, que el futuro rey de Israel fue en esa época el típico jefe de
banda. Por otra parte, no podía ser otra cosa: estaba perseguido por la autoridad legítima, el
rey que Yavé había elegido para Israel; no tenía derecho a cobrar tributos para alimentar a
sus hombres y no podía dejarlos morir de hambre. Se le había condenado a muerte sin que
hubiera delinquido; había luchado contra los enemigos de su pueblo y de su Dios durante
años, derrotándolos siempre, con lo cual había adquirido un nombre brillante de servidor de
su raza y de su religión, y en pago se le acorralaba como a una alimaña. Para salvar su vida y
su honra, pues, David se había visto forzado a encabezar una banda armada. De sus extraor-
dinarias dotes dependió que esa banda no fuera usada en la destrucción de Israel.
Hay por entonces un hecho difícil de explicar. Se trata del combate de Queila. Refiere
el texto sagrado que David combatió en Queila a los filisteos, “haciéndoles experimentar
una gran derrota”, que les quitó fuerte botín y que se quedó en Queila, con unos seiscientos
hombres, durante algún tiempo, hasta que abandonó la región por temor a Saúl, que se
movía sobre el lugar.
Parece que en verdad David no atacó a los filisteos, sino a sus compatriotas. Varias son las
razones que pueden aducirse en favor de esta tesis. En primer lugar, Queila quedaba cerca de Gath,
al sur de Ondulán, y esto hace suponer que de haber sido tomada por los filisteos, los ocupantes
habrían pertenecido a las fuerzas de Aquis, señor de Gath y amigo de David. En segundo lugar,
una vez en Queila, David tuvo noticias de que Saúl se movía sobre ese punto para atacarle, y
su ansiosa pregunta a Yavé, a través de su sacerdote Abiatar, el hijo del infortunado Ajimelec,
era ésta: “Los habitantes de Queila, ¿me entregarán a mí y a los míos en manos de Saúl?”.
Yavé respondió que sí, y David, con sus seiscientos hombres abandonó la plaza.
De haber librado David a Queila de manos de los filisteos, ¿por qué temía que los habitan-
tes de Queila lo entregaran en manos de Saúl? ¿No era lógico que en ese caso los pobladores
liberados se unieran a David, su libertador, o por lo menos protegieran su fuga para impedir
que Saúl le diera muerte? Por otra parte, dado que David estaba en el caso de tomar, donde las
hubiere, provisiones y bestias para sus hombres, ¿qué de extraño tiene que saltara una plaza
adicta a Saúl? La toma de Queila, ¿no sería una acción premeditada para ganar del todo la
confianza de Aquis de Gath, a quien David iba a aliarse en forma estrechísima?
Cuando los jefes confederados resuelvan atacar a Saúl, en la guerra del 1010 A. de C.
–que se iniciará y terminará con la batalla de Gélboe, en la que muere Saúl–, David irá
con ellos. Algunos jefes filisteos preguntaron: ¿Qué hacen aquí estos hebreos?”. Aquis
les dijo: “No veis que es David, siervo de Saúl, rey de Israel, que está conmigo hace días y

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JUAN BOSCH  |  DAVID, BIOGRAFÍA DE UN REY

años, sin que haya hallado yo la menor cosa que reprocharle, desde que se pasó a nosotros
hasta ahora?” (I Sam., 29:3).
Es Aquis, el señor de Gath, quien habla para afirmar que “desde que se pasó” a su lado
hasta el momento de la invasión, en “días y años”, David jamás ha dado lugar a un reproche.
Esto quiere decir que David ha actuado sin dobleces. Aquis no habría podido hablar así de
haber David atacado a su gente en Queila; y no hay indicios de que David hubiera atacado
en Queila a filisteos de otra zona, pues los afectados se lo habrían recordado a Aquis en esa
ocasión.
La historia de David se escribe mucho más tarde, no hay que olvidarlo. Este hijo de
Isaí tuvo la buena fortuna de haber conquistado con sus hazañas la simpatía del pueblo, y,
además, de haber llegado al poder cuando ya la voluntad nacional estaba hecha a la idea
de la monarquía. No ocurría así en tiempos de Saúl ni estaba Saúl preparado para fascinar
la imaginación de Israel como lo hizo David, porque no era, como éste, un político, y por
tanto no sabía actuar oportunamente. Ignoraba cuándo podía ser cruel y cuándo generoso;
desconfiaba de sus hombres de valer y creía que su poder debía descansar sobre todo en el
filo de las espadas, error en que no cayó David.
La simpatía popular que ganó David debe haberle ayudado a la hora en que se escribió
su historia, y ello podría explicar el empeño en transformar ciertos actos del hijo de Isaí,
como el ataque a Queila, que no tiene explicación tal como está relatado en el texto bíblico.
De haberse dado los hechos como aparecen en el Libro Primero de Samuel, habría sido Aquis
quien habría marchado sobre David, no Saúl.
Saúl, por lo demás, no bajó a Queila porque David abandonó la plaza a tiempo y se dirigió
hacia el oriente, a la zona de Ziff, donde tenía la protección del desierto. Se dice que estando
allí llegó a verle Jonatán, pero esto parece una versión tardía y desfigurada de la entrevista
que tuvieron David y el hijo del rey cuando el último le ayudó a huir de las iras de Saúl.
Durante buen tiempo, David y sus hombres vagaron por el rincón de Judá que va de Ziff
y Maón al Mar Muerto. No hay duda de que imponían tributos ilegales a los ricos, aunque,
como jefe de banda con sentido político, David debía cuidarse mucho de no causar daño a
los pobres y hasta a los de mediana posición, a quienes no le convenía molestar. A menudo
ocurre que los jefes de bandas saben ganar el corazón de los necesitados y humillados, sólo
imponiendo su justicia en los lugares donde merodean y protegiéndolos contra los abusos
de los poderosos. Hemos visto ese caso hasta en nuestros tiempos. No sería aventurado
pensar que mucha de la simpatía que acompañó a David durante su vida de caudillo se
debió a su conducta en el desierto, mientras capitaneaba ese grupo de seiscientos hombres
con que se defendió de Saúl.
El cuantioso tributo en provisiones impuesto a Nabal, marido de Abigaíl, es elocuente
en este sentido. Como ése, debieron ser abundantes los que cobró David durante sus años
de perseguido. Hay constancia, además, de que él y sus hombres cuidaban los bienes de
mucha gente, sobre todo los rebaños que pacían por las lindes del desierto, y que cobraban
por esa especie de protección armada.
Que hubo gente perjudicada por David y los suyos se deduce de estos párrafos, relati-
vos a esos días de persecución: “Los de Ziff habían ido a Gueba a decir a Saúl: “David está
escondido entre nosotros, en los lugares fuertes, en Joresa, en la colina de Jaquila, que está al
mediodía del desierto. Baja, pues ¡oh rey!, como estás deseándolo, que ponerle en tus manos
en cosa nuestra” (I Sam., 23: 19. 20).

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“Ponerlo en tus manos es cosa nuestra”, habían dicho esos hombres de Ziff a Saúl.
Estaban, pues dispuestos a luchar contra seiscientos seguidores de David que no eran pre-
cisamente mancos. ¿Por qué? ¿Por odio a David? ¿Por amor a Saúl?
Sin duda por lo primero. Y como no es del caso odiar porque sí a un jefe de banda que
imponía su ley, debemos admitir que la ley de David, por los días en que era un fugitivo, no
resultaba agradable para alguna gente de Ziff. El tributo al rico Nabal, que pagó su mujer Abi-
gaíl, dice a las claras quién era esa “alguna gente” de Ziff que tenían odio al hijo de Isaí.
No le odiaban los pobres, que nada tenían que dar ni que perder, y que además care-
cían de fuerzas para ponerle en manos de Saúl. Le odiaban los poderosos porque David les
cobraba tributos para mantener a sus seiscientos partidarios.

Capítulo IX
De esos días hay dos versiones de lo que debe haber sido un hecho sin mayor importancia. Los
actores principales en ese episodio –en los dos, si se prefiere– son David y Saúl, según los textos.
Pero la prudencia aconseja atribuir lo que en verdad sucedió, que debe ser mucho menos de lo
que se cuenta, a David y a alguna otra persona, tal vez a uno de los jefes de armas de Saúl.
Los partidarios de David se empeñaron en adornar a su héroe con los atributos de la leyenda,
y para ello deformaron con toda tranquilidad la historia. Por ejemplo, dos veces ponen a David
perdonando la vida de Saúl, y lo cierto es que una lectura serena de los textos sagrados indica
que sólo una vez estuvo Saúl encabezando personalmente la persecución contra su yerno, y esa
vez tuvo que abandonar el territorio donde se hallaba David sin haber dado con éste.
Saúl debió verse ocupado en sus guerras mientras el hijo de Isaí se refugiaba en el desierto
de Judá. No hay que olvidar que cuando Saúl “reinó sobre Israel, hizo la guerra a todos los
enemigos de entorno”, y que “la guerra contra los filisteos fue encarnizada, durante toda la
vida de Saúl”. En I Samuel (23:25 al 28) se refiere que “Saúl salió con su gente en busca de
David al desierto de Maón. Marchaba él por un lado de la montaña, y David y sus gentes,
por el opuesto lado. Mientras se apresuraba David para escapar de Saúl, y éste y sus gentes
perseguían a David y a los suyos para apoderarse de ellos, vino un mensajero a decir a Saúl:
“Apresúrate, pues los filisteos han invadido la tierra”, y Saúl hubo de desistir de perseguir
a David para salir al encuentro de los filisteos. Por eso se llama todavía hoy aquel lugar
Roca de la Separación”.
Ese parece ser el único momento en que Saúl estuvo persiguiendo en persona a su odia-
do yerno, hasta el detalle de que David y su gente “se apresuraban para escapar de Saúl”
conviene con la verdad, pues el colérico rey debió mover grandes fuerzas para enfrentarlas
a las del fugitivo, que sólo tenía consigo seiscientos hombres, y David era demasiado astuto
para oponer tal número a las huestes del rey.
Los dos episodios a que se alude al comenzar este capítulo son el de las cuevas de Engadí
y el de la colina de Jaquila. En ambos, David tiene la vida de Saúl al alcance de su mano;
en ambos perdona a Saúl y éste lo reconoce así y le llama “hijo mío”; en ambos marcha a
la cabeza de tres mil hombres y tras haber sido perdonado por David habla con lengua de
patriarca conmovido y se vuelve a sus reales suspendiendo la persecución. Ciertos detalles
y las líneas generales de ambos episodios resultan demasiado parecidos para no suscitar
sospechas. Es posible que haya algo de verdad en el fondo, por ejemplo que durante la
persecución que debió ser interrumpida por la invasión filistea, Saúl anduviera a la cabeza

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JUAN BOSCH  |  DAVID, BIOGRAFÍA DE UN REY

de tres mil hombres y pasara tan cerca de la gente de David que ello diera origen a la leyenda
que va a verse luego, expresada en dos formas diferentes, aunque muy parecidas. O, lo que
también puede ser probable, que en dos ocasiones David tuviera en sus manos a enviados de
Saúl o a personajes notables de su séquito y les perdonara la vida; en la voz de los seguidores
de David esos dos personajes pudieron convertirse, con el tiempo, en el rey Saúl.
La primera versión refiere que David estaba escondido en las cuevas de Engadí y que Saúl,
que le perseguía por el roquedal de Jealim, se vio en el caso de entrar en “una caverna que allí
habría, para hacer una necesidad”. Estaba haciéndola cuando llegó David, sin dejarse sentir, y
cortó un pedazo del manto de Saúl. Dicen los textos que cuando el rey dejaba la caverna David
le llamó, “echó rostro a tierra, prosternándose; y dijo luego a Saúl: ¿Por qué escuchas lo que
te dicen algunos de que yo pretendo tu mal? Hoy ven tus ojos como Yavé te ha puesto en mis
manos en la caverna; pero yo te he preservado, diciéndome: “No pondré yo mis manos sobre
mi señor, que es el ungido de Yavé. ¡Mira, padre mío, mira! En mi mano tengo la orla de tu
manto. Yo lo he cortado con mi mano; y cuando no te he matado, reconoce y comprende que
no hay en mí maldad ni rebeldía y que no he pecado contra ti” (I Sam., 24: 9 al 13).
En el episodio de Jaquila, Saúl, que también ha salido con tres mil hombres, como en el caso
anterior, acampó para dormir, y estaba durmiendo cuando llegó David con algunos amigos.
Uno de ellos quiso aprovechar la oportunidad y dar muerte a Saúl con la lanza del rey, que
estaba clavada a su lado, en tierra, pero David no le dejó, diciendo que él jamás pondría las
manos en el ungido de Yavé. Se alejaron de allí David y sus compañeros, pero se llevaron la
lanza del rey y su jarro –como se había llevado David, en las cavernas de Engadí, un pedazo
del manto real–, y desde la cumbre de una colina púsose David a gritar llamando a Abner, el
jefe de las tropas de Saúl, para decirle que no sabía cuidar al rey. Saúl oyó las voces y reconoció
a David, con quien tuvo un cambio de palabras similar al de las cuevas de Engadí. El yerno le
gritó: “Aquí tienes tu lanza, rey. Que venga un mozo a buscarla; Yavé dará a cada uno según
su justicia y su fidelidad. Hoy te ha puesto en mis manos, y yo no he querido alzar mi mano
contra el ungido de Yavé”. Así habló David (I Sam., 26: 23), y ese “aquí tienes tu lanza” nos
recuerda mucho el “en mi mano tengo la orla de tu manto” de la otra versión.
El parecido no está sólo en las palabras de David. He aquí cómo contesta Saúl a su yerno
en el episodio de Engadí: “¿Eres tú, hijo mío, David?” (I Sam., 24: 17). Y en el de Jaquila: “¿Eres
tú, hijo mío, David?” (I Sam., 26: 17). En Engadí Saúl pide la bendición de Yavé para David
y le anuncia que reinará en Israel; en Jaquila, le bendice y le asegura que será afortunado
en todas sus empresas. Allí, Saúl se volvió a su casa y David y sus hombres subieron a un
lugar fuerte; aquí, “David prosiguió su camino y Saúl se volvió a su casa”.
Todo esto suena a falso, pero los autores de esas falsedades se atenían al carácter de Da-
vid, pues de haber sucedido los hechos como están relatados, David habría podido actuar
como se dice en esas páginas. Un instinto casi infalible le decía cuándo debía huir, cuándo
atacar, cuándo aliarse con los enemigos y cuándo romper esas alianzas. Hasta en sus días
últimos, ya anciano, encara la rebelión de su hijo Absalón con ese sentido de la oportunidad,
y certeramente huye a tiempo de Jerusalén para organizar la resistencia y reconquistar el
trono. Todo indica que si Saúl hubiera estado a su alcance en los días en que capitaneaba su
banda por el desierto de Judá, David no le habría matado. Pues el hijo de Isaí sabía que su
tiempo no había llegado aún. El tenía el arte de esperar y esperaba conscientemente.
Ahora bien, no caigamos en apreciaciones erróneas. En este caso, como en muchos otros,
se trataba de esperar, no de otra cosa. Pues si Saúl caía en las manos de David y éste no le

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daba muerte, o le dejaba escapar sin tocarle, actuaría obedeciendo a su don político, a ese
sexto sentido de lo oportuno con que tan ricamente había sido dotado, no debido a otras
razones, y, especialmente, no por bondad. Tal vez David contribuía a difundir entre su gen-
te el respeto a la persona del rey porque él tenía la convicción de que llegaría a ser rey, no
porque para él tuviera valores sagrados. ¿Había en Israel algo más sagrado, con excepción
del Arca de la Alianza, que los panes de la proposición? ¿Y no dispuso él de ellos en Nob
con una naturalidad que pasma?
Dos hechos importantes para David se produjeron mientras él merodeaba por los desiertos:
Samuel murió, con lo cual Israel se quedó sin el que había sido el guía espiritual que encabezó
la vida del país durante decenios. No es posible saber cuándo sucedió su muerte. Se supone
que Saúl murió hacia el 1010 A. de C., y se sabe que Samuel había muerto ya puesto que el
rey invocó su espíritu la noche anterior a la batalla de Gélboe, en la cual perdió Saúl la vida.
Se sabe también que Samuel vivía al iniciarse la fuga de David, y si nuestros cálculos son
correctos, visto que suponemos que David estuvo huyendo de Saúl no menos de tres años y
no más de cuatro –al cabo de los cuales fue ungido rey de Judá–, debemos situar la muerte de
Samuel el 1014 y el 1010 A. de C. Samuel puede haber fallecido un año antes que Saúl, tal vez
dos, y para el caso, la diferencia no tiene mayor importancia. Lo que importa para David es
que una vez muerto Samuel, el hijo de Isaí podía divulgar entre los suyos que Samuel le había
ungido, antes de su muerte, como futuro rey de Israel. Ya no había peligro en decirlo, puesto
que Samuel no vivía y si en verdad no le había ungido no podría desmentirle, y de haberlo
ungido, el profeta se hallaba libre de persecuciones por parte de Saúl; el otro interesado, esto es,
David, corría tanto riesgo sin que se conociera la unción como si se conocía. De la divulgación
de la real o supuesta unción, David sólo podía sacar utilidad: más respeto de sus hombres,
inclinación del pueblo en su favor, cierta autoridad moral para tratar con sus amigos filisteos
y, por último, considerable grado de justificación para su conducta de fugitivo. Es posible
que fuera entonces cuando comenzó a circular la versión del ungimiento tal como se conoce.
De todos modos, esta es una mera suposición, porque no hay manera de aclarar el origen de
la noticia. Conviene explicar que la unción por parte de un sacerdote de categoría profética,
como era Samuel, equivalía a una oferta de Yavé. Para David, pues, difundir la historia de la
unción significaba asegurar su derecho a la sucesión real.
El otro hecho importante para David es que Micol, su mujer, le fue quitada por Saúl,
quien la entregó a otro hombre, un tal Paltí. El odio de Saúl no se saciaba. La entrega de
Micol a otro hombre es una razón de más para considerar falsos el episodio de las cuevas de
Engadí y el de Jaquila, a raíz de los cuales aparece Saúl bendiciendo a su yerno y deseándole
buena fortuna en sus empresas.
A esa altura, David se había convertido ya en un reyezuelo del desierto, cuya voluntad era
ley en la región de Ziff, en la de Maón y en las aledañas. No obedecerle era peligroso, como
lo sabría a su tiempo Nabal, rico propietario del Carmel. El Carmel estaba entre Ziff y Maón;
se hallaba, pues, en la zona de autoridad de David. Allí tenía Nabal, “hombre duro y malo”,
tres mil ovejas y mil cabras, y, además, a su mujer Abigail, “de mucho entendimiento y muy
hermosa”. Nabal bajó al Carmel para atender a la esquila de sus ovejas y ahí fueron a verle
enviados de David para decirle que en vista de que ellos habían evitado a los ganados les
sucediera algo mientras estaban en engorde, él, Nabal, debía enviarles lo que les hacía falta.
En buenas cuentas, David pedía un tributo a cambio de la protección que había prestado a las
haciendas de Nabal. Procedía, pues, como un rey, y era en verdad un reyezuelo del desierto.

738
JUAN BOSCH  |  DAVID, BIOGRAFÍA DE UN REY

Pero Nabal despachó a los emisarios con las manos vacías y con palabras fuertes. Cuando
esos emisarios llegaron a presencia de David y repitieron lo dicho por Nabal, David decidió
hacerse respetar y él mismo se puso a la cabeza de una partida de cuatrocientos hombres,
jurando “que castigue Dios a su siervo David si de aquí al alba queda con vida un solo “hom-
bre en todo lo de Nabal”. Él mismo explicaría a Abigail que “muy en vano he guardado yo
todo cuanto ese hombre tiene en el desierto, y he hecho que nada de lo suyo le faltara; me
ha pagado mal por bien” (I Sam., 25: 20 al 23).
¿No es ése el lenguaje de un jefe de banda? David considera que a él hay que pagarle
tributos sin que ni la costumbre ni acuerdo alguno con los propietarios de la zona consagren
ese supuesto derecho suyo. Claro que hay una ley, superior a todas, que es la de la necesidad.
Los que tienen medios deben mantener a sus hombres, y sin sus hombres él está perdido en
la lucha con Saúl; a cambio de esos medios él ofrece protección armada. Aquí lo desmedido es
el lenguaje, la forma altanera en que David se expresa. Pues si la necesidad le obliga, ningún
precepto lo autoriza, y la diferencia entre una cosa y otra exige que hable como quien solicita,
no como quien ordena. Pero ordenaba, y se imponía por el terror, como a lo largo de los tiempos
lo han hecho otros jefes de bandas, esto es, cabecillas de gentes al margen de la ley.
Lo que distingue al David de ese momento de otros jefes de banda es que no actúa como
un depredador; no va de aquí para allá cometiendo tropelías, sino que se limita a ofrecer
protección a cambio de sustento para él y los suyos. Por otra parte, otros jefes de bandas no
llegaron a ser reyes; él sí, y por cierto un gran rey, aunque quizá no habría alcanzado esa
categoría si antes no se hubiera fundado el reino. Habiendo servido al monarca y consciente
de lo que significaba la monarquía, David no se rebajaba a ser un merodeador del desierto
sino que se consideraba una víctima de la injusticia, y esperaba la hora de su reivindicación.
Tal vez otra hubiera sido su conducta de no haber fundado Samuel la monarquía, pues fue
en ella donde David halló la atmósfera necesaria para el desarrollo de su genio político. Eso
explica por qué hemos dicho en las primeras páginas de este libro que Samuel y David son
dos figuras complementarias. Samuel sembró el árbol a cuya sombra prosperaría la simiente
llamada David, pero David estaba llamado a regar y fortalecer ese árbol en forma tal que
sus ramas cubrirían la historia de Israel por mucho tiempo.
Supo Abigail lo que iba a hacer David y decidió salirles al paso a los acontecimientos
sin consultar a su marido. Era una mujer animosa, segura de su belleza y de su inteligencia.
Por lo demás, allí donde el hombre tiene que meditar para hallar una idea buena, la mujer
la encuentra de golpe, por instinto. Abigail no perdió tiempo y cogió doscientos panes, dos
odres de vino, cinco carneros aderezados, cinco medidas de trigo tostado, cien atados de
uvas pasas y doscientos de higos secos; esto es, comida para más de doscientos hombres.
Hizo cargar esas provisiones en asnos, despachó a unos cuarenta siervos con ellas y se puso
en marcha ella misma. En el camino encontró a David, que iba hacia el Carmel dispuesto
a exterminar a Nabal y a todos sus hombres. He aquí las hermosas palabras que Abigail
dirigió a David, una vez le hubo visto y tras haberse echado a sus pies:
“Caiga sobre mí, señor, la falta. Deja que te hable tu esclava y escucha sus palabras. No haga
cuenta mi señor de ese malvado de Nabal, por que es lo que su nombre significa, un necio, y
está loco. Yo, mi señor, no vi a los que mi señor envió. Y ahora, mi señor, como vive Yavé, que
te ha preservado Yavé de derramar sangre y tomar por tu mano la venganza, ojalá que todos tus
enemigos y cuantos te persigan sean como Nabal. Ahí tienes este presente, que tu sierva trae a mi
señor, que se reparta entre la gente que sigue a mi señor. Perdona, te ruego, la falta de tu sierva,

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

pues, de cierto, Yavé hará a mi señor casa estable, ya que mi señor combate los combates de Yavé,
y no vendrá sobre ti el mal en todo el tiempo de tu vida. Si alguno se levanta para perseguirte
y buscar tu vida, la vida de mi señor estará atada en el haz de los vivos ante Yavé, tu Dios, y
la de tus enemigos será volteada dentro de lo cavo de la honda. Cuando Yavé haga a mi señor
todo el bien que le ha prometido y le haga jefe de Israel, no sentirá mi señor el remordimiento
de haber derramado sangre inocente y de haberse vengado por su mano. Cuando, pues, Yavé
favorezca a mi señor, acuérdate de tu esclava” (I Sam., 25:24 al 31).
Nabal no tuvo noticias de lo que había hecho su mujer sino al día siguiente. Cuando
ella volvió al hogar, él estaba ebrio, en medio de un banquete. Abigail esperó que durmiera
y se repusiera para contarle su encuentro con David. La noticia enfermó a Nabal del cora-
zón, pocos días después iría a reunirse con sus antepasados. Viuda y rica, mujer “de mucho
entendimiento y muy hermosa”, Abigail iba a recibir, poco después, la visita de mensajeros
de David que le dieron estas palabras: “David nos envía a ti para decirte que quiere tomarte
por mujer”. Ordenaba como un rey y era tan sólo un fugitivo.
Abigail obedeció. Acompañada de cinco siervas se fue al desierto, y en hallando a David
se postró con el rostro en tierra mientras decía: “Que tu sierva sea una esclava para lavar los
pies a los servidores de mi señor” (I Sam., 25:41).
Abigail debió ser la tercera de las mujeres de David. La primera fue Micol, hija de Saúl, de
quien no tuvo hijos, por lo menos en la primera etapa; la segunda debió ser Ajinoam, nacida
en Jezrael, madre de Amnón, el desdichado heredero de David que halló muerte a manos de
su hermano Absalón. De Abigail tuvo David a Dodiya, muerto al parecer muy joven porque
no figura en la línea de los herederos. Resulta curioso observar que David no tuvo hijos con
Micol mientras vivió en la corte de Saúl; que Ajinoam y Abigail fueron sus mujeres por lo menos
dieciséis meses antes de que David pasara a ser rey de Judá, y sólo en Hebrón, siendo ya rey,
le dan hijos las dos. David desposó a Ajinoam y a Abigail mientras se hallaba en el desierto de
Judá, a la primera probablemente unos meses antes que a la segunda; después de eso, David
pasará a Siceleg, donde tendrá su base de operaciones un año y cuatro meses.
En la vida de David, como en la de todo rey semita, abundan las mujeres. La poligamia era
normal en Israel y en los pueblos de su mismo origen. David era poeta, y por tanto sensible
a la belleza, de manera que una mujer hermosa debía impresionarle. Sin embargo cuando
entró en Hebrón como rey de Judá no tenía sino a Ajinoam y a Abigail, lo que indica que el
hijo de Isaí no se dejó ganar por la sensualidad sino después, probablemente cuando, tras
haber alcanzado la categoría de rey, comenzó a tener conciencia de su poderío. En los años
de Hebrón aumentó su harén, y una de las mujeres que figuraron en ese harén, la que tal vez
siguió a Abigail –Maaca, hija de Talmal, rey de Gueseur– le dio un hijo que estaba llamado
a causarle dolores indescriptibles; fue Absalón, el hermoso e implacable Absalón.
En los días de los desposorios de David debió sobrevivir un tiempo de paz en Israel,
porque el reyezuelo del desierto temió a la venganza de Saúl. Él conocía el odio del rey, lo
había sufrido y a la distancia lo adivinaba. Mientras hubiera guerra en que Saúl anduviera
ocupado, David podía merodear con sus seiscientos hombres en las arenas de Judá. Pero
si había paz, poco le costaba a Saúl armar veinte mil hombres para aplastar al objeto de su
odio. Para evitar que eso sucediera, David resolvió pasar a tierras filisteas.
Como jefe de banda, al fin, sus hombres le seguían adonde él los llevara puesto que
sólo en David tenían amparo, y como reyezuelo de visión política debía mantener buenas
relaciones con Aquis de Gath, el otro enemigo de Saúl. A Aquis de Gath le convendría,

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JUAN BOSCH  |  DAVID, BIOGRAFÍA DE UN REY

también, tener cerca de sí una fuerza combatiente como la que comandaba David, y por
otra parte debía pensar que al convertirse en su aliado, David se haría odioso a los ojos de
Israel, por lo cual se vería algún día forzado a quedarse a su servicio.
Es lástima que no tengamos, de la parte filistea, datos sobre este Aquis, que parece haber
sido o muy respetado en su confederación o muy hábil para atreverse a negociar con un jefe
hebreo tan activo y capaz como David, al mismo tiempo que toda la nación filistea llevaba la
guerra contra Israel. Entre Aquis y David hubo un entendimiento prolongado. Al salir de la
zona de Ziff, David se dirigió a Aquis y obtuvo que éste le diera Siceleg como lugar donde
vivir con su gente. Siceleg debía ser un villorrio situado al sur, en las lindes del desierto
del Neguev, y por tanto dentro de lo que podríamos considerar la jurisdicción de Gaza, no
de Gath. Una de dos: o Aquis era señor de Siceleg porque lo habían conquistado invasores
filisteos procedentes de Gath o porque lo heredó, o Aquis se puso de acuerdo con el señor
de Gaza para que David pudiera ocuparlo.
Hacia Siceleg se encaminó David con sus mujeres, sus hombres y las mujeres y los hijos
de sus hombres. Podemos imaginarnos a la columna, seguramente de más de mil personas,
y quizá de dos mil, dirigiéndose hacia Siceleg en asnos, a pie, cargando sus enseres. Las
había de varias tribus, de Benjamín, de Gad, de Judá, de Manasés. “Eran arqueros y tiraban
piedras lo mismo con la mano derecha que con la izquierda, y disparaban flechas con el arco”
(I Paralip., 12:2); “soldados diestros en la guerra, armados de escudo y lanza, semejantes a
leones y ligeros como cabras monteses” (I Paralip., 12:8).
De hecho, al entenderse con los filisteos, David estaba traicionando a su pueblo. Pero
estaba también salvando la vida, y esa vida sería preciosa para Israel. Hasta Siceleg no le
perseguiría Saúl. Y era de Saúl de quien él tenía que librarse, aunque para lograrlo se enaje-
nara la simpatía de los hebreos. Su claro instinto político le decía que para ser rey necesitaba
vivir. Vivir era lo primero, y todavía por esos tiempos lo más importante para David parece
que era ver ponerse el sol de cada día.
Un año y cuatro meses iba a estar David bajo el amparo de los enemigos jurados de
Israel. Después de ese tiempo, otro sería el curso de su vida.

Capítulo X
Durante los dieciséis meses que estuvo en Siceleg, David no cesó de combatir. Hizo la
guerra, a exterminio completo, a todos los pueblos que se hallaban entre Filistea, Israel,
Egipto y el Mediterráneo. Se han buscado explicaciones para esa manera de guerrear de
David en la época de Siceleg, pero no parecen satisfactorias. Tal vez a esas incursiones le
llevaba la necesidad de alimentar a sus hombres y a sus familiares, que ni eran agricultores
ni podían dedicarse a sembrar estando en el desierto. Manejar seiscientos hombres de armas
no es fácil, y es menos fácil mantenerlos unidos en la inactividad, sobre todo si se trata de
gente que no conoce la disciplina. Conviene no olvidar que los seguidores de David eran,
por lo menos en número importante, prófugos como él, unos por deudas, otros por haber
cometido crímenes, otros porque huían de sus amos.
Es posible que David tomara en cuenta que la mayoría de ellos procedían de tribus
hebreas. Tal vez hubiera algún idumeo, algún moabita, algún hitita, pero la relación de
nombres que figura en I Paralipómenos indica que el grueso de esa gente era de Israel. Una
manera de equilibrar el prestigio de David, aliado de los filisteos, ante sus seguidores, era

741
COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

guerreando contra pueblos enemigos de Israel, puesto que entonces David aparecía a sus
ojos como el adalid de su raza, que no perdonaba a los malditos de Yavé.
Esta es una suposición que en realidad no tiene base, pero en la que hay que caer porque
los datos que se tienen acerca de esos combates son escasísimos, apenas doce versículos para
cubrir un año y cuatro meses de la vida de David en un período de gran actividad, y sólo
cuatro versículos para relatar la serie de guerras de que estamos hablando. Algunos autores
han pensado que si David mataba todo ser viviente en esas incursiones, era porque no quería
que las noticias de sus ataques llegaran a oídos de su aliado Aquis de Gath, que era a la vez
aliado de los pueblos atacados por David, y porque David pretendía hacerle creer a Aquis que
él estaba combatiendo sólo contra Israel. Los autores que piensan así no caen en cuenta de que
están atribuyéndole a David una mala fe, en su pacto con Aquis, que parece no haber tenido,
y al mismo tiempo le atribuyen a Aquis de Gath una incapacidad escandalosa para enterarse
de lo que estaba pasando en sus dominios, o por lo menos en sus cercanías.
Dentro del cuadro de la realidad no cabe el argumento de que David mataba sin compa-
sión para que Aquis no se enterara de lo que él estaba haciendo. Según los partidarios de esa
tesis, Aquis no podía saberlo porque David no dejaba supervivientes que le informaran. Eso
es humanamente imposible. Aquis debía estar enterado, y la única explicación que podemos
hallar, si desechamos la hipótesis que hemos expuesto al comenzar este capítulo, es que entre
el autor de los ataques y su protector debía haber un acuerdo para repartirse el botín. Lo que
sucede es que las noticias de ese acuerdo no han quedado para la posteridad.
En realidad, el hijo de Isaí se alió con Aquis para todo. El fue a ocupar su puesto entre los filis-
teos para invadir a Israel. Si no participó en la invasión de 1010 A. de C., fue debido a que los jefes
de la federación filistea no tuvieron confianza en él. En la batalla de Gélboe había un puesto para
el yerno de Saúl. Si ese puesto se quedó esperándole, no se debió a su voluntad, sino a la voluntad
de los enemigos de Saúl, pero ese punto se tratará a su tiempo, en este mismo capítulo.
Movilizó Filistea a sus hombres para irrumpir en Israel, y la noticia llegó a oídos de Saúl.
Este rey de instintos violentos sintió que su hora se acercaba. Hacía treinta años que reinaba
sobre su pueblo. La mayor parte de ese tiempo la había pasado en los campamentos. Debía
tener más de setenta años. Era grande; les llevaba de la cabeza arriba a los hombres más
altos de Israel. Era impulsivo; había gobernado, guerreado, odiado y vivido con intensidad.
Después de haber muerto Samuel, hizo desaparecer del reino a todos los adivinos y evoca-
dores de los muertos; sin duda no porque así cumplía la voluntad de Yavé como han creído
algunos, sino porque evitaba que Samuel hablara por boca de esos evocadores y adivinos
y propagara la noticia de que el reinado de Saúl estaba llegando a su fin y se acercaba el de
David. Al cabo de más de un cuarto de siglo de hallarse bajo la voluntad de Saúl, que por
cierto era despótica, Israel aspiraría a un cambio, y a los adivinos y evocadores les era fácil
expresar ese deseo colectivo achacando sus palabras a Samuel.
Las fuerzas filisteas se movieron hacia el nordeste, dejando probablemente hacia su flanco
derecho los poblados benjaminitas. El hecho de que los filisteos se internaran hacia el nordeste,
como en busca del Jordán o como si desearan enlazar con los pueblos transjordanos enemigos
de Israel, sin cuidarse de presentar batalla dentro del territorio de Israel, denota que el poderío
de los invasores era grande, puesto que cruzaban la tierra enemiga sin miedo a los ataques por
los flancos en que tan avezados eran los hebreos, hechos a la guerra de guerrillas.
Saúl no tardó en comprobar personalmente que así era, y se impresionó. Trató de ver
a una adivina, lo que era fácil porque él mismo las había perseguido. Al cabo de ciertos

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JUAN BOSCH  |  DAVID, BIOGRAFÍA DE UN REY

trabajos pudo tener a una frente a sí. La adivina invocó el espíritu de Samuel anunció la
catástrofe; Israel sería derrotado, Saúl y sus hijos morirían. Con ese terrible presagio asistió
Saúl a la batalla de Gélboe.
David marchó con los filisteos, al frente de sus setecientos hombres, y penetró con los
invasores en Israel. Se hallaba, pues, en guerra contra sus hermanos. De reyezuelo del desierto
había descendido a capitán de un príncipe filisteo, el señor de Gath. Si llevaba o no intención
de traicionar a sus nuevos aliados en la hora decisiva, es materia de imaginación, no de
interpretación. Pues nada indica tal cosa ni da pie a la sospecha de que tuviera esa idea.
En este momento, David está a pique de malograr su destino, y por eso no puede uno
sustraerse a la idea de que él fue objeto de la historia. La historia cuidaba de él para que
después pudiera ser útil a Israel. Nunca había llegado David tan abajo como ese día y nunca
más volverá a estarlo. No es extraño que las grandes vidas ofrezcan caídas así. Lo extraor-
dinario en este caso es que David se halla a punto de hundirse para siempre precisamente
en las vísperas de su ascensión. En la batalla de Gélboe se decidió su destino, y él salió de
Siceleg para participar en esa batalla. De haber tomado parte en ella, otro habría sido el cur-
so de su vida. Salió a incorporarse a los invasores marchó bajo las órdenes de Aquis, en la
retaguardia filistea. Cuando los jefes de la federación protestaron de su presencia, él suplicó
para que le dejaran seguir y proclamó su lealtad a los filisteos, a Aquis, por lo menos. Pero
le rechazaron, y mientras los enemigos de su pueblo entraban en Israel para derrotarle en
Gélboe y dar muerte a Saúl y a sus hijos, él, David ben Isaí, marchaba hacia el sur, a combatir
a los amalecitas, también enemigos tradicionales de su raza.
Esta hora decisiva de David está relatada en el Libro I Samuel (29: 1 al 11) en la siguiente
forma: “Reunieron los filisteos todas sus tropas en Afec, e Israel acampaba cerca de la fuente
de Jezrael. Mientras avanzaban los príncipes de los filisteos a la cabeza de sus centenas y sus
millares, David y los suyos marchaban a retaguardia con Aquis. Y los jefes de los filisteos
preguntaron: “¿Qué hacen aquí estos hebreos?”. Aquis les dijo: “No veis que es David, siervo
de Saúl, rey de Israel, que está conmigo hace días y años, sin que haya hallado yo la menor
cosa que reprocharle, desde que se pasó a nosotros hasta ahora?”. Pero los jefes de los filisteos
se enfurecieron contra Aquis, y le dijeron: “Despide a ese hombre, y que se vuelva al lugar que
le has asignado; que no venga a la batalla, no se revuelva contra nosotros durante el combate.
¿Cómo podría él volver al agrado de su amo mejor que ofreciéndole cabezas de nuestros
hombres? ¿No es ese David del que cantaban danzando: Saúl mató sus mil, pero David sus
diez mil?”. Aquis llamó a David y le dijo: “Como vive Yavé, que tú eres hombre leal, y yo veo
con buenos ojos tu conducta en esta expedición sin haber visto en ti nada malo desde que
llegaste a mí hasta hoy; pero a los príncipes no les agrada. Vuélvete pues, y torna en paz, para
no desagradar a los príncipes de los filisteos”. David respondió: “¿Pero qué te he hecho yo, y
qué has hallado tú en tu siervo, desde que estoy junto a ti hasta hoy, para que no marche yo a
combatir a los enemigos de mi señor, el rey?”. Aquis respondió a David: “Yo sé bien que tú
has sido bueno conmigo, como un ángel de Dios; pero los jefes de los filisteos dicen: Que no suba
con nosotros a la batalla. Así que, levántate de mañana tú y los siervos de tu señor que han venido
contigo: iréis al lugar que os he señalado; no guardes resentimiento en tu corazón, porque me eres
grato; levantaos bien de mañana y partid en cuanto sea de día. David y sus gentes se levantaron
bien temprano, y partieron de vuelta a la tierra de los filisteos, y los filisteos subieron a Jezrael”.
¿Con qué sentimientos iría David marchando hacia Siceleg? De ser un yaveísta sincero,
con alivio, puesto que milagrosamente se libró de combatir contra el pueblo elegido de

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

Yavé y al lado de los que habían capturado el Arca sagrada justamente en las cercanías del
sitio donde David fue rechazado por los jefes filisteos. Ahí, en Afec, cuando todavía vivía
Elí, perdió Israel cuatro mil hombres a manos de los que ahora repudiaban a David; en las
proximidades de ese lugar se perdieron entonces treinta mil hombres, el Arca y la libertad.
De ese sitio tenía David que devolverse hacia Siceleg mientras los filisteos penetraban Israel
adentro, hacia el nordeste, en busca de los pasos del Jordán.
Ahora bien, ¿fue David un yaveísta sincero; no de los que temían a Yavé, pues no hay
duda de que se hallaba en ese número, sino de los que le amaban, como Samuel? ¿Fue él
un hombre que sentía la presencia de Yavé o fingió serlo para sus fines políticos? ¿Hacía
él lo que le dictaba el corazón o nada más aquello que convenía a sus propósitos? En ese
momento, en esos días, mientras se hallaba en sus treinta años o al borde de cumplirlos,
¿qué gobernaba su vida; el sentimiento, la voluntad o la ambición? Y de ser la ambición,
¿no ha llegado la hora de pensar que cuando aceptó marchar junto a Aquis sobre Israel
había renunciado ya a ser rey de Israel y se conformaba con ser un reyezuelo del desierto al
servicio de Aquis, a quien llamaba “mi señor” y de quien se decía “siervo”? Y en ese caso,
¿no era para él un fracaso haber sido repudiado cuando veía cerca la hora de mostrarles
a sus nuevos compañeros de armas su capacidad de guerrero, la bravura de su corazón
y el poder de su brazo?
Muy penoso debió ser el camino de vuelta hacia Siceleg para David y sus hombres, pero
muy grande fue su cólera cuando se acercaban a sus reales y lo vieron en ruinas. Los amalecitas
habían atacado, aprovechando la ausencia de David; habían apresado a cuantos se quedaron
en el villorrio, niños, ancianos, y mujeres, las dos de David entre ellas, y se habían internado
en sus predios después de haber destruido el poblado por medio del fuego.
La primera reacción de los hombres de David fue contra su jefe, a quien acusaron de ser
el responsable del desastre. Es de pensar que alguno de aquellos hebreos que temían a Yavé,
creyendo que los amalecitas habían dado muerte a su mujer y a sus hijos, gritaría que todo
aquel mal les venía por haber David traicionado a Yavé pasándose a los filisteos. La rebelión
tomó cuerpo en seguida, y los violentos seguidores de David decidieron lapidar a su jefe.
Pero David tenía de su parte al sacerdote Abiatar, el hijo de Ajimelec, y a él pidió que
invocara a Yavé. Yavé habló por boca de Abiatar y ordenó la persecución de los amalecitas.
Yavé, pues, estaba todavía con David. Los guerreros del desierto tomaron a la carrera el
camino de Amalec. Había sido tan fatigosa la marcha desde Siceleg hasta Afec, y el retorno
de Afec a Siceleg, que de los seiscientos hombres de David más de doscientos se quedaron
atrasados, sin que pudieran participar en la persecución de los amalecitas. Un egipcio hallado
en el desierto ofreció datos útiles y los guió hasta el campamento enemigo. David ordenó
el ataque de inmediato, y la batalla duró varias horas, “desde la aurora hasta el atardecer”.
Los amalecitas fueron destruidos, y los sobrevivientes escaparon en camellos. De los secues-
trados en Siceleg, ninguno faltaba.
Fue grande el botín, y David ordenó no sólo que se repartiera con los doscientos guerreros
que no pudieron llegar al campo amalecita, sino que separó cantidades apreciables y las envió
a los “de Betul, a los de Ramat del Neguev, a los de Jatir a los de Arara, a los de Sifamot, a los
de Estamoa, a los de Carmel, a los de las ciudades de los jeramelitas, a los de las ciudades de
los quenitas, a los de Jorma, a los de Borasán, a los de Atao, a los de Hebrón y a los de todos
los lugares donde David y su gente habían estado” (I Sam., 30: 26 al 31). Se las envió con este
recado: “Ahí va para vosotros un presente, del botín de los enemigos de Yavé”.

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JUAN BOSCH  |  DAVID, BIOGRAFÍA DE UN REY

Ahí está el político. Yavé da el reino, pero el pueblo debe respaldar esa decisión de Yavé.
No hay duda de que David apreció el incendio de Siceleg como una señal de la cólera de Yavé
por haber ido a ofrecer su fuerza a los enemigos de Israel. Con la rapidez característica en su
manera de actuar, David, que ha tenido la buena fortuna de hallar un rico botín en el campo
amalecita, dispone que sus obsequios lleguen a Israel antes que la noticia de que él había
entrado, aliado a los filisteos, en la tierra escogida por Yavé. El botín debía ser más elocuente
que la lengua de sus adversarios. David, pues, reconocía su error, puesto que se adelantaba a
impedir su difusión. Algo casi sobrenatural, ese instinto político que había traído al mundo,
su excepcional don de adivinar la oportunidad propicia para actuar, le estaba aconsejando
esa medida. Pues a esa hora Saúl había sido derrotado y muerto en Gélboe, junto con sus
herederos. David no lo sabía, pero su fina sensibilidad captaba algo en el aire.
Saúl había acampado en Gélboe y desde allí, habiendo visto el poderío filisteo, fue a con-
sultar a la adivina que le profetizó la muerte. De manera que cuando aquella misma noche
retornó a su campamento, llevaba la batalla perdida en el fondo de su corazón. Un hombre de
instintos tan violentos como él sabía que su hora había llegado. Empeñada la acción, combatió
con su acostumbrada valentía, pero fue herido de flecha en la cadera. Saúl padecía delirio de
persecución, quizá sufría de aura epiléptica; era violento y cruel. Pero en las batallas se compor-
taba como todo un rey. Cuando se vio herido, se negó a caer vivo en manos enemigas y pidió a
su escudero que lo atravesara con su espada. El escudero no quiso obedecerle. Saúl, entonces,
puso la suya en tierra, la punta hacia el corazón, y se lanzó sobre esa punta. Los incircuncisos
no le afrentarían en vida. Al verle, muerto, su escudero siguió su ejemplo.
El heroico Jonatán cayó luchando. Cayeron también Abinadab y Malaquías, hijos de
Saúl. Cayeron muchos. Al verse sin jefes, los hombres de Israel se dispersaron, huyendo por
las orillas del Jordán y por los montes de Gélboe. Los filisteos dieron con los cadáveres de
Saúl y de sus herederos y se apoderaron de sus armas. Los cadáveres fueron colgados de
las murallas de Betsán, como testimonio de la gran derrota de Israel. Pero cuando en Jabes
de Galad, que estaba al oriente del Jordán, se supo que los cuerpos de Saúl y de sus hijos se
hallaban expuestos al sol, a las lluvias y a las aves de rapiña recordaron que la primera acción
real del hijo de Quis fue matar sus bueyes y enviarlos en pedazos por Israel para mover a
los soldados de Yavé hacia Jabes de Galad, sitiada por Nahas, jefe ammonita; lo recordaron
a pesar de que habían pasado treinta años desde que el flamante rey Saúl había llegado a
los muros de la ciudad después de haber hecho retroceder a Nahas. Los hombres de Jabes
de Galad marcharon hacia Betsán, se apoderaron de los cuerpos colgados en las murallas
y volvieron con ellos a Jabes. Allí los quemaron, sepultaron los huesos calcinados bajo un
terebinto y declararon un ayuno de siete días.
Del campo de Gélboe huyó un hombre. Era hijo de amalecita. Probablemente se trataba
de un aprovechado, que acertó a pasar cerca de Saúl cuando ya éste había muerto, y quiso
hacerse grato a los ojos de David. En esos días era público y notorio que si Saúl moría, y sobre
todo si morían también sus herederos, el título de rey caería sobre David. Los adivinos y los
invocadores de muertos se habían encargado de propagar por todas partes que el espíritu
de Samuel anunciaba el reinado de David, y el propio David debe haber hecho difundir la
noticia de que Samuel le había ungido futuro rey antes de su muerte.
Es el caso que aquel hijo de amalecita debía creer lo que sin duda tantas veces oyó. Todo
el mundo en Israel sabía que David moraba en Siceleg. Hacia Siceleg, pues, se dirigió el
fugitivo de Gélboe. Recorrió sin descanso la distancia entre Gélboe y Siceleg, y llegó a este

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

punto tres días después del combate librado por David contra Amalec. Llevaba los vestidos
desgarrados y la cabeza llena de polvo, lo que indicaba que era portador de noticias de
muerte. Al llegar ante David se echó en tierra y contó el desastre de Gélboe.
Hasta ahí todo iba bien. ¿Por qué se le ocurrió al fugitivo mentir diciendo que él mismo
había dado muerte al rey, si bien debido a que Saúl se lo había pedido? ¿Creyó que con
eso cobraba a los ojos de David un valor singular, el del enviado providencial que le había
quitado la vida a su enemigo? En acabando de hablar, como para dar mayor fuerza a sus
palabras, entregó a David una diadema que Saúl usaba en la cabeza y un brazalete, también
del uso de Saúl. Al parecer, esos eran los símbolos del poder real.
David era el rayo de Israel. Caía en forma inesperada y con velocidad escalofriante. Un
segundo le bastaba para saber qué debía hacer, y lo hacía. Esa vez, sin embargo, actuó a
ciegas, sin darse cuenta de lo que hacía. Cuando oyó a aquel hombre se levantó, rasgó sus
vestiduras en señal de dolor, preguntó al hijo de amalecita cómo se había atrevido a poner
sus manos en el ungido de Yavé, y en el acto ordenó su muerte. Iba muriendo el hombre
cuando oyó a David sentenciar: “Caiga tu sangre sobre tu cabeza. Tu misma boca ha atesti-
guado contra ti al decir: Yo he dado muerte al ungido de Yavé” (II Sam., 1:12). Es de suponer
la impresión que ese suceso dejó en el alma de los seguidores de David.
El episodio es a la vez majestuoso y terrible. El decapitado que yacía a los pies de David
acababa de llevarle la noticia que había estado esperando durante años. Su corazón, pues
debió saltar de alegría, y he aquí que lo que hacía era llenarse de una cólera sagrada. ¿Qué
había sucedido? ¿Respetaba David tanto la dignidad de rey que veía en Saúl a un padre?
Objeto de la historia como lo era, ¿sentía, sin comprenderlo, que con su tenaz persecución
Saúl le había hecho rey, y se lo agradecía con el instinto en forma tan violenta que vengaba
su sangre decapitando al matador; o al entrever su destino como a la luz de un relámpago
su alegría fue tan intensa que tocó los lindes de lo trágico, y sin darse cuenta sacrificó ese
hombre a su destino como hubiera sacrificado un cordero ante Yavé?
El hijo del amalecita yacía al sol de Siceleg, mientras la arena del desierto se enrojecía
con su sangre. David ben Isaí tomó el arpa, y he aquí la elegía que compuso:

“Tu gloria, Israel, ha perecido en tus montes;


¿Cómo cayeron los héroes?
No lo propaléis en Gath;
No lo publiquéis por las calles de Ascalón,
Que no se regocijen las hijas de los filisteos,
Y no salten de júbilo las hijas de los incircuncisos.
¡Montes de Gélboe! No caiga sobre vosotros ni rocío ni lluvia,
Ni seáis campo de primicias,
Porque allí fue abatido el escudo de los héroes,
El escudo de Saúl, como si no fuera el ungido con el óleo.
De la sangre de los muertos, de la grasa de los valientes,
El arca de Jonatán no se hartaba nunca.
La espada de Saúl no se blandía en vano.
Saúl y Jonatán, amados y queridos, inseparables en vida,
Tampoco se separaron en la muerte.
Más ágiles que las águilas,

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JUAN BOSCH  |  DAVID, BIOGRAFÍA DE UN REY

Más fuertes que los leones.


Hijas de Israel, llorad por Saúl,
que os vestía de lino.
Y adornaba de oro vuestros vestidos.
¿Cómo han caído los héroes en medio de la batalla?
¿Cómo fue traspasado Jonatán en las alturas?
Angustiado estoy por ti ¡Oh Jonatán, hermano mío!
Me eras carísimo,
Y tu amor era para mí dulcísimo,
Más que el amor de las mujeres.
¿Cómo han caído los héroes?
¿Cómo han perecido las armas del combate?”.
(II Sam., 1:19 al 27).

Quien compuso esa elegía que a poco repetirían todas las voces de Israel, ¿era un aliado
de los filisteos, era un enemigo de Saúl? ¿No elogiaba en ella al rey caído y no decía “que no
se regocijen las hijas de los filisteos, y no salten de júbilo las hijas de los incircuncisos”?
Como borra la ola la huella fresca grabada en la arena, así en un solo día la inteligencia
de David borraba en el recuerdo de Israel sus años de lucha contra Saúl y su alianza con los
enemigos de Yavé.

Capítulo XI
Estamos en el año 1010 A. de C. Nos hallamos en el momento mismo en que la imagen
de Israel y la imagen de David comienzan a unirse. En poco tiempo esas dos imágenes
acabarán confundiéndose y comenzará entonces una nueva era para el pueblo que perdió
la batalla de Gélboe y para el caudillo que va a libertarlo y a engrandecerlo. A partir de este
momento Israel y su jefe irán creciendo sin cesar; medio siglo después, Israel mostrará al
mundo un esplendor que pocos hebreos se atrevieron a soñar.
En los primeros momentos, sin embargo, después de la batalla de Gélboe, la situación
debía parecer muy distinta. Pues Israel había perdido a su rey y a los herederos de la mo-
narquía, infinidad de hombres huían por la zona montañosa del Jordán y los vencedores,
lógicamente, debían ir imponiendo guarniciones en los lugares importantes que tomaban.
Nunca llegan a decirnos los textos cómo procedían los filisteos después de invadir, y sólo por
alguna que otra referencia podemos deducir que dejaban guarniciones en ciertas ciudades.
¿Hicieron lo mismo en las tierras de judá después de la muerte de Saúl?
Aquí estamos frente a uno de esos misterios políticos de la antigüedad que no pueden expli-
carse sino por conjeturas. Pero visto que Filistea era una confederación de príncipes, que ocupaba
la línea de la costa mediterránea al occidente de Judá, y visto que las ciudades federadas eran
cinco, debemos pensar que cada príncipe o señor filisteo tomaba para su feudo una parte de Israel.
En ese caso Judá podía tocarle a Gath. El señor de Gath era Aquis, el aliado de David.
Si esta suposición se acerca a la verdad, queda una pregunta por hacer: ¿Por qué entonces
Aquis de Gath no extendió el año 1010 A. de C. su señorío por Judá, pensando así a gobernar
él, directamente, el territorio que había entre las fronteras de Filistea y el Mar Muerto? A la
cual podría tal vez contestarse con esta otra: ¿Por qué ninguna de las veces que los filisteos

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dominaron en Israel extendieron su señorío sobre el pueblo elegido? Pues de lo que se lee en
la Biblia se infiere que las veces que los filisteos vencían a los hebreos establecían alguna que
otra guarnición y tal vez gobernadores militares en las ciudades más importantes de Israel,
pero nunca dejaron de ser meros ocupantes transitorios. Israel pasaba a ser tierra sometida,
pero no parte de Filistea. Lo más probable es que los invasores se preocuparan sobre todo
en recoger botín y en cobrar tributos.
La explicación más plausible que podemos hallar es la de que, tratándose de una orga-
nización federativa, los filisteos querrían conservar dentro de sí cierto equilibrio de poderes.
Filistea no era un reino o siquiera un estado centralizado; era una federación de ciudades que
actuaban de acuerdo en las guerras. Esto último puede afirmarse porque se hace evidente en
las repetidas invasiones de Israel. Pero posiblemente no actuaban unidas en la paz ni a la hora
de repartirse el botín. Muy bien podía ocurrir que una vez cumplida la acción de las armas
cada príncipe se comportara según le conviniera, y hasta que se diera el caso de que algunos
de ellos confiaran el cobro de los tributos a jefes hebreos de su amistad o confianza.
Quizá este fue al principio el papel de David, sólo que en escala más amplia. David era
aliado de Aquis de Gath, un aliado que había sido para el señor de Gath “como un ángel
de Dios”, que le “era grato a su corazón”, que había estado con él “días y años” sin que él
hubiera hallado en el aliado hebreo “la menor cosa que reprocharle”; un “hombre leal”, cuya
conducta veía Aquis “con buenos ojos”, sin que hubiera “visto nada malo” en él desde que
llegó a Gath. Todo eso dijo Aquis de David ante los jefes de Filistea. El curso de los hechos
indica que Aquis creía de David tanto como decía.
Si bien ningún dato concreto nos permite fundamentar la suposición de que David fue
designado rey de Judá con el apoyo filisteo, la circunstancia de que fuera ungido rey a raíz de
la muerte de Saúl autoriza a pensar que así fue. Ahora bien, ¿cuáles, entre los señores filisteos,
le dieron el apoyo necesario para ser proclamado rey de Judá? No podían ser los que muy
poco antes dudaban de David y le hicieron volver de Afec a Siceleg. Entre los jefes invasores
sólo Aquis tenía confianza en el hijo de Isaí. Hay que llegar a la conclusión, pues, de que Judá
quedó, una vez vencido Israel en Gélboe, bajo la jurisdicción de Aquis de Gath, y sólo esto
explicaría que David fuera ungido rey de Judá sin oposición de parte de los filisteos.
El reino de Judá iba a ser una entidad nueva, pues Judá no había sido un país aislado
sino uno de los tantos territorios de Israel. La única manera que tenemos de explicarnos
esta creación del reino de Judá es la que hemos entrevisto, esto es, que a raíz de la batalla de
Gélboe Israel quedó repartido en que ahora se llamarían “zonas de influencia”. En verdad,
no hay datos alguno que se oponga a la tesis de que Judá quedara bajo el feudo de Aquis
de Gath y de que éste autorizara a David a establecer un reino allí. Conociendo a David, lo
lógico es que deseara reinar sobre todo Israel; que alegara, incluso, que él había sido ungido
por Samuel como sucesor de Saúl. Pero si Aquis de Gath actuaba siempre como lo hizo en
Afec cuando aceptó las protestas de los restantes príncipes filisteos y pidió a David retornar
a Siceleg porque así se lo pedían esos príncipes, y si halló difícil convencer a sus iguales de
que el reino de Israel debía quedar como antes, pero con David a su frente, no es aventurado
pensar que encontró la manera de salir airoso del paso aconsejándole a David que se hiciera
designar rey de Judá, para lo cual él, Aquis de Gath, le daría autorización. De ser así el rey
de Judá reinaría, pero no gobernaría en forma completa, a menos que tuviera una habilidad
política tan extraordinaria que le permitiera irse adueñando poco a poco de los instrumentos
del poder sin despertar sospechas entre los señores filisteos.

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JUAN BOSCH  |  DAVID, BIOGRAFÍA DE UN REY

La presencia de un hijo de Saúl en la Transjordania después de los sucesos de Gélboe y su


proclamación como rey de Israel con el apoyo de Abner, jefe de los ejércitos de Saúl, puede
ser otra razón para explicar el establecimiento del reino de Judá, y de ello nos ocuparemos
en este mismo capítulo. Por ahora vamos a seguir a David.
Este pasó de Siceleg a Hebrón. Obsérvese que no fue a Belén, como fue Saúl a Gueba de
Benjamín treinta años antes. ¿Pensó David que si se trasladaba a Belén iba a darle a su actua-
ción futura un localismo perjudicial para su porvenir político? ¿Escogió premeditadamente
a Hebrón, la ciudad vinculada a Abraham y por tanto llena de prestigio histórico entre los
hebreos? El caso es que no fue a Belén, sino a Hebrón; que llevó allí a sus dos mujeres y a
sus hombres de armas, “a todos los que estaban con él, cada uno con su familia”, y sin duda
tanto por motivos de falta de espacio como para no causar recelos, dispersó a su gente en las
villas vecinas: “habitaron en las ciudades de Hebrón” (II Sam., 2:3). Inmediatamente después,
“vinieron los hombres de Judá y ungieron allí a David rey de la casa de Judá (II Sam., 2:4).
Ya tenía el título, que en ese momento era deleznable, pero que él iría haciendo valer poco
a poco, a la vez que el título, fortaleciéndose, le iba dando fuerzas a él.
David ha pasado de prófugo de Saúl a rey de Judá. Dos etapas de su vida pública han
quedado atrás, cada una con sus episodios definidos: la tercera, que es a la vez definitiva para
él y para Israel, va a comenzar ahora. Así como en la primera fue cantor, guerrero y yerno
del rey; en la segunda, prófugo, jefe de banda, aliado y tal vez vasallo de Aquis de Gath; así
en la tercera será rey de Judá, rey de Israel, conquistador de pueblos, rey destronado por su
hijo, rey restablecido, y al fin abdicará antes de morir. A los treinta años, todavía sin duda
de bella presencia y de blondo rostro, aunque es casi seguro que barbado, el antiguo pastor
de ovejas en cuyo corazón uno de sus hermanos había advertido desde temprano “malicia
y orgullo”, se ve ungido rey de la casa de Judá. Una mano invisible y sin embargo poderosa
parece haberlo ido conduciendo a lo largo de su joven vida. No fue él quien solicitó servir
a Saúl, sino que Saúl mandó por él y le pidió al anciano Isaí que lo dejara a su servicio; no
salió a hacer la guerra, sino que la guerra lo hizo a él renombrado capitán; no le pidió al rey
ser su yerno, sino que el rey le ofreció su hija mayor; no hizo nada para que Saúl quisiera
darle muerte, y al señalarlo como a su mayor enemigo, Saúl lo convirtió en la esperanza de
los que no amaban como rey al hijo de Quis; no fue él quien dio muerte a Saúl y a Jonatán y
a los restantes hijos de Saúl, y esas muertes le daban el título de rey. Ese título le permitiría
cabalmente su destino y hacer, al mismo tiempo que la suya, la grandeza de Israel.
El sentido de la oportunidad que tenía David, ese don admirable que le permitía esco-
ger el momento preciso en que debía actuar, esa especie de condición felina que le señalaba
siempre a tiempo cuándo debía dar el salto sobre la presa, estaba desarrollado y maduro en
él, a pesar de su juventud, cuando pasó de jefe de banda a rey de Judá. Por otra parte, él sabía
administrar su actuación política, esto es, tenía conciencia de lo que era el poder. No creía
en la fuerza como medio permanente de sostenerlo; creía también en el sentimiento ajeno,
en la simpatía de los demás, que él debía conquistar a tiempo. Esto se advierte en muchos
de sus actos de caudillo. Así, tan pronto como se vio ungido rey de Judá, pensando ya en
extender su reinado a todo Israel, envió mensajeros a Jabes de Galad, en la Transjordania,
para agradecer a sus hombres que hubieran rescatado los cadáveres de Saúl y de sus hijos.
“Fortaleced vuestras manos y tened valor, pues, que, muerto Saúl, los hombres de Judá me
han ungido rey”, les comunicaba. “Que haga Yavé con vosotros misericordia y verdad. Yo
también os pagaré con favores lo que habéis hecho” (II Sam., 2:5 al 7).

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

Por lo que veremos en este mismo capítulo, ese mensaje pudo haber sido autorizado por
los filisteos; ahora bien, si no lo fue, su audacia es extraordinaria, mayor aún que la de los
pasajes de la elegía compuesta a la muerte de Saúl y Jonatán en que pedía que no se hiciera
pública la muerte del rey para que “no salten de júbilo las hijas de los incircuncisos”. Pues
en el mensaje a Jabes de Galad, ¿no anunciaba una guerra futura contra los vencedores de
Gélboe al decirles que fortalecieran sus manos y tuvieran valor? ¿No se comprometía felici-
tando a los que honraron la memoria de Saúl y de sus hijos descolgando sus cuerpos de las
murallas de Betsán? Es más, ¿no prometía obsequios a causa de esa hazaña?
En el linde de sus treinta años David ben Isaí demostraba poseer cualidades excepciona-
les para la actuación política. Gobernaba bajo la protección filistea, y conspiraba contra los
filisteos; era un rey recién ungido, un rey dependiente en una porción de Israel, y tentaba a
los amigos de su antiguo perseguidor con ofertas muníficas. Habiendo tomado por milagro
el título de rey, empezaba a usarlo por lo que podía dar ese título en el porvenir, no por lo
que estaba dando en tal momento.
En los días en que David enviaba a Jabes de Galad el mensaje a que nos hemos referido
debía hallarse ya establecido en Majanaim, ciudad de la Transjordania, Isbaal ben Saúl, el
hijo del rey muerto en Gélboe. Con el apoyo de Abner, Isbaal, de cuarenta años de edad, fue
designado rey de Israel como sucesor de su padre. Tanto los filisteos como David podían
tener interés en evitar que Jabes de Galad, leal al recuerdo de Saúl, ofreciera sus hombres
a Isbaal. El hecho de que Jabes de Galad se hallara tan separada del sector más poblado de
Israel, el hecho, de que de allí salieron los que rescataron los cadáveres de Saúl y de sus hijos
para descolgarlos de los muros de Betsán, que efectuaron la incursión, volvieron con sus
trofeos y pudieran enterrar al rey y a sus herederos sin ser estorbados, indica que Jabes no
había caído en poder de los filisteos. El mensaje de David pudo haber sido dirigido, pues
con el propósito de ganar la buena voluntad de los hombres de Jabes de Galad antes de que
la ganara para su causa el hijo de Saúl; y en ese caso, el mensaje pudo haber estado tácito o
expresamente autorizado por los filisteos.
Isbaal fue ungido por Abner, y es sabido que Abner estuvo combatiendo en Gélboe, de
donde hay que suponer que escapó con un cierto número de hombres en dirección al este.
Abner representaba una amenaza para los filisteos, mucho desde que amparaba su nombre
bajo el título de jefe de las fuerzas del rey de Israel y ese rey no era un advenedizo, sino un
hijo de Saúl.
Puestos a suponer, y no nos queda otro camino, coloquemos a los filisteos, no ya sólo
a Aquis de Gath sino a todos los señores filisteos, en un trance parecido: en Israel hay un
caudillo militar conocido, Abner, que tiene treinta años comandando hombres de armas, que
es enemigo probado de Filistea, y se halla a las órdenes de un rey cuyo padre, también rey,
ha caído recientemente en lucha contra los filisteos; y hay otro caudillo, designado ya rey
de Judá, que quiso combatir contra ese rey muerto y acudió a formar en las filas de Aquis
de Gath; que es aliado de Filistea, por lo menos de uno de los príncipes confederados. La
federación filistea, ¿en favor de quién pronunciarse? La lógica indica que en favor del último,
esto es, de David ben Isaí, y la misma lógica nos lleva a preguntarnos si no fue la necesidad
de oponer un rey hebreo al hijo de Saúl lo que aconsejó la creación del reinado de Judá para
que lo encabezara el aliado de Aquis de Gath.
David era demasiado astuto para no comprender que tenía una posición privilegiada, y
si no advierte que hasta la muerte de Saúl no parecía tener más preocupación que la de ver

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JUAN BOSCH  |  DAVID, BIOGRAFÍA DE UN REY

ponerse el sol de cada día y salir el de cada mañana, de sus hechos se desprende que a partir del
momento en que recibe la noticia de que Saúl ha caído en Gélboe, comienza a darle un sentido
a su vida. Puede ser que se haya usado la proclamación de Isbaal como un argumento en favor
suyo para ser designado rey de Judá, pero si ya era rey de Judá al darse la unción de Isbaal no
debemos tener dudas de que aprovechó la oportunidad para fortalecer su posición.
David decidió hacer la guerra a Isbaal, y no es osadía pensar que antes de lanzarse al
ataque debió solicitar y obtener el apoyo de los filisteos para hacer la guerra. No parece
probable que esa guerra pudiera librarse sin la aquiescencia de los vencedores de Gélboe.
Mucho podían ganar los filisteos si David vencía a Isbaal, pero más ganaría el bisnieto de
Ruth la moabita. Pues no sólo exterminaría la semilla de Saúl; no sólo destruiría a Abner, caudillo
valiente, renombrado y ambicioso, sino que además podría movilizar a los hombres que habían
hecho con él las campañas de los desiertos evitando así que le crearan problemas, consolidaría
su prestigio y su poder como hombre de armas y extendería su reinado a todo el territorio de
Israel. Consumado político como era, ejercitado en el arte de manejar a los hombres a pesar de
su edad, David debió estudiar en detalle la situación que tenía ante sí y debió negociar con los
filisteos, probablemente a través de Aquis de Gath; y como lo único que podía ofrecer era su
lealtad a lo pactado, lealtad de la que Aquis estaba convencido, eso ofrecería.
La primera acción de la guerra contra Isbaal tuvo lugar en Gabaón, que quedaba en
Benjamín, más bien hacia el oeste, y todo indica que fue una sorpresa dada por las fuerzas
de David, mandada por tres sobrinos suyos, a un grupo de la gente de Isbaal, mandado por
Abner. No hay explicación para la presencia de Abner en una zona tan cercana a Hebrón
y a Filistea, pero es de suponer que Abner y sus hombres habían cruzado el Jordán hacia
el occidente con el fin de cumplir alguna misión. Parece que el encuentro comenzó con un
combate entre pocos guerreros, que se agarraron entre sí y se atravesaron a espada, y que
a raíz de ese choque Abner y los suyos huyeron. Las fuerzas de Judá persiguieron a los
benjaminitas y especialmente uno de los sobrinos de David, llamado Azael, se lanzó sobre
Abner. En la huída, éste acertó a clavarle la lanza a su perseguidor y lo dejó tendido en el
campo. Esa muerte iba a tener más tarde consecuencias fatales para Abner.
Joab, hermano de Azael, llamado a desempeñar en los años por venir un papel de mucha
importancia, mandaba a las gentes de Judá en ese encuentro, y condujo el cadáver de su herma-
no hasta Belén, donde le dio sepultura. Después bajó a Hebrón, sin duda para dar cuenta de los
sucesos a David, que era su tío, pero que no debía llevarle muchos años. Joab demostró a lo largo
de su vida ser hombre duro, un verdadero soldado que confiaba sólo en el filo de la espada, y es
seguro que nunca perdonó a Abner la muerte de su hermano. Pero cuando lleguemos al momento
de aclarar responsabilidades en el asesinato de Abner nos enfrentaremos con interrogaciones de
muy difíciles respuestas. A la sombra de esas interrogaciones se pregunta uno si fue Joab quien
no perdonó a Abner o si el sobrino fue un instrumento en las manos del rey de Judá.
“Fue larga la guerra entre la casa de David y la casa de Saúl”, rezan los textos (II
Sam., 3:1), y en esa guerra “David iba fortaleciéndose cada vez más y la casa de Saúl cada
vez iba debilitándose”. Desde luego, David no sólo se fortalecía frente a sus enemigos de
Israel, sino que acumulaba poder para cuando llegara la hora de aplastar a los enemigos
externos, a los filisteos entre ellos. Uno de los misterios de esos días es la indiferencia de
los filisteos ante el creciente fortalecimiento de David. O Aquis de Gath debía tener mucha
confianza en su aliado –y además debía gozar de mucho predicamento entre sus compañeros,
los príncipes o señores de Filistea, para transmitirles esa confianza– o él iba debilitándose,

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

como la casa de Saúl, acaso perdiendo fuerzas físicas por enfermedad o por vejez, y eso
le impidió tomar medidas a tiempo para poner un alto a la acumulación de poder que iba
haciendo David.
¿A qué expedientes recurría ese sagaz y ambicioso hijo de Isaí para mantener cegados
a los filisteos? ¿Qué hacía? ¿Colmaba a Aquis de Gath de oro y de honores? ¿Buscaba más
allá de las fronteras de Israel alianzas con qué equilibrar su posición? No lo sabemos.
No hay constancia en los textos de la política de David. Sólo podemos sospechar lo de
las alianzas porque cuando el rey de Judá se instaló en Jerusalén, Hiram, rey de Tiro, le
envió artesanos y materiales para la construcción de un palacio, lo cual ofrece indicios de
un grado estrecho de relaciones entre el rey del puerto fenicio y el rey de Israel, sin que
tengamos la menor idea de si esas relaciones comenzaron desde que David pasó a ser rey
de Judá o si se establecieron después.
La guerra con la casa de Saúl fue larga, pero ignoramos cuántas batallas se libraron en
ella y ni siquiera se nos dice cuáles fueron las más importantes. Se sabe que la acción de
las armas duraba todavía cuando ya estaban celebrándose conversaciones de paz, puesto
que se refiere que estando Abner en Hebrón llegó allí Joab cargado de botín, tomado sin
duda en alguna acometida a los benjaminitas.
La guerra se decidió debido a una defección de Abner. Isbaal halló a su general en el
lecho de Risfa, que había sido concubina de Saúl y le había dado dos hijos al rey, y esto le
sorprendió sobremanera al hijo de Saúl porque la posesión de la mujer de un muerto equi-
valía a suplantarle; era una demostración de señorío y propiedad sobre lo que había sido del
muerto. En el caso de Abner, Isbaal entendió que esa acción de su jefe de armas significaba
que éste tomaba posesión de lo que perteneció a Saúl, el título de rey incluido. Como es claro,
Isbaal le echó en cara a Abner lo que había hecho. Abner se dispuso le recordó que si era
rey, a él se lo debía; le dijo que él, Abner, había pasado su vida favoreciendo a Saúl y a sus
familiares y amigos, y que tenía en sus manos hacer de David el rey de Israel, cumpliendo
así la voluntad de Yavé, en vez de mantenerlo en el reino de Judá.
Isbaal, de quien no hay constancia de que fuera hombre de armas, dependía de Abner
para proseguir la guerra; dependía de él para seguir siendo rey, porque un rey sin ejército
no podía mantenerse ni aún habiendo paz, mucho menos si estaba perseguido por hombre
tan tenaz como David. Sin embargo, aún después que Abner inició sus negociaciones con
David, la guerra proseguía. Lo que se ignora es con qué intensidad estaba haciéndose y
quién mandaba, en sus últimos tiempos, las fuerzas de Isbaal.
A raíz del incidente con Isbaal, Abner envió mensajeros a David para decirle que si ellos
dos se aliaban él le ayudaría a convertirse en el rey de todo Israel. La pretensión de Abner no
era rendirse a David, sino aliarse al rey de Judá. Eso quiere decir que a cambio de la defec-
ción algo tendría que darle David. ¿Qué le pidió Abner? No se sabe, porque Abner murió a
manos de Joab antes de que pudiera recibir el precio que reclamó. Ahora bien, de atenernos
a lo que sugieren los textos, en el acuerdo se establecía algún beneficio para Isbaal.
David comenzó pidiendo, como prenda de buena fe, que se le entregara a Micol, la hija
de Saúl, la que había sido su primera mujer. Al reclamarla recordó que Saúl no se la había
dado gratuitamente, sino que él la había obtenido “a costa de cien prepucios de filisteos”.
¿Por qué pedía David a Micol? ¿No tenía ya bastante mujeres en su harén? Mientras
estuvo en Hebrón no cesó de aumentar el número de sus esposas y concubinas, que llegó
a ser bastante alto, como el de todo buen rey oriental, y que debía aumentar más para

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JUAN BOSCH  |  DAVID, BIOGRAFÍA DE UN REY

consolidar su prestigio y porque alguna vez debía acceder a enlaces de conveniencia política.
En Hebrón le nació de Ajinoam el primogénito Amnón, que al andar de los años violaría a
su media hermana Tamar, hermana del hermoso Absalón, a cuyas manos murió el violador;
le nacieron Dodiya, hijo de Abigail; Absalón, hijo de Maaca; Adonías, hijo de Agit, que cons-
piraría para ser rey y que moriría por órdenes de su hermano Salomón; le nacieron Sefatía,
hijo de Abital, y Jitream, hijo de Egla. Seis mujeres y concubinas, por lo menos, tuvo David
en Hebrón; y si todavía no las tenía todas cuando reclamaba a Micol, sabemos con seguridad
que cuando entró en Hebrón le acompañaban Ajinoam y Abigail.
En la devolución de Micol intervino Isbaal no sabemos por qué, pero es de pensar
que debido a que entre él y Abner había algún acuerdo. Tal vez Isbaal no quería del todo
romper con Abner; quizá el hijo de Saúl se hallaba al tanto de las negociaciones entre
Abner y David y sabía que en ellas había beneficio para él. Hay muchos puntos oscuros
y confusos en este asunto, y sobre toda esa guerra entre el rey benjaminita, que se hacía
llamar de Isbaal, y el hijo de Isaí, que era rey de Judá, la mano de los informadores pasa
con una velocidad desbocada. Es el caso que Isbaal aparece quitándole a su hermana
Micol a su marido, nombrado Paltí, en cuyas manos la entregó Saúl cuando resolvió que
no seguiría siendo la mujer de David. El marido siguió a su mujer largo trecho, “hasta
Bujarin”, señala el texto. El texto agrega también que iba llorando. En Bujarin le ordenó
Abner que se devolviera, y así lo hizo.
A David no le importaban las lágrimas de Paltí. Él iba a su fin. Él, político sobre todas
las cosas, necesitaba tener en su casa a la hija de Saúl. Con ello no sólo seguía siendo el
yerno del muerto, lo cual le acercaba a la línea de sucesión, sino que además impedía la
propagación de la simiente de Saúl, cuyos nietos –¿quién podría saberlo?– muy bien podrían
recordar algún día que descendían de un rey y dedicarse a crear disturbios en perjuicios de
la casa de David.
Teniendo a Micol, los nietos de Saúl serían los hijos de David. Las dos sangres se reuni-
rían en una sola; en una sola se convertirían la casa de Saúl y la de David, y el único techo
de ambas cubriría a los futuros reyes de Israel, no a reyes de Judá al sur y a reyes de Israel al
norte, sino a reyes únicos de todo Israel, “desde Dan hasta Berseba”, como decía el pueblo
para dar idea de la unidad de la raza sobre la tierra prometida.

Capítulo XII
Al ir declinando el segundo año del reinado de Isbaal, que debía ser también el segundo
del reinado de David, se acercaban a su fin no sólo la precaria monarquía del hijo de Saúl,
sino que también su vida y la vida de Abner.
Abner había hablado ya con los principales jefes de las familias benjaminitas y éstos
habían accedido a entrar en negociaciones con David. Al parecer David le había asegurado
a Abner que él libraría a Israel de los filisteos y de todos sus enemigos, pues este argumen-
to usó el antiguo jefe de armas de Saúl para convencer a los ancianos de Benjamín de que
debían pasarse al partido de David.
Abner bajó a Hebrón para comunicarle a David el resultado de sus gestiones. David le
recibió ostentosamente, con un banquete, lo cual es prueba de la importancia que confería a
esa visita, en la que Abner estaba acompañado por veinte personas. Después de haber habla-
do con el rey de Judá Abner volvió al norte. Prometió que iba a reunir a todos los hombres

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importantes, probablemente de Benjamín, y que volvería con Isbaal a Hebrón. “Ellos harán
alianza contigo y tú reinarás como deseas”, dijo Abner a David (II Sam., 3:21). En ese momento
fue cuando intervino lo que muchos consideran el odio de Joab, aunque, contrariando lo
escrito y las apariencias, el estudioso de la vida de David tenga que revisar ese juicio.
Abner salió de Hebrón al tiempo que llegaba Joab el sobrino de David, que retornaba de una
expedición triunfante, cargado de botín. Al entrar en Hebrón le dieron la noticia de qua Abner
había estado allí, que había sido recibido y agasajado por el rey, y se había ido. Joab se dirigió en
el acto a su tío para decirle: “¿Cómo has hecho esto? Ha venido a estar contigo Abner: ¿por qué,
pues, le haz dejado irse en paz? ¿No sabes tú que Abner, hijo de Ner, ha venido a engañarte y a
espiarte en tus entradas y salidas y sorprender tus planes?” (II Sam., 3:24 y 25).
Habiendo terminado de hablar, Joab se fue a dar las órdenes del caso para que Abner
fuera hecho preso y devuelto a Hebrón. Así se hizo. Ahora bien, ¿partió esa orden de Joab,
es decir, de su voluntad y autoridad únicamente, o le fue insinuada? ¿Es posible que un rey
como David, caudillo de armas, verdadero jefe de su gente, fuera desconocido en su potes-
tad de rey al extremo de que alguien, aún tratándose de su sobrino, se atreviera a actuar en
asuntos delicados sin su consentimiento? Cuando David y Joab hablaron sobre la presencia
de Abner en Hebrón, ¿le calló el tío a Joab la importancia que esa visita tenía para el porvenir
de la monarquía davídica? Tratándose de que era un jefe de sus fuerzas, un sobrino, y por
ambas razones un interesado en la consolidación del reinado, y tratándose además de que
era hermano de Azael, muerto por Abner en Gabaón, ¿iba David a dejarle librado a su ira sin
explicarle que la visita de Abner tenía un valor excepcional para la causa de todos ellos?
Ninguna de esas preguntas tiene respuesta. En el sangriento episodio que va a producirse
inmediatamente, nadie acusa a David. El no sólo se lavó las manos, como mil años después
haría Pilatos en el caso de aquel que iba a llamarse el Hijo de David, sino que se las lavó
ostensiblemente haciendo ver en la forma más clara posible que él no había tenido parte en
el crimen. Pero las preguntas quedan ahí, y no hay respuestas para ellas.
Llevaron a Abner preso. En la puerta –se supone que de la casa de David– lo recibieron
Joab y Abisai, los hijos de Sarvia, hermana de David. Entre esos dos hermanos y Abner
estaba el cadáver de Azael, muerto por Abner de un lanzazo en la sorpresa de Gabaón,
dos años atrás. “Le recibieron en la puerta, y llevándolo aparte dentro de la puerta, como
para hablarle en secreto, le hirieron en el vientre y le dieron muerte”. El texto dice que el
matador fue Joab, pero difícilmente un hombre solo podía sorprender en forma tan infantil
a un veterano en la lucha de armas. El viejo guerrero, que hizo la guerra a los filisteos, a los
amalecitas, a los moabitas, y “a todos los enemigos de entorno”, cayó en una emboscada sin
que le dieran tiempo a defenderse.
La reacción de David fue, como siempre, instantánea aunque en esta ocasión es posible
que estuviera preparado para recibir la noticia, la recibió y exclamó a gritos: “Inocente soy
yo, para siempre, yo y mi reino, delante de Yavé, de la sangre de Abner, hijo de Nor. Caiga
su sangre sobre la cabeza de Joab y sobre toda la casa de su padre. Haya siempre en la casa
de Joab quien padezca el flujo, leproso, quien ande con báculo, quien muera a cuchillo, quien
carezca de pan” (II Sam., 3:28 y 29).
Esta es una de las maldiciones más solemnes y espantosas que figuran en la Biblia. Podría
suponerse por ella que David era sincero, sin embargo he aquí que ese su sobrino Joab siguió
siendo hombre de su confianza. Durante el resto del reinado de David figuró al frente de sus
ejércitos como jefe; fue el primero en entrar en Jerusalén; derrotó a los ammonitas, a los sirios, a

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JUAN BOSCH  |  DAVID, BIOGRAFÍA DE UN REY

los edomitas; extendió el reino de David a punta de lanza; acompañó a su tío cuando éste tuvo
que abandonar su ciudad, la ciudad de David, huyendo de su hijo Absalón. El rey pidió para
la casa de Joab, que era su sobrino, el flujo, la lepra, el báculo, el cuchillo, el hambre, pero le
mantuvo junto a sí durante casi cuarenta años, como jefe de sus tropas y por tanto sin flujo, sin
lepra, sin báculo, sin hambre. Es cierto que en su última hora, y mencionando concretamente
la muerte de Abner, pediría a su hijo Salomón que no dejara vivo a Joab. Pero no le cobraba
entonces la sangre de Abner, sino la de Absalón, muerto a flechazos por Joab.
Las demostraciones de dolor de David no se atuvieron a esa teoría de males que solicitó
de Yavé para la casa de su sobrino; hizo más: “dijo a Joab y todo el pueblo que con él estaba:
“Rasgad vuestras vestiduras, ceñíos de saco y haced duelo por Abner” (II Sam., 3:31). El
mismo encabezó la comitiva fúnebre que acompañó el cadáver de Abner, que fue enterrado
en Hebrón. Lloró sobre la tumba y además compuso una elegía digna de estudio, puesto
que en ella, a la vez que parecía lamentar el trágico fin de Abner y de aclarar que no había
muerto como prisionero, sino en libertad, recordaba que había caído como los malvados.
La elegía era ésta, según II Samuel (3:33 y 34):

“¿Ha muerto Abner


La muerte del criminal?
No estaban atadas sus manos
Caíste como caen los malvados”.

David no quiso comer ese día, alegando que “ha caído en Israel un gran capitán y un
gran hombre” (II Sam., 3:39). Decía a quienes querían oírle que, aunque ungido rey, él era
débil todavía, esto es, que no tenía fuerzas efectivas para imponer su voluntad, y que sus
sobrinos, los hijos de su hermana Sarvia, eran muy duros.
Con esas aparatosas señales de dolor, que precisamente por aparatosas resultaban sos-
pechosas a los ojos de la posteridad, David consiguió lo que pretendía: convencer al pueblo
de que él no había tenido parte en el crimen. Los textos reconocen que “todo el pueblo lo
supo, viendo con agrado lo que hacía el rey; y comprendió aquel día que no había sido obra
del rey la muerte de Abner, hijo de Nor” (II Sam., 3:36 y 37).
Eso, y no otra cosa, era lo que buscaba David con demostraciones de dolor tan exagera-
das, con llanto que no derramó en otras ocasiones, con su elegía, con su negativa a comer.
Buscaba convencer al pueblo de su inocencia en el crimen para que la noticia de su duelo
llegara hasta Isbaal y hasta aquella gente principal de Benjamín que ya había acordado con
Abner el reconocimiento de David como rey de Israel.
Desde luego, se sabe cómo se producen los movimientos políticos y cómo prosiguen una
vez iniciados. Habiendo resuelto entenderse con David, los que seguían a Abner lo hicieron,
a pesar del crimen, y hallaron buena justificación para su entendimiento en las muestras de
dolor del hijo de Isaí. No podían hacer otra cosa, porque, como refieren los textos, “cuando
supo Isbaal que Abner había sido muerto en Hebrón, se le cayeron los brazos, y todo Israel
quedó consternado” (II Sam., 4:1).
El reinado de Isbaal tocaba a su fin. Había reconocido la autoridad de David enviándole
a Micol, había probablemente aceptado las gestiones de Abner, todo lo cual hay que supo-
nerlo, era consecuencia de las derrotas sufridas por sus hombres en los campos de batalla a
manos de Joab y de los restantes jefes de David.

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

Al mismo ritmo con que David ganaba poder, lo perdía Isbaal. Un rey en caída es víctima
de la cobardía de los que han estado siendo sus secuaces; en su propio hogar haya quien
lo traicione. En el caso de Isbaal fueron dos benjaminitas a quienes los textos llaman “jefes
de bandidos”, pero que probablemente fueron partidarios de Isbaal; dos de esos prófugos
por deudas o por crímenes que se adscribían a bandas y acababan comandándolas, y que a
causa de la guerra entre el sur y el norte de Israel debieron adherirse a las fuerzas del norte.
El hecho de que conocieran la casa de Isbaal y de que pudieran penetrar en ella libremente
indica que debieron estar al servicio de Isbaal.
Esos dos hombres se presentaron un medio día, mientras Isbaal dormía la siesta y la
portera, que había estado moliendo trigo, dormitaba a causa del calor. Los recién llegados
entraron en las habitaciones del hijo de Saúl y le dieron muerte antes de que él acertara a notar
su presencia. El reinado de Isbaal quedaba, pues, sin jefe. Pero como los asesinos no fueron con
el fin de decapitar el reino, sino con el de obtener provechos, procedieron a cortarle la cabeza
al cadáver; abandonaron la casa llevándose el repugnante despojo y huyeron sin descanso en
dirección de Hebrón. Cuando llegaron a Hebrón solicitaron ver a David y lo lograron. “Estás
vengado de Saúl y su descendencia”, le dijeron. “Aquí tienes la cabeza de Isbaal”.
La escena no puede ser más oriental y más digna de esos tiempos. Podemos imaginarnos
a los asesinos mostrando a David la cabeza de piel descolorida y de ojos sin brillo, acaso de
poblada barba. Una mano viva sujetando una cabeza muerta, agarrándola por los largos
cabellos a los cuales hay sangre adherida, es una estampa bárbara muy adecuada para sim-
bolizar la violencia de aquellas regiones en esos días. Sólo que David no era, ni en ése ni en
otros aspectos, el típico monarca oriental. David podía matar, u ordenar que mataran si así
convenía a sus propósitos. Pero aún viéndose en el caso de hacerlo, repugnaba el crimen y se
esforzaba en aparecer como un rey que no recurría a él. Aún rodeado de pueblos inclinados
a la barbarie, el de Moisés tenía una ley que le ordenaba no matar. David lo sabía, y él no
gobernada contra los sentimientos de su pueblo.
La reacción de David ante el macabro despojo fue, como siempre instantánea. Entre las cuali-
dades del hijo de Isaí –hay que repetirlo una y otra vez– una de las más características era ésa de
que los acontecimientos no le hallaban desprevenido; tan pronto como se daban, él sabía cómo
encararlos. Su inteligencia actuaba en forma relampagueante. Casi se confundía con el instinto.
Se ponía en función en fracciones de segundos después de haber sido herida por cualquier hecho.
Gracias a eso David era en una sola pieza poeta, político y hombre de acción.
Los asesinos de Isbaal le mostraron la cabeza de su víctima esperando que a cambio
de lo que ellos consideraban servicio eminente obtendrían regalos del hijo de Isaí. Pero he
aquí que éste contestó, con esa dignidad que tenía para salvar los momentos difíciles: “Vive
Yavé, que me salvó de toda angustia; que si al que me anunció, diciendo: Ha muerto Saúl,
creyendo anunciarse cosa grata para mí, le cogí y le maté en Siceleg, cuando parecía que era
digno de albricias por la noticia, ¿cuánto más ahora que unos malvados han quitado la vida
a un hombre inocente, en su casa, en su lecho, no habré de demandar su sangre de vuestras
manos exterminándose de sobre la tierra?” (II Sam., 4:9 al 12).
Y los exterminó. Por su orden les fueron cortados los pies y las manos, y los cadáveres
fueron colgados en público, para escarmiento general. En cuanto a la cabeza del infortunado
hijo de Saúl, fue llevada al sepulcro de Abner y enterrada donde yacía su general.
Treinta años tenía David cuando fue ungido rey de Judá, hacia el 1010 A. de C. Si Isbaal
fue proclamado rey inmediatamente después de la muerte de Saúl, y su reinado duró dos

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JUAN BOSCH  |  DAVID, BIOGRAFÍA DE UN REY

años afirman los textos, David debía tener entre treinta y dos y treinta y tres en los días en
que habiéndose quedado Isbaal sin rey a la muerte de Isbaal ben Saúl, fueron a Hebrón los
ancianos de Isbaal “y David hizo con ellos alianza en Hebrón ante Yavé, y ungieron a David
rey sobre todo Israel” (II Sam., 5:3). De acuerdo con I Paralipómenos (11:3), el anciano Samuel,
que debía tener ya de tres a cuatro años de muerto, si no más, legalizaba el acto que se estaba
efectuando en Hebrón, puesto que “ungieron a David rey de Israel, según la palabra de Yavé
pronunciada por Samuel”. He ahí la importancia de aquella supuesta o real unción hecha
por el viejo sacerdote en Belén, en Rama, o tal vez sólo en la imaginación de David.
El ungimiento del hijo de Isaí como rey de todo Israel fue festejado durante tres días,
en los cuales se comió y se bebió abundantemente, a pesar de que el número de los que
llegaron de todos los rincones de Israel debió abrumar a Hebrón. Pero resultaba que a los
que fueron, “sus hermanos los habían provisto de víveres, y aún los que habitaban cerca,
hasta Isacar y Zabullón y Neftalí, trajeron en asnos, camellos, mulos y bueyes, pan, harina,
masas de higos y pasas, vino, aceite, bueyes y ovejas en abundancia, porque Israel estaba
en alegría” (I Paralip., 12:39 y 40).
Sí, Israel estaba en alegría, y David, joven todavía, de “blondo rostro y bella presencia”,
veía de nuevo su estrella ascendiendo, esta vez con una seguridad pasmosa. Su vida ha co-
menzado a cobrar sentido. Es rey, tiene hijos que podrán proseguir su obra, y en un hombre
que amaba tan apasionadamente a sus hijos, como se verá más tarde, no podría resultar
extraño que el nacimiento de esos hijos –del primero, por lo menos, ocurrido en Hebrón,
haya contribuido a encauzar sus energías hacia un fin claramente entrevisto. Para David,
objeto de la historia, primero, para que pudiera ser instrumento después, reinar, engrandecer
a Israel y transmitir esa grandeza y el reino a uno de sus hijos debió ser todo un destino.
Sólo pensando así podría explicarse la saña con que persiguió a la simiente de Saúl, que no
terminó con la muerte de Isbaal.
La destrucción final de la casa de Saúl aparece relatada en II Samuel (21:1 al 14), sin que
sea posible aclarar en qué época tuvo lugar. Pero si se agrupan los hechos de David en forma
lógica debemos situarla mientras él se halla en Hebrón, antes de la conquista de Jerusalén.
Por tanto, la oportunidad de relatarla es ésta.
Los textos afirman que esa obra de David fue aconsejada por Yavé, sin duda que través
de Abiatar. Yavé había desatado un hambre de tres años sobre Israel, en castigo por la felo-
nía de Saúl contra los gabaonitas. Este pueblo, que quedó dentro del territorio de Benjamín
y por tanto en las inmediaciones de los reales de Saúl, no era hebreo, pero en tiempos de
Josué ofreció alianza a éste, y le fue aceptada; sólo que como había engañado a Josué y a la
asamblea de los principales de Israel haciéndoles creer que llegaba de muy lejos, se le so-
metió a cortar la leña y a acarrear el agua para la asamblea y para el altar de Yavé. En pocas
palabras, los gabaonitas pasaron a ser siervos; pero se les garantizó la vida a perpetuidad,
a ellos y a sus descendientes. Esa garantía había sido concedida cientos de años atrás; y de
todas maneras, aunque hubiera sido concedida recientemente, poco valor podía ella tener
a los ojos de un rey tan violento como Saúl. Esto, pues, un día pasó a cuchillo a gran parte
de los gabaonitas, no se sabe si a raíz de la destrucción de Nob o cuando rechazaba alguna
invasión filistea. Gabaón quedaba en el camino que usaron algunas veces los filisteos para
entrar en Benjamín.
Los textos aseguran que habiendo Yavé dicho que su cólera se debía a la maldad de
Saúl con los gabaonitas, David consultó a éstos sobre la manera de liquidar esa deuda. Los

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

gabaonitas pidieron siete cadáveres de la casa de Saúl para colgarlos en Gabaón, ante Yavé.
Curiosa coincidencia era que toda la descendencia de Saúl alcanzara sólo a ocho personas, y
restando de ellas a Mefibaal, hijo de Jonatán, que por esos días era un niño lisiado al cuidado
de una criada que huyó con él a raíz de la derrota de Gélboe, quedaban siete; dos hijos de
Saúl con su concubina Risfa –la que provocó el disgusto entre Abner e Isbaal– y cinco hijos
de Merob, la hermana mayor de Micol, la misma Merob ofrecida por Saúl a David como
mujer antes de que el joven capitán desposara a Micol.
Los puntos dignos de observación en este espeluznante episodio aumentan cuando se
advierte que los textos afirman, sin la menor oscuridad, que “los siete murieron juntos en
los primeros días de la cosecha, al comienzo de la siega de las cebadas”. La contradicción es
patente, pues ¿cómo se nos dice que se estaba “en los primeros días de la cosecha, al comienzo
de la siega de las cebadas”, si antes se ha dicho que murieron en holocausto porque había
hambre en Israel, nada menos que tres años de hambre provocados por Yavé en castigo de
lo que había hecho Saúl con los gabaonitas? Tal parece que David no se atrevió a cargar ante
el pueblo con ese crimen, y halló la manera de achacárselo a Yavé.
Con una pasión muy de su raza, Risfa, la que había sido concubina de Saúl, no quiso
abandonar los cadáveres de sus hijos y de los sobrinos de sus hijos; “tomando un saco lo
tendió sobre la tierra, y estuvo desde el comienzo de la cosecha de las cebadas hasta que
sobre ellos cayeron del cielo las aguas de la lluvia, espantando durante el día a las aves del
cielo y durante la noche las bestias del campo”.
Al hacerse pública la conmovedora lealtad de Risfa a sus muertos, David, a quien no le
convenía el espectáculo, se propuso ser magnánimo: fue a Jabes de Galad, recogió allí los
calcinados huesos de Saúl y de Jonatán, que habían sido enterrados al pie de un terebinto;
descendió de Jabes de Galad, cruzando el Jordán, hacia Gabaón, juntó aquí los restos de los
descendientes de Saúl a los del rey y su heredero, y llevó todos al sepulcro familiar de la
casa de Saúl, donde se hallaba enterrado Quis, padre del rey.
Años después, quizá quince, quizá dieciséis, cuando ya se sentía seguro y sabía que su
obra era demasiado grande para que la pudiera remover la simiente de Saúl, hallándose él
en Jerusalén supo David que un hijo de Jonatán estaba vivo. Era Mefibaal. Este Mefibaal
tenía cinco años cuando la derrota de Gélboe. Al llegar la noticia del desastre, que en el
hogar del infante debió ser terrible por cuanto con ella llegaba también la de la muerte del
padre, de los tíos y del abuelo del pequeño Mefibaal, la mujer que le cuidaba le tomó en
brazos y huyó con él. En la explicable confusión, el niño se le cayó y de resultas de la caída
quedó cojo para siempre. Toda esa información la obtuvo David de un viejo siervo de Saúl
llamado Siba. Siba le dijo que Mefibaal estaba “lisiado de ambos pies” y que vivía en “casa
de Maquir, hijo de Amiel, en Lodabar”.
El recuerdo de Jonatán debió acudir entonces a la memoria de David. Ya era rey; gober-
naba desde Jerusalén y su reino crecía a ojos vistas. Debía andar por los cincuenta años; sus
hijos le rodeaban y el sabía amarlos, pero Jonatán no pudo amar al suyo.
David hizo llevar a Mefibaal a su presencia; lo alojó en su palacio como a un hijo más, y
siempre lo tuvo a su mesa, igual que a uno de su sangre. Las tierras de Saúl le fueron entre-
gadas; Siba, el viejo servidor del abuelo, fue puesto al frente de esas tierras, con su quince
hijos y veinte siervos, para que las cultivasen en beneficio de Mefibaal.
El poderoso David no tenía por qué temer. La simiente de Saúl, que él exterminó casi
del todo, podía crecer a su sombra.

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JUAN BOSCH  |  DAVID, BIOGRAFÍA DE UN REY

Capítulo XIII
Nos hallamos ahora frente a los mejores años de David, los años de su equilibrio y de su
fuerza. Son también los mejores de Israel, puesto que en ellos va a acumular energía, una energía
que estará en acción casi un siglo y que será, durante milenios, el espejo de su porvenir.
Imaginemos un ser de excepción, fuerte y a la vez finamente dotado, que ha sentido
por momentos la historia trabajando en su interior, lanzado a un torbellino, llevado por una
mano desconocida de la majada a la corte y de la corte a los desiertos, que se ha asomado a
la traición y se ha visto a punto de ser lapidado por una horda, y que se halla de momento,
quizá cuando menos lo espera, de frente a un destino grandioso, un destino que siendo el
suyo es también el de su pueblo.
David, que estuvo a punto de morir en Siceleg a manos de los hombres que le seguían, se
halló unos días después convertido en rey. En tal forma operó su destino sin la intervención
de su voluntad, que junto con Saúl muere en Gélboe Jonatán. ¿Qué hubiera sido de David
si Jonatán salva la vida? El hijo de Saúl era el heredero de la monarquía y era, a la vez, un
caudillo notable, que tenía el amor del pueblo y un prestigio ganado por sí mismo.
Pero Jonatán murió, y David pasó a ser rey. Probablemente con el nacimiento del primer
hijo David vio con claridad su porvenir; reconoció su destino y se entregó a él. Durante
algunos años se dedicó a servirle, y estos son los años más intensos de su vida, los de su
equilibrio y a la vez los que iluminan con una luz inextinguible la historia de Israel.
La persecución y la destrucción de la casa de Saúl es una de las tareas que le impone a
David su destino; la otra es la organización de Israel en un Estado de tal manera fuerte y
bien organizado que la voluntad del rey llegara a todas partes sin obstáculos y que la nación
pudiera ir desenvolviendo su vida a un ritmo regular, independientemente de la obra de
creación de David, esto es, sin que ese ritmo fuera estorbado por los planes de expansión
que tuviera David o que le fueran imponiendo los acontecimientos.
Parece, sin embargo, que en ese proceso de organización de Israel David fue avanzando
lentamente, y que fue sólo en sus últimos años cuando logró una obra acabada. Esto es explica-
ble. Era necesario que el pueblo tuviera conciencia de su poder como nación para que llegara a
admitir un orden estatal, y esa conciencia demoraría en formarse. De las guerras de guerrillas
de los tiempos de Saúl, de la monarquía de tipo pastoril del hijo de Quis; de los tiempos en
que Israel carecía de una capital y por tanto el trono de un asiento y Yavé de un lugar fijo, se
pasó al reino de Judá, a la guerra civil, todo ello probablemente sin salir del vasallaje a Filistea
o por lo menos sin haber dado fin al poder de la federación de los príncipes filisteos.
Por eso nos parece que después de la unificación de Israel, lograda cuando David fue
reconocido rey por las doce tribus, el paso más importante que podía darse fue el de dotar
al país de un centro político y religioso estable. David vio con claridad que sin una capital
donde se hallaran la cabeza y el corazón de Israel, éste no llegaría a ser un Estado fuerte. La
conquista de Jerusalén, es, por esa razón, la gran hazaña política de David.
Jerusalén, la ciudad de Jebú, quedaba al norte de Hebrón, bastante cerca de esta ciudad
y al oeste de la desembocadura del Jordán en el Mar Muerto. Era antiquísima, la antigua
Urusalín de los tiempos de Abraham, y quedó en poder de los jebuseos, que la retuvieron
durante siglos después del reparto de la tierra de Canaán entre los hebreos, porque éstos
no pudieron tomarla.
Fue a la tribu de Benjamín a la que tocó el territorio en que se hallaba Jerusalén. Los
benjaminitas se esforzaron en conquistar la ciudad; la asaltaron varias veces y nunca

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

tuvieron buen éxito. Un asalto victorioso requería no sólo tomar la muralla, única vía de
acceso a la vista, sino, después, ocupar la fortaleza de Sión, que se hallaba en la colina orien-
tal. En la ciudad había dos colinas, una a occidente y otra a oriente, y las dos flanqueaban a
Jerusalén y eran a la vez sus mejores defensas naturales.
Sólo había un camino por el que se podía entrar en Jerusalén con relativa facilidad, pero
los benjaminitas lo desconocían. Se trataba de un túnel que iba desde la fuente de agua que
abastecía a la población, la cual se hallaba fuera de las murallas, hasta el centro de la ciudad.
Se cree que ese manantial es el llamado hoy Fuente de la Virgen María. El túnel llevaba el
agua de la fuente a Jerusalén cuando los jebuseos no podían salir de las murallas que de-
fendían a Jerusalén por el norte, esto es, cuando la ciudad era sitiada.
La defensa de ese túnel era fácil y su acceso casi imposibles no sólo porque se trataba
de un pasaje desconocido de los extraños y probablemente de gran número de los propios
jebuseos, sino porque estaba construido en tal forma que en uno de sus tramos se convertía
en pozo, es decir, en una especie de cisterna, y porque además por el primer tramo, yendo de
la fuente a esa cisterna, sólo cabía un hombre. De ahí que los jebuseos dijeran que les bastaba
con ciegos y con cojos para impedir la toma de Jerusalén, y de ahí que, cuando se aprestó
a conquistar la ciudad, David preguntara a sus hombres quién iba a ser el que alcanzaría a
los ciegos y a los cojos a través del túnel.
Como en los textos bíblicos hallamos abundantes razones para entender que las guerras de
David contra los filisteos comenzaron después de la toma de Jerusalén –aunque en I Paralipómenos
se diga que los filisteos atacaron inmediatamente después que David fue ungido rey de todo
Israel en Hebrón– hay que suponer que David tomó en cuenta a los filisteos antes de proceder
al ataque sobre Jebú. Hubiera sido insensato de no hacerlo así, pues una invasión filistea en
el momento en que David se hallaba ocupado en el sitio de Jerusalén habría desorganizado
a Israel y habría significado un duro revés para David.
Los filisteos no debían oponerse a la conquista de Jerusalén porque a ellos les resultaba
conveniente que un aliado, o por lo menos uno que había sido su aliado, como era el caso de
David, tomara señorío de la ciudad echando de ella a los jebuseos. Ahora bien, si David no
consultó a los filisteos o no negoció con ellos en relación con el ataque a Jerusalén es porque
ya los tradicionales enemigos de Israel se hallaban en declinación y debilitamiento, y David
podía atacar hacia el norte sin tomar en cuenta que a su retaguardia había un poder hostil.
Si David entró en Hebrón hacia el año 1010 A. de C. y gobernó desde allí siete años y medio,
al cabo de los cuales se trasladó a Jerusalén, hay que situar la toma de la ciudad jebusea entre los
años 1004 y 1002 A. de C.; más probablemente hacia el 1003 si tomamos en cuenta que los traba-
jos de acondicionamiento de Jerusalén para que sirviera de capital de Israel debieron consumir
algunos meses. El hijo de Isaí debía tener entonces treintisiete años; se hallaba, pues, en la mitad
de su vida y se aprestaba a realizar la hazaña decisiva de su carrera política.
Es de suponer que para la toma de Jerusalén David movió hombres de varios puntos de
Israel, con los cuales sitió la ciudad. Si conocía el pasaje secreto antes de ordenar el ataque,
éste no debió ser largo. La astucia de David induce a pensar que sí lo conocía. Tal vez lo supo
desde antes de plantear la toma de Jerusalén; quizá fue el descubrimiento de ese secreto, que
los jebuseos debieron guardar celosamente, lo que le llevó a concebir la toma de la ciudad.
Los jebuseos estaban seguros de la invulnerabilidad de Jerusalén; de manera que re-
cibieron a David con burlas, gritándole, seguramente desde las murallas: “No entrarás tú
aquí; ciegos y cojos bastarán para impedírtelo”. A lo que David respondió, dirigiéndose a

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JUAN BOSCH  |  DAVID, BIOGRAFÍA DE UN REY

los suyos, y sin duda ofreciendo grandes recompensas a quienes le sirvieron en esa histórica
empresa: “¿Quién, batiendo al jebuseo, llegará a alcanzar por el túnel a los ciegos y a los
cojos, aborrecidos de David?” (II Sam., 5:6 y 7), y (Paralip., 11:5 y 6).
El primero en entrar por el túnel fue Joab, su sobrino, el matador de Abner guerrero
osado como ninguno, que iba derecho a la victoria sin contar el número de los enemigos y
sin notar la presencia de obstáculos. Seguramente tras Joab penetraron muchos más. Como
la gente de David era esperada al asalto por la muralla y apareció de improviso al pie de la
colina de Sión, la guardia jebusea fue sorprendida y quizá tomada por la espalda. David,
pues, entró como vencedor en la fortaleza de Sión, hasta entonces no hollada por atacante
alguno. Fue en ese momento cuando la imagen de David y la de Israel se confundieron en
una sola. David y su destino se unieron allí, como podrían unirse un cuerpo y su sombra o
un río y su lecho.
David tuvo conciencia del minuto histórico que estaba viviendo. Al tomar posesión de
la fortaleza de Sión hizo destruir las viviendas que había a su alrededor, escogió un lugar
para edificar su palacio y bautizó a Jebú con el nombre de Ciudad de David. Joab quedó al
frente de los trabajos para edificar allí una ciudad digna de un rey, y seguramente en la tarea
fue ocupado el ejército atacante, o por lo menos una gran parte. Para la construcción del
palacio de David envió una embajada Hiram de Tiro, el rey fenicio, con quien por lo visto
mantenía buenas relaciones el afortunado hijo de Isaí. Junto con la embajada, que debía estar
compuesta por gente distinguida de Tiro, llegaron obreros expertos en tareas de construcción
y grandes cargas de madera de cedro.
La toma de Jerusalén es, ya lo hemos dicho, el acto militar y político decisivo en la vida
de David. Al quitarles la ciudad a los jebuseos mostraba su pericia de guerrero y acababa con
una leyenda secular la de la invulnerabilidad de Jerusalén. Para todo Israel David debió
aparecer como un verdadero protegido de Yavé, que limpiaba de enemigos su camino.
Con esa conquista David unificaba a Israel, puesto que la plaza jebusea cortaba práctica-
mente al país en dos partes; era la frontera militar entre el norte y el sur, entre la porción
comúnmente llamada Israel, al septentrión, y la llamada Judá, al meridión. Al mismo
tiempo David asentaba la capital de su reino en una posición de notables facilidades para
la defensa, desde la cual se hacía ventajosa la lucha contra cualquier enemigo exterior y más
fácil la vigilancia sobre el propio Israel. De una vez para siempre se esfumaba el peligro de
que los jebuseos llegaran a acuerdos con ejércitos invasores.
Dotar a Israel de una capital que tenía fama de inexpugnable, situar el Arca en lugar
seguro, darle al pueblo, en fin, un centro religioso, político y militar, que era a la vez un
centro geográfico; eso fue lo que hizo David cuando conquistó Jerusalén. Se trata de una
verdadera hazaña, engrandecida por la circunstancia de que esa capital no fue una ciudad
que él creó en un lugar conveniente previamente seleccionado, sino una plaza fuerte, invicta
durante siglos, que conquistó gracias a su audacia mental y a su arrojo de guerrero. Así,
pues, la hazaña política fue consagrada por la hazaña militar. No hay duda de que David
ben Isaí tenía la madera de los grandes caudillos.
Es de presumir que David debió tener algún tiempo de respiro después de la toma de
Jerusalén. Sólo así se explica que se pusiera a construir viviendas para sus soldados y un
palacio para él. Es la construcción de ese palacio lo que nos lleva a la convicción de que
David comprendía la importancia de lo que había hecho al extender su señorío a Jerusalén.
Siete años y medio vivió él en Hebrón, y no pensó edificar allí palacio alguno.

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

Ya en esa época David era un político consciente, que medía la trascendencia de sus
actos. Debía saber, acaso por adivinación de poeta, que las grandes vidas, las de aquellos
que entran en la historia por la puerta adecuada y no como asaltantes, tienen una hora de
esplendor total; pasan por el cenit, como las estrellas, en un momento dado; se sostienen
ahí un tiempo emitiendo todo el brillo de que son capaces, y comienzan luego a declinar
hasta que poco a poco desaparecen en el horizonte. Mucha actividad, en provecho de su
reino y para su propia gloria, le esperaba a él; y también mucha amargura, el espectáculo
de un hijo violando a una de sus hermanas, el de otro asesinando al violador y luego
sublevándose para destronar a su padre; lo esperaba verse a sí mismo conquistando
pueblos distantes y también huyendo más allá del Jordán para salvar la vida amenazada
por su amado hijo Absalón; ver a sus muchas mujeres intrigando para que el heredero
del reino no fuera un hijo de cada una de las otras; ver a otro hijo conspirando y a los
favoritos de la corte haciéndose fuertes mientras él envejecía. Pero había un momento de
su vida en que su nombre resplandecía como la estrella en el cenit; y era ése en que puso
planta en Jerusalén, arrebatándosela al jebuseo; ese momento en que le dio a Israel una
capital que durante el reinado de su hijo Salomón figuraría entre los grandes centros del
mundo conocido.
David debía tener entonces unos treinta y siete años, y menos de ocho antes se hallaba
en medio de los escombros humeantes de un villorrio del desierto, en Siceleg, amenazado de
lapidación por los aguerridos desertores y fugitivos a quienes capitaneaba. Si lo recordaba,
al ver su hora triunfal debía pensar, como tres mil años después diría un poeta, que “nunca
la noche es más negra que cuando va a amanecer”. Pues en Siceleg David tuvo su hora más
oscura; volvía rechazado por los filisteos y se veía amenazado de muerte por sus hombres.
Y he aquí que inmediatamente después de ese momento comenzaría su ascenso hacia las
alturas de la historia.
Como buen rey oriental, David amplió su harén en su nueva capital. “Tomó David
más concubinas y mujeres en Jerusalén, después de venir de Hebrón, y le nacieron hijos e
hijas” (II Sam., 6:13 al 16). Según II Samuel, tuvo once hijos en Jerusalén; según Paralipómenos,
fueron trece.
Como es de suponer, una vez tomada Jerusalén y asentada allí la cabeza del reino,
los ancianos, los jefes de familias importantes, los sacerdotes y los hombres de armas
distinguidos, debieron ir a rendirle homenaje. David resolvió llevar a Jerusalén el Arca sa-
grada, y después de peripecias que demoraron su llegada algunos meses, el Arca entró en
Jerusalén, donde se había hecho una réplica del tabernáculo.
Los festejos fueron grandiosos. Una enorme muchedumbre acompañó a la única repre-
sentación admitida de Yavé; se repartieron tortas, carne y uvas para todos los presentes.
La multitud danzaba ante el Arca al son de los címbalos, de los laúdes y de las flautas. El
propio David, vestido a medias sólo con un efod de lino, iba bailando confundido con las
gentes. Al paso del arca se sacrificaban bueyes y carneros, sonaban las trompetas, se oían
las cítaras y los salterios, lanzaba el pueblo gritos de júbilo. La alegría de Israel estallaba
ese día; era la consagración del pueblo elegido a su Dios y la de Yavé a su pueblo, como si
acabara de hacerse una nueva alianza. En medio de la festejante multitud, medio desnudo,
David danzaba también y profería gritos de alegría.
La escena parece de una ridiculez incompatible con la dignidad de David; no sólo con la
de su cargo, sino también con la de su persona. ¿Qué le sucedía en tal momento? ¿Se había

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JUAN BOSCH  |  DAVID, BIOGRAFÍA DE UN REY

embriagado y actuaba sin el gobierno de su conciencia, él que era consciente de su papel?


¿Se había dejado ganar por la pasión religiosa que prevalecía entre el pueblo?
Al juzgar este episodio hay que ser muy cautos y no echar en olvido que la conducción
del Arca a Jerusalén podía ser una medida de carácter religioso para todo el mundo, pero
para David era además de carácter político y equivalía a la consagración definitiva de su
triunfo, a la consolidación de su destino como rey y caudillo. Al trasladar el santuario na-
cional a Jerusalén, Jerusalén quedaba consagrada a Yavé y convertida de manera completa y
profunda en la capital de Israel. Y Jerusalén era su obra, su creación, su conquista, la Ciudad
de David. Así, pues, David no festejaba ese día tan sólo a Yavé, sino que celebraba también la
culminación de su vida. Fue justamente entonces cuando debió sentirse en ese cenit de que
hemos hablado. Yavé en Jerusalén afirmaba la posición de David en Israel y daba categoría
trascendental a cuanto él había hecho hasta ese momento. Todo quedaba justificado, lo bueno
y lo malo de su vida, los servicios a Saúl, la lucha contra los filisteos y su alianza con ellos,
las correrías por los desiertos y la muerte de los descendientes del antiguo rey.
¿Cómo no sentirse estallante de alegría? Su triunfo le embriagaba como podía embriagarse
de vino cualquier otro hombre. Pero aún en ese momento era consciente de la causa de su
comportamiento; se lo dijo a Micol, la más antigua de sus mujeres, la hija de Saúl, cuando ésta,
criada en casa de un rey y advertida de lo que era la dignidad real, le habló ese día así: “¡Qué
gloria hoy para el rey de Israel haberse desnudado a los ojos de las siervas de sus siervos, como
se desnuda un juglar!”. Palabras a las cuales respondió David diciendo: “Delante de Yavé
que con preferencia a tu padre y a toda su casa me eligió para hacerme jefe de su pueblo, de
Israel, danzaré yo, y aún más vil que esto quiero parecer todavía, y rebajarme más a tus ojos,
y seré así honrado a los ojos de las siervas de que tú has hablado” (II Sam., 6:20 al 22).
La multitud padecería fanatismo religioso o aprovecharía el grandioso acto para dar salida
a su carga de emociones. Pero él, David, no celebraba sólo la entrada de Yavé en Jerusalén, la
llegada de su Dios a su ciudad, sino que celebraba su propia victoria sobre todos sus enemigos.
Pues era “jefe de su pueblo con preferencia a los demás”, y así quedaba confirmado desde el
momento en que, en medio del júbilo general, Yavé se aposentaba en la ciudad que llevaba su
nombre, en la ciudad que nadie, excepto él, David ben Isaí, había podido conquistar.
David era un guerrero, David era un político, pero David era también un poeta capaz
de recoger en el aire que le rodeaba las sensaciones de la eternidad, capaz de oír las pala-
bras que no se han dicho y de descifrar el mensaje no escrito. Como guerrero había actuado
triunfalmente, como político había alcanzado el lugar más alto en su pueblo, como poeta
sentía la grandeza de su obra.
El sabía que allí, en Jerusalén, se había dado un pacto entre él y Yavé, es decir, entre sus
hechos y el porvenir; que ya había llegado a terreno firme y que las victorias que le aguarda-
ban estaban ganadas desde esa hora. Esto explica su alegría y la pasión con que se entregó a
componer el hermoso cántico de acción de gracias con que celebró el acontecimiento.
Hasta ahora se ha aceptado el cántico que figura en I Paralipómenos (16:8 al 36) como es-
crito por David especialmente para festejar la entrada del Arca en Jerusalén. Por lo demás, el
texto así lo afirma. Pero a pesar de lo que dice el texto, nosotros creemos que el cántico escrito
por David para esa ocasión es otro, el que hallamos en II Samuel (22: 1 al 51). No tenemos
base documental para sustentar esta opinión, pero la tenemos en el estudio del carácter de
David y en el reflejo de los acontecimientos sobre su naturaleza poética. A los treintisiete
años de edad, esa naturaleza debió sentirse arrebatada por el entusiasmo de la victoria,

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llena de una impetuosa fuerza de vida, tal como se advierte en el cántico que leemos en II
Samuel. El otro, en cambio está escrito en días de mayor madurez; la hermosa serenidad de
algunos de sus estrofas denuncian un estado de ánimo que David no estaba en disposición
de alcanzar en los meses en que la conciencia de su triunfo debía mantenerle en un estado
de permanente exaltación.
Para nosotros, pues, fue así como cantó en Jerusalén ese día:

“Yavé es mi roca, mi fortaleza, mi refugio,


mi Dios, la roca en que me amparo,
mi escudo, el cuerno de mi salvación,
mi inaccesible asilo,
mi salvador de la violencia”.

A lo largo del apasionado poema va haciendo su historia, contando cómo Yavé lo salvó
de sus enemigos cuando:

“Ya me aprisionaban las ataduras del sepulcro,


ya me habían cogido los lazos de la muerte”.

Alude a Saúl asegurando que Yavé:

“Me arrancó de mi feroz enemigo,


de los que me aborrecían y eran más fuertes que yo”.

Invoca el día en que estuvo a punto de ser lapidado en Siceleg y afirma que él fue ín-
tegro con Yavé, una manera de asegurar que en su alianza con Aquis de Gath no traicionó
su fe yaveísta.
Además de la creación de un poeta excepcional, el cántico es una formidable pieza de
propaganda política. Está dicho en él que hay un pacto irrompible entre Yavé, que es el dueño
de la voluntad nacional, y el rey que le canta; y lo que está dicho ahí tiene la consagración
de las obras, sobre todo, la consagración de la conquista de Jerusalén y su conversión en la
capital política y religiosa de Israel. Como para que Israel no le ponga en duda, el cántico
lo afirma al terminar:

“Ensalzado sea el Dios, mi salvador.


El es el Dios que me otorga la venganza,
el que me somete los pueblos,
el que me libra de mis enemigos,
el que me hace superar a los que se alzan contra mí.
el que me libra del hombre violento;
por eso te daré gracias, ¡Oh Yavé!, ante las gentes,
y cantaré yo salmos en tu honor.
El que da grandes victorias a su rey,
el que hace misericordia a su ungido David,
y a su descendencia por la eternidad”.

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JUAN BOSCH  |  DAVID, BIOGRAFÍA DE UN REY

Capítulo XIV
No se tiene la menor idea de la época en que comenzó la guerra de David contra los filis-
teos, pues aunque en I Paralipómenos se diga que los filisteos decidieron atacar a las fuerzas
de David tan pronto éste fue ungido rey de todo Israel, la verdad es que en los textos no se
ofrecen datos para confirmar esa noticia. Puede que haya habido incursiones de algunos
grupos filisteos antes de la conquista de Jerusalén, pero una invasión en forma, como la que
culminó en la muerte de los hijos de Elí o la que tuvo lugar en el año 1010 A. de C., no pare-
ce haberla habido en los años subsiguientes a la proclamación de David como rey de Judá.
Se sabe que cuando los filisteos irrumpieron en el valle de Rephaim –una de las veces que
lo hicieron, porque probablemente estuvieron allí en varias ocasiones– tenían guarnición en
Belén de Judá. No sabemos si esa guarnición estaba en Belén de Judá desde hacía tiempo, desde
la época de Gélboe, pero no parece lógico. Lo lógico es que a raíz de la batalla de Gélboe toda
Judá quedara confiada a David, rey vasallo, o, por lo menos, aliado. Luego, si los filisteos se
hallaban en Belén en algún momento durante el reinado de David, era porque habían tomado
esa plaza en una de las invasiones que hicieron a Israel mientras David era rey.
Entre los datos confusos que ofrece el texto sagrado, uno se refiere a esa guarnición filistea
de Belén e informa que David había quedado en reunirse con algunos de sus hombres en
las cuevas de Ondulán, las mismas cuevas adonde llevó a sus padres y familiares cuando
comenzó a operar como jefe de grupo bajo la protección de Aquis de Gath, esto es, allá hacia
el 1015 o el 1014 A. de C.
¿Pero de dónde saldría David para ir a Ondulán? El texto dice que “David estaba entonces
en la fortaleza y los filisteos tenían guarnición en Belén”. ¿En qué fortaleza se hallaba David?
¿En la de Sión, esto es, en Jerusalén? Es muy probable que sí, puesto que de Jerusalén a Belén
la distancia era corta y el camino entre las dos ciudades debía ser por el Valle de Rephaim,
donde se libraran algunos combates.
No hay posibilidad de confundir las épocas pensando que puesto que se menciona a
Ondulán la cita de David con su gente debió producirse en los días en que huía de Saúl.
En aquella oportunidad David estaba bajo la protección de Aquis de Gath; de manera que
si en Belén había guarnición filistea, obedecía a Aquis y por tanto no había razón jara que
David les temiera a los soldados filisteos de Belén. Pero además, en esos tiempos no había
soldados filisteos ni en Belén ni en parte alguna de Israel.
Se dice también en el mismo texto, que los hombres de David “habían bajado al tiempo
de la cosecha”, y esto da idea de que en medio de la guerra contra Filistea, David atendía
a la recogida de las cosechas, cosa muy importante para el mantenimiento de la gente y
actividad que no podía ser demorada, porque el grano debe ser recogido cuando madura,
no después.
Es probable que, habiendo entrado en Israel por irrupción mientras David combatía
en otros pueblos, los filisteos establecieran guarniciones en algunos puntos que pudieran
conquistar, pero no que tuvieran soldados suficientes para guarnecer los campos, y que los
hombres de David se diseminaran ofreciendo protección a los labriegos que recogían la cebada
o el trigo. No hay que olvidar que en las guerras de esos días no había frentes estabilizados,
al favor de los cuales quedaran protegidos los centros de trabajo campesino.
Un texto (II Sam., 5:23 al 25) nos ofrece el dato de que en una batalla, o más bien en una
acción que debió darse también en el valle de Rephaim, David no atacó a los filisteos de frente,
sino que los evadió por un flanco, colocándose a sus espaldas, y por allí los sorprendió. Esto

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

pudo ocurrir cuando él se citó con su gente en las cavernas de Ondulán, puesto que desde
ahí podía hacer su movimiento sorpresivo hacia la retaguardia filistea.
Un dato característico de la forma en que David trataba a sus hombres lo hallamos en
la época a que nos estamos refiriendo. Sucedió que, o bien estando él en Ondulán o bien
en otro lugar cercano, expuso deseos de beber agua de la cisterna que había en la puerta
de Belén, que era su ciudad natal. Tres de los “valientes de David”, Eleazar, Jesbal y Sama,
cruzaron las líneas filisteas, llegaron a la cisterna de la puerta de Belén, cogieron agua y se la
llevaron a David. Este se conmovió sobremanera, o fingió que se conmovía. No quiso beber
el agua, porque dijo que era “como beber la sangre de estos hombres, que con peligro de su
vida han ido a buscarla”, y se la ofreció a Yavé en una libación.
Los actos de audacia eran frecuentes en las guerras de esos días, sobre todo en el tipo de
guerra de encuentros y asaltos entre grupos que debió ser la lucha contra los filisteos. De ahí
que a menudo hallemos descripciones de acciones personales, algunas bastante exageradas.
Demostrar valor jugándose la vida en una empresa individual era una manera de conquistar
el favor del jefe y las simpatías generales. Al comportarse como lo hizo, David destacaba,
sin duda con gran satisfacción de los protagonistas y como estímulo para los demás, a los
tres valientes que expusieron su vida por satisfacer un capricho del rey.
Es una lástima que no tengamos crónicas filisteas que nos ayuden a ver la cara opuesta de
los hechos, que ni siquiera aparecen relatados en los textos bíblicos. Porque en verdad, solo
disponemos de referencias muy ligeras y muy confusas a las guerras de David y los filisteos,
datos más escasos que los que se refieren al reinado de Saúl. David designó un cronista del reino,
que fue Josafat, pero Josafat debió dedicar la mayor parte de su tiempo en estar con su señor o
muchos de sus relatos se perdieron o dejó escasas notas sobre las guerras de su rey. De las que
menos datos importantes quedaron es de las que se libraron contra Filistea. Tal vez influyó en
Josafat la dificultad que halló para explicar la situación de David, que durante un tiempo fue
vasallo, y después probablemente aliado de los irreconciliables enemigos de Israel.
Se sabe que se combatió en Gath o en sus puertas, y aún se dice que David acabó o tomando
o destruyendo esa ciudad. ¿Pero cuándo? ¿Vivía todavía Aquis de Gath o había muerto? ¿Lo
había echado del poder otro príncipe filisteo? ¿Acabó Aquis siendo vasallo de David tras haber
sido su señor? En I Reyes (2:39 al 41) se menciona a un tal Aquis, “hijo de Maaca, rey de Gath”,
relacionándole con los primeros años del reinado de Salomón. ¿Quién era el rey de Gath,
Aquis o su padre Maaca? ¿Será este Aquis, hijo de Maaca, nieto del Aquis amigo de David,
y Maaca un rey vasallo o aliado de Israel? ¿Por qué razón se debilitaron los filisteos?
Los textos sagrados afirman que los filisteos fueron quienes atacaron a Israel porque
comprendieron que el poder de David crecía mucho y temieron a ese poder. La verdad
acerca del hijo de Isaí hay que buscarla con frecuencia, sin embargo, no en las afirmaciones
de los textos, sino en algunos detalles que se les escapan a los cronistas. De acuerdo con lo
que oyeron los ancianos benjaminitas de labios de Abner, dos años después de haber sido
David proclamado rey de Judá, el joven rey tenía, entre otros propósitos, el de atacar a Filistea
“y a todos los enemigos de Israel”. ¿Pero cuándo lo hizo? ¿Esperó a que muriera Aquis de
Gath? ¿Se produjo alguna división entre los príncipes del país vecino, una guerra civil que
aprovechó David, o fueron los filisteos atacados por un enemigo exterior que los debilitó y
los hizo fácil víctima de Israel?
De las muchas guerras que libró David en sus cuarenta años de reinado, ¿fueron las de
Filistea las primeras? Y de ser así, ¿en qué época las emprendió?

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JUAN BOSCH  |  DAVID, BIOGRAFÍA DE UN REY

Todas estas preguntas, muy importantes para poder describir con cierta fidelidad la pará-
bola vital del hijo de Isaí, quedan en el aire sin que sea posible hallarles respuestas, al menos
por ahora; y es una lástima porque las guerras continuas y las victorias frecuentes tuvieron
mucho que ver con la descomposición moral en que cayó David durante una época de su vida.
Las investigaciones arqueológicas sólo han podido confirmar o negar ciertas afirmaciones
bíblicas, pero no pueden aclararnos la confusión que hay sobre esos años de lucha.
Sabemos que en una de las varias acciones que se dieron en Gob David estuvo a punto
de perder la vida a manos de un filisteo, que armado de lanza y espada, atacó al rey, y que
David salvó la vida gracias a la intervención de su sobrino Abisai, hermano de Joab. Parece
que después de esa acción sus hombres le pedían que no saliera a combatir para no exponer-
se a la muerte, “para que no se extinga la lámpara de Israel” (II Sam., 21:17). Esas palabras
destacan bien a lo vivo el aprecio que tenían los soldados de David por su rey.
Fue en otro combate que tuvo lugar en Gob, sitio que David había escogido como
campamento, donde “Elijanán, hijo de Jari, belemita, mató a Goliat, de Gath, que tenía una
lanza cuya asta era como un enjullo de tejedor” (II Sam., 21:19). Elijanán, pues, dio muerte a
un filisteo de Gath, que se llamaba como aquel cuya muerte se achaca a David y que como
aquel llevaba “una lanza cuya asta era como un enjullo de tejedor”.
En Gath –probablemente en sus cercanías– se dio otra acción en la que un sobrino de
David mató a un gigante filisteo, “un hombre de gran talla que tenía seis dedos en cada
mano y en cada pie, veinticuatro en todo” (II Sam., 21:20,21). Como Goliat en la supuesta
batalla del valle de Terebinto, este gigante insultó a Israel, y halló la muerte a manos de
Jonatán, sobrino de David.
Hay referencias a un encuentro en Pas Damin, en el que estuvo presente David, y en el
que a principio, según se deduce, Israel iba en derrota. Fue Eleazar quien cambió allí la suerte
de las armas, pues “huyendo los de Israel se quedó él a pie firme, blandiendo su espada,
hasta que se le cansó la mano y se le quedó pegada a ella la espada, consiguiendo aquel día
Yavé una gran victoria, pues el pueblo se tornó donde estaba Eleazar, pero sólo tuvo que
recoger los despojos” (II Sam., 23:10,11).
Se cuenta de Sama, otro de “los valientes de David, pero sin decirse en qué sitio fue su
acción, que en medio de un campo de lentejas se enfrentó a los filisteos hasta derrotarlos, y
se dan referencias a los dos combates del valle de Rephaim, en uno de los cuales los filisteos
abandonaron sus ídolos y en el otro huyeron y fueron batidos por David desde Gabaón hasta
Gezer, esto es, desde el oeste de Benjamín hasta las cercanías de Gath.
Ahora bien, ningún dato cierto tenemos para saber cuál fue la suerte de las ciudades
filisteas; si alguna de ellas cayó en manos de David; si fueron destruidas o sometidas a
vasallaje; si realmente Gath estuvo en poder de David o si quedó aislada, con la gente de
David ocupando las tierras que la rodeaban. Se nos dice que “batió David a los filisteos y los
humilló arrebatando de las manos de los filisteos Gath y las ciudades de su dependencia”
(II Sam., 8:1), pero en tiempos de Salomón hallamos que hay un “Aquis, hijo de Maaca, rey
de Gath”, y quedamos confundidos.
La posesión de la costa tenía gran importancia para Israel, puesto que ello le permitía
no sólo comerciar con todos los pueblos mediterráneos, sino también tener un paso abierto
para las caravanas asiáticas. ¿Es posible que David hubiera hecho pacto con algún faraón
egipcio, o con Hiram de Tiro, para batir a los filisteos, o sólo se aprovechó del debilitamiento
en que éstos se hallaron a causa de posibles ataques de los fenicios o de los egipcios?

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

Se sabe que Salomón casó con una hija de Faraón. En el Libro I de los Reyes (9:16) consta
que ese faraón había atacado por la costa y se había apoderado de Gezer, ciudad fronteriza
de Filistea situada al nordeste de Azotos. Gezer fue dada en dote de su hija a Salomón por
el nuevo suegro. Se cree que este faraón fue Siamón, de la dinastía XXI; pero si es así, o su
ataque a los filisteos tuvo lugar en época posterior a la muerte de David o la guerra egipcio-
filistea había comenzado en tiempos del predecesor de Siamón, pues Siamón ocupó el cargo
como penúltimo de su dinastía, y vivió del 970 al 950 A. de C., lo cual quiere decir que nació
por los días en que moría David.
La dinastía tanita –llamada así porque su asiento era la ciudad de Tanis, en el Delta
de Nilo– duró unos ciento cincuenta años, y no hay razón para poner en duda que el an-
tecesor de Siamón, en una de esas épocas de expansión tan frecuentes en las monarquías
de entonces, enviara sus barcos por mar y sus soldados por tierra hacia el este, con ánimo
de conquistar por lo menos las ciudades filisteas. Parece sumamente raro que de buenas a
primeras, sin que hubiera una penetración anterior o una prolongada guerra que debilitara
a los filisteos, el faraón Siamón pudiera atacar por la costa y penetrar hasta Gezer, siendo
así que antes de llegar a tal altura y a tal profundidad tenía que reducir a los defensores
de varios puntos fuertes de la costa. Por de pronto, era imposible avanzar hasta Gezer
dejando en su flanco a Azotos, y no era posible tomar a Azotes sin antes inutilizar, por lo
menos, a Ascalón.
De los muy escuetos datos que tenemos a la mano puede deducirse que David hizo la
guerra a los filisteos cuando éstos se hallaban debilitados. ¿Por qué? La deducción lógica es
que o debido a luchas intestinas o por un ataque de otro país. Ahora bien, cuando llegamos
a saber que un faraón penetró hasta Gezer y tomó ese punto, no es aventurado pensar que
hubo guerra entre egipcios y filisteos. Si además hallamos que la expedición egipcia que
tomó Gezer procedía del Delta del Nilo, nos resulta fácil colegir que los egipcios de esa
zona tuvieron guerra con Filistea. Y si por último sucede que el faraón bajo cuyo reinado se
tomó Gezer pertenecía a la dinastía XXI, de una parte de la cual fue contemporáneo David,
podemos ver la situación con alguna claridad.
Todo lo dicho, sin embargo, no pasa de deducciones. Mas es el caso que aquí solo deduc-
ciones podemos hacer. Y no es posible dejar de hacerlas, porque de alguna manera tenemos
que explicarnos el hecho, importantísimo para quien estudia la historia de David, de que
el hijo de Isaí pasara de vasallo de los filisteos, con cuyo respaldo debió subir al trono, a
vencedor de los filisteos y destructor de su poderío.
Es importantísimo ese hecho porque los filisteos fueron los enemigos constantes e impla-
cables de Israel; los enemigos por excelencia. Las guerras con ammonitas, amorritas, cananeos,
moabitas, edomitas, amalecitas y otros pueblos de origen semita tenían su importancia, pero
no eran decisivas en cierto orden. Israel superaba a esos enemigos por varias razones: una
de ellas era su unidad, creada sobre un concepto religioso que era consustancial con la vida
misma de la raza. Situado en mejor posición geográfica y además unido, Israel acababa
venciendo a sus vecinos del sur y del este. Pero con los filisteos la situación era otra.
Los filisteos dominaban el mar, elemento en el cual no podían moverse los hebreos
porque carecían de tradición marítima. Los filisteos eran políticamente más desarrollados
que Israel, tenían superioridad militar y ocupaban un lugar privilegiado en el fondo de la
curva del Mediterráneo, entre Tiro y el Delta del Nilo. Negociando con las islas egeas, con
Tiro y con Egipto, eran lo suficientemente ricos para poder contratar mercenarios y comprar

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JUAN BOSCH  |  DAVID, BIOGRAFÍA DE UN REY

metales para fabricar escudos, armaduras, lanzas y espadas. Si por alguna razón su riqueza
se debilitaba, tenían a su alcance el territorio de Israel para invadirlo y conquistar botín o
imponer tributos.
De manera que vencer a Filistea no era fácil, y por otra parte Israel necesitaba acabar
con ese poder enemigo para quitarse de encima una amenaza constante y para dominar las
rutas de salida hacia el exterior. Por eso pasar de vasallaje al señorío con respecto de Filistea
era toda una transformación del estado de cosas que halló David al ocupar el trono.
¿Se logró tanto bajo su reinado? No lo sabemos. Pero es probable que no. De su hijo
Salomón se dice que “señoreaba todos los reinos desde el río hasta la tierra de los filisteos
y hasta la frontera de Egipto; todos le pagaban tributo y le estuvieron sometidos de tiempo
de su vida” (I Reyes, 4:21).
Desde el río hasta la tierra de los filisteos significa que éstos se hallaban fuera de los
dominios de Salomón de estar dentro hubiera dicho “desde el río hasta el mar”. Ahora bien,
¿dónde comenzaba y dónde terminaba en esa época la tierra de los filisteos?
Lo ignoramos. Es, pues, forzoso que nos quedemos a oscuras en este punto, que no
sigamos haciéndonos preguntas porque no hay, por ahora, respuestas para ellas. A lo sumo
podemos pensar, y esto en gran parte por deducción, que a lo largo de su prolongado ejer-
cicio del poder, el cauto, pero oportuno hijo de Isaí aprovechó debilidades filisteas, casi de
seguro provocadas por ataques de algún enemigo poderoso que acometió a las ciudades
federadas del litoral; que sacó utilidad de esas debilidades, atacando él también, y que la
lucha debió durar varios años, producirse en muchas etapas, tener altibajos incontables, sin
que se decidiera en una gran batalla, y que al final de esa lucha las ciudades filisteas estaban
tan débiles que no pudieron volver a ser una amenaza para Israel.
Otro enemigo al que dedicó David su atención militar fue el Moab. Cuando la tierra
prometida se repartió entre las tribus, el Moab quedó como una cuña metida en el costado
derecho de Israel, al este del Mar Muerto y al sur de la porción que les tocó a los hijos de
Rubén. Los moabitas se conservaron independientes y con frecuencia dieron molestias a los
descendientes de Jacob.
Del Moab era Ruth, la bisabuela de David. Al Moab fue él buscando amparo para sus
familiares y para él mismo cuando era perseguido de Saúl. Es cosa de decir, sabiendo que
David atacó esas tierras y que condenó a muerte a gran cantidad de moabitas, que el rey poeta
no sabía ser agradecido. ¿Y quién le pide gratitud a un hombre que va cabalgando sobre la
ambición de extender su reino hasta donde pueda llegar la punta de su lanza? Un político
como David podía invocar la gratitud cuando convenía a sus fines, e incluso podía decir que
la sentía si se hallaba frente a un enemigo de más poder que él. Pero la gratitud sólo es muralla
para detener un ataque cuando detrás del que la reclama hay más soldados y mejores armas
que los del atacante, y ése no era el caso del Moab. David era capaz de escribir un hermoso
cántico sobre la gratitud, y de ejercerla si con ello no perjudicaba sus propósitos políticos, mas
¡ay de aquel que le había hecho favores si era más débil que él y se cruzaba en el camino de
Israel! Moab cayó, pues, y debió pagar tributos a David y después a su hijo Salomón.
Así cayó más tarde Edom, derrotado en la frontera del Moab, en el extremo sur del
Mar Muerto. En la batalla del Valle de la Sal, que se encuentra en ese lugar, dieciocho mil
edomitas fueron derrotados por Abisai cuando David volvía de consagrar con su presencia
una gran victoria ganada por Joab. Joab vivaqueó con sus tropas durante seis meses por
Edom, y, hombre duro como era, se aplicó a matar a cuanto varón halló a mano. El heredero

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

del rey edomita, Hadad, logró huir y acompañado de algunos siervos de su padre a Egipto,
donde obtuvo la protección de un faraón y de donde volvió, después de la muerte de David,
a reclamar su reino con las armas en la mano.
Habiendo resultado David vencedor de Filistea y de los países del sur, su reino se con-
solidaba y se extendía. No se sabe cuántas guerras libró ni cuántas veces debió enviar sus
tropas al Moab, a Edom, a Amalec. No es cosa de estimar que esas regiones, pobladas por
nómadas y tribus belicosas, se dejaban conquistar y se quedaban tranquilas. En pleno siglo
XX, poderosos países europeos no lo han logrado ni con los árabes de la península ni con los
moros del norte de Africa; mucho menos podía obtenerlo David en aquellos días. Lo que sí
nos indican ciertos pasajes del texto bíblico es que gran parte de los pueblos conquistados
eran forzados a trabajar en los caminos, en el corte de las maderas, en las minas, en la labranza
de los campos, y que de todos ellos se sacó botín en oro, piedras, metales y otros materiales
de valor. El destino de lo saqueado era parar, mayormente, en las arcas de David.
Pero lo cierto es que las guerras con Moab, Amalec e Idumea no eran importantes desde
el punto de vista de que una gran victoria podía poner los pueblos derrotados a los pies del
vencedor, pues aún venciendo había que sojuzgarlos cada día. Eran importantes por cuanto
aumentaban el territorio tributario y el prestigio de Israel y porque facilitaban el dominio
de las grandes rutas comerciales.
No se sabe en qué época se hicieron las expediciones conquistadoras del sur y del
sudeste, ni durante cuánto tiempo hubo que estar enviando otras a retener lo ganado.
Por esa razón no nos atenemos al orden de los hechos militares. En realidad, el orden es
indescifrable, si bien se sabe que la guerra contra los ammonitas, que vivían hacia el este y
el nordeste, fue anterior a la batalla del Valle de la Sal, en que resultaron definitivamente
vencidos los edomitas.
De las hazañas militares de David en el este y el nordeste nos ocuparemos inmediata-
mente. Pero antes debemos llamar la atención del lector hacia David mismo. No caigamos
en el error de pensar, inducidos por la serie de aventuras guerreras a que nos estamos re-
firiendo, que David era un rey a caballo1, uno de esos monarcas que gobernaban a su país
desde los campamentos, repartiendo sus días entre las atenciones militares y los cuidados
de la política. Así debió ser el David de antes, quizá el de los primeros diez años de reinado.
Pero ese David fue dejándose ganar por la sensualidad del poder, y si antes encabezaba él
mismo sus ejércitos, después irían al frente de las fuerzas sus generales; iba Joab, el sobrino
para cuya casa había pedido el flujo, la lepra, el báculo, el cuchillo y el hambre; iba su otro
sobrino Abisai, hermano de Joab; iban Eleazar, Jesbal, Sama; iban Joyadas y Elijanán; iban,
en fin, sus “laureados”, sus “valientes”, muchos de los cuales le acompañaban desde los
días en que andaba por los desiertos de Judá rodeado de prófugos.
David era un jefe; se había identificado con sus soldados y con su pueblo, y esos soldados y
ese pueblo combatían en nombre de su rey. El resplandor del caudillo llegaba a los campamentos
en que se reunían los hombres para invocar a Yavé y atacar al enemigo. Pero el caudillo en sí
iba perdiendo vigor. La seguridad de su poder relajaba su alma de combatiente. La mayor parte
del tiempo la pasaba David en Jerusalén, donde si es cierto que debía usar mucho de su tiempo
atendiendo a la organización del Estado y a problemas políticos no lo es menos que debía dedicar
también mucha atención a sus numerosas mujeres y a sus muchos hijos. Poco a poco, mientras

1
La cabalgadura real de David era una mula.

770
JUAN BOSCH  |  DAVID, BIOGRAFÍA DE UN REY

sus generales y su pueblo combatían lejos, el rey se inclinaba a la molicie, y eso tendría resultados
alarmantes para él. Iba a llegar el día en que ni siquiera atendería sus deberes de juez. No nos ha
de resultar extraño, pues, que le veamos huyendo de su hijo Absalón y que tuviera que llorar a
ese hijo con dolor indescriptible y que llamarle a gritos conmovedores como si hubiera querido
despertarlo del sueño de la muerte. Pues la sensualidad de un rey se paga, si no con la pérdida
del poder, con algo que duela tanto como ello. Y acaso más.

Capítulo XV
Un hecho debido a esa inclinación de David a la sensualidad es el asesinato de Urías, que
murió a causa de tener mujer bella. Si pudiéramos precisar la fecha en que se produjo ese
crimen sabríamos exactamente cuándo se halló David más entregado a la molicie y a la vez
cuándo escribió muchos de sus salmos más hermosos. En su alma de poeta estaban muy cerca
las fibras del placer y las del dolor, las del amor y las del sufrimiento, las del júbilo y las de la
tortura. La sensualidad a que se fue entregando preparó su ánimo para el crimen de Urías.
Debido a que Salomón fue el segundo hijo de David con la mujer de Urías, y debido a
que se sabe que su hermano, nacido antes que él, fue “el hijo del pecado” de David, podemos
estimar que David vio por primera vez a la mujer de Urías por lo menos dos años antes de
que naciera Salomón. El hecho debe haberse producido, pues, entre el 995 y el 990 A. de C.,
cuando David iba de los cuarenticinco a los cincuenta años.
Al parecer, a esa época ya los filisteos no ofrecían peligro; debían estar conquistados el Moab
y Amalec, aunque Idumea resistía porque no se había dado todavía la batalla del Valle de la Sal.
David había asentado su monarquía en territorios bastante extendidos y comenzaba a actuar
sin la antigua vigilancia sobre su conducta. Al cabo de algunos años de tensión emocional, su
ánimo comenzaba a descansar en la seguridad de su destino y empezaban a ganar eco en él
las demandas de la sensualidad, que debían irse acentuando día por día. En pocas palabras,
David estaba entregándose a la molicie. Parece que mientras él se abandonaba de esa manera
a las satisfacciones del poder, sus ejércitos combatían contra Ammón, en el este.
Los ammonitas habitaban al oriente del Jordán, lindando con las tierras que tocaron a la
tribu de Gad. Fue un rey ammonita, Nahas, el que sitió a Jabes de Galad en los días en que
comenzó el reinado de Saúl. Con el andar del tiempo Nahas fue amigo de David, no se sabe
si cuando éste huía por el desierto, y le “mostró benevolencia” al futuro rey de Israel.
A la muerte de Nahas heredó el reino de Ammón su hijo Janón, y la causa de la guerra
fue el atroz insulto que infirió Janón a los embajadores que le envió David para darle el
pésame por la muerte de su padre Nahas. La guerra, pues, debe haberse iniciado casi inme-
diatamente después de la muerte de Nahas. Si, como dan vagamente a entender los textos,
David conoció a Betsabé alrededor de un año después de haberse iniciado la contienda, es
decir, en el segundo año de hostilidades, la muerte de Nahas debe haberse producido entre
el 996 y el 998 A. de C., lo que nos lleva a pensar que Nahas gobernó más de cuarenta años,
tal vez medio siglo, puesto que en el 1040 A. de C., había puesto sitio a Jabes de Galad.
Es casi seguro que los textos aluden a la guerra contra Janón cuando dicen que el crimen
de Urías tuvo lugar “al año siguiente, al tiempo en que los reyes suelen ponerse en campaña”
(II Sam., 11:1), lo cual, a nuestro juicio, quiere decir que el mencionado crimen sucedió en la
primavera del segundo año de las hostilidades hebreo ammonitas o bien en el segundo año des-
pués que entraron en campaña, como aliados de Ammón, los sirios y sus pueblos vasallos.

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

Dado lo esquemático y a la vez confusos datos que tenemos, es imposible determinar


cuánto duró esa guerra; pero las complicaciones que tuvo al incorporarse a los enemigos de
Israel poblaciones y reyes tan distantes hacen pensar en una lucha prolongada. En la larga
campaña, David estuvo presente muy pocas veces. Hay constancia de que combatió en Jelam
y de que acudió a la rendición de Rabat-Ammón por invitación de Joab, que no quería que
la victoria se le atribuyera a él a pesar de que fue él quien hizo la guerra y quien la ganó.
Pero con la excepción de sus actuaciones en Jelam y en Rabat-Ammón, nada más sabemos
sobre la presencia de David en los campos de batalla de esa guerra.
Aunque los textos bíblicos no acostumbran explicar la razón verdadera por la cual se
desataban las contiendas armadas, podemos imaginar sin mucha dificultad que en esa época
el creciente poderío de Israel debía restar tributos a los gobernantes vecinos. Poco a poco
David iba dominando las rutas del comercio entre la península arábiga y los países del norte;
sus soldados se adueñaban de valles, de tierras ricas y de lugares de pastoreo; sometían al
dominio de Jerusalén aldeas y villas, con sus jeques, sus rebaños, sus hombres que pasaban
a ser futuros combatientes en las filas de David o trabajadores en los caminos, en los bos-
ques y en la erección de defensas. Israel había entrado en Canaán alegando que Yavé, su
Dios, le había señalado esa región para que morase en ella y alegando también derechos de
herencia que procedían de Abraham, el patriarca, y de su hijo Jacob; y resultaba que al cabo
de los siglos Israel surgía organizado en un Estado fuerte y agresivo que tenía a su frente
un rey hábil en la paz y en la guerra. El reino del hijo de Isaí llegaba a dar realidad en forma
alarmante a la amenaza que habían entrevisto los enemigos de Israel. Cualquier pretexto
era bueno para destruir ese poder que iba en aumento en forma tan rápida.
A la muerte de Nahas, David como se ha dicho, envió embajadores para dar el pésame
al hijo que heredó la corona. Ese hijo era Janón, de quien sólo conocemos el nombre y a
quien tal vez podamos calificar de hombre sin carácter a juzgar por el único hecho que de
él se conoce. A la llegada de los embajadores de David los consejeros de Janón intrigaron
diciendo que David no había enviado sus representantes para consolarle por la muerte de
Nahas, sino en verdad para que a la vuelta le informaran acerca de cuanto podía interesarle
desde el punto de vista militar. Los consejeros del rey ammonita temían, pues, a David; le
consideraban un rey agresivo y expansionista, y pensaban que estaba preparándose para
atacar a Ammón. Janón se dejó convencer; hizo presos a los embajadores, les afeitó la mitad
de la cara para humillarles, ya que la barba era el signo visible de la virilidad, les cortó las
ropas de manera que mostraran “la mitad de la nalga”, y se los devolvió al hijo de Isaí.
David supo la humillante nueva a tiempo y ordenó a sus embajadores que no entraran en
Jerusalén, sino que esperaran en Jericó hasta que les crecieran de nuevo las barbas. Jericó del
lado occidental del Jordán, era la ciudad más importante, en el camino de Rabat-Ammón a
Jerusalén, antes de llegar a capital de Israel.
Israel era una tierra bien poblada, y mucho más en esa zona de Benjamín. Por otra parte
la semita es una raza que capta rápidamente la novedad y la comunica con igual rapidez. Las
noticias, pues, parecían volar por el reino; iban de boca en boca, a velocidad increíble. En la
vida de la época cualquier acontecimiento tenía importancia; muchos de ellos se conservaban
en la memoria popular con sorprendente fidelidad a los detalles originales y pasaban de
generación en generación. Conservados mediante la escritura, algunos de esos relatos
pasaron a la historia de Israel. Ahora bien, el hecho de que los embajadores del rey fueran tan
groseramente humillados debió conmover al pueblo, y por eso resulta sorprendente que no

772
JUAN BOSCH  |  DAVID, BIOGRAFÍA DE UN REY

haya testimonios de la forma en que ese pueblo reaccionó ante el insulto ni de cómo se preparó
la guerra. De buenas a primeras nos hallamos con la noticia de que Joab estaba a las puertas
de Rabat-Ammón, y aún eso mismo está dicho en forma vaga.
Lo único que sabemos es que los ammonitas tomaron a sueldo a veinte mil infantes “de
los sirios de Bet-Robob y de Soba y doce mil de los reyes de Maca y de Tob” (II Sam., 10:6),
pero ignoramos a qué altura de la guerra acudió Ammón a buscar esa ayuda. Los doce mil
hombres de Maca y de Tob eran arameos, que poblaban las tierras al norte de Galad. Se nos
dice que cuando David se enteró de esas alianzas pagadas entre ammonitas y arameos, or-
denó a Joab que saliera a combatirlos con “todo el ejército y sus veteranos”. Se supone que
los “veteranos” de David eran aquellos seiscientos con que incursionaba por el desierto de
Judá y por Alamec en los días en que huía de las iras de Saúl.
Como era frecuente en las guerras de la época, los aliados de Ammón no combatieron a
las órdenes de Janón o de su jefe de ejércitos, sino que se situaron en las inmediaciones, bajo
el mando de sus propios reyezuelos o jeques, conservándose separados. Joab, pues, tuvo
frente a sí dos núcleos enemigos que combatir. En esa situación, dividió sus tropas en dos
partes y puso al frente de uno a su hermano Abisai; la otra la comandó él en persona. Los
dos hermanos convinieron ayudarse entre sí cuando uno de ellos se viera atropellado por
el enemigo. En la batalla, los primeros en huir fueron los aliados de Ammón.
Aquí ya no hay noticias que nos sirvan para seguir con orden el curso de los aconteci-
mientos. Pero al final permite suponer que Joab persiguió a los arameos y a los sirios; que se
combatió numerosas veces, tal vez, sobre todo, en acciones aisladas; que los hombres de Joab
penetraron con profundidad hacia el norte, y que al cabo sirios y arameos, probablemente
aliados con cananeos y con otros pueblos de la vecindad, decidieron presentar una batalla
definitiva en Jelam. Si puede usarse la lógica en el estudio de guerras tan irregulares como las
que se libraban entonces, y si la lógica sirve para trazar una línea consecuente de los primeros
a los últimos hechos, hay que convenir en que mientras su hermano joab llevaba el peso de
la campaña en el norte, Abisai se mantuvo frente a Rabat-Ammón o en sus cercanías, comba-
tiendo a los ammonitas que ya se hallaban sin el auxilio de sus aliados. Israel, pues, luchaba
en un frente muy largo y muy accidentado, lo que da la medida de su poder en esa época y
además autoriza a pensar que ya Filistea no podía amenazarle, puesto que con su retaguardia
en peligro Israel no habría podido llevar el grueso de su fuerza al oriente del Jordán.
Al entrar en Rabat-Ammón como vencedor, en el último episodio de la guerra, David
“quitó la corona de Milcón de sobre su cabeza, que pesaba un talento de oro. Tenía una pie-
dra preciosa, y fue puesta en la cabeza de David, que tomó de la ciudad muy gran botín”
(II Sam., 12:30). Según la interpretación corriente que se ha dado a este versículo, originada
en la Vulgata, ese Milcón era un dios ammonita, al que por cierto adoró más tarde Salomón.
Pero si no era un dios, sino un rey –que muy bien podía llevar el nombre del dios–, hay que
suponer que Janón fue derrocado en el curso de la guerra o murió o huyó.
Cuando sirios, arameos y cananeos se hicieron fuertes en Jelam, y tal vez después que
consideró la victoria asegurada, Joab envió mensajes a David pidiéndole que fuera a enca-
bezar a Israel en esa batalla. Hadadezer, rey de Soba, había designado jefe de sus tropas a
Sobas. Este jefe debió serlo también de las fuerzas que encabezaban los reyezuelos y jeques
arameos y cananeos vasallos de Damasco. La batalla, pues, tenía gran importancia; tal vez
no tanta desde el punto de vista militar como desde el punto de vista político. Esto explica
la presencia de David en ella, y es presumible que el propio David hubiera ordenado a Joab

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

mandar por él una vez que las condiciones se vieran propicias a una victoria que debía darle
al reino de Israel considerable cantidad de tierras y de pueblos tributarios.
Los ejércitos sirios de Damasco y sus aliados fueron vencidos. Dejaron en el campo más
de cuarenta mil cadáveres, aunque no es probable que fueran tantas las bajas de la batalla
sino que se elevaron a ese número contando los que cayeron degollados después de la
victoria, costumbre de la época. Aquí hallamos (II Sam., 8:6) que una noticia que se ofrece
antes de la descripción de esa batalla parece completar los resultados de tal acción, puesto
que se nos dice que “habiendo venido en socorro de Hadadezer rey de Soba, los sirios de
Damasco, batió David a veinte mil de ellos; puso guarniciones en la Siria de Damasco, y se
le sometieron los sirios, haciéndose tributarios”.
¿Indica esto que después de la batalla frente a Jelam siguió David avanzando hasta en-
trar en las tierras de Hadadezer, en cuyo socorro llegaron tropas de Damasco? Entendemos
que sí, porque todavía hay unas líneas anteriores (II Sam., 8:3) en que se lee: “Batió David
a Hadadezer, hijo de Rojob, rey de Soba, cuando iba camino para restablecer su dominio
hasta el Eufrates”. Aunque las encontramos antes de las que dan cuenta de la batalla en que
David venció a veinte mil sirios, esas palabras son muy claras: afirman que Hadadezer, no
su general Sobas, fue batido por David.
Ahora bien, ¿cuándo? No hay más que una explicación: después de la acción de Jelam y
antes de que David se hallara en las vecindades de Damasco. Luego, está claro que cuando
inició la persecución de arameos y sirios frente a Rabat-Ammón, Joab la prosiguió y fue
llevando la guerra hacia el norte y fue venciendo a los reyezuelos de las regiones sobre las
cuales avanzaba, hasta que los batió unidos en Jelam, esta vez bajo la jefatura de David; y
después siguió batiéndoles, ignoramos si estando o no estando presente David, hasta domi-
nar parte de la Siria de Damasco, que se sometió también al hijo de Isaí y acabó pagándole
tributo, es decir, reconociéndose vasalla del rey de Israel.
Como puede advertirse, una guerra así no podía ser corta, y es lástima que los redactores
de los hechos acaecidos bajo el reinado de David ofrezcan tan escasas noticias sobre ella. Las
noticias más largas más detalladas de esa época son las que se refieren la vida privada del rey,
indicio de que éste no se hallaba en los campos de batalla y de que los cronistas del reino se
encontraban donde estaba David, no donde estaba Joab, quien llevaba el peso de la guerra
con la energía y la pasión de los guerreros auténticos, a quienes estorban los historiadores
y todos aquellos que no tengan en la espada la ley suprema de la vida.
Se sabe que fueron Joab y Abisai quienes comandaron las tropas enviadas sobre Rabat-
Ammón; se sabe que Joab batió a los aliados de los ammonitas y se deduce que los llevó en
retirada hasta Jelam. Por la marcha de los acontecimientos no nos es difícil sacar en claro
que Abisai se mantuvo en las tierras ammonitas hasta que llegó su hermano Joab y marchó
sobre la capital de Ammón; y sabemos sin lugar a dudas que una vez que tuvo la ciudad a
su merced, Joab llamó a David para que éste entrara e Rabat-Ammón como conquistador.
Sabemos asimismo que fue Joab quien, después de sometida Ammón, ocupó el reino edomita,
y sabemos que mientras Joab combatía a la cabeza de sus hombres, David se quedaba en
Jerusalén, puesto que está dicho que “al año siguiente, al tiempo que los reyes suelen ponerse
en campaña, mandó David a Joab con todos sus servidores y todo Israel a talar la tierra de los
hijos de Ammón y pusieron sitio a Rabat, pero David se quedó en Jerusalén” (II Sam., 11:1).
Ese momento, vagamente aludido por la frase “al año siguiente, al tiempo que los reyes
suelen ponerse en campaña”, es el que procede al conocimiento de Betsabé, la mujer de Urías,

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JUAN BOSCH  |  DAVID, BIOGRAFÍA DE UN REY

por parte de David. Es, pues, la hora en que el alma del rey se encuentra anegada por la sen-
sualidad. Su vida ha sido dramática y puede haber sido dura en los detalles; pero en conjunto
ha sido fácil y fecunda puesto que ha estado guiada por esa voluntad desconocida e infalible
que gobierna el destino de los pueblos. El, que ahora es el instrumento de la historia, fue
antes su objetivo. Poeta tan fundamental que no podía dejar de serlo, debió vivir sometido a
emociones de gran intensidad. Político afortunado, vio abrirse ante él, casi sin que acertara a
saber cómo, los caminos del poder. Guerrero victorioso, por su propia mano o por las de sus
generales caían unos tras otros bajo su espada los ejércitos enemigos. Debió sentirse a menudo
favorito de Dios, y eso explica que cantara diciendo (Salmos, 23 –V. 22):
“Es Yavé mi pastor; nada me falta.
Me pone en verdes pastos.
Aunque haya de pasar por un valle tenebroso,
no temo mal alguno, porque tú estás conmigo.
Tu vara y tu cayado son mi consuelo.
Tú pones ante mí una mesa
enfrente de mis enemigos.
Has derramado el óleo sobre mi cabeza,
y mi cáliz rebosa”.

Esa sensación de bienestar era la puerta por la que iba entrando la sensualidad. Pues
la respaldaba un poder político firme, y sucede que a medida que el poder de un hombre
crece en extensión y en intensidad, va reflejándose dentro de él con fuerzas destructoras. Es
como si el eco de ese poder se recogiera apuntando directamente al alma del que lo posee
y demoliéndola poco a poco. El poder que descansa en hombres y en riquezas sometidas
deforma y debilita al que lo ejerce. Sólo el del creador, el del sabio, el del artista, el del san-
to, que se expande sin salir de quien lo lleva, pero que ilumina con sus luces a quienes lo
contemplan; sólo ese tipo de poder perdura y beneficia a quien lo tiene.
El de David era peligroso para él mismo. Podía convertirse fácilmente en beneficios, en
satisfacciones de cualquier tipo. Era un poder que tenía la facultad de allanar el mundo a los
deseos del rey. Era como el poder de Dios, con la diferencia de que Dios no tiene apetitos, sino
voluntad de crear, y David tenía apetitos. Era una fuerza en sí misma peligrosa por cuanto
no era ella quien debía distinguir entre el bien y el mal, sino quien la manejaba. David, que
iba hundiéndose poco a poco en el dulce légamo de la sensualidad, iba perdiendo por eso el
sentido del equilibrio, ése que nos permite saber a conciencia dónde termina el bien y dónde
comienza el mal. Pues en el mundo de la sensualidad no están presentes el bien y el mal, sino
lo bueno y lo malo, y el mal puede producir lo bueno para los sentidos, y el bien, lo malo.
Israel estaba, pues, en peligro. Porque lo estaba David, y sucede que David e Israel eran
una unidad. El pueblo sustentaba a su rey y su rey expresaba al pueblo. Israel era el árbol y
David el fruto. Mas he aquí que si el fruto se pudría por ahí empezaría a pudrirse también
el tronco. Por fortuna, también ocurría que desde el tronco le llegaba la salud al fruto. Israel
y David son uno de los escasos ejemplos de armonía que presenta la historia, como la de un
cuerpo y su piel o la de un metal y su brillo.
Israel era un pueblo de asombrosa vitalidad, en cuyas minorías habían echado raíces
las prédicas de Moisés; un pueblo cuyos adalides volvían los ojos, en días de crisis, a las
enseñanzas del padre de su espíritu nacional; un pueblo que tenía alianza con Yavé, el Dios

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

único, omnipotente y omnipresente. Yavé había entregado a Moisés las tablas de la Ley. Esas
tablas eran un código para regir la vida de Israel.
Como en la mayoría de los pueblos asiáticos y algunos africanos –Egipto, por ejemplo–
que tuvieron códigos morales parecidos, las grandes masas de Israel podían echar en olvido
sus preceptos. Pero en Israel se respetaba como a enviado de Yavé a aquél que en horas de
confusión salía por los caminos de las aldeas y por las calles de las ciudades a recordar tales
preceptos y a castigar de palabra a quienes renunciaban a ellos. Esos “profetas de Dios”,
“hombres de Yavé”, hablaban con igual altanería al labriego y al rey. No eran sacerdotes, y
podían serlo; no tenían cargos oficiales. Eran gentes atormentadas por la descomposición
que veían entorno suyo. No gobernaban, no repartían riquezas, no infligían castigos. Pero
regían la voluntad nacional en un momento dado. No era nada y lo eran todo. Representaba
la reserva moral de Israel y ningún peligro les hacía renunciar a su misión.
David acertó a comprender desde muy joven, cuando todavía era un reyezuelo del
desierto, que quien ejerciera el poder debía tener a su lado un sacerdocio que no le fuera
adverso. El tuvo a Abiatar, el hijo del infortunado Ajimelec. Durante años Abiatar fue el jefe
de los sacerdotes de Israel y políticamente fue su partidario.
Pero Abiatar no era “un hombre de Yavé” por tanto no era él el llamado a salvar a David
de los peligros de la sensualidad para salvar de esa manera a Israel de la decadencia. En su
hora de descomposición, a Israel y a David les surgió “un profeta de Dios”. Se llamó Natán,
y en ese momento él fue la voz de Israel ante el rey, la otra cara de la historia, la que no se
ve, pero se mantiene vigilante, con un perfil adusto, en las sombras de los hechos.
A Natán, que entraba en la casa de David cuando necesitaba hacerlo y que hablaba
al hijo de Isaí con la lengua de la verdad, deberá David la fortuna de haberse detenido a
tiempo en la pendiente de la depravación. Pues por ella descendía él cuando Natán subió
las escaleras del palacio real, no para congratularle por las victorias de sus ejércitos en la
Transjordania, sino para echarle en cara su maldad y reclamarle, en nombre de Yavé, la
sangre del desdichado, Urías.

Capítulo XVI
El crimen fue así: Estaba tal vez en su segundo año la guerra contra los ammonitas. Re-
cogido en su palacio de Jerusalén, David dejaba pasar los días mientras Joab y sus hombres
luchaban por agrandar su reino. “Una tarde levantóse del lecho”, afirman los textos; lo cual
quiere decir que no sólo se hallaba en la casa sino que además vivía allí muellemente, quizá
porque estaba en decadencia moral y eso le producía la fatiga que se sufre en los días de crisis
íntima, quizá porque se sentía asqueado de la actividad política, quizá porque adolecía de
alguna enfermedad o convalecía. En el Libro de los Salmos hay pruebas de que el rey estuvo
más de una vez enfermo.
Es el caso que se levantó esa tarde y se puso a pasear por la terraza. Una mujer estaba
bañándose. ¿Dónde? ¿En un lugar abierto, en una habitación cuyas ventanas se hallaban
sin cortinas o en un patio amurallado que se dominaba desde el alto en que se hallaba la
vivienda del rey?
La mujer que se bañaba era muy bella y David se sintió tentado por esa belleza desnuda.
Cuando preguntó quién era ella le dijeron que la mujer de Urías el jeteo, esto es, el hitita,
uno de los muchos extranjeros que formaban en las tropas de David. David envió gente en

776
JUAN BOSCH  |  DAVID, BIOGRAFÍA DE UN REY

busca de la mujer, cuyo nombre era Betsabé y a quien el porvenir le reservaba la suerte de
ser la madre de un rey.
Le llevaron Betsabé a David, la tuvo ese día y después la envió a su casa. Pero no la olvi-
dó; al contrario, por ella planearía y ordenaría un crimen y por ella sentiría una atracción tan
singular que entre todas las mujeres de su harén sería la preferida hasta el final de su vida.
Un día Betsabé hizo saber al rey que estaba encinta. David respondió a esa noticia man-
dando a Joab una orden para que despachara al hitita Urías a Jerusalén. Tal vez pretendía
hacerle creer, cuando llegara la hora del alumbramiento, que el hijo de Betsabé era suyo,
concebido a su vuelta de los campos de guerra. Porque sólo esa idea explica que después
de haberle recibido y preguntado por Joab, por el ejército y por el desenvolvimiento de la
campaña, le ordenara que se fuera a su casa. Urías no le obedeció. Estaba en guerra, y era
tabú cohabitar con su mujer. No le dijo al rey que no iría, sino que fingió obedecerle. El rey
envió a su casa un regalo para él. Sin duda pretendía abrumarlo con sus atenciones para
que el hitita se sintiera halagado y rechazara cualquier insinuación, que muy bien podía
llegarle, acerca de la conducta de Betsabé. Pero Urías no había ido a su casa porque durmió
en el palacio real, junto con la servidumbre del rey.
Una de las muchas enseñanzas que se desprenden de la vida de David es que ese antiguo
pastor de ovejas, ese tañedor de arpa, dedicaba tanta atención a lo grande como a lo pequeño.
Sabía, bien por análisis, bien por instinto, que en la actividad política los detalles cobran a
veces enorme importancia. Si lo aprendió como una lección de la vida misma o si se hizo a
ello observando la pequeña señal que indicaba el inicio de la enfermedad en una oveja o el
paso del león por el desierto o distinguiendo la leve diferencia con que sonaba a veces la cuerda
de su instrumento, el resultado fue el mismo: David no descuidaba los detalles.
No los descuidó en el caso del hitita Urías, a quien estaba tratando con especial dis-
tinción, como a un amigo, a pesar de que en relación con él había violado la Tabla de la
Ley, que decía claramente: “No desearás la casa de tu prójimo ni la mujer de tu prójimo”.
Y como no los descuidaba, supo al día siguiente que Urías había dormido a las puertas
del palacio. Intrigado, David hizo llamarle y le preguntó a qué se había debido eso. La
respuesta del hitita fue de una nobleza conmovedora; contestó que puesto que el Arca no
habitaba en casa sino en tienda –lo cual era así porque sólo bajo el reinado de Salomón se
construiría el templo para ella–, y puesto que el ejército y sus jefes dormían en tiendas,
él, Urías, no podía obrar en otra forma. “Por tu vida y por tu alma, que no haré yo cosa
semejante”, explicó (I Sam., 11:11).
A tanta hidalguía, David, que tal vez todavía no planeaba el crimen, respondió invitando
al hitita a comer con él, y por cierto que Urías se embriagó en esa comida. El rey le pidió que se
quedara todavía esa noche allí y le dijo que el siguiente día le despacharía hacia el frente. Lo hizo
como lo dijo; tras Urías partió un correo con una carta para Joab. En esa carta el rey de Israel le
daba instrucciones a su sobrino –el mismo para quien una vez pidió las mayores maldiciones
de Yavé por el asesinato de Abner– sobre la forma en que debía actuar para librar a David y a
Betsabé de Urías. “Poned a Urías en el punto donde más dura sea la lucha, y cuando arrecie el
combate, retiraos y dejadle solo, para que caiga muerto”, decía el mensaje (II Sam., 115:15). Es
cosa de creer que pocas veces se ha dado orden parecida en tan corto número de palabras.
En la conducta de los seres normales no puede haber sorpresas porque un acto cual-
quiera es el resultado lógico de una actitud ante la vida. En David abundaban las sorpresas.
Luego, ¿era un anormal? El poeta y el hombre, el político y el padre, el guerrero y el amigo,

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

¿eran en él una sola entidad manifestándose en diversas maneras, pero obedientes siempre
a un sólo núcleo moral, o eran personalidades diferentes unidas por el acontecer histórico?
El Joab que recibe la orden de organizar el asesinato de Urías en tal forma que parezca un
accidente de la guerra, ¿no la recibió también para que asesinara a Abner? ¿Cuándo es David
quien en verdad es; al pedir para Joab el flujo, la lepra, el cuchillo, el báculo y el hambre por
la muerte de Abner, o al ordenarle la de Urías?
Como “razón de Estado”, según se diría siglos más tarde, pueden explicarse muchas
acciones en la vida de David. Pero esa orden a Joab, provocada por el deseo de quitarle la
mujer a su víctima, no puede explicarse si no por corrupción y quizá, junto con ella, por el
miedo de que su pecado se hiciera público. Hasta a su inteligencia, tan brillante, que pudo
haberle servido para hallarle una salida sin crueldad al problema que le planteaba la pre-
ñez de Betsabé, renunció David ese día; y desde luego, a su autoridad de rey, que le podía
servir tanto en ese caso. Confundida con el miedo a Yavé, cuyos mandatos había violado, la
sensualidad ahogaba el alma de David y asfixiaba todo su ser. Esa fue una hora realmente
tenebrosa para él y llena de peligros para Israel.
La acción en que murió Urías resultó costosa para los hombres de David, a pesar de
lo cual a los ojos del rey fue beneficiosa porque entre los caídos se hallaba el marido de
Betsabé. Joab envió un mensajero a Jerusalén para dar cuenta de cómo se había cumplido
el deseo de David. Dado que conocía a su tío, aconsejó al mensajero sobre la forma en que
debía hablarle. El mensajero dijo que mientras ellos asediaban la ciudad –debía ser Rabat-
Ammón– los sitiados hicieron una salida que costó mucha gente a Israel. David escandalizó.
Tenía siempre en cuenta los ejemplos históricos, de manera que acudió al de la muerte de
Abimelec, el hijo de Gedeón. Dijo así al correo de Joab: “¿Por qué os habéis acercado a la
ciudad para trabar combate? ¿No sabíais que los sitiados habían de arrojar sus tiros contra
vosotros? ¿Quién mató a Abimelec hijo de Joerobaal? ¿No fue una mujer, que lanzó sobre él
un pedazo de rueda de molino, de cuya herida murió en Tebes? (II Sam., 11:17 al 26).
El ladino mensajero le dejó hablar, y cuando replicó se guardó para lo último la noticia
que haría desaparecer el disgusto del rey. Explicó que “aquellas gentes, en más número que
nosotros, hicieron una salida, pero los rechazamos hasta la puerta. Sus arqueros tiraban
contra tus servidores desde lo alto de la muralla, y muchos de los servidores del rey fueron
muertos; entre ellos tu siervo Urías, el jeteo, quedó muerto también”.
Al oír estas palabras David se calmó como por encanto, y echando al olvido los muertos
habló así al mensajero: “He aquí lo que dirás a Joab: No te apures demasiado por este asunto,
porque la espada devora unas veces a uno, otras veces a otro. Refuerza el ataque contra la
ciudad y destrúyela”.
Después de eso, Betsabé pasó a vivir al palacio real.
El niño que llevaba en el vientre la viuda de Urías sólo iba a vivir una semana. Sin duda
nació enfermo. Natán conocía el crimen del rey, y no es disparatado decir que mucha gente
lo conocía ya, no sólo porque fueron varios los que intervinieron directa o indirectamente
en su ejecución, sino porque Betsabé había pasado al harén de David, lo cual hacía públicas
las relaciones entre el rey y la viuda.
Natán, pues, se presentó a David para pedirle que juzgara un caso. Según le refirió Natán
a David, un hombre rico quiso agasajar a un amigo que fue a visitarle, y en vez de sacrificar
uno de sus animales ordenó que mataran la única oveja de un vecino pobre. “El pobre no tenía
más que una sola ovejuela, que él había comprado y criado, que con él y con sus hijos había

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JUAN BOSCH  |  DAVID, BIOGRAFÍA DE UN REY

crecido juntamente, comiendo de su pan y bebiendo de su vaso y durmiendo en su seno, y era


para él como una hija”, aseguró patéticamente Natán, que además de profeta era astuto. Ante la
injusticia que se le proponía juzgar David se indignó y dijo que el rico merecía la muerte y que
debía pagar la oveja del pobre siete veces. A esas palabras, el profeta habló con la voz de Israel;
habló con lengua indignada clamando: “¿Tú eres ese hombre?”. Y tras recordarle lo que Yavé
había hecho por él, le lanzó la acusación: “Tú has herido a espada a Urías, jeteo; tomaste por
mujer a su mujer, y a él le mataste con la espada de los hijos de Ammón” (II Sam., 18:2 al 13).
Podemos imaginar la escena. David no es todavía viejo, puesto que tendría setenta
años al entregar el trono al segundo de los hijos de Betsabé. En el momento en que le habla
Natán debe tener más de cuarenta y cinco y tal vez menos de cincuenta; quizá cuarenta y
siete, quizá cuarenta y ocho. A esa edad, aunque haya padecido enfermedades de cuidado,
sus ojos deben conservarse con brillo y su tez con pocas arrugas. Desde su juventud no hay
descripción alguna del rey. No sabemos cómo habrá evolucionado su figura, cómo habrán
cambiado las líneas de su rostro. Tampoco sabemos como es Natán, si viejo o sólo maduro.
Lo que podemos advertir de este “profeta de Yavé” es su cautela, pues no entra en el pala-
cio real invocando la ira de Yavé para la cabeza de David, sino que presenta al rey un caso
de juicio, con lo cual espera poner en conflicto al hombre David con David el monarca, al
delincuente hijo de Isaí con el juez de Israel. Lo logra, pues David, como con frecuencia les
sucede a los gobernantes absolutos, olvida su crimen a la hora de juzgar a un tercero que ha
cometido otro parecido. Dice el texto sagrado que “encendido David fuertemente en cólera”
contra el culpable descrito por Natán se lanzó a afirmar que era “digno de muerte”. Mas
en el cauto Natán, que tan hábilmente había sabido abordar al rey, surgió la voz tonante de
Yavé: “¡Tú eres ese hombre!”, dijo Natán. Y David tembló.
David oía a Natán reclamar: “¿Cómo pues, menospreciando a Yavé, has hecho lo que es
malo a sus ojos?”. Y su confusión debía ser grande, pues si él había ordenado la muerte de
Urías para que su pecado no se supiera, Yavé lo había sabido. Cuando un profeta hablaba
como lo estaba haciendo Natán nadie pensaba que expresaba sus sentimientos, sino los de
Yavé. David oía su crimen proclamado por Yavé, que usaba la boca de Natán para que sus
palabras tomaran cuerpo, y Yavé dijo, hablando con la lengua de Natán: “Yo haré surgir el
mal contra ti de tu misma casa, y tomará ante tus mismos ojos tus mujeres, y se las daré a
otro, que yacerá con ellas a la cara misma de este sol; porque tú has obrado ocultamente,
pero yo haré esto a la presencia de todo Israel y a la cara del sol”.
Abatido, David dijo: “He pecado contra Yavé”. Y con esas palabras daba la medida de
su auténtica grandeza, ¿pues qué otro rey, en el mundo conocido por esos días, hubiera
dicho algo semejante? En la confusión de miedo y sensualidad que le ahogaba, el miedo se
imponía en forma de arrepentimiento.
David había respondido sólo cuatro palabras, pero en ellas estaba la esencia de Israel,
su historia, su atmósfera, su actitud ante la vida. La voluntad de Israel tenía un nombre: se
llamaba Yavé. Yavé regía el alma colectiva. Yavé había determinado lo que era bueno y lo que
era malo. Yavé expresaba a ese conglomerado, y nadie en él, ni siquiera el rey, podía rebelarse
ante Yavé. Yavé, en esa ocasión, hablaba a través de Natán. De manera que una voz surgida
de la entraña de Israel proclamaba las enseñanzas de Yavé, y he aquí que el rey la oía y admi-
tía su culpa. “He pecado contra Yavé”, dijo él. Ese episodio explica por qué habría Israel de
subsistir, por qué ni la espada ni el fuego ni la dispersión lo destruiría aunque pasaran miles
de años. Pues había en él un punto indestructible: su unidad en Yavé.

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

La hora culminante de David es aquella en que decide reinar desde Jerusalén. Esa medida
va a darle a su reinado una estabilidad militar y política de grandes alcances, y todo lo que haga
después, incluso lo que habrá de hacer su hijo Salomón, tiene como punto de partida la conquista
de la ciudad jebusea y su dedicación a capital de Israel. Pero la hora culminante de Israel es ésa
en que David reconoce ante Natán que ha “pecado contra Yavé”. Todo lo que Israel ha sufrido
en obediencia al Dios único queda premiado entonces. Si David no hace un alto en su creciente
corrupción, ¿adónde habría conducido a su pueblo? Con sus ejércitos triunfantes hacia el oriente
y hacia el norte, con el oeste dominado y el interior del país unificado en su obediencia al rey:
dueño de un poder tan sólido que podía descansar en su palacio mientras sus generales hacían la
guerra, y ordenar que le llevaran a una mujer que le había gustado sin que nadie se le opusiese,
¿quién podía encauzar el torrente de los apetitos de David, una vez desatado?
Esa sumisión del hijo de Isaí a los mandatos de Yavé era una manifestación típicamente
hebrea. En Israel, el pastor y el rey eran iguales ante Yavé. No sucedía lo mismo, por ejemplo,
en Egipto, país mucho más desarrollado, pero donde los dioses servían al faraón.
Por otra parte David tenía un alma complicada. En medio de una sociedad ruda, esa alma
suya era como una flor finísima que crecía en un bosque de troncos ásperos. El estruendo de
los combates no le impidió oír siempre su canto interior de poeta, y a menudo con una poesía
suplantaba el hecho que no llegaba a realizar. Precisamente en el caso de Betsabé, David sufrió
con indudable intensidad. Natán se fue asegurándole que en vista de su arrepentimiento Yavé
te dejaría el trono, pero le quitaría el hijo que acababa de darle la viuda de Urías. David fue
un padre extraordinario, que quería a sus hijos con vehemencia sólo explicable en un hombre
que tenía capacidad maternal. Adolorido hasta la entraña, David debió haber roto con Bet-
sabé y eso habría complacido a Yavé. Esa era la forma en que habría reaccionado un hombre
cualquiera. Pero él no; él, abrumado por el sufrimiento, se inclinó ante Yavé y le mostró su
humildad como poeta. El poema equivalía a un acto. Dijo (Salmos, 51 V. 50):
“¡Apiádate de mí, oh Dios, según tus piedades!
Según la muchedumbre de tu misericordia,
borra mi iniquidad”.

Por momentos se le ve el alma adolorida, y también, allá en el fondo, como una luz, el
júbilo de la esperanza que se abre paso entre el dolor. Pues cuando dejaba de ser rey para
ser poeta, David se dirigía a Yavé como un hijo a su padre, y confiaba en la bondad de ese
padre tanto como uno de los hijos que poblaban su palacio podía confiar en él. Véanse, si no,
estas partes de ese mismo salmo, que se dice haber sido compuesto precisamente después
de haber oído a Natán:
“¡Oh tú, que amas la sinceridad del corazón!
¡descúbreme los secretos de tu sabiduría!
lávame, y emblanqueceré más que la nieve.
Dame a sentir el gozo y la alegría,
y saltarán de gozo los huesos que humillaste”.

Sin duda que no es fácil comprender a David. Delinquió como hombre enamorándose de
mujer ajena; pecó como rey, usando su poder para quitar la vida al marido de esa mujer, y a fin
de lograrlo entregó la vida de otros hombres: y cuando Natán le hace ver su maldad, implora
perdón como poeta. Urías ya está muerto, y no se le ve asomar en el arrepentimiento de David;

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JUAN BOSCH  |  DAVID, BIOGRAFÍA DE UN REY

están muertos los que cayeron con Urías ante las puertas de Rabat-Ammón, y no se alude a ellos
en el poema. Betsabé vive; es su mujer y seguirá siéndolo, pues aunque David esté sinceramente
arrepentido, aunque sufra de veras, hay una fase de su personalidad que no tiene parte en nin-
guno de los aspectos del complicado problema que ha creado su deseo de tener a Betsabé.
Se había ido, pues, Natán, diciendo: “Por haber hecho con esto que menospreciasen a
Yavé sus enemigos, el hijo que te ha nacido morirá” (II Sam., 12:14). La tremenda profecía
hirió a David como el rayo al árbol de la llanura. El hijo enfermó, y viéndole enfermo David
se negó a comer y a dormir en lecho, se negó a oír a sus amigos; velaba y se echaba en el
suelo. El dolor le tenía loco. Debía pensar que aquella indefensa criatura iba a pagar, con
la vida, el pecado de su padre, y la injusticia que él había provocado golpeaba su alma con
una violencia que aterraba a David. El amor a los hijos fue un sentimiento de extraordinaria
fuerza en su corazón; y sólo en sus últimos años cuando la conciencia de la necesaria per-
durabilidad de su obra política tendrá en él más importancia que sus hijos.
El hijo de Betsabé murió a los siete días. Los servidores del rey, que le habían visto sufrir
con tanta intensidad, no se atrevían a darle la noticia de que el niño ya no vivía. Temían a
su reacción. Esperaban, con mucha razón, que ese padre desesperado enloqueciera. No se
lo decían, pues… Pero David era David, el que captaba en el aire los sucesos; el poeta, el
adivinador. Él adivinó lo que pasaba; preguntó y hubo que decirle la verdad.
¿Qué hizo entonces David? Calló, y fue a bañarse, a ungirse y a ponerse ropas limpias;
después visitó el Arca, en la tienda donde se hallaba desde el día de su entrada en Jerusalén,
y allí oró ante Yavé; a seguidas pidió de comer.
El político había reaparecido de pronto en él. Muerto el niño, era otra vez David el rey, el
que acepta los hechos tal como eran. Habían desaparecido en un instante el padre que sufría
y el poeta que imploraba lleno de esperanzas. Los que le rodeaban no podían comprenderle;
no acertaban a ver ese desfile de almas en un solo cuerpo. Le preguntaron por qué actuaba
así, y respondió: “Cuando aún vivía el niño, ayudaba y lloraba, diciendo: ¡Quién sabe si Yavé
se apiadará de mí y hará que el niño viva! Ahora que ha muerto ¿para qué he de ayunar?
¿Podré ya volverle a la vida? Yo iré a él, pero él no vendrá ya a mí” (II Sam., 12:22).
El hombre de acción, el que se enfrentaba a la realidad con sangre fría, había vuelto a
tomar posesión de él. Pasaba la hora de la duda, que es la de la angustia, volvía a ser el
David que encabezaba un reino y mandaba hombres. Y ese David no renunciaría a Betsabé;
al contrario, la viuda de Urías pasaría a ser la favorita de su harén. De ella tendría tres hijos
más, y el segundo, es decir, el primero de los vivos, heredaría el reino. Sería Salomón, el
rey fastuoso, a quien la posteridad llamaría sabio y creería siervo sincero de Yavé porque le
edificó el templo que David planeó hacerle.
David el político pidió a Natán que se hiciera cargo de educar a Salomón, para lo cual
Natán pasó a vivir en el palacio real, y allí estaba cuando murió el rey. Natán, el profeta de
Yavé, fue, pues, moldeado por David y fue transformado en fuerza útil para el reino. En
un momento dado había sido el verdadero rostro de Israel, el austero perfil del pueblo, que
no se veía, pero que al ser golpeado por la luz del dolor proyectaba las líneas más puras y
auténticas de Israel en el muro de la historia.
De las grandes cualidades de David, una es la capacidad de comprender que su poder
no era superior al poder disperso que crecía entre la innumera gente de Israel. Por unos
días que para David fueron de inolvidable tribulación, el poder disperso era un profeta de
Dios y se llamaba Natán.

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

Capítulo XVII
En medio de las guerras y de sus preocupaciones personales, David ejercía su papel del
rey; no hay que olvidarlo. El rey era también el juez, y todo problema de justicia debía ser
dilucidado ante él. No sabemos si, como hizo Samuel antes del ungimiento de Saúl, que
delegó en sus hijos para que juzgaran el pueblo en el sur de Judá, David tenía delegados en
las diversas regiones de Israel. Pero es de pensar que ese era el papel de los seis mil jueces
que se dice escogió de entre los levitas, probablemente en sus últimos tiempos; y debía ser
así porque de otra manera la vida no le habría alcanzado para juzgar casos. Pues Israel crecía,
sus fronteras se ampliaban y aún no creciendo, tenía que ser humanamente imposible que
atendiera a peticiones en justicia en asuntos ínfimos y en regiones apartadas.
Hay razones para suponer que antes de designar esos seis mil jueces, David dejó de prestar
la debida atención a este aspecto de sus obligaciones. Cuando Absalón decidió hacerse rey
destronando a su padre, fue por ahí por donde comenzó a intrigar en el pueblo haciendo ver
a la gente que llegaba a Jerusalén en busca de justicia, que el rey no atendería sus casos y que
de estar él a la cabeza del reino todo hebreo sería juzgado conforme a sus derechos.
El gobierno de Saúl era patriarcal y por tanto personal. Sabemos que una vez se reunió
con sus capitanes para acordar la muerte de David y que otra vez habló con un número de
principales benjaminitas para convencerlos de que debían ayudarle en la persecución de
David puesto que él, Saúl, les daba posiciones y les obsequiaba con tierras y riquezas; tenía
un jefe militar, que era Abner, y una especie de corte formada por sus mejores hombres de
armas, y está muy cerca de lo probable que decidiera organizar el culto con fines políticos. A
partir de ahí nada más sabemos sobre los métodos de gobierno de Saúl, y no hay constancia
de que pensara en organizar el Estado.
David, en cambio, fue un organizador. David tuvo buen cuidado de establecer una je-
rarquía religiosa que dependía de él, y administraba esa importantísima rama de actividad
pública. En los primeros tiempos el jefe de los sacerdotes fue Abiatar; más tarde, al lado de
Abiatar estuvo Sadoc. En sus últimos años David llegó a reglamentar el servicio del culto en
forma tan cuidadosa y tan estricta, que funcionaba en todo Israel con precisión sorprendente
para cualquier país en cualquier época. Hay una larga relación sobre esto en Paralipómenos.
Además, David tuvo su “profeta de Yavé” privado; se llamaba Gad, quien lo mismo que
Natán, llevó relación escrita de muchos de los hechos de David.
David había designado un cronista del reino, lo que podríamos llamar “historiador
oficial”, que fue Josafat, quien tuvo igual cargo con Salomón. No podemos estar agradeci-
dos a Josafat, que debió dejarnos más datos sobre las guerras de su señor; haberlas, por lo
menos, enumerado, y no mencionarlas en forma tan confusa, mezclando épocas y pueblos
con la mayor desaprensión. Josafat debió ser un cronista demasiado afecto al prestigio de
David, pues no hay dudas de que quien escribió la mayoría de los relatos sobre la vida del
rey trató de ocultar con frecuencia la verdadera alma del hijo de Isaí para mostrar sólo sus
mejores lados. Algunas de las páginas más reveladoras del verdadero David fueron, sin
duda, escritas por otros; por Natán y por Gad, creemos.
Seguramente después que David tuvo bajo su mando a pueblos diversos, designó un
inspector de los tributos, Adoniram, que también siguió siéndolo con Salomón. La primera
vez que se habla de la especie de cuerpo de ministros con que gobernó David (II Sam., 8:15 al
18) no se menciona a Adoniram, lo que indica que éste fue elegido para el cargo más tarde,
cuando hubo que atender al cobro de tributos que debían pagar pueblos extranjeros.

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JUAN BOSCH  |  DAVID, BIOGRAFÍA DE UN REY

David acumuló grandes riquezas; no sólo las que conquistaba como botín de los países
vencidos, sino también las que le brindaban los reyes y jeques de los alrededores, tal vez
para evitar que los atacara. Parte de esas riquezas era ofrendada a Yavé, parte iba al tesoro
particular del rey, que era al mismo tiempo el de la nación. El mismo David lo dice en Pa-
ralipómenos (29:2 al 4) cuando ofrece, de lo suyo, “tres mil talentos de oro, de oro de Ofir, y
siete mil talentos de plata fina” para la construcción del templo.
Un tal Azmavet era quien estaba a cargo del tesoro privado de David y este Azmavet
se hallaba asistido de ayudantes que atendían a los almacenes donde se guardaban las ri-
quezas del rey, a los labriegos que trabajaban en sus campos, en las viñas, en las bodegas,
los olivares y los higuerales, cuidaban el aceite ya elaborado y los distintos hatos de ganado
vacuno y ovino, los camellos y los asnos. Es de suponer que la mayoría de esos bienes fue
heredada por Salomón. Cada uno por sí, los hijos de David tenían sus propiedades, muy
probablemente regaladas por el rey, puesto que los hijos formaban un cuerpo del reino, el
de los áulicos. Pero el tesoro que podríamos llamar nacional debía ser el del monarca. Este
era independiente del destinado al culto, que se formaba con las entradas establecidas en el
Pacto de la Alianza y con los obsequios que se le hacían a Yavé en ofrendas.
La organización del ejército fue también atacada por David con tanto cuidado como
la organización del servicio religioso. Llegó a tener un cuerpo constante de veinticuatro
mil hombres, que servían por plazos de un mes, bajo jefes que también se revelaban y
que procedían de partes distintas de Israel. En Paralipómenos (27:7) se da el nombre de
Azael, el hermano de Joab que murió a manos de Abner en Gabaón, como uno de los jefes
mensuales de esas fuerzas, lo cual hace suponer que ese tipo de organización fue creado
por David desde muy temprano. Por datos dispersos se entiende que había cuadros fijos,
que no turnaban, de jefes para el ejército, además de los que se cambiaban cada dos meses,
y que esos cuadros fijos estaban formados fundamentalmente por los seiscientos veteranos
que acompañaron a David en los días de la persecución de Saúl. Por otra parte, debía haber
grandes levas en los tiempos de guerras y guarniciones en los puntos claves de las fronteras,
que no podrían ser removidas cada mes.
El jefe permanente del ejército, casi seguro desde que David pasó a ser rey de Judá en el
1010 A. de C., fue su sobrino Joab, hijo de su hermana Sarvia. Tratando de hallarle justificación
al asesinato de Joab, los comentadores de la vida de David se apegan a la creencia de que el im-
placable general llegó a ser una amenaza para su tío, debido al poder que acumuló en cuarenta
años de ejercicio de su jefatura. Pero no hay fundamentos para esa opinión. Los hechos hablan
por los hombres, y los hechos de Joab demuestran que su lealtad a David no tuvo caídas. En
algunos casos, como en la conquista de Rabat-Ammón, mandó en busca del rey para que éste
entrara en la ciudad como vencedor en una guerra que no había hecho. Lo que parece haber de
cierto es que David jamás le perdonó la muerte de Absalón, el hijo rebelde. Pero la propia muerte
de Absalón es obra de la lealtad de Joab a su tío y señor. Ocurría, eso sí, que Joab era hombre
duro, creyente ferviente de la ley de la espada. No entendía que la vida es cambiante; no era
capaz de comprender, como David, que el adversario de hoy puede ser el partidario de mañana.
Joab era el hijo de las armas; sólo de ellas entendía, sólo sabía de combates, y en el combate lo
importante es lo que está ocurriendo, no lo que podrá ocurrir. Joab, pues, era de los que no veía
hacia el pasado ni se confiaba al porvenir, y por tanto mataba al enemigo de hoy sin tomar en
cuenta si había sido el amigo de ayer y si podría ser el aliado de mañana. Es más, como en el
caso de Absalón, ni siquiera tomaba en cuenta los lazos familiares.

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

Además del ejército, David tenía su guardia personal, los llamados cereteos y feleteos,
según algunos autores, kereteos y pheleteos por el origen cretense y filisteo de sus compo-
nentes. Estos eran mercenarios, lo que indica que David no quería que el cuerpo armado que
lo cuidaba pudiera caer bajo influencias políticas locales ni deberse a intereses o pasiones del
país, sino sólo al señor que les pagaba. El jefe de esa guardia fue, entendemos que desde su
creación, uno de “los valientes de David”, Banayas, que sería el jefe de los ejércitos de Salomón,
un soldado tan implacable como Joab y probablemente nada afecto al hijo de Sarvia. Banayas
tomaba parte en los consejos de gobierno. De él se cuenta que bajó a una cisterna, no sabemos
cuándo, para dar muerte a un león. Esa fue una demostración casi increíble de valor, pues una
cisterna es un lugar cerrado con la entrada por arriba, y bajar era ya jugarse la vida. Se decía
de Banayas que una vez, armado sólo de un palo, se enfrentó a un egipcio gigantesco que le
acometió con una lanza; despojó al egipcio de la lanza y con ella lo mató.
David jerarquizó a las tribus, designando un jefe para cada una, aunque ignoramos cuál
era el papel de esos jefes. Insistimos en recordar que David tenía un cuerpo de consejeros
formado por varios de los altos funcionarios del reino, algo así como lo que hoy es un consejo
de ministros, y que la familia real formaba otro cuerpo, el de los áulicos, los habitantes del
palacio real, los cercanos al rey. Pues entendemos que repitiéndolo damos una idea más viva
de cómo David acertó a coordinar en una especie de sistema combinado a todos los que por
alguna razón estaban en contacto con él; él era el rey, la personificación del Estado, y por
tanto cuanto tuviera que ver con él debía formar parte en la organización del Estado.
La medida de la capacidad de David como estadista la da el censo que ordenó, proba-
blemente al acercarse el fin de su reinado y cuando ya había paz, puesto que fue el ejército,
bajo el mando de Joab, quien se encargó de esa tarea. El trabajo duró “nueve meses y veinte
días”, según afirman con notable exactitud los textos bíblicos. El censo era una medida
peligrosa porque el pueblo alegaba que David enumeraba a Israel como si fuera su dueño,
y que sólo Yavé era dueño de Israel. David enfrentó las maldiciones, los malos augurios de
su vidente Gad, y mandó censar al pueblo porque su instinto de estadista le decía que sólo
pedía gobernar a conciencia aquel que sabía de cuántos hombres disponía.
El censo informó que el reino contaba con un millón trescientos mil hombres de guerra
–y según Paralipómenos, con un millón quinientos setenta mil, excluyendo a Benjamín–.
Esa cantidad parece exagerada si la tomamos literalmente, y nos referimos a los datos que
da II Samuel (24:9), no a los de Paralipómenos. Pues “hombres de guerra”, aún suponiendo
que entraran en ellos los hombres útiles de dieciséis años arriba, podrían ser el veinte por
ciento de la población, lo cual quiere decir que la población total debía ser de cinco veces
ese número. Seis millones quinientas mil almas era mucho para un país que se hallaba en la
etapa pastoril-agrícola de la economía, pues aún tratándose de semitas, que normalmente
tenían muy largas familias, esos debieron ser tiempos de altísima mortalidad infantil y de
total indefensión ante las epidemias; y la extensión de Israel, aún en los últimos años de
David, no debía sobrepasar los cien mil quilómetros cuadrados.
Según II Samuel (24:5 al 8), se censó desde el paralelo de Sidón al norte, hasta el del desierto
de Neguev al sur, y desde el país de los hatitas en la Transjordania, hasta Dan, lo cual equivale
a decir hasta el Mediterráneo. Se menciona a Tiro dentro de los territorios censados, lo cual
debe ser una confusión porque Tiro siguió siendo un puerto independiente de Israel y porque
David no intentó, siquiera, atacar al reino de su amigo Hiram, que fue también amigo de Salo-
món, pero esa mención y la circunstancia de que más tarde, para pagar una deuda a Hiram,

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JUAN BOSCH  |  DAVID, BIOGRAFÍA DE UN REY

Salomón le cediera al rey de Tiro tierras de Israel, indica que Israel extendió sus dominios, en
tiempos de David, prácticamente hasta las murallas de la ciudad fenicia, y probablemente no
por medio de guerras sino por vasallaje voluntario de los jeques de la zona.
El disgusto del pueblo por el censo, estado de ánimo que todavía hoy, a distancia de tres
mil años, es frecuente en muchos países cuando van a realizarse enumeraciones de la población,
y los augurios de Gad, parecieron justificados cuando, poco después de haberse terminado el
notable trabajo, una peste de cuyas características no tenemos noticias asoló a Israel matando
a miles de personas. David temió. David temió siempre a Yavé y en sus últimos años, sobre
todo, aquejado por enfermedades, por remordimientos y por los dramáticos sucesos familiares
en que se halló envuelto, el temor a Yavé era en él violento. El censo debió ser obra de esos
últimos años. Cuando oyó al pueblo clamar que Yavé castigaba a Israel porque David se había
atrevido a contarlo como si fuera suyo, y no de Yavé, se acongojó, y probablemente en esa
época comenzó a proyectar el templo que después erigiría Salomón. Mientras tanto, escogió
él mismo un sitio en los alrededores de Jerusalén para levantar un altar a Yavé, a fin de que
amenguara su cólera. El sitio era propiedad de un jebuseo. David se lo compró, mandó hacer
el altar, ofreció en él holocaustos a Dios, y “así se aplacó Yavé con su pueblo y cesó la plaga de
Israel”. En ese lugar sería erigido el templo, algunos años después.
La propia organización del Estado, tan beneficiosa para el reino, era sin embargo per-
judicial para David. Pues cada rama de la administración pública discurría por sus cauces;
los sacerdotes atendían al culto, los generales hacían las guerras, los cobradores de tributos
recaudaban fondos, los jefes de obras públicas atendían al trabajo de millares de hombres, los
cereteos y feleteos cuidaban del palacio y del rey; y todo eso le permitía a David entregarse
a sus sueños, a sus placeres, dedicarse a sus mujeres. David descuidaba sus obligaciones,
mientras el tiempo discurría, los hijos iban creciendo e Israel multiplicaba sus riquezas. En
tiempos de paz, el pueblo y las razas sometidas trabajaban en los campos, en los hornos de
ladrillos, en las construcciones de los caminos, en los bosques donde se cortaban los árboles
para las viviendas y para quemar, en los mercados donde se vendían el vino y las ovejas, los
higos y las telas que fabricaban las mujeres y las vasijas de barro que hacían los jovenzuelos.
De las aldeas a las ciudades iban los asnos cargados de productos, las caravanas de camellos
se movían por los lugares arenosos, nuevas viviendas para alojar a las nuevas generaciones
se agregaban a villorrios y ciudades y de todos los rincones de Israel la gente volvía los ojos
hacia Jerusalén, donde estaba el rey, que era el corazón del país.
Todo el poderío de Israel se reflejaba en el hogar de David, y esa fuerza fecundaba allí
el germen de los dramas que estaba llamado a padecer el rey. Pues en su hogar David no
tenía autoridad; lo cual, desde luego, facilitaba que cada quien tuviera la suya propia. En
ese hogar abundaban las mujeres y las concubinas, y los hijos de unas y otras se confundían
sin que en realidad se sintieran hermanos sino aquellos que tenían una madre común.
El primogénito fue Amnón, hijo de Ajinoam, nacido en Hebrón. Dodiya –o Daniel–, el de
Abigail, debió morir en la infancia. De manera que el que seguía en edad y en la línea de la
herencia a Amnón era Absalón, en verdad el que parece haber sido el predilecto de David.
La madre de Absalón era Maaca, descendiente de los reyes o reyezuelos sirios de Guesur. El
matrimonio con Maaca debió ser de conveniencia política, cuando ya David era rey de Judá.
Además de Absalón, Maaca dio a David una hija, Tamar. Sabemos que Absalón era
impresionante por su belleza y la pasión que despertó Tamar en su medio hermano Amnón
hace pensar que Tamar debió también ser muy bella. Maaca, de origen real, inculcó sin duda

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

en sus hijos ambiciones y soberbia. Pero David los amaba si bien, cosa corriente en esos
días, el amor del padre era para el hijo varón, no para la hembra. David quiso a Absalón
con auténtica pasión, y si hemos de juzgar por la manera en que trataba los casos familiares,
debía querer a todos sus hijos en forma parecida. Fue un padre lleno de amor, y es otro de los
aspectos de su múltiple personalidad el hecho de que habiendo sido tan buen organizador
del reino no supiera poner orden en su familia. Seguramente a ésta le faltó el ejemplo de
una vida austera. Y allí donde él falló, allí sería herido de manera atroz.
Amnón se enamoró a tal grado de su media hermana Tamar, que un sobrino de David
tuvo que preguntarle: “Hijo del rey, ¿cómo y por qué de día en día vas enflaqueciendo?”
(II Sam., 13:4). A lo que Amnón contestó descubriendo su amor por Tamar. El sobrino de
David, de quien se afirma que era muy astuto, aconsejó al apasionado primogénito de su
tío que se hiciera el enfermo y que cuando David fuera a verle le pidiera que le mandara a
Tamar para que le preparara la comida y pudiera comerla de su mano.
Sucedió como lo había previsto el sobrino del rey. Visitó éste a su hijo, creyéndole en-
fermo; le preguntó qué deseaba, y el hijo pidió que le enviara a Tamar. Dio el rey la orden;
fue Tamar a visitar a Amnón y le preparó hojuelas de harina. Amnón mandó que les deja-
ran solos y después invitó a Tamar a darle de comer en la alcoba. Tamar accedió, y Amnón
quiso hacerla su mujer. La hermana de Absalón dijo que no; le pedía a Amnón que hablara
primero con David; le decía que el rey no se la negaría por mujer, pero que no la tomara así,
a las malas y a escondidas. Amnón no pudo oírla; estaba enfermo por ella, era sujeto de una
pasión superior a su voluntad. Violó, pues, a su media hermana.
Visto desde hoy, el hecho parece repugnante. Pero visto desde su época, lo que hay de
malo en él es la violación, no la consanguinidad entre Amnón y Tamar. En esos días, y todavía
durante siglos, los reyes egipcios se casaban con sus hermanas. Abraham, el padre de Israel,
fue marido de su hermana Sara. Tamar misma le dijo: “Mira, habla al rey, que seguramente
no rehusará darme a ti”.
Por esas razones el episodio que conocemos como “el incesto de Amnón” no fue grave en
sí, y poco podía hacer él sufrir a David. Graves fueron sus consecuencias, y éste sí causaron
dolor al rey. Pues sucedió que una vez cometida la violación, Amnón aborreció a Tamar;
la aborreció con “tan gran aborrecimiento, que el odio que le tomó fue todavía mayor que
el amor con que la había amado: y le dijo: “Levántate y vete” (II Sam., 13:15). Pero Tamar
no quiso irse, porque, dijo, “sí me echas, este mal será mayor que el que acabas de cometer
contra mí” (II Sam., 13:16).
Amnón, primogénito de David, era violento. Llamó a un criado para que sacara de la al-
coba a Tamar, sin tomar en cuenta que se trataba de una media hermana y que él acababa de
violarla. El sirviente cumplió la orden. Tamar, con la túnica rasgada, ceniza en el pelo y ambas
manos en la cabeza, se presentó a su hermano Absalón y le dio cuenta de lo que Amnón había
hecho con ella. Absalón no clamó al cielo; no acudió ni siquiera a David en demanda de justicia.
Absalón, que codiciaba el reino de su padre, halló en el episodio una razón que justificara la
muerte de Amnón, el heredero. Y pacientemente se puso a esperar la hora de la venganza.
El Libro Segundo de Samuel (13:23 al 39) relata que “al cabo de dos años tenía Absalón el
esquileo en Baljasor, que está cerca de Efraím, y quiso convidar Absalón a todos los hijos del
rey. Vino Absalón al rey y le dijo: “Tu siervo tiene ahora el esquileo; te ruego que vengan el rey
y sus siervos a la casa de tu siervo”. El rey respondió a Absalón: “No, hijo mío, no iremos todos
para no serte gravosos”. Y aunque le porfió, no quiso ir, y le bendijo. Entonces le dijo Absalón:

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JUAN BOSCH  |  DAVID, BIOGRAFÍA DE UN REY

“Al menos, permite que venga Amnón mi hermano”. ¿Y para que ha de ir?”, le dijo el rey; mas
como le importunase Absalón, dejó ir con él a Amnón y a todos los hijos del rey”.
Lo que acabamos de transcribir es una escena típica de una sociedad en la que el padre
es un patriarca. Los hijos no viajan sin la autorización paterna aunque sean adultos, como
sin duda lo eran ya Absalón y Amnón. De lo copiado se desprende también que los hijos
del rey tenían sus bienes personales, tierras y rebaños, seguramente donados por David; y
se advierte que una vez fuera de la casa real cada cual corría con sus gastos. Así está dicho
por David cuando se niega a ir: “No, hijo mío, no iremos todos para no serte gravosos”.
No fue David, pero fueron sus hijos; todos o gran parte de ellos. Absalón debía ser joven.
Tercero de los hermanos, nacido en Hebrón, debe haber llegado al mundo entre el 1010 y
el 1005 A. de C. Suponiendo que hubiera nacido en el 1008 y que tuviera veintidós años
cuando ocurrieron los hechos que estamos relatando, la muerte de Amnón debió tener lugar
alrededor del 986 o hacia el 985 A. de C. A esa época, Salomón estaba ya nacido.
Según se dice de él en II Samuel (14:25 y 26), “no había en todo Israel hombre tan her-
moso, como Absalón; desde la planta de los pies hasta la cabeza, no había en él defecto; y
cuando se cortaba el pelo, cosa que hacía al fin de cada año, porque le molestaba y por eso
se lo cortaba, pesaba el cabello de su cabeza doscientos siclos, peso real”.
Esa es la estampa de Absalón unos años después del día en que invitó a David a ir a Baljasor.
Tal día, mucho más joven, debía tener la belleza de su edad, más en floración, menos definida.
Lo que sí tenía ya era la dureza de que daría fe en breve. En ese corazón no había piedad.
Cuando llegaron al esquileo, los hijos del rey fueron festejados por Absalón con un ban-
quete. Los criados de Absalón estaban instruidos de cómo proceder, y cuándo. De manera
que esperaron que Amnón se embriagara con vino y una vez que la embriaguez le dominó
procedieron a dar muerte al heredero de David en presencia de todos los que allí se habían
reunido. Espantados por el crimen, los hijos de David saltaron sobre sus mulos y huyeron hacia
Jerusalén. Antes que ellos llegó a oídos del rey el rumor de que Absalón había muerto a todos
sus hermanos. Esa extraña facultad semítica de conocer los acontecimientos en el momento
de producirse y de divulgarlos a velocidades incompatibles con los medios de transmisión, se
multiplicó entonces y convirtió el asesinato de Amnón en una degollación masiva de la familia
real. David padeció en su corazón de padre, tal vez como pocas veces sufrió en su vida.
Herido por la noticia, el rey rasgó sus vestiduras y se echó en tierra. Todos los que le
rodeaban hicieron lo mismo. Debió ser una hora de consternación y de indescriptible con-
goja para David. Pues él amaba a sus hijos con vehemencia desacostumbrada; en su corazón
había para ellos amor de padre y de madre juntos. No era sólo el rey que quería herederos
para su corona; era algo más; era un apasionado de sus retoños, y en su amor había también
dolor, acaso porque, hijo último como fue, recordaba lo que sin duda sufrió en su infancia,
y también porque debido a su sensibilidad de poeta debía tener una fina percepción y un
recuerdo perdurable para las pequeñas amarguras que el niño ve como definitivas.
Fue aquel de sus sobrinos que aconsejó a Amnón cómo debía hacer para tener a Tamar,
el que devolvió ese día cierta paz al alma de David diciéndole que no habían muerto todos
sus hijos. “Es Amnón solo el que ha muerto, porque era cosa que estaba en los labios de
Absalón desde que Amnón forzó a Tamar, su hermana”, dijo el sobrino del rey. “No crea,
pues, mi señor el rey ese rumor, que dice: “Han muerto todos los hijos del rey” porque es
solo Amnón el muerto, mientras que los hermanos están sanos y salvos” (II Sam., 13:32 al
34). Después, el mismo que había hablado anunció que ya se veía llegar a los hijos de David

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y que se acercaban faldeando la colina por el camino de Jerusalén. Con el alma temblando
de espanto, los hijos y el padre lloraron abrazados.
Absalón huyó a la tierra de sus abuelos maternos. “Estuvo allí Absalón, después que
huyó a Guesur, tres años; y el rey David se consumía por ver a Absalón, pues de Amnón, el
muerto, ya se había consolado” (II Sam., 13:38 y 39).

Capítulo XVIII
En el retorno de Absalón tuvo Joab parte importante. No puede pensarse que ya estu-
vieran en marcha las intrigas para la sucesión real y que Joab procuraba tener a Absalón
como una pieza a la mano para el juego político; pues pasarán todavía largos años antes de
que David decida resignar su cargo en uno de sus hijos.
En el texto bíblico se dice que Joab quiso complacer al rey porque “el corazón del rey
estaba por Absalón”. Su sobrino, pues, buscó la manera de hallarle una salida a David para
que éste satisficiera su deseo de ver a Absalón y apareciera, sin embargo, como un servidor
de la voluntad popular. La salida era que el pueblo pidiera el retorno de Absalón.
El pueblo estaba a menudo representado en Israel por una sola persona: bastaba que esa
persona reclamara algo en justicia y que su petición fuera justa. Un acto de justicia agradaba
a los ojos de Yavé; y no podía haber ley ni intereses superiores a lo justo. No había nadie
humilde a la hora de pedir justicia. El rey era quien la impartía, pero en el momento de
reclamarla, un hombre de la calle o de las eras valía tanto como el rey.
En el caso del retorno de Absalón fue una mujer, enviada por Joab, quien pidió justicia a
David. Contó ella que tuvo dos hijos, que riñeron estando solos en el campo y que el uno dio
muerte al otro, autoridad de predilecto de David. David iba envejeciendo, no tanto por los
años vividos cuanto por las enfermedades, las preocupaciones y los sufrimientos, que en él,
a juzgar por sus salmos, eran de gran intensidad. Cinco años atrás había sufrido la muerte de
Amnón y la noticia de que todos sus hijos habían sido asesinados por Absalón. Si en la vida de
David hay una línea persistente, es la de padre apasionado; de manera que aquella noticia, el
asesinato del primogénito, la ausencia de Absalón, su presencia en Israel durante dos años sin
verle; todo eso debe haber causado estragos en el corazón del rey. Debía ir transcurriendo por
entonces el 980 A. de C. y David debía estar, por tanto, en su sesenta años. Cuatro después del
día en que recibió a Absalón, esto es, cuando ya veía en lontananza el día de ir a reunirse con sus
antepasados, iba a recibir en el alma, de manos de ese mismo hijo a quien besaba, una herida
que acabaría con él, algo semejante a la entrada de un hierro candente en las entrañas.
Pues Absalón comenzó a conspirar para derrocarle. Al principio se iba a la puerta de Jerusa-
lén, montado en carro y rodeado de partidarios a caballo –que al parecer comenzaban a usarse
entonces–, para hablar con los que llegaban a la ciudad en demanda de justicia; les preguntaba
de dónde eran y qué pleitos llevaban al rey, y se lamentaba después de que no se les haría justi-
cia porque nadie les oiría. “¡Quién me pusiera a mí por juez de la tierra, para que viniesen a mí
cuantos tienen algún pleito o algún negocio, y yo les haría justicia!”, decía. “Y cuando alguno
quería postrarse ante él, él le tendía la mano, le cogía y le besaba” (II Sam., 15:4. 5).
Durante cuatro años conspiró Absalón, pero no sólo tratando de ganarse la buena voluntad
de las gentes del pueblo, sino también intrigando en el círculo íntimo de su padre. No hay
datos que nos permitan saber si David sospechaba de las actividades de su hijo. Es inaceptable
la idea de que no estuviera bien informado, pero es aceptable la de que no les diera oídos a

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JUAN BOSCH  |  DAVID, BIOGRAFÍA DE UN REY

las noticias que le llegaran. David, que amaba a Absalón con violencia, no podía admitir que
conspirara para derrocarle. No hay que olvidar que él fue un perseguido de Saúl; que muchos
de sus actos debieron ser interpretados erróneamente por aquel rey loco, y que en el fondo de
su conciencia él rechazaría hacer ante su hijo el papel que Saúl hizo con él.
Ahora bien, si David no era capaz de sospechar de un hijo suyo, y tal vez hasta rechazaba
las insinuaciones de que Absalón conspiraba contra él, sucedía también que su astucia y su
larga experiencia en el manejo de hombres le permitía afrontar las situaciones difíciles con
métodos que Saúl desconocía. Infinitas veces más sutil que su suegro, era, por tanto, más
hábil en el tratamiento de problemas tan intrincados como los políticos.
Absalón decidió al fin sublevarse y despojar al padre de su cargo. No se atrevió a rebe-
larse en Jerusalén y pidió permiso al rey para ir a Hebrón a sacrificar ante Yavé. Para hacer
un sacrificio digno de su categoría, se justificaba que reuniera bastante gente entorno suyo,
pues los animales sacrificados pasaban a la mesa del banquete. Escogió a Hebrón, pensan-
do, sin duda, que si había obstáculos para su plan general, podía comenzar como su padre,
haciéndose proclamar rey de Judá.
Cuando salió de Jerusalén llevaba consigo doscientos hombres y a Ajitofel, uno de los miem-
bros del círculo de consejeros de David. Estaba ya en rebeldía. Bisnieto de sirios, como David de
moabitas, extendía la mano para coger la corona de Israel y sentarse en la ciudad que conquistó
su padre para gobernar desde allí a jebuseos y a ammonitas, a amorritas e idumeos, a amalecitas,
a cananeos, a los hijos del Moab y a los hijos de Israel. El hermoso Absalón, con el peso de su
cabellera cayéndole sobre los hombros, sería un rey lleno de majestad y de dureza.
Cuando la noticia de la sublevación llegó a David, y oyó decir: “Todo Israel se va tras
Absalón”, él, conocedor del corazón de los hombres, que sabía quién era su hijo, se dirigió
a los suyos diciendo: “Levantaos y huyamos, porque no podríamos escapar delante de Ab-
salón. Daos prisa a salir, no sea que nos sorprenda él y eche sobre nosotros el mal, y pase a
la ciudad a filo de espada” (II Sam., 15:14).
En la vida de David, que amaba a sus hijos como padre y como madre a la vez, ése debe
haber sido un momento desgarrador. Era su hijo quien se alzaba contra él para quitarle el
reino que él había edificado. El conocía la crueldad de Absalón. Ya no era joven, y a esa hora
de su existencia debía huir, como las fieras de los desiertos, para escapar a la espada de un
hijo. A pie salió de Jerusalén, su ciudad, la que él había arrebatado a los jebuseos y bautizado
con su nombre. Su corte y sus servidores iban con él, pues sólo a diez de sus concubinas dejó
en Jerusalén a cargo de la casa real. Hasta el Arca de la Alianza les acompañaba. Rey de un
pueblo que era propiedad de Yavé, sabía que la presencia del Arca legalizaría su gobierno
donde él se hallare. A pie, descalzos, cubiertas las cabezas en señal de duelo, llorando como
multitud que ha perdido la tierra de sus mayores. David y los suyos iban hacia el nordeste,
confundidos hebreos, hititas y filisteos, aturdidos por el golpe inesperado que de pronto les
echaba de sus hogares y los lanzaba al mundo, perseguidos de lanza por el hijo del rey.
Ahora, en esa patética marcha hacia un destino incierto, vamos a ver a los hombres ac-
tuando con el alma desnuda. Unos pensarán en sus intereses, como el propio David y como
Siba, el siervo de Mefibaal; otros dejarán en libertad sus sentimientos, como Itaí, el hitita, o
Semeí, el benjaminita. Cada cual dará de sí lo que haya en el fondo de su ser: cálculo, trai-
ción, lealtad, amor u odio. El espanto y la confusión gobiernan a los que huyen, y eso hace
que no se pueda esconder lo que alienta y palpita en cada uno. Como miles de años antes y
como miles de años después, el hombre no deja de ser un depósito de deseos y de temores

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

que surgen violentamente a la superficie cuando el peligro asoma en las proximidades. En


escala reducida, esa marcha de David y los suyos huyendo de Absalón refleja todas las horas
amargas de la humanidad.
Al hitita Itaí, por ejemplo, le dijo David que se volviera a Jerusalén con sus hermanos.
“¿Por qué has de venir tú también con nosotros? Vuélvete y quédate con el rey, pues tú eres
un extranjero y estás fuera de tu tierra y sin domicilio. Ayer llegaste, ¿y voy a hacerte errar
hoy con nosotros, cuando ni yo mismo sé siquiera a dónde voy?”, dijo el rey (II Sam., 15:19
al 22). Pero Itaí, como su compatriota Urías, tenía calidad; era de los que saben compartir
el pan y la sal en los días buenos y la ceniza en los días malos. Así respondió Itaí a David:
“Donde mi señor esté, vivo o muerto, allí estará su siervo”.
Siba, el siervo de Mefibaal, salió al camino de David. Llevaba dos asnos aparejados y
cargados con doscientos panes, cien colgajos de uvas pasas y un pellejo de vino. Los asnos
eran para David y algunas de sus mujeres, probablemente para Betsabé, la preferida, la
comida era para todos. Era una hermosa acción la de Siba puesto que acudía en socorro del
rey en el momento en que éste parecía más necesitado. Pero esa acción tenía su precio. En
realidad no había hermosura sino cálculo. El había sido siervo de Saúl y sabía lo que era el
poder de un rey; desde la juventud de David conocía al hijo de Isaí y estaba al tanto de su
capacidad para sobrevivir a la sorpresa de Absalón. El ambicionaba las tierras de su señor
Mefibaal, el hijo de Jonatán, que se sentaba a la mesa de David todos los días; así, cuando
David le preguntó por Mefibaal respondió con estas palabras: “Se ha quedado en Jerusalén,
diciendo: Hoy me devolverá la casa de Israel el reino de mi padre”. A lo que David sentenció:
“Tuyo será cuanto fue de Mefibaal” (II Sam., 16:3.4).
Semeí odiaba a David. Le odiaba, le temía y era capaz de amarlo y de servirlo con igual
fuerza. Pues Semeí tenía una de esas almas que oscilan de un sentimiento violento a su opuesto.
Semeí era de los hombres que pueden afirmar hoy a gritos lo que ayer negaron a gritos. Pro-
bablemente él se desconocía a sí mismo o carecía de fuerzas para gobernar su corazón, y eso le
hacía colérico y agresivo en la misma medida en que podía hacerlo apegado y leal. Semeí salió
también al camino de David cuando éste se acercaba a Jericó, y por tanto al terminar el primer
día o al comenzar el segundo de la fuga del rey. En viendo al rey, comenzó a apedrearle y a insul-
tarle; le llamaba a voces sanguinario y malvado y decía que la rebelión del hijo era un castigo de
Yavé, bien merecido por David. Abisai, el hermano de Joab, quiso matar a Semeí para vengar las
afrentas que le hacía a su tío y señor, pero David no le dejó. Sin embargo he aquí que ese Semeí,
benjaminita, de la sangre de Saúl, que apedreó como a un perro fugitivo a David cuando huía,
fue a recibirle con mil hombres cuando retornaba. En el momento en que David iba a cruzar el
Jordán para volver a Jerusalén, Semeí se echó a sus pies, rostro en tierra, pidiendo perdón. A
partir de ese día se le verá junto al rey; será uno de sus consejeros, tomará partido por Salomón.
Pero pagará con su vida, pocos años después, los insultos del camino de Jericó.
Sí, cada cual actuó como en verdad era; el que ambicionaba y el que odiaba, el leal y el
que temía; todos mostraron allí el fondo de su alma. Ahí está el anciano Barzilai, el alegre
y rico Barzilai, que descansa en la seguridad de sus riquezas y puede ver la vida desde sus
ochenta años en forma descarnada y a la vez serena. El anciano Barzilai dio de comer a los
fugitivos cuando huían en busca de los pasos del Jordán. A su retorno, David le invitó a
irse con él a Jerusalén. El alegre Barzilai se rió de la oferta, ¿pues qué podía él esperar de la
vida si, según sus palabras, ya no le era fácil distinguir entre lo bueno y lo malo ni saborear
lo que comía o lo que bebía ni oír la voz de los cantores y las cantoras? El no había dado de

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JUAN BOSCH  |  DAVID, BIOGRAFÍA DE UN REY

comer al rey para obtener favores más tardes, sino porque la larga vida le había enseñado,
a ayudar al que tenía necesidad, y David necesitó de él cuando huía. Al entregar el reino a
Salomón, David recordó al anciano Barzilai y le pidió a su hijo que tratara con benevolencia
a los hijos del anciano y que los invitara a su mesa, tal como Barzilai había hecho con él.
De los hombres de confianza de David, uno, Ajitofel, se quedó con Absalón. Debía tener
mucha autoridad, pues se dice de él (II Sam., 16:23) que “consejo que daba Ajitofel era mi-
rado como si fuera palabra de Yavé; tal era la confianza que el consejo de Ajitofel inspiraba,
lo mismo a David que a Absalón”. Desde el primer momento estuvo al lado de Absalón.
Debió ser hombre de inteligencia muy clara y de gran fuerza de carácter, de ésos que saben
lo que debe hacerse en un momento dado y proceden a hacerlo sin un titubeo. Sólo en los
escasos que van de la rebelión a la muerte de Absalón se le ve actuar, pero sus palabras y
sus hechos dejan la impresión de que se pasó al hijo de Maaca porque ya no creía en David.
Debía odiar en el rey la sensualidad y la ligereza que a menudo descomponían la figura
moral de David, y si había alguna razón profunda, de tipo social o político, para la rebelión
de Absalón, Ajitofel era tal vez el representante legítimo de esa razón.
Ajitofel fue quien aconsejó a Absalón la medida que más brutalmente iba a herir a David.
Huía éste con los suyos, primero en dirección a Jericó, bajo el sol y entre el polvo, descalzo,
llorando de dolor de alma, y después en procura de los pasos del Jordán. Huían el rey y sus
servidores de la violencia de Absalón, el hijo rebelde. Mientras tanto, éste llegaba a Jerusalén.
Y he aquí lo que le dijo Ajitofel: “Entra a las concubinas que tu padre ha dejado al cuidado
de la casa, y así sabrá todo Israel que has roto del todo con tu padre, y se fortalecerán las
manos de cuantos te sigan” (II Sam., 16:21).
“Entrar a las concubinas” de David era tomar posesión de cuanto había sido suyo;
declararle, de hecho, muerto para el hijo y por tanto para los fines de reinar otra vez. Era
un acto de dominio, en el que iba implícito el señorío total por parte de Absalón de todos
los bienes del fugitivo. Y eso era demasiado para los generosos y caudalosos sentimientos
de David hacia Absalón. Se trataba de una afrenta brutalmente cruel y grosera a aquel que
había sido siempre un padre amoroso.
Absalón aceptó el consejo. ¿Cómo no iba a aceptarlo? Tenía en fuga a su padre y de poder
hacerlo le rompería el corazón a lanzazos. Él no tenía que pagar amor con amor. Él era el
ambicioso, el duro Absalón, que había nacido rey por su hermosura y por su cuna. Hizo que
levantaran una tienda en la terraza de la casa real, y allí, a los ojos del pueblo, “entró a las
concubinas de su padre”. Sucedía como lo había dicho Natán: “Yo haré surgir el mal de tu
misma casa y tomaré ante tus ojos tus mujeres, y se las daré a otro, que yacerá con ellas a la
cara misma de este sol; porque tú has obrado ocultamente, pero yo haré esto a la presencia
de todo Israel y a la cara del sol”.
Jamás volvió David a tocar una de esas diez mujeres que yacieron con Absalón. A las
diez les puso guardia; no las echó a los caminos sino que las mantuvo de por vida, pero estu-
vieron encerradas, como viudas, sin conocer hombre, hasta que la muerte las fue liberando.
Es de suponer que para David esos rostros le hacían evocar dolores indescriptibles: el de su
humillación ante el pueblo por parte de Absalón, el hijo tan amado y tan cruel, y aún el rostro
mismo de ese hijo que murió despeñado por su propia ambición.
Ajitofel no vió la derrota de Absalón. Odiaba con violencia, daba consejos implacables.
Pero tenía la dignidad de los valientes. Antes de que David entrara en Jerusalén, Ajitofel se
fue a su casa, ordenó cuanto era de lugar acerca de sus bienes, y se ahorcó.

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De manera que, como ha ocurrido en la humanidad siempre, hubo de todo en esos días;
el rey que había encabezado cien batallas huía llorando, espantado por la conducta de su
hijo; los amigos que dieron prueba de su lealtad; el que injurió al fugitivo y después pedía
su perdón; el que le obsequió porque le vió necesitado; el que aconsejó que le humillaran y
después tuvo el valor de quitarse la vida.
La raza de Adán no cambia fácilmente. Por fortuna, cada vez son más los mejores; pero
uno a uno, ayer, hoy y mañana, el hombre es un prisionero de lo que lleva por dentro.

Capítulo XIX
Aunque herido como padre y amenazado como rey, y aunque el conocedor del corazón
humano que es él sepa que si no huye ante Absalón no salvará la vida ni la honra, David ben
Isaí es siempre el político y el guerrero, el jefe nato que aún en medio de la mayor confusión
sabe qué debe hacer, cómo y cuándo hacerlo. Así, no importa que marche con sus servidores
guardias y amigos llorando por el camino de Jericó, que vaya clamando a Yavé porque ha de-
satado su cólera sobre él. En ese momento, como en muchos otros angustiosos de su vida, David
ben Isaí estudia la situación; calcula cuáles son sus fuerzas, sus ventajas y sus posibilidades;
estudia al adversario, penetra sus flaquezas y puede adivinar sus próximos movimientos.
Por de pronto, ordena a Abiatar y a Sadoc que vuelvan con el Arca a Jerusalén; que se
vayan con sus hijos y con todos los levitas. Pero como dice: “Yo esperaré en las llanuras del
desierto hasta que me llegue de vosotros algún aviso” (II Sam., 15:28), se descubre que no les
ordenó que retornaran a la ciudad sólo por el placer de verlos irse. Abiatar y Sadoc llevaban
una misión de David. Siendo como eran sacedortes, difícilmente les daría muerte Absalón.
Y es el caso que por su misma función sagrada podían conspirar en favor de David.
Poco después va a aclararse el papel de los sacerdotes. Un amigo de David, Cusai,
llegó a verle y a ofrecérsele. Llevaba las vestiduras rasgadas y la cabeza llena de polvo en
señal de su desolación. David le envía también a Jerusalén con instrucciones bien precisas:
deberá presentarse a Absalón, mostrarse su partidario, convencerle de que le será leal, y ya
en la intimidad del rebelde, contrarrestar las opiniones de Ajitofel con consejos que puedan
favorecer los planes de David. Además, le explica David, “tendrás contigo a los sacerdotes
Sadoc y Abiatar, y podrás comunicarles cuanto sepas de la casa del rey. Y como tendrán
consigo a sus dos hijos, Ajimas, hijo de Sadoc, y Jonatán, hijo de Abiatar, por ellos podréis
informarme de lo que sepáis” (II Sam., 15:32 al 37).
El viejo caudillo no pierde tiempo; monta bajo las barbas de sus perseguidores una
organización de espionaje y de confusión. Él seguirá alejándose de Jerusalén, pero irá
sabiendo cada día qué han de hacer sus adversarios, qué van a planear y cómo ejecutarán
esos planes. Cusaí, que se volvió en el acto a Jerusalén, entró en la ciudad a tiempo, tal
como lo quiso David. Absalón estaba llegando a la capital en ese momento, rodeado de
hombres, con Ajitofel a la cabeza de todos ellos. Cusaí salió a recibir al rebelde dando
vivas al nuevo rey, lo que asombró a Absalón y le llevó a preguntar por qué no se había
ido con David. Cusaí respondió, según le pidió David: “No, soy de aquél a quién Yavé
y todo su pueblo, todos los hombres de Israel, han elegido, y con ése quiero estar. Por lo
demás, ¿a quién voy a servir? ¿no es a un hijo suyo? Como serví a tu padre así te serviré
a ti” (II Sam., 16:15 al 19). Y en esa forma entraron en el séquito de Absalón, los ojos, los
oídos y la lengua de David.

792
JUAN BOSCH  |  DAVID, BIOGRAFÍA DE UN REY

Ya asentados en Jerusalén, los rebeldes tuvieron consejo para decidir cómo obrarían,
Ajitofel, hombre de mente clara y de voluntad dura, propuso ir él mismo al frente de doce
mil hombres para dar la batalla a David. Su plan, que de haberse aceptado estaba llamado a
liquidar a David y a los suyos en poco tiempo, era atacar cuando David y sus seguidores se
hallaran debilitados por las marchas, e ir directamente a la muerte del hijo de Isaí sin tomar
en cuenta a los demás. Proponía salir en el acto. “Heriré al rey solo, y haré que vengan a ti
todos sus partidarios, el pueblo todo, como viene la novia a su novio. Es el alma de un solo
hombre lo que tú buscas, y todo el pueblo quedará en paz”, dijo (II Sam., 17:1 al 3).
La opinión no podía ser más sensata y más adecuada a las circunstancias, porque en verdad,
muerto David no tardarían los que le seguían en rendirse a discreción. Más he aquí que Absalón
quiso oír a Cusaí, por cuya boca iba a hablar David. Cusaí dijo que el consejo de Ajitofel no era
bueno. Explicó: “Tú sabes bien que tu padre y sus gentes son valientes y exasperarlos sería como
si en el campo a una osa le arrebatan su cría, o como un jabalí enfurecido en el desierto. Tu padre
es hombre de guerra y seguramente no pasará la noche entre los suyos” (II Sam., 17:8,9).
Siguió explicando Cusaí que David debía hallarse escondido en alguna caverna, y que
tan pronto comenzaran a caer en la lucha partidarios de Absalón la gente diría que habían
sido derrotados por las fuerzas del padre, y entonces hasta los más arrojados entrarían en
miedo, porque todo Israel conocía la agresividad de David. Aconsejó que lo mejor sería
esperar a tener un ejército numeroso, “en muchedumbre como las arenas que están en la
orilla del mar”, y que el propio Absalón se pusiera a su frente para hacer la guerra. Y sin
duda a fin de que nadie sospechara que él estaba proponiendo demoras por debilidad o para
favorecer el rey fugitivo dijo que entonces “le atacaremos donde quiera que esté y daremos
sobre él como rocío que cae sobre la tierra, y no dejaremos ni uno de cuantos con él están. Y
si se acogiere a ciudad, todos los de Israel llevarán allá cuerdas, y la arrastraremos al arroyo,
hasta no quedar de ella piedra sobre piedra” (II Sam., 17:12,13).
Cusaí logró que se aceptara su opinión y no la de Ajitofel; a seguidas se puso en contacto con
Abiatar y Sadoc, les contó lo que había sucedido y les pidió que enviaran recado al rey. David,
pues, quedaría avisado, y en consecuencia debía alejarse cada vez más de Jerusalén y organizar
la defensa en terreno que le fuera favorable; Cusaí había logrado ganar tiempo para su señor.
Jonatán y Ajimas, los hijos de Abiatar y Sadoc, se fueron a cumplir su papel de informadores.
Una mujer salió de la ciudad para llevarles el mensaje, pues los dos jóvenes no habían entrado
con sus padres en Jerusalén para no hacerse sospechosos. Pero alguien los vio, ya después que
ellos sabían lo que debían decir a David. Enterado Absalón, ordenó que se les persiguiera. La
buena fortuna de David les amparaba. Con la gente de Absalón sobre sus huellas, los dos jóvenes
acertaron a esconderse en un pozo; una mujer de la casa donde se hallaba el pozo tapó éste con
un paño y cuando los perseguidores le preguntaron por los dos mozos ella le dijo que habían
pasado por allí, pero que ya iban lejos. Una vez desviados con ese engaño los buscadores, Jonatán
y Ajimas salieron y se encaminaron al sitio donde se hallaba David.
El destronado rey oyó cuanto tenía que oír y en consecuencia ordenó el paso del Jordán
hacia oriente; después tomó hacia el nordeste, en dirección de Gad; a la ciudad de Majanaim,
donde había estado el asiento del efímero reinado de Isbaal y donde establecería él su base
de operaciones para la lucha contra las fuerzas de Absalón. En Majanaim fue bien recibido;
se le buscó a su gente todo lo necesario para acampar con seguridad y comer bien; se les dio
ajuar de cocina y de dormir, trigo, cebada, grano tostado, harina, habas, lentejas, legumbres,
manteca, miel, ovejas, queso.

793
COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

Absalón, mientras tanto, levantaba un ejército para perseguir a su padre; al frente de esa
fuerza puso a un sobrino de David, Amasa, que no iba a sobrevivirle mucho tiempo. Marchó
Absalón con su gente hacia Galad, no sabemos si hacia Ramot de Galad, que se hallaba en
la tierra de Gad. Es de suponer que el hijo iba en busca del lugar donde se hallaba David,
esto es, Majanaim.
Los textos son bien claros al afirmar que en vuelta a Jerusalén, dominada ya la insurrec-
ción, David cruzó de nuevo el Jordán, esta vez hacia occidente, así como son claros cuando
dicen que en su huida entró en tierras de Gad, que se hallaban al oriente del Jordán, y que
su hijo Absalón acampó en Galad. Cualquiera de las dos ciudades de Galad, Ramot o Jabes,
se hallaba en territorio gadita. No debe confundirse, pues, el lector del texto sagrado porque
éste diga que la batalla se libró en los bosques de Efraím, como no debe confundirse pen-
sando que todo Israel iba sólo de Dan a Berseba. Hubo ammonitas que ayudaron a David,
como Sobi, hijo de aquel Nahas que sitió Jabes de Galad en los primeros días del reino de
Saúl y hermano del rey derrotado por Joab y sometido a vasallaje por David; Sobi era de
Rabat-Ammón, capital de Amnón, que estaba sobre la frontera oriental del territorio de Gad.
La batalla fue al este del Jordán, en la Transjordania, no en las tierras de la tribu de Efraím,
que se hallaban en la Cisjordania, esto es, al oeste del Jordán. Si antes de la batalla David
cruzó el Jordán hacia el oriente y después de la batalla lo cruzó hacia occidente para volver
a Jerusalén, no hay duda de que donde se combatió fue en la Transjordania.
David dividió las fuerzas que pudo levantar en tres grupos; uno lo puso al mando de
Joab, otro al de Abisai y otro al de hitita Itaí. A los tres les pidió, en forma conmovedora,
que preservaran la vida de Absalón. Desde las puertas de Majanaim, que eran dos y estaban
una junto a la otra, vio él desfilar a sus hombres y despidió a los jefes de millar y de centena
que él mismo había designado. Seguramente no quiso participar en la acción porque su
angustia debía ser grande.
La batalla se decidió pronto en favor de las huestes de David. Las tropas de Absalón
huyeron por los bosques a las primeras acometidas, “y fueron más los que devoró el bosque
que los que aquel día hirió la espada” (II Sam., 18:8). A pesar de esa afirmación, los textos
dicen que la matanza fue de veinte mil almas.
El destino del hermoso Absalón fue lamentable. Su cabellera, ese pelo que le hacía verse
lleno de majestad, causó su desgracia. Pues iba él en su mulo, que era la cabalgadura real,
cuando se halló con gente de su padre, y quizá tratando de esquivarla metió el mulo bajo una
encina de copioso ramaje; en ese ramaje se le enredó el pelo, huyó el mulo asustado y Absalón
quedó colgando “entre el cielo y la tierra”, según dice el texto bíblico, manera la más ridícula
de estar para un hijo del rey que se creía caudillo de su pueblo. Era como si la tierra de Israel
hubiera tenido alma y además un brazo gigantesco en forma de encina, y con ese brazo to-
mara por el pelo al ambicioso Absalón para suspenderlo sobre los campos, como diciéndole:
“¿Piensas tú, que no has hecho méritos, sino que has manchado tu vida con la sangre de tu
hermano, que vas a reinar sobre esos campos que durante cientos de años han visto a mi
pueblo luchar y se han mojado con su sudor y han dado sepulcros a sus muertos?”.
Uno de los hombres de David corrió hasta Joab para decirle que había visto a Absalón
colgando de una encina. “¿Y por qué no le echaste a tierra, y yo te hubiera regalado diez
siclos de plata y un talabarte?”, le preguntó Joab (II Sam., 18:11). A lo cual respondió el otro
que por nada lo habría hecho, puesto que él y todos sus compañeros oyeron a David pedir
que respetaran la vida de su hijo.

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JUAN BOSCH  |  DAVID, BIOGRAFÍA DE UN REY

Pero Joab pensaba en otra forma. El había hecho volver a Absalón desde Guesur; él
mismo había ido a buscarle; él solicitó de David el perdón para el hijo castigado. Más él le
daría muerte. Demasiado hecho a la guerra para no saber cuándo había peligro y cuándo
no lo había; demasiado leal a su tío el rey para no darse cuenta de que si Absalón seguía
viviendo un día daría muerte al padre, Joab, con más de treinta y cinco años al servicio de
David y probablemente con casi sesenta de edad por esos días, pensó sin duda que era mejor
liquidar de una vez por todas la amenaza. David y él envejecerían muy rápidamente para
poder encarar el porvenir con el peligroso Absalón vivo. Joab, pues, se dirigió a la encina, y
como quien dispara sobre una fiera sujeta, atravesó a Absalón con tres dardos; después sus
guardias bajaron del árbol el sangrante cuerpo, fruto de espanto, y ya en tierra procedieron
a rematarlo. La rebelión de Absalón había terminado. En un hoyo hecho a prisa en medio
del bosque tiraron al que tan hermoso fue y tanto ambicionó; luego cubrieron con piedras
sus despojos, y sonó la trompeta llamando a los guerreros.
Quiso Ajimas, el hijo de Sadoc, ser quien le diera a David la noticia de la victoria, pero
Joab, que recordaba lo que le había ocurrido al mensajero que le hizo saber la muerte de
Saúl, no le permitió ser el portador de nueva tan dolorosa. A pesar de eso Ajimas salió tras
el hombre designado por Joab para la misión. David esperaba fuera de las murallas de Ma-
janaim, sentado entre las puertas. El centinela que se hallaba encima le gritó que un hombre
sólo corría hacia ellos; David, que conocía la manera de comportarse de la gente, dijo que
sin duda llevaba buenas noticias. Si un hombre corre es para anunciar victoria; la derrota se
anuncia por sí misma, y no es uno quien la difunde, sino muchos fugitivos.
Aunque llegó primero, Ajimas no se atrevió a decir la verdad al rey; se atuvo a comunicarle
que su causa estaba triunfante. El otro, cuando David le preguntó ansiosamente por Absalón,
respondió con estas palabras: “Que lo que es de ese mozo sea de los enemigos de mi señor, el
rey, y todos cuantos para mal se alcen contra ti” (II Sam., 18:32). Entonces se oyó a aquel amo
de pueblos, vencedor en todas las guerras, gritar como una madre herida por el dolor, como
alguien a quien están quemándole los huesos: “¡Absalón, hijo mío! ¡Hijo mío! ¡Hijo mío, Ab-
salón! ¡Quién me dijera que fuera yo el muerto en vez de ti! ¡Absalón, hijo mío, hijo mío!”.
Había subido a las habitaciones que había sobre la puerta de la ciudad y desde allí llegaba
su voz desgarradora a los oídos de los vencedores que volvían a Majanaim. Ante el dolor del
rey cesaban los gritos de victoria de los que retornaban “y la gente entró en la ciudad callada-
mente, como entra avergonzado el ejército que huye de la batalla” (II Sam., 19:1 al 5).
Ahora, cuando el triunfo le devuelve su reino y él se lamenta a gritos en las estancias
que se hallan sobre las puertas de Majanaim, ha llegado el momento de preguntarse si tuvo
David responsabilidad en la rebelión. Llamándole la atención sobre su conducta, Joab le
dirá: “Has llenado de confusión a todos tus siervos, que han salvado tu vida y la vida de tus
hijos y tus hijas, las de tus mujeres y concubinas. Amas a los que te aborrecen y aborreces a
los que te aman” (II Sam., 19:6, 7).
¿Era como afirmaba Joab?: El odio de Ajitofel, los insultos de Semeí, la propia dureza de
Absalón; el desorden de la vida familiar que hizo posible la violación de Tamar por parte
de Amnón y el asesinato de éste a manos de Absalón, ¿son productos de la debilidad, de la
sensualidad, tal vez en que se debate el jefe de la casa? El que ama a quien debe aborrecer
y aborrece a quien debe amar está perdido en el mundo de los sentimientos; no sabe situar
a los demás en los lugares que deben ocupar; aunque lo sepa no puede hacerlo, y acaba
creando tal confusión entre los suyos que pierde la autoridad y el que le debe respeto y amor

795
COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

acaba por odiarle. Absalón debió amar a David, y le odió; Ajitofel debió respetarle, y pedía
su vida; Amnón no tenía por qué insultar sus canas, y le violó a una hija.
Pero hay algo más: Absalón no estuvo solo en su rebelión. Miles de hombres le siguieron
y ciertos pasajes de los textos sagrados indican muy a las claras que después de la muerte de
Absalón grandes partes del pueblo se quedaron alejados de David, sin ir a reconocerle como
rey. David tuvo que acudir a su vieja habilidad política, a su capacidad de maniobra y su don
especial de mover a los hombres, con lo que pudo ganarse de nuevo cierto grado de buena
voluntad en sectores influyentes. Trató de neutralizar a Amasa, prometiéndole, a través de
Abiatar y de Sadoc, la jefatura del ejército, indicación de que desde el primer momento no le
perdonó a Joab la muerte de Absalón, envió recados a Judá para que los hombres importantes
de su tierra natal llegaran a la Transjordania a pedirle que retornara a Jerusalén, pues no se
sentía apoyado por los de Benjamín, Efraím y otros lugares. La rebelión de Absalón estaba
terminada, pero no así la conmoción política que había desatado.
¿Qué había sucedido en Israel para que las cosas tomaran ese aspecto? ¿Había vuelto
David a dejarse caer por aquella pendiente moral en que le detuvo Natán, y no hay, constancia
de ello en los textos? ¿Descuidó el gobierno de su pueblo como descuidó al de su casa? Las
victorias alcanzadas en los cuatro puntos cardinales, ¿corrompieron su ánimo al extremo
de que se entregó a la sensualidad con olvido de sus deberes de gobernante? ¿Tenía razón
Absalón cuando se iba a la puerta de Jerusalén a insinuar que ya el rey no hacía justicia a
Israel? El hecho de que huyera de Jerusalén cuando supo que su hijo se había rebelado, ¿no
es señal de que los pobladores de su ciudad no le merecían confianza?
Mediante ofertas, enviando mensajes personales, moviendo intereses regionales o de
otra índole, David consiguió que la gente principal de Judá reclamara su vuelta a Jerusalén.
Pero mucha del norte se opuso en forma abierta o encubierta. Al fin, el disgusto empezó a
concretarse en celos regionales, en sentimiento de animadversión de los hombres del norte
por los del sur, y disputando acerca de la participación de unos y de otros en los preparati-
vos para la vuelta del rey a Jerusalén, los ánimos se caldearon y dieron paso a lo que era un
sentimiento de carácter político: el repudio a David. Fue ahí donde surgió el rebelde Seba,
benjaminita, es decir, del norte. “No tenemos parte con David, ni heredad con el hijo de Isaí.
¡Israel, a tus tiendas! ¡Cada uno a su casa!”, ordenó Seba. Y se fueron con David todos los
hombres de Israel, siguiendo a Seba, hijo de Bicri, pero los de Judá se adhirieron a su rey,
desde el Jordán hasta Jerusalén” (II Sam., 20:1, 2).
Así, pues, en el último momento la rebelión resucitaba, y lo que es peor, daba vida a
la antigua división del pueblo en Judá e Israel, que parecía muerta. Era como si Saúl se le-
vantara de la tumba. Igual que en los tiempos de su ungimiento de rey de Judá en Hebrón,
David debía comenzar otra vez tomando fuerzas en el seno de los suyos antes de lanzarse
a dominar el corazón de las doce tribus.
Habiendo entrado en Jerusalén con preocupación por el estado de cosas que tenía ante sí,
David llamó a Amasa, que fue el jefe de las tropas de Absalón. Había pactado con él una vez
muerto Absalón; ese pacto era parte de las negociaciones llevadas a cabo para que el rey fuera
llamado, de nuevo a Jerusalén. Pero Amasa seguía siendo rebelde, y David lo sabía. David
pretendió tal vez comprometerle a ayudarle y le ordenó que convocara a los principales de
Judá para una reunión que debía tener lugar tres días después. Amasa salió hacia Judá, mas
lo que hizo fue ir a reunirse con Seba, ya francamente sublevado. Amasa no pudo lograr su
propósito porque Joab le halló en el camino y le abrió el vientre con su espada.

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JUAN BOSCH  |  DAVID, BIOGRAFÍA DE UN REY

Joab estaba endurecido por las guerras; había hollado con sus pies de vencedor todo el
territorio de Israel; conocía las fronteras del reino porque él mismo había hecho gran parte
de ellas ganando batallas para David. El Israel del reino de David era también obra suya, y
quien lo pusiera en peligro debía morir. Dejó a Amasa herido mortalmente y puso uno de
sus hombres a cuidarle y a avisar a los que le seguían por donde debían ir. El y su hermano
Abisai iban en busca de Seba. Los soldados de Joab se detenían para ver el cuerpo ensan-
grentado de Amasa; el hombre que lo cuidaba decidió echarlo a un lado del camino para
que no distrajera al ejército.
Joab y Abisai mantuvieron la persecución de Seba, que marchaba hacia el norte y que se
encerró al fin tras las murallas de Abel-Bet-Maaca. Es de suponer que a medida que Seba se
internaba hacia el norte su gente iba abandonándole, pues del final que tuvo se colige que entró
en Abel-Bet-Maaca o solo o muy escasamente acompañado. La noticia de la muerte de Amasa
había sin duda corrido por todo Israel, y muy poco tenían que esperar los seguidores de Seba de
hombre tan duro como Joab, cuya espada no se detenía ni ante los de su propia sangre.
Joab puso sitio a Abel-Bet-Maaca y se preparó a demoler las murallas. Una mujer de la
ciudad habló con él para preguntarle qué quería, y como él le respondiera que a Seba, ella
fue a hablar con el pueblo y le convenció de que para salvar la ciudad debían entregar al
fugitivo. Por encima de los muros, poco después, le lanzaron a Joab la cabeza del rebelde.
Israel había sido pacificado, pero a un costo demasiado alto para el alma de David.
Miles de hombres huían por los bosques, miles habían caído al filo de la espada. El cuerpo
de Absalón, el hijo bien amado, yacía en un hoyo cubierto de piedras; Amasa quedó en la
orilla de un camino, con las entrañas al aire.
Israel fue herido con la misma arma que había herido a David. El dolor haría envejecer
rápidamente al rey. Y en sus últimos días veía las nubes de la discordia cubriendo esa estrella
suya que había resplandecido durante años.

Capítulo XX
Los últimos años de David ben Isaí deben haber sido amargos. Esta es sólo una conjetura
porque a partir de la muerte de Absalón no tendremos datos regulares sobre su vida hasta
llegar al momento en que se ve forzado a designar un heredero. El hecho de que estando vivo
la intriga florezca y se multiplique bajo su propio techo al extremo de que para hacerle frente se
vea obligado a anticipar el traspaso del trono abdicando en favor de su hijo Salomón, sugiere
que el rey fue tornándose cada vez más incapaz de dominar las fuerzas que se le oponían y
los de su círculo íntimo se volvían cada vez más impacientes por asegurar sus posiciones.
¿Fue esa progresiva debilidad resultado inmediato de la muerte de Absalón? Parece que
sí. Los últimos consejos de David a su heredero Salomón están relacionados con el episodio
en que perdió la vida el hermoso hijo de Maaca, y esto indica que el viejo caudillo vivió
parte de sus postreros años abismado en el recuerdo de Absalón, en el de su rebeldía y su
muerte. Su conciencia trabajaba por él, y no debe ser arriesgado creer que esa conciencia lo
acusaba mucho, puesto que la necesidad de liquidar a algunos de los que tuvieron relación
con el trágico final de Absalón o con el episodio de su rebelión no era en el fondo más que
la necesidad de borrar él mismo de su alma las culpas que se atribuía.
Es muy difícil tratar de seguir el hilo de la vida de un poeta a través de sus versos, por-
que el poeta es un ser misterioso que a menudo se adelanta a los acontecimientos y otras

797
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veces los ve pasar sin que le conmuevan en el momento para usar después en un poema el
residuo de emoción que dejaron en él. Pero los frecuentes salmos de arrepentimiento, de
temor y de angustia de David, ¿no serán de última época?
Con frecuencia hallamos en muchos de esos salmos una sensación de debilidad ante lo que
rodea al autor, una especie de miedo a algo que él llama “mis enemigos”, pero que parece estar
en la atmósfera más que en persona alguna; es una manera de cantar que se encuentra muy
distante de los días en que pregonaba su victoria sobre los hombres. Cuando David escribió
el cántico que nosotros hacemos figurar al final del capítulo relativo a la toma de Jerusalén –y
que según Samuel y el Libro de los Salmos fue compuesto “después que le hubo librado Dios
de las manos de todos sus enemigos y de la mano de Saúl”– el joven rey era un triunfador que
veía sobre su cabeza el brillo de su propia estrella. Ese no es el David que dice:

“Te invoco porque sé, ¡oh Dios!, que tú me oyes,


inclina tus oídos hacia mí y oye mis palabras.
Ostenta tu magnífica piedad,
tú que salvas del enemigo a los que a ti se acogen.
Guárdame como a la niña de tus ojos,
escóndeme bajo la sombra de tus alas,
ante los malos que pretenden oprimirme,
ante mis enemigos que furiosos me rodean”.
(Salmos: 17 V. 16).

Ni es aquel el David que clama:


“No me castigues, Yavé, en tu furor,
no me corrijas en tu ira,
que tus saetas han penetrado en mí
y pesa gravemente sobre mí tu mano.
Nada hay sano en mi carne a causa de tu ira;
nada íntegro en mis huesos a causa de mi pecado.
Pasan por encima de mi cabeza mis iniquidades,
pesan sobre mí como pesada carga.
Hedionda podre supuran mis llagas
a causa de mi locura.
Voy encorvado y en gran manera humillado,
todo el día en luto;
porque están mis huesos abrasados
y no hay en mi carne parte sana”.
(Salmos: 38 V. 37).

A falta de referencias que nos permitan seguir, siquiera a saltos, la vida del rey en los
años que van de la muerte de Absalón a su abdicación en favor del hijo de Betsabé, tenemos
que someternos a lo que es, en otras vidas, el proceso habitual de evolución. A medida que
la muerte se avecina va creciendo la preocupación por el más allá, y puesto que en la vida
de David sabemos que al final la mayor parte de su atención está puesta en levantar un
templo en que se glorifique a Yavé, es lógico que atribuyamos a esos tiempos de angustia

798
JUAN BOSCH  |  DAVID, BIOGRAFÍA DE UN REY

el creciente sentimiento religioso del viejo caudillo. Amargado por el recuerdo de Absalón,
y creyendo sin duda que en su sangriento fin tuvo él culpa por lo que considera a menudo,
según se lee en sus salmos, sus muchos pecados, el rey se refugia cada vez más en Yavé; cada
vez más busca su amparo, se acoge a su protección y a su bondad. Debe ser de entonces la
mayor parte de esa poesía en que hace frecuentes manifestaciones de humildad ante Yavé,
como por ejemplo en el Salmo 69 (V. 68), del cual extraemos esta parte:
“Húndome en profundo cieno, donde no puedo hacer pie;
me sumerjo en el abismo y me ahogo en la hondura.
Cansado estoy de clamar. Ha enronquecido mi garganta
y desfallecen mis ojos en la espera de mi Dios.
Son más que los cabellos de mi cabeza
los que sin causa me aborrecen;
Se han hecho más fuertes que mis huesos
los que quieren destruirme sin razón.
Y tengo que pagar lo que nunca tomé”.

Y este otro, en el que claramente menciona su ancianidad (Salmos: 71 V. 70):


“Desde que comencé a existir fuiste mi apoyo.
Tú me sacaste de la entraña de mi madre;
yo siempre te alabaré.
He sido para muchos un asombro,
porque tú siempre fuiste mi seguro asilo.
Llénese mi boca de tus alabanzas,
de tu gloria continuamente.
No me rechaces al tiempo de la vejez;
cuando ya me faltan las fuerzas, no me abandones”.

¿No es en verdad patético ver a ese anciano que señorea pueblos pedir con sinceridad
a Dios que no lo rechace? Durante algún tiempo David debe haber sufrido grandes des-
alientos, haber caído en cansancio de ánimo. No se sentía seguro y acudía a cualquier tipo
de fuerza política en que apoyar su trono. Semeí, el que le ultrajó en el camino de Jericó,
pasó a ser uno de sus consejeros. La impresión que nos produce el David de esos días, de
los cuales hay apenas datos, pero que se nos presentan, en el fondo del propio silencio que
los cubre, como una época de fatiga moral, es que el rey temía a Yavé y temía también a los
hombres que le rodeaban más de cerca. Tal vez estuvo enfermo. En el Salmo 41 (V. 40) dice
que sus enemigos preguntaban: “¿Cuándo se morirá ése y será borrado su nombre?”, y en
una posible alusión a Ajitofel, en el mismo salmo, asegura que

“Aún el que tenía paz conmigo,


aquel a quien yo me confiaba y comía de mi pan,
alzó contra mí su calcañal”.
Refiere también en ese salmo que los que llegaban a verle en su lecho de enfermo decían:

“Un mal terrible se ha apoderado de él;


se acostó para no levantarse ya más”.

799
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Pero un hombre como David no tenía una sola faceta. Había llegado al mundo con el don
del creador, con la inteligencia lúcida y dinámica del que ve la vida en conjunto, tal como
es. De manera que resultaba difícil que viviera con una sola de sus muchas personalidades.
En el caso del dolor, del desaliento como de la alegría, un estado de ánimo cualquiera podía
llegar a tocar en él fibras inesperadas, que lo llevaban a actuar en otro campo y lo llevaban,
sobre todo, a concretar sus sentimientos y sus ideas en poemas o en hechos.
Debe haber sido en los días en que buscaba la protección de Yavé cuando comenzó a
planear el templo cuya construcción confiaría a su hijo Salomón; debe haber sido también
entonces cuando empezó a dedicar parte de sus bienes a ese templo que por entonces sólo
se erigía en sus sueños y que, según dijo más tarde, él no podría edificar porque había
pecado derramando sangre. Es probable que sea asimismo de esa época su preocupación
por organizar el servicio del culto. En la privilegiada naturaleza mental del hijo de Isaí los
propósitos debían relacionarse y ordenarse en forma casi insensible, y resulta lógico, dentro
de esa naturaleza mental, que si pensaba en la construcción del templo procediera antes a
la organización del culto. Por su orden se hizo un censo de los levitas que tenían más de
treinta años y una vez conocido el número de los que había, fueron destinados a varias
funciones, seis mil de ellos a jueces y cuatro mil a alabar a Yavé “con los instrumentos que
yo he hecho para ello” (I Paralip., 23:5).
¿Cuáles eran esos instrumentos “para alabar a Yavé” que había hecho el rey? ¿Las arpas,
los salterios y los címbalos de que se habla en Paralipómenos (25:17)? Todo indica que sí. Y
en ese caso hay que admirar una vez más la sabiduría política de David, que en medio de
su desánimo atiende a todos los detalles, levanta su cabeza de rey para observar el país y
dispone que los hombres trabajen en algo, conocedor como era de que cuando los pueblos
están dedicados a una tarea resultan más fáciles de gobernar.
De esa época debe ser también el censo al cual nos hemos referido en un capítulo anterior.
Hay una relación evidente entre el uso del ejército en las labores de ordenación del culto, el
censo de los levitas y el del pueblo, que, como se recordará, hizo el ejército bajo la jefatura
de Joab. Habiendo paz resulta peligroso dejar inactivos a los hombres de armas, sobre todo
si algunos de ellos tienen derechos adquiridos para opinar y para intrigar, y entre los sol-
dados de David abundaban los que habían ayudado en gran medida a afirmar su reino, a
extenderlo, a darle ese poderío que hacía de Israel y de su monarca una roca estable en el
mar de las naciones. Había paz en los últimos años de David, excepto en el corazón del rey,
y David, angustiado como se hallaba, y sin duda acometido con frecuencia por sospechas
a causa del movimiento de las intrigas consustancial con la existencia misma del poder,
enviaba a sus soldados a trabajar.
Si el censo de población que se menciona en II Samuel (2:4) y en Paralipómenos (2:1) es
de esta época –y no hallamos razón alguna para que no lo sea–, la peste que siguió a la enu-
meración de Israel debe haber impresionado mucho a David, que se hallaba sensibilizado
por sus sufrimientos y creía que Yavé pretendía castigarlo. La escena de David llegándose
en persona a la era del jebuseo Areuna es una estampa notablemente viva de este rey que
actuaba en hechos o en poemas cuando un sentimiento lo hería. Creyéndose perseguido
de Yavé por haber ordenado el censo, se fue a buscar él mismo el sitio donde levantarle un
altar y hacerle un sacrificio.
En el Libro Segundo de Samuel (24:20 al 25) se cuenta que “Areuna, al mirar, vio al rey y
a sus servidores que se dirigían hacia él; y, saliendo, se prosternó delante del rey, rostro a

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JUAN BOSCH  |  DAVID, BIOGRAFÍA DE UN REY

tierra, diciendo: “¿Cómo mi señor, el rey, viene a su siervo?”, David respondió: “Vengo a
comprarte esta era y a alzar en ella un altar a Yavé, para que se retire la plaga de sobre su
pueblo”. Areuna dijo a David: “Tómela mi señor y ofrezca cuantos sacrificios le plazcan.
Ahí están los bueyes para el holocausto; los trillos y los yugos darán la leña: todo eso, ¡oh
rey!, se lo regala Areuna al rey. Que Yavé, tu Dios, te sea favorable”. Pero el rey respondió a
Areuna: “No, quiero comprártelo por precio de plata; no voy a ofrecer yo a Yavé, mi Dios,
holocaustos que no me cuesten nada”. Y compró David la era y los bueyes en cincuenta siclos
de plata; alzó allí el altar a Yavé y ofreció holocaustos y sacrificios pacíficos”.
Según explicamos en el capítulo XVII de este libro, en el lugar donde se levantó ese
altar, es decir, en la antigua propiedad del jebuseo Areuna, fue erigido el templo en los días
de Salomón.
A pesar de sus angustias, David actuaba. Sentía que sus días se acortaban y debía darse
cuenta de que aunque esa vida había sido intensa, llena de horas triunfales, el hecho de que
estuviera tan íntimamente ligada a la perdurabilidad de un poder político la hacía mezquina
y le daba cierto aspecto de ser más pasajera que otra alguna. Desde el punto de vista de lo
que la gente considera buena fortuna o buen éxito, esto es, si se medía su existencia por el
poder sobre los demás que dan el oro o la preeminencia política, David ben Isaí llegaba a la
vejez como un dominador. Pero desde su propio punto de vista, que era el de un profundo
conocedor del corazón humano y de la manera en que se comportan los pueblos, el rey de
Israel debía acercarse al final de sus días cargado de preocupaciones.
En Israel había habido sublevaciones contra él, una de ellas encabezada por su propio
hijo y aconsejada por hombres que habían sido de su más estrecho círculo. En Israel era no
sólo la tierra del pueblo elegido, sino además un reino que se había extendido a lanzazos
y que ejercía dominio sobre otros pueblos. Ya no podía hablarse de Israel diciendo “desde
Dan a Berseba” como se oyó siempre; pues el poder de su rey iba mucho más lejos, desde
las montañas de Siria hasta los desiertos del Sur, desde las aguas del Mediterráneo hasta
más allá de las montañas transjordanas.
¿Qué iba a ocurrir el día que esos pueblos sometidos comenzaran a rebelarse? ¿Adónde
iría la autoridad de Israel sobre sus conquistas si en el propio Israel empezaba la división y se
producía la guerra entre hermanos; si se volvía a los tiempos del encono, los de la persecución
de Saúl contra otros hijos de Israel o los de la guerra civil entre el norte y el sur?
David envejecía; se daba cuenta de que sus fuerzas decaían y de que a su cuerpo no le
alimentaban ya los calores de otros años. Tenía treinta años cuando fue ungido rey de Judá
y gobernó en total cuarenta, de manera que al entregar el poder a Salomón había vivido
setenta años. A esa edad debió morir Saúl en la batalla de Gélboe; Samuel debió andar por
los ochenta, y tal vez más, cuando, según el decir bíblico, fue a reunirse con sus mayores. Elí
tenía noventa y ocho años al desnucarse. Las enfermedades, la profundidad con que sufrió
algunos golpes familiares y sin duda el hecho de que nunca se distinguió por su fortaleza
física, fueron causas que le impidieron a David sobrepasar la edad de Saúl.
Pero aún gastado por los años, David era sensual, y como sus servidores lo sabían le
aconsejaron que durmiera con una doncella para que ésta le transmitiera su calor, el aliento de
la juventud. Es un detalle muy expresivo de la vitalidad espiritual de David, el que siempre
fue poeta, esa necesidad de tener a su lado a una joven bella, escogida por su belleza entre
todas las hijas de Israel, cuando ya el espectáculo de su hermosura sólo podía servirle para
refrescar su alma. La joven se llamaba Abisag, y aunque no fue de hecho concubina de David,

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

así sería considerada y por haberla pedido para él algún tiempo después de la muerte de su
padre, fue ordenado el asesinato de Adonías.
Todo el calor de la juventud de Abisag, ni de mil como ella, era capaz de detener la
marcha de la vida que se dirige ciegamente hacia la muerte. Para nadie debe ser la etapa
final tan amarga como para el gobernante que ama el poder o para el rico que atribuye sólo
al oro la fuerza que mueve al mundo. Pues aquel que ha vivido creando para los demás –el
músico, el poeta, el pintor, el filósofo– no tiene que sufrir por el destino de su creación. Su
obra fue hecha, salió a la vida y ya no depende de él.
Pero el político y el rico no están en ese caso. Porque el poder es una fuerza expansiva,
que tiende a desintegrarse, y sólo quien la ha creado puede mantenerla dentro de
los límites adecuados. La fortuna se parece al poder en que todo conspira contra su
estabilidad. La mano que sujeta el poder, como la mano que suma monedas, no puede
esperar que ha de sucederle otra mano igual, que como ella contenga sopesándolo, el
bien acumulado. El hijo de un rey como el hijo de un rico, puede dilapidar el poder
que ha heredado. La belleza y la ciencia rinden menos provecho visible, pero tienen el
privilegio de su perdurabilidad.
Esa debía ser, en sus últimos años, la preocupación de David. Tenía varios hijos, ¿pero a
cuál de ellos designar heredero? ¿Quién, entre todos, mantendría el reino como él lo forjó?
De sus hijos, ¿cuál aumentaría sus tierras y las riquezas de Israel? ¿Cuál sabría tratar a las
criaturas de Yavé como él lo había hecho?
No hay testimonios de esa angustia de David, pero los hechos hablan por los hombres;
a menudo no sólo los hechos que se ven, sino los que debiendo haberse cumplido no le han
sido. David debía padecer angustia porque no actuaba, y porque no actuaba podemos ver
cómo van formándose partidos en la corte, uno que rodeaba a éste de los hijos, otro aquél.
Las madres ambiciosas intrigaban, los cortesanos intrigaban.
Ya no había un Samuel que dijera: “A ése me ha ordenado Yavé ungir por rey de su
heredad”. Mucho había cambiado Israel desde aquel día, casi setenta años atrás, en que
Samuel reunió a las tribus y dijo que el rey escogido por Yavé debía estar escondido en
medio de los bagajes. La sociedad pastoril iba evolucionando y en los días de Salomón
se transformaría en una colectividad traficante y mercantil, que llevaba las riquezas de
un pueblo productor a uno consumidor. La monarquía se había consolidado en esos
setenta años. David no era, como Saúl, un monarca a caballo, que iba de un campamento
a otro, sino que tenía palacio real, guardia real, cronista real, escriba real, tesoro real,
cobrador de tributos reales. Había guarniciones fijas en las fronteras; pueblos de lenguas
diversas rendían obediencia a Israel y a su caudillo. El Estado estaba forjado y Jerusalén
era su centro.
Ahora bien, si Jerusalén era el centro del Estado, el palacio era el corazón de Jerusalén,
y en ese corazón seguía rigiendo la voluntad de David; no por las fuerzas que pudiera tener
el anciano rey, que ya debían ser escasas, ni por la autoridad que ejercía entre sus familiares,
que nunca fue la necesaria, sino porque la misma intrincada red de intereses que mantenía
unidos a Israel y a los pueblos tributarios, esa red que fue su obra de político, hacía de él el
punto vital del reino. No sería Yavé, pues, quien por boca de un sacerdote escogería al rey,
sino David. A él le tocaba señalar a su sucesor.
En cierto sentido, David ben Isaí había pasado a ser el sustituto de Yavé en el gobierno
de Israel.

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JUAN BOSCH  |  DAVID, BIOGRAFÍA DE UN REY

Capítulo XXI
Los tres primeros hijos de David habían muerto: Amnón a manos de Absalón, Dodiya de
algún mal que se ignora y seguramente en su infancia; Absalón a manos de Joab. Por muerte
de los que le precedían, la primogenitura, y por tanto la herencia del reino, había venido a caer
en Adonías, cuatro en el orden de los nacimientos, hijo de Aguit y nacido también en Hebrón.
Al acercarse la hora de la abdicación de David, Adonías no debía tener menos de treinta y cinco
años. Se dice de él que era de bella presencia y los contados hechos de su vida que conocemos
lo presentan como un hombre que tenía más deseo que inteligencia. Es común ese tipo de
personas con más voluntad de tener bienes que capacidad para conseguirlos.
Pero Adonías era de hecho el primogénito, y como David no parecía decidido a escoger
sucesor, muchos de sus servidores debieron pensar que el rey iba a seguir el proceso normal
en las monarquías: dejaría el poder a su hijo mayor. Tal vez eso explique que al formarse el
partido de Adonías estuviera encabezado por Joab y por Abiatar, esto es, el hombre de la
espada y el hombre del altar.
Por razones que no se dan en los textos sagrados, pero que se hallan en situaciones
parecidas en otros países y en otras épocas, miembros connotados de la corte de David se
oponían a que Adonías fuera rey. Entre los opuestos se hallaban Banayas, jefe de la guardia
de David, y Sadoc, el segundo de Abiatar en la jefatura del culto, lo cual quiere decir que
Adonías era rechazado también por la espada y por el altar. Natán, el profeta ante quien David
reconoció humildemente que había pecado en el caso de la muerte de Urías, se mantenía en
la corte como mentor del joven Salomón. Natán, desde luego, no era partidario de Adonías
sino de Salomón, pues había también un partido de Salomón.
David había prometido a Betsabé que quien heredaría el trono sería Salomón. Tal vez ése
era en verdad su propósito y acaso esperaba que Salomón tuviera más edad para ponerlo
en posesión del título de rey. Pero como la ancianidad le restaba fuerzas quizá no se habría
decidido a hacerlo en la forma sorpresiva en que lo hizo si la conducta de Adonías no hubiera
puesto una carta de triunfo en las manos de Natán y de Betsabé.
No hay duda de que David amó a Betsabé. Ella debió ser una mujer singular, dotada de
muchos atractivos y con la necesaria dosis de dureza de alma para imponer sus ambiciones.
No hay constancia de que protestara por el asesinato de Urías, cuyos pormenores debió
conocer. Se afirma que era bella, lo cual era muy importante para David, al fin y al cabo
poeta, que se dejaba sugestionar por la hermosura. Debió ser joven cuando David la conoció,
pues aunque ya era mujer casada Urías pudo haberla desposado muy temprano, según era
costumbre en Israel. Se ignora de qué parte de Israel era y quiénes fueron sus padres. Sus
títulos para figurar en la historia son tres: que David cometió un crimen por ella, que la amó
y que fue la madre de Salomón. Pero alguna condición excepcional debió tener para que
David cometiera ese crimen a fin de tenerla a su lado; alguna capacidad superior le permitió
organizar el partido de su hijo en la corte del anciano rey y lograr, a la postre, sus propósitos.
El encanto de esa mujer y la manera como se desenvolvía se advierten en un hecho: que se
ganara la amistad de Natán, el ladino y enérgico “profeta de Yavé”, que no fue a la casa real
inclinado en su favor, sino probablemente todo lo contrario, y que acabó siendo a su lado uno
de los factores decisivos en la elección de Salomón como heredero del trono. La influencia
de una mujer como Betsabé tuvo que pesar mucho en el ánimo de David.
Por otra parte, Salomón gozaba fama de ser astuto; su sabiduría se hizo proverbial en Israel,
si bien casi seguro con bastante exageración. Como gobernante hizo más uso de la fuerza que de

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

la inteligencia y resultó más ostentoso que discreto. Pero su habilidad para juzgar fue evidente
y debió haberse manifestado en él desde su juventud, tal vez desde su infancia, y quizá debido
a ello David considera que era inteligente. No es improbable que entre los hijos con edad para
heredarle Salomón fuera el que demostrara más capacidad de rey.
En la selección de Salomón debieron entrar en juego muchos factores, unos positivos, otros
negativos. Figurarían en la lista de los primeros la personalidad de Salomón, la influencia de
Betsabé y el consejo de Natán sobre David; en la de los segundos, la personalidad de Adonías y la
presencia de Joab en su partido. David no perdonó a Joab la muerte de Absalón, y como al volver
a ocupar el trono carecía de fuerzas políticas para enfrentarse a su sobrino, y de la presencia de
alguien con quien sustituirle, debió comenzar a trabajar su ánimo esa especie de resentimiento
que socava el corazón del hombre que debe callar lo que siente, porque no puede actuar según
sus deseos, y quizá en su decisión de que Adonías no reinara tuvo parte importante la esperanza
de que Joab no siguiera teniendo el favor del monarca de Israel. Vio cumplida su esperanza, y
más tarde, cuando ya a él de nada le servía, sería ejecutada su venganza.
Ese cúmulo de factores llevó a David a decir, quizá en la intimidad y sólo a Betsabé y
Natán, que Salomón sería su sucesor. Sobre la promesa de David se formó el partido de
Salomón, en el cual entraron Banayas, jefe de la guardia, y Sadoc, el segundo de Abiatar
o el que quizá compartía con Abiatar la preeminencia religiosa. Puede ser que Betsabé los
ganara para la causa de su hijo, puede ser que los convenciera Natán, puede ser que los dos
ambicionaran pasar de segundones a primeras figuras. ¿No eran Joab y Abiatar partidarios
de Adonías; no debían ser Banayas y Sadoc sus sucesores en los cargos si el rey era Salomón?
¿No es lo usual que el hombre quiera el cargo superior al que desempeña, y no era lógico
que de ser rey Adonías, Joab quedaría confirmado como jefe de los ejércitos y Abiatar como
jefe del sacerdocio?
Como Absalón en otros días, Adonías comenzó a hacerse preceder de hombres a caballo
y a usar carro. David nunca le llamó la atención por esas demostraciones de poder que hacía
el hijo, lo cual tal vez aumentó la seguridad del pretendiente. Se le oía decir que él reinaría
en Israel, y es claro que debía decirlo para que esa propaganda hiciera aumentar el número
de sus partidarios.
Pero ¿en qué núcleo de Israel? ¿En el pueblo? No. El pueblo no contaba entonces como
elector. Absalón hizo propaganda entre la gente que se acercaba a Jerusalén porque aspiraba
a derrocar al padre por la fuerza, no a heredarle, y como iba a necesitar soldados que
combatieran por su causa, buscaba adeptos. Por otra parte hemos señalado que la rebelión
de Absalón debió tener ciertos orígenes no simplemente palaciegos, no sólo limitados a la
voluntad de ser rey que impulsaba al hijo de Maaca. Es muy difícil, y sería más apropiado
decir que imposible, señalar esos crímenes, porque no quedaron rastros de ellos en los textos
bíblicos. Pero el número de hombres –y su calidad, a juzgar por el caso de Ajitofel– que siguió
a Absalón y el renuevo de la rebelión acaudillado por Seba, indican que había un fondo
apropiado para tratar de derrocar a David; un malestar, una agitación, algo que inquietaba
a Israel y que ahora no podemos saber qué era. Tal vez había llegado la hora de que el país
diera un paso adelante y comenzara a ser una sociedad mercantil y traficante, como lo fue
en tiempos de Salomón; tal vez la conducta de David precipitó el disgusto que se hallaba en
la atmósfera. Recordamos que aún vencedor, David no quería retornar a Jerusalén porque
quería sentirse con mayor respaldo político, y recordemos que para obtener ese apoyo movió
sus piezas y ofreció dones a los que le ayudaran.

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JUAN BOSCH  |  DAVID, BIOGRAFÍA DE UN REY

Ahora, antes de seguir hablando de Adonías y de sus propósitos de heredar al rey


viene al caso mencionar a Semeí, aquel benjaminita que apedreó a David cuando éste huía
de Absalón hacia la Transjordania. A la hora del retorno de David, Semeí se presentó en el
paso del Jordán acompañado de mil hombres y se prosternó ante el rey pidiéndole perdón.
En ese momento como en el de los insultos y las pedradas, Abisai, el sobrino del rey, quiso
darle muerte, pero otra vez se lo impidió David. Estando éste necesitado de partidarios le
llegaba muy oportunamente esa fuerza de mil hombres. Semeí, pues entró con David en
Jerusalén y poco después figuraba entre los miembros del círculo más estrecho del rey. En
su caso se confirmaban las palabras de Joab; “Amas a los que te aborrecen y aborreces a los
que te aman”. Semeí tomó partido por Salomón. Pero como se verá a su tiempo, eso no lo
libró del odio de David ben Isaí, que le había jurado en el paso del Jordán que no le sucedería
nada por su mano y lo sentaba a su mesa y pedía su parecer como consejero.
Adonías, pues, trataba de ganar gente para su causa, mas no en el pueblo, porque el pueblo
no contaba entonces para esos fines, sino en el palacio real era allí, en las cámaras del rey, donde
se resolvería el problema de la sucesión. Desde los días de la sublevación de Absalón la casa
de Judá había ganado preeminencia ante David, que se apoyó sobre todo en ella al regresar al
trono, y muchos hombres de Judá entraban en el círculo del rey. A éstos halagó Adonías, que por
haber nacido en Hebrón podía alegar que era de Judá. Salomón no podía decir lo mismo, pues
aunque por su sangre era de Judá por su nacimiento era de Israel; había nacido en Jerusalén
y la antigua ciudad jebusea se hallaba dentro de los límites de Benjamín. En la frontera sur de
Benjamín estaba la división regional; hacia el norte era Israel, hacia el sur era Judá.
El pretendiente buscaba el apoyo de todos sus hermanos, excepto, desde luego, el de
Salomón. Muchas veces debió oír en labios de Betsabé, de Natán o de Semeí que Salomón
sería el elegido de David, y de no oírlo de ellos mismos se lo dirían los sirvientes. Hay que
imaginarse, siquiera por un instante, que el palacio real era un panal de intrigas, de secretos,
de exageraciones, mentiras, simulaciones; todo ese ambiente espeso, servil y maligno que
puebla una casa real cuando se acerca la hora de escoger un sucesor. Los hermanos que no
figuraban en la línea de sucesión tomarían partido y lo tomarían las mujeres y concubinas
del rey, la mayoría de las cuales difícilmente vería con simpatía a Betsabé.
La tensión en el seno de la familia real fue tornándose cada vez mayor, invadió todos
los sectores y acabó desbordándose sobre el pueblo; pues como le dijo Betsabé a David: “los
ojos de todo Israel están puestos en ti, ¡oh rey!, mi señor, esperando que tú declares quién es
el que ha de sentarse en el trono del rey mi señor después de él” (I Reyes, 1:20).
No hay que pensar que Betsabé exageraba buscando una definición. Sin duda demostraba
carácter conminando con esas palabras a David, pero tal como ella lo decía, así debía estar
sucediendo. Pues el rey era viejo; se sabía que entre sus hijos más de uno pretendía sucederle;
estaba vivo aún el recuerdo de Absalón y la gente de Israel no podía ignorar que si había
guerra por la herencia de David, todos acabarían tomando parte en ella y probablemente el
país se debilitaría y se desmembrarían muchas de las regiones que David le había agregado.
La riqueza de Israel era grande a esos días. La fastuosidad que desplegó fue posible gracias a
esas riquezas que acumuló David. Y tales bienes corrían peligro de perderse si no se aclaraba
a tiempo quién debía suceder a David, pues la confusión, que en el alma del hombre es origen
de dolores, en la vida de los pueblos es origen de catástrofes.
“Los ojos de todo Israel” estaban puestos en David; y he aquí que la tensión que poblaba
la casa real llegaba al pueblo y rebotaba de nuevo en la casa real. Del centro, que era David

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

–un David anciano e indeciso, temeroso de escoger mal y provocar con ello los daños que sin
duda quería evitar–, partía la confusión; esa confusión se tornaba tensión en el ánimo de
los presuntos herederos y de sus partidarios; y al centro volvía la tensión para confundir
más a David. Adonías se aprovechaba de la duda general; montaba carro, se hacía preceder
de hombres a caballo y decía en todas partes: “Yo reinaré”. David le dejaba hacer. Tal era la
situación cuando un día Adonías invitó a Joab, a Abiatar y a todos sus hermanos, menos a
Salomón, para un gran banquete que daría en la fuente de En Roguel. El banquete seguiría a
un holocausto a Yavé en que iban a ser sacrificados bueyes, becerros y ovejas cebados, animales
escogidos, hermosos animales primarios, sin manchas ni defectos. Al acto irían también los
dignatarios del reino procedentes de Judá, todos los partidarios de Adonías en la casa del rey
y quién sabe cuántos de sus amigos de los que no pertenecían al círculo real.
La noticia alarmó al partido de Salomón. Pues para un sacrificio similar marchó Absalón a
Hebrón en las vísperas de su alzamiento. Adonías, que había imitado a su infortunado hermano
en hacerse preceder por hombres de caballería –por cincuenta hombres, dicen en ambos casos
los textos, aunque puede tratarse de una confusión– y en usar carro para moverse, podía estar
planeando imitarlo también en rebelarse a raíz de un gran sacrificio. Más aún, el pretexto del
sacrificio le sirvió a Absalón para reunir a sus seguidores, e igual cosa podía estar haciendo
Adonías. La carne de los animales sacrificados pasaba a ser usada en la mesa del banquete y por el
número de bestias que figuraban en el holocausto podía suponerse el número de los comensales
que en este caso era el número de los conspiradores. Adonías y los suyos se hallaban reunidos
en las cercanías de Jerusalén. ¿Pensaba el hijo de David hacerse proclamar allí rey y marchar
sobre la ciudad, que quedaba a su alcance? ¿No estaban con él el jefe de los ejércitos y el jefe de
los sacerdotes, uno para mandar las fuerzas y el otro para ungirle monarca de Israel?
En este momento surge como el estratega y el táctico de los partidarios de Salomón el
mismo hombre que encaró a David con la sangre de Urías, esto es, Natán. Astuto y enérgico,
había nacido con madera de un caudillo y sabía actuar en el momento preciso. Le informaron
a Natán lo que estaba haciendo Adonías; sin perder tiempo llamó a Betsabé y le dijo que
fuera a ver al rey, que le preguntara si no había él jurado que su sucesor sería Salomón, que
de ser así cómo podría explicarse que Adonías estuviera reinando en ese momento. Natán
acordó con Betsabé hacer él su entrada en la estancia real cuando ella estuviera hablando con
David. Así sucedió, y las palabras de Betsabé fueron confirmadas por Natán cuya autoridad
era mucha porque se tenía por profeta de Yavé.
El plan de Natán dio sus frutos. El anciano rey no quería verse huyendo de nuevo por los
camino de Israel como le sucedió cuando se rebeló Absalón, y con la rapidez de sus mejores
tiempos dio las órdenes oportunas para que su hijo Salomón fuera ungido rey. Allí, a mano,
tenía a Sadoc, sacerdote, y a Natán, profeta: ellos derramarían sobre la cabeza del hijo de
Betsabé el óleo de Yavé. Para darle señal de posesión de cuanto era suyo, él le haría cabalgar
en su propia mula, y en este detalle podemos hallar una versión mucho más evolucionada
de la posesión del harén ajeno como señal de señorío y propiedad. Salomón no fue ungido
en el palacio real, sino en la fuente de Guijón, y así, mientras uno de los hijos conspiraba en
En Roguel el otro era ungido rey en Guijón.
El anciano rey había recuperado en un minuto su proverbial rapidez para la acción. Cuando
Salomón y los que le acompañaban volvían a Jerusalén, resonaron las trompetas, salieron a
recibirles las multitudes y el aire quedó castigado por los gritos de “¡Viva el rey!”. Adonías y
sus partidarios oyeron el clamor. Estaban al final del banquete. Joab preguntó: “¿Por qué con

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JUAN BOSCH  |  DAVID, BIOGRAFÍA DE UN REY

tanto estrépito se alborota la ciudad?” (I Reyes, 1:41). Jonatán, el hijo de Abiatar, que llegaba
en tal momento, les dio la noticia: Salomón había sido ungido rey en la fuente de Guijón por
Sadoc y Natán en presencia de Banayas, Joyadas y la guardia real. Las voces que se oían eran
las aclamaciones y las bendiciones con que Jerusalén recibía a su nuevo señor.
David había tornado a ser el rayo de Israel y había fulminado de manera relampagueante
la conspiración de Adonías, si en verdad se trataba de una conspiración. Pues tal vez no era
cierto que su hijo mayor pensara proclamarse rey ese día. Es muy difícil que estando con él
Joab decidiera hacerlo. Joab, que fue toda su vida leal a su tío, más leal a David que David
mismo, no habría admitido participar en una conspiración para derrocar a David. Quizá el
objeto de Adonías y de sus partidarios al reunirse en En Roguel fue combinar la manera de
actuar sobre el rey para que se decidiera en favor del hijo de Aguit. Pero de ser así olvidaron
que su conducta iba a parecerse mucho a los ojos de David a la conducta de Absalón el día
en que decidió rebelarse. Por otra parte, David no podía pensar que Natán mentía.
Fuera o no cierto que conspiraba, al oír a Jonatán Adonías entró en miedo. Aprovechándose
de la confusión del momento penetró en Jerusalén y corrió a refugiarse en el Tabernáculo; allí
se acogió a los cuernos del altar y de allí no se movió sino cuando Salomón mandó decirle
que si “se porta lealmente ni uno de sus cabellos caerá a tierra; pero si algo malo trama,
morirá” (I Reyes, 1:52). Adonías fue a prosternarse a los pies del nuevo rey y éste le ordenó
irse a su hogar. La sucesión, pues, se efectuó sin que se derramara la sangre de la casa de
David. Pero sucedía así por el momento. Pues Salomón, llamado el rey sabio, acudiría con
frecuencia a la espada, y no a la sabiduría, para afirmar el reino que heredó.
Algunos historiadores piensan que la unción de Salomón tuvo lugar en 972 A. de C. La
mayoría de esos historiadores estiman que David murió en 970 A. de C., dos años después de
haber resignado la monarquía en favor de Salomón. Pero para nosotros, que hemos aceptado
como año primero del reinado de David en Judá el 1010 A. de C. y por tanto el 1040 como
el de su nacimiento, la abdicación en favor de Salomón sería en 970 y la muerte por tanto,
entre ese año y el 968 A. de C.
Puede haber muerto un año después de haber abdicado, y para el caso es lo mismo.
Porque el viejo caudillo ya no hizo otra cosa que planear el templo que su hijo había de
construir. Debió ir pensando en él lentamente, quizá desde un lustro antes, hasta tener
esbozados uno por uno todos los detalles: “la traza del pórtico y de sus dependencias y
oficinas, de las salas, de las cámaras y de la casa del propiciatorio. Asimismo la traza de
cuanto él quería hacer para los atrios de la casa de Yavé, para las cámaras de alrededor, para
los tesoros de la casa de Yavé y para los tesoros de las cosas sagradas” (I Paralip., 28:11 al
13). Y todos esos planos –que la Biblia llama “trazas”– así como los modelos de todos los
utensilios de plata y oro que debían usarse en el templo, con detalles del peso de cada uno
en metal, se los entregó a Salomón. Invitó luego a los personajes de Israel al palacio, y ya
reunidos les habló para pedirles que dieran su contribución para el templo que habría de
levantar su hijo y heredero. El ofreció la suya, “tres mil talentos de oro, de oro de Ofir, y siete
mil talentos de plata fina”, y a seguidas todos los presentes volcaron sus bolsas. De manera
que ese día quedó asegurada allí la erección del templo, obra por la cual sólo a Salomón se
le reconocerían méritos.
Pero no sólo la erección del templo aseguró en esa ocasión. El viejo caudillo era
demasiado astuto para no saber que su hijo, joven de poco más de dieciocho años,
corría peligro de ser desconocido como rey. Terminó, pues, la jornada con un sacrificio

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monumental, de mil becerros, mil carneros, mil corderos y sus correspondientes libaciones,
y en el banquete de rigor obtuvo que los grandes de Israel, los de la iglesia, los del ejército,
los señores de tierras y los funcionarios dieran “por segunda vez la investidura del reino
a Salomón” (I Paralip., 29:22). Y entonces se retiró a un segundo plano.
David ben Isaí se acercaba al final de su vida vigilando al pueblo de Israel y a su hijo el rey;
la había comenzado vigilando las ovejas de su padre en los lindes del desierto de Judá. Llegaba
a sus últimas horas entonando salmos con los que aspiraba a conquistar la benevolencia de
Yavé, y se había iniciado improvisando endechas para ahuyentar la soledad y el miedo a los
leones. Entre aquellos días lejanos y éstos de ahora había un largo trecho que él había cubierto
como cantor y como guerrero, como fugitivo y como rey, como hijo y como padre. A lo largo
de ese trecho creó un Estado, lo fortaleció, lo enriqueció, lo amplió, todo ello sin oprimir a su
pueblo, sin que Israel pudiera decir: “David me persiguió, me maltrató, me despojó”.
Las grandes vidas no terminan nunca. Resplandecen a millares de años, como las estrellas.
La de David fue una gran vida. Por fortuna tuvo errores notables; de no haberlos tenido nos
parecería hoy un dios, y como dios se hallaría fuera del alcance de nuestro juicio.
A la hora de morir, el hijo de Isaí dejó escape a su resentimiento y mintió por última
vez. Llamó a Salomón para dictarle su postrera voluntad, y he aquí que le dijo: “Bien sabes
tú mismo lo que me ha hecho Joab, hijo de Sarvia; lo que hizo con los dos jefes del ejército
de Israel, Abner, hijo de Ner, y Amasa hijo de Jeter, que los mató derramando en la paz la
sangre de la guerra y manchando con la sangre inocente el cinturón que ceñía sus lomos y
los zapatos que calzaban sus pies. Haz, pues, con él conforme a tu sabiduría y no dejes que
sus canas bajen en paz a la morada de los muertos” (I Reyes, 2:5 y 6). “Ahí tienes también a
Semeí, hijo de Guerra, benjaminita, de Bajurim, que profirió contra mí violentas maldiciones
el día que iba yo a Majanaim. Cuando luego me salió al encuentro al Jordán, yo le juré por
Yavé diciendo: No te haré morir a espada. Pero tú no le dejes impune, pues como sabio
que eres sabes como has de tratarle y harás que con sangre bajen sus canas al sepulcro”
(I Reyes, 2:8 y 9). Invocaba el recuerdo de Abner y de Amasa para ocultarle a su hijo que
le dejaba en herencia vengar la sangre de Absalón. En cuanto a Semeí, fue su consejero, lo
sentaba a su mesa, pero no le había perdonado la injuria. Era un alma complicada la de
David ben Isaí, a pesar de lo cual era el alma de un hombre excepcional.
Joab murió a manos de Banayas. El jefe de la guardia de David le clavó su espada mientras
el hijo de Sarvia se hallaba agarrado a los cuernos del altar, en el Tabernáculo donde moraba
Yavé. Mató Banayas también a Semeí, algún tiempo después, y a Adonías, porque había
pedido a Betsabé que intercediera ante Salomón para que éste le entregara como mujer a la
última que conoció el lecho de David, la sulamita Abisag, que dormía en el seno del viejo
guerrero para darles calor a sus huesos.
Los hijos, los sobrinos y los servidores de David morían a espada. Él no; él murió en su
lecho, tal vez en el 970, tal vez en el 968 A de C. Expiró en la capital de su reino, en medio de
un Estado organizado y floreciente. Por esos días los pueblos de la hoya del Mediterráneo
combatían y emigraban buscando pastos para sus ganados y tierras feraces donde asentarse;
Grecia estaba saliendo de su prehistoria; Homero tardaría más de un siglo en nacer.
En Jerusalén, los cronistas del gran rey escribían:
“Durmióse David con sus padres y fue sepultado en la ciudad de David” (I Reyes, 2:10).

808
No. 37

joaquín balaguer
el cristo de la libertad
Vida de Juan Pablo Duarte
A la memoria de
Rosa Duarte
Hermana predilecta del Padre de la Patria,
cuyos apuntes biográficos
han servido de guía e inspiración al autor de estas páginas.

Este no es un libro de análisis. Es una obra de amor,


y si de algo me culpo es de no haber acertado a escribirlo con toda la pasión
de que es susceptible la naturaleza humana.

el hombre
La partida
Una mañana del año de 1830, del terrible año a que alude la profecía de Gabriel Rosseti,
zarpa del viejo puerto de Santo Domingo de Guzmán una pequeña embarcación sobre cuyo
mástil flota, acariciada por las brisas que sacuden los árboles a ambas riberas del Ozama, la
bandera de España. Sobre la cubierta de la frágil embarcación, casi tan débil como las mismas
en que algunos siglos antes entraron por aquel río legendario los descubridores, se halla
de pie un adolescente de ojos azules y de finos cabellos ensortijados. Su vista permanece
suspensa, mientras se aleja la nave, de un grupo de personas que desde el muelle agitan sus
pañuelos en señal de despedida. En el centro del grupo se destaca el padre del viajero, un
hidalgo de noble continente que ha abandonado ese día sus quehaceres para dar el último
abrazo al hijo a quien envía a España en busca de la cultura que no podía ya ofrecerle el
país con su creciente pobreza y su universidad clausurada. Junto a él, apoyándose en su
brazo y con los ojos llenos de lágrimas, se divisa la silueta de una matrona alta y delgada, en
quien es fácil reconocer a la madre por el tesoro de ternura que pone en el ademán con que
agita la mano para despedir al que se ausenta. Y entre ambos, llenas de inquietud, pero al
propio tiempo felices por las esperanzas que despierta en su corazón aquel viaje, las cuatro
hermanas del adolescente de pupilas azules siguen con ansiedad la estela que va dejando
la nave sobre el río de mansas ondas rizadas.
El joven que se ausenta en aquella mañana de primavera, a bordo de una endeble embar-
cación española, es Juan Pablo Duarte, segundo hijo del matrimonio de Juan José Duarte y
de doña Manuela Diez Ximenes. Cuenta a la sazón con poco menos de diecisiete años, pero
ya denuncia en los profundos surcos de la frente y en la mirada soñadora su inclinación al
estudio y cierta vaga curiosidad por la ciencia y la filosofía. Su porte, tal como se descubre
bajo la oscura casaca que desciende irreprochablemente de los hombros, es de una distinción
que sorprende en aquel joven cuyo semblante varonil contiene algunos rasgos femeninos que
comunican al conjunto de su figura un aire de persona enfermiza y delicada. Hasta la frente
alta y tersa descienden, en efecto, algunas hebras doradas, y las mejillas tienen una palidez
de nácar que se torna más intensa merced a la dulzura que despide su mirada candorosa.
Todavía quienes le conocieron en la plenitud de la vida, cuando ya las líneas de su rostro se
habían endurecido por los años y cuando ya el dolor había abierto en su frente los surcos
que desgarran prematuramente a los grandes desengañados, hablan con admiración de sus
mejillas suaves como las rosas y de sus ojos acariciadoramente bondadosos. Algunos detalles,
sin embargo, atenúan el narcisismo que asoma en ciertos rasgos de la figura y del semblante

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

de este adolescente afiebrado. El bozo, en primer término, apunta ya nerviosamente sobre


su labio, y tiende a adquirir un color oscuro que contrasta con el oro pálido de la cabellera
ensortijada; el mentón anguloso acentúa por su parte el aire varonil, y bajo la mansedum-
bre de la mirada, no obstante despedirse de ella una suavidad extraordinaria, se adivina la
energía del carácter, tal como por el brillo de la hoja se infiere el temple del acero.
Cuando la nave abandona el río y se adentra en el mar, sereno en aquel momento
bajo la plenitud de la mañana, los ojos de Duarte se clavan en la Torre del Homenaje, el
viejo bastión erguido frente al Océano, y de súbito su semblante de adolescente se en-
tristece: la última visión de la patria que contempla allá en la lejanía es la de la bandera
de Haití, enseña intrusa que flota sobre la fortaleza colonial como un símbolo de escla-
vitud y de ignominia. Tal vez desde ese instante nació en su pensamiento el propósito
de volver un día a redimir a su pueblo de tamaña afrenta y a bajar de aquella torre la
enseña usurpadora.

La niñez
Era aquélla la primera vez que Duarte se desprendía del calor de su hogar, en donde
había hasta entonces vivido como un niño mimado. Desde que nació, el 26 de enero de 1813,
apuntaron en él, junto con una simpatía cautivante, presente siempre en el candor de la son-
risa y en la profundidad azulosa de las pupilas que tenían algo de la inocencia del agua, del
agua que debe el color azul a su pureza, las fallas propias de una constitución delicada.
Su naturaleza enfermiza dio naturalmente lugar a que sus padres lo regalaran desde la cuna
con los cuidados y atenciones de una vigilancia amorosa. La sorprendente inteligencia del niño,
unida a su índole dulce y a su carácter blando, tendieron a aumentar con los años la solicitud
paterna. La madre, doña Manuela Diez, se encargó personalmente de dirigir sus primeros pasos
y de rasgar ante sus ojos los velos del alfabeto. Con tal interés desempeñó su misión, secundada
por el propio discípulo que supo responder desde el primer día a esa ternura, que ya a la edad
de seis años dominaba Duarte el abecedario y repetía de memoria el catecismo, enseñanza que
sembró en su alma los primeros gérmenes de una viva sensibilidad religiosa.
Pero no es sólo del corazón de los padres de donde fluye la ola de ternura que rodea a
Duarte en los días felices de la infancia. Su dulzura y su docilidad naturales le conquistan
también el amor de los extraños. La sirvienta que ayuda en los quehaceres domésticos
a doña Manuela, una mestiza de ojos pardos y de genio locuaz, no puede esconder sus
preferencias por el niño de guedejas doradas. Los vecinos acuden a su vez a prodigar sus
caricias al predilecto de la casa. Una dama principal, la señora doña Vicenta de la Cueva,
esposa del señor Luis Méndez, regidor del Ilustre Ayuntamiento de Santo Domingo, lleva
a Duarte a la pila del bautismo, el 24 de febrero de 1813, y desde entonces lo hace objeto de
una predilección apasionada.
Una amiga íntima de doña Manuela, la señora de Montilla, cautivada por la precocidad
de Duarte, se ofrece espontáneamente a guiar la educación del infante. Bajo su dirección
realiza el tierno discípulo progresos extraordinarios. Ya a los siete años posee todos los cono-
cimientos que necesita para poder ingresar en una de las escuelas públicas que aún sostiene
el Ayuntamiento en la antigua capital de la colonia. El primer día que asiste a este plantel,
donde la enseñanza se reduce al catecismo y a nociones científicas rudimentarias, escribe en
su cuaderno toda una plana que el maestro enseña a los demás alumnos como un modelo

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JOAQUÍN BALAGUER  |  EL CRISTO DE LA LIBERTAD

de limpieza y de primor caligráfico. Pocos meses después es admitido en la mejor escuela


para varones que existe en la ciudad: la que dirige don Manuel Aybar, persona que tiene
reputación de instruida y a quien confían la educación de sus hijos las familias principales.
Aquí aprende, además de Gramática y Aritmética avanzadas, teneduría de libros. Desde
el primer momento se destacó en las clases por su fina inteligencia y por su receptividad
asombrosa. Sus condiscípulos, seducidos por su carácter dulce y por sus maneras suaves,
le perdonaban de buen grado la superioridad que demostraba en todas las asignaturas y le
vieron sin envidia ascender a “primer decurión”, título que en las escuelas de la época se
confería al alumno que por su buena conducta y por sus progresos en los estudios se hacía
digno de ocupar en la clase un sitio de preferencia y de recibir en las fiestas del plantel las
distinciones más señaladas.
Cuando ya estuvo en aptitud de emprender estudios superiores, vio sus esperanzas
frustradas por la orden del gobierno de Boyer que cerró la Universidad y empezó a perseguir
en todas sus formas la cultura. Los dominicanos más instruidos de la época, como el doctor
Juan Vicente Moscoso y el presbítero don José Antonio Bonilla, trataron de acudir en ayuda
del estudiante, famoso ya entre los jóvenes de entonces por sus inquietudes intelectuales y
por sus aficiones literarias, y se empeñaron en suplir con sus consejos y sus libros la falta de
un centro de enseñanza superior donde Duarte pudiera completar su educación científica. El
presbítero Gutiérrez, para quien la aplicación y la inteligencia del discípulo de don Manuel
Aybar no habían pasado inadvertidas, solía lamentarse, cuando hablaba con su colega el
presbítero Bonilla acerca de los horrores que había desencadenado sobre el país la ocupación
haitiana, de la pérdida de tantas inteligencias forzadas a languidecer en medio de una ser-
vidumbre vergonzosa. El caso de Duarte salía siempre a relucir en aquellas conversaciones
teñidas de pesimismo. “Si este joven –subrayaba a menudo el presbítero Gutiérrez– hubiera
nacido en Europa, ya a esta hora sería un sabio”.
Duarte se aproxima a la adolescencia rodeado por todas partes de regalos y de afectos.
El terror haitiano es la única sombra que se interpone en su camino, pero su razón es todavía
demasiado tierna para que aquella iniquidad logre distraerlo de las preocupaciones inocen-
tes de su juventud estudiosa. La esclavitud sólo alcanza a hacérsele presente por la falta de
estímulos con que tropieza su ansia de sabiduría. Afortunadamente sus padres disponen
de recursos holgados y podrán sin ningún sacrificio, cuando la ocasión se ofrezca, propor-
cionarle los medios necesarios para salir de esta atmósfera asfixiante. Mientras llega esa
oportunidad, insistentemente reclamada por el presbítero Gutiérrez y esperada con ilusión
por Juan Vicente Moscoso, Duarte se solaza en la dulce intimidad de los amores hogareños.
Sus horas transcurren muellemente y una divinidad amable preside sus pensamientos y
guía sus pasos como en los días aún cercanos de la niñez dichosa.
¡Se diría, en presencia de toda la felicidad que a la sazón le sonríe, que Dios se propuso
hacer al niño esos presentes de ventura como en compensación de la dureza con que el
hombre sería bien pronto perseguido por el infortunio y golpeado por la vida!

El viaje
Duarte viajaba en compañía de don Pablo Pujol, un comerciante catalán residente desde
hacía largos años en Santo Domingo, en donde había aumentado considerablemente sus
bienes de fortuna.

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Pujol, quien visitaba con frecuencia el hogar de Juan José Duarte y de doña Manuela
Diez, vio crecer a Juan Pablo y le fue cobrando poco a poco una extraordinaria afición: sin
saber por qué, se sentía atraído por la viva inteligencia del adolescente y por su natural
bondadoso. Cuando el comerciante catalán realizaba una de aquellas visitas, las cuales se
habían hecho más frecuentes después de la ocupación haitiana, sin duda por la necesidad
que el elemento español sentía entonces de reunirse para comunicarse sus esperanzas o
sus aprensiones en medio de la atmósfera de recelo que por todas partes lo envolvía, se
aproximaba a Juan Pablo para interrogarlo sobre el curso de sus estudios y sobre los pro-
gresos logrados en el inglés y en otras lenguas extranjeras. La conversación se deslizaba
muchas veces por un terreno casi vedado, pero lleno de seducciones para el adolescente
y para el visitante. Pujol hablaba de los días de la colonia como de una edad dorada. Pin-
taba con cierta voluptuosa complacencia el contraste entre el gobierno de Boyer y el del
brigadier Kindelán, a quien atribuía, como a todos sus antecesores, aptitudes de mando
excepcionales. No ocultaba su antipatía por el doctor José Núñez de Cáceres, el autor de
la Independencia Efímera de 1821, porque en su concepto las tribulaciones presentes tenían
su origen en aquel acto de infidelidad a España, ejecutado sin tacto y en el momento menos
recomendable.
Duarte gustaba sobremanera de las descripciones que le solía hacer su viejo amigo.
Pero ignoraba por qué razón le parecían injustas las críticas dirigidas a Núñez de Cáceres y
las preferencias con que el comerciante catalán aludía al elemento llegado de la Península
cuantas veces debía oponerle como término de comparación el elemento nativo. Pero salvo
el disgusto con que oía las referencias poco agradables de Pujol a los criollos, aquellas con-
versaciones cobraban para el adolescente interés cada vez más vivo. Con frecuencia era él
quien interrogaba a su amigo sobre la política española o sobre las causas que habían dado
lugar a la separación de la metrópoli de sus grandes posesiones ultramarinas.
En el barco que ahora conduce a ambos viajeros a los Estados Unidos, esos diálogos se
reanudan y cobran mayor libertad y mayor animación en pleno Océano, bajo las noches es-
trelladas de los mares del trópico. El capitán de la nave, un marino español de palabra ruda
y torrentosa, se mezcla con frecuencia en las conversaciones de don Pablo Pujol y de su joven
acompañante. Cuando el comerciante catalán alude, en tono siempre peyorativo, al mestizo
dominicano, por el apoyo que muchos de ellos prestaron a la obra de Núñez de Cáceres
y por la resignación con que después se plegaron a las tropelías de la soldadesca haitiana,
el marino secunda con vigor sus puntos de vista y carga la frase de palabras gruesas para
referirse a los nativos de la parte española de la isla, gente en la cual el patriotismo, según
aquel viejo lobo de mar se había perdido en la servidumbre, y en la cual había evidentemente
degenerado el sentimiento de la raza colonizadora.
Duarte, ruborizado por aquellas censuras, en gran parte justificadas por la tremenda
realidad que estaba a la sazón viviendo su país nativo, no osaba replicar a sus interpelantes,
pero en su conciencia avergonzada se iba formando un sentimiento de protesta contra la es-
clavitud, no sólo contra la que Haití había impuesto a su patria, sino también contra la menos
oprobiosa, pero no menos dura, que trajeron a América los conquistadores. Cuando llega al
Puerto de Nueva York y divisa las primeras luces que parpadean en las profundidades de
la noche, las ideas que se han ido acumulando en su cerebro, al calor de las conversaciones
que ha sostenido desde que puso el pie en la nave, toman forma definitiva y empiezan a
estallar en su alma como voces acusadoras.

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JOAQUÍN BALAGUER  |  EL CRISTO DE LA LIBERTAD

Duarte en París
Nueva York despierta de improviso la imaginación de este visitante de diecisiete años.
La babel monstruosa, con la fiebre de construcción que hierve en su seno durante aquellos
días de 1830, empieza por aturdirlo y por penetrar como una explosión gigantesca en sus
sentidos maravillados. Pero después, cuando ya ha salido de su estupor y comienza a mo-
verse con tranquilidad en la urbe cosmopolita, se siente feliz en aquel ambiente donde los
hombres parecen circular impelidos por ambiciones desmesuradas y donde cada persona
se siente dueña de un imperio como si en su fuero íntimo oyera fermentar las energías de
una individualidad poderosa.
Cuestiones de negocios obligan a don Pablo Pujol a prolongar su permanencia en los Es-
tados Unidos. Duarte, conquistado ya por el ruido de Nueva York y por el carácter norteame-
ricano, se regocija de tal determinación y se dedica con ahínco a aprender la lengua inglesa.
Un yanqui de cultura no común, Mr. W. Davis, le da lecciones de Geografía Universal y a la
vez que siembra en su mente el amor por los viajes, excita su curiosidad por los fenómenos
del mundo físico y por las costumbres y las características de las razas humanas. De estas
enseñanzas, que el discípulo recibió con avidez durante muchas semanas, conservó Duarte
una rara afición a las ciencias geográficas y a los descubrimientos etnológicos. Más tarde,
cuando se inicie para él la hora de las renunciaciones, se refugiará en el desierto acompañado
de una Geografía Universal y de varios Atlas, y se dedicará con entusiasmo al estudio de las
costumbres y de los orígenes de las tribus semisalvajes radicadas en las selvas del Orinoco.
Del último libro que se desprenderá, cuando lo urja el hambre y lo estreche la miseria, será
de la Geografía adquirida durante su destierro en Hamburgo, consuelo de su proscripción
y refugio espiritual en los ocios obligados de la vejez prematura.
Siempre en compañía de don Pablo Pujol, a quien su padre había dado el encargo de
dirigir los pasos del adolescente hasta poner a éste en manos de sus parientes en España,
Duarte emprende viaje algún tiempo después con destino a Inglaterra. Su estancia en Londres
fue más corta que en Estados Unidos. Pujol, a quien su compañero de viaje, ya iniciado en los
secretos del inglés, auxiliaba eficazmente en sus actividades comerciales, decidió apresurar
su marcha a Francia y tomó un barco que condujo a los dos viajeros al Havre. Pocos días
después se establecieron en París, en el París de 1830, con sus calles y sus plazas cubiertas
todavía por los restos de las barricadas sobre las cuales alzó la revolución de julio el trono
de Luis Felipe.
Un ciudadano francés residente en Santo Domingo, monsieur Bruat, había iniciado a
Duarte en la lengua de Moliére antes de que el discípulo entrara en la adolescencia. Las
nociones adquiridas en la niñez, le facilitaron el aprendizaje de este nuevo idioma que
llegó a dominar al cabo de pocos meses de estancia en la capital francesa. Don Pablo Pujol,
asombrado de la aplicación de Duarte y de la avidez con que se dedicaba al estudio, no se
mostraba menos sorprendido de la poca atracción que ejercían los bulevares de París sobre
su acompañante. Su espíritu, indiferente a cuanto se le ofreciera bajo la forma de seduccio-
nes frívolas, tendía, por el contrario, a tornarse más reflexivo con las enseñanzas recogidas
a lo largo de aquel viaje. El comerciante catalán no acertaba a comprender la causa de toda
aquella madurez de carácter que parecía impropia de la edad en que visitaba a París el
estudiante dominicano.
Don Pablo Pujol, a quien la melancólica seriedad de su pupilo le permitía descargarse de
sus incómodos deberes de tutor y de entregarse desembarazadamente a sus propias atenciones,

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dejó, pues, que Duarte visitara con toda libertad la capital francesa. Rara vez coincidían,
además, los gustos de los dos viajeros: mientras el uno buscaba los centros comerciales y los
sitios de diversión, el otro se sentía particularmente atraído por el París monumental, lleno
de recuerdos napoleónicos y con sus foros y sus paseos invadidos por lápidas y columnas
conmemorativas de las glorias pasadas. El contacto con aquel mundo eterno, con el mundo
arqueológico de los frisos y de las estatuas que comunicaron al imperio de Napoleón un
aire cesáreo y un fondo de galería romana, despertó en Duarte el sentimiento de la grandeza
militar y el de la gloria guerrera. Siempre persistirá en él, tocado por una especie de fasci-
nación inconsciente, el amor a la milicia, y nada le halagará tanto como el oírse llamar por
Pedro Alejandrino Pina, en los días más negros de su ostracismo, “Decano de los generales
de Santo Domingo” y “General en Jefe de sus Ejércitos Libertadores”.
Pero París es en aquellos años, en 1829 y en 1830, centro de una nueva revolución que
debía sacudir los espíritus con el mismo ímpetu con que la tormenta bonapartista sacudió
los pueblos y los tronos: el romanticismo, con todas las ideas de orden político que en el
fondo arrastraba esa corriente literaria, removía a Europa y anunciaba el nacimiento de una
nueva época y de una nueva esperanza en el espíritu humano. Con todas esas impresiones,
recogidas al pasar en el ambiente de París, esto es, con los recuerdos aún vivos de la tem-
pestad desencadenada por Bonaparte sobre Europa, y con los clamores levantados por la
representación de “Hernani” en los grandes escenarios de Francia, se nutre el corazón del
viajero, ávido de libertad y obediente, en su divina inconsciencia, a las fuerzas secretas que
dirigen desde la niñez la vida de los predestinados.
Para dirigirse a España, meta de su travesía, don Pablo Pujol resuelve viajar por tierra
y recorrer el sur de Francia atravesando los Pirineos y recogiendo durante algunos días los
aires de la ciudad de Bayona. Cuando Duarte y el comerciante catalán pisan poco después
tierra española, Pujol trata de reanudar otra vez aquellos diálogos familiares con que desde
un principio se propuso infundir a su acompañante el amor a la estirpe de sus mayores.
Pero el pensamiento de Duarte se hallaba absorbido por una realidad más dolorosa a la que
parecía empujarlo el sentimiento ya despierto de su predestinación histórica: la isla natal,
más digna de su solicitud y de su amor que la tierra sagrada donde había nacido su padre
y donde habían sido abiertas las tumbas de sus antepasados.

Genealogía
Aunque cuidó de que no trascendiera a Pujol, quien durante el viaje había herido frecuen-
temente sus fibras patrióticas con alusiones despectivas a su tierra y a sus conciudadanos,
Duarte sintió en toda su intensidad la emoción de todo criollo que llega por primera vez
a España. La tierra que pisaba tenía derecho a ocupar en su corazón siquiera una mínima
parte del afecto reservado para su patria nativa. Su padre, en efecto, procedía de legítima
solera andaluza; y era, además, un ciudadano español de finísimo espíritu y de abolengo
distinguido.
Nacido en un pueblo de Andalucía, no lejos de Sevilla, Juan José Duarte perteneció a
una familia de cuna no vulgar en la que sobresalieron hombres de armas y de letras, sobre
todo varones de muchísimas virtudes que se distinguieron en la carrera religiosa. Todavía
muy joven, emigró a Santo Domingo, y gracias a sus conocimientos en náutica pudo abrir,
en la antigua calle de la Atarazana, vieja arteria de la urbe colonial que tenía fácil acceso a los

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JOAQUÍN BALAGUER  |  EL CRISTO DE LA LIBERTAD

muelles del Ozama por la vecina Puerta de San Diego, un establecimiento donde los buques
que arribaban en aquella época a la isla se proveían de forros y de otros artículos similares.
El almacén de Juan José Duarte se hizo pronto popular entre la marinería que abordaba
el Ozama procedente de los puertos de Europa, en naves con frecuencia averiadas por los
vendavales del trópico o por las largas navegaciones.
El inmigrante sevillano cuyos negocios prosperan no obstante las vicisitudes por las
cuales atraviesa la colonia a causa de la cesión a Francia, lo que hizo cundir la pobreza y el
disgusto entre los naturales, contrae hacia 1800 matrimonio con una criolla por cuyas venas
circulan a la par la sangre indígena y la sangre española: doña Manuela Diez, hija legítima
de don Antonio Diez, oriundo de la Villa de Osorno, y de doña Rufina Jiménez, natural de
Santa Cruz de El Seibo. Entre los ascendientes de doña Manuela figuran un sargento mayor
de la plaza de El Seibo, don Juan Benítez, y una clarísima dama de la misma villa, doña
Francisca Bexarano.
El matrimonio con una dama vinculada, por poderosos vínculos de familia, al suelo
dominicano, acaba por unir definitivamente a don Juan José Duarte a su nueva patria adop-
tiva. Los cambios desfavorables que ocurren en la isla, antes y después de la hazaña de Palo
Hincado, no influyen en la decisión por él adoptada, y mientras muchos de sus compatriotas
abandonan a Santo Domingo cuando se hace efectivo el traspaso a los franceses o cuando la
soldadesca haitiana implanta el terror entre las familias españolas, Juan José Duarte figura
entre el elemento peninsular que resuelve correr la suerte de la gente oriunda del país y
solidarizarse en la desgracia con la población nativa. Los motivos de orden sentimental que
le dictan esa determinación parecen obedecer, en su oculto origen, a influencias misteriosas.
El segundo de sus hijos, aquel a quien la Providencia destinaba para libertador de la patria,
no había aún nacido cuando ocurre la cesión a Francia, y todavía no ha salido de la niñez
cuando la barbarie llega al país con los soldados de la ocupación haitiana. Si Juan José Duarte
sigue el ejemplo de la mayoría de sus compatriotas y emigra como ellos a Cuba o Venezuela,
el elegido de Dios se hubiera seguramente apartado de la vía a que lo predestinaban sus
genios tutelares. Pero la inteligencia suprema que dirige la marcha de los pueblos y traza a
los hombres su trayectoria inexplicable, dispuso que no se rompiera el lazo que vinculaba
al país el hogar en donde debía nacer el Padre de la Patria.
No es éste el único misterio que rodea la vida de Juan José Duarte y que hace que el
inmigrante español obedezca, desde que se radica en la isla, a ciertos designios sobrenatu-
rales. Los españoles residentes en Santo Domingo, especialmente los de origen catalán, se
plegaron de buen grado en 1822 a la ocupación haitiana, e hicieron manifestaciones públicas
de adhesión al gobierno de Boyer por espíritu de represalia contra las medidas dictadas
cuando Núñez de Cáceres proclamó la separación de la parte oriental de la isla de la corona
de España. En el acta constitutiva del gobierno provisional que se creó a raíz de la procla-
mación de la independencia de 1821, se incluyó, en efecto, un artículo en virtud del cual
fueron eliminados de los empleos y magistraturas civiles todos los funcionarios de nacio-
nalidad española. Poco después, por instigación del propio Núñez de Cáceres, el gobierno
provisional impuso al comercio un empréstito de sesenta mil pesos destinado a cubrir las
necesidades más urgentes del servicio público, en vista de que la perezosa administración
de don Pascual Real, último gobernador de la colonia, había dejado exhaustas las cajas del
tesoro, y fueron principalmente los comerciantes catalanes, los únicos que disponían de
riqueza en el país esquilmado por los tributos y arruinado por la cesión a Francia y por

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otras vicisitudes, los que debieron soportar las consecuencias de esa medida imperiosa. El
resentimiento producido entre el elemento peninsular por la expulsión de los españoles
del servicio público, llegó con la nueva providencia a tal grado de irritación que el señor
Manuel Pers y el señor Buenjesús se pusieron a la cabeza de los comerciantes catalanes y
realizaron una verdadera guerra de propaganda contra el gobierno que acababa de decretar
la independencia del país de la monarquía española. Cuando Boyer arriba a la ciudad de
Santo Domingo al frente de sus compañías de granaderos, el comercio español se apresuró
a dirigirle un manifiesto en que se declaraba en desacuerdo con la República creada por
Núñez de Cáceres y se adhería al nuevo orden que iba a ser implantado por la soldadesca
haitiana. Juan José Duarte, a quien se invitó a firmar ese documento ignominioso, no sólo se
negó a estampar su nombre al pie del manifiesto, sino que desaprobó públicamente aquel
acto como indigno de la hidalguía española.
Juan José Duarte soporta durante veintidós años los horrores de la ocupación haitiana.
Durante ese tiempo se retrae de todo contacto con los invasores y trata de levantar su fa-
milia al margen de la atmósfera impura con que Borgellá y sus continuadores se empeñan
en corromper la sociedad dominicana. Cuando aquel de sus hijos en quien ve mejor repro-
ducidas las grandes virtudes de su raza, llega a la adolescencia, se preocupa por sustraerlo
del ambiente nativo, más sucio a la sazón que un establo, y lo envía a Estados Unidos y a
Europa, donde espera que las fibras de su carácter, aflojadas por la servidumbre, se endurez-
can en el estudio y adquieran la templanza requerida por la situación de su país gracias al
contacto con un centro de cultura avanzada. Cuando Duarte, reincorporado ya a su medio,
empieza su obra revolucionaria y se expone a sí mismo y expone a su familia a la saña de
los invasores, el hidalgo sevillano mira con secreta simpatía y con íntimo orgullo la empresa
acometida por su hijo para rescatar a su patria del dominio extranjero.
Doña Manuela, a quien cierto egoísmo de familia pudo haber conducido a emplear el
ascendiente que tenía sobre su vástago para disuadirlo de una obra tan arriesgada como
era la de demoler el despotismo haitiano, no entorpeció tampoco la labor del más amado de
sus hijos, heredero de la ejemplar entereza de aquella mujer de gallardía espartana. Cuando
le llegó la hora de sacrificar sus bienes para que su propio hijo los convirtiera en fusiles y
en cartuchos, o la hora de expatriarse para sobrellevar los sinsabores de su viudez en tierra
extraña, afrontó la adversidad con intrepidez conmovedora. El espíritu de sacrificio con que
la madre asiste, en actitud silenciosa, primero a sus trabajos revolucionarios y después a su
larguísima expiación, es una de las causas que más poderosamente contribuyeron a sostener
el carácter de Duarte, que jamás se doblegó ni bajo el peso del infortunio ni bajo el rigor de
las persecuciones. Los padres fueron sin duda dignos del hijo, y éste fue a su vez digno de
la estirpe moral de sus progenitores.

La lección de España
La llegada de Duarte a España coincide con un período de intensa agitación política
en la península y, en general, en toda Europa. A la irrupción napoleónica, especie de
vendaval que levantó, sobre las ruinas del antiguo régimen, el derecho de los pueblos
a reinar sobre los tronos carcomidos, seguía ahora un sacudimiento de la conciencia
democrática que empezaba a golpear las bases de las monarquías ya en muchas partes
quebrantadas.

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JOAQUÍN BALAGUER  |  EL CRISTO DE LA LIBERTAD

Duarte, desde su arribo a la Madre Patria, puede así recoger en su corazón el eco de
los tumultos callejeros que sacudían a Europa de un extremo a otro. La tierra que pisa
este joven desconocido es tierra caldeada por tremendas pasiones y en todas partes, en el
teatro, donde la reacción romántica, encabezada por Martínez de la Rosa ofrece al pueblo,
como en las tragedias de Alfieri, héroes febriles que declaman arrebatados por las musas
de la libertad; en la plaza pública, invadida también por las furias de la revolución, y en las
asambleas parlamentarias, el aire que se respira es aire henchido de protestas líricas y de
reivindicaciones humanas.
Duarte había presenciado en su propio país, casi desde que nace, un espectáculo dia-
metralmente opuesto: su patria yacía en la esclavitud y las conciencias parecían dormidas
bajo el yugo impuesto por Haití a los dominicanos. El aire que allí se respiraba era aire de
servidumbre, y todo, hasta la Iglesia, se hallaba cubierto de tinieblas, silenciado bajo un
borrón de infamia. La Universidad no existía; las principales familias de la colonia habían
emigrado a Cuba y a otras tierras vecinas; el clero, único apoyo del hogar durante aquel
siniestro cautiverio, permanecía también enmudecido bajo la mordaza oprobiosa, y todos,
todos los hombres, no disfrutaban de más derechos que el de comer afrentados el duro pan
que se come al arrullo de las cadenas.
El contraste entre esas dos realidades debió sin duda de conmover profundamente el
alma de este estudiante débil y aparentemente tímido, pero de naturaleza apasionada. La
primera idea que lo asalta, al medir en toda su intensidad, desde el suelo libre de Europa,
la tragedia de sus compatriotas, es la de dedicarse con fervor al estudio y la de prepararse
intelectualmente para emprender luego en la patria, el día que retorne, la empresa de redimir
a su pueblo de la miseria moral en que permanece sumido. No se preocupa por adquirir
una profesión que le permita hacerse dueño de grandes bienes de fortuna, y más bien trata
de apresurar sus tareas intelectuales y de orientarlas hacia aquellas ramas de las ciencias y
de las humanidades que mejor podrían servirle para ejercer sobre sus conciudadanos una
especie de magisterio apostólico. La filosofía es, entre todas las asignaturas que cursa en la
Madre Patria, la que más le atrae, y a ella dedica largas horas de lectura. Su mente se va así
fortaleciendo para el sacrificio y todas las fibras del hombre sufrido, de hombre inconcebi-
blemente abnegado que habían en su alma, se templan hasta la rigidez en aquel aprendizaje
digno de una conciencia romana.
Las noticias furtivas que el estudiante recibe de su país son desconsoladoras. La tiranía
de Jean Pierre Boyer, el astuto gobernante haitiano que mantiene toda la isla sometida a
su despotismo irrefrenable, se torna cada día más pesada. La pobreza aumenta cada año,
la vigilancia del sátrapa y de su soldadesca es cada vez más grande, y la reclusión de las
familias en sus hogares, único signo de protesta que se vislumbra en medio de la abyección,
sólo sirve para excitar la cólera de los invasores. El gobernador militar de Santo Domingo y
las autoridades del departamento del Cibao se empeñan en desterrar el idioma español de
las pocas escuelas que continúan abiertas, y la lengua de los dominadores es la que prefe-
rentemente se emplea en todos los documentos oficiales. El estrago y la ruina se extienden
por todas partes, y, mientras tanto, envilecida en medio de aquel desierto, la conciencia
nacional permanece aletargada.
La estancia en Cataluña se le hace a Duarte insoportable. Su sensibilidad patriótica, herida
hasta lo más profundo por los informes que recibe desde la isla distante, no puede resistir
aquella prueba. Ya el hombre, por otra parte, ha visto de cerca la libertad, y ha contemplado

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cara a cara, con sus ojos asombrados de estudiante de filosofía, el nacimiento de un nuevo
mundo moral que empieza a remover a Europa y que brota lentamente de las entrañas de
sus pueblos cansados. En lo sucesivo, un solo pensamiento lo domina: el de anticipar su
regreso para emprender en su patria la obra de convencimiento y de conspiración necesaria
hasta que logre arrancar y sustituir por otra que ya ondea en sus sueños la odiosa bandera
que al partir dejó flotando sobre la vieja fortaleza española.

El retorno
Finaliza el año de 1833 cuando Juan Pablo Duarte abandona a Europa y emprende el
camino del regreso. Los parientes que sobre el viejo y destartalado muelle del Puerto de
Santo Domingo de Guzmán lo reciben una mañana en sus brazos, ante la indiferencia de los
soldados haitianos que vigilan los contornos y efectúan el registro de las embarcaciones que
de cuando en cuando llegan al Ozama, quedan sorprendidos de la transformación experi-
mentada por el viajero y de la cual el rostro muestra algunos signos visibles: la fisonomía
se ha vuelto más severa y en los ojos azules se ha hecho más honda y más frecuente la nube
de la melancolía.
La casa de don Juan José Duarte y de doña Manuela Diez se llena pocas horas más tarde
de familiares y amigos que acuden a saludar con júbilo al recién llegado. Entre ellos se filtran
muchos curiosos ávidos de noticias del exterior, y algunos jóvenes de espíritu inquieto a
quienes una secreta afinidad aproxima al futuro Padre de la Patria. Las miradas de Duarte
se detienen con atención en algunos de sus compañeros de infancia. Allí está Juan Isidro
Pérez, un estudiante de alma tierna que parece excederlos a todos en adhesión inconsciente
y pasional al que desde aquel mismo día reconocerá por maestro; Juan Alejandro Acosta,
ya a la sazón marino experimentado, y visitante asiduo del almacén abierto por Juan José
Duarte en la calle de La Atarazana; José María Serra y algunos jóvenes más de tempera-
mento romántico que no habían visto otras costas que las de su país nativo; pero que en la
cautividad se habían refugiado en la meditación soñadora.
Entre las personas de viso que con mayor entusiasmo celebran el retorno de Duarte,
figuran el presbítero José Antonio Bonilla y el doctor Manuel María Valverde. Este último
interrumpe súbitamente las expansiones amistosas de los visitantes, para hacer a Juan Pablo
una pregunta que no produjo en ninguno de los presentes la menor sorpresa:
—Y ¿qué fue lo que más te impresionó en tus viajes por Europa?
Cuando todos, inclusive el interpelante, esperaban una respuesta frívola, Duarte responde
con voz trémula, pero teñida de emoción y de firmeza:
—Los fueros y las libertades de Cataluña; fueros y libertades que espero demos un día
nosotros a nuestra patria.
La frase cayó en medio de la sala como un proyectil fulminante. José María Serra se
levantó electrizado de su asiento, y Juan Isidro Pérez, vibrante como una cuerda golpeada,
tembló desde los pies a la cabeza. El doctor Valverde, desconcertado primeramente por aque-
lla respuesta inesperada, se adelantó luego hacia su amigo para decirle con voz cálida:
—Si algún día emprendes esa magna obra, cuenta con mi cooperación.
Algunas semanas después, Duarte se reúne con los amigos y condiscípulos que se congre-
garon en su hogar el día de su llegada. Pero durante estos primeros encuentros, no denuncia
a nadie sus propósitos ni deja traslucir en sus palabras el motivo de sus preocupaciones.

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JOAQUÍN BALAGUER  |  EL CRISTO DE LA LIBERTAD

Todos sus pasos, por el contrario, parecen obedecer a una cautela asombrosa. Su primera
medida debe consistir en una obra de captación personal, y a lo que tiende por el momento
es a atraerse a los hombres que por razones de edad y de sentimiento son más susceptibles
de adherirse con entusiasmo a la empresa que ya tiene proyectada. El medio que utiliza
para esta labor de atracción es el del ascendiente moral que sobre muchas de esas almas
jóvenes podía entonces darle la superioridad de la cultura. Gracias a los conocimientos que
adquirió durante su estancia en Barcelona, y a cierto don de simpatía personal con que lo
dotó abundantemente la naturaleza, le fue fácil convertirse en el mentor de aquella juventud
ansiosa de enseñanza.
El almacén de la calle de La Atarazana se transforma en una especie de ágora adonde
acuden muchos jóvenes a recibir cada día de labios de Juan Pablo Duarte lecciones de latini-
dad, de matemáticas, de literatura, de filosofía y de otras ramas del saber humano. El maestro
habla a sus discípulos sin petulancia, pero subraya sus palabras con el ademán persuasivo
del que convence y del que crea. Aquellas lecciones, que tenían más bien el carácter de un
diálogo que el de una cátedra, despiertan en muchos de los que escuchan fibras que durante
el cautiverio permanecieron ignoradas: en José María Serra nace la vena del escritor y del
poeta emotivo; en Pedro Alejandrino Pina empiezan a vibrar, con resonancias de himno
patriótico, las cadencias de la cuerda oratoria; y en los demás brota, con impetuosa energía,
el sentimiento nacionalista, revuelto a veces con el de la inspiración literaria.
Las ciencias y las letras crean desde aquel momento, entre Duarte y sus discípulos, una
fraternidad que en lo sucesivo se irá haciendo más estrecha con el sufrimiento y las perse-
cuciones. Creado el vínculo indestructible mediante esa especie de elación enigmática que
tiene la palabra de los grandes redentores, Duarte se decide a desnudar su pensamiento a
aquellos de sus compañeros a quienes considera más adictos a él o más aptos para la labor
de propaganda secreta que la libertad de la patria hará en lo adelante necesaria.
Mientras Juan Pablo Duarte pasa con sus discípulos del trato puramente intelectual al
conciliábulo patriótico, las autoridades haitianas contemplan con indiferencia los movi-
mientos de este grupo de conspiradores: el gobernador Alexi Carrié, sucesor de Borgellá, no
sospecha siquiera que aquel joven pálido, que parece tener el soñar y el leer libros de filosofía
por ocupación constante, sea capaz de erigirse en vengador de su patria y de encender la
llama de la revolución en el alma de la nacionalidad sojuzgada.

El caballero del espíritu


Una de las pruebas más significativas de la elevación espiritual de Duarte, es su sed de
sabiduría y su amor a los estudios desinteresados. Desde que aprende a leer, bajo la dirección
de su madre y de la señora de Montilla, muestra una curiosidad intelectual insaciable. Des-
pués de su retorno de España, se dedica con más tesón que nunca a atesorar conocimientos
para el cultivo de su propio espíritu y no para fines de utilidad inmediata.
Desde la niñez, siente el hechizo de la Geografía y la atracción de los viajes. Con el afán
de conocer tierras exóticas y con el gusto por los estudios geográficos, nace en él el amor
a las más diversas lenguas extranjeras. Empieza a estudiar el inglés en la adolescencia con
un ciudadano británico residente a la sazón en Santo Domingo, el señor Groot, y luego lo
perfecciona con Mr. Davis durante el tiempo en que permanece en Nueva York de paso para
Europa. Las nociones de lengua francesa que adquirió en su propio país, gracias a la estimación

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que le cobró Monsieur Bruat, seducido, como todos los maestros de Duarte, por la curiosi-
dad científica que tanto llamó su atención en este adolescente de inteligencia despejada, se
ensancharon prodigiosamente no sólo durante su estancia en París, sino también en forma
constante después de su regreso a la patria, sin duda porque el futuro caudillo de la sepa-
ración se dio cuenta desde el principio de la importancia que tendría para la realización
de sus planes el dominio del habla de los invasores. Cuando llega a Hamburgo, a raíz de
su segundo destierro, se dedica con calor al estudio de la lengua alemana, y luego persiste
durante largo tiempo en él la aspiración a dominar ese nuevo idioma que lo seduce por las
perspectivas que ofrece a sus estudios filosóficos y porque pone a su alcance una fuente
científica de riqueza insospechada.
El doctor Juan Vicente Moscoso lo inició en 1834 en los misterios de la lengua latina. El
aprendizaje del latín excita particularmente su curiosidad no sólo porque esa lengua madre
le da acceso al mundo de Tácito y de los historiadores antiguos, verdadero centro de su alma
que parece pertenecer a los grandes tiempos del patriotismo romano, sino también porque
ya las Sagradas Escrituras, su libro de cabecera, le habían infundido el amor al sacerdocio
y habían despertado en su corazón la llama religiosa.
La filosofía fue otra de las aficiones desinteresadas de Duarte. Empezó a cursarla en
España, y el hecho de hallarse nuevamente en auge, cuando visita por primera vez a Barce-
lona, las enseñanzas de Raimundo Lulio, lo lleva al través de los libros del beato mallorquín
a familiarizarse con ese aspecto de la cultura humana. Tan profundamente se penetró del
espíritu de las ciencias filosóficas, que luego manifestará su devoción a esa disciplina con
palabras dignas de Sócrates: “La política no es una especulación; es la ciencia más pura y
la más digna, después de la filosofía, de ocupar las inteligencias nobles”. Con el sacerdote
peruano Gaspar Hernández, activo animador de la idea separatista, continuó en 1842 los
estudios que inició en Cataluña. Después, en los cuatro lustros pasados en el desierto, sin
más compañía que la de las tribus semisalvajes del Orinoco, el estoicismo que la filosofía
sembró en su alma tendrá ocasión de ejercitarse hasta un grado que rebasa los límites del
sufrimiento humano. El ejemplo de Raimundo Lulio, en cuyas doctrinas se nutrió su mente
todavía no trabajada por otras tendencias filosóficas, debió de presentársele más una vez
en la selva bajo la forma trágica del mártir perseguido por los infieles y apedreado ante las
aras de los ídolos bárbaros con saña supersticiosa.
Las matemáticas le revelan por aquella misma época sus secretos que carecen de
aridez para este estudiante incansable a quien ante todo seducen los severos perfiles de
la verdad científica. La sequedad de esta disciplina, aparentemente en desacuerdo con sus
aficiones literarias, no le impide consagrar largas horas a la música y recibir del profesor
Calié lecciones de dibujo. Con el músico dominicano Antonio Mendoza domina desde muy
joven la flauta y se inicia en algunos instrumentos de cuerda. De España trajo en 1833 una
incontenible afición a la guitarra. Con la música alterna la poesía. Antes de que la política
absorba por completo su espíritu y lo aparte de esas distracciones inocentes, intenta más
de una vez expresar en versos y en fragmentos musicales los sentimientos propios de su
juventud soñadora.
Pero Duarte no fue un hombre de genio creador, sino de inteligencia poderosamente
receptiva. Nunca acertó a traducir las crisis de su alma, sino en poemas mediocres y en do-
cumentos de gran altura moral, pero de forma desmedrada. El hecho mismo, sin embargo,
de que la naturaleza le hubiera negado el don de los artistas creadores, hace aún más digna

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JOAQUÍN BALAGUER  |  EL CRISTO DE LA LIBERTAD

de admiración y de respeto su tendencia a los estudios desinteresados: en su amor a la filo-


sofía y al dibujo, a las matemáticas y a la poesía, a los idiomas y a la música, no interviene
el estímulo económico ni se refleja aquel sentimiento de vanidad y de orgullo que es el que
a menudo excita la sensibilidad artística o el que desata muchas veces en el hombre la vena
de la inspiración literaria.

El patriota
Apostolado patriótico
Mientras cultiva su espíritu, Duarte no cesa de transmitir los conocimientos que
adquiere a la juventud de su ciudad nativa. Durante cuatro años consecutivos, de 1834 a
1838, no ha dejado de ofrecer clases de idiomas y de matemáticas a un grupo de jóvenes
humildes que acuden todas las tardes al almacén situado en la calle de “La Atarazana”. A
los más preparados, pertenecientes muchos de ellos a las familias más distinguidas de la
antigua capital de la colonia, les franquea las puertas de la filosofía y de otras ramas de las
humanidades.
La popularidad y el ascendiente del joven maestro cunden sobre una gran parte de la
población con este apostolado. Muchos de los discípulos empiezan a sentir por él una adhe-
sión fervorosa. Su sabiduría y su dedicación a la enseñanza de la juventud, le han convertido
en el centro de un grupo numeroso de conciencias juveniles en las cuales se agita en cierne
la patria en esperanza.
Duarte se ocupa durante estos cuatro años en mantener al día los libros del establecimien-
to comercial de su padre. Pero como no es mucha la labor que exige el escaso movimiento
del almacén de don Juan José Duarte, debido a que la demanda de artículos de marinería
había considerablemente mermado con las medidas adoptadas por Boyer para aislar la isla
del comercio extranjero, el joven contabilista dispone de casi todo su tiempo para la obra
de preparar a la juventud que ha de realizar la independencia. Al mismo tiempo que sumi-
nistra lecciones gratuitas de aritmética y de lengua inglesa a jóvenes procedentes de todas
las clases sociales, hace circular sus libros entre los discípulos más aventajados y se ocupa
personalmente en atraer de nuevo a quienes se muestran tibios o a quienes desertan por
apatía de sus clases improvisadas.
Pronto el almacén de “La Atarazana” se convierte en sede de una junta revolucionaria.
La palabra de Duarte ha penetrado en el corazón de un grupo de jóvenes idealistas y poco
a poco se han fundido las voluntades de todos en una aspiración común: la de separar la
parte española de la isla de la parte haitiana. Pero ahora la liberación no se realizaría, como
en 1809, en beneficio de España, sino en provecho exclusivo de la antigua colonia, que se-
ría esta vez emancipada. Duarte lanza, pues, la idea, y la acogen con entusiasmo aquellos
de sus discípulos que más se han destacado por su fervor a los principios que predica el
apóstol y aquellos que le testimonian una fidelidad más abnegada: Juan Isidro Pérez, Pedro
Alejandrino Pina, Félix María Ruiz, Benito González, Juan Nepomuceno Ravelo, José María
Serra, Felipe Alfau y Jacinto de la Concha.
La misión de esta junta, para cuya instalación debía escoger su iniciador alguna fecha
solemne, consistiría en preparar, dentro de un ambiente de sigilo, la conjura contra los in-
vasores. Los resultados dependerían, según lo hizo saber al grupo el propio Duarte, de que

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entre los ocho elegidos no se filtraran ni vacilantes ni traidores. Uno de los ocho, tal vez
el único que había nacido en cuna de marfil y cuya familia había disfrutado de no escasa
influencia bajo la dominación española, frunció el ceño al oír esta advertencia, que tuvo en
labios del apóstol la entonación y el sentido de una consigna sagrada.

Fundación de “La Trinitaria”


El 16 de julio de 1838 convocó Duarte a sus discípulos para constituir, bajo la advocación
de la Virgen del Carmen, cuya festividad se solemnizaba ese mismo día, la sociedad patrió-
tica “La Trinitaria”. El sitio escogido para la reunión fue la casa de Juan Isidro Pérez de la
Paz, acaso aquel de los ocho elegidos que amó más tiernamente a Duarte, la cual se hallaba
situada en la calle del Arquillo o calle de los Nichos, frente al antiguo templo de Nuestra
Señora del Carmen y contigua al hospital de San Andrés.
Doña Chepita Pérez, madre de Juan Isidro, había salido de su hogar desde las primeras
horas de la mañana para asistir en la iglesia vecina a las solemnidades del día. Toda la calle
se encontraba desde el amanecer invadida de fieles que se dirigían al templo o charlaban
en los alrededores. El Arzobispo don Tomás de Portes e Infante, quien gozaba, desde que
se prestó a suscribir la humillante circular del 15 de septiembre de 1833, de la confianza de
los dominadores, escogió la celebración del día de Nuestra Señora del Carmen para hacer
aquel año una extraordinaria demostración de la fe religiosa del pueblo dominicano. Hacía
muchos años que la religión, ferozmente perseguida por el gobernador Borgellá, consciente
del valor de la fe como elemento de resistencia moral en las grandes crisis de los pueblos, se
hallaba amenazada de muerte como todo lo que en la antigua colonia representaba algún
vestigio del alma o de la civilización española. Pero en 1838, las autoridades haitianas, ig-
norantes todavía de los trabajos revolucionarios de Duarte y sus discípulos, permanecieron
indiferentes ante aquellas manifestaciones de fervor religioso y aún muchos de los repre-
sentantes del poder civil y militar, con Alexi Carrié a la cabeza, se asociaron entusiastamente
al regocijo de la población nativa.
Duarte, que todo lo tenía previsto y que se empeñaba en rodear su obra subversiva del
mayor secreto, eligió aquel día para la fundación de “La Trinitaria”. Por entre los grupos de
fieles, reunidos frente a la iglesia en espera de que se iniciara la procesión, fueron pasando
inadvertidamente los nueve conjurados. Las mujeres, en su mayor parte pertenecientes a
las clases humildes, y los numerosos hombres y niños de todos los barrios de la ciudad
que iban y venían de un extremo a otro de la Plaza del Carmen, no fijaron probablemente
la atención en ninguno de los patriotas que esa mañana se disponían a suscribir, a pocos
pasos de allí, acaso a la misma hora en que las campanas anunciaran la salida de la imagen
veneranda, cuya conducción se disputaban los devotos, un pacto de honor para redimir de
su esclavitud al pueblo dominicano.
Cuando todos los que habían recibido la cita de honor se hallaron presentes en la casa
número 51, acomodados en las butacas de pino de aquel hogar en que todo respiraba orden
y limpieza, Duarte se puso en pie para explicar a sus discípulos el motivo de la convocación
y enterarlos de sus proyectos. Empezó su discurso, largamente meditado, con aquella voz
suave, vibrante de emoción, que todos conocían bien por haberla oído tantas veces en el diálogo
familiar o en la cátedra revolucionaria. Después de aludir a la solemnidad del día, propicio a
la determinación que iban a adoptar, puesto que en ésta iría envuelto un juramento sagrado,

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JOAQUÍN BALAGUER  |  EL CRISTO DE LA LIBERTAD

habló de los padecimientos de la patria y de la necesidad de organizar su liberación por


medio de una propaganda sigilosa, pero incesante y activa. Ningún recurso debía ser omitido
para lograr esos fines. Si el buen éxito de la empresa exigía que se utilizara la simulación,
cada uno de los firmantes del pacto debía tratar de mezclarse con los invasores para cono-
cer mejor sus designios, para descubrir sus planes, o para fomentar cuidadosamente a sus
espaldas la propaganda subversiva. El primer paso que debía darse era el de una labor de
agitación secreta dirigida a levantar la fe del país que permanecía con la conciencia postrada.
Los nueve debían multiplicarse difundiendo infatigablemente el ideal revolucionario entre
todos los dominicanos. Pero nadie, con excepción de los comprometidos en el pacto que
serviría de base a la constitución de “La Trinitaria”, debía conocer las actividades del grupo
que se organizaría como sociedad secreta.
Los nueve socios fundadores actuarían en grupos de tres, y dispondrían de ciertas señales
simbólicas para comunicarse entre sí: cuando un trinitario llamaba a la puerta de otro, éste
podía fácilmente, según el número de golpes, saber si su vida corría o no peligro, o si el plan
en ejecución había sido o no descubierto por los invasores. Un alfabeto criptológico sería
adoptado con el fin de mantener las actividades de “La Trinitaria” en el misterio para toda
persona que no fuese miembro de ella. Cualquier mensaje trasmitido a uno de los nueve,
a altas horas de la noche, podía ser descifrado con ayuda de una de las cuatro palabras si-
guientes: confianza, sospecha, afirmación, negación. Nada escapaba a la cautela de Duarte.
Sus discípulos lo oían con el alma en tensión. A medida que hablaba el apóstol, los ojos de los
oyentes fosforecían y su ánimo iba pasando del asombro a la admiración calurosa. Pero los
semblantes, graves en el momento de recoger los detalles del plan así esbozado, cambiaron
súbitamente de color cuando el maestro propuso a los discípulos la fórmula del juramento
que debían prestar para pertenecer a “La Trinitaria” y organizar desde su seno la revolución
contra las autoridades haitianas.
Uno tras otro, los ocho se pusieron en pie, frente a Duarte, para prestar el juramento
y suscribirlo luego con sangre: “En el nombre de la Santísima, Augustísima e Indivisible
Trinidad de Dios Omnipotente: Juro y prometo por mi honor y mi conciencia, en manos de
nuestro Presidente Juan Pablo Duarte, cooperar con mi persona, vida y bienes, a la separación
definitiva del gobierno haitiano, y a implantar una república libre, soberana e independiente
de toda dominación extranjera, que se denominará República Dominicana. Así lo prometo
ante Dios y el mundo. Si tal hago, Dios me proteja; y de no, me lo tome en cuenta y mis
consocios me castiguen el perjurio y la traición si los vendo”.
Después de suscrito el documento, con sangre sacada por cada uno de los firmantes
de sus venas, Duarte continuó sometiendo a la aprobación de sus discípulos los demás
pormenores del plan por él concebido. La República que se proponían crear debía tener
su escudo y su bandera. La insignia nacional constaría de un lienzo tricolor en cuartos,
encarnados y azules, atravesados por una cruz blanca. El simbolismo de esta bandera
estaría en oposición con el que quisieron infundir a la suya los libertadores haitianos. El
color blanco, condenado por Dessalines como un emblema de discordia, sería para los
habitantes de la parte oriental de la isla el símbolo de los ideales de paz bajo cuyo imperio
nacería la República libre de todo odio de raza y fundida, como en un molde inviolable,
en el principio de la solidaridad humana. “La cruz blanca dirá al mundo –subrayó el
apóstol– que la República Dominicana ingresa a la vida de la libertad bajo el amparo de
la civilización y el cristianismo”.

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

Mientras el maestro hablaba, los discípulos permanecían enmudecidos. Ninguno osaba


interrumpir a aquel hombre que parecía inspirado por un numen divino. Los aires que se
colaban por las claraboyas abiertas en lo alto de las paredes, traían a la sala de la reunión
un vago olor a incienso y ecos de la algarabía de las multitudes aglomeradas en la plaza
vecina. De pronto se hizo en la calle un silencio profundo, y acto seguido las campanas
llenaron los ámbitos con sus voces estruendosas. La procesión acababa de iniciarse y la
imagen de Nuestra Señora del Carmen, conducida en hombros de los fieles, pasaba frente a
la casa número 51 de la calle del Arquillo. Duarte aprovechó aquel momento solemne para
pronunciar con acento cálido las siguientes palabras: “No es la cruz de nuestra bandera el
signo del padecimiento, sino el símbolo de la redención. Bajo su égida queda constituida
la sociedad “La Trinitaria”, y cada uno de sus miembros obligado a reconstituirla mientras
exista uno, hasta cumplir el voto que acabamos de hacer de redimir la Patria del poder
de los haitianos”.
Los ocho, puestos en pie escucharon estas palabras como si descendieran del cielo.
Duarte se acercó entonces a sus discípulos y después de abrazarlos como un padre, se sentó
entre ellos a discurrir sobre las posibilidades de la obra que iban a emprender y sobre los
sacrificios que su ejecución exigiría de quienes asumieran la responsabilidad de realizarla.
Cuando más embebidos estaban en sus sueños, sonaron algunos golpes en la puerta de la
calle. Juan Isidro se levantó a abrir y doña Chepita Pérez, quien traía el rostro encendido y la
respiración jadeante, irrumpió en la sala con su libro de rezos y su mantilla en la mano. Todos
se pusieron en pie para recibirla y aguardaron a que la anciana se sentara y recogiera en su
ancho pañolón de batista las gotas de sudor que descendían de su frente, para interrogarla
sobre la ceremonia religiosa que acababa de efectuarse en los alrededores.
La madre de Juan Isidro Pérez, a pesar de que no había recibido más instrucción que
la que se daba entonces a las mujeres de la época, constituida por nociones científicas rudi-
mentarias y por el aprendizaje día tras día de la doctrina cristiana, era una matrona inteli-
gente y locuaz en quien la delicadeza del espíritu apuntaba bajo las arrugas del semblante
bondadoso. Amaba tiernamente a su hijo, y aunque desde hacía algún tiempo advertía sus
silencios prolongados y el aire melancólico con que clavaba frecuentemente en ella su mi-
rada distraída, no sospechaba aún el sentido de aquellas actitudes extrañas. La presencia
aquel día en su casa de Juan Pablo Duarte y sus demás compañeros no sorprendió gran
cosa a doña Chepita, quien una vez que hubo dominado la sofocación con que entró de la
calle refirió a sus interpelantes todos los detalles de la fiesta recién celebrada. El discurso
pronunciado desde el púlpito de la iglesia del Carmen la había conmovido hondamente.
Esta pieza oratoria, si bien ceñida al espíritu de sumisión prometido por el nuevo Jefe de la
Iglesia a las autoridades haitianas, no había sido tan entusiasta de los beneficios de la indi-
visibilidad como la que en 1834 predicó desde la catedral el Padre José Ruiz, más célebre por
la tormenta que se desató el mismo día en que iba a ser enterrado, que por la elocuencia o
por el nervio patriótico de sus sermones. El clero, aunque muy lejos de la serena altivez con
que actuó, frente al invasor, mientras fue dirigido por el Padre Valera empezaba ya, por lo
visto, a independizarse de la tutela que Alexi Carrié había logrado imponerle gracias a su
astucia, más eficaz, pero mejor disimulada que la de sus predecesores.
El rostro de doña Chepita expresaba la satisfacción que la invadía al comprobar que aún
no había desaparecido, no obstante los dieciséis años pasados bajo la barbarie haitiana, la fe
del pueblo en la religión de sus mayores.

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JOAQUÍN BALAGUER  |  EL CRISTO DE LA LIBERTAD

La fe incontaminada de aquella matrona de alma pura, imagen viviente del hogar nativo,
aún no viciado por los dominadores, fue para Duarte y sus discípulos un nuevo motivo de
esperanza. La patria no estaba perdida puesto que todavía el pueblo creía en la religión de
sus antepasados y puesto que aún sabía que la cruz, emblema de la pasión, era también el
símbolo supremo de todas las redenciones humanas.

Judas
“La Trinitaria” creció con rapidez asombrosa: poco tiempo después de instalada, ingre-
saron en ella jóvenes de todas las categorías sociales. Sólo permanecieron fuera de la insti-
tución los hijos de aquellas familias que a la sombra del gobierno de Boyer habían logrado
conservar y aún extender en algunos casos las preeminencias de que disfrutaron bajo los
gobiernos de la España Boba. La red de la conspiración se iba extendiendo con sigilo, pero
tendía a abarcar a toda la sociedad de ascendencia española.
La obra de propaganda realizada después del 16 de julio de 1838, revela a Duarte como
hombre dotado de energías portentosas. No puede perderse de vista, en efecto, que hasta el
día en que surge “La Trinitaria”, la flor del país coopera con las autoridades de ocupación.
Algunos hombres notables, aunque sienten por la soldadesca de Boyer una repugnancia
instintiva, colaboran activamente en la obra de desnacionalizar el país y de adormecer su
conciencia con sofismas como el de la indivisibilidad de la isla y el del carácter irremediable de
la dominación haitiana. Uno de aquellos hombres, el defensor público don Tomás Bobadilla,
se había prestado a escribir el documento en que Haití respondía a los alegatos de España en
favor de la restitución de la colonia a sus antiguos señores. Otros, como Buenaventura Báez
y el presbítero Santiago Díaz de Peña, se disputaban en las asambleas de Puerto Príncipe,
la representación de sus provincias respectivas. Vencer ese estado de descomposición moral
y combatir esa inercia aniquiladora, era la obra reservada a Duarte y a los que se asociaron
a él para fundar “La Trinitaria”.
Pero entre los nueve fundadores se había filtrado un traidor: Felipe Alfau. Pertenecía este
fariseo a una familia más española que dominicana. Sacó al país, durante la colonia, todo
género de gajes y se alió, después de la Independencia, al partido de los anexionistas y al
de los sostenedores más implacables de la tiranía de Santana. El padre de Felipe, don Julián
Alfau, fue de los que en la Junta convocada por Duarte, en vísperas de la llegada al país del
ejército de Charles Herard, se ladeó en favor de la prudencia y pidió que se desechara toda
idea de resistir al invasor en nombre de la cordura.
Felipe Alfau, si bien fue un hombre de valor y acaso rivalizó con Santana como conductor
de tropas y como estadista de voluntad enérgica, parece haber sido un político de tempe-
ramento díscolo y de susceptibilidad exagerada. Después de haber recibido toda clase de
distinciones del héroe del 19 de marzo, se disgustó por un motivo baladí de su protector y
le miró desde entonces con cierta hostilidad rencorosa. Luchó con arrojo frente a los haitia-
nos en “El Memiso” y en “Sabana Larga”, donde su dirección influyó poderosamente en el
triunfo de las armas dominicanas. Pero no amó al país, y a lo que en realidad servía, cuando
peleaba contra Haití, era a sus sentimientos españolistas furibundamente arraigados. Tenaz,
como buen aragonés, aunque accidentalmente nacido en territorio dominicano, empleó desde
el primer día todo su poder de fascinación y todo el prestigio vinculado a su apellido para
inclinar a Santana en favor de la reincorporación de la República a España.

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

Hay que reconocer, en honor suyo, que fue leal a su sangre y a su raza, aunque en los
días difíciles que precedieron a la independencia fue de los que se plegó, como Caminero y
como Bobadilla, a los dominadores indeseables. Si sirvió fielmente al hatero de “El Prado”
durante los primeros tiempos de su hegemonía política, también fue de los autores inte-
lectuales de la anexión, esto es, fue uno de los hombres que más trabajaron en desprestigio
de Santana. A los hijos de Julián Alfau se debió en gran parte que el futuro Marqués de las
Carreras, un déspota cegado por la codicia y el orgullo, aceptara la reanexión a España en
vez de negociar, como parecía desearlo, la corriente de opinión más respetable del país, un
simple protectorado. Por egoísmo o por un sentimiento de rabiosa y estúpida adhesión a
la tierra de sus antepasados, Felipe Alfau señaló desde el primer momento a su jefe el par-
tido menos digno y menos aconsejable: el del sacrificio total de la independencia, solución
repudiada por la casi universalidad de los dominicanos que deseaban la ayuda de España
para sostener su libertad; pero que no querían esa protección a trueque de una servidumbre
absoluta. Si en vez de Felipe Alfau, hombre más afecto a España que a su propia tierra nativa,
el escogido para negociar con los ministros de Isabel II hubiera sido un santanista del tipo
de Alejandro Angulo Guridi, dominicano de fibra patriótica más pura que la del desertor
de la sociedad “La Trinitaria”, acaso se hubiese logrado un acuerdo más satisfactorio para
el país y sin duda más duradero que el que tuvo por base la reincorporación pura y simple
del territorio nacional a la monarquía española.
Pero Felipe Alfau, aunque figuró entre los primeros miembros de “La Trinitaria”, no
compartió el idealismo de Duarte ni fue capaz de medir la grandeza de su apostolado.
Cuando “La Trinitaria”, la cual llevaba apenas algunos años de existencia, trató de extender
fuera de la antigua capital de la colonia su obra de propaganda clandestina, Duarte eligió a
Simón, nombre con que era conocido Felipe Alfau en el seno del grupo revolucionario, para
que llevara la semilla separatista al Cibao. Pero Alfau, quien ya desconfiaba del triunfo de
la causa de la patria y se disponía a entenderse con los haitianos que conspiraban contra el
gobierno de Boyer, se negó a aceptar la comisión y aludió con desdén a los esfuerzos que
realizaba el partido de la independencia. Su actitud se hizo desde aquel día sospechosa.
Todo hacía esperar de él una delación que pusiera a Duarte y a sus adictos a merced de las
autoridades haitianas. Los hechos demostraron luego que esas sospechas no eran infunda-
das. Alfau fue quien denunció al general Riviére los planes separatistas de los patriotas de
“La Trinitaria”. Los treinta dineros que este Judas recibió por su traición, consistieron en
el grado de coronel del batallón de guardias nacionales que todavía en 1843 subsistía en la
antigua capital de la colonia.
Todos los trinitarios vieron desde entonces como un desertor a este malvado. La siguiente
anécdota pinta el grado de animadversión que le cobró Sánchez al perjuro. En las postrime-
rías de 1844, después de una corta estancia en Irlanda, llegan a Nueva York algunas de las
víctimas del decreto que condenó a destierro perpetuo a Duarte y a los principales caudillos
de la Puerta del Conde. Un día en que Francisco del Rosario Sánchez, Ramón Mella y Pedro
Alejandrino Pina, quienes figuraban entre ese grupo de inmigrantes, acosados de su país por
el despotismo naciente de Santana, atravesaban una de las calles portuarias de la gran urbe,
tropezaron inesperadamente con Felipe Alfau. Mella y Pedro Alejandrino Pina, desconcerta-
dos por aquel encuentro súbito, corrieron hacia el compatriota para abrazarlo con entusiasmo
efusivo. Sánchez, en cambio, miró con acritud al consejero de Santana, al antiguo Simón de las
conjuras secretas de “La Trinitaria”, y le volvió orgullosamente la espalda.

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JOAQUÍN BALAGUER  |  EL CRISTO DE LA LIBERTAD

“La Filantrópica”
La actitud de Felipe Alfau dio lugar a que se disolviera “La Trinitaria”. Para ponerse a
salvo de las persecuciones a que la delación podía exponerlos, Duarte y los que permane-
cieron adictos a la causa de la independencia optaron por constituir una nueva junta patrió-
tica que disimularía sus verdaderos fines bajo la apariencia de una sociedad de tendencias
recreativas: “La Filantrópica”.
El teatro fue el medio escogido entonces para mantener viva en el espíritu público la idea
separatista. Duarte conocía la eficacia de las representaciones dramáticas como órgano de
difusión de los ideales revolucionarios porque oyó hablar, durante su estancia en Cataluña,
del uso que se hizo en España del teatro para levantar el sentimiento nacionalista del pueblo
contra la dominación francesa. En sus maletas de viajero, el apóstol logró traer de la Península
en 1833 las obras de Martínez de la Rosa y los dramas con que Alfieri, “el terrible Alfieri”,
como le llamó entonces uno de los más ilustres afrancesados de la Madre Patria, había puesto
nuevamente de moda el puñal de Bruto y las catilinarias contra los enemigos de la libertad.
Los discípulos devoraron estas obras bajo la dirección del propio Duarte, y se concertó
llevar a las tablas aquellas que más se prestaran para sublevar el espíritu del pueblo con
declamaciones patrióticas y con proclamas líricas sonoramente martilladas. Los ensayos
se realizaron en casas particulares, con el fin de no despertar la curiosidad del gobernador
Carrié ni hacer las reuniones sospechosas. Un distinguido ciudadano de Santo Domingo de
Guzmán, conquistado por el fervor de Duarte y sus discípulos, ingresó poco tiempo después
en “La Filantrópica”, y se hizo cargo de transformar el viejo edificio de “La cárcel vieja” en
un teatro capaz de recibir cómodamente a cientos de espectadores: la historia ha recogido
el nombre de este patriota, don Manuel Guerrero, entusiasta servidor desde entonces de
aquella cruzada de idealismo. La apertura de este salón constituyó una novedad sensacio-
nal en el ambiente de pesadumbre y de horror creado por la dominación haitiana. Media
ciudad acudió la noche del estreno a presenciar “La viuda de Padilla”, llevada al escenario
por actores improvisados a quienes el ardor nacionalista convertía en intérpretes admirables
del gran drama de Martínez de la Rosa, obra escogida con acierto si se piensa en el énfasis
oratorio que realza casi todas sus escenas y en la abnegación con que los caudillos de la
guerra de las comunidades se exponen allí a las iras del despotismo para sacar triunfantes
los fueros ciudadanos.
La presencia en el escenario de Juan Isidro Pérez, a quien se confió en “La viuda de Padi-
lla” y en algunas de las tragedias de Alfieri, como la titulada “Roma libre”, la personificación
de la libertad y el patriotismo, fue saludada repetidas veces con aclamaciones ruidosas. El
joven, secundado en su empresa por Remigio del Castillo, Jacinto de la Concha, Pedro An-
tonio Bobea, Luis Betances, José María Serra y Tomás Troncoso, así como por algunas damas
en quienes también había prendido la llama revolucionaria, comunicaba tanto fuego a los
versos y subrayaba con tanta intención las frases que de algún modo resultaban aplicables
a los dominadores, que la sala entera se ponía en pie electrizada por aquel actor delirante.
De tal manera se posesionaban de su papel los intérpretes, que el público participaba de
sus emociones y se dejaba fácilmente arrebatar por esos conspiradores que desde la escena
fulminaban rayos de indignación contra todos los opresores de las libertades humanas.
El gobernador haitiano empezó pasando por alto las primeras representaciones. Pero
el público acudía con tanto entusiasmo al teatro y los actores provocaban en el auditorio
tal delirio, que Alexi Carrié fue puesto por sus espías sobre aviso. El primer impulso de

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las autoridades de ocupación fue el de suspender las actividades de “La Filantrópica”, y


clausurar el teatro. Pero se pensó que acaso esa medida podía enardecer más los ánimos y
contribuir a que la candela de la revolución se extendiese más aprisa. Faltaba, en todo caso,
un pretexto para justificar una orden que aparentemente iría encaminada a privar al pueblo
de la única diversión de que disfrutaba en aquellos días calamitosos.
El pretexto buscado por el gobernador Carrié se presentó, sin embargo, de improviso.
Una frase recalcada con excesiva intención desde las tablas, dio lugar a que el funcionario
haitiano irrumpiera una noche inesperadamente en la sala llena de espectadores. Se ponía
en escena uno de los dramas escritos en la Península con el propósito de ridiculizar a las
autoridades francesas durante los días de la invasión de España por las hordas napoleónicas.
Uno de los actores se adelantó hacia el público y lanzó al aire como una detonación estas
palabras: “Me quiere llevar el diablo cuando me piden pan y me lo piden en francés”. Esta
invectiva, declamada con voz estentórea y recibida jubilosamente por el auditorio, pareció
sospechosa al gobernador Carrié, que hizo subir al escenario a uno de sus ayudantes con
orden de exigir un ejemplar impreso del drama en que figuraban las palabras citadas. El
oficial haitiano examinó el libreto y comprobó que efectivamente en él figuraba aquella
frase despectiva. El espectáculo continuó, pero a partir de aquel momento los invasores
redoblaron la vigilancia de “La Filantrópica”, y sus amenazas se tornaron más concretas.
El objetivo, sin embargo, ya estaba en parte logrado, y las proclamas formuladas desde las
tablas por actores que mostraban a las multitudes el puñal de Bruto y hablaban poseídos de
entusiasmo revolucionario, iban bien pronto a ser sustituidas por gritos de libertad lanzados
desde un escenario más activo: el de la conspiración armada.

Duarte y Gaspar Hernández


Mientras “La Filantrópica”, prácticamente dirigida, como sociedad dramática, por Juan
Isidro Pérez y por José María Serra, realizaba desde el escenario una intensa labor de propa-
ganda revolucionaria, Duarte no descansaba, por su parte, en la tarea de reunir prosélitos
para la causa de la independencia absoluta. Con el fin de preparar también el ambiente en los
países vecinos, en donde residían desde la época de la cesión de la isla a Francia numerosas
familias oriundas de tierra dominicana, se dirigió en 1841 hacia Venezuela.
En Caracas se hospedó en el hogar de sus tíos maternos Mariano y José Prudencio Diez.
Después de enterarlos de sus proyectos separatistas, y de lograr que ambos le ofrecieran
su apoyo en favor de la libertad de su tierra nativa, se dedicó a visitar a todos los elemen-
tos dominicanos de algún relieve que a la sazón residían en la capital venezolana. En esta
ocasión trabó amistad con José Patín, con Teófilo Rojas, con Hipólito Pichón, con Lucas de
Coba, con Pedro Núñez de Cáceres, con Antonio Madrigal y con Antonio Troncoso y otros
compatriotas residentes en Venezuela y los interesó en favor de la causa nacional para que
en el momento oportuno ofrecieran parte de sus recursos económicos, y, en caso necesario,
sus servicios personales, al grupo que en Santo Domingo debía iniciar la revuelta contra las
autoridades haitianas.
Obtenida la promesa de ayuda de los dominicanos residentes en Caracas, Duarte empren-
de entonces la labor de conquista de las personas de nacionalidad venezolana que podían
auxiliarle en su empresa. Gracias a las relaciones de su familia con personajes venezolanos
que disponían de grandes influencias en la política de aquel país, pudo llevar a los círculos

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JOAQUÍN BALAGUER  |  EL CRISTO DE LA LIBERTAD

más distinguidos de la sociedad caraqueña el anhelo que ya empezaba a hervir en las con-
ciencias dominicanas. Muchos venezolanos prominentes le hicieron protestas de adhesión
a la causa que representaba, y prometieron secundar su obra en la hora precisa.
La travesía se hacía en aquella época en barcos de vela que tocaban en diversas islas
del Caribe. Duarte aprovecha la permanencia de la goleta en que viaja en cada uno de esos
puntos de escala, para obtener en favor de la independencia nacional nuevas adhesiones. Su
ascendiente personal, el extraordinario don de simpatía que le fue característico, le permitió
hacerse oír donde quiera que estuvo en solicitud de ayuda para su patria oprimida.
Desde su retorno al país, se acerca al presbítero Gaspar Hernández, con quien ya antes
había tenido contactos que le permitieron medir la importancia del concurso que podría
prestar a su causa el ilustre sacerdote peruano, y lo induce a incorporarse activamente a
la cruzada emprendida por “La Trinitaria” en favor de la independencia dominicana. El
gran cura limeño, seducido por el fervor revolucionario de su amigo, funda una cátedra de
filosofía, y a ella acude Duarte con sus partidarios más fervorosos. Las clases se convierten
desde el primer día en junta de conspiración contra las autoridades haitianas. El padre
Gaspar Hernández riega con el vigor de su palabra la semilla sembrada ya por Duarte en
la conciencia de un grupo de jóvenes que se asociaron a él bajo el juramento de morir o de
rescatar la patria de la dominación extranjera.
Cuando la influencia de Gaspar Hernández empieza a hacerse sentir en el alma de la
juventud dominicana, ya el ideal de la independencia, concebido y calentado por Duarte se
halla en vías de concretarse en una realidad venturosa. Pero el apóstol no desecha ninguna
oportunidad para mantener encendida esa aspiración en el grupo de los elegidos y para
extenderla cada día con más fuerza a todas las esferas sociales. El elocuente sacerdote veni-
do del Perú, de donde trajo un rabioso fervor españolista, secunda con calor los planes del
ilustre caudillo que creó “La Trinitaria”, y sus prédicas, transformadas en material explosivo
gracias al celo fanático con que el fogoso predicador acoge la idea de la separación de las dos
porciones de la isla, cunden en todos los espíritus y ganan continuamente nuevos prosélitos
para el ideal de la independencia aun entre los hombres que menos confianza mostraban en
el triunfo de las ideas revolucionarias.
Todavía falta algo más a Duarte para la realización de sus planes. La juventud llamada
a secundar sus ideas y a convertir las prédicas en actos cuando llegue el momento señala-
do, debe adiestrarse en el manejo de las armas y poseer toda la aptitud indispensable para
intervenir en las operaciones militares que la expulsión de los haitianos del suelo nacional
hiciera necesarias. El apóstol es el primero en dar el ejemplo a sus discípulos, e ingresa a la
guardia nacional como “furrier” de una compañía compuesta de elementos nativos. Con
el fin de que sus compañeros adquieran también los conocimientos indispensables y se
familiaricen con la vida de los cuarteles, auxilia a los que carecen de medios económicos
para que se provean de sus propias armas y de su propio uniforme. El celo que pone en el
cumplimiento de sus deberes, como miembro de la milicia nacional, así como el ascendien-
te que aquí, como en todos los sectores donde actuó, obtuvo desde el primer día sobre las
tropas, le permiten ascender en 1842 al grado de capitán del batallón en que ingresó algún
tiempo después de su regreso de España.
Aunque no es la carrera de las armas el centro de su actividad, Duarte posee dos años
antes de iniciarse la guerra de la independencia, mayores conocimientos que cualquiera
de sus compatriotas en el ramo de la milicia. El prócer estaba ya preparado para dirigir la

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rebelión contra los invasores. Todo lo ha previsto, y nada le falta ya para emprender, con
seguridades de éxito, la obra de emancipar a los dominicanos del yugo con que Haití los
oprime y los afrenta.

Los afrancesados
Pero mientras Duarte trabajaba sin descanso por la independencia absoluta, se movía
sigilosamente en la sombra, con la complicidad del cónsul de Francia, E. Juchereau de Saint-
Denys, el partido de los afrancesados.
La creación de una república capaz de subsistir por sí misma, sin el apoyo de una po-
tencia extranjera, era considerada por muchos dominicanos como un sueño. Haití contaba
en 1843 con cerca de un millón de habitantes, en su mayor parte de sangre africana, y la
porción oriental de la isla, reincorporada a España en 1809, tenía apenas en esa misma
época sesenta o setenta mil almas, entre descendientes de españoles y mestizos. Aunque
Santo Domingo se declarara independiente, arrojando a sus vecinos más allá de las fron-
teras de 1777, siempre subsistiría el peligro de una invasión haitiana. Para los políticos
más sagaces y advertidos de aquel tiempo, el empeño de Duarte en favor de la indepen-
dencia “pura y simple” no pasaba de ser el fruto de una imaginación exaltada. Algunos
ciudadanos de gran arraigo popular, como Buenaventura Báez y José María Caminero,
iban aún más lejos, y calificaban la empresa de Duarte como una aventura peligrosa. La
independencia absoluta podría traer mayores males a la patria y hacer quizá más sólida
la pretensión de Haití de consolidarse en el señorío de la isla entera. Si se desperdiciaba la
ocasión de obtener el apoyo de Francia o de otra potencia cualquiera, gracias al sacrificio
de la Bahía de Samaná o de otro jirón del territorio, la república del Oeste podría fortalecer
su dominio sobre Santo Domingo y acaso lograr ella misma, mediante parecidas conce-
siones, la complicidad de las grandes naciones colonizadoras para que la isla pasara a ser
propiedad exclusiva de quien pudiese alegar en favor suyo mayor homogeneidad de raza
y una población más compacta y numerosa.
Al oído de Duarte llegaron pronto las maquinaciones de los afrancesados. Ante el
temor de que sus planes prosperaran y de que la aceptación de Francia hiciera imposible
todo esfuerzo en favor de la independencia absoluta, el prócer activó sus propios trabajos
revolucionarios. En lo sucesivo era preciso conducir la conspiración con más audacia y aún
exponerse a ser descubierto por el espionaje haitiano.
Duarte multiplica, pues, su actividad, y celebra en su propia casa y en las de sus adic-
tos reuniones cada vez más nutridas. Su palabra, tocada de poderes hipnóticos y de cierta
sinceridad desbordante, convence a los más fríos, y el partido de la “pura y simple” tiende
a engrosar sus filas con elementos procedentes de todas las categorías sociales. Los demás
trinitarios siguen el ejemplo de su maestro, y bien pronto la red de la conspiración se extiende
por todo el país y llega a penetrar en el mismo dominio de los sojuzgadores. En los prime-
ros meses de 1842, el Padre de la Patria se pone en contacto con personajes haitianos que
tratan de derrocar al presidente Boyer, y finge abrazar la causa de los desafectos al déspota
para poder disimular mejor sus propias intenciones. Juan Nepomuceno Ravelo, uno de los
fundadores de “La Trinitaria”, recibe el encargo de trasladarse a Aux Cayes y combinar con
los jefes del movimiento revolucionario los planes de la insurrección con que los habitantes
del Este debían robustecer la revuelta que se disponían a iniciar los caudillos liberales de la

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JOAQUÍN BALAGUER  |  EL CRISTO DE LA LIBERTAD

parte haitiana. El comisionado fracasó en su misión, y Duarte apeló entonces al patriotismo


de Ramón Mella, tal vez el más intrépido del grupo de los separatistas, para que llevara un
nuevo mensaje a los revolucionarios haitianos. El acuerdo se formalizó y los dos bandos,
el de los amigos de la separación y el de los adversarios de Jean Pierre Boyer, unieron sus
esfuerzos para levantarse en los dos extremos de la isla contra la tiranía.
El 27 de enero de 1843 estalló en Praslín el movimiento revolucionario. Vencido suce-
sivamente en Lessieur y en Leogane, el déspota capituló y el poder fue entregado el 21 de
marzo al general Charles Herard, cabecilla del motín en territorio haitiano. En la parte del
Este, los acontecimientos se precipitaron también con rapidez inesperada. Las autoridades
haitianas que permanecían leales al gobierno de Boyer, redujeron a prisión al padre de
Pedro Alejandrino Pina, y esa actitud dio lugar a que cundiera la alarma entre el elemento
adicto al partido de la independencia. Ramón Mella y otros discípulos del apóstol, fieles
a la consigna dada por Duarte a sus amigos, se reunieron el día 24 de marzo de 1843 en la
plazuela del Carmen, célebre ya por haberse fundado en sus cercanías la sociedad patriótica
“La Trinitaria”, y en unión de algunos cabecillas haitianos desafectos al gobierno de Boyer,
quienes a su vez se habían reunido frente a la morada del general Henri Etienne Desgrotte,
se lanzaron a la calle al grito de ¡Viva la reforma!
El pueblo empezó a presenciar con cierta indiferencia el movimiento. Con el fin de
inspirar a las multitudes confianza en la revuelta, fue necesario que el señor Joaquín Llu-
veres se dirigiera al hogar de los padres de Duarte y reclamara la presencia del caudillo en
la manifestación callejera. Cuando Lluveres llegó a la residencia de los padres del apóstol,
encontró a éste rodeado de su madre y sus hermanas, quienes se prendían tiernamente de
su cuello para impedir que abandonara el hogar y se expusiera sin armas a la venganza
de las autoridades haitianas. El recién llegado interrumpió aquella escena conmovedora
dirigiendo a Duarte las siguientes palabras: “Muchos están retraídos y se niegan a salir
porque dicen que no se trata de su revolución, puesto que tú no estás aún con el pueblo”.
El apóstol, secundado por Lluveres, convenció a su madre de la necesidad de que lo dejase
marchar a incorporarse a los revolucionarios. Provisto de un puñal se dirigió en compañía
de Lluveres hacia la plaza del Mercado. Allí se les unieron varios ciudadanos a quienes la
sola presencia de Duarte infundía confianza en la causa de la patria. En una de las esquinas
de la calle de “El Conde”, tropezaron con la multitud que se dirigía a Santa Bárbara en busca
del principal animador de la revuelta. Tan pronto el caudillo, jubilosamente aclamado por
el pueblo, se mezcló con la muchedumbre y se puso a la cabeza de la manifestación, uno
de los que participaban en la revuelta se adelantó súbitamente a los amotinados y desde el
caballo que montaba le tendió la mano al apóstol gritando a voz en cuello: ¡Viva Colombia!
Esta exclamación fue insidiosamente lanzada con el propósito de desvirtuar a los ojos del
pueblo, los verdaderos fines de la revolución. Duarte adivinó acto seguido la intención que
inspiraba esa frase capciosa, y respondió con otro grito estentóreo: ¡Viva la reforma! Los co-
roneles Pedro Alejandrino Pina, Francisco del Rosario Sánchez y Juan Isidro Pérez, quienes
aparecieron en aquel momento a la cabeza de una reducida caballería corearon la exclamación
del caudillo y el grito de ¡Viva la reforma! se generalizó entre los manifestantes. Juan Isidro
Pérez se desciñó la espada, e hizo entrega de ella al jefe del movimiento. La manifestación
encabezada por Duarte, se dirigió por la calle de Plateros hacia la residencia del general
Desgrotte. El oficial haitiano, aunque se hallaba comprometido a asumir la dirección del
elemento militar adverso al gobierno de Boyer, trataba de sondear desde su casa la situación

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

antes de decidirse en favor de los manifestantes. Duarte le hizo salir al balcón y le manifestó
enérgicamente que el pueblo lo esperaba para que se pusiera al frente de las tropas destinadas
al pronunciamiento de la plaza. Desgrotte, convencido por el acento con que se le requirió
el cumplimiento de su promesa, se incorporó acto seguido a los amotinados.
La multitud cruzó la esquina de “La Leche” y por la calle de “El Comercio” se dirigió hacia
la Plaza de Armas. En la plazoleta de la Catedral chocó con las tropas que tenía allí dispuestas
el gobernador Carrié. Uno de los ayudantes del gobernador haitiano, el general Alí, quien
mandaba el regimiento número 32, avanzó algunos pasos para interrogar a los jefes del motín
sobre las causas de su actitud subversiva. Varias voces se elevaron a un tiempo para manifes-
tarle que el pueblo deseaba mayor libertad de la que había tenido bajo la tiranía de Boyer, y
que de ese anhelo participaban todos los dominicanos dignos de ese nombre. El general Alí
volvió desdeñosamente la espalda a los manifestantes, y en vista del propósito de éstos de
continuar avanzando, el comandante de las tropas leales al gobernador Carrié dio orden de
hacer fuego. Una descarga nutrida hizo blanco en las filas de los patriotas. Los reformistas, los
cuales se hallaban, en su mayor parte, desarmados o provistos únicamente de armas blancas,
contestaron con algunos disparos. Charles Cousín, nombre del oficial haitiano que ordenó
disparar contra los amotinados, cayó herido de muerte, y la tropa se abalanzó entonces contra
el pueblo, que se vio obligado a dispersarse en distintas direcciones.
Duarte, en compañía de un grupo de sus discípulos, se ocultó en casa de tío José Diez.
Ya avanzada la noche, abandonó su escondite y franqueó con sus acompañantes las mura-
llas occidentales de la ciudad para dirigirse a San Cristóbal. Esteban Roca, comandante de
uno de los batallones acantonados en esta plaza, una de las llaves de la defensa por el sur
de la antigua capital de la colonia, salió al encuentro de Duarte y tras breve entrevista con
el caudillo separatista, anunció su decisión de adherirse al movimiento revolucionario. El
ejemplo de San Cristóbal fue seguido por otras ciudades del Sur, que también se pronun-
ciaron en favor de la reforma.
El 25 de marzo de 1843, convencido de la imposibilidad de detener la marcha de la
revolución reformista, el gobernador Carrié salió con rumbo a Curazao. Tres días después
entraba Duarte triunfante en la ciudad de Santo Domingo. Su primer paso consistió en pro-
mover entonces la constitución de una Junta Popular, que fue encabezada por Alcius Pon-
thiex. Además del apóstol, formaban también parte del nuevo organismo dos prominentes
ciudadanos de nacionalidad dominicana: Manuel Jiménez y Pedro Alejandrino Pina.
La Junta Popular confió a Duarte el 7 de abril de 1843, la misión de instalar organismos
similares en los pueblos del Este. El día 8 salió el comisionado con rumbo a El Seibo y a otras
poblaciones orientales. En todas partes fue recibido con entusiasmo y aclamado como el jefe
de la revolución separatista. Su labor se encamina a establecer el mayor número de contactos
con personas influyentes de las localidades que visita, y a avivar en todos los espíritus el
sentimiento patriótico. Las juntas que crean, aunque en apariencia tienden a extender en
todo el país el imperio de los principios que inspiraron “la reforma”, sirven en realidad para
organizar la revolución contra las autoridades haitianas.
El destino conduce en esta ocasión los pasos de Duarte hacia la hacienda de “El Pra-
do”. En esta heredad, la más rica de aquella comarca, residen dos de los hombres de mayor
prestigio en la zona oriental de la antigua colonia. Cuando llega al lugar donde debía tener
efecto esta cita histórica, sólo uno de los condueños se halla a la sazón en el hato: Ramón
Santana. El otro hermano gemelo, destinado a ser uno de los más implacables adversarios de

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JOAQUÍN BALAGUER  |  EL CRISTO DE LA LIBERTAD

Duarte, se encuentra accidentalmente ausente. Cuando Duarte estrecha la mano de Ramón


Santana, un sentimiento de confianza recíproca, nacido allí mismo de manera espontánea,
facilita el acuerdo y acerca a aquellas dos voluntades. No obstante ser Ramón Santana un
hombre receloso, poco acostumbrado al trato con personas de un nivel intelectual más
elevado que el suyo, se deja seducir por el joven de ojos azules y de tersa frente que tiene
por delante. Las pupilas terriblemente escudriñadoras del hacendado han descubierto la
grandeza moral y el coraje cívico del viajero que ha venido de improviso a su estancia para
solicitarle su concurso en favor de una empresa sobremanera arriesgada. No podía existir el
menor asomo de engaño en aquel hombre de pensamientos puros y de palabra cálida que se
tendía como un puente entre él y quien lo escuchaba para crear entre ambos un sentimiento
de confianza instintiva.
Ramón Santana se dejó convencer y estrechó entre sus brazos con invencible simpatía,
a aquel joven de casaca negra que se denunciaba a sí mismo en el timbre de la voz y en la
limpidez de la mirada. Si el destino separó más tarde a Duarte y a los mellizos de “El Prado”
y creó entre ellos distancias insalvables, culpa fue quizás, de las camarillas que pululan alre-
dedor de los gobiernos y tuercen hacia el mal aun a aquellas naves poderosas que parecen
destinadas a seguir imperturbables su rumbo a despecho de las corrientes subterráneas que
trabajan en secreto tanto en las profundidades del mar como en las honduras del corazón
humano.

La persecución
Cuando Duarte regresó de su viaje al Seybo, al cabo de varias semanas, halló en la ciudad
de Santo Domingo, asiento de la Junta Popular, la opinión dividida en dos bandos irrecon-
ciliables: el de los separatistas y el de los afrancesados. Los dominicanos, que no creían en
la posibilidad de una independencia duradera, se habían identificado plenamente con las
autoridades haitianas. Con la llegada al país de Auguste Bruat, delegado del general Charles
Herard, se recrudeció la pugna entre los dos partidos. La oposición entre los dos bandos se
manifestó primeramente en el campo periodístico y tuvo en ese terreno todos los aspectos
de una verdadera guerra literaria.
De un lado, los que participaban de los ideales de Duarte, hacían propaganda a la idea
separatista en hojas anónimas que circulaban profusamente en todas las esferas sociales. La
más popular de esas hojas políticas. “El Grillo Dominicano”, redactada por el prócer Juan
Nepomuceno Tejera, difundía sin reservas el principio de la separación y exhibía sobre un
padrón de ignominia a los haitianizados. Los partidarios de la dominación haitiana, esto es,
los que se hallaban bienquistos con los invasores, respondían con la misma violencia a las
diatribas de “El Alacrán sin Ponzoña” y de “El Grillo Dominicano”. De esa polémica infe-
cunda, en la cual se malgastaban miserablemente las energías que Duarte deseaba canalizar
en una labor de más provecho, conserva la tradición estas décimas picantes:

Diatriba contra los separatistas


¿Dónde los de la cuadrilla
de la loca independencia?
¿Qué dirán de Su Excelencia
los restos de esa pandilla?

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Parece que el grillo chilla,


y en su chillido impotente,
da alegría al inocente
y aterroriza al insano.
Yo puedo gritar ufano:
¡Viva el digno presidente!

RESPUESTA DE LOS DUARTISTAS


Preguntas por la cuadrilla
de la loca independencia,
¿para después en su audiencia
ir a mendigar la silla?
Tú sí que eres la polilla
que con villano aguijón,
roe la nueva facción,
la que después te engrandece,
porque esto siempre acontece
al que no tiene opinión.

Duarte, blanco principal de las invectivas de los haitianizados, permaneció al margen de


esas manifestaciones de pugnacidad rencorosa. Su labor se encaminó, durante estos días de
agrias disputas políticas, a acercar a los dos bandos y a impedir que aquella guerra literaria
dividiera más profundamente la opinión dominicana. Con ese fin, celebró el apóstol en la casa
conocida con el nombre de “casa de los dos cañones”, una conferencia con el cabecilla de más
significación dentro del grupo de los partidarios de la indivisibilidad política de la isla, el notable
magistrado don Manuel Joaquín del Monte, consejero de Bruat y hombre de confianza de los
dominadores. Duarte trató de convencer a su compatriota de la conveniencia de que los dos
bandos unieran sus esfuerzos en favor de la “pura y simple”. Del Monte mantuvo la opinión
de que la patria no podía subsistir por sí misma y de que la dominación haitiana era un mal
irremediable. El jefe de los haitianizados se sintió, sin embargo, atraído por la personalidad de
Duarte, quien, no obstante sus pocos años, sostenía con calor y con fuerza insólita sus ideas, e
hizo la promesa de guardar silencio sobre lo tratado en aquella entrevista histórica.
Manuel Joaquín del Monte era tal vez un patriota sincero. Sirvió desde el primer mo-
mento a los haitianos y fue uno de sus colaboradores más activos. Pero probablemente su
actitud obedecía, antes que a su falta de sensibilidad patriótica, a la poca fe que le inspiraba
la idea de Duarte de que el país podía ya vivir a sus propias expensas y de que ningún
obstáculo invencible se interpondría en sus destinos futuros. Su oposición al plan que le
esbozó el apóstol en la entrevista de la “casa de los dos cañones” se fundó exclusivamente
en la creencia de que los separatistas luchaban por una utopía irrealizable. Ambos hombres
representaban dos ideologías contrapuestas, y uno y otro se separaron convencidos de la
legitimidad de su causa respectiva.
La entrevista entre Duarte y Manuel Joaquín del Monte sirvió para deslindar definiti-
vamente los dos campos: en lo sucesivo, los haitianizados y los separatistas se combatirían
sin cuartel y el triunfo sería del bando que desplegara mayor audacia y que obtuviera más
arraigo en las clases populares. Las elecciones para la designación de los miembros de las

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JOAQUÍN BALAGUER  |  EL CRISTO DE LA LIBERTAD

asambleas electorales de 1843, primer acto de ese género que se celebraba bajo el gobierno
del sucesor de Boyer, permitió a las dos corrientes medir sus fuerzas ante la expectación
de las autoridades haitianas. Bruat, deseoso de conocer el verdadero estado de la opinión
pública dominicana, aconsejó que se diera a los dos bandos la oportunidad de concurrir a
las urnas libremente. El 15 de julio de 1843, se celebró el debate electoral, y los dos partidos
movilizaron todas sus fuerzas en una lucha encarnizada. Duarte dirigió personalmente las
actividades de su grupo, y logró sacar triunfante la candidatura en que figuraban, entre
otros ilustres separatistas, Juan Nepomuceno Ravelo y Pedro Valverde y Lara. El triunfo del
caudillo de la separación alarmó a Auguste Bruat, sorprendido por el entusiasmo con que se
desarrolló el certamen y por el cambio que representaba en la opinión de los habitantes de
la parte del Este. Las pasiones se exaltaron, y, como refiere Rosa Duarte, “la parte española
hoy República Dominicana, era a la sazón un volcán”. Desgrotte, desconcertado también por
el triunfo del partido de los separatistas, se dirigió a Charles Herard para recomendarle que
apresurara su visita a Santo Domingo, y que la hiciera al frente de un ejército capaz de llevar
al ánimo de los patriotas dominicanos el convencimiento de que Haití podía aplastar fácil-
mente cualquier rebelión encaminada a poner fin a la indivisibilidad política de la isla.
Iniciado el paseo militar de Charles Herard con la visita a Dajabón y otras poblaciones
fronterizas, los haitianizados se envalentonaron y los más fanáticos amenazaron con el des-
tierro o el patíbulo a los separatistas. Duarte, decidido a hacer frente con medidas enérgicas
a la nueva situación, promovió una “asamblea de notables”, que se efectuó en el hogar de
su tío José Diez con asistencia de todos los ciudadanos de relieve que en una forma u otra
simpatizaban con la causa de la independencia. En esta reunión expuso el Padre de la Patria
el plan que había madurado para proclamar la República antes de que el general Charles
Herard se internara en suelo dominicano. Los personajes más influyentes oyeron aquella au-
daz exposición con verdadero asombro. Juan Esteban Aybar, hombre de gran prestigio en las
zonas orientales, se declaró incompetente para acaudillar en el Este la revolución proyectada.
Julián Alfau, padre de uno de los fundadores de “La Trinitaria”, y persona bien conocida por
sus sentimientos de fidelidad a España, condenó el plan de Duarte como una locura y habló
de los peligros que entrañaría una rebelión con un ejército enemigo en las fronteras.
La reunión se disolvió sin que se llegara a un acuerdo. El delegado Bruat, advertido
por uno de sus espías de los propósitos de Duarte, reiteró sus anteriores recomendaciones
a Charles Herard, quien a la sazón avanzaba por el Cibao con destino a la capital de la anti-
gua parte española. El día 12 de julio, antes de lo que se esperaba, llegó el dictador al frente
de varios batallones bien armados. Durante su viaje, el déspota había adquirido pruebas
del movimiento que organizaba Duarte, y desde su arribo a Santo Domingo dictó orden de
prisión contra el jefe separatista y contra sus más eminentes partidarios. Esta medida fue
completada con otras dirigidas a fortalecer el régimen y a implantar el terror entre las fami-
lias de ascendencia dominicana. Una de estas providencias complementarias consistió en
la designación del señor Felipe Alfau, tránsfuga de “La Trinitaria”, como jefe de la guardia
nacional, cargo que por un tiempo había ejercido el propio Duarte y desde el cual adelantó
en secreto su plan separatista.
Desde las cuatro de la tarde del día 11, víspera de la llegada a Santo Domingo del cabecilla
del movimiento iniciado en Praslín, Duarte se refugió en el hogar de los hermanos Ginebra,
situado en la calle de La Atarazana y muy próximo a la zona portuaria. Los dominicanos que
militaban en el partido de la indivisibilidad descubrieron el escondite, e hicieron llegar a don

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

José Ginebra toda clase de amenazas para intimarlo a que obligara al apóstol a entregarse al
nuevo amo de la isla. El caudillo separatista oyó, desde una habitación vecina, las conminacio-
nes dirigidas al dueño de la casa, y esperó que avanzara la noche para buscar un refugio más
seguro. A las dos de la madrugada puso en práctica su designio, y en compañía de Joaquín
Ginebra se trasladó a la residencia de la madre de Juan Alejandro Acosta. María Baltazara,
la dueña del nuevo hogar que iba a servir de asilo al Padre de la Patria, era una trigueña de
ánimo varonil y de corazón esforzado. Como la mayoría de las mujeres que no obedecían a
prejuicios políticos y que se arriesgaban a expresar libremente sus sentimientos patrióticos,
odiaba a los dominadores y fue de las que luego se prestaron a transportar, ocultas bajo las
faldas, las municiones que sirvieron para el pronunciamiento de la Puerta del Conde.
Pero los rastros de Duarte eran seguidos con actividad implacable por sus perseguidores.
Juan José Duarte, padre del apóstol, fue informado al día siguiente por Francisco Ginebra de
que ya las autoridades haitianas, advertidas por elementos nativos que no comulgaban con
la idea de la separación, tenían indicios del nuevo refugio del fundador de “La Trinitaria”,
y de que no tardarían en registrar la residencia de María Baltazara. Pocos minutos después,
llegó un nuevo mensaje, traído en esta ocasión por persona cuyos sentimientos de adhesión
al jefe de la causa separatista habían sido hasta ese momento dudosos: Julián Alfau, padre de
uno de los desertores del movimiento iniciado en 1838. Con toda franqueza, el recién llegado
dio las señas del escondite y tuvo la lealtad de aconsejar a los padres del perseguido que
acudieran en su ayuda y le proporcionaran sin pérdida de tiempo otro refugio donde le fuera
dable escapar a las pesquisas de la soldadesca haitiana. Juan José Duarte recibió con cierta
frialdad la visita de Julián Alfau y puso fin a sus consejos advirtiéndole que no daría ningún
paso que pudiera comprometer a terceras personas. Tras los pasos de Alfau, visitó la morada
de Juan José Duarte, con idénticos fines, el presbítero Bonilla, quien recomendó al padre del
apóstol que influyera en el ánimo de su hijo para decidirlo a presentarse voluntariamente a
las autoridades haitianas. La respuesta fue en esta ocasión tan seca como las anteriores: el
perseguido, quien era mayor de edad, tenía plena independencia en sus acciones. Al atar-
decer, don Luis Betances, compañero de ideales del jefe de los separatistas, entró en el hogar
de Juan José Duarte y de doña Manuela Diez para recomendar a las hermanas del apóstol
que bailaran e hicieran otras manifestaciones de júbilo con el fin de que dieran fuerza a la
especie de que el caudillo se hallaba ya fuera del alcance de sus perseguidores.
Todas las incitaciones habían resultado hasta ese momento infructuosas. Los padres de
Duarte, escarmentados por las continuas delaciones de que habían sido víctimas los promo-
tores de la independencia en los últimos tiempos, se negaban a tomar ningún partido. Pero
ya al cerrar la noche, irrumpió de improviso en la estancia de la calle “Isabel la Católica” el
coronel Francisco del Rosario Sánchez, quien acababa de llegar, con la ropa todavía húmeda,
de la población de Los Llanos. El inesperado visitante requirió, sin más preámbulos, que se le
llevara a presencia del caudillo. Juan José Duarte oyó impasible los encarecimientos de Sánchez
para que se le revelasen las señas del lugar que servía al prócer de asilo. El silencio del dueño
de la casa acabó por exasperar al recién venido, quien sacó del fondo de su chaqueta un puñal
y agitándolo con mano nerviosa en el aire, dirigió al padre de Duarte las siguientes palabras:
“Don Juan: quiero saber dónde está Juan Pablo, porque nos liga este juramento sagrado: el de morir
juntos por la patria; si usted desconfía de mí le probaré que no soy de los traidores lanzándome con
este puñal sobre las tropas que cercan en este mismo instante su casa”. La reacción del interpelado
no tardó en manifestarse en forma categórica: “Dime dónde le esperas: yo no puedo desconfiar

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JOAQUÍN BALAGUER  |  EL CRISTO DE LA LIBERTAD

del hijo del hombre que salvó, por amor a la justicia, a tres españoles condenados injustamente
a la horca”. “Lo espero –repuso Sánchez con acento emocionado– en la Plaza del Carmen”. La
cita fue concertada para las diez de aquella misma noche.
Tan pronto como Sánchez abandonó la casa de Juan José Duarte, entraron a ella dos
nuevos discípulos del apóstol: Joaquín Lluveres y Pedro Ricart. La noticia que traían era de
tono alarmante: en la Plaza de la Catedral se estaba ya formando la tropa que debía sorpren-
der a Duarte en su escondite y entregarlo a sus verdugos. Juan José Duarte creyó llegada la
hora de actuar sin pérdida de tiempo, y en compañía de uno de sus nietos, como si quisiera
despistar a los sabuesos del déspota con la inocencia de la niñez, salió en busca del fugitivo.
Con Vicentico de la mano, el anciano siguió la línea de las murallas y se encaminó hacia el
sitio denominado “El Cachón”, asilo estratégico adonde había ido a refugiarse el caudillo
con algunos de sus partidarios más fervorosos. La impresión que produjo a Duarte la lle-
gada de su progenitor, seguido de su tierno acompañante y con huellas visibles en el rostro
de los sufrimientos que embargaban su ánimo, fue tan intensa que él sólo ha sido capaz de
describirla en las siguientes frases: “La presencia de mi padre me hizo comprender que mi
familia no había podido disfrutar de un sólo minuto de reposo en estos días aciagos: los
sufrimientos que se causaron entonces a mis padres y a mis hermanas, fueron la primera
copa de acíbar que mis enemigos acercaron a mis labios derramándola en mi corazón”.
Juan José Duarte se arrojó en brazos de su hijo, y con voz trémula le dio cuenta del
objeto de su visita:
—Sánchez te espera esta noche a las diez en la Plaza del Carmen. Junto a él se hallarán
tus amigos, aquellos con quienes te liga un juramento inviolable. Te ruego como padre, que
abandones este sitio inmediatamente, porque los agentes de Charles Herard no tardarán en
venir hasta aquí para darte muerte y destruir la vida de tu pobre madre que se encuentra
en estos momentos sumida en la mayor angustia.
Duarte abrazó a todos sus acompañantes, y se dirigió con su padre y con su sobrino
Vicente hacia la iglesia de San Lázaro. Allí se separaron, sin que padre e hijo sospecharan
que aquélla debía ser su última despedida. A las diez de la noche, hora señalada para el
encuentro, el caudillo se reunió en la Plaza del Carmen con Francisco del Rosario Sánchez,
Pedro Alejandrino Pina y Juan Isidro Pérez. Los cuatro próceres entraron sigilosamente en la
casa de Narciso Sánchez, que se encontraba en las inmediaciones. Después de examinar por
espacio de dos horas la situación, coincidieron en el parecer de que el único camino que por
el momento se ofrecía expedito era el de buscar refugio en un país extranjero. Sellado el pacto
con un apretón de mano, tres de los perseguidos salieron uno tras otro y tomaron rumbos
diferentes para no despertar sospechas. El jefe de la revolución separatista se encaminó hacia
la casa de don Luciano de Peña, en la antigua calle del Arquillo. Juan Isidro Pérez se ocultó
en el hogar de don José Arias, y Pedro Alejandrino Pina en la residencia de doña Dolores
Cuello. Sánchez, quien ya empezaba a sentir los primeros síntomas de la enfermedad que
lo postró durante largo tiempo en el lecho, permaneció en su casa.
El 13 de julio se trasladó Duarte a la casa en donde se hallaba Pina, por considerarla más
segura que la de don Luciano de Peña. Al día siguiente, volvió a cambiar de asilo y se acogió
entonces a la hospitalidad del señor Manuel Hernández. Aquí permaneció dos días. El 16 circu-
laron en la ciudad rumores de que el nuevo escondite había sido descubierto, y el perseguido,
informado a tiempo por sus copartidarios, aguardó la noche para reunirse con Juan Isidro Pérez
en la casa que ocupaba la familia de don Jaime Yépez, al pie de la cuesta de San Lázaro. De

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

aquí pasó luego, gracias a la eficaz mediación del coronel Teodoro Ariza, al hogar de don
Eusebio Puello, situado en la calle conocida hoy con el nombre de Isabel la Católica.
La casa de don Eusebio Puello se hallaba próxima al edificio ocupado por los padres del
apóstol, y el 18 de julio pasó el fundador de “La Trinitaria” por el dolor de presenciar desde
su nuevo escondite la ofensa hecha a su familia por varios oficiales haitianos que intentaron
sorprender a Rosa Duarte invitándola a bordarles en una bandera las armas de la Gran Co-
lombia. Juan José Duarte rechazó con energía la pretensión de los intrusos significándoles
que su hija no sabía bordar ni conocía el escudo colombiano. La actitud decidida del padre
del caudillo provocó la ira de los visitantes, cuyas amenazas, proferidas en voz alta, dieron
lugar a que se reuniera en los alrededores una multitud indignada. El comandante del ba-
tallón destacado en los cuarteles de la calle de El Comercio acudió atraído por el escándalo
e hizo retirar a los gendarmes intimándolos con denunciar el hecho al gobernador y con
hacerles aplicar medidas disciplinarias.
La persecución contra Duarte continuó en forma cada vez más encarnizada. El 24 de
julio fue allanado por el oficial Hipólito Franquil, al frente de un pelotón de gendarmes, el
hogar de los padres del prócer y el de uno de sus tíos maternos. La pesquisa, acompañada
por el oficial haitiano de incalificables actos de servicia, se prolongó hasta las seis de la
tarde. Salvado en esta ocasión por Juan Alejandro Acosta, el apóstol logró burlar la saña de
sus perseguidores. En su nuevo refugio se encontró con Pedro Alejandrino Pina, obligado
como él a cambiar constantemente de asilo. Varios días después, el 29 de julio, pasó con su
acompañante a la casa del señor José Botello, quien residía en un edificio de pared situado
en la antigua calle El Conde.
En la madrugada del 30 de julio, recibió Duarte inesperadamente la visita de uno de los pocos
dominicanos que habían desertado del partido separatista: con muestras de arrepentimiento, el
recién llegado encareció al perseguido que buscara un nuevo escondite porque le constaba que
el actual no tardaría en ser conocido de las autoridades haitianas. Para subrayar la sinceridad de
sus palabras, el visitante expresó que el premio ofrecido por Charles Herard al que entregara a
Duarte, esto es, tres mil pesos y unas charreteras de coronel, era muy bajo precio por la vida
del jefe de una revolución patriótica. El caudillo prestó oído al tránsfuga, y esa misma noche
salió, bajo copiosa lluvia, hacia un lugar desierto de la playa del Ozama. En compañía de
Juan Alejandro Acosta, de Pedro Alejandrino Pina y de Tomás de la Concha, prometido de su
hermana Rosa, tomó un bote en la margen occidental del río y se dirigió hacia la residencia
del señor Pedro Cote, situada en un sitio agreste del caserío denominado “Pajarito”.
El coronel Esteban Roca, comandante de la guarnición de San Cristóbal a raíz del pro-
nunciamiento reformista del 24 de marzo, obtuvo que un barco de vela lo condujese con sus
acompañantes a alguna isla cercana. El día 2 de agosto abordó al fin una goleta que partía
hacia Saint Thomas. La circunstancia de reinar una calma absoluta aquella noche, y de no
poder el barco de vela que lo conducía alejarse mucho de la costa, le permitió contemplar
durante toda la mañana siguiente, desde la borda de la nave, a la “ciudad objeto de su ter-
nura”, víctima en aquel momento “de la más negra opresión”.
Con la ausencia de Duarte desapareció aparentemente el ideal separatista. La obra rea-
lizada por el apóstol durante más de ocho años, había, sin embargo, echado hondas raíces
en la conciencia nacional, y nada sería ya capaz de extinguir la idea ni de apagar la llama
encendida por el prócer en el corazón de la juventud formada en esa escuela de sacrificio
que se llamó “La Trinitaria”.

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JOAQUÍN BALAGUER  |  EL CRISTO DE LA LIBERTAD

El Ostracismo
La estancia en Saint Thomas fue apenas de unos días. El 18 de agosto de 1843, salió
Duarte con destino a La Guaira. El 23 llegó a bordo de la goleta venezolana “La Felicidad”
al puerto de destino. Durante los cinco días que duró la travesía, disfrutó de la conversación
de sus acompañantes Juan Isidro Pérez y Pedro Alejandrino Pina. Dos extraños, los señores
Diego Ramírez y Santos Semidisi, viajaban como pasajeros en la misma nave, y participaron
durante ese tiempo de las inquietudes que embargaban el ánimo de los tres expatriados. El
capitán del pequeño buque de vela, señor Nicolás E. Damers, dispensó a Duarte las atenciones
a que le hicieron siempre acreedor su distinción personal y el aspecto severo y melancólico
que fue rasgo inseparable de su fisonomía majestuosa.
Al día siguiente de su llegada a La Guaira, partió Duarte con rumbo a la capital de Ve-
nezuela. Su tío José Prudencio Diez lo acogió en su hogar, y lo hizo objeto desde el primer
instante de la solicitud más calurosa.
La primera preocupación del apóstol y de sus dos compañeros fue la de apresurar el
regreso. Ninguno de los desterrados pensó en establecerse por mucho tiempo en tierra ve-
nezolana. Estarían allí únicamente los días necesarios para preparar la vuelta a suelo domi-
nicano. Pero como su única idea era la de ser útil a la Patria y la de proseguir sin descanso la
obra emprendida hacía ya varios años, desde su arribo a Caracas dedicaron largas horas al
aprendizaje de la esgrima, arte en que se ejercitaron sobre todo Duarte y Pedro Alejandrino
Pina, quienes recibieron asiduamente lecciones de Mariano Diez, de José Patín y del mismo
Juan Isidro Pérez, reputados en su propio país como dignos de figurar en “el número de las
primeras espadas”.
El tiempo que no utilizaba en ejercicios de esgrima, lo empleaba Duarte en establecer
contactos provechosos para su obra de emancipación política. Muchos venezolanos dis-
tinguidos oyeron su prédica y le dieron demostraciones de adhesión que fueron muchas
veces subrayadas con promesas de ayuda o con ardientes votos de simpatía hacia la causa
dominicana. Algunos personajes influyentes, como el licenciado Manuel López Umares y
el doctor Montolío, a quienes impresionó gratamente la juventud del proscripto, trataron
de persuadirlo para que abandonase su misión patriótica y prosiguiera sus estudios en la
facultad de derecho de la universidad caraqueña. Duarte rechazó la proposición con muestras
de gratitud, pero al propio tiempo con dignidad y energía. “Mi pensamiento, mi alma –ha
escrito él mismo al referirse a aquella oferta amistosa–, yo todo no me pertenecía; mi carísima
patria absorbía mi mente y llenaba mi corazón, y estaba resuelto a sólo vivir para ella”.
El día 10 de septiembre provocó el apóstol una reunión de sus compatriotas residentes
en Caracas y de numerosos personajes de nacionalidad venezolana. La junta se efectuó en el
hogar de don José Prudencio Diez, y en ella se discutieron los planes que había madurado
Duarte para emprender de nuevo la cruzada separatista. La opinión que prevaleció entre los
asistentes, fue la de que convenía reanudar el contacto con los elementos adictos a la causa
de la independencia que permanecían en Santo Domingo. Duarte propuso entonces que se
comisionara a Pedro Alejandrino Pina y a Juan Isidro Pérez, sus dos compañeros de destierro,
para que se dirigieran a Curazao y desde allí se pusieran en relación por vías confidencia-
les, con los viejos luchadores de “La Trinitaria”. La sugerencia tuvo aceptación unánime,
y dos días después salieron Pina y Juan Isidro Pérez hacia la colonia holandesa. Duarte se
despidió de ellos en el Puerto de La Guaira. Tan pronto regresó a Caracas, en compañía de
su tío José Prudencio Diez, el prócer buscó el medio de entrevistarse con el general Carlos

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

Soublette, a la sazón presidente de Venezuela, con el fin de solicitar su concurso en favor de


la independencia dominicana. Una distinguida dama dominicana residente en Caracas, la
señora doña María Ruiz, se prestó a servirle de intermediaria, y gracias a ella se le franquea-
ron rápidamente las puertas presidenciales. Soublette lo recibió con gran cortesanía y con
afabilidad exquisita. Elogió la cruzada emprendida por Duarte y le ofreció la cooperación
de su gobierno en armas y en dinero. Cuando salió del despacho del mandatario, el gran
idealista sintió avivada su esperanza y bendijo la mano providencial que lo había conducido,
al través de innúmeras vicisitudes, a tierras venezolanas.
Pasaron varios días sin recibir noticias de los dos agentes enviados desde principios de
septiembre a Curazao. La incomunicación en que permanecía Duarte del país era absoluta.
Todos los mensajes que se le enviaban desde Santo Domingo, o los que Pina y Juan Isidro
Pérez remitían desde Curazao, eran interceptados por los enemigos de la independencia
que obraban de concierto con las autoridades haitianas. Duarte decidió entonces enviar a su
sobrino Enrique y al señor Juan José Blonda al Puerto de La Guaira en busca de noticias. El
primero de octubre salieron de Caracas los dos comisionados. Pero sólo dos meses después,
el 30 de noviembre de 1843, recibe el caudillo las primeras comunicaciones procedentes de
Santo Domingo y Curazao. Por conducto del señor Buenaventura Freites, uno de los muchos
venezolanos que se adhirieron de corazón a la causa dominicana, recibió la siguiente carta
de Pedro Alejandrino Pina:
“Curazao, 27 de noviembre de 1843. Sr. Juan Pablo Duarte. Muy estimado amigo: Por las
cartas que el amigo Freites le lleva y que yo y nuestro muy estimado Pérez tuvimos la satisfac-
ción de abrir, validos de la confianza que mutuamente nos hemos dispensado, como también
de la seguridad que teníamos de que entre ellas venían cartas para nosotros, por estas cartas,
repito, verá usted lo que ha progresado el partido duartista que recibe vida y movimiento de
aquel patriota excelente, del moderado, fiel y valeroso Sánchez, a quien creíamos en la tumba.
Ramón Contreras es un nuevo cabeza de partido, también duartista. El de los afrancesados
se ha debilitado de tal modo que sólo los Alfau y los Delgado permanecen en él; los otros
partidarios, unos se han entregado al nuestro y los demás están en la indiferencia. El partido
reinante le espera como general en jefe para dar principio a su grande y glorioso movimiento
revolucionario que ha de dar la felicidad al pueblo dominicano. Hágase acreedor a la con-
fianza que depositan en usted. Le esperamos por momentos; Pérez y yo conservamos intacto
el dinero de nuestro pasaje, favor del señor Castillo. De suerte es que puede contar con dos
onzas. Su familia está desesperada con las amenazas que sufre y con la enfermedad de don
Juan: si este pobre anciano no puede recobrar la salud, démosle al menos el gusto de que vea
antes de cerrar sus ojos que hemos coadyuvado de todos modos a darle la salud a la patria. El
portador le instruirá de todo verbalmente. Un duartista: Pedro Alejandrino Pina”.
La carta de Pina reflejaba la situación del país al través de los informes recibidos de labios
de viajeros llegados a Curazao. Las noticias traídas a su vez por Buenaventura Freites, le die-
ron a Duarte la sensación de que su obra no había perecido con la ausencia y de que manos
fraternales velaban en la patria oprimida porque el ideal que dejó sembrado al partir no se
extinguiera. El prócer supo por su informante que Sánchez, a quien creía en la tumba, trabajaba
activamente desde su escondite en favor de la revolución separatista, y que José Joaquín Puello
y su hermano Vicente Celestino Duarte, apoyados principalmente por la juventud y con la
cooperación de don Tomás Bobadilla, quien había decidido abandonar a los nuevos amos de
la situación para incorporarse al núcleo de los partidarios de la independencia, eran a la sazón

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JOAQUÍN BALAGUER  |  EL CRISTO DE LA LIBERTAD

el centro del movimiento revolucionario. Juntamente con estas buenas noticias, llegaban otras
desconsoladoras a atormentar el corazón del proscripto: el partido de los afrancesados había
adquirido nuevamente vigor y utilizaba al cónsul de Francia, André Nicolás Levasseur, para
negociar la separación de las dos partes de la isla sobre la base de un protectorado. Duarte,
colocado entre esas informaciones antagónicas, comprendió que la necesidad de apresurar la
revolución era ya imperiosa. Por una parte, era preciso sorprender al ejército de ocupación en
el momento mismo en que creía el movimiento definitivamente debelado, y, por otra parte,
urgía adelantarse a los planes de los anexionistas que trabajaban en favor de una patria se-
miesclavizada. Pero ¿dónde obtener los recursos indispensables? ¿Dónde encontrar pólvora
para fabricar los cartuchos y unas cuantas docenas de fusiles para asaltar la fortaleza o para
oponerse a las primeras acometidas de los invasores? Cuando se hallaba asaltado por estas
zozobras, y sumergido en un mar de dudas y de cavilaciones, recibió Duarte inesperadamente
en su destierro de Caracas la visita de un antiguo compañero de esfuerzos revolucionarios:
Ramón Hernández Chávez, extranjero que simpatizaba ardientemente con la causa de la
independencia nacional, y a quien Charles Herard había hecho salir de Santo Domingo por
su actitud desfavorable a los usurpadores. Su expulsión se debió tal vez a Manuel Joaquín
del Monte, colaborador entusiasta del dictador haitiano, y fue la revancha con que el astuto
político cobró a Hernández Chávez la siguiente sátira, una de las más crueles de cuantas se
popularizaron a raíz de la guerra literaria que después de la reforma se desencadenó entre los
partidarios de la independencia y los haitianizados:

Del monte en la oscuridad


se oculta el tigre feroz,
y su condición atroz
sacia con impunidad.
Allí su horrible maldad
ejerce ya sin temor,
saboreando con dulzor
la víctima que divide;
pero es preciso no olvide
que no falta un cazador.

Hernández Chávez entregó a Duarte una carta en que su hermano Vicente Celestino y
Francisco del Rosario Sánchez le describían la situación del país y le hablaban con entusiasmo
de sus actividades revolucionarias. El 8 de diciembre, un nuevo mensajero, el señor Bue-
naventura Freites, puso en sus manos la siguiente carta de Sánchez y de Vicente Celestino:
“Juan Pablo: Con el señor José Ramón Hernández Chávez te escribimos imponiéndote del
estado político de la ciudad y de la necesidad que tenemos de que nos proporciones auxilios
para el triunfo de nuestra causa; ahora aprovechamos la ocasión del señor Buenaventura
Freites para repetirte lo que en otras te decíamos, por si no han llegado a tus manos.
“Después de tu salida todas las circunstancias han sido favorables; de modo que sólo nos
ha faltado combinación para haber dado el golpe: a esta fecha, los negocios están en el mismo
estado en que tú los dejaste, por lo que te pedimos, así sea a costa de una estrella del cielo,
los efectos siguientes: 2,000 ó 1,000, ó 500 fusiles, a lo menos; 4,000 cartuchos; 2 y medio ó 3
quintales de plomo; 500 lanzas, o las que puedas conseguir. En conclusión; lo esencial es un

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auxilio por pequeño que sea, pues éste es el dictamen de la mayor parte de los encabezados.
Esto conseguido, deberás dirigirte al Puerto de Guayacanes, siempre con la precaución de
estar un poco retirado de tierra, como una o dos millas, hasta que se te avise, o hagas señas,
para cuyo efecto pondría un gallardete blanco si fuere de día, y si fuere de noche pondría
encima del palo mayor un farol que lo ilumine todo, procurando, si fuere posible, comuni-
carlo a Santo Domingo, para ir a esperarte a la costa el nueve de diciembre, o antes, pues es
necesario temer la audacia de un tercer partido, o de un enemigo nuestro estando el pueblo
tan inflamado. Ramón Mella se prepara para ir para allá; aunque nos dice que va a Saint
Thomas, y no conviene que te fíes de él, pues es el único que en algo nos ha perjudicado
nuevamente por su ciega ambición e imprudencia. Juan Pablo: volvemos a pedirte la mayor
actividad, a ver si hacemos que diciembre sea memorable. Dios, Patria y Libertad”.
Este llamamiento acabó por herir en lo más vivo la sensibilidad patriótica de Duarte.
Su primer pensamiento fue el de dirigirse nuevamente al presidente Soublette en solicitud
de ayuda. Las pruebas que tenía acerca del estado de cosas reinante en Santo Domingo y
acerca de la urgencia de proceder sin tardanza, bastaba a su juicio para decidir al mandatario
venezolano a hacer efectiva la contribución de la patria de Bolívar a un pueblo de las Antillas
que no era la primera vez que intentaba incorporarse a la comunidad americana.
El patriota dominicano hizo llegar al palacio presidencial otro mensaje angustioso. Bo-
lívar, fundador de cinco naciones, estaba considerado por sus compatriotas como el Genio
de la Libertad, y en sus documentos más hermosos el héroe de Pichincha había proclamado
enérgicamente la indisolubilidad del destino de todos los pueblos del Nuevo Mundo. Los
dominicanos habían creído siempre en las palabras del libertador de Venezuela, y ya en 1821,
al separarse de España, José Núñez de Cáceres, antiguo rector de la Universidad de Santo
Domingo, había enarbolado el pabellón de la Gran Colombia y había puesto la independencia
de la República Dominicana bajo el amparo de esos colores relampagueantes. Si en 1821 no
les llegó la colaboración solicitada y el Estado naciente pereció a causa de la frialdad con que
fue recibida su decisión de incorporarse a la poderosa confederación creada bajo el nombre
de la Gran Colombia, hasta el extremo de que ni siquiera hubo protesta alguna ni acto de
apoyo moral cualquiera por parte de Bolívar ante el atropello de que fue víctima, apenas tres
meses después de nacida, la república proclamada por José Núñez de Cáceres, era lógico
esperar que ahora, bajo el imperio de circunstancias distintas a las de entonces, la hidalguía
venezolana no se mostrara sorda a los requerimientos del prócer dominicano.
Duarte había visto varias veces a Soublette, y su fisonomía abierta, de hombre salido del
cuartel y elevado al solio de Bolívar por una revolución triunfante, le inspiraba sin saber por
qué cierta confianza. Aquel soldado de espaldas cuadradas y de ojos vivaces, a quien sus
amigos atribuían prendas de carácter y de inteligencia no vulgares se había expresado con
simpatía sobre los proyectos independentistas de Duarte. Los días pasan, sin embargo, y a
los oídos del apóstol no llegan sino promesas vagas por conducto de doña María Ruiz y de
algunos amigos venezolanos que se habían interesado de veras por la suerte de sus demandas
en los ambientes oficiales. Los subterfugios con que una y otra vez lo despiden cortésmente,
llevan a su ánimo el convencimiento de la inutilidad de sus visitas al palacio presidencial y
abandona desalentado sus gestiones. Tal vez Soublette, piensa el proscripto dominicano, ha
oído a última hora los consejos de algunos de sus íntimos que le recuerdan a Petión y aluden
con propósitos encubiertos a la acogida que halló Bolívar en Haití cuando el héroe arribó a la
isla en una misión parecida a la que ahora llevaba a Duarte a Caracas. No obstante, el apóstol

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JOAQUÍN BALAGUER  |  EL CRISTO DE LA LIBERTAD

quiso hacer una postrer tentativa y habló a sus intermediarios de la situación desesperante
de su país, sumergido desde hacía veinte años en el cieno y hasta insinuó la posibilidad de
que la ayuda prestada por el presidente Petión a Bolívar hubiese obedecido, como aseguraba
el general Morillo, al deseo de que se le cediera la Guayana Holandesa para fundar allí un
establecimiento de colonos de raza puramente africana. Las personas de quienes Duarte se
valía para comunicarse con Soublette, hartas también de promesas sin consecuencia, acabaron
por hablar al apóstol en tono pesimista, y le instaron a dirigirse a Colombia o a otros países
sudamericanos en demanda de auxilio para la independencia dominicana.
Duarte sale el 15 de diciembre de Caracas con destino a La Guaira. Lleva, como él mis-
mo ha dicho, la muerte en el corazón. En La Guaira permanece algunos días en espera de
que se presente una ocasión para salir con rumbo a Curazao. En estos largos días de espera
infructuosa, no cesa de cavilar en la suerte de su país y en su propio destino. Ha compren-
dido al fin que no puede contar sino consigo mismo para salvar a su patria, y toma entonces
una resolución heroica. Escribirá a su madre y a sus hermanas para que vendan los bienes
de fortuna que aún poseen y consagren el fruto de la venta a la adquisición de pertrechos y
fusiles para la revolución separatista.
En el camino de La Guaira a Curazao, emplea las horas en meditar hondamente sobre
el sacrificio que se ha decidido a imponer a sus hermanas y a su madre casi inválida. No
piensa en su propia suerte porque hace tiempo que no vive sino para la patria. Su espíritu
halla al fin, sin embargo, el reposo que ansía, porque al término de tantas cavilaciones ha
tomado una resolución definitiva y ya no habrá consideración humana que lo aparte de sus
propósitos. Cuando el 20 de diciembre arriba a Curazao, su primer acto, después de insta-
larse en una modesta casa de huéspedes, es escribir la carta cuyos párrafos lleva ya clavados
como lanzas de fuego en su memoria.
Cuando una tarde, en el viejo muelle de Curazao, puso aquella carta histórica en manos
de quien había de llevarla ocultamente a los suyos, respiró profundamente como si hubiese
descargado su conciencia de una deuda abrumadora. Su hermano Vicente Celestino y el
coronel Francisco del Rosario Sánchez le habían pedido con urgencia un sacrificio que debía
consumarse aun a costa de una estrella del cielo; lo que con aquella carta entregaba excedía
en magnificencia y en grandeza a la ofrenda que le había sido pedida: lo que iba a dar a la
patria era, en efecto, el pan de su madre y sus hermanas, cosa que para aquel hombre bueno
y sensible significaba más que todo el firmamento estrellado.

Muerte de Juan José Duarte


La primera noticia del país que Duarte recibió en Curazao fue la que le anunciaba la
muerte de su padre.
Hasta el momento en que recibe este golpe, puñalada demasiado honda para su cora-
zón ya próximo a estallar, no se había preocupado por la suerte de ningún miembro de su
familia. La causa de la patria había absorbido por completo su pensamiento. Desde que
llegó en 1833 de Europa no había clavado una sola vez sus ojos con atención ni en el padre
enfermo ni en la madre agobiada por hondos sufrimientos morales. La enfermedad de Juan
José Duarte había pasado para él inadvertida. Perdido en una atmósfera de romanticismo
patriótico, prendado hasta la exageración de sus sueños y pendiente noche y día de la empre-
sa que embargaba su alma y sus sentidos, no paró mientes en el cuadro de su propio hogar

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ni tuvo nunca en cuenta los sufrimientos de los suyos. ¿Cómo iba a pensar en el destino de
los seres amados cuando ante sus ojos estaba a toda hora presente una realidad más vasta
e incomparablemente más apremiante y angustiosa?
Pero ahora la carta que ha recibido, bañada por las lágrimas de su madre incontrolable
y de sus pobres hermanas, despierta súbitamente su corazón a la realidad de un cariño más
tierno y de un afecto más humano. Lee varias veces aquella carta y ve reflejada en cada una
de sus líneas la pena de la mujer que lo llevó en sus brazos y que por primera vez confiesa
su dolor y habla con amargura de la vida. Allí están también presentes los suspiros de sus
hermanas huérfanas que parecen pedir apoyo con palabras que bajo su mansedumbre me-
lancólica y bajo su dulce resignación insinúan tímidamente un reclamo.
Esos renglones, todavía húmedos, atraviesan como espadas inexorables el corazón del
proscripto. ¿Tenía acaso él el derecho de comprometer el porvenir de aquellos seres inocen-
tes? ¿No había sido en gran parte a causa de su locura de soñador que se habían acortado
los días del padre enfermo y anciano? ¿No podía acusarse a sí mismo de ingratitud por no
haber siquiera reparado, en medio de su embriaguez patriótica, que las preocupaciones que
sus actividades de conspirador habían llevado al hogar eran uno de los motivos de que la
salud de su padre fuese cada vez más precaria?
Todos estos pensamientos sombríos se presentaban por primera vez a su imaginación
afiebrada. Pero quizá había tiempo de enmendarse y de correr con una palabra de arre-
pentimiento al hogar enlutado. Con su propio esfuerzo y con el crédito heredado de su
progenitor, hombre integérrimo que dejaba tras sí una memoria intachable, podía levantar
de nuevo el almacén de la calle de “La Atarazana”. Sus ambiciones patrióticas ¿no eran
después de todo sino vanas quimeras que sólo habían conquistado el fervor de un grupo
de elegidos? ¿Cuál es el premio que los hombres reservan a sus grandes redentores? Tras
cada cruzada por el bien ajeno ¿no hay siempre una higuera maldita que se niega a dar
frutos o que se cubre de hojas venenosas? ¿La historia no le había enseñado esas verdades
amargas que en la vida de todos los grandes hombres suelen aparecer como experiencias
cotidianas?
Aquella carta, recibida en el destierro, era como un acta de acusación para el iluso. El
mismo hecho de que su madre y sus hermanas no hubieran allí insinuado siquiera una
palabra de desaprobación a su actitud, un reproche a su alejamiento y a su abandono, hacía
la misiva más punzante y más dura. Esa resignación verdaderamente cristiana, esa ternura
infinita que no osaba traducirse en recriminaciones y que se desgranaba como una mazorca
de perdón en la carta todavía húmeda, merecían una respuesta capaz de llevar el consuelo
a aquellas almas injustamente heridas.
Las espinas de esas vacilaciones atravesaron durante algunos días el corazón de Duar-
te. ¿Qué hombre, por extraordinario que fuese, no las hubiera también sentido? Piénsese
sólo en la fuerza inconcebible que tuvo que alcanzar esa tempestad en el pecho amoroso
de este visionario que parecía nacido para sentir los golpes más débiles en su naturaleza
apasionada.
Por espacio de algunas semanas Duarte permanece anonadado. Pero su patriotismo,
purificado por el dolor, sale de aquella prueba más fuerte, más cristalino, más poderoso.
Lector asiduo de la Biblia, en cuyas páginas descansa todas las noches su pensamiento que
se apoya en la fe como la yedra en el muro, recuerda aquel pasaje donde uno de los Evan-
gelistas refiere que Jesús, devuelto a su patria después del destierro de Egipto, desaparece

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JOAQUÍN BALAGUER  |  EL CRISTO DE LA LIBERTAD

inesperadamente de su casa y al ser hallado por su madre que lo ha buscado con ansiedad
durante varios días, entabla con ella este diálogo:
—¿Por qué lo has hecho así con nosotros? Mira que tu padre y yo, angustiados, te
buscábamos.
—¿Por qué me buscabas? ¿No sabías que debo ocuparme en las cosas de mi reino?
También Duarte habrá de dar contestación un día a la de su madre con palabras crueles,
pero que no serán nunca olvidadas.

El sacrificio
La carta de Duarte llegó a principios del mes de febrero de 1844 a manos de su madre.
Toda la familia se reunió aquel día alrededor de la anciana para devorar el primer mensaje
que tras largos e interminables meses de ausencia remitía el desterrado. La sorpresa no
pudo ser más grande cuando aquellos seres tiernos, a quienes el reciente duelo mantenía
con la sensibilidad excitada, recorrieron con ojos empañados por el llanto el documento
memorable. El mensaje, lejos de ser un grito de angustia y de venir lleno de lágrimas, no
hablaba más que de la patria y de la necesidad de redimirla aún a costa de los sacrificios
más heroicos. Allí no asomaba en ningún renglón el alma del hijo ya huérfano, sino la del
patriota ejemplar y la del óptimo ciudadano. La única alusión al desaparecido se concretaba
a mencionar su “crédito ilimitado” y sus “conocimientos en el ramo de la marina” para que
el sacrificio exigido no cerrara la puerta a la esperanza y no apareciera a primera vista como
un acto terriblemente oneroso.
Doña Manuela Diez viuda de Duarte volvió a leer la carta con emoción mal contenida:
“El único medio que encuentro para reunirme con ustedes, es el de independizar la patria;
y para conseguirlo se necesitan recursos, recursos supremos. Es necesario que ustedes, de
mancomún conmigo, y nuestro hermano Vicente, ofrenden en aras de la patria lo que a
costa del amor y trabajo de nuestro padre hemos heredado. Independizada la patria, puedo
hacerme cargo del almacén, y, a más, heredero del ilimitado crédito de nuestro padre, y de
sus conocimientos en el ramo de marina, nuestros negocios mejorarán y no tendremos por
qué arrepentirnos de habernos mostrado dignos hijos de la patria”.
La infeliz anciana se estremeció ante la magnitud del sacrificio propuesto por el hijo
soñador cuyas locuras patrióticas habían precipitado la muerte del padre, y sumido el hogar
común en congojas y en tribulaciones. ¿Qué clase de alma era la de este hijo sublime, pero
incorregiblemente romántico que se mostraba impávido ante la muerte e inexorable ante los
más grandes dolores? La pobre madre, colocada por el destino frente al deber de velar por
la suerte de las hijas y por el porvenir de la familia, abarcó de un golpe con el pensamiento
el cuadro que aquella carta, propio de un ser inconcebiblemente abnegado, ponía fríamente
ante sus ojos: la pérdida del techo solariego, la ancianidad sin refugio, el pan escaso, las
hijas desamparadas. Y todo ¿para qué? Para que todo aquello fuese devorado por un ideal
tal vez irrealizable. La independencia soñada por su hijo sólo era hasta entonces la quimera
de unos cuantos ilusos. El invasor disponía de recursos poderosos y contaba además con
el apoyo de muchos nativos que por temor o por falta de fe secundaban sin escrúpulos sus
planes. La mayoría de los dominicanos de más autoridad y de más prestigio no creían en
la utopía de la “pura y simple” y consideraban más favorable al país un entendido con una
potencia extranjera. ¿Para qué entonces aquel sacrificio sin nombre? ¿No era evidentemente

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una locura escuchar el consejo de aquel hijo tan vehemente en el patriotismo como solía
serlo en la amistad y en los amores?
Pero al fin y al cabo aquel hijo había nacido de sus entrañas, y ella, doña Manuela, tenía
también sus dejos de mujer romántica y tampoco era insensible a las ilusiones y a los sueños.
Quizás en ella existían fibras de heroína, o tal vez oculta en lo más puro de su alma había una
flor de sentimiento y de poesía que se marchitó en la prosa del hogar y en los afanes de la
existencia cotidiana. El llamamiento del hijo soñador, la locura del hijo desterrado, no cayó,
pues, en el vacío. Algo de la madre había pasado al vástago, y ella misma muchas veces,
cuando lo acariciaba de niño entre sus brazos, había descubierto en sus ojos azules un poco
de aquella fiebre que había ardido en su corazón de mujer durante los días ya distantes de
la juventud soñadora.
La voz de Duarte se abrió camino sin esfuerzo en el corazón de la madre. Mas, ¿y las
hermanas? La herencia de Juan José Duarte permanecía indivisa y ellas también debían ser
llamadas a opinar antes de que se dispusiera de lo suyo. La mayor, Rosa Duarte, era una
niña apasionada y pálida a quien también había tocado parte de la herencia sentimental de
los progenitores. Participó desde principio de los sueños de su hermano y sintió como él en
carne viva la angustia de la patria. Una extraña afinidad de inclinaciones y de sentimien-
tos la aproximaba a quien ella creía destinado a poner fin a aquella situación bochornosa.
Llegado el momento, fabricaría balas para la rebelión y alentaría con su palabra cálida a los
rezagados y a los vacilantes. Ramón Mella y José Diez no necesitaron insistir mucho cerca
de Rosa Duarte para decidirla al sacrificio. Su alma estaba fundida en el mismo molde de
la de su hermano, del Cristo de la familia, y ella también viviría soñando inútilmente con el
amor para acabar entregando su corazón de virgen a la muerte como la margarita cortada
por el arado.
Las otras hermanas del apóstol, aunque sin la efusión que la primera ponía en sus afec-
tos, pertenecían también a la raza de las mujeres sufridas y abnegadas. Oyeron en silencio
la carta, y escucharon después a Ramón Mella, a José Diez y a otros conjurados, deseosos de
que el sacrificio se hiciera para que el país quedara libre de sus dominadores, e inclinaron
con resignación la cabeza como la rama bajo la cuchilla inexorable. Sólo la menor, una niña
lánguida de ojos soñadores y de aspecto enfermizo, osó insinuar débilmente una protesta:
“Si todo se pierde, nosotras ¿de qué vivimos?”.
La propia Rosa Duarte ha referido, con palabras inolvidables, la escena del sacrificio.
Mella habló, en aquella especie de consejo de familia provocado por el inaudito requeri-
miento del prócer, de la grandeza de aquel acto que la historia consignaría admirada. José
Diez, tío de las protagonistas de este holocausto digno de una de las tragedias que inspiró
en otras épocas el patriotismo romano, invocó sus vínculos de sangre con las huérfanas, y
dijo que los que sobrevivieran a la revolución trabajarían para que no faltara el pan a quienes
entregaran a la patria sus bienes de fortuna. Otros conjurados se refirieron, sin duda para
halagar el amor propio de la madre y de las hermanas del apóstol, a la gloria que esperaba
a Duarte y a la posibilidad de que el caudillo fuera el primer presidente de la República
que iba a ser creada. Aquellas instancias cayeron en tierra fértil y alcanzaron el fruto de-
seado. Todos los bienes que dejó Juan José Duarte y que constituían el único patrimonio
de su familia, fueron entregados sin vacilación para que varios días después la República,
coronada con los despojos de una viuda y de varias huérfanas, se alzara triunfante como
sobre el altar de un sacrificio.

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JOAQUÍN BALAGUER  |  EL CRISTO DE LA LIBERTAD

Realización del sueño de Duarte


Mientras Duarte buscaba ansiosamente en Curazao un buque que lo condujera a costas
dominicanas, los acontecimientos se precipitaban en el país con rapidez inesperada. El
sentimiento separatista ganaba cada vez mayor número de prosélitos, y entre las mismas
filas de los afrancesados crecía la repulsión contra las autoridades haitianas. Las medidas
desacertadas de Charles Herard, quien se inspiraba en los mismos sistemas despóticos de
su antecesor, pero quien carecía del instinto político de que éste último dio más de una vez
demostraciones evidentes y gracias al cual pudo mantenerse en el poder durante casi un
cuarto de siglo, habían dado lugar a que el patriotismo de los habitantes de la parte del
Este se excitara y a que el descontento invadiera aún a los grupos que hasta entonces se
habían mostrado más adictos a los dominadores. El sentimiento antihaitiano se extendía
ya sin excepción a todos los nativos. Este estado de espíritu era común así a los duartistas,
partidarios de la libertad sin restricciones, como a los que abogaban por una República
constituida bajo la protección extranjera. El fracaso de los principios que se proclamaron
aparatosamente en Praslín, cuna de la revolución que se denominó “La Reforma”, decep-
cionó a Buenaventura Báez y a todos los grandes caudillos que militaban en el partido
afrancesado. En la Asamblea Constituyente que sesionó en Puerto Príncipe hasta el 4 de
enero de 1844, el propio jefe del sector que aceptaba la fórmula del protectorado se pro-
nunció enérgicamente contra el propósito racista de prohibir a los blancos el goce de los
derechos civiles, e hizo pública la consigna de que era preferible, antes que depender de
Haití, resignarse a ser esclavo de una nación cualquiera. Los que participaban de estas
ideas se apresuraron a renovar las negociaciones entabladas con los agentes consulares
de Francia, Levasseur y Saint Denys, para constituir una República semiindependiente
en la parte española.
Las maniobras de los afrancesados dieron motivo a su vez para que los parciales de Duar-
te, con José Joaquín Puello y Francisco del Rosario Sánchez a la cabeza, activaran sus propios
trabajos revolucionarios. Un manifiesto redactado por don Tomás Bobadilla y suscripto por
un grupo de ciudadanos notables el 16 de enero de 1844, circuló clandestinamente en todo
el país y puso en tensión los ánimos ya excitados por las tropelías de las hordas haitianas.
Juan Evaristo Jiménez, uno de los portadores de ese memorial de agravios, leyó la proclama
en juntas públicas y produjo en todas partes enormes explosiones populares. Un campesino
dominicano que oyó leer el manifiesto, el señor Manuel María Frómeta, ofreció la carne de
sus propios hijos para que sirviera de cartuchos a los revolucionarios. La erupción estaba ya
próxima y los invasores carecían de recursos para contener los ánimos enardecidos.
El partido duartista, defensor acérrimo de la “pura y simple”, consideró necesario, por
otra parte, anticipar el golpe para sorprender al mismo tiempo a los esbirros de Charles
Herard y a los afrancesados. Al seno de los discípulos de Duarte habían llegado, en efecto,
informes alarmantes sobre el propósito de Buenaventura Báez, de Remigio del Castillo, de
Juan Nepomuceno Tejera y del presbítero Santiago Díaz de Peña, de adelantarse a proclamar
un estado independiente de Haití, pero supeditado a Francia que a cambio de su protección
retiraría, entre otras ventajas, la de aprovecharse económicamente de su prosperidad futura.
Se sabía también que ya los amigos de Francia tenían listo el documento en que se explicarían
los motivos que la parte oriental de la isla iba a invocar en apoyo de su aspiración a disponer
a medias de sus propios destinos acogiéndose al expediente del protectorado. Patriotas insos-
pechables que conocían los planes de este grupo y que se habían filtrado en sus conciliábulos

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

para dar en el momento oportuno la voz de alerta a los caudillos de “la pura y simple”,
aseguraban que el documento sería hecho público en Azua, plaza fuerte de Buenaventura
Báez, el día primero de enero de 1844, y que sería publicado originalmente en la lengua de
Francia, que era al mismo tiempo la de la nación usurpadora.
Duarte, informado de estas versiones, trató de desembarcar antes del nueve de diciembre
en Guayacanes, en la costa sur de la isla, entre la Bahía de Andrés y el Puerto de San Pedro de
Macorís, sitio donde debían unirse a él algunos de sus partidarios. Todos los esfuerzos que
realizó para fletar un buque y salir hasta el punto convenido con los pertrechos que había
logrado reunir en Venezuela y Curazao, resultaron infructuosos a causa de la insuficiencia
de sus recursos. Los directores del movimiento separatista en ausencia del fundador de “La
Trinitaria”, los señores Vicente Celestino Duarte, José Joaquín Puello y Francisco del Rosario
Sánchez, urgían mientras tanto al apóstol para que desembarcara en el país antes de la fecha
fijada para proclamar la independencia.
La depresión moral que le causa el hecho de verse reducido, por circunstancias supe-
riores a su enorme entereza de ánimo, a permanecer inactivo en su refugio de la colonia
holandesa mientras sus discípulos lo urgen para que se dirija a encabezar su propio movi-
miento, lo abate hasta el extremo de tener que guardar cama desde el 20 de diciembre hasta
el 4 de febrero. Una violenta fiebre cerebral se apodera de su organismo y lo reduce al lecho
en donde delira como un poseso durante varias semanas. Los que lo rodean temen por su
razón y espían con ansiedad ese desorden súbito de sus facultades mentales. El nombre de
la patria de sus sueños asoma una y otra vez en sus pesadillas. Pero al fin logra ponerse en
pie y dominar la postración casi en vísperas del día en que presume que sus partidarios
iniciarán la revuelta. Tan pronto la luz vuelve a su razón, el héroe, el hombre dotado de
tremendas energías morales, se sobrepone a sus quebrantos físicos, y reanuda las gestiones
para obtener un buque que lo conduzca a Guayacanes. Pero ninguno de los capitanes de las
goletas que pueden prestarle ese servicio accede a sus demandas hechas en el tono patético
propio de su estado de ánimo, y otra vez la desesperación se apodera de su alma y nuevos
trastornos amenazan sus nervios despedazados.
Urgidos por la necesidad de impedir que los afrancesados les arrebaten el triunfo y
malogren, con su independencia a medias, los principios proclamados cuando se fundó “La
Trinitaria”, los duartistas que permanecen en la isla deciden lanzarse a la revolución aún en
ausencia del iniciador del movimiento. Uno de los centros principales de la conspiración
es el propio hogar de la madre de Duarte. Una hermana del caudillo separatista, la insigne
Rosa Duarte, reúne en secreto a un grupo de mujeres, iniciadas por ella en los trabajos re-
volucionarios, y se dedica con su colaboración a fabricar cartuchos para el ejército llamado
a sostener la independencia. En el almacén de su padre, quien por largos años explotó el
comercio de artículos de marinería, quedaban apreciables existencias del plomo que se uti-
lizaba para los forros de los buques, y la heroína se apoderó de ese material precioso para
la fábrica de cartuchos que improvisó en sus propias habitaciones.
La noche del 27 de febrero de 1844, los separatistas, encabezados por Vicente Celestino
Duarte, por Manuel Jiménez y por Francisco del Rosario Sánchez, desfilaron en pequeños
grupos por las calles silenciosas con sus armas ocultas para no excitar la sospecha de los
pocos transeúntes que después de las nueve de la noche se aventuraban a salir de sus
hogares mientras duró el terror impuesto por la soldadesca haitiana. Cerca de las doce, la
hora convenida para lanzar el grito de redención o muerte, las viejas piedras del Baluarte

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JOAQUÍN BALAGUER  |  EL CRISTO DE LA LIBERTAD

del Conde se hallaban rodeadas de patriotas que acudían desde los cuatro extremos de la
ciudad para la cita histórica. Uno de los del grupo, mordido por la intrepidez o la impaciencia,
se adelantó entre las tinieblas, e hizo al aire un disparo. El estampido repercutió en todos
los ámbitos de la ciudad amurallada, y desde la Fortaleza Ozama, refugio principal de los
haitianos, se movilizaron tropas que poco después volvieron a replegarse a sus cuarteles.
La aurora del siguiente día envolvió en sus resplandores una nueva bandera que se elevaba
sobre el cielo purísimo de la mañana para anunciar como una trompeta de colores el fin de
una larga noche que duró veintidós años; noche llena de ignominia, durante la cual la patria
permaneció postrada sobre un lecho de estiércol.

El beso de la gloria
La bizarría de los separatistas sorprendió a los invasores, que no esperaban semejante
golpe de audacia. La intención de resistir en los recintos fortificados, tales como la capita-
nía del puerto y la Fortaleza Ozama, fue desechada por el gobernador Desgrotte cuando
varios regimientos, casi totalmente compuestos por elementos nativos, se asociaron a sus
compatriotas y volvieron las armas contra las autoridades haitianas. El cónsul de Francia,
Jesereau de Saint Denys, quien había servido de conducto a Buenaventura Báez y a los que
participaban de la idea de constituir un nuevo Estado bajo la tutela de un gobierno extranje-
ro, intervino cerca de los ocupantes para convencerlos de la inutilidad de cuantos esfuerzos
pudieran hacer para impedir el triunfo de la rebelión iniciada en la Puerta del Conde, y el
gobernador Henri Etienne Desgrotte capituló, abandonando la capital de la antigua colonia
española casi sin efusión de sangre. Varios días después, las armas dominicanas consolida-
ron en Azua y en Santiago de los Caballeros, con espléndidas victorias sobre las fuerzas de
ocupación, la República creada por Duarte y por los que como él creyeron en la utopía de
la independencia absoluta.
Con el nombre de Junta Central Gubernativa fue constituido, el 6 de marzo de 1844,
un organismo llamado a ejercer el poder público y a preparar el país para el disfrute de su
soberanía vaciando la república incipiente en moldes constitucionales. El pueblo, libre ya de
toda servidumbre, y dueño por primera vez de sus destinos, reclamó la presencia de Juan
Pablo Duarte, creador de aquella realidad portentosa que superaba los sueños de los más
optimistas y la Junta Provisional, presidida por Ramón Mella, envió un buque a Curazao
en busca del proscripto. Uno de los nueve idealistas que fundaron “La Trinitaria”, el prócer
Juan Nepomuceno Ravelo, recibió el encargo de notificar al apóstol la constitución de la
República, y de invitarlo a reintegrarse a la heredad por él emancipada. Muchos amigos del
desterrado pidieron que se les incorporara a la comitiva, deseosos de compartir con Ravelo
el honor de acompañar al seno de la Patria al más grande de sus hijos, y la Junta Central
Gubernativa, dominada por el entusiasmo público, se inclinó ante la voluntad de los admi-
radores de Duarte, y autorizó la salida, el primero de marzo de 1844, de la goleta “Leonora”,
la primera embarcación que paseó por los mares de América el pabellón enarbolado dos
días antes en la Puerta del Conde. Otro prócer, Juan Alejandro Acosta, fue honrado con el
mando de la nave que despegó aquel día de las costas dominicanas.
Mientras la goleta “Leonora” navegaba hacia Curazao, Duarte esperaba con angustia en
aquella isla nuevas de la Patria. El 28 de febrero, un día después de haberse proclamado la
independencia, recibió una carta en que su madre le anunciaba que la familia había aceptado

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

el sacrificio por él pedido, y que todos los bienes que dejó Juan José Duarte se entregarían
inmediatamente para hacer posible, según sus deseos, el movimiento revolucionario. El
mismo día recibió también cartas de su hermano Vicente Celestino y de algunos de sus
partidarios más fervorosos. Todas estas comunicaciones respiraban optimismo, y en ellas
se traslucía un entusiasmo incontenible por la proximidad del momento en que estallaría
la revuelta. Para calmar las ansias del proscripto, doña Manuela Diez le anunciaba que un
buque costeado por la familia, iría en su busca antes de que la independencia fuese procla-
mada. Desde aquel día, Duarte, acompañado de Pina y de Juan Isidro Pérez, no se apartaba
del muelle de Curazao, desde donde oteaba sin cesar el horizonte en la dirección en que
debía llegar el barco deseado.
El seis de marzo, los tres próceres alcanzaron a ver, al fin, en alta mar, un barco de vela
que lucía en el mástil un pabellón para ellos bien conocido: era aquélla una insignia nunca
vista en aquel puerto, centro de una constante actividad comercial, adonde acudían naves
procedentes de todos los países del mundo. Cuando el barco atracó al muelle, Duarte, poseído
de alegría frenética, saltó ágilmente sobre cubierta y se arrojó en brazos de Juan Nepomuceno
Ravelo. El corazón del caudillo separatista latió con más violencia que nunca al abrir el sobre
de la carta en que la Junta Central Gubernativa le decía lo siguiente:
“El día 27 de febrero último llevamos al cabo nuestros proyectos. Triunfó la causa de
nuestra separación con la capitulación de Desgrotte y de todo su Distrito. Azua y Santiago
deben a esta hora haberse pronunciado. El amigo Ravelo, portador de la presente, les dará
amplios detalles de lo sucedido, y les informará de lo necesario que son el armamento y los
pertrechos. Regresen tan pronto como sea posible, para tener el honor y el imponderable
gusto de abrazarnos; y no dejen de traer el armamento y los pertrechos, pues los necesitamos
por temor a una invasión”.
La escena que luego se desarrolló entre los próceres, sobre la cubierta de la goleta “Leo-
nora”, fue de una emotividad inenarrable: toda la tripulación se aglomeró en torno a los pros-
criptos, y Duarte, el más alegre de todos, conoció aquel día la felicidad, una felicidad semejante
al gozo que invade el corazón del hombre cuando le anuncian el nacimiento de un hijo. Los
amigos que los desterrados habían hecho en Curazao, se unieron al regocijo de los patriotas
dominicanos y las autoridades de la colonia, informadas del arribo del buque, empavesado
con una bandera en cuyo centro lucía una cruz blanca, hicieron desde aquel momento objeto
de manifestaciones de calurosa simpatía al joven apóstol, a quien todos los recién llegados
aclamaban como al fundador de la nueva república que acababa de nacer en la cuenca anti-
llana. Bajo la tolerancia amistosa de la policía insular, Duarte se dedicó en los días siguientes
a reunir las armas y pertrechos que la Junta Central Gubernativa reclamaba con urgencia, y
en la noche del catorce de marzo arribó en la goleta “Leonora” al Puerto del Ozama.
La ciudad de Santo Domingo esperaba ansiosamente desde hacía varios días la llegada
del iniciador del movimiento separatista. Varios miembros de la Junta Central Gubernativa
habían ofrecido un valioso obsequio al primero que avistara en el horizonte el navío. Algunas
personas, entre ellas un lobo de mar a quien se daba popularmente el nombre de “Pedro
el Vigía”, velaban a toda hora desde las atalayas del Puerto del Ozama. La circunstancia
de haber entrado el buque en la ría después de la medianoche, dio lugar a que el arribo se
efectuara en silencio. Los tres proscriptos quisieron saltar en seguida al muelle para dirigir-
se a sus hogares. Pero el capitán de la “Leonora”, el ilustre marino Juan Alejandro Acosta,
pidió a los viajeros que permanecieran a bordo hasta el siguiente día porque su deber era

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JOAQUÍN BALAGUER  |  EL CRISTO DE LA LIBERTAD

dar parte primero de la llegada a la Junta Central Gubernativa. El capitán de la nave bajó
luego al muelle y se internó embozado en la ciudad silenciosa. Sólo Pedro el Vigía se dio
cuenta a última hora del arribo de aquel buque que llegaba rodeado del mayor misterio, y
siguió discretamente los pasos a Juan Alejandro Acosta. El gran marino atravesó la Puerta
de San Diego y subió hacia la calle “Isabel la Católica” para dirigirse a la morada de doña
Manuela Diez viuda de Duarte. Su seguidor le vio golpear en una de las ventanas de la
casa número 96 de la calle de “El Comercio”, y pocos minutos después tropezó con Vicente
Celestino Duarte, que corría en dirección al muelle. Estos indicios bastaron a Pedro el Vigía
para adivinar el sentido de tales actitudes, y sin perder tiempo empezó a golpear con sus
anteojos las puertas del vecindario y a gritar a voz en cuello: “¡Albricias, albricias, el general
Duarte ha llegado!”. Sorprendida en su lecho por los gritos de Pedro el Vigía, la ciudad en-
tera despertó alborozada. Las luces se fueron encendiendo como por encanto, y en muchos
hogares, a pesar de lo avanzada de la hora, se adornaron las ventanas con banderas. La
casa de doña Manuela Diez fue invadida por una multitud fervorosa. La gente acudía en
espera de que el apóstol llegara de un momento a otro. Tomás de la Concha, prometido de
Rosa Duarte, puso término a la expectación general anunciando que el desembarco no se
efectuaría, según orden de la Junta Central Gubernativa, que deseaba recibir dignamente a
los recién llegados, hasta el siguiente día en la mañana.
El 15 de marzo amaneció agolpada una inmensa multitud en los alrededores de la Puerta
de San Diego. Una comisión de la Junta Central bajó al muelle a las siete de la mañana con
el objeto de ofrecer al libertador los saludos oficiales. Cuando Duarte puso el pie en tierra,
las tropas, alineadas frente al puerto, le rindieron honores, y las baterías del Homenaje lo
saludaron con los disparos de ordenanza. El Arzobispo don Tomás de Portes e Infante fue
el primero en estrechar entre sus brazos al apóstol y en darle la bienvenida, en nombre del
pueblo y de la Iglesia, con las siguientes palabras: ¡Salve, Padre de la Patria! El desfile desde
el muelle hasta el Palacio de Gobierno se inició en medio de aclamaciones incesantes. Al
pasar la comitiva por la Plaza de Armas, se levantó de improviso un clamor unánime para
pedir a la Junta Central Gubernativa que confiriera al prócer el título de General en Jefe de
los Ejércitos de la República.
Desde el Palacio de Gobierno, en donde la Junta Central le entregó las insignias de
General de Brigada, el Padre de la Patria se encaminó, seguido por una muchedumbre
frenética, hacia la casa que ocupaba su familia en la calle de “Isabel la Católica”. El nuevo
desfile, revestido de proporciones apoteóticas, fue un acontecimiento nunca visto hasta
entonces en la Ciudad Primada. Banderas flamantes, bordadas en aquellos mismos días de
embriaguez patriótica, lucían en las puertas de todos los hogares. Los vítores al caudillo de
la separación atronaban el espacio, y de todas las bocas salían bendiciones para el patriota
sin mácula que rescató el territorio nacional del dominio extranjero.
En el hogar esperaban al Libertador su madre, doña Manuela Diez, y sus hermanas,
convertidas desde el amanecer del 27 de febrero en centro de la devoción del pueblo, que
veía reflejada en aquellas mujeres la gloria del recién llegado. El traje negro que vestía la
anciana avivó de golpe en la memoria del apóstol el recuerdo del desaparecido. En medio
del júbilo general, del entusiasmo de los viejos discípulos de “La Trinitaria” y de los vivas
de las multitudes aglomeradas ante la casa del Padre de la Patria, aquel recuerdo dominaba
el ambiente y se sentía flotar en todas partes como un huésped incómodo. Doña Manuela y
sus hijas compartían, con más título que nadie, la alegría de la ciudad embanderada. Pero

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su dolor aún reciente, no les permitía gozar en toda su plenitud del entusiasmo y el fervor
generales. Fue preciso que José Diez y Ramón Mella hicieran a la viuda y a las huérfanas
reconvenciones cariñosas para que abrieran al pueblo las puertas de su hogar en duelo y
participaran también de las satisfacciones de aquel día de júbilo. El presbítero Bonilla secundó
las súplicas anteriores dirigiendo a doña Manuela esta amonestación afectuosa:
—Los goces no pueden ser completos en la tierra. Si su esposo viviera, el día de hoy le
proporcionaría una de esas dichas de las que sólo es dable disfrutar en el cielo. ¡Dichosa la
madre que ha podido dar a la patria un hijo que tanto la honra!
Aunque el recuerdo de su padre, a quien una muerte prematura no permitió gozar del
triunfo de su hijo ni de la independencia de la patria, ennegrecía el pensamiento de Duarte,
fue aquél sin duda el único día feliz para este hombre limpio y virtuoso. Fue el único de
toda su vida en que se sintió unánimemente querido, y en que fue festejado. El 15 de marzo
de 1844 fue también el único día en que tuvo la sensación de haber recibido sobre la frente
el beso de la popularidad, y el beso menos cálido, pero más duradero de la gloria.

Otra vez con sus discípulos


La noche del mismo día de su llegada, Duarte se reunió con sus discípulos. La rapidez
con que los acontecimientos se habían desarrollado, desde que la rebelión fue iniciada en la
Puerta del Conde, hacía indispensable la presencia activa en la vida pública de los verdaderos
trinitarios, único modo de impedir que el Estado naciente sucumbiera ante un nuevo intento
de invasión de los haitianos o ante la ambición ya despierta de algunos elementos nativos de
ideas poco liberales. Muchos dominicanos que habían colaborado con el invasor o que juzga-
ban indispensable la protección de una potencia europea o la de los Estados Unidos, se habían
incorporado al movimiento de la Puerta del Conde y estaban ya, a los pocos días de fundada la
República, ocupando en la nueva administración posiciones de importancia. Tomás Bobadilla,
hombre de confianza de Boyer en un momento dado, presidía la Junta Central Gubernativa.
Otros, como Buenaventura Báez y el doctor José María Caminero, aspiraban al poder para sí
mismos o para medrar a la sombra de alguna medianía autoritaria.
Al ánimo de Duarte se llevaron esos recelos, que hubieran fácilmente prendido en una
conciencia menos elevada. Para muchos era él el llamado a recibir, como un premio a su
abnegación sin medida, los honores del mando. Los que ya empezaban a hacer ambiente a la
candidatura del general Pedro Santana, sin tener en cuenta que aún había fuerzas extranjeras
en la heredad nacional, eran los que menos entusiasmo habían mostrado por la causa de la
independencia y aquellos precisamente que habían venido a sumarse al movimiento redentor
cuando ya la victoria estaba a la vista y la libertad casi alcanzada. Entre los mismos trinitarios
había algunos a quienes esa propaganda inspiraba hondos temores. Acaso el propio Ramón
Mella, la figura que más se destacó en la hazaña de la Puerta del Conde, acariciaba desde
mucho tiempo atrás la idea de que Duarte fuese el escogido para el gobierno que surgiera
de la primera apelación al sufragio.
Pero en esta reunión de Duarte y sus discípulos, la primera que no se celebraba en
secreto y bajo el ojo siempre abierto de los dominadores, no se habló más que de la ne-
cesidad de consolidar la independencia aún vacilante y de mantenerla después en forma
absoluta frente a cualquier posible renacimiento del ya antiguo plan de los afrancesados.
El respeto que el apóstol inspiraba a sus amigos hubiera hecho repugnante para los mismos

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JOAQUÍN BALAGUER  |  EL CRISTO DE LA LIBERTAD

trinitarios cualquier insinuación capaz de herir la pureza de aquel hombre de honradez


verdaderamente inmaculada. Todos se sentían en su presencia tocados por algo de la pro-
bidad casi divina que resplandecía en su conciencia y asomaba como una luz interna a su
semblante bondadoso.
Pero si allí no se habló de nada que pudiese ofender la albura de aquel varón virtuoso,
sí se ratificó el juramento hecho el 16 de julio de 1838 en la morada de Juan Isidro Pérez:
la patria debía ser libre, íntegramente libre, y la república ya constituida debía organizarse
interiormente sobre el respeto a la ley y a los fueros de la persona humana. Toda manifesta-
ción de barbarie, capaz de retrotraer el país a la era de terror que acababa de ser clausurada,
debía ser rechazada por los soldados de “La Trinitaria”, sociedad constituida para librar a
la patria del yugo de los haitianos y para establecer luego una república en donde los hom-
bres pudiesen vivir al abrigo de las leyes, y en donde ningún déspota pudiera alzarse con
el señorío de las conciencias oprimidas.
Con esta consigna iban a terciar en la política, tan pronto como el suelo nacional que-
dara libre del último soldado invasor, los filorios a quienes la patria debía su libertad. Pero
ante todo era preciso tender por todos los medios a la unión de los dominicanos de ideas
opuestas, único medio de impedir que la discordia pudiese causar heridas irreparables a
un pueblo que necesitaba vivir en pie de guerra frente a un vecino codicioso. La autoridad
constituida sería, pues, respetada. Si el poder público recaía en ministros indignos de ejercer-
lo, el deber de todo trinitario era ceñirse a sus mandatos y contribuir, por medios pacíficos,
a que la República adquiriera una fisonomía cada vez más democrática. Con lo que no se
transigiría, era con ninguna medida encaminada a privar al país de un jirón cualquiera de
su independencia o su soberanía. Duarte y sus discípulos, no obstante la repugnancia que a
todos inspiraba la violencia, apelarían a las armas, en caso necesario, para frustrar cualquier
atentado a la honra nacional.
Estas ideas, expresión del inextinguible idealismo de los creadores de “La Trinitaria”,
servirían de molde a la conducta de estos hombres de pensamiento liberal, y aun aquellos
que, como Ramón Mella, necesitaban satisfacer en alguna forma los arranques de su tem-
peramento impetuoso, ávido de acción e hirviente de amor a la República, sacrificarían a
esos empeños generosos su sed de jerarquía y sus ambiciones personales.

Frente a Santana
La Junta Central Gubernativa, impresionada por el ascendiente que Duarte había adquirido
sobre el pueblo y por la espontaneidad y el calor del recibimiento que se le tributó el día de su
retorno, confió al joven patricio, el 21 de marzo de 1844, la dirección de las operaciones militares
en el sur de la República, zona a la sazón amenazada por un cuerpo del ejército haitiano que
se había abierto paso al través de las fronteras con el propósito de ahogar la independencia
nacional en su cuna. El mando de las tropas debía ser compartido con el general Pedro San-
tana, vencedor hacía apenas dos días del ejército de Charles Herard en los campos de Azua.
El nombramiento de Duarte fue recibido con entusiasmo por la juventud dominicana. No
era precisamente el fundador de “La Trinitaria” un militar de escuela. Su educación, por el
contrario, era más bien la de un patricio de fisonomía eminentemente civil, formado al calor
de las humanidades. Pero el nuevo jefe expedicionario, designado suplente de Santana por
la Junta Central Gubernativa, no era del todo extraño a la carrera de las armas, y poseía

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sobre algunas ciencias estrechamente unidas a la milicia nociones no vulgares. Durante su


permanencia en España había prestado especial atención al estudio de las matemáticas, y
había conocido, en sus viajes por Francia y Alemania, a muchos supervivientes de las gue-
rras napoleónicas, en tiempos en que la fama de las proezas del gran soldado estaba fresca
y mantenía aún electrizada la conciencia del mundo. Del contacto con aquel ambiente y con
aquella generación, llenos todavía de resonancias marciales, y vibrantes aún con el grandioso
espectáculo militar que pocos años antes había estremecido a toda Europa, quedaron en el
ánimo de Duarte fuertemente impresas las hazañas bélicas más extraordinarias y brillantes
que la historia había hasta entonces registrado.
Pero por encima de toda otra consideración, Duarte poseía el don supremo de hacerse
obedecer por el amor que inspiraba gracias a la eterna niñez de su espíritu y a su simpatía
caudalosa. Su misma figura era por sí sola un espectáculo: severo el continente, enérgicos
los rasgos de la fisonomía, la estatura marcial, el aire lleno de distinción y dignidad, algo
de la limpieza interior trascendía fuera y denunciaba al hombre extraordinario a quien la
naturaleza había colocado por encima de todas las miserias humanas. Si esas prendas no
hubiesen bastado por sí solas para crearle una atmósfera de respeto y para formar en torno
suyo una aureola de superioridad, ahí estaba su obra realzada a los ojos de sus conciuda-
danos por una pureza insólita y por un desprendimiento sin nombre.
Revestido de esa especie de imperio natural compareció Duarte ante Santana. Cuando los
dos se hallaron por primera vez frente a frente, el hatero no pudo reprimir un sentimiento
de invencible admiración hacia aquel rival que le deparaba inesperadamente el destino.
Santana confirmó con sus propios ojos los encarecimientos que su hermano Ramón le
había hecho del extraño personaje que en abril de 1843 visitó en misión de propaganda
revolucionaria las haciendas de “El Prado”. Ramón Santana no había podido olvidar,
en efecto, a aquel joven de figura atrayente, a aquel realizador con trazas de visionario,
con mirada algo abstraída, y con palabra llena de fascinación en medio de su sencillez
desconcertante. Ignoraba por qué le había simpatizado aquel conspirador que con tanto
brío hablaba de su causa y por quien se dejó convencer tan fácilmente. Sólo en un punto
no habían estado de acuerdo cuando por primera vez se encontraron: en la confianza,
que al hatero se le antojaba excesiva, que el joven patriota mostraba en la capacidad de la
república para subsistir, una vez creada, sin la cooperación de ninguna potencia extranjera.
Pero en lo esencial, esto es, en la necesidad de arrojar del suelo patrio a los haitianos, sus
sentimientos coincidieron desde el primer instante.
Pedro Santana, aunque hombre de temperamento más receloso que el de su hermano
Ramón, no pudo substraerse del todo al extraordinario don de simpatía con que dotó la natu-
raleza al caudillo separatista. Duarte se percató acto seguido de los sentimientos del hatero, y
no sólo se empeñó en infundirle confianza en la colaboración que debía prestarle, por órdenes
superiores, sino que hizo además cuanto estuvo a su alcance para atraerse a aquella voluntad
imperiosa. Varios días duró la lucha entre los dos hombres: el uno, lleno de desprendimiento
y de nobleza, interesado en no aparecer como un rival a los ojos de su gratuito adversario; y el
otro, ahíto de orgullo y de ambición, deseando librarse de la influencia que el primero ejercía
sobre su voluntad y que en el fondo contrariaba sus designios de soldado que ya aspiraba al
poder y cuyo instinto militar tendía a la unidad de mando.
Pero todas las artes del Padre de la Patria se estrellaron ante la inflexible terquedad de
Santana. El vencedor de Azua era partidario de permanecer en la inacción y no entendía

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JOAQUÍN BALAGUER  |  EL CRISTO DE LA LIBERTAD

de otra actitud que la de conservar la defensiva. El ejército bajo su mando, aunque des-
moralizado por la retirada a Baní, hecho que malogró la victoria obtenida contra Charles
Herard el 19 de marzo, hervía de impaciencia, ansioso de caer sobre el resto de las fuerzas
invasoras. Las tropas con que a su vez había salido Duarte de la capital de la República,
compuestas en su mayor parte de jóvenes pertenecientes a las familias más distinguidas de
la sociedad dominicana, reclamaban a voces una operación ofensiva. Pedro Alejandrino Pina
y todos los miembros del Estado Mayor de Duarte, desbordantes de patriotismo y deseosos
de recibir en los campos de batalla los primeros espaldarazos de la gloria guerrera, pedían
que el ataque se iniciara antes de que el ejército invasor se atrincherase en Azua y consolidara
en el sur sus posiciones. El primero de abril, después de largos días de inactividad en los
cantones, el caudillo separatista abandonó su cuartel de Sabanabuey y fue a Baní resuelto
a agotar todos los recursos del patriotismo y de la dialéctica en un esfuerzo desesperado
para convencer a Santana. El jefe del ejército del sur oyó con atención el plan de Duarte: éste
atacaría por la retaguardia a las tropas haitianas acantonadas en Azua, y el propio Santana,
con el grueso de sus fuerzas, saldría al encuentro del invasor para obligarlo a combatir o
a rendirse en caso de que intentase abandonar la plaza por motivos de orden estratégico.
Pedro Santana no adelantó objeción alguna, pero dijo que necesitaba consultar a los oficiales
que militaban bajo sus órdenes antes de emitir un juicio sobre el plan propuesto. Duarte
se dio cuenta, sin embargo, de que nada induciría al hatero a variar sus planes defensivos,
y de que en su actitud no sólo influía la falta de sentido militar, sino ante todo su poca fe
en la causa separatista, y regresó a Sabanabuey decidido a proceder con la independencia
que las circunstancias hicieran necesaria. Su Estado Mayor le aconsejó que desobedeciera
las órdenes de la Junta Central y que iniciara por su propia cuenta la ofensiva.
Toda la juventud del apóstol de “La Trinitaria” ardía en deseos de consagrar en
el campo de la función guerrera sus presillas de general de brigada. Pero el pudor
cívico, siempre vigilante en su conciencia pulquérrima, lo contuvo en esta ocasión
como en otras muchas de su vida política: desobedecer a la Junta equivaldría a burlar
la autoridad legítima y a herir de muerte las instituciones manchando desde la cuna
su pureza republicana. Desde el cuartel general de Baní, solicitó por tercera vez de la
Junta, el primero de abril de 1844, la autorización indispensable “para obrar solo con
la división bajo su mando”. “Las tropas que pusisteis bajo mi dirección –dice en esa
oportunidad al gobierno–, sólo esperan mis órdenes, como yo espero las vuestras, para
marchar sobre el enemigo”. El cuatro de abril, recibió por toda respuesta la siguiente
nota: “Al recibo de ésta, se pondrá Ud. en marcha con sólo dos oficiales de su Estado
Mayor para esta ciudad, donde su presencia es necesaria”. Ya Bobadilla, presidente a
la sazón de la Junta, se hallaba en connivencia con Santana, y ambos maquinaban en la
sombra para poner en práctica el sueño de los afrancesados: el de una independencia
a medias y una República mediatizada por la injerencia extranjera.
Duarte, obediente a la Junta Central Gubernativa, se trasladó a la ciudad de Santo
Domingo. El gobierno provisional lo recibió con demostraciones de aprecio y le reiteró con
franqueza los motivos de la decisión adoptada: el general Santana, en quien todos reconocían
la aptitud necesaria para conducir al triunfo a los ejércitos de la República, no admitía otra
colaboración que la de sus conmilitones y soldados; contrariarlo equivaldría a introducir
la discordia en las filas de las tropas llamadas a consolidar la independencia de la patria;
los servicios del fundador de “La Trinitaria”, cuyo prestigio era ante todo el de un caudillo

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civil, podrían mientras tanto utilizarse en otros campos donde su influencia y su ascendiente
moral eran a la sazón indispensables.
Duarte renovó a la Junta sus sentimientos de lealtad, y acto seguido hizo entrega a ese
organismo de más de las cuatro quintas partes de la suma de mil pesos que le fue suminis-
trada cuando el 21 de marzo se le confió la dirección de un nuevo ejército expedicionario.
La Junta recibió las cuentas con asombro, porque aún en el seno de aquellas generaciones,
entre las cuales la probidad política era una especie de moneda corriente, la pulcritud del
caudillo de la separación causó sorpresa. Pero al propio tiempo que la Junta Central Gu-
bernativa rendía homenaje a la honradez de este varón eximio, más próximo a los santos
que a los hombres por su desprendimiento y su pureza, muchos de los políticos profesio-
nales que la integraban tuvieron desde aquel día la evidencia de que el dueño de la nueva
situación sería Santana. Duarte era demasiado limpio para el medio, accesible únicamente
para un hombre sin grandes escrúpulos que fuera capaz de dejar caer con energía sobre las
multitudes sus garras de caudillo. La elección no era, pues, dudosa. Con Duarte estaría en
lo sucesivo una minoría insignificante, la misma minoría idealista que sembró la semilla de
la independencia, pero que carecía de suficiente sentido práctico para recoger el fruto de lo
que había sembrado; y en torno de Santana, voluntad ferozmente dominante, se agruparían
todos los hombres para quienes el pan era más necesario que los principios y el orden, aún
con despotismo, más deseable que el ideal con anarquía.

El sacrilegio
El triunfo obtenido por Santana en la acción del 19 de marzo demostró que Haití no era
invencible. Aunque sus tropas eran incomparablemente más numerosas y disponían de
mayores recursos, el ejército invasor carecía de cohesión moral, y el arma blanca, usada con
verdadera maestría por los soldados nativos, tenía la virtud de hacer cundir el pánico en las
filas haitianas. El ejemplo dado por Santana y por los oficiales que operaron en Azua bajo su
mando, sirvió de lección a las fuerzas destacadas en la ciudad de Santiago: bastó que un grupo
de andulleros, traídos de las sierras y adiestrados por el coronel Fernando Valerio, irrumpieran
armados de machetes en las primeras columnas lanzadas contra la capital del Cibao, para que
el invasor volviera la cara sin ofrecer casi resistencia en su huida vergonzosa.
Mientras la guerra se reducía a una serie de escaramuzas en las comarcas fronterizas, en
donde el general Duvergé realizaba cada día, con un puñado de héroes, verdaderas hazañas,
en la capital de la República asomaba su faz la intriga palaciega. La Junta Central Guberna-
tiva se había dividido en dos bandos: el de los que pensaban, como los fundadores de “La
Trinitaria”, que el Estado naciente disponía de todos los elementos de defensa necesarios
para subsistir sin ayuda extraña frente a cualquier nuevo intento de invasión de sus veci-
nos, y el de los que, por el contrario, creían, como Buenaventura Báez y Manuel Joaquín del
Monte, que sin la protección de los Estados Unidos o de una potencia europea la República
no tardaría en caer de nuevo en la barbarie pasada.
Duarte, deseoso de substraerse a la pugnacidad de los dos grupos, reducida todavía a
maquinaciones sin sentido patriótico, se dirigió el día 10 de mayo a la Junta Central Guber-
nativa para pedirle que se le sustituyera en el cargo de comandante del departamento de
Santo Domingo, y se le permitiera incorporarse al ejército expedicionario que debía cruzar la
cordillera y encaminarse hacia San Juan de la Maguana con el fin de desalojar a los haitianos

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JOAQUÍN BALAGUER  |  EL CRISTO DE LA LIBERTAD

de las posiciones que aún ocupaban en la banda fronteriza. Bobadilla, árbitro a la sazón del
gobierno provisional, se opuso a la aceptación del ofrecimiento hecho por el caudillo sepa-
ratista, y el 15 de mayo se dio respuesta a la comunicación del apóstol pidiéndole que conti-
nuase en el “ejercicio de sus actuales funciones”, donde sus servicios “se consideraban más
útiles”. La hostilidad contra Duarte siguió predominando en el gobierno provisorio. Pocos
días después del rechazo de su solicitud, la oficialidad del Ejército de Santo Domingo pidió
a la Junta que se ascendiese al Padre de la Patria al grado de General de División, alegando
que el recomendado había permanecido durante largos años al servicio del país, y que a su
sacrificio y a su esfuerzo debía su libertad el pueblo dominicano. Los peticionarios, entre
los cuales figuraban Eusebio Puello y Juan Alejandro Acosta, terminaban subrayando que el
nombre de Duarte era tan sagrado para sus compatriotas que había sido el único que se oyó
pronunciar inmediatamente después del lema invocado por los defensores de la República:
Dios, Patria y Libertad. La Junta contestó secamente que ya Duarte “había sido altamente
recompensado por los servicios hechos a la causa de la independencia, en circunstancias
en que era preciso combatir al enemigo”, y que el premio a que se le juzgase acreedor se le
ofrecería cuando “el gobierno definitivo fuera legítimamente instalado”.
La lucha entre las dos corrientes en que la Junta Central se hallaba dividida, se recrudeció
en los primeros días del mes de junio al saberse que el viejo Plan Levasseur resurgiría y que
se reanudarían pronto las negociaciones para convertir la República en un protectorado.
Este propósito, anunciado por el Arzobispo don Tomás de Portes e Infante en una reunión
convocada al efecto por el propio don Tomás Bobadilla, alarmó a los trinitarios, y algunos
de temperamento impulsivo, requirieron el empleo de medios drásticos para salvar la
patria de la nueva maniobra urdida por los afrancesados. Duarte no quería autorizar, sin
embargo, el uso de la violencia. Toda medida de fuerza repugnaba a sus sentimientos de
magistrado, de hombre eminentemente civil, a quien un golpe de mano le parecía un ejemplo
funesto que podría dar por resultado la ruina de las instituciones. Si ellos, los que habían
hecho la independencia, y tenían ya adquirida fama de ciudadanos probos y de repúblicos
virtuosos, iniciaban en el país la era de los pronunciamientos a mano armada, la República
se desviaría irreparablemente del camino de la ley y sería arrastrada al despotismo militar
o a la locura reaccionaria. Pero en vista de que el movimiento antipatriótico de los enemigos
de “la pura y simple” había tomado cuerpo y estaba ya a punto de malograr el principio de
la independencia absoluta, el apóstol accedió a los requerimientos de Sánchez y de otros
separatistas exaltados en favor de una decisión impuesta por medio de la fuerza.
El 9 de junio se apoderaron Francisco del Rosario Sánchez y Ramón Mella de la Junta
Central Gubernativa y expulsaron de ella a quienes carecían de fe en la patria y en su estabi-
lidad futura. Sánchez asumió la presidencia del organismo así herido de muerte y privado
ya de toda autoridad moral. Duarte prefirió mantenerse alejado de todo cargo de honor, y
después de haber reasumido la jefatura del departamento sur, en su condición de general
de brigada, salió el 20 de junio hacia el Cibao, investido por la nueva Junta con la misión de
poner en aquella zona su prestigio al servicio de la libertad sin merma del territorio y sin
pactos públicos o secretos con ninguna potencia extranjera. En la carta que le dirigió el 18 de
junio de 1844, la Junta Central Gubernativa, a la sazón presidida por Francisco del Rosario
Sánchez, confiaba al apóstol separatista el encargo de “intervenir en las discordias intestinas y
restablecer la paz y el orden necesarios para la prosperidad pública”. Independientemente de
esa misión política, Duarte debía, según las instrucciones de la Junta, “proceder a la elección

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o restablecer los cuerpos municipales”, de acuerdo con la promesa hecha a los pueblos de
la parte española de la isla en el manifiesto del 16 de enero.
Los pueblos del Cibao recibieron al enviado de la Junta con palmas y banderas. El 25 de
junio llegó con los oficiales de su Estado Mayor a la ciudad de La Vega, en donde fue vitoreado
por una muchedumbre entusiasta encabezada por el presbítero José Eugenio Espinosa. Era la
primera vez que Duarte visitaba las comarcas del valle de La Vega Real, y este viaje, hecho a
lomo de caballo y con la lentitud que exigía entonces el desastroso estado de los caminos, fue
para él un nuevo motivo de fe en el futuro de la República recién creada. La magnificencia de
la naturaleza en aquellas regiones, las más fértiles del país, y la abundancia de las corrientes
de agua que se desprenden de la Cordillera Central para vestir de un verde lujoso aquellos
prados, le permitieron entrever lo que este emporio aún baldío significaría en un porvenir
acaso no distante. Las fuentes de producción estaban allí totalmente abandonadas. Pero era
evidentemente la escasez de población y la falta de caminos para sacar los productos a los
centros de consumo, lo que hacía que toda aquella riqueza permaneciera inactiva. El día,
sin embargo, en que el país gozara de una paz estable, y se abrieran vías de comunicación
para sacar de su aislamiento a las zonas productoras, la República no sólo se transformaría
en una tierra próspera, capaz de alimentar con largueza a sus hijos y de ofrecer seguro al-
bergue a millares de ciudadanos de otras partes del mundo, sino que su mismo desarrollo
material le daría el poder económico y militar necesario para garantizar su propio destino
y hacer sagrada y respetable para todos su propia independencia.
Mientras la naturaleza del Cibao excitaba el patriotismo de Duarte y servía de estímulo
a su imaginación vivísima, las multitudes salían a su encuentro para aclamar en él al Pa-
dre de la Patria. Santiago, teatro de la hazaña del 30 de marzo, lo recibió el 30 de junio con
manifestaciones jubilosas. Los regimientos que se cubrieron de gloria bajo las órdenes de
Imbert y de Fernando Valerio, desfilaron ante el eminente ciudadano que sonrió aquel día,
desde la cumbre de su modestia ejemplar, al recibir con irreprimible emoción el homenaje
de las armas libertadoras.
Cuatro días después de la llegada del apóstol a la ciudad de Santiago, el 4 de julio de
1844, los ciudadanos más notables de la capital del Cibao visitaron a Duarte para comunicarle
que el pueblo y el ejército se habían pronunciado algunas horas antes en su favor y deseaban
investirlo con los poderes de presidente de la República para que a ese título asumiera la
defensa del país contra cualquier intento de supeditar su independencia a una nación extran-
jera. El acta que se puso en manos del caudillo separatista le encarecía la convocación de una
Asamblea Constituyente que votase la Ley Orgánica por la cual debía regirse el Estado, y
señalaba al gran repúblico como el ciudadano más digno de realizar esa misión, por ser él la
personificación del patriotismo y el símbolo más alto de la libertad dominicana. Duarte leyó
con sorpresa el acta que acababa de serle entregada y quiso corresponder a ese testimonio de
adhesión popular inclinándose ante la voluntad allí expresada por la mayoría de sus conciu-
dadanos. Pero su conciencia, llena de pudor cívico, se sintió acto seguido alarmada por aquel
pronunciamiento inesperado. Su sacrificio hubiera sido estéril si la independencia alcanzada
se utilizase para erigir el motín en fuente creadora de las nuevas instituciones. La República
no tardaría en hundirse si la primera Constitución nacía manchada por la violencia. Si había
en el país alguien capaz de levantar la bandera de la discordia, y de asumir una presidencia
surgida del seno de una insurrección triunfante, sobre la frente de ese ambicioso debía caer
la maldición de la historia y la repulsa de la conciencia nacional ofendida.

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JOAQUÍN BALAGUER  |  EL CRISTO DE LA LIBERTAD

Con palabras corteses, pero enérgicas, el Padre de la Patria rechazó la presidencia


que acababa de serle ofrecida: “Yo no aceptaría ese honor, sino en el caso de que se
celebraran elecciones libres y que la mayoría de mis compatriotas, sin presión de ningu-
na índole, me eligiera para tan alto cargo”. Los notables de Santiago salieron de aquella
entrevista confundidos por la probidad sin nombre de aquel patriota que nada aspiraba
para sí y que se contentaba con servir de ejemplo altísimo a sus conciudadanos. Algu-
nos se sintieron defraudados por esa honestidad que les parecía exagerada. Duarte era
indudablemente un santo, y la política no estaba hecha para hombres tan puros. Acaso
sería necesario inclinarse, como pensaban ya muchos ciudadanos eminentes de la capital
de la República y de las comarcas del Este, ante el astro militar que ya se barruntaba en
el horizonte y cuyos primeros resplandores podían señalarse como signo infalible de su
trayectoria poderosa.
El día ocho de julio salió Duarte con rumbo a Puerto Plata. Cuando llegó, acompañado
de su Estado Mayor, a aquella villa hermosísima, tendida al pie de una montaña eternamente
cubierta de nubes plateadas, vio repetirse las mismas escenas de entusiasmo popular que
había ya presenciado en todo su trayecto por las poblaciones del Cibao. Todos los habitantes
de la ciudad embanderaron aquel día sus hogares y aclamaron con fervor a su paso por las
calles al joven general de brigada. Los notables se reunieron pocas horas después en la sala
del Ayuntamiento y rogaron al apóstol en nombre de la ciudadanía y del Ejército del Norte,
que aceptara la presidencia que se le había ya ofrecido en la ciudad de Santiago. Duarte los
contempló como un padre que se dispone a sentar sobre sus rodillas a sus hijos para diri-
girles con gravedad la palabra: “Me habéis dado –les respondió–, una prueba inequívoca
de vuestro amor, y mi corazón reconocido debe dárosla de gratitud. Ella es ardiente como
los votos que formulo por vuestra felicidad. Sed felices, hijos de Puerto Plata, y mi corazón
estará satisfecho, aún exonerado del mando que queréis que obtenga; pero sed justos lo
primero, si queréis ser felices, pues ése es el primer deber del hombre; y sed unidos, y así
apagaréis la tea de la discordia, y venceréis a nuestros enemigos, y la patria será libre y salva,
y vuestros votos serán cumplidos y yo obtendré la mayor recompensa, la única a que aspiro:
la de veros libres, felices, independientes y tranquilos”.
El 12 de julio, al siguiente día del pronunciamiento de Puerto Plata en favor de la pre-
sidencia de Duarte, entró Santana a la cabeza de sus tropas en la capital de la República. El
motín del 9 de junio y la expulsión, por medio de una maniobra audaz, de los miembros de
la Junta Central Gubernativa que se habían significado por sus sentimientos de adhesión
a Santana, puso en guardia al héroe del 19 de marzo, que sólo esperaba un pretexto para
asumir el poder y organizar sobre su cabeza el Estado. El ejército, compuesto en su mayoría
de seibanos que se habían llenado de gloria en los campos de Azua, aclamó a Pedro Santana
jefe supremo de la República y en nombre de sus armas victoriosas lo invistió de facultades
dictatoriales. Muchos ciudadanos de relieve, aún entre aquellos que sentían veneración por
Duarte y a quienes más había conmovido su sacrificio, acudieron a besar la mano de Santana,
quien desde aquel día quedó consagrado en el país como el hombre de garra política más
firme y de mayores prestigios caudillescos.
Pero el Cibao respondió con aprestos revolucionarios al desafío de Santana. La guerra
civil parecía inminente. En Santiago se reunió una asamblea de generales y hubo opiniones
favorables a un rompimiento inmediato. Ramón Mella, principal instigador del movimiento
en favor del Padre de la Patria, se dio a última hora cuenta del desastre a que su maniobra

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podía conducir al país, y aconsejó prudencia. Capitán brioso e impaciente, pero compene-
trado con el pensamiento de Duarte, a quien profesaba admiración entrañable, el héroe de
la Puerta del Conde se asoció de buen grado a la iniciativa del presbítero Manuel González
Regalado Muñoz, que propuso el envío a Santo Domingo de una comisión encargada de
gestionar una solución pacífica. La base del acuerdo consistiría en la celebración de unas
elecciones libres en las cuales Duarte y Pedro Santana figurarían como candidatos para
la presidencia y la vicepresidencia de la República. El veredicto de las urnas debía ser
aceptado de antemano con carácter irrevocable. La voz de la conciliación halló acogida en
los ánimos exaltados, y al día siguiente partió hacia la capital de la República, asiento del
gobierno cuartelario constituido por Santana, una comisión presidida por el propio Ramón
Mella, y compuesta, entre otros hombres de armas, por el general José María Imbert, el
más modesto y al propio tiempo el más brillante, si se exceptúa a Duvergé, de los militares
improvisados que se opusieron victoriosamente en aquel período a las acometidas de las
hordas haitianas.
Santana, instruido por Domingo de la Rocha y José Ramón Delorve de todos los mo-
vimientos que ocurrían en la zona del Cibao, esperaba aparentemente tranquilo la llegada
de los comisionados. Tan pronto Mella, quien aún desconocía de cuánto era capaz aquella
voluntad indomable y excesivamente celosa, traspuso los límites del Cibao y entró en lugar
donde podía atraparlo sin peligro la garra del dictador, fue reducido a prisión y vejado
por orden de Santana. El déspota consideraba con razón a Mella como el promotor de la
corriente de opinión que tendía a premiar el sacrificio de Duarte con la primera presidencia
del Estado constituido gracias a su patriotismo y a su esfuerzo, y contra él reservó la mayor
parte de su saña. El héroe que anunció el nacimiento de la República en la madrugada del
27 de febrero, fue ultrajado en plena vía pública y se le arrancaron las presillas sin respeto a
su gloria militar ya consagrada con la proeza del Baluarte del Conde. Sánchez fue destituido
de la presidencia de la Junta Central Gubernativa, y con Juan Isidro Pérez y otros próceres
adictos al Padre de la Patria fue internado en la Torre del Homenaje.
Duarte, ajeno a lo que ocurría, maduraba sus planes de patriota en la ciudad de Puerto
Plata. Aquí fue sorprendido por los conmilitones de Santana, que lo redujeron a prisión sin
que fuera suficiente a escudarlo contra esa arbitrariedad ni la grandeza de su obra ni la ino-
cencia con que había intervenido en los sucesos recién pasados. El prócer no opuso ninguna
resistencia a esta felonía y el pueblo presenció con indignación el hecho. Cuando Duarte fue
sacado de la fortaleza “San Felipe” para ser conducido bajo escolta a la goleta Separación
Dominicana, la ciudadanía de Puerto Plata se agrupó silenciosa en el trayecto y vio pasar a
los soldados de la escolta con el estupor de quien asiste a un sacrilegio.

Otra vez el destierro


En la goleta “Separación Dominicana” salió Duarte, fuertemente escoltado, hacia la ca-
pital de la República. Santana no se atrevió a hacerlo conducir por tierra, temeroso de que
su paso por Santiago y otras ciudades del Cibao, donde su presencia había provocado hacía
poco entusiasmo delirante, diera lugar a nuevas reacciones populares.
La resignación con que el apóstol soportaba aquella prueba, traía maravillados al capitán
y a la tripulación del pequeño barco de guerra. Durante la travesía, mientras el bergantín
bordea la línea de la costa, el prisionero contempla el mar y compara el vaivén de las olas

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JOAQUÍN BALAGUER  |  EL CRISTO DE LA LIBERTAD

con los altibajos de la vida humana. Hacía apenas cuatro meses que la ciudad de Santo Do-
mingo lo había recibido en triunfo y que en su honor habían desfilado las muchedumbres
por las calles embanderadas. Dentro de algunas horas, probablemente antes de que el sol
desapareciera tras las últimas nubes crepusculares, entraría esta vez custodiado como un
vulgar malhechor en la ciudad nativa.
Pero Duarte no pensó jamás en sí mismo. El ultraje que en su persona se infería
a la patria, a la que había servido con toda la pureza de su juventud y a la que había
ofrendado su fortuna, no era lo que en aquel momento cargaba su mente de sombras y
preocupaciones. Si algún pesar nublaba su pensamiento era por la suerte que hubiera
podido caber a Mella y a los otros amigos entrañables, a quienes suponía expuestos a la
ira de Santana. En medio de la ingratitud de que era objeto, se hubiera sentido feliz si
todo el peso de la venganza del dictador se descargara sobre su cabeza. Su angustia era
todavía más vasta y se extendía a todos sus conciudadanos. Nada se habría obtenido si
una opresión doméstica sustituía a la de los antiguos dominadores. Si en vez de Char-
les Herard o de otro descendiente cualquiera de la raza maldita de Dessalines, el opresor
debía llevar el nombre de Santana o de otro sátrapa de turno, no se habría logrado sino
cambiar un despotismo por otro menos cruel, pero sin duda más odioso. Sumido en esas
reflexiones sombrías, llegó Duarte el 2 de septiembre al Puerto de Santo Domingo de Guz-
mán. El gobierno había tomado todas las precauciones necesarias para evitar cualquier
manifestación de desagravio por parte del núcleo que en la ciudad se mantenía adicto
al prisionero. Numerosa tropa apostada en las esquinas de la calle de “Santa Bárbara”,
impedía el tránsito hacia los muelles del Ozama. La escolta, reforzada con dos filas de
soldados, pasó silenciosamente con el prócer por la Puerta de San Diego, y lo condujo a
lo largo de las viejas murallas hasta la Torre del Homenaje. Apenas algunos espectadores
indiferentes, diseminados en la calle de Colón, advirtieron el aparato militar que se hizo a
la llegada del bergantín “Separación Dominicana”, y muy pocos identificaron al preso. La
noticia se difundió, no obstante, sobre la ciudad consternada. El presbítero José Antonio
Bonilla, visitante asiduo del viejo hogar de la calle “Isabel la Católica”, fue el primero en
llevar la infausta nueva a la madre de Duarte: “Señora –exclamó al verla el sacerdote–, la
mano de Dios está sobre vuestra cabeza: implore su misericordia. Juan Pablo está preso y
desembarcará esta tarde. ¡Bienaventurados los que lloran!”.
Una noticia que causó todavía mayor sorpresa que la de la prisión de Duarte, hecho al fin
y al cabo explicable en un déspota de las condiciones morales de Santana, fue la del arribo
en la misma nave de Juan Isidro Pérez, quien el 22 de agosto había salido para el destierro
en el bergantín “Capricornio”. El rasgo de este adolescente impetuoso, especie de Caballero
Templario en quien el entusiasmo por la libertad empezaba ya a traducirse en destellos de
locura, conmovió hasta tal punto a la población, que una verdadera fiebre patriótica se apo-
deró de los ánimos excitados: cuando la nave que lo conducía pasaba frente a las costas de
Puerto Plata, en donde a la sazón se hallaba Duarte prisionero, Juan Isidro Pérez amenazó
con echarse al mar si no le permitían descender en aquellas riberas para compartir la suerte
del Padre de la Patria. El capitán del buque, un noble marino inglés de nombre Lewelling,
no queriendo asumir ninguna responsabilidad por el suicidio del intrépido patriota, e
impresionado por la decisión con que el desterrado subrayaba su amenaza, dio orden de
cambiar el rumbo con dirección a Puerto Plata, y allí entregó a las autoridades al fiel amigo
de Duarte. Cuando ambos perseguidos se reunieron en la cárcel, Juan Isidro Pérez se echó

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en brazos del Fundador de la República, y le dijo con emoción mal reprimida: “Sé que vas
a morir, y cumpliendo mi juramento vengo a morir contigo”.
La actitud de su ciudad nativa, devorada hasta lo más íntimo por un dolor silencioso,
llevó una sensación de alivio al ánimo de Duarte. “Por eso os amo –escribirá un día el Padre
de la Patria en su diario, recordando en su soledad estos instantes–, por eso os he amado
siempre, porque vosotros no tan sólo me acompañasteis en la Calle de la Amargura, sino
que también sufristeis conmigo hasta llegar al Calvario”.
Ya en la fortaleza, donde encontró algunas caras conocidas, pudo enterarse el fundador
de “La Trinitaria” de que aún vivían Ramón Mella y sus demás compañeros. Esta noticia
era por sí sola un consuelo para su mente cargada de inquietudes, y al recibirla entró sereno
en la mazmorra que se le destinó por orden de Santana. Algunos oficiales y soldados, quie-
nes habían sido testigos de su actitud y habían presenciado su desprendimiento durante
los días en que permaneció con el Ejército del Sur, le dieron desde su llegada a la fortaleza
demostraciones de simpatía. De no haber existido órdenes tan rigurosas de incomunicarlo
y de hacerle sentir en la prisión el enojo del déspota, muchos de aquellos héroes curtidos
por el sol de la victoria le rendirían armas cada vez que su semblante venerable asomaba
al través de los hierros impíos para pasear por los alrededores de la torre que le servía de
cárcel la mirada distraída.
Mientras Duarte esperaba tranquilo en la Torre del Homenaje la decisión de Santana,
árbitro de su vida y de las de sus discípulos, los amos de la nueva situación, instigados
principalmente por don Tomás Bobadilla, trataban de ganarse al pueblo mostrándole a los
prisioneros como a una jauría de ambiciosos. Todas las influencias del poder se utilizaron
entonces para convencer a la ciudadanía de que aquellos hombres eran acreedores a la horca
por haber levantado la bandera de la sedición contra la autoridad constituida. Su crimen
consistía en haberse apoderado por la fuerza de la Junta Central Gubernativa y en haber
promovido en el Cibao una poderosa corriente de opinión destinada a poner en manos de
Duarte las riendas del Estado. No se había limitado a eso la osadía de estos locos. Algunos
generales y algunos ciudadanos de notoriedad del Cibao, aconsejados por Ramón Mella, se
habían permitido menospreciar los títulos que Santana había conquistado en la lucha contra
los invasores proponiéndole la celebración de unas elecciones en que Duarte debía figurar
como candidato al lado del propio héroe del 19 de marzo.
El pueblo, sin embargo, no hizo coro a la farsa. Las incitaciones de Santana y sus secuaces
fueron recibidas con frialdad por todas las clases sociales. Las familias, encerradas en sus
hogares, mostraron con su actitud hostil la repugnancia que les inspiraba aquella comedia
tan burdamente urdida. El sacrificio de Duarte y su familia, la poderosa labor de captación
desarrollada en los conciliábulos de “La Trinitaria”, la propaganda inteligente y tenaz hecha
desde los escenarios levantados por “La Filantrópica”, la inagotable energía del espíritu que
alentó el movimiento llamado “La Reforma”, y los múltiples trabajos revolucionarios a los
cuales el joven patricio se había entregado desde su regreso de España, cuando nadie soñaba
con el ideal todavía remoto de la independencia, se hallaban demasiado vivos en la memoria
de todos para que el propio pueblo que había servido de teatro a todo aquel despliegue de
heroísmo, diera crédito a las versiones inventadas por el dictador y sus parciales. Pero en vista
de que la población civil se hizo sorda a la maniobra y de que sólo cuatro ciudadanos, uno
de ellos de nacionalidad extranjera, se prestaron a suscribir el documento en que se pedía la
pena de muerte para el Padre de la Patria, se recurrió al ejército para que respaldara el ardid

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JOAQUÍN BALAGUER  |  EL CRISTO DE LA LIBERTAD

con el prestigio de sus armas victoriosas. Las tropas que habían intervenido en la campaña
del Sur se hallaban principalmente constituidas por seibanos adictos al antiguo hatero de
“El Prado”. Santana, hombre calculador y ferozmente realista, había infundido a aquellas
montoneras un tremendo sentimiento de lealtad a su persona. Tanto los oficiales como los
soldados bajo su mando habían convertido el saqueo, bajo la mirada complaciente de su
jefe, en ocupación cotidiana. La soldadesca del hatero, abusando de los laureles obtenidos
en Azua y exhibiendo como única excusa las cicatrices aún abiertas de la campaña contra
los haitianos, pasó por todas partes como una nube de langosta que diezmó las plantaciones
y devoró el ganado. A la cabeza de estos hombres entró el caudillo en la ciudad de Santo
Domingo con el propósito de adueñarse de la parte que se había reservado en el botín: la
presidencia de la República.
De los cuarteles dominados por esas manadas de héroes, previsoramente transforma-
dos después de la victoria en azote de la propiedad rural, salió el documento en que se
solicitaba de Santana, erigido ya en árbitro de la situación, la pena de muerte para Duarte y
para quienes habían participado en los sucesos recientemente acaecidos en las principales
ciudades del Cibao.
Amparado en la petición suscrita por las grandes figuras del ejército, Santana pudo
haber hecho fusilar a Duarte y al grupo de insurrectos que el 9 de julio se apoderó de la
Junta Central Gubernativa. Pero el sanguinario caudillo no se atrevió a llevar tan lejos su
venganza. Tal vez si Duarte no hubiese figurado como protagonista principal de aquel
drama, la voz de los cuarteles hubiera sido ciegamente acatada. Pero herir aquella cabeza
pulquérrima e inmolar a aquel inocente que carecía totalmente de ambiciones, le pareció
al déspota un crimen superior a su codicia. Lo que había en el dictador de hombre recto,
se amotinó en su conciencia ante aquella monstruosidad aterradora. El tirano optó, pues,
por acogerse a la iniciativa del ciudadano español Juan Abril, autorizada con las firmas de
sesenta y ocho padres de familia, en la que se pedía que la pena capital se conmutara por
la de extrañamiento perpetuo: la inocencia de Duarte sirvió probablemente en esta ocasión
de escudo a sus demás compañeros.
El 22 de agosto hizo dictar Santana la sentencia de expulsión. En el cuerpo de ese do-
cumento se declara que, “aunque las leyes en vigor y las de todas las naciones han previsto
la pena de muerte en iguales casos”, el gobierno había preferido a ese recurso extremo el
de extrañamiento perpetuo, tanto por razones “paternales” como por “otros motivos de
equidad y consideración”. En estas palabras, parte esencial de la sentencia ominosa, aparece
reflejada la simpatía que a pesar suyo, sintió por Duarte el general Santana. Hombre de pocos
escrúpulos, cuando su interés se hallaba en causa, el hatero tenía necesidad de librarse del
apóstol, el único personaje que podía, gracias a la autoridad de su pureza, entorpecer en el
futuro la ejecución de su programa reaccionario. Era indispensable sacrificar esa víctima para
que todo quedase en el país rebajado al nivel moral que el déspota necesitaba para su obra
de captación y de dominio. Pero la medida no desmiente los sentimientos que el Padre de
la Patria inspiró durante su primer encuentro en marzo de 1844 al estanciero de “El Prado”.
Santana, en efecto, es hombre frío que obedece a sus cálculos y no a impulsos sentimenta-
les. Egoísta hasta la exageración y dotado desde la infancia de una voluntad implacable y
codiciosa, no vaciló un momento entre el respeto que pudo merecerle Duarte y la necesidad
en que se vio de hacer pasar sobre la juventud y el porvenir del gran repúblico el carro ya
incontenible de su ambición triunfante.

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

El día 10 de septiembre fue Duarte conducido nuevamente al muelle entre dos filas de
soldados. Su constitución se había alterado seriamente con la humedad del calabozo, donde
se le mantuvo desde que llegó de Puerto Plata. Las fiebres contraídas en el Cibao habían
vuelto a hacer presa en su organismo gastado por las vigilias y las persecuciones. Para hacer
el trayecto entre la fortaleza y el embarcadero del Ozama le fue necesario apoyarse en los
brazos de su hermano Vicente y de su sobrino Enrique. Cuando abordó el bote que debía
conducirlo a la nave que se le destinaba para el viaje a Hamburgo, se despidió de Vicente
Celestino y del hijo de éste, ambos condenados a sufrir la sentencia de extrañamiento en
los Estados Unidos.
El último pensamiento del proscripto al dejar las riberas nativas, fue para su madre y
para sus hermanas, quienes quedaban en la indigencia y acaso expuestas a vivir de la caridad
pública por culpa de la locura patriótica del joven repúblico, que a la edad de 31 años iba a
recorrer por segunda vez las playas del destierro.

El mártir
La renuncia
Segunda vez realizaba Duarte aquella travesía. La primera vez abandonó el suelo nativo,
todavía casi adolescente, para ampliar sus estudios de humanidades en Europa. Entonces
había dejado una bandera intrusa flotando sobre la heredad de sus mayores, y juró volver
pronto para arriarla y poner en su lugar otra que ya empezaba a tomar cuerpo en sus sue-
ños. Ahora, emprendía esa misma ruta y atravesaba nuevamente el Océano dejando atrás la
bandera que se había propuesto crear para la patria aún en esperanza. Había cumplido su
promesa y podía sentirse satisfecho de sí mismo. Cuando la embarcación que lo conduce a
Alemania, bajo partida de registro, abandona el Ozama y sale al mar abierto, el proscripto
contempla con ojos húmedos la enseña que ondea sobre la Torre del Homenaje y piensa, con
melancólico orgullo, que la cruz que él mismo hizo poner, por quién sabe qué inspiración
misteriosa, en el centro de ese pabellón hermosísimo, fue puesta allí para que sirviera un
día de símbolo a su vida crucificada.
El pensamiento del sacrificio, que nunca dejó de acompañarle, ni siquiera en las horas
brevísimas en que sus compatriotas le dieron a paladear el triunfo, se convertía bajo el impe-
rio de estas reflexiones en una sensación de dulzura. ¡Qué podía importarle que lo arrojaran
como a un malhechor de la tierra por él emancipada; qué podía importarle, si atrás quedaría
su bandera, la bandera de la cruz, ondeando libremente sobre la cabeza de los mismos que
habían dictado contra él la orden de extrañamiento perpetuo! ¿No era ésa una compensación
que excedía a cuanto hizo por la libertad y por el bien de sus conciudadanos? Mientras el
barco avanzaba, y la bandera era un punto apenas en el horizonte, Duarte miró por última
vez aquella mancha de color que casi se esfumaba en lontananza, y se sintió superior al odio,
superior al resentimiento, superior al pecado.
Más de cuarenta días y de cuarenta noches navegó la nave antes de entrar en el Puerto de
Hamburgo con los proscriptos. La larga travesía sirvió al apóstol para entregarse con toda
libertad a sus meditaciones. Cuando la tripulación dormía y un silencio grandioso bajaba
hasta el Océano desde el cielo estrellado, el viajero gustaba de sentirse solo entre las dos in-
mensidades. En una de esas noches de soledad, todavía envuelto por la tibia atmósfera de los

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JOAQUÍN BALAGUER  |  EL CRISTO DE LA LIBERTAD

mares del trópico, trasladó a su cuaderno de viaje los mejores versos que de él se conservan,
pobres de entonación y tan débiles como el gemido de un pájaro o como la caída de una hoja
en un jardín de otoño, pero llenos de una vaga nostalgia y como escritos a la luz de la más
pálida de las estrellas que en el momento de componerlos brillaban sobre su cabeza:

Era la noche sombría


y de silencio y de calma;
era una noche de oprobio
para la gente de Ozama;
noche de mengua y quebranto
para la patria adorada,
y el recordarla tan sólo
el corazón apesara.
Ocho los míseros eran
que mano aviesa lanzaba
en pos de sus compañeros
hacia la extranjera playa.
Ellos que al nombre de Dios,
Patria y Libertad, se alzaran;
ellos que al pueblo le dieron
la independencia anhelada,
lanzados fueron del suelo
por cuya dicha lucharan;
proscriptos, sí por traidores
los que de lealtad sobraban:
se les miró descender
a la ribera callada,
se les oyó despedirse,
y de su voz apagada
yo recogí los acentos
que por el aire vagaban.

Estos versos, que nunca fueron publicados en vida del mártir, contienen la única
recriminación dirigida por Duarte a sus verdugos; y, como se advierte de su simple
lectura, la protesta, si se puede dar ese nombre a los renglones citados, tiene un dejo de
melancolía y le salió bañada en lágrimas. Nótese aun el carácter impersonal que predo-
mina en la poesía y que se acentúa sobre todo en los últimos versos de esta meditación
quejumbrosa:

Se les miró descender


a la ribera callada,
se les oyó despedirse,
y de su voz apagada
yo recogí los acentos
que por el aire vagaban.

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

La resignación de Duarte llega hasta el extremo de no verter su dolor en alusiones contra


personas determinadas:

Ocho los míseros eran


que mano aviesa lanzaba
en pos de sus compañeros…

Lo que caracteriza al Padre de la Patria es precisamente la elevación de su alma, que no


abrigó nunca sentimiento de venganza alguno. La historia no conserva una sola carta suya
en que el resentimiento asome su cara descompuesta y rencorosa. Sobre la altura moral en
que respira esta conciencia, una de las más limpias que el mundo ha conocido, los senti-
mientos nacen purificados por una especie de aire celestial como las flores que crecen en la
cima de los picachos. La historia dominicana, en la que ha habido santos irascibles como el
Padre Billini y santos vengadores como Monseñor de Meriño, no ofrece otro ejemplo de un
hombre que haya tenido semejante imperio sobre sí y sobre sus pasiones. Desde la cumbre
de su inmensa serenidad, de su resignación increíble y de su mansedumbre ilimitada, Duarte
contempla a los hombres con un inagotable sentido de indulgencia. Santana, severo como un
familiar del Santo Oficio y sanguinario como un tártaro, sólo le resulta abominable cuando
trabaja para menoscabar la independencia de la patria o cuando de pie sobre su trono de
despotismo vierte sangre, sangre inocente o culpable, pero sangre dominicana.
Muchas noches después de haber sentido en su alma el frío de la ausencia, pero antes
de que las primeras ráfagas heladas le anunciaran la proximidad de Hamburgo, Duarte
llega con una resolución heroica al final de sus meditaciones. El barco que lo conduce no ha
caminado sobre el mar con tanta prisa como esa otra nave interior que navega sobre su alma
y que lo lleva hacia el puerto donde sus inquietudes lograrán el reposo definitivo y donde
nunca más verá encresparse a sus pies el oleaje de las pasiones amotinadas. Su decisión está
ya definitivamente adoptada: plantará su tienda, su pobre tienda de peregrino arruinado,
bajo cielos remotos, adonde no llegue el eco de las disputas de los hombres y adonde nadie
pueda ir en su busca para lanzarlo otra vez como una manzana de discordia en medio de sus
conciudadanos. Si Hamburgo pudiera ser sitio apropiado para sepultar su vida, se quedaría
allí como una cifra destinada a borrarse entre las muchedumbres de la ciudad populosa. Con
ese pensamiento desembarca en la urbe teutona. En compañía de Juan Isidro Pérez y de los
hermanos Félix y Monblanc Richet, dirige sus pasos hacia la modesta “casa de marineros”
que servirá de albergue en aquel suelo extraño a los proscriptos.
Duarte se ve pronto obligado a desechar la idea de permanecer en Europa. El invierno
se anuncia con crudeza, y los viajeros disponen apenas de algunas prendas de vestir im-
propias para el clima. No es fácil, por otra parte, obtener trabajo en aquella ciudad llena de
movimiento en que los desterrados echan de menos la cálida acogida de las poblaciones
latinas con su hospitalidad generosa. Ninguno de ellos posee la lengua, lo que dificulta
aún más sus movimientos y lo que los obliga a permanecer aislados en medio de la Babel
helada. Mientras se pasean diariamente por el puerto, en busca de una embarcación que
los conduzca de nuevo a tierra americana, Duarte ve transcurrir con horror los días grises
del mes de noviembre, muy frío ya para los cuatro hijos del trópico, y para el apóstol, más
que para nadie, demasiado triste con los árboles desnudos y con las hojas caídas como las
alas de su esperanza.

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JOAQUÍN BALAGUER  |  EL CRISTO DE LA LIBERTAD

El 30 de octubre, apenas cuatro días después de su llegada a Alemania, Juan Isidro


Pérez y los hermanos Félix y Monblanc Richet emprenden el viaje de regreso a América.
Duarte, víctima otra vez de las fiebres pertinaces que ha traído de las regiones tropicales, se
ve constreñido a permanecer solo en la pensión que ha escogido en plena zona portuaria.
Ya el 5 de noviembre, sin embargo, abandona el lecho y se dirige, como invitado de honor,
a un banquete que aquel día ofrece en la “Logia Oriente” la masonería hamburguesa. La
hermandad masónica le franquea la simpatía de los asistentes, y algunos, condolidos de la
situación del desterrado, se ofrecen a hacerle amable su estancia en la urbe tudesca. Uno de
los amigos que ha ganado en la “Logia Oriente”, el señor Chatt, lo instruye en las nociones
más indispensables de la lengua alemana. Sus conocimientos en latín y en varios idiomas
vivos, le facilitan el nuevo aprendizaje. Con otro de los amigos que ha logrado gracias a
la masonería, recorre de un extremo a otro la ciudad y visita sus monumentos artísticos y
sus plazas ornamentales. Todavía emplea el tiempo que le sobra en ampliar los estudios de
Geografía Universal que había comenzado algunos años antes en los Estados Unidos.
El 15 de noviembre se le presenta la oportunidad de salir también con rumbo a América.
El proscripto abandona a Hamburgo acompañado, como él mismo ha dicho, “del recuerdo de
los que lo honraron con su amistad”. En las tierras hacia donde se dirige espera hallar, por lo
menos, fuera de un clima más benigno y de un cielo semejante al de su país nativo, aquel calor
de humanidad sin el cual se le haría insoportable el destierro. El día 24 de diciembre desem-
barca en Saint Thomas, y allí se reúne con algunos de sus antiguos compañeros, condenados,
como él, a vivir en suelo extraño, y recibe informes sobre los últimos acontecimientos del país
y sobre las tropelías que en menos de un año de gobierno ha cometido el general Santana. En
esta colonia inglesa leyó el discurso en que Bobadilla lo describe como “un joven inexperto”,
cuyos servicios a la patria podían tildarse de ignorados. Allí recibió también la primera noticia
sobre el destierro de su anciana madre y de toda su familia, decretado con increíble saña por
el dictador, que a la sazón ejercía apenas el noviciado del despotismo, pero muchos de cuyos
actos anunciaban ya la crueldad que desplegaría para mantener su preeminencia por más de
veinte años en el orden de las jerarquías oficiales.
Los expulsos que rodean a Duarte en Saint Thomas tratan de despertar en el corazón
del apóstol sentimientos de odio y de venganza contra Santana y Bobadilla. Algunos le
aconsejan que pacte con una potencia extranjera y vuelva al país al amparo del pabellón de
Francia o con la ayuda de España. Duarte oye tales insinuaciones con amargura, y adquiere
la impresión de que todos los expulsos, aún los que más alardean de su patriotismo, “sólo
tratan de favorecer sus intereses”, y de que en realidad nadie piensa en la patria. La noticia
que recibe, en los primeros días de marzo, sobre el fusilamiento de María Trinidad Sánchez,
inmolada el mismo día en que se conmemoraba el primer aniversario de la independencia,
acaba por inspirarle hacia la política una repugnancia invencible: “Mientras yo rendía gra-
cias a la Divina Providencia en mi inicuo destierro –escribe aludiendo a la inmolación de la
heroína–, porque me había permitido ver transcurrir un año sin menoscabo de esa libertad
tan anhelada, en mi ciudad natal santificaban los galos ese memorable día arrastrando cuatro
víctimas al patíbulo y cubriendo de sangre y de luto los amados lares”.
Para el apóstol ha llegado, pues, la hora de las grandes renunciaciones. Con el pro-
pósito de apartarse definitivamente de toda actividad política, y de evitar que su nombre
fuese escogido como enseña por una de las facciones en que en lo sucesivo se presentaría
dividida la opinión de sus conciudadanos, resuelve retirarse al desierto de Río Negro, en

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lo más áspero y escarpado de la cordillera andina, donde le fuera imposible todo comercio
con el mundo. Durante casi veinte años vivirá allí tremendamente solo, sepultado en plena
juventud bajo la losa del olvido.
Esta es la hora suprema de la vida de Duarte. Por medio de un ascenso gradual en la
escala de las abnegaciones, ha llegado a la santidad casi absoluta y renuncia definitivamente
a todo: no sólo a toda ilusión de poder, a todo sueño de grandeza y a toda esperanza de gloria
o de fortuna, sino también hasta al derecho de vivir en medio de los hombres.

Proscripción de doña Manuela y sus hijos


El destierro de Duarte y de su hermano Vicente quebrantó la salud de doña Manuela.
La pobre madre, mujer extraordinariamente sensitiva, se sentía incapaz de soportar aquella
separación inesperada. Siempre había alimentado la esperanza de que con la liberación del
país retornaría a su hogar la tranquilidad que perdió desde la vuelta de su segundo hijo de
la ciudad de Barcelona. Pero su esperanza se desvaneció cuando el presbítero José Antonio
Bonilla le anunció, el día dos de septiembre de 1844, que Duarte se hallaba en la cárcel y que
el Ejército del Sur pedía con encarnizamiento su cabeza.
La constitución física, ya muy decaída, de la anciana, se rindió ante aquel golpe que
echaba por tierra sus más dulces ilusiones. Desde aquel día quedó reducida al lecho, y fue
necesario que sus hijas le prodigaran los cuidados más tiernos para impedir que su postración
fuese definitiva. Cuando se levantó, con la frente más pálida y los ojos más tristes, ya sus
hijos habían salido para el exterior bajo partida de registro. Pasaron entonces largos meses
sin que se recibieran noticias de los desterrados. Las primeras cartas llegadas al hogar eran de
Vicente Celestino, quien apenas refería que Juan Pablo debía probablemente encontrarse en
Saint Thomas y que no parecía abrigar intenciones de volver por mucho tiempo al territorio
nativo. Hablaba de los besos enviados a la madre y a las hermanas cuando se despidieron
en el puerto del Ozama, pero no aludía a proyectos políticos de ningún género a los cuales
pudiese hallarse vinculado el nombre del proscripto.
Los amigos del apóstol, desterrados también por la sentencia del 22 de agosto, habían a
su vez retornado a América, y desde Curazao y otras islas vecinas dirigían clandestinamen-
te al país proclamas revolucionarias. Para la realización de sus planes utilizaban todos los
medios a su alcance. Sus exhortaciones patrióticas se dirigían a cuantas familias pudieran
prestar algún apoyo a los proyectos sediciosos que alimentaban contra la tiranía de Santa-
na. Algunas de esas misivas políticas fueron enviadas a doña Manuela Diez y a sus hijas,
a quienes suponían naturalmente interesadas en el retorno del libertador al suelo por él
emancipado. Las autoridades incautaron algunos de aquellos papeles comprometedores,
y el déspota, temeroso de que el nombre de Duarte fuera empleado para promover una
rebelión contra su dictadura, dio orden de expulsar también a doña Manuela y a todos los
demás miembros de la familia del Padre de la Patria. La inicua resolución fue cursada por
vía policial y trasmitida a las víctimas con sequedad draconiana:
“Siéndole al Gobierno notorio –decía a doña Manuela el señor Cabral Bernal, Secretario
del Despacho de Interior y Policía en carta de fecha 3 de marzo de 1845–, por documentos
fehacientes, que es a su familia de usted una de aquellas a quienes se le dirigen del extranjero
planes de contrarrevolución e instrucciones para mantener el país intranquilo, ha determinado
enviar a usted un pasaporte, el que le acompaño bajo cubierta, a fin de que a la mayor brevedad

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JOAQUÍN BALAGUER  |  EL CRISTO DE LA LIBERTAD

realice su salida con todos los miembros de su familia, evitándose el gobierno de este modo
de emplear medios coercitivos para mantener la tranquilidad pública en el país”.
La orden de expulsión desconcertó a toda la familia. Nadie esperaba que Santana, hombre
sin caridad y más severo que un inquisidor, llevara hasta ese extremo la antipatía que cobró
a la madre del apóstol. La pobre viuda, familiarizada desde hacía tiempo con el sufrimiento,
tuvo la impresión de que le faltarían fuerzas para resistir un viaje de varios días en una de
las embarcaciones que se utilizaban para el poco comercio a la sazón existente entre Santo
Domingo y las costas venezolanas. Pero las mujeres eran al fin y al cabo en aquella casa
quienes parecían dotadas de fibras más heroicas y más extraordinarias. Filomena, Rosa y
Francisca Duarte se sobrepusieron al nuevo infortunio con rara entereza de ánimo. Sólo
don Manuel, el menor de los hijos varones habidos en el matrimonio de Juan José Duarte
con doña Manuela Diez, sintió su razón amenazada por el conflicto en que se colocaba a la
familia. La carta del ministro Cabral sacudió hasta lo más íntimo su sensibilidad enfermiza.
Todo aquel día lo pasó poseído por una extraña excitación nerviosa y a sus ojos asomaron
los primeros destellos de la locura que debía sumergir en lo sucesivo su vida en una noche
anticipada. Ante la situación de salud de don Manuel, la madre y las hermanas del apóstol
intentaron tocar en vano a las puertas del corazón de Santana. El Arzobispo don Tomás de
Portes e Infante, acompañado del presbítero don José Antonio Bonilla, fiel amigo de la fa-
milia Duarte, y de don Francisco Pou y otros distinguidos ciudadanos, se dirigió a la Junta
Central Gubernativa en solicitud de clemencia. Tomás Bobadilla, mano derecha del déspota
hasta ese momento, recibió con desdeñosa frialdad al ilustre prelado y a sus acompañantes.
“La orden –dijo el antiguo colaborador de Boyer– no puede ser revocada porque al gobierno
le consta que las hermanas de Duarte fabricaron balas para la independencia de la patria y
quienes entonces fueron capaces de tal empresa, con más razón no dejarán ahora de arbitrar
medios para la vuelta del hermano que lloran ausente”. Esta respuesta de Bobadilla, digna
de su corazón y de su cabeza, puso fin a la entrevista.
La residencia de doña Manuela Diez fue sometida desde aquel día a una vigilancia más
severa. El coronel Matías Moreno, quien había sido miembro del Estado Mayor de Duarte
cuando éste fue nombrado por la Junta Central Gubernativa jefe de uno de los ejércitos
expedicionarios del Sur, recibió el encargo de rondar la casa y de mantenerla a toda hora
custodiada. Todo un batallón se destinó a este servicio de espionaje. El encargado de esta
ingratísima tarea, desobedeciendo las órdenes de Bobadilla y del ministro Cabral Bernal,
hizo cuanto estuvo a su alcance para suavizar la odiosa medida de la policía de Santana.
Matías Moreno había sentido por Duarte, desde los días en que ambos convivieron en el
campamento de Sabanabuey, una admiración respetuosa. Conservaba con orgullo una de las
charreteras del Padre de la Patria, y en lo más profundo de su corazón sentía una invencible
repugnancia en servir de instrumento para la persecución de la inocencia. Fingiendo hallarse
interesado en adquirir parte de los muebles de las desterradas, Matías Moreno se acercó a
doña Manuela y le hizo saber que había aceptado la misión de vigilarla para constituirse en
guardián de su vida durante el tiempo en que aún permaneciera en suelo dominicano. La
puso en guardia contra uno de los vecinos, espía comprado por el gobierno, y recomendó
a la ilustre anciana y a sus hijas que abandonaran todo temor y permanecieran tranquilas
en sus habitaciones.
Conmovida por esta prueba de amistad, la única que recibió durante su amargo cautive-
rio, la familia de Duarte se mantuvo recluida en su hogar hasta que se le ofreció la ocasión

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de salir con rumbo a Venezuela. En compañía de sus hijas Filomena, Rosa y Francisca, y de
su hijo Manuel, quien ya había perdido del todo el uso de la razón, emprendió la anciana el
viaje, el último que debía hacer en el resto de su vida, la tarde del 19 de marzo de 1845. Desde
la goleta que debía conducir a La Guaira a las infelices desterradas, doña Manuela y sus hijas
oyeron, no sin cierto júbilo que en otras almas menos puras hubiera parecido un sarcasmo, los
ecos de la algarabía con que en esa misma fecha celebraba la ciudad el triunfo de la patria en
los campos de Azua. Manuel, el pobre idiota que pagó con la pérdida de su razón la injusticia
que se consumaba aquel día, acompañó también los vítores a Santana con una risa enigmática,
como suele ser la de todos los seres a quienes ha envuelto el misterio de la locura.
El 6 de abril de 1845 abrazó Duarte, en el muelle de La Guaira, a su madre y a sus demás
parientes. Al sentir en su rostro los labios de la anciana, percibió en aquel beso el frío de la
muerte que ya tenía señalada aquella cabeza predilecta del infortunio, y por la primera vez
en su vida dirigió la cara al cielo para pedir “a ese Dios de justicia” el castigo de los autores
de “tanta villanía”.
Doña Manuela y sus hijos se establecieron en la ciudad de Caracas. Duarte prefirió ir
a probar fortuna en el interior de Venezuela. Ejerció durante algún tiempo el comercio en
distintas poblaciones de la costa del Caribe y luego se internó por el Orinoco en las zonas
más apartadas del territorio venezolano. Vagó errante por espacio de muchos meses. Una
extraña sed de peregrinación se apodera de él en este tiempo. Camina sin rumbo fijo y
parece arrastrado por el deseo de substraerse a toda comunicación humana. Cuando llega
a Río Negro, aldea enclavada en plena selva, se resuelve a plantar su tienda en medio del
desierto, donde nadie sea capaz de descubrir sus rastros ni de intentar ponerlo de nuevo
en contacto con el mundo.
Para él ha llegado la hora de la soledad, la hora de la expiación, y se dispone a apurar tran-
quilamente su cáliz viviendo encerrado dentro de sí mismo como un monje en su celda.

Veinte años en el destierro


Río Negro es una pobre aldea de indígenas situada en la raya que por la parte del Ori-
noco divide al Brasil de Venezuela. La cordillera de los Andes de un lado y las selvas con
sus grandes masas de verdura del otro, cierran por todas partes el valle escondido sobre la
altiplanicie y aíslan prácticamente a los pocos seres que allí viven de todo contacto con la
civilización humana. El caserío paupérrimo, compuesto de construcciones primitivas que
se amontonan en desorden en el recodo donde el terreno ofrece menos dificultades para el
tránsito, permanece durante las noches expuesto a las incursiones de las fieras y en el día
tiene el aspecto de un oasis montaraz convertido en una aldea de pescadores.
La mayoría de la gente que allí reside dispone apenas de lo necesario para vivir mise-
rablemente y los que no se dedican a la cacería o al pastoreo en los sitios que no han sido
arropados por la selva, tienen el cultivo del maíz o la matanza de animales salvajes como
ocupación cotidiana. El villorrio carece de escuelas y su única comunicación con el resto
del país se realiza al través del río en embarcaciones rústicas fabricadas por los vecinos más
industriosos. De cuando en cuando, llega a lomo de mulo un correo que trae algún perió-
dico para la autoridad del lugar y que constituye el único contacto que una o dos veces en
el año tienen con el mundo los humildes habitantes de este caserío montañoso. El paisaje
circundante, sin embargo, no carece de majestad, y la cercanía de la selva le imprime a todo

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JOAQUÍN BALAGUER  |  EL CRISTO DE LA LIBERTAD

cierto encanto de naturaleza salvaje. Basta asomarse al Orinoco o adentrarse algunos pasos
en el mar de árboles entrecruzados que a poca distancia de allí encrespa sus ramajes y cubre
la tierra con un manto de verdura, para arrobarse en la contemplación de mil cosas peregri-
nas: aves de los más extraños matices, arbustos de todas las formas y de todos los aromas,
árboles de gigantescas proporciones a cuyos pies hormiguea todo un mundo minúsculo; y
por dondequiera, un fuerte olor a humedad y a suelo virgen, semejante al que debieron de
despedir los bosques y los prados cuando todavía la tierra, de reciente hechura, no había
sido manchada por las pasiones de los hombres.
En esta aldea de los Andes se recluyó Duarte en 1845. Durante doce años permanecerá en
ese desierto casi sin comunicación alguna con el resto del mundo. ¿Qué vida hizo durante el
tiempo en que permaneció allí oscuro y olvidado? La historia no conserva sino muy escasos
testimonios sobre las actividades del apóstol en este período de su existencia azarosa. Pero
es fácil reconstruir su diario de horas, porque en la soledad que se ha impuesto, la vida tiene
constantemente el mismo tono y discurre con igual monotonía. La población de Río Negro,
durante la época en que allí se recluye el desterrado, está constituida por gente rústica que
carece de toda inquietud espiritual y a la que la proximidad de la selva envuelve en cierta
atmósfera de primitivismo candoroso. La vida no es difícil en este rincón remoto, y a ello
contribuye no sólo la extrema simplicidad de las costumbres, sin más exigencias que las
estrictamente primarias, sino también la abundancia de caza y la riqueza del suelo, que no
escatima a nadie sus frutos ni sus aguas y que permite a todos vivir con poco esfuerzo de
los recursos comunes. Duarte ha ido allí en busca de sosiego para su espíritu, y se resigna a
vivir en medio de la mayor pobreza. Los vecinos, a cambio de un poco de instrucción que
el apóstol suministra a la niñez de la aldea, le permiten compartir sus escuálidos medios de
subsistencia y disfrutar a sus anchas de la paz del desierto.
La estancia en Río Negro constituye por sí sola una prueba de que Duarte era un ser
extraordinario. Para medir el sacrificio que se impuso voluntariamente, basta recordar que
el apóstol, quien había sido rico y había disfrutado en Europa de las exquisiteces suntuarias
de la vida civilizada, no gozó durante este tiempo ni siquiera del placer espiritual de la
conversación con personas de la misma cultura. La meditación y la lectura fueron en esta
temporada de aislamiento su ocupación constante. Por medio de estos ejercicios espirituales,
convertidos en faena diaria, llega Duarte gradualmente hasta el punto máximo de perfec-
ción que cabe en la naturaleza humana. Los grandes penitentes de la Iglesia, aquellos que
pasaron casi la vida entera en el desierto y allí aprendieron a descargar la carne de todas sus
impurezas terrenales, no igualan en paciencia y en resignación al solitario de Río Negro. Si la
verdadera santidad consiste en vencerse a sí mismo y en ejercer completo imperio sobre sus
instintos, el prócer dominicano alcanzó ese ideal de manera absoluta. Su expiación resulta
todavía más grande cuando se piensa que el aislamiento que voluntariamente se impuso
no se debió a un impulso de soberbia ni a un arranque de despecho. Si hubiera quedado en
su alma, cuando tomó esa resolución heroica, algún rezago de ambición o algún resto de
orgullo, hubiera buscado el modo de alimentar desde el exilio la hoguera de las revoluciones,
o hubiese proferido alguna vez palabras de venganza contra sus perseguidores o hubiera
salido de su retraimiento cuando el presidente Jiménez llamó en 1848 a los próceres deste-
rrados por Santana y garantizó su retorno con un decreto de amnistía. Otros caudillos de la
causa separatista, más impacientes o de corazón menos austero, volvieron al país tan pronto
desapareció Santana del poder y participaron con voracidad en el reparto de las jerarquías

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oficiales. Sánchez fue comandante del departamento de Santo Domingo en la administración


que sucedió a la del déspota que hizo dictar la sentencia del 22 de agosto, y Mella empezó a
mezclarse activamente desde entonces en las turbulencias intestinas que por largo tiempo
sumieron al país en la anarquía.
Sólo Duarte permanece en el retiro de Río Negro. Sólo él no desciende de su altura para
mezclarse en las pequeñas disputas por el mando o para contribuir a la división y a la dis-
cordia tomando partido en la pugna de los que se discuten las preeminencias políticas. Por
eso es Duarte la única conciencia civil definitivamente pura que ha existido en la República;
por eso es él el idealista integérrimo, el varón de vida inculpable que llevó con más dignidad
su martirio y que más lejos estuvo del tributo miserable que cada hombre está obligado a
pagar, en mayor o en menor cuantía, a las concupiscencias humanas.

Duarte y San Gerví


En una de sus peregrinaciones por el Orinoco, conoció Duarte al ilustre sacerdote San
Gerví, misionero portugués que en el ejercicio de su ministerio solía visitar de cuando en
cuando aquellas zonas casi inhabitadas. El prócer dominicano impresionó favorablemente
al sacerdote. De sus conversaciones, orientadas casi siempre hacia temas espirituales, nació
una amistad profunda, sellada por una simpatía recíproca, que se fue luego fortaleciendo
en contactos sucesivos.
San Gerví cobró afecto paternal al proscripto y fue acaso el único hombre que penetró en
el fondo de esa conciencia de limpidez extraterrena. El drama patriótico de Duarte enterneció
al misionero portugués, que se propuso, desde el primer día, atraer a aquel hombre, de pu-
reza verdaderamente sacerdotal, al seno de la religión. El misticismo del prócer dominicano,
patente en toda su obra de patriota, cobró a su vez mayor fuerza que nunca al contacto con
el espíritu elevadísimo de San Gerví, quien poseía una vasta ilustración y era, además, una
inteligencia asiduamente cultivada. Poco a poco fue convenciendo el sacerdote al apóstol
para que mitigara su soledad y se retirase a un sitio menos inhospitalario y menos distante
del comercio humano. Hacia 1860 se establece Duarte en la región del Apure y aquí reanuda
sus pláticas con San Gerví, quien le enseña el portugués y lo familiariza con los misterios de
la Teología y de la historia sagrada. Estos estudios inclinan al Padre de la Patria, de manera
casi irresistible, hacia el sacerdocio y sólo el presentimiento de que todavía podía ser útil a
su país le aparta en esta ocasión del camino de la Iglesia.
La muerte de San Gerví, acaecida en las postrimeras de 1861, hiere duramente el cora-
zón del desterrado. Durante estos últimos años, se había habituado Duarte a la comunión
diaria con el virtuoso sacerdote, y al verse privado de ese apoyo moral, único alivio de su
ya largo destierro, se despierta en él súbitamente el deseo de regresar a la civilización y
de reincorporarse al mundo. Un suceso imprevisto, el cual coincide de modo providencial
con su nuevo estado de ánimo, lo decide a abandonar la selva y a establecerse otra vez en
Caracas: algunos de sus parientes, enterados al fin de la residencia del desaparecido, le
escriben desde Curazao y le dan la “funestísima noticia de la entrega de Santo Domingo
a España”, así como la de la muerte de Sánchez en el calvario de “El Cercado”. Ya nada
lo detiene, y la voz del patriotismo se levanta poderosa en su alma con una fuerza de que
careció el decreto de amnistía dictado por el presidente Jiménez a raíz de la primera caída
de Santana.

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JOAQUÍN BALAGUER  |  EL CRISTO DE LA LIBERTAD

Otra vez en medio de los hombres


El 8 de agosto de 1862 reapareció Duarte en la capital venezolana. Venía prematuramente
envejecido por su permanencia de cerca de veinte años en el desierto. Los cabellos, transfor-
mados en anillos de plata, daban un aspecto venerable a la cabeza, que parecía abrumada
por un peso extraño, como si el prócer hubiera adquirido en la soledad el hábito de mirar
más hacia la tierra que hacia la cara de los hombres. Monseñor Arturo de Meriño, quien lo
conoció en esta época, habla de la impresión que le causó la figura del apóstol, transformada
por veintiún años de destierro, y recuerda que sus “labios convulsos” sólo se abrían para
perdonar a sus enemigos y para dolerse de los males “que había sufrido y sufría entonces
con mayor intensidad la patria de los sueños”.
En Caracas encontró Duarte a su hermano Vicente Celestino. Pasadas las primeras
efusiones, provocadas por más de cuatro lustros de separación, hablaron extensamente
de cuanto había ocurrido en la patria durante la permanencia del fundador de “La Trini-
taria” entre las tribus salvajes del Orinoco. El relato de Vicente Celestino se cierra con la
narración de los acontecimientos que se registraron en la República a raíz de la anexión a
España, y con patéticas referencias a la tragedia de “El Cercado”. Dentro del dolor que le
causa la destrucción de su obra, Duarte siente renacer su optimismo y confía en el desquite,
anunciado ya por algunos signos alentadores. La protesta del coronel Juan Contreras y la
sangre vertida inexorablemente en San Juan, prueban que el país no ha perdido el amor
a sus libertades y que la anexión, lejos de responder a un verdadero estado de conciencia
nacional, procede de los mismos grupos que bajo el dominio de Haití se opusieron a la in-
dependencia absoluta. Pedro Santana, autor principal de la traición, ¿no había pertenecido
a la falange de los afrancesados?
Los amigos que halla Duarte en la ciudad del Ávila, aunque simpatizan con sus ideas
patrióticas, le aconsejan moderación en sus planes y lo urgen a que resuelva ante todo el pro-
blema de su vida privada. El doctor Elías Acosta, distinguido hombre de ciencia que le había
mostrado, desde su segunda visita a Caracas, cierta simpatía no exenta de admiración, le ofreció
un destino público en el Ministerio del Interior, pero supeditando ese beneficio a la condición
de que Duarte renunciara a su ciudadanía de origen para adquirir la nacionalidad venezolana.
La oferta aparece acompañada, sin duda para no herir la sensibilidad patriótica del desterrado,
de una promesa de ayuda en favor de los proyectos que abriga el apóstol para promover en su
propio país un nuevo movimiento de opinión contra el dominio extranjero. El patriota rechaza
con orgullo el cargo que le ofrece el Ministro de Interior del gabinete del general Juan Crisóstomo
Falcón, y prefiere despojarse, para no morir de hambre, del único tesoro que ha sobrevivido a
sus vicisitudes y a sus andanzas: sus libros, entre los cuales figuraban una Geografía Universal
y varios Atlas que había comprado en 1844 en la ciudad de Hamburgo.
Otros consejeros, de menos altura que el doctor Elías Acosta, le instan a que acepte la
dominación española y a que ponga al servicio de la Madre Patria, por conducto de su agente
consular en Venezuela, el prestigio que rodea su nombre como fundador de la República
Dominicana. El expresidente Buenaventura Báez, quien se había plegado a la realidad ofre-
ciendo sus servicios a la monarquía, había sido premiado con el nombramiento de Mariscal
de Campo español, distinción que también podría ser otorgada al Padre de la Patria si éste
renunciaba a sus planes patrióticos y admitía el hecho ya consumado. “Y no faltó –dice el
propio Duarte– quien se atreviera a decirme que mis hermanos saldrían entonces del estado
de privaciones en que me encontraba yo mismo”.

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Tales insinuaciones no podían hallar cabida, desde luego, en el corazón de un hombre que
acababa de llegar de una selva, donde pasó olvidado los mejores años de su juventud para
no incurrir en un acto indigno de su obra ni en una apostasía. “En lugar de la opulencia que
podía degradarme –escribe el apóstol refiriéndose a los esfuerzos que a la sazón se hicieron
para atraerlo al bando de los anexionistas–, acepté con júbilo la amarga decepción que sabía
me aguardaba el día en que no se creyeran ya útiles mis cortos servicios”. Mientras estos
consejeros gratuitos, seguramente inspirados por los agentes de la monarquía española en
Caracas, redoblan sus maquinaciones contra los escrúpulos patrióticos de Duarte, tratando
de explotar inicuamente su miseria y de apoderarse de su voluntad, que suponían tan débil
y tan arruinada como su organismo físico, el apóstol permanece pendiente de cuanto ocurre
en su isla nativa. El 20 de enero de 1863, llega a la capital de Venezuela un tío del Padre de la
Patria, el ya anciano general Mariano Diez, y entrega al prócer una carta en que Juan Isidro
Pérez de la Paz, uno de los fundadores de “La Trinitaria”, le dirige el siguiente reclamo:
“Santo Domingo desea saber de ti”. La carta del viejo trinitario, tal vez el más amado de sus
discípulos, renueva en el espíritu de Duarte recuerdos de muchos años atrás, y pone vivamente
ante su imaginación el cuadro de las luchas pasadas. Al referirse a esa misiva en sus apuntes
biográficos, el Padre de la Patria evocará con las siguientes palabras a Juan Isidro Pérez: “Mi
amigo tan querido como desgraciado”. Pocos días después el apóstol visita en su residencia al
doctor Blas Bruzual, médico del general Falcón, presidente de los Estados Unidos de Venezuela.
Durante la entrevista, Duarte desliza discretamente en la conversación oportunas referencias
a su país, sometido otra vez al estado colonial y señala la urgencia con que su patria necesita
de la ayuda de los hombres que en otras naciones hermanas profesan doctrinas liberales.
El doctor Bruzual penetra el alcance de esas insinuaciones hábilmente intercaladas
entre palabras de sentido vulgar y frases de cortesía. Cuando al día siguiente se traslada
a la modesta casa en que reside el apóstol, con el propósito aparente de corresponder a su
visita, el médico venezolano le reitera sus simpatías por la causa de la libertad dominicana,
y espontáneamente le ofrece ponerlo en contacto con el presidente Juan Crisóstomo Falcón,
descendiente de uno de los conmilitones de Bolívar, a quien tal vez sea fácil convencer para
que secunde con armas y dinero los proyectos de Duarte encaminados a redimir por segun-
da vez su patria de la dominación extranjera. Antes de terminar el mes de enero, Bruzual
cumple su ofrecimiento, y el prócer es presentado al presidente de Venezuela. La entrevista
hizo concebir al apóstol las esperanzas más halagüeñas. El dictador venezolano, hombre de
mano recia a quien sus parciales atribuían veleidades propias de un gobernante de pensa-
miento democrático, no hizo promesas de cumplimiento inmediato, pero habló de su amor
a la independencia de los pueblos de América con cierta rimbombancia calurosa. Los meses
pasan, sin embargo, con lentitud desesperante; y Duarte, mientras tanto, “permanece en la
expectativa y devorado de impaciencia”.
El 20 de marzo, recibe Duarte una carta que le envía desde Coro el trinitario Pedro
Alejandrino Pina. Las primeras líneas aluden al “Decano de los libertadores de Santo Do-
mingo” y al “primer general en jefe de los ejércitos dominicanos”. Esta comunicación trae
las últimas noticias de la isla nuevamente subyugada: el país continúa intranquilo, tanto
a causa de las desavenencias surgidas entre Santana y el brigadier Peláez, como a causa
del descontento creciente contra la dominación española; los ánimos, particularmente en
el Cibao, se hallan exaltados, y un nuevo Cid, apellidado Gregorio Luperón, ha aparecido
en la Línea Noroeste, en donde parece que se está gestando la nueva epopeya libertadora.

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JOAQUÍN BALAGUER  |  EL CRISTO DE LA LIBERTAD

Pina concluye con las siguientes palabras: “No sé de qué manera honrosa podrán las repú-
blicas amigas negarse a contribuir a la salvación de nuestro heroico país”.
Entre el mes de marzo y el mes de octubre, Duarte hace llegar requerimientos cada vez
más apremiantes al general Falcón para que le haga efectivas las promesas que le hizo en
la entrevista de enero. Las “esperanzas halagüeñas” que le acompañaron entonces al salir
del “Palacio de Miraflores”, empiezan a enfriarse bajo el peso de una realidad cada vez más
oscura. Pero la llaga abierta en el corazón del prócer sigue vertiendo sangre mientras su vida
se consume en la inacción forzada. Una nueva carta de Pedro Alejandrino Pina lo saca de su
abatimiento en los primeros días del mes de octubre. Desde Coro, el viejo trinitario le anuncia
que en los campos de Guayubín estalló el 16 de agosto una rebelión que parece contar con más
fuerzas que las anteriores. La muerte del padre del general Benito Monción, debido a instiga-
ciones del propio brigadier Buceta, ha precipitado los acontecimientos, y es evidente que la
revolución cuenta con ramificaciones en todo el país y que avanza en todas las provincias del
Cibao con energía arrolladora. La carta de Pina coincide con el arribo a Caracas de un joven
dominicano en quien despunta briosamente el patriotismo de la nueva generación: Manuel
Rodríguez Objío. Desde su llegada a la capital de Venezuela, el día 7 de octubre, el viajero se
acerca a Vicente Celestino Duarte y le habla del deseo que tiene de ser presentado al Padre
de la Patria. Rodríguez Objío, aunque perteneciente a la juventud que se levantó durante los
veinte años en que el nombre de Santana llenó el país como un clamor guerrero, se aproximó
al apóstol con el recogimiento de quien se acerca a una ruina venerable.
Rodríguez Objío confirma, durante este primer encuentro, las noticias trasmitidas a Duar-
te por Pedro Alejandrino Pina, y se ofrece a hacer valer su parentesco con el general Manuel
E. Bruzual para que, gracias a la influencia política de que dispone este caballeroso soldado,
a quien llama en sus “Relaciones” discípulo de Monroe, se logre al fin la ayuda prometida
por el presidente Falcón al prócer dominicano. Todo el concurso que, merced al apoyo de
este nuevo intermediario, recibió Duarte del gobierno de Venezuela, consistió en la suma
de mil pesos que el primer designado Guzmán Blanco puso en manos del coronel Manuel
Rodríguez Objío. Con este dinero intentó el apóstol enviar a Santo Domingo una comisión
presidida por su hermano Vicente Celestino, con el encargo de dar cuenta al gobierno revo-
lucionario de sus proyectos y de la buena disposición de las autoridades venezolanas. Los
triunfos alcanzados por las armas restauradoras, durante los primeros meses del año 1864,
lo inducen, sin embargo, a variar sus planes, y resuelve trasladarse él mismo al teatro de los
acontecimientos para luchar al lado de sus compatriotas. El 16 de febrero emprende viaje
con rumbo a Curazao, en compañía de su hermano Vicente Celestino, del general Mariano
Diez, del coronel Manuel Rodríguez Objío y de un voluntario venezolano, el comandante
Candelario Oquendo. La goleta “Gold Munster”, contratada en el puerto curazoleño por la
suma de quinientos pesos sencillos, condujo a Duarte y a sus acompañantes a las Islas Turcas,
donde el buque arribó el 10 de marzo, después de haber burlado, por espacio de varios días,
gracias a la pericia de su capitán el señor José S. Faneyte, la activa persecución de un barco
de guerra español que intentó darle caza. El cónsul de España en Caracas, informado de la
salida del Padre de la Patria, trató de que el “Africa”, bergantín perteneciente a la escuadra
española de las Antillas, se apoderase en alta mar de los revolucionarios. Se temía con razón
que la influencia moral del caudillo de la independencia obrara en forma decisiva sobre los
destinos de la revolución y entorpeciera, además, las esperanzas que aún abrigaba la monar-
quía de concertar un acuerdo para la solución del conflicto con los jefes restauradores. Por

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rara coincidencia, fue un ciudadano español de ideas liberales, cuyo nombre no ha dado a
conocer Duarte sin duda para no exponerlo a las represalias de las autoridades peninsulares,
quien se prestó a llevar al prócer y a sus cuatro compañeros hasta el Puerto de Montecristi,
donde desembarcaron en la mañana del 25 de marzo.
El general Benito Monción, jefe militar de la zona, festejó como un feliz augurio la llegada
de Duarte. Manuel Rodríguez Objío consigna en sus “Relaciones”, al referirse a este suceso,
que el pueblo que luchaba bravamente por su libertad tuvo a partir de aquel momento mayor
confianza en el triunfo de la Restauración, porque el arribo del fundador de la República
significaba “el primer concurso moral que la patria recibía del extranjero”.

En tierra dominicana
Después de más de veinte años de ausencia, pisó Duarte al fin tierra dominicana. Le
tocó, por una nueva burla del destino, desembarcar en las playas del norte del país, lejos de
su pueblo nativo, donde estaban la casa de su niñez y el parque mañanero en que distrajo
las horas de la infancia. Pero para su patriotismo sin límites, para su corazón sin estrecheces,
todo aquel suelo era igualmente querido. Su emoción subió de punto cuando el 26 de marzo
de 1864, un día después de su llegada a Montecristi, emprendió viaje hacia Guayubín y visitó
muchos de los sitios ya históricos desde donde fueron repelidas las invasiones haitianas.
Estas tierras, sacudidas ahora por el torrente de las armas restauradoras, habían servido po-
cos días antes de escenario a la fuga del brigadier Buceta. Las ruinas humeantes de algunas
poblaciones, denunciaban aún el paso del ejército peninsular en retirada.
Duarte venía enfermo y el viaje por aquellas llanuras secas había debilitado su orga-
nismo, que a los cincuenta años parecía el de un sexagenario; pero la vista de aquel espec-
táculo, poderosamente sugerente para el alma del viejo libertador, reanimaba su espíritu y
dotaba su cuerpo enflaquecido de energías insospechadas. Fue así como el mismo día de su
partida pudo llegar a uña de caballo, bajo el frío de la medianoche, a la villa de Guayubín,
cuna de la revolución victoriosa. En compañía del general Benito Monción, quien no había
querido renunciar al honor de hacer escolta al Padre de la Patria en las primeras jornadas de
su viaje, visitó el 27 de marzo al general Ramón Mella, reducido al lecho y casi a punto de
expirar en tierra ya por fortuna libre del dominio extranjero. El estado en que encuentra al
héroe del Baluarte del Conde, uno de los supervivientes de la guerra de la independencia,
abate a Duarte hasta el extremo de obligarlo también a guardar cama por espacio de varios
días. Es ésta la primera impresión dolorosa que recibe desde su arribo a tierra dominicana.
El dos de abril, todavía débil y consumido por la fiebre, sale de Guayubín con rumbo a la
ciudad de Santiago, asiento del gobierno provisional, y tres días después se presenta ante
las autoridades revolucionarias en compañía del comandante Oquendo y de los próceres
que han compartido su odisea desde territorio venezolano.
El repúblico Ulises Espaillat, quien a la sazón reemplazaba a Ramón Mella en la vice-
presidencia del gobierno provisorio, fue el encargado de recibir al Padre de la Patria. Entre
ambos se cruzaron palabras llenas de efusión patriótica. Duarte reiteró al representante del
Gobierno Provisional los términos de la carta que el 28 de marzo envió desde Guayubín a
los directores de la revolución, en la cual expresaba que su regreso al país, después de haber
“arrostrado durante veinte años la vida nómade del proscripto”, obedecía al propósito de
correr “todos los azares y vicisitudes que Dios tuviese aún reservados a la grande obra de

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JOAQUÍN BALAGUER  |  EL CRISTO DE LA LIBERTAD

la Restauración Dominicana”. Espaillat le repitió a su vez los conceptos ya emitidos en la


comunicación del 1o de abril, donde sintetizaba así los sentimientos del gobierno provisional
hacia el recién llegado: “El Gobierno Provisorio de la República ve hoy con indecible júbilo
la vuelta de usted al seno de la Patria”. El apóstol dio cuenta a continuación de las gestiones
realizadas en Caracas para obtener el apoyo del gobierno del general Falcón al movimiento
iniciado en Capotillo. Mostró los documentos justificativos de la inversión de la suma de mil
pesos recibida de manos del vicepresidente Guzmán Blanco, y sugirió que se designase al
señor Melitón Valverde como agente diplomático del gobierno de la Restauración cerca de
las autoridades venezolanas. Las referencias hechas por Duarte a sus contactos con Falcón, y
sus informes sobre la buena disposición en que se hallaban las autoridades de aquel país con
respecto a la causa dominicana, hicieron pensar al Gobierno Provisorio en la conveniencia
de utilizar los servicios del prócer en una misión diplomática confidencial ante los gobiernos
de varios países sudamericanos.
Nueve días después de su primera entrevista con Espaillat, Duarte recibe una carta en
que se le participa que el gobierno presidido por el general Salcedo ha resuelto confiarle
una misión secreta ante el gobierno de Caracas, y en que se le anuncia que se le proveerá
rápidamente de las credenciales de rigor y de los pliegos de instrucciones que se consideran
necesarios. El Padre de la Patria, sin embargo, tiene ya la salud irremediablemente gastada.
Las fatigas del viaje y las emociones recibidas desde su arribo al país, han recrudecido los
males que contrajo en las selvas de Venezuela. Si emprende una nueva travesía en tales
condiciones, tendrá que exponerse a “gastar en medicinas y facultativos los fondos que se
pusieran a su disposición para el viático”. En carta dirigida el 15 de abril al señor Alfredo
Deejen, encargado interinamente de la cartera de Relaciones Exteriores, se declara, pues,
incapacitado físicamente para cumplir su cometido en forma satisfactoria, pero ofrece poner
a disposición de la persona que en su lugar se designe, todos los informes y recomendaciones
susceptibles de facilitar su labor en territorio venezolano. Aparte del motivo que invoca en
esa carta, su “falta de salud”, lo que late en el fondo de sus palabras es el deseo de continuar
por algún tiempo más en la tierra nativa. Hace apenas veinte días que pisó tierra domini-
cana, gracias a que “el Señor allanó sus caminos”; y ya se le quiere lanzar de nuevo, con el
pretexto de que sus servicios podrían ser más útiles fuera del país que en el teatro donde
éste está labrando su segunda independencia, a las playas siempre áridas del extrañamiento
forzado. Más le valdría caer, como el más oscuro de los soldados, en los campos donde se
está rehaciendo la patria. Allí al menos le sería dable doblar la frente sobre la tierra amada,
y descansar acaso en la huesa común bajo la sombra del pabellón cruzado.
Pero el calvario de Duarte no había aún concluido. Dos días después de haber escrito
aquella carta llega a sus manos un ejemplar del Diario de la Marina, periódico que sirve desde
La Habana los intereses de la monarquía española. En esta edición del viejo diario cubano
aparece un artículo en que se habla de supuestas divergencias entre el Padre de la Patria y los
jefes del Gobierno Provisorio. La nueva infamia, inteligentemente urdida por las autoridades
peninsulares, temerosas del ascendiente moral de Duarte sobre las conciencias dominicanas,
no obedecía únicamente al interés explicable de los agentes de la monarquía de introducir
la discordia en las filas restauradoras. Mucho había de tendencioso en el artículo del Diario
de la Marina; pero también iba envuelto en el pasquín fabricado en Santo Domingo, si bien
difundido desde un periódico de La Habana, algo que ya se respiraba en los pasillos del
gobierno provisional encabezado por Salcedo. Los jefes de la Restauración, hombres salidos

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de las entrañas del pueblo y forjados en un teatro guerrero incomparablemente más heroico
que el de la lucha contra Haití, no podían ver con buenos ojos la presencia entre ellos de un
hombre en quien se personificaban los ideales civiles de la República y en cuya fisonomía
moral aparecían tan enérgicamente simbolizadas las instituciones.
Este prócer, a quien se creyó muerto y sobre cuya cabeza había gravitado durante veinte
años la losa del olvido, no sería probablemente un rival en la hora del triunfo, porque todos
sus antecedentes lo pintaban como un hombre de vocación civil que carecía de ambiciones.
Pero los caudillos que, como el presidente Salcedo y sus compañeros de armas, han brotado
del seno de la guerra y sienten sobre sí la influencia avasalladora de esa potestad sanguina-
ria, son siempre esquivos y se conducen aún en sus relaciones recíprocas con desconfianza
recelosa. Los pueblos son versátiles y nadie sabe si el día en que sea una realidad la victoria
conseguida merced a quienes la han hecho posible con su espada, y no a quienes sólo la han
anunciado con su voz ardiente y profética, las multitudes vayan en busca de algún santón
civil para confiarle la dirección de la República o se desvíen atemorizadas del señorío militar
para echarse en brazos de otro señorío menos temible o menos arbitrario. En el fondo de
todas las luchas patrióticas, en el ambiente subterráneo de todas las revoluciones, suele haber
un sentimiento democrático que sale a flote en el momento oportuno. Cuando se consumó
la independencia de 1844, los promotores de ese ideal político, decididamente adversos al
predominio de la soldadesca, recurrieron a Duarte en una tentativa para hacer prevalecer
el sentido humano y civilista que en un principio tuvo la causa nacional sobre el sentido
bárbaro y ferozmente caudillesco en que degeneró con Santana.
El Padre de la Patria penetró el sentido de la especie difundida por la prensa de la mo-
narquía española. El libelo llenó su alma de amargura, y despertó en él el recuerdo de los
sucesos del 44, cuando su nombre fue escogido para cerrar el paso a una dictadura de tipo
reaccionario y sólo sirvió para precipitar el asalto del ejército a las instituciones. Su primera
intención fue rasgar aquel pasquín insidioso. Pero con ese golpe genial que tuvo para descu-
brir el móvil de las acciones humanas, acertó a palpar desde su lecho de enfermo las intrigas
con que ya comenzaba a hostilizarle el egoísmo de ciertos jefes restauradores. Sin vacilar un
minuto más, tomó una de aquellas resoluciones tremendas que fueron siempre propias de
su entereza de carácter y de su conciencia abnegada: el 21 de abril, esto es, un día después de
haber leído el artículo del Diario de la Marina, dirige a Espaillat una carta en que le participa
su nueva decisión de aceptar la misión diplomática que había resuelto confiarle el Gobierno
Provisorio. Para que no se atribuyera un fin menguado a su nueva actitud, ni pudiera ser
utilizada para especulaciones perjudiciales a la causa nacional, concluye con esta afirmación
categórica: “No tomo esta resolución porque tema que el falaz articulista logre el objeto de
desunirnos, pues hartas pruebas de estimación y aprecio me han dado y están dando el
Gobierno y cuantos jefes y oficiales he tenido la dicha de conocer, sino porque es necesario
parar con tiempo los golpes que pueda dirigirnos el enemigo y neutralizar sus efectos”.
Espaillat, vocero del Gobierno Provisional, se apresura a dirigir al Padre de la Patria, el 22
de abril, una nueva comunicación donde confirma, a vueltas de muchas reticencias y de
sospechosas protestas de sinceridad, los escrúpulos de Duarte. El vicepresidente interino,
como temeroso de que el apóstol pudiera arrepentirse de la decisión ya adoptada, le infor-
ma que debe disponerse a partir inmediatamente porque ya el Gobierno había mandado
“redactar los poderes necesarios para que mañana quede usted enteramente despachado y
pueda salir el mismo día”.

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JOAQUÍN BALAGUER  |  EL CRISTO DE LA LIBERTAD

La Administración General de Hacienda del Gobierno Provisional puso a disposición


de Duarte la suma de quinientos pesos en papel moneda, unidad que a la sazón se cotizaba
“al veinte por uno”, y algunos días después salió el apóstol, investido con el carácter de
Ministro Plenipotenciario, para la República de Haití, desde donde emprendió viaje a fines
de junio con rumbo a Curazao. Durante la travesía le acompañó el presentimiento de que
aquel había sido el adiós definitivo. Sus ojos no volverían a contemplar las riberas nativas y
aunque la patria tornara a ser libre, para él permanecería vedado su suelo, tierra por exce-
lencia ingrata para quien en vida le había sido fiel hasta el sacrificio y para quien ya muerto
la seguiría amando desde la altura de su iluminación visionaria.

Ministro Plenipotenciario del Gobierno de la Restauración


El 28 de junio se reunió Duarte en Curazao con el señor Melitón Valverde, investido
también con la calidad de Ministro Plenipotenciario y Agente Confidencial de la República
Dominicana cerca de los gobiernos de Venezuela, Perú y la Nueva Granada.
Saint-Thomas era entonces punto de escala casi ineludible para los viajeros que retorna-
ban de Europa, y el apóstol consideró necesario dirigirse a aquel puerto con el fin de interesar
en sus trabajos revolucionarios a algunos personajes que debían, según sus noticias, detenerse
en la isla, antes de continuar viaje al continente. El señor Melitón Valverde, provisto con
cartas de Duarte para el presidente interino de Venezuela, general Desiderio Frías, y para
el general Manuel E. Bruzual, se dirigió mientras tanto a Caracas.
Pero la situación de Venezuela, donde los golpes de cuartel hacen parte de la actividad
casi diaria y donde en el escenario político cambian continuamente los actores, ha sufrido
modificaciones importantes cuando Duarte llega algunas semanas después a la ciudad del
Ávila. El general Bruzual, “el soldado sin miedo”, ha sido encarcelado, y muchos de los
simpatizantes de la causa dominicana han perdido su anterior ascendiente en las esferas
oficiales La torpeza del señor Melitón Valverde, quien ha hecho demasiado públicas sus
funciones de agente confidencial, ha contribuido, por su parte, a enrarecer el ambiente
favorable que hasta hacía algún tiempo prevalecía hacia los ideales de la Restauración en el
gobierno venezolano. El apóstol comprende que es indispensable proceder en lo adelante
con un tacto exquisito. Los agentes de España en Venezuela espían todos sus pasos y el
elemento oficial no desea autorizar acto alguno que pueda hacer su conducta sospechosa.
Duarte encuentra, sin embargo, el modo de entrevistarse con el presidente Frías y le expone
la situación reinante en la República, en donde la guerra se desenvuelve con perspectivas
cada vez más favorables para las armas dominicanas. El mandatario venezolano, aunque se
muestra convencido por las razones que Duarte invoca y no oculta las impresiones dejadas en
su ánimo por aquella elocuencia llena de efusividad insinuante, aconseja prudencia al apóstol
y advierte que la ayuda prometida deberá aplazarse tanto en vista de la crisis interna de
Venezuela, amenazada a la sazón por amagos revolucionarios, como por la actitud recelosa en
que se hallan las autoridades españolas. Frías, por otra parte, ejerce el poder provisionalmente
y su misma situación personal le obliga a proceder con extrema cautela para que no se le
pueda acusar de haber creado al gobierno complicaciones internacionales.
El medio que se ofrece por el momento más expedito, es el de abrir en Caracas una
suscripción para recoger fondos en favor de la causa dominicana. Duarte, quien tiene por
costumbre no recibir ni administrar el dinero que se recolecta para la labor patriótica,

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

encarga de esa misión al señor Melitón Valverde. Mientras su compañero de gestión di-
plomática se ocupa en esos menesteres, el apóstol no desmaya un momento en su tarea de
promover una ayuda verdaderamente eficaz por parte del gobierno venezolano, el único
que puede facilitarle los medios para organizar una expedición que se dirija con pertrechos
abundantes a los puertos de la República controlados por las fuerzas revolucionarias. El
25 de noviembre visita con ese fin al general Falcón, presidente titular de Venezuela, quien
pulsa desde Coro la situación política. Más de un mes permanece Duarte allí en espera de
la ayuda que le promete de nuevo el mariscal venezolano. Por fin, el 3 de enero de 1865,
Falcón despide al prócer, en presencia del vicepresidente de la República, con las siguientes
palabras: “Vaya usted con el general, y le aseguro que quedará complacido, pues él lleva
mis órdenes”. Ya en Caracas, para donde Duarte sale ese mismo día, el vicepresidente se
limita a poner a disposición del prócer dominicano la suma de trescientos pesos sencillos,
limosna irritante con que se quiso dar un corte definitivo a las conversaciones del apóstol
con las autoridades venezolanas.
El fracaso de las gestiones diplomáticas confiadas al Padre de la Patria se debió en gran
medida a la falta de tacto con que actuó el Gobierno Provisorio. El deseo de obtener un
reconocimiento precipitado, con el propósito de que el Gobierno de Isabel II se decidiera a
ordenar la desocupación de Santo Domingo, objeto desde fines de 1864 de negociaciones
encaminadas por conducto de Haití, indujo a los directores del movimiento restaurador
a enviar a Venezuela, con el carácter también de Ministro Plenipotenciario y Agente Con-
fidencial, al general Candelario Oquendo, hombre de escasa inteligencia que cumplió su
misión sin la delicadeza necesaria. Las torpezas cometidas por Melitón Valverde, quien
desde que llegó a Caracas en los primeros meses de 1864, procedió en forma que desagra-
dó al Gobierno de Venezuela y que atrajo la atención de los representantes oficiosos de la
monarquía, se agravaron con las que a su vez hizo el comandante Oquendo, persona que
además resultaba poco simpática al presidente Falcón por haber figurado hasta hacía poco
en el bando de sus opositores.
El 5 de enero, recién llegado a la capital venezolana después de su viaje a Coro, Duarte
se dirige en los siguientes términos al Gobierno Provisorio: “Me parece conveniente ad-
vertir al Gobierno que no se empeñe en mandar nuevos comisionados para este asunto,
puesto que, sin presunción puedo decirlo, yo me basto para el caso. No hay necesidad de
hacer gastos inútiles, sobre entorpecer las negociaciones que de antemano tenía yo tan bien
preparadas”. Los agentes de la monarquía conspiraban sin descanso, por otro lado, contra
las negociaciones dirigidas por Duarte. Casi toda la prensa extranjera, influida por la pro-
paganda de los representantes españoles, difundía la especie de que en Santo Domingo,
antes que una verdadera lucha en favor de la independencia nacional, lo que existía era
una discordia de carácter civil entre una parte del pueblo, adicta al ideal utópico de los
trinitarios que abogaban por el restablecimiento de la soberanía en una forma absoluta, y
una gran mayoría de anexionistas que militaban en diversos partidos: mientras los unos
apoyaban la reincorporación a España, otros se decidían por un pacto con los Estados Uni-
dos o por un concierto con Francia. Dentro de esta atmósfera trabaja Duarte sin descanso
para lograr el reconocimiento de la República por parte del Gobierno de Venezuela, o para
obtener en dinero y en pertrechos de guerra la ayuda que hace falta a sus compatriotas para
decidir en favor de la libertad la lucha iniciada en Capotillo. Con el comandante Oquendo,
a quien el ocho de marzo despide para Santo Domingo, envía al Gobierno Provisorio una

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JOAQUÍN BALAGUER  |  EL CRISTO DE LA LIBERTAD

larga exposición en que le da cuenta, con honda amargura, de la actitud final del presidente
Falcón y de la situación de Venezuela, desgarrada entonces por sordas disensiones internas.
“El general instruirá a usted –dice al Ministro de Relaciones del gobierno presidido por
Gaspar Polanco– de los pormenores de esta farsa y de los personajes que juegan en ella el
principal papel. El dirá a usted que Venezuela no tiene nada que envidiarle a Santo Domingo
en cuanto a intervenciones, a anexionismo, a traiciones, a divisiones, a ansiedades, a dudas,
a vacilaciones, y en cuanto a malestar, en fin, de todo género”.
Mientras desempeña con celosa actividad sus funciones de agente diplomático, Duarte
vigila desde el exterior los acontecimientos que se desarrollan en su país nativo. Sus comu-
nicaciones oficiales están llenas de enérgicas advertencias dirigidas al Gobierno Provisorio.
Al dar respuesta al oficio en que se le participa el nombramiento de Gaspar Polanco como
Presidente Provisional, asiente al criterio de las nuevas autoridades sobre la conveniencia
de que se escarmiente con energía a los traidores, pero inmediatamente le hace al nuevo
mandatario esta admonición generosa: “El gobierno debe mostrarse justo en las presentes
circunstancias, o no tendremos patria”. Cuando contesta la comunicación del 10 de diciembre,
en la cual el Gobierno Provisorio le anuncia que el general Geffrard, a la sazón presidente
de Haití, interviene como mediador en las negociaciones relativas a la paz con España, no
oculta su asombro por la clase de intermediario escogido para misión tan delicada: “¡Quiera
Dios que estas paces y estas intervenciones no terminen (cual lo temo, y tengo más de un
motivo para ello) en guerras y en desastres para nosotros, o mejor diré, para todos!”. En la
carta dirigida a Teodoro Heneken, Ministro de Relaciones Exteriores del nuevo Gobierno,
el día 7 de marzo de 1865, subraya con singular energía las ideas que sostuvo durante toda
su vida contra cualquier cesión total o parcial del territorio dominicano: “Si me pronuncié
dominicano independiente, desde el 16 de julio de 1838…, si después, en el año 44, me pro-
nuncié contra el protectorado francés…; y si después de veinte años de ausencia he vuelto
espontáneamente a mi patria para protestar con las armas en la mano contra la anexión a
España, llevada a cabo a despecho del voto nacional…, no es de esperarse que yo deje de
protestar (y conmigo todo buen dominicano), cual protesto ahora y protestaré siempre, no
digo sólo contra la anexión de mi patria a los Estados Unidos, sino a cualquier otra potencia
de la tierra, y al mismo tiempo contra cualquier tratado que pueda menoscabar en lo más
mínimo nuestra independencia nacional, y cercenar nuestro territorio o cualquiera de los de-
rechos del pueblo dominicano”. En esta misma comunicación, especie de testamento político
del Padre de la Patria, advierte al Gobierno Provisorio sobre cuál sería su actitud en caso de
que las negociaciones en curso lesionaran en alguna forma la independencia dominicana:
“Por desesperada que sea la causa de mi Patria, siempre será la causa del honor y siempre
estaré dispuesto a honrar su enseña con mi sangre”.
En la respuesta a la nota del Gobierno Provisorio distinguida con el número 37, intercala estas
palabras que resumen su historia y su programa: “Usted desengáñese, señor Ministro, nuestra
patria ha de ser libre e independiente de toda potencia extranjera, o se hundirá la isla”.
La última gestión diplomática de Duarte parece haber consistido en la labor que realizó
para obtener que el segundo Congreso de Lima, convocado para reunirse en la capital del
Perú en 1864, adoptara alguna medida en favor de la República Dominicana. El apóstol
visitó varias veces, con este propósito, al agente consular del Perú en la ciudad de Caracas.
La circunstancia de no habérsele proveído a tiempo de los poderes indispensables para
negociar como Agente Diplomático del Gobierno Provisorio, ya que con la destitución de

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Salcedo perdieron todo valor las credenciales expedidas en Santiago en abril de 1864, no le
permitió actuar en este caso con la eficacia y la rapidez necesarias.
Aunque uno de los motivos que sirvieron de pretexto a su convocación fue precisamente
la actitud de España en Santo Domingo y la ocupación de las islas Chinchas en perjuicio de la
soberanía peruana, el Congreso de Lima se limitó a votar dos proyectos de acuerdo sobre “unión
y alianza” y sobre “mantenimiento de la paz”, expresiones todavía platónicas de la conciencia
jurídica y del sentimiento ya naciente de la solidaridad de las naciones latinoamericanas. Del
reconocimiento de la República Dominicana se habló menos en aquel torneo oratorio que de
la política expansionista de los Estados Unidos y de la intervención francesa en México para
establecer en tierra azteca el imperio de Maximiliano de Hasburgo.

Muerte del justo


Las últimas cartas que Duarte recibe del Gobierno Provisorio respiran mucho optimismo
con respecto a las negociaciones para el abandono del territorio nacional por los ejércitos de
España. Pero las noticias le llegan con un retraso de varios meses, y a menudo sus respuestas
a los oficios que se le dirigen contienen largas reflexiones sobre hechos que ya han sufrido,
cuando él escribe, modificaciones de no poca significación bajo el imperio de circunstancias
esencialmente cambiantes. Cuando envía la carta del 7 de marzo de 1865, ignora aún la nueva
política iniciada hacia Santo Domingo por el proyecto de ley que el 7 de enero de ese mismo
año fue presentado a las Cortes sobre el abandono de la isla por la monarquía española.
Convencido de que España no soltaría voluntariamente su presa, previene todavía al
Gobierno Provisorio contra los rumores de desocupación, aparentemente difundidos con
el propósito de “adormecer a los dominicanos”, y excita a sus compatriotas a mantener
sin desmayo la guerra y a prepararse para hacer frente a un nuevo ejército expedicionario
que se organiza en la Península, de acuerdo con los consejos de La Gándara y del general
Dulce, para caer repentinamente por tres sitios distintos sobre el territorio dominado por
las fuerzas restauradoras. La evacuación del territorio nacional el 12 de julio de 1865 sor-
prende a Duarte, que ignora hasta qué punto han influido en esa decisión circunstancias
de orden económico más bien que consideraciones de carácter político o moral: la guerra
de Santo Domingo se había convertido en una fuente de erogaciones para la monarquía
y el propio general Narváez había aconsejado la desocupación porque esa lucha innece-
saria “consumía los pingües rendimientos de todas las posesiones ultramarinas”. Con
la reincorporación de Santo Domingo, los monárquicos españoles creyeron levantar en
América el prestigio de la Madre Patria como potencia colonial. Pero como el movimiento
contra la anexión había cobrado en pocos días una fuerza inusitada, y como para debelar
esa reacción patriótica hubiera sido necesario el envío de un ejército numeroso, capaz de
consumir por sí solo todas las rentas que España extraía de sus colonias, se juzgó prudente
abandonar a su suerte al pueblo dominicano, recogido en 1861 en la agonía, pero resuelto
a no permanecer bajo la dominación española, según lo expresaron las propias Cortes,
por ser adicto con exceso a su independencia y a “los hábitos engendrados por muchos
años de existencia aventurera”.
Tardíamente llegó también al conocimiento de Duarte la noticia de la muerte casi súbita del
general Pedro Santana. Abrumado por el fracaso de su obra, y objeto de incontenible aversión
tanto para los dominicanos, a quienes había reducido de nuevo a la servidumbre, como para

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JOAQUÍN BALAGUER  |  EL CRISTO DE LA LIBERTAD

los propios españoles a los cuales disgustó con su altanería, impropia de un esclavo que había
solicitado para sí mismo los hierros de la esclavitud, el sedicente Marqués de las Carreras bajó
a la tumba víctima de un malestar desconocido, el día 14 de junio de 1864. Cuando cerró los
ojos, acosado por los remordimientos, la victoria de la Patria, triunfante en todos los campos
de batalla, parecía ya asegurada. La Providencia, cuyos castigos tardan a veces, pero no de-
jan nunca de cumplirse con el rigor de una sentencia infalible, cobró con creces al déspota
las injusticias de que hizo víctima a Duarte: perseguido por los mismos españoles, a quienes
vendió la República, el verdugo del Padre de la Patria murió como Diómedes, devorado por
los mismos caballos a los cuales enseñó a comer carne humana.
Pero juntamente con el eco de los triunfos de las armas de la Restauración, y con los
detalles sobre el fin desastroso y dramático del general Santana, llegaron a Caracas otras
noticias poco tranquilizadoras. Primero que de las versiones relativas a un posible abando-
no del territorio dominicano por las tropas del general La Gándara, se enteró Duarte de las
discordias que, mucho tiempo antes de que volviera a conquistar plenamente su autonomía,
desgarraban al país, dividido ya en numerosas banderías que se disputaban el privilegio de
mandar sobre un suelo todavía en gran parte dominado por un ejército extranjero. Gaspar
Polanco, caudillo de un motín contra el jefe del primer Gobierno Provisorio, había manchado
el ideal democrático de la Restauración con la sangre de Salcedo. Tomando como pretexto
la inmolación de este soldado, otros capitanes gloriosos, con las carnes todavía cruzadas
por las heridas de la guerra contra España, depusieron a Polanco y formaron un triunvirato
que intentó inútilmente borrar con la elección de Pimentel el origen espurio que tuvo esa
reacción en los campos de “El Duro” y de “La Magdalena”. Cuando las fuerzas españolas
abandonaron al fin, el 11 de julio de 1865, el territorio dominicano, la violencia revolucio-
naria se desató sobre el país con energía salvaje. Los soldados que se agruparon en torno a
los pabellones de la Restauración para formar, gracias al patriotismo que obró sobre ellos
como una poderosa fuerza de cohesión, una especie de familia guerrera, desunida sólo por
discordias transitorias, se transformaron al día siguiente de restablecida la soberanía en
mesnadas sanguinarias que se combatieron con saña bajo la autoridad de caudillos igno-
rantes y ambiciosos.
Duarte espera en vano en el ostracismo que el país, escarmentado por la anexión, inicie
una era de normalidad civil y de convivencia democrática. Como en 1844, se promete a sí
mismo no retornar a la República mientras en ella subsista el imperio de la violencia fratri-
cida. Nada le apartará de su decisión, sostenida con aquella portentosa cantidad de energía
moral que puso siempre en sus resoluciones.
Terminada su misión diplomática con el triunfo de la Restauración, el apóstol se refu-
gia en la soledad, y otra vez vuelve a caer el olvido sobre su nombre y sobre su memoria.
Pocos son los que en el país, entregado a la orgía revolucionaria, recuerdan a este mártir
condenado a devorar en suelo extraño las amarguras de su proscripción voluntaria. Sólo
el 19 de febrero de 1875, el presidente González, ilusionado con el minuto de paz que el
país disfruta después del azaroso período de “los seis años”, concibe la idea de llamar
al ausente al seno de la Patria. “La situación del país –escribe en esa ocasión el general
Ignacio María González al apóstol– es por demás satisfactoria… Debemos confiar en que
esa situación se consolidará cada día más y en que ha sonado ya la hora del progreso para
este pueblo tan heroico como desgraciado. Mi deseo –concluye–, es que usted vuelva a la
Patria, al seno de las numerosas afecciones que tiene en ella, a prestarle el contingente de

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sus importantes conocimientos y el sello honroso de su presencia”. La carta del presidente


González no despertó sino una débil esperanza en el espíritu de Duarte. Como la anexión fue
en gran parte una consecuencia de las discusiones provocadas por la ambición de mando y
como muchos de los partidarios más acérrimos de esa medida antipatriótica la aceptaron sólo
con el propósito de poner fin a tantas discordias y de brindar al pueblo la oportunidad de
reemprender una nueva etapa en su existencia convulsiva, por un instante creyó el proscripto
en la enmienda de sus conciudadanos y en la cordura de sus directores políticos. La duda,
sin embargo, se interpuso entonces como en 1844, en el camino del apóstol, y lo obligó a
contener sus deseos de retornar a la Patria y de prepararse a morir tranquilamente en su
seno. Duarte había visto, en efecto, a la ambición asomar en las filas de los restauradores,
más preocupados muchas veces de su propia hegemonía que del bien del país y de su suerte
futura. Muy pocos de aquellos hombres, formados en el heroísmo salvaje de los cantones,
eran capaces de un sacrificio de carácter civil, aunque todos morirían por la libertad de la
patria y serían capaces del mayor de los holocaustos en el campo de la acción libertadora.
El apóstol decidió, pues, continuar en Caracas, lejos de la feria política en que otros
empequeñecían los laureles conquistados en la lucha reciente contra los dominadores. No
transcurrió un año antes de que se realizaran sus temores. González, caudillo de la revolución
del 25 de noviembre, fue acusado el 31 de enero de 1876 por la Liga de la Paz de ineptitud
en el ejercicio de sus funciones, y la guerra civil fue esgrimida como una razón suprema
por aquel bando amenazante. Si Duarte hubiese sobrevivido mucho tiempo a aquel nuevo
desastre, hubiera presenciado también, desde el ostracismo, la caída de Espaillat, sucesor de
González, cuyo ensayo de gobierno democrático demostró que el país debía pasar fatalmente
por un largo proceso de descomposición y de anarquía antes de que le fuera posible entrar
en el régimen de las instituciones.
Los últimos años de su vida los pasa Duarte agobiado por las privaciones materiales.
Su salud, minada primero por el clima de las zonas húmedas en que residió a orillas del
Orinoco, y luego por la escasez en que se ve obligado a vivir en la ciudad de Caracas, decae
rápidamente y todo su organismo se abate debilitado por una vejez prematura. Su consti-
tución había sido siempre delicada y su vida, hasta muy entrada la adolescencia, se había
mantenido gracias a los cuidados de sus progenitores. Pero ahora su salud es más precaria
que nunca y todo anuncia en él un fin cercano. A esas condiciones físicas deplorables, se
suman, a lo largo de estos últimos años, los sufrimientos morales: en primer término, las
noticias cada vez más desconsoladoras que recibe de la Patria y el temor de que su obra sea
destruida o malograda; y luego, la tragedia que le acompaña en su vida íntima, donde ni
siquiera disfruta del placer puramente espiritual de poder entregarse a escribir la historia
de la creación de la República y de los sucesos en que le tocó intervenir en forma decisiva.
Todos sus papeles, reunidos al través de muchos años, en donde narró los acontecimientos
que precedieron a su destierro en 1844, fueron entregados al fuego por su tío Mariano Diez,
temeroso de que cayeran en poder de los enemigos del proscripto, y aún sus impresiones
de viajero que erró durante doce años por los parajes más intrincados de Venezuela, des-
aparecieron a manos de personas inescrupulosas.
Los días transcurren, pues, para el apóstol en medio de una tristeza agotadora. El mal
estado de su salud lo obliga a compartir el escasísimo pan que obtienen sus hermanas a
costa de conmovedores sacrificios. Los achaques físicos y los eclipses que a veces oscurecen
su inteligencia lo han convertido poco a poco, con dolor de su dignidad humillada, en

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JOAQUÍN BALAGUER  |  EL CRISTO DE LA LIBERTAD

una carga agobiante para los seres a quienes más desearía auxiliar en las estrecheces del
extrañamiento prolongado. Su vida enteramente inútil se consume en una larguísima
agonía. Durante estos años en que la miseria le aprieta cada vez con más violencia, y en
que le abandona toda esperanza, excepto aquella que recibe de Dios, sólo le sostienen
su fe y su educación profundamente religiosa. En 1875, pocos días después de recibir la
carta en que el presidente González lo llama al país para que lo honre “con el sello de su
presencia”, sus dolencias se recrudecen y lo reducen al lecho durante meses enteros. Su
pudor no le permite recurrir en este trance definitivo al gobierno de su Patria en solici-
tud de ayuda para su ancianidad desvalida. Sólo un oscuro amigo residente en Caracas,
el señor Marcos A. Guzmán, acude de cuando en cuando en auxilio de las hermanas de
Duarte, materialmente imposibilitadas para adquirir las medicinas que exigen los pade-
cimientos del apóstol, llegado ya a los peores extremos de la indigencia. Rosa y Francisca,
para quienes el hermano superviviente representa la única ilusión que les acompaña en el
destierro, reciben hasta seiscientos pesos sencillos que a título de préstamo les suministra
poco a poco aquella mano caritativa. Pero la enfermedad sigue su curso y continúa hacien-
do progresos en el organismo ya gastado. En los primeros días del mes de julio de 1876,
el médico que visita casi diariamente al enfermo transmite a las hermanas impresiones
poco alentadoras. La vida de Duarte está ya próxima a extinguirse. Su cuerpo envejecido
desaparece casi en el lecho. La frente ancha y pálida, golpeada por la fiebre, es lo único que
surge de entre las sábanas raídas con su antiguo sello de dignidad ceremoniosa. Por fin,
el 15 de julio, el prócer entrega su alma a Dios en una humildísima casa de la calle donde
nació el libertador Simón Bolívar, después de haber recibido los auxilios espirituales de
manos del cura de la vecina parroquia de Santa Rosalía. Su muerte fue como su vida: un
acto de sublime resignación y de mansedumbre cristiana.
En tierra extraña descansaron sus huesos hasta el año 1884, en que fueron trasladados
por disposición del Ayuntamiento de Santo Domingo al suelo de donde un día le echaron sin
consideración alguna ni a su proceridad ni a su inocencia. Cuando cerró los ojos, la muerte
sólo debió de hallar un gesto de dulzura en aquellos labios, donde el acíbar y el despecho
hubieran podido manifestarse con las crueles, pero justas palabras de Escipión: “Ingrata
patria: no poseerás mis huesos”.

Fisonomía moral del padre de la patria


El Cristo de la libertad
El Padre de la Patria fue una conciencia seducida por la figura de Cristo y hecha a imagen
de la de aquel sublime Redentor de la Familia Humana. Duarte fue, como Jesús, eternamente
niño, y conservó la pureza de su alma cubriéndola con una virginidad sagrada. Tuvo en su
juventud una novia, a la que quiso con ternura, pero que murió soñando con su noche de
bodas y suspirando por su guirnalda de azahares. Rico y de figura varonilmente hermo-
sa, pudo haber sido amado de las mujeres y haber vivido feliz y adulado en medio de los
hombres; pero como Jesús, Hijo de Dios, que nunca llevó mantos de púrpura ni se cortó la
cabellera, que no sentó a los poderosos a su mesa ni conoció a mujer alguna, Duarte huyó de
los lugares donde la vida es alegría y festín para ofrecer a la Patria su fortuna y para morir
como el último de los mortales en medio de la desnudez y la pobreza.

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

Para encontrar una austeridad comparable a la de Duarte, sería menester recurrir a la


historia de los santos y de otras criaturas bienaventuradas. Si la santidad consiste en ser
virtuoso, en despreciar las riquezas y en ser insensible a los honores, en ser superior al odio
y superior a la maldad, en elevarse, en fin, sobre todo lo que se halle tocado con fango de
la tierra, nadie fue entonces más santo que Duarte ni más digno que él de la corona de los
predestinados. Su inocencia fue verdaderamente sacerdotal, y su pulcritud sobrehumana.
Entre los que codiciaron el mando, entre los que sostuvieron impávidos en sus manos los
hierros de la venganza, y entre los que olvidaron la Patria para pensar únicamente en sí
mismos, el fundador de la República pasa como una columna señera, empequeñeciendo a
sus verdugos y desarmando a sus adversarios con la autoridad propia de la pureza.
Lo que es grande en Duarte no es únicamente el patriota, el servidor abnegado de la
República, sino también el hombre; y acaso es más digno de admiración que como prócer,
como ser excepcional, como criatura de Dios, como figura humana. No fue un personaje
común, no fue un varón cualquiera, este hombre casi extraterreno que vivió como un santo,
que murió con la dignidad de un patriarca, y que entró en la política y salió de ella como un
copo de nieve. Para parecerse más a los santos, a aquellos santos acartonados y secos que
se retiraban al desierto para aislarse de todo comercio con el mundo, Duarte huye durante
más de veinte años a las soledades de Río Negro, a un sitio casi inaccesible en donde se
interponían entre él y el resto de los hombres las fieras con sus aullidos y las selvas de Ve-
nezuela y del Brasil con sus impenetrables pirámides de verdura. Pero hasta allí llegó aquel
hombre inocente precedido por la fama de sus virtudes como llegaba Jesús a las aldeas de
los pescadores precedido por la fama de sus milagros.
Duarte hablaba algunas veces como Jesús y muchas de sus sentencias parecen pronun-
ciadas desde una montaña de la Biblia. En sus manifiestos políticos, aunque llenos muchas
veces de conceptos vulgares, surge de improviso alguna frase con sabor a parábola, o asoma
uno de aquellos pensamientos que sólo suelen brotar de los labios de esos hombres purísimos
que llevan a Dios en las entrañas iluminadas. Todo lo que salió de esa garganta semidivina,
todo lo que vibró en esa voz semisagrada, nos deja en el alma una impresión de albura y
de limpieza. Así como Jesús había dicho a todos los hombres, a los pescadores humildes
y a los escribas mercenarios, “amaos los unos a los otros”, el Padre de la Patria se dirige a
sus conciudadanos para hacerles esta exhortación angustiosa: “Sed unidos, y así apagaréis
la tea de la discordia”. Cuando habla a sus compatriotas para pedirles que lo exoneren del
mando que quieren ofrecerle, les dice: “Sed justos lo primero, si queréis ser felices”, y a sus
discípulos los envía a repartir la semilla de la libertad con las mismas palabras con que Jesús
encarecía a sus apóstoles que fueran a predicar la nueva doctrina a las tierras dominadas
por los infieles: “Os envío como ovejas en medio de los lobos”. A sus hermanos y a su ma-
dre valetudinaria los invita con voz inexorable al sacrificio: “Entregad a la patria todo lo
que habéis heredado”. Y a los que quieren seguir su causa, a sus discípulos más amados,
les habla con igual calor de la renuncia a los bienes de fortuna: “Juro por mi honor y mi
conciencia… cooperar con mis bienes a la separación definitiva del gobierno haitiano y a
implantar una república libre”. Jesús también había pedido esa suprema renunciación a los
hombres: “Porque hay más dicha en dar que en recibir”.
Después de haberlo entregado todo, el almacén heredado y la casa solariega, el pan de
los suyos y el vino y el agua de su propia mesa, Duarte no abrió siquiera los labios para afear
a quienes lo inmolaron con su ingratitud por haberle negado hasta el derecho de morir en

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JOAQUÍN BALAGUER  |  EL CRISTO DE LA LIBERTAD

la patria y de recoger en su suelo una piedra donde reposar la cabeza. Su único consuelo, si
acaso hubo alguno para ese ser abnegado, fueron aquellas palabras divinas leídas por él en
las Escrituras, su libro de cabecera: “Mas se te retribuirá en la resurrección de los justos”.
Si Duarte es grande como patriota capaz de todos los sacrificios, como hombre capaz de
todas las purezas, todavía es más grande como “varón de dolores”. Ninguna crueldad fue
omitida por los tiranos sin entrañas que prepararon la inmolación de este inocente. Nadie
lo oyó, sin embargo, emitir una protesta o exhalar una queja. Los fríos que padeció como
desterrado en Hamburgo, y las amarguras que devoró como proscripto en las soledades de
Río Negro, no fueron capaces de abatir su fortaleza para el sufrimiento ni de hacer brotar
el rencor o la cizaña en su conciencia abnegada. Nada faltó, sin embargo, a su viacrucis, ni
siquiera la befa de sus enemigos que lo tildaron de “filorio”, esto es, de tonto, de cándido,
de iluso. Aunque ese calificativo lo honra como honró a Jesús el cartel que mandó poner
Pilatos sobre el madero de la crucifixión (Jesús Nazareno, Rey de los Judíos, J. 19-19), prueba
por sí solo lo puro que era aquel visionario cuando su idealismo fue considerado por sus
detractores como el único inri que podía estamparse sobre su frente sin pecado.
Si los verdugos de Duarte hubieran asistido a sus últimos instantes, cuando el justo se
tendió en el lecho para dormir al lado de la muerte, esos verdugos sin entrañas hubieran
podido escuchar en sus labios las mismas palabras que un día oyeron aterrados los que
pusieron a su Señor en un leño de ignominia y después se repartieron sus vestidos: “Padre,
perdónalos…”.

El misticismo de Duarte
Todos los hijos de doña Manuela Diez y de Juan José Duarte se hallan dotados de una
emotividad que enternece. Casi todos nacen con una marcada inclinación al misticismo, y
sus sentimientos, en las distintas esferas donde actúan, son generalmente extremados. Cierta
sensibilidad enfermiza, muy pronunciada en todos los miembros de esta familia, preside sus
actos y rodea a veces sus acciones más sencillas de un sentido impenetrable.
La reacción espiritual de cada uno de los Duarte frente a los acontecimientos que se
registran en su vida, se produce sin violencia, pero de manera que espanta y conmueve al
propio tiempo por el grado de intensidad que alcanzan en sus temperamentos esas crisis
afectivas. Sandalia, la menor de las hermanas de Juan Pablo Duarte, es raptada en plena
adolescencia por un bergantín de corsarios norteamericanos: es tan tremendo el estupor que
el hecho engendra en aquella sensibilidad virginal, que la pobre niña no puede sobrevivir
al ultraje que recibe y muere poco después consumida por indominable tristeza. Manuel,
el más joven de los hermanos, profundamente conmovido por la iniquidad de Santana que
lo condena juntamente con su madre y sus hermanas al destierro, pierde la razón y queda
desde el mismo día en que se le notifica la orden de extrañamiento sumido en una especie
de locura ensimismada.
Cuando Tomás de la Concha es conducido al patíbulo juntamente con Antonio Duvergé
y las demás víctimas del 11 de abril, Rosa Duarte, quien ama desde la niñez al joven trini-
tario, hace voto de castidad y continúa queriendo hasta más allá de la muerte al prometido,
recuerdo .vive desde entonces en el corazón de la novia como la imagen del amor inolvid-
able. En la vida del fundador de la República, tal vez el más sano y varonil de estos seres de
naturaleza apasionada, abundan también las actitudes que se llevan hasta los últimos límites

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de la abnegación con energía aterradora. Los veinte años que pasa sepultado en el Apure o
errante por las selvas del Orinoco, bastan por sí solos para poner de manifiesto hasta qué
punto llevó este visionario su desdén del mundo y su desprecio de las glorias humanas.
No es de seres comunes esta emotividad caudalosa. Algo extraordinario debió de haber
puesto la naturaleza en esos temperamentos virginalmente sensibles. Los mismos amigos que
conocieron íntimamente a Juan Pablo Duarte y a sus hermanos, se sintieron muchas veces
temerosos de que la sensibilidad que cada uno de ellos poseía como un don del cielo, los pu-
diese arrastrar a decisiones desesperadas. El día 25 de diciembre de 1845, el Padre de la Patria
recibe desde Cumaná una carta donde Juan Isidro Pérez le ruega, con acento patético, que no
se deje matar en el destierro por la inanición y la melancolía: “Vive, Juan Pablo, y gloríate en
tu ostracismo y que se gloríe tu santa madre y toda tu honorable familia… Mándame a decir,
por Dios, que no se morirán ustedes de inanición: mándamelo a asegurar porque esa idea me
destruye…” Sabía Juan Isidro Pérez, amigo del fundador de “La Trinitaria” desde los días
de la infancia, que Duarte era capaz de adoptar toda clase de resoluciones extremas: la de
no probar alimento como protesta contra la vejación que en su persona se hacía a la virtud
y a la inocencia, la de dejarse invadir en tierra extraña por una tribulación excesiva, o la de
entregarse poco a poco a la muerte como quien pierde la voluntad de vivir sea por horror a
la maldad de los hombres, o sea por deseo de substraerse a la abyección cotidiana.
La sensibilidad excesiva se encuentra en Duarte y en sus hermanos combinada con una
incontenible tendencia al misticismo. El Padre de la Patria nació con vocación para santo.
Los veinte años que pasó recluido en el desierto como un monje en su celda, el calor apos-
tólico que puso en sus palabras y en sus actos, su imperio sobre sí y sobre sus apetitos más
naturales; su desprecio por el poder, pasión de demagogo vulgar o de político ambicioso; su
sentido abnegado del patriotismo, fuerza que actúa sobre él como una especie de exaltación
religiosa; sus concepciones políticas, influidas por el Cristianismo hasta el extremo de que
la cruz, símbolo de amor y emblema de concordia, preside los colores de la bandera con
que dota a la República; la fe con que sostiene sus ideas y otras muchas circunstancias de la
misma índole, manifiestas tanto en su obra como en su propia vida, demuestran que hubo
en el alma de Duarte algo que identifica al hombre de acción con San Francisco de Asís o con
cualquiera otra de esas criaturas bienaventuradas que la Iglesia ofrece a nuestra veneración
en los altares. Es indudable que el santo convertido por el patriotismo en un héroe capaz
no sólo de acciones abnegadas, sino también de actitudes sublimes y de lances intrépidos,
dispuso de la energía necesaria para organizar y dirigir sus milicias con el sentido épico y
con el entusiasmo férreo con que formó las suyas San Ignacio de Loyola. “La Trinitaria” fue
en realidad una especie de “Compañía de Jesús”, donde los admitidos debían actuar como
soldados, prestos a morir por su idea y a participar con un invencible espíritu de sacrificio
en las controversias humanas. Pero por debajo del combatiente, del soldado de una causa
sagrada, capaz de entrar con corazón indómito en la arena de los combates, existió en Duarte
el ángel incorruptible, el ser infinitamente diáfano en quien el estiércol humano se convierte
en algo tan puro como el éter ligero.
Si Duarte no ingresó al sacerdocio fue sin duda porque se lo impidió su obsesión patriótica.
Perdido en las selvas de Río Negro e incomunicado en el Apure de toda relación con el mundo,
piensa noche y día en su país y se resiste a incorporarse a una orden religiosa, no obstante el
atractivo que sobre él ejerce la vocación sacerdotal, porque lo detiene el presentimiento de que
la República sería nuevamente víctima de la codicia extranjera. Pero la actitud que adopta en el

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JOAQUÍN BALAGUER  |  EL CRISTO DE LA LIBERTAD

momento decisivo de su existencia es la única que hasta cierto punto concilia las dos tendencias
poderosas que obran sobre su espíritu: la que lo inclina al apostolado patriótico y la que lo llama
insistentemente a los altares. El aislamiento a que se condena en el desierto, le permite substraerse
a las vanidades de la vida y disfrutar en la soledad de los placeres de la meditación religiosa; y
el destierro prolongado que se impone a sí mismo lo preserva del contagio político y le ofrece a
la vez la oportunidad de contemplar, desde playas distantes y serenas, el desconsolador espec-
táculo de sus conciudadanos que viven en la discordia y contribuyen con sus rencillas a retardar
la entrada del país en el régimen de las instituciones.
Dos actitudes más pueden aún señalarse como testimonio de que el Padre de la Patria
fue un místico en quien el sentimiento de algo superior se manifiesta de un modo extraordi-
nario: su espíritu de resignación y la fuerza que puso en sus resoluciones. Perseguido por la
fatalidad, echado como un vulgar malhechor de su país, errante en las selvas o solitario en
medio de los hombres, pobre hasta carecer de lo más indispensable, privado del abrigo de
un hogar y de los afectos más elementales, como el de la mujer o el del hijo, no doblega la
cabeza ante el infortunio ni se le ve adoptar jamás una actitud destemplada. La resignación,
una resignación verdaderamente heroica, es lo que caracteriza a este Job del patriotismo,
para quien el destino parece haber cambiado el orden de sus leyes; pero quien en medio
de su estercolero mantuvo intacta la niñez de su espíritu y conservó la virginidad de su
ilusión que poseyó la virtud de ser interminable como la vida y eterna como la esperanza.
No menos grande fue la energía moral con que Duarte mantuvo sus propósitos. Proscripto
por Santana en 1844, se propuso permanecer alejado del país mientras las furias del odio y
de la discordia imperaran sobre su tierra nativa. Durante veinte años mantuvo sin flaquear
esa consigna y ni la pobreza ni la necesidad de reposo físico que experimentó en el desierto,
donde la salud empezó a abandonarlo, fueron parte para reducirlo a quebrantar esa resolu-
ción que hubiera arredrado a cualquier otro hombre de naturaleza más débil o de voluntad
menos aguerrida.
Agréguese aún, si se quiere completar la fisonomía de esta personalidad extraordinaria,
el don profético que acompañó desde la juventud al Padre de la Patria. Los hombres que
creen con exaltación en sus ideas, aquellos a quienes acompaña una fe ilimitada y profesan
sus ideales con una especie de idolatría supersticiosa, son precisamente los que suelen po-
seer un sentido de adivinación más certero. El misticismo de estos seres extraños, dotados
de una facultad de videncia de que carece el común de los mortales, se manifiesta muchas
veces por un don de segunda vista que les permite adelantarse a las realidades inmediatas,
llamados por la naturaleza a participar, gracias a su instinto adivinatorio o a su fe desorbitada,
de uno de los privilegios característicos de los dioses, tales hombres creen cuando en torno
suyo la esperanza ajena vacila o se desploma; afirman, cuando los demás se desconciertan
en un laberinto de dudas y de contradicciones; se anticipan, en fin, a los acontecimientos, y
presienten que la utopía de hoy será la realidad de mañana. Duarte poseyó en gran medida
esa facultad extraordinaria. Creyó en la Patria, y el día en que era mayor la incertidumbre
reinante sobre su porvenir, todavía incierto y obscuro, hizo alarde de su fe en una nacio-
nalidad imperecedera y mostró hecho carne a sus conciudadanos atónitos el sueño de la
independencia absoluta.
Pero Duarte fue un espíritu lleno de madurez y de equilibrio, no obstante haber poseído
una sensibilidad desmesurada. Los actos que realiza, en los momentos críticos de su exis-
tencia, no son en él indicios de excentricidad ni testimonios de locura. Los veinte años que

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pasó en la selva, perdido para su familia y para el mundo, hasta el extremo de que se le juzgó
muerto hasta el día de su reaparición en 1864, se explican por las cualidades excepcionales de
su carácter más bien que por un acceso de misantropía morbosa. Ese enterramiento en vida,
acto inconcebible por la cantidad de paciencia y de resignación que revela, es una evidencia
inequívoca de la intrepidez del ánimo de Duarte y del imperio abrumador que el hombre
ejerció sobre sí y sobre sus pasiones. Son pocas las figuras del santoral católico que pueden
exhibir una abnegación semejante. Entre los hombres comunes, entre aquellos que conservan
algo de la bestia primitiva y a propósito de los cuales se puede hablar del “animal humano”,
no hay uno solo que haya sido capaz de tanto sacrificio ni de tanta entereza. La persecución
implacable de que fue objeto se explica en gran parte por la diferencia que reinó entre su
nivel moral y el de sus contemporáneos. Santana, Bobadilla, Caminero, Ricardo Miura, Báez,
Santiago Díaz de Peña, hombres llenos de orgullo y de ambición, pobres pecadores que ho-
ciquean sin pudor en el cieno de la política, no podían tolerar la presencia entre ellos de un
ciudadano tan insultantemente probo; y de ahí que, sin razón alguna que lo explique, hayan
hecho desde el primer día a esa probidad insólita una guerra sin cuartel, como si todos, sin
poder evitarlo, se sintieran ofendidos por su pulcritud y escandalizados de su pureza.
¡Singular familia la del fundador de la República! Sus condiciones espirituales de excep-
ción pueden hacernos creer a veces que algunos de los hijos de Juan José Duarte y de Manuela
Diez, fueron seres enfermos en quienes el mismo amor a la patria cobra con frecuencia el
sesgo aterrador que suelen adquirir las reacciones del sentimiento en todas las personas de
sensibilidad extraviada. Pero lo que en los miembros de aquel hogar podría acaso atribuirse
a excentricismo o a posibles enfermedades de la razón o del espíritu, no es sino el fruto de
un exceso de vida y de salud moral que unas veces se manifiesta, como en el caso del Cristo
errante que deambula por espacio de veinte años al través de las selvas del Orinoco, por
medio de actos de abnegación casi aterradores, y que otras veces se desborda en llanto y en
melancolía, como en el de la virgen raptada que no quiso sobrevivir a su deshonra e inclinó
para siempre la cabeza como la flor doblegada por la lluvia.

Duarte y Santana
Pedro Santana es la antítesis de Duarte. Las respectivas fisonomías de estos dos hombres
se hallan formadas por rasgos contradictorios.
El desdén de los bienes de fortuna es el rasgo que más sobresale en la personalidad del
Padre de la Patria. Entregó a la República no sólo su propio porvenir, sino también el pan
de su madre y el techo de sus hermanas. En pago de ese sacrificio, realizado con heroica
sencillez, no obtuvo ni reclamó jamás galardones honoríficos ni compensaciones materiales.
Santana, en cambio, fue un hombre sórdido que amó el dinero y se hizo pagar con largueza
los servicios que prestó al país como guerrero y como estadista improvisado. Condueño no
por obra de su esfuerzo personal, sino por los azares de la herencia, de uno de los hatos más
pingües del país, impulsó a su hermano Ramón a contraer nupcias con la hija del propietario
de la mitad de “El Prado”, don Miguel Febles, y aguardó con fría indiferencia la desaparición
de ese terrateniente para desposar a su viuda doña Micaela Rivera. Hombre que madura
planes de esa especie y que convierte en un negocio una de los actos que aún los seres más
humildes sólo realizan por amor, tiene que llevar a la vida pública la mentalidad de un avaro,
incapaz de todo impulso altruista y de todo pensamiento generoso. Por eso se hizo pagar

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JOAQUÍN BALAGUER  |  EL CRISTO DE LA LIBERTAD

en 1853 por el Estado, con pretexto de haber sufrido daños en sus bienes personales, una
cuantiosa suma que engrosó su patrimonio y que representaba para la época una cantidad
considerable; y por eso, cuando estalla la guerra contra la anexión, establece su campamento
en Guanuma, en sitio inhospitalario, donde las tropas son implacablemente diezmadas por las
enfermedades, con el único propósito visible de impedir que los ejércitos de la Restauración
atraviesen la Cordillera Central y se apoderen del ganado que el sedicente Marqués de las
Carreras conserva en sus haciendas de “El Seybo”. La codicia pesa más sobre su conciencia
que todo otro sentimiento, y es el único déspota dominicano de la época que saca indemne
del caos político su fortuna privada. La patria llegó a reducirse en el corazón de Santana,
precisamente en el momento más dramático de su vida, hasta adquirir en él las dimensiones
de las sabanas de “El Prado”.
Otro de los rasgos capitales de la figura de Duarte es el don de segunda vista que le
permitió adivinar con asombrosa perspicacia el futuro. El prócer predicó la “pura y simple”
y fue el abanderado de la independencia absoluta. Sostuvo que el país disponía de recursos
suficientes para conquistar su libertad por sí solo y para sostenerla luego sin ayuda extranjera.
Santana por su parte, no creyó en la viabilidad de la República, y se hizo el portavoz de los
que aspiraban a mantener bajo la sombra de una bandera extraña la separación establecida
entre las dos partes de la isla por la ley de la raza y por el fuero de la lengua y de las tradi-
ciones. La realidad, una realidad que tiene actualmente una duración de más de un siglo, y
que se puede reputar ya como definitiva, le dio la razón a Duarte, el idealista, sobre Santana,
el hombre que todo lo confió al interés y que juzgó infalible los cálculos humanos.
Rasgo también sobresaliente de la personalidad de Duarte es su noción global y no fragmen-
taria del patriotismo. El Padre de la Patria aspiró a que sus conciudadanos vivieran libres en la
heredad natal, y para él era tan inicua la esclavitud bajo Haití como la esclavitud bajo España
o bajo cualquier otra soberanía extranjera. Santana, a su vez, no concibió la independencia
sino frente a Haití, y vivió de rodillas, como dominicano y como gobernante, ante el gobierno
de España y ante los cónsules de las naciones que a la sazón se consideraban ultrapoderosas.
Los agentes consulares de todos los países hicieron temblar siempre como a un niño al león de
las Carreras. El déspota que tiranizó a sus compatriotas y erigió el patíbulo en altar de Moloth
para alzarse con el señorío de los débiles, no fue capaz de un solo gesto de hombría ante José
María Segovia y ante los gobiernos extranjeros que impusieron al país, con la complicidad
muchas veces del elemento nativo, las más grandes humillaciones.
Pero Santana fue un guerrero al parecer invencible, y Duarte fue únicamente un apóstol
y un proveedor de ideales. Las campañas que realizó el soldado han servido a sus admira-
dores para insinuar que sin él no hubiera habido independencia. La tesis es a todas luces
aviesa, y no resiste el análisis de los hombres imparciales. Lo que la historia enseña a quien
no se deje sugestionar por los subterfugios de los historiadores, es que la separación de Haití
fue una idea que creó Duarte, que calentó Duarte con su sacrificio, y que después se abrió
paso casi por sí sola. Las batallas del período de la independencia se redujeron a una serie
de escaramuzas en que no hubo ni de la una ni de la otra parte ningún alarde de heroísmo
guerrero. ¿Qué clase de adversarios eran aquellos que entregaron la capital de la República
sin hacer un disparo? ¿Qué moral era la de esa tropa que capituló con Desgrotte ante un
grupo de jóvenes armados con trabucos y con unas cuantas lanzas del tiempo de la colonia?
¿Qué batalla fue esa del 19 de marzo donde un puñado de monteros provistos de armas
blancas pone en fuga a un ejército flamante que apenas ofrece resistencia y donde algunos

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nativos de Azua combaten blandiendo en campo raso tizones encendidos? ¿Qué hazaña fue
esa de “El Número”, donde los haitianos fueron arremetidos con piedras y desalojados de
sus posiciones con el humo del pajonal de la sabana? Y ¿qué batalla fue, por último, esa del
30 de marzo en que se dice que no hubo más que un contuso por parte de los defensores de
Santiago a pesar de haberse hecho uso en esa acción de las cargas al machete? Las famosas
batallas de la independencia fueron un juego de niños si se las compara con las acciones a
que dio lugar la Guerra de la Restauración. Compárese la Batalla del 19 de marzo con una
cualquiera de las hazañas de Luperón, y se tendrá la evidencia de haber pasado del escenario
de un cuento de hadas al de una lucha verdaderamente épica. Hágase el cotejo de la Batalla
del 30 de marzo con la que tuvo efecto en la misma ciudad de Santiago el día 6 de septiembre,
y se tendrá la sensación de que la primera fue un lance de teatro y la segunda un verdadero
encuentro de titanes. El ejército haitiano de los días en que se realizaron las jornadas de la
independencia, o fue un coloso de cartón que se deshizo tan pronto recibió la primera lluvia
de balas, o fue una jauría de bandoleros que se movió impulsada por el estímulo del botín
y que se aprovechó de la sorpresa para invadir la parte oriental de la isla en el momento
propicio. Haití, desgarrado unas veces por dentro, y herido de muerte en otras ocasiones por
el coraje moral que sobraba a su adversario, no logró ser nunca un verdadero peligro para la
libertad dominicana. Bastó que un visionario, un hombre dulce, pero interiormente dotado de
energías descomunales, diera calor con su sacrificio ejemplar a la idea de la independencia,
para que el ejército invasor desapareciera vencido por su propio espíritu de indisciplina o
por su propia cobardía. La prueba es que no existió por parte de los haitianos ningún rasgo
de heroísmo. El caso de Luis Michel, el oficial haitiano que luchó con un sable hasta morir
sobre la cureña de un cañón en las Carreras, es un ejemplo aislado que nada demuestra en
favor del heroísmo con que los invasores lucharon en tierra dominicana.
El hecho de haber salido triunfador frente a los haitianos, no constituye, pues, una
recomendación digna de confianza para erigir a nadie en soldado invencible ni en verda-
dero hombre de armas. Cuando Santana tuvo que medir sus fuerzas con las de los grandes
caudillos de la Restauración, la supuesta superioridad militar de que hizo gala, según se
afirma, en las Carreras y en los campos de Azua, se reduce a algo tan ínfimo que no alcanza a
hacerse visible. Cuando salió a campaña al frente de uno de los ejércitos más poderosos que
se movilizaron nunca en suelo dominicano, la avaricia o el terror lo paralizaron en Guanuma
y esquivó siempre el medir la fuerza de su brazo con la de los jefes restauradores, entre los
cuales había algunos que, como Luperón, eran tan jóvenes que habían crecido bajo los soles
de la independencia. Si Santana tuvo verdadera personalidad militar fue sin duda porque le
acompañaron algunas cualidades superiores como conductor de tropas y como organizador
de victorias: don de mando, sentido de oportunismo, puño capaz de imponer la disciplina
con providencias draconianas, y cierta sensibilidad patriótica que sólo se manifestó en la
lucha contra las invasiones haitianas. Fue innegablemente el hombre que organizó la victoria
y precipitó la huida de los invasores, y el único que supo capitalizar en su propio provecho
la gloria siempre discutible de haber vencido a un coloso de papel y haber garantizado a sus
compatriotas la tranquilidad que ansiaban para vivir sin la angustia constante de los saqueos
y de las incursiones a mano armada. Uno de los hombres que militaron bajo las órdenes de
Santana, don Domingo Mallol, nos ha dejado la siguiente radiografía del ejército haitiano
de los tiempos de la independencia: “Después de haber visto el triste talante de esta gente,
puedo decir a usted que no son hombres para batirse con nosotros”. Eso no se podía decir,

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JOAQUÍN BALAGUER  |  EL CRISTO DE LA LIBERTAD

en cambio, de los soldados peninsulares y de los soldados nativos que midieron sus armas
con los héroes de la Restauración. Lo demás lo hizo en favor del vencedor de tales tropas,
esa especie de sugestión colectiva que anula el instinto crítico de los pueblos y transforma
a veces a agentes enteramente mediocres en figuras sobrehumanas.
Hay todavía un hecho que prueba la superioridad del alma de Duarte sobre la de San-
tana. El Padre de la Patria permanece veinte años en un desierto, aislado entre las fieras y
sin más compañía que una docena de libros, y domina hasta tal punto sus pasiones que
ni una sola vez acierta a salir de sus labios una palabra ruin o una solicitud de clemencia.
Santana, en cambio, desterrado por el presidente Báez, es incapaz de afrontar las durezas
del exilio, y algunos meses después pasa por la humillación de prosternarse ante el Senado
para pedirle en tono humildísimo que le permita reintegrarse a la heredad nativa. El dato
basta por sí solo para demostrar la diferencia de las fibras con que estaban tejidas esas dos
naturalezas antagónicas: la una hecha para la abnegación y el sacrificio, y más grande en el
infortunio que en los días del triunfo fácil y de la adulación interesada; y la otra, seca como
un erial y más dura que una piedra cuando se halla de pie sobre el trono del despotismo,
pero floja y débil cuando el dolor la hiere o cuando la adversidad la combate. Nada hay
más triste ni más deplorable que la conducta de Santana cuando se ve frente al fracaso de la
anexión, repudiado por los suyos y escarnecido por los mismos españoles. Su actitud es la
de un vencido que desahoga su rabia en gritos de impotencia, y que, incapaz de reconocer
su error, se resigna a morir doblando la frente sobre las cadenas por él mismo forjadas con
cierta soberbia desdeñosa. Nunca un gran dolor halló naturaleza más flaca donde hincar
sus tentáculos, ni voluntad más miserable para sostenerse en la desgracia. ¡Qué grande, en
cambio, el Padre de la Patria olvidado allá en Río Negro, pero tranquilo en su patriotismo
bravío y acusador en medio de su limpia inocencia y de su grandeza resignada!
Duarte se lleva al destierro el consuelo de su inocencia y el convencimiento de su
grandeza; Santana, por el contrario, cuando se refugia, en plena guerra de la Restauración,
en las soledades de “El Prado”, lleva a ese asilo de ignominia la amargura del fracaso y el
sentimiento de su gloria afrentada.
En la obra de Duarte no asoma ningún interés personal que la rebaje o la mancille. En
la de Santana, en cambio, existe siempre algo ruin, propio de un mercenario o propio de un
ambicioso. Aún si se admitiera que negoció la anexión para salvar al país de las invasiones
haitianas, queda siempre al descubierto en su conducta el pago que exige el mercader o el
que recibe quien realiza una operación onerosa: un hombre de más altura hubiera desechado
el título de Marqués que se le ofreció por la venta y la investidura de Capitán General con
que se premió su servilismo. Siempre existirá la duda de si Santana obedeció a un móvil
patriótico o si lo que quiso fue permanecer, hasta el fin de sus días, gobernando el país con
el apoyo de España. El autor de la anexión tenía, en efecto, cuando se consumó esa perfidia,
más de sesenta años, y frente a su poderío declinante se alzaba el de otro político de garra
más segura y de inteligencia más fina: Buenaventura Báez. No es cierto, por otra parte, que
el país deseaba la anexión, puesto que desde 1843 lo que los dominicanos persiguieron fue
un protectorado y no una reincorporación pura y simple a otra potencia extranjera. La ex-
periencia de la Reconquista, con la cual quedaron escarmentados hasta los más acérrimos
partidarios de la metrópoli, desde el propio Juan Sánchez Ramírez hasta el último de los
lanceros que se batieron en Sabanamula y en Palo Hincado, determinó un cambio radical
en la opinión del elemento nativo. La reincorporación de 1809, realizada voluntariamente

895
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por los mismos dominicanos, demostró que bajo la tutela de la Madre Patria no podía salir
el país de su abatimiento ni sobrellevar siquiera con relativa seguridad las vicisitudes de
su existencia azarosa. De ahí en adelante, no se pensó en otra solución que la de la inde-
pendencia bajo la protección de una comunidad extranjera. La obra de Núñez de Cáceres
en 1821 fue una simple reacción contra el abandono en que España mantenía la colonia, y
el Plan Levasseur fue, veintidós años más tarde, un resurgimiento del propósito del anti-
guo rector de la Universidad de Santo Domingo bajo la única forma entonces compatible
con las circunstancias reinantes. Santana incurre en el error de apartarse de esa vía y de
imponer a sus compatriotas, contra las lecciones de la historia, la misma solución de 1809:
tremenda falta de sentido político al mismo tiempo que testimonio irrecusable de insensi-
bilidad patriótica.

896
No. 47

joaquín balaguer
el centinela de la frontera
Vida y hazañas de Antonio Duvergé
El Hombre
La rebelión de los esclavos
Discurría el año de 1806. El eco tardío de la Revolución Francesa, henchido de reivindica-
ciones humanas, repercutía aún en la parte occidental de la isla de Saint Domingue que servía
entonces de asiento a una de las organizaciones coloniales más prósperas del mundo.
Un león oriundo de Africa, Toussaint Louverture, había lanzado el grito de guerra que
penetró en el alma de más de seiscientos mil esclavos de raza africana. La sublevación tomó
desde el principio el carácter de una lucha a muerte inspirada por el ansia de la libertad,
pero nutrida sobre todo por profundos antagonismos raciales. Jean Jacob Dessalines, su-
cesor de Toussaint en aquella lucha épica, lanzó su famoso “Decreto de Muerte Contra los
Blancos”, y una legión de jefes de tribus, convocados al ruido del tambor en impresionantes
ceremonias improvisadas en medio de los bosques, respondió siniestramente a aquella orden
macabra. Los colonos de ascendencia europea fueron pasados a cuchillo o quemados vivos
en sus propias habitaciones. Durante meses enteros una ola de barbarie inunda los valles y
las montañas y amenaza con sumergirlo todo bajo un baño de sangre. El pánico cunde por
todas partes y hordas salvajes se pasean con sus teas incendiarias sobre los campos cubiertos
de escombros.
La crueldad desplegada por los insurrectos traspasa todos los límites y adquiere a veces
tintes verdaderamente trágicos. Las mujeres de los colonos, después de violadas, son terri-
blemente descuartizadas. Para dar idea de los instintos de aquellas hordas lúbricas, basta
recordar que “el primero de los negros”, Toussaint Louverture, tenía por costumbre colocar
sus manos sobre los encantos íntimos de toda mujer, por respetable que fuese, que entrase a
su despacho, y acompañaba ese gesto procaz con una pregunta cínica: “¿Ha comulgado usted
hoy en la mañana?”. El otro jefe en quien se encuentra personificada la rebelión, Dessalines,
ordena pasar por las armas a una mujer que se querella contra uno de sus oficiales, y lleva
su crueldad diabólica hasta el extremo de disponer que el pelotón encargado de cumplir la
orden sea dirigido por el propio hijo de la víctima1.
El Coronel del Regimiento de Artibonite Blanc Cassenave, quien tenía el hábito de beber
en un cráneo humano, se apodera con sus “congoleños desnudos” del destacamento de
la Coupe Haleine, y personalmente decapita con salvaje frialdad a todos los soldados. La
guillotina, como en la Francia de la época del terror, es levantada en medio de la Plaza de
Port Republicaine, y la multitud, después de haber visto caer en un cesto la cabeza de Pelau,
se lanza contra la máquina infernal para destruirla y pasear después en triunfo por las ca-
lles de Puerto Príncipe sus fauces ensangrentadas. Halou, un Hércules de ébano cuya talla
gigantesca sobresale como la de un animal prehistórico sobre los demás hombres, recorre
los campos a la cabeza de doce mil jóvenes negros entre los cuales circulaba con un gallo
blanco en el brazo.
La carnicería se ennoblece a veces, en cambio, con notas de profunda humanidad. Claire
Hereusse, esposa de Dessalines, recibe un día en su casa la visita de dos jóvenes blancos que
huyen despavoridos para escapar a una muerte inminente. La noble mujer, compadecida por
la juventud y la inocencia de los que le piden amparo, oculta a los fugitivos bajo su propio
lecho. Los perseguidores llegan poco después e irrumpen en la habitación con las espadas

1
Véase Thomás Madiou (Histoire d’Haití, tomo II, págs. 258-60).

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desenvainadas. Claire Hereusse trata de despistarlos con firme entereza de ánimo. Pero un
estornudo, escapado a uno de los fugitivos, delata su presencia, y el más joven de ellos es
sacado violentamente de su escondite para recibir allí mismo la muerte. Antes de que el
sable de Dessalines siegue la cabeza del otro, Claire Hereusse cae desmayada a los pies del
verdugo. Su actitud desconcierta y enternece súbitamente el alma de aquellos bárbaros, y
así logra salvar la vida el joven naturalista francés Descourrilz2.
La barbarie se aproxima a la Croix des Bouquets que había sido hasta ese momento uno
de los centros principales de la prosperidad de la colonia. Su vecindad a Port Republicaine,
lugar de intenso tráfico con el exterior, había hecho de esa zona un vasto mercado donde
semanalmente se reunían millares de cultivadores del valle de Cul-du-Sac para vender sus
víveres a los colonos franceses. Los esfuerzos del célebre Coronel Lux, quien barrió varias
veces con su 5ta. Brigada Ligera las hordas de Dessalines y de sus lugartenientes Congé y
Gabart, resultaron al fin inútiles ante el creciente empuje de los sublevados.
Entre los que huyen con las tropas francesas en retirada figuran José Duvergé y María
Juana Duval, ambos nativos de aquellas regiones, pero formados, desde la niñez, entre las
mejores familias de ascendencia francesa. Se trata de dos pacíficas víctimas de la rebelión
que son arrastradas contra su voluntad por los acontecimientos. El apellido del jefe de la
pareja, Duvergé o Duverger, no es desconocido y figura en hechos capitales de la historia de
Haití. Fue un suboficial de ese nombre quien ordenó a un joven soldado del l5to. Regimiento
disparar contra Dessalines cuando el Emperador, el 17 de octubre de 1806, rodó de su caballo
víctima de la emboscada que puso fin al terrible reinado del heroico monstruo que sobrepasó
con su intrepidez y con su crueldad los límites que separan al hombre de la fiera.

La huida
José Duvergé y María Juana Duval, dejan tras de sí sus pertenencias, como los demás
fugitivos, y se contentan con salvar la vida uniéndose a la caravana de las numerosas familias
que huyen de las persecuciones.
La pareja había vivido hasta entonces en Mirabalais, lugar de donde era nativo José
Duvergé, hombre de trabajo que se había beneficiado honestamente, como otros colonos de
su misma raza, de la prosperidad de que gozó la vieja colonia bajo la dominación de Francia.
El primer pensamiento de los fugitivos al ver acercarse a su hogar la ola exterminadora de
la revolución, fue refugiarse en la parte española de la isla. Influyó en ese primer proyecto
la circunstancia de que María Juana Duval, aunque nacida en la Croix des Bouquets, tenía
vínculos familiares en tierra dominicana y se hallaba además encinta desde hacía varios
meses. El hecho de que la guerra se desplazaba hacia el Sur, región en la que adquiría, bajo
la siniestra dirección de Dessalines, una fuerza de exterminio que se había considerable-
mente atenuado en el Oeste bajo la influencia de hombres de la altura moral de Petión, los
determinó a seguir las huellas de las familias que trataban de salvarse huyendo hacia las
zonas en que las violencias contra los antiguos colonos se hallaban más aplacadas. Su éxodo
al través de los bosques duró semanas enteras. El estado de gestación de María Juana Duval
hacía la marcha singularmente penosa, pero el instinto de conservación se sobrepuso a todos
los obstáculos y los fugitivos lograron al fin ponerse a salvo en la antigua parte española

2
M. E. Descourrilz es autor de Voyage d’un naturalista en Haití.

900
JOAQUÍN BALAGUER  |  EL CENTINELA DE LA FRONTERA

de la isla, colocada a la sazón bajo la autoridad de Ferrand. Su llegada resultó providencial


porque ya la proclama lanzada por el gobernador francés, el 6 de enero de 1805, y en la cual
se anunciaban castigos severos contra los negros, había enardecido los ánimos en Haití y
excitado hasta la ferocidad los antagonismos raciales.
La situación de la parte oriental de la isla, a la llegada de los viajeros, es poco satisfacto-
ria. La cesión a Francia, cumplida en virtud del Tratado de Basilea, del 22 de julio de 1795,
ha sido recibida con unánime disgusto por la población nativa. Las grandes familias de
origen español se trasladan a las antillas vecinas, especialmente a Cuba y Puerto Rico, y un
vacío glacial empieza a formarse en torno a las autoridades francesas. Esa actitud del núcleo
dominicano de mayor arraigo, el único que representa en la vieja colonia una garantía de
equilibrio social y de prosperidad económica, causa un malestar profundo, signo de futuros
desasosiegos y de nuevas conmociones políticas.
José Duvergé y María Juana Duval, todavía conmovidos y aterrados por las escenas
horripilantes que han presenciado en Haití, temen que aquella trágica experiencia se repita
en la antigua parte española. En busca, pues, de un refugio más seguro, deciden unirse a las
numerosas familias que, movidas por idénticos sentimientos, emigran sin cesar hacia otras
tierras donde la civilización europea parece asentarse con mayor firmeza y donde la semilla de
la libertad, esparcida desde Francia sobre el mundo, iba a tener una germinación más tardía.

Nacimiento del prócer


Puerto Rico fue el país escogido por José Duvergé y María Juana Duval para reconstruir
el hogar que habían dejado en sus tierras devastadas.
Allí conocieron las duras pruebas y las naturales incertidumbres de la emigración. La
penuria de sus recursos contrasta con la semiopulencia de otras familias de origen español
que habían llegado a la isla impelidas por las mismas vicisitudes.
Con el fin de ganarse el sustento en el mismo género de actividades a que se habían
dedicado en su comarca natal, los emigrados se dirigen a Hormiguero, en el Partido Judicial
de Mayagüez, centro a la sazón de florecientes plantaciones azucareras.
En uno de los ingenios de Hormiguero, casi en pleno bosque, nace en 1807 Antonio
Duvergé. El parto tuvo lugar en circunstancias tan críticas que la madre sobrevivió por obra
de un milagro al nacimiento de su único vástago.
El nacimiento de su primogénito obliga a José Duvergé y a María Juana Duval a cambiar
sus planes y a poner de nuevo su pensamiento en tierra dominicana. Forzados a descuidar
la atención del recién nacido, a causa de sus trabajos en las plantaciones de azúcar, la idea
del retorno se convierte para ellos en una obsesión en que se mezclan profundas nostalgias
de los aires nativos. La aparente consolidación del dominio de Francia sobre la antigua
parte española de la isla, les facilita el regreso como a otras familias de escasos recursos que
habían corrido igual suerte que la suya desde que la rebelión amenazó con extenderse al
territorio cedido por España.
Acompañados de su tierno hijo, del “huérfano de los bosques”3, regresaron José Duvergé y
María Juana Duval a Santo Domingo en los albores del año 1808. Establecieron su hogar en el

3
Así lo llamó Félix María del Monte en la defensa que hizo del prócer ante la Comisión Militar presidida por el
General de Brigada M. Mendoza, en diciembre de 1849.

901
COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

Este, en el lugar más distante de Haití y menos expuesto a las incursiones a mano armada que
todavía hacia esa época solían hacer las hordas de Cristóbal sobre la antigua parte española.
En la ciudad de El Seibo residieron varios años dedicados a labores agrícolas y a pequeñas
industrias caseras. El 21 de octubre de 1818 la pareja, que no había legalizado su unión a cau-
sa de los peligros y azares en que se desenvolvió su vida desde que salieron de la Croix des
Bouquets, contrajo matrimonio en la Parroquia de Santa Cruz de El Seibo, legitimando al que
al discurrir los años había de ser el más aguerrido de los caudillos militares de la República.
El matrimonio fue celebrado in artículo morti por el presbítero Josef Antonio Lemos y León4.
Poco después, José Duvergé y su vástago dirigen sus pasos hacia San Cristóbal, región
celebrada desde los primeros días de la colonia por sus minas y por la fertilidad de sus bos-
ques que se extendían al través de suaves colinas y abrigados regazos entre los ríos Nigua
y Nizao. Razones de orden moral lo inducen a escoger este sitio para la fundación de un
hogar más estable que el que ha dejado en El Seibo. En San Cristóbal vivían, en efecto, otros
miembros de la familia Duvergé, traídos allí por los azares de la vida y por cierta misteriosa
predestinación que tenía ya señalado este escenario como cuna espiritual del soldado sin
tacha y sin miedo que durante los años críticos del nacimiento de la nacionalidad debía
mantener la estrella de la República suspensa de la empuñadura de su espada.

La infancia
La infancia de Duvergé se desarrolla en medio de la libertad de los campos, en contacto
con la naturaleza y con animales semisalvajes.
El aire libre, la cercanía del mar y la limpieza y sencillez que predominan en los seres y en
las cosas que le rodean, depositan las primeras semillas de rectitud en su carácter. Los mismos
acontecimientos políticos de que es testigo contribuyen a fortalecer su temple espartano y a
despertar las fibras del patriotismo en su corazón de acero. Cuando abandona la cuna, el pri-
mer aire que respira es el de la tradición guerrera que se alza sobre las lanzas victoriosas de la
Reconquista, sellada por Juan Sánchez Ramírez en las llanuras de Palo Hincado.
Aún no ha salido de la adolescencia cuando José Núñez de Cáceres, en un gesto audaz
que sacude el letargo de la vieja colonia, proclama la República efímera de 1821. Poco tiempo
después, el 9 de febrero de 1822, se consuma el hecho horrendo, esperado con angustia por
los dominicanos de espíritu despierto que intuían el peligro y lo veían acercarse al través
de las fronteras: la ocupación del territorio nacional por el Presidente de Haití, Jean Pierre
Boyer, quien abate con aquel golpe brutal las esperanzas dominicanas.
El sometimiento a la opresión de Haití tiene para Duvergé el significado de una catás-
trofe moral. Desde su más temprana niñez había alimentado en su corazón, sin duda por
influencia paterna, una sorda aversión a Haití, nombre que se asocia en su memoria con
macabras imágenes de exterminio y con terríficas escenas de matanza. Cuando recuerda a
la madre, cuyo nombre suele aparecer con frecuencia en las conversaciones de sus familiares
más cercanos, la evoca como a una víctima de las sangrientas persecuciones de Dessalines
y de sus hordas desenfrenadas. Cuando ya su carácter se ha formado, fortalecido desde la
infancia por el dolor y por el infortunio, su antipatía por todo lo haitiano se recrudece ante

4
En el acta de matrimonio, localizada por el historiador Luis Padilla de Onis, figura el nombre de José Duvergé
como Duversel, pero el de María Juana Duval se consignó correctamente.

902
JOAQUÍN BALAGUER  |  EL CENTINELA DE LA FRONTERA

el espectáculo de su patria sometida a una esclavitud que se traduce no sólo en vejámenes


y opresiones materiales sino también en ruina moral y en degradación progresiva. Los
crímenes de la soldadesca haitiana, entre los cuales se registran algunos tan repugnantes
como el asesinato de Andrés Andújar y sus hijas, las llamadas “vírgenes de Galindo”, se-
pultadas en un pozo después de violadas y descuartizadas por los oficiales haitianos Condé
y Lenoir, sirven de pretexto a José Duvergé para narrar a su hijo escenas semejantes ocurri-
das en Haití desde que la sublevación de 1789 desató en la sangre africana de los antiguos
esclavos el instinto de la barbarie.
Bajo el techo del propio Palacio Imperial de Puerto Príncipe se habían cometido, du-
rante la época en que José Duvergé vivía en la Croix des Bouquets, crímenes abominables
inspirados por un sentimiento de crueldad satánica en el cual participan, como nervio
motor, los más bajos apetitos sexuales. Como ejemplo de la corrupción a que el contacto
con el ejército de ocupación exponía a la sociedad dominicana, José Duvergé recordaba
a su hijo el crimen cometido por el Emperador Dessalines contra el capitán Chancy por
supuestas razones de Estado. Deseando asegurarse la colaboración y la fidelidad de Pe-
tión, la figura política y militar más prestigiosa del Oeste de Haití, Dessalines, quien ya se
había proclamado Emperador con el nombre de Jacobo Primero, ofrece al ilustre hombre
público la mano de su hija, la princesa Celiméne, graciosa virgen que unía a su belleza
de ébano el atractivo, singular entre las mujeres de su clase, de sus finas maneras y de
una educación esmerada. El proyecto, apoyado por la Emperatriz, es expuesto a Petión
como una necesidad ineludible para la salud del Imperio. El ofrecimiento es cortésmente
rechazado. Petión alega que no le es grato el matrimonio y que se debe por entero a la
causa del pueblo haitiano. Pero en realidad desecha aquella oferta tentadora porque sabe
por la confesión de uno de los miembros de su Estado Mayor, que la princesa Celiméne ha
sido ya seducida por el capitán Chancy, oficial instruido, apuesto y de alta talla, quien era
admirado a los 23 años por su valor personal y por el ascendiente de que disfrutaba entre
las clases populares como sobrino del libertador de los esclavos, Toussaint Louverture.
Antes de que Dessalines subiera al trono, Celiméne había sido galanteada por Chancy en
la corte de su tío, y el futuro Emperador, quien entonces figuraba entre los lugartenientes
de Toussaint, se mostraba halagado con esos proyectos matrimoniales. Pero desde que se
hizo dueño de Haití, se opuso a la alianza entre su hija y el sobrino de Toussaint Louver-
ture. Los novios, sin embargo, continuaron sus relaciones clandestinamente, y Celiméne
acabó por entregarse a su seductor en el propio Palacio Imperial. Poco después se entera
Dessalines, casi por el rumor público, de que la princesa se halla encinta. La cólera impe-
rial estalla entonces con una violencia superior a todo sentimiento humano. Los esfuerzos
desplegados por Sagest, conocido por su excelente reputación moral y por haber salvado
la vida a Dessalines y a otros hombres de su raza bajo la dominación francesa, no fue-
ron escuchados, porque el Emperador se negó a autorizar el matrimonio de los jóvenes
prefiriendo la muerte del culpable a la deshonra de su familia. Chancy, víctima de una
emboscada, fue aprehendido por el Coronel Darán al frente de una compañía de dragones.
Petión, conocedor de la suerte que esperaba a su lugarteniente, le envió secretamente sus
propias pistolas para que se quitara la vida. El cuerpo exánime de Chancy fue recogido
a la mañana siguiente y trasladado del calabozo, por orden de Petión, a una casa de las
afueras de la ciudad para que recibiera en preces y en canciones el homenaje de la juventud
femenina de Puerto Príncipe.

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

Esa es la imagen de Haití que Antonio Duvergé recoge en el hogar paterno. Así se ex-
plica no sólo la instintiva aversión que le produce la soldadesca de Borgella, sino también
el asco con que miraba a los dominicanos que colaboraban con el usurpador y se inclinaban
con vergonzoso espíritu de sumisión ante la superioridad numérica y el poderío militar de
los que mantenían a su patria en cautiverio. La conducta observada por Tomás Bobadilla,
comisario del usurpador en el Tribunal Civil; por Antonio Martínez Valdez, administrador
principal de Hacienda; por José Joaquín del Monte, Vicente Mancebo y Leonardo Pichardo,
servidores de Boyer en altas magistraturas judiciales; por Manuel Carvajal, ayudante general
del Estado Mayor haitiano, por Pablo Alí, coronel de uno de los regimientos organizados
por Borgella en la capital de la antigua parte española, por José María Caminero y por otros
ciudadanos que justificaban su actitud colaboracionista invocando la ley de la necesidad
y el reconocimiento ineludible del hecho consumado, hería en lo más vivo su sensibilidad
patriótica que no admitía avenencias ni transacciones con el intruso y que confiaba, con
toda la fe propia de la juventud, en que el eclipse de la independencia efímera abatida en
1822 por Boyer no era definitivo. De ahí nació, sin duda, su repugnancia por la política, y
la resolución que tomó desde entonces de no intervenir en ella; resolución que mantuvo
sin vacilación hasta la hora de la muerte, cuando se enfrentó heroicamente al cadalso para
ceñirse la corona del martirio.
Duvergé era, pues, en 1844, en el momento en que el ideal de Duarte se materializa en
la Puerta del Conde, uno de los dominicanos espiritual y materialmente más distanciados
de Haití, y uno de los más decididos no sólo a combatir al usurpador con las armas sino
también a poner toda la honradez y toda la indomable energía de su carácter en aquella
empresa reivindicadora.

La familia
El 28 de julio de 1830 salió para el destierro, en compañía de un grupo de religiosos y de
algunos laicos, el Arzobispo de Santo Domingo y Primado de las Indias, doctor Pedro Valera
y Jiménez, venerable figura que encabezaba desde la silla episcopal la resistencia contra la
opresión haitiana. Un asesino, pagado probablemente por el usurpador, había atentado po-
cos meses antes contra su vida. La punta del puñal del asesino se partió providencialmente
sobre la cruz que el prelado llevaba pendiente del cuello.
La partida del Arzobispo Valera, en quien el pueblo se había acostumbrado a ver simbo-
lizada la patria en esperanza, y el fracaso de la misión confiada a Felipe Dávila Fernández
de Castro, quien había gestionado inútilmente en Puerto Príncipe la devolución a España
de la parte oriental de la isla, crearon en el pueblo dominicano una atmósfera de angustia
y pesimismo. Pocos son los que conservan en lo sucesivo la fe en la causa separatista. Con
la Universidad y las escuelas suprimidas, con el clero reducido a varios canónigos para la
Catedral y a unas cuantas monjas ancianas de los conventos de Santa Clara y de Regina, con
la mayoría de las familias de abolengo español expatriadas, con los periódicos abolidos y
las comunicaciones con el exterior interrumpidas, todo indicaba en el usurpador el inicuo
designio de subyugar definitivamente el país y de sustraerlo para siempre de todo contacto
con la civilización humana.
Duvergé sigue, durante este período ominoso, el ejemplo de otros patriotas enérgicos,
vecinos como él de San Cristóbal, que huyen de los núcleos urbanos para evitar que se les

904
JOAQUÍN BALAGUER  |  EL CENTINELA DE LA FRONTERA

incorpore por la fuerza al ejército de ocupación: durante largos años se retira al Alto de los
Ingenios para dedicarse a faenas agrícolas, como lo hace también Juan Suero, el Cid Negro,
quien se refugia por idénticos motivos en un campo de Puerto Plata.
San Cristóbal, fundada por el presbítero Fabián Ayala y García, poseía ya en esta época
una iglesia de paredes y un cementerio cercado con verjas de hierro5. En torno al caserío,
constituido por más de trescientas casas de pobre aspecto diseminadas en el valle, se agru-
paban numerosas haciendas con ricos cultivos de tabaco, cacao, víveres y caña de azúcar.
Boyer, seducido por la riqueza y fertilidad del valle de Nigua, se empeñó en haitianizar
toda la región e hizo traer en 1824 un gran número de negros de los Estados Unidos para
establecerlos en las zonas mejor cultivadas.
El auge de San Cristóbal, convertido no sólo en el primer establecimiento agrícola del
país sino también en un activo centro en que se trafica con frutos y mercaderías, permite a
Duvergé ampliar sus medios de subsistencia. Con ese objeto instala un negocio de corte y
venta de maderas. Gracias a los recursos que esta nueva actividad pone a su alcance decide
contraer matrimonio. El 27 de agosto de 1831 celebra sus bodas en la Iglesia Parroquial de
la Villa de San Cristóbal con María Rosa Montás6, hermosa criolla con quien funda un hogar
honorable, tronco de una larga familia en cuyos miembros perduran todavía los rasgos fí-
sicos y la noble fibra moral de sus progenitores. Los vástagos de sexo masculino heredaron
del padre, como podía advertirse en los que alcanzaron a vivir hasta mediados del presente
siglo, la apostura varonil y el color indio atezado. Las mujeres fueron notables por el color
verde de sus ojos que hacía un hermoso y singular contraste con la cabellera de lacias trenzas
y con el rostro trigueño. La mayor de las hijas, Isabel, falleció en la flor de la vida en San
Cristóbal, el 6 de noviembre de 1843; la segunda, María Loreto, nació el 10 de diciembre de
1834, y fue bautizada en la Iglesia de San Cristóbal.
El primogénito de los varones, Policarpio, nació el 26 de enero de 1832. Fue lle-
vado a la pila bautismal por su abuelo materno Juan Claudio Montás y por Eugenia
Martínez. El segundo, Alcides, murió a los veintidós años en el patíbulo, junto a su
padre y al Teniente Coronel Juan María Albert; el tercero, José Daniel, obligado a
comparecer a los 15 años de edad ante el tribunal militar de El Seibo que juzgó a las
víctimas del 9 de abril de 1855, fue sentenciado a la pena de muerte, bajo la reserva de que
se le mantuviera recluido en la cárcel de la ciudad de Santo Domingo hasta que alcanzara
la edad legal indispensable para que la monstruosa sentencia pudiera ser ejecutada; y el
cuarto y el quinto, Nicanor y Tomás, fueron confinados en plena niñez en la península de
Samaná, por disposición de la misma Comisión Militar que conoció del proceso contra el
héroe de “El Número”.

5
Véase Fernando A. de Meriño, Geografía de la República Dominicana: Hostos, que visitó San Cristóbal en 1882,
recuerda que todavía en esa época la villa ofrecía un ambiente ideal para un hombre que, como él, “amaba la inde-
pendencia más que la existencia”. “Vista desde la plaza –escribía Hostos–, la población es tanto más agradable cuanto
que, además de insinuarse en el espíritu la idea de la independencia de que goza en su casa el morador, se presenta
cada bohío en medio de un arbolado, o limitado, detrás y delante, de cerca y de lejos, por árboles que resistieron el
desmonte primitivo”. (Del Ozama al Jura).
6
El acta matrimonial, cuyo original figura en el archivo de la Parroquia de San Cristóbal. Libro II de Mat. fol.
173, tiene el tenor siguiente: “En la Igla. parroql. de San Cristóbal a los 27 de Agosto de 1831 as. yo el Cura rectr.
de ella, habiendo proclamado según dro. los proclamas de Antonio Duverié hijo legº del ciudno. José Duverié de
mira valé difunto, y de Ma. Juana Duval natl. de la Croi de Bouguet, con la ciudna. Ma. Rosa Montás, hija natl. del
ciudno. Juan Claudio Montás, Juez de paz y Euga. Martin mis feligs., y no encontrándoles algn. impdto. ts. casé
y velé in facie Eclesie mostrando sus libres concento. legs. el ciudno. la Sil y la dame Duvergé. Ut supra Juan de
Jesús Fabián Ayala”.

905
COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

El soldado
El héroe a caballo
El 16 de julio de 1838 se enciende una luz en las tinieblas que envuelven al pueblo do-
minicano. Juan Pablo Duarte, asociado a un grupo de jóvenes idealistas, funda ese día la
sociedad patriótica “La Trinitaria”, ara patricia desde la cual la idea de la independencia
debía ser intransigentemente sostenida como una enseña inmaculada.
El viejo ideal de la independencia nacional había sido hasta entonces concebido de una
manera incompleta. Los predecesores de Duarte, o bien abogaban, como el Arzobispo Valera
y Juan Vicente Moscoso, por el simple retorno al coloniaje español, o bien se transaban, como
Núñez de Cáceres, por un pacto de alianza o de confederación con los países que en el Sur
del continente representaban la máxima expresión de la libertad americana. Pero ahora la
misma aspiración retoña con mayor energía y con mayor pureza: con Duarte nace, pues, el
sentimiento nacional concretado en el principio de la soberanía absoluta.
Duvergé, retraído en los campos del Sur, no participa de los conciliábulos revolucionarios
de Duarte y sus discípulos. Pero era de los que veían estallar en el ambiente las primeras
chispas del incendio y de los que se preparaban clandestinamente para la guerra. Su activi-
dad patriótica se desarrolla calladamente, pero sin tregua. Sus contactos frecuentes con los
hombres más influyentes de las zonas que visita le permiten palpar el estado de los ánimos.
Cuando no pasa cortas temporadas en Azua, viaja casi continuamente entre San Cristóbal
y las más remotas poblaciones de la banda fronteriza. Esta vida nómada, a la que parece
arrastrado por las azarosas circunstancias en que vino al mundo, es la que más se aviene
entonces a su estado espiritual y a su zozobra nacionalista alimentada no sólo por su odio
creciente a los usurpadores sino también por la conciencia que tiene de su propia fuerza y
de su propia aptitud para desarrollar en el campo de la acción energías insospechadas.
A lomo de mula recorre año tras año las vastas soledades del Sur, y su figura, destinada
a ser pronto legendaria, se hace popular entre los pobladores de aquellas zonas áridas en
que escasean las viviendas, pero donde cuenta con amigos y confidentes de sus sueños de
patriota que espera con ansiedad el día en que el pueblo se levante para sacudir el vasalla-
je. Duvergé vive entonces a caballo. Durante años enteros transita entre Baní y San José de
Ocoa, y entre Las Matas de Farfán y las orillas del Vía. Para sus largas travesías por el Sur,
usa preferentemente una mula, el animal más apropiado por su resistencia y su frugalidad
para tales marchas al través de predios inhóspitos castigados por el sol y desprovistos casi
totalmente de agua.
Cuando suena el trabucazo de Mella en la Puerta de la Misericordia, en la noche del 27
de febrero de 1844, Duvergé recibe los ecos de ese estampido heroico en el centro del alma.
Probablemente ningún otro dominicano sintió más hondamente sacudidas sus fibras de
patriota que este viajero incansable a quien el Sur, con sus secos páramos y sus soledades
hurañas, había enseñado a ser libre antes de que la nacionalidad naciera acuñada por el
idealismo de unas cuantas conciencias exaltadas.

Señor del sur


La asombrosa carrera militar de Duvergé se inicia tras el golpe del 27 de febrero. Tan
pronto se enteró del estallido de la revolución separatista, se trasladó a Santo Domingo desde

906
JOAQUÍN BALAGUER  |  EL CENTINELA DE LA FRONTERA

Azua, al trote de su mula, familiarizada desde hacía largos años con los soleados caminos
del Sur, con el fin de palpar la situación en el propio escenario de los sucesos.
Llegó a tiempo para asistir a la capitulación de Desgrotte que se aprestaba a huir con sus
tropas en varias embarcaciones. En Santo Domingo, presa todavía del entusiasmo revolucio-
nario que enardecía a la población desde la noche del 27 de febrero, se puso en contacto con
los dirigentes de la revuelta, bajo cuyas órdenes se dispuso a actuar inmediatamente, con el
fin de extender el movimiento separatista a las zonas del Sur que eran las más expuestas al
peligro de una reacción haitiana.
Al acercarse a las viejas murallas que circuían la ciudad, se detuvo a contemplar, con indes-
criptible emoción, la nueva bandera nacional que flotaba desde el día anterior sobre el Baluarte del
Conde. Al ver hecho realidad el sueño que tanto había acariciado, su corazón latió con violencia
y le pareció que el lienzo tricolor, al desplegarse airoso en el aire de la mañana, se adelantaba
hacia él para recibirlo y estrecharlo entre los brazos de su cruz de armiño.
El centinela de turno, cuando se presentó Duvergé en el rastrillo de la Puerta del Conde,
era el joven trinitario José Llavería. La traza del viajero, quien aún tenía puestos los acicates
con que había castigado su cabalgadura durante la larga travesía, llamó la atención del
vigilante que lo invitó a permanecer en el Fuerte bajo custodia. Gabino Puello, a quien hizo
llamar el recién llegado, exclamó al verlo:
—Pongan a este hombre en libertad que es de los nuestros7.
Poco después entró Duvergé, en compañía de Puello, a la ciudad intramuros. Su alegría
no tuvo límites cuando tropezó, al franquear las murallas, con los primeros grupos de revolu-
cionarios que circulaban de un lado a otro con el orgullo y la emoción todavía de la proeza en
que acababan de figurar como actores. Pocos momentos después se puso en comunicación con
Sánchez y con José Joaquín Puello. Una vez hechos los contactos necesarios, salió apresurada-
mente hacia el Sur para dirigir en esa región el movimiento y movilizar las primeras tropas para
la defensa del territorio. Fue Duvergé quien llevó a Baní la noticia de la capitulación del ejército
haitiano y quien sublevó, en unión de otro patriota, el señor Joaquín Objío, la pequeña guarnición
estacionada en esa plaza. Cumplida su misión en Baní, sale sin demora hacia Azua. Durante
el trayecto va soliviantando los ánimos y poniendo en trance de batalla a cuantos hombres de
importancia pueden ofrecer su apoyo, con las armas o con su influencia moral, a la causa de
la patria. En la ciudad del Vía, visita en su mula todos los hogares y en cada uno de ellos deja
sembrada la semilla de la revolución que gracias a él germinó con más fuerza que en ninguna
otra zona de la República en aquellas tierras castigadas por la predestinación del heroísmo.
Entre sus colaboradores más entusiastas en la propaganda revolucionaria que se entregó
desde su retorno de la vieja ciudad de Santo Domingo, figuraron Francisco Soñé y Valentín
Alcántara, seducidos, como otros hombres de acción, por el calor con que el futuro héroe
de Cachimán encarecía la hazaña de la Puerta del Conde y la necesidad de continuar en la

7
Un viejo manuscrito, atribuido al Dr. José María Morillas y aprovechado por el historiador haitiano Madiou,
quien a su vez lo obtuvo de Manuel Joaquín del Monte, relata así el incidente: “En ese momento se presentó en el
rastrillo de la Puerta del Conde, Antonio Duversé (Bouá); el centinela avanzado que estaba allí que era José Llavería, lo
arrestó, llamó al Jefe de la guardia y se lo entregó; éste visto que aquel hombre venía de lejos, y que hablaba el español
como el francés, le indicó sospecha y lo puso arrestado, mas él hizo que llamaran a Gabino Puello, y éste en cuanto
vino, y lo vio dijo: ‘ponga ese hombre en libertad que es de nosotros’, lo llevó donde estaba Sánchez (Fco. del Rosario)
y Joaquín Puello, y allí comunicó el objeto de su venida que era por que Ventura Báez, se oponía, al pronunciamiento
de Azua, como Mer (Maire) de allí, y que los compañeros allí lo mandaban a pedir instrucciones y órdenes; se las
dieron e inmediatamente salió para su destino”.

907
COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

lucha para cerrar definitivamente el paso a cualquier intento de resistencia por parte de los
usurpadores.
La actividad que despliega entonces Duvergé llega hasta el punto de que todo el Sur se
subleva en pocos días y su figura ocupa el centro del movimiento liberador en toda la zona que
se extiende desde San Cristóbal hasta las poblaciones de la banda fronteriza. Cuando Santana
llega a Azua como general en jefe de las fuerzas expedicionarias destacadas contra Haití por
la Junta Central Gubernativa, halla a Duvergé como señor natural de esas regiones en que se
había hecho admirar y querer por su temple enérgico y por su hombría característica.
El Hatero del Prado, no obstante la sordidez y el espíritu de desconfianza que reveló en su
trato con los demás hombres, sobre todo con aquellos que podían disputarle su ascendiente
entre las tropas y su dominio sobre las poblaciones, confirmó los poderes conquistados por
Duvergé gracias a su simpatía natural y a sus aptitudes personales. Igual impresión causó
el joven caudillo, quien cifraba a la sazón en los 37 años, a los oficiales del Este traídos en
su estado mayor por el General Santana. Todos sintieron el hechizo que emanaba, como un
nimbo heroico, de su recia personalidad y de su instintivo don de mando. La chamarra mili-
tar de paño azul caía sobre sus hombros como una piel de león. Los bigotes copiosos y bien
cuidados, comunicaban un aire de noble y atractiva severidad a su fisonomía. Los ojos verdes,
de un matiz puro y dulce, ocultaban en el fondo un rayo de energía que se precipitaba en el
momento de la acción como si sus pupilas destellaran relámpagos. La tez bronceada imprimía
a su rostro el aspecto de un casco bruñido por la pólvora de los combates. La estatura épica, el
paso firme, el cuerpo enjuto, el ademán rápido y el semblante comunicativo: era un soldado
de cuerpo entero, un húsar desde los pies a la cabeza. Los que le vieron actuar en sus grandes
momentos, en la hora aciaga de sentarse en el banquillo infamante o en el esplendor de la gesta
hazañosa, como su íntimo amigo Francisco Soñé y como su defensor Félix María del Monte,
señalan el hecho de que toda su estampa física y moral irradiaba sencillez y grandeza con la
misma naturalidad con que irradia luz y energía la atmósfera soleada.
La ascendencia lograda por Duvergé en todo el territorio que debía constituir, al formarse
la nueva república, la Provincia de Azua, le abrió el camino para figurar preponderantemente
en la acción del 19 de marzo.

Campaña de 1844
La batalla del 19 de marzo
El sucesor de Boyer en la presidencia de Haití, el General Charles Herard, decidido a
debelar el pronunciamiento del 27 de febrero, lanzó contra la naciente República dos cuerpos
de ejército compuestos por la flor de la milicia haitiana.
El primero, que avanzó por el Norte bajo las órdenes del General Pierrot, fue abatido
aparatosamente en Santiago el 30 de marzo. El segundo, que avanzó por el Sur dividido en
dos columnas al través del Valle de Neiba y de las llanuras de Las Matas, fue arrollado el 19
de marzo en Azua por el denuedo de las tropas libertadoras.
Charles Herard en persona comandaba las fuerzas de invasión que se presentaron ante
la ciudad de Azua con los fáciles triunfos obtenidos durante su paseo militar en Las Cabezas
de las Marías y en Las Hicoteas sobre las huestes improvisadas de Vicente Noble y del Coronel
Manuel Mora.

908
JOAQUÍN BALAGUER  |  EL CENTINELA DE LA FRONTERA

El Coronel Luis Alvarez intentó cerrar el paso al ejército invasor en San Juan de la Ma-
guana, pero fue vencido por la superioridad de las fuerzas enemigas. El 18 de marzo, en
víspera del día memorable en que la nueva República debía recibir su verdadero bautismo
de fuego, el comandante Lucas Díaz fue también arrollado por el enemigo en el Paso del
Jura. El camino, desembarazado de obstáculos, se abría cómodamente para las fuerzas de
Charles Herard que cruzó el Yaque del Sur en actitud victoriosa.
El 19 de marzo, reforzado por los contingentes del General Souffront, el presidente haitia-
no despliega su ejército en tres columnas que avanzan arrolladoramente por los tres caminos
que convergen hacia la ciudad del Vía. Las tropas que marchan por el camino de San Juan
son saludadas por el fuego de los cañones emplazados estratégicamente por Francisco Soñé
y por el Teniente José del Carmen García; las que intentan abrirse paso por las breñas del
camino de los Conucos, retroceden ante las descargas de la fusilería dirigida con denuedo por
Matías de Vargas, Feliciano Martínez, José Leger y Nicolás Mañón; y la que sigue a marcha
forzada por el camino de El Barro, que fue la que demostró mayor coraje en la embestida, fue
obligada por Duvergé y otros bravos a dejar sobre el campo, junto a montones de cadáveres,
los trofeos fácilmente obtenidos, algunos días antes, en el Valle de Neiba.
El plan de la batalla fue trazado por Duvergé con certero instinto militar. El día anterior
al del encuentro, con el fin de levantar el ánimo de la población y de prepararla para la acción
ya inminente, Duvergé hizo desfilar por las calles de Azua las tropas que tenía organizadas.
El desfile despertó entusiasmo entre la población por el aspecto aguerrido y por la disciplina
que mostraron los reclutas. Fue entonces cuando se divulgó la verdad: la mayoría de esos
guerreros improvisados habían sido instruidos militarmente con la mayor discreción, durante
las últimas semanas, en la hacienda de la familia Soñé denominada “Las Yayitas”.
El ataque del ejército invasor se inició en las primeras horas del día 19 con ímpetu cre-
ciente. Las tropas de Herard avanzaron sobre el campo de la acción en columnas cerradas.
Francisco Soñé, oficial de artillería que había militado bajo las banderas napoleónicas en
Marengo y Las Pirámides, causó en ellas enormes bajas con las dos piezas de que disponía.
Hubo, sin embargo, un momento de extremo peligro para la causa dominicana. El con-
tingente que defendía uno de los puntos más expuestos a un ataque frontal del enemigo,
en las inmediaciones del cementerio viejo, se halló con el parque totalmente agotado. Un
sentimiento de zozobra se extendió sobre la tropa. Pero antes de que el enemigo advirtiera
esas señales de incertidumbre, Duvergé, quien tenía personalmente a su cargo la defensa
de esa posición, ordenó un ataque en masa al arma blanca. El asalto se efectuó con energía
arrolladora. El impacto de esa acción inesperada sobre las filas contrarias resultó decisivo. El
ejército de Herard retrocedió desconcertado. Era la primera vez que el machete se utilizaba
como arma de aplastante efectividad contra la infantería haitiana.
El triunfo obtenido por las tropas dominicanas en su primera función de armas realmente
importante, se debió más que a la pericia del General en Jefe del Ejército Libertador, a la
intrepidez de los oficiales que le asistieron en el campo de batalla. Pedro Santana, todavía sin
experiencia en el arte de la guerra, tuvo la fortuna de contar, en la victoria del 19 de marzo,
con el valor y la energía de varios oficiales que recibieron en esa jornada las consagraciones
de la epopeya: Vicente Nobles, Manuel Mora, Juan Esteban Ceara y Antonio Duvergé, el más
brillante de esa legión de titanes por el ímpetu en la acción, por el valor casi suicida con que
presentó siempre el pecho al enemigo, por la ejemplar modestia de su conducta de soldado
obediente a sus superiores en el mando, por la fe con que sostuvo la bandera de la libertad

909
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en los campos de batalla, por el heroísmo sin mancha que resplandece en toda su historia
militar y por la incansable energía con que contuvo en las fronteras, durante los años más
inciertos y difíciles, las invasiones haitianas.

El Memiso
La victoria militar de Azua fue malograda por el abandono que hizo Santana del escenario
de ese triunfo de donde se ausentó el 20 de abril con el grueso de las fuerzas bajo su mando8.
La forma en que se llevó a cabo el abandono produjo en todos los ánimos un efecto de-
presivo. La medida no sólo sembró el pesimismo en las poblaciones del Sur sino que también
quebrantó en toda la República la moral de las tropas dominicanas. La desocupación tuvo las
proporciones de una fuga que se realizó durante la noche y que envalentonó al enemigo per-
mitiéndole volver sobre sus pasos y entrar sin un tiro en el reducto que pocos días antes había
servido de escenario a la primera proeza de las armas nacionales. Charles Herard encontró
en la plaza, cuando la ocupó tres días después, una gran cantidad de azúcar y de víveres, y,
lo que es más inconcebible, algunas municiones y elementos de guerra que las tropas olvida-
ron llevar consigo en medio del desorden en que la evacuación fue efectuada. La ciudad, en
cambio, se hallaba desolada. Los haitianos sólo hallaron en ella dos mujeres, la una demente,
y la otra de edad muy avanzada, así como también algunos animales.
La causa nacional pareció perdida para los espíritus más avisados. Para impedir el des-
plome total y poner nuevamente en marcha la empresa de los trinitarios, se recurrió a me-
didas de efecto psicológico. Tomás Bobadilla, viejo maestro de la intriga, dotado de singular
talento para el arte de mentir y para la confabulación maquiavélica, redactó e hizo circular
profusamente en todo el país un parte imaginario sobre la batalla de Azua. Según esa pieza
ingeniosa, el Presidente de Haití, Charles Herard, había caído muerto sobre el campo de la
acción, y sus tropas habían sido vencidas y aniquiladas9.
El ardid de Bobadilla surtió momentáneamente el efecto deseado sobre la población
civil. La lentitud de las comunicaciones y la confusión creada por la guerra, dieron lugar a
que la especie se esparciera con visos de seriedad. Pero la verdad acabó por abrirse paso y
el desaliento cundió en todos los ánimos hasta el punto de que aún en los trinitarios más
resueltos empezó a flaquear la fe en la causa de la independencia. La actitud de Santana,
huyendo primero de Azua como un desertor y prolongando después su estancia en Sabana
Buey en espera de una ayuda extranjera, descontroló la opinión pública y destruyó el espíritu
de combatividad de las tropas.

8
Refiriéndose al abandono de Azua, el Cónsul francés Eustache de Juchereau de Saint-Denys, decía al Ministro
Guizot, en carta del 17 de abril de 1844: “Les Dominicains ont commis UNE GRANDE FAUTE en lui abandonnant la
place d’Azua, située a peu de distance du littoral de la baie d’Ocoa et que sa position avantageuse met a meme d’etre
approvisionnée et ravitaillée par mer”. (Véase Correspondencia del Cónsul de Francia en Santo Domingo, edición y notas
de E. Rodríguez Demorizi, Ciudad Trujillo, 1944).
9
En carta al Ministro Guizot, el Cónsul de Francia, Saint-Denys, alude a esta especie, en los siguientes términos:
“Uu chef haitien qui s’était avancé pour examiner la position de l’ennemi sous le feu d’une piece de 24 chargée a mi-
traille, tomba frappé mortellement ainsi que trois autres personnes qui se trouvaient aupre de lui. On vit aussitot un
grand nombre de soldats se précipiter sur son corps pour lui faire un rempart. Il fut enlevé avec tant de précipitation,
et caché avec un tel soin meme aux yeux des siens, que ces précautions donnérent a penser aux personnes qui en
furent témoins que ce ne pauvait etre que le général Riviere lui-meme. Cette conjecture se changea presque en certi-
tude, lorsqu’ apres le combat meurtrier du 19 on retrouva sur le champ de bataille les corps des généraus Souffrance
et Thomas Hector et ceux des colonels Tertonge et Bris, aide de Camp du Président qu’il suivait en toute circonstance
comme son ombre”.

910
JOAQUÍN BALAGUER  |  EL CENTINELA DE LA FRONTERA

Pero la moral del Ejército del Sur volvió a levantarse por fortuna cuando Antonio Du-
vergé, a la sazón Coronel del Ejército Libertador, venció a los haitianos el 13 de abril en las
serranías de El Memiso.
Después de haber avanzado sobre El Maniel con grandes refuerzos recibidos por mar, el
ejército haitiano intentó caer sobre Baní donde las tropas de la liberación permanecían inactivas.
Duvergé se interpuso en su camino y detuvo su avance en un gesto de audacia extraordinaria
que demostró por primera vez la capacidad del soldado dominicano para suplir con su astucia
y con su arrojo la falta de instrucción militar y la escasez de armas adecuadas.
Posesionado con un grupo de valientes de las sierras de El Memiso, situadas en el ca-
mino que el ejército invasor debía atravesar en su marcha hacia el Cuartel de Baní, donde
Santana permanecía ocioso con sus tropas, en espera de un “recurso de ultramar”10, Duvergé
derrotó a los invasores utilizando las ventajas del terreno y los elementos de defensa que
podía suministrarle la naturaleza. Mientras los haitianos hacían uso de fusiles y de diversas
piezas de artillería, los soldados de Duvergé se batían principalmente con rocas y con armas
cortantes. La audacia de las tropas dominicanas llegó en esa acción hasta el punto de arrojar
sobre los invasores enormes piedras para entorpecer sus avances e impedir su marcha al
través de aquellas serranías salvajes.
Fue la de El Memiso tal vez la página más heroica de la primera campaña contra Haití
por la intrepidez que en esa acción demostró el soldado nativo que combatía con el pecho
desnudo frente a tropas bien equipadas y numéricamente superiores. Con armas primitivas,
como troncos de árboles, peñascos arrojados desde lo alto y tizones encendidos, la tropa
improvisada por Duvergé detuvo el avance del enemigo en una especie de estrategia natural
en que la astucia y el valor del soldado dominicano intervinieron como factores decisivos.
El asombro que produjo la victoria de Duvergé en El Memiso galvanizó la voluntad del país
y volvió a dar a la guerra del Sur, ensombrecida por el abandono de Azua, el tono heroico
que tuvo desde que el trabucazo de Mella rasgó el aire la noche del 27 de febrero y el pueblo
en masa se lanzó con energía inquebrantable a la conquista de su libertad conculcada.

Guerra ofensiva
La victoria de El Memiso y la situación interna de Haití, donde sus enemigos urdían
nuevas intrigas para arrebatarle el poder, decidieron a Charles Herard a desocupar la ciudad
de Azua y emprender el regreso a Puerto Príncipe. Antes de abandonar el territorio domi-
nicano entregó las poblaciones al pillaje y excitó contra la ciudad de Azua los desenfrenos

10
Santana, pendiente siempre de la ayuda extranjera, se hallaba hasta tal punto convencido del triunfo de los
invasores, que en la carta que dirigió a Tomás Bobadilla el 14 de abril de 1844, afirma con acento sombrío: “…Los
haitianos han atacado ayer El Maniel, y aunque a esta fecha no tengo detalles los suponemos hoy posesionados de
aquel punto”. En este documento, el más terrible testimonio que existe sobre la flaqueza de ánimo de Santana y sobre
la desconfianza que siempre le inspiró la causa de la independencia nacional, el gran derrotista hace esta confesión
vergonzosa, indigna de quien tenía en sus manos en aquellos momentos de peligro los destinos de la República: “…
Nosotros nos arruinamos con nuestros trabajos todos paralizados y con la fatiga de un arte tan penoso como la guerra
al que los nuestros no están acostumbrados, y así es que a mi modo de pensar inter más dura la lucha más incierta
tenemos la victoria. Si como hemos convenido y hablado tantas veces, no nos proporcionamos un socorro de ultra-
mar… Usted tiene la capacidad necesaria para juzgar todo lo que le puedo querer decir, y para no hacerse ilusiones y
conocer que debemos agitar estas negociaciones con que al juicio de todo hombre sensato sólo podremos asegurar la
victoria. Le estimaré me conteste dándome una noticia positiva del estado de estos asuntos; y si acaso están paraliza-
dos, agítelos usted por cuantos medios estén a su alcance”. (Véase Guerra Dominico-Haitiana, Ed. El Diario, Santiago,
1944, págs. 99-100).

911
COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

de la soldadesca haitiana. La villa fue después martirizada con el incendio hasta convertirla
totalmente en escombros.
La victoria de El Memiso favoreció a su vez, de parte de los dominicanos, una vigorosa
reacción en el seno de la Junta Central Gubernativa, que el 19 de abril dictó un decreto pro-
clamando el estado de guerra con Haití y haciendo responsable al gobierno haitiano de las
consecuencias de la lucha a muerte que declaraba abierta entre las dos naciones.
Duvergé, quien después de la acción de El Memiso siguió con su puñado de héroes los
pasos de Herard, fue el primero en llegar a Azua para enarbolar en sus reductos calcinados
la bandera dominicana. El 19 de mayo de 1844, entre los leños todavía humeantes de Azua,
el intrépido caudillo pasa revista a su nuevo ejército reclutado en las comarcas vecinas y
compuesto de 356 hombres mal armados. El propio Santana anuncia a la Junta Central
Gubernativa, en la carta que dirige desde su cuartel de Baní el 20 de mayo de 1844 a Tomás
Bobadilla, que el ejército de Duvergé carece totalmente de material bélico y que no dispone
de un solo fusil para hacer frente al enemigo. Pero así había triunfado Duvergé en El Memiso
y así se disponía a seguir combatiendo hasta expulsar los últimos restos del ejército invasor
del suelo dominicano.
La guerra contra Haití iba ahora a convertirse en una lucha sin cuartel que sería llevada
por primera vez al propio territorio de los invasores. El alma de esa guerra ofensiva fue
Duvergé que suplió con su audacia inconcebible y con los recursos de su voluntad indómita
la falta de pertrechos y de dinero para conducir la campaña de 1845 y afianzar con ella la
nacionalidad incipiente. Durante siete largos años debía ser el formidable soldado de El Me-
miso el centinela de la frontera y el campeón de la guerra contra las invasiones haitianas.

El binomio Santana-Bobadilla
Pero mientras Duvergé reorganizaba en Azua el ejército libertador y se preparaba para
llevar la guerra al territorio haitiano, en la capital de la República empezaban a disolverse
las instituciones nacientes bajo la doble amenaza de las confabulaciones antipatrióticas de
los anexionistas y de las discordias civiles. El promotor de esos acontecimientos era un hom-
bre ladino, pero de singular capacidad para dirigir entre bastidores los negocios de Estado:
Tomás Bobadilla. Tenía a la sazón 59 años y había sido el más conspicuo servidor de los
gobernadores Borgella y Carrie durante la ocupación haitiana. Como colaborador entusiasta
de los planes preparados por el presidente Boyer para haitianizar la antigua parte española,
llevó su cinismo hasta el punto de sostener, en documento que se hizo público el 3 de julio
de 1830, los presuntos títulos de Haití sobre la porción de la isla descubierta y colonizada
por España. No sólo en su fisonomía moral sino también en la física parece haber tenido
un extraño parecido con Maquiavelo: expresión enigmática, cabeza más bien pequeña,
labios vigorosamente apretados. La expresión fría y sarcástica de su cara denunciaba en él
al hombre escéptico y al temperamento alejandrino que sólo obedecía a los dictados de su
moral rabiosamente utilitaria.
La víspera del golpe del 27 de febrero estaba reconocido como un servidor prominente
del gobierno haitiano. Su firma, sin embargo, es la primera que figura en el manifiesto del
16 de enero, verdadera acta de la independencia nacional. Los trinitarios le temen, descon-
fían de su oportunismo, pero buscan su cooperación y en el momento decisivo oyen sus
consejos y utilizan su experiencia. Nadie manejó en política, con la maestría con que él supo

912
JOAQUÍN BALAGUER  |  EL CENTINELA DE LA FRONTERA

manejarlo, el estoque florentino; y nadie supo lucir tampoco, con la desenvoltura con que él
supo hacerlo, el puño de encajes del cortesano. No fue hombre para combatir bajo el sol y en
campo abierto. Su ambiente natural era, por el contrario, el giro soslayado, el golpe artero
que se asesta en la sombra, la actitud poco erguida. Había afinado su tacto en el manejo de
todos los negocios humanos y pudo, con su experiencia enriquecida al través de una larga
carrera pública, desempeñar las más diversas carteras ministeriales. El sobrenombre de
“Ministro Universal” que le dieron sus contemporáneos, prueba la versatilidad de su genio
y de sus aptitudes. Abarcó toda la administración de su época, y fue sucesivamente hábil
diplomático, experto legislador, sagaz consejero político, conspicuo magistrado. En algunos
de sus actos daba la impresión de un bárbaro, y en otros la de una inteligencia pacientemente
labrada por la cultura. Su vida es digna de aprecio, no por el valor de los sentimientos que
la embellecen, sino por el genio que puso en sus intrigas y por el arte con que impuso sus
llamadas “razones de Estado”.
Infiltrado en el movimiento separatista, Bobadilla se hace dueño de la situación y relega
a un segundo plano a los propios autores de esa empresa patriótica. Siente un desdén pro-
fundo por el romanticismo de los jóvenes que han fundado la nacionalidad y que después
del 27 de febrero siguen actuando en la vida pública con entereza inmaculada.
Después de haberse hecho elegir presidente de la Junta Central Gubernativa, se dedicó a
fabricar un instrumento del cual pudiera servirse para dirigir la situación militarmente e im-
poner así la única fórmula que consideraba apropiada para el mantenimiento de la separación
entre las dos porciones de la isla: la anexión o el protectorado. El instrumento escogido para
esa empresa fue el general Pedro Santana. La elección resultó una obra maestra: el escogido
era, como Bobadilla, un hombre sin fe en la capacidad dominicana, sin escrúpulos para barrer
con su sable las instituciones, y con madera de déspota para reducir a una nueva y más odiosa
esclavitud a sus conciudadanos. No se fijó Bobadilla en Juan Pablo Duarte, el ciudadano más
virtuoso y la conciencia más digna de su tiempo; ni en José Joaquín Puello, soldado de gran
capacidad militar, pero de carácter indómito; ni en Duvergé, verdadero rayo de la guerra, pero
sin garra política y sin ambiciones civiles. La historia demostró posteriormente que Santana era,
entre los hombres de acción de aquella etapa heroica, el único que podía completar a Bobadilla
suministrándole todo lo que le faltaba para convertirse por largo tiempo en el árbitro de los
destinos del pueblo dominicano: energía para conducir tropas y para movilizar la opinión
nacional, instinto sanguinario para imponerse con el terror y para proceder como una bestia
en el desenfreno de todos sus impulsos elementales; y suficiente inferioridad mental para
someterse al dominio de otras inteligencias poderosamente cultivadas.
Bobadilla, utilizando como brazo ejecutor a Santana, resucitó el plan Levasseur para la
incorporación de la República a Francia; hizo que el ejército del Sur echara el peso de sus
armas sobre la balanza de las instituciones para convertir a su protegido en dictador supre-
mo; lanzó a las playas del destierro a los Padres de la Patria; impuso en la Constitución el
artículo 210 para legalizar la arbitrariedad y defender contra la impaciencia y la ambición
de los facciosos los derechos del Estado; mancilló con sangre patricia las aras de la Repúbli-
ca; dividió la familia nacional con la guerra civil antes de que la independencia acabara de
afianzarse en los campos de batalla; abusó del patíbulo como recurso político e hizo fusilar
a Bonifacio Paredes, acusado del robo de un racimo de plátanos, para atemorizar la delin-
cuencia y ofrecer al país una prueba perentoria de la decisión de las autoridades de imponer
el orden con severidad draconiana.

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

Así se asociaron, en monstruoso contubernio, el hombre y la bestia, la cultura y la bar-


barie, el brazo de Atila y el cerebro de Maquiavelo, para aniquilar la República y conducir
al través de diecisiete años el proceso de su reincorporación a la monarquía española.

Cachimán
Después de Azua y El Memiso tocó el turno, en la continuación de la epopeya, a la nueva
hazaña de Duvergé en Cachimán.
Este nombre aparece indisolublemente unido al del prócer cuyo destino parece identificarse
con aquel bastión inhóspito y solitario que se levanta en el propio corazón de las fronteras como
un símbolo de la nacionalidad dominicana. No una, sino una larga serie de veces, debía servir Ca-
chimán de teatro al denuedo de Duvergé que transforma aquella fortaleza, construida a picos
sobre la roca, en una especie de atalaya sangrienta sobre cuya cima planta invicto el pabellón
de la cruz y detiene con el pecho casi desnudo las acometidas de las huestes invasoras.
El 6 de diciembre de 1844 fue el primer día en que Duvergé se enfrentó al ejército hai-
tiano en las alturas de Cachimán convertido desde aquel momento en el primer reducto
de la patria en los desiertos del Sur y en el primer testigo del heroísmo nacional en aquel
territorio favorito de las invasiones. El viejo fuerte levanta su adusta fisonomía en la propia
línea fronteriza, entre Arroyo Seco y Carrizal, en un profundo valle cercado de colinas, sobre
un terreno abrupto de vegetación ingrata. El valor estratégico de esa fortaleza natural la
transformó en un objeto de disputa entre los dos ejércitos rivales. Mil veces pasaron por allí,
entre 1844 y 1849, los escuadrones de la muerte, las tropas de la opresión y las de la libertad,
disputándose en cada choque los destinos del pueblo dominicano.
En la acción del 6 de diciembre de 1844, Duvergé se lanzó con setenta jinetes, en impe-
tuosa carga de caballería, al asalto de Cachimán. Una fuerza de 150 hombres de infantería
se asoció al grupo de jinetes para combinar su acción heroica contra el monstruo de piedra
que erguía como un desafío en el horizonte sus murallas inaccesibles.
La situación de los defensores parecía inexpugnable. Todo el circuito disponía de recios
muros naturales sin más entrada, como señala el propio héroe en su parte de guerra al ge-
neral Santana, que “tres portañolas capaces de dar acceso a un solo hombre a la vez”. Pero
“confiado en la justicia de la causa dominicana y en los valientes que le rodean”, según él
mismo confiesa, Duvergé empezó la ofensiva por tres puntos diferentes. Con rapidez fulmi-
nante, cada caballo con su jinete y algunos con otro más a la grupa, el escuadrón de asalto
corre con la violencia del rayo hacia la cima fortificada. Los defensores resisten con vigor y
la victoria se mantiene durante largo rato indecisa. La artillería del fuerte traza un círculo
de fuego en torno de los asaltantes. Nubes de polvo se elevan sobre la llanura batida por los
cascos de los corceles. Muchos jinetes ruedan de sus caballos encabritados y otros reciben
sobre el campo de la acción muerte de valientes. Pero el ímpetu con que se inicia el ataque
se mantiene y llega un momento en que los asaltantes más veloces golpean con las uñas de
sus caballos las bases de las murallas castigadas por el plomo de la fusilería y por el filo de los
machetes reivindicadores. El portalón de la fortaleza cede al fin ante aquel empuje formidable
y se oye entonces, tras los muros vacilantes del fuerte, el “sálvese quien pueda”, proferido
en la lengua del terror por un oficial haitiano. Los defensores saltan en desorden sobre los
muros y se precipitan a una profunda cañada en que son diezmados en sucesivas cargas de
caballería. Al cabo de treinta minutos, según consigna Duvergé en su parte de guerra, se vio

914
JOAQUÍN BALAGUER  |  EL CENTINELA DE LA FRONTERA

tremolar sobre las murallas de Cachimán el pabellón que el héroe había traído invicto desde
las llanuras calcinadas de Azua y desde los cerros de El Memiso.
Junto al caballo que montaba Duvergé cayó en esta acción memorable, uno de los ofi-
ciales de su estado mayor y un grupo de fusileros del tercer batallón azuano. El enemigo,
en cambio, además de las provisiones de boca y del numeroso parque que había acumulado
en el fuerte, dejó las laderas que rodean a Cachimán cubiertas de cadáveres.
La fortaleza conquistada quedó desde aquel día bajo la vigilancia del comandante Juan
Evangelista Batista y del teniente José Soto, dos de los bravos que comandaron en aquella
función de armas la infantería dominicana.

Campaña de 1845
El incidente Brouard
Después de su triunfo en Cachimán, donde dejó de guarnición a un grupo de soldados y
oficiales escogidos, Duvergé retorna a Las Matas de Farfán, sede entonces de sus funciones
como Delegado del Gobierno en el Sur de la República.
La actividad que despliega en el ejercicio de su alto cargo es asombrosa. La reorganización
y preparación de las fuerzas bajo su mando ocupa entonces el centro de sus preocupacio-
nes. Durante el día se ocupa en acopiar la mayor cantidad posible de material bélico y en
dirigir personalmente la instrucción militar de sus soldados. En la noche se reúne con los
oficiales de su estado mayor para trazar su plan de campaña que consistía principalmente
en la adopción de la táctica ofensiva. Atiende con especial cuidado a la disciplina de cada
regimiento y utiliza sus propios animales para establecer un cuerpo de guardia montada
que vigila la línea fronteriza y mantiene las comunicaciones entre el cuartel general de Las
Matas de Farfán y los puestos avanzados. No omitió tampoco Duvergé el establecimiento de
un servicio de espías que le mantenían al corriente de todo movimiento de tropas del otro
lado de las fronteras y de la marcha en general de los acontecimientos haitianos.
Los hechos demostraron poco después el acierto y la oportunidad con que estas
precauciones fueron adoptadas. Guerrier, sucesor de Herard en la presidencia de Haití, a
quien se le creía animado de sentimientos de amistad hacia la República Dominicana, acabó
por plegarse a la misma política de sus antecesores. Tan pronto se despeja la situación interna
y se apaciguan los ánimos excitados por la rebelión que encabezaron Arau y Zamore, el
nuevo mandatario encamina sus pasos hacia la reconquista de la parte española de la isla.
La primera medida en ese sentido consistió en la misión confiada a Celigly Ardouin para
trasladarse a la capital dominicana y gestionar la reanexión a Haití de la parte de la isla que
desde hacía varios meses se había constituido como Estado independiente. Tras el fracaso
de esta misión, rechazada enérgicamente por la Junta Central Gubernativa, se iniciaron otra
vez, en distintos puntos de la línea fronteriza, las excursiones a mano armada. La primera
fue la dirigida el 25 de marzo de 1845 contra el fuerte de Cachimán por el Ayudante General
Augusto Brouard, uno de los haitianos, según el historiador Madiou, “a quien la separación
del Este había grandemente lesionado en sus intereses y que sólo aspiraban a la reconquista de
Santo Domingo”11. Sorprendido por las fuerzas del coronel Gabino Puello, el oficial haitiano,

11
Ob. cit., tomo IV, pág. 257.

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mortalmente herido, fue abandonado por sus acompañantes que huyeron protegidos por
la oscuridad de la noche.
La excursión de Brouard sirvió de aviso del resurgimiento de las pretensiones haitia-
nas. El hecho produjo tanta impresión en las tropas estacionadas en las fronteras, que bien
pronto el rasgo del soldado dominicano que acertó a abatir con un certero disparo al oficial
extranjero, corrió de campamento en campamento, popularizado en las siguientes estrofas
de un poeta espontáneo:

Aquí yace Auguste Brouard,


bravo coronel haitiano,
a quien un dominicano
le dio muerte singular.
Ufano quiso explorar
el campo, con gran cautela,
mas la alerta centinela
una bala le estampó
y con el tiro ganó
una buena charretera.

Duvergé aprovechó este incidente para reforzar las avanzadas establecidas en todo el
sector fronterizo y distribuir parte de las tropas que tenía disponibles en su cuartel de Las
Matas de Farfán en los sitios donde las creyó más necesarias para la defensa del territorio
dominicano. Pero lejos de seguir, como el general Santana, el sistema de permanecer ocioso
en un cantón, el jefe del ejército del Sur inicia contra Haití, por primera vez en la historia
militar de la República, las tácticas de la guerra ofensiva. Su respuesta a la acción de Brouard,
fue la orden dada al general Araujo de emprender, a fines de marzo de 1845, una excursión
exploratoria por las fronteras del Sur y desalojar un grupo de caballería haitiana estacionado
en Volume. El coronel Gabino Puello, comandante interino del batallón de Azua, a la sazón
de servicio en Comendador del Rey, dio apoyo oportunamente a las fuerzas salidas de Las
Matas de Farfán, y la bandera dominicana fue colocada en lugar de la haitiana en todos los
puestos fronterizos al través de los cuales podía irrumpir nuevamente el enemigo.

Otra vez Cachimán


La muerte del presidente Guerrier, acaecida el 15 de abril de 1845, alentó en Haití el pen-
samiento expansionista con la elevación al poder del general Louis Pierrot, conocido entre
los dominicanos por la derrota que sufrió cuando intentó, el 30 de marzo de 1844, apoderarse
de la ciudad de Santiago, al frente de un ejército de más de doce mil granaderos.
El nuevo mandatario, quien llegaba al poder proclamando el dominio sobre la isla de la
raza africana, empezó inmediatamente a prepararse para invadir la parte del Este. Su pri-
mer empeño se dirigió contra Cachimán cuya posesión se consideraba indispensable para el
buen éxito de cualquier invasión por el Sur del territorio dominicano. Esa posición llave fue
tomada por sorpresa y luego poderosamente reforzada. Alrededor del fuerte primitivo se
levantaron dos nuevas fortificaciones para dificultar el acceso a aquel cinturón de defensas
naturales.

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JOAQUÍN BALAGUER  |  EL CENTINELA DE LA FRONTERA

La captura de Cachimán sirvió de pretexto a Duvergé para movilizar todo el territorio


bajo su mando y emprender la famosa campaña de 1845. El 16 de junio abandonó su cuartel
de Las Matas de Farfán y se dirigió hacía las fronteras al frente de una fuerza expedicionaria
escogida. La tropa, en la cual participaban muchos veteranos de la acción del 6 de diciembre
de 1844, recorrió 9 leguas a marcha forzada y la noche de ese mismo día acampó en Comen-
dador. Antes del amanecer renovaron la marcha y a las diez de la mañana ya estaban frente
a las fortificaciones de Cachimán en orden de batalla.
Duvergé, quien conocía bien aquel terreno, escenario de una de sus pasadas hazañas, dividió
sus fuerzas en tres columnas. La primera, compuesta con milicias largamente fogueadas en la
guerra del Sur, fue confiada al general Felipe Alfau, con órdenes de avanzar por los flancos y
de cortar al enemigo la retirada; la segunda, al mando del teniente coronel Francisco Pimentel,
atacó de frente con una pieza de artillería, y la tercera, dirigida personalmente por el general en
jefe, se lanzó a paso de vencedores sobre el ala derecha de las fortificaciones haitianas.
Una estrepitosa vocería salida de los bastiones en que se parapetaba el enemigo, respon-
dió al toque del clarín al iniciarse el movimiento en triángulo de las divisiones lanzadas por
Duvergé sobre las tres fortalezas. El ejército haitiano resistió la ofensiva con bravura. Todas
las ventajas se hallaban de su parte y la consigna era la de sostener sus posiciones hasta la
muerte. Los dragones de Duvergé lograron acercarse varias veces a las trincheras del ala
derecha, poderosamente reforzadas, pero el enemigo mantuvo con firmeza sus posiciones.
Al mediodía, después de dos horas de combate, el jefe del ejército expedicionario ordena
cargar a la bayoneta. Las tropas de línea se lanzan al asalto y ambos bandos se entregan en
las trincheras a una lucha encarnizada. El arma blanca, manejada con terrible efectividad
por la tropa de Duvergé, curtida ya en esa táctica, siembra el pánico en las filas haitianas. El
enemigo retrocede empujado por esa fuerza irresistible. La fuga se inicia en medio de una
espantosa carnicería. Una columna, integrada por un oficial y un cuerpo de granaderos cuya
valentía serena emula la de sus perseguidores, se repliega e intenta resistir; pero Duvergé
carga contra ella y la rompe, la desordena, la destruye.
El campo quedó cubierto de sangre. En el botín conquistado por el ejército vencedor se
hallaron 100 fusiles, 3 cajas de guerra y una bandera. Las pérdidas haitianas fueron considera-
bles. Entre los prisioneros figuraron cuatro oficiales y un médico del 32º regimiento, un oficial
y un cabo del 12° regimiento y varios miembros de alta graduación de la guardia nacional de
Puerto Príncipe. Algunos soldados que lograron salvarse fueron aprehendidos en la noche y
al día siguiente en los árboles donde buscaron refugio en el curso de las persecuciones.

La línea de Aranjuez
El sueño de Duvergé, concebido desde hacía largos años, pero renovado con más brío que
nunca después de su segunda victoria en Cachimán, era restablecer la antigua línea fronteriza
entre las dos naciones y llevar hasta el propio corazón de Haití sus armas victoriosas. La
penetración de Haití hacia el Este había borrado prácticamente entre las dos colonias la vieja
línea de demarcación fijada por el Tratado de Aranjuez de 1777 y mantenida por el acuerdo
de Basilea de 1795, en virtud del cual fue cedida a Francia la antigua parte española.
La República Dominicana, al constituirse en 1844 en Estado independiente, reivindicó
sus derechos inalienables sobre la línea de Aranjuez. La primera constitución dominicana,
proclamada solemnemente el 6 de noviembre de 1844, fijó como límites de la República, por

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la parte occidental, los mismos que en 1776 trazaron sobre el terreno el Vizconde de Choiseul
y el teniente coronel de su Majestad Católica don Joaquín García. El extremo norte de esa
línea se hallaba situado en el río Dajabón y el extremo sur en el río Pedernales. Durante la
ocupación de 22 años de la parte española de la isla, Haití modificó profundamente por el
sur la línea de Aranjuez estableciéndose permanentemente en Hincha y Las Caobas. Después
de la proclamación del Estado independiente de la República Dominicana, Haití continuó
reteniendo, por la fuerza de las armas, nuevas y extensas fajas del territorio nacional. La
llamada línea del statu quo post bellum, establecida por las armas dominicanas en 1856, pasaba
considerablemente más al Este que la línea de Aranjuez, mermando el patrimonio territorial
de la República con importantes porciones sobre las cuales el título de propiedad de Haití
descansaba sobre la fatalidad del hecho consumado. La línea que trazan las armas invencibles
de Duvergé en 1845 coincide pura y simplemente con la que consagró el acuerdo suscrito
en el Real Sitio de Aranjuez para definir los respectivos derechos territoriales de Francia y
España sobre la isla de Santo Domingo.
El 18 de junio de 1844 salió Duvergé de Cachimán para emprender en una ofensiva re-
lámpago la reconquista de la vieja línea de Aranjuez. La empresa en sí, sólo tenía un valor
romántico porque el Estado dominicano de 1845 carecía aún de recursos materiales para
conservar por la fuerza las posesiones que iban a ser recuperadas. Pero el gesto de Duvergé
debía pasar a la historia como una prueba de la capacidad dominicana para llevar a Haití la
guerra ofensiva y detener el proceso sistemático de sus usurpaciones territoriales.
La ofensiva comenzó con una orden de movilización general, trasmitida a todos los
oficiales del ejército del Sur con mando de armas. El campamento de Hondo Valle, colocado
bajo la dirección del teniente coronel Fernando Taveras, fue reforzado con el fin de cubrir
en caso de una contraofensiva, la retaguardia de las tropas dominicanas.
Con su vanguardia reforzada con dos batallones. Uno al mando del capitán Pedro
Florentino, y otro del teniente coronel Lino Peralta, avanzó Duvergé sobre El Puerto, en la
región central de la frontera. Antes de dar comienzo al ataque, dividió sus fuerzas en el
mismo orden de batalla que con tanto éxito había utilizado en Cachimán: una línea frontal
cortada a la izquierda y a la derecha por sendas columnas constituidas por tropas seleccio-
nadas. El enemigo, tras un intenso fuego de fusilería, abandonó el campo desbandándose
en distintas direcciones.
Siguiendo siempre la línea de Aranjuez, Duvergé se dirigió, después de proporcionar
un breve descanso a su tropa, sobre el puesto de Las Caobas, importante centro fronterizo
que Haití retenía desde 1822. Antes de iniciar las operaciones ofensivas, Duvergé intimó la
rendición de la plaza al general Víctor Poil, encargado por el presidente Pierrot de las fuerzas
haitianas que operaban en la banda Sur de las fronteras. La intimación fue acompañada de
una maniobra envolvente del ejército libertador que se desplegó dividido en tres cuerpos: el
de la vanguardia, bajo el mando del coronel Esteban Roca; el de la retaguardia, encabezado
por el coronel Juan Contreras, y el del centro, cuya dirección se reservó el general en jefe.
Víctor Poil, quien ostentaba el grado de General de División y estaba reconocido como uno
de los militares haitianos con historial más largo en prácticas de campaña, rehuyó el com-
bate, dirigiéndose con el grueso de sus fuerzas a Aux Roches, desde donde envió urgentes
pedidos de refuerzos a Mirebalais y a Puerto príncipe.
Duvergé, cuya campaña tenía un objetivo político más bien que militar, dejó que la
retirada de su adversario se efectuara tranquilamente. Después, con su sereno valor de

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JOAQUÍN BALAGUER  |  EL CENTINELA DE LA FRONTERA

siempre, se puso a la cabeza de sus tropas para hacer una entrada triunfal en Las Caobas.
Reunió a la multitud en la plaza pública e hizo entonces enarbolar a los acordes de una
marcha de guerra la bandera dominicana. El pabellón nacional, izado por primera vez en
aquel sitio, fue saludado por los vítores de la tropa y por las salvas de la artillería que lo
honró al subir con los disparos de ordenanza.
El recorrido triunfal de Duvergé continuó luego a marchas forzadas por la antigua línea
divisoria. Durante esta rápida campaña, cumplida con intrepidez fulminante, alcanzó la gloria
de ser el único dominicano que llevó sable en mano sus ejércitos hasta el límite preciso en que
el territorio de los dos países aparece cortado por las viejas pirámides que en 1776 establecieron
el Vizconde de Choiseul y don Joaquín García con la inscripción “France-España”.
Juntamente con la ocupación de El Puerto y Las Caobas, se llevaron a cabo vastas opera-
ciones de limpieza para destruir las posesiones que aún se mantenían indebidamente bajo el
dominio de Haití en el territorio fronterizo. El Teniente Coronel Fernando Taveras, colocado
por Duvergé al frente de la guarnición de Hondo Valle, recuperó en pocos días todos los
puestos que los haitianos habían usurpado en esa parte de la frontera. El valeroso soldado,
extremando el plan de conducir la ofensiva a todas las posesiones situadas sobre la línea de
demarcación de 1777, traspasó la raya fronteriza para pasearse en territorio haitiano en acti-
tud provocativa. El coronel Valentín Sánchez, otro de los conmilitones de Duvergé, atravesó
también a paso de vencedor la línea divisoria y enarboló en la plaza pública de Hincha, a
los acordes de una marcha triunfal, la bandera del 27 de febrero.
Consumada su misión, Duvergé emprendió el viaje de regreso a su cuartel general y en los
últimos días de junio entró en Las Matas de Farfán entre los clamores triunfales de su ejército.

Retorno a Cachimán
Y henos aquí de nuevo en el ampo inmortal. Cachimán era el desfiladero de Las Termópilas
por donde el ejército haitiano tenía necesariamente que irrumpir para caer con el impulso
del huracán sobre las llanuras dominicanas.
El 13 de julio de 1845 se presentaron nuevamente las hordas de la invasión ante el fuerte
legendario. Por tercera vez debía servir de escenario esa antigua fortaleza, célebre ya por el
denuedo con que había sido defendida o atacada por los soldados de Duvergé, al encuentro
de las dos masas rivales.
Las tropas dominicanas, dirigidas por el coronel Juan Contreras, resistieron victorio-
samente el ataque de las fuerzas encabezadas por el general Samedi Thélemaque, quien
fue obligado a replegarse sin alcanzar ninguno de sus objetivos. Varias veces volvieron los
asaltantes, superiores en número, a martillar las posiciones del ejército libertador. El teniente
coronel Pascual Ferrer cargó con denuedo sobre los haitianos y puso en fuga una columna de
granaderos de Las Caobas, que intentó aproximarse a uno de los bastiones en que la bandera
nacional flotaba invicta entre la nube de fuego que envolvía el campo de la acción.
El general Thélemaque, pese al aparato guerrero con que se presentó ante las fortifi-
caciones dominicanas, abandonó el campo de batalla para buscar de nuevo refugio en Las
Caobas, centro de operaciones donde el Presidente Pierrot había concentrado enormes
fuerzas para una ofensiva en gran escala. Cachimán volvía a erguirse como el símbolo de la
resistencia nacional contra las penetraciones haitianas. Para que ese fuerte cayera en poder
del enemigo fue preciso que toda la maquinaria de guerra del país vecino fuera movilizada

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en un despliegue de tropas venidas desde todos los extremos del territorio haitiano. Regi-
mientos del Norte, del Oeste y de Artibonito convergieron con ese fin en Las Caobas para
iniciar desde allí la marcha contra la fortaleza dominicana.
Las fuerzas invasoras, dispuestas en dos divisiones, la una bajo las órdenes del General
Morisset, Comandante del Departamento de Artibonito, y la otra encabezada por el propio
General en Jefe St. Víctor Poil, penetraron por el camino de Comendador con el propósito de
aislar a Cachimán del grueso de las tropas de Duvergé acantonadas en Las Matas de Farfán.
El 21 de julio de 1845, el general Morisset abrió la ofensiva ocupando los cerros próximos
a Cachimán y dirigiendo contra el fuerte todo el poderío de sus piezas de campaña. El Ge-
neral Poil se situó con sus tropas en el centro de la vasta llanura mientras el General Marc,
comandante del Distrito de Mermelade, y el General Gardére, se dirigían a toda marcha
sobre Bánica para cortar el camino de Cachimán a Las Matas. La guarnición dominicana,
incomunicada en Cachimán, podía divisar desde lo alto de sus posiciones el imponente anillo
de acero tendido alrededor del fuerte por las fuerzas enemigas.
Decidido a romper la tenaza que amenazaba estrangularlo, el Coronel Bernardino Pérez,
comandante de uno de los tres cerros ocupados por las tropas dominicanas, salió al frente
de sus soldados para caer sorpresivamente sobre la vanguardia de las fuerzas sitiadoras.
Después de salvar la barranca que separaba a ambos contendientes, el batallón escogido
para esa heroica maniobra, cargó contra los sitiadores y se abrió paso a golpe de bayonetas
entre las huestes haitianas del 11º regimiento. El Ayudante General Lambert Deschamps,
obligado a replegarse ante la ferocidad del ataque, ordenó a sus tambores batir la generala,
toque de llamada urgente que fue oído en todos los contornos vecinos y que permitió a
las fuerzas de Samedi Thelémaque y de otros jefes haitianos acudir apresuradamente en
ayuda de su vanguardia en peligro de ser destruida. Después de una lucha de cuatro horas,
durante la cual el ejército invasor utilizó todo su poderío, aun sus piezas de cañón que no
cesaron de arrojar metralla sobre los asaltantes y sobre el resto de la guarnición estacionada
en el fuerte de Cachimán, las tropas dominicanas tuvieron que ceder el terreno conquistado
y replegarse ordenadamente a sus cuarteles. Los patriotas, además de batirse contra fuer-
zas numéricamente superiores, tuvieron que combatir a campo raso frente a los seiscientos
soldados que componían el 11° y 22º regimientos que se hallaban en cambio protegidos por
grandes parapetos de piedra y por imponentes fortificaciones naturales. Las tropas domi-
nicanas regresaron al caer la noche a Cachimán con sus banderas en alto y en disposición de
continuar la batalla.
Al siguiente día, 22 de julio de 1845, los haitianos tomaron la iniciativa. Concentrados
alrededor de los tres cerros que forman el legendario reducto de Cachimán, las tropas de los
generales Víctor Poil y Morisset colocaron sus piezas de artillería sobre una eminencia y
abrieron vigorosamente el fuego contra las posiciones dominicanas. Un cañón de 12, traído de
Grosse Roche a lomo de bueyes, vomitó metralla desde el amanecer sobre las trincheras que
aún a mediodía se mantenían irreductibles. Los oficiales a quienes Duvergé había confiado
la defensa de Cachimán, tenían órdenes de resistir hasta la muerte. La caída de este puesto
avanzado, llave estratégica de la defensa para todo el territorio del Sur, daría forzosamente
por resultado el dominio por las fuerzas invasoras del valle de Neiba hasta Azua y San José
de Ocoa. La superioridad numérica del enemigo y el poderío de su armamento, se impu-
sieron, sin embargo, hasta el punto de que ya al anochecer del 22 de julio, el cerco se había
completado en torno a la guarnición dominicana. La alternativa era la de caer prisioneros o

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JOAQUÍN BALAGUER  |  EL CENTINELA DE LA FRONTERA

la de abrirse paso al arma blanca para retirarse por el camino de Las Matas de Farfán. Los
Coroneles Bernardino Pérez y Bernabé Sandoval optaron por esa solución desesperada, y
al cerrar la noche cargaron sobre la división del General Víctor Poil, irrumpiendo al través
del cerco, no obstante la resistencia opuesta por los sitiadores y el fuego lanzado sobre ellos
por el jefe del batallón de artillería, Renodén, que intentó en vano bloquear a tiro de cañón
el camino por donde se precipitó en un acto casi suicida la tropa dominicana.
El Coronel Francisco Domínguez, partidario de sucumbir antes que ceder la posición al
enemigo, se obstinó en la defensa de Cachimán hasta que la resistencia se hizo materialmente
imposible por la salida del grueso de las fuerzas sitiadas.
El bravo soldado se presentó herido dos días después ante Duvergé en el Cuartel Gene-
ral de Las Matas. Cuando se le preguntó por qué traía la bandera nacional envuelta en una
funda, se encaró a su jefe para responderle con sequedad espartana: “Porque no acostumbro
a traerla desplegada sino cuando regreso del campo de batalla victorioso”.

Invasión de Pierrot
El Presidente Pierrot, quien había resuelto los problemas que afrontó al posesionarse del
poder debido a la resistencia opuesta al nuevo gobierno por la facción riverista y al recrude-
cimiento de las disensiones internas, se dispuso a poner en ejecución su proclama del 10 de
mayo de 1845 donde invitó a los habitantes de la parte del Este a reincorporarse a la bandera
haitiana. En ese documento, leído con indignación por todos los dominicanos, el sucesor de
Guerrier, traicionando el espíritu mendazmente conciliatorio de su mensaje, declaraba con
arrogancia que “no renunciaría jamás a la indivisibilidad del territorio haitiano”.
El 28 de junio de 1845 fueron movilizadas todas las tropas disponibles para una nueva
marcha hacia el Este. El comandante del Departamento del Artibonito, general de división
Morisset; el general Marc, comandante del distrito de la Mermelade, y el general Samedi
Thélemaque, jefe de los regimientos de infantería de Puerto Príncipe, se reunieron con el
grueso de sus fuerzas en Grosses-Roches para iniciar la invasión por Hincha y Las Caobas.
La penetración en territorio dominicano se inició por el Valle de Neyba con varios des-
calabros para las tropas invasoras. Posesionado con imponente aparato militar de la Loma de
los Pinos, el ejército enviado por Pierrot fue vencido por uno de los oficiales a quien Duvergé
había encargado de la defensa de esa zona de las fronteras, el teniente coronel José Tomás
Ramírez, comandante de los puestos de La Caleta y Colorado. El 6 de julio de 1845, el ejército
dominicano avanzó sobre el enemigo cuyas tropas se hallaban fuertemente atrincheradas.
Los capitanes Dionisio Reyes y Mariano del Castillo avanzaron en medio del fuego y re-
cobraron, al frente de una columna de fusileros, los cerros en que el ejército invasor había
erigido sus fortificaciones que tenía ya convenientemente artilladas. El asalto fue coronado
por el éxito gracias al heroico empuje con que los iniciadores de esta carga a la bayoneta
fueron auxiliados por Ignacio de la Cueva, Marcos Mercedes, José María Aybar, Celedonio
del Castillo, Pedro de Sena y otros oficiales del séquito militar de Duvergé en la victoriosa
campaña de 1845.
Dos días después, el 8 de julio de 1845, el capitán Juan Segundo Félix, jefe de las fuerzas
estacionadas por Duvergé en El Rincón, expulsó al ejército haitiano de varios cerros veci-
nos situados en la proximidad de la línea fronteriza. El capitán Marcos Medina, héroe de
la acción a que sirvió de escenario el 6 de julio La Loma de los Pinos, destruyó el 13 de julio,

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al frente de una guerrilla, los intentos hechos por el general Víctor Poil para establecer en
aquel sector una poderosa línea de puestos fortificados que pudieran servir de apoyo para
una invasión de grandes proporciones.

La contraofensiva
Con la caída de Cachimán en poder de los haitianos, quedó Duvergé expuesto a ser ro-
deado en Las Matas de Farfán por las tropas invasoras. La acción desencadenada por Haití
sobre la frontera Norte, donde el general Arrieux y el ayudante general Emite Moreaux
habían ocupado a Dajabón, no permitía dudar sobre las intenciones del Presidente Pierrot
de dirigir una ofensiva general contra el territorio dominicano.
Duvergé, sin tropas suficientes para contener momentáneamente la invasión, se sitúa en
las márgenes del Yaque del Sur para preparar la contraofensiva e impedir el avance del ene-
migo hasta la ciudad de Azua. Varios batallones de Baní y San Cristóbal, comandados por el
teniente coronel Nolasco de Brea, se incorporaron pocos días después al grueso de las fuerzas
con que se proponía Duvergé expulsar nuevamente del Sur a las legiones haitianas.
Consecuente con su táctica militar de mantener siempre la iniciativa, aun en medio de
las situaciones más difíciles, Duvergé dispone que se abra una serie de acciones destinadas a
hostilizar al enemigo a todo lo largo del extenso frente de batalla comprendido entre Cachimán
y Las Matas. Con la ayuda del batallón de Baní, el general en jefe del Ejército del Sur recuperó
la población de Las Matas de Farfán e hizo replegar las vanguardias de los generales haitianos
Toussaint y Morisset, a quienes distrajo durante algunos días en operaciones secundarias.
El teniente coronel José María Albert realizó una audaz excursión sobre Matayaya y paseó
victorioso sus pendones hasta las márgenes del río Caña. En esos mismos días José María Cabral,
el futuro héroe de Santomé, quien ya ostentaba las insignias de teniente coronel del Ejército
del Sur, batió a los haitianos en Los Jobos y los hizo abandonar en desorden las posiciones que
habían ocupado en los macizos de esa zona montañosa. Mientras las rondas contra el invasor
se multiplicaban hasta el punto de constituir una actividad casi diaria, Duvergé marchaba
hacia la sabana de Santomé para enfrentarse al enemigo en una batalla decisiva. Todos los
grandes hombres de armas que habían batido a los haitianos en los campos del Sur, desde el
día en que se dio el grito de independencia, acudieron al llamamiento de Duvergé para esta
cita histórica en que debía decidirse nuevamente el destino del pueblo dominicano.
Duvergé y José Joaquín Puello se intercambian mensajes y escogen el punto más próximo
posible a las fronteras para el encuentro entre los dos ejércitos. Los jefes del ejército invasor,
generales Toussaint y Morisset, se adelantan, sin embargo, para impedir la unión en Santo-
mé de las dos divisiones en que se hallan aún fraccionadas las tropas libertadoras. El 16 de
septiembre de 1845, las fuerzas haitianas avanzan hasta la orilla derecha del río Matayaya y
se posesionan de varias alturas estratégicas en los campos de Estrelleta. José Joaquín Puello,
quien se encuentra al frente de su división a pocos pasos del enemigo, acepta el reto aun a
trueque de poner en peligro la victoria que parecía asegurada por el plan ya concertado con
Duvergé para unir a los dos ejércitos expedicionarios y asestar un golpe definitivo en una
acción conjunta al grueso de las hordas haitianas.
El destino, siempre superior a la voluntad de los hombres, tenía dispuesto que la suerte
del ala Sur de la invasión fuera destruida en la sabana de Estrelleta; y que la otra ala que ya
avanzaba por el Norte, fuera rota, a su vez, en la sabana de Beller.

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JOAQUÍN BALAGUER  |  EL CENTINELA DE LA FRONTERA

Estrelleta
El ejército haitiano, el cual había pernoctado en la margen derecha del río Matayaya, ocupó
al amanecer del 17 de septiembre de 1845 los cerros que señorean la sabana de Estrelleta.
El general de división José Joaquín Puello, con fuerzas numéricamente inferiores, se
aprestó al combate marchando hacia las posiciones ocupadas por el enemigo con sus tro-
pas dispuestas en dos grandes columnas: la de la derecha, integrada por seis batallones, se
dirigió por el camino de “Los Jobos” bajo las órdenes de los coroneles Valentín Alcántara y
Bernardino Pérez; y la del ala izquierda, compuesta igualmente de seis batallones curtidos
en la larga lucha de dos años para mantener la integridad de las fronteras, marchó a su vez
por el camino de Comendador bajo el mando directo del general en jefe.
El ejército invasor, apercibido para el ataque, se había situado en las alturas que bordean
la sabana, con las dos únicas gargantas que permiten el acceso a esa cadena de colinas pode-
rosamente bloqueadas por varias piezas de artillería y con un cuerpo de lanceros a caballo
que ocupaba el llano en actitud desafiadora. Eran las ocho de la mañana cuando ambos
ejércitos se avistaron y sus vanguardias entraron en acción. Después de la señal dada por la
columna derecha bajo las órdenes de Valentín Alcántara, las tropas dominicanas iniciaron
las cargas con incontenible impetuosidad sobre las dos salidas en que los jefes haitianos
habían emplazado su batería de campaña.
Impaciente por dar comienzo a la lucha, el propio caudillo de las tropas libertadoras se
mezcló entre los soldados de línea y arremetió con salvaje empuje contra el punto en donde
maniobraban los artilleros haitianos. La principal pieza de campaña del general Morisset
cayó en poder de los patriotas, y ambas fuerzas chocaron entonces cuerpo a cuerpo en una
lucha en que abundaron los lances singulares y en que el machete, nuestra arma libertadora
por excelencia, hizo terribles estragos en los cuadros enemigos. El arma blanca sustituyó en
esta acción la artillería. Los dos únicos cañones con que contaba la división de José Joaquín
Puello no fueron utilizados porque los artilleros dominicanos, los sargentos Juan Andrés
Gatón e Hilario Sánchez, tropezaron en su marcha con un arroyo de difícil acceso que no les
permitió trasladar esas piezas con la oportunidad necesaria al campo de la lucha.
La batalla estuvo dramatizada por una serie de episodios heroicos. El comandante José
María Pérez Contreras cayó del caballo que montaba al apoderarse con su batallón de una
pieza de artillería antes de caer asfixiado por una bala de fusil que le cortó la respiración. El
sargento primero Florencio Soler, abanderado del batallón de Higüey, ve venir sobre él a un
haitiano corpulento que le reta a duelo singular en lo más álgido de la batalla, y, sin tiempo
para defenderse con su arma de fuego, se apoya en el asta de su bandera y de un tremendo
salto descarga su machete sobre su contendor, quien rueda partido en dos como un tronco
cortado por el vendaval.
Lorenzo Deogracia Martí, abanderado del 1er. regimiento, tuvo que ser reconvenido en
plena batalla por el general Puello porque avanzaba con tanta impetuosidad seguido por
su guardia de bandera, compuesta por los cabos furrieles Leo Polanco, Clemente Yépez,
Juan González y Gregorio de Peña, que obligaba al batallón a que pertenecía a separarse del
resto de la brigada. El capitán Basilio de Soto, perteneciente al cuerpo de caballería de Baní,
trabado en combate singular con un soldado haitiano de enorme estatura, fue salvado por
José Valera, oficial del mismo regimiento, que abatió al asaltante con la punta de su lanza.
El éxito de la acción, la cual culminó, después de varias horas de lucha en que el machete
reemplazó la metralla y la ferocidad del zarpazo al fuego vomitado por los fusiles, en nuevos

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y relampagueantes laureles para los banderas dominicanas, se debió, por una parte; al genio
militar de José Joaquín Puello, que convirtió esa función de armas en una obra maestra de
estrategia, al denuedo, por otra parte, con que los doce batallones que participaron en el
encuentro se lanzaron a la muerte y aceptaron con fría resolución el sacrificio. El cuadro,
fruto, a la vez, de la sagacidad del guerrero y del conocimiento que tenía su autor del es-
cenario en que iban a batirse su tropas, se formó totalmente con perfección no igualada en
ninguna otra de nuestras gestas libertadoras; y el ímpetu con que acometió en esta ocasión
el soldado nativo, sólo puede compararse con el de la tempestad, con el del alud que baja
arrollador sobre el valle, con el del corcel descabritado, con el del rayo en acción o con el del
mar en cólera. Nadie cedió un palmo de terreno en la batalla de la Estrelleta; ningún bata-
llón volvió la cara cuando las balas hicieron saltar en astillas el asta de su bandera; ningún
oficial, ningún soldado dejó de embestir con temeridad al enemigo. Por eso se vio, contra
todos los cálculos militares, divisiones enteras de granaderos haitianos ceder el paso a los
reclutas del regimiento de Higüey; piezas de campaña guardar de súbito silencio mientras
sobre ellas pasaban en tropel las legiones impulsadas por el arrebato de la libertad; generales
de fama, como Morisset y Thélemaque, fallar en sus planes cuando la victoria les parecía
más fácil por el número de las brigadas bajo su mando y por la inferioridad en que colocó
al ejército del Sur el desmoronamiento de las defensas fronterizas; duelos singulares entre
combatientes homéricos que estremecían al caer el campo de batalla; gestos de fiereza como
el del sargento Florencio Soler y actos de heroísmo suicida como el de la guardia de bande-
ras que avanza sola hacia el peligro para introducirse con la inconsciencia de la tempestad
entre las lanzas enemigas.
Cuando terminó la acción, el campo estaba lleno de cadáveres, y en el botín recogido por
las tropas de José Joaquín Puello se hallaron cajas de guerra, fusiles, pabellones quemados
por el fuego de la metralla, abundante parque y todas las piezas de campaña con que se
intentó detener el paso del ejército vencedor al través de las escarpadas gargantas en que se
bifurcan los cerros donde los invasores trataron de hacerse inexpugnables.
Estrelleta es por sí sola una epopeya. Sobre su campo se quebró, al parecer para siempre,
la lanza con que se quiso atravesar por el Sur el corazón de la República. Los soldados que
en ella se batieron pudieron oír al propio tiempo, allá en las fronteras del Norte, el ruido de
los tambores que anunciaban ya en la lejanía las dianas de Beller.
El numen que inspiró al ejército libertador en Estrelleta, ha sido resumido así por el pro-
pio José Joaquín Puello en su parte de guerra, escrito con la pluma todavía trémula por el
impulso del combate: “Cada uno de los soldados que participaron en la acción entró a ella
con el propósito de obligar la victoria a coronar sus esfuerzos”.

Muerte de Elías Piña


Duvergé, después del éxito obtenido por el Ejército del Sur en Estrelleta, intensifica sus
esfuerzos para expulsar totalmente a los invasores del suelo dominicano. Con un jefe de su
capacidad de mando y de su energía, no era posible que la victoria de Estrelleta se malograra,
como se malogró el triunfo del 19 de Marzo, por un acto de debilidad o por una omisión
culpable que permitiera al enemigo rehacer sus fuerzas y renovar con los mismos ímpetus
su obra de exterminio contra la soberanía dominicana. Las tropas de Duvergé, como las de
José Joaquín Puello, no permanecieron un solo instante ociosas, paralizadas por el néctar

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JOAQUÍN BALAGUER  |  EL CENTINELA DE LA FRONTERA

de la victoria, como las de Santana tras el triunfo de Azua. Todavía ardían los pajones por
donde pasaron los héroes de Estrelleta, cuando Duvergé se lanzó a perseguir y a hostilizar
las hordas haitianas que se retiraban maltrechas, pero no destruidas.
Su primera acción fue contra los bastiones de Bánica, donde el enemigo se atrincheró
con el propósito de retener una plaza fuerte en el territorio usurpado. Al mando de una
brigada compuesta con soldados y oficiales del regimiento de Las Matas, del regimiento de
San Juan y del 1er. batallón del “Regimiento Dominicano”, el general Duvergé salió por el
camino de El Jobo para sorprender a los haitianos en sus posiciones fortificadas. En Sabana
Cruz, donde pernoctó con sus tropas, pasó revista a sus efectivos y se dispuso a atravesar
al siguiente día las fronteras por el paso del Artibonito.
En su séquito figuraba un grupo de oficiales escogidos: el coronel Elías Piña, célebre ya por
su arrojo entre los mejores lugartenientes de Duvergé en el regimiento de Las Matas; Valentín
Alcántara, uno de los campeones de Estrelleta; y Tomás Sánchez, jefe del batallón con que el
“Regimiento Dominicano” participaba en la empresa. Al capitán José Leger le fue confiada la
única pieza de artillería con que se contaba para el temerario asalto al baluarte fronterizo. Las
lluvias habían hecho intransitables los caminos, más propicios para la pezuña de las bestias
que para el tránsito humano; pero el temple de Duvergé, hecho para las adversidades, desafía
esos obstáculos y el intrépido soldado emprende al día siguiente la marcha para atravesar a
nado el río que sirve por aquel sitio de línea divisoria entre los dos países.
El plan de Duvergé consistía en sorprender el fuerte de Bánica, uno de los más sólida-
mente fortificados de la frontera del Sur, durante la parada que cada fin de semana tenían
por costumbre celebrar dentro de sus respectivos recintos militares las guarniciones haitia-
nas. Pero José Leger, encargado de la única pieza de campaña que se transportó para batir
las defensas construidas por el enemigo, hizo inadvertidamente un disparo que alertó a los
defensores e impidió que la vanguardia dirigida por el coronel Elías Piña saltara sorpresi-
vamente las murallas que hacían al fuerte prácticamente inaccesible.
Fue preciso entonces atacar de frente los muros poderosamente artillados. En una de las
primeras cargas cayó mortalmente herido el coronel Elías Piña, que expiró al pie del fuerte,
sable en mano, combatiendo como un héroe contra fuerzas diez veces superiores. Poco des-
pués, en una nueva embestida, uno de sus hermanos se desplomó también sobre la cruz de
la bandera nacional. La batalla continuó con ardor hasta las cuatro de la tarde, hora en que
se suspendió el asalto por haber agotado las tropas de Duvergé todas sus municiones. El
campo quedó cubierto de cadáveres. Uno de los héroes del asalto, sargento del regimiento
que intervino en la acción bajo el mando del comandante Tomás Sánchez, logró arrastrarse
en medio de la trágica confusión que siguió al combate, y ocho días después se reportó al
Cuartel General de Las Matas comido de gusanos.
En esa misma época, el capitán Hipólito Garabito salió del cuartel de Las Matas al frente
de cien hombres y despejó el camino de invasores hasta Rancho Mateo. El coronel Valentín
Sánchez, miembro del Estado Mayor del general Felipe Alfau, llevó sus avanzadas hasta las
fronteras y desalojó de Hincha la guarnición haitiana.
Duvergé continúa su ofensiva en todo el territorio del Sur, sin dar cuartel al enemigo. La
invasión, destruida en Estrelleta, cobró, en cambio, fuerza en el Norte, donde el Presidente
Pierrot lanzó nuevos regimientos, sobre Dajabón e hizo construir, en territorio dominicano,
poderosas fortificaciones, como la de Beller, destinadas a hacer posible su política de con-
quista y a facilitar la marcha de sus ejércitos hacia las zonas del Cibao. Pero los cañonazos de

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Estrelleta, oídos en toda la república, pusieron en pie de guerra a las poblaciones del Norte
y la epopeya volvió a vomitar sobre aquellas tierras heroicas sus rayos inmortales.

Beller
El ejército haitiano que intentó invadir por el Norte el territorio nacional, construyó en las inme-
diaciones de Dajabón una poderosa cadena de reductos fortificados en que se propuso mantenerse
para ensanchar sus conquistas y hacer imposible una contraofensiva de las tropas dominicanas. El
más importante de esos bastiones fue el construido por el general Seraphin en las llanuras de Beller.
El general Morisset, uno de los jefes haitianos vencidos en Estrelleta, lo bautizó orgullosamente
con el nombre de “El Invencible”. La fortificación, extraordinaria para los recursos militares
de que se disponía en aquella época, constaba de un círculo amurallado con sus almenas de-
fendidas por poderosas piezas de artillería. Profundos fosos fueron abiertos como un cinturón
inexpugnable en torno a la fortaleza. El castillo, aislado en medio de las grandes excavaciones
hechas para facilitar su defensa, dominaba la extensa llanura de Beller que carecía casi total-
mente de vegetación y que se hallaba dividida por varias cañadas que recogían las aguas en
época de lluvia para verterlas en la parte baja del terreno. Las veredas formadas por el tránsito
de hombres y bestias, eran borradas por las aguas en el período de las inundaciones.
En este escenario, hábilmente escogido por el Presidente Pierrot, se iba a realizar la más
sangrienta de las batallas en que intervinieron en el Norte los ejércitos de los dos países. El
héroe escogido para dirigir ese encuentro decisivo para las armas nacionales, fue el general
Francisco Antonio Salcedo. Su opositor fue el general Seraphin, digno émulo elegido por su
coraje para sostener en la acción el honor del pabellón haitiano.
Salcedo formó sus tropas en el cuartel general de Boca de Guayubín con batallones
escogidos entre las guarniciones de Puerto Plata, Santiago y la Línea Noroeste. El 24 de
octubre inició la marcha hacia la sabana de Beller. Después de una permanencia de dos días
en Escalante, donde las lluvias lo obligaron a permanecer inactivo hasta la mañana del 26 de
octubre, se dirigió a Macabón para pasar revista a sus fuerzas y dar a la oficialidad bajo su
mando las instrucciones definitivas. Al amanecer del 27 de octubre se presentó en el campo
de batalla con sus tropas divididas en tres columnas: la del ala derecha, compuesta princi-
palmente por efectivos de Puerto Plata, bajo el mando del coronel Pedro Eugenio Pelletier;
la de la izquierda, bajo las órdenes de los tenientes coroneles José Silva y Andrés Tolentino,
y la del centro, integrada por el regimiento Nº 3 de Santiago y por los batallones de Moca y
de La Vega, bajo la dirección del coronel José Nicolás Gómez y del teniente coronel Marcelo
Carrasco. La caballería fue a su vez separada en dos secciones: una al mando del coronel
José Gómez Mayol, encargada de cubrir el ala derecha del ejército, y otra bajo la dirección
del teniente coronel Juan Luis Ricardo con la misión de apoyar por su parte el ala izquierda
en el curso de las operaciones. Las tres piezas de campaña de que disponía el ejército liber-
tador fueron distribuidas entre las tres columnas y confiadas al teniente coronel José María
López, al teniente coronel Lorenzo Mieses y al capitán Benito Martínez.
La voz de alerta fue dada a los defensores del fuerte por la guardia avanzada que el
general Seraphin había hecho colocar a las orillas del río Guajaba.
La batalla se inició con un “Viva la República Dominicana” que circuló como un clamor
electrizante repetido por las tres alas del ejército libertador. El grito de guerra de la tropa
dominicana fue contestado desde el fuerte con una descarga dirigida contra el propio

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JOAQUÍN BALAGUER  |  EL CENTINELA DE LA FRONTERA

general Salcedo, que observaba en el centro de la sabana, en compañía del general José
María Imbert, el movimiento de las tres columnas que se dirigían a ocupar sus respectivas
posiciones. La culebrina disparada contra el caudillo dominicano erró el blanco por uno de
esos azares de que está llena la vida de los grandes guerreros. Salcedo se limitó a sacudirse
el polvo levantado a su alrededor por la descarga, y siguió tranquilo a su destino.
El rugido de un cañón disparado desde el fuerte estremeció todo el ámbito de la sabana
con formidable estrépito. La voz de un clarín vibró en la lejanía donde se hallaban los jinetes
listos para la carga decisiva, y en aquel recodo de la llanura los coroneles José Gómez Ma-
yol y Juan Luis Ricardo, a caballo y rodeados de lanzas, hacían esfuerzos por contener sus
soldados y evitar que la tropa montada cargara a galope sobre la línea enemiga.
Las tres columnas del ejército libertador avanzaron entonces simultáneamente sobre
el fuerte y recibieron sin retroceder durante varias horas, el fuego vomitado por las tropas
enemigas desde las posiciones en que se hallaban atrincheradas.
Numerosos soldados y algunos oficiales impetuosos como el coronel José Díaz y los
tenientes coroneles Marcelo Carrasco y José Peña, cayeron mortalmente fulminados por la
metralla dirigida al través de los fosos desde el circuito fortificado. Sobre los cadáveres de los
caídos siguieron avanzando sin cesar las columnas atacantes, mientras que el teniente coronel
José María López y el capitán Benito Martínez martillaban los muros de la fortaleza con el
fuego de sus cañones. La sangre de los patriotas, mezclada en las charcas con el agua de las
lluvias caídas la noche anterior sobre la vasta sabana, dificultaba la marcha de los batallones
empeñados en no ceder al enemigo un solo palmo del terreno heroicamente conquistado.
Junto a Marcelo Carrasco, quien ya había hecho ilustre su carrera militar en otras acciones
de guerra, como la de Las Pocilgas y la de Capotillo Español, se desplomaron el abanderado
Lorenzo Fermín y el ayudante Estanislao Aranda. Algunos patriotas mortalmente heridos
como Santiago Bonilla y Santiago Pichardo, a quienes se trató de ofrecer ayuda en medio
de la batalla, se negaron a recibirla, excitando a sus compañeros a proseguir la ofensiva. El
general Salcedo corrió en medio del combate para incorporarse al regimiento de Santiago
que marchaba por el centro de la sabana hacia la fortaleza, y fue interceptado por algunos
de sus propios subalternos para impedir que cayera arrastrado por su impetuosidad bajo
las balas enemigas. La oficialidad de la escolta de Salcedo sabía que uno de los rasgos de su
jefe era el no excusar su propia persona de los riesgos comunes a sus soldados.
Los primeros héroes del asalto rodaron sin vida en los fosos que rodeaban el baluarte,
pero tras ellos se precipitaron otros tremolando con el mismo denuedo la bandera dominicana.
Uno de los más intrépidos de esta legión de abanderados de la muerte, decididos a triunfar
o a perecer, logró al fin saltar sobre una de las murallas y abrir el camino a los soldados
que combatían a su lado con el mismo ímpetu hazañoso: fue un soldado del regimiento
de Santiago cuyo nombre ha recogido la historia: Manuel de Jesús Carabana. Cuando este
audaz legionario atravesó los fosos y logró treparse, seguido de otros valientes, a una de las
murallas que habían hecho calificar el fuerte con el nombre de “El Invencible”, un soldado
haitiano le mutiló de un tremendo golpe la mano derecha, lo que no impidió al héroe asirse
con la otra mano a la pared y saltar tras los muros para luchar cuerpo a cuerpo con su ad-
versario. Otro soldado del mismo regimiento, Nepomuceno Abreu, entró al fuerte tras
Manuel de Jesús Carabana y empujó con tal fuerza a los contendientes que intentaron
detenerlo, que su impulso sirvió de ariete para que el grueso de la tropa entrara como
un alud devastador en el recinto atrincherado. Las tropas de caballería, formadas en

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dos secciones en la retaguardia para cubrir las dos alas del ejército, no tuvieron en la batalla
la participación decisiva que se les había asignado, porque el estado de la sabana de Beller,
convertida por las lluvias en un fango en que resbalaban los cascos de las cabalgaduras, no
les permitió maniobrar con la precisión y la rapidez necesarias en el momento álgido de
trasponer los fosos para cargar sobre las fuerzas haitianas. El número de soldados barridos
por la metralla salida de la fortaleza, dificultó también el paso de los jinetes al través de la
tropa de línea que se desplomaba bajo el plomo, enemigo para ser inmediatamente sustituida
por otra nueva columna de héroes que continuaba con el mismo ímpetu el avance incesan-
te. La carnicería dentro del fuerte alcanzó un grado de ferocidad increíble. La habilidad
del soldado dominicano en el manejo del machete y en el combate a bote de lanza, causó
enormes estragos en la guarnición haitiana que no esperó que la lucha se desenvolviera en
sus propios reductos. Los hombres que resistieron dentro de la fortaleza, fueron aplastados
por el coraje terrorífico con que los asaltantes, cubiertos de sangre y enloquecidos por el
fuego de la metralla en varias horas de lucha, arrollaron cuanto se opuso dentro del circuito
infernal a su empuje victorioso. Las tropas que huyeron desbandadas fueron en gran parte
barridas por el fuego destructor de los soldados que se lanzaron en su persecución poseídos
por una enloquecedora fiebre de exterminio. Los cadáveres abandonados sobre el campo
por el General Seraphin ascendieron a cerca de cuatrocientos. Los soldados haitianos que
lograron ponerse a salvo, debieron su buena suerte a la lluvia que empapaba el terreno y no
permitía la evolución del pelotón montado que intentó cortarles la huida.
La tropa dominicana, poseída por un verdadero frenesí guerrero, procedió a demoler
el fuerte conquistado para no dejar vestigios en suelo dominicano de aquellos muros orgu-
llosos que el invasor tituló con arrogancia “El Invencible”. Mientras el grupo de soldados
derribaba a golpes los muros de piedra del castillo de Beller y se procedía a dinamitar los
fosos para arrasar totalmente aquel símbolo del señorío haitiano, las fuerzas de caballería,
aún intactas por la poca participación que tuvieron en la batalla, recibieron orden de marchar
sobre Dajabón para realizar una acción decisiva sobre esa plaza fronteriza que aún perma-
necía en poder de las fuerzas invasoras. La guarnición haitiana, compuesta de un escuadrón
de dragones y de varios cuerpos de infantería, eludió el encuentro y atravesó el Massacre
después de reducir a cenizas las casas que le habían servido de refugio.
Los generales Denis, Hilaire y Mitil, jefes del ejército de invasión lanzado por el Presidente
Pierrot en la frontera norte, se situaron del lado opuesto del río, fuera del alcance de sus per-
seguidores, con los restos de las guarniciones vencidas en Beller y en Capotillo Español.
Después de esta acción, con la cual se cerró gloriosamente la famosa campaña de 1845,
el ejército libertador paseó en triunfo las banderas de la República por toda la frontera norte,
desde Dajabón hasta las lomas de Escalante.

La justicia de Duvergé
La derrota del ejército de Pierrot inició una tregua, pero no puso fin al estado de guerra
existente entre los dos países. El ideal expansionista proclamado por Dessalines, quien ha-
bía dicho dirigiéndose arrogantemente a los habitantes de la parte Este, “No existiréis, sino
mientras mi clemencia se digne preservaros”, continuaba siendo el principal objetivo de
la política haitiana. El peligro de nuevas invasiones continuaba latente y mantenía en una
perpetua situación de zozobra a las poblaciones fronterizas.

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JOAQUÍN BALAGUER  |  EL CENTINELA DE LA FRONTERA

Pero Duvergé, convertido desde el 27 de febrero de 1844 en el centinela de las fronteras,


vigilaba noche y día al enemigo y mantenía en permanente estado de alerta las tropas bajo
su mando. El incansable servidor de la República no se desmonta de su caballo durante los
años 1845 a 1848. El Duvergé de esta época es una especie de Cid indígena que cabalga sin
cesar por tierras de las fronteras haciendo a los haitianos una guerra santa como la que el
Campeador hizo a los moros. Los testigos que depusieron ante el Consejo de Guerra que lo
juzgó en 1849, expusieron bajo la fe del juramento que el héroe dormía poco en este tiempo y
que se excedía en la vigilancia y en la defensa de la heredad confiada a su celo de soldado.
El propio Duvergé asume personalmente, cuando se lo permiten las obligaciones de su cargo
como Comandante en Jefe de los Ejércitos del Sur, la dirección de todas las acciones de guerra que
se desarrollan entonces para repeler las excursiones que esporádicamente realizan sobre el territo-
rio nacional las brigadas constituidas para preparar las futuras invasiones haitianas. En mayo de
1846 se puso al frente de un regimiento compuesto de soldados curtidos en las luchas fronterizas
y desbandó a la guarnición haitiana que se había posesionado de Font Verrett para introducirse
en territorio dominicano. Simultáneamente con esta operación de limpieza, se consumó otra
del mismo género, confiada por Duvergé a uno de sus más intrépidos oficiales: el Coronel Fer-
nando Taveras, héroe de Hondo Valle, quien se apoderó de Petitrú desalojando las avanzadas
haitianas que habían intentado establecerse en las inmediaciones del lago Enriquillo.
El regimiento de Neyba, encabezado por el General Francisco Sosa, atacó también, el 28
de mayo de 1846, a las fuerzas haitianas atrincheradas en la loma de Gober, reducto fortificado
de difícil acceso donde perdieron la vida, entre otros audaces soldados del ejército del Sur, el
Capitán Marcos de Medina y el Teniente Rafael Aybar, fulminados por la metralla enemiga
cuando se acercaban arma en mano a los fosos de la fortaleza. El soldado del regimiento de
Neyba, Dámaso Reyes, gravemente herido en la acción, fue trasladado a Puerto Príncipe, de
donde logró escaparse seis meses después para reincorporarse a las tropas dominicanas.
El advenimiento a la Presidencia de Haití del General Jean Baptiste Riché, sucesor de Pie-
rrot, puso fin momentáneamente a la guerra virtual existente desde hacía tres años entre los
dos pueblos. Durante este corto paréntesis cesan las hostilidades de las fronteras, y Duvergé,
sin abandonar su cargo como Comandante en Jefe de los Ejércitos del Sur, distrae parte de su
tiempo para dedicarlo a las actividades agrícolas que habían ocupado su atención hasta que
empuñó las armas para defender en los campos de batalla el ideal separatista proclamado el
27 de febrero. En esos días en que alternaba los deberes de la vida militar con los de la vida
privada, le fue denunciada la supuesta connivencia con el enemigo de dos de sus más bravos
oficiales, el Teniente Coronel Lino Peralta, Comandante del 2º Batallón del “Regimiento Ma-
tas”, y el Capitán Pedro Florentino, perteneciente al cuerpo de caballería de esa misma sección
del ejército sureño. En la sombría confabulación aparecía también mezclado el nombre de un
oscuro soldado del escuadrón de caballería de Las Caobas, Bruno Sayas. La intervención de
Duvergé en el proceso instruido a los presuntos culpables, fue de una rectitud inmaculada.
El hecho de que la política no se hallara mezclada en la denuncia, y de que su influencia no
gravitara sobre la potestad de los jueces elegidos para juzgar a los reos en consejo de guerra,
permitió que se hiciera limpiamente justicia y que a los prevenidos se les garantizara con
absoluta imparcialidad el derecho de establecer su inocencia. El tribunal militar, reunido
en el cuartel general del ejército del Sur en las Matas, fue presidido por Valentín Alcántara,
Jefe del Regimiento Azuano, a quien el destino reservaba la misma prueba y sobre cuya
cabeza debía pesar también la misma acusación deshonrosa. El Capitán Juan Cáceres,

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Ayudante Mayor del regimiento de San Juan, actuó como acusador fiscal en las audiencias
celebradas durante varios días en medio de la expectación provocada por el triste episodio
en la conciencia de todo el ejército del Sur que había luchado con ejemplar heroísmo para
sostener la causa de la independencia dominicana.
El Capitán Pedro Florentino fue absuelto, pero el Coronel Lino Peralta y el soldado Bruno
Sayas, cuya culpabilidad fue puesta en evidencia ante los jueces con pruebas abrumadoras,
fueron sentenciados a muerte y ejecutados el 29 de octubre de 1846, en presencia de los mismos
compañeros de armas que los habían visto batirse con bravura en cien gestas gloriosas.
Hacia esta misma época ofreció Duvergé a los oficiales y soldados bajo su mando otro
ejemplo de su magnanimidad y de su espíritu justiciero. En uno de los viajes que solía rea-
lizar desde San Juan de la Maguana al cuartel de Las Matas, a cargo entonces de su adjunto
Valentín Alcántara, tuvo que hacer uso de su jerarquía militar para resolver una disputa
promovida por la detención de varias mujeres, acusadas de tráfico ilícito y de connivencia
con las autoridades haitianas. Pedro Florentino, envuelto en un agrio intercambio de acu-
saciones con Valentín Alcántara, a quien aspiraba a desplazar como Jefe de las Fronteras,
alardeaba de haber sorprendido in fraganti a una de las acusadas de quien obtuvo la confesión
de que otra compañera había querido “conquistarla para pasarse al enemigo” y para entrar
en inteligencia con maroteros haitianos. Las dos mujeres, según Florentino, fueron careadas
en presencia de Valentín Alcántara, y el delito quedó satisfactoriamente probado. Floren-
tino, quien ya había tenido que afrontar una acusación semejante ante la Comisión Militar
que en 1846 presidió el propio Alcántara, pedía un castigo ejemplar para las dos infelices.
El acusador, con su habitual celo de fanático, alegó que en la última de sus excursiones los
maroteros habían raptado “sobre 42 bestias”, y que por donde pasaban tantos animales
podía pasar también una armada.
Duvergé, por fortuna, conocía mejor que nadie los hábitos de las tropas bajo su mando
y las costumbres seguidas a ambos lados de las fronteras. Las marotas consistían en una ex-
cursión sorpresiva en terreno enemigo para apoderarse de las bestias y víveres del vecino y
repartir luego el producto del asalto entre los participantes de la aventura. La práctica era
seguida en ambos lados de las fronteras con la participación muchas veces de las propias
autoridades que recibían la recompensa de un tanto por ciento del botín conquistado.
Duvergé desaprobó, con su característica energía militar, la conducta de Alcántara, pero
en vez de asentir al deseo de Pedro Florentino que pedía la pena capital para las acusadas,
se contentó con ordenar que ambas mujeres fueran confinadas en la común de San Juan de
la Maguana, en un lugar donde no les fuera posible seguir en comunicación con los maro-
teros haitianos.

Campaña de 1849
La proclama de 1848
Mientras Duvergé vigila el Sur, lado débil por donde es mayor la amenaza permanente
de las invasiones, en la capital de la República asoman los primeros síntomas de malestar
interno con el fusilamiento del General José Joaquín Puello, héroe de la célebre acción de la
Estrelleta. En la crisis provocada en gran parte, por las intrigas de Tomás Bobadilla, ave de
mal agüero que desde entonces habrá de aparecer, como una sombra siniestra, en todas las

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JOAQUÍN BALAGUER  |  EL CENTINELA DE LA FRONTERA

discordias que dividen la familia dominicana, se mezclan los escrúpulos patrióticos con las
ambiciones personales.
Santana, celoso de su hegemonía, prestó oído a la intriga. El prestigio de Puello, quien
unía a la aureola que le dio la victoria de Estrelleta, reputada como el más brillante hecho
de armas cumplido hasta ese momento por los ejércitos nacionales, el aura popular que lo
señalaba como el más gallardo opositor de los proyectos liberticidas de los que conspiraban
en favor de la anexión o del protectorado, molestaba al caudillo del 19 de Marzo que lo
designó Ministro en 1847, con la esperanza de que su carácter altivo se malearía en el aire
viciado de las alturas palaciegas.
Sindicado como conspirador, cayó al fin José Joaquín Puello, en compañía de otros miem-
bros de su familia, y sobre su cadalso volvió a irradiar con todo su brillo omnímodo el astro
absoluto de la tiranía de Santana. No existen pruebas sobre la culpabilidad de este mártir.
Pero su proceso, al igual que el que se hizo a todas las víctimas de la suspicacia política de
Santana y de su desmedida tendencia hacia el absolutismo, indicó al país que aquel fiero
conductor de tropas era un caudillo de alma tártara que no vacilaría en sacrificar a la patria
misma para asegurar su hegemonía política.
Mientras corría por las gradas del cadalso la sangre de su compañero de armas, Duvergé
reforzaba las guarniciones de la frontera del Sur ante el rumor de nuevas invasiones prepa-
radas por Faustín Soulouque, sucesor de Riché en la presidencia de Haití.
El General Manuel Jiménez, quien el 8 de septiembre de 1848 fue llamado a ocupar la
presidencia de la República, realizó un viaje a la provincia de Azua para inspeccionar las
defensas del ejército del Sur y poner en práctica las medidas de seguridad que las circunstan-
cias hacían necesarias. El jefe del Estado fue recibido por Duvergé, confirmado por la nueva
administración como jefe de los ejércitos del Sur, y regresó a la capital de la República per-
suadido de que las tropas se hallaban en permanente estado de alerta y con la férrea decisión
de otros tiempos para rechazar al enemigo y mantener la integridad del suelo dominicano.
Las disensiones intestinas y la atmósfera de desconfianza que la oposición política, encabe-
zada por Ramón Matías Mella y otros dominicanos, de reconocida sensibilidad patriótica,
mantenían alrededor del gobierno de Jiménez, aumentaban sin embargo el temor de que las
defensas de las fronteras y los heroicos esfuerzos de Duvergé resultaran insuficientes para
reguardar la soberanía dominicana.
La moral del pueblo dominicano se hallaba decaída y un hondo sentimiento de pesimismo
invadía todas las capas sociales. La creencia general era la de que el país no podía afrontar,
dividido en varias facciones que se combatían con encono, el peligro de una invasión desen-
cadenada al amparo del creciente poderío militar con que contaba el imperialismo haitiano.
Duvergé, quien desde el Sur vigilaba el estado de los ánimos en la nación entera, escogió
aquel momento de crisis para lanzar su famosa proclama del 18 de diciembre de 1848 que
fue un cartel de desafío contra Soulouque y una enérgica afirmación del derecho del pueblo
dominicano a ser independiente.
“El último portero de nuestros tribunales –decía arrogantemente Duvergé en el viril
manifiesto– no cedería sus funciones por una cartera de Primer Ministro, un soldado de
nuestro ejército cambiaría su humilde galán por una charretera de general haitiano”. El
bravo soldado se muestra orgulloso de su origen de hombre de color y condena con acritud
las luchas raciales en que desde un principio fue fundada la sociedad haitiana. Mientras en
Haití las castas se dividen según el color de la piel, en la República Dominicana la sociedad

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se ha constituido de tal modo que en ella sólo existe una escala para ascender a los puestos
más elevados de la República: la virtud: “Echad una ojeada sobre nuestros empleados civiles
y militares de cualquier categoría, y los veréis indistintamente matizados por los diversos
colores que produce la naturaleza humana”.
El final de su proclama es un grito de guerra al propio tiempo que una advertencia terri-
ble dirigida a los invasores: “Ningún derecho os asiste sobre la República Dominicana; nada
tenéis que buscar en ella si no es fatigas, miserias, necesidades, quebrantos y una muerte
segura que reservamos al que ose profanar nuestro suelo en el filo de nuestros machetes, en
la punta de nuestras lanzas y en la boca de nuestros fusiles”.

La traición de Valentín Alcántara


La proclama de Duvergé, distribuida en francés y en español a ambos lados de las
fronteras, desconcertó a Soulouque, pero no contuvo sino momentáneamente su decisión
de imponer la soberanía de Haití sobre toda la isla.
Antes de lanzar sus fuerzas sobre el Este, Soulouque intentó socavar, con sobornos y
atentados personales, la moral del pueblo dominicano y de los militares en campaña. La
primera de esas maniobras de mala ley fue dirigida contra Valentín Alcántara, quien desde
fines de 1848 tenía a su cargo, como adjunto del general Duvergé, la dirección del cuartel
de Las Matas y la custodia de las fronteras. Alcántara era hombre de carácter fácilmente
maleable. Así lo demuestran, entre otros hechos poco plausibles, el uso que hacía para su
aprovechamiento personal, del botín y de los animales apresados en acciones de guerra
al enemigo, y las operaciones clandestinas que realizaba directamente o por conducto de
algunos de sus subalternos con los maroteros haitianos.
Como el soborno no era un arma utilizable contra Duvergé, Soulouque trató de hacerlo
desaparecer violentamente. El mandatario haitiano sabía que con la vida de Duvergé des-
aparecería el principal obstáculo con que tenía que tropezar para la ejecución de su plan ex-
pansionista. Por la cabeza del gran dominicano se ofrecieron, pues, sumas tentadoras. Varios
espías y agentes de Soulouque, aprehendidos en diversos puntos del territorio fronterizo,
revelaron a Duvergé los planes urdidos para suprimirlo y para eliminar con él al mejor guar-
dián de la independencia dominicana. Su conocimiento del patuá, dialecto de los invasores
que el héroe aprendió a manejar desde niño y el que llegó a dominar con tanta soltura como
su lengua nativa, así como su conocimiento no menos profundo de la psicología haitiana,
le permitieron descubrir los proyectos de Soulouque gracias a los mismos instrumentos de
que se servía su enemigo para la realización del atentado12.
El 1º de febrero de 1849, mientras Duvergé permanecía en San Juan de la Maguana,
atendiendo a sus nuevos deberes como Jefe Político del Sur, Soulouque dio comienzo a
su primera invasión lanzando tres divisiones contra el cuartel de Las Matas de Farfán. La
batalla, iniciada a las ocho de la mañana con gran denuedo por parte de ambos bandos, se
prolongó hasta muy avanzada la tarde sin que los invasores lograran vencer la resistencia

12
Martín de Vargas, interrogado en Las Matas por los generales Francisco Sosa y Remigio del Castillo, reveló
lo siguiente: “En cuanto al no paradero fijo del mismo general Duvergé, este le confió al declarante que le precisaba
hacerlo así porque su vida estaba amenazada ofreciendo los haitianos trescientos pesos por su cabeza, lo cual le hacía
estar en cuidado por los malhechores que abundan y hombres de mala fe entre nosotros mismos, que daban cuenta al
Gobierno haitiano hasta de sus menores pasos, según le han confiado los mismos prisioneros hechos al enemigo”.

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JOAQUÍN BALAGUER  |  EL CENTINELA DE LA FRONTERA

de las tropas acantonadas en la plaza no obstante haber empleado en la acción numerosas


piezas de artillería.
Duvergé voló al campo de los acontecimientos y su energía, superior como siempre a todo
esfuerzo humano, cerró triunfalmente el paso al enemigo. El fuego de los cañones disparados
sin cesar desde el Fuerte Grande, obligó a las fuerzas haitianas a retroceder y a abandonar su
propósito de apoderarse de aquella plaza vital para la invasión proyectada. Hubo un suceso,
sin embargo, que empañó la victoria de las tropas libertadoras. Cuando el grueso del ejército
invasor se retiraba, dejando el campo de la lucha en orden, pero sin moral combativa, el General
Valentín Alcántara, comandante de una de las alas del ejército victorioso, se dejó envolver por
el enemigo con todos los oficiales y soldados de su escolta. El prisionero tuvo el triste privile-
gio de ser llevado a Puerto Príncipe en calidad de rehén por los mismos generales haitianos a
quienes había fácilmente vencido algunas horas antes. Aquel feo episodio se consideró como
una deserción. La sospecha cobró visos de verdad cuando algún tiempo después el General
Alcántara, canjeado por un grupo de oficiales haitianos, bajó al muelle del puerto de Santo
Domingo de Guzmán con un lujoso uniforme obsequiado por el propio Soulouque en un gesto
de magnificencia que pudo haber halagado al prisionero, pero que lastimó profundamente la
sensibilidad patriótica del pueblo dominicano.
La victoria de Duvergé, a pesar del vergonzoso episodio protagonizado por Valentín
Alcántara, puso en pie la conciencia nacional y el país entero empezó a prepararse febril-
mente para la defensa del territorio en caso de que Soulouque persistiera en su propósito
de proclamarse emperador de toda la isla. El decreto dictado por el Presidente Jiménez el
17 de diciembre de 1848 para una movilización general que debía comprender a todos los
dominicanos aptos para el servicio militar, desde la edad de 12 hasta la de 60 años cumpli-
dos, fue obedecido con entusiasmo, y hombres y mujeres, poseídos de indescriptible fervor
cívico, acudieron a ponerse bajo las banderas de la patria. Nuevas tropas salieron a reforzar
el cantón avanzado de Las Matas y todas las fronteras del Sur vibraron enardecidas por
las dianas de la libertad. El propio Ramón Mella, disgustado desde hacía tiempo con el
gobierno, depuso sus rencores partidistas y marchó a ponerse al frente, juntamente con el
coronel Feliciano Martínez, de las legiones formadas para combatir la invasión en las zonas
expuestas a los primeros choques con las hordas haitianas.
Todo estaba, pues, listo para la defensa, excepto la moral del Jefe del Gobierno. El
Presidente Jiménez, tenazmente combatido por sus opositores políticos, a la cabeza de los
cuales figuraba Buenaventura Báez, líder de la facción adversa en el Congreso, no fue capaz
de constituir un mando militar centralizado en un solo jefe de prestigio que pudiera hacer
frente al peligro y salvar con el peso de su autoridad la República amenazada. En vez de
confiar esa difícil tarea a Duvergé, centinela incansable de la dignidad nacional en las fron-
teras del Sur, el inexperto mandatario dejó que la anarquía se apoderara de los altos mandos
del ejército en un momento en que las huestes de Soulouque se agolpaban con imponente
aparato militar a las puertas del territorio dominicano.
Las intrigas políticas, estimuladas por la gravedad de la situación, contribuían a hacer más
agudo el desconcierto reinante. Hombres sin escrúpulos, aunque tal vez sinceros en su patriotis-
mo y en su dominicanidad insobornable, conspiraban inconscientemente en favor de Haití para
precipitar la caída del gobierno y hacer posible el retorno al poder del General Pedro Santana.
El plan no podía ser más simple: quebrantar la moral del ejército y romper la unidad
de mando necesaria en las filas militares para que el Presidente de la República se viera

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obligado a confiar a Santana la dirección de las tropas en campaña. El célebre hatero del
Prado conocía ya el secreto de hacerse dueño de la situación política una vez convertido en
la primera figura en la jerarquía de los mandos militares: así ocurrió en 1844 cuando se hizo
proclamar por el ejército, tras la victoria del 19 de Marzo, Jefe Supremo de la República como
cabecilla del movimiento insurreccional que derrocó la Junta Central Gubernativa.
La anarquía, sembrada en las filas del ejército del Sur por la incapacidad del Presidente
Jiménez y por el laborantismo político de los partidarios de Santana, culminó con la orden
del Poder Ejecutivo que autorizó el reingreso a las fuerzas expedicionarias acampadas en Las
Matas del General Valentín Alcántara, señalado por el sentimiento popular como agente de
Soulouque y como traidor a la patria. La desmoralización causada por esa medida impolítica
sembró la desconfianza en los jefes a quienes se había confiado la defensa de la soberanía
nacional en el Sur, teatro de la traición de que se culpaba a Valentín Alcántara, y preparó el
camino de los invasores para una nueva marcha hacia el Este.

Segunda invasión de Soulouque


El 5 de marzo de 1849 se inició de nuevo la invasión del territorio dominicano. Con un
ejército poderoso, dividido en varias columnas bajo el mando del general Fabré Geffrard
y de otros oficiales escogidos, como Delege y Paul Cascayett, le fue fácil a Soulouque batir
todos los puestos que constituían la vanguardia nacional en diferentes puntos de la línea
divisoria. Duvergé, sin fuerzas suficientes para detener al enemigo, concentró sus efectivos
en Las Matas de Farfán donde confió el mando del Fuerte Grande al General Ramón Mella
y el del Fuerte de Baní al coronel Feliciano Martínez. Sobre las avenidas que convergían al
centro de la plaza, colocó al general Remigio del Castillo, comandante de armas de San
Juan, y al propio Valentín Alcántara, buen conocedor de aquel terreno, teatro en que hacía
poco se había vendido al invasor, pero donde también había logrado vengar muchas veces
la afrenta hecha por las botas intrusas al suelo dominicano.
El 17 de marzo se presentó Soulouque, al frente de sus brigadas provistas de abundante ar-
tillería, ante el cuartel escogido por Duvergé para hacer frente a la nueva invasión. Las primeras
defensas, sostenidas por un corto número de valientes, cayeron en poder de las tropas invasoras.
El ímpetu del ataque y la enorme superioridad de las fuerzas dirigidas por Geffrard, obligó a
los defensores de la plaza a replegarse en orden bajo el fuego concentrado de la infantería y de
la caballería haitianas. Después de varias horas de lucha, Duvergé optó por evacuar la plaza
y erigir nuevas defensas a las orillas del Yaque del Sur. La retirada se llevó a cabo con gruesas
pérdidas, pero con pericia insuperable. La caballería haitiana intentó en vano envolver al ejército
libertador que resistió firmemente en Cañada Honda y que después de acorralado en Sabana
Pajonal pudo romper a bota de lanza el cerco que el enemigo le tendió con su caballería re-
forzada. Las columnas dirigidas por los generales Ramón Mella y Valentín Alcántara, aunque
sensiblemente diezmadas, llegaron en orden hasta las márgenes del río Yaque. El general
Remigio del Castillo, hostilizado también por la caballería haitiana, se desvió por el camino
de Constanza para eludir a sus perseguidores en los macizos de la cordillera.
Duvergé, compelido por la creciente presión de las divisiones haitianas, estableció su
nuevo cuartel en Azua, donde reunió mil hombres, muchos de ellos curtidos ya por una par-
ticipación de varios años en la campaña libertadora. Mella y Alcántara fueron estacionados
con sus regimientos en el Jura, casi a tiro de arcabuz de la vanguardia enemiga, y el coronel

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JOAQUÍN BALAGUER  |  EL CENTINELA DE LA FRONTERA

Feliciano Martínez y otros oficiales de menor rango recibieron orden de situarse en los si-
tios más estratégicamente ventajosos para la defensa de la plaza. Doce piezas de cañón de
diferentes calibres fueron colocadas en el Fuerte de San José y en otras eminencias desde las
cuales podía fácilmente dominarse el avance de las tropas enemigas. Abundantes pertrechos
de guerra y de provisiones de boca completaban los preparativos hechos por Duvergé para
una resistencia heroica que pudo ser suficiente para quebrantar la invasión si el laborantismo
político no hubiera minado ya profundamente la moral de las tropas libertadoras.
El Presidente Jiménez, acosado por una oposición cada día más feroz que se aprove-
chaba de la gravedad de la situación para precipitar su caída, se trasladó al teatro de los
acontecimientos el 23 de marzo, con una escolta compuesta por un escuadrón de caballería
al mando del Coronel Juan Nepomuceno Ravelo.
Su presencia sirvió de pretexto para que la oposición, ya infiltrada en las propias filas
del ejército libertador, tomara un carácter violento que se tradujo en actos de desobediencia
militar y en manifestaciones de desacato a la autoridad de que se hallaba constitucionalmente
investido el Jefe del Estado. La decisión del Presidente de la República sobre la reincorpo-
ración al ejército del Sur, con todos sus honores, de Valentín Alcántara, se agitó de nuevo
como un motivo para el escándalo y la insubordinación entre los oficiales que tenían a su
cargo la defensa de la plaza.
Las órdenes dictadas por el Presidente Jiménez fueron desobedecidas con altivez por el
General Juan Contreras y por el Coronel Juan Batista. El descontento se extendió a los soldados
de línea y la batalla, antes de comenzar, parecía irremediablemente perdida. De nada valieron
los esfuerzos de Duvergé para levantar los ánimos y restablecer la confianza en la victoria. El
Coronel Juan Batista, a quien el Presidente Jiménez envió al frente de mil hombres, constituidos
en su mayor parte por la flor del batallón azuano, con el encargo de detener el avance de Geffrard
en Arroyo Salado, abandonó sin disparar un tiro el bastión de “Los Conucos”, replegándose
poco después en el mayor desorden hasta las orillas del Jura. En vez de castigar con seve-
ridad este acto de deserción y desobediencia, el Presidente Jiménez se apresuró a regresar
a la capital de la República sumiendo con esa actitud al ejército, en vísperas de una batalla
decisiva para la independencia nacional, en la desmoralización y en la anarquía.
Cuando Geffrard se presentó el 5 de abril ante la ciudad de Azua, antemural de la Re-
pública en el Sur, encontró las fuerzas defensoras desmoralizadas debido a que cinco de sus
jefes principales habían izado la bandera de la rebeldía pronunciándose contra toda unidad
en el mando. En torno a Duvergé sólo se agruparon para defender heroicamente la plaza
asediada, algunos oficiales de rango inferior, como los coroneles Francisco Domínguez,
Eusebio Pereira, Feliciano Martínez y Wenceslao Guerrero; como los tenientes coroneles
Santiago Basora, Emilio Palmatier, Juan María Albert y Santiago Pou, y como el capitán
Matías de Vargas. Mientras el General Juan Contreras, encargado de la defensa del Fuerte
Resolí, entorpecía las maniobras de la infantería dando lugar a que muchos soldados cayeran
víctimas de los cañones erróneamente disparados desde aquel bastión, el teniente coronel
Basora se batía desesperadamente al pie de las trincheras con las tropas de Monte Grande,
y el capitán Matías de Vargas luchaba sable en mano en plena sabana con los supervivientes
del batallón azuano. El batallón de San Cristóbal, bajo el mando del coronel Eusebio Pereira,
y el de Higüey, comandado por el coronel Wenceslao Guerrero, se batieron por su parte hasta
caer prácticamente aniquilados bajo el peso de las divisiones haitianas. La tropas de Neyba
cerraron con obstinación al enemigo el camino de la Playa, y el propio Duvergé combatió

935
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como un león en El Barro para romper la cuña con que Geffrard quiso irrumpir por ese lado
en el interior de la plaza. Pero todo ese despliegue de heroísmo resultó al fin inútil por falta
de disciplina y de coordinación en la defensa. Vencidos el teniente coronel Emilio Palmatier
en “La Loma de los Cacheos” y barridas las columnas estacionadas en “La Cruz” por las
baterías mal emplazadas del general Juan Contreras, la resistencia se hizo imposible y fue
necesario abandonar la ciudad a las fuerzas invasoras.
La retirada se realizó confusamente por el camino de Estebanía y por la ruta que conduce
a San José de Ocoa.
Geffrard ocupó la ciudad, castigada por una lucha de tres largos días, pero se abstuvo
de avanzar en persecución de las tropas dominicanas. Duvergé, superior al descalabro
sufrido, se dedicó durante los días siguientes a reunir nuevos efectivos y a reorganizar las
reliquias dispersas de su ejército para impedir que la conquista de Azua se convirtiera en un
desastre de mayores proporciones. La oficialidad y los soldados oriundos del Sur, quienes
habían permanecido en las cercanías de Azua después de la caída de la ciudad, acudieron al
llamamiento de Duvergé para formar un nuevo frente de batalla. En pocos días logró aquel
gran soldado, impertérrito defensor de las fronteras, reconstituir el ejército para tender un
cerco impenetrable en torno al enemigo. Todos los sitios estratégicos, desde el mar hasta la
cordillera, fueron ocupados por las nuevas tropas de infantería que debían actuar combina-
das con la flotilla de guerra anclada en el Puerto de Tortuguero bajo las órdenes del general
Juan Bautista Cambiaso.
La caída de Azua en poder de Geffrard sirvió de poderoso estímulo a los opositores
del Presidente Jiménez para precipitar su derrocamiento y favorecer las aspiraciones de
Santana. El Congreso Nacional, hábilmente manejado por Buenaventura Báez, se aprovechó
de la alarma provocada en toda la República por aquella desgracia nacional, e impuso al
Poder Ejecutivo el decreto dictado el 3 de abril de 1849, donde se apelaba al patriotismo de
Santana y se le pedía que se hiciera cargo de la dirección de las fuerzas organizadas para
la defensa del suelo dominicano. La primera entrevista entre el héroe del 19 de Marzo y el
Jefe del Estado, se efectuó en el campamento de Baní, y en ella quedó sellada la suerte de
Valentín Alcántara, quien fue reducido a prisión como reo de traición a la patria, y la del
coronel Batista, a quien se culpó de haber entregado al enemigo, con la deserción de “Los
Conucos”, llave de la defensa de Azua, la seguridad de la República. Jiménez, anonadado
por los acontecimientos, entregó a Santana el mando de las tropas, y regresó a la ciudad de
Santo Domingo convertido ya en un dócil instrumento en manos de la reacción victoriosa.

El Número
Agotadas en Azua sus provisiones de boca, Geffrard decidió abrirse paso hasta la capital
de la república y lanzó el grueso de sus fuerzas con dirección al río Ocoa.
El ejército invasor debía escoger entre dos vías para alcanzar ese objetivo: el camino de
la costa o el de las montañas. La línea de la costa, flanqueada por el mar y por los farallo-
nes de las serranías vecinas, pasaba por Las Charcas y Boca Cachón hasta desembocar en
la Boca de la Palmita para seguir ininterrumpidamente el curso de la playa. La vía de las
montañas debía conducir necesariamente al ejército haitiano por la loma de Portezuelo,
en dirección a San José de Ocoa, o por los desfiladeros de El Número hacia el Paso de las
Carreras.

936
JOAQUÍN BALAGUER  |  EL CENTINELA DE LA FRONTERA

Geffrard no pudo elegir la línea más fácil que era la de la costa, porque desde el día 20
de marzo, a raíz de la primera incursión de las tropas de Soulouque sobre el territorio do-
minicano, el presidente Jiménez había ordenado a la flotilla nacional, dirigida por el oficial
de marina Juan Bautista Cambiaso, establecer un bloqueo desde el Puerto de Azua hasta la
Bahía de Ocoa para impedir que el ejército haitiano pudiera abastecerse por la vía marítima
y para auxiliar a las tropas de tierra en las operaciones que la invasión hiciera necesarias.
El camino de Playa Grande, por donde Geffrard debía avanzar para dirigirse a Baní, se
hallaba interceptado por la fragata “Cibao”, provista de 20 cañones, por el bergantín “27 de
Febrero”, con cinco cañones, y por las goletas “General Santana” y “Constitución”, armadas
a su vez con doce piezas de artillería. Para eludir el peligro de ser barrido en la costa por la
batería de estas embarcaciones, Geffrard internó su ejército en Estebanía por los repliegues
montañosos que conducen a El Número.
Duvergé, sin embargo, se había adelantado al enemigo: con el ejército que reconstruyó
después del abandono de Azua, formó varias guarniciones que fueron situadas en todos los
puntos estratégicos desde Estebanía hasta el Paso de las Carreras. En Boca de la Palmita fue
colocado, al frente de 300 hombres, el general Bernardino Pérez; en El Portezuelo, al general
Juan Contreras, con 300 veteranos; en el Paso de las Carreras, el coronel Francisco Domín-
guez, con 300 fusileros; en Sabana Buey, los generales Ramón Mella, Manuel de Regla Mota,
Abad Alfau y Francisco Sosa, con otros 300 soldados; y en Las Lagunas, sobre las montañas
inmediatas a los desfiladeros de El Número, el propio Duvergé con el grueso de las tropas
que se distribuyó en el sitio por donde se esperaba que el ejército invasor intentaría perforar
las líneas dominicanas. El día 10 de abril se incorporó Santana al cuartel de Sabana Buey con
importantes contingentes del Este y de la capital de la República.
El 17 de abril avistó la vanguardia de Duvergé al grueso del ejército de Geffrard que
ascendía penosamente por los repechos de las sierras de El Número. Cuando las primeras
columnas habían trepado al lugar escogido para el ataque, la fusilería dominicana abrió
fuego sembrando el pánico en la línea enemiga. Parapetados detrás de los árboles que abun-
dan en aquellas serranías, o cubiertos por los murallones que bloquean los repliegues de la
montaña, los soldados de Duvergé ocasionaron enormes pérdidas a las fuerzas haitianas.
Sangrado por la fusilería, el ejército de Geffrard se dispersó en la mayor confusión para
ser inmediatamente arrollado en sucesivas cargas al arma blanca. Filas enteras de soldados
se precipitaron cuesta abajo entorpeciendo la marcha de los que intentaban avanzar para
sustituir a los que caían en las vertientes de El Número. Geffrard abandonó el campo sin
tiempo para recoger sus muertos y para organizar la fuga. De las tres divisiones con que
el ejército invasor participó en la batalla, dos por lo menos fueron atrapadas en los repe-
chos de la montaña. La derrota fue tan espectacular que el general Contreras reportó al
día siguiente que vio pasar desde su posición avanzada de El Portezuelo “muchas tropas
haitianas en huida desesperada”.
Geffrard acampó, con las tropas que sobrevivieron al desastre de El Número, en la ver-
tiente occidental de ese macizo montañoso. Urgido por la necesidad de abastecer de agua
a sus soldados y de asegurar su retirada hacia Azua, distribuyó luego una parte de sus
efectivos en los cerros que bordean el río Ocoa.
Después de su victoria, Duvergé estableció en el saliente de El Número una guarnición
de 300 hombres al mando del teniente coronel José María Cabral. En el parte oficial que envió
el 17 desde el campo mismo de la acción, había ya anunciado la decisión de conservar a todo

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trance ese punto estratégico13. El día 18 de abril, salió de El Número para inspeccionar los
puestos controlados por el ejército libertador en la extensa línea de batalla. Visitó el cantón de
Las Carreras, el cual había sido ya reforzado por orden de Santana con tropas frescas recién
llegadas bajo el mando del general Merced Marcano. Después de hacer entrega del mando
de este cantón al general Abad Alfau, retornó en la tarde del 18 a Las Lagunas, donde había
establecido su centro de operaciones desde el abandono de Azua. El 19 de abril, conferenció
con Cabral en El Número y le dejó órdenes de acudir el día siguiente con su destacamento
“al primer sitio en donde oyese tiros”. Estableció un puesto de observación en Monte La
Guardia y dispuso que el coronel Marcelo Carrasco se posesionara con cincuenta fusileros
en uno de los cerros próximos a los que ocupaban las fuerzas haitianas. El 20 en la mañana
se combinó con Cabral para envolver en Monte La Guardia al ejército de ocupación y redu-
cir los focos de resistencia que aún sostenía Geffrard en la zona montañosa. El combate se
libró cuerpo a cuerpo sobre la parte seca del lecho del río Ocoa14. Las fuerzas de Duvergé
y las de Cabral arremetieron simultáneamente contra el enemigo en una furiosa carga al
arma blanca. El general Pierre Carpentier, impotente para contener el movimiento de pánico
que se apoderó de las filas haitianas, abandonó el campo pasando sobre los cadáveres de
la mayoría de los granaderos de su regimiento que habían caído masacrados. La revelación
de este sorprendente hecho de armas fue José María Cabral. La pericia con que manejó el
machete y el valor temerario con que sembró el estrago en los cuadros enemigos, hacían
ya presentir la hazaña de Santomé, teatro de una de las batallas decisivas de la campaña
de 1856, donde el joven adalid, ascendido ya a General de Brigada, cercenó la cabeza en
combate singular al Duque de Tiburón.

Tácticas de Duvergé
No fue el fusil, ni el cañón de sitio, ni el arcabuz, ni la lanza, sino más bien el machete el
instrumento de guerra con que se forjó en los campos de batalla la Independencia dominicana.
En El Memiso, en Cachimán, en Azua, en Santiago, en Estrelleta, en Beller, en los desfiladeros

13
En la tarde del 17 de abril, después de la victoria de El Número, Duvergé notificó a Santana que “se mantenía
firme en el punto”: “Hasta ahora –dice en su parte de guerra– no sabemos la determinación del enemigo, pero nosotros
nos mantendremos firmes a sostener el punto. Apresúreme usted las municiones que en mi anterior oficio le pedí”. No
es, pues, cierto, que Duvergé hiciera en El Número lo que hizo Santana en Azua el 19 de marzo: abandonar la posición
al enemigo. Es evidente, por otra parte, que el ejército haitiano, vencido y descalabrado en El Número, se hallaba se-
midestruido cuando se batió en retirada en las tres escaramuzas que tuvieron por escenario el Paso de las Carreras. El
parte del general Contreras, quien asegura haber visto pasar desde las alturas de El Portezuelo “mucha tropa haitiana en
precipitada fuga”, prueba que ya las fuerzas invasoras se hallaban desmoralizadas y en franca huida cuando intentaron
atravesar el vado de Las Carreras para emprender por la vía de Azua el regreso a Puerto Príncipe. Los héroes del Paso
de las Carreras pelearon, como ha escrito Emiliano Tejera, con la “retaguardia” del ejército de Soulouque.
14
La acción de Monte la Guardia, en las inmediaciones del río Ocoa, no aparece en los partes oficiales, acaso por
razones idénticas a las que dieron lugar a que tampoco se redactara el correspondiente a la batalla de Azua del 19 de
marzo. En un precioso manuscrito que aún se conserva, el oficial de artillería Francisco Soñé ha dejado una descrip-
ción minuciosa de ese encuentro, con datos que explican el vacío que existe, en cuanto a las actividades militares de
Duvergé, entre el 17 y el 21 de abril de 1849, esto es, entre la batalla de El Número y la del Paso de las Carreras. El
manuscrito de Soñé despeja la duda que suscita necesariamente el hecho de que Duvergé, después de afirmar en el
parte de la batalla de El Número que se disponía a conservar firmemente el punto, y de solicitar a Santana el envío de
municiones, se haya retirado a Baní, lejos del teatro de las operaciones.
De ser cierta la retirada de Duvergé, atribuida a presuntos disgustos con Santana, no se explicaría que después
de la acción del Paso de las Carreras haya sido Duvergé, y no Alfau ni Merced Marcano, el jefe escogido para asumir
el mando de las tropas hasta la llegada a Azua de Santana. La versión de Soñé es la única que explica tanto el parte
oficial sobre la acción de El Número expedido por Duvergé como la presencia de este último en Azua, desde el 25 de
abril, en calidad de jefe de las tropas libertadoras.

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JOAQUÍN BALAGUER  |  EL CENTINELA DE LA FRONTERA

de El Número, en Monte la Guardia, en Cambronal, en Sabana Larga. Fue él el supremo ins-


trumento reivindicador, el arma decisiva. El precursor de las cargas al machete fue Fernando
Valerio, con su famosa “columna de los andulleros” en la acción del 30 de marzo de 1844. Otro
intrépido dominicano, el generalísimo Máximo Gómez, la utilizó después contra el ejército
español y la impuso como el arma por excelencia de la insurrección en la manigua cubana. Pero
fue Duvergé, secundado por los oficiales que le acompañaron en las campañas libradas en el
vasto frente comprendido entre El Número y la línea de las fronteras, el que perfeccionó esa
táctica y la introdujo como un elemento de sorpresa y de terror contra las invasiones haitianas.
El machete de Duvergé significó tanto, para la Independencia Nacional, como las bayonetas
de los granaderos de San Martín, como la mosquetería de Washington, como la caballería de
Artigas y como la lanza de Páez para los destinos de la libertad americana.
La táctica habitual de Duvergé, según la descripción que de ella nos ha dejado el oficial
de artillería del ejército napoleónico Francisco Soñé, consistió en la formación de un “rompe
nueces” que rara vez fallaba. Su forma peculiar de ataque difería de la clásica táctica napo-
leónica consistente en la formación de un solo frente con el centro y las alas desplegadas
en línea. El héroe dominicano, guiado por su prodigioso instinto militar, solía atacar por
los flancos con columnas dispuestas a modo de pinzas cuya misión consistía en empujar al
enemigo hacia el interior de un bolsón en el cual era rápidamente acometido al arma blan-
ca. Así formó su ejército en Azua, según los apuntes de Soñé, y así procedió también en la
mayoría de las numerosas funciones de armas que libró durante las campañas de 1844 y de
1845 contra ejércitos superiores en número y ventajosamente equipados.
En la batalla de Azua del 6 de abril de 1849, las pinzas del “rompe nueces” fueron constitui-
das por la columna que al mando del coronel Wenceslao Guerrero atacó al ejército de Geffrard
por el flanco derecho, y por la columna que lo embistió por el flanco izquierdo bajo las órdenes
del comandante Santiago Bazora. En el bolsón, cerrado por una trinchera y defendido por dos
piezas de artillería disimuladas bajo un toldo de hojas en una altura inmediata, esperaba el pro-
pio Duvergé con sus fuerzas hábilmente situadas en el camino de El Barro. Columnas móviles
al mando de los generales Mella, Alfau, Regla Mota, Merced Marcano y Sandoval, quedaban
en reserva detrás de las líneas con instrucciones de acudir donde su ayuda se hiciera necesa-
ria. Geffrard, herido de bala en una pierna durante los primeros encuentros, se vio obligado a
replegarse con grandes pérdidas de hombres y de material de guerra. El repliegue se efectuó
precisamente por El Barro, única vía abierta a sus fuerzas hostigadas. Por esa dirección se pre-
cipitó con el grueso de su ejército el general haitiano. Cuando se aproximó al centro del bolsón
en que Duvergé lo esperaba, las piezas de artillería ocultas en los matojos de la sabana abrieron
el fuego, y la infantería, con Duvergé a la cabeza, arremetió contra las columnas cerradas de
Geffrard en una carga impetuosa al arma blanca. Combatido por las pinzas de los flancos y
triturado en el centro de la tenaza, el ejército invasor se dispersó en desbandada.
Los haitianos se retiraron para reorganizarse y reanudar al siguiente día con nuevos
refuerzos la ofensiva. Pero en la noche se desmoronaron inexplicablemente las defensas domi-
nicanas. La alarma cundió entre la tropa, difundida por agentes especialmente instruidos para
provocar un desastre destinado a hundir políticamente al Presidente Jiménez y suplantarlo
con Santana. Generales como Ramón Mella, como Alfau, como Contreras y como Merced
Marcano, hicieron causa común con los provocadores del pánico y cooperaron consciente o
inconscientemente en el plan elaborado por Báez y otros políticos adictos entonces al hatero
de El Prado. Pero la primera fase de la batalla había sido ya ganada por Duvergé.

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

En El Memiso y en El Número, Duvergé venció también a fuerzas superiores, con sus


tropas en condiciones precarias. Con pocos fusiles y con las municiones casi totalmente ago-
tadas, suplió la falta de armas con los elementos que puso a su alcance la propia naturaleza
del terreno en que esas hazañas fueron realizadas. La formación del frente de batalla en el
primer asalto al Fuerte de Cachimán, el 6 de diciembre de 1844, fue un alarde de táctica.
Sus éxitos sorprendentes y sus triunfos espectaculares no son hijos de la casualidad, sino
de su pericia en el mando y de su instinto guerrero. Sin ser un militar de escuela, intuyó en
cada caso la táctica apropiada; supo emplear con extraordinaria habilidad los recursos que
tuvo a su alcance para imponerse con tropas improvisadas a ejércitos superiores en arma-
mentos y en número; fue siempre partidario de mantener la iniciativa en las operaciones,
pero evitó con arte insuperable los riesgos, y en ocasiones supo anularlos de antemano;
acertó siempre a sacar partido de sus éxitos y se aprovechó al propio tiempo de los errores
de sus contrarios; aunque ocupó a menudo en los combates el sitio de mayor peligro y no
excusó jamás su pecho a las balas del enemigo, no sólo fue una máquina de guerra, un ani-
mal de pelea, sino también un admirable conductor de tropas que inspiró confianza a sus
subalternos porque supo aplicar siempre sus aptitudes militares en el momento oportuno,
y aplicarlas en tanto mayor medida cuanto más peligrosas fueran las circunstancias. Tuvo
además Duvergé, para hacerse admirar por las tropas, la frugalidad propia de un esparta-
no, y en sus duras campañas se le vio siempre compartiendo la ración de sus soldados y
pernoctando con ellos al raso.
Duvergé, en suma, fue un militar innato. Sus campañas, tan rápidas como afortunadas,
evocan a los grandes maestros de la guerra y suscitan el recuerdo de grandes generales. En
un escenario más vasto y con mayores recursos a su disposición, sería un digno émulo de
San Martín o uno de los mejores capitanes del séquito de héroes con que intentó realizar
Bonaparte la conquista del mundo.

“Papa Bois”
Hubo en Duvergé, como en la mayoría de los grandes guerreros y de los hombres que se
hallan continuamente expuestos al peligro, cierto fondo de carácter supersticioso. El martes,
día del Dios de la Guerra, fue el que escogió preferentemente para sus acciones militares. En
esa preferencia pudo haber influido la circunstancia, hija del azar, de haber sido el martes el
día en que obtuvo algunas de sus victorias más importantes frente a los haitianos. El martes
19 de marzo de 1844, venció a Charles Herard en Azua, y el martes, 17 de junio de 1845, se
apoderó de Cachimán, expulsando a los haitianos de todas las posiciones claves que retenían
en el territorio fronterizo.
El mes de abril, por obra también de una de esas extrañas coincidencias que tanto abun-
dan en su carrera militar, fue también fecundo en sucesos, unas veces prósperos y otras veces
adversos, que influyeron preponderantemente en la vida de este predestinado. La batalla
de El Memiso o de El Maniel, en la campaña de 1844, en la cual empezó a perfilarse Duvergé
como un maestro en la táctica de la guerra de montañas, tuvo efecto el 13 de abril; la de “El
Número”, otra de sus páginas más heroicas, se registró el 17 de abril de 1849; el proceso en
que se trató de involucrar su nombre al de Valentín Alcántara como reo del crimen de trai-
ción a la Patria, se inició con la orden dictada en Azua por Santana el 29 de abril de 1849; la
sentencia que lo condenó, juntamente con sus hijos Alcides y Daniel, al último suplicio, fue

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JOAQUÍN BALAGUER  |  EL CENTINELA DE LA FRONTERA

dictada por la comisión militar de El Seibo el 9 de abril de 1855, y su muerte en el patíbulo


ocurrió también el 11 de abril de ese mismo año.
Un aura extraordinaria se formó en torno a la figura de Duvergé. El historiador haitiano
Madiou, haciéndose eco de las impresiones llevadas a Puerto Príncipe por los haitianos que
habían venido con las tropas de Souffront y con las del Emperador Soulouque, alude al hecho
de que la propia soldadesca de esos ejércitos de invasión veía a Duvergé, al general Boisgencí,
como a un ser dotado de poderes sobrenaturales. La leyenda se fue formando alrededor de su
personalidad gracias al respeto mezclado de terror que el héroe inspiró siempre a los soldados
haitianos. El sobrenombre con que se le conoció en todas las fronteras, y con el cual era desig-
nado tanto por sus propios compañeros de armas como por los soldados que constituían el
grueso de los ejércitos que utilizó Haití para las invasiones de 1845 y de 1849, fue el de “Papá
Bois”, prueba del respeto con que era visto por propios y extraños. La siguiente copla, repetida
por los soldados dominicanos en todos los campamentos del Sur, traduce con fidelidad la clase
de sentimientos que Duvergé inspiraba a sus adversarios de allende las fronteras:
Dice el general Souffront
que a Azua no vuelve más,
porque ha tenido noticias
que en Las Matas se halla Bois.
Independientemente de lo que la imaginación popular haya podido añadir a su figura
legendaria, es evidente que Antonio Duvergé poseyó una personalidad singularmente suges-
tiva. Un halo de gloria y de misterio se unió, en su fuerte contextura de héroe y de guerrero,
al don de simpatía y al extraordinario magnetismo que tanto realzaron su fisonomía militar
y que tanto contribuyeron al éxito de su carrera portentosa.
Ningún otro hombre en el país, con la excepción tal vez de Gregorio Luperón, poseyó
en grado tan eminente la aureola épica con que ciñe Dios la frente de los grandes soldados.
Así se explica que entre tantos hombres de armas, muchos de ellos de mayor edad y de in-
trepidez igualmente reconocida, se haya destacado desde el primer momento el vencedor
de “El Número” que se impuso, sin apoyo de ninguna especie, gracias sólo a su imperio
natural y a su característico don de mando.
El halo que rodeó a Duvergé se hizo no sólo perceptible a sus compañeros de armas
sino también a todas las clases sociales. El 21 de octubre de 1845, tras las relampagueantes
victorias que marcaron su paso triunfal por las fronteras, visitó la capital de la República y
fue recibido espontáneamente por toda la sociedad con los honores y las aclamaciones a que
le hacían digno sus hazañas. El periódico El Dominicano, en su edición del 1º de noviembre
de 1845, reseñó así el júbilo que la visita de Duvergé despertó en las altas esferas públicas
y en las clases populares:
“El general Antonio Duvergé (Bois-cingni) que ha permanecido inmoble como una roca
en las fronteras del Sud, desde el principio de la revolución, al llegar a esta capital el 21 del
corriente ha recibido las demostraciones de júbilo que tanto el gobierno como los particulares
le han manifestado. Los militares, compañeros de sus victorias, obsequiaron su llegada con
una serenata, y todo el pueblo ha experimentado igual sentimiento de placer.
“Cuatro días únicamente ha permanecido en esta ciudad habiendo sido vanos los es-
fuerzos para detenerle algunos días más. Como el arreglo de algunas cuentas particulares
era el único objeto de su viaje, tan luego como lo concluyó, y sin oír más voz que la de su

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infatigable patriotismo, desapareció de en medio de nosotros para volver a acaudillar a los


valientes que como nosotros ven en su persona el sostén de la victoria y el muro inexpug-
nable en que han de estrellarse las hordas haitianas”.

El mito de “Las Carreras”


“Las Carreras” no fue una batalla campal sino una serie de tres escaramuzas cuya impor-
tancia, desde el punto de vista militar, fue evidentemente secundaria. El ejército de Soulouque,
cuando se posesionó de los cerros que rodean las llanuras inmediatas al río Ocoa, se hallaba
semidestruido por los golpes que recibió en El Número, y se batía en plena retirada.
El propio Santana ha descrito, en los partes de guerra que dirigió al General Román
Franco Bidó, Ministro de Guerra y Marina, las tres escaramuzas que los historiadores han
reunido después bajo la denominación de “Batalla de las Carreras”.
La primera de esas escaramuzas tuvo lugar el 20 de abril de 1849 con un ataque por sorpresa
que realizó el ejército de Geffrard contra el cantón de Las Carreras. Santana se hallaba ausente
en su cuartel de Sabanabuey y sólo conoció los detalles de este primer episodio por los reportes
oficiales enviados desde el campo de la acción por el coronel Francisco Domínguez.
La segunda escaramuza tuvo efecto el 21 de abril. Hasta la una de la tarde de ese día, el
ejército dominicano permaneció a la expectativa, espiando los movimientos del enemigo. Al
fin, a las cinco y media de la tarde, ya próxima la noche, ocasión que la tropa enemiga esperaba
con impaciencia para saciar su sed en las orillas del río, Geffrard tomó la iniciativa. Los escua-
drones haitianos bajaron de los cerros para caer sobre el “Hato de la Carrera”, propiedad de
José María Caminero, a la sazón Ministro de Relaciones Exteriores. El combate duró alrededor
de una hora y culminó con un asalto al arma blanca en que participaron el coronel Francisco
Domínguez, el teniente coronel Blas Maldonado, el teniente coronel Marcos Evangelista y
el teniente coronel Antonio Sosa. El mayor rasgo de heroísmo que se registró en esta rápida
función de armas lo protagonizó un general haitiano, Louis Michel, quien luchó al pie de su
cañón hasta caer con el pecho perforado por la lanza de Cleto Villavicencio, soldado del bata-
llón de Higüey. Santana, según su propia confesión, llegó cuando sonaban los últimos tiros,
fuertemente escoltado por la caballería mandada por el coronel Pascual Ferrer15.
La tercera escaramuza se registró el 23 de abril. Después de cuarenta y seis horas de inac-
ción, el ejército dominicano tomó por primera vez la iniciativa con el envío de dos guerrillas
que salieron del campamento a las dos de la tarde con encargo de explorar el campo y de
hostilizar al enemigo. La primera guerrilla, dirigida por el comandante Aniceto Martínez,
se acercó heroicamente, según el parte de Santana, a los cañones emplazados en uno de
los cerros por el ejército haitiano, y se retiró sin bajas y sin haber logrado su objetivo; y la
segunda guerrilla, comandada a su vez por los intrépidos banilejos Bruno Aquino y Bruno
del Rosario, se limitó a ocasionar algunas bajas al enemigo sin ninguna otra consecuencia.
Las tropas haitianas se retiraron al amanecer del siguiente día, 24 de abril, sin ser moles-
tadas, pero dejando en el campo toda su artillería y algunos caballos que no fueron hallados
debido a la precipitación con que se emprendió la fuga.

15
Santana es categórico cuando anuncia, en su parte al ministro Román F. Bidó, la hora en que se apersonó en el
campo de la acción: “Después de cerca de una hora de un combate tan desigual, nuestras tropas, con sus beneméritos
jefes a la cabeza, cargaron sobre la artillería enemiga, y metiendo mano al arma blanca, se apoderaron de ella al mismo
tiempo que llegué yo con la caballería que estaba al mando del coronel Pascual Ferrer”.

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JOAQUÍN BALAGUER  |  EL CENTINELA DE LA FRONTERA

No existió, pues, si no mienten los partes oficiales firmados por Santana, la batalla de
Las Carreras. Las tres escaramuzas conocidas con ese nombre fueron después abultadas,
con fines exclusivamente políticos, para glorificar a Santana y ofrecerle, bajo la impresión de
un triunfo espectacular, el premio que siempre persiguió en sus campañas militares: poder,
riqueza y honores.
La semblanza definitiva de Santana como guerrero y como conductor de tropas, no la
debemos a sus panegiristas incondicionales, como Manuel de Jesús Galván y Tomás Bobadilla,
cuyas apologías fueron inspiradas por la pasión política; ni tampoco a aquellos enemigos
implacables que, como Félix María del Monte y Manuel María Gautier, lo persiguieron con
saña de partido y rebajaron sus méritos hasta transformarlo en la figura más controverti-
da de la historia dominicana. Las opiniones de estos jerarcas del partidarismo militante,
traducen necesariamente los odios o los amores de su época, las simpatías o antipatías de
sus contemporáneos, pero jamás las ideas ni los sentimientos de todas las generaciones. La
verdadera voz de la historia, limpia como la del oráculo de Delfos, debía resonar más tarde
en otra pluma más independiente y más digna, la de Emiliano Tejera. Hela aquí tallada en
el material con que se tallan las verdades inmutables:
“El General Santana falta a la verdad en todo lo que dice del General Duvergé. Este, en
unión del Coronel Francisco Domínguez, peleó heroicamente en “El Número” i quizá esta
resistencia fue la causa de la orden de retroceso del ejército haitiano. El General Duvergé desde
el 44 hasta el 49 peleó infinidad de veces contra los haitianos, i casi siempre triunfó. Puso su
pie victorioso en donde nunca lo puso Santana: en el territorio que Haití retuvo después de
la proclamación de la independencia dominicana. Al contrario, Santana, en los 13 años de
guerra activa contra Haití, sólo oyó los tiros del enemigo dos veces: en Azua, de donde se
derrotó después de haber vencido, exponiendo con esto la independencia de la República,
i en Las Carreras, en donde peleó con la retaguardia de un ejército que se retiraba”.

Proceso, muerte y resurrección del prócer


En la Torre del Homenaje
Santana arribó a Azua, sobre las huellas del caballo de Duvergé, el 25 de abril de 1849.
La hazaña con que coronó su victoria fue la de volver las armas del ejército libertador contra
el gobierno legítimo para llegar al poder sobre los escombros de las instituciones. Fue esa
siempre su costumbre: destruir el orden civil y volver contra la majestad de la Constitución
sus armas de soldado. Después del golpe del 27 de febrero, en el cual no arriesgó nada ni
tomó ninguna participación activa, se aprovechó de la victoria obtenida en Azua el 19 de
marzo para apoyarse en la soldadesca y hacerse reconocer como jefe supremo del Estado
recién constituido. En esta ocasión, cuando aún ardían las ruinas dejadas por el ejército de
Soulouque en tierra dominicana, se levantó contra el presidente Jiménez y puso cerco a la
capital de la república con sus huestes victoriosas. Jiménez no había estado a la altura de
su misión como primer mandatario durante la crisis provocada por la ocupación del terri-
torio nacional por Soulouque, pero era en aquel momento de peligro el representante de la
República y el guardián de las leyes en él simbolizadas. Pero olvidando sus deberes como
ciudadano, sus timbres como militar y sus obligaciones como patriota, Santana sólo aguardó
la llegada a Puerto Príncipe de los primeros restos del ejército vencido, para apoderarse del

943
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mando por la fuerza. Todos sus generales y lugartenientes, formados en su mayor parte al
calor de su brazo, apoyaron la rebelión del feroz caporal contra las instituciones. Aún Ramón
Mella, en una actitud poco digna de su estatura de prócer, se sumó a la algarabía armada. Pero
hubo una excepción, sin embargo: la de Antonio Duvergé, el más virtuoso y el más intrépido
de aquel ejército de héroes. Invitado a suscribir el pronunciamiento del 9 de mayo de 1849 en
que el ejército del sur pedía para Santana la jefatura del Estado, se negó a asociarse a aquel
acto de desobediencia contra el poder civil legítimo y condenó en términos enérgicos, dignos
de un patricio, aquella brutal asonada que rebajó la dignidad del ejército libertador para con-
vertir a sus jefes más ilustres en una banda de facciosos. Las palabras con que dio respuesta
a la invitación que le fue dirigida para que se sumara al motín, son dignas de un romano:
“General: yo sólo empleo mis armas para pelear contra el haitiano; pero nunca tomaré parte
en discordias civiles; en este caso, haré mucho con ser neutral”16.
Santana, quien siempre exigió a los suyos un sentimiento de subordinación absoluta,
hizo reducir inmediatamente a prisión al héroe de El Número, sin consideración alguna
a la gloria, fresca aún, que conquistó frente a los invasores. En el bergantín “Cibao” fue
conducido desde Azua hasta la capital de la República. Su llegada a la sede del gobierno
nacional y su encerramiento inmediato en la Torre del Homenaje, coincidió con la salida de
Jiménez en el bergantín de bandera inglesa “Hound”, y con la ocupación por Santana del
Poder Ejecutivo el 30 de mayo de 1849.
La primera providencia de Santana, desde su nueva instalación en el Palacio Nacional,
fue desatar una ola de atropellos y de persecuciones arbitrarias contra los militares que
habían permanecido leales al gobierno legítimo. Juntamente con Duvergé fueron condu-
cidos a las cárceles otros próceres de la Independencia, como Angel Perdomo y el teniente
coronel Eusebio Puello, y algunos ciudadanos de noble fisonomía civil como Félix María
Ruiz y Pedro Pablo Bonilla.
No ha habido en la historia de la República tiempos más duros para la dignidad humana
del ciudadano dominicano y para sus libertades civiles que los de esta segunda adminis-
tración de Santana. La moral pública y el sentimiento del amor al prójimo, característico de
toda sociedad que no ha perdido todavía en el refinamiento y en la corrupción sus virtudes
cardinales, descendieron brutalmente a extremos inauditos. Los dominicanos que mante-
nían vivos en su conciencia el ejemplo de Duarte, con su probidad inequívoca y su moral
impoluta, vieron entonces con estupor que en las zonas más extendidas de nuestro pueblo
existía una reserva de barbarie que retardaría durante largos años la restauración institucio-
nal del país y la incorporación irrestricta de nuestra gente a la vida civilizada. Los próceres
más grandes, las figuras más augustas de la patria, padecieron entonces martirio. Hombres
que contribuyeron a formar la República a golpes de infortunio, fueron escarnecidos en su
honra y vilipendiados en sus sentimientos más altos. Caudillos a quienes respetó la metralla
enemiga, que vieron impávidos en los campos de batalla el rostro de la muerte, fueron sen-
tados en el banquillo de la infamia y conducidos después al patíbulo con las manos atadas.
Pero, como si toda esa vergüenza fuera poco, los réprobos fueron ensalzados, los fondos
públicos distraídos indebidamente de sus arcas, y las más altas dignidades de la República
se confirieron, no a sus hijos más dignos, sino a aquel que en un momento dado concentró en

16
La actitud de Duvergé recuerda la de otro abnegado caudillo militar, el general José de San Martín, cuando el
héroe de Chacabuco hizo la siguiente advertencia a Estanislao López y a José Artigas, en su famosa carta del 13 de
marzo de 1819: “Mi sable no saldrá jamás de su vaina por opiniones políticas”.

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JOAQUÍN BALAGUER  |  EL CENTINELA DE LA FRONTERA

su espada todo el poder físico de la nación y toda la brutalidad de sus apetitos más ínfimos
y de sus pasiones más elementales.
El 18 de julio de 1849, dos semanas después de haberse hecho coronar en el trono del
despotismo, Santana recibió el título de “Libertador de la Patria”, otorgado por el Congreso,
y el honor de que su retrato, costeado por el erario público, fuera colocado en la galería de
inmortales del Palacio Nacional junto al de Cristóbal Colón y al del vencedor de Palo Hinca-
do. Una casa alta y baja, situada en la calle de El Conde de la capital de la República, le fue
además donada por el Estado, para compensarlo de los gastos que hizo durante los catorce
días en que actuó como jefe del ejército en campaña contra la invasión de 184917 Buenaventura
Báez, director de la camarilla que provocó con sus manejos inescrupulosos el derrocamiento
del antecesor del déspota, se jactaba poco después en un manifiesto público, de haber sido
el patrocinador del título y de los honores que se otorgaron entonces a Santana.

El proceso
Con una orden suscrita en Azua el 29 de abril de 1849, Santana inicia personalmente
su propia inquisición sobre la conducta de Duvergé, a quien se empeña en involucrar en el
crimen de lesa patria atribuido por el “rumor público” a Valentín Alcántara18:
“Azua, abril 29 de 1849 y 6º. Pedro Santana, General de División y Jefe Adjunto19 de las
Fronteras del Sud, Al General Contreras, Comandante de Armas de esta Provincia. Señor
General: Sírvase Ud. a continuación de la presente dar declaración de lo que sepa relativo
al general Valentín Alcántara sobre la desconfianza de todo el ejército sobre dicho General.
Dios guarde a Ud. ms. as. (fdo.) Santana”.
Órdenes semejantes fueron despachadas al Comandante interino de Azua, Esteban
Ceara, para que procediera al interrogatorio del Teniente Coronel Rosendo Herrera, del
Comandante A. Sosa, del Capitán Miguel Suberví, del Teniente Coronel Dionisio Cabral,
del General Juan Contreras, del Teniente Coronel Blas Maldonado, del General de Brigada
Merced Marcano, del General de Brigada Bernardino Pérez, del Brigadier Francisco Sosa,
del Coronel Juan Alejandro Acosta, Jefe Interino de la Flota, y de otros militares en servicio,
todos incondicionalmente adictos a Santana, de quien unos esperan ascensos, otros cargos
políticos y todos el favor del que ejerce sobre militares y civiles el mando absoluto.
El 6 de mayo de 1849, el Comandante Interino de Azua cierra esta fase del proceso con el
siguiente oficio dirigido a Santana: “Señor General: Tengo el honor de remitir a Ud., bajo esta
cubierta, el proceso instruido a cargo del General Valentín Alcántara, faltando en él únicamente
la declaración del Sargento 1º abanderado del Batallón Militar de San Juan, el que sin embargo

17
Uno de los rasgos característicos de la grotesca fisonomía de Santana, fue la sordidez. No fue de la casta de
los próceres que todo lo sacrificaron por la patria, sino de la de aquellos que utilizaron sus influencias políticas para
medrar a la sombra del erario público. Una de las causas por las cuales se distanció de Felipe Alfau fue la actitud que
este furibundo españolizado asumió en el Congreso negándose a votar en favor del decreto del 26 de mayo de 1855 que
otorgó a Santana y sus sucesores, por el término de 50 años, la explotación de la isla Saona, sin ninguna compensación
en favor del fisco. Fue Santana el único dominicano de los buenos tiempos que se hizo pagar con largueza sus servicios
a la República y que se aprovechó de su posición oficial para hacérselos retribuir por el Estado.
18
Los datos que figuran en el presente capítulo proceden de los documentos que pertenecieron al archivo de don
Pedro Spignolio y que fueron en gran parte transcritos por el historiador Sócrates Nolasco en la serie de artículos que
publicó en La Nación, de Santo Domingo, ediciones correspondientes al 22 y 25 de julio y 28 de agosto de 1940, y al 7,
15 y 26 de febrero y 16 de marzo de 1944.
19
La palabra adjunto aparece tachada por el propio Santana, a quien, sin embargo, se le había nombrado en esa
calidad para que compartiera con Duvergé el comando de las tropas libertadoras.

945
COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

de todas las diligencias que he practicado para su comparencia según cita en la del Sr. Coronel
Pedro Florentino no he podido saber su paradero. Dicho proceso va numerado hasta el Nº 39
para que se sirva darle el curso correspondiente. Dios guarde a Ud. ms. as. (fdo.) Ceara”.
La inquisición dirigida personalmente por Santana no aportó prueba alguna sobre la
presunta culpabilidad de Duvergé. Todos los testimonios obtenidos, aún el del General Juan
Contreras, uno de los instrumentos utilizados para propagar la indisciplina en el ejército que
tuvo a su cargo la defensa de Azua, complican a Alcántara, pero realzan a Duvergé cuya hoja de
servicios a la República sale de aquel maremgnum de intrigas y de expedientes más pura cuanto
más se expurga en ella y mientras más se esfuerza el Inquisidor en oscurecerla y mancillarla.
Todo lo que Contreras dice de Duvergé es que demostró confianza en Alcántara y que en la
tarde del Viernes Santo ordenó entregarle “el mando en Jefe de tres guerrillas que se racionaron
y municionaron para atacar esa misma tarde”, y que él (Alcántara) “dejó de ejecutarlo”.
El testimonio de Dionisio Cabral fue terrible para Alcántara: “Estando en Portezuelo
con un corto número de tropas, Valentín Alcántara me dijo al pasar: —”¿Qué hace Ud. ahí?,
ya todo está perdido, retírese”… Ante la declaración de Cabral: primero me haría cenizas,
Alcántara clavó su mula y continuó su marcha.
El héroe de Cambronal, Brigadier Francisco Sosa, atribuyó al General Ramón Mella
expresiones ofensivas contra Alcántara, y Juan Alejandro Acosta, declara que un haitiano
que retenía en prisión en uno de los barcos de guerra anclados en Tortuguero, había confe-
sado que Soulouque obsequió un uniforme a Alcántara “exigiéndole que entorpeciera las
aspiraciones de los dominicanos”.

Comisión Inquisitorial
La segunda parte del proceso se desenvuelve ante una Comisión Investigadora com-
puesta por el General Remigio del Castillo, Comandante de uno de los regimientos de Las
Matas de Farfán, por el General Francisco Sosa, Comandante de la Guarnición de Neyba, y
por el Teniente Coronel Melchor Cabral, hermano del futuro héroe de Santomé.
La Comisión recibió del propio Santana el encargo de proceder a un informativo inquisi-
torial sobre la conducta de Duvergé y de Valentín Alcántara, como Jefe el primero y Subjefe
el segundo de las fronteras, principalmente durante la administración del Presidente Jimé-
nez. Los comisionados se trasladaron a Las Matas de Farfán donde iniciaron el 1º de julio
de 1849 el interrogatorio de 15 testigos, en el orden siguiente: Pedro Florentino, Martín de
Vargas, Luciano Morillo, Manuel Calderón, Isidoro Ximénez, Fruto y Santiago de Olío, Juan
Nepomuceno Acosta, Coronel Silverio Ríos, Subteniente Blas Rodríguez, Coronel Aniceto
Martínez, Coronel Juan Contreras, Teniente Coronel Manuel Ramírez, Andrés Herrera y
Capitán Marcos Hernández.
Las preguntas dirigidas por la Comisión a los testigos fueron articuladas así:
1º —“Sírvase imponer a la Comisión, bien circunstancialmente, de lo que positivamente
le conste sobre la conducta militar y administrativa observada por los Generales Antonio
Duvergé y Valentín Alcántara, particularmente desde la promoción del General Jiménez a
la Primera Magistratura”;
2º —“¿Puede usted declarar a la Comisión algo sobre el vejamen que le hizo sufrir el General
Duvergé, públicamente, a las tropas de La Vega y el escarnio con que se las despidió?”
3º —“Si no recuerda cosa relativa a la misma invasión de los haitianos tanto con respecto
al uno como al otro General”;

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JOAQUÍN BALAGUER  |  EL CENTINELA DE LA FRONTERA

4º —“Si podría usted decirnos algo que le conste sobre la fidelidad o infidelidad de los
Generales Duvergé y Alcántara en el manejo e inversión de los intereses del Estado que le
hayan podido haber sido confiados, o en el buen o mal uso hecho del servicio de las tropas
de la guarnición”;
5º —“Si recuerda alguna otra cosa más, concerniente a la conducta militar y administra-
tiva de los Generales Duvergé y Alcántara, o que pueda confirmar la acusación que hace el
clamor público al último de inteligencia con los haitianos y traición a la Patria”.
De las mismas preguntas preparadas por la Comisión se desprende que Santana no osó
involucrar directamente a Duvergé en el cargo hecho por el “rumor público” a Alcántara
sobre una supuesta inteligencia con el enemigo.
El primer testigo de cargo, Coronel Pedro Florentino, a la sazón sustituto de Duvergé
como Jefe de las Fronteras, se limitó a tildar la conducta de su ilustre antecesor de “negli-
gente”, alegando que el presunto culpable prestaba menos atención a la vigilancia de los
puestos fronterizos que a sus quehaceres privados. Todo lo que el declarante se arriesgó
a enrostrar a Duvergé fue la rapidez de sus visitas al cuartel de Las Matas, donde, según
dijo, “si anochecía no amanecía, y si amanecía no anochecía”. Sobre la integridad moral y
el patriotismo de Duvergé, Pedro Florentino habla, en cambio, con admiración mal disimu-
lada. Cuando los inquisidores inquieren su opinión acerca de la vil maniobra encaminada
a involucrar al prócer en la traición de Valentín Alcántara, contra quien circulaba la especie
de que había recibido una carta en que Soulouque le invitaba a influir sobre Duvergé para
inducirlo a prestar su cooperación a los planes expansionistas del gobierno haitiano, Pedro
Florentino reacciona con franqueza y refiere que cuando habló de esa carta al héroe de Ca-
chimán, Duvergé le dio la siguiente respuesta: “Ni el General Valentín, ni ningún otro se
atrevería a tanto, porque le daría un balazo”.
Los hermanos Fruto y Santiago de Olío y el Capitán de Partido Isidoro Ximénez, respon-
dieron a todas las interrogaciones que les dirigieron Remigio del Castillo y Francisco Sosa, con
subterfugios y evasivas. Martín de Vargas, célebre por su valor en los campamentos del Sur,
se abstuvo de acusar a Alcántara e hizo una calurosa defensa de Duvergé, de quien dijo que
“no dejaba de visitar con frecuencia el Cuartel General y de ocuparse en sus idas a San Juan de
proporcionar el modo de sustento de las tropas, procurándose las reses con los dueños de aquel
vecindario tanto como facilitando de las suyas propias”. Cuando se le preguntó si le constaba
que Duvergé y Alcántara “usaron en su propio beneficio los intereses del Estado confiados a
su celo y vigilancia”, respondió: “Aparte el General Duvergé, me consta el que los animales
cogidos por la tropa en la última pelea de Bánica usaban en su propio beneficio tanto el General
Alcántara como el Comandante de Armas, que lo era entonces Pedro Florentino”. “Aparte el
General Duvergé”, cuya probidad estaba, para el valiente Martín de Vargas como para todos los
compañeros de armas del esclarecido guerrero, por encima de toda sospecha y de toda artimaña.
Acerca de las excursiones hechas en territorio haitiano para distraer el botín en provecho de sus
organizadores, Martín de Vargas respondió descargando de toda responsabilidad a Duvergé,
pero acusando abiertamente a Alcántara y al Comandante Bruno Betances.
Martín de Vargas justifica también la conducta de Duvergé en el incidente provocado
en el cuartel de Las Matas por la tropa de La Vega. “Habiéndose introducido una intriguilla
entre varios de los oficiales de dicha tropa –expresó enfáticamente el testigo– con el fin de
hacer una representación al General Duvergé para que los despachase a su casa, lamentán-
dose de que estaban desnudos y sufrían hambre, el dicho General, molesto e indignado, al

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ver la pertinacia con que insistían en su designio, y que todo no era más que pura cobardía
o falta de voluntad para el servicio, los reunió en la plaza y después de haberles quitado las
armas y municiones que hacían falta para muchos otros de la guarnición, quienes se hallaban
desarmados, los despachó diciéndoles que ya que tal era su voluntad de no acompañarlo y
de preferir su propia comodidad a la defensa de la Patria, que se fueran inmediatamente,
que él tampoco los necesitaba, pues quedaban a su lado bastantes valientes con quienes
defenderse, y que los que tuvieran vergüenza y pundonor se quedaran”. Martín de Vargas
concluyó afirmando que muchos oficiales y soldados del batallón de La Vega, avergonzados
y arrepentidos de su actitud, se devolvieron desde San Juan de la Maguana, y fueron bien
recibidos por Duvergé y reincorporados al servicio.
Sobre la supuesta inteligencia de Valentín Alcántara con el enemigo, y la actitud asumida
por Duvergé en torno a esos manejos antidominicanos, Martín de Vargas, subrayando sus
palabras con gestos expresivos, manifestó lo siguiente: “Que hallándose la tropa dominicana
en El Roblegar, en tanto que los haitianos ocupaban la común de San Juan, llegó allí el Indio
Bonito y en presencia de todos los oficiales que rodeaban a los generales Duvergé y Alcántara,
entregó a éstos varios papeles que contenían proclamas insidiosas del Presidente haitiano que
expresamente lo había enviado; que después de ausentarse el General Duvergé, el Indio Bonito
llamó aparte al General Alcántara y le entregó una carta dirigida a él por el mismo Presidente,
lo que sorprendió al dicho General Alcántara que reprendió al Indio Bonito su acción por no
haber entregado la carta con los demás papeles en presencia de todos; y seguidamente llamó
el General Alcántara al declarante, a los capitanes Miguel Suberví, al Holandés y a varios otros
oficiales, y les entregó la carta que leída venía a decir, poco más o menos, que él, Soulouque,
esperaba del General Valentín que disuadiría al General Duvergé del capricho en que se había
“encalavernado” de mantenerle la guerra a los haitianos, y que procurara quitarle la venda
con que los blancos le tenían cubiertos los ojos para engañarlo; que insistiese en hacer que se
penetrase bien de que reunidos y hechos una masa, serían más fuertes para resistir a dichos
blancos y, por el contrario, separados, su propia debilidad los entregaría y en manos de ellos
acabarían por ser sus víctimas que concluida dicha lectura, de la que nadie hizo el menor
caudal, volvió el General Alcántara a recoger su carta y montando a caballo siguió en pos del
General Duvergé para entregársela, como cree que lo verificara”.
Los testigos en cuyas delaciones se confiaba para imponer a Duvergé la muerte moral
planeada por Santana, eran sobre todo Luciano Morillo, Comandante del Primer Batallón del
Regimiento Matas, el Teniente Coronel Manuel Ramírez y el Capitán Marcos Hernández.
El Teniente Coronel Luciano Morillo, valiente hasta la temeridad, pero hombre de carácter
díscolo y de trato vidrioso, habló de Duvergé con antipatía. Pero en sus alusiones irreverentes
a su esclarecido compañero de armas enseña demasiado el despecho que mueve su lengua y
atiza sus pasiones agriadas. El testigo había sido privado del mando de su batallón y Valentín
Alcántara lo había ofendido de palabra al separarlo de todo servicio activo. Sus faltas de disci-
plina no hallaron en Duvergé, superior de Alcántara en la jefatura del ejército del Sur, el apoyo
a que el bravo soldado creía tener derecho por los grados que había sabido ganar en varios años
de guerra contra los haitianos. Así se explica que Luciano Morillo haya acusado a Duvergé de
“falta de voluntad para lo que concernía al interés público y seguridad de las fronteras”, y de
“desmayo en el cumplimiento de sus deberes que antes cumplía con suma actividad”. Cuando los
inquisidores plantean al declarante la cuestión crítica del proceso, la de una posible inteligencia
con Soulouque, Morillo descarga toda la animosidad de su alma contra Alcántara, pero no puede

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JOAQUÍN BALAGUER  |  EL CENTINELA DE LA FRONTERA

evitar que el celo patriótico y el honor militar de Duvergé salgan ilesos de sus acusaciones. Así,
al referirse a los preparativos que se hacían para una posible acción del ejército del Sur contra el
Fuerte de Bánica, declara haber sido testigo de la siguiente ocurrencia: “el 1º de enero de 1849 fue
alarmado el campamento dominicano por repetidos tiros de cañón y sordas ráfagas de fusil, que se
escuchaban en dirección a Las Matas; Alcántara procuró tranquilizar a la tropa esparciendo
la voz de que eran fiestas en Azua”; pero Duvergé, sin embargo, “salió a poco rato para Las
Matas, y, como al mediodía, todo el ejército”.
No acertó a vislumbrar la inteligencia de Luciano Morillo que con la referencia que
acababa de hacer destruía todo el aparato de insinuaciones calumniosas y circunloquios
levantado con tanta perfidia por Santana para arrebatar a Duvergé el lauro que mayor sim-
patía le ha conquistado y el que más atrae y nos deslumbra entre cuantos ciñen su frente
de guerrero: la abnegación y la modestia con que en los años difíciles sirvió de escudo a la
República contra las ambiciones haitianas.
Manuel Ramírez, Comandante del Batallón de San Juan, de 43 años, y el Capitán Marcos
Hernández, a quien Pedro Florentino debía fusilar durante la Guerra de la Restauración por
españolizado, se mostraron hostiles a Duvergé, pero no formularon contra él ningún cargo
de sustancia ni llevaron su irreverencia hasta el punto de situar el nombre del prócer en el
mismo nivel moral que el de Alcántara.
Manuel Calderón, Comandante de escuadrón de la caballería de San Juan, a quien las
canas no le impidieron figurar en las campañas de 1845 y de 1849 entre los más intrépidos
defensores de las fronteras, contradice las declaraciones de los que imputan a Duvergé
falta de celo en la vigilancia del cuartel de Las Matas: “Con respecto al General Duvergé
–manifestó el testigo–, cuanto sé y puedo decir es, que, aunque permanecía de ordinario
en San Juan, con frecuencia venía a visitar el Cantón General, y, según creo, a dar sus
órdenes”. Interrogado acerca del “escarnio y afrenta que se dice haberle hecho pasar el
General Duvergé a las tropas de La Vega”, responde sin titubeos: “Cuando el General
Duvergé desarmó y despidió dicha tropa de La Vega fue con sobrado motivo, dando una
parte de ella más que lugar para esto, presentándose de un modo inacostumbrado y bajo
frívolos pretextos a pedir que se les despachase para sus casas, de tal manera que el mis-
mo General Mejías y el Coronel Trinidad se molestaron demasiado y echaron en cara a su
propia gente la fealdad de su acción”.
Juan Nepomuceno Acosta, miembro de la guardia personal de Duvergé, habla de su jefe
con respeto. El Coronel Silverio Ríos, Comandante del Segundo Batallón del Regimiento
Matas, el Coronel Aniceto Martínez y el Subteniente Blas Rodríguez, limitan sus declara-
ciones a Alcántara.
El día 7 de julio quedó cerrado el expediente en San Juan de la Maguana. La Comisión
remitió entonces el voluminoso legajo al General Pedro Santana, quien pareció quedar poco
satisfecho de la labor de los tres inquisidores según se infiere de la tardanza con que se juzgó
al insigne procesado.

Ante los jueces


La última etapa del proceso contra Duvergé se desenvuelve en presencia del reo. El Consejo
de Guerra fue constituido por el General de Brigada M. Mendoza, el Coronel M. Machado, el
Teniente Coronel Juan B. Alfonseca, el Teniente Coronel C. Rodríguez, el Capitán José Patín,
el Teniente F. Rojas y el Subteniente G. Mejías.

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La vista se inició el 3 de diciembre de 1849, en la sala “donde tiene sus audiencias el


Ayuntamiento de esta capital”.
El Presidente del Tribunal Militar, General Machado, ordena la comparecencia del reo
que se presenta fuertemente escoltado, pero “libre de grillos”. El Consejo de la Defensa,
elegido por el propio acusado, fue integrado por los jurisconsultos Francisco Javier Faulau,
sobrino político del Arzobispo don Tomás de Portes e Infante, R. Caminero, hermano del ex
Ministro de Relaciones Exteriores don José María Caminero, y Lic. Félix María del Monte,
Presidente a la sazón de la Cámara de Representantes.
Como acusador Fiscal actuó el General Francisco del Rosario Sánchez, escogido sin duda
para desempeñar ese ingrato papel con el propósito de que la voz de la acusación resonara
ante la opinión pública revestida de la autoridad moral que podía adquirir en labios de un
prócer de esa jerarquía, famoso ya como Defensor Público y aclamado por todas las clases
sociales como el héroe del pronunciamiento de la Puerta del Conde.
La audiencia se inició con la pregunta de ritual dirigida por el Presidente del Consejo
de Guerra al acusado, quien contestó con firmeza:
—Antonio Duvergé, de 43 años, General de División.
El acusador Fiscal interrumpió al reo para pedir al Tribunal que el Lic. Félix M. del
Monte fuese excluido del Consejo de la Defensa, alegando, como motivo de la recusación,
que “el Lic. del Monte, siendo miembro de la Cámara, goza de inmunidad y no puede ser
apremiado en caso de falta”. Hubo entonces un receso para que el Consejo de Guerra deli-
berara sobre el incidente. Fue resuelto recurrir en consulta al Ministro de Justicia. Manuel
Joaquín del Monte, titular de ese Ministerio, contestó al Presidente del Tribunal con un oficio
del siguiente tenor: “Si Ud. lo juzga conveniente, diríjase al Ministro de la Guerra, por ser
el General Duvergé militar, a fin de que este gran funcionario le dé el curso previsto por la
ley”. La respuesta del Ministro de Guerra y Marina, General Juan Esteban Aybar, fue leída
al reanudarse la audiencia el mismo día 3 de diciembre a las tres de la tarde. Decía así:
“Ministerio de Guerra y Marina, Santo Domingo, 3 de diciembre de 1849. Nº 245. Señor
Presidente: En contestación al oficio de Ud., fha. de hoy, que acabo de recibir en este instante;
como la autoridad a quien está encomendada la vigilancia sobre los Consejos de Guerra, le diré:
que los Arts. 88 y 89 de la Constitución traen las terminantes disposiciones siguientes: “Art. 88.
Los miembros de los Cuerpos Colegisladores son inviolables en sus opiniones y votos emitidos
en el ejercicio de su encargo. Art. 89. Los miembros de los Cuerpos Colegisladores no pueden
ser arrestados, ni procesados durante las sesiones, sin permiso de su respectivo cuerpo, a
no ser hallados in fraganti; pero en este caso, y en el de ser procesados, o arrestados, cuando
estuviesen cerradas las sesiones legislativas, se deberá dar cuenta lo más pronto posible al
respectivo cuerpo para su conocimiento y resolución”. Del contenido de estos dos artículos,
se evidencia claramente que un Conservador, o representante, no sólo puede ser arrestado,
durante las sesiones del Congreso, cuando es hallado in fraganti, sino también fuera de ellas
en todos los casos, como cualquier particular, sin más distinción en el último que la obligación
de dar cuenta lo más pronto posible al cuerpo a que pertenezca; pues que su inviolabilidad no
le escuda sino por sus opiniones y votos emitidos en su clase de diputado. En mi concepto,
pues, Señor Presidente, tan aplicable es el Art. 200 del Código Penal Militar al Diputado F.
María del Monte, Conservador por esta Provincia, como a cualquiera otro simple defensor;
supuesto que la Comisión Especial no habría de aplicárselo nunca, sino en caso de falta
cometida durante la audiencia, y en este caso debe reputarse in fraganti. En resumen, todo el

950
JOAQUÍN BALAGUER  |  EL CENTINELA DE LA FRONTERA

que se presente a las barras de un Tribunal, está sujeto a su disciplina. Creo, Señor Presidente,
haber resuelto la duda que se me consulta, y me apresuro a contestar a Ud. su citado oficio a
fin de que se admita al defensor Félix María del Monte, como Consejo del prevenido General
Antonio Duvergé, y no se paralice el curso de la justicia, privando a un acusado de toda la
latitud de defensa que conceden nuestras protectoras leyes al último miembro de la sociedad.
Dios guarde a Ud. ms. años (fdo.) Jn. En. Aybar”.
El Consejo de Guerra continuó sin interrupción su labor hasta las ocho de la noche.
Después de leídas por el Secretario las diferentes piezas del procedimiento, fueron oídos
los siguientes testigos: Pedro Florentino, de 43 años, Coronel, quien ratificó las declara-
ciones juradas hechas ante la Comisión Inquisitorial en Las Matas; Juan Valdez, alias “El
Indio Bonito”, el prisionero que utilizó Soulouque para hacer llegar a manos de Valentín
Alcántara las ofertas que le dirigió al comienzo de la invasión de 1849, quien expresó
“que el General Duvergé es enemigo de los haitianos y que ellos se interesan mucho en
cogerlo”; Blas Rodríguez, Martín de Vargas y Manuel Calderón, Aniceto Martínez, Juan
Nepomuceno Acosta, Fruto y Santiago de Olío, quienes reiteraron sin alteración sus
declaraciones escritas, y el Coronel Juan Contreras, quien amplió lo que declaró en Las
Matas con el siguiente elogio a las virtudes del procesado: “Conozco al General Duvergé
por hombre muy exacto en su servicio. Su residencia no era fija, porque estaba en todas
partes para cumplir con su encargo”.
La audiencia se suspendió a las ocho de la noche para un corto reposo. A las nueve de
esa misma noche reanudó sus labores el Consejo de Guerra para oír los testimonios del
General Juan Contreras, del General Merced Marcano y del Coronel Bernardino Pérez,
quienes confirmaron en todas sus partes las declaraciones hechas en Azua a requerimiento
del General Pedro Santana. Luego el Secretario dio lectura, a requerimiento del Fiscal, a la
declaración del señor Ricardo Miura, la cual fue objetada por el defensor Francisco Javier
Faulau. A continuación declararon Rosendo Herrera, quien amplió sus declaraciones es-
critas diciendo que “dio parte al Presidente de la República del rumor que había en contra
del General Alcántara y él respondió que le habían cogido con el pobre Valentín, y que esto
mismo dijo el Coronel Ravelo”; Alejandro Guzmán, quien expuso “que nada sabe respecto
a Valentín, pero sí oyó decir que él estaba de acuerdo con los haitianos”; el Comandante
Florimón, quien manifestó que “el General Duvergé siempre ha sido activo en su servicio y
que jamás ha decaído en su celo”; el Comandante Miguel Suberví, el Coronel Blas Maldonado
y el Teniente Coronel Silverio Ríos, quienes se limitaron a exponer cuanto sabían acerca de
la conducta de Valentín Alcántara.
Antes de declararse en receso, a las dos de la madrugada, el Consejo de Guerra oyó al
testigo de cargo Manuel Ramírez, Comandante del Batallón de San Juan, de 43 años, quien
se expresó en tono hostil contra el reo, pero sin aportar ninguna acusación de sustancia y
contradiciendo las declaraciones hechas en Las Matas a los Generales Remigio del Castillo
y Francisco Sosa. El Fiscal llamó la atención del Consejo sobre las contradicciones del testigo
y pidió que se le aplicaran las sanciones del artículo 210 del Código Penal.
Al siguiente día, 4 de diciembre, “siendo las siete de la mañana” volvió a reunirse el
Consejo de Guerra. El Presidente “tocó la campanilla” e hizo llamar a los últimos testigos
de cargo. El primero en deponer fue el Coronel Antonio de Sosa, quien ratificó las decla-
raciones juradas que prestó en Azua y el énfasis de las cuales recae sobre las supuestas
culpas de Alcántara. El Acusador intervino a continuación para requerir que se ordenara al

951
COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

Secretario que “diera lectura de la declaración del General Juan Alejandro Acosta20, lo que
fue acordado”. El Lic. Félix M. del Monte, del Consejo de la Defensa, pidió a su vez que se
volviera a interrogar a los testigos Francisco Guerrero y Martín de Vargas, a quienes se les
preguntó si no vieron a Duvergé, después de la victoria de El Número, “recogiendo gente
junto con el General Regla Mota”. Martín de Vargas corrobora la especie y agrega “que vio
a los Generales Miura y Regla Mota recogiendo gente”.
El último de los testigos de cargo oído por el Consejo de Guerra fue el General Abad
Alfau, Comandante de Armas de la Plaza de Santo Domingo. Su declaración preparada
con perversidad y sutileza para empañar la gloria militar de Duvergé, fue observada por
el Acusador Fiscal quien señaló “que había notado en ella alguna alteración, aunque no
escandalosa”. El testigo pidió entonces que se procediera a la lectura de la declaración escrita
que prestó en septiembre ante el Jefe Superior Político, General Ramón Franco Bidó, y el
Ministro de Guerra, General Juan Esteban Aybar. Esta declaración, leída por el Secretario,
decía así: “El día 18 de abril, haciéndonos el General de División Antonio Duvergé entrega
del puesto de Las Carreras, nos hizo presentes todas las habenidas y las bentajas que tenía
aquel punto para detener al enemigo, pero dijo que desgraciadamente las tropas estaban
desmoralizadas y no querían pelear y que estaba seguro de que en cuanto se presentara el
enemigo y les tirara cuatro tiros huirían, aunque tuvieran la forma de obtener las bentajas
que habían tenido en El Número: con lo que se retiró el General y no lo volví a ver hasta
Azua”.
La declaración de Ricardo Miura. “El Endemoniado”21, fue prestada también, en cum-
plimiento de “una nota oficial firmada y ordenanzada por el General en Jefe Libertador
Pedro Santana”, ante los Generales Franco Bidó y Aybar. Interrogado en su residencia el 25
de septiembre, Miura expresó a los Comisionados de Santana que fue a Baní en busca de
Duvergé, después de la batalla de El Número, y “a medianoche lo encontró en una amaca,
acompañado de los Coroneles Martín de Vargas y Juan Esteban Ceara”.
Como testigos de descargo fueron oídos, a petición del Consejo de la Defensa, el Co-
ronel Juan Ruiz, quien declaró que le constaba que el General Duvergé había requerido
del Presidente Jiménez, durante el viaje que hizo el acusado a la capital de la República
en febrero de 1849, el envío de los recursos necesarios para el resguardo de las fronte-
ras; el General Remigio del Castillo, quien expuso que Duvergé le había dado orden de
aprehender a Alcántara “si le veían alguna malicia”; Joaquín Urdaneta, quien dijo, a
requerimiento del Fiscal, que era conocida por todo el ejército del Sur la desconfianza
que Alcántara inspiraba al procesado; Gregorio Ramírez, Capitán del Estado Mayor del
Presidente de la República, de 41 años de edad, quien se limitó a exponer que “no tuvo
conocimiento de la carta que se dice recibió el ex General Jiménez”; Pedro de Castro,
mayor de 25 años, defensor público, quien aludió exclusivamente a Alcántara; Aniceto
Freites, quien manifestó, a requerimiento del Defensor Faulau, que “habiendo oído que
Valentín era traidor lo hizo comparecer y lo arrestó en El Homenaje”; Rafael Abreu, quien

20
La declaración de este testigo, prestada originalmente en Tortuguero el 2 de mayo de 1849, se concreta a Al-
cántara sin mencionar a Duvergé.
21
La calificación es del historiador Sócrates Nolasco (Véase El proceso de Duvergé, La Nación, Santo Domingo,
15 de febrero de 1944). Miura, figurón político y soldado de oropel, fue uno de los incondicionales de Santana. Su
nombramiento como General de Brigada fue anulado por el Presidente Jiménez el 30 de mayo de 1847. La medida se
basó en que Miura se “había distinguido a decorosa distancia de las batallas”. El 1º de junio de 1849, Santana expidió
un decreto para restablecer la jerarquía militar de su favorito.

952
JOAQUÍN BALAGUER  |  EL CENTINELA DE LA FRONTERA

declaró haber oído en labios del ex Presidente Jiménez la siguiente frase, relativa a la carta
dirigida a Alcántara por Soulouque: “mire qué diablura de esa carta”; Wlmo. de Acosta
Gómez, quien se refirió, a solicitud del defensor Faulau, a las relaciones de Alcántara con
Soulouque; el General Bernardino Pérez, quien expuso que en el caso de la supuesta trai-
ción de Alcántara, “Duvergé se portó bien, con celo, haciendo su servicio”; José Núñez,
quien expuso que no “hubo juego de gallos el 17 de marzo último, que ese día el General
Duvergé proporcionó provisiones para la tropa, que en los mulos del General se llevaron
a Las Matas las dos piezas de artillería, que hubo gallos el jueves nada más y que Duvergé
no se ocupaba de juegos sino en su servicio”; Gregorio Ramírez, quien dijo que la carta
dirigida por Soulouque a Alcántara “fue remitida al Presidente Jiménez por Duvergé con
su hijo”; Nicolás Patricio, quien declaró que “Duvergé y Contreras fueron los últimos en
abandonar el puesto (Las Matas), habiéndose encontrado solos”; M. Guerrero, quien ex-
puso, a requerimiento de uno de los defensores, que el día en que se recibió la noticia de
la pérdida de Las Matas, el Presidente Jiménez se encontraba en la gallera; y, finalmente,
Lauterio Carrasco, quien contestó las preguntas que le fueron dirigidas por el Consejo de
la Defensa manifestando que “el General (Duvergé), era sumamente exacto en su servicio
y que no notó descuido en él, y que había sospechas contra Alcántara”.
“En este estado, siendo las doce y media del día, el Presidente, usando de su poder
discrecional, ordenó la suspensión del Consejo”.
La causa continuó el mismo día a las tres y media de la tarde.
El Lic. Félix María del Monte “tomó la palabra y expresó sus medios de defensa”.
La voz pasional de Félix María del Monte, uno de los hombres más cultos de su época,
debió de calar profundamente en el corazón de los jueces. Su oración, cargada de reminis-
cencias clásicas, fue digna de la tribuna antigua. Analizó muy superficialmente los hechos,
porque no hubo pruebas, porque nadie aportó indicios siquiera de culpabilidad, ni ante el
Consejo de Guerra ni ante la Comisión Inquisitorial, contra el ilustre acusado. Los testigos
que desfilan por el largo proceso muerden a veces la carne del héroe, pero ni hieren su repu-
tación ni empañan sus virtudes militares. Por eso sin duda la defensa de Del Monte se limita
a presentarnos a Duvergé tal como lo vieron sus contemporáneos: firme como una espada,
modesto en los campamentos y en la vida civil como un soldado de Esparta. La oración del
célebre tribuno, sin embargo, si bien llena de retórica y débil como pieza jurídica, tuvo la
virtud de recoger para la posteridad, en unos cuantos trazos felices, los rasgos de carácter
y los méritos excelsos, que han hecho imperecedera la figura del guerrero de El Número en
la memoria de todos los dominicanos.
Otro de los defensores, Francisco Javier Faulau, habló a continuación, según se hace cons-
tar en el proceso verbal de la audiencia, “por haber dejado un punto su colega Delmonte”.
Finalmente intervino en favor del acusado su tercer defensor, A. Caminero.
Luego, el Presidente del Consejo de Guerra agitó la campanilla y ordenó que el público
abandonara el salón de audiencia para que los miembros del Tribunal iniciaran sus delibe-
raciones. Dos cuestiones fueron planteadas a los jueces:
1º “El acusado Valentín Alcántara ¿es culpable del hecho que se le imputa?”.
2º “El prevenido General Antonio Duvergé ¿es culpable del hecho que se le imputa?”.
Sobre la primera cuestión el Consejo votó a unanimidad: “Sí, Valentín Alcántara es
culpable”.
Sobre la segunda, se pronunció también unánimemente: “No es culpable”.

953
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El fallo de la historia
El proceso instruido a Duvergé obedeció a un fin cuidadosamente calculado: destruir al
héroe y glorificar militarmente a Santana. La figura de Duvergé, como el primer guerrero de
las campañas de la Independencia, era demasiado alta para que ningún otro caudillo militar
pudiera alcanzarla en abnegación y en grandeza. Santana, “que no era tan bruto como se
supone”, lo comprendió así y se dispuso a destruir a su rival para levantar sobre las ruinas
de su reputación el monumento con que quiso adelantarse al fallo de la historia.
El instigador del proceso sabía mejor que nadie que no existían culpas con que hundir
al esclarecido soldado. Pero tampoco ignoraba que la duda que el proceso estaba llamado a
suscitar sobre la reputación de su émulo, reduciría momentáneamente la estatura del héroe
ofreciéndole a su detractor la oportunidad de usurpar una parte de su gloria.
Así se explica que juntamente con la muerte moral que quiso imponerse a Duvergé, se
tomaran todas las providencias necesarias para disminuir la importancia de la batalla de
El Número y exagerar, en cambio, la de las escaramuzas del Paso de las Carreras. Las pes-
quisas realizadas en Las Matas y en San Juan de la Maguana por la Comisión Inquisitorial
coincidieron, en efecto, con el título que se hizo otorgar Santana por el Congreso Nacional,
el 18 de julio de 1849, como “Libertador de la Patria”, y con la colocación de su retrato al
lado nada menos que del de Colón en el Palacio de Gobierno. El propio Santana dispuso, en
uso de sus facultades dictatoriales, declarar beneméritos a los militares adictos a su persona
que se distinguieron en Las Carreras, y los premió con ascensos después de proclamar que
eran los únicos acreedores a los empleos públicos y a las sinecuras oficiales.
Entre las circunstancias que facilitaron el plan de Santana, merece destacarse, aparte de la
terrible gravitación de su energía arrogante y voluntariosa como árbitro del ejército y como Jefe
del Estado, la ausencia del país cuando se produjeron estos acontecimientos del fiscalizador
de la historia nacional, del Alférez de Marina José Gabriel García, debido a que la nave en que
viajaba el futuro historiador fue batida por un huracán que la arrastró hasta la península de
Paraguaná, en el límite entre Venezuela y Colombia, donde permaneció García prácticamen-
te incomunicado con otros miembros de la Marina de Guerra dominicana. Esta infortunada
aventura privó al terrible fiscal de la historia patria de la oportunidad de desentrañar los mó-
viles ocultos del drama de que se hizo víctima a Duvergé y de escribir a su vez el proceso de
la inicua acción de Santana con la maestría con que supo hacer el de todos los sucesos de que
acertó a ser testigo en aquella época en que la fisonomía de la República empezaba a formarse
en los campos de batalla y en los conciliábulos secretos de sus hombres de Estado22.
Duvergé, en cambio, a quien la fortuna, después de acompañarlo en cien combates,
desdeñó cruelmente desde el 29 de abril hasta la hora de su muerte, fue a su vez favorecido
por el azar con los cambios que modificaron inesperadamente después de la caída de Jimé-
nez el escenario político. En el momento en que termina la instrucción del proceso, Santana,
compelido por los acontecimientos, se halla destituido del mando. Antes de que la Comisión
Inquisitorial presidida por los Generales Remigio del Castillo y Francisco Sosa cerrara en

22
El historiador José Gabriel García se hallaba desde el mes de noviembre de 1849 abordo de la fragata “Cibao”,
una de las unidades de la marina de guerra que el Presidente Báez utilizó para su ofensiva marítima contra Soulouque.
En la ensenada de Les Cayes fue transbordado al bergantín 27 de Febrero antes de que la flotilla fuera dispersada por
violentas ráfagas, que frustraron en gran parte esta nueva expedición. El bergantín 27 de Febrero fue luego arrastrado
por el huracán hasta Paraguaná, donde arribó el 25 de diciembre. El 19 de enero de 1850, al cabo de casi dos meses
de travesía, fue cuando fondeó en el puerto de Santo Domingo el buque en que viajaba José Gabriel García. (Véase
García, Compendio de la Historia de Santo Domingo, tomo III, 3ª edición, págs. 61-64).

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JOAQUÍN BALAGUER  |  EL CENTINELA DE LA FRONTERA

San Juan de la Maguana el 7 de julio la parte final de la instrucción, Santana se vio obligado a
encarar en el Cibao la rebelión que puso en peligro la estabilidad de la situación nacida del pro-
nunciamiento militar del 9 de mayo. Cuando regresó de Santiago, después de ordenar, según su
costumbre, el fusilamiento de Felipe Bidó, presunto cabecilla de la revuelta, se dedicó a preparar
las elecciones en que impuso como candidato oficial a Buenaventura Báez. A principios de sep-
tiembre, poco antes de abandonar el poder, Santana se apresuró a ordenar las últimas medidas
relacionadas con la instrucción del proceso. Los Generales Román Franco Bidó y Juan Esteban
Aybar fueron comisionados para recibir el pérfido y amañado testimonio de dos favoritos del
hatero: Abad Alfau y Ricardo Miura, el primero más español que dominicano, y el segundo una
especie de pavo real de la corte de Santana. Algunos días después, el 24 de septiembre, asumió
Báez la presidencia de la República. El nuevo mandatario llegó al poder con ideas liberales y sus
primeros actos revelaron en él la decisión de labrarse una personalidad propia. En vez de actuar
como un simple instrumento de Santana, como lo creyó su patrocinante, actuó sorprendente-
mente con autonomía política iniciando una guerra marítima ofensiva contra Haití y rodeando
la ventilación del proceso contra Duvergé de una atmósfera de libertad absoluta. Los miembros
del Consejo de Guerra actuaron con independencia y escribieron con honradez una página de
honor en la historia de la justicia dominicana.
Es obvio que Santana incurrió, al procesar a Duvergé, en varios errores de perspectiva
histórica. El proceso en sí, en primer término, en vez de disminuir la figura del héroe, ha
contribuido a realzar sus méritos como guerrero y como ciudadano. De las declaraciones
de los testigos y de las actitudes asumidas en las audiencias por el propio acusador fiscal,
se infiere que Duvergé no sólo gozó del respeto y la admiración de los grandes hombres de
armas que lo acompañaron en las proezas de 1845 y 1849, sino que fue también un patriota
ejemplar y un dechado de virtudes privadas. Todos encarecen la pulcritud con que admi-
nistró los fondos del Estado y el único vicio que le enrostran es su afición al juego de gallos,
deporte de guerreros, e inocente solaz que compartía con sus tropas en los breves paréntesis
de sus seis años continuos de campañas militares.
Cuando se hurga en su conducta con deseo de afearla con algún exceso de poder o con
algún rasgo de debilidad militar, el hecho invocado no empequeñece sino que más bien
agranda moralmente su estatura. Así ocurre con la actitud asumida por el prócer con el
batallón de La Vega, al que despide en masa por su falta de amor al servicio con palabras
en que la energía cortés rivaliza con la rectitud con que era preciso actuar para restablecer
la disciplina amenazada; y así sucede también en el caso de las mujeres para quienes el fa-
nático Pedro Florentino pedía el fusilamiento sumario por supuestas labores de espionaje
al servicio del enemigo, incidente que el prócer zanja con un rasgo de magnanimidad que
brotó como una flor extraña en aquel campamento de soldados.
Otro error en que se incurrió en la elaboración del expediente con que se quiso oscurecer
la reputación del prócer, fue el del poco tacto con que se manifestaron ante las comisiones
inquisitoriales los favoritos de Santana. Así, la declaración de Abad Alfau, una de las piezas
capitales de la infamia, resultó un arma de dos filos que el detractor manejó con evidente
torpeza. El historiador Sócrates Nolasco señala con admirable precisión el resultado catastró-
fico que esas declaraciones han tenido para el prestigio militar de Santana: “Según el último
testimonio (el de Alfau), Pedro Santana no fue el hábil capitán que escogió el lugar para la
Batalla de Las Carreras. Fue Antonio Duvergé quien, por instinto o por pericia, estudió y
escogió el campo favorable y enseñó sobre el terreno las habenidas y las bentajas propicias

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para la victoria. De un adversario, en buena ley, la palabra que daña puede en principio
descartarse; pero no lo que dice a su pesar y a su pesar favorece. Aun desasido del mando
supremo del ejército, el paladín sin ventura se preocupaba por nuestro común destino y,
sobre el terreno por él escogido, daba la última lección de triunfo”23.
El resultado del proceso fue, pues, desfavorable para los dos fines perseguidos por Santana:
sirvió para enaltecer y no para deshonrar a Duvergé, y arruinó, por otra parte, la pretensión
de convertir a Pedro Santana en el artífice de la victoria con que se coronó la campaña de 1849.
La Batalla de Las Carreras, en efecto, no fue una hazaña comparable, como han pretendido
los galanteadores del déspota, al Paso de los Alpes, ni fue un modelo de estrategia semejante
a los del artista que trazó las campañas de Italia; y si lo fue, el genio militar a quien hay que
atribuir esa proeza no se llama Pedro Santana sino Antonio Duvergé.

El confinamiento
La absolución de Duvergé provocó, como era de esperarse, la ira de Santana. Para calmar
su cólera, el Presidente Báez accedió a confinar al héroe en El Seibo de acuerdo con uno de
los procedimientos favoritos implantados por el propio Santana, inventor, entre otros excesos
extravagantes, del artículo 210 de la Constitución de San Cristóbal, de la pena capital para el
delito de hurto24, de la retaliación política, del continuismo en el poder, de los fusilamientos
sumarios y de las Comisiones Militares.
Durante 6 años sufrió el prócer la afrenta y la angustia de ese ostracismo forzoso. La
entereza propia de su carácter militar se sobrepuso, sin embargo, al dolor que ha debido
de producirle esa permanencia impuesta en una sociedad en donde debía sentir a toda
hora, como una cruel vejación, la desagradable presencia de Santana. Pero precisamente
el sitio fue escogido por su propio verdugo para mantenerlo más estrechamente vigilado
y para hacerle al propio tiempo más incómoda la pena que le hizo imponer no obstante
haberse reconocido su inocencia en juicio contradictorio. Un confinado era entonces, como
lo fue desde los tiempos de Arístides, un sospechoso. La tacha que pesa sobre su nombre,
como el estigma colocado por la justicia de la antigüedad sobre las puertas de las ciuda-
des malditas, crea en torno suyo una zona de desconfianza y de silencio. La condición del
héroe desterrado en su propia patria, se hacía naturalmente más dura en El Seibo, sede
de la hegemonía de Santana cuyo capricho era una ley reconocida y acatada en aquella
sociedad de hombres dedicados desde los días de la colonia al pastoreo y a la crianza de
caballos de raza.
Duvergé, reducido a la pobreza por la saña con que se le alejó del Sur, escenario no sólo
de sus triunfos sino también centro durante largos años de sus actividades y de sus mo-
destas posesiones agrícolas, vive durante ese tiempo en espera de un cambio favorable en
la situación política. El prócer no es un político, y a su repugnancia por esa actividad debe
precisamente la desgracia que se abate sobre su vida desde que el ejército de que formó parte
se amotinó para desconocer al gobierno legítimo. Pero su única esperanza de rehabilitación
reside ahora en el eclipse de la hegemonía política que desde 1844 ejerce su verdugo sobre la

23
Véase El Proceso de Duvergé, La Nación, Santo Domingo, 16 de marzo de 1944.
24
El 16 de mayo de 1851, durante la primera administración de Buenaventura Báez, fue votada una ley que
derogó el decreto que el 6 de julio de 1847 hizo aprobar Santana y en virtud del cual se estableció la pena de muerte
para el delito de hurto.

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JOAQUÍN BALAGUER  |  EL CENTINELA DE LA FRONTERA

voluntad del país, dominado por él unas veces desde el propio Palacio Presidencial y otras
veces desde su residencia de “El Prado”.
El 5 de noviembre de 1850 dio el Presidente Báez una nueva muestra de liberalidad
permitiendo el retorno al país de José María Pérez Contreras, del Coronel Mauricio de Brea,
del Capitán Santiago Bazora y de otros hombres de armas a quienes se extrañó del territorio
nacional juntamente con el ex presidente Jiménez. Duvergé pudo esperar entonces que su
confinamiento fuera levantado. Los proscriptos a quienes se favoreció con esa providencia
eran, en efecto, militares en actividad de servicio a quienes se castigó por el mismo delito
que atrajo sobre la cabeza del héroe la ira de Santana. La amnistía, sin embargo, no abarcó
a Duvergé, cuyo confinamiento no había sido inspirado al déspota únicamente por la ven-
ganza sino también por el miedo. Duvergé libre, después de haber sido injustamente vejado,
hubiera constituido una amenaza para la estabilidad del imperio político que desde 1844 se
propuso establecer sobre el país Pedro Santana. El 9 de junio de 1851 amplió Báez la amnistía
del año anterior para restablecer en la plenitud de sus derechos políticos a otros miembros
del ejército no adictos a Santana, como los hermanos Puello y Félix Mariano Lluberes, pero
tampoco se quiso extender a Duvergé esa medida de clemencia.
En mayo y en septiembre de 1851 fueron amenazadas las fronteras por los ejércitos de
Soulouque y con ese motivo el Presidente Báez movilizó a todos los dominicanos aptos para
el servicio. Duvergé, el más aguerrido de los dominicanos hábiles para defender la Repúbli-
ca en el campo de la guerra, no fue llamado, sin embargo, para no provocar la protesta de
Santana. Ni siquiera en esos momentos de peligro consintió el déspota en que el Gobierno
levantara la dura sentencia que condenó a la muerte civil al primer veterano de las guerras
contra las invasiones haitianas.
La situación de Duvergé empeoró considerablemente cuando el 15 de febrero de 1853
volvió a asumir Santana la Presidencia de la República rompiendo con su antecesor, Buena-
ventura Báez, a quien acusó públicamente de haber gobernado “con un despotismo sin freno,
hollando a menudo la Constitución y las leyes, y usurpando a las Cámaras sus facultades
legislativas”. La suerte del confinado iba a depender pura y exclusivamente, a partir de aquel
día, del capricho del César. El espíritu vengativo del dictador se manifestó de nuevo contra
Duvergé cuando el nombre del prócer fue omitido en el decreto del 3 de julio de 1853 que
abrió sin restricciones las puertas del territorio nacional a los últimos dominicanos sobre los
cuales pesaba la pena de destierro por haber permanecido leales al gobierno constitucional
después del pronunciamiento del 9 de mayo.
Báez, desterrado en Saint Thomas, alentó desde el ostracismo la insurrección contra la
tiranía de Santana. Todos los dominicanos de pensamiento liberal, aun los que habían sido
defraudados en sus sentimientos y en sus ideas por la administración de Báez, se lanzaron a
la plaza pública para defender contra el absolutismo santanista sus libertades civiles. Con ese
propósito se fundó en la capital de la República, el 8 de octubre de 1854, el periódico El Porvenir,
redactado por hombres de tanto valor cívico como Félix María del Monte y Nicolás Ureña de
Mendoza, y en las bancas del Congreso se irguieron valerosamente algunos legisladores, como
David Cohén y Aniceto Freites, para acusar a Santana de concusión y exigir el restablecimiento
del orden y la probidad en la administración de los fondos del Estado.
Santana respondió a esos actos de desafío con nuevas medidas destinadas a imponer el
terror y a reforzar la dictadura. Impuso silencio al periódico El Porvenir, confinó en El Seibo
a algunos de sus opositores como Pedro Salcedo y Manuel José Machado, y desenterró de

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nuevo a don Tomás Bobadilla, alejado desde hacía tiempo de toda actividad política, para
encargarlo de la elaboración de la Constitución del 23 de septiembre de 1854, verdadera carta
del despotismo, cuyas disposiciones permitieron al sátrapa restablecer las Comisiones Militares
y remodelar con sentido totalitario las nuevas instituciones. El período presidencial de Santana
fue extendido por la nueva Carta Orgánica hasta el 1º de abril de 1867 y el país entero fue
convertido en un feudo del tirano. El endiosamiento personal del autócrata se llevó a extremos
verdaderamente extravagantes. El siguiente sucedido puede dar una idea del desequilibrio
psicológico y de la sobreestimación de sí mismo a que condujo a Santana el ejercicio del poder
absoluto. El 27 de febrero de 1849, durante el solemne tedéum celebrado en la Catedral de Santo
Domingo con motivo del 59 aniversario de la proclamación de la Independencia, el presbítero
Dionisio de Moya aludió a la Protección Divina y a la influencia decisiva de ese agente superior
sobre las victorias obtenidas hasta entonces por las armas dominicanas. Santana, presente en
la ceremonia, recibió como una ofensa las palabras del sacerdote que había osado atribuir a
Dios los triunfos que el déspota había hecho reconocer por una ley del Congreso como obra
exclusiva de su genio militar y de su energía sobrehumana.
El país, ultrajado por ese dios bárbaro que se hacía adorar en sus propios altares y que
había elevado su poder a la jerarquía de una institución sagrada, se preparó para reconquistar
con la subversión civil sus libertades ignominiosamente oprimidas.

El patíbulo
La primera conspiración de importancia contra el despotismo de Santana fue organi-
zada por Báez desde el extranjero. Sus agentes principales en el interior del país fueron el
General Eugenio Pelletier, ex ministro de Relaciones Exteriores, y Pedro Ramón de Mena.
Los conspiradores solicitaron el concurso de algunos próceres, como Francisco del Rosario
Sánchez y Antonio Duvergé, quienes se asociaron al movimiento con la intención de impe-
dir que el golpe, en caso de triunfar, degenerara en un simple cuartelazo que sustituyera a
un déspota por otro interrumpiendo el orden civil y malogrando los esfuerzos que desde
1844 realizaban los discípulos de Duarte para la implantación en el país de principios y de
instituciones liberales.
El plan revolucionario fue descubierto por las autoridades debido a una delación hecha
por el conjurado Eusebio Mercedes, cuyo padre alertó en El Seibo al Presidente Santana.
Abad Alfau, a la sazón comandante de la plaza de Santo Domingo, hizo sorprender con un
destacamento al mando de Juan Ciriaco Fafá al núcleo principal de los conspiradores que se
habían reunido en la capital de la República para tomar los últimos acuerdos relacionados con
el plan subversivo. Uno de los directores de la conjura, el General Pelletier, fue aprehendido
juntamente con el trinitario Jacinto de la Concha y con varios hombres de armas que habían
acudido al sitio de la reunión. El propio Santana, a quien los acontecimientos sorprendieron
en su residencia de El Prado, se encargó de dirigir en El Seibo las persecuciones. Duvergé,
sorprendido a su vez mientras asistía en El Seibo a una reunión íntima en el hogar del nom-
brado Petit-Justo, logró evadirse con otros compañeros eludiendo durante algunos días las
pesquisas desatadas contra él por la policía de Santana.
El Vicepresidente Regla Mota, encargado del Poder Ejecutivo en ausencia del dictador,
dictó un decreto el 31 de marzo disponiendo que sería castigada con la pena de muerte toda
persona que ocultara en su casa o que no denunciara a las autoridades a los próceres Antonio

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JOAQUÍN BALAGUER  |  EL CENTINELA DE LA FRONTERA

Duvergé, alias Buá, Prudencio Balliste y al nombrado Petit-Justo, miembros de la facción


que “pretendía atentar contra el gobierno y la seguridad pública”. El Congreso, presionado
por Santana, se reunió para declarar que el decreto del 18 de enero de 1845, terrible instru-
mento inquisitorial utilizado por la dictadura para amedrentar y destruir a sus opositores,
se hallaba aún “en actividad y en toda su fuerza y vigor”. Regla Mota se apresuró entonces
a disponer por decreto del 26 de marzo que se procediera a constituir, “con personas de
confianza”, sendas Comisiones Militares en la capital de la República y en las cabezas de
provincias “para la sustanciación breve y sumaria de los que aparezcan reos”.
Una traición infame llevó a las autoridades hasta el escondite de Duvergé25. Reducido a
prisión, fue entregado a la Comisión Militar que acababa de constituirse en El Seibo bajo la
presidencia del General Juan Rosa Herrera. Juzgado “a verdad sabida y buena fe guarda-
da”, fue condenado a muerte el 9 de abril por el tribunal militar que acogió la solicitud del
acusador fiscal, Teniente Pedro Bernal, sin oír previamente al reo y sin permitirle hacer uso
del derecho de defensa. Los miembros de la Comisión, General Juan Rosa Herrera, Coronel
Eugenio Miches, Comandante R. Pérez, y los oficiales Antonio de Castro, Deogracia Linares,
Valentín Mejías y José Escolástico, permanecieron dos horas reunidos a puertas cerradas.
La terrible sentencia condenó también a la pena capital a Alcides Duvergé, hijo del prócer;
al anciano Alfonso Ibe; al súbdito español Pedro José Dalmau, y a los Tenientes Coroneles
Tomás de la Concha y Juan María Albert. Otro hijo del héroe, el adolescente Daniel Duvergé,
quien acompañaba a su padre en el momento de la evasión, fue condenado también a la pena
de muerte con la reserva de que la ejecución se pospusiera hasta que el menor alcanzara la
edad de 21 años requerida por la ley para los condenados al último suplicio.
Otras personas sobre quienes recaían sospechas fueron sentenciadas a penas menos rigu-
rosas. La pena de confinamiento en Samaná fue impuesta al Coronel Miguel Suberví y a los
señores Juan de Dios Benzo y Manuel Pereira, y la de destierro perpetuo a los oficiales Félix
Chala, Ceferino Nobles, Eulogio Chevalier y Tomás Jiménez. Los dos hijos menores de Duver-
gé, Tomás, de sólo once años, y Nicanor, de nueve, fueron condenados también a la pena de
confinamiento en Samaná por supuesta complicidad en el delito que se imputaba a su padre.
La sentencia de la Comisión Militar fue comunicada a los reos en la tarde del 9 de abril.
Tanto las víctimas como los habitantes de El Seibo la recibieron sin sorpresa. Nadie pensó si-
quiera en dirigirse a Santana en solicitud de clemencia. Desde que se supo que Duvergé había
caído en poder de los esbirros del déspota, su suerte se consideró decidida. Los reos fueron los
primeros en inclinarse con resignación ante el terrible decreto de la fatalidad. En la capital de
la República, sin embargo, el mismo Congreso que acababa de declarar vigente el decreto del
18 de enero de 1845, se había dirigido a Santana para recordarle los artículos de la Constitución
que permitían al Jefe del Estado conmutar la pena de muerte por la de extrañamiento perpetuo
o por otra menos severa. Pero para Duvergé y sus allegados no se encendió una sola chispa
de humanidad en el corazón de Santana. El ilustre mártir era no sólo un adversario político
sino también el odiado rival cuya presencia oscurecía sus glorias militares. El cabecilla de la
conspiración, el General Pedro Eugenio Pelletier, condenado también a muerte por la Comisión
Militar que presidió el General Pedro Florentino, fue, sin embargo, perdonado por Santana
que se contentó con extrañarlo a perpetuidad del territorio dominicano.

25
La especie más socorrida en su época fue que una mujer, sorprendida en un bosque y salvajemente torturada
por los sabuesos de Santana, condujo a las autoridades hasta el sitio en que Duvergé había buscado refugio en com-
pañía de sus hijos.

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El cumplimiento de la sentencia contra Duvergé y compartes se llevó a cabo sin demora.


El 11 de abril, antes de las 48 horas del juicio, una escolta militar penetró en el sórdido ca-
labozo que sirvió de última morada al prócer y a sus compañeros de infortunio. La marcha
hacia el sitio escogido para la ejecución, se inició inmediatamente al través de las calles
congestionadas de curiosos. Duvergé, más atormentado por el infortunio de sus hijos que
por el suyo propio, hizo el trayecto cabizbajo, pero con la frente serena. Al llegar junto a
las tapias del viejo cementerio de El Seibo, lugar escogido para la ejecución de los reos, el
oficial que mandaba el pelotón de fusilamiento marcó en la tierra con la punta de su espada,
los sitios en que cada uno de los reos debía situarse para recibir la descarga. Cuando todo
estaba listo y el cuadro debidamente formado, se procedió a la degradación de los reos que
ostentaban grados militares. Terminada la ignominiosa ceremonia, Duvergé hizo llamar al
comandante de la tropa para pedirle, como única gracia, que se fusilara primero a su hijo
Alcides para ahorrarle el dolor de ver morir a su padre. El oficial palideció y con emoción
mal contenida transmitió la orden correspondiente a sus subordinados. Cuando sonó la voz
de mando y se tendieron hacia el pecho de aquel joven de 23 años los fusiles, un crespón
de lágrimas bajó a los ojos del prócer como un rápido anticipo de la tremenda oscuridad
con que estaban próximo a sellarlos las sombras definitivas. Al llegarle su turno, el héroe se
quitó el sombrero y lo tiró a su perro Corsario que lo había seguido desde la prisión y que
lo acompañó con impresionante fidelidad en la hora suprema. Con paso firme se dirigió
después a ocupar su puesto ante el muro, y se encaró tranquilamente a la muerte.
Apenas se había apagado en el aire el eco de las últimas descargas, cuando se presentó
Santana seguido de su escolta a caballo en el sitio de la ejecución. Después de contemplar
los cuerpos acribillados de las víctimas, se detuvo ante el de Duvergé que yacía en el suelo
atravesado por los proyectiles. Entonces, como obedeciendo a un impulso irresistible, saltó
a tierra para dar un puntapié al cadáver.
Esa coz fue la última injuria y el último homenaje rendido por el monstruo a su rival
indefenso. Saciada su venganza con ese gesto brutal, Santana subió de nuevo a su caballo y
volvió la grupa para dirigirse con su escolta a la capital de la República.

Renacimiento y apoteosis
Los restos de Duvergé permanecieron largo tiempo olvidados. En el cementerio de
El Seibo, cubiertos por una humilde lápida, esperaron la hora de la resurrección que no
tarda en llegar para los que merecen la única consagración que tiene carácter irrevocable:
la que otorga el tiempo y refrenda, después de pacientes investigaciones, la justicia de la
historia. Sosegadas las pasiones que velaron como harpías hostiles al pie de su sepulcro,
sostenidas principalmente por la saña con que el héroe fue perseguido por el odio de
Santana, la gloria volvió a resplandecer sobre esa tumba inmortal y la figura epónima
del caudillo se grabó para siempre en la conciencia de todos los dominicanos.
La reparación histórica del gran soldado fue iniciada por un grupo de hombres de armas
que habían pertenecido al batallón de Higüey, célebre por el heroísmo con que se distinguió
en las acciones de guerra libradas contra los haitianos durante las campañas de 1845 y de
1849. Los sobrevivientes de ese cuerpo de veteranos elevaron al Senado Consultor, durante
la segunda administración de Buenaventura Báez, un documento que contenía graves acu-
saciones contra Santana y defendía al propio tiempo la esclarecida memoria del héroe de

960
JOAQUÍN BALAGUER  |  EL CENTINELA DE LA FRONTERA

El Número, vindicado por sus propios compañeros de armas en un documento espontáneo


que nadie osó contradecir en cuanto al papel de primer orden que atribuyó a Duvergé en
la conducción de la guerra de Independencia en las fronteras. Ese documento suscrito por
oficiales y soldados que habían sido testigos de las hazañas del héroe en 6 años de continuo
guerrear para contener en las fronteras del Sur el imperialismo haitiano, movilizó la con-
ciencia nacional en torno a la figura del mártir.
El 23 de mayo de 1892, la benemérita institución “Unión Dueyana”26, sugirió que se
exhumaran los restos del prócer para “darles honrosa sepultura en el Santuario de Higüey”.
La iniciativa fue apoyada por todas las entidades y personas representativas de Santa Cruz
de El Seibo. Bajo la presidencia de don Julián Zorrilla, se constituyó una junta que adoptó
el nombre de “Festival Patriótico a Duvergé”, con el propósito de secundar la idea de la
“Unión Dueyana” y promover una grandiosa apoteosis que reuniera en torno a las venera-
bles reliquias a todos los pueblos orientales. En la residencia del párroco de Santa Cruz de
El Seibo, presbítero Jovini, se reunió un grupo de ciudadanos notables que acordaron fijar
el 27 de febrero de 1893, 49º aniversario de la Independencia nacional, para el depósito de
los restos del prócer en el Santuario de Salvaleón de Higüey. La exhumación de los restos se
llevó a cabo el 25 de febrero. Colocados en preciosa urna de caoba, se les llevó en procesión
cívica a lo largo de la calle “La Cruz” para velarlos en la Iglesia y ponerlos luego en capilla
ardiente en la Casa Consistorial de El Seibo. El pueblo entero desfiló ante los despojos del
héroe que recibió no sólo el homenaje de las nuevas generaciones sino también el de cuantos
hombres de armas de la región oriental le habían sobrevivido. Eugenio Miches, quien había
formado parte de la Comisión Militar que condenó a Duvergé por instigación de Santana,
se halló entre los que encabezaron el solemne acto de desagravio. En la Casa del Pueblo
hicieron el panegírico del titán de El Número los señores Servando Morel, Simeón A. Pérez,
Tomás Bobadilla, presbítero Jovini, Manuel Puente Paul, José María Beras, Juan B. Morel,
Nicanor Pérez y Telésforo Acosta.
La urna que contenía los restos fue conducida a Higüey escoltada por 300 jinetes el
26 de febrero. La caballería hizo alto en Paso del Soco, donde la Comisión de notables de
El Seibo hizo solemne entrega de la urna a los representantes de la “Unión Dueyana”.
Una nueva caballería de 500 jinetes se incorporó a la comitiva en El Juanito. Al hacer su
entrada a la histórica villa de Higüey en la tarde del 26 de febrero, la urna fue saludada
con una salve de 11 cañonazos. Del seno del grupo de notables que encabezaba el desfile,
se adelantó un jinete que se incorporó sobre los estribos de su corcel, y gritó: “¡Salve,
pueblo higüeyano! Vas a recibir en tu seno los venerandos despojos del ínclito general
Antonio Duvergé”.
La urna fue depositada, a los acordes del himno nacional, en el Palacio del Ayuntamiento
de Higüey. Un batallón situado frente al Cabildo honró en la mañana del 27 de febrero
los restos del héroe con una salve de artillería. Los veteranos de las tres campañas de
la Independencia, entre ellos algunos supervivientes del famoso “Batallón de Higüey”,
encabezados por los generales Ducoudray y Bernardo Montás, el capitán Juan Valdés y el
teniente Antonio Pichardo, montaron guardia de honor alrededor de la urna durante las
primeras horas del día. A las 4 de la tarde se inició la procesión cívica que condujo los restos
hasta el Santuario de Nuestra Señora de la Altagracia. Después de la apología del prócer

26
Véase Vetilio Alfau Durán, Apoteosis de Duvergé, La Nación, Santo Domingo, 31 de enero de 1943.

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hecha desde el púlpito por el presbítero Eugenio Polanco y Velázquez, los restos fueron
sepultados al pie de uno de los arcos de la nave central de la Iglesia27.
La glorificación iniciada en Higüey y El Seibo adquirió relieve nacional en 1911 con el
traslado de los restos de Duvergé a la “Capilla de los Inmortales”28. Las plumas más ilustres
del país exaltaron en esa ocasión los méritos del incomparable soldado. El insigne orador
y jurisconsulto Manuel Arturo Machado, sintetizó en las siguientes palabras el juicio ya
definitivo de la historia: “De cuantos abonaron con su sangre en la República la fe en el
ideal; ninguno más excelso que el vencedor ilustre de Cachimán y El Número”. El historia-
dor Alcides García, al esculpir su semblanza, lo colocó en el lugar inmediato a Duarte en
la galería de nuestros próceres, y el Dr. Manuel de Js. Troncoso de la Concha refrendó esa
opinión, incorporada ya al sentimiento nacional como una de sus verdades irrevocables,
en los siguientes términos, dignos de ser grabados sobre la lápida que cubre los despojos
del héroe: “No sería aventurado decir que, por la suma de esfuerzos y la gravedad de los
momentos en que acudió al socorro de la República, su puesto es el primero”.
Así renació Duvergé y así emprendió su camino de transfiguración hasta alzarse como
el primer campeón de la patria en las fronteras y como el Príncipe de los caudillos militares
que labraron entre el humo de los combates la independencia dominicana.

Santana y Duvergé
I
El nombre de Antonio Duvergé es una sombra que se proyecta fatalmente sobre la his-
toria militar de Santana.
La estatura de Santana como soldado se halla, en efecto, a muchos codos por debajo de
la de su émulo.
El nombre de Duvergé está escrito con letras de fuego en los muros de Cachimán, en las
peñas de El Número, en las barrancas de El Memiso, en las llanuras calcinadas de Azua, en
las de Las Matas de Farfán, en las de Bánica, en las de Font Verrete, en las del Barro, en las
del Puerto, en las de Hincha y en las de Las Caobas; y su planta de titán quedó marcada en
territorio haitiano y en toda la parte sur de la línea fronteriza.
El nombre de Santana sólo está, en cambio, grabado militarmente en dos partes: en
Azua y en el Paso de las Carreras. En el primero de esos escenarios, se presentó el día 18,
en la víspera de la batalla, cuando ya Duvergé había trazado, con el concurso del oficial
de artillería Francisco Soñé, el plan que aseguró el triunfo del ejército dominicano; luego,
en el momento del choque entre las dos masas, fue Duvergé el que cortó el paso al invasor
en el Barro y el que se multiplicó ante el peligro para llenar con su estatura épica el cam-
po de la acción. En el Paso de las Carreras, fue también Duvergé, según el testimonio de
Abad Alfau, el artífice de la batalla, porque fue quien señaló, al hacer entrega del mando

27
En contraste con los de su víctima, los restos de Santana recibieron sepultura en la Fortaleza, por temor de que
fueran objeto de un atentado sacrílego. Más tarde fueron trasladados misteriosamente a un sitio oculto de la antigua
Iglesia de Regina, hasta que al cabo de esa peregrinación macabra hallaron finalmente reposo en la Iglesia Parroquial
de El Seibo. La repulsa que amargó los últimos días del déspota, continuó pesando durante largo tiempo como una
maldición sobre sus despojos mortales.
28
Esta vez la iniciativa reparadora partió también de una tribuna popular y no de las esferas oficiales: El Listín
Diario, decano de la prensa nacional, se hizo portavoz de la idea de que los restos del mártir fueran conducidos al
panteón reservado a sus héroes máximos por la gratitud dominicana.

962
JOAQUÍN BALAGUER  |  EL CENTINELA DE LA FRONTERA

de ese puesto a su subordinado, la forma en que debían ser conducidas las operaciones
para aprovechar las ventajas de orden estratégico que ofrecía el terreno para una acción
decisiva.
La fama de Santana como hombre de armas fue una invención de Buenaventura Báez,
autor del título que le otorgó el Congreso el 6 de julio de 1849 como “Libertador de la Patria”.
Pero el propio Buenaventura Báez, al romperse la alianza formada por esos dos hombres
igualmente ambiciosos para alternarse en el mando, se encargó de desenmascarar el mito
admitiendo que el Congreso se excedió cuando recompensó a Santana con semejante título
por “sus brevísimos días de servicio activo en el ejército en campaña” y por su “simple
asistencia a dos combates”. Según Báez, cuyo juicio en este caso tiene un indiscutible valor
histórico aunque haya sido inspirado a su autor por un interés banderizo, los títulos que
alcanzó Santana debieron otorgarse con mayor espíritu de justicia a otros héroes que se
consagraron con más devoción a la causa nacional y a quienes “empobrecieron la revolu-
ción y largas y constantes campañas”, sin haber jamás recibido recompensa alguna de sus
conciudadanos29.
Fue Antonio Duvergé el verdadero caudillo militar de la Independencia. Su figura, en
contraste con la de Santana, encarna al héroe en toda su jerarquía representativa y simbólica.
Fue él el tipo del héroe perfecto, del héroe sin lunares, sin sombras, sin errores. Del charco de
sangre en que se fraguó la República, su figura emerge limpia como una enseña inmaculada.
Es el Sucre dominicano, el soldado modesto y sin ambiciones que está siempre presente en
la hora del sacrificio, pero que no comparece en el momento en que los héroes bajan de su
Olimpo para sumergirse en el barro en que se nutren las concupiscencias humanas.

II
La figura de Santana está llena de borrones y manchada de estigmas abominables. Los
acontecimientos lo pusieron fatalmente en el trance de llenar el camino de su ambición de
patíbulos, y de patíbulos en que corrió sangre de próceres, llevados al último suplicio por
razones políticas y no por fines excusables en nombre del interés público o de las convenien-
cias sociales. Sus excesos de crueldad lo convierten en la figura más odiosa de la historia
dominicana. La saña con que persiguió a los Padres de la Patria, el odio injusto con que sa-
crificó a Duvergé y a su familia, la falsa razón de Estado que invocó para extinguir a Martín
de Vargas y a todas las figuras sobresalientes de esa casta insigne de soldados, la alevosía
con que eliminó a Aniceto Freites30 y a tantas otras víctimas de su enemistad rencorosa, son
actos de incalificable ferocidad que hacen su memoria ingrata hasta la repugnancia. En los
héroes más bárbaros hay siempre algún rasgo de humanidad. Pero en Santana, que tenía
el alma de un tártaro, no se descubre un solo gesto que sea capaz de reconciliarnos con
su carácter árido y con su conciencia depravada. El puntapié con que injurió el cuerpo ya
exámine de Duvergé, lo pinta como a un ser monstruoso en quien la impulsión biológica
desemboca en manifestaciones totalmente primarias. Esa actitud procaz no difiere de la
exhibición de crueldad inútil que hizo Ramón Santana, padre del dictador, cuando se lanzó
sobre el cadáver de Ferrand y le cortó la cabeza sin respeto alguno al infortunio de aquel

29
Véase José Gabriel García (ob. cit., tomo III, págs. 107-8).
30
Aniceto Freites fue uno de los que en el Congreso de 1854 tildaron a la administración de Santana de infidelidad
en el manejo de los fondos del Estado. El 22 de septiembre de 1855, invocando pretextos fútiles, Santana lo hizo pasar
por las armas. El reo, quien se hallaba postrado por graves quebrantos físicos, fue llevado en una silla al cadalso.

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

francés pundonoroso que se privó de la vida para no sobrevivir a su derrota en la batalla


de Palo Hincado. En uno y otro caso, tanto el padre como el hijo, arquetipos de una raza de
tártaros, se ceban sobre el cadáver de un caído sin que a ninguno de los dos pueda servirle
de excusa, como a José María Cabral con la cabeza del Duque de Tiburón, el hecho de haber
vencido en combate leal a su adversario.

III
La justicia de la historia se ha fijado sobre la obra patriótica y militar de Duvergé con
carácter de cosa definitivamente juzgada. Terribles interrogaciones continúan abiertas, en
cambio, sobre la obra de Santana, cuya personalidad sigue siendo implacablemente golpeada
por los martillos de la crítica histórica. En torno a él no habrá nunca la unanimidad que hace
intocables a aquellos próceres que han franqueado la línea versátil en que la opinión de un
día se trueca en historia duradera. Acatados por unos y maldecidos por otros, los personajes
como el Marqués de las Carreras permanecen siempre en la penumbra, sin recibir jamás de
frente la luz con que ilumina el sol de la historia a los héroes cuyo nombre se ha grabado
por unánime consenso en la conciencia colectiva.
Santana es del tipo de esos héroes ingratos a quienes a lo sumo se admira, pero a los
que no se ama. Las duras líneas de su semblanza tienen algo de repelente y de antipático
que nos lo torna odioso. ¡Qué digna es de nuestro corazón, en cambio, la figura de Antonio
Duvergé! Lo amamos cuando lo vemos arrastrar su orfandad en el ostracismo; cuando se
empina en Cachimán y cuando golpea las rocas de El Número con la espada de la epopeya;
cuando se niega a volver sus armas de soldado contra el Gobierno al que debe fidelidad;
cuando salva de la muerte a un grupo de mujeres cuyas cabezas pide con saña el fanático
Pedro Florentino; cuando acata con modestia las órdenes de sus superiores y sacrifica a la
causa nacional toda ambición de mando; cuando se encara tranquilamente a su destino y
cuando sube al patíbulo para recibir en él muerte ignominiosa.
Jamás podrá apagarse el fuego de las contradicciones en torno al drama político de la
anexión. Mientras unos admitirán que la reincorporación a España no la impuso Santana
sino que respondió a un estado de opinión colectiva determinado principalmente por el
temor a las agresiones haitianas, otros sostendrán siempre que fue el fruto de una camarilla
ambiciosa que careció de fe en los destinos nacionales. Si la opinión del país favorecía la
anexión, ¿por qué entonces la guerra restauradora contó con el apoyo popular desde que se
inició en Capotillo hasta que la coronó al cabo de dos años la victoria? Si hubo un Manuel de
Jesús Galván que exaltó el retorno a España, ¿no hubo también un Ulises Francisco Espaillat,
una de las conciencias más puras de aquella generación de próceres, que condenó la obra
antipatriótica de Santana?
Santana, ¿fue un patriota que actuó impelido por fines superiores o fue sólo un político
impulsado por una ambición desmedida que logró imponerse a sus contemporáneos gracias
a su energía avasalladora? ¿Fue o no indiferente Santana a la suerte de la patria durante
los ocho años en que Duarte la forjó con su idealismo generoso? ¿Dónde está la cuna de la
República, en las sabanas del Prado o en el cenáculo de la Trinitaria?
Pero aceptemos que el Marqués de las Carreras consolidó con su puño hercúleo la Re-
pública creada por los filorios de la revolución separatista. Todavía cabría preguntar si los
servicios que prestó a la causa de la Independencia no los anuló luego con el acto claudicante
de la anexión. ¿Qué es lo que la historia debe tomar en cuenta cuando juzga a los políticos, a

964
JOAQUÍN BALAGUER  |  EL CENTINELA DE LA FRONTERA

los conductores de tropas, a los apóstoles, a los libertadores: las consecuencias de sus hechos
o simplemente sus propósitos o sus intenciones?
Muchos esfuerzos se han hecho, desde los días de la polémica del ático y nada ingenuo
Manuel de Jesús Galván con el historiador José Gabriel García, para cambiar el juicio de la
historia acerca de Santana. Pero la conciencia nacional ha opuesto y opondrá siempre a esos
intentos el grito de guerra de Su Santidad Julio II: ¡Fuori i barbari!

IV
Santana creyó que la República no podría subsistir sin el auxilio de una nación extranjera,
pero los hechos demostraron que esa apreciación era absolutamente infundada. Duarte creyó,
en cambio, en la supervivencia de la patria, y la realidad ha demostrado que tuvo razón y
que supo ver claro en el futuro de la República. De todo el drama de la anexión queda en pie
esta realidad inconcusa: Duarte y sus discípulos, los abanderados de la pura y simple fueron
los únicos dominicanos que creyeron en la República, y por eso la República es hija de su
inspiración y de su fe. Quedan aún las buenas intenciones que se atribuyen a Santana. Pero,
por suerte, la humanidad, que juzga a los hombres por sus actos y no por sus abstracciones,
perdona al malvado que rectifica hacia el bien, pero no absuelve al bueno que evoluciona
hacia el mal en forma definitiva. ¿Qué queda de Judas después de la traición y de los treinta
denarios? Queda su nombre convertido en símbolo de todas las infamias y en baldón del
género humano. En cambio, San Pablo, que apedreó al primer mártir del cristianismo, es
venerado por la Iglesia como el émulo de San Pedro en el amor a Cristo porque oyó a tiempo
la voz que lo llamó hacia la verdad en el camino de Damasco. Hubiera sido preferible para
la gloria de Santana haber traicionado a los héroes de la Trinitaria y haber expiado luego su
crimen cubriéndose de honra inmarcesible en los campos de la guerra restauradora.
Máximo Gómez, después de haber combatido contra su propia bandera en el suelo de
sus mayores, luchó por la independencia de Cuba, y la historia no ha vacilado en colocarlo
al lado de Bolívar, de San Martín y de Washington en el Olimpo de la libertad americana. No
hay duda de que otra sería la actitud de la posteridad si el héroe de “Mal Tiempo” hubiera
vuelto de Cuba para combatir en suelo nativo la misma causa que defendió en tierra extra-
ña. Decía Anatole France que lo imperdonable en los hombres no es cometer errores, sino
más bien no saber rectificarlos a tiempo. Un fin resplandeciente, como una bella tarde que
corona un día tempestuoso, puede redimir a un hombre y salvarlo definitivamente para la
historia. Por el contrario, ¡qué amarga huella dejan en el espíritu esas tardes que comienzan
vestidas de luz y terminan rasgadas por el relámpago!

965
Semblanza de Julio D. Postigo,
editor de la Colección
Pensamiento Dominicano
Don Julio Postigo, prominente hombre público
dominicano del siglo XX. Ejerció durante su
dilatada existencia labores como librero, editor
y pastor evangélico. Nació en San Pedro de
Macorís el 11 de febrero de 1904.
Desde joven fue designado como encargado
de la pequeña librería evangélica que se abrió en
la ciudad de Santo Domingo, y en 1937, la Junta
para el Servicio Cristiano en Santo Domingo lo
designó como gerente de la Librería Domini-
Julio D. Postigo Arias. cana, que don Julio, en pocos años, transforma
Foto: Cortesía del Reverendo
Hernán González Roca. en un importante Centro Cultural donde se
organizaban tertulias, recitales y conferencias,
así como exposiciones de libros nacionales y
extranjeros, principalmente latinoamericanos.
En 1938 la Junta Oficial de la Iglesia Evan-
gélica Dominicana designa a don Julio, Miem-
bro Honorario, y en 1946 se le nombra Miembro
Permanente.
En 1946 la Librería Dominicana comienza
a publicar la colección Estudios, dedicada a
servir de material de lectura para estudiantes,
a quienes, además, se les permitía leer, estudiar
y copiar gratuitamente un fondo bibliográfico
puesto a su disposición en los salones de la
librería, donde también se había habilitado una
sala de lectura.
En 1949 se comienza a editar la Colección
Pensamiento Dominicano, que en un primer mo-
mento se compone de Antologías, como aquella
de Narraciones Dominicanas, de Manuel de Jesús
Troncoso de la Concha, los poemas de Domingo
Moreno Jimenes, de la obra de don Américo
Lugo, y la Antología Poética Dominicana, del
crítico Pedro René Contín Aybar, entre otras
notables selecciones bibliográficas.

967
COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO  |  Volumen III  |  BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES

Don Julio Postigo fue un permanente promotor del libro dominicano. En efecto, fue
designado como delegado dominicano ante la Conferencia Evangélica Latinoamericana,
en Buenos Aires, Argentina, y aprovecha la ocasión para montar una exposición de libros
dominicanos en esa ciudad, en colaboración con la Embajada Dominicana. Fue, además,
el pionero de las ferias del libro en el país. En 1950, a sugerencia suya, se instituye el 23
de abril como el Día del Libro, en honor a Miguel de Cervantes Saavedra. Un año des-
pués se realiza la primera Feria Nacional del Libro, en el Parque Colón y en las arcadas
del Palacio Consistorial.
En 1951 don Julio Postigo propone la creación del premio Pedro Henríquez Ureña al
mejor libro del año, y los libreros aportan los RD$500.00 de su primera dotación. El jurado
escoge como ganadoras las obras: La Isla de la Tortuga, de Manuel Arturo Peña Batlle, y
El problema de la fundamentación de una lógica pura, de Andrés Avelino.
En 1954 el Gobierno Dominicano le designa como Comisionado para Europa con el
propósito de promover y organizar una gran exposición de libros, dentro de la progra-
mación de la Feria de la Paz en 1955.
La Gran Logia de la República Dominicana lo nombra, en 1957, Miembro Vitalicio. En
1960 se le designa como regidor de la ciudad capital. Llega a ser, en 1962, Vicepresidente
del Ayuntamiento de la capital dominicana. Fue, además, a partir de 1963, presidente del
Consejo de Directores del Instituto Cultural Domínico-Americano, del Club Rotario, de
la Alianza para el Progreso y de la Asociación Cristiana de Jóvenes.
En 1965 don Julio Postigo fue designado como miembro del Gobierno de Reconstruc-
ción Nacional, pero presenta renuncia posteriormente, en comunicación pública dirigida
al General Antonio Imbert Barreras.
Fue jubilado en 1966, después de 29 años de regencia, por la Junta de Directores de la
Librería Dominicana, y funda la Librería La Hispaniola. Posteriormente, en 1972, adquiere
la propiedad de la Librería Dominicana, y al año siguiente reinaugura el local.
Don Julio fue miembro de la Sociedad Dominicana de Geografía, de las Aldeas In-
fantiles de la República Dominicana, de la Comisión de la Feria Nacional del Libro, del
Patronato Contra la Diabetes, del Círculo de Coleccionistas y de la Asociación Domini-
cana de Rehabilitación.
La Secretaría de Estado de Educación le otorga un diploma de reconocimiento en
1982, y el año siguiente es reconocido por organismos internacionales, como la UNESCO
y el CERLAL. En 1985 la Universidad APEC le otorga un Doctorado Honoris Causa en
Ciencias de la Educación.
En la década de los noventa recibe el premio Caonabo de Oro de la Asociación de
Escritores y Periodistas, el Ayuntamiento de Santo Domingo lo designa como Munícipe
Distinguido y la Universidad Evangélica Dominicana le concede un Doctorado Honoris
Causa en Ministerios.
Falleció a la edad de 92 años, el 21 de julio de 1996, en la ciudad de Santo Domingo.

968
José Chez Checo
Nació en 1949 y estudió filosofía en el Pontificio
Seminario Mayor Santo Tomás de Aquino y en
la Universidad Autónoma de Santo Domingo
(1967-1972). En esa Universidad realizó también
estudios de historia (1972-1975), obteniendo el
título de Licenciado en Historia, “Magna Cum
Laude”. En la actualidad es, desde 1996, Miem-
bro de Número de la Academia Dominicana
de la Historia (Sillón I), Correspondiente de
la Real Academia de Historia. En la primera
institución fue Secretario (2001-2004) y Presi-
dente (2004-2007).
Es autor de las obras: Temas Históricos (1979);
El Ron en la Historia Dominicana (Tomo I),
Vocabulario del Ron, 267 Cocteles con Brugal
(Compilador) y Epigramas sobre el Ron Brugal,
1906-1911 (Para la historia de la publicidad y de la
vida cotidiana en la República Dominicana) (1988);
Ideario de Luperón (1989); 16 títulos en su Colec-
ción Historia Total (1995-2008); La Familia Montás
en la Historia Dominicana, 1716-1995. Cronología
(1996), y La Telefonía. Presencia y Desarrollo en la
República Dominicana (2000).
Ha escrito, con Rafael Peralta Brito, las obras
Azúcar, Encomiendas y otros Ensayos Históricos,
y Religión, Filosofía y Política en Fernando A. de
Meriño: 1857-1906 (1979); Santo Domingo, Elo-
gio y Memoria de la Ciudad, con Marcio Veloz
Maggiolo y Andrés L. Mateo (1998); El Palacio
Nacional. 50 años de Historia y Arquitectura, con
la colaboración de Emilio José Brea y Dense
Morales, arquitectos (1997); El Senado de la
República, historia y porvenir, con Mu-Kien Sang
Ben y Francisco Cueto Villamán (2006) y El Ta-
baco. Historia General en República Dominicana,
con Mu-kien Sang Ben, publicada en tres tomos
con los auspicios de Empresas León Jimenes
(2008).

969
José Enrique García
Nació en 1948. Doctor en Filología por la
Universidad Complutense de Madrid. Ha
publicado los siguientes libros: Meditaciones
alrededor de una sospecha, 1977; El Fabulador
(Premio Siboney de Poesía), 1980; Ritual del
tiempo y los espacios, 1982; Contando lo que pasa,
1986; Cuando la miraba pasar, 1987; El Fabulador
y otros poemas, edición del Instituto Hispano-
americano de Cultura, Madrid, 1989; Huellas
de la memoria, 1993; Una vez un hombre (Premio
Nacional de Novela), Editora Alfaguara, 2000;
Recodo (Premio Nacional de Poesía), 2001;
Un pueblo llamado pan y otros cuentos infantiles
(Premio Nacional de Literatura Infantil), 2002;
La palabra en su asiento, Edición Banco Central,
2004; Juego de villanos, 2006; El futuro sonriendo
nos sonríe (Selección poética dominicana), Al-
faguara, 2007. Es Miembro de Número de la
Academia Dominicana de la Lengua.

970
Marcio Veloz Maggiolo
Nació en Santo Domingo el 13 de agosto de 1936.
Narrador, poeta, ensayista, crítico literario, arqueó-
logo y antropólogo. Es licenciado en Filosofía y
Letras de la Universidad Autónoma de Santo
Domingo (UASD), 1962, y doctor en Historia
de América de la Universidad de Madrid, 1970.
También hizo estudios superiores de periodis-
mo en Quito, Ecuador.
Ocupó las funciones de subsecretario de Esta-
do de Cultura, director del Departamento de
Investigaciones del Museo del Hombre Domini-
cano, director del Departamento de Antropología
e Historia de la UASD, director-fundador del
Departamento de Extensión Cultural de la
misma universidad y director del Museo de
las Casas Reales. Además, fue Embajador en
México, Perú e Italia.
Entre los múltiples galardones que ha recibido
por su obra creativa figuran: Premio Nacional
de Poesía (1961) con Intus; Premio Nacional de
Novela (1962) con El buen ladrón; Premio Na-
cional de Novela (1981) con Biografía difusa de
Sombra Castañeda; Premio Nacional de Cuento
(1981) con La fértil agonía del amor; Premio Nacio-
nal de Novela (1990) con Materia prima; Premio
Nacional de Novela (1992) con Ritos de cabaret;
Premio Nacional de Literatura (1996) y Premio
Feria Nacional del Libro (1997) con Trujillo, Villa
Francisca y otros fantasmas.
Parte de su obra narrativa y ensayística ha sido
traducida al inglés, italiano, francés y alemán.
Se le reconoce como uno de los intelectuales
más completos de la República Dominicana.
En la actualidad es Asesor Cultural del Poder
Ejecutivo.

971
Colección Pensamiento Dominicano
1. Narraciones Dominicanas. Ml. de Js. Troncoso de la Concha. 215 páginas. 1971. (Sexta edición).
2. Américo Lugo: Antología I. Vetilio Alfau Durán. 191 páginas. 1949.
3. Domingo Moreno Jimenes. Flérida de Nolasco. 194 páginas. 1970. (Tercera edición). ✓
4. Pedro Henríquez Ureña I: Antología. Max Henríquez Ureña. 169 páginas. 1950.
5. Emiliano Tejera: Antología. Manuel Arturo Peña Batlle. 221 páginas. 1951.
6. F. García Godoy: Antología. Joaquín Balaguer. 223 páginas. 1951.
7. Franklin Mieses Burgos. Freddy Gatón Arce. 162 páginas. 1952. ✓
8. Juan Antonio Alix I. Joaquín Balaguer. 208 páginas. 1953. ✓
9. Juan Antonio Alix II. Joaquín Balaguer. 195 páginas. 1961 (Segunda edición). ✓
10. La Sangre. Tulio M. Cestero. 231 páginas. 1955.
11. El Problema de los Territorios Independientes. Enrique de Marchena. 244 páginas. 1956.
12. El Cuento en Santo Domingo I. Sócrates Nolasco. 205 páginas. 1957. ✓
13. El Cuento en Santo Domingo II. Sócrates Nolasco. 225 páginas. 1957. ✓
14. La Trinitaria Blanca. Manuel Rueda. 188 páginas. 1957. ✓
15. El Arte de Nuestro Tiempo. Manuel Valldeperes. 182 páginas. 1957.
16. El Candado. J. M. Sanz Lajara. 160 páginas. 1959. ✓
17. El Pozo Muerto. Héctor Incháustegui. 201 páginas. 1960.
18. Narraciones y Tradiciones. E. O. Garrido Puello. 119 páginas. 1960.
19. Poesías Escogidas. Salomé Ureña de Henríquez. 189 páginas. 1960. ✓
20. Engracia y Antoñita. Francisco Gregorio Billini. 353 páginas. 1962.
21. Judas. El Buen Ladrón. Marcio Veloz Maggiolo. 174 páginas. 1962.
22. La Independencia Efímera. Max Henríquez Ureña. 207 páginas. 1962.
23. Cuentos Escritos en el Exilio. Juan Bosch. 236 páginas. 1968. (Segunda edición). ✓
24. Moral Social. Eugenio María de Hostos. 253 páginas. 1962.
25. David, Biografía de un Rey. Juan Bosch. 215 páginas. 1963.
26. Over: Novela. Ramón Marrero Aristy. 225 páginas. 1970.
27. La Huelga Obrera. José E. García Aybar. 284 páginas. 1963.
28. Cuentos de Política Criolla. E. Rodríguez Demorizi. 244 páginas. 1977. ✓
29. Guanuma. E. García Godoy. 269 páginas. 1963.
30. Páginas Dominicanas. Eugenio María de Hostos. 279 páginas. 1963.
31. Resumen de Historia Patria. Bernardo Pichardo. 388 páginas. 1964. (Cuarta edición).
32. Más Cuentos Escritos en el Exilio. Juan Bosch. 287 páginas. 1964. (Segunda edición). ✓
33. Panorama Histórico de la Literatura Dominicana I. Max Henríquez Ureña. 272 páginas. 1965.
34. Panorama Histórico de la Literatura Dominicana II. Max Henríquez Ureña. 185 páginas. 1966. (Segunda edición).
35. Los Negros y la Esclavitud. Carlos Larrazábal Blanco. 202 páginas. 1967.
36. La Mañosa: La Novela de las Revoluciones. Juan Bosch. 172 páginas. 1966. (Tercera edición).
37. El Cristo de la Libertad: Vida de Juan Pablo Duarte. Joaquín Balaguer. 216 páginas. 1966. (Tercera edición).
38. Crónica de Altocerro. Virgilio Díaz Grullón. 110 páginas. 1966. ✓
39. Obras Escogidas. Manuel Arturo Peña Batlle. 242 páginas. 1968.
40. Estudios de Historia Política Dominicana. Pedro Troncoso Sánchez. 175 páginas. 1968.
41. El Montero: Novela de Costumbres. Prefacio de Rodríguez Demorizi. 115 páginas. 1968.
42. Tradiciones y Cuentos Dominicanos. Emilio Rodríguez Demorizi. 276 páginas. 1969. ✓
43. Poesía Dominicana. P. R. Contín Aybar. 216 páginas. 1969. ✓
44. Enriquillo: Leyenda Histórica Dominicana (1503-1538). Manuel de Jesús Galván. 491 páginas. 1970.
45. Rebelión de Bahoruco. Manuel Arturo Peña Batlle. 261 páginas. 1970.
46. Reminiscencias y Evocaciones. Enrique Apolinar Henríquez. 303 páginas. 1970.
47. El Centinela de La Frontera: Vida y hazañas de Antonio Duvergé. Joaquín Balaguer. 202 páginas. 1970.
48. Música y Baile en Santo Domingo. Emilio Rodríguez Demorizi. 227 páginas. 1971.
49. Pintura y Escultura. Emilio Rodríguez Demorizi. 264 páginas. 1972.
50. Autobiografía. Heriberto Pieter. 215 páginas. 1972.
51. Documentos Históricos. Antonio Hoepelman y Juan A. Senior. 374 páginas. 1973.
52. Mis Bodas de Oro con la Medicina. Arturo Damirón Ricart. 207 páginas. 1974.
53. Monseñor de Meriño Íntimo. Amelia Francasci. 300 páginas. 1975.
54. Frases Dominicanas. Emilio Rodríguez Demorizi. 160 páginas. 1980.
Las obras resaltadas en negritas son las que incluye este volumen. Las señaladas con el símbolo“✓”han sido publicadas en los
volúmenes I y II.
Esta obra
Biografías y Evocaciones
VOLUMEN III
de la
Colección Pensamiento Dominicano
reeditada por el Banco de Reservas de la República Dominicana
y la Sociedad Dominicana de Bibliófilos, Inc.,
terminó de imprimirse en el mes de septiembre de 2008,
en los talleres de Amigo del Hogar,
Santo Domingo, Ciudad Primada de América,
República Dominicana.
Biografías y Evocaciones
Primera sección
HERIBERTO PIETER
AUTOBIOGRAFÍA

ARTURO DAMIRÓN RICART


MIS BODAS DE ORO CON LA MEDICINA
AMELIA FRANCASCI
MONSEÑOR DE MERIÑO ÍNTIMO


Segunda sección
MANUEL DE JESÚS TRONCOSO DE LA CONCHA
NARRACIONES DOMINICANAS
HÉCTOR INCHÁUSTEGUI CABRAL
EL POZO MUERTO
E. O. GARRIDO PUELLO
NARRACIONES Y TRADICIONES
ENRIQUE APOLINAR HENRÍQUEZ
REMINISCENCIAS Y EVOCACIONES

Tercera sección
JUAN BOSCH
DAVID, BIOGRAFÍA DE UN REY
JOAQUÍN BALAGUER
EL CRISTO DE LA LIBERTAD
JOAQUÍN BALAGUER
EL CENTINELA DE LA FRONTERA


IntroduccionES
primera sección: José Chez Checo
segunda sección: José Enrique García
tercera sección: Marcio Veloz Maggiolo

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