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Hacia la Igualdad

Por Oskar Lafontaine

Toda política que se haya fijado la meta de un futuro más justo y humano; que
quiera realizar consecuentemente y con credibilidad la utopía de la libertad con sus
valores de la autodeterminación, de la igualdad y la solidaridad, no puede rehusar su
apoyo a las aspiraciones sociales de emancipación y de democratización. Sería fatal si
desoyese las discusiones en torno al movimiento feminista o en el seno del mismo; si
no se esforzase con todas sus energías en hacerse eco de sus reinvidicaciones, para
llevar a la práctica sus objetivos. Pero esto no significa otra cosa que a las tareas ya
difíciles de la actual política viene a sumarse otro cometido, que puede calificarse de
histórico, y que aguarda una solución desde hace siglos. El hecho mismo de que "la
cuestión femenina" - como se designaba en el siglo XIX la cuestión de la futura
posición de la mujer en una sociedad democrática- lleve tanto tiempo pendiente
demuestra la fuerza de la perseverancia.
La situación de la mujer en la sociedad siempre ha sido especial en todas partes
y en todos los tiempos. Requiere en todos los sectores de la política una acción clara y
decidida. Pero en vez de ello, somos siempre testigos de cómo el debate sobre
problemas y reivindicaciones de la política de la mujer despierta ante todo hilaridad
entre los miembros masculinos del más alto gremio parlamentario de la República
Federal.
Tampoco la postura de la socialdemocracia ante la "cuestión femenina" ha
estado caracterizada en el curso de la Historia por una incondicional benevolencia o
comprensión, ni tampoco por una notable energía. Teniendo en cuenta los grandes
logros de integración sociopolítica en el haber de la socialdemocracia, ésta podrá
tolerar e incluso permitirse algunas dosis de autocrítica. A fin de cuentas, el socialismo
puede apuntarse el tanto de no haber descubierto, como tantos otros partidos, la
"cuestión femenina" sólo a finales del siglo XX, sino de ser consciente de ella desde
hace más de cien años. Ya por entonces creía la socialdemocracia que la cuestión
femenina estaba estrechamente relacionada con el orden burgués del trabajo y de la
propiedad, que imprime su sello a nuestra sociedad. Por tal razón, no puede
sorprender que pese a algunos progresos considerables en la posición social y jurídica
de las mujeres, las reivindicaciones del movimiento feminista sigan siendo las mismas
que hace un siglo.
La visión de que la cuestión femenina es esencialmente un problema estructural
de la sociedad industrial ya empezó a abrirse camino en los inicios del movimiento
feminista burgués, pero hallaba en la sociedad de entonces una enorme resistencia y
general incomprensión. En el moderno movimiento feminista, ésta análisis se ha
impuesto totalmente y comienza a fermentar también en las cabezas masculinas. La
Socialdemocracia puede invocar dos acontecimientos en su historia, importantes para
el movimiento emancipatorio de las mujeres y que están relacionados con el nombre de
uno de los fundadores del partido socialdemócrata alemán, August Bebel, y con el de
una de las "madres" de la Constitución, Elisabeth Selbert. El trabajo de August Bebel
"La mujer y el Socialismo" (1879), reeditado durante varias décadas, si bien no ha
determinado la política socialdemócrata en este sector, ha fomentado duraderamente
la lucha de las mujeres por sus derechos y ha fortalecido la confianza en sí mismas de
muchas mujeres. Elisabeth Selbert, pese a la resistencia o el escaso apoyo en las
propias filas (de las mujeres y de los socialdemócratas) luchó con éxito en las
deliberaciones del Consejo Parlamentario por la inclusión del artículo sobre la igualdad
de derechos en la Ley Fundamental.
No obstante, la lapidaria disposición "hombres y mujeres tienen igualdad de
derechos" es una de las más extrañas de nuestra Constitución. Es memorable desde el
punto de vista histórico; pero en realidad es superflua en un catálogo de derechos
fundamentales auténticamente democrático. El hecho de que haya sido incluida en la
Constitución una disposición que sería lo más natural del mundo según los principios
de la misma Constitución, ponen claramente de manifiesto que lo natural no lo es
todavía en la sociedad.
Es consustancial a la democracia que en ella todos los ciudadanos sin
excepción gocen de total igualdad de derechos. Eso mismo dice el artículo
constitucional sobre la igualdad, que insiste además en que nadie podrá ser
perjudicado o preferido en razón de su sexo. ¿Por qué, entonces, consideraba
Elisabeth Selbert tener que insistir en la formulación expresa de la igualdad de
derechos de las mujeres?

No estaba prevista la "Fraternidad” Femenina

Una palabra circula por toda la literatura política de la época de la Ilustración, de


la emancipación burguesa y de las revoluciones democráticas - teorías sociales,
declaraciones de independencia, de derechos humanos y cívicos -. Esta palabra suena
tan prometedora para una visón liberal de la sociedad como engañosa es para la
realidad social. Se trata de la palabra "todos". Todos los valores básicos de las
democracias modernas han sido pensados para "todos": la Libertad significa
autodeterminación para todos en la vida privada, social y política. Igualdad significa los
mismos derechos y oportunidades para todos. Fraternidad quiere decir justicia social
para todos.
Pero el uso que se hace de la palabra ya resulta delator: no estaba prevista la
"fraternidad femenina". Traducido a la realidad "para todos" significa: para la mitad
masculina de la sociedad. Las mujeres seguían estando excluidas en gran medida de
las dosis de Libertad, Igualdad y Fraternidad que permitía la sociedad. Cierto que
habían sido proclamados "para todos" los mismos derechos políticos y ciudadanos,
pero a las mujeres se les denegó el derecho al sufragio hasta entrado el siglo XX.
Durante mucho tiempo no se les permitió participar en reuniones políticas y menos aún
ingresar en asociaciones políticas. Es cierto que la igualdad burguesa de derecho a la
propiedad regía "para todos"; sin embargo, en amplios sectores de la vida cotidiana, las
mujeres seguían sometidas a la tutela de los hombres, carecían de capacidad jurídica y
su situación legal era muy inferior a la de los varones. La formación y la elección de
oficio o profesión estaba abierta "a todos"; pero la verdad es que hasta bien entrada la
segunda mitad del pasado siglo no se permitía a las mujeres el acceso a la enseñanza
superior y no se les impartía una formación profesional cualificada, con la sola
excepción de la modestísima formación para maestras en las escuelas primarias y de
niñas.
Aunque la situación en los países europeos fuese muy diversa, en su totalidad
se caracterizaba por una notable ausencia de derechos políticos - cívicos de las
mujeres. La autodeterminación y el libre desarrollo de la personalidad no existía para
ellas ni siquiera sobre el papel, aún menos en la realidad de la vida cotidiana. La
Historia nos enseña que la emancipación de la mujeres no podía ni puede ser
conseguida sólo por las mujeres. Han sido muchos los siglos durante los que se ha
considerado normal la represión social de las mujeres. Esta pesada hipoteca sigue
incidiendo hasta nuestros días en nuestras estructuras mentales y de conducta, por lo
que es difícil que las mujeres puedan conseguir en el futuro, sin la solidaridad de los
hombres, eliminar por completo su permanente discriminación social.
Pero la Historia nos enseña también otra cosa importante y es que tampoco los
valores básicos de la Ilustración, que se fueron imponiendo paulatinamente, han
producido durante más de un siglo ningún cambio positivo en las condiciones de vida
de las mujeres. Los hombres no se percataron prácticamente de este asunto. John
Stuart Mill y August Bebel, los dos conocidos abogados de la emancipación femenina,
podrían ser comparados en el mundo de los varones con aquel par de golondrinas que,
según el proverbio, no significan todavía la llegada del verano. Con toda seguridad no
era solamente despiste profesional lo que inducía a los racionalistas a elaborar sus
proyectos sociales sin pensar en las mujeres. Tampoco era falta de solidaridad
humana.
La Ilustración omitió a las mujeres porque no se quería que el Racionalismo
llegase a las mismas. Las mujeres fueron expresamente excluidas del "descubrimiento"
fundamental para la vida social de la Modernidad, hecho por la Ilustración, de que los
hombres forjan su propia historia, que las estructuras sociales, las funciones, los roles,
las jerarquías y las posiciones de poder se deben en última consecuencia a la acción y
al consenso humanos y que tales estructuras no han crecido en modo alguno como
algo "natural", por lo que son transformables, aunque con el tiempo se petrifiquen de tal
forma que se requieren los mayores esfuerzos para transformarlas.
No se había olvidado a las mujeres; la verdad es que, sencillamente, no se les
concedía la capacidad de forjar su historia. "El hombre hace Historia, la mujer es
historia", dice Oswald Spengler y casi como completando esta frase escribía Ortega y
Gasset que no es necesario que la participación fundamental de la mujer en la Historia
Universal consista en hechos o en empresas; basta con la presencia callada e inmóvil
de su persona.
Pero quien afirme que las mujeres "por su naturaleza" no son aptas para la
autodeterminación, les está denegado el supuesto inexcusable para la libertad.

La "Naturaleza Femenina"

La injusticia fundamental de que es objeto la mujer no reside en su


discriminación concreta en casi todos los campos, sino en que no se la considera
capaz de poder intervenir con el mismo éxito que los hombres en aquellos sectores que
despierten su interés.
Si no ponemos al descubierto las raíces de la discriminación de las mujeres no
podremos eliminarlas y no podremos conseguir realmente para todos la libertad
individual, la igualdad y la justicia social. Una de esas raíces está en la conciencia de
los hombres, en sus prejuicios y clichés sociales tradicionales. Otra yace en el
desarrollo estructural de la sociedad, principalmente del mundo laboral. Ambas raíces
están estrechamente relacionadas con la evolución de la sociedad burguesa y con la
industrialización.
A grandes rasgos, puede afirmarse de los últimos doscientos años que la
definición de la llamada "naturaleza femenina" y del rol social de la mujer siguió una
tendencia más bien opuesta a las corrientes liberales, intelectuales, políticas y sociales.
Ilustración y liberalismo intelectual, democratización política y constitucionalidad estatal
significaban derribar barreras, apartar obstáculos y establecer roles, con lo que se
abrían posibilidades jurídicas y sociales hasta ahora desconocidas para el desarrollo
privado, público y profesional. Con todo lo que pueda objetarse a la sociedad burguesa,
surgida como secuela de las revoluciones norteamericana y francesa, no puede
negarse que liberó enormes fuerzas emancipatorias, dando un poderoso empuje a la
democratización: Libertades y derechos civiles anclados en una Constitución; igualdad
de derechos en todos los campos, incluido el de la propiedad; libre elección
profesional; libertad de circulación; tolerancia religiosa; etc.. También al socaire de esta
sociedad, el movimiento obrero pudo ir imponiendo en prolongados y a veces violentos
conflictos la igualdad política y social del proletariado.
Por el contrario, la situación de discriminación de la mujer incluso se ha
agravado en la sociedad burguesa. Por una parte, el ideal femenino burgués limitaba
las posibilidades de desarrollo de las mujeres al sector privado doméstico, al atribuirles
como único rol social legítimo el de ama de casa, esposa y madre. De esta manera, las
mujeres, sin acceso a la educación, a la formación profesional y aun trabajo cualificado,
no disponían de otra alternativa que el matrimonio. Por otra parte, las mujeres se
convertían en objeto de explotación económica con la división del trabajo socialmente
necesario en trabajo doméstico privado no remunerado y trabajo asalariado
organizado.

Mujeres Burguesas y Proletarias

El prototipo ideológico femenino propagado por la sociedad burguesa presenta


ciertas analogías con aquella idea diseñada por Ortega y Gasset de que solamente sea
necesaria la "presencia callada e inmóvil" de la mujer. A este ideal femenino, que
aparentemente suponía una existencia bastante cómoda, se ajustaban en todo caso
las condiciones de vida de la mujer casada de la rica burguesía, aunque ni siquiera
para estas mujeres significaba un progreso real, sino más bien un retroceso. Mediante
el traslado de muchos trabajos de la economía doméstica a la producción
extradoméstica, como la industria y el artesanado, el antiguo factor de considerable
importancia económica y laboral, definido como "labores domésticas", quedaba
reducido a la esfera del trabajo doméstico privado, con lo que la actividad del ama de
casa burguesa se limitaba a los niños, la cocina y la iglesia. Sin embargo, el trabajo
real de la casa era realizado por el personal doméstico, compuesto en la mayoría de
los casos por mujeres.
Pero la "ociosidad" del ama de casa no era en realidad mi una bendición ni una
liberación, sino consecuencia de la creciente ausencia de una función, al tiempo que su
libertad social de movimiento estaba además constreñida por las reglas del decoro.
Para el considerable número de hijas solteras de burgueses y funcionarios, tales
condiciones solían significar quedar degradadas a la categoría de "parientes pobres" o
de "receptoras de limosnas" o tener que recurrir a la única posibilidad "decorosa" de
ganarse la vida, que les quedaba, aceptando "colocaciones" no menos dependientes
como las de institutrices o damas de compañía. Hasta qué medida era
antiemancipatorio el ideal burgués de la mujer "liberada" del trabajo o de un serio
estudio, se pone claramente de manifiesto en los dos retos que el movimiento
feministas burgués planteó con absoluta prioridad durante todo el siglo XIX: el derecho
a la educación y el derecho al trabajo remunerado.
Pero no sólo era antiemancipatorio el ideal burgués femenino; se hallaba
además en crasa contradicción con la realidad cotidiana y laboral de un gran número
de mujeres que compartían la situación de ausencia de derechos, pero que, por otra
parte, no disfrutaban en modo alguno de aquella involuntaria "ociosidad". Mientras que
la mujer burguesa bordaba, hacia punto, vigilaba a los domésticos y tocaba el piano,
todo un ejército de mujeres cumplía una jornada laboral de doce y más horas en las
fábricas y en el campo, además de atender, naturalmente "de paso", a los niños, a las
labores del hogar y a un marido, que no raramente bebía y propinaba palizas. En
comparación con las condiciones de vida y de trabajo de estas mujeres podría casi
calificarse de privilegiada la situación de ese otro ejército de mujeres asalariadas: las
sirvientas; éstas disfrutaban de un trabajo pagado en comparación con el trabajo no
remunerado de la campesina; tenían, en general, condiciones de trabajo menos duras
que en la fábrica y en el campo y, además, no sufrían esa doble carga que suponía
tener que educar a los propios hijos, llevar un hogar y atender a un marido. Pero no
debe omitirse señalar que esa liberación, harto involuntaria, del trabajo de reproducción
femenino, muy frecuentemente conducía a los embarazos extramatrimoniales y a la
prostitución.
Deplorable era el sino de la trabajadora en una fábrica. Trabajaba impelida por la
miseria, no por un ímpetu propio de autorealizarse; no poseía ninguna clase de
protección social y obtenía una salario mezquino, que ya por entonces era inferior al de
sus compañeros masculinos, quienes además la veían con malos ojos como barata
competencia en el mercado de la mano de obra. En esta competencia hunde sus
raíces el antifeminismo proletario: por eso, al movimiento feminista proletario, que se
desarrolló más tarde que el burgués, no le importaba demasiado eso de la "educación"
y del "derecho al trabajo". En primer lugar luchaba por mejores condiciones laborales.
El desarrollo de la sociedad industrial capitalista estableció un marco político y
socioeconómico en el que quedaba inscripta estructuralmente la discriminación general
de la mujer. Pero curiosamente, los teóricos y críticos de la sociedad capitalista no
prestaron ninguna atención al hecho de que la sociedad industrial capitalista no habría
podido funcionar sin esta discriminación estructural de la mujer. Tampoco Marx y
Engels , pese a todas sus observaciones sobre la familia, la burguesía y la miseria de
la clase obrera, se pararon a analizar dicho hecho, un error que no deben repetir los
partidos políticos que hoy se disponen a revisar sus programas.

Ha de ser abolida la discriminación de la mujer

En todas las anteriores formaciones sociales que conocemos, las de los


cazadores, los horticultores y las agrícolas, las mujeres desempeñan gran parte -
cuando no la mayor parte- del trabajo socialmente necesario para la conservación de
tal modo de vida. En casi todas estas culturas, la mujer, salvo contadas excepciones,
estaba más o menos supeditada al hombre. Pero en la mayoría de los casos, el mundo
y las condiciones de vida de las mujeres y de los hombres diferían muy poco. El trabajo
común, la colaboración de la mujer en la agricultura, en el comercio y la industria, la
identidad entre vivienda y lugar de trabajo, asociaba los roles masculinos y femeninos
en una unión relativamente estrecha tanto en el tiempo como espacial y
funcionalmente.
Por el contrario, la sociedad burguesa - industrial creó líneas divisorias,
separaciones y delimitaciones, polarizando los roles de los sexos en unas proporciones
nunca vistas y sumamente desfavorables para las mujeres.
Paralelamente a la separación de las viviendas de los lugares de trabajo, se
produjo la dicotomía entre vida familiar y vida laboral. El trabajo industrial fue
disciplinado obedeciendo a las necesidades de la producción; el trabajo socialmente
necesario fue divorciado en trabajo familiar no remunerado y trabajo asalariado. Con
ello se excluía del concepto social del trabajo a los trabajadores domésticos y familiar
como actividades no asalariadas, declarándose a la mujer como únicamente
competente para las mismas. Como consecuencia de una concepción extremadamente
antagónica de la "naturaleza" masculina y femenina, así como de una rígida asignación
de roles específicos a cada sexo, la gran mayoría de las mujeres que ejercían una
actividad remunerada fueron relegadas a las gradas inferiores del mundo laboral.
Finalmente, la esfera privada pasó a ser el ámbito de la mujer, elevándose a ámbito de
los hombres la esfera político - pública.
Si es cierto que las causas últimas de la discriminación de las mujeres residen
estructuralmente en la sociedad industrial y que su sistema no puede en absoluto
funcionar sin discriminar a las mujeres, la clave política para solucionar la cuestión
femenina solamente puede hallarse entonces en una transformación de las estructuras
industriales. Para ello es decisiva la redefinición del concepto del trabajo y su
valoración en la sociedad. El "trabajo social" necesario se compone siempre del trabajo
doméstico y familiar en el que se incluye el cuidado y educación de los niños y del
trabajo para la producción de los artículos de primera necesidad. Hoy sabemos que, en
principio, es totalmente indiferente quién realiza que clase de trabajo; si las mujeres
efectúan estas labores, los hombres aquellas o viceversa, o ambos conjuntamente, o
cada uno la mitad, etc.. Se ha puesto de manifiesto que hombres y mujeres son
capaces de realizar cualquier clase de trabajo.

Roles sociales distintos

Trabajo industrial es trabajo organizado que se ejecuta en un lugar que no es al


propio tiempo vivienda. Es un trabajo remunerado; por cuenta ajena; dependiente;
estipulado con arreglo a una jornada laboral y un período de tiempo y supeditado a una
planificación. Es cierto que formas de trabajo preindustriales también pueden presentar
estas características, pero no eran usuales en la combinación anteriormente expuesta.
En este sentido, el trabajo agrario puede considerarse como típico trabajo no
organizado. El trabajo industrial conquistó en el curso del tiempo casi todo el sector de
la producción de artículos. Hoy, con contadas excepciones, todo el sector del trabajo
asalariado, no autónomo, está organizado conforme al modelo del trabajo industrial. La
forma moderna del trabajo requiere por regla general al individuo plenamente
entregado a un oficio o profesión remunerada y que ha de estar constantemente
disponible durante la jornada laboral de ocho o más horas a lo largo de toda una vida
laboral. Por el contrario, el trabajo doméstico y familiar - el otro sector elemental del
trabajo socialmente necesario- sigue siendo en la mayoría de los casos una trabajo no
organizado. Las características de este trabajo no organizado, doméstico y familiar,
corresponden exactamente al tipo de trabajo preindustrial: una labor ejercida en la
vivienda; autónoma; no por cuenta ajena; no regulada; no remunerada y, por lo tanto,
tampoco socialmente asegurada. No obstante, lo mismo que le trabajo asalariado, éste
requiere también a una persona dedicada exclusivamente a tales tareas y que, no
siempre de forma continua, no raramente ha de estar disponible las 24 horas del día.
Bajo las condiciones laborales y convivenciales existentes en la sociedad
moderna, los sectores del trabajo organizado y del no organizado se excluyen
mutuamente y se convierten en roles sociales diferentes. Es decir, una única persona
no puede compaginar ambos trabajos en la forma descripta sin ayuda privada o
pública. Esta incompatibilidad entre trabajo remunerado y trabajo familiar constituye
hoy, con mucho, el obstáculo más serio para la realización de la igualdad de derechos
entre el hombre y la mujer en todos los planos sociales. Ambos roles o sectores
laborales no son ni mucho menos campos profesionales separados y económicamente
independientes entre sí. Están estrechamente entrelazados por la convivencia de
mujeres, hombres y niños en la microfamilia. Su valor económico es totalmente distinto,
ya que el trabajo familiar no remunerado no posibilita un aseguramiento autónomo,
independiente e individual de la existencia. Además, ambos sectores laborales se
necesitan recíprocamente, pues, de una parte, la organización del mundo laboral
presupone tácitamente que las personas activas sean liberadas del trabajo familiar,
mientras que, de otra parte, el trabajo familiar precisa del aseguramiento económico
mediante la actividad remunerada. Ambos sectores están repartidos desigualmente
entre los sexos, porque el trabajo doméstico y familiar sigue estando considerado en el
tradicional reparto de roles sociales como "labores femeninas".
Naturalmente, el trabajo familiar también restringe considerablemente la
posibilidad de participar en la vida pública - política.

Las apariencias engañan.

Es de presumir que contra un balance analítico tan estricto como el anterior se


formulará toda una serie de objeciones: puede decirse que la situación no es tan
tenebrosa en realidad; que se han registrado progresos, precisamente en lo que
respecta a las pasadas dos o tres décadas; que los roles tradicionales están
experimentando una reconversión o que incluso están a punto de desaparecer y que
muchos prejuicios ya han sido desmontados; que algo no puede ser cierto en esa
afirmación de que existe una incompatibilidad, dado que el 40 por 100 de la población
activa son mujeres; que en nuestro país existen más de un millón de madres que
educan solas a sus hijos, entre las cuales no son pocas las que se ganan el propio
sustento y el de sus hijos; que la inmensa mayoría de las jóvenes también obtienen
una formación, que suelen concluir con un certificado; que las proporciones y el nivel
de la cualificación escolar, académica y profesional de las mujeres han alcanzado una
cota hasta ahora jamas conseguida; que ya no es una excepción que las mujeres
ejerzan "profesiones masculinas"; que las mujeres también pueden ocupar altos cargos
en la política, en la economía y en la sociedad y que, por último, en todas partes de
nuestra sociedad, tanto en la teoría como en la praxis, se está trabajando para eliminar
la discriminación de la mujer. A este respecto se aduce apodicticamente el ejemplo de
los numerosos programas de formación y perfeccionamiento profesional, los proyectos
modélicos, los planes de fomento, las oficinas de mujeres, los proyectos de
investigación femenina, los planes de introducir "cupos femeninos", etc.. Por
consiguiente, ¿no hace ya tiempo que estamos derribando la discriminación social de
las mujeres asentadas sobre cimientos históricos - ideológicos?
Es preciso ponerlo en duda, pues la apariencias engañan en muchos casos. El
mercado laboral sigue estando fuertemente segmentado; es decir, la mayoría de las
mujeres trabajan en puestos subordinados y, por consiguiente, obtienen ingresos
inferiores a los de los hombres. Vuelve a ser regresiva la proporción de mujeres
ocupadas en profesiones masculinas. El 92 por ciento de los puestos de trabajo con
jornada reducida están ocupados por mujeres. La cifra de mujeres que trabajan por
cuenta ajena ha subido en un millón desde 1970, pero se ha mantenido constante su
volumen total de trabajo. Aunque la proporción de muchachas entre los aprendices
eran en 1985 - así y todo - del 41 por ciento, el 66,5 por ciento de ese porcentaje se
distribuía sólo entre cinco profesiones típicamente femeninas, comerciante, vendedora,
secretaria, asistente médica, peluquera. Todavía las mujeres tienen sólo una
posibilidad mínima de ascender a altos cargos profesionales. Sólo el 2,5 por ciento de
todas las cátedras universitarias, por ejemplo, están ocupadas por mujeres, aunque la
proporción de mujeres entre los licenciados va en constante aumento, suponiendo ya el
40 por ciento en algunas especialidades. También en los Parlamentos apenas ha
aumentado el número de diputadas en relación con el número de “escaños femeninos"
que existían en 1919. La proporción un poco más elevada de mujeres en los puestos
medios y altos del escalafón en los servicios públicos se debe al gran número de
maestras, las más tradicional de todas las profesiones femeninas.
Es un hecho insoslayable que las mujeres activas con familia están sometidas a
una doble carga, siempre que no puedan recurrir a una ayuda pagada o no pagada.
Tales ayudas - la mayoría de los niños de madres trabajadoras son atendidos por las
abuelas- no son recogidas en los cálculos de los costos totales sociales ni en el
porcentaje del trabajo femenino en nuestra sociedad.
La pregunta de si la discriminación de la mujer ha decrecido real y
definitivamente en las pasadas dos o tres décadas es, en efecto, difícil de contestar.
Los hombres pueden compaginar la profesión con la familia porque no tienen que
desempeñar el trabajo familiar necesario. El hecho de que hoy día un número creciente
de mujeres pueda conllevar el trabajo familiar con el trabajo profesional no debe
inducirnos a conclusiones erróneas.
La imagen del papel de la mujer, acuñada en el siglo XIX, sigue actuando en la
conciencia social, pero manifiesta claros síntomas de disolución. Las oportunidades
formal – jurídicas así como las reales de las mujeres han mejorado considerablemente
y también son aprovechadas con éxito por muchas mujeres. Pese a todas las cargas
domésticas y a todas las desventajas del mercado laboral, las mujeres se van
apartando de su rol tradicional. Son cada vez más las mujeres que quieren ejercer un
oficio o profesión y que permanecen en su trabajo. No cabe duda de que las mujeres
están mas emancipadas, son más libres e "iguales”, y también están más
"concienciadas" que antes. ¿Significa esto que se hayan aproximado las actitudes y
expectativas de hombres y mujeres, que estén confluyendo sus experiencias y normas
de conducta? La apariencia y la realidad no coinciden. Mientras que la situación social
y la consiguiente conciencia de los varones sólo ha cambiado un poco, las mujeres son
ahora más conscientes de su desigualdad, porque experimentan directamente la
transformación de su situación social con todas sus ventajas y desventajas. El distinto
grado de conciencia provoca conflictos que han de ser dirimidos casi exclusivamente
en la esfera privada, conyugal - familiar y que se convierten en un prueba de rotura de
las relaciones interpersonales.

Las nociones de Familia y Matrimonio están cambiando

Según lo demuestran las más recientes encuestas, la mayoría de los hombres


se aferran al modelo tradicional familiar, al reparto convencional entre roles femeninos
y masculinos dentro de la microfamilia. Pero esto también significa que, por el
heredado comportamiento dentro de un rol, la sociedad les hace dificultoso a los
varones poder elegir libremente sus proyectos y planes de vida.
Al romper las ataduras de su tradicional rol social, las mujeres, ponen cada vez
más en tela de juicio todo el sistema de la organización y división del trabajo industrial,
cuya premisa inexcusable es el trabajo familiar no asalariado. La marcha femenina
hacia el mundo profesional hace experimentar con toda nitidez a las hembras que han
de pagar su igualdad de derechos con una renuncia parcial a la vida familiar y que,
viceversa, su vida familiar les impide percibir y aprovechar bien las nuevas
oportunidades. Notan que su formación y su cualificación profesional se hallan en crasa
desproporción con sus posibilidades de carrera o de ascenso. Su papel de "cónyuge
con dos sueldos" supone para ellas una doble carga, aunque en la mayoría de los
casos no es suficiente para garantizarse una existencia autónoma. Así, en octubre de
1986 el subsidio mensual de paro para hombres casados era por término medio el
doble que el de las mujeres.
Las mujeres han luchado por poder elegir libremente una profesión, pero no
quieren renunciar por eso al matrimonio y los hijos, sino poder compaginarlos con la
profesión. En base a las experiencias hechas, muchas mujeres son entretanto
conscientes de lo difícil que resulta realizar este deseo bajo las condiciones actuales de
la organización laboral. La pregunta formulada en enero de 1986 por los institutos
demoscópicos de si es verdad que las mujeres solamente pueden optar entre criar a
los hijos o hacer carrera fue contestada afirmativamente por el 57 por ciento de las
mujeres y el 59 por ciento de los varones. Mientras que disminuyen constantemente
las intenciones matrimoniales de las jóvenes y la cifra de los matrimonios realmente
contraídos, aumenta el número de parejas estables extra - matrimoniales. También da
que pensar el drástico aumento de solicitudes de divorcio presentadas por mujeres
desde la inclusión en el Código Civil, como motivo de separación, del deterioro de las
relaciones conyugales por parte de uno de los cónyuges. Ni siquiera el embarazo y el
nacimiento de un hijo constituyen ya para muchas mujeres un motivo para casarse. A
veces, se proyecta conscientemente fundar una familia compuesta por la madre y el
hijo, sin contraer matrimonio.
En la República Federal, más del ochenta por ciento de las personas que
educan solas a sus hijos son mujeres. Mientras que en 1962, el 89 por ciento de las
muchachas y el 90 por ciento de los jóvenes consideraban importante o muy
importante que una mujer estuviese casada si tenia un niño, en 1982 eran todavía el 63
por ciento de los jóvenes, pero sólo el 40 por cientos de las jóvenes, los que aún
expresaban esa opinión. De un análisis representativo de la situación de madres
solteras trabajadoras del año 1986 se desprende que estas mujeres, pese a la fatigosa
multiplicidad de cargas, consideraban más bien ventajosa su situación; entendían que
el tener que atender solas a una profesión y a los hijos era poco conflictivo y, sin
rechazar de pleno la relación de pareja, daban por descontado que ello significaría otra
carga adicional.
Como se ve, el mundo de las mujeres se ha puesto en movimiento. Pero con él
van cambiando también los polos tradicionales de la existencia femenina: matrimonio y
familia. Por el contrario, las estructuras fundamentales del mundo profesional y laboral,
de signo masculino, se han mantenido relativamente constantes. Correlativamente,
persisten tenazmente las ideas de muchos varones de cómo habrán de ser ambos
mundos, el mundo de la mujer y el mundo del hombre.

"Más Iguales" y perder el equilibrio

Como enseña la experiencia histórica, una sociedad en rápida transformación es


también una sociedad en desequilibrio. Transformaciones iniciadas consciente o
inconscientemente en sectores parciales de la sociedad repercuten a menudo en otros
sectores de forma no siempre previsible ni controlable. Desde el punto de vista de la
emancipación y la democracia, el primitivo sistema de la sociedad industrial burguesa
con su división en mundo familiar y laboral, en estructuras de roles femeninos y
masculinos, era tan inequitativo como injusto. No obstante, era equilibrado, ya que
ambas "mitades" se relacionaban funcionalmente entre sí. En la fase actual, este
sistema se ha hecho más igualitario y más justo, pero al propio tiempo ha perdido el
equilibrio porque ambas partes ya no están sintonizadas.
Con la exigencia de que el reparto del trabajo ya no se estructure en torno a la
dicotomía "trabajo remunerado" y "trabajo doméstico y familiar", no se resuelve el
problema. Tampoco basta con pedir que el trabajo remunerado no se atribuya ya
únicamente a los varones, como una actividad más valiosa, mientras que se deja a las
mujeres el trabajo doméstico y familiar como menesteres inferiores. Sólo con medidas
de política social puede mejorarse difícilmente la situación de la mujer: es preciso
transformar las estructuras de la sociedad.
Para muchas mujeres el trabajo hace mucho tiempo que no está dividido, sino
unido en una doble carga. Sea cual fuere su evaluación, las labores domésticas
seguirán siempre siendo las mismas: limpiar, cocinar, comprar, lavar, cuidar de los
niños y educarlos. ¿Será por eso por lo que todas las mejoras del reciente pasado -
educación y formación, acceso a una actividad profesional y al "mundo profesional de
los hombres", etc.- nos han acercado tan poco a la meta? ¿Serán tal vez totalmente
inoperantes los planes de fomento de la mujer o los "cupos", que actualmente son
objeto de discusión? ¿Estarán mal aconsejadas las mujeres, cuando piden ahora que
se les dé su "mitad"? Sí y no. Aunque establezcamos todos los cupos imaginables, si
no transformamos nada, la discriminación de la mujer sólo irá desapareciendo
lentamente, porque bajo condiciones que sigan siendo las mismas un número
demasiado grande de mujeres no tendrá tiempo de utilizar dichos cupos.
La plena y real igualdad de derechos de las mujeres en la sociedad del futuro no
puede realizarse en las estructuras de la sociedad de ayer y de anteayer. Mas la
izquierda no puede renunciar a los esfuerzos que ha venido realizando para suprimir la
discriminación de las mujeres. Muy al contrario, tiene que concentrar su mirada sobre el
entorno social del que depende la situación de las mujeres. Las propuestas hechas
hasta ahora tenían como objetivo la igualdad de derechos; pero como en tantos otros
sectores de la política, solamente podremos conseguir esta meta si además
emprendemos caminos que conduzcan directamente a la misma.

Ha de ser establecido un Nuevo Equilibrio

Por consiguiente, la tarea seguirá consistiendo en borrar clichés y desmontar


prejuicios, en facilitar a las mujeres el acceso a una gama más amplia de profesiones y
aumentar sus oportunidades de ascenso sociales y políticas. La formación profesional
de la mujer deja todavía mucho que desear. Habrá que tener sobre todo cuidado de
que las mujeres no queden excluidas de ante mano de la formación profesional y del
trabajo en los campos de las nuevas tecnologías. Pues aquí aparece la amenaza de
una nueva discriminación: por falta de cualificación especializada, las mujeres podrían
quedar al margen del desarrollo, de la organización y de la discusión de las
posibilidades de empleo, de las oportunidades y riesgos de las nuevas tecnologías; no
podrían ni participar en el discurso ni en las decisiones y serían solamente las víctimas
de la amplia utilización de la tecnología, en el nivel más ínfimo de cualificación y
fácilmente sustituibles.
Transformaciones de estructuras sociales requieren tiempo. Ningún sistema
político las puede imponer de la noche a la mañana; por tal razón no puede
renunciarse a medios que desarrollen su eficacia en un período de tiempo
relativamente corto, aun cuando con ello solamente se consigan éxitos parciales. El
tema más polémico en la actualidad es el de la reglamentación de cupos para la
participación de la mujer. No es con toda seguridad el camino regio hacia la igualdad
de derechos, pero sería una vía directa hacia más emancipación y más democracia. El
establecimiento de cupos permitiría a un número mayor de mujeres en un período de
tiempo relativamente corto ejercer más cogestión, más corresponsabilidad y más
influencia, así como defender sus propios intereses. Porque al parecer son más las
mujeres que los hombres las que están sensibilizadas por sus propias experiencias
para ese desequilibrio social, la introducción de cupos femeninos contribuiría a llevar a
cabo una política encaminada a la transformación de las estructuras sociales.
Una política de la igualdad de derechos ha de cambiar sobre todo aquellas
estructuras que se oponen principalmente a la realización de tal igualdad. Las
tentativas de aunar el trabajo familiar y la actividad profesional en un sistema que se
basa precisamente en la incompatibilidad de ambos conceptos, sólo han conseguido
resultados modestos, pero, por otra parte, han provocado que el desequilibrio tras el
que se esconde una creciente medida de descontento, desencanto, cargas y conflictos.
Por eso es lo más urgente de una política progresista de la mujer establecer un
nuevo equilibrio; esa decir, buscar nuevas formas de trabajo y de convivencia que
hagan compatibles el trabajo doméstico y el profesional. Cualquier política que fomente
las viejas formas tendrá forzosamente una dirección antidemocrática y
antiemancipatoria. Mientras no cambiemos de mentalidad, no podremos desarrollar un
discurso creativo sobre los procesos sociales ni liberar las discusiones sobre los brotes
existentes de emancipación.
El cambio de mentalidad debiera comenzar por los conceptos "trabajo" y
"familia". En su significado prístino ambos conceptos son ya anacrónicos. Como ya
hemos expuesto, el "trabajo" no puede significar ya solamente "trabajo profesional" y
"trabajo organizado". Una definición actualizada del concepto del trabajo abarca a la
totalidad del trabajo social necesario, tanto el organizado como el no organizado. Lo
mismo rige para todos los cálculos de la economía general con respecto al volumen del
trabajo en la sociedad y para las cuestiones de cuánto trabajo en total hay que realizar
y distribuir. El modo usual de calcular el trabajo realizado refleja una imagen engañosa
de nuestro mundo laboral real. Solamente se computa una parte del trabajo efectuado,
haciéndose caso omiso de la otra. Esta manera de calcular induce a la errónea
suposición de que el trabajo necesario para toda la sociedad únicamente se ejecuta
durante el tiempo de trabajo remunerado regulado. El pasar por alto gran parte del
trabajo social necesario, del trabajo informal, conduce además a erróneas
apreciaciones de la oferta y la demanda de trabajo.
Unas de las consecuencias más graves que se infieren de esta actitud expuesta
es que en el mundo laboral organizado está cristalizando una estructura hostil a la
familia - una estructura que, en tanto que el trabajo familiar solamente sea ejecutado
casi exclusivamente por las mujeres -, resulta también misógina1. Pues el mundo del
trabajo está en principio organizado para personas que no han de realizar trabajo
familiar. Dicho crudamente: para el prototipo de trabajador hoy día requerido, la familia
sólo está prevista como configuración del tiempo libre, del asueto y de los week-ends,
pero no como forma de vida cotidiana y exigencia de trabajo.

Nuevos Modelos de vida Familiar

Si se desea que la estructura del mundo laboral organizado y con ello la


estructura de nuestra sociedad esté más en consonancia con los intereses de las
mujeres, tendrá que imprimirse a éste en primera línea un carácter más positivo
respecto a la familia. Esto solamente podrá conseguirse si se remodela el prototipo hoy
válido del trabajador y se reestructura el mundo laboral organizado actualmente
existente. Hoy se requiere al trabajador activo, quien, sin reparar en los niños y sin
tener que guardar miramientos ante una compañera asimismo activa en un oficio o
profesión, pueda atender a su trabajo, hacer horas extras y cambiar su lugar de empleo
cuando lo desee. Por el contrario, el prototipo de la persona trabajadora en la sociedad
del futuro será el profesional que, educando él solo a sus hijos o conjuntamente con su
pareja, que también trabaja, realice asimismo trabajo doméstico y familiar.
No menos problemático que el concepto del trabajo parece ser también el de
"familia". Con él se define actualmente a la microfamilia, la comunidad conyugal con
dos hijos, en la mayoría de los casos. Nuestra política familiar, nuestras leyes sobre el
matrimonio y la familia, nuestro derecho tributario, nuestras viviendas así como
nuestras costumbres están cortadas a la medida de la pequeña familia. Principalmente
el trabajo organizado precisa de la micro familia, que funciona según el principio de la
división del trabajo.
1
Misoginia: Aversión u odio a las mujeres. Misógina/no: que odia a las mujeres o que rehuye su trato.
Por tal motivo, una política que pretenda ser propicia a la mujer y a la familia se
hallará ante un dilema. Por una parte, por una parte una política de igualdad de
derechos no puede tener como lema: "Volvamos a la familia", pero tampoco una
política favorable a la familia puede postular: "Apartémonos de la familia". O ¿tal ves
sí?. Depende de como se entienda eso de "apartarse de la familia". La familia es la
forma privada de organización de la convivencia. El trabajo doméstico y familiar plantea
tantos problemas porque es administrado privadamente. En este sentido, "apartarse de
la familia" podría significar: abandonemos la administración privada del trabajo
doméstico y familiar y pasemos a administrarlo según criterios sociales y de la
economía de mercado. Ello es imaginable y factible y no carece de precedentes
históricos. El trabajo doméstico y familiar, como cualquier otro trabajo, podría
profesionalizarse e institucionalizarse en parte en casa, en parte fuera de la casa; es
decir, encomendarse a los empleados de instituciones creadas a este fin. Dado que tal
organización del trabajo doméstico y familiar aboliría en gran medida la función de la
familia, no es compatible con el modelo de una sociedad en la que las personas hayan
de apoyarse solidariamente. La atención que el individuo disfruta en la familia no puede
ser sustituida por empresas de servicios.
Pero "apartarse de la familia" puede significar también otra cosa muy distinta a
saber, alejarse de las microfamilias aisladas y orientarse hacia nuevos modelos más
grandes de la vida familiar. Superar el rígido modelo de la intacta microfamilia como el
único válido para la política y la legislación. El concepto de familia puede ampliarse
perfectamente sin sacrificar lo privado y el afecto humano, de suerte que incluya
nuevas posibilidades de convivencia, que no estén basadas en el parentesco o en el
matrimonio, sino también en comunidades de intereses para superar el trabajo
cotidiano y familiar.
Similarmente a un nuevo concepto del trabajo, también un nuevo concepto del
trabajo familiar ha de fomentar la compatibilidad entre el trabajo profesional y la vida
familiar. Bajo las circunstancias dadas, el modelo de la pequeña familia aislada resulta
adverso profesionalmente para una u otra pareja; de facto suele ser la mujer la
perjudicada. Una organización del mundo profesional propicia para la familia y una
transformación de la vida familiar favorable a la profesión restaurarán por el contrario a
largo plazo el perturbado equilibrio social, sintonizando funcionalmente entre sí a
ambos sectores del trabajo socialmente necesario. La política puede incidir en que se
imponga un nuevo concepto de la familia, aportándole el necesario consenso mediante
discusiones públicas.
Comprometidos con la utopía de la libertad, tenemos que progresar en esa
dirección para que la igualdad de derechos de las mujeres en la sociedad del futuro se
haga realidad.

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