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Monólogo de Sandra, la amante de Fellini

Sandra Milo

Amante de Federico Fellini durante 17 años, la actriz italiana ofrece en esta entrevista
–incluida en el DVD de 8 1/2– un cálido y sugestivo perfil de su muy elusivo tinieblo.

El Malpensante N° 50
Noviembre - Diciembre de 2003

La primera vez que vi a Fellini fue en Fregene. Era la una o la una


y media de un día de verano. Él estaba en una sillita al lado de
Ennio Flaiano leyendo las páginas de un guión. Yo pasé por ahí, y
Flaiano, que me conocía, me llamó y me dijo: “Sandra, ven acá, te
quiero presentar a Fellini”. Lo primero que me impactó fue esa
voz sutil, suave, casi femenina, una voz demasiado pequeña para
un hombre tan grande, para un cerebro así de grande. Yo estaba
deslumbrada y encantada al mismo tiempo. Ya no sé qué me dijo
ni qué le dije yo; se me ha olvidado por completo. Después, pasó
el tiempo y lo dejé de ver.

Un día, me llamaron de la productora Rizzoli pues estaban buscando una actriz para el
personaje de Carla, la amante de Mastroianni en 8½. Habían hecho un montón de
pruebas con todo el mundo, actrices, personas comunes y corrientes, pero Fellini no
estaba satisfecho, no encontraba lo que buscaba. Me dicen entonces que él quiere
hacerme una prueba. En esa época yo estaba decidida a dejar el cine. Había hecho una

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película con Roberto Rossellini llamada Vanina Vanini, y los críticos la habían
masacrado. Por eso, con gran dolor había decidido que no quería saber nada más al
respecto. Entonces dije: “Lo siento, pero ya no hago más cine, estoy fuera del negocio”.

¿Y saben luego que pasó? Estando yo dormida una mañana, de pronto entró a las
carreras la muchacha del servicio —una mujer muy chiquita, cuyo pelo parecía como si
tuviera una cebolla negra encima de la cabeza— y me dijo casi asfixiada: “¡¡Señora,
señora, aquí está Fellini!!”. Me pasó algo de ropa y me sacó de la cama hasta el
vestíbulo. En efecto, allí estaban Gianni di Venanzo con su cámara, Piero Gherardi, el
diseñador de vestuario, estaba Fellini, por supuesto, los electricistas, los camarógrafos.
Yo dije: “¿Pero qué es esto?”, y él contestó: “Nada, que vinimos a hacerte una prueba
en la casa”. Entonces, me sentaron y me arreglaron el pelo, me pusieron un sobretodo
negro y un ramo de violetas en la cabeza. Después él me dijo: “¿No tienes una
guitarra?”, y yo le respondí: “No, pero tengo un gato”. Y él: “Está bien, cógelo”.
Entonces traje el gato, que era de peluche y tenía rayas negras y blancas como una
cebra. Pero él, serísimo, me dijo: “Bien, póntelo debajo del brazo”. Yo me puse ese gato
debajo del brazo, y encendieron las luces. ¡Oh Dios, qué emoción! Si ustedes nunca han
actuado no podrían comprenderlo, pero apenas se encendieron las luces sentí que ése
era mi mundo, que aquélla era mi familia. Era como si volara. Entonces hice lo que
debía hacer el personaje y después que las luces se apagaron, y todo el mundo se fue,
me quedé sola y me dije a mí misma: “Pero qué loca, se supone que no harás más cine.
No te van a joder de nuevo”. Sin embargo, me llamaron y me dijeron: “Señora,
Federico la escogió para el papel de Carla en 8 ½”. “Pero es que no lo puedo hacer”,
dije. “¿Cómo que no lo puede hacer? Si quiere hablamos con su agente”. “Lo siento, no
tengo agente y no lo quiero hacer”. Y me fui a Ischia, una isla, en invierno, porque no
quería hacer la película ni ser tentada.

Entonces mi compañero de esa época fue a buscarme con un collar de diamantes de


Bulgari y me dijo: “Deberías hacerla”. No sé si fueron los diamantes, si fue mi amor por
el cine o mi amor por Federico, entonces no lo sabía, pero empecé a tener un
sentimiento muy fuerte. Volví a Roma. Estaba vestida con el sobretodo negro de la
prueba cuando fui a Cinecittà, donde se grababa la escena de la pensión a la cual llega
Carla. Allí estaba Marcello Mastroianni, y también Federico. Yo venía con esa facha, un
poco avergonzada. Entonces los dos vinieron a mi encuentro y me dijeron:
“Bienvenida. Has vuelto a tu familia”. Fue maravilloso.

Es difícil decir estas cosas, pero yo creo que en algunos hombres —tal vez en todos,
pero en algunos de manera particular— hay un aspecto mágico, una cosa que no se
toca, no se ve, pero que es como un imán que atrae las fuerzas del bien y del mal. Así
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era Federico. Es como el marinero que baila el tap en 8 ½. El pobrecito en realidad era
un retrasado mental, pero Federico lograba a través suyo que pensaras en el puerto, en
los viajes, en esas cosas, y todo con un simple baile. Fuera de allí, el personaje no era
nada, no sabrías siquiera si lo hubieras notado, pero Federico lo había visto por dentro
y había comprendido. Él entraba en tu interior como el viento cuando pasa a través del
pasto; te buscaba, te escrutaba. Se daba cuenta de todo. Después se iba, porque su
curiosidad, una vez satisfecha, terminaba. Partía detrás de nuevas conquistas, nuevas
estrellas, nuevos meteoros.

Aunque conmigo no fue así. Fui su amante por diecisiete años. Yo lo amaba
inmensamente, locamente, de una manera totalmente estúpida. No sé como explicarlo.
De hecho, él me llamaba “bamboccia”. ¿Qué quiere decir bamboccia? Es un modo
cariñoso de decir tonta. Porque yo nunca pude ser ni hablar como una mujer normal,
que muestra un poquitico de cerebro. Nunca fui eso. Él me decía: “Despierta,
bamboccia”. Como él se levantaba antes que yo, me quedaba con un montón de cosas
que decirle. Lo amé mucho y él también me amó mucho. No sé si desde el comienzo,
porque está claro que al principio le gustaba porque era joven y bella y probablemente
porque esa forma de amor intenso lo atraía. De cualquier modo, él no podía
comprender el secreto. ¿Dónde nace el amor? ¿En qué parte? ¿Cómo? ¿Dentro de qué
se esconde? No lo comprendía, por lo menos entonces no. Acaso era eso lo que lo
atraía. No sabría decirlo. Lo amé perdidamente y a él le gustaba. Creo que al comienzo
él no me amaba. Era un diletante y esa curiosidad lo hacía buscar y buscar como si en
las mujeres pudiera encontrar el secreto del mundo, de la vida, de... ¿quién sabe?

Yo lo comparaba algunas veces con Ulises, el gran viajero que busca y busca. Él hacía
ese largo viaje a través de las personas y de sus historias y así obtenía conocimientos.
Pero no le bastaba con su deseo, con su hambre de conocimiento. Aun así, lo amé. Por
supuesto, pasamos por cosas horribles. Fui literalmente echada de su casa. Yo era muy
amiga de Giulietta Masina, su mujer. La quería mucho y creo que ella también me
quería a mí. Recuerdo que cuando nuestra relación estaba terminando —no
discutíamos realmente, pero había tensión—, la situación era como estar subiendo y
bajando escaleras. Un día en las estrellas, otro en el sótano. A veces me hacía sentir
indispensable, maravillosa, como si me amara sólo a mí, como si yo fuera la única
mujer. Pero después se las arreglaba para hacerme sentir nadie, la última de las
mujeres, y así...

En esa época lo intuía pero no lo entendí realmente. Ahora estoy completamente


segura. Él, todo sumado, era un hombre como los demás. Era un artista excelso,

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grandísimo, como pocos lo han sido, como Leonardo, como Miguel Ángel, pero había
sacrificado al hombre en favor del artista, había puesto al hombre al servicio total del
artista. Por lo cual, mientras el artista crecía y crecía y se convertía en un gigante, el
hombre se volvía más y más pequeño, como si se lo hubieran comido o lo hubieran
vaciado o extraído del artista. A veces yo sentía un gran dolor por eso, porque, sí, yo
amaba al artista pero sobre todo amaba al hombre. Aun así duramos mucho tiempo.

Él tenía muchas casas adonde íbamos, albergues, hoteles, moteles, todas esas cosas que
hacen las parejas clandestinas y que a mí me parecían maravillosas. Pero en las casas
que tenía y a las que yo iba no había nunca una cama. Por ejemplo, en una en la Via
Sistina, la alcoba tenía cortinas, tendidos, cubrelecho, pero no había cama. Así que se
sentía siempre como una cosa provisoria, para el momento, algo que después se
acababa. Yo quería tanto dormir al menos una noche con él, para despertarme en la
mañana, para encontrármelo al lado, para sentir su olor, el olor del sueño, del
despertar, el olor del amor. Pero a él eso nunca, nunca. Evidentemente, no sentía el
mismo deseo.

Mientras tanto la vida continuaba. Yo hice más películas, después me casé, tuve hijos y
dejé completamente el cine. Pero continuaba viéndolo. Lo veía siempre. Un día que
tenía problemas personales, por primera vez cometí el error de llamarlo y
desahogarme con él. Él me dijo: “Ah, yo tengo una buena amiga que lee la mano. Te la
mando en seguida”. ¡Ay, Dios, Dios! Para él era irreal que los problemas fueran parte
de la vida de una mujer, de un ser humano, cosas como pagar el teléfono, la cuenta del
gas, el alquiler. Para él eso era irrelevante o simplemente no existía.

Se enfermó a causa de El viaje de G. Mastorna y lo atendieron en una clínica privada


de Roma. En aquel período yo estaba en Grecia, tenía una hija con problemas, era la
época del golpe de los coroneles, en fin, tenía muchos problemas. Federico me contó
que una tarde estaba en la cama, y de pronto entró un niño con una cámara y le
preguntó: “¿Dónde está, dónde está?”. “¿Cómo que dónde está? ¿Quién?”. “Sandra,
nosotros sabemos que está aquí”. Me dijo que el niño fue al baño, abrió el armario y
miró debajo de la cama. Eso lo divirtió muchísimo y lo hizo sentirse muy cerca de mí.

Poco después de eso regresé a Italia. Seguí teniendo problemas por la niña, luego hubo
un período en que me interesó la política y después pasó el tiempo. Nos vimos,
volvimos a querernos, yo lo amaba siempre. Naturalmente, el amor se había
transformado, incluso se había convertido en una especie de fábula. No era tanto el
hombre al que amaba como la imagen del hombre, ¿no? Entonces, un día suena el
teléfono y me dice que quiere hacer Amarcord conmigo. Pero yo otra vez me había
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retirado del cine, me había casado, tenía niños y no quería hacer nada más sino
dedicarme a la familia. Él me llama, yo voy a Cinecittà y juntos empezamos a
caracterizar el personaje. Él había dibujado a la Gradisca con un vincha negra, con el
pelo recogido hacia arriba y luego unos rizos negros que descendían sobre la espalda.
Naturalmente, él pretendía que la representara así. Vino un maquillador y me puso
una peluca con crespos. Entonces yo le pregunté: “¿Cómo se supone que es la
Gradisca?”. “Bueno”, me contestó, “es una mujer... tú sabes... una mujer como la carne,
como el vino, como la tierra, una mujer a la que le gusta comer, una mujer que tiene
gran conciencia de su estómago”. “¿Y tú crees”, le respondí, “que alguien de ese estilo
puede pasar una hora diaria haciéndose los crespos? ¡Las cosas no son así!”. “¿Ah,
no?”, me dice, “¿y cómo te la imaginas tú?”. “Yo me la imagino con el pelo corto, negro
y ondulado, muy natural en todo caso, porque una mujer que debe proyectar una
imagen de vitalidad no puede perder tanto tiempo con esos rizos, haciéndose algo
ficticio”. “Está bien”, dijo él, hizo que se llevaran la peluca y fuimos al Estudio 5 de
Cinecittà. El Estudio 5, el más grande, era exclusivamente para él; hasta tenía un
apartamento en la parte de arriba. Estábamos en invierno y el escenario estaba
completamente desierto, excepto en el centro, donde había una cámara y unas cuantas
luces. Era una especie de balón, de esfera de luz mágica. Caminé hacia allá, me puse un
chal rojo y un collar de chenilla negra en el cuello e hice una pose así (frunce los
labios). Él me miraba detrás de la cámara, en un primer plano, y de pronto me dijo:
“¿Te parece que falta alguna cosa”. “Sí, creo que sí”. “¿Mi boina?”, me preguntó. “Sí, tu
boina”. Entonces, me la puso en la cabeza y así nació el personaje de Gradisca.

Finalizada la prueba, nos encontramos al final de las escaleras de su apartamento y él


me abrazó. Recuerdo que Federico estaba contra las escaleras y yo contra la puerta;
detrás tenía el sol poniente. Me abrazó estrechamente y me dijo: “Dios, tengo la
sensación de que no te veré más, que ha terminado, que...”. Recuerdo que me reí y le
dije: “¿Por qué? si haremos la película, estaremos juntos otra vez”. Finalmente no pude
hacer la película porque mi marido no quería —un marido italiano celoso—, por los
niños y por otras cosas. Traté de decírselo a Federico pero no pude. Victoria Mancini,
que era la mujer del Ministro de Obras Públicas, Giacomo Mancini, le dijo: “Mira,
Sandra no tiene opción. Yo hablé con su marido y él no quiere que haga la película y,
sobre todo, no quiere que te vea a ti. Ella tiene miedo de perder a sus hijos y por eso no
hará la película”. Esto fue un domingo en la tarde. El lunes siguiente filmó todo el día,
y después se enfermó. Estuvo veinte días en cama. Previamente me había mandado
cien rosas grandísimas, con una carta bellísima, una carta melancólica, quebrantadora,
llena de amor y nostalgia... Sí, todavía la conservo (¡las rosas no!).

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Después, Franco Cristaldi, el productor del film, telefoneó a Magali Noël, que vivía en
Suiza, y le dijo que fuera a Roma pues querían hacerle una prueba. La llevó a la
producción, la vistió como Gradisca y se la mandó a Fellini. Federico la vio y le dijo:
“Mira, Magali, tienes que tratar de imitar a Sandra lo más posible. Mírala bien”.
Magali, que siempre ha sido una muchacha inteligentísima, me miró de pies a cabeza.
Recuerdo que empezó a imitarme de manera muy precisa, copiando incluso los gestos
de mi rostro. Después, ¿qué hizo Federico? Ella tiene una nariz muy hermosa, sutil, no
como la mía que es ancha y alargada. Pues cogió unos algodones, se los metió en la
nariz para agrandársela y que le quedara parecida a la mía. Al rato, caminando como
camino yo, parecida a una pata, se presentó ante Federico y él le dio el papel en
Amarcord.

Un día nos vimos y me dijo: “¿Sabes?, estoy escribiendo una historia, un personaje
bellísimo para ti. Es algo que quiero hacer, contar la historia de una mujer
extraordinaria”. “Ah, qué bueno”, le dije, “mira que esta vez sí haré la película, haré lo
que sea para hacerla...”. Y así pasó el tiempo. Una noche nos vimos y llega con un
guión. Extraño, porque yo nunca le había visto un guión, hice dos películas con él y
nunca le vi un guión. Lo abrió y me dijo: “De verdad hice lo que pude por escribir la
historia de una mujer extraordinaria, pero no pude. En realidad, me salieron muchas
mujeres, pero son fragmentos de personajes femeninos. Si quieres, los puedes hacer
todos”. Y me da el guión.

Me ofendí horrible, horrible. Después de tantos años conmigo y resulta que no sabía
cómo era una mujer. Una mujer de verdad y carnosa, una mujer con sangre,
sentimientos, con cerebro, con pensamientos, con deseos. ¿Creía que podía decirme
que había escrito aquellos fragmentos, que me los daba y que podía escoger qué partes
actuar? Cogí el guión, se lo tiré en la cara y le dije: “Yo no soy el fragmento de nadie”.
Peleamos y no quise hacer la película. Me llamó varias veces pero no quise verlo por
mucho tiempo. Más tarde hicimos las paces y entonces sucedió algo extraordinario,
porque por primera vez desde que nos conocíamos —sí, me había dicho te amo, tesoro
mío, todos esas cosas que se dicen—, pero por primera vez me dijo: “Sabes, por fin he
comprendido que la única mujer que verdaderamente he amado en la vida eres tú, tú
eres mi mujer, la compañera”. No podía creerlo porque en el intermedio habían pasado
diecisiete años y ahora él me decía: “Quiero vivir contigo, pasar el resto de la vida
contigo, quiero hablar de las cosas cotidianas, de las cosas pequeñas, pensar en tus
hijos. Nos iremos a Estados Unidos. (Él nunca quiso vivir en Estados Unidos, iba,
viajaba, pero jamás quiso establecerse allá, y mucho menos trabajar). Me pondré a
estudiar, después haré de ti una actriz maravillosa, escribiré cosas para ti y estaremos
juntos siempre...”.
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No sé si es que las mujeres somos extrañas, pero ignoro qué cosa me ocurrió en ese
momento. Debería haber estado feliz, decir ¡sí!, y partir, hacer las maletas, o incluso
sin maletas irme con él. Pero no sé si la petición había llegado demasiado tarde o si no
me sentía capaz de afrontar la vida con un hombre que, hasta para mí, había sido un
amor como un sueño, un amante ideal con el cual tenía peleas, pequeñas discusiones,
pero que no eran los problemas de la vida, los fastidios cotidianos. No sé, tal vez no
supe afrontar una nueva cosa con él. Le dije que no podía, que ahora tenía una vida
organizada, con mis tres hijos, con mi trabajo... incluso con él pero no como una
relación concreta sino... —¿de qué manera decirlo?— abstracta. Él insistió mucho. Yo
creo —lo he pensado con los años—, porque después no nos vimos por mucho tiempo
(no podía verlo), que él había llegado a un punto en su vida en que había agotado todos
sus recuerdos, toda su memoria, que había cerrado el círculo y que necesitaba un gran
cambio de dirección, comenzar de cero una nueva vida, contar nuevas cosas. Y que, en
el fondo, para dar ese salto necesitaba de mí, una persona que lo conocía y lo amaba.

Hoy tengo remordimientos de no haberlo hecho, de no haberlo escuchado lo suficiente,


de no haberlo ayudado. Sé que habría podido hacerlo y que él habría experimentado un
gran cambio. Ésa fue, al fin y al cabo, la primera vez que el hombre prevalecía sobre el
artista. Creo incluso que le habría dado un vuelco a su trabajo de artista.

Ésta es mi historia con Federico Fellini. Todavía lo quiero muchísimo. Si voy a Fregene
me parece verlo entre los árboles. A veces me llama, se ríe y después gorjea como si
fuera un pájaro y yo también pudiera estar entre los árboles. Sé que está allí, que se
divierte y que finalmente está contento y que... Pero eso ya no lo cuento. Esa parte, un
poco misteriosa, un poco secreta, sólo me pertenece a mí.

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