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Ian McEwan

El principio del placer

Llega una vez más el Mapfre Hay Festival a Cartagena y decenas


de escritores conversarán sobre su oficio durante cuatro días, en los
que la ciudad se convierte en una puerta abierta a ideas y opiniones
inteligentes. El gran escritor inglés Ian McEwan, invitado central del
evento, conversó con Arcadia por teléfono.

1 Ian McEwan
Marianne Ponsford
Arcadia, Bogotá, 2010

El año antepasado, cuando comenzaron a publicarse los escalofriantes testimonios


de los paramilitares en el proceso de Justicia y Paz en Colombia, el paramilitar
Francisco Villalba, quien dirigió la masacre de El Aro, en Antioquia, confesó que el
uso de las motosierras en el descuartizamiento de los cadáveres se había
abandonado porque la motosierra se enreda en la ropa y por eso no era práctica. En
El inocente, la cuarta novela de Ian McEwan, publicada hace veinte años, en 1989,
la pareja protagonista debe deshacerse de un cadáver y opta por el
descuartizamiento. Durante ocho largas páginas, McEwan describe el proceso con
una precisión tan minuciosa como devastadora: “Pasó la sierra sobre la parte de
atrás de la rodilla. Se atascó inmediatamente. Era la tela, y debajo, los tendones
como cuerdas. Levantó la sierra y, sin mirar los dientes, la colocó en posición de
nuevo y trató de tirar de ella hacia sí. Sucedió lo mismo”. ¿Cómo pudo McEwan
saber un detalle tan escabrosamente exacto? ¿Cómo es posible que supiera que la
sierra se atasca en la ropa de un cadáver? Fue justamente esa implacable precisión
de paciente relojero suizo, aplicada a temáticas tan macabras que le merecieron el
sobrenombre Ian McAbre, la marca de agua de la presentación en sociedad de su
escritura en 1978: una precisión incisiva, meticulosa y brutal.

Leer los primeros cuentos y novelas de Ian McEwan es vivir una experiencia tan
perturbadora como fascinante, y tan incómoda como poderosa. En aquella primera
prosa, las temáticas de McEwan se hundían en los rincones más secretos y
depravados de la sexualidad humana, desde el incesto en El jardín de cemento
hasta el tenebroso eco de las orgías sangrientas de El placer del viajero. Y algo
extraño y brillante en el fondo de su escritura tenía el anzuelo de una seducción tan
abrumadora, que arrastraba al lector consigo en una batalla digna de El viejo y el
mar. McEwan recibió el beneplácito de la crítica muy pronto en su carrera. El gran
crítico inglés V.S. Pritchett le dedicó una elogiosísima reseña en 1980 en The New
York Review of Books, que lo puso en la órbita de los escritores jóvenes que había
que leer. Tenía en ese entonces apenas 30 años. Había nacido en Aldershot, al sur
de Londres, en 1948, pero pasó su infancia como tantos expatriados de su tiempo
fuera de Gran Bretaña. “Solo pasé los primeros dos o tres años de mi vida en
Inglaterra. Mi padre era soldado, y viajamos mucho. Vivimos primero en el Lejano
Oriente, en Singapur, y luego en el norte de África, en Libia, un país que adoré de
niño. Luego fui a un internado en Inglaterra” –me dice en la entrevista telefónica
que concedió para Arcadia–. Su voz es sorprendentemente cálida y cercana, y
siento al otro lado de la línea a un hombre concentrado, dispuesto a dar respuestas
genuinas. Forma las frases con una lentitud calmada, alargando las vocales de una
palabra mientras su cabeza busca cuidadosa la otra, la palabra más exacta posible.

De inmediato uno percibe con sorpresa que las miles de entrevistas que ha dado en
su carrera, a interlocutores tan serios como Richard Dawkins o Steven Pinker, no
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han hecho de él un divo insoportable, como ha sucedido con tantos escritores
latinoamericanos. “Para entonces, en la década de los sesenta, Gran Bretaña estaba
disfrutando de una especie de recuperación de la guerra. Mi familia no era en
absoluto rica, nadie lo es con el sueldo de un soldado, pero había suficiente para
comer. Y sí, podría decir que tuve una infancia muy feliz”. McEwan fue uno de esos
niños con pecas y orejas puntiagudas que armaba modelos de los aviones de la
Segunda Guerra y aprendía el código Morse. “Es cierto que crecí con la sombra de
la guerra. Pero es que esa sombra dominaba todas las vidas. La generación de mi
padre fue completamente moldeada por la guerra, y todos mis profesores del
colegio eran ex soldados; durante los primeros veinte años después de la guerra
uno tenía la sensación de que todo el mundo acababa de quitarse el uniforme”.
Pero hacia comienzos de los sesenta existía la sensación generalizada de bienestar,
reflejada en la famosa frase del Primer Ministro Harold McMillan, de que “la gente
nunca había estado tan bien”. La novela que catapultó a McEwan al podio de los
grandes escritores vivos se llama Expiación. Antes de publicarla, McEwan había
escrito otras tres novelas que confirmaron su prestigio, Perros negros, Amor
perdurable y Ámsterdam. De Amor perdurable se suele decir que sus primeras
páginas están fácilmente entre las más hermosas de la prosa inglesa. Puedo dar fe
de que son de una belleza extraordinaria. McEwan protagonizó un rifirrafe literario
en la prensa cuando ganó en 1998 el archifamoso Premio Booker en Gran Bretaña
con Ámsterdam, una deliciosa obra no muy bien recibida por la crítica, en la que
McEwan cambió su universo macabro por el de la comedia –aunque no muchos la
llamarían así–. Con una trama de rivalidades entre dos muy británicos amigos,
incursionó en el mundo del poder inglés y dibujó un panorama tan burlesco como
escandaloso de los políticos conservadores. Lo que molestó a los reseñistas de
libros fue el viraje del escritor. Criticaron el aburguesamiento de sus temáticas, y le
dieron un palo tremendo a lo que llamaron “su domesticación”. Pero el Booker es
un premio poderoso. Las ventas de sus libros se multiplicaron y los ojos de los
lectores esperaron con avidez su siguiente obra y entonces llegó Expiación,
publicada hace ocho años y llevada al cine por Joe Wrigth. La novela vendió
millones de ejemplares y convirtió a McEwan en el escritor nacional.

Expiación es una novela sobre la responsabilidad moral de nuestros actos.


McEwan, extremista que es, somete a su personaje principal, la niña Briony Tallis,
a un castigo brutal por una mentira infantil que tiene consecuencias desastrosas. La
novela narra con una brillantez casi insoportable el desastre de Dunquerque,
aquella catástrofe bélica que despertó a los británicos a la realidad de la guerra. Tal
vez por eso tocó una fibra profunda en una psique nacional, orgullosa de su papel
en la Segunda Guerra Mundial. “Sí, todavía está ahí, yo lo siento, un sentido fuerte
de orgullo ante el hecho de que en 1940, Gran Bretaña era la única democracia de
Europa, y luchó por mantenerla. Claro que los países ocupados tuvieron una
experiencia mucho más amarga de la guerra; nosotros no tuvimos ni las traiciones
ni el dolor que vivieron los países ocupados por un enemigo extranjero como les
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pasó a Francia y Polonia. La Segunda Guerra Mundial es todavía muy poderosa en
la narrativa nacional. Cuando un historiador escribe un libro sobre esa guerra es
muy leído aquí, así que aún se mantiene como una parte crucial de la idea de sí
misma que tiene Gran Bretaña como nación. Sábado, su siguiente novela, fue
publicada tras el 11 de Septiembre. McEwan dice que en esa novela intentó tocar un
cierto grado de culpa liberal. “Yo quería decir: así somos en Occidente… Tenemos
mucho, y en la lucha por defenderlo podemos ser muy crueles; algunas personas se
vieron reflejadas allí; en países como Inglaterra y Estados Unidos la gente suele
creer que tiene tantos problemas como los otros, pero no es cierto. Y ya ve, a alguna
gente le dio rabia. La novela trata de contar la vida de un hombre satisfecho que
súbitamente se ve obligado a sentir ansiedad por el estado del mundo.

Ya sabe, 85% de la población británica vive bastante bien… Este es un tema difícil…
la felicidad es un tema difícil en la literatura”. “Sí, a mis personajes les suceden
muchas cosas terribles, pero cuando me atreví a ser bueno con uno de mis
personajes, en Sábado, los lectores protestaron. Le di a Henry Perowne una gran
casa, muchísimo dinero, una esposa que adoraba…, ¡y algunos lectores se pusieron
furiosos! Durante toda mi vida de escritor a mis personajes les sucedían cosas
horribles y a nadie le importaba. Apenas le di a un personaje un poco de
comodidad, se armó Troya”. Aunque él no está de acuerdo, el estilo de McEwan es
elegante y silencioso. O por lo menos, no es extravagante como el de Salman
Rushdie o William Ospina o García Márquez. Pero tal vez por eso mismo, le gusta
leer a los escritores que él considera “grandes performers” como Nabokov, Updike
y Saul Bellow. “Ellos son como artistas del trapecio. Hace poco volví a leer El amor
en los tiempos del cólera. La primera vez que la leí no me gustó, pero ahora la
verdad es que me sedujo. Me fascinaron esas imágenes de un mundo en el que es
tan difícil que algo cambie. Ese olor a podredumbre, esos interiores desvencijados
de mansiones sombrías, y la desesperanza de un amor que se atreve a durar toda la
vida”. McEwan es un lector voraz. La última novela que leyó es Summertime, la
recién publicada última parte de la trilogía autobiográfica de Coetzee. “No lloré,
pero recuerdo que al final tenía un nudo en la garganta, en parte de pura
admiración, y en parte por gratitud, por una extraordinaria sensación de triunfo del
escritor”. McEwan es un hombre racionalista y, por supuesto, ateo. Detesta las
religiones y las utopías. Ha estado en las Islas Galápagos y en el Canal del Beagle,
siguiendo las huellas de Darwin. Y es poco romántico a la hora de pensar en el
poder de la literatura. “Yo no dudo del poder del lenguaje, pero a veces tengo una
frustración con la literatura. Una sensación de que no logra todo lo que desea
lograr. Que lucha. Poner cada emoción, cada sensación y cada pensamiento en
palabras es tan difícil. Y sí, si sufro de dudas pero supongo que es parte del proceso
de escribir. Aunque, sabe, a veces los escritores cometemos el error de creer que es
imposible vivir sin la literatura.

Yo conozco gente que nunca ha abierto un libro y es compasiva, inteligente,


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graciosa… Hay que tener cuidado. Tal vez sea un problema común a todas las
profesiones, cirujanos, economistas y novelistas, eso de creer que lo que uno hace
es una actividad central para el mundo y que todo lo demás es brumoso o
secundario”. Pero aún así, su visión de su oficio poco tiene que ver con esa angustia
existencialista que conforma un acendrado estereotipo literario en nuestras
latitudes: “Muchos escritores pueden ser infelices, pero el oficio de sentarse a
escribir palabras cada día es un acto optimista porque uno cree que lo que hace
resistirá el paso del tiempo y que existirá independientemente de uno. Todo arte
contiene la semilla del optimismo. Todo acto creativo lo tiene, y por supuesto
incluyo el científico”. Para McEwan, “de la literatura tomamos un sentido más
refinado de quiénes somos, en términos de nuestras emociones privadas o de
nuestra relación con los otros, con la sociedad o con el Estado. Lo que pasa es que
nunca deberíamos olvidar que en el centro de todo está el principio del placer.
Tiene que haber placer en la literatura. Si no lo hay, está muerta. Y a veces
olvidamos esto. Peor para nosotros”. Después de tantos años publicando con
regularidad una novela tras otra, libretos para ópera, cuentos y ensayos, las cosas
no se vuelven más fáciles para McEwan, “pero tampoco más difíciles. Cuando
comienzo a escribir una novela, siento que tengo 23 años otra vez y que me
enfrento a mi primer libro. Siento que tengo que comenzar a aprender a escribir
una vez más. Simplemente tengo la sensación de que estoy en las estribaciones de
una montaña, cuya cima no se ve, y que va a ser un viaje largo. Un viaje que me
enseñará a escribir ese libro, pero no otro. Cuando cierro la puerta de mi estudio el
mundo se sume en el silencio. Y deja de perturbarme”.

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