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"LA CAJITA"

1.-El libro

El libro que nos ocupa nunca recibió un premio.


En 1994 obtuvo una Mención en el Premio Regional "Felisberto Hernández", organizado por la
Municipalidad de Rosario, el Gobierno del estado de Santa Catarina, la Intendencia Municipal de
Montevideo y el gobierno del Paraguay y abierto a escritores de todo el Mercosur. Jurado: Eric
Nepomucemo (Brasil) Rubén Barreiro Saguire (Paraguay) Mempo Giardinelli (Argentina).
En 2002 Obtuvo la Primera Mención en el Premio Provincial Alcides Greca de la Subsecretaría de
Cultura de la Provincia de Santa Fe.
Pero nunca tuvo un premio.
Se trata de una colección de textos de aire narrativo todos atravesadas por la presencia de una cajita
negra y brillante de la que todos saben, pero nadie conoce.

2.-EUGENIO PREVIGLIANO
Nacido en 1958 en Rosario, ejerció como músico en la Costa Atlántica, en París, en Bariloche y en
Rosario. Participó en obras de teatro en Rosario y en Córdoba. Es docente universitario de Biofísica
desde 1986, agrimensor desde 1989, bachiller técnico dede 1975 y timonel de yate Clase B desde
1977. Fue secretario de Cultura del Centro de Estudiantes del Instituto Politécnico de la UNR el año
1974, vicepresidente del colegio de agrimensores el 97, vocal de la filial Rosario de la SADE el 89 y
delegado a la World FIG General Assembly el 99. Vendió libros el 83 y el 84, trabajó como redactor en
la revista Para Vos entre el 82 y el 86 y colabora con el diario Rosario12 desde 1990. con la revista
Paradigma desde 2005 y con la revista Boga desde 2006.Codirigió La Hoja Mensual de Poesía, -hoja
mimeografiada con dos poemas- entre 1979 y 1982; publicó en 1980 en Poesía de Cuarta, edición
colectiva de poemas, en 1981 Algunos Poemas Ciertos Autores, cuadernillo con diez poemas, en
1992 Los territorios de Bibiana y otros lugares, en 2004 Alcohol para las heridas y en 2006 La Pelea.
Jugó al rugby y al waterpolo, practicó Judo y Karate Do, estuvo detenido a disposición del poder
ejecutivo de la Cruel Dictadura Argentina de 1976 y tiene tres hij@s.
Todo esto sin dejar de volver siempre a esa ciudad portuaria de menos de un millón de habitantes,
donde se dice que se come gato con vino tinto y pan caliente.-
LA CAJITA

Eugenio Previgliano
EL PEQUEÑO ESCRIBIENTE ROSARINO
Escribo sentado, escribo de pie, escribo en los momentos que me quedan libres, a máquina, con un
bolígrafo, con un lápiz, con un fibrón gastado.
Escribo sobre un papel blanco, escribo sobre un papel en el que he escrito unas cosas que ya no
sirven, escribo sobre el reverso de los ejercicios de matemáticas: escribo sobre unos papeles de los que
previamente he borrado unos dibujos geométricos. Escribo sobre la cara limpia de unos panfletos
anaranjados que han repartido en el mall de la facultad. Escribo en una larga pila de boletas de las
últimas elecciones: los nombres de los candidatos están impresos en unos caracteres pequeñitos,
cargados y densos. Escribo y guardo algunos escritos en el fondo de una cajita negra en la ilusión de
que guardados los encontraré con facilidad, sin saber que lo más posible es que la cajita vuelva a
aparecer en las circunstancias menos previsibles.
Escribo y escribo todo el tiempo: escribo frases cortas e imprecisas sobre muchos y variados temas;
escribo declaraciones de amor, recuerdos escasos y antiguos, reflexiones que me han sido inspiradas
por algunas lecturas, palabras.
Escribo: en cada momento que tengo libre escribo, dejo sobre los papeles una marca del trabajo que
hago con el cuerpo. Escribo a pulso con una caligrafía desprolija y unas letras desordenadas que ya he
escrito durante años mientras iba a la escuela, en orden alfabético. Escribo unas palabras que
he escrito acaso demasiadas veces. Dejo en el papel anotadas cortas frases que me resultan sugestivas.
Anoto unas ideas que me parecen interesantes para ser escritas mas adelante. Escribo sobre asuntos
que se me han ocurrido antes de escribir, pero de los que ya no tengo un recuerdo demasiado claro.
Escribo también sobre asuntos de los que me gustaría escribir pero no conozco. Escribo mis
intenciones de conocer todo ese vasto universo que ignoro. Anoto las intenciones de escribir sobre
cosas que previamente debo conocer: anoto largas listas de cosas por conocer: la ciudad de París, una
mujer encantadora que pasó una tarde de primavera frente al monumento a la bandera dejando a su
paso una estela desolada, la fisión nuclear, los atardeceres tormentosos en el mar Caribe. Escribo
mensajes para mí mismo, anoto las intenciones que tengo en un presente efímero para leerlas en un
futuro incierto. Escribo y escribo. Anoto mensajes para otras personas: para las muchachas bonitas que
a causa de una cierta cobardía no me atrevo a abordar, para los enemigos del pueblo a quienes no tengo
el coraje de combatir, para las personas sensibles con quienes no tengo capacidad de cultivar una
amistad, para los necios y los tontos que no sabrán interpretar mis textos: para una especie de fantasma
errante que nunca aparece.
Escribo y escribo: escribo esquemas para una obra de teatro, argumentos para novelas, ideas pobres
para poemas escasos, apuntes sobre impresiones que me parecen útiles para escribir más adelante.
Este es mi único recuerdo: recuerdo haber estado escribiendo en muchos y diferentes papeles,
recuerdo mi caligrafía, el sonido de la máquina de escribir, la textura cambiante de todos los papeles
que escribo, la distribución armónica de las letras y las palabras a lo ancho y a lo largo del papel, el
color de la tinta, la suave textura que va adquiriendo lo que he escrito.
Todo el día recuerdo la escritura, recuerdo esas cosas suaves y modosas que sobrevienen a la
escritura: mi nombre en letras de molde, la variada tipografía, los escritos sobre mi escritura. Sin
embargo no consigo recordar sobre cuáles cosas hablaban los textos que he escrito: trato inútilmente
de traer a la memoria los cuentos, los poemas, los esquemas para las novelas, los múltiples temas de
reflexión que me he anotado para un futuro dudosamente promisorio y esos recuerdos se niegan a
aflorar: ni una línea de las que he escrito viene a la memoria. Por un instante me parece que el mundo
se reduce a eso: anotar, en muchos papeles, mensajes desesperados que en el momento, si son
necesarios, se pierden.-
OTRA VIDA

Yo debo haberme portado muy mal en otra vida porque sino no hubiera pasado esto que pasó y que yo
no entiendo muy bien y aunque trato de recordar me resulta difícil, me debo haber muerto, me debo
haber fulminado, me debo haber desmaterializado, hundido, esparcido en el aire, diseminado,
desperdigado, extendido, soltado, derramado por un instante en el éter cósmico que yo creía después
de Michelson que no existía pero sin embargo otra explicación no hay y ahora me pregunto porqué en
la otra vida yo no sabía de mi vida anterior y acaso haya sido que el recuerdo era vano, pobre, oscuro,
corto, mezquino, insuficiente, raquítico, tan exiguo que en el mar de cosas que me pasaban en la otra
vida ocupaba menos espacio que el más breve de los breves instantes de aquella vida, y en eso estaba
el premio o el castigo, en tener una vida rica, llena de sucesos, de cosas que pasaban, de aventuras,
acontecimientos interesantes y casos memorables.
Pero en algo debo haber fallado yo en aquella otra vida llena de cuestiones, en algo debo haber errado,
en algo me equivoqué; porque ahora esta otra vida es bien distinta y a veces me sorprende y me
pregunto si no es un error de los sentidos, si no es una triste alucinación, una pesadilla, un sueño;
porque trayendo conmigo desde la otra vida la memoria de un general sudamericano llevo ahora una
tranquila vida de lapa quieta encerrada en una cajita negra y esto me resulta difícil, sobre todo porque
no me asiste ninguna posibilidad ante el mundo más que esta que me toca y el recuerdo del mar de
posibilidades que me asistieron en mi vida anterior me acosa, me templa y tañe en esta larga siesta que
vivo ahora.
Mis últimos recuerdos de la otra vida no son más ni menos interesantes de lo que fueron los primeros o
los del nebuloso medio de mi vida: era un hombre; un hombre ni bueno ni malo, de edad mediana, sin
muchos problemas, que vivía en una casa que tenía algunos pero no todos los gastos pendientes. Mis
recuerdo últimos de aquella otra vida se centran en un trámite administrativo que tenía que realizar y
recuerdo haber mirado el cordón de la vereda, hecho de una piedra milenaria que en esta zona no
abunda y que probablemente haya llegado hasta allí en la oscura y húmeda bodega de un barco hasta
yacer en el borde mismo de la acera. Entonces no lo noté, pero sentí -qué duda cabe- que la existencia
suave y previsible de ese breve segmento del cordón de la vereda tenía algo de deseable. Sentí por un
instante que lo inmanente del cordón de la vereda, ese cordón de la vereda que ya habían por entonces
golpeado inconscientemente con la punta del leve pie varias generaciones de difuntos que vivieron y
soñaron en esta ciudad apartada de los círculos privilegiados del mundo, esa inmanencia del cordón de
la vereda, era un valor a considerar para un hombre que como yo se veía sometido día tras día a los
deseos caprichosos y oscuros de un puñado de contadores de las empresas que gobiernan el país y
acaso el mundo entre los cuales -pensé- cabe contar a esos personajes grises o graves que organizaban
el carnaval bancario donde yo debía realizar mis trámites administrativos.
Dirán con desprecio, "murió yendo al banco", pero yo no quise -o eso creo- tener ese destino, yo no
quise para mí esa existencia de piedra clavada en el corazón mismo del centro de esta ciudad que es
también el centro del desarraigo y del olvido para no pocos de esos difuntos que recorrieron la mitad
del planeta para venir a dar con el pie en el borde del cordón de la vereda de piedra que también, como
mucho de ellos, viajó en una bodega húmeda, calurosa o fría hasta llegar al preciso punto donde el
encuentro del pie con ese trozo de roca marcaba sin yo saberlo el evento más importante en esas vidas
petrificadas por el largo viaje, el olvido y la indiferencia. Yo no anhelé para mí ni para nadie ese
destino mineral en medio de la vorágine de la ciudad, yo no creí desear entonces una vida plena de
quietud de roca, de inmanencia firme, yo sólo creí envidiar del trozo de roca que tal vez aún sea el
cordón de la vereda, la seguridad de persistir en su rol de dividir acera y calzada, la solidez de ese
cargo que llevó a varias generaciones a tropezar, mucho, poquito o nada la punta del pie derecho o
izquierdo enfundado en un zapato.
Y puesto entonces a una existencia de objeto, yo hubiera sinceramente preferido ser un objeto del siglo
pasado, que era una época donde algunos tenían ciertas pasiones, ser una computadora grande, un Ford
Mustang, un Fusil Ametralladora Liviano, un radiofaro, una cámara de superocho, una cápsula
Géminis o una cualquiera de esas tantas cosas que prometían a los que ya entonces teníamos este
destino decidido una ilusión de progreso, de bienestar o de efímera alegría.
Pero no: me toca esta existencia de objeto del siglo veintiuno, que no significa casi nada para nadie,
que no tiene razón ni ambiciones para ser, que no es esperado para dar ningún fruto, que no responde a
ninguna tensión predeterminada, que no es útil ni deja de ser inútil y cuyo precio es tan excesivo para
quien lo desea a la distancia como exiguo para quien lo descarta o poseyéndolo lo menosprecia. En
fin, tal vez no sea toda la eternidad pero creo que me espera un largo tiempo para buscar mis errores de
la otra vida, cambiar de opiniones y esgrimir argumentos a la vez ciertos y falsos que durante esa
buena porción de la eternidad que me espera en mi nueva vida seguramente expondré sin temor a
contradecirme.-
LA CADENA

Hola.
Dá la bienvenida a la felicidad. Esta cadena viene de Finlandia y ha dado la vuelta al mundo treinta y
tres veces pasando por Oriente. No envíes dinero. Sólo mira a los que te rodean y vé lo diverso que es
el mundo. La cadena fue iniciada por Marku Makkinen.
Esto dice el texto que leo ahora, apenas me he sentado a ver el correo; el tiempo que dedico al correo
funciona para mí en general como un momento de introspección, leo, de a una las palabra que el correo
trae y no hay Cristo que me distraiga, siento que las novedades que el correo trae, anuncios,
comentarios, chismes, formularios impresos, revistas, todo eso viene a enriquecer mi espíritu y
mientras leo el correo me siento relajado y bueno porque yo sé que al fin del correo, si soy lo
suficientemente prolijo, el día será un buen día, las cosas saldrán más o menos como lo esperamos y
las personas que nos rodean se irán con una sonrisa de satisfacción en el rostro dejando tras de sí una
estela de satisfacción, bienestar y cordialidad.
Tomás Relojero, de Filipinas, -dice después la cadena-, recibió la cadena un día y no dio la
bienvenida. Antes bien botó la carta al papelero, su perro enfermó gravemente y comenzó a ladrar por
las noches.
Si por el contrario no atiendo el correo como corresponde, he descubierto que el resto del día se vuelve
inmanejable, que las cosas avanzan según su propia voluntad, que todos los cambios son para peor y
que las cosas azarosas voltean para el lado menos favorable, y como hoy tengo un día especialmente
difícil, mejor sigo leyendo el correo
Una tarde su amiga Concepción Faldeo, -sigue diciendo-, le recordó la botadura de la cadena. Tomás
rehizo la cadena y a la semana su perro murió, pero Concepción se graduó como Obstetra y ganó una
beca para estudiar leyes en Filadelfia. No lo dejes pasar: manda un gramo de oro puro en una cajita
negra forrada en raso a Santa Fe 955 oficina 10 -Rosario-Argentina cp2000 con una nota firmada en
tinta azul lavable diciendo "solicito que se me incluya en la lista Filipina, adjunto el equivalente en
oro puro de un perro faldero sano, rico y en buen estado de conservación".
Esta última afirmación me parece algo sospechosa; qué hacer, creer en este texto curioso que propone
algo inquietante o ignorarlo supinamente: ¿qué es más levantado para el espíritu?; sin embargo, los
escépticos respecto a estas cadenas abundan, tanto Filipinas como en la calle Santa Fe, pienso. Tal vez
fuera bueno poner a prueba la consistencia de lo proclamado en estas líneas, razono; tal vez haya que
pensar que si el perro se le murió, por algo será; y si ella ganó la beca para estudiar leyes, tal vez ése,
bueno y malo, haya sido su destino. ¿Me gustaría estudiar leyes a mí que soy abogado? ¿No resultará
contraproducente compararse con una obstetra? ¿Aporta a la capacidad de negociar el compararse con
una obstetra?
Estas y otras preguntas rondan mi mente una y otra vez como suelen hacerlo las avispas con los niños
de ojos claros. Algo me trae al mundo de nuevo y encuentro que lo que debo hacer no es meditar sobre
la legitimidad del texto que se me ofrece, no debo pensar en Matilde Relojero, la madre de Tomás y
enemiga declarada de la relación entre su hijo y Concepción Faldeo, no debo reflexionar sobre la
fatídica suerte del can sacrificado ni en la botadura ajena de la cadena que -tal vez no lo crea- viene de
Finlandia atravesando hielos, vientos, bosques y fuentes termales.
Sigo leyendo
Después espera siete días para bañarte. Esto es legal, lo han dicho la Universidad de Filadelfia y
también una de sus becarias. No esperes más, da la bienvenida a la felicidad Haz ya mismo
veinticinco copias en carbónico sobre papel reciclado sin cloro y envíalo a quienes deseas el bien,
hazlo...
Cuando ya estoy leyendo la última línea y con esto termino con el correo, cuando ya estoy, la verdad,
convencido de que estas cosas que vienen en el correo hoy no pueden ser de ninguna manera ciertas,
cuando empiezo a creer que esto de pedirme que espere siete días más para bañarme es obra de alguien
que conoce mi prolijidad y mi respeto para con el correo, cuando la frase "esto es legal" me recuerda
que nadie mejor que yo, que trabajo en la división de asuntos jurídicos de esta empresa, nadie, decía,
puede mejor aquí que yo decidir sobre qué es o qué no es lo legal, sabiendo que todos estos años de
fidelidad y entrega a la empresa he dirimido esta cuestión con justicia y equidad, cuando pienso que
hacer veinticinco copias en carbónico es un trabajo considerable, tanto para mí como para mi
secretaria, cuando decido que mi secretaria a pesar de su ejecutividad y solvencia, se vería en aprietos
tratando de conseguir papel sin clorar y reciclado, material que en nuestro medio no es habitual,
cuando decido finalmente que sólo terminaré de leer el correo es que entra ella, mi secretaria con una
gran caja vacía y empieza a explicarme que a la caja la ha traído para que yo empaque mis efectos
personales ahora, porque el Director General me explicará más tarde, y agrega, antes de esfumarse, que
realmente lo lamenta.
Dá la bienvenida a la felicidad dice la última línea del correo que venía leyendo.-
SOBRE CÓMO HA CAMBIADO EL MUNDO

Si uno mira desde hoy a Cristóbal Colón intentando dar la vuelta al mundo sin disponer ni siquiera de
un reloj de péndulo para saber la hora y de ese modo conocer su posición, esto basta para verificar que
la humanidad desde cierto punto de vista ha vivido siempre a la deriva, como Colón que creía haber
dado más de media vuelta al mundo siendo que apenas llegó hasta América.
También la tierra ha sido distinta según la historia avanzaba: sostenida por una sabia, armónica y
estática combinación de elefantes y tortugas; plana, cuasiplana, esférica; cuando yo era niño era
"achatada en los polos": "redonda como una naranja" dice Gabriel García Márquez que dijo José
Arcadio Buendía de la tierra al cabo de realizar innúmeras observaciones astronómicas con unos
instrumentos que le había dejado en una cajita negra Melquíades, rey de los gitanos, depositarios en
aquel entonces de la sabiduría de occidente.
También en estos días y aunque muchos no lo sepan o no lo tengan en cuenta la tierra es distinta. En
efecto, para conocer la posición de algo sobre la faz de la tierra desde la antigüedad se han consultado
a las estrellas. Tan eficaz resultó la respuesta de las estrellas que -por qué negarse- las estrellas
empezaron a ser consultadas sobre otros aspectos de la vida, costumbre que algunos aún tienen, a pesar
de que sus lenguaraces frente a las estrellas demuestren muchas veces dureza de oído frente al discurso
estelar.
Tan grande era el poder de las estrellas que los hombres durante muchos tiempo le rindieron culto. Ahí
está la Prosa del Observatorio que nos dejó Cortazar, o las mudas pirámides centroamericanas, con sus
terribles altares para sacrificar personas en el convencimiento cruel de que sin tales sacrificios cabía la
posibilidad de que el sol abandonara a los caníbales a su suerte, y de qué suerte podría disponer un
hombre a quien el sol ha renunciado a patrocinar. Esta observación de las estrellas se combinaba con la
observación de unas marcas que sobre la tierra se ponían a partir de la observación estelar. La ciencia
que estudió estas cuestiones vinculadas con la forma de la tierra se llama Geodesia, y tan natural
parecía que la tierra era una y estaba muy disponible que hasta la Revolución de 1789 dispuso
encontrar los patrones "naturales" que pudieran reemplazar a los patrones "monárquicos", esto es,
dispuestos por la nobleza: el pie, el codo, o el pulgar reales que servían de unidad de medida y fijaban
también patrones para el pago de impuestos. Así fue que Francia, la de la igualdad, la legalidad, la
fraternidad, financió una serie de trabajos geodésicos para determinar la longitud de un cuarto de
meridiano y de este modo dividirlo en una fracción más o menos "redonda" para tener un patrón
"natural" de longitud y entonces tallaron esa regla de platino iridiado que cuando yo era chico estaba
en París en una atmósfera de temperatura constante, a salvo de cualquier vandalismo garantizando
equidad, igualdad y justicia en la medición de longitudes y en consecuencia en la forma de la tierra que
de tan generosa hasta nos daba una unidad para garantizar la armoniosa hermandad entre los hombres
libres. Vea el lector entonces cómo era la tierra de entonces: generosa, invariable, de una forma difícil
pero representable, y al problema de la representación de una tierra cada vez más compleja se le
respondía realizando Congresos Geodésicos Internacionales donde sabios de todo el mundo se
juntaban periódicamente a exponer sus erratas, fallas, deficiencias, anomalías, errores, inadvertencias o
hasta sus pifias, incorrecciones, descuidos y dislates con el noble objeto de acordar pautas y normas
para la correcta representación de la tierra en el convencimiento de que la congruencia entre
representación y representado era el criterio absoluto para evaluar la calidad de su trabajo. Parece
curioso que hubiera real necesidad de convocar a estas conspicuas reuniones si cualquier hijo del
vecino sabe que la tierra es "de forma geoide", "cuasielípsoidica", "achatada en los polos" "redonda"
"con forma de melón" o de cualquier otra trivialidad de forma sin necesidad de andar gastando
fortunas en reuniones internacionales cuando cualquiera puede tener a su disposición un simpático
mapa a quince colores con indicaciones sobre las estaciones de GNC de todo este enorme país, de
venta en todos los kioscos y estaciones de servicio.
Sin embargo, tanto la lectura de la posición según las estrellas como la determinación de la realidad a
partir de observación de marcas fidedignas de la superficie de la tierra a veces tan bonitas como los
faros, perdieron valor a partir del GPS, acrónimo del equivalente de Sistema de Posicionamiento
Global en inglés y que resumo sin pretender ser riguroso de esta forma:
el Departamento de Estado Norteamericano, tal vez harto de tener que estar discutiendo sobre la forma
de la tierra con agrimensores de todos los países, dispuso una constelación de satélites sobre toda la
tierra de modo que siempre se puedan ver al menos doce desde cualquier parte de la corteza terrestre;
diseñó un ingenioso aparato, barato, sencillo y manuable para observar los satélites y computar
automáticamente la posición y adoptó un sistema virtual de referencia universal para que la
observación de sus satélites respondiera a un único criterio: one world, un mundo, una tierra. Pero
como el departamento de estado es generoso pero no tonto, sólo ellos saben a tiempo real dónde están
exactamente los satélites, de modo que todo hijo del vecino puede saber con este sistema más o menos
donde está, pero sólo ellos lo saben con la mejor precisión y exactitud y la posición que los satélites
denuncian sólo está en proporción con las intenciones políticas de Washington, de este modo, no pocas
veces el aparato que te decía que estabas en una parte, para el mismo lugar te dará otro día diferentes
coordenadas, pero siempre con una aproximación interesante.
Y esto es lo que yo quería decir, vea el lector si habrá en pocos años cambiado la tierra que en una
época era una especie de fabuloso plato sostenido por elefantes y tortugas y ahora no es más que lo
que dicen unos tipos que manipulan unas complicadas máquinas en una oficina técnica en
Norteamérica.
LA VIDA PERDURABLE

El proceso -me dice- sería el siguiente, dos puntos, o sea, haber llevado durante toda la vida un
prolijo registro de lo que uno va haciendo, guardar programas con o sin autógrafos, recortar y pegar
artículos, críticas y comentarios, atesorar revistas y guardar periódicos y certificados.
Yo asiento con una sonrisa, doy un sorbo al café que se está enfriando y voy buscando otra vez
cruzarme con la mirada de una bella y madura muchacha pelirroja de ojos profundos que no está tan
lejos, pero no la encuentro lo suficientemente cerca como para atreverme a dirigirle una sonrisa franca.
Pero cuando uno no ha cumplido con todo el proceso -continúa diciendo-, la cosa se hace mucho más
difícil porque no me negarás que recordar todas las cosas que uno ha hecho en los últimos quince años
resulta, además de un ejercicio incómodo y molesto; fragmentado e impreciso -dice-. Yo nunca me
hubiera imaginado -agrega-, que esto podía ser tan difícil, hasta que me decidí a presentarme este año
en el concurso de becas y subsidios para las artes bellas de la Fundación Candelas -agrega-.
Ahí -le digo como para distraerlo y aliviarlo- ahí te quiero ver entonces. Sin embargo callo porque
no puedo conseguir una mirada franca de la coloradita que un poco más allá se frota con insistencia
sospechosa las mejillas naturalmente coloradas y ahora -acaso a causa del frotis- un poco más
sonrosadas.
Y entonces lo que yo quería pedirte -me dice con gravedad- es que sin tomarlo muy a pecho me des
una mano con esto de los recuerdos porque a mí se me está haciendo poco menos que imposible. A
veces recuerdo una noche después de una función, el día después de un recital, una frase que dije en
una mesa redonda, pero no consigo precisar -dice con rapidez- dónde estuve, que dije, que hice, quién
organizaba o cuánto me pagaron. Por ejemplo -insiste- vos te acordarás de una noche que fuimos a
cenar a La Marina, con la Beti Miralles, Luisito uno flaco al que le decían "Miller" que era amigo de
Pipo, con Pipo, su novia y otra gente más, que vos estabas con una rusita linda de ojos profundos. Esa
noche -dice- yo me acuerdo que había leído unos poemas en una librería que ya no está más y la piba
que estaba con vos había ido porque la había invitado una amiga de mi novia, pero no me acuerdo si
mi novia de entonces era María del Carmen o una turquita González que jugaba al hockey -sigue
diciendo-.
Yo siento, de golpe, de improviso, impensadamente, de sorpresa, lógica y emoción, que este tipo me
viene ahora a revolver el mundo: que yo nunca fui ninguna noche a comer con toda esa gente, que
jamás debo haber conocido ninguna rusita como la del cuento de éste y que ahora, como quince años
después según él dice, este tipo no tiene ningún derecho a venir a relacionarme con sus fallidos
intentos de recordar los viciosos ejercicios poéticos de su primera juventud y mucho menos movido
por ambiciones espúreas en un intento probablemente vano de conseguir financiación para sus curiosas
perversiones.
La verdad -le digo mientras vuelvo a mirar a la coloradita- es que no me acuerdo. Después callo.
A veces -me dice con una especie de pobre aire filosófico- me da la sensación que de jovencito
-dice- yo esperaba algo más que ser un oscuro escritor de provincias y pasar la vida redactando
gacetillas, crónicas y sueltos para un único diario y a lo mejor por eso -agrega- es que ahora me cuesta
tanto recordar, invocar, reconstruir y organizar los recuerdos -concluye-.
Bueno -le digo mientras veo que la coloradita guarda algo en una cajita negra y se levanta como para
irse del bar pasando a mi lado- creo que todos estamos un poco disconformes con lo que la vida nos va
dando y ese -agrego mirando a la coloradita que se acerca- viene a ser una especie de causa, motivo,
impulso y determinación para seguir ensayando. Por ejemplo yo -le digo mientras señalo discretamente
a la coloradita- hoy, quisiera enamorarme de esta coloradita y él, al cabo de haberla mirado entera, de
evaluar conscientemente las curvas de la coloradita, la mirada, el andar sensual que le brota del cuerpo
y el aura solemne que esta madura muchacha lleva, después de verificar que la coloradita no es para
improvisaciones, vuelve a mirarme, sonríe de una sonrisa amable y habla.
Habla brevemente con un gesto que a no ser por lo que dice nunca se adivinaría sonriente y dice pocas
palabras que a mí no terminan de resultarme simpáticas.
Esa -dice sonrientemente señalando a la coloradita que se acerca- es la rusita que estaba aquella noche
con vos en La Marina.-
RECUERDOS DULCES DE UNA ÉPOCA TRANQUILA Y SUAVE

Ah, dice, si pudiera, agrega, hoy o mañana, complementa, nada más, pone, que seguir adelante, insiste.
Al suspiro que cierra esa frase lo oigo de lejos porque voy escuchando menos, acaso a causa de la
velocidad del automóvil que nos lleva, del viento que entra por la ventanilla, del ruido ambiente, de la
amortiguación del sonido en las cosas que no resuenan bajo el encanto de las palabras o acaso más
simplemente, por el triste devenir del tiempo que todo lo borra.
Quien se queja, se acongoja, promete o sueña -dice entonces mi acompañante- corre el riesgo de perder
su turno. Yo le miro esos melodiosos ojos claros que ella tiene, le veo la sonrisa siempre sugerida en
ese rostro armónico y en seguida vuelvo a mirar el semáforo, los peatones que cruzan, el edificio que
se alza inerme en la misma esquina y una boca de tormenta donde una vez, en mil novecientos sesenta
y ocho vi rodar un caballo de la montada policía de los días de Onganía, Borda y Cantini a causa de
que unos que corrían huyendo, recuerdo, algo habían hecho. Después vuelvo a escucharla.
Vos sabés, sigue diciendo, que mi vida no es sencilla, que hay que saber retirarse a tiempo, que hay que
saber seguir a tiempo y estar a tiempo con la vida. Eso -aclara- es la más importante de los principios
del Tai Chi.
Yo ya no la miro, maniobro con la palanca de cambios, pienso en la congruencia de género y número,
recuerdo mi aterrorizada mirada de niño frente a los caballos que seguían al trote, al galope o al paso,
rodando encima del primero que había caído, recuerdo los gritos de quienes se alejaban hostigando a la
policía y pienso en otros que, desde la ventana del edificio miraban, en unos que miraban y arrojaban
cosas, y en un tercero más dispar que invitaba a los que eran corridos por la policía a pasar al edificio
que está a mitad de cuadra, acaso para guarecerlos, quizás para entregarlos.
Yo ya tengo -me dice azuzando mi curiosidad matemático/algébrica ahora- casi cuarenta años y tres
hijos que criar de modo que -agrega- si no aprovecho esta ocasión, si dejo pasar esta oportunidad, si
desaprovecho este bonus track de la vida -enfatiza- quién sabe qué más podré esperar.
Yo la oigo quejarse del mundo, hablar de lo injusta que es la vida, la oigo alimentar con ilusiones o con
deseos ese brillo que a pesar de todo guardan aún sus ojos y pienso sin embargo que a medida que ella
habla hay algo más que lo que ella dice; hay como una materia espesa que se va cristalizando entre
nosotros y sobre la cual se edificarían todas las cosas. Ya no recuerdo la primera vez que la viera, en
los días de la escuela secundaria, no recuerdo qué cara tenía cuando la veía sentada en el ómnibus a
los, digamos, a los quince años, a los dieciséis, a los veinte. Ya no recuerdo las veces que la crucé a los
veinticinco, a los treinta. Sin embargo, mientras doblo el volante también recuerdo una tardecita en
Corrientes entre Córdoba y Santa Fe; recuerdo a los estudiantes entrando y después, con las bandejas,
saliendo del comedor universitario que estaba donde ahora está la escuela de arte. Recuerdo no la letra
pero sí la cadencia de sus gritos, coplas, cánticos, consignas. Recuerdo también la tensión en la mano
de mi padre, gobernante o tutor, la sonrisa irónica de algunos y recuerdo que en medio de esta
manifestación, cuando los estudiantes con bandeja y plato ya habían cortado el tránsito y se habían
sentado sobre el pavimento de la avenida Corrientes, mientras giraba sobre la vereda un cartel curvo,
curioso y articulado sobre un eje, que decía "Jabón Cañadenzo", alguien acertó a pasar con una cajita
negra en la mano por la vereda de enfrente del comedor y los manifestantes, que lo conocían,
arrancaron con insultos para con el tipo ese, y le tiraron quien sabe unos panes, adoquines, monedas o
algún otro proyectil contundente. Y ese no es mi único recuerdo, recuerdo haber estado en una esquina
caminando por la calle Córdoba y ver un grupo que se juntaba de golpe a los saltos, cantando, tirando
volantes, petardos, gritos. Recuerdo también haber visto muchas veces, algo entredormido, una
autobomba lustrosa en la esquina de La Favorita los Domingos por la noche y unos policías con casco
parados ahí cerca. Es curioso: todo eso me parecen juegos infantiles, recuerdos dulces de una época
tranquila y suave, recuerdos entrañables que se enzarzan con las caricias de mis mayores.
Esto último se lo digo: le digo tal cual, "todo eso me parecen juegos infantiles, recuerdos dulces,
etcétera etcétera" y mientras digo esto me asomará a mí una mirada oscura en razón de que voy
diciendo lo de los recuerdos dulces mientras pienso en la amarga noche que vino después.
Ella cree que entiende qué digo y me sonríe complaciente. Me sonríe hoy y acaso para siempre de una
sonrisa dulce aunque equívoca que compensa, al menos por esta semana, los últimos cuarenta años de
desencuentros.-
LA MUJER DE TU VIDA

Me tiene -dice- harto con sus historias, su melancolía, su cambiante humor, su imposible negación de
lo que pasa y su perfume barato.
Yo escucho esta narración sobre la que hasta hace unos días atrás era la mujer de su vida y pienso en la
lluvia, en el sol, y en los cambios globales del clima que, según me informan, va cada vez peor.
Resulta que ahora -dice con un gesto amargo- ha decidido que no va a verme más porque ella cree
-agrega- que esto es inconducente, que yo ya -aclara- no voy a cambiar más y entonces ella no piensa
hacer más esfuerzos porque lo único que dice que hace al final -concluye- es sufrir, y además -agrega-
se olvida.
Yo miro a través de la ventana esos nubarrones que del sol dejan pasar apenas unos rayos débiles y
penetrantes en razón, supongo, del deterioro de la capa de ozono y escucho como el tipo suspira,
menea la cabeza y mira por sobre mi hombro izquierdo antes de seguir hablando.
Cuando sigue hablando ya empieza a gesticular con las manos mientras dice y entonces dice que
parece que ella se olvidara de todo lo que han hecho juntos, que no recordara todo lo que él le ha dado,
lo que en esos días felices a él le ha costado gran esfuerzo, lo que ella ha dicho y él ha visto que ella ha
crecido a su lado, los momentos gratos que han compartido, lo que construyeron juntos, el patrimonio
que tienen ambos en razón del contrato matrimonial, los hijos venidos y por venir, los viajes, los
momentos de consuelo cuando las cosas eran difíciles y dolorosas, los ratos gratos, los malos
momentos, las buenas peleas, las reconciliaciones y además habla de lo torpe que es ella, la torpeza de
ella cuando, por ejemplo, se niega a hablarle, le da unos justificativos pobres y escasos, cuando ella
mira, suspira, calla, piensa o vuelve a mirar sin saber qué respuesta dar.
Yo, sin embargo, no puedo dejar de pensar en las consecuencias del cambio global, en la inundación
cada vez más recurrente de las zonas costeras donde ya habita el 45% de la población de la tierra y
hacia donde aún en estos días la gente sigue emigrando. Pienso en un interludio suave y abrigado en
esos días de Abril, Mayo o Noviembre en que la lluvia, como los viejos cumpleaños de Daniel
Scheimberg, empieza un día al atardecer y pasada ya una entera semana aún permanecen, continúan y
persisten.
Él insiste en que ya no puede hacer más nada, porque si ella se niega, se rehusa, rechaza, le impide, lo
esquiva, le niega, no trata, no pone voluntad, estorba y objeta todo lo que se le propone, él tampoco
tiene tanta pasión, entusiasmo, tolerancia y fluído de la vida como para andar persiguièndola a diario
en un mundo estrecho como éste en el que la vida y la muerte se compran, se venden o se alquilan por
un cánon menos que razonable.
Yo no puedo menos que pensar con melancolía en los tiempos de aquellas fotos que guardo como
recuerdo en una cajita negra, cuando el aire era gratis, en los días en que una isla pequeña en el mar era
mucho más un paraíso que una amenaza potencial para sus habitantes y recuerdo, sin embargo, con
una sonrisa leve el día en que este tipo que ahora habla pasó para esquivar la lluvia: ella dijo ese día,
después de que se hubiera ido, que el tipo sobre todas las cosas que podría parecerle le había parecido
soberbio y después se fué sin explicar a qué era que se refería y esto que hoy es un problema entonces
fue una especie de refrescante lluvia en medio del verano ardiente y sin embargo lo escucho, le
escucho las quejas y qué queda de esa lluvia refrescante: ¿la inundación?
UN RETRATO

De dónde me llega esta foto distante gris, sepia, virada al azul, con un halo de luz en el centro donde se
ven dos personas mayores, una señora con rodete, un niño vestidito de marinero al igual que la niña
que sentada luce no trenzas sino bucles y parece estar adelante de algo similar a un biombo. De dónde
me viene la foto de este tipo que luce un traje, corbata, una mano en el bolsillo y la pierna izquierda,
lejos del observador, levemente flexionada al lado de una pequeña cajita negra. Por qué han puesto un
niño de unos ocho años vestido con un traje oscuro encima de una tarima a tomarle con la mano
izquierda el hombro a la señora del rodete que tal vez sea su madre. Y el niño que está sentado en el
piso con su pierna izquierda flexionada, ¿habrá reparado en el otro niño de unos doce años que está
parado a la izquierda de la niña del traje marinero? ¿habrá visto como yo que el que está de pie detrás
de él lleva los mismos ojos que a diario veo en el espejo? ¿Habrá pensado alguna vez ese hombre rubio
que sentado y algo de perfil aparece en el centro de la foto luciendo unos bigotes claros, ibamos a
mirar la foto tanto tiempo después? ¿El día que tomaron esta fotografía llovió?
Estas y otras preguntas me vienen a la memoria mientras miro este retrato de mi abuelo con sus padres
y algunos de sus hermanos. No es notorio, pero una sensibilidad suave alcanza para ver a pesar de lo
quieto de la escena, del gesto adusto de sus rostros, contra toda previsión, en lo estático de esta vieja
fotografía, es fácil ver,decía, el leve temblor de la falsificación.
Ni el recargado y chinesco biombo del estudio ni sus pulcros peinados ni la atinada posición de las
manos que no se ven, ni los artificiosos vestidos alcanzan para ocultar la condición de campesinos de
los protagonistas.
A poco de mirar el retrato se ven unas molduras que le dan al retrato un aire imperial y fácilmente
legible en Europa. Las molduras, sin embargo, a juzgar por el color y la textura, terminan siendo no
más que un trompe l´oeil, una ilusión figurada sobre cartón pintado para esta ocasión y acaso también
para otras. Sabemos de qué estamos hablando: se trata de un retrato de familia, de un momento de
esplendor, del logro del bisabuelo, del éxito del país, de la generosidad liberal, del granero del mundo,
del país que hubo antes del gran golpe del general que tú quieras. Lejos de inaugurar la saga de la
prosperidad es, aunque los personajes no lo sepan en ese día, sólo el instante de apogeo de esta dinastía
de campesinos sin tierra que huyen de varias guerras en una diáspora que tanto incluye este granero del
mundo como los Estados Unidos, la Francia a la vez cercana y distante del Piemonte y acaso a otras
regiones del planeta. Alguna vez la familia produjo vino en las afueras de Torino para los nobles; en
los días de la foto crían ganado en la inmensidad de la pampa y cultivan un poco apenas de trigo.
Después ya no habrá mucho para hacer aquí salvo ver pasar las luces despampanantes de los Mercedes
camino al Shopping.
Así me siento yo, mientras miro este viejo retrato de mi abuelo niño con sus hermanos: algo se ha
perdido. Qué cosa oscura, antigua y desconocida es la que me lleva a mirar con melancolía los ojos de
estos difuntos mirando el invisible horizonte que les señalara hace casi un siglo el fotógrafo a quién no
sé porqué razón también imagino italiano. Qué trunca historia hay en el grano de la foto, en los
colores, en esa lluvia que sobreviene al mirarlos a todos tan familiares, tan distantes, tan antiguos, tan
ilegibles.
Estas y otras preguntas me distraen de la contemplación del vivo retrato de unos que sin dejar de ser
extraños,inexplicables, difuntos, lejanos y desdibujados llevan, sin embargo y a pesar de todo, algo de

ES POSIBLE

¿Es que es posible -dice en tono de pregunta mientras hace girar en sus manos una pequeña cajita
negra- vivir de la literatura medianamente bien, sin trabajar además, en un banco, en una compañía de
seguros, sin ejercer la docencia, la venta de libros, la investigación y el desarrollo, la dirección de
empresas, la venta callejera de libros,la remisería, el cuidado de coches, la apertura de puertas de
taxis, el cirujeo o cualquier otra de esas nobles y prósperas ocupaciones profesionales que el milenio
nos ofrece?
¿Es que es posible -insiste- vivir de escritor profesional tanto en verano como en invierno, mientras
hay sol y los días de lluvia, en la sierra y en el mar, varones y mujeres?
¿O será simplemente que vivir de la literatura es sólo para pensarlo, para soñar, para los días de
juventud y ocio, para cuando uno no tiene otra cosa que pensar? sigue preguntando al aire.
Yo escucho estas y otras preguntas similares en el aire enrarecido mientras miro por encima de su
hombro izquierdo el enorme horizonte del parque, la salvaje y ridícula vegetación de la isla, el río y
finalmente, acaso algo aliviado, el borde del río y la ciudad. mientras camino con un paso
forzadamente presuroso.
Yo creo -insiste- que en algún punto debería ser posible dedicarse de exclusivo a escribir, al arte de
escribir, a la acción y efecto de escribir, a levantarse por las mañanas a escribir, a escribir hasta el
mediodía, a seguir escribiendo al cabo de descansar a la siesta y a pasar los ratos libres pensando en
escribir: escribir y escribir y no preocuparse tanto por el banco, por los vencimientos, por los...
Para eso -lo interrumpo- hay un montón de sociedades filantrópicas que dan becas, dan subsidios, dan
estipendios, dan subvenciones, dan sostén, asistencia, socorro, ayuda y donaciones a los escritores
potencialmente talentosos que se comprometan a escribir.
Eso -me dice algo jadeante mientras un hilo de transpiración cae sobre su frente- es lo que yo pensaba
a principios de año y entonces me puse -agrega- a buscar una beca. un subsidio, una ayuda, un sostén,
una donación para poder escribir y escribir todo el día.
Entonces calla y mira al frente. Yo miro cómo una Srta. que camina por delante nuestro mueve
suavemente unos hombros pecosos sobre los cuales se recorta el paisaje del parque y pienso por un
instante en el pobre O. Wilde sobrellevando su condena, mantenido por el estado en la cárcel y encima
escribiendo cosas de Oscar Wilde.
Por eso -retoma sorpresivamente mi acompañante- es que me decidí a presentarme al concurso: fui,
pregunté, me llevé unos formularios después de haber trasegado seis pisos por la escalera, ya que esos
ascensores, diseñados en los años sesenta, inaugurados en los tempranos setenta, usurpados durante la
oscura noche del proceso, maltratados en los ochenta y sobreviviendo al ajuste en los noventa, no son
el mejor medio de transporte para ir para arriba.
Me llevé los formularios -agrega- y después encima fui y los llené, estuve además una entera semana
elaborando un plan de trabajo que consistía, si mal no recuerdo, en escribir, escribir y escribir, y por
eso puse que lo que yo quería era escribir; puse un artículo llamado fundamentación donde decía que
escribir, como el crimen, no paga; puse otro artículo llamado Objetivos, donde decía que quería
aprovechar el estipendio de la beca para escribir con alguna soltura. Anoté, por ejemplo -recita-:
"escribir con templanza unos relatos vinculados con lo que el autor recuerda de sus años de juventud
que eran aquellos en que la gente, sorprendida en su buena fe por toda clase de timadores, se
arrojaba a la acción sin medir causas ni consecuencias esperando para el futuro (que es ahora) un
tiempo de bonanza, templanza y justicia. Sobre esa clase de cosas que la gente hacía y pensaba en el
pasado pensando en estos días (de haberlo sabido...) es que el postulante desea escribir y cree que
encontrará sosiego escribiendo esa clase de cosas en el marco de la beca."
Yo lo escucho recitar esa jerigonza que este tipo le mandó a un comité de la Secretaría de Cultura de la
Provincia y pienso que en el mundo los aciertos son cada vez más difíciles, pienso en lo remoto que es
para un Jet estratosférico embestir a un oficinista que sale de trabajar, en la remota y no menos terrible
posibilidad de que un aerolito caiga en los jardines del Museo Histórico Provincial del Parque
Independencia terminando para siempre con la civilización humana; en la difícil y siniestra perspectiva
de que los restos de la estación espacial MIR impacten contra el brillante edificio del hospital CEMA
y recuerdo una vez más los movimientos gráciles de la muchacha que iba adelante nuestro.
Debe -dice que anotó en su carta al comité- el comité considerar que a pesar de los enormes esfuerzos
que el postulante ha realizado en su carrera como escritor, al status de escritor profesional...
Empezando de esa manera - le agrego- es difícil que nunca lo alcances y tanto menos el status de
escritor provincial. Después callo y redoblo la marcha: finalmente veo a la rubita de antes acercarse y
creo que tengo algo para proponerle.-
UN MILAGRO

Un día había ido yo a un casamiento y conocí a una chica que me gustó mucho. Esta señorita tenía
los cabellos largos, lacios y rojos y después que hubo entrado a la iglesia yo me senté a su lado. Me
había llamado la atención que viniera sola y como era el casamiento de un primo lejano yo también
estaba casi solo a pesar de conocer alguna gente por el aire familiar que me presentaban sus rostros.

Hasta entonces, para ser riguroso, yo no la conocía, apenas la había visto llegar a la iglesia con paso
presuroso vestida muy elegantemente de negro llevando una pequeña cajita negra a modo de cartera y
sus sospechosas caderas me habían inspirado tal deseo de morderle los hombros que me vi obligado a
interrumpir mi conversación con una tía lejana apenas ella entró en mi campo visual.
El casamiento: pomposo, con misa de esponsales, con coro, con una especie de conjunto de cámara
que más hubiera valido que no suene. El verdadero problema: cómo intentar un acercamiento a la
señorita de cabellos largos, lacios y rojos; cómo transmitirle esta difícil pasión, este deseo casi
incontenible de morderle los hombros pecosos, de pasarle la lengua por los brazos tapizados de una
piel ácida y algo áspera, cómo construir con la iglesia, la familia grande, la estrepitosa monotonía de
esa especie de conjunto de cámara, el violín desacertado y la impúdica distracción frente a la tía, un
conjunto, una situación, un contexto agradable para sugerir a la señorita de cabellos largos, lacios y
rojos la interesante propuesta de ser mordida en los hombros, de ser acariciada larga, lenta,
despaciosamente toda la tarde, toda la noche.

Mirad los lirios del campo que no hilan ni tejen, dijo el que leía los Evangelios; mirad las aves del
cielo que no siembran ni trillan, dijo. La providencia, la contingencia, la campanilla sonada con escaso
arte por el monaguillo: en mi niñez los monaguillo no pasábamos de dos por misa y si pasábamos los
dos era a causa de un error. La larga serie de las misas contaría al final dos monaguillos por misa, en
toda mi vida de monaguillo sólo vi dos, uno o tres, salvo un Domingo luctuoso de Octubre en que nos
encontramos cuatro monaguillos desubicados que fuimos sometidos al enojo denso del padre
Darritchon quien no supo entender cómo cuatro a la vez habíamos equivocado el horario dejando a los
fieles sin patena, a la consagración sin campanilla, casi a Cristo sin clavos. Imaginé la pena, en Roma,
del Santo Padre, el derrumbe de occidente frente a los comunistas destinados según una vieja profecía
a convertir la economía de mercado. Otros tiempos.

Confieso haber pecado, no por acción ni por omisión, no por malos pensamientos, confieso haber
pretendido sobornar a Cristo con la limosna, confieso haber entregado una suma disparatada para
conseguir una gracia, confieso que antes que por llamar la atención de la colorada, todo el dinero que
pasé por sus narices y entregué durante la colecta como limosna lo día para que Pedro, piedra sobre la
cual se edificó la Iglesia, para que los Santos Apóstoles, el Papa, los obispos, nuestros obispo
Guillermo, mi tía Rosita o cualquiera de los que pudieran estar en esta hermosa ceremonia, incluído el
que tocaba el violín con tantas intenciones me dijera de qué forma, con qué obscura trama, de qué
manera podía hacer entender yo a la pequeña colorada vestida de negro mis intenciones tiernas de
morder sus hombros ásperos, de pasar mi lengua sobre su piel ácida, de oler en todos los rincones de
su bien formado cuerpo el olor suave de su traspiración, secar su sudor con otros humores, terminar
perfumado por el olor salvaje que exhala el amor, amarla cómo y con qué pasión, sentir que el tiempo
se ha detenido por fin, que ahora si quieren que venga la guerra nuclear, que venga, tal como decía
antes la coloradita en voz baja, Cristo a juzgar a vivos y muertos sentado a la diestra del Padre y que
vengan también los lirios a hilar y el del violín que no sólo se ensañe con Schubert, que toque también
un tango, el himno nacional, la marcha "a las Malvinas", una canción de cuna: de qué valen las
desdichas del mundo con este vientre claro y profundo, con esos vellos pelirrojos, con esa piel tapizada
de lunares, con el sabor ácido y grato de las aves del cielo que no siembran ni trillan.

Pero cómo y de qué manera: yo que soñé ser otro, ser agnóstico, yo que no piso una iglesia desde
hace veinticuatro años, yo que ni en las peores antesalas de la muerte me he acordado del dios padre,
yo que fumé mariguana, yo -decía- yo recé, yo supliqué, yo pedí de rodillas al Espíritu Santo que
aclarara mi mente, yo le pedí a la Madona doliente y sublime, a los profetas, a todos los santos, a
nuestra bisabuela que era buena y ya estará en el cielo, a Santa Cecilia que es la patrona de los músicos
( y yo toco la guitarra), a los santos Eufrasida y Canélido que de pequeño despertaban mi curiosidad no
por haber sido martirizados e inmolados por haberse negado a abjurar de la fe sino por sus nombres
extraños, a todos los ángeles, a los querubes, a los arcángeles, pedí, imploré, supliqué, impetré de
rodillas que me dijeran cómo y de qué manera podría sugerir tan sublime sentimiento a esa señorita
pelirroja que a escasa distancia de mi parecía suplicar, implorar, rogar con esa voz suave y espesa que
le mordiera los hombros, que le acariciara hasta el paroxismo el polvo el cuerpo en que nos
convertiremos y con todo eso el violín y una soprano "Gratia plena" , cantaba.
Gracia plena si la tuviera entre mis brazos, si la pudiera abrazar suavemente y con algunos dedos ir
introduciéndome en esos intersticios que deja la ropa, si le apoyase mi boca sobre los hombros ¿Es
forma de ir vestida a la iglesia? Gracia plena, gracia plena señor Rama, Hare, no ser un elegido del
pueblo de Israel, no haber seguido al Profeta, el profeta de las coloradas infieles que necesitan de un
creyente para redimirse y ahí, detrás de ella con una sonrisa similar a la de Gardel, con el niño en un
brazo y en el extremo del otro, en la mano, con los dos dedos como un saludo haciendo el gesto de
señalarla sutilmente, San Cayetano esbozando una sonrisa, apuntando a la colorada, diciéndome
seguramente que no afloje, que trabajo dan todas las cosas de este mundo y más allá San Francisco
mirando al cielo por no tentarse con mujer ajena.

"Daos". Daos dijo el cura en un momento en que mis súplicas arreciaban, en el preciso instante en
que pensé que a pesar de los gestos de San Cayetano aflojaba, cambiaba mi contemplación de esta
sagrada por la nuca de mi tía Nelkis, unos bancos más adelante, cuando ya la empezaba a sacar a
perpetuidad de mis intenciones, cuando ya el ánimo me flaqueaba, cuando empezaba a olvidar mi
deseo intenso de morderle los hombros, de palpar la suave rugosidad de sus piernas, cuando un pudor
innecesario se apoderaba de mi espíritu; daos dijo el reverendo padre, el obispo, el cardenal, el
mismísimo Cristo que hablaba atendiendo a mis súplicas: "Daos fraternalmente la paz".

Nunca antes nadie que yo recuerde, ninguna mujer de las tantas mujeres deliciosas que he conocido
en la vida me abrazó con tanta ternura, con tanta pasión, me besó los labios con tan incontenido
ímpetu. Nunca nadie antes que ella había vivido conmigo un milagro.-
KENT

Algunos eventos, valga recordarlo, señalan inflexiones en la historia de la humanidad, marcan un


cambio, constituyen un señal en las relaciones entre los hombres, terminan siendo una indicación para
las generaciones venideras. inscriben en la memoria de los mortales una historia que irá de a poco
modelando todas las demás historias.
Kent, por ejemplo, fue para muchos, y acaso a pesar suyo, un ejemplo. Su contracción al trabajo, su
participación brillante y humilde en la lucha por una sociedad más justa, sus nobles sentimientos para
con su amada, y hasta su apocada y austera forma de vestirse señalaron una época y un modelo ético
para la humanidad. En un mundo revuelto en indecentes controversias y guerras era una voz de aliento
la presencia de Kent en su apocada lucha por la justicia, vistiendo un austero traje oscuro y anteojos,
siempre a tiempo.
Olsen, por el contrario, con sus excéntricos trajes a cuadros, su exótico y llamativo reloj que solía
guardar en una cajita negra, ese sombrero ladeado que utilizaba y su llamativa curiosidad por las
instancias célebres, viene a representar, para los mismos muchos, el perfil más oscuro de su profesión.
Sus falsas galanterías para con las chicas, su gusto por el riesgo gratuito, su inefable vocación para
entremezclarse en toda acción que le permitiera acceder a la fatuidad de la exhibición pública son, a la
larga, las vanas actitudes que a pesar del tiempo, siguen vigentes.
En efecto, al recordar a Kent cabe compararlo con otros nobles personajes, entre los que no es el
menor Santos Vega, el Payador Solitario ni el más rosarino Lindor Covas, el Cimarrón.
A Olsen, en cambio, es más fácil ubicarlo en la serie donde figuran el lazarillo de Tormes, el viejo
vizcacha o incluso el contador Fendrich y otros memorables personajes santafecinos.
Sin embargo a la hora de recordar es Kent quien más ha conmovido los espíritus, quien ha llevado a
multitudes a soñar con la noble profesión del periodismo. No es el fatuo Olsen, con sus públicas
apariciones de opereta sobre la resolución de un conmovedor caso el que llama la simpatía del lector y
despierta tempranas vocaciones periodísticas. No es el vanidoso Jimmy Olsen el que alerta a la
sociedad de las trapisondas de los malvados y está siempre presente para resolver en los momentos
críticos: en el mejor de los casos el pelirrojo reportero sólo alcanza a oficiar de alcahuete de Supermán
quien en un gesto de nobleza le ha provisto de ese aparato con apariencia de reloj que sirve para
llamarlo a tiempo y tiene Olsen, como ciertos criollos, la viveza suficiente como para aparecer frente al
público a la hora de la gloria.
Kent, por el contrario, escribe en los márgenes, no participa de los festejos salvo fuerza mayor, viste
con sencillez, toma notas en silencio e insiste en esa personalidad colorida, investigando los malvados
designios de los enemigos del pueblo.
Aún desvinculando a Kent de su alter ego Supermán, considerando únicamente su breve tozudez, su
afán de justicia, su presencia abominable para los agentes del mal, sus notas publicadas a tiempo con
humildad y decencia, aún considerando únicamente al mortal Clark Kent en su existencia terrenal y
efímera, buscando los interludios del mundo para facilitar la entrada del superhéroe, en su actitud
tímida, entrañable y distinguida para con Lois Lane, su amada, sigue siendo el perfil más atractivo de
toda la saga la vida tranquila y respetable de Clark Kent.
Es por eso que no llama la atención en estos días previos al fin del siglo la lamentable muerte de
Clark Kent a quien, a diferencia de Supermán, no lo asiste una posibilidad de resurrección en razón de
su contextura humana y terrenal. Tampoco resulta curioso que Lois Lane, a quien Kent ha dedicado su
vida en este mundo, termine sus días yendo junto con el apocado Clark Kent a descansar en la paz
cósmica mientras Olsen, un timador, un aprovechado, un personaje que no tendría lugar en la memoria
si no fuera por la tenaz bonhomía de Clark Kent y su alter ego, Superman, probablemente se encuentre
con un horizonte lleno de novedades, elogios y en una de esas hasta ascensos.
En efecto, es un día de duelo para la humanidad. No sólo por Clark Kent y su amada Luisa Lane,
sino por todo lo que con Kent se ha muerto, la discreción, la compostura, el periodismo honesto y las
vanas ilusiones de hacer de éste un mundo mejor, por puro gusto.-
LA CAJITA

Primero fui y dije: este tipo tiene algo raro, porque lo vi caminar para la esquina, volver, darse vuelta y
volver a caminar hacia la esquina. Lo vi cruzar, mirar hacia los dos lados mientras cruzaba, detenerse
un instante ante el cordón de la vereda mientras miraba las vidrieras de enfrente y entonces vi que
caminaba otra vez hacia la esquina, daba la vuelta y de inmediato volvía a aparecer caminando en el
otro sentido. Esto habrá sido tres veces. La cuarta vez fue que vi que llevaba en la mano una cajita. La
cajita era pequeña, negra y forrada en raso o terciopelo y brillaba al sol en la vereda de enfrente.
Vi que no dejaba de dar vueltas pero no alcancé a ver en su rostro la expresión demudada, no vi las
arrugas que provocaban en el rostro la contracción de los músculos ni sus ojos pequeñitos cuando el
sol le pegaba de lleno sobre la cara.
Tampoco vi que entrara en ninguno de los negocios de enfrente, no vi cuando los demás comerciantes
abrieron sus respectivos negocios, no vi cuando levantaron las persianas ni sentí el áspero ruido
metálico que hicieron al abrir las persianas. No escuché el chillido de las puertas, la vibración de los
vidrios ni el leve y amortiguado golpe de las puertas al cerrarse, no sentí el movimiento de los vecinos
ni la afluencia de público en toda la cuadra. Sin embargo creo que el tipo debe haber entrado en
alguno de los otros locales, porque al mirar por la vidriera vi toda la vereda de enfrente vacía e
inmediatamente lo vi a él cruzando la calle, apareciendo detrás de un colectivo, todo de golpe,
súbitamente, en un solo instante. Tenía, entre las manos, con los brazos flexionados, a la altura del
ombligo más o menos, brillando al sol, tan estable que parecía tener alguna articulación respecto a su
cuerpo, la cajita, negra, forrada en raso o en terciopelo, brillante.
Ahí fue cuando entró. Yo me demoré, di una vuelta, arreglé unas cosas sueltas que había sobre el
mostrador, en la punta, al fondo del negocio. Miré después, sobre la escalera, a través del hueco que
atraviesa la escalera, en la penumbra, el almanaque que trajo Oscar, porque tiene un retrato de una
chica desnuda y a mí me gusta mirarle los pechos, y en esto habré demorado un buen tiempo y en ese
tiempo él miró a través de la vidriera supongo que los autos, miró las cosas que tenemos en la vidriera
y yo pensé que tenemos que arreglar la vidriera, porque todas las cosas que están en la vidriera son
viejas, están bastante arruinadas, y se nota que son viejas porque cuando les da el sol las cosas
metálicas no brillan y eso es señal de que ya están viejas y además el sol las vuelve más viejas: les
quita, a fuerza de hacerlas brillar, el brillo. Pero cuando me giré hacia el tipo no le sonreí de
inmediato, no lo saludé, no le interrogué qué cosa quería, no le miré el rostro demudado y brillante a
causa de la transpiración ni me demore en la cajita cerrada que el tipo sostenía sobre la panza. El tipo
sin embargo miró esbozando una sonrisa, hizo un gesto interrumpido de levantar con los dos brazos
aún flexionados la cajita brillante forrada en raso o en terciopelo, me miró a los ojos casi sonriente, y
dijo enseguida que lo que quería era abrir la cajita, porque había algo valioso dentro de la cajita que él
no quería perder y ahora que ya es de noche yo me pregunto si el tipo dijo todo esto mirándome a los
ojos o se distrajo en una mirada a las cosas que estaban detrás y encima mío, en los anaqueles que
tenemos tras el mostrador, porque a mí me parece, y esto se lo digo siempre yo a Oscar, que esas cosas
que tenemos ahí no llaman la atención, y que quedan feas, que queda feo ese anaquel de madera toda
encorvada, esos palos de madera arqueados, los papeles que indican el contenido que alguna vez
tuvieron los anaqueles ya están todos amarillos y además están anotados con lápiz en la superficie de
esas maderas los teléfonos de los proveedores que hemos ido teniendo, incluso hay teléfonos de
clientes que fueron de mi padre, o de mi abuelo, hay algunas cosas anotadas que ya están ilegibles,
porque la madera se ha ido poniendo más oscura por encima de las anotaciones, o acaso hasta la hayan
pintado encima de lo escrito, y eso desde el mostrador se ve, se nota una especie de sombra sobre la
madera de los anaqueles, y además se ven algunas formas metálicas que asoman entre los anaqueles y
yo le digo a Oscar que deberíamos hacer algo con eso, porque el público viene igual, como dice él,
pero no es lo mismo tener un anaquel agradable a la vista que ese mueble que nosotros tenemos todo
arqueado que parece salido de un dibujito animado, pero, qué se va a hacer, Oscar no quiere, y el tipo
lo que quería es que le abriera la cajita sin deteriorarla, porque entonces yo esperé a que el tipo me
alcanzara la cajita y quería ver si estaba forrada en raso o en terciopelo, pero al verla de cerca me di
cuenta que lo que tenía era que estaba pintada de negro, de un esmalte negro brillante, y por eso, al sol,
brillaba como si fuera raso o terciopelo.El tipo dijo que lo de adentro de la cajita era valioso, y parecía
que iba a decir qué había en la cajita, pero yo le pregunté enseguida si había ido antes al negocio de
enfrente a que le abrieran la cajita, pero se ve que al tipo no le gustó, porque no terminó de alcanzarme
la cajita, encogió los brazos, me dijo que no, que mejor no la abría nada y yo vi como transpiraba,
cómo tenía los ojos grandes, cómo daba media vuelta tropezando hasta casi caerse con ese enchufe que
hay en el piso y que siempre le digo a Oscar que lo saquemos porque un día va a haber un accidente,
cómo abría la puerta con torpeza y se alejaba caminando rápido, con la cajita en las manos sobre la
panza, cerrada.-
VINDICACION DEL GRILLO

"Roig,¿Tenés novia vos?


No hay plata para una novia, jefe"
Raúl E. Acosta, "Sexo y peronismo"

Grillo Roig entró por la puerta de la ochava, exagerando el gesto de asomarse, sonriendo. Llevaba
unos libros bajo el brazo, una cajita negra, una echarpe a cuadros, una mirada también sonriente y
serias intenciones de interrumpir la tertulia. Yo no esperaba el abrazo fraternal, la sonrisa, la frase
estirada, las preguntas usuales, las miradas desparejas a mis contertulios; yo no esperaba que Roig
dejara su carga en la primera silla, que se quitara ese ridículo abrigo de cuero, que desenroscara de su
cuello la echarpe, que saludara con amabilidad a quienes le fueran presentados; no esperaba que
llamara al camarero, le pidiera dos ginebras, insistiera en sus preguntas con una sonrisa plena: apenas
esperaba que la colorada, aún a mi diestra, no se detuviera en intenciones, no mirara el reloj, no
anunciara que se iba, no saludara displicentemente ni prometiera volver a vernos otro día.

Pero todos los días hay sorpresas y aquí estamos ahora, cenando, los tres -la colorada no ha venido-,
comentando ambos chismes sobre sus vecinos porque Grillo Roig vive en un condominio donde
también viven algunos escritores casi célebres, o al menos festejados o simplemente populares
(¿conocidos?).

Grillo Roig aprovecha de mi voracidad, me entretiene pidiendo platos que a mí me tientan, llena mi
copa de vino y mientras va escanciando vuelca también una larga retahila de frases de Chandler, o
frases que terminan sonando a Chandler o acaso sea que habla de su recuerdo de Chandler (Raymond
Chandler, el de Philip Marlowe). Roig habla. En un momento de su discurso, agitando el montón de
papeles amarillentos escrito en tinta roja que yo reconozco míos y que fueron escritos en una
oportunidad en que mi Olivetti ya no tenía tinta negra pero sí roja. Dice Grillo Roig, que se trata de un
libro mío, que a este libro mío yo se lo he dado hace unos años para que lo leyera. No dice si lo ha
leído. Agrega que tiene una copia completa y que tratará de ver si consigue quien lo publique. No dice
más nada sobre el libro, salvo que lo guarde, que al fin ha vuelto a mis manos al cabo de tanto tiempo.
Que el libro se llama "Marlowe, poemas de aventuras" y a mí me cuesta al cabo de estos años
reconocer los textos escritos por alguno de los que también yo he sido.

Pero Roig es implacable. No da plazos para leer el libro, para reconocer en él los giros que
hubiéramos usado para liar sentimentalmente a la colorada, no deja Roig ver en el reverso de los
poemas unas gráficas geométricas ni leer los sistemas de ecuaciones que adornan estos papeles que él
dice que son el libro mío. Roig paga en una maniobra veloz la cena, ofrece a la niña que acompaña su
abrigo y empieza a decir que la noche es larga, que quedan aún unas cuantas cosas para hacer apenas
terminada la tercera botella y enfila a la niña hacia la puerta mientras alega que se lo tiene merecido,
que si hasta tiene un personaje llamado Layo no puede pretender, a esta altura, otra cosas. Dice,
suavemente, que es una verdadera pena porque el maestro se merecía críticas más interesantes, pero
finalmente es en razón de ese personaje que le hacen tales cosas.

Yo no podría precisar dónde o cuándo es que Roig nos ha metido en el taxi, cuál es la dirección que
le ha dado al chófer, cómo se despidió de lo colorada en el café, con cuáles billetes paga el viaje, cómo
se encamina en la madrugada con pasos precisos hasta la puesta, en qué exacto momento nos
acodamos los tres en la barra; Roig insiste en que publica cualquier cosa, pero que hay que reconocerle
cierta maestría en emular escritores de moda. Hace citas, señala párrafos largos y completos que yo
sospecho inventados en el momento y enseguida reconozco su voz cuando le habla al único personaje
que fuera de nosotros tres hay, como un resto, en el boliche.
La nena, -le dice Roig-, va a tomar un Gancia, nosotros un vino blanco y el maestro -insiste-, va a
tocar el piano así que por favor, -continúa- vaya apagando esa música.

Que toque Misty de Erroll Gardner, me pide. La nena se sienta con él casi en sus rodillas, ambos
sobre una banqueta, en la barra; tras ellos el sobreviviente (¿el patrón?) y al piano, unos metros más
allá, yo, que me he quitado el sobretodo y toco Misty para poder pensar en la colorada que se ha ido,
acaso para siempre.
Insisto. Hago variaciones en tonos menores. En tonos mayores paseo con mis dedos y lo que queda
de mi habilidad para tocar sobre el piano.
Hace tiempo que el Mi no suena en este piano. Después me piden un vals. Bailan. La vida, a veces,
también es bella.-
SIN EL PUERRO NI EL JENGIBRE

'Mar verde', dice, y se aleja el tipo que nos ha pedido unas monedas: 'es para vino' ha dicho antes.
Mientras tanto mi fiel amigo Pardal va contando que lo primero, lo más interesante, el verdadero
secreto está en empezar con la plancha vacía, seca y caliente y vertir en ella unos gramos de pimienta y
algo de sal para que, mientras se tuesta, con un utensillo elegante, una cuchara, por ejemplo, ir
pulverizándolo hasta que los grumos se sientan en la articulación de la mano, crocantes. Después se
queda envuelto de una aureola de santidad y estudia detenidamente todos los movimientos de la breve
falda que envuelve a una señorita unos pasos delante nuestro.
Alternativamente va mirando y diciendo que no bien está listo el preparado de sal y pimienta hay que
ir agregando en pequeños trozos la manteca mientras se baja el fuego, pero que si la pasión es grande
es menester haber tenido el entero pan de manteca a temperatura ambiente durante varias horas.
Finalmente, cuando la operación ha terminado y todos los trescientos gramos de manteca están
homogéneamente distribuídos y ciertos vestigios de hervor empiezan a notarse en toda la superficie
nosotros doblamos la esquina y otra vez Pardal se distrae mirando una rubita que viene en sentido
contrario al nuestro.
No dejar que la manteca hierva, aconseja: apenas un vestigio aparece que ya hay que estar tirándole
dentro las pequeñas porciones que han sido cortadas con un cuchillo de acero alemán que él guarda
con preciosismo en una cajita negra a la izquierda de su escritorio. Las fracciones deben ser pequeñas
y bien escogidas, se debe ser implacable con las anfractuosidades y volutas que aparezcan en la rosada
carne cruda: es preferible dejar las tres cuartas partes de lo comprado afuera antes que soportar durante
la masticación alguna textura extraña, un contratiempo. Se debe -dice- dejar bajo estas condiciones
algunos segundos para de inmediato aumentar el fuego liberando del hervor de la manteca, pero este
proceso tampoco es demasiado largo. El color justoa advertirá sobre el punto de cocción e
inmediatamente los trozos deben ser retirados. La abuela de Pardal aprovecha este interludio para
espolvorear nuez moscada sobre el fondo de cocción caldeado a un fuego escaso: Pardal sólo aconseja
tal operación en este momento para las noches de invierno confuso si es que los enamorados ven diluír
su pasión.
De una y otra forma,. continúa, deteniéndose por un instante a admirar una estatua que soporta un
balcón desde los años '20, este es el momento de comenzar con delicadeza con la salsa: recomienda
unas cebollas frescas y pequeñas, algo de ajo puerro rallado por la mañana y un severo toque de
jengibre todo cocinado hasta que despida aroma. De inmediato se da vuelta y dice algo a una mujer
suave que pasa a nuestro lado dejando tras de sí la presencia sutil de todos sus fantasmas.
Ese, agrega, es el justo momento de vertir el caldo previamente entibiado y cuando la solución se
asienta agregar dos cucharadas de azúcar. vinagre, salsa de soja, sal, vino, wei jing y los pequeños
trozos de langostino previamente trabajados en la primer cocción.
Sólo nos quedan cinco minutos, dice Pardal. Ambos nos paramos en el umbral de la puerta. Pardal
desenfunda suavemente con la mano derecha hasta interrumpir el movimiento sosteniendo la mano
debajo de su saco mientras con la izquierda hace sonar el timbre con insistencia. En esos instantes
Pardal mira en principio hacia la calle y cuando escucha los pasos se aparta un palmo de la puerta:
apenas si se oye, bajo el ensordecedor estruendo de los colectivos de calle San Lorenzo el golpe de la
puerta al cerrarse. Al disparo los paseantes no parecen haberlo escuchado.
Al cabo de cinco minutos se pone en una fuente y se sirve sin el puerro ni el jengibre.-
EL CERRAJERO
Yo entré - me dice el morocho- para juntar viruta, clasificarla, barrer y mantener todo el taller limpio,
pero lo que yo quería -sigue diciendo- era manejar la plegadora. Me gustaba ver cómo la máquina se
esforzaba contra el metal, el ruidito ascendente que hacía y al final la hoja enorme de metal plegado,
pero sin embargo -dice- lo que yo hacía era clasificar: viruta de bronce dorado en un cajón blanco,
viruta de acero gris en un cajón marrón. Viruta de madera en el piso los días de humedad y todos los
días tirar agua con una regadera cuatro o cinco veces al día antes de barrer, por el polvo.
Mientras yo asiento con una sonrisa él continúa su historia. Por la ventana entra aún algo de la luz
anaranjada del atardecer.
Yo entré -continúa- por mi cuñado, sabe, que el sí, el es tornero, pero entré pensando en la plegadora
porque la plegadora es una máquina fácil de manejar, yo los veía manejarla, presionar los botones,
miraba también cuando daban vuelta a la manivela de la fresa y veía la cara de concentración de los
torneros cuando estaban por terminar una pieza. A la sierra me acercaba de vez en cuando y no porque
no me gustara, lo que me gustaba a mí era la plegadora.
Yo lo vuelvo a mirar, sonrío y asiento otra vez. Pienso en la lejana tarde en que olvidara mi sobretodo
verde en un café, en Viena.
Y bueno -sigue-, después, después lo otro, yo no le dije a nadie, ni siquiera a Elvira, sabe, me hice
mandar la correspondencia a lo de mi media hermana y ahí iba y leía todo: lo había visto varias veces
promocionado en distintas revistas, pero al final me animé. "Negro", me dije,"vos tenés que hacer algo,
porque sino a la plegadora no la vas a manejar nunca" Y me anoté en el curso de cerrajería por
correspondencia de las Escuelas Postamericanas nomás.
Y vea que fue una buena idea -dice-, porque en esos días la plegadora dejó de funcionar. Yo en
cambio seguí trabajando en la empresa, pero ya no clasificaba la viruta: al cajoncito blanco, al marrón,
sólo los tocaba cuando iba a limpiar. A la plegadora no se la llevaron, porque es muy grande, digo yo,
pero a los tornos los desatornillaron de las bases y esos sí se los llevaron. Pero bueno, yo estaba
tranquilo, porque tenía el curso de cerrajero, esa sí que es una buena profesión decía yo, y todos los
días me iba a lo de mi media hermana a estudiar cerrajería.
Lo miro sonriendo y trato de seguir escuchando su relato. Que con la indemnización compró un lote
a Fraiman y una prefabricada que puso por ¿Circunvalación y Barra? que la mujer seguía trabajando
como doméstica todo el día y que eso le daba ocasión a él de profundizar sus estudios en cerrajería.
Que después le vendió el lote de adelante a la cuñada que al poco tiempo quedó viuda y que ella ya se
había instalado allí cuando se decidió a poner el cartel: "SE HACEN TRABAJOS DE CERRAJERIA".
El primer cliente -dice- era un señor que trajo una cajita. La cajita era negra, estaba forrada de raso y
pese a tener apariencia de cajita de madera, era una caja de metal para guardar joyas valiosas
A él le costó mucho trabajo porque el cliente quería seguir usando una llavecita torneada con una
birola pequeñita en la punto, porque todo eso había sido de su mamá.
El Negro pasó la noche, la mañana siguiente y parte de la otra tarde verificando que la cerradura de
la cajita anduviera a la perfección y a eso de las diez de la mañana se sentó a esperar al cliente.
Treinta y cuatro pesos. -dice- eso es lo que le iba a cobrar, pero no tanto por lo que me pagaba sino
porque era mi primer trabajo como cerrajero,. Mi mujer, lamentablemente, ese día no salió a trabajar.
iba y venía por toda la casa lustrando y refregando. Yo miraba pasar la mañana con la tenue sospecha
de que el cliente no volviera y a la cajita que estaba encima de la mesa no le sacaba el ojo de encima.
A eso de las once y cinco -dice- siento que mi cuñada pega un grito. Esperé un rato. No quería que el
cliente me viera sin hacer nada porque sinó después no iba a hablar bien de mí y un cerrajero
profesional tiene que cuidar su imagen frente a los clientes. Incluso después de esperar un rato pensé
que el grito no era para mí bueno, me fu adelante para ver quién era. El tipo, el cliente, el que estaba
adelante, venía vestido con una campera azul demasiado holgada para uno de su talle. A mí me dio
tanto apuro cuando lo vi ahí adelante que enseguida lo invité a pasar y eso creo que fue un error,
porque yo no tengo un lugar para el taller en la prefabricada por ahora, trabajo en el dormitorio, o si
hay buen tiempo, en la galería que da a ña ventana del baño de mi cuñada, pero el tipo pasó lo mismo:
pasó hasta la cocina, donde la Elvira, como en un sueño, miraba al tipo, a mí y a la cajita puesta como
al descuido en el alféizar de la ventana y al final me dijo:"tomá Negro, seguro que vos buscás esto". El
cliente preguntó si ahora andaba, dijo que después lo probaba y yo la puse sobre la mesa de la cocina
para mostrarle al cliente que la cajita estaba mejor que nueva porque a la lave incluso, después de
arreglar la cerradura, la había pulido y parecía nueva, más brillante que la viruta de bronce con la que
Elvira fregaba y fregaba todo lo que se le pusiera a tiro.
Después de pedirle a cliente que mire tomé con suavidad la llave con la mano izquierda y al cabo de
haberla introducido en la cerradura la empujé con firmeza. La cerradura, sin embargo, no giraba ni un
palmo.
El tipo miró sonriendo y me dijo que bueno, que si no la tenía lista podía volver a pasar mañana o
pasado o bien que pasaba cuando yo le dijera pero yo que la había probado antes y sabía que andaba le
digo que no, que a veces la llave...
la Elvira, que hasta entonces miraba en silencio, interrumpió y dijo que lo mejor era poner una gota
de aceite de máquina para que girar y me insistió: "Dale Negro, buscá el aceite que el señor espera".
Que el aceite lo tenía mi cuñada dijo después de que yo hube revuelto toda la cocina un largo rato, y
que ahora iba a buscarlo. En tanto el hombre se quedó en silencio mirando la cajita y yo hice tres
intentos de abrir la cerradura sin que el éxito coronara mis esfuerzos.
Elvira volvió, tomó la cajita con sus manos blancas, introdujo una gota de aceite de máquina en la
cerradura, quitó la llave de entre mis manos y después de probar un par de veces, me habló: "no anda",
me dijo.
El tpo sonrió complacente, yo empecé a explicarle que a veces... pero el tipo me interrumpió
enseguida diciendo que bueno, que si no la había terminado volvería mañana, pero que por favor me
pedía que la tratara con mucho cuidad porque había que ver que era un recuerdo de familia.
Antes de irse me estrechó calurosamente la mano y yo -dice-, que la semana que viene completo el
curso de cerrajero, dejé caer la llave de mi mano izquierda mientras el cliente cerraba la puerta.-
LA RECOMENDACION

Yo vine hasta acá porque es una buena oportunidad, salí a la madrugada de mi pueblo y antes de
salir me vestí; elegí con cuidado la camisa, la corbata, me repasé ante el espejo con detenimiento el
bigote mientras me afeitaba, me peiné los cabellos con cuidado y delicadeza, fui hasta la estación de
ómnibus y si bien no voy a decir que me perdí, que me costó un gran trabajo llegar hasta acá, más de
una vez en el trayecto desde la estación tuve que pensar con cierta concentración para cuál lado seguir.
Traigo en el maletín un montón de documentación, certificados de cursos que he hecho, los promedios
de toda mi carrera: unos papeles que acreditan mi solvencia; una cajita con la lapicera de oro que fue
de mi abuelo en el bolsillo interno de mi saco gris y unos gemelos de plata que me regalaron cuando
terminé la escuela secundaria. Acaso por eso mi sorpresa cuando este tipo que no es ni alto ni bajo,
cuya contextura no llega a ser robusta, cuyas pocas canas le dan un aspecto jovial a su edad avanzada,
este tipo que tiene esa sonrisa como pegada en el rostro digo, venga, me salude con tanta familiaridad
y se ofrezca para acompañarme. Porque yo -y eso se lo he dicho bien claro- no necesito -al menos en
este momento- ninguna compañía, sólo voy a esta dirección que dice la carta que me mandaron porque
me han prometido una entrevista para hablar de una posibilidad de trabajo. Pero el tipo insiste, dice
que él trabajó como cuarenta años en esta empresa y que es íntimo amigo de los gerentes, que los
directores le deben favores, que las secretarias lo adoran desde hace años y que los proveedores de la
compañía también son todos sus amigos.

Es con esta charla que sigue caminando a paso ligero a mi lado mientras yo voy entrando en el lujoso
hall de la empresa, es terminando esta admonición que se dirige a la recepcionista para decirle que "el
joven viene por una carta que le han mandado" y no contento con esto continúa con que "trátelo bien
porque en unos días va a ser uno de los ejecutivos top de la compañía".
Yo sonrío a la recepcionista, miro de reojo al hombre que mantiene en medio de su sonrisa una
mirada radiante y le doy el nombre del funcionario de la empresa a quien quiero entrevistar, la
recepcionista toma un teléfono e interpela a alguien a través de la línea. Apenas un instante después la
secretaria me mira sonriente y me señala una oficina invitándome a pasar y esperar en la antesala. No
media un segundo sin que mi voluntarioso acompañante arremeta con una larga colección de quejas
que en poco tiempo se constituyen en amenazas: que tenga cuidado con lo que dice, que mire bien con
quién está hablando, que piense que el que tiene adelante en pocas horas más pasará a ser uno de los
más importantes en la compañía y que entonces ella va a saber que la primera impresión es lo que vale
porque después es tarde para repararse, aunque quiera arreglarlo -sonríe- ya no puede. Yo pienso
entonces que el trámite con éste ya está terminado y me despido de él con una sonrisa por la mitad
mientras voy abriendo la puerta que me han señalado cuando lo veo aproximarse con unos pasos
rápidos hacia mí después de haberse despedido gentilmente de la recepcionista.
Mire m'hijo -me dice- si usted quiere esperar, espera, pero yo en su lugar no esperaría nada: es un
mal síntoma quedarse esperando cuando uno juzga que es el hombre indicado para la posición a cubrir;
así que vea, mejor -dice mientras se pone de pie- ya que usted no se anima a entrar solo, voy yo y lo
ablando al gerente.
Yo lo miro, intento detenerlo, pero en una fracción de segundo veo que el tipo ha abierto la puerta y
escucho cómo se dirige a alguien allá adentro señalándole que el chico no tiene porqué perder tiempo,
si al fin y al cabo las pavadas que usted tiene entre manos las puede ver en otro momento y él es la
única vez que va a tener esta entrevista y bueno, qué hace, deje eso nomás y venga para allá, pero
después entra una secretaria nerviosa y atrás aparece la recepcionista y el que yo no he visto, al pedirle
explicaciones a las srtas.,casi tapa la voz del otro que sigue insistiendo con que el muchacho está ahí
afuera, sentado y aunque ustedes discutan todo lo que quieran yo ya entré y ahora lo que van a tener
que hacer es atenderlo porque de otra forma yo no me voy porque al fin y al cabo toda una vida
trabajando para la empresa en todos los departamentos, la de plata que se ha ganado, si no fuera por él
dónde estarían los otros ahora y.
En ese momento, molesto, comprometido, algo aturdido por esta discusión desordenada, me asomo
por la puerta e intento -¿por qué razón?- una disculpa. Veo los ojos del funcionario que se achican para
mirarme, la luz brillante que entra por la ventana, el típico perfil del río más allá y escucho, a mi pesar,
que mientras el tipo me toma del brazo, me dice que venga, que venga querido por acá que ahora
nomás me lo van a atender porque el señor aquí ha visto que no puede seguir con pavadas teniendo en
la antesala al hombre que estaba buscando y que ahora las srtas. se van -mira a las srtas.- y entonces el
sr. nos va a atender.
Dirgiéndose al tipo de la empresa le dice que despida a las chicas, que qué es lo que está esperando,
que bueno, que se siente nomás, total él se va a encargar de las secretarias. Que finalmente se distrae
en cualquier cosa y lo que tendría que hacer es -deme su currículum, interludia- estar ya leyendo los
antecedentes de este muchacho que es el que puede salvar a la compañía.
No sé que cosa es la que me hace abrir el maletín y tomar automáticamente los papeles destinados a
la compañía mientras el tipo de la empresa dice que él no está a cargo de la selección, que lo que
tendría que hacer es señalarme adonde dirigirme, pero que en esas condiciones preferiría que me retire
dejándole los papeles.
Salgo sin decir palabra: traté de decir algo mientras nos despedían. Atravieso la puerta giratoria y
empiezo a bajar los escalones que comunican con la calle. El sr. que me acompañó en el ingreso aún
está a mi lado, sonríe, mira con cierta satisfacción, no habla. me gustaría golpearlo.-
UN CRIOLLO
Cuando me llevan a la habitación, finalmente, sobreviene un sopor, la conciencia la voy retomando
de a poco, es como un volver, como un nacer otra vez pero esta vez cargado de la intuición de unos
recuerdos que aún no aparecen, como nacer con vicios y defectos de los que difícilmente uno se pueda
deshacer.
Sin embargo el sopor se va disipando muy despacio. No me entero de esto por percepciones directas,
sino que la comparación con el recuerdo del instante anterior, que se separa del de ahora por un borde
claro y definido me lleva a pensar que entiendo cada vez mejor las cosas. Acaso ésta sea sólo una
ilusión hospitalaria y la acumulación de una memoria no sea un sinónimo de un mejor conocimiento
sino eso: una ficción producida por la fisiología, cuestiones puramente orgánicas como las heridas que
aún no termino de reconocer salvo por el dolor que aparece cuando intento distintos movimientos.
En esta pequeña salita estoy solo. No me sobresaltaría la aparición de una enfermera portando un
termómetro, no me daría motivos para sospecha la irrupción de un médico con unos papeles en la
mano y un aire de apuro: hasta un camillero distraído podría pasar en este proceso de lenta
recuperación que estoy viviendo desaprensivamente, pero el que irrumpe, sin embargo, no es ninguno
de éstos: es un hombre de edad y aspecto desprolijos, vestido con un traje gastado, con unos cabellos
escasos y desordenados que lleva en la cara unas marcas indelebles y rancias que connotan una edad
indefinida en la que la juventud, pese al paso de los años, se sostiene como esos recuerdos escasos y
bellos que nos acompañan en todos los aires de desastre.
_Bueno -dice el tipo- vengo porque no quiero dejar de pedirte disculpas porque si yo hubiera estado
atento -sigue- acaso todo esto no hubiera sido necesario.
Yo que he estado en Dakkar una noche de primavera caminando casi cerca del zoco no le inquiero
sobre su identidad, no le pregunto quién es, no le digo a qué viene, no alcanzo a imaginar, dolorido
como estoy, qué es lo que pretende.
_Finalmente -dice- no fue tan grave, podría haber sido peor, lo que pasa -continúa- es que tuve una
manito de póker y no pude atenderte anoche, pero también -dice mientras acerca una silla- vos no es
mucho lo que ayudás. El año '76 -sigue- por ejemplo, me volviste loco, claro, yo era mucho más joven,
pero las veces que tuve que hacer lo imposible...
El tipo mira por la ventana mientras habla. Yo creo que mira la lejanía del horizonte que uno intuye a
través del trazado urbano. Saca del bolsillo un Particulares y me mira con una sonrisa suave.
__Yo -dice- soy tu ángel de la guarda.
Yo lo miro, no me molesta creerle. Decido, ya que este es mi ángel de la guarda, no pedirle una
prueba, no dudar de su identidad curiosa, no recriminarle su escaso parecido con las estampas que yo
conozco de los ángeles, no mostrar sorpresa por esta aparición a destiempo: trato de que me explique
qué es exactamente lo que hace.
_Lo que pasa pibe -me dice mientras juega con una cajita negra que hay sobre la mesita- es que a
cada uno le toca el ángel que le toca y a vos te ha tocado un ángel criollo: taba, truco, póker, mujeres
de vida alegre; muchas ocupaciones para un ángel pobre. Y bueno, la verdad -dice- es que mucha
atención no puedo prestarte. Por eso es que he ido envejeciendo, a los ángeles lo único que nos hace
envejecer son las falluteadas que nos mandamos, por eso esta vez vengo a pedirte un favor o a
proponerte un negocio, como vos quieras tomarlo.
Me quejo, me duelen la espalda, el pecho, la rodilla y los numerosos reveses sentimentales que he
tenido en la vida.
__Bueno -me dice- lo que yo quiero es que vos disfrutes de esta estadía en el hospital, veas lo
interesante que es la recuperación paulatina de las facultades físicas perdidas porque si no yo voy a
envejecer un poco más y además para vos es un buen negocio: un ángel viejo tiene menos
posibilidades que uno joven.
Me distraigo un instante mirando una paloma por la ventana hasta que una enfermera entra para
ponerme una inyección. Duele. La vida es ardua.-
UN ANILLO

Viene, revuelve, saca, con una mano un anillo que no tiene el color preciso del oro pero su curioso
brillo recuerda con insistencia al oro.
Esto -dice- era del padre del tío Armando. Simultáneamente con la otra mano sigue agitando un
revoltijo de cosas metálicas. En la serenidad de la vejez los ojos de mi padre siguen apareciendo con
un brillo poco usual y sus manos, arrugadas, graves, sencillas, presentan una vasta colección de
pliegues y texturas que por un momento me distraen del anillo.
El anillo que me alcanza tiene un brillo grave e indefinido. Unos sobrerrelieves pobres adornan su
contorno. El color, de a ratos, se acerca a un rojo acerado mientras que otras veces el brillo viene a
remedar al oro.
El dueño -dice- de este anillo era, casi como vos, artista, pasaba mucho tiempo de su vida de gira. Se
casó con la tía Lola a fines del gobierno de Alvear -insiste- y sin embargo cuando murió, a pesar de
que Armando era según dicen apenas un niñito, se lo recordó en casa durante muchos años.
Sin interrumpir el diálogo distrae su mirada hacia la vasta y desordenada colección de cosas
brillantes que están, según parece, guardadas en una cajita negra desde hace años. Una leve sonrisa le
ilumina el rostro.
Cuando murió -sigue diciendo- y según me han dicho, al anillo lo llevaba con él. La tía Lola
-reflexiona- se sorprendió bastante al conocerlo: parece que todas las veces que salía de gira llevaba el
anillo con él. No sé si lo llevaba puesto -agrega-
Mira una vez como al pasar a través de la ventana y vuelve a distraerse con un reloj que tiene un
cuadrante de un color blanco brillante: los números están escritos en caracteres romanos y la birola
está adornada por unos relieves pobres y argentinos. Más allá se distingue en la masa de cosas
brillantes un pendiente suave y penetrante que tiene unas piedras de brillo distinguido y que no alcanza
a deslumbrarme.
Este anillo -continúa-acompañó a mi tío durante gran parte de su vida. Se pone de pie de un solo
movimiento y sin embargo, al pararse,su cuerpo no tiembla ni vacila.
La tía Lola -insiste- le hacía las enteras valijas cada vez que salía de gira. El -dice mientras bosteza-
apenas si armaba una única valija con sus efectos personales. Cuando murió -dice mirando lejos- fue
bastante complicado separar lo que era de él de lo que era de la compañía porque tenía muchos efectos
personales en la valija de su personaje.
Yo veo que mi padre, que se ha levantado para dar unos pasos improvisados y pobres a través de la
habitación, se detiene una vez más en un lugar impropio en razón de su gusto por volver a observar
algo de lo que ha quitado de la cajita y enseguida sigue con el cuento.
Que murió de un accidente grave y ridículo, dice. Que nadie esperaba que volviera antes de cuatro
semanas, cuenta. Que iba de gira por cada lugar insólito que en uno de esos páramos del desierto que
frecuentaba tuvo un accidente que era realmente inesperado, insiste.
Mi padre abandona la contemplación del reloj de cuadrante blanco y deja también de mirar el lejano
horizonte. Con un gesto cansado y escaso abandona a su peso al reloj y lo contempla cayendo en la
caja donde estuvo guardado durante años. Calla: sus ojos brillan con un brillo deteriorado por los años
y el insomnio.
Parece -dice- que llevaba una lapicera calzada en la cintura. La llevaba -sigue diciendo- porque
después de las funciones la gente le pedía que le firmara los programas. Todos analfabetos el público,
sin embargo, se ve que les gustaba tener guardado durante años el programa con la firma del tío
Esteban. Acaso las tardes de primavera, cuando viniera un pariente de la otra punta del campo para
visitarlos, sacaran el programa firmado por el tío Esteban como quien saca una pieza de la colección de
caza.
Muchas mujeres -insiste- andarían por los pueblos mostrando con cierto orgullo la firma del tío
Esteban sobreimpresa en el programa y acaso -quién sabe- este pudiera ser un argumento para una cita
con sus amantes.
Interrumpe mi padre el relato y camina con esfuerzo unos pasos hasta el teléfono. Opera el aparato
con parsimonia y al cabo de un rato cuelga el receptor.
Ahora -retoma- con el teléfono, resulta fácil enterarse de lo que pasa en el resto del mundo, pero en
aquella época -continúa- las noticias llegaban antes desde Buenos Aires que desde Rafaela.
Yo imagino, en tanto, la gravedad de los gestos de los abuelos cuando preparaban los funerales del
tío Esteban y trato, por mi parte, de resultar interesado en el relato. El da unos pasos hasta el sillón y
resuelve sentarse con una ceremonia parsimoniosa y seria que por momentos parece disimular su
ancianidad.
El tío -dice antes de terminar de sentarse- hizo al cabo de la función un movimiento grave e
improvisado que obligó a la pluma que llevaba en la cintura a rasgar no sólo la ropa sino su propio
cuerpo. El movimiento empezó con tal impulso -sigue diciendo- que llevó a la lapicera a desgarrar los
intestinos. En el pueblo -comenta- no sólo no había médico sino que ni siquiera había en ese momento
alcohol para curarlo. Lo curaron -agrega- con algo de ginebra.
Al cabo de haberse sentado pasa con tranquilidad su mano sobre la frente y me mira sugiriendo una
sonrisa.
Mirá -me dice- con atención el anillo. No sólo porque es la única cosa que tenemos del tío Esteban
sino porque en la parte de adentro, si mirás bien, vas a ver que tiene unas inscripciones muy pequeñitas
grabadas en buena caligrafía.
Yo le miro los ojos claros rasgados de arrugas, la cicatriz suave y marcada que lleva sobre su mejilla
y el contorno suave e indefinido que corona los labios en cada extremo. Después, de lejos, sosteniendo
el anillo con la mano derecha, tuerzo los ojos hasta ver ese brillo pobre que el anillo tiene.
Curiosa -dice él que dice el anillo por la parte de adentro (y para poder leerlo hay que hacer un
sentido esfuerzo)-dame un beso. Inmediatamente con una mirada franca sobre la biblioteca, en el
segundo estante, mira, siempre visible, el retrato de su madre, abrazando a la tía Lola, vestida de viuda
para toda la eternidad.-
CASI UN CRIMEN

Esta -me dice- yo creo que es la última. Cuando termina de decir estas melodiosas palabras se queda
mirando un instante a una distancia desenfrenada, más allá de las paredes y un gesto incierto aparece
en su rostro.
Antes había referido el sordo odio que se había ido apoderando de su espíritu. Había contado con
frases entrecortadas y débiles cómo empezó a odiar a otra persona sin que el otro siquiera se diera
cuenta. Dijo con un gesto elegante de la mano atravesando el aire, que no recordaba con precisión qué
día ni a qué hora tomó conciencia de que quería literalmente matarlo.
Su dedicación al deporte -leo en el papel que me dio extendiendo su mano hasta el rincón luminoso
donde estoy sentado- le valió muchos sinsabores pero no menos alegrías: capitán del equipo campeón
del Morning Star llegó a ganar la copa Coronel Rivarola en tres oportunidades.
Me resulta difícil leer en medio de sus gestos desmedidos y finos: me obliga, extendiendo su mano
con papeles, a tomar otros escritos, amarillentos y mustios, donde a veces aparecen unos grafismos
desbocados y oscuros y otras veces la fina tipografía de una sofisticada máquina de escribir. Gruesos
tachones interrumpen ocasionalmente el texto y anotaciones estratificadas se suceden en estas hojas
amarillentas.
Sin embargo leo. Leo, por ejemplo, la curiosa frase "su profunda Fe Cristiana" intercalada en medio
de un texto. Su palabra me distrae y cuando me dejo seducir por la nueva hoja amarillenta que me
ofrece entiendo que ya no encontraré explicación para la Fe Cristiana.
Con el correr del tiempo -dice- encontré formas mucho más crueles que las que había imaginado
originalmente. Hay -agrega- unos perfiles monstruosos que se pueden destacar con sutileza en una nota
de estas.
"Padre ejemplar y esposo amantísimo" leo en otra de las notas que me va alcanzando con un ímpetu
desacostumbrado.
Durante muchos años -dice- fui llevando adelante el refinamiento de su necrológica. En la
imposibilidad física de matarlo -remarca- elegí el elegante gesto de contar, después de su muerte, algo
terrible de su vida. Es por esto -insiste- que me dediqué a repasar puntualmente todo lo que había ido
haciendo durante sus días. Pregunté a sus amigos, indagué en su familia, empecé a merodear alrededor
de sus relaciones comerciales: el odio espeso y macilento que se había acumulado en mi espíritu me
movía con entusiasmo a llevar esta investigación hasta bordes insospechados. Al principio -dice- mis
notas eran simples y ramplonas y apenas respetaban las formas rigurosas del género. Movido por un
fuerte temor de que el deceso se produjera y el diario terminara por no publicar mi necrológica en
razón de no ajustarse ésta a las formas o aún peor, en el temor de que al no responder a los cánones
clásicos de La Necrológica, el diario sometiera mi nota a una corrección implacable y puntillosa hasta
extirpar todos los visos de crueldad que pacientemente había ido elaborando a lo largo de los años.
Así -cuenta- fui depurando mi estilo. Pasé a ser el redactor más renombrado de sociales en atención a
la calidad de mis necrológicas. Pacientes viudas y enlutados caballeros se entrevistaban conmigo con
el objeto de llegar a poseer el obituario más suntuoso, el último destello fulgurante en el mundo de los
vivos.
Sin embargo -agrega- no es poco lo que fui aprendiendo de estas luctuosas entrevistas. En esas
viudas ardientes, en esos esposos dolientes, en esos hijos acongojados, en las enamoradas turbias que
ciertas veces acompañaron a los deudos, siempre pude encontrar un atisbo de rencor. Siempre un gesto,
una entonación,un error, un desliz o una virtud mal narrada daba pie a mi sensibilizado oído para
encontrar la pátina corrosiva del odio. Naturalmente a esto lo fui aprovechando para mi trabajo:
periódicamente me daba a la tarea de actualizar la necrológica de mi víctima tomándome de los
deslices, de los más mínimos pliegues por donde se colara el torrente de odio feroz de los deudos que
acudían a la redacción, el desencanto, la verdadera muerte. Además las cosas que el otro iba haciendo,
el desarrollo de sus días, sus fatuas invenciones, sus fracasos y traiciones me iban dando nuevos
perfiles para agregar a esta crónica para después de su vida.
Abre una cajita y busca, al fondo, otra pila de papeles y me la extiende con un gesto de cansancio.
Cansancio -dice- eso es lo que fui sintiendo a medida que la crónica se perfeccionaba y pulía. Cada
una de las versiones sucesivas y contradictorias que iban delineando el refinamiento de mi obra me
daba una satisfacción incierta y un enorme cansancio. Temía que el otro se muriera durante mis
vacaciones por lo que renuncié a francos y feriados. Cambié de diario. Periódicos nacionales se
disputaban el prestigio de mis obituarios. Cadenas internacionales me propusieron necrológicas de
personajes célebres, crueles y festejados. Sin embargo renuncié a una vida de lujos y ambiciones para
llevar adelante la publicación de esta nota que día a día fui perfeccionando, puliendo, completando con
frases crueles y medidas el crimen que no me atrevía a llevar adelante. Agoté noches de insomnio
buscando la más perfecta palabra para denostar a mi enemigo al cabo de su propia muerte, di vueltas
en mi propia cama, inquieto por saber si esa noche no habría sido el fúnebre evento y acaso no llegar a
tiempo con mis condolencias.
Cambié, taché, corregí, agregué, quité, presa de una pasión que no alcanzaba a florecer plenamente.
Traté, intenté, me propuse seguir adelante con la empresa hasta conseguir la mas acabada de las joyas
-dice-.
Publiqué toda clase de necrológicas: notas vehementes sobre generales desafortunados de alguna
guerra perdida, obsecuentes reseñas sobre comerciantes prósperos que robaron con constancia a lo
largo de toda su metódica vida, cordiales acuarelas de hampones tenebrosos que cobraron varias vidas
en los que fueron sus días. Redacté cientos o acaso miles de ejercicios para ir puliendo en mí el arma
filosa que me permitiría ejecutar el crimen.
El otro ha muerto. Esta mañana. He pensado todo el día si debo ir a sus funerales. He ido al diario
con la única pieza que redacté sin cesar durante toda mi vida. Aquí están las copias de galera.
Ahora -agrega- empiezo a extrañarlo.
7
RETAZOS DEL DICCIONARIO ELECTRICO

Leo: aborígenes, abovedamiento, adecuada administración, allanamiento aluvional, amargamente


antiguo.
La computadora en que escribo tiene en algún lugar de su memoria eléctrica una larga colección de
palabras. Incapaz de combinarlas con arte, necesita de mí para producir estos textos que a diario
hacemos. Los textos tratan -como se ha dicho- de una variada cantidad de cosas y sin embargo la
larga colección de palabras que la computadora guarda resulta, a veces, escasa para lo que los textos
dicen.
Cuando el texto está, como se dice, terminado, la computadora apela a un espíritu que tiene archivado
en su memoria para corregirlo según los cánones que el tal espíritu ha dejado en los chips, o sea:
compara, la larga cadena de caracteres que van componiendo lo que para el lector será el texto, con
una serie de palabras que tiene grabadas en la memoria, de modo que estas colecciones resulten
idénticas a algún segmento de la serie de la memoria.
Cajita, edificación, educandos, embanderamientos, emolir, encuesta, son palabras que en algún
momento de las largas horas en que la computadora trabaja aparecieron en un texto y no coincidieron
con las palabras que la computadora tiene en su archivo. En todos estos casos, funcionamiento,
funcionalidad, gardel, grande,grosor, gruesa, la computadora da aviso al operador de que la cadena de
símbolos impresa en su memoria de trabajo difiere de todas las cadenas de lo que el espíritu del
programa llama "diccionario", en el supuesto que se puede deber a un error del operador que ha
escrito, por ejemplo, avitasional, por habitacional.
Ignota impidiendo, implemente incertezas, todas estas cadenas no reconocidas como palabras por la
máquina pueden pasar al rango de palabras mediante una sencilla operación del que escribe, con lo que
se compone un "diccionario personal" compuesto por cadenas de signos que el espíritu de los
microchips no previó en el momento de su programación.
Pizzeria, pobres, poliéster,precondición, predicciones, previa, progresista, promocionado,
publicitado, póker, quejas, querubes, quillango, ratito, refractometría, son algunas de las palabras que
van apareciendo en este diccionario personal de la memoria de mi computadora cuando buceo por la
memoria eléctrica en busca de nuevas y viejas palabras.
Registral,regulares, releído, retahila, rocas, rouge, rubita, ruidito: las palabras que aparecen en el
diccionario personal, contra lo que se podía haber supuesto no remiten a ningún texto en especial, son
como cadáveres en un freezer, no significan nada, no indican, no llaman mi atención.
Sin embargo, y seleccionando con un poco más de criterio, hurgando entre esta colección disparatada
y bella de la que no me he podido despegar por más de media hora, algo aparece.
Arquitecta, articuladores, Darwin, Fibonacci, Psiquis, Topográfico, aluvional, áreas, coligativas,
compatibilización, construídas, dominial, eritrocítica, expandido, fibrilación, incertezas, jurisdicción,
lectoescritura, osciloscopios, refractometría, terraplenamiento, urbanizando, son palabras que destacan
que el espíritu de la computadora no está imbuído de ningún sentido técnico científico.
Administración, comunas,consideración, eventualmente, estatizada, frentista, funcionamiento,
municipio, registral, destacan con su presencia que tampoco el espíritu del programa es administrativo.
La presencia de Alsina, Alvarez,Astengo, Balestra, Borges, Berezategui,Casilda, Cavallero,Gardel
junto con quillango,aborígenes, atrevete, ayudá, birola, boludo, coima, coloradita, escruche,indios,
m`hijo, mirá, ortivas, pensás, pibe, pizzería,rubita, sinó, tehuelche, por ejemplo, me vienen a sugerir
que el aparato este está poseído de un espíritu extranjero que no conoce ni las más elementales normas
de argentinidad
Tardecita, vereda, verguenza, tomá, lapicera, llavecita, indio: la computadora no ha pasado por mi
infancia, le faltan, en principio esas palabras que han ido modelando desde muy pequeño una visión
errática del mundo en esta colección de informaciones que damos, mayestáticamente, en llamar "yo".
Felisberto,Fibonacci,Fraiman,French,Fresán,González,Gancia, la lista continúa. Queda dentro de la
máquina una deshilachada imagen de lo que he ido intentando escribir. Acaso todas estas palabras
desordenadas tormentosas y bellas no vuelvan a resultar útiles en este diccionario, como esas cosas
que se compran con exagerado entusiasmo, por la calle, a la tardecita, y que finalmente pasan el resto
de sus días arrumbadas en el fondo del mismo armario, hasta que las suerte nos separa.
LA ESCUELA

Nosotros fuimos y claro, por eso es que ahora somos, de la escuela, egresados, a diferencia de todos
los otros que no fueron a la escuela y después de ser simplemente bachilleres ahora son, en relación a
donde fueron, solamente exalumnos y eso, por cierto, no les da ningún derecho especial, pero nosotros,
los egresados que hemos ido a la escuela, tenemos el derecho de participar porque para eso fuimos,
durante años, a la escuela y ahora, los que queremos, somos hábiles de participar, si es de nuestro
interés, en la dirección de la escuela y durante nuestra entera vida la escuela dependerá aunque algo
simbólicamente, de nuestras decisiones porque cuando nosotros que somos, decía, egresados, vamos y
votamos a nuestros delegados, estamos, se dice, marcando las grandes líneas que regirán a la escuela y
de esa forma estamos seguros que si hay otros que alcancen como nosotros en su momento, la
categoría, el grado, de egresados, guiarán a la escuela en la recta senda que han aprendido en la escuela
y de esa forma la escuela seguirá siendo un centro de excelencia porque para eso está hecha y al cabo
del tiempo y los tiempos, la escuela se mantiene siempre hecha una maravilla porque nosotros velamos
por ella, los egresados, mantenemos viva la llama de la escuela que se levanta en la Avenida con su
descomunal Edificio, sus portentosos Talleres, una entera Manzana, un Templo consagrado al fin
superior de la Ciencia, porque nosotros, a diferencia de los exalumnos fuimos elegidos para esto: otros
egresados fueron seleccionando cada año entre miles de aspirantes a los pocos cientos que tuvimos
oportunidad de cursar la carrera para egresados, lo que a su vez nos habilita, entre otras cosas, a
participar del cogobierno que es la fuente, lo que mantiene alto y vivo este centro de excelencia y sin
embargo ahora mismo , yo sé que en esta época esto pasa, hay algunos jóvenes que, como nosotros en
nuestros tiempos, aspiran a llegar un día a ser, tal como nosotros somos hoy, egresados, y participar,
como nosotros, de las directivas de la escuela.
La escuela, según me informan, se fundó a principios de siglo, con los restos de la opulencia del
centenario, forma parte de una larga serie de emprendimientos ambiciosos, de esa época resultan ser el
Jockey Club de Rosario, el Parque de la Independencia, con su laguito dispendioso y fatuo que fuera
excavado, según se dice, por unos presidiarios toscos y dedicados, el Hospital del Centenario y la
correlativa montañita coronada de aspiraciones griegas. Tiene, como decía, un edificio descomunal y
circunspecto donde se destaca, en lo alto, el escudo de la nación. Después el edificio fue utilizado en
parte para otros fines y el sistema de calefacción, aunque en la escuela hace frío, es de los más
adelantados de su tiempo.
La Escuela, me dicen, fue creada con el objeto de fomentar las disciplinas industriales porque el
Presidente, que ignoraba meticulosamente todos los aspectos de estas artes, había visto con buenos
ojos la estética industrial que reinaba en París de Francia donde pasó gran parte de su vida.
Amaba también a la raza equina y por eso y en la misma línea de pensamiento, el Presidente fundó
una sociedad civil destinada al mejoramiento de la raza caballar: con el objeto de exponer sus logros,
el Jockey Club organizaba carreras de caballos y arrastrados por la pasión que genera este alto fin
algunos caballeros llegaron a hacer apuestas a favor de la crianza de ciertos ejemplares durante las
pruebas, otros tiempos.
La escuela, sin embargo, tiene un campo mucho más vasto de ensayo respecto de los ejemplares que
cría: casi todos salen de la escuela, dispuestos a apostar la vida entera en la carrera. Sin embargo los
exalumnos corren con desventaja respecto de nosotros los egresados:la escuela pasa el tiempo dictando
cursos para egresados con el objeto de que vayan conociendo los detalles que ofrece el estado del arte
en cada tiempo mientras dure su vida y aún después.
Los primeros egresados de la escuela, según me cuentan, fueron, en su momento, muy disputados por
la incipiente industria del país entero: mecánicos de ferrocarril, electricistas navales, químicos y
constructores egresados de la escuela poblaron lo largo y lo ancho del país de marcas que dejó la
escuela a través de sus egresados y por eso el país, en su momento, fue dando a la escuela unas y otras
cosas que le permitieron avanzar como centro de excelencia reconocido en todo el mundo.
La escuela, sin embargo y a poco que se la mire en una recorrida distraída, tiene marcas de
generaciones de alumnos, de gobiernos, de egresados y sobre todas las cosas tiene un aspecto raído y
viejo en todas y cada una de las piedras que componen sus descomunal edificio, Resulta curioso ver en
la escuela a esos jóvenes sonrientes a la hora en que terminan las clases recorriendo unos pasillos
oscuros anchos y grises. En ciertos horarios, donde la afluencia de público no es muy dilatada, resulta
algo tétrico incluso mirarle a la escuela los pasillos vacíos, la luz mortecina, el color indefinido y
rancio que tapiza sus paredes.
En épocas de trabajo duro, resulta casi triste ver a esos mismos jóvenes demacrados, poniendo toda
sus energías en resolver ecuaciones de segundo grado ocultas tras gruesos sofismas que se sugieren en
breves narraciones sobe capítulos recurrentes de la triste historia de la materia. Las tardes de invierno
hay que ver el esfuerzo de los jovencitos en convertir un oscuro trozo de metal en piezas exactas y
precisas donde el metal ajusta en otras piezas calibradas previamente por egresados con el objeto de
calificar el trabajo de generaciones venideras que se guardan cada una en una venerable cajita negra
pequeña y brillante.
Las niñas, porque desde los años sesenta es costumbre que también las niñas se metan en los secretos
de la materia, llevan un tocado austero y a algunas resulta difícil diferenciarlas en ciertas clases de sus
camaradas del sexo duro.
Resulta difícil evaluar si el objetivo de la escuela se va alcanzando porque a diferencia de otras
creaciones de la misma generación, la escuela no motiva apuestas ni provoca catástrofes en las
familias: no hay en realidad egresados de la escuela que cambien el curso de la historia por solo efecto
de la escuela ni gran industria que alivie la vida de los hombres buenos alrededor de ella. Sin embargo
cada año hay una legítima legión dispuesta a presentarse a la selección de aspirantes a egresado y de
entre esta vasta colección surgirán los elegidos que sostendrán a la escuela entre los campeones de
todos los intercolegiales y al cabo del tiempo habrá egresados capaces de seguir con el cogobierno de
la escuela: ha sobrevivido a golpes y revoluciones sin conseguir decepcionar a la legión de jóvenes que
cada año se acerca hasta la escuela en busca del éxito. Ningún desastre natural ha conseguido alivianar
a la manzana del peso de su descomunal edificio y el aluvión de aspirantes sigue: tal vez con el tiempo
la escuela devele su misterio y la gente sepa que ni la rigurosidad de la ciencia, ni lo esforzado de la
industria, ni lo descarnadamente cruel que es la técnica y ni siquiera los prometedores horizontes
industriales son lo que la sostiene: sólo la conciencia clara de haber sido elegidos entre una colección
muy grande de aspirantes, sólo la certeza de ser la causa del fracaso de otros es lo que permite a los
egresados dormir tranquilos y volver sonrientes a casa tras haber votado a los mejores para el
cogobierno.
PASTA,VIOLINISTA Y PIANO

Empieza por llevarnos a cenar: después de dejar la cajita sobre la mesa dice que conoce una fonda
maravillosa, digna de este fin de siglo, que no parece de la era alfonsinista, que una noche bella como
esta otra vez bella niña merecen una cena como la propuesta, y otra larga colección de sandeces
galantes y elogiosas. Nos mete de prepo en un taxi, da una dirección ignota, el auto recorre unas
callecitas oscuras, meandrosas y vacuas mientras él se mete a recitar una larga colección de citas recién
inventadas. Nos distrae hablándonos de nuevos rumbos y nos dice que muchas cosas terminan por no
saberse a fuerza de pura ignorancia. Finalmente el auto se detiene en una esquina iluminada y rancia
presidida por el boliche donde Roig nos propone la cena, Al fondo se ve un hombre de unos más que
cincuenta años dispuesto a seguir tocando el violín toda la noche y más allá del violín, un vaso con un
líquido oscuro y sospechosos se sostiene encima de una banqueta. Algo más adelante el violinista dirá
que supo tocar con la orquesta de Francisco Canaro para agregar, acaso mintiendo, que también tocó
acompañando a Oscar Aleman en unos olvidados carnavales.
Aparte de esto, Roig no se demora en pedir un espagueti o algo parecido, mientras recomienda al
camarero que no demore en traer un vino que ya le ha encargado con el objeto de no dejar decaer la
noche. A mi lado se sienta una Raquel de ojos rasgados y suaves cuya piel presenta, a causa de las
pecas, una larga colección de anfractuosidades y relieves. Sus cabellos largos lacios y rojos le caen
sobre los hombros ocultando de a ratos las partes ralas y obtusas que su piel presenta bajo la camisa
blanca, algo ajada a causa de su posición retraída no por timidez o falso pudor: la abundancia de sus
pechos es lo que la averguenza.
Roig sabe que a esta Raquel yo apenas la conozco y conoce lo impropio de nuestro encuentro: al cabo
de largo tiempo sin vernos Raquel o como se llame apareció sentada en una mesa de un café cualquiera
y tuvo que esforzarse un rato para excitar el recuerdo del verano en que nos habíamos visto, con cierta
frecuencia, en otro café donde yo -o aquel a quien llamaba así en aquella época- tocaba
parsimoniosamente el piano. En consecuencia despliega Roig todas sus dotes histriónicas, sirve
melodiosamente el vino, elogia exageradamente la pasta, insiste en sus interesantes ocurrencias y
mientras todo esto dura va escanciando abundante vino de unas botellas que encarga con una
discreción de diplomático. El violinista se acerca obligadamente cuando Roig lo llama. No pide
propina sino algo de vino que vierte directamente de la botella llenando el vaso que ya contiene un
líquido de color indefinido que al contacto con el vino escanciado desde nuestra botella toma un color
tornasolado que vira prudentemente hacia algo más parecido al vino. En ese momento entiendo que la
propina cosechada en muchas mesas es lo que compone esa bebida de color opaco que el tipo guarda y
exhibe en el vaso alto que alternativamente tiene en la mano o deja reposar cerca de sí. Que toque
Misty, de Gardner, le pido, que toque con un violín solo esa bella melodía que Raquel 7entiende que
yo tocaba cuando nos conocimos y que viene a ser, entonces, una especie de nuestra canción.
Toca el violinista y vuelve a servirse. El contenido de su copa se parece notablemente al menjunje
que hacen los pintores al enjuagar sus pinceles. Nos vamos sabiendo que es jubilado, pobre, vive en un
inquilinato, y que pocos años lo separan de la muerte: algunas de sus marcas se le adivinan en los
surcos de la cara. Roig insiste en su papel de guía y nos lleva a un lugar donde bajando las escaleras se
abre una inmensa superficie en la que de vez en cuando se alzan unas columnas de metal y se reparten
unos pequeños escenarios donde, al cabo de unos instantes, habrá un fugaz espectáculo, y después otro
y al rato otro y así hasta que la entera noche se agote. Finalmente distingo el piano, un Steinway, de
cola, inmenso, algo oculto en la penumbra. Un espíritu inquieto se apodera de mi alma y empiezo a
merodear con el objeto de distinguir exactamente qué cosas pueden encontrarse en este local. Entonces
y sin aviso se interrumpe la languidez de las luces y se ilumina un escenario. La gente se agolpa
alrededor de la escena y no consigo ver qué es lo que pasa. El episodio dura un tiempo escaso y
amargo, enseguida la gente baila otra vez una música ensordecedora y las luces se vuelven opacas e
inconstantes.
Una niña rubia, suave y arremolinada se acerca con el objeto de pedirme un cigarrillo. Aprovecho la
situación para presentarle a la Raquel que sigue a mi lado. La Raquel le presenta a Roig. Roig se aleja
con ella en brazos de una charla ambigua. Yo ignoro su nombre.
Al rato la interrupción se repite, las luces iluminan otro escenario y otra escena anima a los danzantes
a quedarse quietos.No bien la escena termina me siento al Steinway y empiezo a tocar,
cadenciosamente, un tango. Una niña de pelo pinchudo y pintado de colorado cierra la tapa del piano y
recostándose encima canta con gran sentimiento "Desde el alma". La Raquel de antes se sienta a mi
derecha y la rubita a mi izquierda. A Roig, que está a su propia izquierda, le pregunta qué es lo que
toco ahora:"Hay humo en tus ojos" contesta Roig. Raquel sonríe, pasa su brazo alrededor de mi
voluminosa cintura. Roig toma la mano de la rubita. Los punkis cantan tango. La vida es bella, leve y
algo ridícula
LOS AÑOS

but when two lovers woo


they still say "I love you"
on that you can rely
no matter what the future brings

as time goes by.

(de una canción popular a fines de la segunda guerra mundial)

Resulta -me dice- que ahora que ya estamos dando la vuelta en varias cosas, todas las minas que he
deseado de joven empiezan a prestarme atención y yo -agrega- sospecho de esa clase de actitudes.
Yo le escucho esas quejas, miro a través de la ventana y decido seguir escuchándolo no por consuelo,
esperanza o curiosa caridad sino porque el paisaje a través de la ventana es monótono, mojado y parco.
Ahora -me dice con un rictus de amargura- resulta que las minas que estaban rebuenas a los veinte ya
han tenido algunos desengañós amorosos, algunas ya tienen los hijos grandes, cierta posición
socioeconómica, un lugar estable, casa-auto-lancha y una compleja relación de pareja que sin embargo
-completa- les deja más tiempo ocioso para contemplar el mundo.
Yo miro, asiento suavemente y veo a través del vidrio mojado de la ventana a una sra. bastante
posmoderna que pasea con un paso acompasado y leve sobre las veredas mojadas. De la señora
destacan sus gráciles y joviales piernas asomando del impermeable amarillo y su bello rostro bordeado
de cabellos aún rubios.
Vos recordarás -completa- que en los días que íbamos al Politécnico -recuerda- había solamente diez
chicas en todo el colegio, tres de las cuales eran -sonríe- compañeras nuestras, y en esos días
-descubre- yo recuerdo que al menos de una de ellas estaba perdidamente enamorado.
Yo pienso en la multitud de enamorados que habrán tenido esas tres pobres chicas y algo mareado por
la pasión o quizás sólo por el recuerdo de la pasión y sin dejar de calcular qué sería de aquella noble
institución si a esas tres chicas les hubiera dado por liberar toda esa energía contenida y resguardada
tras el aprendizaje del arte de ejercer demostraciones trigonométricas, resolventes de segundo grado, el
representar planos y rectas o separar sujeto y predicado: dejo que esta distracción me devuelva con
levedad al mundo para descubrir que la sra., que venía caminando con unos pasos acompasados y
leves sobre los suaves, duros y pedregosos adoquines mojados parece encaminarse hacia la puerta y
entonces es que intuyo, imagino o recuerdo la suavidad de sus manos, la levedad del roce de su piel y
la descarnada ternura de su mirada.
Que ahora parece que todo es mucho más sencillo con las minas estas, dice, y que durante largos y
espesos años de juventud y adolescencia trató de seducir si no a una, tal vez a otra de las compañeras
del Politécnico, que trató de todas las formas posibles de sugerir,conquistar, ilusionar, seducir,
enamorar o al menos llevar engañada para lo oscuro a todas y cada una de las chicas que le gustaron
sin conseguir nada a cambio en aquellos días. Que finalmente ahora, al borde justo de la madurez, en
la flor de la edad adulta, en el extremo superior de su gastada juventud, cuando es más apetecible su
recuerdo que su presencia consigue que lo escuchen, lo miren, le presten atención y ocasionalmente
-dice- hasta lo atiendan.
Yo lo oigo con cierto aire de madura camaradería y satisfacción pero una mirada clara turba mi
escuchar: veo en la mirada de la señora que entra con una cajita negra en la mano izquierda, la rubia
señora que viera caminando, la de las piernas aún inquietantes, veo en esa mirada clara la
inconfundible marca que en mi breve adolescencia me costara noches de insomnio y ya no escucho,
me pongo de pie, tal vez sea la última ocasión de mi vida, mi breve, difícil y complicada vida.
NEGOCIOS

Estoy en uno de los últimos Almacén y Bar que quedan en esta ciudad apoyado con los codos sobre
el mostrador de estaño.
bebo de a grandes sorbos de una pequeña copa un licor que voy sirviendo despacio de una botella
verde, de litro y cuadrada. De pronto el ruido de la puerta me sorprende y giro todo el cuerpo para ver
la escena: un hombre cuya cara no alcanzo a distinguir atraviesa la puerta. Su cara aparece difícil de
ver a causa de una aureola que el sol hace sobre su cabeza.Así -pienso- deben ser los santos de verdad.
Sin embargo distingo con claridad el bigote fino y recortado de Urbano Palacio que se acerca hacia mí
-Pibe -me dice sin mediar saludo- creo que las cosas no van como debieran.
Palacio hace una pausa con el objeto de ordenar un Pineral con soda y después de haberse distraído
con una mirada a los objetos menos significativos del almacén sigue hablando.
-Sabés que estoy trabajando por encargo de un viuda -dice-. La viuda -continúa- me pidió que le
estudiara a un punto del que, dice ella, está enamorada. El hombre -sigue sin reparar en el vaso que le
ponen delante para después llenarlo- no le parecía a la viuda sincero y en la sospecha la viuda vino a
verme para que le investigue.
Palacio suspira un suspiro largo y radiante, bebe un primer trago de Pineral puro y empieza a surgir
del sifón un chorro largo y discontinuo que llena el vaso de espuma a causa del sostenido esfuerzo que
Palacio hace sobre el extremo del sifón.
A Palacio le digo que no es necesario ser detective para saber que el hombre, de la viuda querría
algo de efectivo y, en algunas tardes de lluvia, también un poco de afecto. Después sonrío mirando de
reojo la puerta; cuando lo vuelvo a mirar agrego: también es probable que haya otra mujer.
-No, sin embargo no es eso -dice Palacio-, empecé -agrega- a investigarlo y me encontré algo distinto
-primero bebe, después habla-: narcóticos.
Respondo con un cierto silencio y una mirada general que, sin embargo, incluye a Palacio en esta
escena de almacén.
-le llamé -dice Palacio- al comisario Robles que supo ser subordinado mío en la repartición, pero
-sonríe- no hubo forma de convencerlo de que esto era parte de sus negocios.
De golpe Palacio interrumpe el relato y yo puedo oler con intensidad el olor a cuero espeso que
exhala su saco. Palacio en tanto saca un Particulares y lo enciende con un fósforo de seguridad marca
"Ranchera"
-Entonces -dice--, y preguntando a todos los ortivas que conozco me encuentro con que el hombre
tenía que recibir una mercadería a eso de las once de la noche en una esquina del centro: lo sigo, me
quedo en la esquina campaneando todos sus movimientos. Me paseó por todos lados, me llevó de un
lado a otro me hizo sufrir el dolor de pies como si fuera la primera vez, me mareó de tantas vueltas
-dice Palacio-
_Y de pronto -sonríe- veo que se adelanta caminando despacio en medio de la cola de un cine, un
tipo delgado con un bolso que tenía dibujado un avión en blanco sobre fondo azul. Me pareció verle
cara de chino, no muy alevoso, pero cara de chino. El tpo del bolso no mediría más de un metro setenta
y caminaba unos siete pasos delante de mi hombre.
Empecé a disfrutar Diez pasos atrás Palacio, adelante el hombre y algo más allá, en la punta, el chino
cargando el bolso que no parecía pesar más de un kilo. En la tenue luz de la calle me parecía ver el
nítido perfil que en el bolso dibujaban dos bolsas de polvo blanco disimuladas en una cajita negra. Y
de a poco el chino achicaba los pasos, mi hombre daba siempre los mismos y yo, Urbano Palacio, iba
aumentando de a poco el ritmo de la marcha. Casi estaba a la par cuando iban llegando a la puerta del
auditorio Fundación Astengo. Ahí veo que el chino se da un poco la vuelta y hace una seña suave
dirigiéndose a mi hombre, veo que mi hombre apura el paso dispuesto a ponerse decididamente a la
par, siento que yo mismo acelero el paso movido por una fuerza descomunal y voy saboreando el
instante en que los dos se encuentran para pasarse el bolso con la mercadería indebida, escucho el
silencio del instante que demoraré hasta ponerme a la par para ¿golpearlos de una vez a ambos?
¿encañonarlos con el Smith & Wesson? ¿Anunciarles que se acabó la fiesta ? En esta duda estaba
cuando llegando a la puerta del teatro la gente comienza a salir y el encuentro está a punto de
producirse. Los veo ponerse a la par y manotear ambos el mismo bolso. Cierro los ojos para sentir con
más intensidad la textura del nácar del treinta y ocho y lo saco, y tiro con el pulgar del martillo del
arma, y apoyando la mano derecha en la izquierda lo levanto hasta la altura de mis hombros mientras
anuncio que se acabó la fiesta, abro los ojos y simultáneamente con la mano izquierda a doy un
empujón al que queda a mi derecha para que caiga a la calle. El bolso, azul, con un avión blanco
dibujado encima, sin embargo, ya ha cambiado de mano: mi hombre lo lleva con displicencia en la
mano derecha; el chino entra en el teatro y a mi costado, algo salpicado por los automóviles que lo
esquivan, el diputado Balestra se envuelve en un mar de exabruptos mientras Vila Ortiz mira
ensimismado las estrías que, por dentro,m tiene el cañón de mi Smith & Wesson.
Palacio mira ahora a través de la puerta el tono rojizo que toma el horizonte allá, al final de la calle,
en un barrio ya distante, casi en el confín de la ciudad.
_Y lo peor -agrega Palacio- es que todavía tengo que ir a verla a la viuda y explicarle que si el tipo se
fue, si no cumplió su promesa no es porque no la quiera: es sólo un asunto de negocios.-
PEQUEÑA, AUSTERA Y LEVE CRÓNICA SOBRE EL BREVE Y EFICIENTE
HUNDIMIENTO DEL FEDERACION IV

No sé qué busco, voy rondando, doy vueltas, los papeles que hay ahí muestran anverso, reverso y de a
ratos no busco, miro, veo, sólo revuelvo, dejo entonces que mi curiosidad avance en recorrer la
inmensidad del escritorio cubierto de planos, papeles, libros, revistas, recortes, lápices, una cajita negra
y otros ingenios no tan conocidos, no tan populares, no tan simples.
Busco, revuelvo, indago y pienso en cosas que han pasado, que pasan, que podrían llegar a pasar e
incluso en cosas improbables o en cosas que definitivamente no pasarán; todos estos pensamientos se
interrumpen porque entre los papeles aprece -oh destino- una matrícula impaga del Federación IV
mientras justo escucho la voz de Chacho sonando en ese disco póstumo que le hizo la municipalidad y
que es una verdadera muestra de que la cultura popular rosarina no es sólo fútbol y parodia: hasta
puede llegar a incluír una dosis de sencilla sofisticación.
El Federación IV, por alguna razón que yo ignoro, figura en el Registro Especial de Yates aún
empadronado a nombre de mi padre, el sordo, que es ingeniero; pero como todos los barcos nobles
tiene una historia lineal y fascinante , aún habiéndose desarrollado enteramente en el Río Paraná, en
Rosario, y esto pienso y después escucho a Mercedes Sosa cantando otro tema de Chacho, propietario
del barco que se describirá más adelante y me digo, sin embargo que me debo a mí mismo la ocasión
de escribir un texto que no quise escribir urgido en los días aciagos del duelo por la muerte del
Chacho.
Años atrás, según me informan, había un hidroavión que hacía el servicio entre Buenos Aires y
Rosario, acuatizando frente a la estación fluvial bajo la mirada atenta del público que apoyado en la
baranda que pone distancia entre el público y el borde del deck miraba con ansiedad la maniobra
esperando reunirse con los viajeros.
A Chacho lo recuerdo siendo yo muy pequeñito, caminando yo con poco equilibrio y fascinado por
algo tan simple como una vidriera, en mis primeras gestiones en el mundo, parado en la calle Santa Fe,
al lado del Pasaje Pam, acaso enojado, gesticulando mientras hablaba y al fin interrumpiéndose para
dedicarme una sonrisa.
El asunto del hidroavión merece respeto, fascinación y confianza: en esos tiempos remotos, el
hidroavión competiría con el tren en seguridad y ligereza, con el barco en modernidad y prestancia y
con el ómnibus en economía, novedad y estátus. Es sin duda para aquellos días un medio de
transporte ágil, moderno y elegante, pero ¿qué es lo que pasa al cabo del viaje desde Buenos Aires
cuando el viajero llega a Rosario, al cabo del vértigo del acuatizaje, cuando el hidroavión -quizás un
Dornier D113- se mece suavemente sobre la fibrosa corriente del río Paraná?
Yo podría sinceramente tener un recuerdo más peregrino de él, no digo del músico, del excelente poeta
que fue Chacho, sino de ese personaje más doméstico que venía a casa de tarde en tarde como amigo
de mi viejo, quien lo obligaba con su insistencia a tocar en el piano Jazz a la moda de Fats Waller,
podría recordar a un cascarrabias que se quejaba de los estragos del tiempo, del progreso, de la
degradación de la isla, de que mi padre sordo no supo no quiso o no pudo, a lo largo de setenta años
tocando el piano, llevar con corrección el ritmo,y que fue capaz de pelearse con todo el Logaritmo
Rugby Club, al que había ayudado a fundar, porque en un baile pretendían evadir SADAIC.
Ahí -creo- es cuando debería entrar en acción el Federación IV: con unos veinte o mas metros de
eslora, escasos diez pies de manga y comodidades para alrededor de treinta personas: el pasajero del
hidoravión, -pongámosle nomás un Dornier D113- entonces se acomodaba con el equipaje de mano en
un asiento del Federación IV y los amarradores de mientras ubicarían su equipaje tal vez sobre el techo
de madera de la embarcación, acaso en un costado.
Tal vez mi recuerdo más grato sea de los primeros días del gobierno de Alfonsin, un día que compartí
un recital con Chacho que tocaba sus canciones y yo leía poemas en el Centro Cultural Rivadavia
invitados ambos por la municipalidad y el recuerdo es para mí importante porque fue la primera vez
que me pagaban por decir poesía sólo con billetes corrientes.
Ignoro cómo es que pasó esto, pero tengo siempre muy presente el recuerdo nebuloso de un mediodía
en La Boca de los Marinos: se trata del Federación IV con Chacho al timón, lustros después de que se
interrumpiera el servicio de hidroaviones y un montón de gente a bordo: parecía un paseo turístico por
el río Mekong y alguien le dijo al adolescente que yo era entonces que ese del lanchón era Chacho y
que las decenas de personas que iban a bordo del Federación IV eran, en su mayoría, músicos
extranjeros -quizás porteños- a quienes Chacho llevaba a conocer las islas..
Y el río pasa, queda, algo nos deja, algo se va: así pasó con el Federación IV; al cabo de unos días de
tormentas otoñales el arroyo Saladillo creció y creció hasta que cuando Chacho llegó al amarradero de
la boca del Saladillo a rescatar el barco de la violencia de las aguas, cuando encaminaba sus pasos
hacia la amarra, después de haber navegado quién sabe cuántos días y tal vez sus noches, al cabo de
haber con Chacho vivido una nueva vida después de servir al hidroavión, primero despacio, después
cada vez más rápido, fué el Federación IV con sus casi veinte metros de eslora hacia la boca del
Saladillo arrastrado por una corriente turbulenta que traía en suspensión animales muertos, garrafas,
mesas, camas y otros enseres domésticos de gente pobre y ribereña, justo como los personajes isleros
de las letras de Chacho y salíó, decía, el barco hasta la desembocadura, roló, cabeceó, se escoró,
hundió la proa en el oscuro río Paraná y finalmente desapareció bajo sus aguas dando media vuelta de
campana, tan rápido que enseguida dejó de verse la estela de cosas que el Federación tuvo a bordo y
que abandonaron el barco en pleno naufragio.
Chacho, sin embargo, vivió muchos años más y sus canciones que hablan por ejemplo de gente que
como él perdió unas cosas con el agua del río, aún los sobreviven y tal vez quiera el cielo permitir que
sigan sonando durante mucho tiempo.-
UNA HISTORIA MUY VIEJA

No miento, y si quiere le juro, yo lo que detesto -dice- sobre todo es contar una historia que he
escuchado y le digo de verdad -dice- que en todos estos años que han pasado no sólo es que yo no he
contado nada de esto, que lo he callado, que no lo he comentado ni siquiera en una charla de familia,
que no lo he dicho a nada ni a nadie, sino que ni siquiera -dice- me he acordado de esto en todos esos
años que han pasado.
Tal vez -agrega- los años que he pasado sin recordar esto se hayan limado los detalles, hayan
descascarado la suave terminación que tenía la historia o la sinuosidad de las historia original parezca
vista desde estos días, en esta región del espacio que el planeta va atravesando ahora y que está tan
distante de la que discurría en aquellos días, algo trivial y previsible pero entonces, cuando la historia
ocurrió, a nadie o a pocos se le hubiera ocurrido ni la mitad de las cosas que han pasado y son también
pocos aún ahora -sentencia- los que son capaces de reconocer que en esos días pensaban distinto al
futuro.
Yo no le voy a decir -me dice- el nombre del tipo, asi que entonces lo llamaremos Cacho que es un
nombre simple, breve, musical y sin demasiadas connotaciones y es que este Cacho pintaba ya a los
veintiún años para pelado porque tenía unos cabellos frágiles, finitos y algo rubios en su cabeza
armoniosamente redonda que contrastaban con los labios sarmientinos. Nunca Cacho se había
destacado en la escuela y si bien algunos dicen que había ido -por la madre viuda- uno o dos años a la
escuela secundaria, no tenía entonces el joven Cacho oficio de que sacar provecho y por eso es que
había entrado en el Centro de Instrucción y Adiestramiento.
Otros, sin embargo, acaso menos pretenciosos que Cacho, quizás movidos por la contingencia, por el
inquieto motor de la historia, por una serena conveniencia o por presión de la familia, habían ingresado
al Centro de Instrucción y Adiestramiento para hacer un leve año de agente voluntario de seguridad y
con eso, según las reglas vigentes, esperar que el estado les diera por cumplido el servicio militar
obligatorio que ya no existe, pero aún alumbra con su sombra los recuerdos de juventud de mucho
varón argentino.
Yo no sé -me dice- si el Cacho era lo que se dice un hombre de acción: En la vida pueblerina que se
llevaba o se lleva en Rosario -que es una ciudad de un millón de habitantes- no son muchas las
ocasiones para la acción y el Cacho había tenido su cuota de acción en algunas grescas en bailes de
adolescentes, había luchado en defensa del Nacional 1 en un torneo de Básquet y -justo es reconocerlo-
cultivaba un perfil antisemita, anticomunista y antiliberal que en el fértil terreno de falta de otro cultivo
y en un medio fervientemente paranoico no le daba malos resultados. En lo que se puede decir de esta
ciudad era -dice- el Cacho un pesado y no eran pocos -completa- los que lo miraban con cierto respeto.
Los días -agrega sorbiendo un ridículo mate que tiene un escudito de Ñúvel en la bombilla- eran
especialmente interesantes para ese perfil y entonces fue que alguno dijo que alguien sabía de otro que
andaba de paso por la ciudad, que a veces paraba en el cuartel y que bajo la máscara de una misión
oficial de inspecciones en las oficinas de catastro de todo el país, estaba en realidad reclutando entre
los más malos de todos -no los peores-, a quienes quisieran ir de soldados de fortuna a Angola, en el
África, donde muchos comunistas habían ido a combatir a Occidente de la mano del sedicioso brazo
cubano.
Cacho -dice- que escuchó esto una tarde de suave lluvia no pudo contener su imaginación y pasó a ser
una especie de zombie que no salía de sus cavilaciones tanto sobre la guerra en Angola como sobre la
fortuna de los soldados de fortuna. Dicen -agrega- que dobló su entrenamiento de por sí exagerado,
que pasaba más horas en el gimnasio y que no menos de tres horas diarias las pasaba en el polígono de
tiro con munición a su cargo, doblegando siluetas de cartón y haciendo de los blancos una suerte de
coladores, disparando armas largas, cortas y medianas. Sus modales se volvieron más rudos que de
costumbre y sus subordinados debieron ajustarse a esta nueva personalidad: los trabajadores que
ingresaban por la puerta que custodiaba Cacho ya tuvieron que irse acostumbrado a una mirada astuta
perspicaz y desconfiada para con el elemento dudoso y a una curiosidad inquieta que no conocía el
descanso: revisaba -explica- Cacho con fruición bolsos, cajas y enseres de todos y cada uno de los
trabajadores y de esos días es la felicitación que recibió de sus superiores por detectar robos hormiga
de azúcar, de yerba y hasta de miel del depósito judicial.
Así son -agrega filosóficamente- los sueños de juventud: no importa qué es lo que ocurra alrededor,
sólo queremos llevar adelante nuestros ideales y no escatimamos medios. Cacho pasó a caminar con
paso acompasado y marcial, cultivó sus músculos y tomó la costumbre de no andar desarmado. Tan
fuerte, sólido y eterno se sentía el aspirante a soldado de fortuna que una tarde entre las tardes olvidó
sus credenciales de agente de seguridad en la cajita negra en que solía guardarlas y desde entonces
pensó que un custodio de occidente no tenía porqué andar dando pruebas de su lealtad y que el sólo
hecho de pertenecer a la legión de elegidos y llevar en la sobaquera una pistola de buen calibre y tres
cargadores repletos de municiones alcanzaba para custodiar tanto su integridad física como el destino
de grandeza de la patria.
Esto duró -me aclara- al menos unos cuatro meses de entrenamiento y frenesí. Una noche aciaga e
injusta una brigada antisubversiva que patrullaba los cafés del centro lo vio atlético, bien vestido y
armado y lo cargó hasta un sótano en una esquina donde le vendaron los ojos y por tres días,
turnándose para el descanso vespertino, le dieron máquina para que dijera de dónde había sacado las
municiones, los tres cargadores y la pistola que llevaba en la cintura cuando lo encontraron si ellos no
lo conocían y él no llevaba ningún salvoconducto firmado por los dueños de la fortuna.
Me ahorra detalles, me dice.
Que no sabe si siguió con la carrera de agente de seguridad. Que su apariencia de compadrito se trocó
por la de un escruchante, que ya no frecuentó más los lugares donde tanto se lo veía y que no sabe si
llegó a los cuarenta años. Que en estos más de veinte años que lleva de no verlo ni una sola vez se
había acordado de esta historia. Que no vale la pena.-
SAER

Un día entre los días del invierno yo había ido al pueblo Serodino en una Citroën verde, sutil y
destartalada que en aquel momento era propiedad mía. Encima del auto, adentro, entre los que iban en
este corto viaje a Serodino estaban Juan Jose Saer y un caño de escape de unos dos metros de largo que
era llevado por él en un recorrido no lineal a Santa Fe.
En los aviones y en los trenes uno se siente sólido y eterno, decía un ¿verso? de Dylan Thomas in
américa ; espanto y vulgaridad son el patrimonio de los aviones , dice el principio de El río sin
orillas. Entre una y otra frase median alrededor de veinte años. Digamos que media, entre otras cosas,
este viaje a Serodino. Acaso -suponíamos entonces- ese nombre Serodino para Saer estuviera más
cargado de sentidos ligados con lo personal. Yo personalmente, de aquel dia tengo pocos recuerdos
pero muy nítidos que no hacen a lo central de la cuestión. Hablábamos, por ejemplo, de Julio Cortázar,
tan injustamente muerto en estos días y tan vivo en los años '70. De él dijo en aquella oportunidad
Saer que escribe sobre sus tías. Recuerdo también la presencia recurrente de unas garzas a la vera del
camino de las que comentamos que debían estar allí por decisión de la Dirección de Turismo, en un
alarde de humor bastante criollo. El ferrocarril, sin embargo, le arrancó a Saer, escritor no tan popular
como ahora, unas declaraciones peronistas sobre la estela de Evita quien, unos años antes -acaso
treinta- había pasado por allí arrojando juguetes a los niños como lo hacía permanentemente por todo
el país. A Saer niño le había tocado algo que yo imagino como una pelota o algo acaso más interesante
¿un trencito de juguete en mal estado de conservación a causa de la caída desde el otro tren?
El centro de Serodino, la menos aquella tarde de un día de sol, parecía copiosamente polvoriento y
aparecía en esta tarde de domingo para nosotros como envuelto en un perpetuo, permanente y
perdurable aire de siesta a pesar de que ya eran mucho más de las cinco. Allí en el borde de una
especie de avenida, cuyo trazado está detenido a la par del ferrocarril por donde supo pasar Evita, hay
una esquina de las seis o siete que deben sucederse y en esa esquina está la tienda del Tío Pibe. El Tío
Pibe, bueno es aclararlo, era, por lo menos en ese entonces, en razón de algún vínculo que no nos fue
develado, tío de Saer el escritor y la familia de este último también había vivido en esa esquina, sólo
que cruzando la calle, Por alguna razón que tampoco nos fue explicada pero que posiblemente tenga
que ver con una cajita negra, pequeña y brillante, Tío Pibe había discutido fuertemente con la familia
del escritor y durante años pese a la proximidad geográfica, el vínculo entre ellos se había,
paradójicamente, distanciado.
_¿Seguís viviendo en Santa Fe? preguntó Tío Pibe, poco afecto a leer secciones literarias.
_No -respondió el escritor- ahora vivo en París .
_Así que estás viajando -respondió el Tío-
La charla, larga y matizada por las mudas intervenciones de unos niños que trataban de trepar la
inmensa humanidad árabe de Tío Pibe se ha perdido de lo que mi memoria pudo registrar en ese
momento.
_Yo tampoco me casé -dijo Tío Pibe en un momento- pero estos -señalando a los críos- éstos son
míos, llevan mi apellido,
En la facultad -anotó Martín una vez en una carta dirigida a Saer- la gente discute el implícito acento
que lleva tu apellido: Sáer o Saér. Poco importa.
Después, como a la oración, tomamos una cerveza en villa la Ribera.
Cortázar - sin embargo- no me parece despreciable por escribir sobre sus tías y a Saer yo lo había
conocido en París en un invierno lluvioso. Entonces -cuando París- habíamos leído poco Saer,
teníamos escasa referencia de su obra y corto manejo del idioma francés. Algo nos disculpaba toda esta
escasez: éramos bien jóvenes. Sin embargo he creído pertinente esta pequeña crónica: ya que Saer no
considera prudente escribir sobre tías, nosotros ponemos a disposición del lector este fragmento en la
intención de que el lector -acaso inquieto- conozca un poco más sobre tíos.-
MONETA

No es -dice- un prócer, ni es un hombre recordado, ni siquiera tuvo una justa fama en sus días, ni
fue respetado, ni alcanzó a amasar una jugosa fortuna. No tiene espacio en los libros de historia de la
secundaria ni se le tributa homenaje a su memoria, ni hay monumentos suyos en las plazas. No se
encuentran -sigue diciendo- plazas en su homenaje, no se oyen discursos sobre su persona ni interesa a
los políticos su obra.
Yo lo escucho a mi ocasional acompañante hablar sobre estas cosas y pienso perezozamente mientras
juego con una cajita negra que hay sobre el mostrador, que a casi todas las personas que pasan por este
mundo les aguarda un destino semejante y que si en algunas contadas y efímeras ocasiones esta regla
es transgredida se debe antes a las necesidades de los vivos por imponer sus intenciones que al dudoso
mérito de los héroes de tiempos pasados.
Desconozco -dice- sus inclinaciones literarias, ignoro si tuvo poca o mucha descendencia, si cultivó
otras pasiones por fuera de sus aventuras, y no sé en qué año habrá nacido -agrega-, pero de lo que
estoy seguro es que era, -y tose mientras esto dice- un apasionado.
Yo lo miro, acerco otra vez mi copa para que me la llenen y me distraigo en una mirada lejana que
revisa el escaso horizonte en busca de algo más interesante. Mi interlocutor, en tanto, calla, piensa,
mira y se acaricia con la mano izquierda, la oreja derecha que es grande, revuelta y de un color más
claro que la piel de la cara.
Fue en 1924 -dice cuando vuelve a hablar- que el tipo se embarcó la primera vez para las Orcadas.
Las Orcadas -agrega- están más o menos a veinte grados del Polo Sur y la mayor parte del tiempo
-ilustra- quedaban aisladas del mundo en razón del Pack-Ice que cubre el Atlántico Sur. No había
-alecciona- en ese entonces telégrafo en las Orcadas y mucho menos -completa- radio.
Los tipos iban -dice mientras hace un gesto con la mano izquierda- navegando veinte días entre
témpanos rectangulares hasta el puerto ballenero de Grytviken, en las South Georgias, y desde allí
fletaban un ballenero para navegar hasta la isla donde al fin pasaban un año entero revisando unos
instrumentos de medición y arreglando la cabaña con el objeto de que si los demonios les eran
propicios al cabo del año vinieran otros a relevarlos en la tarea de leer los instrumentos de medición y
sostener con obstinación los edificios donde viviría al otro año otra comisión. -dice y calla-
Yo lo escucho decir estas cosas y pienso por un instante en Rould Amundsen que fue el primero que
tuvo éxito en una expedición polar, en el capitán Scott, que llegó primero al Polo Sur pero se le
murieron los caballos, en los piratas ingleses que se perdieron en los mares del sur en el siglo 17 y en
una rubita de ojos inquietos que está sentada un poco más allá de la ventana, vestida de celeste.
Mi ocasional acompañante, sin embargo, insiste en seguir su narración de los mares del Sud. Cuenta
detalladamente que el observatorio de las Orcadas es de 1903, que la primera expedición a las Orcadas
fue en 1902 y que el general Roca siendo presidente organizó la primera expedición argentina que el
22 de Febrero de 1904 izó el pabellón nacional a las órdenes de R.C. Mossman, un escocés alto, parco
y bonachón que llevaba en esa expedición sólo dos argentinos, uno de apellido Acuña y otro de
apellido Valette, de pocas reminiscencias criollas. Las expediciones -dice- se sucedieron
ininterrumpidamente, pero recién en 1927 le tocó a Monetta -agrega- ser el jefe de la expedición
argentina. Roca -dice- quería ocupar todo el horizonte de la época y el horizonte -comenta con una
mirada soñadora- siempre parece estar un poco más allá.
Yo escucho esta última afirmación que me resulta algo tonta, trivial o exagerada y vuelvo a mirar la
rubita allí sentada: le veo en esta segunda inspección unas piernas brillantes y saludables que afloran
sin pudor de su corta pollera y a causa de la posición de la rubita y de la extensión de su escote veo
también unas interesantes tetas que, sin quererlo, me distraen de sus zapatitos pequeños, brillantes y
suaves.
Moneta -me ilustra mi acompañante- había vivido a los doce años en Tierra del Fuego y el año
diecinueve dice haber visto en Puerto Belgrano el arribo de la corbeta Uruguay que llegaba de regreso
de uno de sus viajes a las islas Orcadas. Y entonces -continúa diciendo- al volver a Buenos Aires
ingresó a la oficina meteorológica argentina dirigida por Jorge Wiggin, cuando todavía estaba Irigoyen
en su primera presidencia, pero sólo cuatro años después, el veintidós, ya con Alvear que era pelado de
presidente, porque al peludo no le dieron la reelección, se accedió a su pedido de ir a las Orcadas, cosa
que hizo -dice- el veintitrés, bajo el mando de Hugo Valentiner, un veterano del antártico que iba por
cuarta vez al observatorio de las Orcadas.
Yo vuelvo a mirar a la rubita y veo como ella de pronto nota que yo la miro, mira, remira y
finalmente sonríe. Sonríe de una sonrisa sinuosa y fatua que a mí me alcanza para alegrarme todo el
día. No sonrío: pienso ahora en las islas Orcadas, tan blancas, tan vacías, tan claras por fuera que se
diría que no tienen piedras; pienso en los témpanos de hielo flotando a la deriva por el Atlántico Sud y
en las focas que los expedicionarios mataban a sangre fría con el humilde objeto de aprovechar su
grasa como combustible, ºpienso en los restos de las focas, en los lobos de mar, en la textura brillante y
rugosa de la piel de los despojos de los animales muertos y en los huesos blancos y raídos que quedan
a causa del frío cubiertos de piel durante más de un año. Pienso también en la enorme planicie de
hielo, en el mar congelándose despacio a medida que el invierno progresa, en este Monetta, que no sé
si llega a héroe, aprendiendo las artes de la meteorología, repasando la picnometría, en un anemómetro
girando a una velocidad loca en la soledad de la Antártida, pienso en muchas y variadas cosas: pienso,
por ejemplo, en la sonrisa de la rubita sentada unos metros más allá.
Sin embargo el mérito -continúa mi ocasional acompañante- no es del joven Monetta que habiendo
aprendido apenas los rudimentos del oficio de observador meteorológico ya quería ir como loco al
borde del fin del mundo a curiosear el suave lomo de la naturaleza, no es -agrega- esa vocación de ver
qué es lo que hay un poco más allá, donde sólo aventuran las focas, algún pingüino y los petreles, no
es la obra de este Monetta haberse decidido un día a hacer de valiente, ni la determinación firme y
sólida de ir a pedir venia a sus padres, ni la pueril intención de dejar escritas un montón de cartas en el
extremo austral del continente para que sus amigos, con una regularidad semanal enviaran a su madre
las muestras falsas de que él ocupaba un cargo en un observatorio del continente mientras el joven
Monetta desafiaba la enorme planicie helada rodeado de noruegos suecos y balleneros; ni siquiera
haber llevado adelante la empresa de navegar durante cinco días en un barquito ballenero sometido a
los avatares de la marejada polar. Monetta -me dice haciendo un gesto adusto con las cejas- fue el que
el año veintisiete enarboló bajo los enormes vientos del polo una descomunal antena de treinta metros,
sostenida por varios alambrecitos, para poner a funcionar una estación de radio y comunicarse con el
continente americano.
Yo vuelvo a mirar a la rubita, veo que se levanta, me despido de mi ocasional acompañante y me voy
acercando a una distancia imprudente a la bella sonrisa de la rubita. Mientras tanto voy pensando que
el Monetta de quien me hablaban era una persona razonable: todo lo que no se conoce tienta.-
Buenos, Viejos, Tiempos

Sabe lo que pasa ingeniero -dice- es que antes todo era distinto. La verdad es que los chicos de hoy día
no saben vivir. Yo en aquella época -agrega- el Viernes me iba a Quo Vadis y siempre me ganaba
alguna minita y todas iban al frente, el Sábado salía con Mónica, porque yo me casé joven, sabe
ingeniero -agrega- y además en esa época -dice- yo trabajaba en John Deere y ganaba, ¿Sabe cuanto
ganaba yo en John Deere? -dice-. Ahora le cuento -dice mientras se aleja-
Yo lo miro alejarse y pienso si esa época que él cuenta era o no era efectivamente mejor, con tanto
terrorismo, secuestro, golpe de estado, acto relámpago, con todo eso que pasaba antes y que ahora,
afortunadamente, por acá ya no pasa.
Mire Ingeniero -dice- hasta una vez yo una mina -carraspea- y yo creo que debe ser la mina más linda
que conocí en toda mi vida -comenta- mire lo que era ingeniero la mina esa porque resulta que a la
mina esa yo la conocí en la cancha, sabe, en la cancha un día que jugaba ñulcentral, sabe, y la mina
estaba ahí en la cancha, al lado mío, y yo la vi, y era una morocha, bueno, era morocha porque tenía el
pelo -dice- negro, pero la piel así, la cara la tenía blanca ingeniero y entonces yo la miro y veo, resulta
que estaba con la mamá la mina esta -dice- pero espere -dice interrumpiendo el relato- mejor voy a
llevar esto, deme el ticket que ahora vengo porque sinó José después dice que demoramos mucho en
atender a los clientes porque estamos todo el tiempo hablando al cuete y mejor no darle argumento
porque después llega, nos vé charlando un poco y se pone de mal humor y nos reta a todos -dice
mientras se empieza a ir con el ticket en la mano.
Yo miro la cajita negra que hay al lado de la registradora y pienso que él tiene razón, que mi cuñado
tiene muy mal humor y que mejor no provocarlo, porque él, como todos los ignorantes, teme que
alguno lo traicione, que alguno lo pase, que le roben mercadería o le cambien los números de la
recaudación. La verdad es que ni siquiera en mí -pienso- tiene José confianza. Y la verdad es que hace
bien -pienso- y por eso le va bien; sabe que lo importante no es saber sino poder, me acuerdo cuando
de novio yo iba a su casa y él, siempre de punta en blanco, siempre de joda, siempre con alguna minita,
si claro, si no se recibió es porque siempre supo que más importante es poder que saber.
Sabe qué pasa ingeniero -me dice retomando el relato- es que ahora parece todo fácil, pero yo en esa
época ya estaba de novio, y entonces me acerqué a la mina en la cancha, y la empecé a charlar, porque
la mina era un poco más grande que yo, tendría unos veinte o veintiuno y yo diecisiete o dieciocho,
pero yo la veía, y sabe qué, ingeniero, uno la veía, la miraba, le veía esos ojos, esa cintura esas piernas,
tenía unas gambas la mina, y bueno, que quiere que le diga -dice- yo al final le saqué el teléfono, ahí,
en la cancha, y salí de la cancha y me fuí -dice- porque yo en esa época tenía la Gilera Macho, de
doscientos centímetros cúbicos, cero kilómetro, que sabe lo que era esa moto ingeniero, un avión era la
moto -dice mientras carga la bandeja en la palma de la mano- y me fui a lo de mi novia que vivía en
calle Montevideo y nunca antes me había sentido tan mal ingeniero, nunca antes, ahora le cuento -dice
mientras se aleja-.
Yo lo miro alejarse una vez más y pienso en lo que vale una moto cero kilómetro hoy, pienso en lo que
era mi vida cuando trabajaba en Construcialco, en los meses que pasaba sin cobrar ni un centavo, en
las piruetas que hacía para saldar los pagos mínimos de la tarjeta de crédito, en los pagos que me
decían que eran como anticipo cuando tenía que revisar la armadura del hormigón, en los días de
viento en la obra, y en todo lo que me deben y que el síndico de la quiebra de Construcialco dijo que
no estaba bien documentado y que mi abogado todavía, a dos años que empezó la quiebra, por un
problema de papeles, todavía no ha conseguido cobrar.
La mina ingeniero -dice- era un avión, y la llamé apenas zafé de mi novia que entendió al final que me
sentía tan mal que no podía quedarme ni un minuto más y enseguida que salí de lo de mi novia la fui a
buscar a la mina que había conocido en la cancha porque vivía por ahí, por barrio triángulo -dice- y
cuando yo la vi no lo podía creer porque estaba tan buena, tenía unas gambas y tenía una mirada la
turca aquella que la verdad ingeniero es que era para tirársele encima -aclara-
Yo lo oigo contar y pienso que yo ya aprendí la lección, y que lo importante no es saber sino poder, y
espero que ahora el Colegio tenga suerte con la cuestión de las mensuras para poder empezar a hacer
mensuras que no es como trabajar de ingeniero, pero es al menos una tarea profesional, si total, algo de
topografía en la facultad yo estudié y lo demás, lo del papelerío; la parte legal, seguramente lo puedo
averiguar preguntándole a alguno en la municipalidad.
Y bueno -retoma el relato- la verdad es que nos vimos un par de veces así y creo que la segunda o la
tercera vez que salimos resulta que mi papá tenía el departamento que no lo había vendido en Berutti y
Riobamba y con mi hermano lo usábamos de bulín, así que la segunda vez la llevé ahí y ay mamita, lo
que era la mina esa, creo que nunca conocí y es difícil que conozca una mina como esa, todavía me
acuerdo y me da cosa -dice- y bueno, de ahí en adelante, porque la mina no quería ponerse de novia, lo
que quería -dice- era una aventura, y ahora va a ver porqué ingeniero, porque no era una turra, pero
estaba en un momento en que necesitaba tener una aventura y como yo era más chico que ella, claro,
después le cuento, porque usted tendría ya a esta hora que estar llenando las planillas para que cuando
venga José ya estén hechas porque sino -dice- se pone de mal humor y se las agarra con todos.
Yo lo oigo y pienso que lo que dice es cierto, pero que si el colegio consiguiera que nos permitan hacer
mensuras la cosa sería distinta, si total quién no puede ir y medir un terreno, los agrimensores son
todos ingenieros frustrados, todos vagos o cuadrados, no saben nada, y la parte del papeleo capaz me
la puede hacer algún agrimensor total lo más importante es poder conseguir el trabajo.
Mire ingeniero -dice- le sigo contando ¿no? porque con sus amigos también me presentaba así, no
como su novio, pero me presentó muchos amigos, el padre era médico, y hasta una vez me quedé a
dormir en la casa de la mina, un día, qué verguenza, que me había agarrado una mamúa que ni veía y
el padre me atendió. Parece -dice interrumpiéndose- que aquellos quieren pagar, voy a cobrar y
después le sigo contando.
Yo sigo llenando las planillas y pienso que el colegio debería conseguir más trabajo,dicen que desde
mil novecientos sesenta y seis que los ingenieros no hacemos mensuras, pero no importa, quien sabe
si esto de las mensuras funciona, puedo dejar este laburo de adicionista y dedicarme a eso y buscar
mientras tanto un trabajo como ingeniero, y no como ahora que mi cuñado todos los días me
verduguea, me reclama las planillas, me dice que no miro si la cocina está limpia, me dice que no fume
y que mañana me venga mejor vestido y no en zapatillas, si será piojoso, cuando trabajaba en
Construcialco nunca me dijeron nada de las zapatillas.
La cuestión ingeniero -dice mientras fuma- es que un día veníamos caminando por Godoy con la mina
así agarraditos de la mano y yo veo que en la misma vereda, justo enfrente de la iglesia, aparecen dos,
al primero - dice y señala- yo le llegaría acá, y el segundo era más grande que un ropero grande
-compara- y entonces veo que se acerca, nos paramos los cuatro frente a frente y el tipo le dice. "¿Te
acordás cuando fuimos a esta iglesia? -dice- "Sí" -dice que le contesta la mina- ¿Querés que entremos
ahora a preguntar? -dice que le dijo el tipo-
Ahora -dice que dijo la mina señalándolo- estoy con él y cuando dijo esto -dice- el tipo me agarró de
las solapas, me alzó, me puso un cabezazo que yo pensé que me mataba. Diga ingeniero -dice- que el
otro lo paró, lo calmó, lo retó y se lo llevó, porque sinó yo creo que me mata. La mina -agrega- estaba
mal, y me dijo que la disculpara, que el tipo había salido con ella antes, que había sido su novio, y
seguimos caminando un rato largo pero yo no me reponía, y después me miró y me dijo, vamos para
Berutti -dice que le dijo- pero yo -dice él- como estaba, lo último que quería era llevármela al bulín así
que caminamos un poco y la acompañé a la casa. Y después no la volví a ver nunca más, pero nunca
más, y mire ingeniero que le hablé, que la llamé, la busqué, pero nunca más me volvió a ver esta
mina; no, si es como yo le digo, lo importante es poder, no importa como, pero poder.-
DESDE PARIS

Yo no sé si en una entrevista, si lo escuché personalmente, si no lo leí en algún libro, pero tengo para
mí que Borges dijo alguna vez que el origen del tango se situaba según de dónde proviniera el relato,
pudiendo ubicarse tanto en Montevideo, en los arrabales de un Buenos Aires que pasó o -si se es
rosarino- en el Pichincha que hubo antes de las intenciones municipales de resurrección de su momia.
Los orientales, según me informan, son muy celosos del tango y hasta a Gardel , me dicen, le han
inventado una personalidad uruguaya y un nacimiento en Tacuarembó, lugar que si ahora te parece
desolado, vaya uno a saber qué era en los días en que Gardel nació. Cuando murió, Gardel, dejó un
testamento diciendo, entre otras cosas, “soy francés, nacido en Toulouse”, tal vez por eso es que ya
entrado en años, en los días –dice Soriano- en que a la gente se le empieza a esfumar la vista, cuando
ya cuesta sostenerse al final de la escalera, mientras la orquesta de Francisco Canaro aún tocaba en
Montmartre, consiguió Carlitos que los franceses detuvieran el frenesí de la danza y escucharan por
primera vez un tango sin bailar desaforadamente.

Antes de esto el tango ya había recorrido esos ambientes prostibularios que, como bien saben sus
frecuentadores, son lo más pacato que se dispone en plaza, otorgando a los danzantes licencia para
sugerirse con mucho de imaginación y muy poco tacto un encuentro carnal difícil de desear, originado
antes en la necesidad que en el anhelo, llevado adelante por dos desconocidos entre los que ni siquiera
media un buen negocio y realizado en un ambiente de burocracia con rígidas e inquebrantables normas
que resguardan a los ejecutantes de todo compromiso personal: a salvo de la sensualidad el tango ya
ensayado en estos recoletos ámbitos pudo salir de los arrabales para ser bailado en reuniones
homosexuales, si masculinas en la calle, si de señoritas, en el fondo y a la hora de la siesta.
No sé que lo bailaran las señoras, habida cuenta que tenían en aquellos días mucho espacio en sus
alcobas ¿para qué arriesgar?-

De estas prácticas danzantes de imberbes taitas y señoritas pálidas, ansiosas y acaso vírgenes, dan
cuenta no pocas crónicas y tan insípidas se deben haber vuelto las tales prácticas que en un momento –
y esto lo sé por mi abuela que tocaba al piano el tango “El Entrerriano”- entró el tango en el repertorio
familiar del piano de sala, creo que ubicado entre “Für Elise” y “La Barcarola”, bien separado de los
acompasados valses que sólo se reservaban por su sensualidad verdadera y embriagante, para los días
de fiestas trascendentales que justificaran el desenfreno.

Un camino paralelo hizo en esos días la milonga, la palabra, el contrapunto, que desde que Fierro se
cargó al moreno vive con ese estigma patibulario y si suena en los kilombos no es para animar jóvenes
indecisas sino para dar cuenta del otro baile mas grave, donde muchas veces hay uno que después de
las fintas no vuelve.

Y mire el lector si será de Dios esta historia del tango en las familias criollas que en los días en que los
franceses prósperos se decían 'ricos como un argentino', junto con la vaca, la manteca, el quillango y
una pequeña cajita negra, se llevaron con sus hijos los ricos argentinos que hubieron, el tango a París y
allí los deslumbraron a los franceses quienes al no entender la lengua no llegaban más que a bailar ese
ritmo sincopado y pobre que cada dos cuatro y así duró hasta el Último Tango en París que antes de
generar todos esos chistes procaces, sordos y repetidos que muchos aún recuerdan, fue una película de
Bernardo Bertolucci que en 1973 contaba la historia de un tipo de unos cuarenta y cinco años llamado
Paul, propietario de un hotel cerca de Les Halles; en un barrio que fue y es bastante prostibulario y
donde funcionó, a fines del siglo pasado, el veinte, una milonga llamada Trottoirs de Buenos Aires;
quien conocía –Paul, que era norteamericano- en un departamento vacío a una señorita con la que
sostenía una relación de sexo existencial nada ingenua y bien alejada del tango, que –creo- todos
deberíamos tener algún día.

Vengo de ver la película, y me sigue impresionando como en los años setenta, salvo que -¿por
ahora?- no tengo que ir a verla a Punta del Este. Sin embargo, esta soirée cinéfila en el mullido sillón
de mi cómodo piso frente al río me deja una novedosa amargura que está más allá de todo mi recuerdo:
es la primera vez que antes que identificarme con la joven de veinte años que llena de promesas se
enfrenta a esta relación como una traba para su futuro, me encuentro pensando como que soy el
propietario del hotel de mala fama que hace un largo –y amargo- monólogo al cadáver de su mujer
muerta, parte en inglés , parte en francés, reprochándole –como no- el haberse de una vez y para
siempre suicidado, asustado él ante el furor de su nueva relación y presa del pánico cuando la joven
amaga abandonarlo y en la chica que hace la difusa Maria Schneider –en cambio- sólo veo una linda
jovencita caminando ingenuamente con la segura solidez que da la inexperiencia por la suave cornisa
del deseo.

La única escena de tango que hay en la película de Bertolucci es –sin duda- realmente patética.
Sazonada por la música del saxofonista rosarino Gato Barbieri, el Paul que hizo Marlon Brando se da
el lujo de convertir un momento donde se juega la entera pasión, la existencia, el amor de tu vida y
quién sabe si no el promisorio futuro nuestro, en una decadente escena de borrachos bailando un tango
bizarro en medio de un concurso frecuentado por unos a los que nada tiene que envidiarle nadie, de
quienes se ve que la afición al baile del tango es realmente parte y suplemento de la verdadera llama
que los mantiene con una vitalidad endeble que les da apariencia de vida y que la última vez que
estuve en París no hace tanto, puede verificar que aún existen, llevando cual mustia llama votiva la tea
olímpica de los difuntos que bailaron con Canaro en Montmartre, con D`Arienzo en los carnavales de
Provincial, con guitarreros anónimos en viejos burdeles con respeto por la moral de su tiempo, ya sea
en el Union Bar los Jueves a las 21 donde otros días hay jazz, en la rue Gal Malleterre de Porte St
Cloud, o en un lugar que hay cerca de Bastille, al 11º arrondisement, donde hay que ir temprano, estos
tipos, que quién sabe qué es lo que hacen los demás días y de quienes nos ha llegado, no como un
rebote sino como una marejada ajena, como una invasión, como nos llegó también la mundialización,
el fin de las ideologías, las proveedores privados de servicios públicos o el destino latinoamericano, el
baile del tango argentino como el que bailó Brando con María Schneider: desde París.-
Un día especial

Le miro las ancas fuertes, sólidas y alzadas, aún a pesar de que hace ya varios años que ha alcanzado el
aura de santidad que se adquiere a los cuarenta años, y más allá, mientras las menea al ritmo de su
trabajo de limpieza, veo pasar al Enchantment Merchant navegando a una velocidad inusitada por el
talweg o vaguada del brazo principal del Río Paraná al cual diariamente unos marineros belgas tallan
sobre el material que, en el lecho mismo del río, la corriente viene arrastrando desde el corazón
rebosante del Matto Grosso, desde el Beni, desde las riberas medio secas del Pilcomayo, pedazos
microscópicos de una América que creímos indestructible y que sin embargo el río, al igual que otros
agentes abrasivos que actúan constantemente mientras dura el tiempo, viene sucesiva y
sincrónicamente erosionando trasladando y depositando en una tarea continua y persistente, para que
los marinos belgas, inocentes de todo lo que pasa en tierra firme y con su espíritu resonando con la
vieja Europa, acumulen, escarben, junten, alijen y coloquen en un rincón de modo de contribuír para
que el banco que posee a título de dueño la propiedad de la empresa concesionaria pueda justificar los
dividendos de la deuda que el país multiplica a diario con ellos, problema que finalmente no es sino
difícilmente materia de interés de los operadores de la draga.
Antes, en otro departamento, repantigado en una posición poco legible sobre un almohadón azul, vi
pasar navegando río arriba en la fibrosa corriente del Paraná Medio al Mindanao Joystick, mientras le
hacía el amor suavemente, acariciándole los hombros y conteniendo con sus manos las mías, a esta
morena que por más de veinticuatro años ha sido para mí la amante ideal, discreta y persistente con
que algunos siempre soñaron: entendió desde siempre que no debía ponerse de novia con un hijo de
patrón, aprendió con alegría todos los vicios que empezamos a cultivar juntos durante la adolescencia,
fue adaptando los movimientos del cuerpo, los ronroneos del alma y los silencios de la mirada a
medida que la flexibilidad de las articulaciones cedía, toleró ausencias, silencios y desaires y escanció
con medida sabiduría sus virtudes, sus encantos y sus efusiones irresistibles sin tensar la relación ni un
pequeño y breve palmo más de lo necesario.
Para mí, que a media tarde estoy mirando el navegar del Enchantment Merchant mientras bebo una
muy breve medida de Bourbon bajo la mirada atenta y vigilante de una rubia desabrida contenida
discretamente en un retrato es, sin embargo, una tarde especial.
No menos de quince años hace que le ruego, le pido, le solicito, le reclamo le requiero y le demando
que un día, un dulce día, un día completo y desdibujado me permita acompañarla en la gira diaria que
ella hace por las casas de los otros que ella atiende, no para limpiarle el alma de pensamientos impuros
como a mí, sino para pasar el plumero sobre los muebles manteniendo el polvo que se genera a partir
de la febril y vacua actividad de las personas sobre el país en un estado de suspensión perpetua que
mantenga para siempre la atmósfera argentinamente polvorienta.
Así pues entonces, entré por la mañana temprano a un departamento de dos ambientes con la cama a
medio desordenar, una revista abierta en una página ilustrada, unos papeles pequeños abollados sobre
la mesa, al costado de una pequeña cajita negra brillante y cerrada, una blusa blanca y un pantalón gris
en el perchero, todo bien arreglado y en orden. Sobre la atmósfera, que percibí trabajada, no flotaba el
aire que las mujeres dejan tras de sí en la noche sino una especie de exuberante y cálida textura, acaso
sólo el rezago de lo que la costumbre da en recordar.
Antes de la media mañana mientras mi madura amiga continuaba con sus labores me vi ya en el patio
oscuro de una planta baja midiendo mentalmente el espesor de las baldosas de color bordó antes de
descubrir en una pequeña repisita empotrada en un rincón de poca luz la mirada nubosa de un niño
antes de cumplir los doce años. ¿Qué o quiénes son los que pusieron esa mirada en semejante retrato
del mismo rincón oscuro?
“El ingeniero no está”. Eso es lo que dije más tarde cuando contra todos los gestos de mi morena
amiga me atreví a levantar el teléfono ajeno que sonaba sin borrar de mi rostro una sonrisita que aún
preservo desde los días malos de mis veinte años. Fue una alegría doble, el saber que pude comunicar
que el ingeniero efectivamente no estaba sin despertar sospechas y poder gozar del enojo y la protesta
de mi morena amiga, quien desde que llegó de Victoria -Entre Rios- en los días finales de la dictadura
de Onganía siendo apenas una adolescente de mirada achinada y caderas anchas, sabe que nunca podrá
alcanzar a retarme. Allí fue que pasó, a marcha acomodada y rancia, el Mindanao Joystick, y Dios
sabe que yo quisiera que ese momento dure para siempre.
Revolver los papeles de los perfectos desconocidos que aún me quedan en esta ciudad por un abuso de
la generosidad de mi amante no me da un placer personal, una idea de superioridad, una noción de
ventaja, ni siquiera me permite esta apreciación de usados billetes de avión, esta valoración de retratos
de personas cuya mirada me devuelve una familiaridad extraña, esta inspección de objetos pequeños
comprados en el ultramar, esta revisión de cosas personales que muy probablemente haría a sus dueños
tiritar de sorpresa si dejara rastros de mi revisión; no mejora la inspección de posesiones íntimamente
ajenas mi estado civil, mi patrimonio, ni mi pasar: no soy un ladrón, nada me quedará de toda esta
excursión salvo un triste recuerdo al cabo del día y no creo abusar cuando me sirvo por segunda vez un
pequeño trago de Bourbon. No me deja esto un conocimiento mejor del mundo ni un espíritu más
nutrido o más cercano de la perfección.
Sin embargo esta tarde de Diciembre, en medio del mundanal desorden en que se hunde el país donde
he crecido, mirando el interior más íntimo del domicilio de todos estos perfectos desconocidos,
bebiendo en vaso ajeno, y en el indiferente paroxismo del ejercicio del oficio por parte de mi antigua y
persistente amante, creo que he alcanzando definitivamente y aún a pesar mío otra escala avanzada en
el camino de la santidad.
Esto –pienso- debe en definitiva parecerse un poco a lo que sienten, en Buenos Aires, todos los que
deciden sobre la intimidad ajena.-
La sospecha

La verdad -me dice- yo no estoy muy seguro de que esto sea una atención especial por parte de la
empresa; yo capaz que hubiera preferido viajar en auto, aunque el viaje sea largo; mi jefe -sigue
diciendo- dijo que él quería que yo llegara bien, fresco y en horario y ahí nomás me alargó de la
chequera un pasaje ida y vuelta y bueno, qué más iba a decir si el tipo ya se estaba levantando con una
gran sonrisa y yo siempre el mismo boludo, ahora que ya estoy acá pensé después de cerrar la puerta,
qué le voy a venir a decir.
Yo asiento con un cabeceo leve, miro la caja de poliestireno de alto impacto que contiene el
instrumento, la correa roja del trípode que lo sostiene cuando trabajamos, pero no puedo contener la
curiosidad que me lleva a mirar a una señorita que caminando por la ancha vereda de la calle se acerca
con unos pasos de aguja sobre sus altos tacos hacia el hall del aeropuerto. El silencio rodea los gestos
de mi compañero. Él está sentado a mi lado en uno de los cinco asientos plásticos que atravesados por
unos caños cromados que los soportan se ubican en el hall, mirando hacia afuera. Nuestras particular
situación nos permite que, una vez que la señorita de altos tacos pasa por nuestro entorno seguida de
un rastro de presencia estelar, a causa de la luz, la sombra y el ángulo de la visión, podamos seguir
disfrutando de la persistencia de su grácil figura en el reflejo que ofrece la ancha puerta del
aeropuerto. En eso estoy cuando mi ocasional compañero se levanta de un modo tal que si no se tratara
de él y de mí, otro díría que lo impulsó un resorte. Yo veo que se pone los anteojos oscuros, que mira,
entrefrunce el ceño y cruza los brazos sobre el pecho en una actitud que por un instante me recuerda a
Harrison Ford en esa del arca perdida y después me recuerda más al negro Lami, que fue jefe de
preceptores del politécnico y se paraba al final del recreo en la puerta de calle Ayacucho para dar una
austera imagen de autoridad hacia los retrasados.
La mina esta -me dice en tono de pregunta y con un rictus que está entre una sonrisa y una mueca-
¿vos la conocés, o qué?
Yo entonces giro, abandonando el reflejo que se desluce en la luz que desde la calle entra, vuelvo a
mirarle la falda oscura, los altos tacos, las piernas esbeltas, la cabellera rubia, las manos con anillos y
el perfil cuando ella gira, lo miro a él, que tiene esos ridículos lentes oscuros en este oscuro salón de
espera con hileras de asientos atravesados por caños de metal cromado y en el movimiento que hago
no puedo evitar un instante en que ella alza su portafolios girando el torso y que a mí me alcanza para
distinguir claramente las pecas que en un virtual escote asoman entrevistas a la altura del tercer botón
desabrochado de la blusa. A él, sin embargo, le contesto que no creo haberla visto nunca.
Y no te parece -me pregunta- sospechoso una mina como esta, de esta edad, de este tamaño, así
vestida, con esa ropa, con esos tacos, de viaje, a esta hora, en este lugar.
Yo dejo de mirarle los lentes oscuros en este oscuro ambiente y me preparo para, discretamente, volver
a mirarla a ella, pero mientras dejo de mirarle los lentes me distraigo viendo unos pingüinos de
distintos tamaños con unos corazones y unas ilegibles inscripciones que hay en una vidriera cerca mío
y entonces ella con unos pasos suaves y estudiados se acerca a mí, pide disculpas, o pide permiso, o
anuncia su actitud y casi inmediatamente, sin mediar más que una deliciosa sonrisa, se sienta a mi
lado, en un asiento plástico que según verifico en una mirada más general, es el único asiento
disponible en toda la Patagonia.
Yo vuelvo a mirar a mi ocasional compañero una vez que termino de desplazar una distancia
infinitesimal la caja de poliestireno de alto impacto que contiene el instrumento de medida, no tanto
para permitirle a la rubia sentarse cómodamente como para ofrecerle un gesto de buena vecindad y
cuando le encuentro la mirada entiendo que su nerviosismo no tiene las mismas raíces que el mío, que
no es un producto de una abrupta descarga hormonal, que no es la excitación de quien acecha una
presa, la inquietud del que busca cómo seguir adelante con éxito, el nerviosismo del que arriesga una
palabra, un gesto, un aspecto, un triunfo o una derrota: lo que se lee aún a través de los lentes oscuros
es un miedo simple y claro que se ha apoderado del cuerpo entero y de grandes retazos del alma de mi
compañero.
Con el carraspeo me hace un signo que indica que me pare, que me acerque, que desea hablarme,
hacerme de alguna manera partícipe de su problema, pedirme un guiño de comprensión, una palabra de
aliento, un rasgo de complicidad. Yo, sin embargo, no atino a levantarme, estoy como preso de un
encantamiento que me ha petrificado como esos bosques precámbricos que se ven en la vidriera que
está enfrente mío, tensionado como estoy entre los encantos de la bella rubia y sus pecas entrevistas
por la camisa y el pánico manifiesto que mi compañero trasunta y en esta tensión me sostengo cuando
un murmullo de altoparlantes nos invita a embarcar para nuestro vuelo y esto provoca una serie de
giros, muecas y contramarchas por parte del público que ocupa el pequeño y oscuro hall edificado
-quién sabe- en los años en que los militares argentinos prohibían con el objeto de favorecer los
grandes intereses nacionales una vez por semana comer carne.
Es entonces que veo que me levanté, que ya tomé la caja del aparato con la mano derecha y que sobre
mi hombro, sostenida por la correa de cuero, cuelga, pende, oscila, flamea, el trípode que cuando
medimos soporta al aparato.
Mirala bien -me dice- porque yo estoy seguro que esa mujer es peligrosa, que no es nada normal que
una mina como esa esté en este lugar, embarcando en un avión grande y potente como el que nos
espera, la ví manipulando una pequeña cajita negra y brillante, me parece que lleva un bolso de mano
demasiado grande para alguien de su situación, que el portafolio que usa no se corresponde con su ropa
y que sus pasos -dice- tienen un ritmo que no es el de una mujer como la que pretende ser.
De la concentración que pongo para entender sus palabras me saca la alarma, porque he pasado por el
detector de metales con el trípode enjaezado en el hombro y el aparato electroóptico en la mano. La
gente a mi alrededor se arremolina, se alarma, se queja, se preocupa y me mira con temor, miedo u
odio mientras yo trato de explicarle a los policías que me rodean, me cercan, me estrechan, que la
mina...-
:
UNA MAÑANA

Va de a poco la mañana: en principio no parece que fuera a amanecer. Se ven las luces, todavía,
titilando, y se sabe que el movimiento del foco, afuera, en la calle, mecido bajo el viento medio sirocco
del mes de Marzo, caluroso, oblicuo a causa del trazado de la ciudad que obstruye vientos de dirección
franca, mueve, sin embargo, según su frecuencia natural, a la lamparita, protegida por una carcaza
plástica, por encima opaca, pero por debajo, como los niños, transparente y ese movimiento, parece, es
lo que viene a hacer que los rayos de luz que atraviesan la persiana baja pero no del todo tengan de a
ratos una intensidad hiriente en la madrugada y un carácter difuso, tenue, abrigado, en otros leves
instantes y si los dos momentos se alternan con distinto ritmo, eso es lo que cubre el desvelo, lo que
señala los modales del viento, oblicuo, cambiante, otoñal.
Tal vez sea el ruido de la calle, primero una especie de rumor que sube la cuesta, unas voces
destacadas en el silencio de la madrugada, un ruido constante, un tumulto importante que te podría
despertar sin que lo quieras y en ese despertar ubicarte para saber , para recordar, para no perder de
vista la falta de familiaridad para con esos ruidos.
Pero probablemente no sea lo más destacado el tumulto, el ruido, las voces, el alejarse, la atenuación,
de a poco del ruido, el silencio de la madrugada, el deslucirse de la iluminación pública a medida que
la mañana empieza a notarse clareando, tal vez no sea tampoco importante el color gris que la mañana
le da a la habitación, la forma regular y cuadrada del baúl que recorrió la mar océana en el viaje de
vuelta, posiblemente no interese la luz que se intuye a través de la puerta ni el brillo de la pequeña
cajita negra que sobre él reposa, no importa que venga de entre las persianas entornadas del pasillo, tal
vez de todo lo que la luz difusa de la madrugada deja ver, lo más interesante, lo que mas destaca, lo
que se apropia del interés general, lo que sobresale sea, posiblemente, el espejo, porque seguramente
la ropa tirada en el piso, las llaves encimadas al borde de la cama, la pila de monedas, la victorinox
roja, las medias, incluso los zapatos, el mismo tumulto de sábanas y frazadas que se puede advertir a
través del espejo o la tapa del cídi con el rutilante retrato de Peter Cincotti que sonríe simétrico a la
foto del disco, pequeño, estático, congelado no resultan, finalmente, de tanta relevancia. Yo creo que lo
que destaca es, sin duda, la imagen del espejo, la imagen que el espejo del cuerpo de ella, con los ojos
cerrados, la boca entreabierta, los cabellos arremolinados y un gesto de tranquilidad en su bello rostro,
devuelve.
Diría también que del espejo destaca su piel, que yo recorro suavemente con mis dedos y noto cómo
ella, en sus propios sueños, se estremece suavemente y veo como esas pecas, marcas, texturas que
lleva en la piel, cambian continuamente de configuración según mis caricias.
Despertará –pienso- sin duda de su sueño y yo andaré por el mundo mucho tiempo cargada mi alma
con su recuerdo, pero quién sabe si algún día llegará a conocerme, quien sabe si alcanzará a saber, aún
cuando afine grandemente su oído, aún cuando razone, piense, indague, investigue y observe, que yo
esta madrugada la acariciaba, por el sólo gusto de sentir su piel y ver su sueño, con esta devoción
maltrecha que tiene en sí además todas esas cosas que yo he sufrido, vivido, alcanzado, abandonado.
Despertará, me digo, y entonces ya no será para mí la coloradita que ahora observo con devoción en
medio de la madrugada, será una mujer con inquietudes, ilusiones, problemas, esperanza, recuerdo.
Esas cosas que yo ahora disfruto, el silencio de la madrugada, la luz tenue, el oscilar de la farola, el
recuerdo del rumor del río ahí enfrente, la suave forma en que sus músculos se tensan al paso de mis
cariños no tendrán noticia para ella. Tal vez peinando sus cabellos largos lacios y rojos se pregunte en
la mañana por una cuenta bancaria, piense que es desconsiderado no haberse preocupado por el arreglo
de la persiana, tendrá remordimiento por algo que le dijo alguno de sus hijos, verá una mancha en la
corbata que para mí es prácticamente ilegible o recibirá de mí un beso árido, gastado y cotidiano y no
ese húmedo saludo de la madrugada que yo anhelo que resuma todas estas sensaciones leves, potentes
y graves que mueven mi vida desde que la conocí. Quizás deteste que al desayuno lo prepare sin
cumplir ciertos protocolos que ella estima imprescindibles o aún peor, llegue al mediodía con un odio
corrosivo guardado en la parte más íntima de su corazón motivado por alguna cosa que yo nunca he
notado y no registrraré pero a sus ojos alcance para envenenar por dentro el alma de estas cosas que
compartimos.
Tal vez por esto yo haya elegido la madrugada para escribir, para acariciarla, para mirar de ella no sólo
sus formas voluptuosas, sus piernas pequeñas, su gesto tranquilo, sus cabellos largos, lacios y rojos, la
textura suave y rugosa que toda su piel tiene, el olor fuerte, acre y penetrante que ella lleva consigo y
yo quisiera recordar para siempre, tal vez en la madrugada, algo dormido, en el primario gesto de
acariciarla con suavidad, me encuentre más cerca de nuestro amor: acaso ése que la acaricia en la tenue
luz de la mañana y no otro sea verdaderamente yo.-

:
………
LA VUELTA AL BARRIO

Sí, dice, hemos probado de diferentes formas, hemos visto procesos similares, hemos atravesado
caminos del estilo, pero esencialmente lo que pasa ahora no ha pasado antes, hay –agrega- distintos
momentos en el proceso que llamamos mundialización y lo de ahora –comenta- no has pasado nunca
antes.
Yo lo miro, callo, sigo caminando por la playa mientras veo cómo por una pasarela angosta y larga que
hay allá a lo lejos desfilan unas personitas cargadas con sillas, bolsos, sombrillas y otras cosas con un
paso saturado y leve que a mí me recuerda no tanto a las hormigas sino a los asteroides que giran en
torno al sol, a una distancia inconcebible y que a pesar de su enorme peso y su gran tamaño son, a
pesar de todo, una cosa muy pequeña en la vastedad del universo.
Ahora lo que pasa es distinto –me aclara- porque vos recordarás –dice- que en hasta los años ochentas
ese barrio era habitado por bohemios, extranjeros lisonjeros, artistas o gente con apariencia simpática e
interesante, y que cuando se filmo “Blow Up”, la película de Antonioni con Vanessa Reedgrave y Jane
Birkin que habra sido –dice entrecerrando los ojos – el 66, en el mejor momento de don Julio que era –
ilustra- el inspirador del guión con su cuento “Las Babas del Diablo”, en ese momento –dice- no era ni
ahí un barrio tan cotizado.
Yo recuerdo entonces lo de la película y no puedo dejar de sobresaltarme con la visión alucinada de de
una escena que recuerdo donde Jane Birkin, rubia y una morocha de piel muy blanca que no hizo
mucha carrera en el cine pero se llamaba Gilllian Hills y la Veroushka esa que hacía realmente de
Veroushka.
Después –dice- yo me acuerdo que cuando empezó a crecer vertiginósamente la deuda externa,
después de los petrodólares, cuando le encontraron la vuelta a la marejada de la OPEP, vos recordarás
–dice mirándome- cuando íbamos a la heladería ¿Bertillon se llama? ¿Ahí cerca –pregunta
retóricamente con un leve acento italianizado- del quai des orfevres? Vos recordarás –agrega- que en
ese verano tan distante ahí no había más que millonarios exóticos. Yo creo –agrega- que en ese
momento hubo una primera ola de mundialización de esta que conocemos hoy día.
Yo lo escucho mientras camino por la arena húmeda recordando una cajita negra y brillante que supe
tener en mi escritorio de la rue Juffroy, pero el recuerdo de la Jane Birkin se difunde, se opaca y es
eclipsado por una Tatiana que bailaba en el Crazy Horse, que había llegado a París desde Ucrania con
una compañía de bailarinas de can can o algo del estilo y había pedido refugio, ayuda y asistencia para
defenderse del comunismo rampante que ya entonces –según anunciaba Tatiana en su media lengua en
su susurro a mi oido izquierdo aún no tan deteriorado- mostraba serias fisuras y se sostenía más en la
represión incontenible que en la justa distribución de la riqueza. Después –se me ocurre- lo único que
hicieron fue blanquear la real situación de los que estaban en el poder y de eso –justamente- me sigue
hablando mi compañero.
En orden a otra ola de mundialización en operaciones inmobiliarias –dice- vale pensar en los finales de
los ochenta o principios de los noventa con la privatización de tierras, dachas, apartamentos,
instalaciones militares, regiones industriales y otras cosas en la ex Unión Soviética. Recordarás –me
recuerda- a nuestros amigos británicos que abandonaron su estudio de agrimensores en Hove para
asentarse durante algunos años en Ucrania y amasar una fortuna fácil, grande y fecunda.
Yo trato de escucharle, pero la visión de una rubita que a mi lado se quita la remera me perturba, me
distrae, me atonta, me atolondra y finalmente, cuando mi compañero nombra a Ucrania la rubita
termina recordándome a Tatiana, sus pechos enormes y firmes, su metro setenta y cinco de altura, sus
ojos grises de campesina, su morosidad al caminar y, finalmente –y esto me distrae- , sus gemidos
suaves.
Ese fue sin duda –agrega- un momento importante en el mercado global, un instante destacado, una
cumbre, un máximo, un punto significativo, una escalada en la pendiente, pero para aquellos que
pensaron que lo mundial se agotaría allí, me parece que no hay buenas novedades.
Yo pienso en la globalización, en los que pensaron que se acabaría la globalización, en los negocios
transculturales, en la rubita aquella que conocí hace veinticinco años , en unas y otras cosas que ya casi
no recuerdo, en la heladería Bertillon, en una esquina de París donde una noche me sorprendió la
lluvia, pero sigo caminando por la arena húmeda sin dejar de mirar a mi costado.
Ahora -me dice con un tono más brillante en la voz- el negocio viene más trastocado porque parece –
ilustra- que algunos fondos norteamericanos de pensión están comprando en todo París edificios de
renta y una vez que los compran –dice- los dividen y los venden de a trozos de modo –dice- que los
alquileres fuera de la banlieue son casi imposibles de pagar y los departamentos que alguna vez fueron
para renta los americanos –dice- los venden a precios alucinantes a otros americanos que a su vez no
los alquilan a los inquilinos franceses y esto –dice- está provocando una especie de éxodo de personas
de segmentos sociales tradicionalmente afincados ahí sin los cuales –agrega con cierta melancolía- tal
vez París no vuelva a ser lo mismo.
Yo la escucho, asiento, miro otra vez más el horizonte y trato de entender cómo sería París sin los
numerosos inquilinos que a diario viajan en metro: sin Tatianas sin Verouschkas sin Janes Birkins que
vivan una juventud que dura lo que la vida de un relámpago ahí, mismo en París.-

……….

Un Recuerdo Marinero

Voluntarios dice que dijeron que eran, que por voluntarios, le dijeron segun dice, le iban a dar tres, dos
o hasta cuatro dias francos. Antes el oficial de servicio se habia movido inquieto por la oficina de
guardia revoleando las borlas doradas que a nadie como a él le quedan tan grandes mientras
manipulaba una cajita pequeña y brillante con sus manos finas, como de pianista.
Yo recuerdo ahora el momento en que casi treinta años atras me contaron esto mientras guío mi
automóvil por la carretera rumbo al mar y le miro a ella, callada, en el asiento a mi lado, sus bellas
piernas delgadas, suaves y aún firmes atravesando con éxito casi cuarenta años de historia
sudamericana.
El oficial de guardia, me dijeron por otra parte, había antes hablado toda la tarde con un oficial de
bomberos, con un oficial de policia de la provincia, con un comisario de la policia federal y con el
subjefe de los bomberos voluntarios. Sin embargo no pudo conseguir nada más. Al juez alguien de la
policía de la provincia ya lo había advertido y el juez de la provincia no habia tardado ni diez minutos
en redactar un documento que envió a los tribunales federales, explicando que se declaraba
incompetente, como si esto fuese realmente necesario y no se supiera que en esos días que viviamos,
casi todos o la mayoría de los jueces que hubieron, no sólo en esta sino acaso tambien en otras
provincias, resultaban por muchas razones decididamente incompetentes para administrar justicia.
Sin embargo me distraigo de mi recuerdo al verla dormir mientras miro sus brazos pecosos cubiertos
de un vello suave y claro que a veces a la luz de mis caricias yo he visto que se desplaza suavemente
dándole a la piel clara y pecosa una textura algo más gruesa, más saturada, más áspera.
Fue entonces -recuerdo que me contaron- el juez federal el que dijo que su turno se terminaba, y
cuando al oficial de enlace de la policía federal le avisaron el tipo como un reflejo dijo: este es un
asunto de marineros, es un ahogado, está en el agua, flota, poco faltó para que el federal -dijo-
declarara que no se trataba de un cadáver sino de un buque. Habló, sí, del equipamiento, la
preparación, la habilidad, la pericia, la elegancia y hasta el don de gentes de los marineros para del
agua recoger cadáveres que el río trae y cuando al principio nos avisaron, alguien dijo, me dijeron
que se trataba de un ahogado. Y ahí fuimos, dijo.
Yo guío desde hace rato al auto blanco por unas subidas suaves acelerando para, al llegar al punto más
alto de la colina, aflojar el pie y dejar que la madre tierra aumente la velocidad del automóvil durante
la caída y en ese desplazarse creo ver de ella sus ojos, que ella dice grises pero yo sé verdes, como si
estuvieran abiertos y la leve tensión que en sus brazos crean los músculos porque ella debe notar, en su
sueño, que sube y que baja, y quizás por eso es la expresión suave y paradójicamente como angelical
que se le ve en el rostro.
Voluntarios no éramos -yo recuerdo que me dijo- pero era como si hubiéramos sido. Del cuartel todos
o casi todos se habían ido, no convocaron más que a dos cabos que pasaban mucho tiempo haciendo
guardia en la puerta de Ayolas, que eran buenos tiradores, los dos morochos, altos, forzudos, callados,
parcos o reservados, pero ese día, dijo, no parecían poder parar de hacer comentarios simples,
ramplones y a mi gusto bastante groseros, y con los dos fuimos.
A pesar de mi concentración en guiar el automovil no puedo dejar de distraerme otra vez más
mirandole los hombros cubiertos de esas pecas suaves que ella tiene y que yo, viendo a la distancia,
tal vez confundo con los delicados contornos de un mapa que detalla la anfractuosa costa de unos
países de ensueño, de paraiso, de calma, de promesa.
Llegamos ahi, al borde -recuerdo que me dijo-, donde no había un marinero sino un policía de la
provincia, los forenses de chaquetilla como peluqueros aunque con un leve aire de empleados de la
perrera y más allá, aunque no me llamó la atención, un retén del ejército, casi en el mismo portón del
puerto..
El cabo, dijo, lo primero que nos dijo es que lo acercáramos con el bichero y yo –comentò- casi vomito
al principio por el olor del agua rancia, pero después , cuando con el bichero quería alcanzarlo, cuando
se me dio vuelta el difunto -dijo- y ví el hilo sisal que sobresalía por encima del pelo de agua la náusea
me dió en otra parte de la barriga. A la cara –dijo que había dicho el cabo Balmaceda con un dejo de
tonada correntina- se la han comido como a todos los ahogados los pescados.
Yo le miro entonces de la cara los labios finos de rubita madura, los cabellos que caen sobre sus
hombros desnudos, las manos pequeñas y el reloj chato y celeste que lleva puesto en la muñeca
izquierda: aún duerme, sueña, con un gesto entrecerrado que a mí no me recuerda más que los
momentos gratos que alguna vez pasáramos juntos.
Que lo arrastraron para la orilla con el bichero, dijo, que lo agarraron con las manos y que a traves de
los guantes se podía sentir la textura gelatinosa de las carnes podridas. Que lo que más llamaba la
atención era la panza cosida con hilo sisal, cosa que ,dijo que había dicho un forense, habían hecho
porque cuando le vaciaron las tripas el tipo todavía estaba vivo y cuando lo cosían con hilo sisal
también.
Yo siento entonces mientras la miro una especie de paz que me envuelve el espíritu, la contemplación
de esta mujer bella que llevo a bordo de mi automóvil blanco subiendo y bajando sobre las dunas
pavimentadas me da una especie de calma que me ayuda en la conducción del auto manteniéndome en
un estado de bienestar que me preserva de todo error.
Que lo llevaron hasta la morgue en la plazoleta tres -dijo- y que mientras iban atravesando el parque a
la bandera tenían un poco de miedo de que la gente que paseaba ese Domingo por el parque se asustara
de la mano del muerto que por el mismo rigor de la muerte sostenía su brazo duro y la única forma que
encontraron de acomodarlo era pasando la mano a traves de la ventana abierta de la ambulancia
morguera, pero no, dijo con un dejo de sorpresa, parece que nadie se hubiera dado cuenta. Que le
dijeron que tenían que ser discretos, no comentarlo con nadie y que lo que habían hecho era un
servicio piadoso pero también patriótico, pero si yo me enteré, no es por su falta de discreción, no es
porque el marinero no haya querido callar frente a un camarada, no es porque haya querido
participarme de las novedades ni involucrarme en el asunto de ninguna manera, es que el oficial de
servicio, notablemente más aliviado, relajado y casi sonriente fue que vino y hizo la pregunta delante
mío: "¿Y el ahogado?" recuerdo yo que dijo con un tono bastante irónico.
Pero no recuerdo nada más porque he llegado a la colina más próxima, la mas alta o la más estratégica
y ahora desde donde estoy ya veo el mar, veo las olas, veo la espuma; veo el enorme horizonte del mar
y antes de despertarla suavemente, mientras me preparo para ver su sonrisa enérgica y suave pienso si
no habré hecho mal en quedarme acá aún después de haber conocido esta historia que he recordado,
antes aún de ir a la cárcel de la dictadura.-

UN HÉROE
Conocí una rubita -dice- que yo no sé si vos te acordás, pero vivía -agrega- por la calle Conscripto
Bernardi, y en la secundaria yo creo que era compañera de la Colorada González en la Misericordia
¿te acordás? -completa-
Yo lo miro, callo, asiento, dudo, pero por mas que diga o calle, no puedo dejar de mirar los afiches
pegados en el pasillo que dicen en letras grandes, negras y derechitas, “Tramoya”
Conscripto Bernardi, repite, ¿sabés porqué la calle esa de la zona sur se llama así vos? -pregunta
retóricamente- porque resulta que había uno, en 1927, que le tocó la larga conscripción de la marina,
y que justo en el naufragio de un buque de pasajeros, en la alta mar -ilustra- tuvo en suerte estar a
bordo y salvar muchas gentes.
Yo lo miro, asiento, dudo, pero no puedo dejar de preguntarme qué clase de gente será la que en las
elecciones para el Centro de Estudiantes puede llegar a votar por una agrupación que se llama, y lo
publica. “Tramoya”
El barco -sigue contando- había sido botado en 1908, hacía la línea regular entre Génova y Buenos
Aires, y cuando el conscripto Bernardi subió a bordo venía realizando -comenta- su último viaje antes
de ser reemplazado por el Augustus, que giró a Buenos Aires hasta los años sesenta.
Yo asiento, callo, miro y sigo pensando, porque al final del pasillo, justo donde éste dobla, hay
alguna publicidad de quienes se oponen a Tramoya, se trata de Papo, una agrupación seguramente
difícil de palpar para muchos de los votantes.
Se llamaba –ilustra mientras deja la pequeña cajita negra y brillante sobre la mesa- Principessa
Mafalda el buque, en honor de la hija del rey de Italia, Vittorio Emanuelle III° de quien se cuenta
tambien una historia muy triste -disgrega- Resulta -cuenta- que por alguna razón que yo ignoro, la
Principessa Mafalda de Savoia fue a dar con sus huesos en un campo de concentración en
Büchenwald, cuando el proceso en Alemania -dice risueñamente- y ahí estuvo mas o menos sana
hasta que el año 1944, sobre el fin de la guerra, los norteamericanos bombardearon todo lo que
tenían a mano y la princesa Mafalda -dice- durante un bombardeó resultó herida gravemente en un
brazo. Un día entero -cuenta- demoraron en llevarla hasta un lupanar cercano donde se había
improvisado una -dice por hacerse el gracioso- posta sanitaria y al cabo de ese día los cirujanos
teutones se decidieron a amputarle el brazo. Pero resultó muy tarde para la princesa: cayó en coma
esa misma noche y murió al otro día; su cadáver fue rescatado por un religioso que la había conocido
y fue enterrada como “Señora desconocida” a pesar que había quienes sabían que se trataba de un
princesa italiana -cuenta-
Yo oigo este extraño relato pero no puedo dejar de mirar obsesionado los afiches que dicen
“Tramoya el Poli te apoya” donde algún gracioso tergiversó la frase convirtiéndola en “Tramoya, el
Poli te la apoya” y pienso en cuánto, enfrentamiento, discusiones, golpes, tiros o hasta sangre
hubiera corrido en los días en que trasegábamos estos pasillos en carácter de alumnos, candidatos o
votantes del mismo centro de estudiantes por una cosa así.
Este triste final de la Principessa Mafalda -explica- no sé si le agrega sentido a la epopeya del
conscripto Bernardi porque en realidad pasó casi veinte años despues de la tragedia del barco. El
barco, dice, llevaba alrededor de 1200 personas entre pasajeros y tripulantes, y su capitán -dice
sombriamente- había intentado eludir el último viaje a Buenos Aires que usualmente llevaba unos 17
días, previa parada en Barcelona, San Vicente y Cabo Verde, tal vez a causa de su conocimiento del
inestable estado del transatlántico y previendo inconvenientes, problemas o tragedias como la que
finalmente pasó.. El buque -agrega- había zarpado el 11 de Octubre de 1927 y Bernardi, quien en
premio acaso a sus dotes marineras, a su buena conducta, a su excepcional espíritu de conscripto o a
algún otro atributo que no ha llegado público hasta nuestros días, había sido recompensado con una
vuelta al mundo en la Fragata Sarmiento, aunque iba a bordo del transatlántico de vuelta a su casa de
La Paz, Entre Ríos, en razón de haber contraído una neumonía en Génova, acompañado en su regreso
de un cabo principal cuyo nombre no recuerdo. Además -agrega- llevaba el Principessa Mafalda a
bordo 250.000 liras - oro destinadas por el gobierno italiano a nuestro gobierno y este tesoro -
agrega- venía custodiado por cinco guardias armados.
Yo le oigo decir estas cosas, densas, sólidas y largas, pienso en la impensable neumonía del
conscripto Anacleto Bernardi que le impidió completar el viaje inaugural con aquellos bravos
guardiamarinas recién recibidos y mientras, miro algunos otros afiches que cuelgan de las vetustas
paredes del politécnico y sonrío de una sonrisa tenue y liviana mientras él sigue contando.
Cerca de la isla de Abrolhos, próximo a la costa del Brasil, la máquina falló y se oyó a bordo un
clarín llamando a cubierta . “El buque se hunde” -dice parodiando a la tripulación- y pronto llegó al
lugar del desastre el streamer “Empire Star, que iba desde Río hacia Nueva York al mando del
Capitán Cooper para ver como una multitud desesperada, sumida en un increíble pánico,
arremolinada en su propio espanto, se amontonaba en el deck superior en medio de una descomunal
batahola matizada por tiros e imprecaciones por parte de la tripulación mayoritariamente italiana.
Algunos pasajeros -agrega- saltaban al mar, otros intentaban abordar los botes y los mas -comenta-
sólo expresaban con actitudes inconducentes la pobreza de la condición humana frente a esas partes
débiles e inconsistentes de la cultura que testimonian antes la debilidad de una sociedad
convulsionada que la fragilidad de la tecnología que han generado.
Yo lo miro, asiento, y sigo escuchando. Que el conscripto Bernardi, agrega, veterano de la Fragata
Sarmiento, hijo de italianos del Piamonte, criado en las costas del río Uruguay, nadador de
condiciones excepcionales, aún enfermo o convalesciente de esa trágica neumonía, no vaciló en
lanzarse a las embravecidas aguas del mar Atlántico junto con el cabo que -dice- ahora me acuerdo
que se llamaba Santoro, nadando hasta la costa para salvar familias enteras, regresando varias veces
hasta conseguir salvar mucha gente en este verdadero -dice - desastre.
Yo lo miro, veo que hay un papel blanco al fondo del pasillo exhibiendo el resultado de las elecciones
y apuro mi paso para ven quién es el que ha ganado mientras voy pensando que valió la pena el
esfuerzo, la militancia en el centro de estudiantes hace treinta años, que los problemas que puedan
tener esta gente serán mejores, peores o más suaves que los que nosotros tuvimos, pero que ya las
cosas que nos pasaron a nosotros durante la guerra fría no les pasarán a ellos cuando oigo que su voz
interrumpe mis pensamientos.
Bernardi - cuenta- murió en el naufragio tras su heroica actuación, pero fijate que interesante: -me
dice- el cabo Santoro murió justo cincuenta años después, el 25 de Octubre de 1977: cuando vos ya
estabas preso después de tu militancia en el Centro del Politécnico.-
….
DESAYUNO AMERICANO

Miro una y otra vez mas la bandeja que ella me trae, la textura que le dan a su piel las algunas pecas
que tiene en todo el cuerpo, la cicatriz en el vientre, la bandeja, y sobre la bandeja miro y veo un vaso
rebosante de jugo de pomelo amarillo, líquido y traslúcido y a su lado, pequeñita, la pastilla con mi
dosis de betabloqueante de hoy que yo sé que ha encontrado en el fondo de una cajita negra y
brillante que guarda en el fondo del segundo cajón; pero mas allá, para ella, hay otro juguito en un
vaso grande, cilíndrico y brillante, y sus manos, que sostienen la bandeja, son pequeñas, menudas,
ásperas al tacto y tienen unos tendones muy marcados bajo la piel clara que parecen dispuestos a
moverse nerviosamente en algún momento de estos, aún en la tierna tranquilidad de la extrema
mañana. Yo seguiría mirándole las manos, pero sus piernas pequeñas, sus ojos claros y sobre todo su
sonrisa radiante me distraen de esto aún antes de que la grave estela que el Enchantment Merchant
provocará en la superficie del Paraná fragante y que yo alcanzaré a ver de aquí a un instante a través
de la ventana, mirando encima de sus hombros pequeños que también vienen recubiertos de una piel
suave, algo pecosa y áspera que antes que a una rubita como ésta, me recuerda -quien sabe- a una
chica robusta, pelirroja y modesta que conocí muchos años antes, cuando aún creía en alguna especie
de sueño colectivo y americano sumido en la gruesa revolución rampante..
Mira -dice ella- si vos queres otra tostada -agrega- decime porque me parece que en la cocina
-completa- quedo alguna mas y si queres -ofrece- te traigo.
Yo la miro sonreír, callo, le miro los pechos aún firmes, los ojos claros, las vetas y anfractuosidades
que en la piel de la cara le dan ese aspecto general tan reposado, tan quieto, tan promisorio, tan
lánguido y a la vez inquietante y finalmente le digo, con un tono de voz suave, promisorio y
competente, en tono de promesa cierta que si no es hoy, puede ser que mañana le enseñe
definintivamente a cantar Waltzing Mathilda, el himno racista que los hinchas de los wallabies cantan
un poco en joda y un poco en serio para provocar a sus contrarios y ella sonríe, y yo sonrío y como se
ha acostado a mi lado boca abajo aprovecho para deslizar mi mano por su espalda, primero un dedo,
después otro, al rato la mano entera, siguiendo esos canalículos que en su espalda se aprecian a causa,
creo, de la propia topografía de su cuerpo.
Mira -dice ella entonces- la verdad es que yo no tengo esos sentimientos que tenes vos, ni con los
coreanos, ni con los bolivianos, ni con ninguno. Tal vez -modera- algo del estilo me pase con los
yanquis, que no me resultan del todo simpáticos, pero la verdad -completa- es que nada de lo que
contas lo encuentro muy cierto.
Yo la oigo hablar mientras miro sus ojos cerrados, las pecas de los párpados que le cubren los ojos y
con la mano derecha, suavemente, deslizo los cinco dedos viendo como, al contacto con su piel, ella
se estremece y sus vellos rubios parecen atravesar un soplo, un suspiro, un viento que los sacude
levemente o los obliga a cambiar de ángulo para que la luz que viene de la ventana, a través de la cual
veremos al Enchantment Merchant, le de otro brillo a la piel del brazo y deje que ella, con una
sonrisa suave, elaborada y bella, asienta a la sorpresa que nos provoca una caricia inesperada.
A mi -le digo entonces justo a tiempo- la verdad es que no me gustan los alemanes, la gente rubia,
los chinos septentrionales ni los que migraron de cuba anes de los sesenta.Tampoco -digo yo
entonces- me gustan a mí los brasileros
Ah -dice ella acompañando la exclamación con un estremecimiento general de todo su aún bello
cuerpo que a mí bastante me inquieta- eso es en general siempre, pero parece que no valía la vez
aquella que saliste con la trapecista brasilera esa.
Yo la siento sonreír según los estremecimientos de su caja torácica, aparto mi cara de encima de la
piel de su espalda y el tiempo que dura esta maniobra me alcanza justo para volver a disfrutar de su
sonrisa, enmarcada de unas leves arrugas que le dan al rostro entero una marcada y tenue serenidad,
un aire de calma paciencia y cierto temple aplomado que uno cree, aunque quizas no sea cierto, que
sobrevendrá los años de madurez, pero así que sonríe gira la cabeza y solo veo de su cuello pecoso
cubierto de unos bucles rubios el costado izquierdo y entonces es que le acaricio suavemente el cuello
y me voy acercando con suavidad a ella que, vuelto el rostro hacia donde yo no veo, me hace saber,
sin embargo, que aún sonríe de esa sonrisa bella y fatua que yo muchos años atrás le viera una tarde
de primavera.
La verdad -dice- es que yo creo que seguramente hay lugar para el odio en los intersticios de todo
grupo social, y sin duda hay racismo, y temor por el contrario, miedo por lo diferente, pavor por el
abismo que nos separa pero de ahí a considerar -dice- que eso nos pasa a todos, la verdad, -dice y
calla- yo no se.
Yo la escucho con serena quietud, trato de no impresionarme mucho cuando le veo la cintura, las
caderas gruesas, anchas y femeninas los muslos pecosos, las piernas pequeñitas, pero me dejo llevar
cuando ella me abraza de un abrazo incontenido, cuando me besa de un beso húmedo, prolongado,
dilatado, generoso y amplio, cuando acerca sus caderas a mí, cuando la veo apartar su cabeza
mientras me toma por las mejillas con sus manos, cuando siento de todo su cuerpo el intenso sabor
salado que la precede, cuando noto su proximidad extrema: cuando veo la enorme popa del
Enchantment Merchant surcar el río feliz, a través de la ventana en esta mañana suave de primavera.-
UN DESASTRE

Ese –me dice señalando una pequeña pirámide rodeada por una valla- es el cenotafio de los marinos
del Fournier. Ahí –me agrega- no están los restos de los marinos del Fournier pero la gente sin
embargo –afirma- sigue poniendole velas y no hay modo que la municipalidad lo impida.
Yo lo miro, sigo mi tránsito fugaz por el cementerio La Piedad, pienso en el rastreador Fournier, en el
mar, en los atardeceres en el mar, en el rumor del mar en las playas que encajonadas por un acantilado
destacan en su eco la soledad del alma.
Al rastreador Fournier –dice mientras caminamos sobre unas baldosas graníticas- lo construyeron en
Buenos Aires, lo botaron en 1939 y desde entonces rescató buques de la garra de la tempestad, apoyó
campañas antárticas, hizo patrullaje de los canales fueguinos, hizo tareas de apoyo a la base de
Ushuahia y tal vez haya hecho algunos salvatajes menores.
Yo lo escucho, miro las tumbas petisas que albergan bajo la tierra quizás tres o cuatro cadáveres de
difuntos de distintas épocas: casi todos terminan en una pequeña construcción metálica donde destaca
en general una cruz oxidada y yo pienso entonces, que si todas estas tumbas que son como una parte
media del cementerio están más atrás que el cenotafio del Fournier, deben ser de una época más
reciente respecto del naufragio; los nombres de los difuntos parecen confirmar mis sospechas.
El Fournier –sigue diciendo- navegó sin problemas durante diez años pero el año 49 –dice
sigilosamente- en el mes de Septiembre encaró una campaña por los mares del Sud sin saber que era la
última campaña para ese aviso. A bordo –ilustra- iban dos sabios; uno era Raúl Wernicke, profesor de
biofísica en la Universidad de Buenos Aires que en esos días era además –agrega- decano de la
facultad de agronomía de la UBA y según parece –ilustra- Wernicke, que había nacido en 1888 ademas
de ser amigo de Houssay había estudiado con Nernst en Alemania el año 13 y trabajó mucho
investigando las tensiones del agua a muy bajas temperaturas según las revolucionarias ideas de
Nernst respecto del principio llamado ingenuamente “de Null Punkt Energie”.
Yo pienso en Nernst, de quien ignoraba toda clase de referencias hasta hoy, en la ingenuidad del Null
Punkt Energie, en la apariencia simple del mar en las costas del Golfo Nuevo , en el aspecto sobrio que
tienen del cementerio estos panteones más o menos modernos que se levantan ya sobre el final del
predio y sigo escuchando.
El buque zarpó –sigue diciendo- a las 7:40 del día del equinoccio de Primavera desde Ushuahía; no era
un día propicio para la navegacción, vientos fuertes, nieve, tormentas, lluvias. A las cuatro de la tarde
–dice- el barco pasó por el faro de Punta Delgada y los tripulantes del faro –miente- lo saludaron, con
fervor porque sabían que a bordo iba un discípulo de Nernst, padre de la fisiología molecular. A la
noche, cuando pasaron por el faro de San Isidro, donde reposaba sobre la mesa una cajita negra y
brillante, el viento escoraba al Fournier y los escollos se adivinaban entre la blanca espuma del mar
austral.
Yo lo oigo decir estas cosas y me recuerdo subiendo al faro con mi compañera, un verano ventoso,
prestando atención al metal brillante de los escalones que bajo la pintura seguramente tendría las
marcas de ciento diez años frente al mar, me recuerdo mirando sus pies pequeños, sus ojos atentos, y la
sorpresa recuerdo, de ver el mar desde la farola adoptando una posición incómoda por no golpear con
la cabeza la lente que enfoca todavía la luz brillante del faro en la enormidad de la noche.
Ya para la mañana del 22 de Septiembre –sigue contando- era imposible comunicarse con el Fournier
ni con telégrafo, ni con radio ni con señales.. Varios barcos –dice porque sabe o inventa- salieron a
buscar al rastreador Fournier, nave de guerra argentina de la que no se tenían novedades –dice con un
aire de dramatismo-
Oigo lo que dice, sé que ya ha quedado atrás el cenotafio del Fournier y pienso si no hubiera sido
mejor, más sensato, más operativo llevar a mi novia de entonces antes que a la desolada playa donde se
ubica el faro, a caminar por la Avenida Gorlero, a recorrer shoppings en Mar del Plata o a hacer
compras triviales en Miami, pero mi interlocutor sigue contando.
Fatídico –dice- fue el descubrimiento de los chilenos: un mestizo yagana les había avisado que una
balsa con cinco cadáveres abrazados y acurrucados unos contra otros había llegado hasta la playa
movida por la desgracia y el viento. Los cadáveres estaban la noche del hallazgo abrigados con
mucha lana y pesados capotes navales pero su piel estaba ennegrecida quien sabe –dice- si por los
efectos del frío. Cuatro fueron los marinos -cuenta- de los setenta y tantos que habían salido en
navegación de los que se conoció en detalle su destino por haberse encontrado sus cadáveres. De los
demás ni noticias, pero además –agrega- el asunto podía haberse vuelto un conflicto internacional
porque el barco de guerra argentino estaba en aguas que los chilenos decían chilenas, decí que Perón –
agrega con un gesto oscuro- tuvo la valentía de invitar a Buenos Aires a los que rescataron los cuerpos
y les hizo un gran festejo que si no –sugiere- no sé que hubiera pasado.
Yo lo miro, callo y detengo mi marcha porque hemos llegado al lugar del entierro acá, en el cementerio
La Piedad de Rosario. Sin embargo no puedo dejar de pensar en mi romance truncado, en el
decepcionante destino del discípulo de Nernst y en los setenta marinos desaparecidos en el naufragio
del Fournier: destino aciago de aquellos que aman el mar, la tormenta, la noche, la luz de los faros, los
secretos del viento.
UNA HISTORIA AMAZÓNICA
Por Eugenio Previgliano

La demarcación de los límites en la jungla amazónica –dice- ha sido seguramente una tarea delicada y
difícil y quienes la llevaron adelante no son en general personas comunes; mucho –ilustra- hicieron
quienes tenían nociones de navegación, pilotos y capitanes pero los que sabían lo específico –agrega-
muchas veces eran extranjeros porque por aquí –dice- no había mucha gente con estudios.
Yo lo escucho, callo, miro y reflexiono sobre la ímproba tarea de definir límites sobre una cosa que es
por naturaleza continua, indivisible y única mientras trato de mantener el rumbo que lleva la
embarcación contra los caprichos del viento.
Al Coronel Fawcett por ejemplo –dice- creo que en Ceylán, donde era oficial de artillería de las
fuerzas coloniales británicas, le dio por estudiar de agrimensor pensando en un mejor futuro, más
sosegado, a la sombra de una profesión civil honorable, sencilla y llevadera.
Mientras esto él dice yo no puedo sin embargo dejar de pensar en el sinuoso rumbo que a causa del
viento lleva nuestro barco y pienso además en la trivial perspectiva que tienen los jóvenes sobre el
futuro: si yo hubiera sabido –pienso- que sólo me esperaba un futuro de ambiguedades, tal vez hubiera
tenido entonces una visión diferente y más rica de la existencia.
Yo creo –agrega- qie fue con la comisión demarcatoria brasilera presidida por el Capitan de Mar y
Guerra Soido que trabajó Fawcett en los ríos Guaporé, Mamoré y Madera –explica- , debutando como
agrimensor amazónico en la fijación, en lugares escarpados y prácticamente inaccesibles, mojones
demarcatorios del límite entre el Brasil y Bolivia, pero también me han dicho –morigera- que trabajó
señalando las fronteras amazónicas entre Perú y Brasil y tal vez –completa- haya hecho trabajos
demarcatorios en la frontera entre Brasil y Colombia: la experiencia amazónica de Percy Harrison
Fawcett agrimensor –cuenta- se inició a sus cuarenta años y resulta como mínimo curioso pensar en
un hombre de esa edad, en 1906, encarando esas extravagentes expediciones a las que había llegado
gracias a la Royal Geographic Society aunque hay que decir –dice- que la fuerte motivación que el tipo
traía no era para nada altruísta porque ya hacía cuatrocientos años que había empezado el saqueo de
América y Percy Fawcett pensaba que todavía se podía encontrar, perdida en la jungla, una ciudad
antigua repleta de tesoros para llevarse a Europa.
Yo lo oigo, sonrío, callo y pienso en el Tintín e Hergé, cuyas aventuras coloniales por todo el planeta
se emparentan un poco con las de Fawcett mientras sigo tratando de que el viento me emboque el
barco en el rumbo deseado.
El coronel –agrega con los cabellos al viento- se estableció en la Biblioteca Nacional de Rio de Janeiro
y durante tres semanas estudió meticulosamente una serie de documentos de los días del Imperio
“Relación histórica sobre un bien ocultado y antiguo hábitat urbano y sus descendientes, que se
descubrieron en 1753”, se llamaba el principal de los libros que estudió el agrimensor Fawcett: buscó
en los textos, según el uso corriente de la agrimensura, indicaciones para desarrollar geométricamente
la narración de los sucesos y cuando pensó que su teoría estaba completa partió acompañado de su hijo
decidido a llevar adelante su propio capítulo del saqueo de América, aún a pesar de los riesgos de la
vida amazónica. Como un abuso de su confianza en el arte topográfico enterró Fawcet una cajita negra
con sesenta soberanos de oro y algunas cosas en un cofre protegido de la humedad y el tiempo, a la
usanza que los argentinos tuvimos durante el proceso para preservar nuestros libros del saqueo y la
expoliación, en un lugar cualquiera de la selva amazónica donde se le había muerto un caballo.
Todavía ronda en la Amazonia la leyenda de los sesenta mil soberanos de oro enterrados –dice- por el
inglés y cada vez que un equipo de ingeniería empieza con un trabajo de movimiento de suelos –
agrega- la sonrisa se dibuja en todos cuando un ruido metálico viene a entorpecer las excavaciones,
acaso –conjetura- por el recuerdo metálico del tesoro verde enterrado a principios del siglo pasado.
Fawcett sin embargo –aclara- volvió al campamento del caballo muerto sin dudar ni un instante del
camino y desenterró del lugar exacto el equipo y los sesenta soberanos con los que proablemente –
conjetura- financió los últimos días de la expedición.
Yo mientras escucho voy bajando el ritmo de la máquina del barquito porque le apunto a la segunda de
las tres bocas del riacho que venimos navegando y temo golpear con un sauce fuerte que se levanta a
un costado de la boca que busco.
Por fortuna –me agrega- no todos los indios tenián la misma disposición para con los extranjeros y
Fawcet probablemente –imagina- habrá encontrado entre los Xavantes, entre los Xingú o los
Kalapalo, alguien dispuesto a resistir la invasión –dice con un dejo de heroismo- y a defender lo
nuestro: nadie volvió a saber de él desde 1925. Desde entonces –dice- muchos lo han buscado pero
nadie ha encontrado y algunos –ilustra- han tenido que dejar todo o parte de su equipo a las gentes
originarias además de abandonar su papel de avanzada de la colonización y volverse a casa con las
manos vacías..
Yo le oigo el relato cada vez más apagado y finalmente dejo de escucharlo porque, además de
sorprenderme con su visión de esta triste historia, necesito disfrutar un instante de haberle acertado al
estrecho canal sobre este río anfractuoso que, no será amazónico pero tiene de la selva el olor, la
textura, los suaves ruidos y el viento y contra todo lo que podría pensarse lejos de la reflexión sigo
teniendo presente que no todos –y son muchos- los que cultivan este arte de guiar la navegación
conocen sus canales como yo, que soy de acá.-
UNA MAÑANA APACIBLE

Cuando me despierto me resulta en principio extraño pero agradable ver su piel oscura, los cabellos
rizados como los míos, ver en un ángulo de la habitación la TV encendida y escuchar una discusión a
los gritos que viene desde la calle; después noto que algo he alborotado porque ella gira hacia mí, me
mesa la barba y me habla en un idioma extraño que de no ser porque no lo entiendo, me resultaría
familiar.
Al rato es que se levanta y camina unos pasos hasta la puerta, entra al toilette y desde allí sigue
conversando con un aire despreocupado y leve que combinado con la luz de la mañanita me da una
sospechosa sensación de seguridad a mí que soy un hombre que cree haber visto muchas cosas
tremendas y vive esperando las vísperas del desastre.
Mientras tanto yo resisto: no miro el reloj que usualmente llevo en la muñeca porque está sobre una
mesa a unos metros de la cama, escucho el silencio de este barrio y miro detalladamente la
habitación; miro la heladera blanca y petisa, el ropero inusualmente cerrado, la ropa esparcida por
todas partes y el perchero cerca de la puerta del toilette donde cuelga, oscila, pende y flamea como
un viejo amigo que se hubiera puesto ahí para hacerme morisquetas esperando que yo sonría, mi
cazadora gris rellena de plumas de ganso chino.
No es -pienso- seguramente mi casa, mi cama, mi televisor pero sin embargo -me digo- el abrigo que
cuelga, pende, oscila, flamea en ese perchero que habrá sobrevivido a varias revoluciones pero que
aún se sostiene, firme, clavadito sobre la pared blanca, se siente cómodo ahí porque de otra manera
no me haría esos gestos joviales y muchacheros que yo reconozco en él cuando está en casa.
La Femme de Menage, me dice interrumpiendome cuando con tono de pregunta digo “si” en
respuesta a los breves golpes que la mujer de la limpieza produce golpeando sus nudillos contra la
puerta. Que espere un minuto, le estoy diciendo, cuando ella sale despampanante, bella y aún
desnuda cerrando la puerta con no sé qué movimiento de pantera en celo.
Ella sigue, sin embargo, hablándome en ese idioma extraño que a mí de tan familiar que me resulta ni
siquiera me preocupa no entender mientras se acerca, me besa suavemente los labios, sonríe y dice:
“oh, el pianista”. Yo mientras tanto la miro petrificado sintiendo una suavidad en mis músculos que
no recuerdo haber sentido nunca antes en toda mi aburrida, llana, incolora e insípida vida.
Como ella sigue hablando unas cosas incomprensibles yo la invito a un desayuno amigable y me
propongo entonces empezar a explorar esta mujer bellísima de rizos oscuros en cualquier idioma que
se me aparezca. En francés no habla, pero para mí no es problema porque puedo ver a traves de la
ventana el cartel de acrílico con una textura ajada por el tiempo que dice Hotel Bearnais y la luz que
las cortinas blancas dejan pasar le da a todo un aura mañanera que si no fuera por el silencio, que a
veces es interrumpido por el motor de un automóvil que anda por alguna calle a varias cuadras de
distancia, me haría feliz de sólo sentirla.
Mientras me ajusto el moño verde en el cuello de la camisa blanca termino de ver cómo ella se viste,
aprecio sus gestos ágiles y armoniosos aún cuando ya no le mire fascinado los movimientos que con
una continuidad pasmosa resulta de sus caderas mientras se calza la falda. En este largo instante de
observación es que guardo para un también largo recuerdo la leve contorsión de sus hombros cuando
se calza un abrigo oscuro y sin soluciòn de continuidad se pone el foulard al cuello con delicadeza.
Entrego, finalmente la llave al conserje que otra vez se asombra de que yo hable francés siendo un
italiano de la argentina y giro suavemente los hombros mientras le agradezco los servicios prestados
y recibidos para poder mirar una vez más a esta muchacha bella bellísima y otra vez bella que con
unos pasos breves y precisos va rumbo a la calle.
Iremos -intuyo que me dice- esta tarde a visitar la tumba de Jim Morrison, pero yo no puedo seguir
escuchándola mientras camina por la vereda estrecha hacia abajo porque me abruma una emoción
pobre y el cementerio de Pere Lachaise me parece un paseo poco edificante.
Después, cuando hayamos terminado de desayunar en el Voulez bar, mirando de cerca los coches que
supe escuchar desde la cama -pienso- ya sabré un poco quien es, que vino desde San Pablo, que es la
mucho menor hermana de tres varones y que podré volver a muchísimas cosas, pero nunca más en
ninguna vida a esta memorable mañana apacible.-

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