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Conforme pasan los minutos confirmo que el señor es un seguidor auténtico del
gobierno. Y eso hace la charla más interesante. Me cuenta partes de su vida y
destaca el crédito que obtuvo —“gracias al presidente”— para comprase un
departamento. Antes, “uno como yo —me dice— no hubiera obtenido un
crédito, nunca”. En todo momento subraya que, en el pasado reciente, su país
era elitista y excluyente y ahora predomina lo popular. Obviamente, no es un
hombre educado: por ejemplo, me pregunta si el avión que me trajo desde
México puede volar todas esas horas sin tener que cargar gasolina. Pero
ostenta un grado de politización sorprendente y, junto con el mismo, un notable
nivel de ideologización.
Poco antes de llegar al hotel nos cruzamos con un maratón en el que los
corredores vestían, todos y todas, de rojo. “Ese es el color del partido del
presidente”, me dijo. “Los ‘escuálidos’, en cambio, se visten de amarillo”. Se
despide recomendándome encarecidamente aprovechar que es domingo para
sintonizar, a partir de las 11:00 a.m., aproximadamente, Aló Presidente.
A las pocas horas de llegar al hotel tengo la sensación de que nada es lo que
parece. El lugar es igual a los grandes hoteles de todo el mundo —quizá lo
único que delata algo de descuido es el estado de los baños, grandes y viejos
—, sin embargo, el ambiente y el modo de comportarse del personal es
singular. Pareciera que, detrás de la fachada del hotel de cinco estrellas,
descansara un fresco latinoamericano. Para muestra un botón: no logro retirar
dinero de un cajero automático (me pide dos números de un carnet de
identidad que, obviamente, por ser extranjero, no tengo). La señorita de
recepción —joven, muy guapa y simpática— me sugiere pedir orientación con
el conserje —también joven y simpático— quien me explica que, tal vez yo no
lo sepa, “existe un problema con el tipo de cambio en Venezuela”. Por aquello
de la “falta de divisas”, puntualiza. Así que no me recomienda seguir intentando
obtener dólares en los cajeros (además, apunta, ello supone correr riesgos
innecesarios). Él propone otra cosa: una operación “segura y secreta”, con un
tipo de cambio preferencial, ni más ni menos que del doble a mi favor (el
cambio oficial es de 2.5 bolívares por dólar; él me cambia 100 dólares por 500
bolívares). Así, sin más, en el lobby de un hotel de gran lujo. Por eso no me
sorprende la devaluación que anunció Chávez en enero de 2010 ni me
sorprendería un quiebre de la economía venezolana.
Dado que no acepté la generosa oferta del conserje tuve que cambiar unos
cuantos dólares en efectivo por unos cuantos bolívares pagando, además, el
1% de comisión en el hotel. Todavía recuerdo la cara del conserje y de la
recepcionista ante mi decisión (supongo que, para ellos, absurda). Con ese
dinero, después de nadar en la enorme piscina al aire abierto, decidí ir a
conocer el centro de la ciudad. Justo antes de salir de mi habitación recibo las
cartas de invitación para las cenas oficiales y un directorio telefónico en el que
—entre otras cosas— se me indica el número de Protocolo, el de Seguridad y
el de Servicio Médico que están a mi disposición, permanentemente, ahí mismo
en el hotel. Todo junto, más el cansancio, profundizan mi extrañamiento.
egreso al hotel. Son las 17:10 horas y prendo la TV. Ahí está, en vivo, Aló
Presidente. Lo que escucho y veo es un adelanto de lo que —sin saberlo—
me tocará presenciar al día siguiente. Reporto solamente un par de imágenes.
Hugo Chávez interactúa con su público y provoca su entusiasmo: habla de un
fiscal chavista asesinado “por la burguesía” y el público de pie, todos de rojo,
en un mitin televisivo y televisado, comienzan a gritar: “¡Honor y gloria a todos
los caídos!”. Minutos después, como quien habla de cualquier cosa, dice que
teme por la vida su hermano, Nacho, porque los burgueses podrían asesinarlo
para dañarlo a él. El público, de nuevo, entusiasmado, irrumpe al grito de:
“¡Chávez amigo, el pueblo está contigo!”. Ante las porras, el presidente asegura
que seguirá luchando contra los latifundistas “así me quede solo; moralmente
solo”. Y, como si nada, advierte que, para evitar que eso suceda, es necesario
“pulverizar” al enemigo. Este espectáculo ya ha sido narrado en muchas
crónicas y artículos por lo que no me extenderé en su desarrollo pero, en
verdad, no tiene desperdicio: es la personalización mediática del poder en su
máxima expresión. Una forma de demagogia que, según me dicen, comparte
con su enemigo Uribe. Michelangelo Bovero llama, con razón y filo, a esta
nueva clase dirigente, los “caudillos posmodernos”.
La segunda perla proviene de la boca del juez (un joven simpático, bien
enterado, enamorado de México y muy preocupado porque me lleve una buena
impresión de su gobierno): “La historia de este país es increíble, ¿usted sabe
que la historia del Quijote es, en realidad, venezolana? Un escudero —me
explica— la llevó a Madrid y de ahí la tomó Cervantes”. Me recordó a algunos
amigos catalanes que, en su nacionalismo, pierden la brújula de lo sensato.
Temprano nos reunimos en el lobby del hotel. Nos espera un convoy de seis
camionetas, escoltadas por motoristas (que fueron abriendo el paso) y
seguidos por una ambulancia. En las camionetas delanteras nos acompañaron
unos escoltas de físicos, en verdad, amenazantes. Llegamos al tribunal
después de rodear la ciudad hacia lo alto (lo que me permitió constatar que es
más grande de lo que me había parecido el día anterior y que tiene muchos
edificios altos e irregulares, algunos de ellos modernos). Caracas, en definitiva,
no es una ciudad bonita ni ordenada pero ahora descubro que no carece de
una cierta personalidad. A pesar de las favelas que rodean una parte de la
montaña que a su vez circunda a la ciudad (y que es escenario común en toda
Latinoamérica), si debo encontrar un adjetivo, diría que a Caracas la
caracteriza más el desaliño que la miseria. Sin embargo, por lo que puedo
apreciar, por desgracia, ya no tendré oportunidad de recorrerla. Un colega
brasileño me comentó que intentó salir a correr por la mañana y no logró evitar
que lo siguiera un guardia de seguridad; algún otro comentó que le sucedió lo
mismo la noche anterior. Se ve que el tema de la inseguridad —y la posibilidad
que le pase algo a algún miembro del congreso— los tiene, en verdad,
preocupados. O quizá sus preocupaciones y las causas de su marcaje
individualizado sean otras.
Para explicar por qué llegó tarde al congreso cuenta que tuvo que atender una
llamada del mandatario de Rusia y, después, se entretuvo jugando con unos
niños en la entrada del auditorio que estaban en una guardería organizada por
el propio Tribunal Supremo. Y ahí deja caer una frase que anuncia su
concepción de la autonomía entre los poderes: guardería que yo celebro “[entre
otras razones] porque la organizaron sin pedirme un solo peso [risas]”. Volteo a
ver a los magistrados y magistradas y me da la impresión que muchos de ellos
lo observan cansados, aburridos, con cierto hastío. Él, supongo que lo nota y
remata con actitud burlona: “¡ay, qué severos son los magistrados y yo que
llegué tarde por jugar con los niños y porque tenía que hablar con el primer
ministro de Rusia… ¡Viva Rusia!”. Su auditorio aplaude y alguno deja escapar
un par de “vivas”. La autonomía del tribunal, su independencia frente al Poder
Ejecutivo, quedó así arrollada entre la anécdota y la ironía. Con lo que, de
paso, hizo eco directo con el discurso de la presidente Morales.
A lo largo del discurso regresará, una y otra vez, sobre otra conexión —
digamos ideal— con Bolívar que parece obsesionarlo: la derrota y traición por
su pueblo. En algún momento defenderá la necesidad de educar al pueblo
—“educación, moral y luces deben ser los polos de una República”— para
evitar que, desde la ignorancia, “sea un instrumento ciego de su propia
destrucción” (esta frase es repetida a sotto voce por el diputado con el que
cené la noche anterior y que está sentado detrás de mí). Me siento en el ritual
de una secta cuyo guía teme que le suceda lo mismo que al profeta: a Bolívar,
insiste, lo acechó la “Crónica de una muerte anunciada, para citar al Gabo”. Y
al igual que el libertador y supuestamente como él decía, Chávez se declara:
“una débil paja arrastrada por el vendaval revolucionario” (esta clase de frases
le encantan porque las repite dos o tres veces modulando tonos distintos).
Pero, cuando expulsaron a Bolívar de Venezuela, se pregunta preocupado:
“¿dónde estaba el pueblo que no salió a defenderlo?”.
Temprano nos trasladan, de nueva cuenta y como todos los demás días,
escoltados (seguridad, motocicletas, ambulancia, etcétera) a la sede del
Tribunal Supremo de Justicia. Sin embargo, un pequeño grupo nos separamos
para participar en una reunión programada con la finalidad de analizar el
proyecto de una red de constitucionalistas “por un nuevo constitucionalismo”
que impulsan algunos colegas desde hace tiempo. En abstracto la idea de la
red tiene aristas interesantes. No existe algo así en el continente y, en principio,
podría ser una plataforma para promover la idea de que el derecho puede ser
un instrumento para transformar a la realidad y no necesariamente para
conservarla. El manifiesto en el que se recogen los principios básicos de la
propuesta no está mal: habla de democracia, justicia social, división de
poderes, circulación de los gobernantes. Por eso acepto asistir al encuentro.
La reunión tendrá lugar en el Cuartel San Carlos, ubicado a unos 200 metros
del Palacio de Justicia y que fue una cárcel durante varios años. Se trata de un
edificio cuadrado y amplio con un enorme patio central —bien podría haber
sido una hacienda mexicana— en cuyo centro colocaron algunas sillas
alrededor de una mesa, con un toldo y un equipo de sonido. Todo
rigurosamente de rojo. En el fondo del patio, sirviendo de telón al encuentro,
cuelga una enorme manta con una foto de Chávez deteniendo en su mano una
pequeña constitución bolivariana y rematada con la frase “Nuevo
Constitucionalismo del Pueblo Bolivariano”. La puesta en escena es burda y, a
mis ojos, constituye una provocación. Solamente acepté ser fotografiado —
junto con un grupo de colegas extranjeros— dando la cara a la manta para
evitar que ésta coronara la imagen. La reunión, a mi juicio y a juzgar por el
tinglado, desde su inicio, se precipitaba al fracaso.
Antes del encuentro un par de guías populares —uno de ellos ex presidiario—
nos cuentan que el recinto fue “rescatado por el pueblo” porque el Ministerio de
Cultura quería convertirlo en una escuela. La historia suena inverosímil en la
Venezuela chavista pero ésa es la versión oficial. Y el valor del lugar, nos
dicen, reside en que ahí fueron encarcelados muchos luchadores sociales. Uno
de ellos —“el último gran soñador que pasó por aquí”— fue preso por “el
imperio y la oligarquía criolla servil”. Por supuesto, se trata del mismísimo
Chávez, quien estuvo encarcelado ahí mismo después de intentar dar un golpe
de Estado. La historia la escriben los vencedores, no cabe duda: el intento de
golpe chavista es celebrado como un acto heroico; el golpe en contra de
Chávez, en cambio, es muestra de la falta de escrúpulos de la oligarquía.
Defino, de inmediato, mi postura en este tema: ningún golpe de Estado es
aceptable. En todo caso, en situaciones de opresión, es legítimo el derecho de
resistencia.
Será unos minutos después, en una segunda intervención del mismo diputado,
cuando la baraja quedará expuesta. En respuesta a la lectura de una relación
de nombres de posibles integrantes de la red —el Dr. Fulano, la Dra. Mengana
— a cargo del coordinador del encuentro, el diputado Escarrá, desenvainó la
espada bolivariana (cuya réplica en miniatura, por cierto, nos había sido
regalada la noche anterior): “el lenguaje que se está usando en este encuentro
es capitalista; porque ‘red’ es un concepto capitalista” y porque en la
presentación de los nombres se incluyó el grado académico de los
mencionados. Mirando con desprecio a los presentes, remató: “Yo no puedo
participar en una organización de elite —aunque no perdió la oportunidad para
recordarnos que él tenía un doctorado, tres maestrías y 31 años de experiencia
en la docencia— porque yo estoy por un constitucionalismo mestizo”. La
perorata es interesante por exagerada y, a mi juicio, resulta demoledora para la
reunión. Su discurso es delirante: “en Venezuela el derecho constitucional se
está haciendo en las calles y no en la academia”. Y lo dice, nos advierte, un
profesor que en el pasado fue “discriminado por no ser blanco” y que, “aunque
no es un chavólogo”, tiene muy presentes las enseñanzas del presidente.
Sobre todo la que ya conocemos y que él repite: “es menester escuchar más al
pueblo que a los sabios”.
En ese momento caigo en cuenta de que, en ese país, todos los poderes y
todos los sectores —en este caso la academia y los estudios constitucionales—
han ido perdiendo autonomía y se están alineando, paulatinamente, con el
proyecto del comandante. Soplan aires totalitarios. De hecho, el diputado
aprovecha para expresar su total “coincidencia” con la presidente del Tribunal
Supremo: “el poder del Estado es uno sólo; el poder es sólo uno”; “por eso hay
un jefe de gobierno que también es un jefe de Estado”. Y concluye sonriente y
con turbia mirada: “¿hasta cuándo seguiremos con las vetustas ideas del
Espíritu de las Leyes?”. Es ahí cuando decido abandonar la reunión e irme al
hotel. Estoy cansado y me siento profundamente incómodo. Me levanto y,
caminando hacia la salida, veo apostado en el fondo del patio un equipo de
grabación con dos grandes antenas que captan todo lo dicho en la mesa.
Ahora entiendo la insistencia del diputado en hacer recurrentes y redundantes
muestras de lealtad presidencial. Sé que es absurdo pero, en ese momento,
padecí un sentimiento de pérdida de libertad. Mismo que se incrementó cuando
me comunicaron —con amabilidad pero de manera tajante y definitiva— que no
podía irme en un taxi, por mi cuenta.
Después de pasar por el hotel partimos hacia la cena de clausura. Para llegar
subimos por un teleférico durante 20 minutos, lo que me permitió divisar una
bella vista de esa ciudad desordenada, ruidosa y ajena con la que no logré
conectarme. En el hotel en el que tendrá lugar la cena nos espera un
recibimiento cálido y discreto que promete una velada tranquila. Sin embargo,
una desafortunada intervención de la presidente del tribunal me regresa a la
realidad: esto es la Venezuela de Chávez. Narro solamente la médula de la
anécdota.
Aunque el viejo hotel en el que estamos no reviste el mayor interés turístico,
dado que solía ser un sitio lujoso y elitista, nos anuncian que tiene un valor
simbólico. Convencernos de ello será la tarea encomendada a una joven
trabajadora del lugar. Su misión parecía simple: contarnos en dónde existía una
pista de baile, cómo era el bar de los años setenta, etcétera. Pero la presidente
del tribunal esperaba otra cosa. Así que, cuando la muchacha se disponía a
concluir, la Dra. Morales le preguntó a bocajarro: dinos, por favor, ¿quién está
recuperando y remodelando el lugar? A lo que la chica, que no dio muestras de
aptitudes para la esgrima mental, respondió: “pues…, unos trabajadores”. La
tensión se dejó sentir de inmediato y la presidente no contribuyó a diluirla: “sí,
claro, pero ¿cuál es la autoridad que decidió recuperarlo?”. En respuesta, la
muchacha, balbuceó: “el ministerio del poder popular para el turismo”. La
contestación, obviamente, fue insatisfactoria: “y…, quién está por encima de
ese ministerio”, reclamó sin tapujos la anfitriona del evento. “Ah —alcanzó a
mascullar la niña—, el presidente Hugo Chávez Frías”. El silencio fue general y
la escena fue patética. Pero lo fue todavía más la preocupada intervención del
jefe de protocolo del Tribunal Supremo de Justicia de la República Bolivariana,
quien se aprestó a confirmar que, en efecto, el presidente había ordenado la
recuperación del hotel y también había decretado que éste ostentara el nombre
indígena del parque en el que está ubicado: Waraira Repano.
Finalmente, pasamos a cenar —una comida, como la de todos los días, buena
y austera— amenizados por una estupenda banda integrada por músicos que
habrán tenido una edad promedio de 65 años. Al término de la cena, con la
hospitalidad de siempre, nos regalaron recuerdos y materiales gráficos del
evento y nos acompañaron a presenciar un espectáculo de fuegos artificiales
en la cúspide del monte en el que nos encontrábamos. El congreso, ahora sí,
había terminado.
Epílogo
Quizá por ello pagué sin mayores reparos los 120 dólares que me costó salir de
aquel país. Los primeros 60 me los cobró un personaje vulgarmente sentado en
un banco, enfrente del mostrador de Mexicana, con una pequeña caja de
madera abierta y repleta de dinero y dedicado a la tarea —a todas luces oficial
— de cobrar un impuesto para el turismo. A cambio del dinero, como si fuera mi
tarjeta de embarque, me entregó, nada más y nada menos, que la forma
migratoria de salida.
Obviamente, aunque lo intenté, no fue posible pagar con tarjeta de crédito. La
sensación de estafa fue fuerte pero eran más intensas mis ganas de regresar al
Distrito Federal. Y eso que todavía tuve que pagar 60 dólares más: antes de
entrar a la sala de espera que, para nosotros los ponentes era una sala VIP
tapizada con fotos de Chávez (una de las cuales encabezaba una curiosa
“cadena de mando” y venía acompañada por los retratos de sus inferiores,
obviamente, colgadas en secuencia descendente), tuve que desembolsar,
ahora, el impuesto de aeropuerto. También en efectivo.