Sie sind auf Seite 1von 29

LA ESCRITURA QUE VENDRÁ.

RAÚL DORRA

1. Mostrar el relato

Las reflexiones que siguen provienen de una


anécdota personal, como muchas veces ocurre en el
trabajo de investigación, salvo que en este caso me
ha parecido preferible no renunciar al tono de la
anécdota y por lo tanto este texto será de algún modo
también un relato. Dispuesto de ese modo, pido,
pues, al amable lector que me imagine en una librería
en la que también hay sugerencias para regalos de fin
de año. Allí veo entre los libros un objeto cuyo valor es
casi una pura protensión, un objeto que me atrae por
lo que todavía no hay en él. Se trata de un pequeño
cuaderno, quizá de una libreta de notas: su tamaño,
sus proporciones promueven la vacilación; se trata,
quiero decir, de un objeto fácilmente clasificable que
tiene sin embargo algo de inclasificable. Nada dice la
cubierta, bella, sobria, en la que una greca, hacia
abajo, divide en dos partes armoniosamente
desiguales, sin estridencias, el cartón para el que se
prefirió un color pálido, entre amarillo y rosa. Nada
dicen adentro las hojas, del color de la cubierta, con
una tonalidad ligeramente más intensa. Yo veo ese
objeto y lo asocio a alguien que mantiene conmigo, a
través del correo electrónico, una correspondencia
que llamaremos improductiva aunque para nada lo
sea. Se trata de una correspondencia seria y lúdica
que opta por el lirismo, un lirismo con frecuencia
enigmático que me llega a veces en una frase única
que interroga o razona, o en la descripción de un
estado del ánimo que me propone asumir cierta
perspectiva para iluminar un estado de cosas, o en la
invitación a compartir algún júbilo que nunca es del
todo claro para mí. Con esta correspondencia quien
está del otro lado del correo juega a mostrarme que, a
pesar de la diferencia de edad, de posición en la
carrera académica e incluso de una suerte de
prescripción institucional de obediencia debida sabe -
como hubiera juzgado don Francisco de Quevedo de
haber alcanzado a informarse de estas cosas cuando
desempeñaba sus funciones de secretario del Duque
de Osuna- "perder el respeto a ley severa" y
concentrarse en el hecho de que entre los jugadores
que están en ambos extremos de la invisible línea
existe una afinidad que se hace plenamente visible en
esa forma, ciertamente compartida, de ignorar que el
correo electrónico ha sido pensado para el
intercambio de otro género de mensajes. Dado que,
con esa correspondencia, la pantalla que me muestra
los correos está utilizada y al mismo tiempo ignorada,
se explica que yo haya visto en aquel objeto que vino
a mí en el anaquel de una librería, aquel objeto de
naturaleza móvil, entre anticipación y simulacro -de
cuaderno o bien de libreta-, un espacio para la
continuidad de cierta práctica de escritura. O, más
que un espacio, el espacio natural para esa práctica.
Me he detenido, quiero decir, en sus páginas todavía
silenciosas y he oído-visto el murmullo de una
escritura por venir.

Me he detenido en sus páginas. Pero una


página, como se sabe, es el resultado de la relación
de un signo gráfico con una superficie que, por obra
de esa relación, deviene espacio de legibilidad. Si yo
digo que estoy ante una página es porque veo un
signo, un mensaje escrito sobre una superficie. He
señalado también que aquel mensaje es, era, todavía
una escritura por venir. Pero la fabricación de ese
objeto destinado a ser soporte de una escritura la
tiene a ésta no sólo como su porvenir sino también
como su origen. Si ese objeto ha sido confeccionado
de esa manera y se entrega bajo esa forma, si esas
hojas de papel rectangular ofrecen, ante mis ojos, un
anverso y un reverso cuya existencia se vuelve
inteligible en la medida en que yo las asumo como
páginas es porque han sido causadas por la escritura,
una escritura que viene actuando desde su
invisibilidad. Así, pues, yo he visto en ese papel una
escritura por venir porque antes de eso he visto una
escritura de origen. Y no he visto una escritura en
sentido general sino una escritura que puede -que
debe- ser clasificada dentro de un género. Al asociar
ese cuaderno con alguien que produce, al menos
para mí, cierto tipo de mensajes, he considerado que,
dada la tonalidad y las dimensiones del papel, dadas,
en suma, sus características materiales y formales, el
objeto mismo que era ese cuaderno estaba ahí
seleccionando un género de escritura que en términos
amplios sería el género literario y en términos más
restringidos el género lírico. Desde luego, en esas
hojas, sobre esas superficies podrían inscribirse otros
géneros o tipos de escritura: por ejemplo fórmulas
matemáticas o químicas, mensajes de naturaleza
práctica, recordatorios de fechas y actividades como
se acostumbra en las agendas; pero todas esas
escrituras no dejarían de ser de algún modo un desvío
e incluso una violencia hecha al cuaderno. Si yo
leyera, pues, sobre esas hojas ese tipo de mensajes,
leería el mensaje pero leería también la inadecuación
o el desacomodo, y en este caso particular -el
cuaderno que yo puse en las manos de la persona
que evoqué como obedeciendo a una sugerencia del
propio objeto- no dejaría de leer una frustración.

La página es, entonces, el resultado de una


relación del signo con la superficie de inscripción. Por
eso, según la observación de Noé Jitrik que ya otras
veces he citado(1), un signo inscrito sobre una
superficie -un tronco, una piedra, etc- convierte a ésta
en una página. Se trata, en estos casos, de la
consecuencia de una situación casi siempre pasional:
alguien, impulsado por el amor, el entusiasmo o la ira,
escribe en una pared, sobre una puerta, sobre el
tronco de un árbol, el mensaje al que no sólo quiere
dotar de un carácter público sino también de una
visibilidad enérgica, incluso agresiva. Ese alguien, que
ha utilizado para dejar su inscripción un instrumento
no necesariamente destinado a ese fin -un punzón,
una navaja o cualquier otro elemento capaz de trazar
una huella-, se ha sentido atraído, movilizado por
aquella superficie en la que ha visto lo que antes no
había: una página.

La construcción del espacio de legibilidad


resulta de una permanente relación de lo visible con lo
invisible, mejor dicho de una invisibilidad que se hace
visible como tal, esto es como invisibilidad. Para
escribir, tanto como para leer hay la necesidad de
esta relación que es relación de engendramiento tanto
como de presuposición transformadora. Tal vez
incluso esto sea una condición general de lo visible:
mostrar la invisibilidad que lo sostiene, ese punto de
continua fuga y de continuo retorno. El ojo, si quiere
ver, necesita apoyarse en lo invisible (beber de esa
fuente) y desde ahí autoexpulsarse para construir una
relación incesante e inestable consigo mismo. Esta
relación hace del agente del mirar a la vez un
paciente, un objeto mirante y mirado. "El ojo que ves
no es / ojo porque tú lo veas: / es ojo porque te ve",
escribe Antonio Machado construyendo una doble
paradoja puesto que el ojo que te ve, a la vez que el
ojo del él mirado por el tú (el ojo que tú ves), es el ojo
del yo mirándose mirar; esto es, el ojo es el sujeto del
mirar que se coloca a sí mismo en el otro extremo
para poder mirarse. Pero la copla de Antonio
Machado es como la propia invisibilidad puesta en
discurs ¿quién habla o quién ve ese juego especular
de la mirada sino alguien que está viendo y por eso
mismo construyendo el espacio donde ese juego
resulta posible? ¿Quién ve al ojo que te ve sino un
sujeto de invisibilidad que discursiviza lo visible? Ahí la
invisibilidad se hace patente no sólo como condición
de lo visible sino también como sujeto de lo visible.

2. Formar la página

Pero retomemos la anécdota. He dicho que el


descubrimiento y la contemplación de un cuaderno
compuesto de páginas (todavía) vacías, su particular
manufactura provocó en mí su asociación con alguien
que me destina mensajes a través del correo
electrónico. Desde una cierta perspectiva, los
mensajes elaborados y transmitidos por ese medio,
como todos los mensajes escritos que la pantalla nos
presenta, son tales en la medida en que se inscriben
en una página por venir. En este caso, el hecho de
haber asociado aquel cuaderno en blanco con
mensajes que antes he leído en una pantalla es
porque los he leído como si se tratara de una escritura
en tránsito. Me explic los he leído como escritura lírica
-una escritura que brota de una tonalidad del espíritu,
de una cierta demora contemplativa- en la medida en
que he imaginado que su destino natural debía ser la
página, no la pantalla, lo que quiere decir que cada
vez que he leído esa escritura, y para poder leerla, la
he desplazado hacia el espacio de una página. Así,
pues, mientras el cuaderno con las hojas vacías me
remitía a una escritura por venir, la escritura sobre la
pantalla me remitía, me remite, a una página por
venir. He aquí el juego de las relaciones
complementarias: el blanco del papel es espera de la
letra, el fondo uniformemente oscuro de la pantalla es
espera de la página. Pero esta complementariedad
sucede también entre los agentes de la comunicación
que están en los extremos de la invisible línea. En
efecto, así como yo no he podido ponerme en
contacto con esos mensajes sin imaginarlos sobre
una página cuya forma de la presencia es la
invisibilidad, sin duda quien me los ha destinado
tampoco los escribió -los compuso- sino como quien
siente que esa posición erguida que tiene que asumir
el cuerpo al situarse frente a la pantalla siempre
vertical, para teclear y mirar el resultado del tecleo, es
un mero accidente y por lo tanto una circunstancia
profundamente irreal, pues lo real -la fuente de donde
brotan las palabras- es ese cuerpo que en lo profundo
se inclina sobre la página.

Desde luego, se podría pensar que para que


ese encuentro entre la letra y la página se realice
bastaría con imprimir el correo. ¿Pero alguien ha
visto el resultado de la impresión de un correo
electrónico? Pregunta insidiosa que sin embargo no
encontrará a nadie dispuesto a dejarse impresionar o
sorprender pues su respuesta está a la man sí,
seguramente muchos imprimen correos, incluso hay
gente que no ve sino los correos que les presenta, ya
impresos, su secretaria, aunque estos últimos quedan
fuera de consideración porque, ocupados en otra
cosa y por el hecho mismo de no ver sino lo que la
secretaria les pone en su escritorio, nunca ven el
impreso como un resultado. Pues bien, si alguien, de
todas maneras, ha visto el resultado de la impresión
de un correo electrónico habrá podido comprobar que
el impreso agrega información que no estaba en la
pantalla y por eso dice más o dice menos o dice una
cosa diferente de lo que estaba en la pantalla. De
modo que, al menos para este género particular de
comunicación al que me estoy refiriendo, el impreso,
lejos de reunir dichosamente la letra con la página
más bien las separa, frustra el idilio prometido. A partir
de esta experiencia yo digo que la página a que me
remite el texto que recojo en el correo electrónico,
para ser verdadera, necesita ser imaginaria. Que esa
página no puede existir como actualidad sino como
suspenso. Por tal razón en casos como éste es
preferible abstenerse de obrar como el impaciente y
menos como la secretaria del imperturbable
funcionario que no trata sino con correos impresos.
Porque si después de haber leído el correo intento
seguir adelante, si imprimo el mensaje que acabo de
leer obedeciendo a un movimiento que de algún modo
está incorporado a su lógica y aun a su mecánica
general (lo que está en la pantalla está ahí como de
paso a la espera de una impresión que permita una
lectura más atenta) me encontraré con una página
indeseable en la que el paratexto -toda esa cantidad
de información adicional que viene antes y aun
después del texto y que remite a otro universo- puede
llegar a ser más cuantioso que el texto mismo, tanto
que éste podría naufragar y hasta desaparecer,
exánime, bajo su peso. ¿Qué hacer con la impresión
que ahora hace aparecer a mis ojos lo que no
aparecía en la pantalla? ¿Cómo leer esa escritura de
la heterogeneidad que tengo delante, esa suerte de
página en disolución en la que el paratexto oprime y
desplaza tan ominosamente al texto que lo vuelve
perdidizo porque el texto, como a veces lo prefiere mi
corresponsal, se compone de una o dos frases? Yo
debería, para concentrarme en el texto, hacer un
esfuerzo de invisibilización del paratexto y en el
momento en que trato de hacerlo advierto la
desagradable dificultad: el paratexto, ese mensaje
que me proporciona la máquina sin que yo se lo pida
ni lo espere, y que funciona como reserva de
información disponible a la que podría recurrir en otro
momento y sobre todo desde otro estado de ánimo,
ha privado al texto de su contenido esencial, lo ha
vuelto a él invisible: procediendo a la impresión he
imaginado que leería con más detenimiento el texto,
he imaginado apropiármelo, pero esta operación me
ha mostrado que en realidad me estoy comunicando
con la máquina. O peor aun: la impresión me ha dado
la ingrata noticia de que, en su interior, el texto lírico
que, como todo texto de su género, nos pone en
contacto con un mundo misterioso y alado, puede,
bajo mis propios ojos, transformarse en esto, estas
palabras mecánicas y ciegas, este texto-ruido o más
bien texto-basura. La operación de imprimir el
mensaje, que prometía acercarme a su invisible y
poderosa fuente, ha sido como la operación del niño
que destroza un juguete buscando al genio que lo
anima y no encuentra otra cosa que maderas,
estopas, alambres o engranajes. Impaciente o
ambicioso de mí, he buscado la página y he
encontrado las huellas o, más tristemente, los
deshechos del robot.
2.1 Sin embargo, para regocijo de la gente
progresista, no siempre las cosas ocurren de este
modo en el paso de la letra en pantalla a la página
impresa. La máquina tiene también su filosofía de lo
visible y sobre todo su interpretación del deseo de la
página. Ello se vuelve claro en la manipulación de los
procesadores de texto. La idea de que la pantalla es
un espacio a la vez recortado y provisional, un pasaje
hacia la página donde anclarán las palabras, si bien
puede no ser el principio del correo electrónico, es
justamente el principio de los procesadores de texto.
En un artículo dedicado a "La mise en page en
contexto informático" Emilia Ferreiro(2) observa que si
los niños durante su aprendizaje disponen de la
posibilidad de recurrir a una computadora adquieren
rápidamente conciencia de la necesidad de -y al
mismo tiempo la habilidad para- formatear, lo que
quiere decir que esos niños ven la página, incluso la
página todavía no escrita. En efecto, cuando se
trabaja con procesadores de texto se tiene a
disposición, antes de comenzar a escribir, los
recursos para dar forma a la página. Muda aun, la
pantalla es una serie de indicaciones o llamados
siguiendo los cuales puedo seleccionar el tipo y
tamaño de las letras, la extensión de las líneas, el
espacio que separará a una línea de otra o el espacio
destinado al título, para mencionar sólo algunas
ofertas. A estos preparativos, así como a la posterior
revisión, al agregado o a la corrección de las
decisiones ya tomadas me entrego alegremente a
medida que el texto va avanzando pues, como los
niños observados por Emilia Ferreiro, yo también
encuentro que "lo que antes era un penoso
procedimiento de copiado y recopiado se transforma
en un juego"(3). Pero lo que más placer me causa -
dado que estoy preparando, trayendo hacia mí, el
porvenir- es mironear de tanto en tanto eso que
adviene, la página. En efecto, aun alguien tan inhábil
como yo conoce el juego que consiste en fingirle a la
máquina que uno está a punto de imprimir y darle una
orden como apuntando en esa dirección pero sólo
para que la máquina, al mostrarme esa posibilidad me
muestre también otras, como quien hace gala de sus
mecanismos inteligentes, y entonces pueda yo
detenerme en lo que para ella era un paso previo pero
que para mí es el punto a donde me conduce el dese
el comando "Ver página". Presiono una tecla y lo
invisible, lo que me reserva el futuro, aparece. Eso
que aparece, me digo, es en verdad un simulacro,
una maqueta. La página, la futura, no será
exactamente así pero ya tengo su fantasma. Este
juego de ver -o más bien mironear como quien
comete una inocente violación- lo invisible, puede
sumergirlo a uno no ya en un pequeño éxtasis sino en
una vertiginosa meditación sobre la naturaleza del
tiempo y los mecanismos de la mímesis. ¿Cómo se
ordena el tiempo si tengo ahora una copia de algo que
es patrimonio del futuro? ¿Cómo procede la mímesis
si puedo obtener una representación -una copia, dije-
de lo que todavía no está presente? ¿Es que puedo
hablar de una mímesis que procede como una
prepresentación? ¿O bien, siguiendo una deriva
platónica, debo pensar que eso que ahora tengo
delante es la idea de la página y lo que obtendré
después, cuando proceda a imprimir, será una réplica
o el simulacro de esta idea? Y en este último caso,
entonces, cuando se haga visible lo que ahora está
presente como invisibilidad -la página impresa-
¿deberé, remontándome a las fuentes, ver la
invisibilidad de la idea que estará en la apariencia que
se instalará ante mis ojos? Heme aquí en una suerte
de laberinto barroco en el que, por no saber ya cuál
es la copia tampoco sabré cuál es el original y por lo
tanto seré incapaz de distinguir dónde, y sobre todo
cuándo, se encuentra la verdad y dónde-cuándo el
"engaño colorido". En este laberinto, la única certeza
a la que uno puede recurrir es que no hay visible sin
invisible y que uno engendra continuamente al otro.

De cualquier modo, ese laberinto en el que todo


pierde continuamente consistencia, hay algo de
salvador. El laberinto, barroco al fin, se forma por un
exceso de la página, no por su falta. Esto me hace no
compartir, al menos en principio, los temores de
Roger Chartier, quien ha expresado en diversas
oportunidades(4) que la "textualidad electrónica" puede
terminar aboliendo los géneros y las especificidades
discursivas al crear sobre la pantalla una suerte de
texto indiferenciado, único y continuo puesto que
cualquiera sea la información que porte se leerá
siempre del mismo modo y asumirá la misma forma
en la pantalla. Chartier, como se sabe, ha sostenido
con acierto y abundancia de pruebas que la
inteligibilidad de los textos, su jerarquización y
organización depende en una parte decisiva del
soporte material -arcilla, cuero, papel-, de la forma
que éste acusa -tableta, rollo, códice- y del modo de
circulación (y por lo tanto de apropiación) a que estas
variedades dan lugar. Según Chartier, la pantalla,
espacio único, siempre igual y de algún modo
inexistente siempre, nos haría leer siempre el mismo
texto, o un género único de textos, pues volvería
invisibles las marcas diferenciales. Yo creo, sin
embargo, que esta abundancia de posibilidades de
formatear que las modernas técnicas de imaginación
de la página ponen a nuestra disposición asegura que
el impreso -eso que le preocupa a Chartier- no ha
desaparecido de nuestro horizonte. La pantalla, en
efecto, sigue siendo un lugar de paso -un espacio
virtual, como se llama- y que lo que en ella vemos
está formado sobre la imaginación del impreso, esto
es, aun sobre el libro y sus diversidades. Es claro que
hay textos creados para la pantalla, por ejemplo las
revistas literarias "de la red" -o redvistas-, las cuales
están diseñadas para existir en ese espacio y ahí
perseverar transformándose porque su naturaleza es
precisamente la inestabilidad. Esos textos nos abren a
la imaginación de otros espacios y de otras formas de
producción y de apropiación de los textos, a otro
universo de la comunicación escrita donde el texto
como tal acaso, por su propia naturaleza, adquiera el
estatuto del desvanecimiento. Y sin embargo, al
menos por ahora, ellas pueden organizarse porque
tienen como referente, como modelo que no quieren
reproducir, a la revista de papel, esto es al impreso.

Ello ocurre por varias razones de las cuales


mencionaré dos: nuestra imaginación del texto
concibe siempre al impreso como destino y nuestros
órganos perceptivos -el ojo, que arrastra al tacto y al
olfato- no está acomodado sino para ver la letra en la
página aunque la página no esté ahí, y ni siquiera la
letra. Una cultura donde los individuos conciben el
texto como definitivamente instalado en la pantalla, y
por lo tanto como una grafía sin soporte material -un
texto siempre en suspenso, una escritura sin
inscripción-, nos debe hacer pensar en individuos de
otra especie dotados de otra capacidad perceptiva, de
otra educación y de otra imaginación de la actividad
sensorial. De otros regímenes, por lo tanto, de
visibilidad-invisibilidad de la escritura y de sus
procesos de significación. Esa cultura, que sería una
cultura de la escritura sin texto -sin textura- o algo
semejante, cultura otra que correspondería en
realidad a otra civilización, es todavía impensable
dentro de nuestro horizonte.

3. Leer, ver, mironear

Pero nuevamente es hora de volver,


desocupado lector, al relato de origen. Ese relato,
como recordará, comienza en una librería donde hay,
además de libros, sugerencias para regalos de fin de
año. El relato consta de este primer acto en el que
adquiero un cuaderno, que es tal vez una libreta de
notas, y un segundo acto en el que deposito ese
objeto, convertido en regalo, en las manos de la
persona con quien espontáneamente lo asocié por las
razones que ya fueron declaradas. Con este segundo
acto, que es por ahora el último, el relato no se acaba
sino que entra en una zona de suspenso. Una zona
de la que quizá no salga jamás o de la que sólo pueda
salir por la vía de la hipótesis. Instalado en esta vía,
razono que hay sólo tres hipótesis aceptables: 1) el
cuaderno permanece indefinidamente así, con sus
hojas en blanco, 2) el cuaderno se va llenando de
anotaciones rutinarias, funciona como una agenda, y
3) el cuaderno recoge frases, pensamientos,
imágenes que van realizando el destino que imaginé
para él. De estas tres posibilidades (hay otras pero
descartables, por ejemplo el cuaderno se perdió por
algún accidente o fue a su vez regalado a una tercera
persona o cayó en el olvido), la tercera, aquella que
puso en movimiento este relato, es, al menos en el
régimen de este relato, la más verosímil, incluso la
única verosímil. Quizá -y digo quizá sólo para no
invocar la obediencia debida que, aunque obediencia
debida a la verosimilitud del relato, podría asociarse a
una obligatoriedad de tipo castrense- ahora mismo
sus hojas estén acogiendo, morosamente, aquellas
palabras con las que estaban destinadas a
encontrarse. Probablemente nunca veré esa escritura
en formación y por ello sólo podré imaginarla y por
ello, también, invito al imaginativo lector a que me
imagine ante esa escritura que probablemente, repito,
nunca veré.

¿Qué haría yo ante esa escritura? La respuesta


es fácil, sólo tendría dos opciones que no se excluyen
aunque sean muy diferentes: leerla o verla (habría
una tercera, descartable: no hacer ni una cosa ni la
otra). Estas opciones son diferentes porque suponen
que en cada caso la mirada se instala en
profundidades diferentes, instaura una diferente
relación entre lo visible y lo invisible, construye en
cada caso un diferente régimen de visibilidad o si se
quiere de invisibilidad. Leer supone concebir a las
grafías como un umbral que separa y al mismo tiempo
permite el paso de lo visible a lo audible. La escritura
no es una representación del habla, es más bien,
como afirmó David Olson(5), un análisis del habla y
tiene su propia organización y sus espacios de
autonomía; pero si ella se despliega es para traer ante
nuestros ojos una imagen del habla, y sobre todo la
huella de una voz. Así pues, la operación de leer
consiste en posar la mirada sobre las grafías con la
decisión de atravesarlas en busca de esa imagen y
sobre todo de esa huella. La operación de leer
consiste en ver las letras de tal modo que ellas se
comporten como si fueran un cuerpo translúcido que,
sin dejar de mostrarse, nos muestre también aquello
que está detrás de él y que toma su coloración, que lo
prolonga y en cierto modo absorbe su forma pero al
mismo tiempo propone otra entidad. Leer es situarse
en el paso de lo visible a lo audible, ir de lo gráfico a lo
fónico, con la mirada buscar la voz. Esta operación se
vuelve más patente cuando la escritura nos remite a
un tipo de discursividad en el que los procesos de
enunciación adquieren un mayor protagonismo en la
constitución del sentido. Si yo leo unas frases
dominadas por la voluntad de lirismo -y de este caso
se trata- no podré asimilar por completo su sentido si
no las recojo como el decir de una voz y si no le doy a
esa voz un valor decisivo. El habla lírica es una habla
de carácter performativo, un habla en la que lo que se
dice es existente y verdadero precisamente por el
modo en que se dice. Se entiende, entonces, la
valentía o la inocencia de que es necesario proveerse
para insertar esas palabras de alado misterio en un
"contexto informático" y por lo tanto entregarlas, en su
fragilidad, al sordo prosaísmo de indolentes pantallas
que -como aquellos maledicentes a quienes, según
Lucas, Jesús perdonó, o como las insensibles letras
de la escritura a las que, según Platón, Sócrates
había condenado aduciendo el mismo motivo que
invocaría Jesús cinco siglos después- "no saben lo
que dicen".

Sorteando tanta adversidad, rodeadas de un


paratexto a medias invisible pero siempre ominoso,
cuando me sitúo frente a ellas, esas palabras tienen
que dejarme no sólo leer en la superficie de las letras
sino permitirme traspasar el umbral que ellas
establecen para escuchar su murmullo porque en
verdad su mensaje no se realiza sino en ese
murmullo. Se trata de un esfuerzo que,
afortunadamente, en la hipótesis que estamos
considerando -leo las palabras sobre el cuaderno- me
ha sido ahorrado. Ahora es otra cosa, ahora estoy
leyendo palabras manuscritas sobre un papel
recortado con esmero, sugerente en su palidez, y más
que sugerente, significante. Estoy leyendo una
página, incluso lo que para mí es por antonomasia la
página por ser una cosa que viene de un pasado que
persiste, algo que asocio a la sensibilidad modernista,
o quizá incluso decadentista, una pequeña y todavía
invencible mitología. Ahora tengo ante mí distintos
regímenes de visibilidad y de invisibilidad, así como la
concurrencia de otras formas de la percepción. La
página es en primer lugar una alternancia de grafías y
de blancos -blancos es un decir porque se trata de
una hoja coloreada como al pastel- lo que indicaría
una alternancia entre lo puntual y lo difuminado, entre
indicaciones de sonido y silencio. Si fijo mi atención
en las grafías logro una relación entre una visibilidad
fuerte o concentrada -el trazo- y una visibilidad difusa,
una visibilidad que confina con lo invisible. Me digo
que debería corresponderse con una relación entre el
sonido y el silencio pero enseguida me corrijo porque
el blanco, esto es, el rosa amarillento de la página
también emite un murmullo aunque en otro registro y
de otra manera porque este otro murmullo nunca
alcanzará el grado de concentración necesario para
poder articularse, será siempre, entonces, una
tonalidad de fondo, un horizonte. Pero este murmullo
es también un roce porque la mirada no sólo
establece una correspondencia con el sonido sino
además con la delicada resistencia -la delicada
invitación- que el papel ofrece al tacto. El tacto
también recorre esa superficie y lo hace igualmente
en una suerte de límite, como si tocara el papel y al
mismo tiempo el fantasma de la página. La
percepción táctil vuelve a remitirme a la percepción
del sonido para completar el triángulo perceptiv
visible-tocable-audible.
Se trataría más bien de la relación entre un
sonido puntual, el que las grafías evocan, y un sonido
continuo que, en correspondencia con el régimen de
visibilidad-invisibilidad, confina con el silencio y lo
señala como un más allá. Pero las grafías no evocan
sólo sonidos puntuales sino también una curva
melódica puesto que las palabras tienen una
ondulación, no podrían significar si no fuera así y
entonces tendríamos tres tipos de sonido (uno
puntual, otro ondulante, otro difuso) que se
corresponden con otros tantos regímenes de
visibilidad-invisibilidad.

3.1 Ahora bien esta descripción sólo cubre, por


decirlo de algún modo, la superficie de la página, el
espacio de la percepción propiamente sensible.
Cuando la mirada atraviesa la superficie donde
discurren las grafías alternándose con los blancos,
penetra, como dijimos, a una zona de legibilidad
audible, una zona dominada por la memoria donde se
disponen los sonidos y las pausas y en la que se va
recortando la significación contra el continuo murmullo
del sentido. Así, si veo es con el afán de llegar a lo
invisible que me traen las palabras, y ahí, en lo
invisible, oír. Ver, entonces, es la espera de ese
momento central en el que los ojos ven eso que
vendrá: el murmullo de un habla que nunca termina
de decir lo que quiere y por eso nunca deja de hablar
y de esperar. Ese ojo que oye y por eso mismo sabe
lo que la escritura dice es el que hace posible la
conversación lírica.

De ese murmullo también emerge la voz: se


trata ahora de un murmullo que, sin abandonar su
continuidad, ofrece pliegues para las articulaciones de
la voz. La significación de las palabras llega a mí
adherida a la voz que le da su matiz particular. La
invisibilidad -mejor dicho ese umbral de visible-
invisible donde permanecen tanto las grafías como los
blancos- ha hecho posible la realización plena del
mensaje porque ha dado curso al proceso de
significación el cual consiste, ahora se ve mejor, no
sólo en la recuperación de significados sino en su
actualización en una voz que, a su vez, para
recortarse como tal, necesita de la modulación tanto
como del intervalo, de las aceleraciones y de las
demoras: en una palabra de un tempo que sea su
propio tempo. En el mensaje lírico, por lo tanto, la
actuación de la voz es el núcleo significante pues
corresponde a un género organizado a partir de la
enunciación.

Con lo dicho, se comprenderá que en la


hipótesis que estamos examinando, el hecho de
encontrarme con una página en la que lo escrito no
supere la extensión de dos o tres frases, ello no
significará que tendré poco para leer pues de
cualquier manera la página entera siempre será un
espacio legible, un continuo aparecer o una continua
búsqueda de lo invisible en lo visible, una reunión,
también, de magnitudes perceptivas en continua
configuración y reconfiguración. Lo que necesitaré,
justamente, es que no aparezcan, sobre la misma
superficie otro género de mensajes o informaciones
inesperadas que desvíen o atenúen el foco de
atención y reduzcan el espacio de lo legible.
3.2 Si es escritura realizada sobre las hojas de un
cuaderno no puede sino pensarse que será obra de la
mano. De modo que si uno quiere formular una
hipótesis sobre el tipo de grafías que la mano dejará -
habrá dejado- sobre el papel, sólo le quedará
preguntarse si en esta manuscritura que podría venir
la letra será de la clase de las cursivas o de las
redondas. Es claro que también uno podría atenuar
esta vacilación considerando la edad de quien
manuscribe pues en las escuelas desde hace un
cierto número de años se ha optado por dar
preferencias a la confección de la letra redonda, que,
un poco bárbaramente, se denomina script, en
detrimento de la cursiva, que recibe el nombre, a la
vez obvio y abusivo, de manuscrita. En otros tiempos
-digamos, los míos- y en el país donde yo aprendí a
escribir, se nos enseñaban con el mismo rigor ambas
modalidades de letra las cuales recibían
respectivamente el nombre de "letra de carta" y "letra
de imprenta". Esta denominación parece crasamente
descriptiva pero no lo es tanto. La letra cursiva se
llamaba "de carta" porque la carta era vista a su vez
como un documento de la intimidad, lo que quiere
decir que la carta por antonomasia era la llamada
"familiar", la que se escribía a amigos y parientes
cercanos. Ciertamente la cursiva era una letra de
ejecución más rápida y con la que uno, por eso
mismo, mantenía una relación de familiaridad porque
la encontraba más afín, más dócil a los movimientos
de su propio cuerpo, especialmente de la mano, y
también a los de la voluntad. La letra de imprenta, en
cambio, cuyo modelo desde luego era el libro,
marcaba una distancia, un esfuerzo mayor, un
cuidado, una deferencia o un lujo; era una letra que
exigía una mano mejor educada, más atenta, y
movida por la decisión de mostrar un resultado más
mostrable. La diferencia entre una y otra era, pues, la
que va de lo distensivo a lo tensivo, de lo cotidiano a
lo ceremonial, de un día de clases a un domingo. Ello
quiere decir que esos tipos de letra no siempre se
aplicaban a lo que su nombre haría fácilmente
suponer. Uno escribía pocas cartas pero muchas de
esas pocas no las escribía precisamente con "letra de
carta" sino "de imprenta" porque eran cartas dirigidas
a personas mayores o, peor aun, personas ubicadas
en lugares de mando, o, peor aun, no se trataba de
cartas sino de mensajes dejados como por azar sobre
el pupitre de una compañera del salón de clase frente
a la cual uno cuidaba la apariencia y sobre todo
trataba de disimular el temblor de la mano. Esa letra
representaba una intención propiamente caligráfica,
un hacer figurativo de la mano, como si dijéramos que
la "de carta" era la letra en sentido literal y la "de
imprenta" era la letra en sentido figurado. Una letra
que, como dirían los retóricos, "hace figura", se
entrega como un pequeño espectáculo.

Con estas digresiones lo que quiero indicar es


que este aprendizaje de la diferencia en el tipo de
letras conllevaba también el aprendizaje de que el
texto que uno produce -o producía- no sólo iba a ser
leído sino también visto, que lo que uno llevaba a los
ojos del otro no era sólo un texto sino también un
gesto. En la letra que uno consiguiera formar, otros
ojos podrían leer la torpeza o el descuido, lo no
mostrable, o por el contrario podrían reconocer un
gesto de buena educación o, por qué no, de
elegancia. Con ello, sin saberlo, uno actualizaba algo
que está en el origen mismo de la escritura: su valor
de uso y su valor de cambio. Ritualizada, en un
extremo, o comercializada, en el otro, la escritura
sirvió, sigue sirviendo para afirmar el orden o para
satisfacer demandas prácticas de la comunicación
social y, a lo largo de la línea que une ambos
extremos, para reunir el ojo y la mano en las artes del
trazo. Si uno ve la escritura como un dibujo -y no me
refiero a las escrituras pictográficas o ideográficas que
por naturaleza lo son, sino a las alfabéticas-, ese
dibujo puede negar, o bien exponer, la huella de la
mano que lo traza, digamos el acto de enunciación.
La ley pareciera ser que a mayor ritualidad mayor
opacidad o distancia y a mayor intención de trueque
mayor transparencia y proximidad. Durativas, estas
escrituras de la familiaridad muestran un cuerpo
inclinado sobre sí para acercar el ojo que sigue, al
mismo tiempo que anticipa, el modesto perfil de las
palabras que avanzan en la página. Terminativas,
aquellas escrituras de la distancia muestran un dibujo
autosuficiente que, ya olvidado de la mano que lo
causó, tiende a significar una conminación dirigida a
quien lo mira. En los pacientes manuscritos que
desde la Alta Edad Media europea generalizaron la
letra cursiva vemos el gesto de quien, abrumado por
las obligaciones de su oficio, encuentra una suerte de
descanso en esa técnica escrituraria en la que el
enlace de los caracteres le permite reducir el número
de veces que debe alzar la mano y volver a bajarla
sobre otro punto del papel o el pergamino, lo que
significa una modesta pero sistemática economía en
el gasto muscular y en el gasto visual y por lo tanto la
posibilidad de que la mano avance a mayor velocidad.
Por el contrario, cuando uno se detiene, maravillado,
sobre esa página colosal que es el edificio de la
Alhambra, lo que ve es un incesante dibujo que viene
sobre sus ojos; incesantes pero inmóviles, tras esos
caracteres hay silencio y todo se juega del dibujo
hacia aquí. Uno es en esos momentos un pobre
turista, claro está, ignorante de la lengua que tales
caracteres expresan y por lo tanto se limita a
maravillarse y sobre todo a desobedecer; de lo
contrario, desobedecer le resultaría más difícil pues a
la fascinación que resulta de intuir que tras esos
caracteres permanece lo invisible en tanto tal, lo
esencialmente invisible, se le agregaría el hecho de
conocer el mandato que los caracteres transmiten,
mandato que no podría ser recibido impunemente.
Más que un edificio, la Alhambra es un gran gesto del
que uno de cualquier modo se defiende porque, ya
por completo formado, no deja ver al gesticulador y
por lo tanto rehúsa la posibilidad de una negociación
en la que uno podría explicar que viene de lejos, que
ha visto tantas ciudades y edificios que ya no puede
concentrarse y por lo tanto ya no está tampoco en
disposición de obedecer tanto mandato.

Y bien, después de estas consideraciones yo


podría preguntarme, toda proporción guardada, si el
dibujo que vería sobre las páginas del cuaderno, si
las palabras, digo, que probablemente nunca leeré
me harían pensar en el edificio de la Alhambra o
más bien en la imagen del copista. Pero en cuanto
tomo conciencia de lo que estoy por preguntarme, y
sin que todavía la pregunta haya sido formulada, me
apresuro a responder que estarán igualmente lejos
de un extremo u otro y que es un alivio que así sea.
Se sabe que la mayoría de los copistas, a cierta
altura de su ejercicio ya no distinguían bien las
letras, escribían a tientas como flotando cada vez
más lejos de la página, y que, más temprano que
tarde, debían ser jubilados pues terminaban siendo
víctimas de severas perturbaciones visuales cuando
no de completa ceguera. En cuanto al labrador de la
Alhambra -al cual podría atribuírsele también la
ejecución de las letras porque era un hacedor
colectivo-, parece que tampoco tuvo buen fin al
menos si, desconocedores de la historia, nos
remitimos al romance de Abenámar el cual,
refiriéndose al conjunto que formaban la Alhambra,
la Mezquita de Granada y los Alixares, informa que
"el moro que los labraba", no vivió para gozar de la
obra ni de las "cien doblas (que) ganaba al día"
pues "desque los hubo labrado / el rey le quitó la
vida"(6) para que ningún otro rey, sobre todo ningún
rey cristiano, intentara contratarlo. Tal vez esta
ceguera -de los ojos en un caso y de la vida entera
en el otro- ya estaría instalada en el comienzo de la
obra y formara parte de ella. En efect el copista
nunca lee lo que escribe porque su oficio no es leer
sino copiar, al punto de que muchas veces debía
copiar textos en lenguas que no conocía; y aunque
se tratara de una lengua conocida su oficio lo
obligaba a no ver las palabras sino los caracteres; la
ceguera, por lo tanto, era de algún modo un
requisito para ejercer el oficio de copista. En cuanto
al constructor de esos floridos pero severos
edificios, sobre todo al dibujante de las letras
inscritas en el Corán, lo que le correspondía era
entregarse a su oficio como quien cierra los ojos y
aun ciega su voluntad pues debe avanzar en su
tarea siguiendo el mandato de alguien con el que no
habla y al que nunca ve; lo que hace, sobre todo lo
que escribe, tiene como destino otros ojos: acaso,
estrictamente, los ojos de nadie.

3.3 Vuelvo aliviado entonces, amigo lector, al trazo


de las palabras que por ahora me interesan. El trazo,
este trazo, se aparta del tardo copista tanto como del
atareado constructor. Porque esta escritura es
inimaginable como resultado de un método pensado
para la economía visual o muscular: por el contrario,
aunque poco abundante, se tratará, sin duda, de una
escritura del gasto y hasta cierto punto de la
dilapidación. Igualmente, esta escritura es
inimaginable como opacidad o mandat por el
contrario, se tratará sin duda de una escritura hecha
desde la disposición de quien pregunta y espera.
Intentando imaginar su trazo yo vería, pues, una
escritura dominada por la letra redonda, cuidadosa (si
es escritura lírica, está hecha para ser escuchada,
espera en secreto un lector, se viste para él) pero con
frecuencia enlazada a la letra que le sigue como si se
tratara de una escritura más bien semicursiva. Esto
último no ocurriría solamente porque ciertas letras
acusan una forma abierta y por lo tanto tendida hacia
la otra sino también porque tratándose de una
escritura que comunica antes que nada la afectividad,
expresará frecuentemente cambios de registros o
cambios de velocidad así como transformaciones del
humor. Una frase reflexiva tiene un tono y un tempo
diferentes de otra admirativa y es probable que en la
segunda advirtamos más enlaces que en la primera.
El trazo, entonces, de las letras, su tendencia a
cerrarse o extenderse, la disposición de las palabras
en el espacio de la página, la relación de los "negros"
con los "blancos" -esto es, las palabras o las líneas y
los intervalos entre palabras o líneas- permitirá que el
ojo se mueva entre la composición global y sus
unidades y perciba cómo en ese recorrido emerge no
sólo el estado del ánimo y sus sutiles
transformaciones sino también la tensión o la entrega
de la mano, el gesto corporal. Esa suerte de
transparencia del trazo terminará llevándome
finalmente a una zona que limita con el silencio, una
suerte de horizonte que es no sólo un difuso final, sino
también un regreso al origen.

3.4 Esa manera de mirar supone una indagación


ejercida sobre lo que de una forma u otra está ahí
expuesto y como ofrecido pues el gesto de la letra se
integra a lo que el mensaje trata de comunicar. La
forma dada a la letra "viste" al mensaje y por ello
mismo interviene activa y conscientemente en sus
procesos de significación. Así, pues, aunque
inquisitiva, esta mirada no significaría una violencia
hecha al trazo, no vería más que lo que el trazo
muestra, incluso si por ese camino se llega a un límite
de lo visible. Pero hay otra manera de mirar, tan
próxima a ésta que podría ser su continuación, una
manera en la que sin embargo, burla burlando,
cambiamos el foco y cambiamos el régimen, un mirar
según el cual uno pasa de ser un observador -un
observador participante- a un mironeador. Un
mironeador es alguien ganado por el afán de ver
aquello que el otro, sabiéndolo o sin saberlo, se
reserva, alguien deseoso de llegar subrepticiamente
con sus ojos hasta la intimidad del otro. Y la
manuscritura, es sin duda un espacio propicio para
que el mironeador realice su tarea. Ocurre como si
esta escritura, al cerrarse sobre una intimidad, y
precisamente por cerrarse, no hiciera otra cosa que
esparcir huellas o indicaciones de lo que un sujeto
particular en un momento particular, ocultando,
muestra de sí. Ver la letra del otro es en algún sentido
como escuchar su voz poniendo atención a los
matices y resquicios. La voz forma palabras y las
expulsa, las expone, pero ella tiene su propio decir.
Más allá o más aquí del mensaje que transmite, en la
voz llega también la intimidad del hablante, las
muestras de su identidad, de su carácter, la tonalidad
de su espíritu, su relación con el mundo. Así la letra.

¿Mironearía yo, después de estas reflexiones, la


letra del cuaderno? ¿Transpondría ese límite con la
conciencia en calma? Y, supuesto que la respuesta
fuese afirmativa, ¿qué vería yo allí? Tal vez
anticipándome a la posibilidad de ser yo mismo a la
vez mironeado, explico que un mironeador no va
necesariamente tras escenas escabrosas, a él le
basta con enterarse qué forma tiene aquello que se le
oculta y sentirse con el poder del que traspone con
cierta impunidad ciertos umbrales. ¿Qué vería
mironeando? Acaso una intimidad que se siente
vulnerable y está rehuyendo, una sensibilidad que
para no desmayar recurre a una suerte de educación
sentimental con la que, si bien no sabe hasta qué
punto encontrará el modo de dar forma al tumulto o la
quiebra, y mientras espera saberlo, da forma a esta
letra donde la redonda trata de mantenerse erguida
pero se adelgaza y se pierde o bien se apoya en otra
letra y se hace cursiva. El trazo es más decidido aquí,
más vacilante allá; la curva en el dibujo de tal o cual
letra acusa ora cierta confiada velocidad, ora cierta
crispación, incluso se interrumpe. Todo esto es
material de mironeo. Pero todo esto que examino en
verdad no está aquí, trato de traerlo, de formarlo yo
mismo y ese esfuerzo debilita mi propia percepción.
Me detengo pensando que esta anticipación es sólo
un decir, porque aún no sabemos si esa escritura
vendrá. Lo que puede saberse desde ahora es que, si
la escritura que vendrá viniera, de seguir mironeando,
terminaría por verme a mí mismo en el acto de mirar.
Es que un mironeador, en el fondo, está en busca de
la intimidad de sí, una intimidad esencial que se le
escapa en su propia mirada. Imaginando que mira
otra cosa, otra vida, imaginándose que penetra en un
espacio que le está vedado, el mironeador busca lo
que se veda a sí mismo por la razón de que es eso lo
que necesita ver. La estrategia es simple pero tan
secreta que no la conoce ni siquiera quien la ejercita:
mirar allá lo que está aquí. Porque el mironeador nada
verá en el otro que no haya estado antes en él. Así,
tratando de ver eso, esa intimidad que considera
esencial -esencial del otro pero en verdad esencial de
sí mismo- se descubre mirando lo que ya (o todavía)
no está ahí porque lo esencial, como el zorro le
explicó en su momento al Principito, es invisible a los
ojos.

A los ojos, agrego, que se abren siguiendo una


rutina que los lanza siempre hacia adelante como si el
objeto del mirar fuera en todos los casos una figura
del mundo y su función invariablemente consistiera en
un hacer proyectivo. De ese modo, opinaría el zorro,
lo esencial queda oculto. Porque acaso lo esencial se
hace visible cuando, sin dejar de mirar y porque no
deja de mirar, uno cierra íntimamente los ojos. Uno no
baja los párpados pero ahora mira un límite en el que
se detiene para que el trabajo de los ojos no sea ya
una búsqueda sino una espera, atenta, de lo
inesperado; o de lo reprimido quizá. Pero ahora ya no
hablo con el zorro sino que recurro a lo que nos
enseñó A.J. Greimas, preocupado él también por la
relación de lo visible con lo invisible. Lo que nos
enseñó sobre todo en De l'imperfection, un libro que
he evocado muchas veces a lo largo de estas páginas
y que ahora nombro para cerrar con él, ya cansado
lector, este relato.
Hasta aquí hemos llegad un punto de retorno en
el que se sitúa, a la espera, la mirada del que mira, el
ojo que ves. Tal vez en el momento en que se cierra el
relato, en este momento, a ti y a mí, que al cabo no
hemos sido más que sus figuras, de regreso al
silencio que ha venido sosteniendo nuestros
respectivos haceres nos sea dado saber que somos,
que hemos sido, figuras de la invisibilidad.

Puebla, febrero de 2002

NOTAS

1) Me refiero al artículo "La imagen que reside en el


poema" publicado en el No. 6 de la revista Tópicos del
Seminario, Puebla, julio diciembre 2002. El número
está dedicado al tema: La dimensión plástica de la
escritura.

2) Este artículo apareció en el mismo número de la


revista Tópicos del Seminario. La tercera parte del
estudio, que es donde vienen estas observaciones, ha
contado con la co-autoría de Marina Kriscautzky.

3) La cita se localiza en la p. 85 del citado número.

4) Véase, por ejemplo, Roger Chartier, Las


revoluciones de la cultura escrita, Gedisa, Barcelona,
2000; trad. de Alberto Luis Bixio. O también: Raúl
Dorra, "Entrevista con Roger Chartier", en el citado
No.6 de Tópicos del Seminario.

5) Ver "La cultura escrita como actividad


metalingüística" en David R. Olson y Nancy Torrance
(comp.), Cultura escrita y oralidad, Gedisa, Barcelona,
1998; trad. de Gloria Vitale.

6) "Abenámar y el rey Don Juan" en Menéndez Pidal,


Flor nueva de romances viejos, libro quinto, Espasa
Calpe Argentina, Buenos Aires, 1938.

Das könnte Ihnen auch gefallen