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Tengo entendido que “cristo” (en griego) y “mesías” (en hebreo) significan “ungido”; esto

es, “elegido” por Dios para cumplir una misión personal especial.
Y tengo entendido que Jesús se sintió exactamente así: ungido por el Espíritu de Dios para
desempeñar su misión personal.

Pero ¿de qué misión se trataba? Esto es lo que han intentado descubrir la exégesis y la
tradición, y me parece, por lo que he aprendido de ellas, que lo que han logrado averiguar
se puede esquematizar en tres ámbitos o niveles de amplitud creciente:

1.- Liberar a los oprimidos y marginados del entorno (de Jesús) para darles la felicidad que
sólo podía traerles el “reino/reinado de Yahvé”, en contraste a los poderes político-
religiosos a que se hallaban sometidos. Liberar, pues, a los galileos, y demás judíos, del
poder sacerdotal, herodiano y romano que los oprimía.

2.- Restaurar a Israel –al ‘gran Israel’: el de las doce tribus— a su gloria perdida, anhelada
y prometida, poniéndolo por fin a la cabeza de las naciones, liberándolo de sus enemigos
invasores y opresores, y devolviéndolo a la verdadera pureza de su Ley, lo que sólo podía
hacer plenamente Yahvé mismo, instaurando su reino/reinado definitivo mediante su
Mesías, como había sido profetizado.

3.- Salvar a todos los pueblos, a todos los seres humanos, vivos o muertos, de todos los
tiempos y lugares, dándoles la Vida eterna de Dios; acabando para siempre con todo su mal
físico y moral, rehabilitando plenamente a todas las víctimas de la historia que claman
justicia. Lo que sólo puede traer consigo el reino/reinado de Dios, el Dios de TODOS, que
“viene” mediante su Ungido para “hacer nuevas todas las cosas”.

Estos tres ámbitos de la venida del reino/reinado de Dios, que no se contraponen entre sí en
modo alguno sino se incluyen del mayor al menor, tuvieron que ir siendo descubiertos
como constitutivos de la misión de Jesús. Los tuvo que ir descubriendo el propio Jesús, y
transmitiéndolo a sus discípulos-as y seguidores-as, de palabras y de hechos.

No fue fácil, evidentemente, aceptar la enorme pretensión que cada uno implicaba respecto
de quién era Jesús y de sus capacidades. Tanto más difícil cuanto mayor el ámbito. ¿Tuvo
conciencia el propio Jesús de estos tres niveles de su misión, y los asumió como propios,
reales y posibles? Los exégetas parecen estar de acuerdo en que tuvo conciencia del
primero; y también, probablemente, del segundo; pero seguramente del tercero no, durante
su vida.

Es imposible saber o deducir con certeza cuál fue la autoconciencia personal de Jesús
durante esos últimos casi tres años de su vida. Probablemente, como es lógico suponer, su
autoconciencia evolucionó paulatinamente, desde el ámbito menor hacia el mayor. Quizá
no llegó hasta el tercero antes de su muerte/resurrección.

Es lógico pensar que el tercer y más amplio ámbito sólo pudo conocerse en la experiencia
completa de la muerte/resurrección de Jesús. De esta experiencia, y por lo tanto del tercer
ámbito, nada puede saberse en “mismísimas palabras del Jesús histórico”, por consiguiente.
Pero sí hemos podido saberla de palabra de sus discípulos-as, y de los sucesores-as de
éstos, que nos la transmitieron. Ellos-as sí que llegaron a saber del “tercer ámbito” de la
misión de Jesús. Y no tardaron mucho (ni necesitaron ser impelidos por jerarcas ni intereses
espurios), como lo demuestra, por ejemplo, el “Himno de Filipenses 2, 5-11”.

Este himno prepaulino muestra que, antes de 25 años después de la muerte de Jesús, las
comunidades cristianas -judeocristianas y/o helenocristianas- ya reconocían,
incipientemente, la divinidad de Jesús y su misión salvífica universal, que fueron
desarrolladas después por las teologías paulina, joánica y posteriores.

Y si no fuera porque los discípulos-as creyeron este “tercer ámbito” y no únicamente los
dos menores, y lo transmitieron a sus sucesores, y a los herederos de éstos durante siglos,
nosotros jamás hubiéramos leído ni oído nunca nada acerca de Jesús de Nazaret.

Porque sólo ese “tercer ámbito” –no los dos menores— pudo despertar esta inmensa
esperanza de millones y millones de seres humanos, que ha durado, y durará, siglos y
siglos.

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El problema, para determinar cuál fue la autoconciencia efectiva de Jesús durante su vida
terrena, es saber distinguir entre las probables “mismísimas palabras del Jesús histórico” y
las que le fueron atribuídas posteriormente por las teologías paulina y joánica. Porque los
evangelistas no se preocuparon de hacer explícita esa distinción.

Sin embargo, para conocer el ámbito total de la misión de Jesús, y su identidad divina
implicada por ésta, no es necesario basarse exclusivamente en la autoconciencia que pueda
ser deducida de sus probables “mismísimas palabras”. Puesto que el sentido total de su
misión sólo pudo conocerse al cabo de su muerte/resurrección –que completó esta misión
de modo fundamental—, únicamente pudo expresarse en las palabras de sus discípulos-as,
y sucesores, que son las que trascriben los evangelistas puestas en boca de Jesús para
transmitírnoslo.

Si aceptamos la experiencia pascual de los discípulos-as, debemos creer sus palabras,


aunque no sean “mismísimas palabras del Jesús histórico”.
Por eso, pienso que nosotros sabemos mucho más acerca de la misión y de la identidad de
Jesús de lo que él mismo pudo saber antes de su muerte/resurrección.

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Para mí está claro que quien no cree en la experiencia pascual de los discípulos-as de Jesús
como fundamento de su fe, acaba por rechazar las teologías paulina, joánica y cualesquiera
otras, y por querer quedarse exclusivamente con las probables “mismísimas palabras del
Jesús histórico” tal como han sido interpretadas por ciertos exegetas de los que sí se fía.

Esto le lleva a rechazar lo que he llamado “el tercer ámbito” de la misión de Jesús. Se
queda pues con los ámbitos menores, relativos a la sociedad y la nación judía del Jesús
histórico. ¿Cómo puede sacar de ahí conclusiones universales válidas para la época actual?
–Obviamente, recogiendo sólo la enseñanza ética de Jesús, a la que Jesús reducía en esencia
(como otros maestros judíos de su época) el cumplimiento de la Ley judía.

De ahí concluye que Jesús fue un abnegado humanista como tantos otros, y que la salvación
que predicó Jesús se reduce a la práctica del humanismo, que sería capaz de conducir a
todos a la sociedad perfecta y a la vida eterna.
Desde luego, ninguna exégesis apoya que esto, solamente, fuera la conciencia que tenía
Jesús de su misión; pero entonces admite que Jesús estaba equivocado en el resto de su
concepción, que era propia de la mentalidad mágica de un judío de su época.

¿Es esta una manera de ser enteramente fiel a Jesús? ¿O será, más bien, una manera de
rechazar el testimonio de su discipulado, salvando sin embargo la figura de Jesús como
maestro humanista útil, aunque prescindible?
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Lo de buscar una “sociedad alternativa” está muy bien, estupendamente bien, si se trata de
conseguir una sociedad mucho más humana, justa y pacífica. Pero para eso no es
imprescindible Jesús, aunque resulte útil. Basta con sentirse humano y poseer una
conciencia recta.
Recuerdo lo que decía Antonio Sanchis en este foro: “yo puedo vivir perfectamente sin que
en el fondo de mi corazón anide esa fe que tú pareces considerar imprescindible. No, lo
que yo tengo es la necesidad de buscar y encontrar el remedio a la infelicidad humana, a
la injusticia, a la miseria, a la indignidad. Pero nada de eso es fe: es humanismo.”

Otra cosa es que se reconozca a Jesús como un humanista modélico, y eso lo hace Sanchis:
“estoy convencido de que ese impulso humano también ha sido propiciado y fomentado
por Jesús y por todos los que han recogido su testigo”, aunque Sanchis afirma no ser
cristiano, y tiene razón.

Pues ese impulso humanista jesuánico es, o debiera ser, consecuencia de la fe en Jesús, pero
no es la fe misma. Porque tener fe en Jesús como el Cristo de Dios, significa mucho más.

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No me cabe duda de que un cristiano debe optar por una sociedad alternativa mucho más
humana, justa y pacífica, siguiendo el ejemplo de Jesús, que así lo hizo en su época a costa
de su vida. No quiero quitarle ni un ápice de importancia a eso. Al contrario; pienso que
hay que recalcarlo con la mayor insistencia, porque vemos que no se ha entendido ni se
entiende suficientemente.

Pero, a mi juicio, para destacar esa importancia no podemos olvidar que Jesús no significa
sólo eso para quien cree en él como el Cristo-de-Dios. Porque, para los que creemos en su
misión divina de “ungido”, Jesús no fue sólo uno más entre los muchos que han dado
ejemplarmente su vida luchando contra el poder para construir una sociedad justa. Su
misión incluye también la rehabilitación plena de todas las víctimas de la historia y el
triunfo definitivo sobre todo mal físico y moral.

Esto no puede conseguirlo ningún esfuerzo humano en ninguna sociedad alternativa.


Únicamente Dios puede hacerlo, y lo hace mediante Jesús; por eso es el Cristo, el Ungido
para la misión especial de salvación universal en representación plena de Dios. Es decir que
la misión de Jesús no consistió solamente en lo que intenté describir como “el primer
ámbito”, sino que –pasando por el segundo— se amplió hasta alcanzar el tercero, según nos
transmitieron sus discípulos-as y los sucesores-as de éstos.
Este es, en mi opinión, el proyecto completo de Jesús al que se nos invita a adherir y
colaborar.

Lo esencial del mensaje profético de Jesús era la venida del reino/reinado de Dios
(“malkuta’ Yahvé”), un acontecimiento que era para él futuro/inminente en cuanto a su
realización plena, y a la vez presente como anticipo en su misión. Según su predicación,
“ese reino era en cierto modo trascendente, ya que superaba las barreras de este mundo,
como el tiempo, el espacio, la hostilidad entre judíos y gentiles y, finalmente, la misma
muerte” (Meier).

No se trataba de que Jesús esperara que, como fruto de su enseñanza, sus seguidores fueran
a implantar el Reino por una transformación de la sociedad de su época. Ninguna acción
humana podía nunca lograr las características trascendentes que Jesús esperaba (por
ejemplo la reunificación de las doce tribus de Israel, diez de las cuales estaban perdidas
irremisiblemente). Sólo podía ser obra de Dios mismo. Y Jesús creía que esa obra de Dios
era inminente, aunque misteriosa.
Por otra parte, el papel que se atribuía Jesús en ello no era el de un mero anunciante, o
enseñante, acerca de cómo recibir –y mucho menos traer o construir- el Reino. Sus hechos
y sus palabras eran ya realización en ciernes del Reino, su persona era portadora y puerta
del Reino, los elegidos por él –los “doce”- eran los destinados a ser los “jueces” del Reino
(“sentándose en doce tronos para juzgar a las doce tribus de Israel”). Por lo tanto, es
evidente que Jesús se concebía a sí mismo como el “virrey” de ese Reino futuro, cuyo “rey”
era Dios mismo.

Muchos de nosotros, veinte siglos después, creen verlo más claro de lo que lo vió Jesús.
Piensan que Jesús se engañaba por la mentalidad “mágica” de su época. Y la prueba de ello
sería que la sociedad no ha sido transformada por Dios como esperaba Jesús. No han sido
restauradas las doce tribus de Israel, no se han superado las barreras del tiempo ni del
espacio, no se ha acabado la hostilidad, ni la violencia, ni la injusticia, ni la muerte. El fin
ignominioso y atroz de Jesús parece ser el fracaso y desmentido total de su visión de las
cosas, visión que tampoco se realizó después de su resurrección en una “segunda venida”,
la “parusía” que esperaron convencidos sus seguidores tras su muerte, pero que
actualmente, miles de años después, se ha dejado ya de esperar.

Creen en otra visión de las cosas muy diferente. Le dirían a Jesús que su mentalidad de
judío antiguo lo equivocaba. Que el reino/reinado de Dios que él esperaba consiste en una
sociedad humana perfectamente amorosa, justa y pacífica, que sus remotos seguidores
lograrán construir gracias (talvez, en parte) a sus enseñanzas acerca del amor y la justicia.
Que el Reino no era, pues, inminente como él creía, ni incluye a los resucitados y perdidos
de la historia pasada (los patriarcas, las “doce tribus”, todos los pueblos, los que le creyeron
hace siglos…), ya que la resurrección es algo que compete sólo a Dios, de la manera que
Dios quiera, de la que nadie puede saber nada, y que no tiene nada que ver con el Reino.

Pero yo y muchos NO pensamos así. Pensamos que el Reino predicado por Jesús consiste
en algo incomparablemente más grandioso y trascendental, que está realizándose desde ya
por obra de Dios y que se completará en el futuro final. Que implica primordial y
necesariamente la resurrección y rehabilitación de todas las víctimas del pasado, y esto
gracias a la resurrección/rehabilitación de Jesús, que –siendo ciertamente un
acontecimiento inminente para él— inauguró el Reino de Dios, por la obra de Dios en él
para TODOS, pero no “en” la historia sino por encima y más allá de ella, aunque en
germen “dentro” de ella, de forma que admite y solicita nuestra colaboración.

Nuestra colaboración consiste en amar a imitación de como Dios –en Jesús- nos ha amado
de hecho, aportando nosotros a conseguir una sociedad verdaderamente humana, justa,
pacífica y feliz en lo posible, aquí y ahora, que es la pequeña parte de la realización del
Reino que nos toca.

No sólo durante una tarde, en el trayecto entre Jerusalén y Emaús, sino durante un período
de tiempo mucho más largo (¿semanas, meses, años...?), y en el trayecto de una buena parte
de sus vidas, estuvieron pensando, conversando y discutiendo los discípulos y discípulas de
Jesús sobre “todo lo que había pasado”.

Y no sólo esos dos de Emaús, sino todos y todas, sintieron acercárseles calladamente el
Espíritu de Jesús (y no me refiero al “fantasma” de Jesús, sino al “Espíritu de la Verdad,
que Jesús prometió enviar de junto al Padre” (Juan 15, 26)).

Ellas y ellos estaban entristecidos, traumatizados, confundidos, porque habían tenido


grandes esperanzas en ese profeta querido -Jesús de Nazaret-, pero su brutal y vergonzosa
muerte en la cruz los había abatido completamente. Los había dejado angustiados, no sólo
durante tres días, sino durante muchos días, semanas, meses, años...

Pero el Espíritu de Jesús, “empezando por Moisés (La Torá) y continuando por todos los
profetas, les explicó lo que había sobre él en todas las Escrituras”. Así fueron
descubriendo, y recordando, y comprendiendo, quién había sido ese Jesús que había
caminado y compartido con ellos y ellas por los campos y aldeas de Galilea.

Fueron entendiendo que había hablado con la autoridad de Yahvé, como la Sabiduría
misma de Yahvé; que había traído la salvación prometida por Yahvé; que perdonaba los
pecados como sólo puede hacerlo Yahvé; que había cumplido los signos profetizados para
el advenimiento del reino de Yahvé.

Vieron que Jesús había sido realmente el “Yahvé que salva” (significado del nombre
“Jesús”: Yeshua o Joshua en arameo y hebreo), y el “Yahvé con nosotros” (Emmanuel).
Ellos y ellas, judíos devotos monoteístas del siglo primero, tuvieron que ir admitiendo una
extraña presencia de Yahvé a la vez en Jesús y en quien él llamaba “Abbá”, Padre.

Un extraño “desdoblamiento” del Uno y Único,


una cara humana y cercana del Terrible, Invisible, Innombrable, Incognoscible.
Un aspecto humilde, tierno, frágil, manso, del Sebaot de los Ejércitos.
Un sufrimiento vergonzoso, como para el peor de los criminales, del Justo, del Perfecto.
Una muerte denigrante del Eterno, del Señor de la Vida.

¡Incomprensible!
Pero el Espíritu les explicaba que todo estaba profetizado en las Escrituras.
Que “era necesario que el Cristo padeciera eso para entrar en su gloria”.

Hasta que sintieron arder sus corazones. Se alegraron y creyeron.


Y el Espíritu hizo que Jesús se quedara con ellos y ellas.
Y Jesús en persona se puso a la mesa con ellos y ellas.
Y le reconocieron al compartir el pan.

Eso ocurrió hacia la segunda mitad del siglo primero. Fueron judíos monoteístas los que
llegaron a concebir –llenos del Espíritu Santo- la “yahveidad” (no la “divinidad” al modo
romano, que era una horrible blasfemia para ellos) de Jesús de Nazaret, y la “jesuidad” de
Yahvé (la Encarnación).

Hoy, nosotros los cristianos somos herederos y continuadores de su experiencia pascual.

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