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Fragmento de Meirieu, Ph. y D.

Hameline: La escuela, modo de empleo: de los


'métodos activos' a la pedagogía diferenciada, Barcelona: Ediciones Octaedro, 1997

Las tribulaciones de un alumno


entre pedagogos y reformadores
«Gianni tenía catorce años. Era distraído, alérgico a la lectura. Los profesores
habían decidido que era un granuja. Y quizá no iban del todo desencaminados.
Pero ello no era razón para quitárselo de encima de esta manera.»

Los niños de Barbiana


Lettre a un maitresse d'Ecole
(Mercure de France, París, 1977, pp. 22-23.)

1. LA EXPULSIÓN

A decir verdad, el Gianni del que va a tratarse aquí no es del todo una ficción.
Entrevisto al pasar una página, hace cosa de veinte años, su mirada apenas me ha
abandonado. Se ha incrustado suavemente en las convicciones de un joven
profesor libertario que no había dejado nunca la escuela, y que consideraba
indecente no interesarse por las cosas que había aprendido con sumo placer. Yo
creía entonces en la fuerza del entusiasmo y en la eficacia de los «métodos
activos». Hablaba apasionadamente de Rimbaud y hacía escribir en clase obras de
teatro que impresionaban incluso a mis colegas más hostiles. ¿Quien habría podido
resistir a tan buena voluntad y a tan buenos sentimientos?

Gianni escuchaba algunas veces. De cuando en cuando, observaba con un divertido


interés nuestras sesiones de trabajo. Pero la cosa apenas duraba; a la menor
ocasión andaba entre bastidores, abandonaba la clase para hurgar en la bolsa que
le servía de cartera, antes de interrumpirnos con un grito de sorpresa o un insulto
dirigido a quienes, buenos alumnos atentos, se esforzaban por ignorarlo. Con
regularidad, al final de las clases le manifestaba a solas mi desacuerdo y mi enfado.
¿Cómo era posible que no entendiera que yo trabajaba para él, que estaba de su
parte? No acababa nunca de concederle una última oportunidad; y él no acababa
nunca de «traicionar mi confianza». Sin embargo, un buen día pareció comprender.
Yo había hablado de un contrato, y explicado que nos íbamos a comprometer el uno
con el otro: él a participar en nuestro trabajo; yo, a darle los medios para ello; a
corregir sus cuadernos; a explicarle en cada caso, con concisión, lo que yo
esperaba de él. Él meneaba la cabeza, farfullaba unas palabras de asentimiento, y
yo me quedaba con la sensación de que el problema había concluido. Pero, al día
siguiente, vuelta a empezar. La visita a una fábrica que yo había preparado
minuciosamente fue un completo fracaso. Debí pasar la mayor parte del tiempo
llamándole al orden y haciéndole entrar en razón... en vano. Regresamos a la
escuela sin que pudiera explicar a nadie el interés de la salida, ni dar las menores
instrucciones en relación a las observaciones que había que hacer. A la entrada de
la clase, Gianni recibió una bofetada y se encerró en sí mismo para siempre.

En los días que siguieron tuve tiempo de afinar mis justificaciones: hice ver al
grupo que Gianni ejercía sobre la clase una dictadura mucho más represiva que la
mía, que aterrorizaba a una parte de los alumnos y volvía imposible cualquier
iniciativa. Mi mujer escuchaba con paciencia mis palabras acerca de la necesidad de
la ley y del interés de marcar límites para que así pueda construirse la libertad de
cada cual. Pero, en el fondo, rumiaba mi fracaso: no había sabido estimular a

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Gianni; él había quedado deliberadamente al margen de nuestro universo, y, por no


haber podido caminar con él, yo le había apartado. Naturalmente que Gianni no era
en absoluto un santo. Pero es que, después de todo, yo tampoco lo soy. Sólo que
es él quien recibe los golpes y yo quien los da; y yo acababa de reconocer mi
impotencia. Por supuesto, yo me complacía un poco en la mala conciencia, con el
ligero sentimiento de hacer literatura y con el placer de sentirme tan diferente de
mis colegas, los cuales no se complicaban tanto la vida. Mas, en alguna parte, un
resorte se había soltado. Yo sabía, sin embargo, pues lo había comprobado
bastante veces en el curso de los conflictos en que él y yo rivalizamos en
obstinación, que el día en que yo desesperase de él, se habría acabado. Quizá
existen bofetadas insignificantes; enervamientos pasajeros sin consecuencias tras
los cuales las relaciones son en cierto sentido saneadas. Yo sabía que para Gianni
esto no era así. Acababa de comunicarle mi dimisión, irremisiblemente. Él iba a ser
fiel a la imagen que toda la institución se hacía de su persona y que los profesores
se transmitían desde hacía años. Él sería fiel a lo que los adultos pensaban de él.
¡Esto simplificaría las cosas!

Y después tuvo lugar el claustro de profesores, en una sala pequeña y sucia


contigua al despacho del subdirector. Yo sabía que iba a ser algo duro; lo fue más
aún. Mi proeza regocijó a todo el mundo. Por fin entraba en razón y abandonaba
mis pretensiones de asistente social, al tiempo que consentía en ponerme de su
parte. Resistí mal que bien, pero no repararon en medios. Por otra parte, el niño
carecía de un apoyo familiar sólido; vivía en un medio en el que la cultura estaba
ausente. Desde luego, esto era deplorable, ¿pero qué se podía hacer? Además -se
observó- pretender poder influir de tal manera sobre un destino tan marcado sería
eludir el combate político, desmovilizar a los militantes. Existen partidos y
sindicatos para preocuparse de la justicia social, y sólo ellos, abordando la raíz, los
verdaderos problemas, tienen alguna posibilidad de conseguir algo: el empleo, las
condiciones de vida, los medios..., he aquí los verdaderos responsables, y sobre
eso, claro está, nosotros los profesores no tenemos ningún peso. Mis compañeros
me abandonaban. Incluso experimenté la tristeza de verlos apoyados por mis
adversarios. Por supuesto, había que quitarse de encima a ese muchacho, dado
que, fuere lo que fuese la responsabilidad social, había que convenir que no estaba
hecho para este tipo de estudios. Cuando menos, hay «aptitudes objetivas»... ¡Y
por poco no se había añadido: «y, para algunos, un patrimonio genético
insuficiente»! Al verlos realizar el inventario de causas de nuestro fracaso, y
buscarlas en lo que, precisamente, se nos escapaba, me preguntaba acerca del
sentido de nuestra función: ¿qué hacemos nosotros en la escuela si nuestra
enseñanza no sirve para nada; si lo que hacemos en clase ratifica simplemente una
repartición «natural» o social de las competencias? No escuché más aquel debate.
Se me llamó al orden denunciando mis pretensiones desorbitadas y, para decirlo
todo, mi ansia de poder. El subdirector, algo apasionado por la psicología, dio a
entender que el claustro no tenía por qué tomar en cuenta mis problemas
personales; que un verdadero adulto debería renunciar a ese deseo de
omnipotencia que me animaba y que, en suma, tenía resonancias totalitarias. El
sentido de la democracia y los desvelos por salvaguardar la institución debían
conducirme a la razón. Cedí con desgana. Los colegas se atrincheraron: en tanto
que profesor principal de la clase, me correspondía a mí convocar a los padres y
anunciarles la noticia. Gianni no acabaría el año en el colegio; se le encontraría una
plaza en otra parte, en una clase especializada donde, finalmente, seria más feliz.

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Me preparé para la entrevista. La suerte estaba echada. Debía anunciar la decisión


tomada, pero estaba decidido a no incurrir en un exceso de celo; a no mostrar, de
ninguna manera, mi solidaridad con algo que yo consideraba inaceptable.
Evidentemente, llegué tarde a la cita. La madre de Gianni esperaba en la sala de
visitas. Estaba claro que sabía de qué se trataba, y estaba resignada: «No quieren
tenerlo por más tiempo, ¿no es eso?» Fueron sus únicas palabras. Mi laborioso
monólogo no acababa nunca. Ella lo escuchó respetuosamente y luego se fue,
evitando estrecharme la mano que le tendí. Gianni la esperaba afuera, y la imagen
de ambos en ese pasillo vacío me mantuvo un buen rato en el umbral. ¿Por qué
esta mujer había aceptado todo sin decir palabra? ¿Por qué no había manifestado
una sola reserva que me hubiese permitido señalar mi desacuerdo o, al menos,
compadecerme un poquito con ella? De manera espontánea, ella había adoptado
una actitud de sumisión; había vuelto a ser, por unos minutos, la alumna
obediente, respetuosa con la palabra del maestro. Había aceptado la idea de que su
hijo, finalmente, no era de este mundo; que su incursión en la escuela había
resultado del todo inoportuna, y que era preciso que las aguas volvieran a su
cauce.

Entonces, ¿por qué había yo luchado tanto? ¿Qué me había empujado a querer, a
toda costa, «salvar» a Gianni? ¿Tendría razón el subdirector? Siempre hay oscuras
segundas intenciones tras los gestos más nobles, y yo no era ajeno a una cierta
tentación demiúrgica. «Salvar» a Gianni hubiese significado manifestar mi poder,
formarlo, y, en un cierto sentido, pedirle que no fuese más él mismo. Sin embargo,
¿quién puede renunciar a ese deseo si se quiere realizar una tarea educativa?
¿Quien pretende no ejercer ninguna influencia no busca acaso, simple y
llanamente, un modelo -«su» modelo- que se conforma con reconocer y promover?
A mis colegas les había resultado fácil meter el dedo en la llaga de mis problemas
psicológicos. ¿Quiere esto decir que ellos no tenían problemas de ese tipo? ¿Que su
rechazo de Gianni no había supuesto, inversamente, la valorización de un contra-
Gianni que se acomodaba mejor a la imagen que tenían del buen alumno, e incluso
a la imagen de ellos mismos cuando eran alumnos? ¿No era éste también un
ejercicio de poder, menos visible, pero ciertamente tanto o más peligroso?
En realidad, ninguna empresa formativa puede prescindir del deseo de formar al
otro. El problema está en que tal deseo no se convierta en una toma de posesión
del prójimo, sino que lo prepare suficientemente para que pueda separarse de su
formador. Todo el problema, finalmente, es el del saber. El verdadero debate es
éste: ¿qué proporcionamos nosotros al niño, al alumno, al estudiante, que le
permita crecer, es decir, comprender las cosas y los seres (incluso la situación
escolar en sí misma), para acceder a la autonomía? Y, en este terreno, ¿que hemos
dado a Gianni? ¿Teníamos derecho a dejarle irse así, desarmado? La cuestión tiene,
sí, una dimensión social: ninguna sociedad puede construirse impidiendo a una
parte de sus miembros el acceso a los saberes y al buen hacer que aquélla
solicitará de éstos; pero tiene asimismo, esencialmente, una dimensión ética: en el
acto educativo, resignarse al fracaso es «la falta capital en la consideración del
hombre»; es expulsar al prójimo a las tinieblas en lugar de, como decía Alain,
«emplear todo el espíritu que se posee y todo el calor de la amistad de que se es
capaz en restituir la vida a esas partes heladas».1
Gianni ha dejado la escuela; sus padres han tomado nota de nuestro fracaso. Se ha
convertido en aprendiz de panadero. Gianni no sabe apenas leer; es incapaz de

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escribir una carta; no ha retenido nada de nuestra Historia; y no sabría definir un


régimen democrático. ¿Tal vez su patrón sabrá enseñarle la regla de tres? Mas él
no ha oído jamás hablar de Van Gogh; ni comprendido la diferencia entre el peso y
la masa; no sabe de qué modo se reproduce una célula ni cómo se ha formado la
tierra. Y, lo que es todavía más grave, ya no tiene en absoluto el menor interés por
aprender algo de todo esto.

Evidentemente, en tanto que la cuestión se plantee en términos generales y


puramente teóricos, en tanto que no concierna más que a conjuntos de alumnos
estadísticamente localizados, los sabios análisis pueden proporcionar lindas
justificaciones, y uno puede contentarse con bellos andamiajes intelectuales. Pero
cuando se trata de Gianni, de un niño concreto, vivo, que está aquí, ante nosotros,
a menudo desmañado, a veces agresivo, desarmado hasta el punto de no tener en
algunos casos más que la violencia para existir siquiera un poco, entonces lo que es
verdaderamente decisivo es la resolución del maestro. Su decisión de achacar su
fracaso a la fatalidad, o bien poner en práctica nuevos medios para intentar
superarlo. La irrupción de la pedagogía es esto y no otra cosa. Ella es la que torna
posible la pesquisa didáctica; la que impide que se enquiste, se incruste en un
método cualquiera que habrá hecho sus experimentos con algunos alumnos, pero
conducirá a los otros al fracaso. Es por esto por lo que no se pueden considerar
desdeñables todos los esfuerzos de quienes, «grandes pedagogos» o empedernidos
reformadores, desde hace una cincuentena de años han intentado ayudar a Gianni.
Con ternura o nerviosismo, con interés o compasión, metódicamente o mediante la
improvisación, ellos han querido procurar a Gianni las armas de su emancipación.
Seguramente se lo encontraron un día, y todo hace pensar que el relato de las
siguientes conversaciones que mantuvieron no es del todo imaginario.

2. GIANNI EN CASA DE FREINET

El buen hombre parecía sólido, y de su persona emanaba una serena seguridad.


Muy probablemente, este tipo tenía los pies sobre la tierra, sobre esta tierra seca y
pedregosa. Debía amar el país, los muros de piedras secas y los terruños
resquebrajados. Al verlo aquí, plantado en el patio de la escuela, una mano en el
bolsillo de su chaqueta, se le notaba confundido con la tierra, atento a los menores
rastros de vida que corrían por su superficie. A buen seguro que era paciente;
alguien que observa el mundo con ese ojo obstinado que te hace llegar las cosas
que él ha querido, simple, naturalmente, como si debiera ser así de todas las
maneras. Sin embargo, desde donde él estaba, Gianni distinguía ya ese ligero
fruncimiento del ceño, esa leve inclinación de la cabeza que indica la fatiga. El
hombre no le había visto; aún estaba a tiempo de irse. Después de todo, ¿para qué
buscar cerca de él la menor respuesta? ¿Qué es lo que este hombre reconocido en
toda Europa, este hombre sabio que escribía libros y organizaba congresos, podía
haber dicho a un chiquillo de catorce años que apenas sabía escribir? Los ojos
siempre fijos sobre el rostro extrañamente calmo y, sin embargo, surcado por la
historia; sobre los blancos cabellos que el viento echaba hacia atrás, Gianni reculó
lentamente. No merecía la pena molestarle: ¡he aquí alguien que ya había tenido su
cupo propio de problemas! Que siga aquí, tranquilo, fijándose en esa línea de
blancos acantilados... Pero, en el preciso instante en que concluía su marcha atrás,

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en el segundo en que se daba ya la vuelta, listo para poner pies en polvorosa, una
voz le detuvo: «¿No irás a irte tan de prisa?».

La mano había salido del bolsillo de la chaqueta y el hombre avanzaba hacia él.
Gianni farfulló cuatro excusas: que se había equivocado y que su madre le
esperaba; pero el hombre se sentó sobre el pequeño muro de piedras que rodeaba
el patio y respondió tranquilamente: «No es verdad, tú has venido a verme y yo
estoy aquí. Si no te quedas, de ahora en adelante ¿qué confianza se podrá tener en
tus decisiones?» Hubo unos minutos de espera que parecieron interminables.

Gianni miraba al suelo y desplazaba la gravilla con sus pies para hacer pequeñas
pilas que destruía de inmediato. Luego, de golpe y sin alzar la cabeza, se desahogó
por completo: la escuela y la expulsión; las filas y los castigos; los deberes de casa
de los que nunca comprendió nada y las horas, las miles de horas escuchando la
lección, impacientándose sobre su silla hasta la explosión final y su puesta de
patitas en la calle.

FREINET tenía una manera de escuchar que daba sentido a la palabra del chaval,
una mirada que reconocía su presencia. Ante él, el discurso tomaba peso y las
palabras, poco a poco, resonaban con otra densidad. Es curioso cómo las mismas
cosas cambian totalmente de sentido dependiendo de quien las escuche: lo que en
otras circunstancias habría resultado una historia banal, irrisoria incluso, se
convertía en esencial. Como si todo se jugara sobre este destino particular; como si
toda la carrera de este hombre tan importante tropezase, aquí, con la expulsión de
Gianni. Puesto que FREINET tenía esa capacidad de investir cada caso individual de
tal manera que, en cada uno de ellos, parecía jugarse la suerte del mundo. Y no
había nada más, entonces, que pareciese insignificante. Siempre había tenido una
ternura particular para con el chiquillo que se quedaba en blanco ante el papel. Sin
embargo, al envejecer había adquirido esa cualidad particular de la mirada que
descubre, en la historia de un hombre lacerado, a la humanidad entera engañada.
Incluso por un momento, Gianni se preguntó si FREINET no era un cura; pero alejó
de inmediato tal idea: los curas que él había conocido le escuchaban siempre con
esa compasión inspirada que les llevaba, más o menos, a otra parte, y Gianni, en
cada ocasión, había tenido ganas de pellizcarlos para que pisaran de pies el suelo.
FREINET, bien al contrario, le escuchaba con todo su cuerpo, terriblemente
encarnado y presente, con esa exigencia de verdad que desanimaba la
conmiseración.

Y cuando él tomó la palabra, fue en cierta medida como si el chiquillo siguiera


hablando con otra voz. A su torpeza, ese sentimiento de ser un extranjero en la
escuela, esa agresividad ante exigencias venidas de otro mundo, FREINET añadió
su inquietud, su fastidio extremo a imponer a los alumnos una enseñanza magistral
que, no obstante la coherencia del discurso, les resbalaba sin jamás llegar a
penetrarles. Él explicó su llegada a Bar-sur-Loup, en enero de 1920. Tras la
experiencia de la guerra había tenido la del hospital; y luego, a pesar de su
debilidad, la decisión de ejercer el oficio que había elegido... y el descubrimiento de
la escuela y la fila, de los alumnos en tropel, donde alternaban la docilidad y la
desobediencia.

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Aún debilitado, FREINET se agotaba en seguida al dar la lección y tenía que parar a
menudo, solicitando a los niños que se pusieran a trabajar ellos solos, consagrando
entonces toda su energía a sostenerlos individualmente en su esfuerzo. Poco
importa que el gran descubrimiento haya sido la circunstancia de una dificultad
pasajera para asumir la función de maestro o de una elección deliberada de
privilegiar la actividad del niño y ya no la prestación efímera del maestro. ¿Se sabe
siempre aquello que determina lo esencial? Y el «tanteo experimental», ¡vaya
asunto! Basta con mirar al chaval manos a la obra, ver cómo, para resolver un
problema que le interesa sobremanera, ensaya sucesivamente diversos caminos, se
fija en aquel que le aporta una respuesta y lo descifra, lo recorre en todos los
sentidos y da saltos de alegría por su éxito finalmente logrado. Basta con esto para
darse cuenta de que ninguna otra cosa merece, a fin de cuentas, el nombre de
aprendizaje. FREINET se lanzó entonces a un vibrante elogio del trabajo. No, un
niño que trabaja no se cansa; lo que cansa es la inactividad y la ineficacia. Lo que
cansa es aquello que nunca se llega a hacer, aquello sobre lo que uno tropieza
indefinidamente hasta el desánimo.

Gianni había escuchado hasta aquí con el ligero sentimiento de que todo aquello era
importante. Pero ahora había vuelto a su ejercicio con los montoncillos de gravilla.
FREINET se interrumpió un instante: «¿Entiendes lo que te digo?». Gianni
permaneció en silencio. Entreveía alguna cosa, pero ¿tenía relación con la escuela?
Recordaba perfectamente haberse pasado horas montando y desmontando su
bicicleta hasta olvidarse de comer. Mas, ¿este hombre quiere que pasemos nuestro
tiempo de clase reparando la bicicleta? No dijo nada. La mirada del hombre
evidenció su inquietud. Acto seguido, en un suspiro, como si lo hubiese
comprendido todo, se levantó, le cogió de la mano y lo condujo al interior del
edificio. Entraron en una gran sala. Nada había allí propio de una clase
convencional: ni estrado, ni la gran mesa para el maestro; nada de filas de
pupitres. Sí, por contra, pequeñas mesas agrupadas atestadas de papeles y
herramientas; decenas de estanterías cubiertas de libros y ficheros; y, a la
izquierda, bajo el dedo de FREINET, la imprenta y las cajas llenas de pequeños
caracteres, de millares de pequeñas letras. «Mira, todo el material está aquí. Yo
hablo siempre del materialismo en la escuela. Algunos que hacen ver que no
comprenden dicen que reduzco la instrucción al bricolaje. Ellos prefieren limitarse al
papel y al lápiz; creen que los chiquillos son puros espíritus. Yo, como ves, quiero
tocar las cosas. El papel, sin ir más lejos, tengo necesidad de trabajarlo, de
recortarlo y pegarlo. Los chavales necesitan sentir la frase, hacerla, letra a letra,
verla construirse ante ellos. Y necesitan someter a la prueba de su experiencia las
leyes físicas; concretar el cálculo. Contar con las cifras es bueno para el sabio; tal
vez incluso para el alumno preuniversitario. Pero, para ti, lo que hace falta no es
contar con cifras, sino contar con cosas. Así es como tú aprenderás. Así es como,
un buen día, podrás prescindir de las cosas. El espíritu va de lo concreto a lo
abstracto...»

No está claro que Gianni haya entendido del todo la última frase de FREINET. Por lo
demás, ya no escuchaba; miraba cada vez más fijamente la imprenta. Se hallaba
tan absorto que no vio que FREINET había acercado una silla para él y le hacía
señales de que se sentara. «Venga, pues, compon alguna cosa. Además, aquí me
tienes lanzando unos discursos... ¡Es necesario que yo también haya sido
deformado por los coloquios y los congresos para explicarte tan magistralmente los

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perjuicios de la magistralidad!» Y FREINET fue a sentarse a otra mesa que se puso


a ordenar minuciosamente. La cosa duró una hora, dos quizá... Hasta que Gianni,
con las manos negras de tinta, osó interrumpir su tarea: «No me sale bien... He
escrito mi nombre, pero me ha salido al revés». El hombre se levantó y, llevando
su silla consigo, se instaló al lado del chiquillo: «Lo primero que hay que hacer es
preparar la mesa de trabajo e instalar en ella lo que se va a necesitar. Los
idealistas no se ocupan jamás de estas cosas. Suponen que los niños ya saben
hacerlo todo, y, como ellos no se lo enseñan, consumen su tiempo reprochándoles
que no saben nada de nada. El carpintero en su taller y el sabio en su laboratorio,
saben perfectamente que si no preparan sus útiles nada será posible. En el colegio
que tú has conocido, no han cesado de reprocharte el hecho de no tener métodos
de trabajo; de no saberte organizar; de no hacer y rehacer tu borrrador hasta
alcanzar la perfección. Pero, ¿quién se ha tomado el tiempo necesario para hacerte
aprender todo eso?». Al secarse las manos manchadas de tinta con su pañuelo,
Gianni tenía la sensación de que comprendía un poco lo que era el materialismo.
Tal vez, incluso le habría gustado que FREINET prosiguiera sus explicaciones. Sin
embargo, el hombre no lo hizo; y los dos ordenaron la imprenta y los caracteres.
«¿Qué querrás imprimir?», preguntó a continuación. Gianni no se había planteado
la cuestión. Él quería probar, sin más. Pero puesto a reflexionar sobre el asunto, se
dijo que no estaría mal escribirle una carta a su madre, explicándole cómo era el
país y el hombre que había encontrado. Y trabajó un buen rato antes de entregarle
a FREINET un texto repleto de tachones y flechas. Un texto que releyeron juntos
hojeando el diccionario. Y ya era noche cerrada cuando FREINET exhibió la hoja
impresa. Gianni no quería acostarse. Las preguntas le bailaban en la cabeza:
¿acaso la escuela podría ser así? ¿A quién escribiría todos los días? Y ¿para decir
qué? FREÍ NET supo entonces que podía explicar, que ahora Gianni podría
entender. Le contó las salidas al campo; las visitas a los artesanos; los textos
libres; los intercambios con otras escuelas; la clase-taller en donde todo el mundo
se aplicaba a su tarea; la reunión colectiva en la que se discutía la organización de
las jornadas. No más lecciones de gramática, aunque sí una exigencia de calidad en
los textos manifestada por los propios alumnos que suscitaba la búsqueda febril de
la expresión que permitiría hacerse entender, y hacía resurgir la gramática como
una necesidad de la comunicación. No más disciplina impuesta desde el exterior,
pero sí un verdadero orden: el del trabajo organizado. Gianni bebía las palabras del
maestro. Todo esto, ahora, quería decir algo y, cuando fue a acostarse, estaba
seguro de que un acontecimiento importante, esencial para él, había tenido lugar.
Fue una mañana del mes de enero de 1920, en un aula de Bar-sur-Loup.

Al día siguiente madrugó, pero FREINET se había levantado antes que él.
Desayunaron en silencio. Un silencio importante que se duda en romper por miedo
a que la palabra empañe el recuerdo. No obstante, Gianni quería hablar. Una idea
le vino a la cabeza muy de mañana. Una idea intensa que sin embargo no lograba
formular. ¿Lo supo FREINET? LO cierto es que éste rompió el silencio: «¿Querías
contar algo?». Y Gianni habló de la clase de lengua y de la obra de teatro. En ésta,
los buenos alumnos -los que hablaban bien- se pavoneaban gracias a los primeros
papeles; los dibujantes se entregaban en cuerpo y alma a la realización de los
decorados, aunque desesperadamente mudos; el compañero tímido corregía las
faltas de ortografía limitado a esa tarea sin tocar jamás un pincel ni tomar la
palabra resignado en su condición de corrector... Y Gianni, que no sabía hacer nada
de todo esto, apartado para así garantizar el éxito del proyecto. FREINET frunció el

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ceño, preocupado y visiblemente inquieto: y si la clase-taller significaba la división


del trabajo... a cada cual según sus capacidades, y los incapaces en la inactividad.
FREINET conocía bien el problema: en 1924, en Montreaux, coincidió con los
grandes maestros de la «escuela activa», y se codeó con FERRIÉRE, CLAPARÉDE y
BOVET. A pesar de toda la admiración que les profesaba, había sufrido al verles
poner la «pedagogía activa» al servicio de una selección prematura más eficaz. Él,
que nunca perdía la esperanza hacia un niño, no podía aceptar que se relegase de
tal modo a determinados chavales de las tareas formativas, para dejar expresarse a
la «élite» y promover a los futuros líderes. Él comprendía bien que el interés de un
grupo exigía que nadie fuese utilizado para un papel en el que no encajaba. Sin
embargo, al proceder de esta guisa el aprendizaje quedaba reservado a aquellos
que llegaban a la escuela ya competentes o, cuando menos, sensibilizados. El éxito
de un proyecto imponía una lógica draconiana, y, para lograrlo, a veces resultaba
necesario la exclusión de algunos. En el claustro a menudo las discusiones habían
puesto sobre la mesa la cuestión, y habían tropezado con la dificultad: en el caso
de que un alumno realice mal la tarea asignada, ¿hay que liberarlo de ésta para
estimular al grupo y garantizar su «éxito», o, por el contrario, hay que
mantenérsela hasta que haya efectuado el aprendizaje correspondiente?

El asunto no es sencillo, y Gianni había puesto el dedo en la llaga. FREINET no


contestó de inmediato. Pensaba en esos silencios insostenibles; en ese alumno cuyo
texto nunca había sido impreso; en ese otro de cuyo texto había impuesto la
impresión en contra del parecer del grupo. Ciertamente la intervención en el día a
día, la negociación, podían contribuir al progreso de las cosas. Aunque él sabía que
promoviendo la lógica de la producción se corre el riesgo de eliminar la lógica del
aprendizaje. Y FREINET explicó que en su clase, además de las actividades
colectivas, había un programa de adquisición; planes de trabajo individuales
(mensuales y semanales) con los que todo el mundo debía comprometerse.
Subrayó que estos planes garantizaban la progresión de cada cual, de manera
personalizada, a su ritmo, con apoyos diversos según sus gustos e intereses. Al
oírlo, Gianni comprendió que el buen hombre se preocupaba por lo esencial; que la
clase en la que él se había aburrido quizá desaparecería algún día. Pero se
preguntaba: en cuanto a la escuela, ¿habrá dos en una (una para aprender y otra
para producir)? ¿Una que llegue a garantizar que cada cual sepa hacer bien lo que
es básico (pronto expuesta, no obstante, al riesgo de reencontrar el aburrimiento y
la rutina); y otra que desarrolle actividades apasionantes (bajo el riesgo, eso sí, de
limitarse a quehaceres que el alumno ya sabe ejecutar, encerrado en lo que sus
padres y su medio ya le han enseñado)? Gianni no se confió a FREINET: el hombre
había librado suficientes batallas y recordado, contra viento y marea, suficientes
evidencias como para no inquietarlo en este momento. Y además, en el fondo,
Gianni no estaba demasiado preocupado: si todos los profesores eran como aquél,
de presencia y atención tan imponentes, tan dichosos por hacer crecer la
inteligencia en los chavales, no había gran cosa que temer.

Al pasar ante el pequeño muro de secas piedras camino de la carretera, se volvió


una última vez: el hombre tenía la mano en el bolsillo de su chaqueta y miraba, a
lo lejos, la línea de blancos acantilados.

(…)

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