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La Moral...

una Respuesta de Amor


POR EL PADRE GONZALO MIRANDA, LC

Manual de Teología Moral Fundamental

Introducción al Manual

Abreviaturas

Teología Moral Fundamental: Naturaleza y Método

La experiencia moral, llamada de Dios al hombre

La Estructura Antropológica de la Moralidad

Dios llama en la conciencia

Dios llama desde la Ley Moral Natural

Introducción al manual

Al iniciar un curso de moral el profesor nos dijo: “estudien bien la moral, que si no tendrán que
practicarla". Luego nos explicó que con esa broma quería llamar nuestra atención sobre cierta visión
deformada que hay en algunos ambientes sobre los así llamados "moralistas" y sobre el estudio de
la moral en general.

Efectivamente, podríamos decir que hoy día la moral y el moralista no gozan de "buena literatura".
A menudo se ve la moral como una serie de imposiciones venidas "de lo alto", cortapisas de nuestra
libertad, camisas de fuerza que restringen nuestra espontaneidad... Muchas veces si alguien pretende
proponer alguna orientación ética sin ser rechazado, aclara enseguida que es contrarío a todo
"moralismo". Y, no pocas veces (como sugería la frase de nuestro profesor) se piensa en el moralista
como en un experto en encontrar siempre una salida trasera a los problemas serios de conciencia,
realizando algún malabarismo mental con el que consigue arreglarlo todo como le interesa.

Y sin embargo, la moral ha estado siempre en el centro de las atenciones y preocupaciones de las
personas y las sociedades cualquier raza, cultura o religión. ¿No será que forma parte integrante de
nuestro mismo ser como personas y como sociedades? Cuando se comprende a fondo la realidad
casi misteriosa de la moral, se entiende que se trata ni más ni menos que del núcleo mismo de la
realización de la persona humana en cuanto tal, en cuanto ser racional y libre, autor de sus propios
actos, responsable de sus propios comportamientos, a través de los cuales se hace a sí mismo en
cuanto persona; una buena o mala persona.
Más aún, vista en su más honda raíz, "la moral es una respuesta de amor", como dice Juan Pablo II
en su encíclica sobre los fundamentos de la moral, Veritatis Splendor (6 de agosto de 1993):

"La vida moral se presenta como la respuesta debida a las iniciativas gratuitas que el amor de
Dios multiplica en favor del hombre. Es una respuesta de amor..." (VS 10)

Lo veremos amplia y repetidamente en nuestro curso: la vida moral tiene su origen en la llamada
que Dios hace al hombre para que sea lo que es, viviendo como debe vivir. Dios llama al hombre a
través de la Sagrada Escritura, del Magisterio puesto por Él para guiar al pueblo de Dios, etc. Pero
lo llama ya antes -y llama a todo hombre, incluso a quien ignora su existencia- al crearlo así como
es, como ser humano. Le llama desde su misma conciencia, le llama desde su misma naturaleza
humana, desde la Ley Moral Natural.

“Respuesta de amor". Todo cambia cuando se entiende que la moral es una respuesta de amor a
Alguien que nos ama infinitamente, y que nos llama moralmente por puro amor. Esta conciencia,
sobre todo cuando fructifica en una actitud de amor de correspondencia, hace que la vida moral sea
mucho más sencilla de lo que podemos pensar. Así se expresa el Papa en la Conclusión de la VS:

“Esta es la consoladora certeza de la fe cristiana, a la cual debe su profunda humanidad y su


extraordinaria sencillez. A veces, en las discusiones sobre los nuevos y complejos problemas
morales, puede parecer como si la moral cristiana fuese en sí misma demasiado difícil; ardua para
ser comprendida y casi imposible de practicarse. Esto es falso, porque -en términos de sencillez
evangélica- consiste fundamentalmente en el seguimiento de Jesucristo, en el abandonarse a él, en
el dejarse transformar por su gracia y ser renovados por su misericordia, que se alcanzan en la
vida de comunión de su Iglesia" (n. 119).

También el estudio y la enseñanza de la moral, tanto por parte del moralista como del pastor,
adquiere así una dimensión diferente. Es algo eminentemente positivo, bello, noble. Es un servicio
al hombre, a cada hombre, con el que se le ayuda a aprender a escuchar la llamada de Dios y a darle
una respuesta de amor, progresando así día a día en su propia realización humana y encaminándose
hacia su plena realización en la eternidad.

En nuestros días el moralista y el pastor tienen que realizar ese servicio en una situación ambigua y
difícil. Por un lado se nota por todas partes un pujante resurgir de la "cuestión moral". Basta ver la
cantidad de centros, institutos, cursos, congresos, revistas, libros, etc. dedicados a temas de moral,
sobre todo en el campo social y en el de la nueva disciplina llamada "Bioética".

Por otro lado, el hombre moderno tiene que vivir su vida moral en situaciones sumamente
complejas. Se encuentra cada día con nuevas y mayores posibilidades de intervenir sobre sí y sobre
los demás, desde el punto de vista médico, psicológico, social... Todo esto complica las cosas.
Vivimos en una "sociedad compleja", llena de interrelaciones fluctuantes y ambiguas. Y vivimos en
una situación de "globalización" que complica también las relaciones entre los pueblos y las
naciones. Y en toda esta maraña, "la gente" se siente perdida.

Finalmente, vivimos en una sociedad marcadamente pluralista, en la que muchas veces ya no se


sabe quién tiene razón, y hasta se llega a dudar o negar que alguien pueda tener razón; una sociedad
en la que los valores fundamentales de la persona y la convivencia, y hasta los mismos fundamentos
de esos valores se ven zarandeados por una profunda crisis que sacude hasta las raíces... Los
mismos estudiosos de la moral no saben muchas veces a qué atenerse.

Se impone, pues, si queremos de verdad ofrecer un servicio útil, noble, importante, como moralistas
y como pastores, un esfuerzo por volver seriamente a lo fundamental, a la fundamentación honda y
genuina de la reflexión moral (que será también la fundamentación de la vida moral).

Este manual no es sino un intento de servir a quien debe realizar ese servicio. Una ayuda para que el
alumno pueda fundamentar sólidamente, con su propia cabeza (y su propio corazón), la estructura
misma de la reflexión y la vida moral. Y, dado que se trata de un texto destinado a poner las bases, y
no a especialistas, he procurado trazarlo según unas líneas sumamente esenciales. He rechazado la
tentación de plantear nuestro estudio siguiendo las múltiples y vivas polémicas que serpentean hoy
entre muchos libros y muchas aulas. Igualmente, he evitado complicar el estudio con disquisiciones
y divagaciones de carácter meramente erudito, para ir directamente a lo que, a mi entender, debe
conocer quien comienza su preparación en este campo. Notará por ello el lector que escasean las
referencias bibliográficas y las citas de autores.

Por lo demás, se aplica en este texto la metodología propia de la colección que lo acoge, destinada a
proporcionar un material suficiente en sí mismo para la preparación del alumno. Por ello se incluye
la sección de preguntas de comprensión y asimilación al final de cada capítulo, el vocabulario
fundamental al final del texto, etc. Para ayudar al lector, he trazado al inicio de cada capítulo un
"enfoque", en el que, estableciendo el nexo con lo visto anteriormente, se explica el sentido del
presente tema, el ángulo específico desde el que se propone al estudiante, y un breve resumen de su
contenido, poniendo entre [ ] los números de los apartados correspondientes en el capitulo.

Dejo estas páginas en manos del lector, con la esperanza humilde de que le sirvan para que pueda
ayudar a otros a responder con su vida moral a la llamada de Dios, y para que pueda él mismo
ofrecerle cada día su propia respuesta de amor.

Abreviaturas
CEC Catecismo de la Iglesia Católica
DH Dignitatis Humanae
DV Dei verbum
EV Evangelium Vitae
GS Gaudium et Spes
LG Humanae Vitae
OT Optatam totius
S.Th. Summa Theologiae
VS Veritatis Splendor

Teología Moral Fundamental: Naturaleza y Método

Enfoque
Antes de adentrarnos en la materia, conviene que aclaremos qué entendemos por Teología Moral
Fundamental. No sólo porque es siempre que se dialoga conveniente entenderse desde el inicio, sino
porque el proceso de renovación (a veces revolución) del estudio de la moral que ha tenido lugar
desde el Concilio Vaticano II hasta hoy, impone una reflexión sobre la naturaleza y el método
propios de esta disciplina.

Naturalmente, no pretendo sentar cátedra ni cerrar la amplia discusión que sobre este punto se ha
dado en estos años. Todavía hoy hay opiniones divergentes en mayor o menor grado. Más aún, cabe
optar legítimamente por explicaciones y enfoques diversos. A nosotros nos basta aquí presentar una
visión que sea válida, coherente y, de ser posible, también clara. Lo que nos interesa es,
simplemente, enfocar el resto de nuestros trabajos a lo largo del curso.

La visión de la naturaleza y método de una determinada disciplina deberá responder de algún modo
a lo que su mismo nombre indica. Si no es así, significa que o el título es incorrecto, o todo el
tratado está mal planteado. Vamos, pues, a partir de un análisis de las tres palabras que componen el
nombre de este manual: nuestros esfuerzos a lo largo del curso tendrán que consistir en un análisis
de lo “moral”, hecho desde la “teología”, y desde un enfoque “fundamental” [1].

Vista así la naturaleza del tratado, podremos hacer algunas anotaciones sobre el método, a partir de
la consideración de la petición hecha por el Concilio (OT 16) y del doble dinamismo propio de la
reflexión teológica: teología positiva y teología especulativa [2].

1. Naturaleza de la Teología Moral Fundamental

a) Moral

Nos fijamos en primer lugar en el objeto propio de nuestros estudios, indicado en el título con la
palabra moral. Este sería, en términos escolásticos, el “objeto material” del tratado.
Pero ¿qué es la moral, lo moral, la moralidad? ¿Qué relación tiene con la ética, lo ético?
Como es sabido, la palabra “ética” proviene del griego, y significa costumbre o hábito. La ética
consistiría, pues, en el estudio de las costumbres o comportamientos de un grupo humano o en
general de los hombres. Pero hay otro vocablo griego, que también está en el origen de nuestra
palabra: que, además de costumbre, significa también morada o lugar habitual; talante o modo de
ser, pensar o sentir; moral o moralidad. Cuando Aristóteles escribe la Ética a Nicómaco se refiere
sobre todo a este último significado. De este modo comprendemos que la ética no consiste
simplemente en la descripción de los comportamientos, sino que se esfuerza por analizar el talante,
carácter, modo de ser y actuar del ser humano, para comprender lo que es bueno o malo,
precisamente en cuanto propio del ser humano. No se queda, pues, solamente en el dato externo, en
los comportamientos visibles, sino que trata de adentrarse en los caracteres propios de la persona,
en su morada interior. Y no se queda tampoco en una descripción de sus actos o de su modo de ser,
sino que trata de ofrecer una guía para el comportamiento humano. En este sentido, podemos decir
que la ética, contrariamente a la sociología o la etología, no es una ciencia “descriptiva”, sino
normativa.

El término “moral” viene a ser el equivalente latino (“mos”) de los dos vocablos griegos apenas
recordados: indica así las costumbres, pero también el modo de ser y la moralidad de la persona.

Así pues, la ética o moral, se refiere al modo de ser, de vivir, de actuar de los individuos y los
grupos, que da lugar a una serie de de hábitos y costumbres; y se refiere también al estudio
sistemático de todo ello.

Como sucede con muchos de los conceptos más preñados de significado y más usados en el
lenguaje ordinario, se entrecruzan aquí una compleja serie de acepciones con matices diversos. Será
oportuno considerar brevemente algunas expresiones relacionadas, sin pretender agotarlas todas.

Aristóteles, S. Tomás y otros muchos, utilizaron la referencia al término “bien”, “lo bueno”,
contrapuesto a “mal”, “lo malo”. Y así nos referimos frecuentemente a la dimensión moral en el
lenguaje coloquial: “ha actuado bien”, “fue un acto bueno”, “es una buena persona”. Bueno/malo
puede ser aplicado a un acto, a una actitud, a una persona, a un grupo...
Otro término interesante en el lenguaje común es el de “moralidad”. Entre sus diversas acepciones
podemos destacar las siguientes. Moralidad como conformidad con los principios y preceptos
morales; como cualidad de las acciones humanas que las hace buenas o malas; moralidad también
como la dimensión o estructura moral de la persona.

En sentido negativo, se suele hablar de “in-moral” o “in-moralidad”. Se oye frecuentemente decir


que “fulano es un inmoral”, o que “creo que ese acto es inmoral”, o que “hacer eso es una
inmoralidad”, etc. En todos esos casos, nos referimos a actos, actitudes, individuos... que son vistos
como negativos, contrarios al bien, es decir “malos”. Pero no en relación con un bien físico,
económico, social... sino en otro orden diverso: el orden del bien de la persona en cuanto persona.

b) Teología

La reflexión sobre la moral que vamos a emprender no se habrá de reducir a consideraciones de tipo
psicológico, social o filosófico. Todos esos elementos pueden entrar como ayudas para comprender
mejor el fenómeno de la moralidad. Pero a nosotros nos interesa aquí hacer un estudio de carácter
teológico.

Teología significa, en sentido estricto, esfuerzo de comprensión del misterio de Dios a la luz de su
propia revelación al hombre. Pero significa también el análisis de cualquier realidad en su relación
con Dios. Si antes decía que la moralidad constituye nuestro “objeto material”, ahora podemos
especificar su “objeto formal” precisamente constituido por la dimensión teológica de nuestro
estudio.

Dios se ha revelado a sí mismo, y ha revelado también su plan de salvación para el hombre. El


“quiere que todos los hombres se salven” (1 Tm 2,4). Ahora bien, esa salvación no consiste en
adquirir una serie de conocimientos, ni se realiza únicamente en el paso a la vida eterna. La
salvación revelada y ofrecida por Dios pasa también a través del vivir, del actuar de cada hombre.

La teología moral habrá de ocuparse por lo tanto de la vida de la persona humana en su relación con
Dios y con los demás, a la luz de la revelación de su plan de salvación para el hombre.

Nuestra teología, naturalmente, es “cristiana”. Y esto significa que nosotros sabemos que la
revelación y la salvación ofrecida por Dios tiene un nombre: Jesucristo.. En Cristo, Verbo de Dios
encarnado, el cristiano encuentra la verdad que ilumina genuinamente su entendimiento para
discernir entre el bien y el mal; en El, Hijo de Dios hecho hombre, encuentra el camino para guiar
su propia vida por la senda recta que lleva hacia al Padre, y por ello mismo hacia la realidad más
auténtica de su propio ser; en El, Redentor del hombre, participa de la misma vida divina, que
vivifica todo su humano vivir y alcanza su plenitud en la vida eterna.

Nuestra teología es también “católica”. Es decir, hecha y vivida en comunión con la Iglesia
Católica, en sintonía con su doctrina, tanto dogmática como moral. Esa participación en la
comunión de la Iglesia constituye el sustrato mismo de la teología, como su “humus”; así como su
iluminación y garantía de autenticidad.

c) Fundamental

El estudio de teología moral que nos disponemos a realizar no habrá de consistir en el análisis de los
diversos y complejos problemas morales que aparecen aquí y allá en la vida de la persona o de la
sociedad. Dejamos esa tarea a la “teología moral especial”, con sus diversas ramificaciones. A
nosotros nos corresponde poner los fundamentos.
Se solía denominar a esta disciplina con el título de “teología moral general”. Pero parece mejor el
término en uso actualmente. Hay que evitar desde el inicio la impresión de que nos tengamos que
quedar en “generalidades”, en consideraciones vagas y poco relacionadas con la vida real. Al
contrario, lo que vamos a considerar en nuestro estudio constituye el fundamento mismo de toda
nuestra vida moral y la base sobre la cual se podrá luego construir el edificio estructurado de la
reflexión moral especial (en el campo de la moral sexual, de los problemas relacionados con el
respeto de la vida, de los problemas sociales, etc.).

Moral fundamental no solamente en cuanto que hay que estudiar los fundamentos, los conceptos y
realidades base de la vida moral y de la realidad moral del cristiano. Es fundamental también en el
sentido de que en ella hay que “fundar” la reflexión moral misma: sus fuentes, su validez y
legitimidad, su sentido más profundo, anclado en Dios. En este sentido, por ejemplo, no bastará con
recurrir a la Escritura o el Magisterio para iluminar ciertos temas, sino que habrá que fundar
críticamente el recurso a esas instancias como fuentes aptas para la reflexión moral.

Moral fundamental, finalmente, en cuanto que lo que se pretende en el curso no es simplemente dar
unos cuantos principios generales que luego habrían de ser aplicados al pie de la letra en las
diversas circunstancias. Emergerán, sí, algunos principios importantes; pero lo más importante será
aprender a juzgar moralmente el actuar humano a la luz de la razón y de la fe, para poder guiar
nuestra vida personal e iluminar a los demás en su camino.

2. El método de la Teología Moral Fundamental

a) La búsqueda del método

En toda ciencia la cuestión del método tiene una importancia determinante. También la Teología
Moral, en cuanto saber sistemático requiere una dilucidación sobre su propia metodología.
Podemos decir, haciendo una generalización simplificadora, que hasta el Concilio Vaticano II la
Teología Moral había seguido predominantemente el método “casuístico". Las causas de la
configuración de ese método arrancan del Concilio de Trento. La renovación impulsada por ese
evento, impulsó la recepción del sacramento de la penitencia y la formación de los aspirantes al
sacerdocio en los seminarios. De ese modo, comenzaron a aparecer manuales de moral destinados a
la preparación de los seminaristas, especialmente en vistas de su ministerio como confesores. La
necesidad de principios y normas claras y simplificadas llevó a la formulación de casos morales
cuya resolución consistía fundamentalmente en el esfuerzo por distinguir los diversos tipos de
pecados y resolver dudas de conciencia. El ideal de claridad y certeza que el despertar de las
ciencias naturales y las matemáticas difundió en el siglo dieciocho, acentuó la búsqueda de
principios y normas siempre claros y universales. Todo esto llevó a la configuración de una
Teología Moral poco relacionada con la promoción del desarrollo positivo de la vida cristiana y
poco atenta a la dimensión personal de la moralidad. De hecho, el enfoque dado a la consideración
de los casos, solía tener connotaciones "legales", muy ligadas al derecho canónico.

Desde mediados del siglo diecinueve se dio un paulatino cambio de perspectiva, en el que se fue
acentuando cada vez más el carácter propiamente cristiano, evangélico, espiritual, de la reflexión y
de la vida moral. Ese lento movimiento se vino acelerando a mitad de nuestro siglo, hasta
desembocar de algún modo en la celebración del Concilio Vaticano II. Aunque el Concilio no
emanó ningún documento específicamente dedicado a la moral en general (como estaba previsto en
un inicio), el nuevo enfoque de la moral permeó muchos de sus documentos, especialmente la
constitución sobre “la Iglesia en el mundo de hoy”, Gaudium et Spes. A partir del Concilio, pues, se
ha originado un proceso profundamente renovador de la Teología Moral y de su metodología.
Naturalmente, ha habido intentos muy variados y de muy diverso valor. Ese movimiento de
búsqueda sigue vivo hoy día; y no podemos decir que se ha configurado ya un método perfecto y
definitivo. En realidad no se podrá dar nunca por terminada esa búsqueda.
No nos interesa aquí llegar al establecimiento del método, como si debiera existir sólo uno. En un
manual de apoyo como el presente, lo que hace falta es trazar las líneas metodológicas
fundamentales que guiarán nuestro estudio. Naturalmente, de ese modo se ofrece también al
estudiante algunas pistas para su propia reflexión sobre el método y para la eventual elaboración, en
un futuro, de un propio método de Teología Moral.

b) Nuestro método de Teología Moral Fundamental

El punto de partida de nuestro método será cuanto pidió el Vaticano II al hablar de la renovación de
la enseñanza de la moral:

“Aplíquese un cuidado especial en perfeccionar la teología moral, cuya exposición científica, más
nutrida de la doctrina de la Sagrada Escritura, explique la grandeza de la vocación de los fieles en
Cristo, y la obligación que tienen de producir su fruto para la vida del mundo en la caridad” (OT,
16).

El Concilio pide, pues, que se dé un enfoque positivo a la Teología Moral, la cual habrá de consistir,
no en la exposición de unos preceptos y normas o en ofrecer un instrumento para discernir los
diversos tipos y grados de pecados... Se tratará, más bien, de explicar la grandeza de la vocación de
los fieles en Cristo.

En nuestro estudio subrayaremos por tanto la visión de la vida moral como respuesta a una
vocación. Será ese el eje y el enfoque de todo el tratado. Veremos cómo, efectivamente, la vida
moral de la persona humana (y no sólo de los “fieles”) consiste en el fondo en una respuesta a la
llamada que Dios le hace a través de su misma realidad creatural y a través del don de la redención
que se hace presente de manera eminente en la vida de la Iglesia.

La vocación, según el texto de OT, es vocación en Cristo. La persona de Cristo será central en
nuestra reflexión moral. En Jesucristo veremos la norma suprema de la moralidad, así como la
inspiración de fondo y la principal motivación para vivir en plenitud la propia dimensión moral,
cuya meta última es, precisamente, la vida eterna en Cristo.
Pero esa vida moral, respuesta a la vocación divina en Cristo, implica obligación de producir frutos
para la vida del mundo en la caridad. No es una moral individualista ni intimista. La vida moral del
cristiano ha de incidir en la configuración de un mundo cada vez mejor, más humano, más concorde
con el plan de Dios.

El texto conciliar habla de exposición científica, la cual debe ser más nutrida de la Sagrada
Escritura. No bastará, por lo tanto, hacer unas cuantas consideraciones piadosas, ni analizar “casos”
de moral a la luz de algunos principios previamente asumidos. No será tampoco suficiente
entremezclar más o menos caóticamente una serie de intuiciones o de reflexiones morales; ni coser
una detrás de otra las opiniones o sentencias de algunos autores... La ciencia requiere una
elaboración sistemática, una fundación apropiada, un iter o camino (cfr. el origen de la palabra
“método”) ordenado, orientado en función de un núcleo unificador. En nuestro caso, ese núcleo será
la realidad de la vida moral como respuesta a una vocación divina.

Aquí se trata de una “ciencia teológica”. Convendrá, pues, aplicar el binomio ya “clásico” en las
diversas disciplinas teológicas: Teología Positiva y Teología Especulativa.

Habrá que iluminar primero los diversos temas desde el análisis de la Revelación. Sobre todo en
algunos, de ellos la Sagrada Escritura no solo servirá de nutrición, sino que engendrará desde el
inicio nuestra reflexión moral. Junto con la Escritura, como requiere la correcta ciencia teológica,
habrá que considerar las aportaciones de la Tradición de la Iglesia, y tener en cuenta la
orientaciones de su Magisterio.

La especulación habrá de tomar en cuenta esos elementos, pero habrá de servirse de la razón, no
solamente como instrumento de análisis e interpretación de esas primeras “fuentes”, sino también
como “fuente” de reflexión moral ella misma. Efectivamente, la ciencia moral, que estudia la
realidad de la persona humana, sus actos y actitudes, sus condicionamientos y su misma realización
como persona, la razón humana aporta una luz propia (don del mismo Dador de la luz de la
Revelación), sobre todo con la contribución de la filosofía y con la ayuda de las llamadas ciencias
humanas (como la psicología, la sociología, etc.).

Lecturas complementarias

CEC 50-114; 131-133; 1691-1729; 2052-2063; 2083-2087; 2090, 2093


VS 2, 8, 12, 15, 25-30, 83, 85, 109-117
EV 53-57, 60-62, 65-66
OT 16
DV 6-10, 17, 24-26
GS 10, 22, 45

Autoevaluación

1. ¿De dónde proviene la palabra “ética” y cuál es su significado etimológico?


2. ¿En qué coinciden y en qué difieren un estudio de la moral desde la sociología y otro desde la
teología?

3. ¿Por qué la Sagrada Escritura, la Tradición y el Magisterio son “fuentes” de la teología moral?
¿Por qué también es “fuente” (secundaria) la razón?

La experiencia moral, llamada de Dios al hombre

Enfoque

Habiéndonos propuesto seguir un método inductivo, partimos del dato más elemental para la
elaboración de una reflexión moral: el ser humano experimenta en su propia vida la realidad de una
dimensión del todo particular, que llamamos “moralidad”. Experimenta la realidad del bien y del
mal. Y la experimenta como algo que no se da él a sí mismo, y que tampoco puede él manejar a su
antojo [1].

La Sagrada Escritura nos muestra que esa experiencia peculiar, es en el fondo una llamada de Dios,
una invitación divina a actuar en conformidad con la propia identidad de ser humano, según el
designio originario del mismo Creador [2].

1. La experiencia de la moralidad
a) Una experiencia universal

Es un hecho que en todas las culturas y sociedades de todas las épocas de la humanidad, son
frecuentes expresiones lingüísticas y comportamientos que se refieren a juicios de valor, de mérito o
de demérito, de premio o castigo, etc. en función del modo de actuar de los individuos o los grupos.
Se habla de “bien o mal”, “noble o innoble”, “digno o indigno”, “apreciable o despreciable”, etc.

Pero lo más importante es ver que cada uno de nosotros, aun con ideas y creencias diversas, con
diversa educación y visión de la vida, etc. experimentamos personalmente la realidad de un “algo”
que se presenta en nuestra vida como importante y determinante para guiar nuestros actos. Más aún,
como veremos enseguida, experimentamos ese “algo” como aquello que define el valor mismo de
nuestros actos libres y de nosotros mismos en cuanto personas libres.

b) El valor como motivación

Partamos del hecho de que siempre que actuamos voluntariamente (lo cual supone también que
actuamos conscientemente), lo hacemos movidos por algún motivo. Hay algo que “nos mueve” a
hacer o dejar de hacer esto o aquello. También el chico que dice: “a mí me da la gana de actuar sin
ningún motivo...”. En realidad, ése es el motivo que le mueve: el deseo de actuar sin motivo, por
puro capricho.

Ahora bien, si algo nos “mueve” a actuar, es porque para nosotros ese algo “vale”; a veces decimos
de ese algo que “vale la pena”. Es decir, comprendemos que hay una pena que pagar, un costo; pero
que el valor de esa realidad justifica la pena. Puede tratarse de un objeto que deseamos comprar
pero nos parece caro; dudo, y un amigo me dice: “vamos, vale la pena”. Puede tratarse del esfuerzo
por estudiar moral, o de renunciar a mis planes previos, para entrar en el seminario... Cuando algo
me cuesta, pero decido de todas formas hacerlo, comprarlo, buscarlo.... significa que en mi interior
he captado un valor superior a lo que he de sacrificar.

c) El concepto de valor

En el fondo, pues, lo que nos motiva a actuar o dejar de actuar, es un valor. Y ¿qué es un valor?
¡Buena pregunta! Pero no vamos ahora a enredarnos en todo un análisis de ese complejo concepto.
Naturalmente no me refiero aquí a los valores manejados en las Casas de bolsa (de “bolsa de
valores”), ni exclusivamente a eso que a veces se entiende cuando se dice, por ejemplo, que “los
jóvenes de hoy ya no tienen valores”. Ahí se refiere uno a una categoría exclusiva de valores, los
que tienen un carácter espiritual, de cierta nobleza reconocida por la sociedad, etc.

La categoría de valor a la que me refiero aquí, es más general y radical; y está efectivamente
siempre presente en nuestras decisiones voluntarias. Valor significa aquí simplemente aquello que
me atrae a mí, sujeto, por parte de un determinado objeto. Todo “objeto”, en sentido metafísico,
puede ser visto en un momento dado como bien por parte de algún sujeto. Será un filete humeante a
las dos de la tarde, será un buen libro, o la amistad de un compañero, o el sacramento de la
Eucaristía... Pero no basta que sea potencialmente un bien; yo, sujeto, he de descubrirlo en cuanto
tal, he de captar algo en ese objeto que me atrae y me lo presenta como bueno. Ese “algo” que
descubro en el objeto y me atrae, eso es el valor. Por tanto, el valor no es más que el bien en cuanto
que atrae a un sujeto. Y desde el momento en que el sujeto descubre el valor del objeto bueno, se lo
puede proponer como fin de su actuar voluntario; es decir, puede verse motivado a actuar o dejar de
actuar de un determinado modo.
Se notará que he dicho que el sujeto “descubre” el valor en el objeto. Este es un matiz importante.
El valor, efectivamente, tiene a la vez una dimensión subjetiva y otra objetiva. Por un lado, tiene
que ser descubierto por el sujeto. Por otro, el sujeto lo “descubre” no lo crea. Es decir, cuando yo
aprecio un buen filete, cuando veo que “vale”, no soy yo quien hace que el filete valga. Más bien,
descubro, aprecio algo en ese objeto que corresponde a una tendencia mía. No vale porque yo lo
aprecio, sino lo aprecio porque vale, porque contiene ese algo que hace de ello un bien para mí.. Es
evidente que no todos apreciamos igualmente los diversos valores de los diversos bienes. Para un
vegetariano, el filete no representará ningún valor; él aprecia mucho más las zanahorias, que en
cambio a mí no me gustan. Esto significa solamente que cada sujeto puede o no descubrir y apreciar
los valores de modo diverso, a partir de sus inclinaciones, educación, decisiones anteriores, estilo de
vida, etc. Yo descubro, no creo, el valor del filete; mi amigo vegetariano descubre, no crea, el valor
de la zanahoria.

¿Para qué toda esta disquisición sobre el motivo y sobre el valor que nos motiva? Para poder
entender bien lo que es la “experiencia moral”. Porque, en el fondo, como veremos enseguida, esa
experiencia no es otra cosa que la experiencia de un valor. De un valor muy particular, que podemos
llamar desde ahora, valor moral.

d) El valor moral como valor de la persona

Hagamos un análisis introspectivo de cómo solemos juzgar espontáneamente los actos voluntarios
de las demás personas y de nosotros mismos, en cuanto personas. Veremos que, en el fondo,
nosotros (y me refiero a todos los seres humanos) juzgamos los actos voluntarios como buenos o
malos en función de ese valor particular que llamamos valor moral.

Consideremos un caso como éste. El periódico dio la noticia de un señor joven que se tiró al mar
para salvar a sus dos hijitos que estaban ahogándose, arrastrados por las olas. No sabía nadar muy
bien, pero nadó duro hasta que logró sacar a la orilla a su niñita. Estaba ya exhausto, pero volvió a
tirarse, a pesar de los gritos de su esposa que le decía que era muy peligroso y no podría ya sacar al
niño. El tenía que intentarlo. Unas horas después, el helicóptero de la policía encontró al niño vivo,
agarrado al cadáver flotante de su papá.

La gente se conmovió ante el gesto de ese padre. Imaginemos que alguien dijera que esa acción no
tuvo mucho valor, porque el señor demostró que no nadaba muy bien, que no era fuerte, quizás que
no fue prudente... Evidentemente, todo eso son valores. Pero creo que cualquiera pensaría que quien
dice semejante cosa, “no ha entendido nada”. Una acción de ese tipo, puede, es cierto, estar privada
de muchos valores propios del ser humano, pero entendemos que vista en su realidad más profunda,
en cuanto acto voluntario de una persona humana, es una acción buena, una buena acción.

Otro día, el periódico refiere el caso de un secuestro. Un grupo de encapuchados secuestró a un niño
de ocho años para pedir un rescate millonario a sus padres. Dado que éstos no se doblegaron
fácilmente, al cabo de unos días les enviaron en un sobre una oreja del muchacho, para que
entendieran que iban en serio. Poco después, viéndose acorralados por la policía, le pegaron un tiro
en la nuca y lo dejaron abandonado en un bosque.

Aquí, naturalmente, alguien podría decir que la actuación de los secuestradores estaba llena de
valores, de valores muy importantes para todo individuo humano. Hubo sagacidad, audacia,
determinación, firmeza... y quién sabe cuántos otros valores. Y sin embargo, creo, todos sentimos
repugnancia ante semejante hecho. Por más valores que hayan puesto los secuestradores-asesinos,
ese acto es malo, una mala acción.

Todo esto significa que, en nuestra experiencia espontánea y cotidiana, el valor de una acción
humana, en cuanto acción humana, depende de un valor que no se reduce a ninguno de los otros, ni
es tampoco la suma de todos ellos.

Y lo mismo tenemos que decir de nuestra apreciación sobre la persona que actúa. De uno que se
dedica a secuestrar, matar, robar, ofender a los demás, buscar solamente su propio provecho
aprovechándose de los demás, etc., solemos decir que “es una mala persona”. No importa si es listo,
guapo, fuerte, rico, etc. Podré decir que es una persona inteligente, fuerte... pero, de todas formas, es
una “mala persona”. Es decir, mala en cuanto persona, en aquello que define a la persona, que es el
uso de su libertad. Viceversa, de una persona que vive para hacer el bien a los demás, que perdona,
ayuda, es honesta y sincera, etc. solemos decir que es “una buena persona”. Aunque quizás no posea
otros muchos valores propios del hombre. Aunque no sea muy inteligente, o robusta, o bella... es
una buena persona, es decir buena en cuanto persona.

Este análisis nos lleva, pues, a una conclusión muy interesante e importante: los seres humanos
experimentamos un valor que es diverso de los demás valores, y según el cual juzgamos las
acciones humanas como buenas o malas en cuanto tales, y a las personas como buenas o malas en
cuanto tales. A ese valor especial lo llamamos “valor moral”.

Pero podemos hacer un análisis introspectivo más personal y más interesante todavía. El análisis de
nuestra experiencia interior ante ciertas decisiones que tenemos que tomar o que hemos tomado en
el pasado.

Supongamos que el obispo de mi diócesis ha pedido que uno de los dos seminaristas que ya hemos
sido ordenados de diácono, le acompañe en su próximo viaje a Roma y Tierra Santa. Naturalmente,
tanto a mi compañero como a mí nos encantaría hacer esa experiencia. He oído voces de que el
Rector está pensando en mandarle a él. Me pongo inquieto, y de pronto se me ocurre una brillante
idea. Dentro de unos días tendremos un examen escrito y está prohibido llevar los apuntes al aula.
Yo podría meter sus apuntes en su escritorio sin que se dé cuenta. Cuando pase el profesor
revisando, como hace siempre, le vería los apuntes y... no creo que concedan el viaje ¡a uno que
copia en los exámenes!

De pronto, algo me detiene en mi plan. Algo, dentro de mí, me dice que “no puedo” hacerlo.
Naturalmente, puedo hacerlo. Es fácil, es bastante seguro... Pero “¡no puedo!”. ¿Qué me está
pasando? Está claro que esa acción comportaría la realización de varios valores muy interesantes:
sagacidad, discreción, etc. Y luego, todos los valores que tendría el viaje en sí mismo, justo antes de
mi ordenación sacerdotal: Roma, Jerusalén... Pero sigo sintiendo algo raro dentro de mí. Siento que
si cometo semejante acción me rebajo a mí mismo en mi valor de persona, a pesar de todos los otros
valores.

Supongamos que, a pesar de ese sentimiento negativo fuerte, actúo según mi plan, todo sale “bien”,
y al final voy yo a ese magnífico viaje. Y supongamos que el Rector le pide a mi compañero que
nos lleve al aeropuerto al obispo y a mí. Al despedirnos, me dice, visiblemente triste, que él se había
hecho la ilusión de hacer el viaje, pero que está contento de que lo pueda disfrutar yo, que me va a
encomendar en su oración para que todo vaya bien y me sirva mucho en mi preparación inmediata
para el sacerdocio. Subo al avión, recuerdo sus palabras, y siento un tremendo nudo en el estómago.
No logro quitar de mi cabeza esa frase. Pero, ¿qué me pasa? ¿No está claro que todo salió “bien”?
¿No te das cuenta -me digo- de que hay toda una serie de valores en ese hecho? Pero, quizás, no
logro engañarme. El nudo sigue ahí, apretando desde mi conciencia. Sé que hice mal, que me he
rebajado como persona...

Antes o después de una acción podemos experimentar que es buena o mala, independientemente de
los otros valores que están en juego. Es ese otro valor, el valor moral, muchas veces vagamente
percibido, pero realmente presente en nuestra experiencia cotidiana, lo que da valor a nuestros actos
en cuanto actos humanos y a nuestra persona en cuanto persona humana.

Me he extendido en la descripción de estos casos porque considero muy importante que alguna vez
ahondemos con nuestra reflexión en esa experiencia del valor moral, que es muy frecuente, casi
cotidiana, pero muchas veces oscura y no tematizada. Lo más interesante es que cada uno reflexione
sobre su experiencia personal para descubrir esa realidad: la experiencia de la moralidad como
experiencia de un valor diferente de los demás valores que nos motivan en nuestra vida, y según el
cual juzgamos nuestros actos y a nosotros mismos como buenos o malos, así sin más, en cuanto
personas. Esa constatación nos lleva a la conclusión de que el valor moral es el valor de la persona
en cuanto tal. Y esto es así porque, como veremos, es el valor que tiene que ver con aquello que es
más propio y definitivo en la persona en cuanto sujeto personal: su propia libertad.

2. Llamada de Dios al hombre

Nuestra experiencia del valor moral tiene una característica muy peculiar: no depende totalmente de
nosotros mismos. Esa expresión tan frecuente, “no puedo”, o bien la otra equivalente, “debo”,
indica precisamente que no experimentamos lo moral como algo que nosotros hacemos y
deshacemos a placer. Sería todo muy sencillo si el bien moral coincidiera con nuestro querer o con
nuestro sentir: “decido o siento que esto está bien, y por lo tanto está bien”. No es así. Al contrario,
cuántas veces me gustaría hacer algo, y me gustaría que fuera bueno para poder hacerlo con
tranquilidad de conciencia... Y por más que intento persuadirme de ello... “no puedo”.

Da la impresión de que en nuestro interior, en nuestra razón moral, resuena una voz que no
podemos manejar a nuestro antojo. Es lo que llamamos, precisamente, “la voz de la conciencia”.
Este fenómeno nos introduce en un tema que es central en la visión cristiana de la moral: la vida
moral consiste en la respuesta a una llamada de Dios.

Vamos a ver que esta especie de “intuición” de una voz que nos llama en la conciencia, responde
plenamente a la visión que la Sagrada Escritura nos da de la moral.

a) La moral como llamada divina, en el A.T.

El texto central de la moral del pueblo de Israel lo encontramos en Deuteronomio, 4, 32-40. Los
capítulos 4-7 de ese libro exponen con vigor los “preceptos y normas” dados por Moisés al pueblo
en nombre de Dios. Pero lo fundamental no son los diversos preceptos. Lo principal, lo que da
inicio y sentido a todo, es el amor operante de Dios en relación con su pueblo escogido. Por eso,
Moisés pone antes sus ojos las grandiosas obras de Yahveh:

“¿Algún dios intentó jamás venir a buscarse una nación de en medio de otra nación por medio de
pruebas, señales, prodigios y guerra, con mano fuerte y tenso brazo, por grandes terrores, como
todo lo que Yahveh vuestro Dios hizo con vosotros, a vuestros mismos ojos, en Egipto?” (Dt 4, 34).

Esa actuación prodigiosa de Dios es expresión de su amor:

“Porque amó a tus padres y eligió a su descendencia después de ellos, te sacó de Egipto
personalmente con su gran fuerza” (v. 37).
Dios ha tomado la iniciativa, por puro amor, pidiendo al pueblo que le responda con su fidelidad a
la Alianza establecida con él después de liberarlo de la esclavitud que padecía en Egipto. Esa
respuesta del pueblo consistirá sobre todo en el reconocimiento de Yahveh como único Dios:

“A ti se te ha dado a ver todo esto, para que sepas que Yahveh es el verdadero Dios y que no hay
otro fuera de él” (v. 35).

“Reconoce, pues, hoy y medita en tu corazón que Yahveh es el único Dios allá arriba en el cielo y
aquí abajo en la tierra; no hay otro” (v. 39).

“Escucha Israel. Yahveh nuestro Dios es el único Yahveh. Amarás a Yahveh tu Dios con todo tu
corazón, con toda tu alma y con toda tu fuerza” (6, 4-5).

Se trata de la llamada “cláusula fundamental” de la moral del pueblo de Israel. De ella deriva una
serie de “cláusulas particulares”, normas, preceptos, indicaciones, que configuran la vida moral del
pueblo:
“Guarda los preceptos y los mandamientos que yo te prescribo hoy, para que seas feliz, tú y tus
hijos después de ti” (4, 40).

Esta idea central del amor de correspondencia a Dios por su amor liberador, que debe traducirse en
la fidelidad a todos los preceptos, constituye el pórtico y la base misma del llamado “código
deuteronómico” (caps. 12-26) en el que se exponen con detalle todas las reglas que han de regir al
pueblo. Reglas sobre el culto y los sacrificios, contra la idolatría, sobre el diezmo anual, el año
sabático, el trato de los esclavos, el comportamiento con los homicidas, el modo de vestir de
hombre y mujeres, el adulterio y la fornicación, el divorcio, etc., etc.

La moral del pueblo escogido es, pues, una moral eminentemente religiosa, enraizada en la
iniciativa del amor de Dios. Es una moral “dialogal”, que tiene su fulcro en la correspondencia a su
amor. Es una moral que consiste en una respuesta a la llamada que Dios hace a su pueblo al sacarlo
de Egipto, ayudarle en todas sus necesidades y establecer con él una Alianza:

“A Yahveh vuestro Dios seguiréis y a él temeréis, guardaréis sus mandamientos y escucharéis su


voz, a él serviréis y viviréis unidos a él” (Dt 13, 5)

Esta característica dialogal de la moral atraviesa todo el A.T. En todas sus páginas vemos a un Dios
que habla con su pueblo, le llama, le exige, le guía y le reprende. A veces habla directamente, sobre
todo dirigiéndose a alguno de sus elegidos: Moisés, los jueces, el rey David, etc. Otras veces llama
al pueblo a través de los acontecimientos: las serpientes venenosas del desierto o el destierro a
Babilonia. Frecuentemente, a través de sus enviados: los profetas, los sacerdotes, los sabios; ellos
hablan en nombre de Dios y a través de ellos Dios les llama al arrepentimiento, a la santidad, a la
justicia, a la fidelidad...

b) La moral como llamada, en el N.T.

En el Nuevo Testamento se acentúa todavía más ese carácter dialogal de la moral. En tiempo de
Jesús los fariseos habían deformado la religión y la moral, precisamente porque habían perdido su
sentido de relación de amor y de respuesta fiel al amor de Dios. Habían reducido la religión y la
moral a un mezquino legalismo. Lo que contaba era cumplir al pie de la letra las más mínimas
prescripciones; su cumplimiento otorgaba automáticamente la justificación.

Y de nuevo, todo parte de la iniciativa amorosa de Dios, que manda a su propio Hijo para la
salvación del mundo. Ahora no hablará al pueblo solamente con hechos o a través de sus enviados.
Ahora será el mismo Dios quien llame directamente al pueblo, y a todo hombre, a la salvación. Es
el Verbo de Dios quien habla.

Jesús recalcará el sentido dialogal de la religión y la moral al contraponer su mensaje a la “justicia


de los escribas y fariseos” (Mt 5, 20). Su mensaje moral se centra en el cumplimiento de la
voluntad del Padre, y en la invitación a seguirle e imitarle a él. La suya es una llamada radical y
renovadora, que pide una respuesta radical: la búsqueda de una perfección orientada por la
perfección de su Padre celestial, y la donación total, hasta cargar con la cruz, como él.

San Pablo destaca también la iniciativa divina en la vida del cristiano. Cristo murió por nosotros. Y
nos llama a una vida nueva desde la fuente del bautismo (Cf. Rm 6, 4). Es una llamada a la
identificación con Cristo y a su imitación (Cf. Ef 5, 1). En este sentido es muy significativo el típico
esquema de algunas de sus cartas: a una parte de índole “indicativa” sigue otra de carácter
“imperativo”. Los deberes morales son respuesta al amor que Dios demuestra con los hechos de la
salvación.

Es la misma realidad presentada con fuerza incomparable por el apóstol Juan: “El nos amó
primero” (1Jn 4, 19). La vida moral, centrada en el mandamiento del amor, es ante todo respuesta al
amor primordial de Dios: “si Dios nos amó de esta manera, también nosotros debemos amarnos
unos a otros” (1Jn 4, 11).

La vida moral del hombre no es, pues, un sucederse de automatismos obligantes reducidos a normas
y leyes; tampoco es puro capricho subjetivo. La experiencia moral normal y cotidiana, la
experiencia de ese “no puedo” o “debo”, corresponde en el fondo a la realidad misma de la moral
como respuesta a una llamada de Dios, percibida a través de la conciencia -ese instrumento
otorgado a cada uno por el Creador- o también a través de su Revelación. Como Adán y Eva, cada
ser humano tiene ante sí el árbol de la ciencia del bien y del mal. Pero no ha sido él quien plantó ese
árbol; ni es él quien decide lo que es bueno o malo. Cada hombre y mujer responde, al seguir su
conciencia, a aquél que le dijo: “de ese árbol no comerás”. Y se lo dijo mientras le ofrecía, por puro
y gratuito amor, todo un paraíso.

Lecturas complementarias

CEC 1730-1748; 1853


VS 6-24
EV 70, 71, 95,101
LG 2-4, 13

Autoevaluación

1. ¿Cómo se puede definir un valor?


2. ¿Qué es el valor moral?
3. ¿En qué sentido los valores tienen una dimensión objetiva y otra subjetiva al mismo tiempo?
4. ¿El hecho de que a algunos les atraigan ciertos valores y a otros no, no demuestra que los valores
son puramente subjetivos?
5. ¿Qué es lo que afirmamos al decir que una persona es buena, sabiendo que quizás tenga pocas
cualidades o sea “mala” para muchas cosas (para el deporte, para cocinar, para el estudio, etc.)? ¿Y
cuando afirmamos que una persona es mala, conscientes de que quizás posea muchas cualidades y
sobresalga en varios aspectos?
6. ¿Por qué el valor moral es el valor más importante y el que define más profundamente a las
Personas?
7. Dios nos presenta la moral en el Antiguo y el Nuevo Testamento como una llamada a vivir según
la dignidad de hijos suyos. Ésta es sólo la primera parte de la moral. ¿Cuál es la segunda parte o la
otra cara de la moneda?

La Estructura Antropológica de la Moralidad

Enfoque

Vista la realidad de la experiencia moral y su comprensión cristiana como respuesta a una llamada
de Dios creador y redentor, conviene que analicemos los elementos estructurales de esa experiencia
y de esa realidad que llamamos “moral”.

Ante todo consideraremos al “sujeto de la experiencia moral”, es decir la persona humana.


Trataremos de descifrar por qué y cómo la persona experimenta la dimensión de la moralidad [1].

Veremos luego que la realidad moral se refiere a los actos humanos, pero que éstos no deben ser
concebidos como unidades aisladas, sino que en ellos se expresa el sujeto personal en su totalidad,
según una opción fundamental y de acuerdo con sus diversas y múltiples actitudes. Y veremos que
hay también una dimensión moral en aquella y en éstas [2].

Finalmente nos detendremos en la consideración de los llamados “factores de la moralidad”.


Estudiaremos la relación que existe entre el objeto, el fin y las circunstancias, en la composición de
la moralidad del actuar humano [3].

1. El sujeto de la experiencia moral

a) Diversas explicaciones de la experiencia moral

Sabemos que ha habido y hay muy diversas explicaciones de esa singular experiencia moral que
todo ser humano hace en su vida de todos los días. Para unos se trata simplemente de una
concatenación de condicionamientos sociales y culturales que imponen al individuo la idea del bien
y del mal (Sociologismo). Para otros, la explicación está en la función del Super-Ego sobre el
consciente y el subconsciente del individuo (Psicoanálisis). Según otros, se trata de una super-
estructura que surge de y expresa la estructura fundamental de toda la realidad humana, que es el
juego de relaciones existente entre el trabajo y los medios de producción (Marxismo). Otros
reducen toda la experiencia moral a expresiones lingüísticas de reacciones emotivas; “bien” y “mal”
son equivalentes a exclamaciones emotivas: “oh!”, “ah!” (Positivismo lingüístico). Y podríamos
seguir con un largo etcétera.

No es este el lugar para entrar en un análisis detallado de esas diversas teorías. Digamos
simplemente que cada una intenta una explicación unilateral y parcial de un fenómeno demasiado
complejo y profundo como para reducirlo a un factor relativo, convirtiéndolo arbitrariamente en
absoluto. Ciertamente, no podemos decir que comprendemos cabal y totalmente el fenómeno de la
experiencia moral, su por qué, su estructura y su dinamismo. Pero creo que podemos acercarnos a
su comprensión si nos referimos a la realidad global de la persona humana, sin reducirla a
cualquiera de los elementos que componen ese misterioso y complejo ser que habla de sí mismo
diciendo: “Yo”.

b) El sujeto humano como sujeto moral

Si se tratara solamente de un ser corporal, reducido al espacio y al tiempo, no se daría en el hombre


la experiencia moral, que trasciende esas coordenadas. Pero la persona es también un ser espiritual
y trascendente. Cuerpo y espíritu forman en ella una sola realidad. En función de su dimensión
espiritual, el hombre está dotado de la capacidad de entender el ser de las cosas, y de sí mismo. Su
razón hace también que el hombre sea consciente de sí mismo, autoconsciente. Y en esa
autoconsciencia se capta a sí mismo como ser finito, contingente, un ser entre los seres, un ser que
tiene ya un modo de ser que le es propio y que no se ha dado él a sí mismo.

Por la misma dimensión espiritual, la persona está dotada también de la capacidad de querer, y de
querer con una voluntad que no se encuentra determinada en sus actos, una voluntad libre. Su
libertad le hace “autor” de sus propios actos y de las consecuencias queridas de los mismos. Por
ello, aunque existe con un modo de ser no elegido, él elige en cierta manera su modo de ser. No se
trata de un mero juego de palabras. Por su libre voluntad el hombre se va haciendo a sí mismo con
cada una de sus decisiones; sobre todo con aquellas que marcan hondamente su futuro, pero
también con las libres decisiones de cada día.

Por otra parte, el hombre es un ser temporal, histórico. Un ser “in fieri”, nunca completamente
realizado. El se capta a sí mismo como tarea para sí mismo. Por su libertad es responsable de
realizarse a sí mismo en el tiempo. Pero esa realización no se le presenta como un horizonte
totalmente arbitrario. Su razón, en cuanto “razón especulativa”, le hace comprender lo que es; y en
cuanto “razón práctica” le ayuda a entender lo que debe ser, y en consecuencia, lo que debe hacer.
En el fondo, capta que debe hacer libremente aquello que es conforme a su propio ser y evitar
aquello que lo contradice.

Este conjunto de elementos, estrechamente y vitalmente relacionados en la subjetividad del


individuo humano, le lleva a experimentar el bien y el mal, aquello que es conforme o contrario a su
ser de persona humana; y a experimentar la relación de su voluntad libre con ese bien o mal
presentado por su propia razón. Ve el bien/mal y puede querer el bien/mal. Es libre de hacer el bien
o el mal, pero no es libre de hacer que lo que ve como bueno sea malo, y viceversa.

Pero es necesario recordar, además, que la persona humana es un ser relacional. No está sola, ni se
realiza a sí mismo aislada de los demás. De algún modo, la relación a los otros, y al mismo Otro
Absoluto, le definen esencialmente en cuanto persona. Por ello, su experiencia del bien y del mal,
de la relación de su libertad con lo que le presenta su razón, se refiere también a la realidad de las
otras personas y a Dios.

Finalmente, la dimensión espiritual del hombre le constituye como un ser abierto al absoluto. Por su
intelecto, la persona es, como dice S. Tomás, “quodammodo omnia”, abierta potencialmente a toda
la realidad del ser; ve los seres relativos en el horizonte abierto de lo absoluto, captado en la
realidad misma de la existencia de cada ser. Es esta apertura a lo absoluto, esencia del espíritu
humano, lo que hace que experimente también el bien y el mal en relación implícita con la
absolutez del bien, o con el Bien Absoluto, aún cuando no sepa que ese Absoluto es un Ser Personal
a quien llamamos Dios. De ahí ese carácter tan singular de la experiencia moral, vivida
especialmente cuando el sujeto quiere hacer algo pero “no puede”, o quiere no hacerlo pero “debe”.
Como decía arriba, no pretendo dilucidar completamente la compleja, casi misteriosa realidad de la
moralidad como experiencia de la persona humana. Pero creo que la consideración de estos rasgos
esenciales de la antropología nos permiten al menos asomarnos a ella. Desde el punto de vista
teológico, el reconocimiento de esas características antropológicas, apunta hacia el designio de Dios
creador, que, precisamente a través de ellas, llama al hombre a realizarse a sí mismo como ser
moral.

2. Los componentes del dinamismo del obrar humano

Hemos venido hablando frecuentemente de “acto voluntario” o “acto libre” para referirnos a
aquellos actos en los que el sujeto percibe y realiza la dimensión de la moralidad. Decíamos en el
capítulo anterior que la experiencia de la moralidad es la experiencia de un valor, el valor moral,
que es el que determina el valor de la persona en cuanto tal, es decir, en cuanto autora de sí misma a
través de sus actos libres. Esos actos libres son llamados técnicamente “actos humanos”.

Pero, si consideramos a la persona en su unidad y totalidad, comprendemos que su obrar no se


restringe a una serie de actos puntuales y como aislados los unos de los otros. Tenemos, pues que
estudiar también los otros componentes del dinamismo del obrar humano completo, es decir la
llamada “Opción fundamental”, las actitudes y los hábitos humanos.

a) Los actos humanos

Llamamos “acto humano” a aquella acción realizada por un sujeto humano en cuanto humano, es
decir en cuanto ser consciente y libre. Son actos humanos todos aquellos que son realizados
consciente y libremente. A los actos realizados por un individuo humano pero sin libertad, los
llamamos “actos del hombre”. Entre éstos podemos recordar todos los actos fisiológicos, reflejos,
meramente instintivos, como también todos aquellos de los que el sujeto es consciente pero que no
dependen realmente de su libre voluntad. De éstos, la persona no es verdaderamente responsable, en
cuanto que no es su “causa”, no nacen del querer libre de su Yo. De los otros, de los actos humanos,
el sujeto es plenamente responsable.

Los actos humanos pueden ser clasificados según diversos criterios. Esta clasificación nos ayudará a
comprender mejor su compleja realidad.

Por una parte, los actos humanos pueden ser internos o externos. Odiar, amar, pensar en cómo hacer
algo, etc. son actos que no salen del interior de la persona, actos solamente internos, pero
verdaderos actos humanos, en los que puede haber una moralidad (no es lo mismo odiar que amar).
El acto externo es siempre la realización exterior de algún acto interno, sobre todo del acto mismo
del querer.

Podemos distinguir también entre el acto voluntario directo y el voluntario indirecto. El primero
designa una acción en la que el sujeto quiere directamente la realización de un determinado efecto.
El segundo se refiere a aquellos actos en los que la persona entrevé un efecto secundario, indirecto,
de una acción que quiere realizar en vista de otro objetivo directamente querido.

El acto humano puede ser también “de acción” o “de omisión”. En el primer caso el sujeto realiza
algo, en el segundo deja de realizar algo. También la omisión puede tener una connotación moral
muy precisa. Omitir no es simplemente no hacer, sino optar voluntariamente por no hacer algo; algo
que quizás se veía como un deber. Hay en ella un verdadero acto de voluntad, y por ello una
moralidad.

Otra distinción importante es la del acto voluntario “in se” y el voluntario “in causa”. El primero
consiste en una acción en la que el sujeto tiene por objeto voluntario aquello mismo que realiza, por
ejemplo, matar a un individuo. El segundo, en cambio, se refiere a un comportamiento en el que el
sujeto quiere algo que puede ser la causa de un efecto no querido en sí, pero aceptado al poner su
posible causa. Es el caso, por ejemplo, de quien sabe que si se emborracha y maneja un vehículo en
esas condiciones puede provocar un accidente, quizás mortal. En la medida en que es consciente de
esa posibilidad y la acepta, en esa medida es moralmente responsable del accidente y de sus
consecuencias.

Finalmente, podemos clasificar los actos voluntarios según la colocación temporal del querer. El
voluntario actual designa un querer presente, actual, como son los actos voluntarios ordinarios. Pero
a veces el sujeto actúa de un determinado modo, no tanto porque realice ahora un acto de voluntad
preciso, sino más bien a causa, en virtud de un acto de volición anterior. Aquel acto de voluntad
sigue operando ahora con su fuerza (“virtus”) en el operar del individuo. Este acto es llamado
voluntario virtual. En ocasiones se da también un acto voluntario habitual, es decir, se actúa
simplemente en función de un acto de volición pasado y nunca rechazado.

b) La Opción fundamental

Esta última clasificación nos abre la puerta a la consideración de una dimensión importante de la
moralidad del sujeto humano.

Sin quitar nada del mérito de los tratados clásicos De actibus humanibus, hay que anotar que se
daba en ellos una visión “atomizada” del actuar humano y por tanto también de la moral. La
consideración reciente de la llamada “Opción fundamental” ha servido para comprender mejor la
profunda unidad del sujeto moral y de la vida moral. Ayuda a ver que los diversos actos de un
individuo no son fenómenos aislados e inconexos, delimitados en su realidad puntual, sino que son
expresión, realización y proyección de un sujeto moral único que camina en el tiempo actuando
según una postura volitiva de fondo, estable, correspondiente a su “opción fundamental”.

Aunque la tematización de esta dimensión de la moral haya sido reciente, la realidad misma está
plenamente presente en la visión de la moral presentada por la Sagrada Escritura. Hemos recordado
en el capítulo anterior cómo la moral de Israel se centra en la llamada “cláusula fundamental”,
fulcro de la Afianza entre Yahveh y su pueblo: creer, aceptar, amar, obedecer a Dios y sólo a Él.
Todos los demás mandamientos, o “cláusulas particulares”, se basan en él, lo expresan y lo realizan
en la vida concreta de cada día.

Del mismo modo, Jesucristo hace una llamada “totalizante”, significada en la categoría de la
“sequela”: seguirle a él, imitarle, y de ese modo vivir en la fidelidad a la voluntad del Padre. Las
parábolas del tesoro escondido y de la perla preciosa subrayan esa “totalización” de la invitación de
Jesús a quienes quieren pertenecer al Reino de Dios.

También S. Pablo presenta la vida del cristiano como algo totalizante, en el que todo expresa el
núcleo fundamental de su opción por Cristo. Ese núcleo es la obediencia de la fe (cf. Rm 16, 26).
“Esa fe, que actúa por la caridad (cf. Ga 5, 6), proviene de lo más íntimo del hombre, de su
“corazón” (cf. Rm 10, 10), y desde aquí viene llamada a fructificar en las obras (cf. Mt 12, 33-35;
Lc 6, 43-45; Rm 8, 5-8; Ga 5, 22)” .

La psicología moderna nos ayuda a comprender que, efectivamente, la persona humana es un sujeto
único y unitario en el que se da una orientación de fondo, fundamental, que marca la dirección, el
sentido, a los actos y decisiones que va realizando particularmente a lo largo de los días. El
individuo tiene una concepción de la vida, de sí mismo, de lo que quiere ser y hacer... Esa dirección
vectorial de su vida se encarna y refleja luego en toda su personalidad y en sus actos; configura su
emotividad y guía sus decisiones libres; marca la orientación de su existencia.

Normalmente, según parece, la opción fundamental se configura de modo casi implícito a partir de
voliciones particulares en las que va optando en su interior por el bien o el mal, la generosidad o el
egoísmo, Dios o su propio ego... Va haciendo su opción de fondo, y con ella se va haciendo a sí
mismo. Hay que tener en cuenta que, de algún modo, toda decisión particular es, además de la
decisión por algo, una decisión por sí mismo: si decido perdonar, decido ser uno que ha perdonado;
si decido vengarme, decido también ser uno que se ha vengado.

La opción fundamental es una realidad relativamente estable por su propia naturaleza, pero puede
sufrir variaciones, en cuanto que el hombre es un ser temporal e histórico. Puede haber momentos
“vértice” en la configuración de la propia opción fundamental; puede haber también cambios
radicales y rápidos en la propia opción, como puede ser una conversión repentina y profunda. Pero
lo más normal es que se dé una línea de continuidad.

Ahora bien, la opción fundamental no “determina” de modo absoluto el actuar humano. Es una
orientación de fondo que “guía” los comportamientos del sujeto, pero sin eliminar su libertad para
elegir y hacer algo que va en sintonía con ella o, al contrario, se opone a ella y la desdice. A través
de sus diversas decisiones particulares, el hombre puede reforzar su opción fundamental, como
puede también afinarla y especificarla ulteriormente; pero puede también modificarla poco a poco,
hasta llegar incluso a cambiarla del todo. Algo así como quien va al timón de una barca orientada
hacia el puerto, pero a base de pequeños golpes de timón la desvía hasta dirigirla hacia un punto
totalmente diverso.

Estas consideraciones nos pueden ayudar a discernir críticamente algunas teorizaciones un tanto
extremas de la opción fundamental.

Por una parte, no la debemos reducir a una mera “opción trascendental” atemática y primordial.
Como hemos visto, la opción fundamental cristaliza normalmente a partir de decisiones particulares
en las cuales y a través de las cuales el sujeto va decidiendo sobre sí mismo. En este sentido,
podemos hablar plenamente de una “moralidad de la opción fundamental”. Es decir, que la opción
fundamental no es solamente una “estructura” de la moralidad, sino que puede ser también objeto
de la responsabilidad decisional del hombre. Dicho con otras palabras, puedo ser responsable de mi
propia orientación vital de fondo, por el bien o por el mal. No obstante los múltiples
condicionamientos a los que me he encontrado sometido, quizás fui yo quien eligió libremente esa
dirección de fondo que he dado a mi vida; y en ese sentido soy moralmente responsable de ella; así
como soy responsable de mantenerla o cambiarla, al darme cuenta, quizás, de su bondad o maldad
moral.

Por otra parte, no debemos separar radicalmente la opción fundamental y los actos particulares
realizados por la persona. He subrayado la continuidad entre unos y otros en nuestra experiencia
real de todos los días. Por ello mismo, la persona entera puede expresar su adhesión al bien o el mal,
tal como le es presentado por su propia razón, en cada acto humano particular. Como decía, esos
actos particulares puede expresar coherentemente su opción fundamental, o puede contradecirla,
incluso radicalmente. El hecho de que su opción fundamental no cambie, no significa que ese acto
humano particular no esté connotado moralmente, incluso de modo radical, en cuanto expresa una
decisión plenamente libre por el bien o el mal visto por la conciencia, y experimentado con ese
carácter de absolutez moral visto al hablar de la experiencia moral.
c) Las actitudes

Hay una tercera dimensión, además de los actos y de la opción fundamental, en el actuar moral de la
persona: sus actitudes. Una dimensión poco considerada, pero importante, tanto para el análisis
como para la vida moral.

El término actitud designa una “postura” física o, de modo figurado, una postura anímica; es una
disposición de ánimo en relación con alguna realidad. Podemos identificar en una persona múltiples
actitudes, de acuerdo con las múltiples relaciones que ella tiene con diversas realidades. Solemos
hablar en castellano de “actitud ante...”. Es el modo de situarse anímicamente ante algo. Ante una
persona, un grupo, una nación, etc. Actitud ante el dolor o el amor, ante el estudio, ante el
sacerdocio, ante la amistad, ante Dios, ante la materia de moral, etc. etc.

Las actitudes tienen cierto carácter de estabilidad, aunque pueden y suelen ser modificadas mucho
más fácilmente que la opción fundamental. De algún modo, las actitudes expresan la opción
fundamental, concretando aquella “postura fundamental ante el todo”, en posturas concretas ante
realidades particulares. Por otra parte, ellas influyen directamente en los actos individuales de la
persona. Así como la opción fundamental orienta en general el comportamiento del individuo, las
actitudes provocan la tendencia a actuar de un modo específico. De hecho, solemos comprender las
actitudes de los demás precisamente a través de sus actos, sobre todo cuando se repiten en una
misma dirección, denotando la postura del individuo ante determinada realidad. Según cómo se
porte una persona en relación con otra, o cuando entra en una Iglesia, etc. comprendemos su actitud
ante esa persona, o ante Dios...

Naturalmente, en buena parte las actitudes se deben a “ingredientes” que no dependen de la libertad
del sujeto, como su temperamento, su educación, circunstancias contingentes, experiencias positivas
o negativas... Pero, al menos en algunas ocasiones, las actitudes que uno tiene ante alguien o algo,
pueden depender de su propio querer libre. Y en este sentido, el sujeto puede ser responsable de sus
propias actitudes. Desde el momento que en su conciencia se da cuenta de que una determinada
actitud es negativa o positiva (actitud de desprecio, odio, rechazo, envidia, etc.; o al contrario, de
acogida, benevolencia, amor, etc.), y en la medida en que esa actitud depende de él, la actitud en
cuestión tiene una connotación moral.

Teniendo en cuenta que las actitudes pueden ser positivas o negativas (también desde el punto de
vista moral), que en parte pueden depender del sujeto, y que pueden ser por éste libremente
orientadas e incluso modificadas, comprendemos que entran en el campo de la propia
responsabilidad moral y deben ser consideradas al analizar el comportamiento ético de la persona,
así como al plantearse el problema de su educación.

d) Los hábitos humanos

El dinamismo real del obrar humano incluye también el fenómeno de los hábitos. Proveniente del
vocablo latino “habitus” del verbo habere, el hábito indica, de modo genérico, algo que se tiene por
adquisición. Se trata de una disposición estable que afecta a alguna de las facultades de la persona,
facilitando su ejercicio en un determinado tipo de actuación. Es sobre todo la repetición de
determinados actos lo que hace que la facultad que entra en juego en ellos vaya adquiriendo una
especie de “memoria” dinámica que la potencia en su capacidad de realizar en el futuro esos
mismos actos.

Los hábitos pueden afectar tanto a las facultades sensitivas como al intelecto y a la voluntad.
Cuando uno está aprendiendo a manejar, le parece casi imposible poder coordinar los movimientos
de los pies y las manos para cambiar de velocidad, mantener la dirección con el volante, etc.
Después de un tiempo de práctica, le sale ya casi sin darse cuenta, mientras habla con quien viaja a
su lado. Ha adquirido un hábito que le facilita la ejecución de una serie de operaciones. Cuando un
alumno se dedica con intensidad al estudio de las matemáticas forma un hábito que le permite
analizar los problemas con agilidad y exactitud, mientras quizá le cueste enormemente expresarse
con soltura, como hace su amigo que estudió humanidades clásicas, y a quien las matemáticas le
parecen un misterio. No se trata de que uno se vuelva más inteligente, ni de que simplemente ha
adquirido nuevos conocimientos. Se trata de que, por así decir, su facultad intelectiva “ha
aprendido” a operar de cierto modo en cierto tipo de actos.

El hábito puede designar también un determinado comportamiento estable por parte de un


individuo, una costumbre “habitual”. Uno tiene el hábito de silbar por los pasillos, otro ha formado
el hábito de guardar silencio, el otro tiene el hábito de dormir con la ventana abierta...

Se comprende fácilmente que la adquisición, el cambio, el mantenimiento, el potenciamiento... de


los hábitos (tanto en cuanto perfeccionamiento de una facultad como en cuanto costumbre), influye,
a veces decisivamente, en nuestro actuar cotidiano. Por otra parte, igual que sucede con los actos, el
sujeto puede ser la causa, el responsable de sus propios hábitos. Se entiende entonces que hay en
ello una dimensión moral.

Desde el punto de vista objetivo, la moralidad de los hábitos tiene que ver con su contenido mismo,
o con sus consecuencias en el comportamiento del individuo. Dado que los hábitos se forman por
repetición de actos, y que consisten en la facilidad de obrar de un determinado modo, entendemos
que puede haber hábitos en sí moralmente buenos o moralmente malos. No es lo mismo tener el
hábito de decir la verdad que haber formado el hábito de mentir; no es igual el hábito de
autocontrolarse ante las ofensas verbales que el hábito de ofender verbalmente al prójimo. Hay,
pues, hábitos que nos ayudan a obrar el bien y otros que lo dificultan o que incluso facilitan la
realización de actos inmorales. A los primeros los llamamos virtudes, a los segundos vicios.

Desde el punto de vista subjetivo habría que tener en cuenta el índice de responsabilidad que cada
sujeto tiene en la formación y mantenimiento de sus hábitos buenos o malos. A veces se forman por
repetición de actos casi mecánicos, sin que uno se dé cuenta. Otras veces el individuo reitera
conscientemente unos actos que le hacen responsable de los hábitos que fraguan en él. Otras los
forma incluso deliberadamente, como cuando alguien se esfuerza por formar el hábito virtuoso de
hablar bien de los demás; o, al contrario, lucha contra el vicio de criticar. Hay que tener en cuenta
también que frecuentemente un determinado hábito puede llevar al sujeto a actuar de cierta manera
con menor conciencia y voluntad, como por un mecanismo del que no es del todo responsable. La
consideración del hábito que le lleva a actuar así podría ayudar a comprender su menor
responsabilidad moral respecto a un determinado acto. Pero habría que considerar también lo dicho
antes sobre los actos “voluntarios in causa”: quizás esa persona es culpable de haber formado ese
hábito que ahora le lleva a actuar de ese modo.

e) Cuatro expresiones del actuar humano

Acto humano, Opción fundamental, Actitudes, Hábitos. Se trata de cuatro expresiones


complementarias, e íntimamente unidas, del actuar humano. El acto se refiere a cada actuación
puntual y específica; las otras tres se fijan en el sujeto que actúa, en su disposición de fondo o en
sus posturas particulares y transitorias, en los mecanismos que facilitan o dificultan su actuar. Al
final sale a relucir, por una parte, la unidad de la vida moral de la persona; y por otra el hecho de
que, en el fondo, toda la vida moral se refiere, como decíamos antes, al actuar libre, y por ello
responsable, del sujeto.

Podríamos decir que la vida moral es un movimiento dinámico que se articula en dos líneas que
confluyen en el acto humano. Por una parte, la Opción Fundamental establece una dirección en el
sujeto, a partir de la cual éste va formando diversas actitudes ante las diversas realidades, las cuales
le inclinan a actuar de uno u otro modo. Por otra parte, sus facultades y potencias se van
enriqueciendo en su capacidad de actuar según los diversos hábitos, de modo que el sujeto llega a
obrar más fácilmente de uno u otro modo.

Sólo teniendo esto en cuenta podremos evitar reducir la moral a una serie de actos aislados e
inconexos; o, por el lado opuesto, a una vaga “opción trascendente”, desligada de las opciones
reales de cada día.

Los factores de la moralidad

Al hablar del “acto humano” me he referido a él como si fuera una realidad simple. Ahora debemos
adentrarnos en él para considerar que es más bien una realidad compleja y que los elementos que lo
componen deben ser atentamente considerados para su evaluación moral.

En efecto, cuando una persona actúa, su acto tiene siempre un propio objeto intencional; pero
sucede además que el sujeto quiere realizar ese objetivo porque está motivado por un determinado
fin; y, en tercer lugar, actúa siempre en medio de una serie de circunstancias, que pueden connotar
su acción en un sentido o en otro.

Estamos hablando de los tres clásicos “factores de la moralidad”, o “fuentes de la moralidad”. Es


decir, la moralidad positiva o negativa de un acto humano está relacionada, más aún, depende del
objeto, el fin y las circunstancias implicadas en la acción.

Consideramos en primer lugar el último de los factores, que presenta menos problemas teóricos. Las
circunstancias son elementos que configuran externamente la realidad del acto. Nunca se realiza un
acto humano fuera del espacio y del tiempo, y de condiciones que de un modo u otro dan una
coloración moral al mismo. Al considerar una acción podemos preguntarnos: quién, cómo, dónde,
cuándo, con quién, con qué medios, etc. ha actuado.

Algunas circunstancias son moralmente “neutras”, como el hecho de que quien roba lo haga un
lunes o un jueves. Otras, que podemos llamar “moralizantes”, configuran moralmente una acción
que, de no ser por esa circunstancia, no sería ni buena ni mala, como la circunstancia de que quien
escala una montaña (acción en sí a-moral) esté gravemente enfermo del corazón y ponga de ese
modo en peligro su salud. Otras circunstancias son llamadas “especificantes”, en cuanto que definen
la especie de un acto; cuando alguien mata al propio padre, ese homicidio es llamado
específicamente “parricidio”; cuando alguien roba un objeto sagrado, el acto es -además de un
hurto- un “sacrilegio”. Finalmente, algunas circunstancias son “atenuantes o agravantes”, según den
mayor o menor peso moral al bien o mal realizado con un determinado acto; no es lo mismo robar a
un millonario que a una pobre viuda; no es lo mismo herir a otro en un momento de ira
incontrolable provocada por una agresión, que hacerlo con alevosía y premeditación, sin ninguna
provocación por su parte de la víctima.

Pero el problema principal en este punto está en la consideración de los otros dos “factores”, el
objeto y el fin. Y más concretamente, el problema de la importancia moral del objeto y el fin, en la
acción humana. Una visión equilibrada de esa relación nos permitirá evitar tanto el “objetivismo
moral” (lo único que cuenta moralmente es el tipo de acción realizada), como el “subjetivismo
moral” (lo único que cuenta es el fin, la intención del sujeto). En este problema se centra una de las
más agudas discusiones entre los moralistas de hoy; y a él dedicó Juan Pablo II buena parte de sus
reflexiones en su encíclica Veritatis Splendor.
Para entender mejor lo que entendemos por objeto y fin de un acto pongamos un ejemplo sencillo:
un señor está trabajando junto a su mesa, juntando piezas de reloj. Me pregunto, ¿cuál es el fin de su
trabajo, de esas operaciones que realiza con esos materiales? Está claro: hacer un aparato que marca
la hora y que llamamos reloj. Ese es el finis operis, el fin de la obra que realiza. Pero luego me
pregunto: ¿y por qué está haciendo un reloj? ¿Cuál es el fin del relojero? La respuesta podría variar:
ganar dinero, o pasar el rato, o hacer un regalo a un amigo... Pero sé que, aparte del fin de la obra
que él realiza, el relojero mismo tiene algún fin que le mueve a actuar. Ese es el finis operantis, el
fin de quien obra.

El objeto: es aquello que el sujeto quiere realizar con su acto. Podemos decir que el objeto coincide
con el finis operis, aquello a lo que tiende la acción del sujeto, “el fin próximo de una elección
deliberada que determina el acto del querer de la persona que actúa” (VS 78). No nos referimos,
pues, al “objeto” en sentido material, sino al “objetivo”, a lo intencionado por el sujeto que actúa. Si
yo me llevo el portafolios de otro para quedarme con él, el objeto de mi acción no es simplemente
esa pequeña maletita y lo que contiene; el objeto es la apropiación de la misma por parte mía, sin el
consentimiento de su dueño actual; es decir, robarme el portafolios y lo que contiene.

El fin: es el motivo en vista del cual el sujeto quiere realizar el acto. Se trata del finis operantis. El
relojero hace relojes para ganar dinero, o quizás para pasar el tiempo... Yo me apropio del
portafolios del otro para quedarme con el dinero que lleva dentro, o quizás para ayudar con él a los
pobres...

Ahora bien, ¿cuál de los dos factores, fin y objeto, determina la moralidad del acto humano? Si
ambos, ¿en qué modo y medida lo hacen uno y otro? En ocasiones, fin y objeto coinciden en la
intencionalidad del sujeto: quiere robar para quedarse con el dinero del otro. En esos casos, bastará
analizar moralmente el objeto de la acción para comprender la moralidad de la acción misma y del
sujeto.

Pero a veces fin y objeto no coinciden: el sujeto roba con la finalidad de ayudar a los pobres, por
ejemplo. Esta dicotomía entre objeto y fin es frecuente, en cuanto que la persona humana suele
tener o poner fines correctos y hasta nobles en el horizonte de sus actos. Son pocos los que quieren
el mal sin justificarlo con una “buena intención”. La mujer que piensa en el aborto dice que es para
que no sufra la pobre creatura, o por el bien de los hijos que ya tiene; el terrorista pone una bomba
en un mercado lleno de gente porque con ello pretende colaborar con la noble causa de su grupo en
lucha....

Como en una especie de reacción pendular contra el objetivismo moral del pasado, bastantes
autores subrayan hoy tanto la importancia de la intención o fin del sujeto, que llegan a eliminar casi
por completo la consideración del objeto de los actos como un componente de la moralidad del
acto, cayendo de ese modo en un subjetivismo tan pernicioso como su extremo contrario. En la VS,
el Papa pone en guardia contra esta tendencia, denunciando vigorosamente las corrientes morales
que se agrupan bajo la denominación de “teleologismo”.

Según esa visión, la moral de un acto humano no depende tanto su objeto cuanto del fin (telos) que
persigue el sujeto. En esa consideración, lo que cuenta es la evaluación de las consecuencias
positivas o negativas del acto (“consecuencialismo”); algunos subrayan la necesidad de que las
consecuencias positivas sean proporcionalmente mayores que las negativas para que el acto sea
correcto (“proporcionalismo”). El objeto del acto no posee en sí ninguna connotación moral, sino
que se refiere a lo que algunos autores llaman “bienes pre-morales”. Es precisamente la
consideración de los bienes o males pre-morales puestos por el acto lo que determina la moralidad
de la intención o fin del sujeto, y por tanto del acto mismo.
No podemos ahora detenernos a describir y analizar cabalmente estas corrientes. Nos interesa
solamente anotar que no es correcto despojar al objeto del acto humano de su connotación moral.
Hay una moralidad, positiva o negativa, en los objetos de ciertas acciones, como el matar a un
inocente, el ayudar al necesitado, etc. La moralidad del acto, en sentido estricto, se da en la acción
misma (si no hay acto humano no hay moralidad), pero la acción está ya connotada moralmente por
su propio objeto, además del fin por el que el sujeto la realiza.

Ciertamente, no es nada fácil definir cuál es exactamente el “peso” del fin y del objeto en la
cualificación moral de un acto. Ya S. Tomás parece encontrar cierta dificultad para mantener el
equilibrio entre esos dos componentes de la acción. En la cuestión 18 de la I-I de la Summa, afirma
primero que “la primera bondad de un acto moral proviene del objeto” (art. 2); luego declara que
dado que el fin es causa de las acciones, “las acciones humanas... tienen razón de bondad que
procede del fin del cual dependen, además de la bondad absoluta que hay en ella” (art. 4). Después
profundiza en la relación entre ambos, distinguiendo el acto interior voluntario, cuyo objeto es
propiamente el fin, del acto externo, que recibe su especie del propio objeto. Pero, dado que “los
actos externos solamente tienen razón de moralidad en cuanto son voluntarios”... “la especie de un
acto se considera formalmente según el fin y materialmente según el objeto del acto exterior” (art.
6).

Ahora bien, hay que recordar que la moralidad de un acto humano reside en la adhesión libre de la
voluntad al bien/mal percibido por la razón : “En los actos humanos el bien y el mal se dicen en
relación a la razón” . Por lo tanto hay que ver que cada uno de los tres “factores de la moralidad” se
encuentra en una relación directa con la razón, y que por ello ésta puede ver conforme o contraria a
sí misma, razonable o irrazonable (moral o inmoral), tanto el fin como el objeto de la acción,
teniendo en cuenta las circunstancias que la rodean. Si mi razón me presenta un fin determinado
como contrario a ella y yo de todas formas lo quiero, mi voluntad se adhiere libremente al mal que
me presenta la razón; e igualmente sucede si la razón me presenta como contrario a ella el objeto de
la acción, aunque yo lo considere sólo como medio para lograr un fin bueno: querer ese medio
(objeto de la acción) significa querer el mal identificado en él por mi razón.

En realidad, aunque nosotros los separamos mentalmente para analizarlos, los tres “factores de la
moralidad” están intrínsecamente ligados en cada acto humano real. Como un autor señala,
podemos hablar de un “objeto global” del acto humano, que incluye los tres “factores”. Es decir,
cuando decido realizar un determinado acto, mi voluntad quiere todo lo que está implicado en él,
según me es presentado por la razón: quiero esto, por ese fin, en estas circunstancias. La moralidad
del acto proviene de la interrelación de esos tres elementos en su relación con la razón y en cuanto
queridos por la voluntad libre.

Esa es la razón de fondo del dicho clásico: “bonum ex integra causa, malum ex quocumque
defectu”. Un acto humano es bueno cuando la voluntad se adhiere al bien y solamente al bien que la
razón le presenta en su comprensión del “objeto global”; la acción es mala cuando la voluntad se
adhiere al mal que la razón ve en uno cualquiera de los tres elementos o factores que la componen.

Es también esa la fundamentación de otro aforismo clásico: El fin no justifica los medios. No los
justifica, en sentido moral, porque, aunque la voluntad se adhiera al bien visto en el fin, el medio
-objeto de la acción concreta- es igualmente querido; y por lo tanto, si la razón comprende que el
medio es en sí inmoral y el sujeto lo quiere, aunque sea sólo como medio para el fin bueno, la
voluntad del sujeto se adhiere a ese mal .

Diversa es la actuación del principio del doble efecto. Hay situaciones en las que el sujeto tiene que
actuar en vista de un fin bueno e importante, utilizando un medio bueno o indiferente, pero con la
conciencia de que de su acción se seguirá también un efecto colateral y secundario que en sí es
negativo, y que debería ser evitado si se pudiera. Es el caso, por ejemplo, de un médico que, para
salvar la vida de una mujer (fin bueno e importante) se ve obligado a extirparle los ovarios,
dejándola de este modo estéril (efecto negativo).

Para ayudar a discernir correctamente en esos casos, se ofrecen algunas condiciones, sin las cuales
no se puede decir que el sujeto no ha querido el efecto negativo de su acción. En primer lugar, el
efecto negativo no debe ser el medio para lograr el fin, por lo que hemos dicho hace un momento: el
medio es querido efectivamente por el sujeto, en cuanto medio. En segundo lugar, el efecto negativo
no debe ser querido, sino solamente “tolerado”; es decir, el efecto no se deberá a la intención del
sujeto, sino que sucederá “contra su voluntad”. En tercer lugar, se debe constatar que no exista un
modo alternativo para lograr el mismo fin evitando el efecto secundario. Si existiera esa posibilidad
y el sujeto optara por la acción que provoca el efecto secundario, significaría que el sujeto
realmente lo quiere. En cuarto lugar, debe haber una proporción aceptable entre el fin bueno que se
persigue y el daño provocado por el efecto colateral.

En el fondo, la acción realizada de acuerdo con este principio es moralmente aceptable porque en la
voluntad del sujeto hay solamente adhesión al bien visto en el fin; el mal del efecto secundario es
solamente tolerado, en cuanto no se puede evitar sin provocar la pérdida del fin, cuya importancia
se supone justifica ese efecto negativo, como en el ejemplo de la consecuencia de una situación de
esterilidad para salvar la vida de la enferma.

Otro problema muy actual, estrechamente ligado a nuestro tema, es el de la existencia de actos
intrínsecamente malos y de normas morales absolutas.

Los autores que siguen el consecuencialismo la niegan firmemente. Si la moral de los actos no
depende en nada de su objeto, sino solamente de las intenciones del sujeto en vista de las
consecuencias positivas y negativas de su acción, está claro que no podemos hablar de “actos
intrínsecamente malos”. Cualquier acto, aun aquél que en principio nos pueda parecer más
gravemente inmoral, podría ser bueno en un determinado caso, de acuerdo con las buenas
intenciones del sujeto y teniendo en cuenta las consecuencias buenas del acto previstas por él antes
de actuar. Por ello, tampoco podemos hablar de “normas absolutas”; en todo caso se aceptará la
existencia de normas más o menos universales, válidas “ut in pluribus”, pero no necesariamente en
toda ocasión.

Pero, como he recordado arriba, el objeto propio de un acto es lo primero que lo especifica
moralmente; porque el objeto se encuentra en una relación directa propia con la razón moral, de
modo que ésta lo ve como bueno o malo en sí, independientemente de la intención del sujeto y de
las consecuencias previsibles. Ahora bien, si hay actos que tienen como objeto propio algo que va
directa e intrínsecamente contra el bien de la persona humana (de quien actúa o de otra), esos actos
serán intrínsecamente malos desde el punto de vista moral. Y las normas que los prohíben
moralmente serán normas morales absolutas, es decir, no relativas a la situación, la intención del
sujeto, las consecuencias. Así, “no se debe matar nunca a un ser humano inocente” es una norma
moral absoluta, que prohíbe moralmente un acto que es intrínsecamente malo: malo en sí y por sí, y
no en función del por qué es realizado, o de sus posibles consecuencias.

Esto no significa, naturalmente, que la intención y la consideración de las circunstancias, no tenga


ninguna importancia en la consideración moral de los actos. Lo hemos recalcado antes. Quiere decir
más bien que, además de la buena intención -fin bueno- el objeto del acto tiene que ser también
bueno para que lo sea el acto en su totalidad.

Se habla de actos intrínsecamente malos y no de actos intrínsecamente buenos, porque no se puede


decir que un acto es bueno solamente en función de su objeto: hay que analizar el fin de quien
actúa; al contrario, sí se puede decir que un acto es malo solamente por su objeto, a pesar del
eventual buen fin de quien actúa.

Con estos apuntes, breves, sobre algunos puntos especialmente candentes en la discusión moral
actual, hemos cerrado la consideración de la “estructura antropológica de la moral”.

Hemos visto que la experiencia moral no se debe a fenómenos externos a la persona humana, sino a
su misma realidad como persona, es decir, como sujeto libre, espiritual, responsable de sus actos, y
responsable de realizarse de acuerdo con su propio modo de ser, en cuanto ser humano. Hemos
visto también que la moralidad que el hombre experimenta se refiere a su “actos humanos”, es decir
conscientes y libres; y que esos actos se dan en el trasfondo de una opción fundamental y una serie
de actitudes y de hábitos, de los que también él puede ser moralmente responsable. Finalmente,
hemos analizado los tres elementos que componen la moralidad de un acto: su objeto propio, el fin
del sujeto que lo hace, y las circunstancias que lo rodean, en cuanto conocidas por el sujeto.

Visto todo esto, tenemos que pasar a considerar cómo Dios llama al hombre a la vida moral. Y
comenzaremos viendo que le llama ante todo precisamente a través del modo de ser de la persona,
creada por él tal cual es.

Lecturas complementarias

CEC 1731-1737; 1743-1746; 1749-1775, 2563


VS 48, 65-68, 71-83, 90-97
EV 54, 57, 58, 62, 65, 66, 68, 75
HV 14
Sto. Tomás, S.Th., I-II, q. 18, a. 5

Autoevaluación

1. ¿Cuál es la diferencia entre los así llamados “actos humanos” y “actos del hombre”?
2. ¿Hay moralidad en los “actos del hombre”? ¿Por qué?
3. ¿Por qué querer hacer algo malo está mal si no se “ha hecho” nada?
4. ¿Por qué una omisión puede ser pecado si no se “ha hecho” nada?
5. Supongamos que una persona en condiciones de completa embriaguez comete, por ejemplo, sin
ser consciente de ello un asesinato. Dado que no era consciente y libre, ¿es responsable de ello?
6. ¿Cómo podemos definir la “opción o elección fundamental”?
7. ¿Puede el hombre actuar en contra de su “opción fundamental”?
8. ¿Por qué son importantes las actitudes?
9. ¿Qué importancia tienen los hábitos para la vida moral de la persona, y en qué sentido puede
haber una moralidad en relación con ellos?
10. ¿A qué llamamos factores o fuentes de la moralidad y cuáles son?
11. Define el “objeto” del acto.
12. ¿En qué consiste la corriente moral denominada “teleologismo”?
13. ¿Qué factor de la moralidad del acto dejan fuera las corrientes teleológicas consecuencialistas y
proporcionalitas? ¿Por qué?
14. ¿Por qué el fin no justifica los medios?
15. ¿A qué llamamos “objeto global” del acto humano?
16. ¿Puede ser moralmente bueno un acto si alguno de sus “factores” es malo?
17. ¿Cuáles son las condiciones para que se pueda actuar según el principio del doble efecto?
18. ¿Por qué es aceptable moralmente el principio del doble efecto, siendo así que se produce un
efecto negativo?
19. ¿Qué se quiere decir con la expresión “actos intrínsecamente malos”?
20. ¿Qué son las normas absolutas morales o “absolutos morales”?

Para la reflexión y discusión

1. Una persona mata a un enemigo suyo para vengarse. Otra persona hace lo mismo, no teniendo
otra alternativa, para defenderse de quien lo quería matar a él. Ambas personas han matado a otra.
En el primer caso se ha realizado una acción moralmente mala y en el segundo caso no. Parecería,
pues, que la buena intención puede justificar acciones malas en sí mismas: los dos han realizado el
mismo acto (matar), pero uno de ellos con una buena intención (“para defenderse”). Parecería,
también, que no existen actos intrínsecamente malos ni normas morales absolutas, ya que pueden
darse excepciones como la del ejemplo.

Los casos no son tan raros: una mujer se opera para no tener más hijos y otra para remover un
tumor canceroso. Supongamos que en ambas se realiza el mismo tipo de operación. La primera
mujer habría obrado mal; la segunda bien. ¿Lo único que diferencia sus acciones es la intención?

Un último ejemplo: una mujer casada toma píldoras anticonceptivas para no tener más hijos; otra
para defenderse de una probable agresión de soldados enemigos que están entrando en la ciudad. De
nuevo parece que la intención viene a justificar acciones malas. ¿Por qué en el primer caso se
realiza una mala acción y en el segundo no?

2. Acabada la segunda guerra mundial se juzgó en Nüremberg a los criminales de guerra nazis.
Algunos médicos que colaboraron en la experimentación y en los asesinatos de judíos se excusaron
diciendo que si no lo hubieran hecho ellos, lo hubieran llevado a cabo otros de todas formas, y que
su presencia y su acción fue, en conjunto, benéfica porque, dentro de sus posibilidades, trataban de
salvar al mayor número posible de prisioneros y de matar a los menos posibles. Si hubieran dejado
su puesto a otros, éstos habrían matado a más personas. Los jueces dictaron una sentencia en su
contra. ¿No era cierto que gracias a ellos se salvaron muchos seres humanos?, ¿que, teniendo en
cuenta la situación concreta, actuaron responsablemente obteniendo las mejores consecuencias
posibles?

Otro hecho parecido. Una enfermera relata sus experiencias en un campo de concentración alemán.
Cuenta que cuando nacía un bebé, los soldados mataban a éste y a la madre. Si el bebé nacía muerto
dejaban con vida a la madre. Así que ella misma, que se encargaba de los partos, mataba a los bebés
para que al menos se salvara la madre. Reconoce que era una acción salvaje, pero que “no le
quedaba otra alternativa; al menos se salvaba la madre; sería peor que murieran los dos”.
¿Es verdad que no tenía otra opción? ¿Quedan justificados los abortos que realizó? ¿Sopesando las
consecuencias de su acción, no es verdad que fueron proporcionalmente mayores los beneficios?
¿No se daba en estos casos, como argumentan algunos moralistas, un conflicto entre diversos bienes
premorales y diversas normas morales: pocas vidas - muchas vidas; no matar - salvar la vida?

Dios llama en la conciencia

Enfoque

Dios llama al hombre a realizarse como persona, como sujeto moral, y a alcanzar de ese modo su
propia salvación eterna. Veíamos en el capítulo segundo que Dios se comunicaba con el pueblo
escogido a través de hechos y palabras, a través de sus enviados (jueces, reyes, profetas...). Pero no
sólo lo hace a través de medios extraordinarios, ni solamente llama a su pueblo escogido. Dios
llama a cada hombre, y lo hace ante todo a través de su misma realidad como persona, creada por
Él. Y específicamente, a través de su conciencia.

Vamos, pues, a estudiar ese tema central de la moral, desde este enfoque: la conciencia como un
“instrumento” puesto por el Creador en todo ser humano, a través del cual le llama a ser lo que debe
ser actuando como debe actuar.

Aclararemos en primer lugar el concepto de conciencia, primero a partir del lenguaje popular y
luego considerando el origen etimológico del término. Comprenderemos así que la conciencia es un
“saber” relacionado con el bien o el mal moral; un saber habitual o un saber actual [1].

Luego profundizaremos en la realidad moral de la conciencia en cuanto instrumento de la llamada


moral de Dios a todo hombre. Y veremos que la dignidad de quien desea actuar según su conciencia
pasa por el deseo sincero de escuchar y obedecer a la voz de Dios que le habla en ella [2].

En tercer lugar habrá que distinguir los diversos tipos de conciencia y los diferentes estados en que
se puede hallar [3].

Finalmente analizaremos cuáles son las diversas “exigencias” morales para el sujeto según el estado
de su conciencia, especialmente cuando su conciencia es errónea o se encuentra en estado de duda
[4].

1- El concepto de “conciencia”

a) Análisis del lenguaje común

La “conciencia” es una verdadera protagonista en la cultura y en la sociedad actual. Continuamente


se hace referencia a ella de distintas formas y en ambientes muy diversos; con significados también
discordantes.

Esquematizando la complejidad de las diversas visiones de la conciencia que pululan entre la gente,
podríamos identificar dos sentidos antagónicos: la conciencia como “árbitro” y como “arbitrio”.

La conciencia como árbitro. En una ocasión un niño de unos 12 años me dijo que la conciencia es
como una “campanita” que suena dentro de uno cuando se pasa una determinada línea. Todos los
chicos del grupo asintieron. Hay muchas expresiones populares que van en el mismo sentido: la
conciencia es un “ojo” que ve siempre lo que haces, vayas donde vayas; o una “voz” que te indica
de vez en cuando lo que debes hacer o dejar de hacer (“la voz de la conciencia”); o bien, un
“gusano” que te remuerde dentro cuando has hecho algo malo; o un “juez”, un “testigo”, un
“apuntador” como los del teatro, que te “sopla” lo que tienes que hacer...

Hay en todas esas expresiones una comprensión de la conciencia como algo que tiene que ver con el
juicio sobre el bien o el mal de nuestros actos; algo que en su juicio no depende totalmente de
nuestro querer. Ese algo suena, ve, habla, remuerde, juzga, atestigua o dicta, de algún modo
independientemente de nuestros deseos, planes, intereses, gustos y decisiones. Si dependiera
totalmente de nuestro querer, las cosas serían mucho más sencillas: sería bueno todo lo que
quisiéramos que fuera bueno, todo lo que nos gustara o interesara... y ¡se acabaron los “problemas
de conciencia”! Pero no, la conciencia no se doblega fácilmente a nuestro propio yo. Se tiene la
impresión de que se trata de un “árbitro” moral, diverso de nosotros mismos.

La conciencia como arbitrio. No es raro oír, cuando se discute sobre la moralidad o inmoralidad de
una determinada acción, una frase de este tipo: “Digan lo que digan, yo hago lo que me dice mi
conciencia”; o bien: “hizo bien, porque actuó en conciencia”. Ese “hago lo que me diga mi
conciencia” podría a veces traducirse como “hago lo que me dé la gana”. Como veremos más
adelante, se debe efectivamente hacer lo que dice la conciencia; pero muchas veces esa expresión
indica una actitud que parte de una visión de la conciencia personal como instancia decisional, más
que como juez del bien o del mal. Haga yo lo que haga, está bien si lo hago en conciencia, es decir,
coherentemente con mi propio modo de pensar. Aquí la conciencia no es “árbitro” sino “libre
arbitrio”.

En las dos acepciones presentadas hay algo de correcto y algo de equivocado. La conciencia es
árbitro, pero no ajeno, externo al sujeto mismo; y se debe seguir la propia conciencia, pero no como
si el bien o el mal dependieran de la propia decisión. El análisis etimológico del término mismo nos
ayudará a comprender mejor el concepto.

b) La conciencia como “saber moral”

La palabra “conciencia” proviene del latín “conscientia”, palabra compuesta de “cum” y “scientia”:
significa, en primera estancia, “saber con”; un saber o conocimiento común a varias personas,
confidencia o complicidad. Es exactamente el mismo significado del vocablo griego referido a la
conciencia, que significa saber con otro, confidencia o complicidad.

Por lo tanto, la conciencia es un saber, y no un querer o decidir. Tiene que ver con el intelecto de la
persona, no con su voluntad.

Se distinguen dos tipos elementales de conciencia: la conciencia psicológica, que es el saber en


cuanto presencia de la realidad en el sujeto, y la conciencia moral, en cuanto conocimiento del
bien/mal moral implicado en una determinada acción humana. Algunos idiomas tienen palabras
propias para cada uno de esos dos tipos de ese saber. En castellano existe la palabra “consciencia”
para designar propiamente la realidad psicológica: soy consciente de que estoy escribiendo estas
notas (aunque se puede decir también que “tengo conciencia” de ello). En cambio cuando se trata
del saber moral se usa sólo el término conciencia. Del mismo modo, en inglés se utiliza el término
consciousness para designar el primero y conscience para el segundo.

c) Conciencia habitual y conciencia actual

Nos interesa aquí la conciencia en cuanto saber moral, es decir, en cuanto conocimiento del bien y
del mal en relación con el actuar humano. Ahora bien, ese conocimiento puede ser un conocimiento
habitual, permanente, que nos da la capacidad de discernir lo que es o no conforme a la razón
moral: es la conciencia habitual; o puede ser un conocimiento actual, un juicio particular sobre el
bien o mal de una determinada acción, especialmente sobre una acción cuyo sujeto soy yo que
juzgo: es la conciencia actual.

La conciencia habitual, que en los tratados clásicos se suele designar con el término de sindéresis,
designa una capacidad, un habitus que perfecciona a la facultad del intelecto, gracias al cual éste
puede apreciar el bien y el mal moral. Es un hábito formado sobre todo por los llamados primeros
principios de la “razón práctica”.

La razón práctica es la razón humana en su función de guía de la acción del individuo. La misma
razón humana, en su función de conocer la realidad tal cual es, recibe el nombre de “razón
especulativa”. La razón, sea en su función especulativa o en su función práctica, está como
enraizada en unos principios “primeros”, espontáneos, innatos, que configuran su mismo razonar.

Entre los “primeros principios” se encuentra uno que es algo así como el “principio fontal”, la
fuente primera del mismo razonar, tanto especulativo como práctico. La razón especulativa, cuyo
objeto propio es el ser, tiene como principio fontal el llamado “principio de no contradicción”: “lo
que es, es; lo que no es no es; y por ello, nada puede ser y no ser al mismo tiempo y bajo el mismo
aspecto”. De modo parecido, la razón práctica, que tiene como objeto propio el bien, razona en
función de su propio principio fontal, llamado “primer principio de la moralidad”: “se debe hacer el
bien y evitar el mal (“bonum faciendum, malum vitandum”). Igual que el principio de no
contradicción no es sino la expresión de la realidad del ser, el primer principio de la moralidad no es
sino la expresión de la realidad del bien: en el campo moral, decir bien es igual a decir
“faciendum”; decir mal es igual a decir “vitandum”.

Sobre la base de su propio principio fontal la razón explicita algunos “primeros principios”
generales, sea en relación con el ser, sea en relación con el bien. La razón práctica formula de modo
espontáneo unos principios morales generales, que constituyen la llamada “Ley Moral Natural”.
Sobre la base de estos principios generales, y a consecuencia del proceso de asimilación que realiza
el sujeto por su contacto con la “cultura moral” en la que crece (a través de la familia, educadores,
lecturas y medios de comunicación social, amistades, sociedad en general), la conciencia habitual se
enriquece de toda una serie de principios secundarios, valores, normas, indicaciones... sobre el bien
y el mal.

La conciencia actual, o conciencia en sentido estricto, no es un habitus permanente, como la


conciencia habitual, sino un actus de la razón práctica. Podemos definirla como un juicio de la
razón práctica que aplica los principios morales comunes al acto humano singular, percibiendo su
relación con la razón misma y por lo tanto testificando su carácter moral y aprobando o reprobando
su realización.

La última parte de esta definición contiene un elemento importante: la conciencia aprueba o


reprueba el acto humano singular, según lo ve bueno o malo.

He subrayado desde el inicio que la conciencia no es parte de la voluntad (ni tampoco de la


dimensión afectiva del sujeto), sino del intelecto. Pero esto no significa que el juicio de conciencia
consista sólo en una constatación de la cualidad moral del acto. Al contrario, la conciencia moral
(contrariamente a la conciencia psicológica) inclina al sujeto hacia lo que ve como bueno y lo aleja
de lo malo. Y esto, precisamente, porque el objeto propio de la conciencia no es el ser de las cosas
sino el bien del actuar humano. Y el bien “tiene razón de bien”. Como decía antes, el “primer
principio de la moralidad”, raíz misma de la sindéresis o conciencia habitual, consiste en la
apreciación del bien como “faciendum” y del mal como “vitandum”.

Por ello, cuando la razón práctica, al aplicar los principios generales de la moralidad al acto
particular, comprende que este acto es moralmente malo, en ello mismo comprende que debe
rechazarlo y la persona se ve motivada a rechazarlo; en cambio si es bueno, debe o al menos puede
hacerlo y se ve motivada a ello. En este sentido, el acto realizado por el intelecto penetra de algún
modo la voluntad del sujeto y hasta repercute en su esfera emotiva. La relación entre el intelecto y
la voluntad es uno de los problemas más intrincados de la antropología filosófica. Pero parece claro
que, aunque podemos y conviene distinguirlas para analizarlas, ambas facultades está íntimamente
ligadas en la realidad única e inseparable del sujeto humano, de forma que una influye en la otra y
hasta se expresa a través de ella.
Esto no quita que la voluntad (o mejor, el sujeto volitivo), precisamente en cuanto es libre, pueda
adherirse al bien o al mal presentado por la conciencia. El mal moral consiste, precisamente, en la
adhesión voluntaria al mal presentado por la conciencia, o en el rechazo del bien presentado por
ésta con tal carácter de obligatoriedad que su omisión es vista como un mal moral. El bien moral
consiste en la adhesión, también voluntaria, al bien presentado por la conciencia, o en el rechazo del
mal (aunque se presente siempre bajo algún aspecto de bien en otro orden diverso del moral: placer,
interés, utilidad, etc.).

2- Dios llama en la conciencia

Decía al inicio del capítulo que me interesa especialmente, de acuerdo con el enfoque de todo el
tratado, comprender la realidad de la conciencia como el “lugar” o “instrumento” a través del cual
Dios llama al hombre a realizarse en cuanto sujeto moral, y por tanto, en cuanto persona.

Es interesante notar que algunos autores de la antigüedad clásica, como Cicerón y Séneca, hacían ya
referencia a Dios como presente en la conciencia. Lactancio, repitiendo textos de esos autores
paganos, escribe: “Dios está muy cerca de tí; está contigo como testigo. El observa y es el custodio
de nuestras buenas y malas obras” .

Entre los padres de la Iglesia esa referencia a Dios es frecuente. S. Agustín anota:

“No está todavía por completo borrada en tí la imagen de Dios que en tu conciencia imprimió el
Creador”.

Es frecuente, específicamente, la idea de que la conciencia es la voz de Dios, como afirma, por
ejemplo, S. Ambrosio:

“Naturalmente nos aparece el mal como algo que evitar y el bien como algo que hay que hacer. Es
como si oyéremos la voz de Dios que nos insinúa prohibiciones y preceptos”.

Y S. Agustín escribe que la conciencia es la “sede de Dios en el corazón del hombre”.

La escolástica medieval operó una labor de profundización y sistematización importantísima para el


desarrollo del tema de la conciencia. Sobre todo S. Tomás, quien explicó su conexión con la
facultad de la razón: “cum constientia sit quodammodo dictamen rationis”.

La moral postridentina siguió dando importancia al tema, pero quizás viéndola más en su relación
de dependencia de la Ley natural que como “lugar” de encuentro vivo con Dios, su Creador. El
movimiento renovador de la moral confluyó en el Concilio Vaticano II, cuyo documento sobre la
Iglesia en el mundo, Gaudium et Spes, ofrece un rico texto sobre la dignidad de la conciencia
moral:
“En lo más profundo de su conciencia descubre el hombre la existencia de una ley que él no se
dicta a sí mismo, pero a la cual debe obedecer, y cuya voz resuena, cuando es necesario, en los
oídos de su corazón, advirtiéndole que debe amar y practicar el bien y que debe evitar el mal: haz
esto, evita aquello. Porque el hombre tiene una ley escrita por Dios en su corazón, en cuya
obediencia consiste la dignidad humana y por la cual será juzgado personalmente. La conciencia
es el núcleo más secreto y el sagrario del hombre, en el que éste se siente a solas con Dios, cuya
voz resuena en el recinto más íntimo de aquélla. Es la conciencia la que de modo admirable da a
conocer esa ley cuyo cumplimiento consiste en el amor de Dios y del prójimo” (GS 16).

El texto conciliar habla de “los oídos del corazón”, utilizando la figura propia de la Sagrada
Escritura, que entiende por corazón el centro mismo de la interioridad de la persona. Sabemos que
se trata en el fondo del intelecto mismo del hombre, que ha sido creado por Dios también con esa
función de guía moral del propio obrar. Es Dios quien ha escrito esa ley (la ley moral) en su
corazón. Por ello, es su voz la que resuena en su más íntimo recinto. En ese sentido, la conciencia es
como el sagrario del hombre, donde éste se encuentra a solas con Dios, que le llama desde el núcleo
mismo de su razón.

No se excluye, naturalmente, que el hombre perciba la voz de Dios que le llama de un modo
especial, en su experiencia de fe y oración. Pero el texto de GS se refiere a una voz que resuena en
el interior de todo hombre, también de quien no cree en el Dios que le habla. Sólo que el creyente lo
sabe; sabe que, a través de su juicio racional de conciencia, es el Creador de esa misma conciencia
quien le está hablando: “haz esto, evita aquello”.

Al comentar arriba cómo es expresada la conciencia en el lenguaje popular, destacaba el fenómeno


de que se suele hablar de ella como si se tratara de una instancia externa a la persona, la cual le
hablara tenazmente desde arriba: una campanita, una voz, un juez... Sabemos bien que no es así, que
la conciencia es mi razón práctica (en cuanto capacidad de juzgar el bien/mal y en cuanto juicio
moral en acto). En el fondo, mi conciencia soy yo... Pero ahí, en mi interior y a través de mi misma
facultad razonante, Dios mismo me habla. Viene a la mente la bella referencia a Dios por parte de S.
Agustín: “Interior intimo meo et superior summo meo”. Dios me llama dentro de mí mismo, en mi
conciencia; pero me llama también desde la altura suprema de su ser como Creador. S. Tomás dirá
que “el dictamen de la conciencia no es sino la llegada del precepto divino al que actúa conforme
a su conciencia”.

Por eso, como decía antes, la conciencia no crea el bien y el mal; no determina voluntarísticamente
lo que se debe hacer o evitar. La conciencia descubre. El texto conciliar es sumamente claro: “....
descubre el hombre la existencia de una ley que él no se dicta a sí mismo, pero a la cual debe
obedecer”. Al seguir con su voluntad lo que su conciencia descubre, el hombre responde
obediencialmente a la llamada interior de Dios.

Entendido esto, podemos captar mejor el significado de aquella expresión: “yo hago lo que me dice
mi conciencia”. ¡Claro que sí! Hay que hacer lo que dicta la propia conciencia. Pero, dado que la
conciencia no es un querer, sino un conocer, lo primero que debemos hacer, para actuar “en
conciencia” es esforzarnos por conocer correctamente el bien y el mal, descubrir esa “ley de Dios”,
y desear sinceramente actuar conforme a ella.

En relación con la razón especulativa, el hombre no se realiza dignamente, como ser inteligente, si
pretende “decidir” que “dos más dos son cinco”; más bien debe tratar de “entender” cuánto suman
dos más dos. De modo parecido, en cuanto a la razón práctica o conciencia, la persona no se realiza
dignamente, como ser moral, si pretende “decidir” que un determinado acto es bueno porque le
gusta o le interesa; debe tratar más bien de “entender” si ese acto es bueno o malo, prescindiendo de
sus gustos o intereses, con la disposición sincera de actuar según el juicio de su conciencia.

Por ello es posible hablar de “conciencia recta” o “conciencia torcida”. Pero lo haremos en el
siguiente apartado, al considerar los diversos “tipos” y estados de conciencia.
3- Tipos y estados de conciencia

Ciertamente, la conciencia es una realidad única en cada individuo, pero es también una realidad
compleja. Vamos ahora a analizar brevemente algunos diversos “tipos” de conciencia, y sobre todo
algunos de los estados en que se puede encontrar la conciencia de una persona, para tratar de
esclarecer cómo debemos comportarnos en cada uno de ellos.

a) Conciencia habitual o actual

Cabría establecer aquí la distinción entre la conciencia habitual y la conciencia actual, pero he
preferido hacerlo antes, para entender desde el inicio la naturaleza de la conciencia, con esa doble
dimensión.

b) Conciencia antecedente, concomitante o consiguiente

Otra clasificación clásica considera el momento en que el sujeto realiza el juicio de conciencia en
relación con el acto humano sobre el que juzga. Se le llama conciencia antecedente cuando el juicio
precede a la acción; conciencia concomitante es el juicio emitido durante la acción misma, cuando
el sujeto reflexiona moralmente sobre lo que está haciendo; si el juicio se refiere en cambio a un
acto ya realizado, se le llama conciencia consiguiente. En los dos primeros casos, la conciencia
puede y tiende a guiar la acción de la persona; en el tercero, una vez realizado el hecho, podrá
solamente atestiguar sobre el bien/mal realizado. Pero también este juicio después de la acción es
importante para guiar a la persona en sus comportamientos futuros y hasta en relación con el acto
realizado, en la medida en que sea posible hacer algo en relación con él, por ejemplo reparar el mal
hecho a alguien.

c) Conciencia recta o torcida

Recordaba hace un momento la distinción entre “conciencia recta” y “conciencia torcida”. En


realidad, la conciencia, en cuanto hábito o en cuanto juicio de razón, no puede ser recta o torcida en
sí misma. Esa connotación es más bien propia de la voluntad. Pero sabemos que el intelecto y la
voluntad, están íntima y estrechamente unidos e interrelacionados en la realidad única del sujeto
humano; y que también las pasiones y los sentimientos se entrecruzan e influyen en las facultades
superiores. De este modo, el juicio de la razón práctica se puede ver influido positiva o
negativamente por las otras dimensiones del sujeto.

Llamamos conciencia “recta” a la conciencia de un sujeto que procura sinceramente entender la


realidad moral objetiva, para ver como bueno lo que es bueno y como malo lo que es malo, y actuar
en consecuencia. Es “torcida” la conciencia cuando el sujeto no quiere sinceramente adecuar su
saber moral y su juicio moral particular a la realidad moral objetiva, porque no quiere actuar
coherentemente con ella. Y esa actitud moralmente torcida le llevará a desviar su razón para que se
acomode a lo que él quiere ver y entender, o a actuar en contra de lo que le dice su conciencia,
tratando de no hacerle caso o de justificar su comportamiento con algún tipo de razonamiento
añadido. En el primer caso, hará lo posible para convencerse de que la acción X es moralmente
correcta; en el segundo hará lo posible para convencerse de que, aunque es en sí incorrecta, él está
justificado, dado que... Y ahí viene toda una serie de volteretas mentales: “todos lo hacen”, “en el
fondo no le perjudico gravemente”, “total, no se entera”, “estaba cansado”, “es sólo una vez”, etc.
etc.

La expresión recordada antes: “yo hago lo que me dice mi conciencia” o “yo actúo en conciencia”,
puede ser a veces un modo de camuflar la propia conciencia torcida.

d) Conciencia cierta o dudosa

Otra distinción importante: la conciencia puede ser cierta o dudosa. Es cierta cuando el sujeto está
convencido firmemente de su juicio de conciencia. El “sabe” que un determinado acto es bueno o
malo. No le caben dudas. A veces, en cambio, el individuo no está seguro de la cualificación moral
que debe dar a un acto (hecho o por hacer), y por tanto no sabe cómo debe actuar. Se encuentra en
estado de conciencia dudosa.

e) Conciencia verdadera o errónea

“Cierto” no es aquí sinónimo de “verdadero”. Yo puedo estar muy cierto de algo que no
corresponde a la realidad. Por ello, la conciencia cierta se subdivide en conciencia verdadera y
conciencia errónea.

La conciencia es verdadera cuando el juicio de razón corresponde a la cualidad moral objetiva del
acto. Aunque no hemos hablado todavía de ello, podemos adelantar que la verdad moral objetiva
depende en el fondo de la correspondencia entre el acto y la “norma moral objetiva”, basada
especialmente en la Ley Moral Natural y en la Ley de Dios. Cuando el juicio de razón es contrario a
la norma moral objetiva, la conciencia es errónea.

La verdad o el error de la conciencia puede referirse a dos factores diversos: el derecho o el hecho.
Se habla, pues, de error -o de ignorancia, o de duda- de derecho o de hecho. En el primer caso se
trata del conocimiento del principio o norma que rige un determinado acto: por ejemplo, saber o no
que el miércoles de ceniza el cristiano debe observar abstinencia. En el segundo se trata del
conocimiento del hecho mismo que es regido por el principio o norma: saber o no que hoy es
miércoles de ceniza.

4. Las exigencias morales de la conciencia

¿Como debemos comportarnos cuando nos encontramos en un estado de conciencia determinado,


como por ejemplo si el juicio de conciencia es erróneo o si no logro salir de la duda sobre la
moralidad de un acto?

a) La conciencia siempre obliga

¿Cómo se debe actuar cuando la conciencia es verdadera o errónea? Digamos ante todo, que
debemos siempre seguir el juicio cierto de nuestra conciencia. Si estamos verdaderamente
convencidos de que algo es bueno o malo, después de haber tratado de comprenderlo con toda
sinceridad, y poniendo los medios necesarios para ello (conciencia recta), debemos actuar en
consecuencia, haciendo lo que vemos como bueno y rechazando lo que vemos como malo.

Se entiende enseguida el motivo de esta afirmación si recordamos que la moralidad del acto
humano consiste en la adhesión de la libre voluntad del sujeto al bien o al mal. Pero el bien y el mal
son necesariamente presentados a la voluntad del individuo a través del juicio de su conciencia
(sobre la base de la sindéresis o conciencia habitual). Por ello, cuando el sujeto está sinceramente
convencido de que un acto es bueno y lo quiere, su voluntad se adhiere al bien en cuanto visto por
su conciencia. Aunque el acto fuera objetivamente malo, él no lo quiere en cuanto tal, sino según el
bien que -erróneamente- ve en el acto. Viceversa, cuando está convencido de que es malo y lo
quiere, se adhiere al mal visto por la conciencia. Aunque el acto fuera objetivamente bueno, la
persona realiza una acción moralmente mala. Lo afirma claramente S. Pablo: “Yo sé y confío en el
Señor Jesús que nada hay de suyo impuro; pues para el que juzga que algo es impuro, para ése lo
es” (Rm 14, 14).

Puede parecer absurdo que Dios llame al hombre a través de su conciencia, aún cuando ésta pueda
equivocarse y llevar al sujeto a realizar un acto que es objetivamente malo. Pero debemos recordar
que al crear al hombre, necesariamente limitado, Dios le llamó a realizarse según su propia
naturaleza limitada. Debemos recordar también que, desde el punto de vista teológico, la posibilidad
del error proviene del desorden introducido por el primer pecado del hombre, que fue precisamente
un acto libre de desobediencia a la prohibición divina de comer “del árbol de la ciencia del bien y
del mal”. Naturalmente, cuando el hombre yerra en su juicio de conciencia, el error no es querido
por Dios, sino sólo permitido; pero de todas formas, Dios le pide a ese hombre que actúe según su
conciencia, le llama desde ella a realizarse como sujeto moral adhiriéndose con su voluntad al bien
visto por su conciencia errónea.

Esto no significa, sin embargo, que sea indiferente que la conciencia sea verdadera o errónea. Ante
todo porque la persona que es guiada por una conciencia errónea puede hacer daño a los demás,
creyendo que actúa bien (podría ser el caso, por ejemplo, de un terrorista convencido sincera y
profundamente de la bondad de sus actos de violencia en favor de la causa por la que lucha). Pero
además, debemos reconocer que no se realiza igualmente como persona quien juzga con verdad y
quien está en el error, supuesta en ambos la misma buena voluntad. No da igual que alguien esté
convencido de que dos más dos son cinco o que sepa que son cuatro, aunque ambos tengan el
mismo deseo de conocer. No puede tampoco sernos indiferente el error o la verdad moral. Más aún,
la indiferencia significaría que no hay en el fondo una sincera y total adhesión de la voluntad al bien
moral.

b) La conciencia errónea disculpa si es invencible e inculpable

Por otra parte, decir que la persona debe seguir el propio juicio de conciencia cierta, también
cuando yerra, no significa que no pueda haber cierta responsabilidad moral en el error. En este
sentido, se suele decir que aunque la conciencia errónea obliga siempre, sólo disculpa moralmente
al sujeto si el error es invencible e inculpable.

Se entiende por error invencible aquél en el que el sujeto yerra sin ninguna posibilidad de salir de su
error y conocer la verdad moral. Puede ser el caso de quien ha vivido desde niño en un ambiente en
el que todo y todos le han llevado a ver erróneamente cierto tipo de acción como buena o mala. El
no puede ni siquiera sospechar que pueda ser de otro modo, y actúa -con buena voluntad- en
consecuencia. Si, en cambio, en algún momento sospechara que quizás ese comportamiento pudiera
merecer un juicio moral contrario al que hasta ahora ha dado, tendría la obligación de tratar de
conocer la verdad objetiva; su error ya no sería “invencible”, y si el no vencerlo depende de su libre
voluntad, su error vendría a ser “culpable”.

Se llama culpable, pues, a aquél error de conciencia del cual el sujeto es de algún modo
responsable. El es, de alguna manera, el causante de su propio error. Hay sobre todo tres tipos de
error culpable.

Ante todo el error por negligencia, cuando el sujeto debería estar bien informado de la cualidad
moral de un acto, pero ha descuidado (por pereza, superficialidad egoísta, etc.) el esfuerzo por
formar su conciencia y no ha puesto los medios necesarios que estaban a su alcance.
Más serio es el error “in causa”, es decir el error de quien yerra a causa de algo que él ha querido
libremente y que sabía que le podría llevar al error. Puede ser, por ejemplo, la voluntad de beber
hasta emborracharse, sabiendo que en esa situación se podrá actuar “sin darse cuenta” de lo que se
hace; o el dejarse llevar por la pasión y el vicio hasta obnubilar la propia conciencia y llegar a ver
como bueno algo que antes se sabía bien que no lo era.

Pero hay un tercer tipo de error culpable que es más sutil y al mismo tiempo más grave. Es el error
afectado. Se refiere a la actitud de quien yerra porque no quiere conocer la verdad para no tener que
actuar en conciencia de modo diverso a como le interesa. Pongamos que creo erróneamente que yo
no debo pagar un determinado impuesto; alguien me dice que estoy equivocado; podría preguntar...
pero prefiero quedarme como estoy, por si acaso... El error es debido aquí a un afecto por un
determinado interés, a causa del cual estoy dispuesto a obrar el mal. La actitud de fondo de la
voluntad es de adhesión al mal.

El texto de GS sobre la conciencia, resume sintéticamente esta doctrina:

“No rara vez, sin embargo, ocurre que yerra la conciencia por ignorancia invencible, sin que ello
suponga la pérdida de su dignidad. Cosa que no puede afirmarse cuando el hombre se despreocupa
de buscar la verdad y el bien y la conciencia se va progresivamente entenebreciendo por el hábito
del pecado” (GS, 16).

Y el Catecismo de la Iglesia Católica advierte sobre la culpabilidad que puede haber en la


ignorancia y el error de conciencia:

“El desconocimiento de Cristo y de su Evangelio, los malos ejemplos recibidos de otros, la


servidumbre de las pasiones, la pretensión de una mal entendida autonomía de la conciencia, el
rechazo de la autoridad de la Iglesia y de su enseñanza, la falta de conversión y de caridad pueden
conducir a desviaciones del juicio en la conducta moral" (CEC, 1792).

c) El problema de la conciencia dudosa

Decíamos que a veces el individuo no sabe con certeza si un acto es moralmente bueno o no. Se
encuentra en situación de conciencia dudosa. ¿Cómo debe actuar? ¿Está obligado a hacer algo que
no sabe si es obligatorio? ¿Está obligado a abstenerse de algo que no sabe si es ilícito?

Para poder resolver este problema es preciso hacer una distinción sutil pero fundamental. Una cosa
es la duda sobre la moralidad objetiva de un acto, y otra la duda sobre la moralidad de la realización
de un acto. La primera indica que yo no estoy seguro de si una determinada acción está permitida o
no, de si es en sí moralmente correcta o no. La segunda se refiere a mi duda sobre si yo haría bien o
mal al realizar aquí y ahora este determinado acto. Llamaremos a la primera duda objetiva y a la
segunda duda operativa.

Pongamos un ejemplo. En el momento de hacer mi declaración de impuestos anual, me viene la


duda sobre si yo, sacerdote, que dirijo una entidad sin finalidad de lucro, etc., debo pagar un
determinado tipo de carga fiscal. Me parece que no, pero no estoy seguro. Por otra parte, el dinero
que pagaría al fisco lo necesitaría para ayudar a unas familias pobres de mi parroquia, y sería muy
penoso que no pudiera hacerlo ¡por pagar un impuesto que no debía pagar!
De momento, me encuentro en la duda objetiva sobre ese deber. Y a causa de esa duda, me
encuentro también dudoso sobre si yo haría bien o mal si no hiciera esa contribución social: sufro
también una duda operativa.

¿Qué hacer en caso de duda? Ante todo hay que aclarar que en estado de duda operativa no se debe
actuar. Es decir, si creo que haciendo esto aquí y ahora quizás haría un mal moral, no debo hacerlo,
pues equivaldría a aceptar el mal (como si un cazador disparara en la maleza sin estar seguro de si
lo que se mueve detrás es el ciervo que estaba siguiendo o el guarda del bosque). Si creo que haría
mal si no pagara ahora este impuesto, debería pagarlo.

Por lo tanto, he de tratar de salir de la duda. Lo primero debe ser, naturalmente, tratar de resolver la
duda objetiva. Habrá que leer, consultar, reflexionar, orar... para ver si se llega a una certeza
objetiva, en un sentido u otro. En nuestro caso, por ejemplo, podría consultar a algún experto en
derecho fiscal, o recurrir al encargado de finanzas de la diócesis... Quizás me aclaren que,
efectivamente, en mi caso, no debo pagar ese impuesto (o lo contrario). En el momento en que se
resuelve la duda objetiva, desaparece automáticamente la duda operativa: sé que hago bien no
pagando.
Pero supongamos que, después de consultar a expertos en el asunto, leer lo que puedo encontrar
sobre el tema, etc., me quedo aún con la duda objetiva: no estoy seguro de que sea moralmente
correcto no pagar, porque unos dicen que debo hacerlo y otros que no, porque no estoy seguro de
que el criterio que aducen se aplique exactamente a mi caso...; pero tampoco estoy seguro de que no
lo sea. ¿Qué hago? ¿Habría algún modo de salir de la duda operativa aunque permanezca la duda
objetiva? Es decir, ¿habría alguna posibilidad de llegar a la conclusión cierta de que actúo
moralmente bien si actúo en esa situación de incertidumbre objetiva?

En algunas ocasiones (si se trata de dudas de hecho) puede ayudar la aplicación de algunos
principios comunes del derecho, como los siguientes: “un hecho debe ser probado, no puede ser
presumido”; “en la duda, prevalece la condición de quien posee” (si se duda sobre la propiedad de
algo que ya pertenece a uno de los dos contendientes); “en la duda, se juzga según lo que sucede
normalmente”, etc. A veces puede ayudar también la aplicación de un principio reflejo particular,
como: “si es necesario lograr un fin a toda costa, se debe escoger el medio más seguro”; o el
llamado “principio del mal menor”: “si es imposible evitar que suceda algún mal, se debe optar por
la decisión que comporte el menor de los males”.

Pero a veces tampoco estos principios resuelven el caso. Queda solamente la posibilidad de aplicar
alguno de los llamados principios reflejos generales, que tratan de establecer un criterio según el
cual puede ser moralmente correcto actuar cuando permanece la duda objetiva pero hay buenas
razones para pensar que el acto sea objetivamente bueno. Es lo que propusieron los llamados
sistemas morales, elaborados por los teólogos moralistas a partir del Renacimiento, para dilucidar
los casos difíciles que se presentaban cada vez más frecuentemente en aquella sociedad cambiante.

A este tipo de solución se oponía tajantemente el tuciorismo. Esta corriente afirmaba que en caso de
duda se debe seguir siempre la opción más segura (de ahí el nombre, proveniente de tucior: lo más
seguro entre dos posibilidades). Según esos autores, si hay duda de que algo sea obligatorio, debe
siempre ser hecho; y si se duda si algo es lícito, no debe nunca ser hecho.

Otros autores, en cambio, proponían el probabiliorismo. Según ellos, se puede actuar solamente
cuando sea más probable (probabilior) que el acto sea bueno que lo contrario. Algunos otros
defendían el equiprobabilismo, según el cual basta que haya la misma probabilidad de que el acto
sea bueno o malo para que el sujeto pueda actuar sin hacer el mal. Otros prefieren aplicar el
probabilismo.. A diferencia de los dos sistemas anteriores, que establecen un criterio comparativo
entre las dos posibilidades, el probabilismo afirma que el sujeto puede actuar con la certeza de
actuar moralmente bien, siempre y cuando sea seriamente probable que el acto sea bueno.

¿Quién tiene razón? Ante todo, tenemos que reconocer que si lo que está en juego es un bien
importante para otra persona (como su vida o su salud), o si va de por medio la validez de un
sacramento, se debe actuar del modo más seguro. Es decir, debo evitar actuar de modo que
perjudique seriamente a otro, aunque tenga cierta duda objetiva sobre la licitud o ilicitud de ese
comportamiento. Y debo evitar celebrar un sacramento sin estar seguro de que es válido (por
ejemplo, de que lo que hay en la vinajera es verdadero vino).

Pero fuera de esos dos casos, hay que rechazar serena y tajantemente el tuciorismo. De hecho esa
doctrina fue condenada por el Magisterio ya en 1690, al rechazar el siguiente principio jansenista:
“No es lícito seguir la opinión probable o, entre las probables, la más probable”. En efecto, el
tuciorismo podría a veces hacer imposible la vida; o bien forzar a una persona a actuar, por
desesperación, en contra de lo que cree obligatorio en razón de ese falso principio, llevándola a
realizar verdaderamente una acción moralmente mala. Pero, además, debemos recordar el aforismo
que afirma que “una obligación dudosa no obliga”; lo contrario puede llevar a la imposición de
obligaciones inexistentes e injustas.

Tampoco se ve la necesidad ni conveniencia de estar midiendo la diferencia entre la probabilidad de


que el acto sea objetivamente bueno y la de que sea malo (probabiliorismo y equiprobabilismo).
Hoy se suele aceptar el probabilismo, con ciertos matices. Quitando los casos mencionados arriba,
en los que se debe aplicar la opción más segura, podemos decir que cuando el sujeto no logra salir
de la duda objetiva sobre un acto, pero tiene razones serias para pensar sinceramente que es
realmente probable que el acto sea lícito, el sujeto puede salir de la duda operativa, sobre la
moralidad de la realización de ese acto, y actuar con plena seguridad de que hace bien.

Se entiende, desde luego, que debe haber cierta proporción entre el bien que se espera alcanzar con
la acción y el riesgo aceptado de que la misma vaya efectivamente contra el orden moral objetivo.
Por otra parte, la aplicación del probabilismo no debe nunca exentarnos del deber de actuar siempre
de acuerdo con la virtud de la prudencia, ese hábito que nos lleva a querer “hacer bien el bien”,
precisamente porque se ama de verdad el bien.

Si volviéramos a considerar el ejemplo utilizado antes, podríamos decir que, en el caso de que no
logre disipar la duda objetiva sobre mi obligación de pagar este impuesto, teniendo razones serias
para pensar que es verdaderamente probable que no deba hacerlo, y siendo importante el bien que
pretendo al no pagar (ayudar a esas familias necesitadas), podría llegar a la certeza subjetiva de que
hago moralmente bien si no pago.

Nos hemos extendido bastante en la consideración detallada de la conciencia dudosa, y en general


de los diversos tipos y estados de conciencia, porque cuanto más se baja a la práctica moral más se
necesita el análisis minucioso, las distinciones y las consideraciones particulares. Pero no hemos de
perder de vista, en toda esta madeja de nociones, la idea central de nuestro tema: la conciencia, en
cuanto capacidad de conocer la moralidad de los actos, tanto habitualmente como actualmente, es
un instrumento a través del cual Dios llama al hombre a realizarse como sujeto moral. Si la persona
se encuentra en estado de conciencia dudosa, no alcanza a percibir o interpretar la voz de Dios; pero
a través de los principios reflejos que hemos recordado aquí, puede llegar a comprender lo que Dios
le pide en su conciencia, aún cuando no haya logrado salir de la duda sobre la moralidad objetiva de
su actuación.

Lecturas complementarias

CEC 1776-1802
VS 3, 32, 34, 54-64
EV 4, 11, 24, 58, 69-73, 90
GS 16, 17
LG 16
DH 1-3
Sto. Tomás, S. Th., I, q. 79, a. 12; I-II, q. 76; q. 94, a. 1, ad 2 y a. 2; De Veritate, q. 14, a. 2; q. 16, a.
1 y 3; q. 17, a. 1 y 2; In IV Sent., dist. 38, 2, 4 ad finem

Autoevaluación
1. ¿Qué es la conciencia habitual o “sindéresis”?
2. ¿A qué llamamos “razón práctica”?
3. ¿Cuál es el primer principio de la “razón práctica” y de la moralidad misma?
4. ¿Qué la conciencia actual o conciencia en sentido estricto?
5. ¿Cuándo podemos decir que la conciencia es recta?
6. ¿Cuándo se dice que la conciencia es cierta?
7. ¿Cuándo se puede hablar de conciencia dudosa?
8. ¿Qué significa tener una conciencia verdadera?
9. ¿Se debe seguir siempre el juicio de nuestra conciencia? ¿Por qué?
10. ¿Cuándo está disculpado el sujeto que actúa con “conciencia falsa o errónea”?
11. ¿Cuáles son los tres tipos de error culpable?
12. ¿Qué dos tipos de duda de conciencia pueden darse?
13. ¿Qué se debe hacer cuándo uno se encuentra en situación de conciencia dudosa?
14. ¿En qué dos campos se debe aceptar el “tuciorismo”?

Para la reflexión y discusión

1. Un adulto testigo de Jehová es conducido al hospital tras haber sufrido un accidente en la


carretera. Para salvarle la vida necesita una transfusión de sangre. Él se niega apelando a su
conciencia y a sus convicciones religiosas. Los médicos dudan sobre si deben respetar su decisión o
si, más bien, deben cumplir con su vocación de médicos y realizar la transfusión. Supongamos que
tú eres el capellán del hospital y te piden tu parecer.

2. Pongamos el mismo caso, sólo que ahora quien necesita una transfusión es un niño pequeño,
cuyos padres son testigos de Jehová. Los papás invocan también aquí su conciencia y sus
convicciones religiosas. ¿Qué deben hacer los médicos?

3. La encíclica Humanae Vitae afirma que la conciencia es el fiel intérprete del orden moral objetivo
establecido por Dios (n. 10). Un matrimonio católico juzga rectamente que no debe tener ya más
hijos; no están de acuerdo, en conciencia, con la doctrina de la Iglesia sobre los métodos
anticonceptivos y deciden, en conciencia, usarlos. ¿Están obrando bien porque todo lo hacen “en
conciencia”? (Conviene leer completo el n. 10 de la HV).

Dios llama desde la Ley Moral Natural

Enfoque

Desde el análisis de la experiencia moral (cap. 2) hemos notado que el hombre experimenta la
realidad del bien y del mal, el valor moral, como algo que no se da él a sí mismo y que no puede
manejar a su antojo. Hemos comprendido en parte el por qué de este fenómeno al considerar que la
conciencia no es un querer, sino un entender, no es arbitrio sino árbitro. Y hemos visto que, a través
de esa realidad Dios mismo llama al hombre.
Pero si la conciencia es capacidad de conocer el bien y el mal, tendrá que haber un punto de
referencia para discernir lo bueno de lo malo. ¿Dónde mira, dónde lee, la conciencia, para tratar de
entender cuál es el valor moral de un determinado acto? La respuesta debería considerar todo lo que
se refiere al tema de la “norma moral” o “ley moral”. Pero vamos a concentrar ahora nuestra
atención en la realidad misma de la persona y de su verdadero bien en cuanto persona, como criterio
central normativo de la moralidad de los actos humanos.

Decíamos en capítulos anteriores que Dios llama al hombre a ser lo que es, a realizarse en cuanto
persona humana. Por ello, podemos considerar que al crear Dios al hombre y dotarle de un modo de
ser, de una naturaleza propia, le está llamando a través de ella a realizarse según ella. Podemos,
pues, decir que Dios llama al hombre desde la Ley Moral Natural, en la cual “lee”su misma
conciencia, de modo espontáneo y “natural”.

Sabemos que el concepto de “Ley natural” ha jugado un papel muy importante en la moral
occidental y que está atravesando un momento de crisis. Convendrá, pues, trazar a grandes líneas la
historia del concepto y considerar su situación y su importancia actual [1].

En segundo lugar nos esforzaremos por aclarar y perfilar el concepto exacto de “Ley Moral
Natural” [2].

Habrá que pasar luego a mostrar la existencia y la vigencia de la LMN, considerando la realidad de
la naturaleza humana en cuanto moralmente normativa para la persona y viendo cómo actúa la
razón práctica para guiar el actuar moral del individuo, “informada” precisamente por su naturaleza
[3].

Finalmente estudiaremos el contenido propio de la LMN y las características que le son propias. Y
trataremos de entender cómo es posible que haya tanta diversidad de visiones morales, si es que la
LMN es realmente válida para todos los seres humanos de todas las épocas [4].

1. Historia y papel de la Ley Moral Natural

a) Desde la antigüedad hasta nuestros días

En el famoso drama de Sófocles, Antígona, la protagonista que da el nombre a la obra, afirma -ante
las recriminaciones de Creonte por haber dado sepultura a su hermano contra lo establecido por su
ley- la existencia de otras leyes, no escritas, irremovibles. Son las leyes de los dioses, las cuales “no
son de hoy ni de ayer, y nadie sabe el día en que aparecieron”. Y proclama que ella debía atenerse
ante todo a esas leyes divinas.

En Aristóteles encontramos desarrollado el concepto de Ley Natural, correspondiente a la


naturaleza del hombre (en el sentido de modo natural de ser, esencia de algo). Los filósofos estoicos
harán de ella un concepto central, viendo como criterio ideal la conformación del individuo con la
naturaleza (Séneca, Epicteto, etc.). Esa referencia a la Ley Natural se convierte de hecho en la base
que hace posible el “ius gentium” vigente en el imperio romano.

En los primeros siglos de la era cristiana los Santos Padres recurren muy frecuentemente a la noción
de la Ley Natural. Desde luego, lo hacen refiriéndose sobre todo al concepto filosófico reinante en
la cultura greco-romana de la que ellos mismos se alimentan. Pero, como veremos luego, también
en la S. Escritura se encuentran elementos relacionados con la Ley Natural. Los Santos padres
conciben la Ley Natural, creada por Dios, como expresión de la misma voluntad de Dios Creador.

S. Tomás toma el concepto de Aristóteles y de la tradición cristiana, pero realiza una operación muy
interesante y fecunda al ponerla en relación con el sujeto humano en cuanto tal. Como
comentaremos más adelante, para él la Ley Moral Natural está necesaria y estrechamente ligada a la
razón del hombre. Distinguiendo, sin separarlos, el orden ontológico y el orden moral -constituido
éste por la razón-, entiende que no es la naturaleza en sí misma la que determina la moralidad de los
actos, sino la razón práctica del hombre en su relación constitutiva con su propia naturaleza.

El nominalismo negará en cambio la validez de los conceptos universales. Naturalmente, en ese


horizonte epistemológico atomizado no hay lugar para una realidad tan universal como la LMN. Se
tiende más bien al voluntarismo: algo es bueno o malo, no porque corresponde o no con una
naturaleza creada por Dios..., sino simplemente porque así lo quiere Él. Si Él quisiera que matar
cruelmente a un inocente fuera bueno, lo sería.

Paralelamente, el protestantismo rechaza radicalmente la validez de una LMN, como consecuencia


de su visión pesimista del hombre. Para Lutero y sus seguidores, la redención aportada por Cristo
no ha sanado al hombre. Su naturaleza sigue radicalmente corrompida y llena de pecado; sólo que el
amor salvador de Cristo la cubre como con un velo cándido que nos hace aceptables ante el Padre.

No obstante esta visión contraria de los protestantes, el concepto de LMN siguió campeando en la
cultura occidental, llegando a dominar casi totalmente el planteamiento de la moral en los siglos
XVII y XVIII, sobre todo con el Iusnaturalismo. Se buscaba un conocimiento totalmente cierto y
seguro en todos los campos, también en el moral. Por otra parte, el recurso a la Ley Natural servía
tanto para la fundación de los estados soberanos que se fueron fraguando en aquella época, como
para poner una base reguladora en el encuentro con otros pueblos. Se necesitaba una normativa
clara y natural, no fundada en la religión. Se llegó a abusar de la Ley natural, como si todo principio
y norma, aún la más particular, emanara directamente de ella.

La renovación operada por el Neotomismo influyó también en la doctrina de la Ley Natural. Pero
quizás quedó en su seno alguna incrustación iusnaturalista.

El Magisterio de la Iglesia católica, sobre todo a partir de la encíclica Rerum Novarum, de León
XIII, ha recurrido frecuentemente a la Ley Natural para fundamentar y argumentar su doctrina en
diversas áreas de la moral.

b) La crisis actual de la Ley Moral Natural

Ya entre los filósofos de la antigüedad clásica hubo algunas corrientes contrarias a la LMN. Hemos
señalado luego su rechazo por parte del nominalismo y el protestantismo. Cabría asimismo
mencionar la reacción exagerada contra el iusnaturalismo que llevó al positivismo jurídico. Pero
más bien nos interesa ahora constatar que el concepto de LMN ha sufrido una profunda y aguda
crisis en los últimos años, hasta el punto de que muchos lo daban ya por muerto.

No vamos a hacer un análisis puntual y exhaustivo de esa crisis. Me limito a señalar algunos de los
factores que han contribuido en ella. Por una parte, el hombre actual es mucho más consciente de su
capacidad de manipular la naturaleza, por lo que le parece absurdo pensar en una naturaleza que le
exija respeto y sea la base nada menos que para una ley moral. Si a esto unimos el agudo sentido
que tenemos hoy de la libertad humana y sus derechos, se comprende que se quiera rechazar toda
“determinación”, también la que proviene de la LMN. El existencialismo ha llegado a afirmar que
“la existencia precede a la esencia” (Sartre): es decir, que el hombre no está ya hecho con una
naturaleza o esencia determinada, sino se hace a sí mismo continuamente con sus propias elecciones
libres, con su existencia.

Por otra parte, la cultura actual está fuertemente marcada por el sentido de la historicidad del
hombre y de la misma cultura: todo cambia, nada es definitivo; también la naturaleza de los seres se
haya sometida al cambio. La nuestra, es también una cultura muy “autoconsciente”; es decir que
hay una fuerte conciencia de la importancia del elemento “cultural” como constitutivo de toda la
realidad humana, que se contrapone al elemento “natural”, el cual pierde importancia frente al
anterior.

Hay que decir también que la crisis actual proviene en parte del rechazo de los abusos del
iusnaturalismo y de esa referencia continua, sofocadora y hasta ridícula que a veces se hacía a la
LMN, como si se tratara de una cestita milagrosa, de la que se podía extraer todo tipo de conclusión
moral con absoluta e inamovible certeza.

Finalmente, desde el punto de vista histórico, se ha originado o acentuado una postura contraria a la
LMN como parte del movimiento surgido entre no pocos teólogos de nuestros días contra las
enseñanzas del Magisterio católico en el campo moral. Sobre todo a partir de la publicación de la
encíclica Humanae Vitae (Pablo VI, 1968), se ha originado todo un movimiento de ideas destinado
a argumentar en contra y a presentar una visión alternativa a la del Magisterio. Siendo la LMN una
de las bases que sustentan la doctrina moral magisterial, era lógico que sufriera el ataque frontal que
ha sufrido.

c) En la S. Escritura y el Magisterio

Antes de adentrarnos en el análisis del concepto de la LMN y de su validez e importancia para la


vida moral, conviene que nos refiramos brevemente a las fuentes de la reflexión teológica.

Sagrada Escritura

En el capítulo 2 hablábamos de la moral bíblica como una “moral religiosa y dialogal”, centrada en
la iniciativa amorosa de Dios, en su llamada histórica al pueblo de Israel. De hecho, no
encontraremos en el Antiguo Testamento la expresión “Ley Natural”. Esto no significa, sin
embargo, que la realidad de la LMN esté absolutamente ausente.

Cuando Jesús quiere ilustrar su respuesta sobre la indisolubilidad del matrimonio, no apela a las
tablas de la Ley o a cualquier otro punto de la Ley Mosaica. Pero tampoco expresa un capricho
suyo, ni una doctrina nueva. Apela más bien a un principio válido desde siempre. Moisés permitió
el repudio de la mujer, pero “al principio no fue así” (Mt. 19, 8). El matrimonio constituye una
unión tal que no debe ser separada por el hombre, porque es algo que “Dios unió”. Pero no lo unió a
través de alguna ley positiva, o de alguna declaración... Lo hizo más bien en el momento de la
creación, “al principio”, al crear, “desde el comienzo” al hombre y a la mujer para que formen “una
sola carne”. Es la realidad misma del hombre y la mujer creados por Dios, diríamos nosotros: su
misma naturaleza como personas y la naturaleza de su unión, lo que constituye el deber moral de la
indisolubilidad matrimonial.

Es interesante también notar que el A.T. señala varios casos en los que un hombre o todo un grupo
comenten acciones que son presentadas como inmorales, y a veces castigadas por Dios en cuanto
tales, fuera de toda consideración de la ley mosaica, incluso antes de su formulación. El asesinato
de Abel por su hermano Caín es un acto perverso, no porque se opone al quinto mandamiento de la
las tablas de la ley, que no existen aún, sino simplemente porque contradice la naturaleza misma de
Abel y de Caín, y de todo ser humano. Y lo mismo habría que decir de los pecados que provocan la
ruina de las ciudades paganas de Sodoma y Gomorra; y tantos otros casos.

En el Nuevo Testamento tampoco encontraremos un tratado sobre la Ley Natural. Pero tenemos un
texto de S. Pablo en el que la referencia a su realidad es clara y contundente. En el capítulo primero
de su carta a los romanos, Pablo se lamenta de que los paganos se han entenebrecido en su corazón
por no reconocer a Dios a través de sus creaturas. Y enumera toda una serie de acciones deplorables
a las que ellos se abandonan, entregándose a sus pasiones. Acciones deplorables, no en función de
la ley judía, o del evangelio, o de algún código moral de la época, sino en cuanto contrarias a la
naturaleza del hombre. De otro modo no habría nada de moralmente condenable en ellas, puesto
que no conocían otra ley que no fuera la ley natural (cfr. Rm 1, 18-32).

Se lo plantea explícitamente S. Pablo, unos párrafos más adelante. Efectivamente, si los gentiles
“no tienen ley” como tienen los judíos, ¿podrán obrar el bien o el mal? No sólo pueden, sino hasta
podrán ser justificados, porque en el fondo, sí tienen una ley que pueden o no cumplir: “En efecto
-dice-, cuando los gentiles, que no tienen ley, cumplen naturalmente las prescripciones de la ley, sin
tener ley, para sí mismos son ley, como quienes muestran tener la realidad de esa ley escrita en su
corazón, atestiguándolo su conciencia...” (Rm 2, 14-16). Esa “ley escrita en su corazón”, y no en
tablas o pergaminos, es la ley de su misma naturaleza, en cuanto seres dotados de razón, de
conciencia, capaces de distinguir el bien y el mal de ciertas acciones, en cuanto conformes o
contrarias a su misma realidad de hombres, a su naturaleza humana. Por eso algunos gentiles
“cumplen naturalmente las prescripciones de la ley”. Cumplen por ley natural lo mismo que los
judíos pueden cumplir ateniéndose a la ley positiva recibida de Dios como don singular para el
pueblo escogido.

Como veíamos arriba al trazar la historia del concepto, la Tradición de la Iglesia ha sido constante
en la referencia a la LMN, como una realidad sólida y central en la vida moral y en la reflexión
sobre la misma. Se podría citar a S. Justino, Tertuliano, S. Ireneo, Orígenes, S. Agustín, y tantos
otros. Conformémonos con recoger dos textos elocuentes y de gran influencia en toda la tradición.

S. Agustín, en su controversia sobre la gracia, recoge la idea paulina de la carta a los romanos:
“todos son pecadores, pues han desobedecido a esa ley escrita en su interior”. Es una ley arraigada
en todo hombre, hasta el punto de que ni siquiera es borrada por su misma iniquidad.

S. Gregorio Magno se expresa sobre la Ley natural con acentos que recuerdan a S. Pablo, y que
parecen anticipar su elaboración tomista:

“El Creador Todopoderoso hizo al hombre un ser razonable, radicalmente distinto de los que
carecen de inteligencia. Por eso, el hombre no puede ignorar lo que hace, pues por la ley natural
está obligado a saber si sus obras son buenas o malas... En consecuencia, los mismos que niegan
conocer los preceptos divinos, tienen instrucción suficiente sobre su actos. De lo contrario ¿por
qué se avergüenzan de sus malas acciones?”.

Magisterio

He mencionado hace un momento el uso frecuente que hace el Magisterio en el campo moral, sobre
todo desde la Rerum Novarum de León XIII. Pero tenemos que decir que el Magisterio no sólo
recurre al concepto, sino que lo enseña como elemento constitutivo de la moral.

El mismo León XIII presenta temáticamente la doctrina tomista de la LMN, en la encíclica Libertas
praestantissimum. Enseña ahí que“la ley natural está escrita y grabada en el ánimo de todos los
hombres y de cada hombre, ya que no es otra cosa que la misma razón humana que nos manda
hacer el bien y nos intima a no pecar”.
Dejando a parte otros documentos, podemos fijarnos especialmente en el Concilio Vaticano II. Es
interesante ver que, aunque los textos conciliares fueron redactados con el deseo de subrayar una
visión personalista de la moral y la religión, no por ello ignoran absolutamente la LMN. Es cierto
que se refiere unas cien veces al valor de la persona humana en cuanto imagen de Dios y sólo tres o
cuatro veces a la Ley natural. Pero esos textos son suficientemente claros y explícitos para entender
la importancia de esa realidad.

En la Constitución Gaudium et Spes se menciona explícitamente la “ley divina y natural” (GS 74 y


89). Hablando de las relaciones conyugales en orden a la procreación apela a la “ley divina” (GS
50).

Pero el texto más importante es el que ya analizamos en el capítulo anterior, sobre la conciencia
(GS, 16). En él se afirma fuertemente que el hombre descubre en su conciencia “una ley que él no
se dicta a sí mismo”. Pero no se refiere a una ley positiva, como los Diez mandamientos... sino a
“una ley escrita por Dios en su corazón”. Esa ley no es otra cosa que la Ley Moral Natural.

La Declaración del Concilio sobre la libertad religiosa, Dignitatis Humanae, recuerda que
“la norma suprema de la vida humana es la misma ley divina, eterna, objetiva y universal mediante
la cual Dios ordena, dirige y gobierna, con el designio de su sabiduría y de su amor, el mundo y los
caminos de la comunidad humana. Dios hace al hombre partícipe de esta ley suya, de modo que el
hombre, según ha dispuesto suavemente la Providencia divina, pueda reconocer cada vez más la
verdad inmutable” (DH, 3).

El Catecismo de la Iglesia Católica, además de acudir frecuentemente al concepto, lo desarrolla


sistemáticamente (nn. 1954-1960), explicándolo de acuerdo con la visión tomista del tema.

Finalmente, Juan Pablo II, en su encíclica sobre los fundamentos de la moral, Veritatis Splendor,
enseña también firme y claramente la validez y el contenido de la LMN, aduciendo además la
referencia al Magisterio anterior: “La Iglesia se ha referido a menudo a la doctrina tomista sobre la
ley natural, asumiéndola en su enseñanza moral” (VS, 44).

Todo el apartado que va bajo el título “La libertad y la ley” analiza el sentido de esa ley moral
puesta por el mismo Creador en el interior del hombre, en su misma razón (ver los nn. 35-54), y su
relación con ese otro don ofrecido por Dios al hombre, al crearle capaz de querer libremente.

3. El concepto de la Ley Moral Natural

Creo que buena parte de los problemas surgidos en torno a nuestro tema se deben a una
comprensión errónea del concepto mismo de LMN. Vamos, pues, a estudiarlo con cuidado.

a) Falsas acepciones de la Ley Moral Natural

Comencemos diciendo lo que no es la LMN. Ante todo no es -como algunos autores parecen
entender- una serie de condicionamientos morales provenientes de la naturaleza en cuanto
naturaleza física, concretamente la naturaleza corporal del hombre. Como si la leyes biológicas que
rigen el funcionamiento del cuerpo fueran por sí mismas y en sí mismas moralmente obligatorias
para la conciencia del individuo. Algunos hablan de “biologicismo” al referirse a esa visión.

La LMN no es tampoco una serie de preceptos y normas morales detallados y particulares que nos
indican en cada momento lo que hay que hacer o evitar. Ese era el error del Iusnaturalismo extremo.
De ella se podrán derivar algunos principios o preceptos más o menos concretos, como veremos
luego, pero no debemos pretender deducir todo de la LMN, olvidando que la vida moral se
desarrolla siempre en medio de múltiples y variantes circunstancias, y que es preciso el esfuerzo de
la persona para entender lo que debe hacer o evitar en cada momento, a través del juicio de la propia
conciencia.

Finalmente, tampoco se puede decir que la LMN sea simple y sencillamente la misma razón o
inteligencia del hombre. Frecuentemente se da como definición de LMN la conocida frase de S.
Tomás: La LMN “no es más que la luz de la inteligencia infundida en nosotros por Dios. Gracias a
ella conocemos lo que se debe hacer y lo que se debe evitar. Dios dio esta luz y esta ley en la
creación”.

Si nos quedáramos sólo con esta expresión, concluiríamos que la LMN es simplemente la razón
práctica de la persona. No se entendería por qué se ha de dedicar todo un capítulo a ella. Más aún,
no se distinguiría tampoco la LMN de la capacidad de conocer la moralidad de los actos en base,
por ejemplo, a la consideración de una ley positiva divina o humana. Vista así, toda conclusión
moral, aún la más particular, derivaría de la Ley natural.

b) El concepto de Ley Moral Natural

Es necesario, pues, completar el concepto para afinar más su sentido. Lo hago proponiendo una
definición sintética:

La Ley moral natural consiste en una serie de principios morales generales que la razón natural del
hombre formula espontáneamente a partir de su propia naturaleza o modo de ser.

Analicemos esa fórmula, a partir de los vocablos que componen el término “Ley Moral Natural”.

Es una ley

Se trata, pues, en primer lugar, de una ley. ¿En qué sentido? ¿Qué es ley?

Podemos partir de la misma definición de ley dada por S. Tomás al hablar de nuestro tema: una ley
es “una ordenación de la razón hacia el bien común, promulgada por quien es responsable de la
comunidad”. Esta definición se refiere propiamente a las leyes positivas, que deben ser
promulgadas para la promoción del bien común en una determinada comunidad. Su aplicación a la
Ley Natural es solamente analógica.

Podemos decir que la LMN es “ley”, primero en cuanto que se trata de una serie de principios que
dirigen el obrar del hombre, y en ese sentido es una “ordenación”. Es una ordenación, en segundo
lugar, por parte de la razón. En tercer lugar, como toda ley, tiene una dimensión de universalidad
(favorece el bien común). Efectivamente, no podemos hablar de una ley si no en relación con algo
que rige a un determinado “universo” o comunidad (la ley de una nación o de una comunidad
religiosa, etc.). Una ley que valiera solamente para un individuo no sería ley. Y la LMN es universal
en cuanto que orienta el obrar de todos los seres humanos, como veremos más tarde.

Pero, además, la LMN es también “promulgada”, como toda ley. ¿En qué sentido y por parte de
quién? De modo inmediato podemos decir que es la misma razón humana la que promulga esos
principios morales generales. Pero en sentido más profundo y definitivo, vemos que es otro el
Promulgador de la LMN: el Absoluto, Dios.

Aún desde el punto de vista filosófico, nos damos cuenta de que esos principios morales generales
no tendrían cualidad de ley si no fuera porque hay en ellos algo de absoluto, y, en cuanto tal,
independiente de la libertad del hombre; por ello mismo se imponen a su mente como principios
que le orientan, en cuanto que él los ve como moralmente obligantes. La razón humana es
capacidad de apertura al Absoluto (apertura que ejercita implícitamente en cada uno de los juicios
en que el intelecto capta el ser mismo en cuanto ser). Y esa apertura al Absoluto de la razón en su
dimensión moral (razón práctica) es la que funda la experiencia moral de la obligación (aquél “no
puedo” que comentábamos en el capítulo 2).

En el fondo, como explica S. Tomás, la LMN no es sino una participación de la ley divina que
gobierna todo lo creado. La Ley Eterna es la sabiduría misma de Dios creador, que ordena todo con
su mismo acto creador. Esa ley dirige a los seres irracionales determinando su comportamiento a
través de determinadas constantes que llamamos “leyes” físicas, biológicas, etc. Y esa misma ley
orienta también a los seres racionales, los hombres; pero los orienta precisamente en cuanto
racionales. El hombre ha sido creado por Dios con la capacidad de conocer el bien y el mal y de
guiar libremente sus propios actos, iluminado por ese conocimiento. En este sentido, su
participación de la Ley Eterna no es, como en los seres irracionales, puramente pasiva. A él Dios le
ha hecho partícipe de su sabiduría eterna, encendiendo en su mismo ser la chispa del conocimiento
y la fuerza de la voluntad, de forma que sea capaz, en cierto modo, de “hacerse a sí mismo, con su
propia libertad.” A él lo ha creado “a su imagen y semejanza” (Gn, 1, 26-27).

Es una ley moral

Lo que acabamos de subrayar ahora nos introduce en esta nueva consideración. La LMN no es una
ley física, psicológica, sociológica, etc. que determina el obrar del hombre. Es una ley moral. Y esto
puede significar dos cosas.

Por una parte, significa que la orientación que ofrece, en cuanto ley, se refiere a la “vida moral” de
la persona. Es decir, orienta su capacidad de conocer, querer y hacer el bien, en cuanto persona; su
capacidad de vivir ese “valor” que le define como bueno o malo en cuanto persona, y define la
bondad o maldad de sus actos en cuanto actos personales, o actos humanos. Por eso la definición
habla de unos “principios morales”. Estos principios, dice también, son “generales”, como veremos
más adelante.

Por otra parte, “moral” significa precisamente que su orientación no es determinista. Si así fuera, no
sería “ley moral”, en cuanto que, como hemos dicho muchas veces, la moralidad, el bien/mal, sólo
se da en el ámbito de la libertad, porque sólo en él se puede dar la responsabilidad de la persona
respecto a sus propios actos.

Por lo tanto, la LMN orienta moralmente al hombre, y lo orienta desde su misma realidad de ser
hombre, desde su interioridad racional y libre. En este sentido, y volviendo sobre el punto anterior,
tendríamos que decir que es Dios quien promulga la LMN, pero lo hace desde dentro del mismo
sujeto humano. Y con esto entramos en el tercer elemento.

Es una ley moral natural

Podemos encontrar tres sentidos del término “natural” aquí usado. Los tres están estrechamente
relacionados y se complementan mutuamente.

“Natural” significa, por una parte, que no es una ley “positiva” (primer sentido). No ha sido puesta,
promulgada por Dios a través de un acto histórico y puntual, como fue dada, en cambio, la ley del
Sinaí. Tampoco ha sido puesta, ni es necesario, por alguna autoridad humana. Y no es necesario
porque ya está “escrita” en la misma razón humana.

Por eso mismo, ella conoce esos “principios morales generales” de modo espontáneo, “natural”
(segundo sentido). Los conoce como razonando desde dentro, desde su mismo dinamismo racional
natural. Sobre ese dinamismo irá aprendiendo, con la ayuda de los demás, las consecuencias y
aplicaciones de lo que ella entiende “naturalmente”.

Pero ¿cómo es posible que la razón entienda por sí misma, de modo natural, sin necesidad siquiera
de aprenderlos, esos “principios morales generales”? ¿Dónde encuentra lo que necesita para
entender esos principios del bien y del mal? Lo encuentra en la misma naturaleza del hombre (tercer
sentido).

Efectivamente, como dice la definición, la razón del hombre encuentra los principios morales
generales precisamente en la naturaleza del hombre mismo. Es como si la razón humana “leyera” en
el modo de ser, o naturaleza, del mismo sujeto que razona, y encontrara espontáneamente ciertos
bienes insitos en ella que merecen ser respetados, de forma que ve como bueno aquello que es
conforme a ellos y malo lo que los contradice. De ese modo, la razón ve como conforme a sí misma
(razonable, bueno) aquello que es conforme a la naturaleza de la cual participa como razón.

A la luz de estas explicaciones podemos entender ahora mejor el significado de la definición de


LMN dada arriba. Pero, como decía anteriormente, son bastantes los autores que niegan la realidad
de la LMN o que la interpretan de modo tal que se desvanece casi del todo en cuanto instancia que
guía el comportamiento moral del hombre. Me parece necesario, pues, dedicar algunas reflexiones
para mostrar que, si se entiende correctamente el concepto, no se puede negar la existencia de la
LMN. Estudiaremos también el dinamismo, el modo de actuar de la misma en la vida moral del
sujeto moral concreto.

4. Existencia y dinamismo de la Ley Moral Natural

Si la LMN es una serie de principios morales que la razón humana encuentra en la propia naturaleza
del hombre, está claro que su existencia dependerá fundamentalmente de cuatro condiciones :
a) Que exista una naturaleza humana.
b) Que esa naturaleza sea universal e inmutable.
c) Que esa naturaleza sea moralmente normativa para la persona.
d) Que la razón humana razone moralmente en función de esa naturaleza.

a) Existencia de la naturaleza humana

El problema fundamental para aceptar la existencia de la naturaleza está en la correcta comprensión


del término “naturaleza” al que se refiere la LMN. Algunos autores niegan que la persona tenga una
naturaleza porque la entienden como una realidad determinante, estática, fija. Y en ese sentido es
contraria a la realidad del hombre en cuanto espíritu, ser libre e histórico; un ser al que corresponde
más lo “cultural” que lo “natural”. Pero no es ése el significado de la palabra cuando la aplicamos a
la LMN.

La palabra “naturaleza” proviene del vocablo latino natura. Su significado primordial se refiere al
nacer, brotar, surgir de algo.

Se refiere, pues, de modo primordial, al estado nativo de un ser, así como nace. De esa raíz, el
término ha pasado a tener múltiples acepciones análogas. Se dice, por ejemplo, del mundo de las
cosas no elaboradas; y en ese sentido se opone lo natural a lo artificial. Se usa también para referirse
a las cosas en su estado originario, no cultivado; lo opuesto a la cultura.

En todas esas acepciones la palabra se aplica al mundo “físico”; es el significado “naturalista” del
término. En ese sentido, el término no puede ser aplicado al mundo del espíritu, que es lo contrario
de la determinación física. Por eso, Aristóteles que usó la palabra en ese sentido -transvasándola a
toda la tradición cultural occidental-, afirmaba que el alma no tiene naturaleza.

Pero Aristóteles dio al término también otro significado muy diverso: la “naturaleza” designa la
“esencia” de algo. Es el sentido “metafísico” del vocablo. Y ese sentido puede ser aplicado a todo lo
que existe, tanto al mundo físico como a las realidades espirituales.

La reflexión metafísica nos lleva a entender que todo lo que es, es algo. Ese algo es su esencia:
aquello por lo que un ser es lo que es y no otra cosa. La esencia de un ser hace que obre de un modo
específico, diferente al modo de actuar de otro ser que tiene otra esencia. Pues bien, llamamos
naturaleza a la esencia de un ser en cuanto que es el principio de su obrar propio.

También ese sentido “metafísico” pasó luego -igual que el sentido “naturalista”- al patrimonio
cultural occidental. Es utilizado incluso en el lenguaje popular, y se aplica a realidades tan
espirituales, tan poco “naturales” en el otro sentido, como el mismo Dios: “naturaleza divina”.

Visto así el concepto, es evidente que el hombre tiene una “naturaleza”. Desde luego, en cuanto ser
corporal, está situado, como los demás seres físicos, dentro del cosmos de la naturaleza física
(sentido naturalista). Pero también considerado en su dimensión espiritual, en su capacidad de
hacerse a sí mismo con su propia libertad, tiene una naturaleza, un modo de ser que no depende de
él mismo (sentido metafísico). Como cualquier otro ser, también él es lo que es y no otra cosa, y es
capaz de actuar de cierta manera y no de otras que son propias de otros seres. Es cierto que él es un
ser libre; y en ese sentido no es sólo naturaleza, es “más que naturaleza”, en cuanto que en cierta
medida se hace a sí mismo. Pero es más que naturaleza precisamente porque tiene esa naturaleza
que le hace libre. En este sentido es muy cierto lo que decía Sartre: el hombre “está condenado a la
libertad”. No puede dejar de ser libre (libertad como “libre arbitrio”). Pero, además, su ser libre está
configurado con las características de su naturaleza humana: es un ser corporal, histórico y
cambiante en el tiempo, es un ser social, se ve afectado por pasiones y sentimientos, etc., etc.

b) Universalidad e inmutabilidad de la naturaleza humana

Como decía arriba, no basta la existencia de la naturaleza humana para fundar la LMN. Se requiere
además que sea universal e inmutable; es decir, que sea propia de todos los seres humanos, en el
espacio y en el tiempo.

Es evidente que muchas cosas cambian con el paso del tiempo, sea en un individuo singular, sea
también en los grupos humanos. Pero se trata de modificaciones “accidentales”, no esenciales, de la
persona humana, y de cambios “culturales” de los grupos humanos, que siguen estando compuestos
de personas con la misma naturaleza humana.

Yo puedo variar en muchas cosas según va pasando el tiempo. Más aún, puedo en cierto modo
modificarme a mí mismo, tanto físicamente como psicológica y espiritualmente. Pero me doy
cuenta de que hay ciertos límites, más allá de los cuales no podría subsistir mi propia identidad.
Esos límites son los marcados por mi propia naturaleza.

La universalidad e inmutabilidad de la naturaleza humana se muestra claramente en el fenómeno de


la comprensión universal entre todos los seres humanos. Si leo una tragedia griega o un poema de la
antigua China, entro fácilmente en sintonía con sus personajes, capto sus sentimientos, me
conmuevo con su drama y con sus alegrías. Por mucho tiempo que haya pasado, y por muchas
diversidades culturales que haya entre ellos y yo, hay algo que nos une profundamente, y que me
hace capaz de “comprenderles”, de compenetrarme con sus historias humanas. Al fin y al cabo, de
aquellas páginas rezuma lo mismo que yo experimento y vivo: amor, dolor, odio, solidaridad,
envidia...

Dos seres humanos de cualquier latitud, raza, cultura, e incluso de cualquier época, podrían
perfectamente entenderse mutuamente y comprenderse profundamente. Con un poco de tiempo
podrían hablar un mismo lenguaje, aunque fuera a base de señas. Aprendería uno el lenguaje del
otro (por muy extraño que fuera para él), o podrían incluso crear un nuevo lenguaje común.

Todo esto es posible solamente porque todo ser humano tiene la misma naturaleza, con la misma
“estructura” mental, psíquica, sentimental, etc. de fondo. Al fin y al cabo, todo ser humano es
humano.

c) Normatividad de la naturaleza humana

No basta aún que exista una naturaleza humana y que ésta sea universal e inmutable. Es necesario
que esa naturaleza se presente a la razón humana como normativa para que constituya la base de la
LMN. Si cada uno pudiera hacer lo que quisiera con su naturaleza sin rebajarse a sí mismo como
persona, sin actuar moralmente mal, no podríamos hablar de Ley Moral Natural.

Podría pensarse, en efecto, que la persona humana, en cuanto sujeto libre, espíritu abierto al
absoluto, hacedor de sí mismo, no puede verse sujeta a nada que sea natural, determinado, ya hecho.
El hombre, aunque tenga una naturaleza, sería moralmente libre para hacer con ella lo que quisiera.

Pero esta visión muestra una comprensión equivocada de la naturaleza humana. La contempla como
algo ajeno al sujeto personal mismo, algo que él posee como se posee un objeto, del cual se puede
disponer libremente. Al contrario, mi naturaleza soy yo. Yo soy lo que soy, soy quien soy, porque
existo con esta naturaleza humana. Soy libre, abierto al absoluto, etc. porque soy de naturaleza libre
y abierta al absoluto. Por ello mismo, todo el valor que me es propio en cuanto persona libre,
trascendente, abierta al absoluto, penetra, permea también a mi naturaleza. El respeto que me debo a
mí mismo en cuanto persona se lo debo igualmente a mi naturaleza, que es la que me hace existir
como persona. No sólo, sino que podemos también afirmar que, dado que la misma naturaleza
humana está abierta al absoluto, tiene ya en sí misma (y no sólo como recibida de la persona) una
dignidad que exige ser respetada. Desde el punto de vista teológico, tendríamos que decir que la
naturaleza humana ha sido creada a imagen y semejanza de Dios. Ciertamente, no existe la
naturaleza sin ser la naturaleza de una persona concreta, pero tampoco existe ésta sin naturaleza
humana. Y ella ha sido querida y creada por Dios así como es, como naturaleza humana, con todo lo
que ella implica.

La naturaleza humana se compone de una dimensión física y otra espiritual. Una composición
intrínseca, según la cual los dos componentes forman una totalidad única. Eso significa que el
respeto debido a la naturaleza humana se debe tanto al cuerpo como al espíritu. Mi cuerpo no es
para mí simplemente un objeto de posesión, del que puedo hacer lo que quiera. En cuanto parte de
mi naturaleza humana, es parte también de mí mismo, y me exige moralmente un respeto, en el
marco del bien global de toda mi persona.

d) El dinamismo de la razón práctica

Hasta aquí hemos mostrado que existe la naturaleza humana, inmutable y universal, y moralmente
normativa para el hombre. Pero, como decía arriba, es necesario comprender también en qué modo
la razón humana formula en sí misma esos “principios morales generales” de la LMN a partir de la
naturaleza humana del sujeto. Lo he considerado brevemente al final de la explicación del concepto
mismo de LMN, pero conviene analizarlo un poco más a fondo.

Hay que partir del hecho de que la razón humana no es una realidad existente en sí misma, sino que
forma parte de la naturaleza humana de una persona concreta. Ahora bien, la naturaleza tiene una
serie de dinamismos y tendencias “naturales”. Toda la naturaleza humana del sujeto tiende
espontáneamente a una serie de realidades que para ella son bienes, así como rechaza lo que va
contra sus tendencias. Pero como la razón forma parte de esa naturaleza, ella ve también como
bueno o malo, razonable o no, lo que concuerda o se opone a esas tendencias. De ese modo, las
tendencias naturales del hombre, aun las más comunes con los animales, no son puramente
animales, “naturales”, sino que están como penetradas de racionalidad, son desde el principio
actividades humanas, y como tales determinan el juicio axiológico y práctico de la razón.

La percepción por parte de la razón de lo bueno o malo en cuanto conforme o no con la propia
naturaleza se realiza ya al inicio de modo espontáneo, incluso irreflexivo, casi como un
“sentimiento” natural (que es también racional). Después, la razón irá explicitando y tematizando
esos valores espontáneamente percibidos, e irá formulando juicios morales, conectándolos,
traduciéndolos en sentencias universales, etc. que constituirán el conocimiento racional reflejo de la
LMN. En ese proceso interviene todo el proceso de socialización, educación y maduración personal
que todo individuo realiza en la propia vida. Las normas positivas de la moralidad, recibidas
paulatinamente por el individuo gracias a la familia, la escuela, etc. pueden ayudarle a concretar,
perfilar y reforzar los contenidos de la LMN.

Me parece que habría que completar esta explicación con la consideración de la libertad como
ingrediente. La LMN no consiste simplemente en la identificación de aquello que va a favor o
contra la naturaleza humana, sino en la comprensión de unos principios que son morales y por ello
mismo orientan, moralmente, el obrar humano. La razón elabora esos principios morales
precisamente en cuanto considera lo que va a favor o contra la naturaleza humana como objetos,
hipotéticos o reales, de actos humanos concretos, ya sea que los ponga o pueda poner el mismo
sujeto, ya que los realice cualquier otro sujeto libre. Hemos repetido varias veces que la moralidad
se da sola y exclusivamente en el ámbito de la libertad. Si la razón considerara solamente que
“algo” es contrario a las tendencias fundamentales de la naturaleza humana, vería solamente esa
relación negativa, se quedaría en la constatación factual de esa oposición. Es el hecho de que ese
“algo” sea o pueda ser objeto de un acto humano, consciente y libre, responsable, lo que hace que la
razón lo vea como moralmente malo.

A este dinamismo de la razón me refería páginas atrás, cuando decía que la razón “lee en la
naturaleza” de la que forma parte los principios morales generales que constituyen la LMN.

Hemos visto, pues, que existe la naturaleza humana, universal e inmutable, que se presenta a la
razón con carácter moralmente normativo, y a partir de la cual la razón práctica formula unos
principios generales que dirigen moralmente al sujeto. Es decir, existe la Ley Moral Natural. Sólo
nos falta analizar el contenido y las características de la misma.

5. Contenido y características de la Ley Moral Natural

a) Contenido de la Ley Moral Natural


Desde el inicio del capítulo he subrayado que la LMN no ofrece normas específicas particulares,
como a veces algunos han pretendido. Hemos señalado que se trata de “principios morales
generales”. El contenido de esos principios depende estrictamente del dinamismo propio de la razón
práctica y de la naturaleza humana en la cual ella “lee”.

Ante todo hay que recoger aquí lo que veíamos en el capítulo anterior a propósito de la sindéresis o
conciencia habitual. Hablábamos allí de un principio “fontal” del mismo razonar práctico del
hombre, llamado “primer principio de la moralidad”: Bonum faciendum, malum vitandum. Ese es
también el primer principio de la LMN, en cuanto que deriva inmediatamente de la misma
tendencia de la razón práctica a conocer el bien/mal de las acciones humanas. Como decíamos allí,
lo primero que ve, naturalmente, la razón práctica, es que el bien es “faciendum” (que es lo mismo
que decir “bien”) y el mal es “vitandum” (o sea “mal”). Todos los demás principios de la LMN se
fundan en éste, en cuanto que la razón verá cualquier cosa como “faciendam” o “vitandam” en la
medida en que la vea como correspondiente o contraria al bien humano en cuanto bien.

Un segundo nivel es el de los principios comunes provenientes de las inclinaciones esenciales de la


naturaleza humana. No podemos pretender conocerlas todas ni establecer una clasificación
necesariamente válida de todas ellas. A modo de ejemplo puede ayudarnos la clasificación clásica
ofrecida por S. Tomás. El las divide en tres órdenes fundamentales: 1) el hombre, en cuanto
substancia (realidad que existe), tiende radicalmente a conservar el propio ser. Por ello ve como
buenos o malo los actos que tienen que ver positivamente con la conservación de la vida, la salud,
etc. 2) En cuanto ser vivo, tiene una inclinación hacia bienes más determinados, según lo que es en
él común con los demás animales. De ahí surgen los principios morales que se refieren a la
sexualidad, la educación de los hijos “y cosas semejantes”, dice S. Tomás. 3) En cuanto ser racional,
tiende a conocer la verdad, especialmente la de Dios, a vivir en sociedad, etc. De ahí los principios
que indican el deber de evitar la ignorancia, no ofender a los demás, comportarse con justicia, etc.
Como decía, es sólo un ejemplo.

Algunos autores proponen también otro tipo de clasificación, a partir de las tres relaciones
fundamentales de la persona humana, de acuerdo con las tendencias esenciales de su naturaleza: la
relación consigo mismo, con los demás, con Dios. En cada uno de esos ámbitos de relación, la
razón natural capta una serie de principios morales generales, en función de la naturaleza humana.

Por otra parte, la misma razón práctica capta entre las diversas tendencias naturales una jerarquía
interna y un orden, en relación con la identidad personal del sujeto. Aunque todas las tendencias
esenciales son vistas como buenas, la razón capta que son más esenciales aquellas que se refieren
directamente a la realización específica del individuo en cuanto ser personal. De ahí que forme
algunos principios morales generales que se refieren al respeto de esa jerarquía interna, viendo
como malo, por ejemplo, un comportamiento que sacrificara gravemente la dimensión espiritual del
individuo en aras de sus tendencias instintivas.

Podríamos decir que el contenido de la LMN termina aquí. Efectivamente, son sólo principios
generales. Luego viene todo el campo de las deducciones y aplicaciones de esos principios, que se
traducen en principios derivados y normas más concretas, que deben iluminar finalmente a la
conciencia de cada individuo para que juzgue correctamente (“conciencia verdadera”) sobre lo
bueno y lo malo en el quehacer de cada día, en medio de las múltiples circunstancias en que
siempre se sitúan sus actos humanos.

b) Características de la Ley Moral Natural

Si tenemos en cuenta lo que dijimos arriba al hablar de la naturaleza humana como universal e
inmutable, comprendemos enseguida que la LMN habrá de tener esas mismas características. Nos
podemos, pues, ahorrar ahora toda una disquisición sobre este punto. Nos limitamos a hacer unas
breves observaciones.

Ahí donde haya un ser humano, en cualquier época o latitud, de cualquier raza, cultura o religión,
habrá siempre un ser que existe con naturaleza humana. Y ese ser estará dotado, por su naturaleza
humana, de la capacidad de razonar sobre el bien y el mal. Comprenderá que “se debe hacer el bien
y evitar el mal”, y verá como buenos o malos los actos que vayan en armonía o contra la propia
naturaleza.

Surge inmediatamente una fuerte objeción: ¿cómo es posible entonces que haya tanta diversidad de
visiones morales, de juicios sobre lo bueno y lo malo, de comportamientos, normas y costumbres,
etc. como encontramos entre los diversos pueblos, razas, tribus, grupos y hasta individuos? ¿Por
qué para unos es moralmente aceptable comer carne humana y para otros no? ¿Por qué durante
muchos siglos se aceptó la esclavitud como algo normal y hoy no es admitida en ninguna sociedad
civilizada?

Podemos considerar dos tipos de causas de esa diversidad evidente: las causas subjetivas y las
objetivas.

Desde el punto de vista subjetivo, hay que tener en cuenta ante todo que no se puede pretender en
todos los seres humanos un conocimiento perfecto, completo y sin errores de los principios la LMN.

Ya S. Tomás enseñaba que hay una diversidad en la certeza y universalidad con que se entienden los
preceptos de la LMN, según su nivel. Todos entienden necesariamente el primer principio de la
moralidad (“hay que hacer el bien...”). También todos comprenden los principios comunes, que
derivan esencialmente de la naturaleza humana: se debe respetar la vida humana, hay que actuar con
justicia, sin ofender a los demás, etc. Pero cuando se trata de prescripciones particulares, que son
como las conclusiones de los primeros principios, es siempre posible la ignorancia o el error. Más
aún si nos referimos a los juicios de conciencia particulares, en función de las circunstancias
presentes.

S. Tomás habla de la corrupción de la razón por parte de las pasiones y de las malas costumbres.
Pero la psicología moderna nos ayuda a entender los múltiples condicionamientos, subjetivos y
objetivos, a que la razón se ve sometida: sentimientos, intereses creados, amistades, cultura,
necesidades imperantes y hasta el mismo subconsciente. No sólo, sino que hay que considerar
también la misma falibilidad de la razón humana, que no siempre es capaz -sobre todo si se ve
afectada por alguno de esos factores- de razonar del modo más razonable (ni en cuanto razón
especulativa ni en cuanto razón práctica).

Por ello, desde el punto de vista subjetivo, siempre es posible que haya diferencias en la
comprensión de los principios que guían la vida moral de las personas y los pueblos. Puede también
haber un progreso -o al contrario, una regresión- en la comprensión de la LMN. En una época no se
comprende que la esclavitud es contraria a la LMN, porque no se entiende que todos los seres
humanos tienen igual dignidad, o porque no se comprende que esto implica que nadie debe ser
dueño de otra persona. En otros momentos se ofusca la conciencia de muchas personas hasta llegar
a autorizar por ley que unas personas eliminen a otras antes de que nazcan porque están enfermas, o
simplemente porque no son deseadas...

Desde el punto de vista objetivo, hay que tener en cuenta que a veces se dan cambios de
circunstancias tales que hacen que un mismo principio general exija una diversa aplicación en un
caso y en el otro. Pensemos en los “derechos de autor”, que hoy son considerados, tanto
moralmente como jurídicamente, entre los derechos fundamentales de la persona. En la Edad Media
no eran siquiera conocidos. Cualquiera podía copiar y hacer circular un manuscrito. Pero cuando,
con el advenimiento de la prensa, se hizo posible multiplicar y vender los textos a gran escala, se
comenzó a percibir que no es justo que alguien se aproveche del trabajo de un autor sin que éste
perciba los beneficios de su esfuerzo. Algo parecido cabría decir respecto del famoso caso de la
moralidad del “préstamo con intereses”. Hasta hace relativamente poco tiempo se consideraba
totalmente inmoral; hoy nos parece la cosa más normal y justa. Lo que ha cambiado ha sido la
circunstancia objetiva de la función que tiene el dinero. Antes se entendía que “se debe dar a cada
uno lo que es suyo”. Y si alguien prestaba una vaca al vecino por dos años, tenía derecho a que le
devolviera la vaca y algún ternero, puesto que la vaca le habría dado a él varios terneros si se
hubiera quedado con ella. Pero con el dinero era diverso. Se decía que “el dinero no pare”. Por ello,
si alguien prestaba cien, tenía derecho a recibir cien y sólo cien, que era lo suyo. En cambio hoy, en
el sistema económico y financiero existente, podríamos decir que “el dinero sí pare”. Si yo le presto
cien a alguien, tengo derecho a que me devuelva algo más de cien, dado que si no los hubiera
prestado me habrían producido una cierta cantidad.

En todos estos casos, lo que sucede, pues, no es que cambie el principio moral, sino que una diversa
situación circunstancial hace que el mismo principio -por ejemplo, el principio de dar a cada uno lo
suyo- exige un diverso comportamiento.

Teniendo en cuenta todas estas apreciaciones, podemos entender mejor lo que significa que la LMN
es universal e inmutable.

6. Una llamada de Dios

Terminemos brevemente recogiendo el sentido inicial de todo nuestro capítulo: Dios llama al
hombre a realizarse en cuanto tal, a través de la LMN que Él mismo “promulga” en su interior por
medio de la misma razón práctica que ha puesto en él al crearlo con esa naturaleza humana.

Como dice GS 16, el hombre descubre en su conciencia “una ley que él no se dicta a sí mismo”.
Quizás no lo sabe, pero esa ley que descubre dentro de sí, es “una ley escrita por Dios en su
corazón”: la Ley Moral Natural. Una Ley que, en cuanto tal, está destinada a orientar moralmente la
vida del hombre. Pero no desde fuera, ni como una imposición determinante. Es una Ley que se
presenta desde dentro del hombre y que respeta totalmente su libertad. Es una Ley que no impone
sino invita; una Ley que “llama”.

Cuando el hombre descubre con su razón práctica unos principios morales generales que le ayudan
a discernir el bien y el mal, y con su voluntad se adhiere al bien y rechaza el mal, está en el fondo
respondiendo a la llamada que le hace Dios a través de la LMN que ha “promulgado” en él.
También cuando el hombre no sabe siquiera que existe Dios.

Lecturas complementarias

CEC 1706, 1776, 1860, 1949-1960, 2036, 2070, 2071, 2235, 2312, 2383
VS 12, 35-53, 72, 79
EV 2, 57, 70-73, 77, 90
GS 16
DH 3
Sto. Tomás, S. Th., I-II, q. 94, a. 1 y 2, a. 4-6; q. 68, a. 2; q. 91, a. 2; q. 93, a. 6; q. 97, a. 4, ad 3; In
II Sent., d. 42, q. 1, a. 4, ad 3

Autoevaluación

1. ¿Cuál era el criterio de moralidad, es decir, el criterio o norma para juzgar el bien y el mal de las
acciones según el nominalismo?
2. ¿Por qué, según el protestantismo, no puede haber una LMN?
3. ¿Qué quiere decir Jesucristo con la expresión sobre el matrimonio: “al principio no fue así”?
4. Menciona algunos documentos del Magisterio de la Iglesia que hablan de la LMN.
5. Define de forma breve y completa la LMN
6. ¿Cuál es la relación entre la LMN y la sindéresis?
7. ¿Por qué se puede decir que la LMN es una “ley”?
8. ¿Quién “promulga” la LMN: la razón o Dios?
9. ¿En qué sentido la LMN es un participación de la Ley Eterna de Dios?
10. ¿Qué significa que la LMN es una ley moral?
11. ¿Qué significa que es “natural”?
12. Al hablar de naturaleza humana, ¿qué queremos decir con “naturaleza”?
13. ¿Cómo es posible que la naturaleza humana sea inmutable y universal si podemos constatar
tantos cambios en los individuos y en los pueblos a lo largo de los siglos?
14. ¿Cómo se puede probar que la naturaleza humana es universal e inmutable?
15. ¿Por qué la naturaleza humana es normativa, es decir, nos exige respetarla?
16. ¿Por qué debemos respetar nuestro cuerpo?
17. ¿Cómo formula la razón práctica los principios morales generales de la LMN?
18. ¿Cuál es el contenido de la LMN?
19. ¿Cuáles son las características de la LMN?
20. ¿Por qué, entonces, varían tantos las costumbres y los juicios morales entre los pueblos y los
individuos?

Para la reflexión y discusión

1. Durante los primeros siglos del cristianismo ni la sociedad ni la Iglesia vieron mal la esclavitud.
El mismo San Pablo aconseja a los esclavos aceptar su situación (1Co 7, 21). También Sto. Tomás
la consideraba como algo normal. No faltan moralistas que, apoyándose en hechos como éste,
argumentan que el hombre es un ser “esencialmente cultural e histórico” y que, por tanto, las
normas morales, incluso las que se dicen de ley natural, están sujetas a cambios a lo largo del
tiempo según las épocas, culturas, costumbres, mentalidad, etc. Del mismo modo que hechos del
pasado como la esclavitud nos parecen hoy reprobables, podría suceder que acciones que hoy
consideramos censurables mañana sean vistas (el divorcio, la contracepción, etc.). La ley natural no
sería, pues, universal ni inmutable. No existirían normas morales absolutas. ¿Es así? ¿Por qué? (cf.
VS 53, 55).

2. ¿No se opone la “rigidez” de una ley moral universal e inmutable con la unicidad e irrepetibilidad
de cada persona en su individualidad y en la mutabilidad de las circunstancias particulares en que
debe obrar? (cf. VS, 51, 53, 55).

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