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AL ENCUENTRO CON BOLIVAR

DE TRAPOSOS A SAN JACINTO

PASO 1

–¡Toc, toc, toc!


Son las ocho de la mañana de un domingo resplandeciente. Ya el sol calienta,
aunque todavía con un dejo de dulzura, como quien quiere y no quiere, la dormitada
ciudad caraqueña. Dormitada, porque es domingo. Si no fuera este día feriado, a esta
misma hora gran parte de los dos millones de habitantes que pueblan esta gran
ciudad, se estarían cruzando unos con otros en las intrincadas calles y el bullicio sería
general.
Pero a esta hora, en la empedrada callejuela que está entre Traposos y San Jacinto,
reina un silencio y una tranquilidad absolutos.
–¡Toc, toc, toc!
Un niño de doce años de edad, vestido de pantalón azul camisa blanca y una
moderna corbata, insiste en tocar fuertemente la aldaba de hierro fijada a la puerta de
la casa natal de Simón Bolívar.
–¡Toc, toc, toc!
Finalmente se abre la puerta. Pero, ¡qué sorpresa! Es el propio Simón, revestido de
inmortalidad el que atiende al pequeño visitante.
–Buenos días amiguito. ¿Vienes a visitarme? Pues, aquí estoy, de cuerpo entero...
anda, pasa adelante, no te quedes allí parado, que mi casa es tu casa y la de todos tus
amigos... A propósito, ¿por qué viniste solo?
–Primero... déjame decirte... ¿me permites que te trate de tú?
–¡Claro que sí! Si eso es lo que más deseo, que me trates como a tu mejor amigo,
no como a un dios ni semidiós; que me tengan todos en el corazón, como yo los tengo
en el mío.
–Pues bien, mis padres me dejaron venir hasta acá, a visitar tu casa, mientras ellos
asisten a la Catedral.
–¡Ah, bien! ¡La Catedral! Allí tenía mi familia la Capilla de la Santísima Trinidad...
Pero luego hablaremos de eso. Y ahora, como tú viniste a conocer mi casa, ven
conmigo. No te he preguntado tu nombre, pero no importa; ni siquiera sé si eres o no
venezolano. Tú pudieras ser Francisco, Luis, Antonio, Gerardo, Rodolfo, Pedro,
Ricardo... o pudiste haber nacido en Ecuador, Bolivia, Puerto Rico, Italia, Portugal,
Colombia... lo importante es que estás aquí, en esta patria que yo formé con la sangre
de venezolanos y extranjeros y con mi propio sacrificio.
Tú, mi pequeño amigo, representas ahora, y en este lugar, a todos los niños que en
Venezuela y en la América que yo soñé se preparan para engrandecer el futuro propio.
¿Quieres darme la mano y recorrer conmigo, paso a paso, toda mi vida, mis venturas y
desventuras?
–Te seguiré y te escucharé, Simón Bolívar.
–Bien, perdóname si por un tiempo no te dejo hablar, pero tengo muchas cosas que
decirte. Espero que no te vayas a cansar.
Imagínate una ciudad que no es como la Caracas de hoy, sino como una aldea, un
pueblo con muy pocas casas, pocos habitantes, si la comparas con los habitantes que
después llegó a tener; calles rectas empedradas, muy pintorescas... pero como quiero
que te hagas buen amigo de ciertos señores que escribieron interesantes libros y
cuentan muy bien las cosas que ellos mismos vieron en años anteriores, te voy a decir
cómo vio el historiador José Oviedo y Baños la Caracas del siglo dieciocho, en que yo
nací. Dice este gran historiador que las calles eran “anchas, largas y derechas, con
salida y correspondencia e igual proporción a todas partes, y como están pendientes y
empedradas, ni mantienen polvo, ni consienten lodos; sus edificios los más son bajos
por recelo de los temblores, algunos de ladrillos, y lo común de tapias, pero bien
dispuesto y repartido en su fábrica”.
¿Viste? ¡Qué deliciosa ciudad colonial! Se vivía tranquilo, no se puede negar. Aquel
respeto con que se trataban las gentes, aquella decencia y ese toque de hidalguía, que
se hacían carac-terísticos de nuestro pueblo, porque así lo había aprendido de los
bravos españoles que descubrieron y conquistaron esta porción del Nuevo Mundo que
habitamos.
El espíritu de recogimiento y devoción se notaba en la ciudad, que no por eso
dejaba de ser alegre y dicharachera. ¿Te has fijado en que todavía los españoles,
especialmente los andaluces, son muy aficionados a decir y decir cosas, a hablar hasta
cansarse?... Bueno. A hablar hasta cansarse los que escuchan, porque ellos no se
cansan nunca de hablar.
Y esa devoción del pueblo venía porque había muchas iglesias, muchos conventos
y, naturalmente, muchos religiosos, ya fueran sacerdotes o monjas. En la Venezuela de
esos años, la mayoría de los religiosos estaba formada por capuchinos o jesuitas. Se
rezaba mucho más que en tus tiempos; se asistía a más procesiones.
Así como Caracas tenía su propia patrona, que fue en un principio Nuestra Señora
de la Luz, por iniciativa del Obispo Díez Madroñero, las familias principales también
tenían patronas: los Tovar, por ejemplo, veneraban a la Virgen de la Guía; los Condes
de San Javier, a Nuestra Señora del Rosario, los López Méndez, tenían La Candelaria;
los Echezuría, se desvivían por La Inmacu-lada; mi familia heredó el patronato de la
Santísima Trinidad.
Como te dije, se vivía feliz en esta sociedad patriarcal, es decir, en un pueblo como
el de esos años, de mil setecientos y tantos, en que los gobernantes, los Jefes del
Gobierno, pretendían ser padres de todos los demás... y los demás se portaban como
hijos sumisos. Lástima que sólo podían gobernar los españoles, y nosotros, los
venezolanos, a pesar de haber nacido aquí, a pesar de tener muchas tierras y
haciendas, a pesar de ser, muchos de los criollos más ricos que los propios españoles
que venían de afuera, de la Madre Patria, los venezolanos, te repito, teníamos que
conformarnos con dominar en lo económico y en lo social, pero no en lo político. Sí;
nosotros no podíamos mandar en nuestro propio país. ¿Te parece justo?
Pues bien, en esta Caracas así de tranquila y con su clima de “eterna primavera”,
nací yo, por suerte y para orgullo mío. Era el 24 de julio de 1783. Para esa fecha era el
Rey de España Carlos III. Te digo esto, no para cansarte, sino para mencionarte al
Monarca español que creó en 1777 la Capitanía General de Venezuela.
Esto es muy importante que lo sepas, pues así quedó Venezuela fundada como
Nación; es decir, que debes grabarlo para siempre en la memoria que el 8 de
septiembre de 1777 es el día primero de nuestra nacionalidad, porque antes teníamos
provincias, como Maracaibo y Guayana, que pertenecían en lo político, militar y judicial
al Virreinato de Nueva Granada; pero ahora, con la Real Cédula del Rey Carlos III, las
Provincias de Venezuela, Cumaná, Maracaibo, Guayana, Margarita y Trinidad,
quedaban unidas políticamente, bajo la autoridad de un solo Gobierno que tenía la
sede o residencia principal en Caracas.
Justamente, cuando yo nací, hacía las funciones de Gobernador y Capitán General
de Venezuela un hombre que gustaba mucho de la ilustración, la cultura y el comercio;
ese fue don Manuel González Torres de Navarra, amigo personal de mi padre.
Este Gobernador contribuyó mucho al mejoramiento de Caracas y construyó con su
propio dinero el primer Teatro que tuvo la ciudad, en 1784, y estaba ubicado entre las
esquinas de Conde y Carmelitas.
La Casa en que yo vine al mundo es, pues, esta que tú estás visitando hoy y que
puedes visitar siempre que quieras, entre las esquinas muy caraqueñas de Traposos y
San Jacinto.

DE TAL PALO, TAL ASTILLA


PASO 2
¿Te has fijado en que te hablé del siglo dieciocho? Estamos en 1783. Fin de siglo.
Lo han llamado siglo de la Ilustración; pero también es el siglo de la Revolución, porque
tanto el gran país de Norte América, Estados Unidos, como Francia, proclamaron sus prin-cipios
de liberación, gracias a las revoluciones que emprendieron.
Precisamente en el año en que yo nací, ese gran hombre que se llamó Jorge
Washington y que consiguió mi más ferviente admi-ración, obtuvo definitivamente la
Independencia de su país, que antes había sido colonia de Inglaterra.
Para esta época ya Caracas no era, por supuesto, la ciudad de veinticuatro
manzanas que había dibujado en un plano el Gober-nador don Juan de Pimentel, en
1578. Caracas había crecido y se habían construido casas muy bonitas, agradables y
fuertes. Re-cuerda que se le tenía mucho miedo a los temblores. Mi casa no se
quedaba atrás, tú mismo puedes apreciarlo.
Espaciosa, fresca, con tres patios, habitaciones cómodas y sobre todo el ambiente
de felicidad que se respiraba aquí al lado de mis padres y de mis hermanos. Con ellos
solía jugar en toda la casa, pero mi preferencia era por el patio de los granados,
árboles de hermosas flores rojas y de una apetitosa fruta: la granada.
Mi padre no era español. Es decir, era muy criollo, de La Vic-toria. Mi madre,
caraqueña. Papá se llamaba Juan Vicente Bolívar y Ponte y había nacido en 1726; y
como se casó en 1773, quiere decir que tenía 47 años para ese momento, y mi madre
apenas 15 años.
Ya sé que me quieres preguntar si mis abuelos eran también venezolanos. Sí; por
parte de padre y por parte de madre. Imagínate que el primer Bolivar que llegó a
Venezuela fue mi quinto abuelo, don Simón de Bolívar, llamado el Viejo, quien vino con
el Gobernador don Diego de Osorio, en 1589, en calidad de Secretario suyo. Había
nacido en Marquina, del señorío de Vizcaya, España. Y allí fue donde se originó mi
apellido, pero escrito así: “Bolibar”, que quiere decir en lengua éuscara o de los vascos
“pradera de molino”. Por eso mis antepasados tenían en su escudo una piedra de
molino.
Este quinto abuelo mío fue hombre muy importante. Apenas llegó a Caracas, el
Ayuntamiento de la ciudad lo comisionó para que fuera a España a solicitar del Rey
Felipe II ciertas ventajas políticas, económicas y culturales para la Provincia. Y logró
mucho de lo que fue a pedir. Logra, por ejemplo, que se envíen barcos con mercaderías
de Venezuela para España, la Cátedra de Gramática, el establecimiento del Seminario
Tridentino, que más tarde fue la Universidad de Caracas. ¡Palo de hombre fue el Viejo!
Y el Mozo, llamado también Simón de Bolivar, hijo del Viejo, ya era americano.
Nació en Santo Domingo. Después fue encomendero de los indios de San Mateo.
Enviuda y toma los hábitos religiosos. Había tenido un hijo llamado Antonio de Bolívar
Rojas.
Don Antonio fue mi tatarabuelo, o tercer abuelo. Su madre era hija nada menos
que del Capitán Alonso Díaz Moreno, vecino de la ciudad de Valencia. Desde muy
joven fue militar. Tuvo impor-tantes cargos, como el de Alcalde Ordinario de Caracas,
Corregidor y Justicia Mayor de los Valles de Aragua y Turmero y Alcalde de la Santa
Hermandad.Viene otro, el bisabuelo, don Luis de Bolívar y Rebolledo, quien nació en
Caracas y tiene casi los mismos nombra-mientos de su padre, don Antonio. Como tiene
dinero, contribuye con efectivo a la construcción de las fortificaciones de La Guaira.
Este puerto era muy atacado por los piratas, principalmente ingleses, aunque
también hubo franceses y holandeses. Mi bisabuelo fue uno de los más empedernidos
defensores del puerto, y esto como que se iba a convertir en tradición.
Por cierto que fue muy vivo y supo escoger a su esposa, doña María Villegas y
Ladrón de Guevara. Esta noble mujer era familia de don Juan de Villegas, fundador de
Barquisimeto y Capitán General de Venezuela. De manera que de este matrimonio
saldrán valientes guerreros. Hijos valientes.
Uno de esos hijos fue mi abuelo. Se llamaba don Juan de Bolívar y Villegas. Es el
fundador del pueblo de San Luis de Cura. Villa de Cura. Tuvo ganas y tenía condiciones
para ser Marqués de San Luis y Vizconde de Cocorote, pero la muerte llegó primero
que los títulos.
Don Juan fue dos veces alcalde de Caracas y Procurador General; también en dos
oportunidades fue Gobernador de Venezuela. Y, por supuesto, supo defender también
el puerto de La Guaira de los ataques piratas. Su esposa, o sea mi abuela, doña
Petronila Ponte, heredó las ricas minas de Aroa.
Y de la unión de don Juan y doña Petronila viene mi padre, de quien te hablé antes.
El no se quedó atrás. Cuando apenas tenía 16 años participó, como era ya tradición, en
la defensa de La Guaira, justamente cuando la atacó el inglés Knowles. Mi padre fue
también Procurador General de Caracas, Contador de la Real Hacienda y Coronel de las
Milicias de los Valles de Aragua, cuerpo al que perte-necería yo más tarde.
¿Cómo te ha parecido mi familia por parte de padre? De todos ellos heredé el
espíritu militar, el espíritu de aventura, la acción y el deseo de servir a los demás. Por
eso admito lo que tú me señalabas de aquel refrán tan cierto: “De tal palo, tal astilla”,
por que con unos antepasados con semejantes condiciones no podría yo quedarme de
simple Alcalde de San Mateo, por ejemplo.
Ahora quiero que me escuches lo que voy a decirte sobre mi madre, la dulce y
buena mujer que me trajo al mundo, María Concepción Palacios y Blanco. Cuando la
conozcas a ella te va a encantar.

CUANDO LA DICHA ES CORTA

PASO 3
Mi familia, por parte de padre y madre, era rica. Pertenecía a lo más encopetado de
la sociedad caraqueña. Pertenecía a la clase mantuana, al patriciado criollo.
La palabra “mantuano” viene de una prenda de vestir, el manto, que sólo usaban
las principales mujeres de la colonia. Y “patriciado” se deriva de patricio, que quiere
decir noble, pero sin títulos. En realidad nosotros no necesitábamos títulos. Con los
apellidos, famosos por generaciones, bastaba y sobraba.
Por otra parte, los títulos se compraban o se adquirían por algún servicio
extraordinario. Esta clase mantuana o aristocrática dominaba en lo social y en lo
económico; pero la mayoría de ellos miraba de muy mala gana a los pardos, a los
negros, a los que no pertenecían a su clase.
Y esto estaba muy mal. Si todos somos humanos, ¿por qué tiene que existir
diferencia de clases? Imagínese que una vez el Rey dictó una Real Cédula que se llamó
de “Gracias al Sacar”, mediante la cual los pardos dejaban de ser pardos si pagaban
una cantidad de dinero a la Corona; y como esta Real Cédula favorecía la igualdad de
las clases sociales, los mantuanos protestaron y hasta se iban a declarar en huelga
para que no se pusiera en práctica semejante orden.
¿Y por qué todo el lío que armaron? Simplemente porque así el blanco tenía que
sentarse al lado del pardo, a pesar de la “superioridad” de aquél y la “bajeza” de éste:
podía el pardo adquirir títulos, ocupar ciertos cargos públicos y hasta se le podía llamar
“Don”.
Para esta época la sociedad estaba dividida entre unos cien mil indios; unos
sesenta mil negros esclavos; los blancos, que constituían la clase dominantes: blancos
peninsulares, si habían nacido en España, y blancos criollos si habían nacido en el país;
y, finalmente, los pardos, que constituían la mayoría de la población de Venezuela y se
formaban de la unión de indios, blancos y negros.
A esa clase dominante de los mantuanos, pues, pertenecía mi familia. Y
pertenecieron casi todos los que iniciaron la Revolución contra España, en abril de
1810. Porque, recuerda que no teníamos el poder político y debíamos conquistarlo.
María de la Concepción Palacios y Blanco se llamaba mi madre. Tenía 15 años
cuando se casó. Había nacido en Caracas en el año 1758. Ella era muy dulce, muy fina,
de una exquisita sensibilidad. Le gustaba mucho el lujo, la comida. Vivir bien fue
característica de todos los Palacios.
Mi madre se parecía mucho a mi tío Estéban Palacios. Quizás por esto le tuve más
cariño que a los demás tíos. Mi hermana María Antonia y yo heredamos de ella los ojos
negros; en cambio mis otros hermanos, Juana y Juan Vicente, fueron rubios como mi
padre. A este punto debo decirte que tuve también una hermanita, que nació después
que mi padre murió, por eso se llama hija póstuma, y que tuvo la desgracia de morir a
las pocas horas; apenas hubo tiempo para bautizarla con el nombre de María del
Carmen.
El delirio de mi madre era la música; tocaba la flauta con habilidad y delicadeza.
Esto como que le venía de familia, pues ella era pariente del célebre Pedro Sojo, quien
fundó la famosa Escuela de Música de Caracas. El se llamaba en verdad Pedro Ramón
Palacios Gil, hermano de mi abuelo, don Feliciano Palacios. En las fiestas que se daban
en la casa, se escuchaba la mejor música.
Pero a la muerte de mi padre, que ocurrió cuando yo apenas tenía tres años, la
casa se entristeció, se cubrió de luto. Se creía que mi madre, viuda a los 26 años, no
tendría ni carácter ni fuerzas suficientes como para hacer frente a la administración de
los bienes de la familia.
Sin embargo, ella sola se encargó de todo, con entereza y con buen sentido
práctico. Tú sabes que nunca falta quien quiera apoderarse de lo que no es suyo, y
sucedió que a mi mamá la quisieron enredar, ¿pero no se dejó!
Al nacer yo, ella se sentía muy delicada de salud. A tal punto que no pudo
amamantarme y me entregó a doña Inés Mancebo de Miyares que, en mis primeros
días me dio de mamar. Luego la sustituyó en esta noble tarea la negra Hipólita Bolívar.
No era ese su apellido, pero antes, los esclavos tomaban el apellido de los amos. La
negra Hipólita fue para mí un padre y una madre. Su leche alimentó mi vida y no
conocí otro padre que ella.
Otro de los rasgos que caracterizaban a mi madre era su religiosidad. Era devota
de la Santísima Trinidad y del Nazareno de San Pablo, que se veneraba en la Iglesia del
mismo nombre.
En una ocasión, cumpliendo una promesa por el estado satis-factorio de salud de
mi abuelo, mamá hizo un hábito con materiales muy costosos para el Nazareno de San
Pablo, cuya túnica estaba ya deteriorada. Se dice que cuando el zapatero canario
Carmelo Piñera tocó lleno de fe esta túnica, pidiéndole al Nazareno que le salvara a su
hijo, se obró un milagro y a los pocos días el niño, que se llamaba Simón, estaba sano y
salvo.
Frecuentemente mamá nos sacaba a dar largos paseos, a caballo, por los
alrededores de Caracas, a las propiedades que teníamos. También me llevó a la
Hacienda que poseíamos en San Mateo.
Pero a ella también le llegó la muerte a temprana edad. A los 34 años se nos fue,
dejándonos en la más completa orfandad. La dicha fue muy corta.

JUVENTUD, DIVINO TESORO

PASO 4

Entré de lleno en la juventud sin el calor del hogar, de ese cariño insustituible que
sólo se consigue en el seno de los padres. Apenas murió mi madre, las dos hermanas
se casaron, muy jóvenes; y los varones quedamos bajo la tutela del abuelo Feliciano,
quien se murió al siguiente año. Cuando murió don Feliciano, yo tenía diez años. Desde
entonces, mi primera y gran ambición era la de viajar a España, conocer la Madre
Patria y estar cerca de mi tío Estéban a quien quería mucho.
El tío Estéban era distinto al tío Carlos, mi nuevo tutor. Este era de carácter áspero,
gruñón y no muy inteligente. Me regañaba por la más pequeña tontería y encima de
eso me dejaba solo, con la servidumbre, pues como estaba soltero aprovechaba para
atender sus negocios fuera de Caracas. Mi hermano Juan Vicente ya no estaba
conmigo, pues le habían asignado como tutor a Juan Félix Palacios y Blanco, y vivía con
él.
Te podrás imaginar, entonces, si tendría razón en irme de mi casa. Un buen día,
precisamente un día antes de cumplir los doce años, aprovechando que mi tío no
estaba en Caracas, me fugué y fuí derechito a casa de mi hermana María Antonia,
casada con don Pablo de Clemente.
Así, de pronto, me encuentro alejado de mi días de infancia, cuando jugaba en la
casa solariega, a la vista de mi madre, con mis hermanos, con Hipólita y con la
inolvidable negra Matea, que no fue mi nodriza, sino mi aya, o sea, mi cargadora.
Jugábamos al escondite, el “palito mantequillero”, “la candelita”, “gárgaro malojo” o
escuchábamos una y otra vez esos cuentos espantosos de La Sayona, o los sabrosos
de Tío Tigre y Tío Conejo... Ahora estaba lejos de todo esto, en casa de mi hermana.
Adiós a mi querido patio de los granados.
Pero antiguamente no eran las cosas tan fáciles. María Antonia y su esposo
tuvieron que informar lo ocurrido a la Real Audiencia, justamente el día de mi
cumpleaños. Y allí comenzó el pleito porque mi tío Carlos quería que yo volviese a la
casa y mi hermana, que no tenía ninguna culpa en lo de mi fuga, sin embargo, me
amparaba y deseaba que me quedara con ella, porque me quería más.
El caso fue que originé, sin quererlo, un lío que requirió la intervención del Tribunal
de la Real Audiencia. Mi tío decía: “...el pupilo me venera y se sujeta ciegamente a mi
voluntad, estoy cierto de que me profesa mucho amor y la mejor ley”; lo cual no era
cierto: yo ni lo veneraba, ni le profesaba mucho amor. Además, me acusó de ser
“absolutamente desaplicado a todo género de instrucción”. De esto vamos a hablar
más adelante.
Ya estaba claro que yo no podía, o mejor dicho, no quería volver a casa con mi
tutor; pero de todas maneras así lo dispuso la Real Audiencia, por lo que yo me resistí
con todas mis fuerzas... pero los demás fueron más fuertes. Un esclavo me cargó con
violencia y me llevó a casa del maestro Simón Rodríguez. ¡Qué tipo tan particular este
hombre!
En casa de Simón Rodríguez vivían su mujer “doña María de los Santos Ronco, con
tres criados y dos domésticos de su servicio, su hermano don Cayetano Carreño, la
mujer de éste doña María de Jesús Muñoz, con un niño recién nacido, don Pedro Piñero
y un sobrino de éste, cinco niños pupilos entregados por sus padres y encargado de su
educación y asistencia, e igualmente la suegra de dicho Rodríguez, la de su hermano y
dos cuñadas de ocho y trece años...”
Total, un gentío. Al principio sentí que me estallaban los nervios y a los pocos días
me escapé también de aquí. Nadie me conseguía, hasta que me aparecí con el
confesor del Obispo de Viana.
Aunque esta vez, por complacer al Obispo Viana no me regaña-ron, sin embargo,
hiciéronme firmar una disposición de la Real Audiencia, en la que se me instaba a
obedecer, a asistir a las clases puntualmente y a “no salir otra vez sin permiso del
mismo maestro de su lado y compañía”. También se me ponía un “sujeto de edad” o
cuidador, para que no me desamparara “en la casa del maestro y fuera de ella”.
Afortunadamente esto último no se cumplió como la Real Audiencia lo quería.
Esa era, amiguito mío, la primera vez que yo firmaba, y me salió bien la firma. Al
fin y al cabo me sentía más sereno, porque había logrado hacer lo que sentía. Por eso,
cuando el Tribunal me interrogó sobre mi parecer, le dije: “Ustedes pueden hacer con
mis bienes lo que quieran, pero con mi persona, no. Si los esclavos tienen libertad para
elegir amos, a mí no me la pueden negar para vivir en la casa que me agrade”.
Finalmente, yo mismo decidí volver con mi tío Carlos y éste permitió que siguiera
asistiendo a la escuela que dirigía don Simón Rodríguez. El era renovador, le
preocupaba la educación del pueblo y la forma en que se desarrollaba para entonces.
Presentó un Proyecto de reforma escolar, pero no le hicieron caso. Don Simón era
orgulloso; como no le importaba al gobierno su Proyecto, renunció a la regencia de la
escuela.
Yo estuve con don Simón hasta los catorce años. Este hombre fue un sabio, un
filósofo consumado, y un patriota sin igual, el Sócrates de Caracas. Yo siempre lo
recordé porque fue el hombre más extraordinario del mundo; él dirigió mis pasos y
formó mi corazón para la libertad, para la justicia, para lo grande, para lo hermoso; yo
seguí el sendero que él me señaló. No puedes imaginarte cuán hondamente se han
grabado en mi corazón las lecciones que me dio; no he podido jamás borrar siquiera
una coma de las grandes sentencias que me regaló. Don Simón fue un andariego, un
gran caminador, por eso lo encontraremos más adelante.

VALE LA PENA ESTUDIAR

PASO 5
Todavía recuerdo con horror y también con un poco de gracia la primera carta
que escribí. Estaba dirigida al tío Pedro Palacios y los errores de ortografía eran casi
tantos como las palabras. ¡Qué horror! Hoy en día un niño de menos edad que yo no
cometería tantas faltas gramaticales.
Pero es el caso que antes no se le daba tanta importancia a la ortografía, a menos
que se fuera a estudiar alguna licenciatura. Además, no existían normas fijas de
ortografía como ahora.
Estudiar vale la pena. Es la única manera de conocer el origen de las cosas, de lo
que nos rodea, y prepararnos para ser útiles a la sociedad, a nuestros semejantes.
Moral y luces son nuestras primeras necesidades. O sea, moralidad e instrucción. Yo
estuve consciente de ello, por eso me preocupé por aprender y aprovechar
prontamente el tiempo perdido de los primeros años de vida.
Comencé, como ya sabes, en la escuela del primaria que regen-taba el maestro
Simón Rodríguez. Luego, cuando éste renunció, pasó a dirigirla al maestro Guillermo
Pelgrón. Fueron también mis educadores Carrasco y Fernando Vides, en Escritura y
Aritmética; el padre José Antonio Negrette, en Historia y Religión. Pelgrón me dio
rudimentos de Latín.
Por estos años, en las colonias de España uno se hacía sacerdote o militar. Las
vocaciones para ambas carreras estaban alimentadas con mucho interés por nuestros
mayores. En el caso mío, por ejemplo, cuando tenía doce años, el tío Carlos decía que
el vestuario que se usa en los seminarios “es incompatible con el militar que debe traer
continuamente don Simón de Bolívar como destinado a la carrera militar”.
Quiere decir que yo debía seguir la misma carrera de mis ante-pasados. Y
naturalmente a mí me gustaba, si no, me habría opuesto. En enero de 1797 entré
como cadete del Batallón de Milicias de Blancos Voluntarios de los Valles de Aragua.
Papá había perteneci-do a este Batallón como Coronel.
Año y pico más tarde, el 4 de julio de 1798, fui ascendido a Sub-Teniente de la
Sexta Compañía del mencionado batallón. En la hoja de servicios me pusieron: “valor:
conocido. Aplicación: sobresalien-te”. ¿Te fijas, entonces, en que mi tío Carlos no tenía
razón cuando aseguraba que yo era “absolutamente desaplicado a todo género de
instrucción?
Ahora bien, todo buen militar debe tener conocimientos más amplios sobre otras
materias. Así, el sabio Capuchino Fray Francisco del Andújar puso en mi casa una
Academia de Matemáticas sólo para mí. Eso fue para junio de 1798; tenía yo quince
años de edad. Muy tarde para aprender, ¿verdad? Pues había que recuperar el tiempo
perdido. El sabio Andújar me enseñaba matemáticas, física, dibujo topográfico,
álgebra, geometría, etc.
También tuve la suerte de admirar la superioridad de este caraqueño
contemporáneo mío que se llamó Andrés Bello. El me daba clases de Bellas letras y
geografía. Fue mi maestro cuando teníamos la misma edad, y yo le amaba con
respeto.
Pero la completa educación la adquirí en Europa. Se me había metido en la cabeza
que debían enviarme a estudiar a España, pero siempre me decían que los navíos que
viajaban a Europa corrían mucho peligro por causa de la guerra, y porque los buques
ingleses asaltaban en alta mar a cuanta embarcación veía; además, se me tuvo un
tiempo engañado con el cuento de que mi tío Estéban ya se venía para Caracas.
Mi insistencia, favorecida por un cambio de opinión en el tío Estéban, hicieron que
finalmente cumpliera mi sueño. Fui a dar a la tierra de mis antepasados, en un viaje
que me resultó de grandes aventuras.
Ten presente que hay tres fuentes principales de ilustración: el hogar, la escuela y
la vida. Los viajes te proporcionan gran suma de conocimientos, de manera que en la
vida misma vas encontrando un libro abierto. Pero los padres en el hogar y los
maestros en las escuelas deben ser modelos de comportamiento porque los hijos se
miran en ellos como en un espejo.
Yo tuve el ejemplo de mi padres, que por desgracia me duraron tan poco tiempo. Y
mi primera educación estuvo bien encaminada. Por eso me molesté mucho cuando un
francés llamado Mr. de Mollien, godo servil, embustero, que presumía de sabio y le
pagaban para que desacreditara a los nuevos estados, escribió cantidad de cosas, unas
alabando a Santander, Vice-Presidente de Colombia, y otras dándole a los demás más
o menos duro.
Dice Mr. de Mollien, que mi educación fue muy descuidada, pero eso no es cierto,
puesto que mi madre y mis tutores hicieron cuanto era posible porque yo aprendiese:
me buscaron maestros de primer orden en mi país. Robinson (que así se llamaba a
veces Simón Rodríguez) fue mi maestro de primeras letras y gramática; de bellas
letras y geografía, nuestro famoso Bello; se puso una Academia de Matemáticas sólo
para mí por el Padre Andújar, que estimó mucho el Barón de Humboldt.
Después me mandaron a Europa a continuar mis matemáticas en la Academia de
San Fernando; y aprendí los idiomas extranjeros, con maestros selectos de Madrid;
todo bajo la dirección del sabio Marqués de Ustáriz, en cuya casa vivía. Todavía muy
niño, quizás sin poder aprender se me dieron lecciones de esgrima, de baile y de
equitación.
Ciertamente que no aprendí ni la filosofía de Aristóteles, ni los códigos del crimen y
del terror, pero puede ser que Mr. de Mollien no haya estudiado como yo a Locke,
Condillac, Buffon, Dalambert, Helvetius, Montesquieu, Mably, Filangieri, Lalande,
Rousseau, Voltaire, Rollin, Berthot, y todos los clásicos modernos de España, Francia,
Italia y gran parte de los ingleses.
Desde muy joven, pues, me acostumbré a la lectura. Leía con gran avidez y fue un
hábito que tuve hasta el final de mis días. Re-cuerdo que en plenas campañas, cuando
había oportunidad, colgaba una hamaca y me dedicaba a leer historia. Y cuando fui por
primera vez a la quinta de San Pedro Alejandrino, el propietario de ésta, el generoso
señor Mier, me enseñó toda la casa y al llegar a la biblioteca se excusó diciéndome que
ésta era muy pobre. Yo le contesté:
¡Cómo muy pobre! Si tiene usted aquí a Gil Blas y a Don Quijote: el hombre como
es y el hombre como debiera ser.
A ti, amigo mío, te recomiendo particularmente que leas estos dos libros, que
contienen grandes enseñanzas, a pesar de haber sido escritos hace tantos años.
Puedes aprovechar la biblioteca de tus padres, así como yo lo hice con la de mi
papá. El tenía libros muy interesantes, que yo pude hojear en cuanto tuve uso de
razón.
Sobre este punto también quiero decirte que “un hombre sin estudios es un ser
incompleto”. “La instrucción es la felicidad de la vida; y el ignorante, que siempre está
próximo a revolverse en el lodo de la corrupción, se precipita luego infaliblemente en
las tinieblas de la servidumbre. O sea, en la esclavitud”.
Y así como pedía para mi sobrino Fernando Bolívar, hijo de Juan Vicente, una
educación esmerada, así quiero que la recibas tú, teniendo en cuenta, que la
educación de los niños debe ser siempre adecuada a su edad, inclinaciones, genio y
temperamento.
Mi consejo para que aprendas bien las cosas es éste: la memoria demasiada
pronta, siempre es una faculta brillante; pero redunda en detrimento de la
comprensión; así es que el niño que demuestra demasiada facilidad para retener sus
lecciones de memoria, deberá enseñársele aquellas cosas que lo obliguen a meditar,
como resolver problemas y poner ecuaciones; viceversa, a los lentos de retentiva,
deberá enseñársele a aprender de memoria y a recitar las composiciones escogidas de
los grandes poetas; tanto la memoria como el cálculo están sujetos a fortalecerse por
el ejercicio. La memoria debe ejercitarse cuanto sea posible; pero jamás fatigarla hasta
debilitarla.

DEL MAR CARIBE AL CANTABRICO

PASO 6
Justamente a mediados del año en que ingresé a las milicias, en 1797, se
descubrió en Caracas la conspiración de don Manuel Gual y José María España. Yo
estaba recibiendo clases en la escuela pública hasta el año anterior; y aunque don
Simón Rodríguez ya no dirigía dicha escuela, como te expliqué antes, sin embargo,
nunca dejó de iluminarme con sus buenos consejos y sus sabias enseñanzas.
Pero la conspiración de los patriotas Gual y España contaba con la colaboración del
maestro y, por supuesto, al ser descubierta, se vio comprometido. La revuelta iba
directamente contra el Capitán General, don Manuel de Guevara y Vasconcelos
cayeron en poder del Gobierno muchos de los implicados. Gual y España huyeron a las
islas de las Antillas (Trinidad). Los otros también tenían que irse de Venezuela; por eso
se fue Simón Rodríguez.
Este hombre genial es tratado por muchos como si hubiera sido un loco. En
realidad era de un carácter original, raro. Pero nos enten-díamos muy bien. El amaba la
naturaleza y me la hacía comprender a perfección. Por ello sus paseos predilectos eran
a pie. Y fue mucho lo que caminó por el mundo. El decía: “no quiero ser como los
árboles, que echan raíces; sino como las nubes, que viajan.
Me dolió mucho que don Simón se fuera de Caracas. Pero com-prendía, porque me
lo había explicado, que necesitaba respirar un aire de libertad que aquí,
indudablemente, no se respiraba.
Así, en Jamaica, Simón es don Samuel Robinson, inscrito ahora como alumno para
aprender inglés. Tiene 26 años. Luego, cuando se obstina, va a España y de allí a París.
Cambia de nombres como de apellido. En realidad, él no debía llamarse Simón
Rodríguez, sino Simón Carreño Rodríguez. Pero se quitó el apellido paterno por un
disgusto familiar. Así era él.
Buen amigo, hasta la muerte. Un día me escribió: “Amigo, en mi concepto, es el
que, simpatizando conmigo física, mental y moralmente, se me declara afecto. Tengo
por consiguiente tres especies de amigos, que llamo simples, cuando no me los atraigo
sino por una sola cualidad, y compuestos (dobles o triples), cuando coincidimos en dos
o en las tres. En usted tengo un amigo físico, porque ambos somos inquietos, activos,
infatigables; mental, porque nos gobiernan las mismas ideas; moral, porque nuestros
humores, sentidos e ideas dirigen nuestras acciones al mismo fin. Que usted haya
abrazado una profesión y yo otra hace una diferencia de ejercicio, no de obra”.
¿Puede ser un loco este señor? Estrafalario, farsante, extra-vagante, don Samuel o
don Simón fue mi maestro y mi gran amigo. Conócelo tú, y ámalo también.
El viaje de don Simón acabó por estimularme más, para insistir yo en el mío a
España. Afortunadamente, el tío Estéban escribe al tío Carlos diciéndole que es de
aprovecharse la oportunidad de estar él trabajando en la Corte, en Madrid, para que
nos envíen a Juan Vicente y a mí, para “tomar alguna instrucción buena y veremos lo
que la suerte puede dar de sí en favor de ellos, teniendo como tienen mucho
adelantado por sus grandes facultades”.
Por otra parte, al tío Estéban lo acaban de nombrar Ministro del Tribunal de la
Contaduría Mayor de Cuentas de Madrid. ¡Vaya cargo con todo y título! Eso quería
decir que ya su situación econó-mica estaba mejor y podría atendernos como él
pretendía. Porque, sabrás, él no quería que se dijese que estaba viviendo de mis
rentas. Era muy delicado en ese sentido.
Gracias a esto, pues, y también al hecho de que ya tenía dieciséis años, el día 19
de enero de 1799 me embarqué en el navío “San Ildefonso”. Mi hermano al fin no se
decidió a ir; pero, en cambio, me acompañó un amigo, Estéban Escobar, quien iba con
una beca para estudiar la milicia en España.
Rumbo a la Península, debíamos hacer un camino indirecto, puesto que estaba
España en guerra y por lo que te dije de los corsarios ingleses. De manera que el 2 de
febrero arribamos al Puerto mejicano de Veracruz. Desde allí escribí la primera carta de
que te hablé antes.
Mientras el barco permanecía en el Puerto, aproveché para conocer Veracruz y la
capital azteca. Méjico, la opulenta ciudad de Montezuma y Guatimozín, los gloriosos
americanos que cayeron bajo el sable de Cortés, era entonces un Virreinato,
dependiente naturalmente de España. Ha pasado, sin embargo, mucho tiempo desde
que reinaba en la conciencia y en el alma de los mejicanos el dios o profeta
Quetralcohualt (Quetzalcoalt), que llegó a predicar una doctrina muy parecida a la de
Jesús, hasta la actual Virgen de Guadalupe, que ha sido aclamada como Reina de los
Patriotas.
Méjico me impresionó mucho, me gustó. Sobre todo, que ense-guida me puse en
contacto con gente importante. Llevaba una carta de presentación del Obispo para su
sobrino, el señor Aguirre, que era el Oidor de la Real Audiencia de Méjico. El me
hospedó amable-mente en su residencia y puedo decir que realmente disfruté mi
estada durante más de un mes en la capital del Virreinato. Hasta conocí a don Miguel
José de Anzanza, quien fue Virrey desde 1798 hasta 1800.
El “San Ildefonzo” estaba listo para seguir su accidentada ruta. Los cinco navíos y
once fragatas ingleses que mantenían bloqueado el puerto de La Habana, ya se han
retirado. Entonces, rumbo a la Habana. En esta isla sólo estuvimos dos días.
¡Por fin España! ¡Santoña! Las azules aguas del Cantábrico, convertidas en
retozonas olas, a manera de bienvenida, no cesaban de lamer el casco de nuestro
buque, ahora en estas playas de Santoña a tanta distancia de las lejanas costas de
Venezuela, remota colonia que pronto iba a despertar de esos trescientos años de
calma.
Mas, no fui directamente a Madrid. Pasé a Bilbao, tierra de mis antepasados. Hacía
doscientos cincuenta años que un Bolívar no volvía por estos lares, desde que el
primero de ellos se fue a la América.

UN SABIO DE GRECIA

PASO 7
Madrid sí que era diferente a Caracas. No era una ciudad de techos rojos que se
podían ver fácilmente desde cualquier altura. No. Madrid tenía edificaciones más altas,
como que no le tenían tanto miedo a los temblores de tierra. Calles amplias, plazas
muy bellas, paseos deliciosos. Hasta el clima me parecía distinto, a pesar de que
entraba ya el verano. La primavera había dejado todo más hermoso.
El tío Estéban, que me había recibido con grandes muestras de cariño, se desvivía
por enseñarme todo a la vez; daba la impresión de que no le alcanzaría el tiempo,
como si yo pensara en regresar enseguida a Caracas. Por eso, apenas a los seis días de
haber llegado a Madrid, me llevó a Aranjuez, espléndida ciudad a orillas del Tajo.
En Aranjuez residían los reyes de España. El Palacio Real es una soberbia
edificación cuya construcción duró muchos años, ya que fue empezando a levantar por
Felipe II, quien murió en 1598, después de haberse hecho famoso por la construcción
del Monasterio de El Escorial; luego lo continuaron y vinieron a concluirlo en definitiva,
Felipe V y Carlos III. Este último entró a mandar en 1759.
Pero el Palacio Real de Aranjuez estaba podrido por dentro. Sus bellos jardines no
armonizaban con la descomposición moral de los reyes de España, que eran para ese
entonces Carlos IV y María Luisa de Parma. Era ésta una mujer frívola, que no tenía
escrúpulos para presentarse ante los ojos de todo el mundo con un hombre que fue su
favorito, su preferido, además del esposo que tenía, que era el Rey. No había, pues,
moral en la corte. Y así, querían estos señores que la filosofía apagara sus luces para
que los pueblos tributen superstición a unos trozos de leña que llaman trono y a un
poco de metal que llaman corona.
Y, ¿sabes quién era en ese momento el favorito de la reina María Luisa? Nada
menos que don Manuel Mallo, un Guardia de Palacio, que era íntimo amigo de mi tío
Estéban y en cuya casa vivíamos. No podía pasar mucho tiempo, pues, para que yo me
diera perfecta cuenta de lo que pasaba por dentro en un reino que nos exigía a
nosotros, humildes y pacíficos habitantes de las colonias, orden, compostura y moral.
El tío Estéban vivía en casa de Mallo, conocía todo lo que ocurría, pero se hacía la
vista gorda. Al fin y al cabo, un cargo en la corte le consiguió. Y todos lo respetaban
porque era íntimo de un favorito de la Reina.
¿Te das cuenta de cómo vivía aquella sociedad? Si no podían sostenerse ellos
mismos por dentro, muchos menos podrían, en lo sucesivo, sostener o mantener el
vasto imperio que poseían, más allá de los mares.
Yo debía seguir a mi tío y por supuesto estaba residenciado en la misma casa de
Mallo. Por lo regular sólo lo veía durante las comidas y algunas veces de noche; pero se
hizo mi amigo y era nuestro favorecedor. De todos modos, no permanecí en esa casa ni
siquiera dos meses. Ese ambiente tan oficial, tan cortesano, no acababa de gustarme.
Al fin, el tío Pedro, que había salido de Caracas un poco después de mi partida, y
que tuvo un viaje con más aventuras, porque los piratas apresaron en dos
oportunidades el buque en que viajaba, el tío Pedro, repito, llegó a Madrid en estos
días. Y su hermano Estéban lo alojó también con nosotros. Pero ya era demasiado. Por
más que Mallo no se quejaba, lo decente era dejar esa casa y buscar una por nuestra
cuenta.
Así lo hicimos y el primero de agosto (estamos todavía en 1799) nos mudamos
para una casa en la calle de Los Jardines. Mis dos tíos y yo. Ya verás qué a tiempo nos
salimos de allí, porque a poco el señor Mallo perdió el favoritismo de la Reina y ahora
había otro hombre en la lista de María Luisa: ese hombre era Manuel Godoy, quien
volvía a juntarse con la mujer más exigente de la época.
Para este momento yo estaba viendo los toros desde la barrera, desde lejos,
porque me había ido a vivir con el sabio Marqués de Ustáriz, don Jerónimo de Ustáriz y
Tovar, ilustre caraqueño a quien debo muchísimo de lo que aprendí y llegué a ser,
porque a su lado, atendiendo su saber y observando sus virtudes, me alejé un tanto de
la vida disipada y palaciega que llevaba hasta ahora en la capital de España.
Este hombre sí que sabía. Como yo me estaba familiarizando ya con los clásicos
griegos y las historias de Grecia y Roma, no podía menos que advertir en el Marqués
de Ustáriz uno de esos sabios de la antigüedad, uno de los siete sabios de Grecia.
Le entré más a fondo a mis estudios, que ya no serían solamente de baile, esgrima
y equitación. Ya el tío Pedro había tenido oportunidad de mostrar su contento con mi
aplicación, cuando escribió a su hermano Carlos diciéndole que seguía “con gusto y
exactitud el estudio de la lengua castellana, el escribir en que está muy ventajoso, el
baile, la historia en buenos libros, y se le tiene preparado el idioma francés y las
matemáticas”.
Pero, si bien me sentía feliz y bien encaminado al lado del Marqués de Ustáriz, no
era menos cierto que me afligía mucho lo que acababa de ocurrirle al tío Estéban. A la
caída de Mallo en desgracia, mi tío, que era su íntimo amigo, fue hecho prisionero y
remitido a Monserrat. Era un régimen que no perdonaba la amistad que se tuviera con
algún ex-funcionario, ahora en desgracia, y había que hacerlo víctima también.
Entonces se me empezó a complicar la cabeza... y el corazón. Los sentimientos se
entremezclaban en mi joven espíritu de 17 años, acostumbrado como estaba yo hasta
ese momento a la vida fácil, regalada, sin mayores contratiempos, aunque forzado por
la misma naturaleza a valerme de mí mismo y prepararme para la vida, por razones de
mi orfandad.
Ya verás qué pasaba con mis sentimientos. Resulta que el Marqués de Ustáriz
estaba empeñado en que yo aprendiera, ya señalándome los libros que debía leer y
estudiar, bien conversando con él o participando en las reuniones sociales que daba en
su casa o a las que asistía y me llevaba consigo. Esas sesiones eran verda-deras clases
de altura, hasta te diría que de nivel universitario, por-que se conversaba con
profundidad sobre temas de interés general. Pero también por la misma vía tenía que
llegarme el amor.
En una de las reuniones en casa del Marqués, donde yo vivía, conocí a una linda y
delicada Madrileña. De seguidas entablé conversación con ella y la traté con la más
fina cortesía, de acuerdo con las reglas que me había enseñado el sabio Ustáriz.
Era yo muy joven, sí es verdad. Pero, créeme, te aseguro que me enamoré; me
apasioné de esa señorita de las más bellas circuns-tancias y recomendables prendas,
como era María Teresa Rodríguez del Toro y Alaiza, hija de un paisano y aún pariente.
Sí, su padre era el bueno de don Bernardo Rodríguez Toro, tío del Marqués del Toro y
de mi inolvidable amigo Fernando Toro.
¿Qué podía hacer? Aunque era ella un poco mayor que yo, el corazón había
hablado y a ese llamado que uno siente por dentro, como algo que le roe dulcemente,
no se le puede desatender, a menos que uno sea insensible.

JOYA SIN TACHA, DE INESTIMABLE VALOR

PASO 8
Tanto me trastornó María Teresa, que me obligó a escribir mi segunda carta. La
dirigí al tío Pedro, quien se encontraba en Cádiz, alejado de Madrid por las mismas
razones que mantenían preso a tío Estéban.
Los dos tutores no estaban, pues, a mi alcance. Mi único tutor que tengo aquí es el
Marqués de Ustáriz. No lo es legalmente, pero sí moralmente, porque es la única
persona que puede responder por mí en la capital española.
Por cierto que le comuniqué al Marqués lo de mi deseo de casarme con María
Teresa y me animó mucho; me prometió decírselo al tío Pedro y también a Manuel
Mallo; pero no sé por qué razón, a pesar de que le han escrito dos veces, y una de ellas
le entre-garon la carta en sus propias manos, no se ha tenido contestación alguna por
parte de Mallo.
Yo le decía estas cosas a tío Pedro, porque los nervios me comían. Le explicaba
también y él lo sabía, por supuesto que yo poseía un mayorazgo bastante cuantioso,
con la precisa condición de que he de estar establecido en Caracas, y que a falta mía
pase a mis hijos, y de no, a la casa de Aristeiguieta, por lo que, atendiendo yo al
aumento de mis bienes para mi familia, y por haberme apasionado de María Teresa, he
determinado contraer alianza con dicha señorita para evitar la falta que puedo causar
si fallezco sin sucesión; pues haciendo tan justa liga, querrá Dios darme algún hijo que
sirva de apoyo a mis hermanos y de auxilio a mis tíos.
Y como antes las cosas eran más formales, le pedí a tío Pedro que tuviera la
bondad de proteger esta unión dando las órdenes necesarias para pedir la señorita a
su padre, con toda la formalidad que exige el caso.
Esto lo escribía yo el 30 de setiembre de 1800, cuando acababa de cumplir 17
años. Y esto fue lo que argumentó en mi contra el padre de María Teresa, don
Bernardo. No fue que se opuso a la boda, sino que me pidió que la aplazara por un
tiempo, a fin de que maduráramos más. Tenía razón el viejo, pero cuánto me perjudicó
no haberme casado entonces.
Cuando las cosas van a suceder, no hay quien las pare. Todavía seguía la intriga y
el lío de Mallo, sustituido por Godoy. Pero el Gobierno del Rey tenía que llevar el asunto
hasta el final. Se habían metido con mis dos tíos. Hasta se meterían con el viejo y
bueno de Ustáriz y lo enviarían a Teruel, por no estar de acuerdo Godoy. Ahora se iban
a meter conmigo que apenas si era un joven Sub Teniente.
En efecto, en los primeros meses de 1801, cuando me paseaba tranquilamente por
el barroco puente de Toledo, tendido sobre el río Manzanares de Madrid, se me acercó
un piquete de guardias ordenando que me detuviera. Yo andaba a caballo y vestía mi
uniforme militar; sin embargo, no fui respetado. ¿Por qué razón me detenían? ¡Quién
sabe! Tal vez por el parentesco con el íntimo de Mallo, a quien molestaba
constantemente la policía.
El caso es que el 20 de marzo Mallo me participa que tengo la autorización del Rey
para irme a Bilbao, donde había ido don Bernardo con toda la familia. A mí me llevaban
a la capital vizcaína, donde estaba mi bella novia, María Teresa. Pero por mala suerte,
a poco de haber llegado a Bilbao, la familia Rodríguez tiene que regresar a Madrid.
¡Otra vez lejos del amor de mis amores!
Pensar que estaba en la misma tierra de mis antepasados, cerca de La Puebla de
Bolívar, pero solo. Sin un familiar en quien volcar el cariño, ni siquiera con el sabio
Ustáriz. Quería regresar a toda costa a Madrid para concertar la boda. Ya había
pasado, poco más o menos, el tiempo que había pedido don Bernardo para permitir el
casamiento de su hija.
Sin embargo, las autoridades de Madrid no me permitían regresar. ¿A quién le
hacía peso yo? ¿Qué tenía yo que ver con los líos de Palacio? En Bilbao tuve que
permanecer casi un año. El sabor vasco estaba en el ambiente. Y yo era de origen
vasco. Paseaba por los alrededores de la ciudad, cruzaba una y otra vez los distintos
puentes que tiene Bilbao sobre el río Nervión. De todas partes venían aquí a recalar
buques y más buques. La sola naturaleza y los paisajes de Bilbao bastaban para
distraer y estimular el espíritu de cualquier viajero; pero el mío, no. Mi pensamiento y
corazón estaban en Madrid, aleteando alrededor de mi amada.
Por coincidencia, o por ironía del destino, allí conocí a otra Teresa. Teresa Laisney
era su nombre. Francesa, casada con el Coronel Mariano de Tristán. A ellos los traté
con cierta confianza, aunque sólo me verían en ese momento como el pobre chico
Bolívar de Bilbao, tan modesto, tan estudioso, tan económico.
El tío Pedro me escribió desde Cádiz diciéndome que estaba tomándose interés por
la libertad del tío Estéban. Yo me alegré mucho y le contesté dándole las gracias por el
paso que daba en alivio del buen padrino. No sabía cómo manifestarle mi contento,
pero me vino el presentimiento del buen éxito que tendríamos. Mis oraciones eran
pocas y quizás poco eficaces porque las hacía yo; pero no por eso dejé de aplicarlas
todas al buen resultado del celoso interés que el tío Pedro ponía a ese negocio.
En la misma carta, y para aprovechar, desesperado ante la imposibilidad de ir a
Madrid, le dije al tío Pedro, que mi matrimonio lo efectuaría por poder; es decir, ella en
la capital y yo en Bilbao, y que después vendría don Bernardo con su hija para
embarcarnos de aquí en un neutral que toque en Norte América.
Sin embargo, después tuve otra idea. Pensé que desde Francia, hablando con el
Embajador de España en ese país, podría obtener pasaporte para Madrid. Así decidido,
el 13 de enero de 1802 ya esta-ba en la ciudad francesa de Bayona y desde allí pasé a
París. Esta era una ciudad para deslumbrar; pero yo no iba de turista, sino en busca de
mi Embajador. Me informaron que estaba en Amaines, otra ciudad francesa. En
Amiens estaban celebrando las fiestas por la Paz y por el triunfo del gran Napoleón
Bonaparte, primer Cónsul de Francia. En Amiens, perdido entre el gentío que aclamaba
a Napoleón, pude admirar al genial corso. Napoleón había nacido en Córcega, una isla
que fue primero de Italia y luego de Francia. Yo lo adoraba como al genio de la libertad,
como a la estrella de la gloria. El mismo pueblo, que se volvía loco de alegría al
aplaudir a su ídolo, lo proclamó “Restaurador del Estado y Genio de la Paz”.
En medio de las fiestas, pues, pude ver al Embajador de España, el caballero don
José Nicolás de Azara. Le planteé mi asunto y me dio pasaporte el 16 de febrero, para
que volviera a Bilbao, ¡pero a Madrid, nunca! ¿Qué iba a hacer otra vez en Bilbao?
Mejor me quedaba en París, hasta que le diera la real gana a las reales autoridades de
dejarme ir al lado de mi novia.
Yo le había oído hablar al Marqués de Ustáriz y a otros señores que se reunían en
su casa, acerca de una Academia Militar de mucha fama, que quedaba en el sur de
Francia, en Languedoc. Se trataba de la Escuela Militar de Sorez. ¿Por qué, pues, no
aprovechar para conocerla? En esa escuela estaban estudiando unos parientes míos,
los hermanos José y Miguel Rivas. El mismo Napoleón Bonaparte, ahora famoso
guerrero, pidió estudiar allí, pero no puedo por haberle llegado tarde la solicitud. El
caso fue que me interesé en perfeccionar mis estudios militares.
Me entusiasmó el hecho de encontrar allí, como alumnos, a los hijos de los
principales generales y oficiales que peleaban al lado de Napoleón. Podíamos, así,
seguir paso a paso las grandes batallas y leíamos una y otra vez los boletines de guerra. Así se
aprendía mejor. Mi paso por la Escuela de Sorez fue muy provechoso para mi.
En fin, ya estaba visto que ni en París ni en ninguna parte de Francia iba a obtener
lo que quería con respecto al viaje a Madrid. Regresé entonces a Bilbao y allí, cuando le
vino en gana al Gobierno, me dio el permiso para viajar a la capital, el 29 de abril de
1802. ¡Claro! Ya las cosas aquellas como que se habían olvidado.
Me fui a Madrid en un santiamén. Solicité permiso al Rey para contraer matrimonio
y el 15 de mayo recibía la autorización. ¡Ya estaba! María Teresa iba a ser mía muy
pronto. Sin embargo, había que hacer una serie de trámites y muy demorados... las
amones-taciones, por ejemplo. Pero, ¿he dicho demorados? ¡No puede ser! Acaba de
llegar a Cádiz un barco y en ese debo irme a mi patria, porque así se lo he prometido a
mi novia, y, además, porque así me lo exige el vínculo Aristeiguieta.
De inmediato escribí un oficio dirigido al padre Juan Bautista Ezpeleta, vicario de la
Villa de Madrid y su Partido, pidiéndole que me dispensara las Amonestaciones
conciliares porque había llegado a Cádiz el barco que con toda brevedad me debería
conducir con mi futura esposa a la América, por exigirlo así varias circunstancias
urgentes, y mediar la pérdida de intereses de no emprender ense-guida el viaje.
Y ¡zas! A los tres días el Padre Ezpeleta me liberó de las amonestaciones y pude
prepararme exclusivamente para la boda, que se realizó 6 días más tarde, en la Iglesia
de San José, de Madrid.
¡Qué linda estaba ese día mi novia, y qué dichoso mi corazón, que no me cabía en
el pecho! Ahora ya no era el señorito Bolívar, ni el “pobre chico Bolívar de Bilbao”.
Ahora era todo un señor, dueño de unas posesiones en América que iba a atender de
inmediato, como cabeza de familia. Iba orgulloso, porque lucía a mi lado a la “Joya sin
tacha de inestimable valor”.

COMO SE APAGA UNA LUZ

PASO 9
María Teresa tenía 20 años y yo, 19, todavía sin cumplir. Eramos, pues, un par de
jóvenes, sueltos en Madrid, así como un par de pajarillos a los que se acaba de abrir las
puertas de la jaula. Ahora, cuando podíamos disfrutar más a solas de todo lo que los
nos ofrecía Madrid, se iba a despertar más en nosotros el hechizo madrileño, el de una
ciudad que era el corazón de España y también su capital desde que así lo quiso Felipe
II.
Por doquier nos encontrábamos con las huellas luminosas de grandes pintores o de
arquitectos notables. Goya, Rubens, Velás-quez, verdaderos maestros del pincel. Nos
deleitábamos contem-plando la soberbia arquitectura de iglesias y capillas, como la del
Paseo de San Antonio de la Florida, que decoró el ilustre Goya. ¡Y cuántas veces
estuvimos en el Paseo del Prado, o nos atrevíamos a pasar bajo la Puerta de Alcalá,
monumental y hermosa; o entrar en el recogimiento de los Monasterios o en el
maravilloso libro abierto del Museo del Prado!
Pero, llegó la hora de irnos. Rumbo, pues, a La Coruña, donde tomaríamos el barco.
La Coruña es un importante puerto de España, situado en el noreste de la Península. Es
también ciudad muy hermosa y por los balcones cerrados con ventanas de cristal para
mirar hacia el majestuoso Atlántico , ha sido llamada la “ciudad cristal”. Dichosa
travesía, rumbo a otros mares, al Caribe mar que mi amada no conocía. A mediados de
julio arribamos al puerto venezolano de la Guaira. A sólo cinco metros sobre el nivel del
mar, aquí la temperatura se mantiene entre 28 y 30 grados, aunque la brisa es
saludable. Lo pintoresco del litoral y quizás la emoción de encontrarse ya en la tierra
de que tanto le había hablado, terminaron por inspirar a María Teresa.
El mismo 12 de julio empezó a escribirle, desde La Guaira, a su “adorado papá,
para narrarle las aventuras del viaje. Y aquí fue donde mi joven esposa me jugó una
mala pasada, puesto que le confesó a don Bernardo que “el primer día nos marea-mos,
pero fue un mareo de todo el día con vómitos”. Y pensar que yo pretendía mantener en
secreto esta debilidad de mi estómago...
A poco seguimos hacia Caracas. La ciudad no había cambiado mucho. Pasamos por
la casa donde yo había nacido, pero no nos quedamos a vivir allí. Nos establecimos en
la casa del vínculo de la Concepción, en la esquina de Las Gradillas. Esta casa era mía,
por cuanto me la había dejado, como parte de un mayorazgo, el Padre Juan Félix Jerez
Aristeiguieta y Bolívar.
Algunas mocitas, que fueron compañeros de mi infancia, me preguntaban molestas
que qué no tenían ellas que tuviesen las madrileñas, queriéndome decir con esto que
no tuve por qué ir a España a buscar esposa. Pero, ¿quién me quitaba en este
momento de felicidad? ¡Nadie! Los familiares y amigos nos invitaban a nume-rosas
fiestas, más que todo por conocer a María Teresa, apreciar sus modales y ver también
si yo había cambiado algo desde que me alejé de Caracas en 1799.
La misma María Teresa, que tenía en Caracas un primo, el Marqués del Toro, se
quedó admirada al ver el refinamiento con que vivía la sociedad caraqueña. Y no
éramos tan indios, como algu-nos pudieran creer, ya que había cierta cultura. Yo le
conté a ella, por ejemplo, que mi quinto abuelo, don Simón de Bolívar, fue quien logró
para Venezuela la instalación de la Cátedra de Gramática y del Seminario de Santa
Rosa, más tarde convertido en la Uni-versidad del Caracas.
Por otra parte, ella misma pudo darse cuenta del adelanto cultural que ya existía
entre ciertas familias, cuando la llevaba a casa del los Ustáriz, los avispadísimos
hermanos Luis y Javier de Ustáriz, para participar en las deliciosas veladas literarias,
“al estilo francés”, donde se hablaba de música, se recitaban poesías, se comentaban
libros y se discutía sobre teatro.
Fue en una de esas veladas cuando mi antiguo maestro, don Andrés Bello, nos leyó
la tragedia de Voltaire llamada “Zaira”. A mí no me gustó mucho y le hice los reparos
que creí convenientes. Don Andrés coincidió conmigo en esto, pero me dijo que la
había escogido por ser la única que no estaba traducida al español, y él lo había hecho.
También el francés Francisco Depons, quien precisamente en este año estaba en
Caracas como Agente de su Gobierno, decía que “si la competencia se mantuviera en
el terreno de los conocimientos adquiridos, indudablemente los criollos llevarían la
ventaja, pues, en general, los venidos de España encuentran en el país gente que los
supera en cultura”.
Pasadas las primeras disipaciones, las fiesta y agasajos, me dediqué por entero al
cuidado de mis propiedades. Las haciendas de Seuse, en el Valle de Santa Lucía, en la
que tenía una plantación de añil, y la de San Mateo, requerían mi atención. Fueron días
verda-deramente felices los que pasé en ese tiempo. Al lado de mi mujer, que
lamentablemente no se acababa de acostumbrar al clima tropical, me sentía en medio
de una paz bucólica que me recordaba a Virgilio y a Tasso. De vez en cuando nos
íbamos a otra de las posesiones, llamada la Cuadra Bolívar, en los aledaños de la
ciudad, a orillas del río Guaire, cristalina y puro, cantado por los poetas.
Sin embargo, esa paz y felicidad no podían ser eternas. María Teresa empezó a
sentirse mal. La fiebre amarilla le atacó el delicado organismo y por más que se hizo lo
humanamente posible para salvarla, no resistió la fiebre del trópico.
Murió mi Teresa el 22 de enero de 1803. Viudo antes de cumplir los 20 años, y a
escasos ocho meses de casado, no encontraba nada que me consolara. Como se apaga
una luz, así se esfumaba ahora, y para siempre, el amable hechizo del alma mía.
En ese momento se agolpaban en mi mente tantos recuerdos... Y sobre todo,
evocaba con toda claridad aquella carta que le escribí desde Madrid en diciembre de
1800: Usted debe complacerse de ver que me hallo casi en el camino de alcanzar la
dicha que con mayor ansia deseo, y cuya pérdida me sería más costosa que la muerte
misma. Había alcanzado la dicha, pero también muy pronto vino la amargura. Quise
mucho a mi mujer, con la que me casé sincera-mente enamorado y a su muerte juré no
volver a casarme.
Y ese juramento lo cumplí porque jamás sentí un amor tan hondo y puro como el
que había sentido por la blanca madrileña que ahora perdía para siempre.

LA INFINITA MELANCOLIA

PASO 10

Los planes que tenía del permanencia en el país, se me vinieron abajo. Y para
colmo, además del hondo pesar que me consumía, este período se me torno amargo
por una serie de contratiempos en los negocios. Tuve que entablar pleito contra el
señor Francisco Seijas, Teniente Justicia Mayor de Santa Lucía, porque permitió la
construcción de un rancho en mi hacienda de Seuse, para favorecer a los hermanos
Felipe e Isidro Fernández.
Dos veces mandé a mi mayordomo José Manuel Jaén a que demoliera el rancho,
que el Teniente se empeñaba en volver a construir, hasta que valiéndose de su cargo,
hizo prisionero a mi empleado: Así es como abusan de la autoridad aquellos hombres
que careciendo de todo tino y toda la constancia de ánimo que requiere el delicado
ejercicio de la administración de justicia se ven investidos de algunas facultades
contenciosas por limitadas que ellas sean.
Este enojoso asunto me hizo perder mucho tiempo. También el tío Carlos, que
llevaba la administración de mis bienes, me presentó las cuentas atrasadas, que
exigían mucho tiempo para analizarlas, por lo que no las aprobé sino en forma
circunstancial en obsequio de la buena amistad y armonía.
Finalmente, como ya el 14 de octubre había otorgado poder general a mi hermano
mayor, Juan Vicente, y a mi tío Francisco Palacios, para que pudieran cobrar o pagar
mis cuentas, vender cualesquiera de mis propiedades o adquirir otras, etc., decidí
volver a Europa para reconfortar mi conturbado ánimo. Para esto pedía autorización al
Rey, con fecha 22 de octubre; pero o esperé la respuesta real, sino que con la
autorización de don Manuel de Guevara y Vasconcelos, Capitán General, me embarqué
en La Guaira y para el mes de diciembre ya estaba en Cádiz.
Más de un mes estuve en ese importante puerto, usado por todos los americanos.
Cádiz es una ciudad extremadamente limpia, por lo que la llaman la “tacita de plata”.
Por correspondencia con mi mayordomo Jaén atiendo los negocios de Venezuela. La
Hacienda de Yare, en los Valles del Tuy, me preocupa, así como el café de la Hacienda
de Seuse. Cada día tengo más ansias de ver en Seuse una hermosa hacienda de café
porque es un fruto éste que infaliblemente ha de tener buen precio como lo tiene en el
día, mientras que las colonias francesas no se restablezcan.
Me oprimía el corazón el pensar que me iba a encontrar en Madrid, tarde o
temprano, con el atormentado padre de María Teresa, don Bernardo. Algunas prendas
que pertenecían a ella se las traía, para que las conservara como recuerdo de la hija
desaparecida en América.
Al fin, en febrero de 1804, volvía a Madrid. Repasar con la vista los sitios en que
habíamos compartido nuestro idilio, en que había-mos pasado momentos tan felices,
me llenó de una infinita melan-colía. Cuando vi a don Bernardo, afligido y lloroso, no
pude menos que llorar yo también. Era su única hija y además, el pobre viejo era viudo.
Le faltaban, pues, los amores más grandes de la vida.
Cuando le entregué los objetos de María Teresa, los estrujaba entre sus manos,
cual si tuviera en ellas un pedazo de la inolvidable hija. ¡Qué día ese tan doloroso para
mi! Jamás he olvidado la entrevista con don Bernardo.
En compañía de mi amigo y paisano, Fernando Rodríguez del Toro, viajé a París.
Sin la muerte de mi mujer no hubiera hecho mi segundo viaje a España y es de creer
que en Caracas o San Mateo no me habrían nacido las ideas que me vinieron en mis
viajes, y en América no hubiera adquirido aquella experiencia ni hecho aquel estudio
del mundo, de los hombres y de las cosas que tanto me han servido en todo el curso
de mi carrera política.
La muerte de mi mujer me puso muy temprano en el camino de la política; me hizo
seguir después el carro de Marte en lugar de seguir el arado de Ceres. ¿No te parece
que influyó sobre mi suerte?
Junto con mi amigo Fernando, tomé París como lo tomaría cualquier joven que
tuviese además mi estado de ánimo. Frecuenté el París mundano, frívolo, de las
diversiones; el Palais Royal, los juegos... en fin, todo aquello que me permitiera vivir un
mundo diferente al que había vivido antes. Por supuesto, también frecuentaba el
Teatro y los salones aristocráticos, en los que se hacían los comentarios más diversos
sobre la cultura y la política del momento. Napoleón llenaba todo el ambiente de
Francia y de todo el mundo. El pueblo le daba el más asombroso apoyo, a pesar de que
ya no era el primer Cónsul que yo había conocido, sino se había hecho nombrar
Emperador de los franceses.
El 18 de mayo de 1804 se efectuó la proclamación del Em-perador, en Saint Cloud,
ciudad cercana a París. En diciembre de ese mismo año el día 2, se coronaba
solemnemente en la Catedral de Notre Dame. Se había preparado un acto con toda la
pompa y el propio Papa Pío VII era quien lo coronaría. Pero cuando Su Santidad iba a
tomar la corona, Napoleón se adelantó, la cogió del Altar y se la puso sobre la cabeza
dejando ver que hasta el Papa estaba bajo su autoridad.
La corona que se puso Napoleón en la cabeza la miré como una cosa miserable y
de moda gótica; lo que me pareció grande era la proclamación universal y el interés
que inspiraba su persona. Esto, lo confieso, me hizo pensar en la esclavitud de mi país
y en la gloria que cabría al que lo libertara; pero ¡cuán lejos me hallaba de imaginar
que tal fortuna me aguardaba! Más tarde sí empecé a lisonjearme que un día podría yo
cooperar a su libertad, pero no que haría el primer papel en aquel grande
acontecimiento.
En París pude tratar personajes muy importantes, durante el año que permanecía
allí. Tres notables sabios me honraron con su amistad: el Barón Alejandro de Humboldt,
Amado Bonpland y José Luis Gay Lussac. También estuve en estrecho contacto con
otros hispanoamericanos, como los ecuatorianos Carlos Montúfar, quien murió por la
Independencia de su país, y Vicente Rocafuerte.
Una dama de muy bellas cualidades, bien relacionada con la mejor sociedad,
inteligente y culta, me sirvió de guía en el brillante París. Ella era Louise Jeanne Nicole
Arnalde Denis de Trobriand, nombre muy largo que sus amigos sustituíamos por el más
corto y sugestivo de Fanny. Estaba casada con el Coronel Barthélemy Regis Dervieux
du Villars.
Fanny era para ese entonces una mujer de 28 años y yo apenas tenía 21. De todos
modos aceptó mis insinuaciones amorosas y, aunque después de mi vuelta a la
América no la vi más, siempre nos escribíamos y ella me recordaba muchas de las
cosas vividas en París y hasta las primeras palabras sobre la libertad de mi patria.

EL MAYOR COMPROMISO DE MI VIDA

PASO 11

Pero no vayas a creer, mi querido amiguito, que todo el tiempo que pasé en París
fue disipación, fiestas y vida mundana. Te dije antes que había conocido gente muy
importante, como el sabio Humboldt. A él y a otros personajes les dedicaba horas
enteras para aprovechar sus conocimientos.
El sabio Barón de Humboldt, cuyo saber ha hecho más bien a la América que todos
los conquistadores, estará siempre con los días de América presente en el corazón de
los justos apreciadores de un grande hombre, que con sus ojos la ha arrancado de la
ignorancia y con su pluma la ha pintado tan bella como su propia naturaleza.
Por cierto que este ilustre caballero estuvo hablando conmigo en presencia de
Bonpland, sobre el destino de América y su futura suerte. Le pregunté si creía él que
los americanos podíamos gobernarnos por nuestra propia cuenta y Humboldt me
respondió que eso sí podría ser, pero no conocía al hombre capaz de semejante
empresa. Bonpland, que nos escuchaba, dijo que las revoluciones produces a los
hombres y que América no será una excepción.
Y con respecto a Bonpland, tal fue el grado de reconocimiento y amistad hacia este
sabio, que cuando el dictador del Paraguay, doctor Gaspar Rodríguez Francia, puso
preso a Bonpland, le escribí al mandatario diciéndole que yo sería capaz de marchar
hasta el Paraguay sólo por libertar al mejor de los hombres y al más célebre de los
viajeros.
Aproveché, pues, el tiempo en estudiar y leer mucho. Cuando salí de Venezuela
hacia Europa, después de la muerte de mi esposa, pensé que iba a pasar una travesía
muy penosa o aburrida y me llevé a cuatro grandes amigos (porque los que escriben
buenos libros deben ser nuestros amigos, aunque no los conozcamos). Estos
compañeros de viaje fueron Plutarco, Montesquieu, Voltaire y Rousseau. Voltaire fue
siempre mi autor preferido. En los libros de Voltaire encontré todo: estilo, grandes y
profundos pensamientos, filosofía, crítica fina y diversión.
¿Y sabes quién me aconsejaba y orientaba en estas lectura? Pues el bueno de mi
antiguo maestro, Simón Rodríguez, a quien vuelvo a encontrar aquí en París, como
buen caminante que es. Este maestro que enseña divirtiendo y a quien tú conoces ya,
me introdujo en el pensamiento filosófico, me enseñó a utilizar la mente para pensar y
no para revolotear en torno a las ideas. Estábamos de acuerdo en que el despotismo
de los reyes no era forma de gobierno que nosotros los americanos debíamos seguir
aceptando.
Con el maestro Rodríguez y con el amigo Fernando Rodríguez del Toro salí para
Italia, después de permanecer casi un año en la capital francesa. Era el mes de abril de
1805. El día 6 me había despedido de Fanny, a quien regalé un anillo como recuerdo.
Tam-bién le había dado un retrato mío y más tarde, al final de mis días, le envié otro
con Leandro Palacios.
Como los paseos y viajes de Simón Rodríguez eran en su mayor parte a pie, los tres
amigos emprendimos la caminata desde París hasta Italia. Unas veces tomaremos
coche, otras iremos en caballo; pero hacemos mucho del recorrido caminando. Don
Simón dice que sólo así puedo recuperar mi quebrantada salud.
Estamos en primavera y el viaje no es penoso, al contrario, nos resulta agradable.
Pero de París a Lyon hay unos cuantos kilómetros andados y nos detenemos a
descansar a orillas del río Ródano. Tam-bién paramos más adelante, en Chambery,
todavía en territorio francés. Allí estuvimos una semana.
Ahora teníamos ante nosotros los imponentes Alpes Occiden-tales, cadena de
montañas cuya máxima altura llega casi a los 5.000 metros. No te imaginas lo
extraordinario que es el paso de estos Alpes, como aventura y como ejercicio físico.
Luego, al trasponerlos, nos encontramos con las inmensas llanuras de Lombardía.
Por esta vía llegamos a Milán. Y el 26 de mayo nos topamos de nuevo con
Napoléon Bonaparte. El corso (había nacido en Córcega) se estaba coronando allí
también. Presenciamos la hermosa revista militar de Monte Chiaro. La multitud lo
aclamaba; pero yo no me fijaba tanto en esto como en el propio Napoleón. El trono del
Empe-rador lo habían colocado sobre una eminencia en medio de aquella inmensa
llanura.
En la propia ciudad de Milán me encontré con una muchacha que me cautivó por
su sencillez y sinceridad. No aceptaba mis requerimientos amorosos, quizás porque
estaba enamorada de otro hombre. Ella era amiga del escritor italiano Alejandro
Manzoni, autor de aquella novela tan bonita que se llama “Los Novios”. El asunto fue
que como no me hacía caso, me sentía mal y hasta llegó a ofuscárseme la cabeza.
Pero, sigamos el viaje. De Milán pasamos a Venecia y luego a Ferrar, Bolonia,
Florencia y Perusa. En Florencia repasé por última vez “El Príncipe”, de Maquiavelo.
Nunca me gustó este autor. Tam-bién en esta ciudad halagamos nuestra vista y
refrescamos nuestros conocimientos asistiendo a los museos y a las estupendas
bibliotecas.
Finalmente llegamos a Roma. La ciudad del antiguo Imperio nos hechizó. A mí,
particularmente me inspiró ciertamente mucho de lo que habría de ser en el futuro. La
gloria había nacido en mi corazón y el ver los pueblos libres me empujaba a ver libre
también a mi patria. Y si Humboldt no sabía quién podía ser el hombre que cumpliera
esa gran empresa, yo empezaba a creer que ese nuevo ser se estaba engendrando en
ese momento dentro de mí.
El día 15 de agosto de 1805, inolvidable para mí, subí con mis dos amigos al Monte
Sacro, una de las siete colinas de Roma. Caía la tarde y ya habíamos descansado un
poco, y en voz alta y firme, para que oyeran mis acompañantes, dije:
–“¿Conque este es el pueblo de Rómulo y Numa, de los Gracos y los Horacios, de
Augusto y de Nerón, de César y de Bruto, de Tiberio y de Trajano? Aquí todas las
grandezas han tenido su tipo y todas las miserias su cuna...”
Seguí hablando, pensando en todo lo que me inspiraba ese pue-blo, que había
dado para todo, menos para la causa de la humanidad. A medida que hablaba sentía
que se me humedecían los ojos, se me oprimía el corazón: era que iba a profesar un
juramento, que tenía que ser el motor de toda mi vida.
–“Juro delante de usted; juro por el Dios de mis padres; juro por ellos; juro por mi
honor, y juro por la patria, que no daré descanso a mi brazo ni reposo a mi alma, hasta
que haya roto las cadenas que nos oprimen por voluntad del poder español”.
Tenía entonces 22 años. Y no sólo fue por el fragor de la juven-tud, por lo que hice
este juramento, sino porque así lo sentía. Estaba inspirado en medio de las alturas de
la Roma milenaria, donde una vez Pedro se constituyó en primera piedra de la Iglesia
que Cristo fundara.

OTRA VEZ CARACAS

PASO 12
Días más tarde, encontré en Nápoles a Humboldt. Estaba con el francés Gay-
Lussac. Recibí de ambos una invitación para ascender a la cima del volcán Vesubio, a
1.200 metros de altura. Allí platicamos nuevamente sobre ideas de libertad, pero
Humboldt estaba todavía indeciso. Mas, sabio al fin, después confesó que el soñador
era él y no yo.
En diciembre regresé a París y en esa capital estuve nueve meses. Estamos ya en
1806. Un nuevo personaje, interesantísimo, entra en acción. Es un viejo revolucionario,
caraqueño como yo, que ha intervenido en la Revolución Francesa. Ya sabes que me
refiero a Francisco de Miranda.
Este hombre fue el Precursor de la Independencia Americana, puesto que su
constante preocupación, fue la de reunir armas, pertrechos, buques y numerosa
tripulación para invadir a Venezuela. Y este proyecto de muchos años lo estaba
cumpliendo ahora.
En Estados Unidos consiguió un buque que bautizó con el nombre de “Leandro”, tal
como se llamaba su hijo. Entre los capi-tanes hay norteamericanos, franceses, polacos,
austríacos; y entre la tripulación va un gentío que ha sido reclutado en los muelles de
Nueva York. El noble Precursor tenía que contar con gente de afuera para redimir a su
propia Patria.
La expedición salió el 2 de febrero de 1806. En el palo mayor del “Leandro”,
Miranda iza por primera vez la que habría de ser la Bandera de Venezuela y hace que
la tripulación jure fidelidad “al libre pueblo de Suramérica, independiente de España”.
Llegaron a Haití para ampliar la expedición. Tiene que fletar dos goletas, la
“Bachus” y la “Bee”, pero en esta escala se pierde un tiempo precioso. Cuando arriba a
las costas venezolanas, ya el Capi-tán General lo estaba esperando, porque tuvo
noticia anticipada. La Expedición fracasa y fracasará la que intenta más tarde. Miranda
logra escapar.
Sin embargo, yo no tenía, en París noticias muy claras sobre esta invasión a mi
país. No sé exactamente qué ha ocurrido con la expedición de Miranda, pero lo que me
preocupa es que ¡el destino quiero que yo me encuentre tan lejos de mi patria, y sin
los menores recursos! Es decir, aquí no tengo dinero en efectivo.
Con estas vagas informaciones, decido emprender viaje de regreso a la América.
Solicito de mi amigo Mr. Alejandro Dehollain un dinero prestado y me marcho en
setiembre de ese año, hacia la ciudad libre de Hamburgo. Luego sigo por Estados
Unidos. El primero de enero de 1807 desembarco en Charleston y recorro las ciudades
norteamericanas de Washington, Philadelphia, Nueva York y Boston.
Confieso que me sentía atraído por la forma de vida y gobierno de los Estados
Unidos. En mi corta visita a este país por primera vez en mi vida vi la libertad racional.
Es una democracia sorpren-dente, en la que los ciudadanos se empeñan en el trabajo
que engrandece a una Nación.
Estuve tres meses en el país del Norte y me embarqué para La Guaira. En junio
estaba nuevamente en mi ciudad natal, Caracas. Lo primero que hice fue tratar de
poner al día mis negocios, desde mi hacienda La Fundación, en Yare. Tuve que
enfrascarme en un pleito, por límite de posesiones, con Antonio Nicolás Briceño,
pariente mío y más tarde excelente patriota.
Pero Briceño era muy impulsivo. El día 24 de setiembre, hallándome con mi
esclavitud rozando parte de mis tierras altas que cubren el frente de mi hacienda, se
apareció Briceño armado de pistolas y dagas, trayendo en su compañía toda su
esclavitud con machetes, puñales, garrotes, etc. Sin hablarme, me amenazó con la
pistola y le dijo a mis esclavos que pararan el trabajo, pero como yo ordenara que lo
siguieran, me expresó que comenzaría matándome a mi primero y como yo vi que lo
decía en serio, me le arrojé encima para desarmarlo. Afortunadamente ese día las
cosas no pasaron a mayores, pero el pleito se prolongó hasta 1809. Precisamente este
año, el día 28 de julio me nombraron Justicia Mayor de Yare, pero había una formalidad
humillante que yo me opuse a cumplir y el Cabildo de Caracas me objetó.
Sin embargo, a pesar de mi obligada permanencia en Yare por razones del pleito
con Briceño, podía echarme unas escapadas a Caracas. Así pude participar en los
movimientos conspirativos que se organizaron en 1808 contra el régimen de España.
En mi propia casa de campo, ubicada a orillas del río Guaire, conocida con el
nombre de Cuadra Bolívar, se reunían los conspiradores, entre ellos Juan Nepomuceno
Ribas, José Félix Ribas, el Marques del Toro, Pedro Palacios, Mariano Montilla, etc.
¿Por qué se conspira? En España ocurrían sucesos de mucha importancia. En la
población de Aranjuez un motín popular hizo caer al favorito Godoy, y naturalmente al
Rey Carlos IV, quien abdicó la corona en favor de su hijo Fernando VII. Pero ya
Napoleón tenía los ojos puestos en España, para hacerla parte de su Imperio.
Bonaparte envió a su comisionado Murat para forzar a Carlos IV a recuperar su
corona, lo que no fue aceptada por Fernando, quien gozaba de más simpatías. Los dos
Reyes acudieron a Napoleón y se presentaron en Bayona, ciudad francesa, cerca de la
frontera con España. Allí se produce la histórica abdicación mediante la cual los Reyes
de España son despojados de su Trono, y Napoleón, dueño y señor de la situación,
nombra a su hermano José Rey de España. Esto ocurría en mayo de 1808. Los
españoles se levantaron en armas y no reconocieron al nuevo Rey, impuesto por el
capricho de Napoleón.
En Venezuela conocimos la noticia cuando llegó una nave francesa con los
representantes del nuevo gobierno. Por supuesto que el pueblo no los aceptó y
tuvieron que regresar.
En España todo ardía. En Sevilla se constituye una Junta que proclama los derechos
de Fernando VII y se resiste contra Napoleón. El Gobierno de Caracas quería
aprovechar los sentimientos hacia el Rey español, y así el día 15 de julio el
Ayuntamiento proclamó públicamente a Fernando VII con asistencia de numeroso
público que daba vivas al Monarca.
Naturalmente yo no asistí a ese acto. ¿Cómo podía apoyar a un Rey cuya autoridad
había jurado desobedecer hasta alejarla del gobierno del país? Por eso, cuando se
quiso formar aquí una Junta Suprema Gubernativa, yo estaba de acuerdo, pero no en
que se hiciera sujeta a la obediencia de la Junta de Sevilla, porque entonces la
situación continuaría igual. En esto era radical y por esa razón no firmé la
representación que se hizo en ese sentido al Capitán General. O la Junta era
independiente de España o no lo firmaba.
Caracas, mi adorada cuna, me iba a quitar el sosiego, la tran-quilidad. Porque
desde entonces me iba a meter directamente en la cueva del lobo para cumplir mi
promesa.

¡NACIO LA PATRIA!

PASO 13
Ahora se iban a precipitar los acontecimientos. En octubre del año anterior había
muerto el Capitán General Guevara y Vascon-celos, lo que causó gran alegría entre los
patriotas, por la forma con que los reprimía. Se encargó de la Gobernación el Coronel
don Juan de Casas, hombre distinto al anterior mandatario.
El día 25 de julio ofrecí en mi casa una comida para mis amigos, en celebración de
mis 25 años, cumplidos la víspera. Estaba para esta fecha en la casa del Vínculo, en la
esquina de Las Gradillas, porque la casa en que yo nací, está de Traposos a San
Jacinto, había sido vendida a don Juan de la Madriz y su familia, en 1806.
Por tanto, el día 27, cuando se tenía todo listo para que estallara la conjuración
contra el Gobierno, se presentó en mi casa de Las Gradillas el hijo del Capitán General,
José Ignacio Casas, quien era mi amigo.
José Ignacio me dijo: “Tu sabes que soy tu amigo y te estimo, aunque no te
frecuento, y así no sería muy doloroso que te vieses en alguna aflicción, por lo que te
estimaré no admitas sociedades en tu casa ni comensales, porque éstas te
perjudican...”
Ya estaba claro. El Gobierno había descubierto la conspiración y sabía quiénes
participaban. Entonces, para disimular, y refiriéndome a los que frecuentemente iban a
comer a mi casa como pretexto, pero que en realidad se reunían conmigo para
conspirar, para disimular, te repito, le dije al hijo del Capitán General:
“Estoy desesperado por salir de estos gorrones que me incomodan; yo a nadie
llamo y estoy inocente de cualquier calumnia. Así, que tal como me lo pides, me voy a
retirar a mi hacienda para que no me nombren en nada.
Y así lo hice. Al día siguiente me fui a mi posesión. Era el 28 de julio de 1808. El
año que sigue transcurre más o menos tranquilo. Pero es pura apariencia. Hacíamos
reuniones clandestinas. Yo estaba entre el campo y la ciudad.
Precisamente en mayo de 1809 llega el sustituto de Juan de Casas. Es un hombre
liberal y astuto. Se conoce muy bien a Vene-zuela. Y viene recomendado por Napoleón.
Había sido Gobernador de Cumaná. Amigo de los franceses. Este personaje es el
Mariscal de Campo Vicente Emparan. ¿Y sabes quién viene acompañando a Emparan?
Pues aquél amigo mío y compañero de viajes, con quien subí al Monte Sacro a hacer el
juramento: Fernando Rodríguez del Toro. Mi amigo Fernando había hecho la carrera
militar y se dis-tinguió en la lucha contra el invasor Napoleón. Ahora lo enviaban a
Venezuela como Jefe de las Fuerzas Armadas.
Por el carácter franco y sencillo del nuevo Capitán General, Emparan, se hace
fácilmente amigo de los principales caraqueños. Yo me encuentro entre sus amigos.
Quizás hasta Fernando le haya hablado de mí. Pero por esa amistad con el Gobernador
yo no iba a ceder en mi propósito, ni mis compañeros tampoco.
De todas maneras, a mí me tenían mal visto como conspirador. Imagínate que en
una oportunidad me invitaron a un banquete. También estaba Emparan. Y en presencia
de éste brindé por la independencia de toda la América española.
El Capital General, aunque mi amigo, tenía una manera de castigarme. No me
encerraba en la cárcel, pero me mandaba fuera de Caracas. Ya había ocurrido antes
así. Además, recuerda que yo era militar, de las milicias de Aragua, pero hacía guardia
en Caracas.
Ante la incertidumbre de lo que ocurría en España, por la escasez de noticias,
aumentaban los rumores. Dos meses y medio sin información, es mucho tiempo.
Finalmente, el día 17 de abril de 1810, llegaron a Caracas noticias procedentes de la
Península. El Capitán del buque, que había recalado en La Guaira, decía que los
franceses habían conquistado toda Andalucía y que sólo quedaba libre Cádiz; que se
disolvieron las Juntas Centrales; y se estaba creando un Consejo de Regencia.
Estas noticias acabaron por alarmar al pueblo y al Gobierno. Emparan ya había
empezado por enviar jóvenes militares criollos hacia distinta partes del país. No quería
que prospera la Revolución que le anunciaba con muchos rumores, y encontrara a
todos unidos en la capital.
El 18 de abril, al mediodía, llegaron a Caracas dos señores que venían a anunciar la
instalación del Consejo de Regencia de Cádiz. Ellos eran don Carlos Montúfar y don
Antonio Villavicencio. Me acerqué a los recién llegados junto con otros amigos, con la
idea de saber lo que en verdad ocurría, pues yo era del pensamiento que esa autoridad
que fluctúa en la Península, y que no logra estable-cerse, nos incita a constituir
nosotros la junta de Caracas y gobernarnos por nosotros mismos.
Pero a mí me había llegado también la hora de alejarme. Emparan me obligó a
ausentarme de Caracas, y tuve que ir a la Hacienda del Tuy.
Y amaneció el día 19 de abril. Era Jueves Santo. Los caraqueños del Ayuntamiento
o Concejo Municipal pidieron a don José de las Llamozas, el Alcalde, que convocara a
un Cabildo Abierto, en el que pudiera entrar el pueblo que quisiese, para informar a
todos sobre los acontecimientos de España.
Se invitó también al Capitán General Emparan y éste se vio en un grandísimo
aprieto. Se empieza a decir que la mayoría quería un gobierno propio, ya que el de
España no era legítimo, por cuanto aquí desconocíamos el Consejo de Regencia.
Emparan dice que dicho Consejo es legítimo y propone que se continúe después la
discusión, porque tiene que asistir a los oficios del Jueves Santo.
Está a punto de perderse la partida. El Capitán General se dirige a la Catedral y
desatiende los gritos de los que le piden volver al Ayuntamiento. Pero se detiene
violentamente a Emparan y es obligado a regresar. Para ese momento ya los criollos
radicales estaban tomando dominio de la situación.
A fin de cuentas, Juan Germán Roscio y José Félix Sosa pro-ponen una Junta
Suprema presidida por el propio Emparan. Esto no podía aceptarse. Madariaga, el
Canónigo, interviene y da razones poderosas para que Emparan no sea el Presidente
de la Junta. Es más, deben destituirlo del mando.
Y es así cuando sucede lo que todos conocemos. Emparan se dirige al pueblo
reunido en la plaza y pregunta si está contento con él, si quiere que lo gobierne. El
pueblo en principio responde que sí; pero a las señales de Madariaga, un médico que
estaba entre el pueblo, el doctor Carlos Villarreal, grita con todas sus fuerzas, ¡No! Y el
coro no se hizo esperar. Ya todos voceaban que no, que no querían más a Emparan.
Este, resignado, entregó el mando en ese mismo instante.
Este día, mi querido amigo, es el primero de nuestra libertad, de nuestra
Independencia. El 19 de abril de 1810 nació la Patria. Y ya verás qué significa ese
nombre mágico, en cuya formación trabajé sin descanso hasta que bajé al sepulcro.

VACILAR ES PERDERNOS

PASO 14
A la destitución de Emparan siguió la expulsión de éste con sus principales
colaboradores. Sin embargo, la prudencia acon-sejaba seguir bajo el pretexto de
fidelidad a Fernando VII, tanto por la novedad que significaba, como por el pueblo que
era en buena parte adicto todavía a su monarca. Y era comprensible ese senti-miento,
ya que desde 1528 había estado ininterrumpidamente gobernado por reyes de España.
Por eso la nueva Junta se llamaba “Junta Suprema Conser-vadora de los Derechos
de Fernando VII”. ¡Por fin los criollos podíamos mandar en nuestro país! El nuevo
gobierno comenzó a recibir el apoyo de las demás provincias. Yo, contentísimo porque
había triunfado el movimiento, regreso de inmediato a Caracas y la Junta, que
reconoció mis esfuerzos anteriores, me ascendió a Teniente Coronel de Milicias de
Infantería.
El Gobierno sabía que sólo podía sostenerse, si España quería reconquistar esta
Colonia, solicitando ayuda de otras potencias. Así, salieron los primeros diplomáticos
hacia el exterior: Mariano Montilla y Vicente Salias partieron hacia Curazao y Jamaica.
Casiano de Medranda, por Caracas y Carlos Guinet, por Cumaná, fueron a Trinidad.
La Diplomacia tiene que ampliarse. A mi me corresponde el honor de ir a Londres,
en compañía de Luis López Méndez y Andrés Bello. Mi hermano Juan Vicente Bolívar,
Telésforo Orea y José Rafael Revenga van a Estados Unidos. Por cierto que mi hermano
tuvo la desgracia de perecer en el naufragio del buque que lo traía a su patria. No
disfrutó la dicha de la libertad.
A Londres llegamos los primeros días de julio. El 16 de ese mes fuimos recibidos
por Lord Richard Wellesley, principal Secretario de Negocios Exteriores de su Majestad
Británica.
El funcionario inglés comenzó pidiéndonos que reconociéramos la Regencia de
Cádiz, a lo cual dijimos que no. En la segunda entrevista nos repitió lo mismo, y ante
nuestra negativa, dijo que nos contentáramos con que no desaprobaba la Junta de
Caracas y ofrecía ayuda naval en caso de que los franceses atacaran a Venezuela. Por
último, se ofrecía Inglaterra para mediar entre España y nuestro país y apoyar a los
países americanos siempre que estos luchasen en favor del soberano legítimo contra
Francia.
Enseguida yo me vine en una goleta que estaba próxima a salir y el 5 de diciembre
esta en La Guaira. Los otros dos diplomáticos se quedaron en Londres.
Uno de los resultados positivos en el país británico fue nuestra entrevista con
Francisco de Miranda. El estaba en Londres y perma-necía en su terquedad por buscar
la libertad de nuestra América, sin desalentarlo sus dos fracasadas expediciones contra
Venezuela. La Junta de Caracas nos había dicho expresamente que no buscáramos a
Miranda en Londres, porque era pública y notoria la rebeldía del Precursor contra
Fernando VII y se suponía que noso-tros íbamos, aunque en apariencia, representando
los derechos del monarca español. Pero ¿cómo podíamos dejar de ver a este hombre
admirable cuyo único empeño era librar a los americanos de la esclavitud en que
yacíamos?
Yo lo visité asiduamente en su apartamento y formamos juntos muchos proyectos.
Hasta el punto de que lo convencí para que volviera a Venezuela, ahora libremente.
Miranda estaba un poco desorientado con respecto al país, que hacía tiempo no lo
visitaba. Pero él era el militar que nosotros necesitábamos para sostener la revolución,
y por eso me empeñé en que volviera.
A fin de año, ya Miranda estaba en Caracas. Lo alojé en mi casa. Pero el General de
tantas batallas en Europa, tenía ya sesenta años, mientras que yo tenía 27. Muchos
factores influían en la descon-fianza que en él mostraron los caraqueños. Le dieron el
permiso para permanecer en Venezuela, pero con ciertas reservas. El Gobierno anterior
y la oposición del clero habían fomentado entre el pueblo y también entre la nobleza
una opinión desfavorable “Hereje”, “traidor”, “extranjerizante”.
Sin embargo, algunos cuantos estábamos interesados en sus servicios y lo
defendíamos. Ya estábamos en 1811. Se convocaba para un Congreso que debía
celebrarse en marzo. La Junta Suprema de Caracas había fundado la Sociedad
Patriótica para que fomentara la agricultura y la industria. Pero muy pronto, con la
presencia de Miranda iba a convertirse en un centro de agitación política.
El día 2 de marzo se instaló con 30 diputados el primer Congreso de Venezuela, en
la casa del Conde de San Javier. El Congreso eligió un Poder Ejecutivo, ejercido por un
triunvirato: tres miembros que se turnaban semanalmente en el mando. Así,
correspondió el honor de ser el primero Presidente de Venezuela al ilustre trujillano don
Cristóbal Mendoza. Le acompañaban en el Triunvirato don Juan Escalona y don Baltazar
Padrón.
El Congreso actuaba, pero no se decidía por la absoluta inde-pendencia. Pero en la
Sociedad Patriótica se pronunciaban los más encendidos discursos, tratando de animar
a los congresantes. Los amigos de Miranda habíamos logrado llevarlo a la Presidencia
de la Sociedad.
Recuerdo que el día 3 de julio tuvimos una reunión tormentosa. Ese día se estaba
planteando en el Congreso el asunto de si se declaraba la independencia o no, puesto
que desde el 19 de abril éramos independientes de hecho. ¡Todavía se dudaba!
Entonces yo, en el seno de la Sociedad Patriótica, pedí la palabra y dije, entre otras
cosas: ...se discute en el Congreso Nacional lo que debiera estar decidido, ¿Y qué
dicen? Que debemos comenzar por una confederación, como si todos no estuviésemos
confederados contra la tiranía extranjera. Que debemos atender a los resultados de la
política de España. ¿Que nos importa que España venda a Bonaparte sus esclavos o
que los conserve, si estamos resueltos a ser libres? Esas dudas son tristes efectos de
las antiguas cadenas. ¡Que los grandes proyectos deben prepararse en calma!
Trescientos años de calma ¿no bastan! La Junta Patriótica respeta, como debe, al
Congreso de la nación, pero el Congreso debe oír a la Junta Patriótica, centro de luces y
de todos los intereses revolucionarios. Pongamos sin temor la piedra fundamental de la
libertad suramericana: vacilar es perdernos.
Que una comisión del seno de este cuerpo, lleve al soberano Congreso estos
sentimientos.
Mi proposición fue aprobada por unanimidad y con aplausos. Al día siguiente, 4 de
julio, el Congreso recibió la Comisión designada. El Presidente del Congreso sostuvo
una entrevista con el Poder Ejecutivo para ver si no chocaba con la opinión y la
seguridad públicas la mencionada declaración. Es aprobada. La alegría es general en el
Congreso. Miranda exclama: “O la vida para siempre o el sacrificio de todos nosotros
por la felicidad de la Patria”.
Así se fraguó el 5 de julio de 1811, día en que el Congreso declaró la
Independencia. El Gobierno ordenó, en señal de júbilo, un repique general de
campanas.

MI PRIMER DESTIERRO

PASO 15
A todas éstas, Miranda me ve como un joven peligroso. A él se le ha encomendado
la dirección del ejército, en sustitución del Marqués del Toro, quien no ha podido
sofocar las primeras reacciones realistas.
Y cuando Miranda se dirige a Valencia para combatir a los insurrectos, se niega a
llevarme, aunque ya tengo el grado de Coronel. Yo protesto y pido que me lleven o
sigan juicio en un Consejo de Guerra. Al fin voy a combatir en Valencia, cuya
sublevación era de las más graves. Mi comportamiento en la campaña, que nos costó
800 muertos y 1.500 heridos y me valió la confianza de Miranda y me encargó llevar el
parte de la batalla a Caracas. Los sucesos de Valencia habían empezado el 11 de julio.
Iba a comenzar la agonía del precursor. Por una parte, le critica-ron el exceso de
disciplina militar; por la otra, él no se amoldaba al carácter de los venezolanos,
acostumbrado como estaba a mandar ejércitos europeos. La situación iba de mal en
peor, porque en casi todas las provincias los realistas pretendían llevarnos al estado
anterior de la esclavitud.
El 26 de marzo de 1812 ocurrió un terrible terremoto. Fue catas-trófico para
Venezuela. Yo estaba en mi casa de las Gradillas y salí presurosamente hacia la Plaza
de San Jacinto. Entonces presencié el espectáculo de una ciudad en ruinas. El pueblo
lloraba, gritaba, arrodillado en las calles.
Algunos sacerdotes, entre ellos el padre Dominico Felipe Mota, gritaban a las
multitudes diciendo que el sismo era castigo del cielo porque los venezolanos
estábamos contra el Rey Nuestro Señor. Entonces fue cuando, sin poder soportar esas
ideas, encaramado sobre las ruinas del Convento de San Jacinto, exclamé:
–Si se opone la naturaleza, lucharemos contra ella y la haremos que nos obedezca.
El terremoto hizo mucho mal a la causa, no sólo por el pánico que cundió entre los
venezolanos, sino por la cantidad de gente que murió. El capitán de Fragata Domingo
Monteverde, canario, aumentaba sus tropas a medida que avanzaba de población en
población.
Había avanzado mucho Monteverde. Desde que salió de Coro, ya había tomado
Siquisique, Carora, Barquisimeto, San Carlos y ahora llega a Valencia, que fue
abandonada por los patriotas, con numerosos elementos de guerra.
Entonces el Congreso nombra a Miranda Generalísimo el 23 de abril, con facultades
discrecionales. Muchos de los mantuanos caraqueños se oponen a este nombramiento.
Miranda me encarga la defensa de la Plaza de Puerto Cabello, la más importante del
país. Entre tanto, él marcha hacia Guacara, donde se han refugiado los patriotas de
Valencia.
A pesar de la superioridad del ejército que mandaba, unos 4.000 hombres, Miranda
no persiguió a Monteverde, sino que se retiró a la Cabrera. Algo injustificable. Después
se estableció en Maracay, mientras el enemigo ganaba terreno. El 19 de mayo se
reunió con representantes del Poder Ejecutivo y del Congreso en la hacienda La
Trinidad, en Tapatapa. En esta conferencia el Precursor salió favorecido, ya que se le
concedieron facultades extraordinarias para dirigir la guerra.
Para ese momento, el ejército republicano ve disminuir sus hombres, en lugar de
aumentar, porque los que no morían se pasa-ban al bando realista en gran cantidad.
Era una verdadera guerra civil; peleaban hermanos contra hermanos, sin que los
criollos lograran todavía entender el sentido de la guerra de independencia.
Miranda se retira a La Victoria y el 30 de junio se subleva el Castillo de San Felipe,
de Puerto Cabello, que está bajo mi autoridad. En ese Castillo habían presos de mucha
importancia. A los reos, oficiales, cabos y soldados que se hallaban sublevados, les
comuni-qué que les perdonaba la vida si en el plazo de una hora entregaban el Castillo
con todos los pertrechos y demás efectos de guerra; de lo contrario serían pasados al
filo de la espada irrevocablemente.
El que provocó este alzamiento fue el Sub-Teniente Francisco Fernández Vinoni, un
oficial indigno del nombre venezolano. Así se lo comuniqué a Miranda y le pedí
angustiosamente que atacara a Monteverde si quería que se salvase la Plaza de Puerto
Cabello.
Como has notado, yo estaba en la ciudad y no en el Castillo para el momento del
levantamiento. Fernández Vinoni traicionó la confianza en él depositada. Tal como lo
prometí a Miranda, resistí hasta el máximo; pero cuando ya toda resistencia era inútil,
no me quedó más remedio que embarcarme hacia Borburata en el bergantín “Celoso”.
Era la noche del 5 de julio. Del puerto de Borbu-rata seguiría hacia La Guaira, con ocho
oficiales y cuarenta soldados.
Al amanecer del 6 de julio la ciudad estaba ya en poder de los rebeldes. Yo cumplí
con mi deber y aunque se perdió la plaza del Puerto Cabello, soy inculpable y he
salvado mi honor. ¡Ojalá no hubiese salvado mi vida y la hubiera dejado bajo los
escombros de una ciudad que debió ser el último asilo de la libertad y la gloria de
Venezuela!
Por su parte, Miranda se hallaba descorazonada. Los negros de Curiepe, Capaya y
El Guapo, se habían sublevado, los soldados seguían desertando, los ricos de Caracas
lo criticaban cada vez más, y ahora, para completar, la pérdida de Puerto Cabello...
Total, le escribe a Monteverde pidiéndole una suspensión de armas para conferenciar.
Esto es el 12 de julio de 1812.
Monteverde acepta después de algunas contraposiciones y el 17 entran en
conversaciones los representantes de Miranda y del Jefe Realista. Al principio no se
ponen de acuerdo. Miranda propone luego, que se respete la vida de los venezolanos y
extranjeros que han participado en la revolución, que igualmente se de amnistía a
todos los presos. Monteverde acepta y el 25 de julio el Generalísimo da su
conformidad. Al día siguiente marcha para Caracas.
Muchos de los oficiales, entre ellos yo mismo, pensábamos que Miranda había
traicionado a la Revolución por haber firmado una capitulación, cuando todavía
teníamos oportunidad de rehacernos y continuar la lucha. Para nosotros Venezuela no
estaba perdida.
Miranda pretende salir del país por La Guaira y el 30 de julio, en horas de la noche,
nos acercamos varios oficiales al sitio donde dormía el Generalísimo. Yo estaba
sumamente disgustado y muy violento. Le eché en cara que podíamos continuar la
guerra y que por haber firmado la Capitulación se hacía merecedor del título de traidor.
Además, ¿se podía confiar en que Monteverde cumpliera lo firmado?
A esto se agrega que como Miranda era tan orgulloso, ni siquiera esa misma noche
nos explicó lo que había hecho, por lo cual nosotros estábamos airados. En la reunión
de oficiales estuvi-mos de acuerdo en castigar a Miranda hasta el último extremo.
En eso estábamos cuando llegó al Puerto la orden de Monte-verde prohibiendo la
salida de todo barco. El Comandante de La Guaira, traicionándonos cumplió la orden y
quedamos todos sin posibilidad de escapar del país. Miranda fue llevado al Castillo de
Puerto Cabello y luego a Puerto Rico, donde permaneció 18 meses. De allí lo llevarían a
La Carraca, en Cádiz, donde murió el 14 de julio de 1816.
Yo pude escapar por la vía menos transitada, hacia Caracas, en compañía de Ribas.
Disfrazado me refugié en la casa del Marqués de Casa León, y me valí de un buen
amigo, don Francisco Iturbe, para que Monteverde me concediera pasaporte.
Ese fue un trago amargo para mí, tener que presentarme ante ese tirano. Iturbe
me llevó a su despacho y le dijo a Monteverde: “Aquí está el Comandante de Puerto
Cabello, don Simón Bolívar, y por él he ofrecido mi garantía; si a él le toca alguna pena,
yo la sufro; mi vida está por la suya”.
Monteverde responde: “Está bien. Se concede pasaporte al señor Bolívar en
recompensa del servicio que ha hecho al Rey con la prisión de Miranda”. Y ahí fue
donde yo me indigné más y furioso le contesté: “Miranda fue apresado para castigar a
un traidor a su patria, no para servir al Rey.
Entonces el Jefe realista se molesta. Está a punto de negarme el pasaporte, pero
interviene Iturbe y el Secretario Bernardo Muros, quien dice: “No haga usted caso a ese
calavera, dele usted el pasa-porte, ¡Y que se vaya!”.
Rápidamente preparé mi viaje, dispuse cuanto debía en bene-ficio de mis negocios
en Venezuela y salí a mi primer destierro. Era el 27 de agosto de 1812. Destino:
Curazao. Se había perdido la primera República.
MI GLORIA NACIO EN MOMPOX

PASO 16

En Curazao sufrí una cuantas amarguras. Mi recepción fue detestable porque


todavía no había bien llegado, cuando ya estaba mi equipaje embargado por dos
causas muy raras: La primera porque mis efectos y tratos estaban en la misma casa en
que estaban los de Miranda; y la segunda porque “El Celoso” contrajo deudas en
Puerto Cabello, que ahora he de pagar yo, porque era Comandante de la Plaza cuando
las contrajo.
Esta es la exacta verdad. De esto resulta que yo me hallo sin medio alguno para
alimentar mi vida, que ya comienza a ver con demasiado hastío y hasta con horror.
En la isla tengo algunos amigos que me tratan muy bien, pero en cuanto les pida
dinero prestado estoy seguro que no me lo van a dar y hasta perderé la amistad.
Por eso recurrí nuevamente a mi amigo Francisco Iturbe, a fin de que consiguiera
algún dinero y me lo enviara a Curazao. He de advertirte que Iturbe, que era español,
siempre se mantuvo fiel a la causa realista, pero conmigo se portó excelentemente
bien: como Iturbe no hay dos amigos.
Debido a esta serie de incomodidades y al hecho de que en Cura-zao me quitaron
inicuamente el dinero y el equipaje, a fines de octu-bre salí para Cartagena. Apenas
llegué a esta ciudad de la Nueva Granada, donde fui bien recibido, publiqué un
manifiesto, en el que daba cuenta de la conducta cruel de Monteverde y todos los
espa-ñoles en América, que vencidos, escarnecidos en Europa por sus vecinos, vienen
a saciar su venganza contra los inocentes habitantes de este hemisferio, que no tienen
otro delito que el de conducirse por los principios de humanidad, siguiendo la vía de la
justicia, en la recuperación de su libertad e independencia.
El día 27 de noviembre me dirigí en una razonada exposición al Congreso de Nueva
Granada, que se reunía en ese momento en Tunja. En este documento que firmó
conmigo el Dr. Vicente Tejera, exponía las causas que condujeron a la caída de la
primera República y pedía a los neogranadinos que fueran los libertadores de sus
hermanos cautivos en Venezuela.
Y ya para terminar el año de 1812, publiqué para todos los ciu-dadanos de la
Nueva Granada un Memorial en el que me proponía libertad a ese Estado de la suerte
de Venezuela y redimir a ésta de la que padece. Les explicaba la situación de mi patria
y terminaba invitándoles de esta manera: Corramos a romper las cadenas de aquellas
víctimas que gimen en las mazmorras, siempre esperando su salvación de vosotros; no
burléis su desconfianza, no seáis insensibles a los lamentos de vuestros hermanos. Id
veloces a vengar al muerto, a dar vida al moribundo, soltura al oprimido y libertad a
todos.
¿Qué ocurrió entonces? Me nombraron Comandante de Barranca, un pobre pueblo
a orillas del Magdalena. Estoy bajo las órdenes del oficial francés Pedro Labatut y
apenas si tengo a mi mando unos setenta hombres. Fíjate bien: yo, un Coronel, con
ambición de gloria, con los deseos más ardientes de reconquistar a mi patria, ¿qué
podría hacer relegado en un pueblo a mandar 70 soldados?
No me desanimé. Empecé a infundir entre mis soldados la idea de libertar a la
Nueva Granada, a fin de que los realistas de Vene-zuela no pudieran penetrar. Logré
entusiasmarlos y tres días después estaba en la población de Tenerife, que
abandonaron rápidamente los españoles. Era la primera victoria. Allí pronuncié un
discurso que sirvió para animar a más gentes y así tuve sesenta reclutas más. Ya el
montón se iban formando.
Seguí por el curso del río Magdalena y el 27 de diciembre entro en Mompox. Allí me
recibieron con delirio y las aclamaciones me llenaron el corazón. En Mompox estaba
naciendo, en ese momento, toda mi gloria. Ya tengo casi quinientos hombres y
continúo hacia El Banco; de allí al Guamal; luego es la victoria de Tamalameque, la de
Chiriguaná y la de Ocaña.
Ya estaba libre de españoles toda la región del Magdalena y bastaron para ello sólo
quince días: Nuestras banderas tremolan en todas las riberas del Magdalena sin que un
solo español las holle con sus plantas y ninguno de sus buques navegue sus aguas.
A pesar de estos triunfos, mi Jefe, el Comandante Labatut, no estaba conforme y
me acusó de insubordinación por haber empren-dido la campaña sin autorización. El
tenía razón sobrada, pero los hechos hablaban por sí solos. Afortunadamente, el
Presidente de Cartagena, Manuel Rodríguez Torices, reconoció mis triunfos e impidió
que fuera sometido a un Consejo de Guerra.
Ahora la meta es Cúcuta, en la frontera con Venezuela, a dos-cientos cuarenta
kilómetros, cruzando poblaciones en manos de realistas. A mediados de febrero de
1813 salgo de Ocaña y voy libertando con mi Ejército los pueblos que encuentro, hasta
llegar a Cúcuta y batir por completo al Coronel Ramón Correa.
El primero de marzo tuve la inmensa dicha de entrar en San Antonio del Táchira y
libertar esta primera población del suelo patrio. En menos de dos meses –dije a mis
soldados en una proclama– habéis terminado dos campañas y habéis comenzado una
tercera, que empieza aquí y debe concluir en el país que me dio la vida. Vosotros,
fieles republicanos, marcharéis a redimir la cuna de la independencia colombiana,
como las cruzadas libertaron a Jerusalén, cuna del cristianismo.

...AUN CUANDO SEAIS CULPABLES...

PASO 17
De San Antonio del Táchira me devolví a Cúcuta, para solicitar permiso del
Congreso de Nueva Granada y poder invadir mi país. Necesitaba también tropas y
armas, porque sabía que Venezuela estaba totalmente dominada por los realistas.
Dificultades con algunos oficiales neogranadinos y la indecisión del Congreso para
darme la autorización, me hicieron demorar más de dos meses en Cúcuta. Yo me
desesperaba porque sabía que teníamos una gran oportunidad y Monteverde no era
sino un oficial mediocre.
El 12 de marzo de 1813 me llega el nombramiento de Brigadier de los Ejércitos de
la Unión y el título de Ciudadano de la Nueva Granada. Por fin, el 7 de mayo recibo la
anhelada autorización, conseguida a base de habilidad y tenacidad. Tuve que escribir
mucho y muy fino para convencer al Gobierno. El Presidente Camilo Torres y el
Precursor Nariño me envían armas.
Con un puñado de oficiales y soldados valientes iba a comenzar una campaña
verdaderamente admirable: Rafael Urdaneta, quien en momentos de angustia me dijo
que si con dos hombres bastaba para emancipar a la patria, él me acompañaba; José
Félix Ribas, Antonio Ricaurte, Girardot, DElhuyar... eran, entre otros notables, los
hombres con quienes iba a contar.
El 2 de abril se abrió la campaña y para mediados del mes ya habíamos tomado La
Grita y San Cristóbal. La marcha seguía forzada. Iban apareciendo pequeños pueblos
andinos, hasta que llegamos a Mérida el 23 de mayo. Aquí el pueblo nos recibió con la
más intensa alegría. Ya la vanguardia de mi ejército había hecho huir al español
Correa.
Y por primera vez, mi amigo, oigo que la multitud me grita: “¡Viva el Libertador!”
No te puedes imaginar la emoción que sentí y el compromiso que adquirí. El Concejo
Municipal de Mérida realizó una sesión especial, en la que el honorable don Luis María
Rivas, padre del patriota Rivas Dávila, me saludó con estas palabras:
“¡Gloria al Ejército Libertador! y gloria a Venezuela, que os dio el ser, a vos,
ciudadano general! Que vuestra mano incansable siga victoriosa destrozando cadenas,
que vuestra presencia sea el terror de los tiranos y que toda la tierra de Colombia diga
un día: Bolívar vengó nuestros agravios”.
En esta hermosa y fría ciudad de los Andes venezolanos se me agregaron muchos
patriotas. Pero el más importante fue Vicente Campo-Elías, español, casado con una
venezolana, quien se hizo ferviente republicano y su fogosidad era comparable a la del
mejor patriota.
Me dediqué un poco a la organización del Ejército. Me llegaban de todas partes
noticias de cómo los realistas trataban a los compatriotas. Y últimamente, ¡Oh Dios!
casi a presencia de nosotros, han hecho una espantosa carnicería en Barinas de
nuestros prisioneros de guerra y de nuestros pacíficos compatriotas de aquella capital.
Entonces, movido por todas estas razones y otras más graves, dicté una Proclama
el 8 de junio: Estas víctimas serán vengadas, estos verdugos serán exterminados.
Nuestra vindicta será igual a la ferocidad española. Nuestra bondad se agotó ya, y
puesto que nuestros opresores nos fuerzan a una guerra mortal, ellos desa-parecerán
de América, y nuestra tierra será purgada de los mons-truos que la infestan. Nuestro
odio será implacable y la guerra será a muerte.
Seguimos la marcha. D Elhuyar va hacia Escuque en perse-cución de Correa, quien
huye hacia Maracaibo. Y mando a Girardot para que ocupe a Trujillo. Poco después
inicié yo mismo el camino hacia esta ciudad donde llegué el 14 de junio. También aquí
las aclamaciones del pueblo eran estimulantes.
Pero a mí me mortificaba mucho la crueldad con que los españoles venían
haciéndonos la guerra, sin tener compasión con los presos, las mujeres, los ancianos,
los niños. En la noche de mi llegada a Trujillo casi no dormí. En mi mente se estaba
cuajando una idea terrible...
Porque terrible fue la Proclama que di el 15 de junio de 1813. Ya los atropellos
habían llegado al colmo. Era muy de madrugada cuando le pedí a mi Secretario, Pedro
Briceño Méndez, que tomara dictado: ¡Era la guerra a muerte!
Todo español que no conspire contra la tiranía en favor de la justa causa, por los
medios más activos y eficaces, será tenido por enemigo, castigado como traidor a la
patria, y en consecuencia, irremisiblemente pasado por las armas.
Por el contrario se concede un indulto general y absoluto a los que se pasen a
nuestro ejército con sus armas o sin ellas... Se conservará en sus empleos y destinos a
los oficiales de guerra y magistrados civiles que proclamen el gobierno de Venezuela y
se unan a nosotros; en una palabra, los españoles que hagan señala-dos servicios al
Estado, serán reputados y tratados como americanos.
Y vosotros, americanos, que el error o la perfidia os ha extraviado de la senda de la
justicia, sabed que vuestros hermanos os perdonan y lamentan sinceramente vuestros
descarríos, en la íntima persuasión de que vosotros no podéis ser culpables y que sólo
la ceguedad e ignorancia en que os han tenido hasta el presente los autores de
vuestros crímenes, han podido induciros a ellos...
Españoles y canarios, contad con la muerte, aún siendo indiferentes, si no obráis
activamente en obsequio de la libertad de América. Americanos, contad con la vida,
aun cuando seáis culpables.

Era la terrible guerra que iba a comenzar. La Guerra a Muerte.

EL TITULO MAS GLORIOSO


PASO 18
En Trujilllo debía esperar las órdenes de la Nueva Granada para proseguir la
campaña. Pero el tiempo era el principal enemigo y no podía dar tregua a los
españoles. las tropas de Monteverde acababan de llegar de Oriente, donde estaban
ocurriendo cosas singulares. Por coincidencia, en enero de este mismo año, un grupo
de patriotas que se había refugiado en el islote de Chacachacare, cerca de Trinidad,
decide invadir a Venezuela. Ellos son Mariño, los hermanos Bermúdez, Piar, Azcue,
Videau... El grupo lo formaban 45 patriotas, jóvenes y decididos. Desembarcaron en
Güiria con apenas seis fusiles y armados de machetes cayeron sobre quinientos
españoles que allí estaban. Luego siguieron sobre Irapa y a poco estaban en Maturín.
Esto me entusiasmó mucho más y decidí continuar. El 2 de julio obtuvimos una
bellísima victoria en Niquitao, gracia al valor de José Félix Ribas y al concurso de
Urdaneta. Días más tarde entrábamos liberando a Barinas, donde los españoles habían
hecho desastre.
De triunfo en triunfo seguimos hasta San Carlos. El 31 de julio se me presentó la
inmensa oportunidad de abrirme paso hacia el centro del país. Caracas era mi objetivo
y ese día derroté por completo a los españoles en Taguanes. Monteverde, que estaba
en Valencia, quiso venir a auxiliar a Izquierdo, pero al saber la derrota de éste, se
devolvió y cogió el camino de Puerto Cabello.
Así, quedaba Valencia más libre y el 2 de agosto entré triunfal-mente en esta
ciudad, donde dejé de Gobernador Militar a Girardot y con tropas de éste y de
Urdaneta me dirigía a Caracas.
A mi adorada ciudad natal llegué el día de 6 de agosto. Tenía yo 30 años. Y ya todo
el pueblo sabía que mi ejército había venido venciendo de población en población. Los
realistas de Caracas, encargados del Poder Civil y Militar abandonan la ciudad
precipita-damente y se esconden en La Guaira. Luego, en 14 barcos se van hacia
Curazao.
Precisamente la Gaceta de Caracas, que había sido el primer periódico de
Venezuela, decía en la edición del 26: “Que se considere al héroe caraqueño en medio
de un concurso de más de treinta mil almas recibiendo los honores sinceros de todo un
pueblo a quien acaba de liberar, manifestados por la más tierna sensibilidad, y
expresados de: viva nuestro Libertador, viva la Nueva Granada, viva el Libertador de
Venezuela”.
Tu me pides que te explique lo que se siente en circunstancias como éstas; pero
realmente no hallo palabras para hacerlo. Lo cierto fue que esos honores no debían
hacerme dormir en los laureles. La salud de la patria me exigía actividad.
Así, el 23 de agosto salí para Valencia y luego a poner sitio a Puerto Cabello, donde
se había refugiado Monteverde. Este acababa de recibir refuerzos de España: una
fragata de 40 cañones, una goleta de guerra y 6 buques con 1.200 soldados que
integraban el Regimiento Granada.
Ahora bien, si me atraigo a Monteverde fuera de la Cordillera, donde no pueden
obrar sus cañones, allí compensarán nuestros caballos el mayor número de soldados.
En efecto, Monteverde picó el anzuelo y se dirigió a Las Trincheras, colocando una
parte de sus soldados, alrededor de 500, en las alturas de Bárbula.
El 30 de septiembre ordené a Girardot, Urdaneta y D Elhuyar atacar con sus
respectivas columnas las posiciones realistas. Los españoles no soportaron el avance y
la victoria fue total, pero dolorosa. Atanasio Girardot murió en la propia altura,
cubriéndose de gloria.
Afligido por esta pérdida, ordené que todos los ciudadanos de Venezuela llevaron
luto por un mes y que el corazón del héroe fuese llevado en triunfo al la capital de
Caracas, donde se le hará la recepción de los libertadores y se depositará en un
mausoleo que se erigiría en la Catedral Metropolitana.
Monteverde esperaba los resultados de esta acción en Las Trincheras; pero lo que
allí le llegó fue el ejército republicano que le propinó otra derrota. Tan mal parado
quedó el jefe realista, que de una bala le destrozaron la quijada. Perdió el prestigio
entre sus oficiales y fue depuesto del mando. A poco tendría que salir para Curazao.
En este mismo mes de septiembre recibí por parte del Congreso de la Nueva
Granada el nombramiento de Mariscal de Campo de la Unión. Y ahora, el 14 de
octubre, la Municipalidad de Caracas me aclamaba como Capitán General de los
Ejércitos de Venezuela y me ratificaba el título de Libertador.
Es este título más glorioso y satisfactorio para mí que el cetro de todos los imperios
de la tierra. Lo he conquistado por mi tenacidad y mi celo; pero gracias también al
valor indiscutible de José Félix Ribas, Rafael Urdaneta, Atanasio Girardot, D Elhuyar,
Campo-Elías y los demás oficiales y tropas, que son igualmente ilustres libertadores.

LA PATRIA EN AGONIA

PASO 19
Ahora con más razón tenía que portarme como un Jefe. Me acompañaban en la
Jefatura Tomás Montilla, como Secretario de Guerra y Marina; Antonio Muñoz Tébar,
Secretario de Estado y Rafael Diego Mérida, Secretario de Justicia y Policía. El
honorable Dr. Cristóbal Mendoza era el Gobernador Político de Caracas.
Por allá por el llano, esa inmensa extensión de tierra, con gente sencilla y buena,
campeaban dos hombres crueles, feroces, que bajo una serie de artimañas y engaños
se habían ganado la simpatía de los llaneros. Esos hombres eran Yánez y Boves. Eran
realistas y tenían el Llano alzado contra el Gobierno republicano.
Contra estos guerrilleros envié a mis oficiales, entre ellos a Montilla y a Campo-
Elías. Yo, personalmente pasé a Occidente. En Barquisimeto obtuvimos una victoria,
pero enseguida fuimos derrotados en el mismo sitio. Monteverde había sido sustituido
por Salomón y éste, al saber mi derrota, sale de Puerto Cabello con sus tropas, pero yo
le habían enviado a José Félix Ribas, quien lo derrotó en Vigirima, y el jefe español se
refugió nuevamente en Puerto Cabello.
Otro español temible, Ceballos, estaba en Occidente. Atravieso el 3 de diciembre el
río Cojedes y el 5, el Coronel Manrique, a quien había enviado para observar las
posiciones realistas, es atacado por más de 1.000 jinetes de Ceballos. Las fuerzas de
Manrique eran inferiores en número y fueron destruidas. Entonces ordené el ataque de
la segunda División y nos trabamos en rudo combate. Yo mismo, con el sable en la
mano, me metí en medio del fuego para alentar a mis soldados, que casi eran
vencidos; pero el coraje pudo más y el patriotismo nos hizo sacar en Araure una
estupenda victoria.
Ese mismo mes de diciembre, el día 27, llegan nuestras tropas a San Felipe, al
mando del coronel Manuel Villapol. En esta ciudad ejercí el predominio absoluto el
catalán Antonio Millet.
El año de 1814, que comenzaba, se presentaba con presagios no muy favorables.
Desde el Llano, Boves y Morales amenazaban con penetrar en la capital. Lo desdichado
era que sus tropas estaban formadas por venezolanos, por llaneros a quienes se había
prome-tido tierras y los botines que sacaran del asalto a las poblaciones.
El 2 de enero de 1814 me presenté en el Templo de San Francisco, en Caracas,
para rendir ante el pueblo cuentas de mi actuación y de la de mi gobierno. Era una
magna asamblea presidida por Don Cristóbal Mendoza. Al escucharme, la Asamblea
propuso que continuara en el mando de la República.
¡Qué malo cuando cosas adversas se mezclan! Por ejemplo, la alegría del triunfo y
el dolor de tener que ir contra la humanidad de los demás. Tener forzosamente que
cumplir con lo establecido en la Proclama de guerra a muerte, sólo porque nuestros
enemigos se comportan atrozmente y amenazan con quitarnos de las manos lo que
con tanto sacrificio hemos conquistado.
Así, en medio de la ejecución de numerosos realistas en las bóvedas de Caracas y
La Guaira, tuvimos la noticia de que Boves, el terrible Boves, avanzaba sobre Caracas y
atacó a José Félix Ribas en la ciudad de La Victoria. Ribas, que siempre había
demostrado su impetuosidad y su patriotismo encendido, le hizo frente y ya casi es
batido por las fuerzas del asturiano, cuando se presentan las tropas auxiliares de
Campo-Elías. Poco tiempo después el triunfo era completo para nuestras armas. El
noble Rivas Dávila pereció en la acción.
Luego vino San Mateo. El 28 de febrero fue la primera batalla en este sitio. Estos
eran mis campos y yo los conocía muy bien. Boves atacó nuestras posiciones, pero yo
había colocado estratégicamente a los soldados. La batalla fue sangrienta, todo quedó
cubierto de cadáveres. Tuvimos que lamentar la muerte de Campo-Elías y de su
paisano Manuel Villapol. También nuestro enemigo Boves quedó herido y lo llevaron a
Villa de Cura.
Apenas pudo sanar Boves, volvió sobre San Mateo. Sus inte-reses estaban puestos
en Caracas. Y sabía que Mariño, el jefe de las tropas que habían triunfado en Oriente,
venía en auxilio de las mías, en el Centro. Repuesto y con nuevos hombres, hizo el
primer ataque el día 20 de marzo; lo rechacé y salió maltrecho. En los días que
siguieron volvió empecinadamente al ataque, pero sin poder penetrar.
Finalmente, en la mañana del 25 de marzo el furioso asturiano (Boves había nacido
en Asturias, provincia de España) se abalanza sobre nosotros en lo que creía sería
nuestro final. Pero la Providencia nos guiaba y serenamente lo esperamos.
La astucia de este hombre era muy grande y ordenó que rodearan la llamada Casa Alta,
donde nuestro ejército tenía toda el parque, o sea municiones, pólvora, armas, etc.
Este parque lo custodiaba Ricaurte, el valiente granadino. Cuando éste vio que los
soldados españoles se acercaban al parque, mandó sacar a los enfermos y a las
mujeres, así como a los soldados patriotas. Y en un acto heroico sin par, en el que
sabía iba a perecer, prendió fuego a la pólvora y toda la casa voló, en medio de un
ruido espantoso. Murió Ricaurte, pero también murieron los españoles que habían
logrado subir a la Casa Alta y, en consecuencia, las municiones no quedaron en poder
del enemigo.
La pérdida fue numerosa y dolorosa. Perseguí un trecho a Boves, a objeto de que se retira.
Entretanto, Urdaneta tiene que tomar el camino de Valencia. Me escribe diciéndome
que espera un ataque a la ciudad en tiempo muy breve. Yo confiaba ciegamente en
este valeroso, disciplinado y siempre fiel oficial zuliano y por eso le di la orden
imperiosa: Defenderéis a Valencia, ciudadano General, hasta morir, porque estando en
ella todos los elementos de guerra, perdiéndola se perdería la República. El General
Mariño debe venir con el ejército de Oriente: cuando llegue batiremos a Boves e iremos
enseguida a socorreros...
Y como D Elhuyar necesitaba 200 hombres para sitiar a Puerto Cabello, se los pedía
a Urdaneta, aumentando así su sacrificio. Al valiente General le quedaron, entonces,
unos 340 soldados para defender a Valencia. Urdaneta llegó a esa ciudad el 27 de
marzo y al día siguiente estaba el realista Ceballos con 4.000 hombres para establecer
el sitio.
Extenuados por el cansancio, muertos de sed y sin poder obtener agua del río, los
defensores de Valencia hacían verdaderos milagros para mantenerse en pie, sólo
fortalecidos por el ejemplo de Urda-neta. Así se pasaron los días hasta que el 2 de abril
se presentó Boves a las puertas de la ciudad, con 3.000 soldados más.
El milagro se operó porque Boves esperaba de un momento a otro que Mariño se
uniera a las tropas que yo conducía, las cuales acababan de derrotar en San Mateo.
Ante esta perspectiva, abando-naron el sitio de Valencia y los patriotas quedaron
libres, sin poder creer lo que ocurría, cuando justamente estaban ya decididos a volar
el parque y morir en heroico sacrificio para no caer en manos de los enemigos.
Urdaneta había cumplido mis órdenes y las cumpliría siempre.
El ejército de Oriente se me había unido, por fin, en La Victoria. Pero también se
unieron los ejércitos de Ceballos y de Juan Manuel Cajigal. Ellos sumaban unos 6.000
soldados y los míos eran menos de 5.000. Con estas fuerzas me situé en Carabobo, en
espera de los realistas. Me presentaron batalla el día 28 de mayo y la victoria de esa
brillante jornada se inclinó en nuestro favor. Todos pelearon con denuedo: Bermúdez,
Mariño, José Tadeo Monagas, Ribas, Leandro Palacios, Jalón, Urdaneta...
Pero si yo era constante y terco, Boves también lo era. Preparó de nuevo a sus
llaneros y el 15 de junio de enfrentó a Mariño en La Puerta, donde ya antes había
derrotado Campo-Elías. Yo llegué después para auxiliar a Mariño, pero, la suerte no
estaba con noso-tros. La batalla duró dos horas y media y fue una verdadera
carnicería. Perdimos mucha tropa y murieron el Secretario Muñoz, Antonio María
Freites, García de Sena y otros oficiales. Yo pude salvarme en compañía de Ambrosio
Plaza, Briceño Méndez, mis edecanes y otros jefes republicanos. Mariño y Monagas
escaparon hacia el Pao.
Y lo que tanto temíamos tenía que llegar. El 16 de julio llega a Caracas Boves con
toda su gente. No encontraron a nadie, porque yo había ordenado la evacuación de la
ciudad, que no podía custodiar con sólo 1.200 soldados. Por eso emigramos, salimos
hacia Oriente. Unas veinte mil personas me siguieron en la más penosa travesía de 23
días, bajo tremendos aguaceros y en medio de las incomodidades más difíciles de
explicar.
Pero Boves no se iba a conformar con ver la soledad de Caracas. El quería la
destrucción de los patriotas y siguió la ruta hacia el Oriente.
Entre tanto, en Aragua de Barcelona había sufrido yo una derrota frente a Morales,
que comandaba 3.000 soldados. La opinión general se levantó en mi contra. Veían los
patriotas en este momento sólo cuando había resultado desfavorable, pero se
olvidaban de lo que había realizado de positivo.
En Cumaná, Mariño y yo nos dimos cuenta de que el corsario Bianchi se dio a la
vela con todos los tesoros del Estado, en varios buques. Enseguida abordamos los
bergantines de guerra “Arrogante Guayanés” y “La Culebra”, para darle caza a Bianchi.
Lo alcanzamos y lo llevamos en dirección a Pampatar, pero Piar y Ribas, que eran
patriotas pero en ese momento estaban contra mi autoridad nos recibieron a
cañonazos, y nos tuvimos que transar con Bianchi y entregarle los buques que pedía y
recibir apenas una parte de los tesoros.
El 5 de diciembre, proscritos por estos dos jefes patriotas, llegamos a Carúpano.
Las ambiciones cundían entre los oficiales de Oriente, que no querían ver sino su patria
pequeña y no la totalidad de Venezuela.
La desconfianza de los oficiales en nuestra actitud y el ánimo tan caldeado como
estaba, nos obligaron a salir de Carúpano, pistola en mano, en las mismas
embarcaciones en que llegamos. Nos fuimos rumbo a Cartagena de Indias.
Los republicanos seguirían peleando, pero divididos. Así, en Urica fueron
derrotados totalmente, aunque en esa batalla murió el terrible Boves. Pero la patria
moría por segunda vez y yo estaba en mi segundo destierro.

TODOS SERAN CIUDADANOS

PASO 20
Aquí quiero que tomes un poco de aliento. La narración te tendrá agotado,
¿verdad? ¡Ah! Ya veo, me dices que eres joven y que estás a gusto. Bien, voy a
continuar.
¿Te has fijado en lo que acaba de ocurrir? No son los realistas los que me expulsan
esta vez, sino mis propios compañeros de lucha. Por eso en Carúpano, cuando publiqué
mi Manifiesto del 7 de septiembre, decía: Vuestros hermanos y no los españoles han
desgarrado vuestro seno, derramado vuestra sangre, incendiando vuestros hogares y
os han condenado a la expatriación.
¡Paciencia! No todos los espíritus son altos como para com-prender las cosas en el
momento en que ocurren. Ya las compren-derán más tarde y se arrepentirán.
De Cartagena paso a Pamplona, donde me encuentro con Urdaneta; de allí, a
Tunja. El Presidente del Congreso me recibe muy bien. Camilo Torres, mi viejo amigo y
favorecedor, me consuela y me anima, diciéndome: “Vuestra patria no ha perecido
mientras exista vuestra espada. Habéis sido un militar desgraciado, pero sois un
grande hombre”. El compromiso continúa. El Juramente del Monte Sacro está en pie. ¡A
volver a empezar!
En noviembre me ascendieron a General de División y al comenzar el año de 1815
recibí el nombramiento de Capitán General de la Confederación de la Nueva Granada.
Aquí realicé la ingrata tarea de pacificación entre los mismos conciudadanos, movidos
también por las intrigas localistas. Luego de esto, a principios del mes de mayo me
embarqué para Kingston, en la lsla de Jamaica, donde llegué el 14 de mayo.
Aquí en Jamaica me dediqué a pensar, a meditar profunda-mente en el porvenir de
América. Y como si estuvieran pasando por delante de mi mente, escribí una serie de
cosas que luego se cumplieron, como si yo fuera un profeta o un visionario. Esa carta
de Jamaica se la escribí a un caballero de esta Isla, Mr Henry Cullen, quien me pedía
información sobre el Nuevo Mundo.
Después que en esta Isla me salvé de morir apuñalado por el Negro Pío, salí para
Cartagena, que estaba sitiada por las tropas de Morillo, recién llegado con su famosa
expedición pacificadora. Cuando voy en camino me informan que Cartagena ha
capitulado y tengo que torcer el rumbo hacia Haití, donde estaba mi amigo Luis Brión.
Gobernante de Haití era Alejandro Petión. hombre magnánimo, a quien solicité
ayuda para formar una expedición. En San Luis de los Cayos se reunió una Asamblea
de patriotas venezolanos que habían logrado escapar: Mariño, Soublette, Briceño
Méndez, Zea, Mac Gregor; Salón, etc. Ellos me nombraron Jefe Supremo de la
expedición y bajo los auspicios generosos de Haití, partimos el 31 de marzo de 1816,
en un bergantín y siete goletas.
La condición que ponía Petión para la ayuda era la de que se diese libertad a los
esclavos, apenas se reconquistara el territorio. Noble gesto: no quería nada para él,
sino para los humildes hombres, para la pobre esclavitud. Brión también nos favoreció
con armas y se vino con nosotros, con el grado de Capitán de Navío. Bermúdez, por
desaveniencias con el grupo, se quedó en Los Cayos.
El 2 de mayo, cuando navegábamos en dirección a Juan Griego, avistamos dos
embarcaciones, el “Intrépido” y la “Rita”, que blo-queaban el puerto. ¡Qué
emocionante es una batalla naval! Yo nunca había participado en un combate sobre las
aguas y justamente en Los Frailes nos enfrentamos a esas dos embarcaciones.
Abordamos el “Intrépido”, en el tercer intento; la “Rita” huyó, pero también fue
apresada. Los españoles de tierra huyeron a Pampatar y Porlamar. Llegamos a Juan
Griego el día 3. Al día siguiente, en la Villa del Norte, hubo una asamblea de oficiales,
en la que me nombraron Jefe Supremo de Venezuela, con Mariño de Segundo.
Seguimos para Carúpano y de allí a Ocumare de la Costa. Tal como lo prometí a
Petión, di en cada población el decreto de libertad de los esclavos. De aquí en adelante
sólo habrá en Venezuela una clase de hombres: todos serán ciudadanos.
Se planeó seguir hacia el centro del país, pero hubo encuentros desafortunados.
Algunas derrotas y nuevas intrigas en Güiria, donde Mariño y Bermúdez me
desconocieron, me obligaron a salir nuevamente del país, hacia Haití.
Mac Gregor, Piar y otros oficiales siguieron la campaña en los Llanos y en Guayana,
con buen éxito. Los pueblos orientales me llamaban otra vez, porque no les satisfacía
el mando de unos ambi-ciosos. Por otra parte, los españoles habían abandonado a
Margarita para reforzar a los del Centro, amenazados por los llaneros de San Fernando
de Apure. En efecto, ya otro hombre de excepcionales condiciones aparecía en los
Llanos: José Antonio Páez, a quien conocería más tarde.
Ante el llamado de Zea, Arismendi y otros patriotas, organicé una segunda
expedición desde Los Cayos. El 28 de diciembre llega-mos a Juan Griego y de allí pasé
a Barcelona, donde dejé a Pedro María Freites al mando de la Casa Fuerte, en cuya
defensa tuvo un comportamiento heroico. Seguí para Guayana a fin de dirigir allí las
operaciones junto con Piar y Cedeño.
El 11 de abril de 1817 dio Piar una batalla en la Mesa de Chirica, en San Félix,
obteniendo una estupenda victoria. Con la brillante acción de San Félix, se estabiliza la
tercera República. Con la ayuda de Brión se mantuvo el sitio de Angostura hasta que
en julio La Torre abandonó la ciudad.
Los margariteños, con el bravo Arismendi, se defendieron heroicamente de las
tropas de Morillo y dieron batallas dignas de los espartanos, como aquella memorable
de Matasiete.

¡HAGASE LA PAZ!

PASO 21
En octubre de 1817 ocurrió un hecho verdaderamente doloroso para mí. Ordené el
arresto del General Manuel Piar. El se había destacado en la lucha por la
independencia, obteniendo brillantes triunfos en Maturín, El Juncal, San Félix... Pero
ahora, estaba acusado de insubordinación y deserción
Sometí a Piar a un Consejo de Guerra, integrado por dignos oficiales, todos amigos
del procesado. Inclusive, Luis Brión, que presidía el Consejo, era curazoleño como Piar.
La sentencia fue tremenda: condenado a ser pasado por las armas. El 15 de octubre
confirmé la sentencia. Yo en ese momento consideraba que la ejecución o castigo de
Piar era una necesidad, para acabar con el desorden y enguerrillamiento de ciertos
jefes republicanos. En efecto, esto bastó para consolidar el Gobierno.
Con la indestructible Angostura en nuestro poder y el Gobierno establecido allí,
sería más fácil emprender la campaña del Centro. Comienzo por el Llano y para enero
de 1818 estoy en camino del Apure. Tenía que conocer a Páez, un joven llanero que
venía hacien-do la guerra a los realistas y se había convertido en el verdadero sustituto
de Boves, con la diferencia de que éste utilizaba a los llaneros en beneficio del Rey,
mientras que Páez, los entusiasmó por la Patria.
En el hato Cañafístola nos entrevistamos por primera vez. Páez hace que todo su
ejército reconozca mi autoridad. En estos días lo veo realizar una de los proezas
militares más grandes. Solamente Páez y sus llaneros podían hacerlo: tomar las
flecheras (embar-caciones) de los enemigos, para poder atravesar el caudaloso Apure.
Es la primera y única vez en la historia que se realiza el abordaje a unas naves de esta
forma, en que unos llaneros indómitos se echan al río con sus caballos para tomar las
flecheras. Es, en verdad, la primera vez que veo en acción una caballería acuática.
Fuimos hasta Calabozo, donde Morillo es derrotado. Cuando llega Urdaneta lo
pongo al mando de la Infantería y marchamos hacia Villa de Cura, población que
ocupamos. Páez, por su parte, había ocupado a San Fernando de Apure. Luego tomo
con mis tropas a San Mateo y Maracay.
Otra vez en La Puerta. Aquí había esperado a Morales y habién-dolo derrotado lo
persigo, pero Morillo aparece y me derrota. El recibió un lanzazo que le atravesó el
cuerpo y se salvó de milagro.
Poco más tarde tendría que sufrir un atentando contra mi vida en el Rincón de los
Toros. No sé cómo salí vivo. Siempre había alguien que intentaba eliminarme. Me sentí
enfermo y fui a recupe-rarme a San Fernando. Un mes después, en junio, estoy
nuevamente en Angostura. Aquí me dediqué a la organización del Gobierno. Fundé el
periódico “Correo del Orinoco”, que servía de ilustración para el pueblo y de difusión
para las ideas republicanas, tanto en el país como en el exterior.
La necesidad de institucionalizar cuanto antes el gobierno, me determinó a
convocar el Congreso. El 15 de febrero de 1819 se instaló en Angostura el Congreso.
En el acto de instalación pronuncié un discurso en el que renuncio al Poder Supremo,
propongo que nuestro gobierno ha de ser republicano, que se reconozca la soberanía
del pueblo, que están divididos los poderes, que haya libertad civil y libertad de los
esclavos, que no se piense jamás ni en la monarquía ni en los privilegios.
En resumen, pienso que el sistema de gobierno más perfecto es aquel que produce
mayor suma de felicidad posible, mayor suma de seguridad social y mayor suma de
estabilidad política.
Pienso también que además de los Poderes Ejecutivo y Judicial, deberíamos tener
un Poder Moral, que sea la base de nuestra moral y de nuestra educación: la educación
popular debe ser el cuidado primogénito del amor paternal del Congreso. Moral y Luces
son los polos de una República; moral y luces son nuestras primeras necesidades.
Los legisladores que estudiaron mi proyecto de constitución no aprobaron este
poder moral en la forma en que yo lo presenté y modificaron algunas otras cosas. Lo
importante era tener una Constitución y hacer ver que nos podíamos dar un gobierno
propio y a la vez fuerte.
¿Recuerdas que la Nueva Granada me ayudó muchísimo para emprender mi
invasión a Venezuela? Ahora, yo estaba pensando ir allá y libertar a los neogradinos. A
Angostura me habían llegado tropas británicas dispuestas a colaborar con la
revolución. Con los británicos, pues, íbamos a contar de ahora en adelante. Fuimos al
Apure a mediados de marzo.
Pronto estos oficiales supieron qué clase de soldados teníamos. El 2 de abril Páez,
con 150 llaneros, ganaba una increíble batalla en las Queseras del Medio. Para
premiarlos les di la Estrella de los Libertadores. Luego cruzamos al Arauca y de allí
fuimos a estable-cernos en Mantecal. Como el ir a la Nueva Granada exigía medita-ción
y consulta, reuní una Junta de Guerra en la Aldea de Setenta para explicar el Proyecto.
Todos los oficiales estuvieron de acuerdo. Así, pues, emprendimos la marcha el 27 de
mayo de 1819.
El General neogranadino Francisco de Paula de Santander iba a la vanguardia. El
conocía bien el terreno que pisaba y era un hábil e inteligente militar. Tenía él para
esta fecha 28 años. La marcha era dura, forzada, porque teníamos que cruzar
muchísimos ríos crecidos. Cuando llegamos a Pore, en menos de un mes habíamos
recorrido 600 kilómetros.
Pero lo más duro estaba por delante. Para no tropezar con las fuerzas realistas y
caerles de sorpresa, se me ocurrió que debíamos atravesar con todo el ejército el
páramo de Pisba, rodeado de barrancos y peñascos, por senderos que apenas si hacen
posible la marcha y además con un frío aterrador y la molestia constante de la lluvia y
el granizo. Aquello era casi superior a nuestras fuerzas.
Yo no me cansaba de animar a los soldados, que caían muertos de cansancio o
engarrotados por el frío. A muchos de ellos hubo que darles palizas para que les pasara
el “mal del páramo”. Tal fue la marcha, que la caballería llegó sin caballos, sin armas y
sin nada que les molestase, porque ya era bastante poder con el propio cuerpo.
Con todo, el general Barreiro nos hizo frente en Gámeza y lo batimos por completo,
aunque hubo gestos de heroísmo de ambas partes. Y días más tarde obtenemos una
ejemplar victoria en Pantano de Vargas. A marchas forzadas llegamos a Tunja y dos
días después, el 7 de agosto libramos la famosa batalla de Boyacá, en que el ejército
español quedó rendido ante nuestra osadía y el propio General Barreiro fue hecho
prisionero. El Virrey Sámano, que esta-ba en Bogotá, abandona la capital y la
tomamos nosotros el día 10.
El 20 de septiembre estoy en camino para Venezuela y llego a Angostura el 11 de
diciembre. ¿Te parezco muy caminador? Pues imagínate que esas grandes distancias
había que hacerlas a caballo y todavía faltaba mucho por recorrer.
Y es el 17 de diciembre de este año cuando el Congreso decreta la creación de la
República de Colombia. Este era el nombre que Miranda soñaba para la unión de
Repúblicas libres que se formaran en América. Y yo siempre ambicioné la libertad de
todo el Continente en manos de los españoles, y no solamente de mi patria.
Entonces, así como se había creado una Vice-Presidencia en Venezuela, se
establece otra en Nueva Granada y se nombra para ese alto puesto al General
Santander, que tanto se había distinguido en la campaña.
Colombia es ahora una realidad. El Congreso la decretó con tres Departamentos:
Venezuela, Cundinamarca y Quito. Conse-guido esto, retorno a la Nueva Granada a
fines de diciembre. El 5 de marzo de 1820 estoy en Bogotá. El Gobierno había que
atenderlo de esta forma. ¿No has oído decir que el ojo del amo es el que engorda al
caballo?
Ahora teníamos que emprenderla a fondo contra los realistas que dominaban gran
parte del territorio patrio. Regreso a mi país por la vía de San Cristóbal y de allí paso
nuevamente al Rosario, donde recibo proposiciones de Morillo para firmar un
Armisticio. Lo estudio, pero no pierdo tiempo. Visito las poblaciones de San Cristóbal,
Mérida, Trujillo, Carache, Escuque...
En noviembre propongo a Morillo unas bases para el Armisticio y un Tratado de
Regularización de la Guerra; es decir, para que la guerra se hiciera como la hacen los
pueblos civilizados. Llegamos a un acuerdo y el 26 de noviembre se firma el cese de
hostitilidades.
Al día siguiente nos reunimos Morillo y yo en Santa Ana de Trujillo, y del abrazo que
nos dimos quedó un monumento. La entrevista fue maravillosa. Se brindó por la paz y
la felicidad de todos. Luego de esto marché hacia Barinas y de allí a San Cristóbal y
Cúcuta. Vamos a aprovechar el momento de paz para reorganizar el ejército y el
gobierno. No se puede descansar todavía. ¿Se podrá alguna vez?

¿CARABOBO TRIUNFAL!

PASO 22
Un nuevo año se abre a nuestros ojos, con mejores perspectivas. El Congreso de
Angostura me ratificaba el año anterior el título de Libertador. Yo había dicho en
Carúpano que sería Libertador o muerto. Y lo seguiría siendo.
El 5 de enero llegué a Bogotá para atender y organizar la expe-dición que debe ir al
Sur, aprovechando el armisticio. El General Mires va hacia Guayaquil con 1.000 fusiles.
Un joven oficial, a quien muy pocos conocían entonces, ha tenido buena actuación en
el ejército republicano: es Antonio José de Sucre, quien se hará inmoral en breve
tiempo. A Sucre le encomiendo la Comandancia del Ejército del Sur.
El 28 de enero de 1821 el pueblo de Maracaibo ha decidido ser libre y proclamar su
anexión a la República. El General La Torre, que ha sustituido a Morillo, piensa que lo
ocurrido en Maracaibo es una violación del armisticio. Yo sostengo que no lo es, puesto
que ninguna cláusula nos impide aceptar un patriota, y menos si es un pueblo entero
que nos pide protección.
La Torre no cede y me comunica que se ha roto el armisticio. Pronto empezaría
otra vez la lucha, pero esta vez con mayores oportunidades para nosotros, porque
teníamos un ejército más disciplinado y mejor formado. A todas éstas, yo me movía
entre los pueblos de los Andes y del Llano. La reunión de los principales jefes
republicanos me interesaba en sumo grado.
El 28 de abril se reanudó el fuego, después de cinco meses de inactividad.
Comenzamos la campaña tal como se había planeado, pero el constante repliegue
hacia el centro de los realistas y las operaciones de éstos, me obligaban a ir cambiando
de táctica.
Páez marchaba desde Achaguas, en el Llano; Urdaneta desde Occidente; Bermúdez
desde el Oriente y yo desde Barinas. La idea era concentrar los ejércitos en un punto
para hacer imposible la resistencia de los realistas. Bermúdez debería tomar la ciudad
de Caracas y Cruz Carrillo, desde Trujillo, abrir operaciones para distraer las tropas
españolas.
A medida que íbamos tomando poblaciones, los realistas se retiraban más hacia el
centro. Entonces ordené la concentración de las tropas en San Carlos. La Torre se retiró
hacia Valencia y de allí se ubicó en el Campo de Carobobo. Reunidos todos en San
Carlos, emprendimos la marcha por Tinaquillo hasta Taguanes, donde pasé revista al
ejército el día 23 de junio.
Al amanecer del día 24 ya habíamos tomado la altura de Buenavista, desde donde
se divisaba la organización que La Torre le había dado a su ejército. Según sus
posiciones, no podía entrar a la llanura de Carabobo por la vía normal, puesto que por
allí me esperaban bien resguardados batallones. Entonces, pensé en buscar otro
camino, y un baqueano que había tomado en Tinaquillo, nos indicó la Pica de la Mona,
un camino escabroso y estrecho, muy penoso para la marcha; pero por allí nunca nos
esperarían.
Cuando decidí la marcha por esa pica, los españoles creyeron que se trataba de un
engaño; pero al ver que la División de Páez, que era la primera, avanzaba a tambor
batiente, ya no dudaron más. Sin embargo, era tarde. Ya el batallón Bravos de Apure
se acercaba al fuego enemigo.
Los Bravos de Apure se portaron valientemente. No cedieron ante el intenso fuego;
pero ya habían llegado dos batallones más para hacerle frente. Estaban casi muertos.
Ya replegaban, cuando apareció para interponerse entre los dos fuegos, el intrépido
Tomás Ferriar, al mando de la Legión Británica. Ellos salvaron al Bravos de Apures,
pero a costa de sus vidas, porque Ferriar cayó herido y murió después y 17 oficiales
más del Batallón Británico perecieron en la lucha. Esta batalla, que fue la segunda de
Carabobo, se libró en una hora. Empezó a las 11 de la mañana y a las 12 del mediodía
ya estaba decidida. José Antonio Páez fue el Héroe, así con ma-yúscula. Su intrepidez y
el valor que él le había infundido a los llane-ros y a los británicos que estaban bajo su
mando, hicieron posible esta victoria que aseguró la independencia de Venezuela.
Tuvimos que lamentar la muerte de Plaza y Cedeño, además de otros oficiales. La
pérdida de soldados no fue sino dolorosa, apenas unos 200 entre muertos y heridos.
Como recompensa por esta hermosa victoria, que acaba tempo-ralmente con el
poderío español en Venezuela, yo pedí al Congreso que declara libres al nacer, a los
hijos de los esclavos.
Ya habíamos demostrado que Venezuela era una Nación que sabía conquistar su
independencia, por el amor de sus hijos a la libertad, por la valentía de sus soldados y
por la sabiduría de sus hombres públicos.

TAN INMORTAL COMO EL TIEMPO

PASO 23
Cinco días después de la batalla de Carabobo, Páez y yo entrá-bamos a Caracas,
presidiendo el Ejército Libertado. El pueblo nos aclamaba. Hacía 7 años que no veía la
ciudad que me dio la vida. Per Páez no conocía la capital; era la primera vez que
entraba a Caracas. El pueblo había oído hablar de las hazañas del héroe llanero, y
ahora lo estaba viendo y aplaudiendo.
En este momento tenía la mente en el Sur. El Perú tenía que ser libre, igual que
Venezuela y la Nueva Granada. La idea era en grande: Colombia. Precisamente en
mayo de este año se había instalado en Cúcuta el Congreso que debía hacer la nueva
Constitución. El Congreso de Cúcuta ratificó la Ley Fundamental de Colombia.
Ese mismo Congreso me nombró Presidente, Vice-Presidente fue Santander. Era la
ratificación de los cargos. La capital provisional de Estado fue Bogotá. Fui a Cúcuta,
llamado por el Congreso para firmar la nueva Constitución. Hay repiques de
campanas. Paso a Bogotá. Dispuesto a dirigir personalmente la campaña del Sur y
pasar a Quito, interrogo al Congreso sobre mis atribuciones como Presidente en
Campaña. El Congreso me dio facultades extra-ordinarias.
Guayaquil había logrado su independencia gracias a un movi-miento
revolucionario. Yo envié, como te dije, al General José Mires con 1.000 fusiles y las
felicitaciones a nombre del Gobierno de Colombia. También di órdenes particulares a
Sucre, quien con habilísima política, logró que la Junta de Gobierno de Guayaquil se
declara bajo los auspicios de Colombia.
En mayo de 1821 habían llegado a Guayaquil los batallones “Santander” y
“Albión”, con Sucre al frente. Este, al abrir las operaciones, derrotó a Aymerich en
Yaguachi, pero perdió una batalla en Huachi.
El 12 enero de 1822 San Martín sale hacia Guayaquil. Yo le había escrito al poeta
Olmedo en los términos categóricos, el 2 de enero, o sea diez días antes:
"En ese instante está en marcha la División del señor General Torres, para esa
capital con 2.000 hombres. Yo me linsojeo, excelentísimo señor, que la República de
Colombia habrá sido proclamada en esa capital antes de mi entrada en ella. V.E. debe
saber que Guayaquil es completamente del territorio de Colombia... Y yo creo que
Colombia no permitirá jamás que ningún poder de América encente* su territorio".
Olmedo fue al encuentro de San Martín, quien como ya te dije estaba en camino a
Guayaquil. Al leer mi carta, decidió no seguir viaje y desde el puerto de Huanchaco,
donde recibió los pliegos de Olmedo, regresó a Lima. Cuando escribí esa carta estaba
en Cali, de allí pasé a Popayán y emprendí la marcha hacia el Sur, por tierra, porque la
expedición marítima no la pude llevar a cabo por la presencia de buques españoles.
En plena marcha, el 7 d e abril los realistas me cierran el paso y libro la batalla de
Bomboná, en condiciones inferiores a las del enemigo, pero logró triunfar. Perdimos
quinientos hombres, entre ellos al héroe de la jornada, Pedro León Torres, quien murió
el 22 de agosto a consecuencia de las heridas recibidas en esa acción.
Entre tanto, Sucre obtenía una cadena de triunfos y el 24 de mayo libró la decisiva
victoria de Pichincha, que le permitió entrar triunfante en Quito y lograr la
incorporación de esta capital a Colombia. Pero yo no tenía noticias de Sucre y seguí a
Pasto, la más realista de todas las poblaciones de América. Allí, el Obispo Jiménez me
condujo bajo palio desde la puerta de la Catedral hasta el altar mayor. El 16 de junio
estaba yo también entrando en Quito, en medio del entusiasmo de todo el pueblo. La
Municipalidad me rindió honores que me abrumaban, festejando la incorporación de
Quito a Colombia. Después de estos triunfos, el Ejecutivo de Colombia me autorizó
para emplear las armas en el logro de la incorporación de Guayaquil.
A esta población llegué el 13 de julio, adelantándome al arribo del General San
Martín, que había decidido volver a Guayaquil; y amparado por la Constitución y por el
Ejecutivo, decreto que Guayaquil es parte de Colombia. San Martín, cuando se enteró
de que ya estaba yo allí, expresó el deseo de entrevistarse conmigo, a lo cual accedí
gustosamente el 27 de julio. El General argentino se marchó esa misma noche.
Por su parte, el Perú no es libre totalmente. San Martín está en Lima porque es su
Protector, pero después de la entrevista de Guayaquil renuncia al mando y se va.
Yo le ofrezco al Perú 4.000 soldados, pero la Junta no acepta la ayuda. Ante los
sucesivos fracasos y derrotas, la Junta renuncia y el nuevo Presidente es José Riva
Agüero, quien me pide inmediato socorro. Tal como lo había ofrecido, envío 6.000
soldados y a Sucre como Ministro diplomático.
El 26 de abril de 1823 llega a Guayaquil una comisión enviada por Riva Agüero a
pedirme que acuda a dirigir personalmente la guerra en el Perú. También el Congreso
del Perú me llama a su auxilio. Entonces me llega la autorización del Congreso de
Colombia para que vaya al Perú y el 2 de agosto, a bordo del bergantín “Chimborazo”,
llegué al Puerto peruano de El Callao.
En el Perú me encuentro con un verdadero problema. Hay amenaza de guerra civil,
porque Riva Agüero está alzado con 3.000 hombres y el nuevo Presidente es Torre
Tagle. La confusión es tal, que el Congreso me autoriza a hacerle la guerra a Riva
Agüero, lo cual yo traté de evitar, hasta que afortunadamente uno de sus propios
oficiales lo hizo prisionero. Yo asumí el mando supremo.
Por el mes de octubre supe que en el Lago de Maracaibo se había librado la Batalla
Naval que alejaba para siempre a los realistas del Venezuela, con la capitulación de
Morales. Esta batalla fue el 24 de julio de 1823 y ella selló definitivamente la
Independencia del país. Luego acabarían de salir los refugiados en el Castillo de Puerto
Cabello, gracias a una acción heroica de Páez.
El año de 1824 lo recibo enfermo. Estaba en Pativilca y duré más de un mes
postrado por unas fiebres. Pero aun en medio de ese estado de postración física, mi
espíritu y mi carácter están templados. Cuando don Joaquín Mosquera me ve enfermo,
me pregunta: ¿Y qué piensa hacer usted ahora? Yo le conteste: ¡triunfar!
Esa era mi vocación. Mi palabra estaba empeñada. El Congreso del Perú me
nombra dictador porque los problemas internos son muy graves. Decido tomar la
iniciativa y atravieso la Coordillera de los Andes Peruanos, a 5.000 metros de altura.
Fue una batalla heroica, sangrienta, la que el 6 de agosto libré en el campo de
Junín frente al General José de Canterac. No sonó un sólo disparo. Sable y lanza,
manejados hábilmente por los llaneros, es toda la batalla. Junín es una epopeya tan
sublime, que inspiró a Olmedo un canto.
Después de esta Batalla, tuve noticias de que me habían sus-pendido las
facultades extraordinarias para seguir haciendo la guerra en el Sur. ¿Qué podía hacer?
Iba a demostrarle al Congreso que podía obedecer, aun siendo Presidente. Por lo tanto,
entregué el mando a Sucre. La suspensión me impedía dirigir los ejércitos de Colombia,
pero no los del Perú.
Sigo, pues, mi lucha. Lima se ha vuelto a perder, pero ha castigado a los culpables.
Me dirigí a la costa peruana y estuve en el pueblo de Chancay. La marcha fue
interminable hasta llegar a Lima y reconquistar la capital. La gente humilde del pueblo
me llevaba en hombros por las calles que hasta hace poco nadie transitaba. ¡Otra vez
la gloria!
Pero una alegría más intensa vino a llenar mi corazón. Pocos días después de mi
entrada en Lima, el 9 de diciembre, el General Sucre cumpliendo genialmente mis
instrucciones, vencía en Ayacucho las tropas del virrey La Serna, quien quedó
prisionero, junto con sus tenientes, 4 Mariscales de Campo, 10 Generales de Brigada,
16 Coroneles, 68 Tenientes Coroneles, 284 Mayores y oficiales y más de 2.000
soldados.
Se acababa con esta victoria de Ayacucho, el secular dominio español en toda la
América. La capitulación ofrecida por Sucre fue generosa. La aceptaron todos los
realistas, menos Rodil, que resistió hasta que Bartolomé Salom tomó la Plaza de El
Callao.
Este nombre glorioso de Ayacucho, y el bien que ha hecho al General Sucre a la
América, será la más bella herencia que podrá dejar a su posteridad y que lo hará tan
inmortal como el tiempo.
HEROINA DEL AMOR

PASO 24
He dejado a propósito, para tratártelo ahora, un asunto que quizás tu has oído
mencionar mucho. Tal vez te han dicho que yo tuve muchos amores y amoríos. Sí, es
verdad. ¿Recuerdas a María Teresa? Fue mi primer amor, mi gran amor. A su muerte,
juré no volverme a casar, y así lo hice.
De todos mis amores, el más célebre fue, quizás, el de Manuelita Sáenz, a quien
conocí en Quito el 16 de junio de 1822. Ese día entraba yo, después de la batalla de
Pichincha librada por Sucre. Era domingo y eran las 4 de la tarde. Iba a caballo por las
calles enga-lanadas de la capital, repletas de gente que me aclamaba. De pronto, de
uno de los balcones me lanzan una corona de laureles; era ella, Manuelita, de cuyos
ojos negros no pude olvidarme jamás.
En la noche asistí a una fiesta que me ofrecía la Municipalidad. Me gustaba la
danza. El baile es la poesía del movimiento. En la fiesta volví a ver esos ojos negros
que iluminan la blanca faz de la bella quiteña. El baile sirvió para acercarnos y para
entendernos.
¿Era una simple mujer? No; era una mujer muy viva, despiertísima, de carácter
terrible y al mismo tiempo la mujer más tierna y amorosa; celosa como ella sola. De
una gran valentía. Precisamente esa noche llevaba la Condecoración “Caballeresa del
Sol”, que se la había otorgado San Martín en premio a su heroísmo.
En Quito me regalaron un caballo, el fino “Pastor”, en el que salíamos a pasear por
los campos, por la ciudad y hasta por la misma hacienda de su madre, en Catahuango.
Todo el mundo lo sabe y habla de nuestros amores. Ella, casada, pero, separada, no
hace caso de los dimes y diretes y dice que las preocupaciones sociales han sido
inventadas para atormentarse mutuamente.
Manuela está conmigo en todo, no me abandona; se preocupa por las cosas de la
guerra como por las del Estado. Me sirve de Secre-taria. La carta que le escribí a
Bartolomé Salom el 13 de octubre es totalmente de letra ella. ¡Qué mujer!
Y me hace cometer cada locura... Cuando tengo que irme de campaña, estoy muy
triste, a pesar de hallarme entre lo que más me agrada, entre los soldados y la guerra,
porque sólo su memoria ocupa mi alma, pues sólo ella es digna de ocupar mi atención
particular. Como me reclama que le escribo con unas letrazas tan grandotas, hasta en
eso la complazco y le escribo con letras chiquititas.
Un tiempo estuve tratando de convencerla de que no debíamos estar juntos, de
que no podíamos seguir siendo culpables; pero no se puede nada con una resistencia
tan grande como la suya.
En Pativilca, cuando estaba enfermo, ella me cuidó durante más de un mes; en el
Perú, vivió conmigo en la Quinta “La Mag-dalena”, ante mis insistencias de que no se
fuera y tras haber roto definitivamente con su marido, la llamo a Bogotá y allí se
presenta, para suerte mía; el 10 de agosto, aniversario de mi entrada en Bogotá, se
hace una fiesta, con la intención de asesinarme a las 12 en punto de la noche.
Manuelita lo sabe o lo presiente y me pide que no vaya o que la lleve.
No le hago caso y asisto a la fiesta. Cuando son más de las once, se presenta la
amada a las puertas del salón disfrazada de militar. El guardián la reconoce y no la
deja entrar. Es uno de los cons-piradores. Al rato vuelve, pero vestida
estrafalariamente, sucia, para llamar la atención. Yo estaba conversando con unos
oficiales y al verla salí furioso de la fiesta. ¡Me había salvado! Cuando sonó el reloj y los
complotados me buscaron, ya no estaba por todo eso.
También en Bogotá me salvó la vida cuando el otro atentado del 25 de septiembre
de 1828. Me hizo saltar por una ventana del cuarto, cuando yo lo que quería era
hacerle frente a los asesinos. Desde entonces la llamé la Libertadora del Libertador.
Su fidelidad fue hasta la muerte. Como ella sabía que Santander era el principal
promotor de la idea de asesinarme, le tomó un odio tal que un día, estando en la
Quinta de Bogotá y aprovechando mi ausencia fusiló un busto de Santander, en
demostración de lo que deseaba.
A esta bella Manuela yo la amé y su amor me acompañó hasta el final de mis días.

DESDE LAS PLAYAS ARDIENTES DEL ORINOCO

PASO 25
La batalla de Ayacucho ha sido motivo de júbilo y grandes fiestas en toda la
América. En Argentina los festejos duran un mes, por decreto del Gobierno. Desde
Bogotá, el Congreso me ha enviado una medalla de Platino y a Sucre una espada de
Oro. Por su parte, el Perú ordena que se me levante una estatua en Lima y me
obsequia dos millones de pesos, uno para mí y otro para el ejército. Yo acepto el del
ejército, pero el mío, no. Ese tipo de recompensa no la justificaba. Sucre, el genio de
Ayacucho, recibió el título gloriosísimo de Gran Mariscal de Ayacucho.
Ahora faltaba el Cuzco y Alto Perú. La renuncia que envié al Congreso de Colombia
no me la aceptaron y fui ratificado como Presidente. También en el Perú sigo
gobernando.
El Alto Perú es un territorio que pertenece a dos naciones: una parte a la Argentina
y la otra al Perú. Sucre propone que se realice una Asamblea en Chuquisaca a fin de
que los pueblos decidan su propia suerte. A mí no me gusta la idea y se la critico al
Gran Maris-cal. Pero, al final de cuentas, la Asamblea se realizó sin problemas porque
ni Lima ni Buenos Aires, tenían objeciones que hacer.
La Asamblea de Chuquisaca determinó que el Alto Perú fuera independiente y que
de ese territorio se formara una nueva Nación con el de Bolívar, en mi honor. ¡Sí que
era un honor, y muy grande! Que una nación entera llevara mi nombre, superaba todas
mis ambiciones. Y Sucre, mi mejor amigo, era nombrado Presidente de Bolivia para
toda la vida; pero su carácter y su manera de pensar no le permitían aceptar sino por
el espacio de dos años.
En Arequipa doy una serie de leyes en beneficio de los pobres indígenas, así como
en Chuquisaca me preocuparía por el estable-cimiento de escuelas públicas, colegios y,
en fin, de la instrucción en general.
A mi llegada al Cuzco, la humilde gente riega de flores las calles por donde pasa mi
caballo; la emoción era tan grande que ya me parecía estar otra vez en el delirio. Yo
veía premiados con creces los esfuerzos por libertar a los pueblos. Aquí me ofrecieron
una corona de oro, diamantes y perlas, la cual obsequié a Sucre; y las joyas que había
recibido las regalé a mis edecanes.
Lo que más me emocionó fue lo más sencillo. Nunca había oído palabras tan bellas
y espontáneas como las que dijera en el pequeño pueblo indígena de Pucará uno de
sus moradores, José Domingo Choquehuanca. Cuando entré a este pueblito, el 2 de
agosto de 1825, el orador me recibió así:
–“Quiso Dios de salvajes hacer un Imperio, y creó a Manco Capac; pecó su raza y
mandó a Pizarro. Después de tres siglos de expiación ha tenido piedad de la América, y
os ha enviado a vos. Sois, pues, hombre de un designio providencial. Nada de lo hecho
antes que vos se parece a lo que habéis hecho; y para que alguno pueda imitaros, será
preciso que haya un mundo por libertar. Habéis fundado varias Repúblicas que, en el
inmenso desarrollo a que están llamadas, elevarán vuestra grandeza a donde ninguno
a llegado. Vuestra fama crecerá, así como aumenta el tiempo con el transcurso de los
siglos, y así como crece la sombra cuando el sol declina.
Palabras tan hermosas no podían brotar sino del corazón de un hombre noble,
sencillo. ¿Verdad que eran como para arrancarme lágrimas de emoción? Pasé por La
Paz y luego seguí a Potosí, donde recibí una comisión de Buenos Aires, que me
planteaba la necesidad de que yo fuera a tomar parte en la guerra contra Brasil, que ha inva-dido
al Uruguay. Brasil es un Imperio y Uruguay es un pequeño país.
El proyecto me gusta, pero al consultarlo al Congreso es recha-zado. De todas
maneras, a esta gente que venía en plan de libertad se le atendió muy bien. En
compañía de los comisionados, de algunos militares y otras personalidades, subo al
cerro de Potosí el 26 de octubre de 1825. ¿Sabes quién más va conmigo? Mi buen
maestro don Simón Rodríguez, a quien he hecho llamar al Perú para que se encargue
de lo concerniente a la educación.
Precisamente es don Simón quien me recuerda que también con él subí otro cerro
milenario, el Monte Sacro, y que con satis-facción contempla que el juramento
pronunciado aquel día, es hoy una realidad. Y allí en el cerro de Potosí, dije:
–“Venimos venciendo desde las costas del Altántico, y en quince años de una lucha
de gigantes, hemos derrocado el edificio de la tiranía, formado tranquilamente en tres
siglos de usurpación y violencias. ¿Cuánto no debe ser nuestro gozo al ver tantos
millones de hombres restituidos a sus derechos por nuestra perseverancia y nuestro
esfuerzo!
–“En cuanto a mí, de pie sobre esta mole de plata que se llama Potosí y cuyas
venas riquísimas fueron trescientos años el erario de España, yo estimo en nada esta
opulencia cuando la comparo con la gloria de haber traído victorioso el estandarte de
la libertad, desde las ardientes playas del Orinoco, para fijarlo aquí, en el pico de esta
montaña, cuyo seno es el asombro y la envidia del Universo.

LAS BAJAS PASIONES


PASO 26
Yo nunca quise usar medallas ni condecoraciones. Pero una medalla, en particular,
me halagó en modo extraordinario. Por intermedio del gran Lafayatte, el héroe
ciudadano, el atleta de la libertad, la familia de Jorge Washington, Libertador de los
Estados Unidos de Norte América, me envió un medallón con su efigie y otros
recuerdos del gran ciudadano y primogénito del nuevo mundo.
25 de mayo de 1826. Hoy he tocado con mis manos este inestimable presente. La
imagen del primer bienhechor del continente de Colón presentado por el héroe
ciudadano general Lafayatte y ofrecido por el noble vástago de esa familia inmortal,
era cuando podría recompensar el más esclarecido mérito del primer hombre del
universo.
¿Seré yo digno de tanta gloria? No: mas la acepto, con un gozo y una gratitud que
llegarán junto con los restos del Padre de la América, a las más remotas generaciones
de mi patria; ellas deberán ser las últimas que queden del mundo nuevo.
Mi vieja idea de formar de todos los Estados de América una gran Confederación,
me llevó a convocar el Congreso de Panamá. La convocatoria la firmé en Lima. La
ubicación de este istmo es envidiable y si yo tuviera que escoger algún sitio para
capital del mundo, escogería ese precisamente.
El 22 de junio se instala el Congreso Anfictiónico, con la asistencia de cuatro
delegaciones: Colombia, Perú, Méjico y Centro América. Los otros países convocados
no pudieron llegar a tiempo o tuvieron problemas internos. De todos modos, los
resultados de este Congreso no fueron los que yo esperaba. Su poder será una sombra
y sus Decretos consejos nada más.
Las noticias que para este momento me llegaban de Nueva Granada y Venezuela,
no eran favorables. El General Páez había sido acusado ante el Congreso de Colombia,
a raíz del reclutamiento que se tenía que hacer. Y tras la acusación vino la suspensión
del héroe llanero de su cargo de Comandante General de Venezuela.
El Congreso lo llamaba a Bogotá para que explicara su conduc-ta, pero Páez no
quiso presentarse porque temía represalias contra su persona. Las cosas no andaban
muy bien por allá.
Después de unas gestiones que me hizo el Edecán OLeary, yo mismo partí hacia
Bogotá y de allí tomé el camino de Venezuela. Por sobre todas las cosas quiero se
mantenga ese sueño mío sobre la unión de las Repúblicas americanas: Colombia.
El 31 de diciembre estoy en Puerto Cabello y al día siguiente, primero del año de
1827, dicto un Decreto de Amnistía para todos los que intervinieron en las reformas. La
condición es el reconoci-miento a mi autoridad como Presidente de la República. El
General Páez puede seguir siendo el Jefe Superior de Venezuela, en lo Civil y Militar.
Seis meses permanecí en mi ciudad natal. Al salir de aquí ya no vendría más, ya no
la volvería a ver, pero jamás se borraría de mi corazón. La familia que adquirió esta
casa en que yo nací, me invitó a un banquete. La señora Teresa Madriz Jérez de
Aristeiguieta y Bolívar, prima mía, se porta delicadamente conmigo. Todas las
atenciones le parecen pocas.
Todo fue primorosamente planeado por la familia, para agradarme. Había pasado
tanto tipo y sin embargo, allí estaban los jardines, el patio de los granados, los
corredores... fue una delicia recordar todas esas cosas.
Una vez más renuncio al Poder. Estoy cansado. Además, veo que hay una opinión
contraria a mí en Bogotá. Le pido a Santander que no me escriba más, porque no
quiero responderle ni darle el título de amigo. Pero el Congreso me dio su confianza de
nuevo y no me aceptó la renuncia. Al contrario, me llama a Bogotá para que preste el
juramento.
Me ausentaba para siempre de Caracas. La última noche la pasé en la Quinta
Anauco, una de las propiedades del Marqués del Toro. En la Convención de Ocaña se
conspiraba contra mí. Es el año de 1828. Año desgraciado. En la Convención hay una
corriente a favor de Santander y otra a mi favor. Del desacuerdo resulta que se
disuelve la Asamblea y me ofrecen la Dictadura. ¿Eso querían mis enemigos?
Ocurrió entonces lo del intento de asesinarme en el baile de aniversario de mi
entrada a Bogotá. Manuela me salva. Los complo-tados insisten. Ahora van a ir a mi
dormitorio. Manuela está conmigo y vuelve a salvarme. Era el 25 de septiembre de
1828. ¡No olvidaré esa noche! Los principales conjurados son Agustín Hormet, Zuláivar,
Pedro Carujo. Pero el de la idea es Santander. El ambi-cionaba la Presidencia.
Un Tribunal, presidido por Urdaneta, condena a muerte a los asesinos. Entre los
condenados está Santander. Pero yo lo perdono. Me acuerdo del Rincón de los Toros.
Pido que se le cambie la pena de muerta por la del destierro. Un oficial tan brillante,
tan inteligente, no tenía por qué caer tan bajo. ¡Pero así, son las bajas pasiones!

VIA CRUCIS

PASO 27
Y bien, amiguito, estamos ya en el año de 1830. Durante el año que acaba de
transcurrir, muchos fueron los kilómetros que tuve que andar: la guerra entre
hermanos, entre los mismos países que habíamos constituido con nuestra sangre,
estallaba y había que sofocarla. Quito. Perú, y nuevamente, Bogotá.
A esta capital llego el 15 de enero. Instalo el Congreso que había convocado y al
cual quería renunciar para siempre: he sido víctima de sospechas ignominiosas, sin que
haya podido salvarme la pureza de mis principios. A nombre de la República pido a los
colombianos que permanezcan unidos para que no sean los asesinos de la patria y sus
propios verdugos.
Me da la impresión de que tengo los días contados y por eso voy midiendo mis
pasos uno a uno. El 27 de abril renuncio a la presidencia ante el Congreso Admirable.
Estuve un tiempo en Fucha tratando de recuperarme de un fuerte ataque bilioso.
El 8 de mayo parte desde Bogotá hacia Cartagena. Voy en busca de otros aires que
me reconforten no sólo la debilitada salud sino también mi golpeado espíritu. No puedo
entender las intenciones o la maldad de cierta gente. Mi aflicción no tiene medida,
porque la calumnia me ahoga como aquellas serpientes de Laocoonte.
El día 11 estoy en Guaduas. Aquí se mezclan en mi interior los sentimientos de
perdón con los renovados aleteos del amor en mi corazón cansado. De los que me
hostigan y me hacen mal, diré que no los aborrezco, que estoy distante de sentir el
deseo de la venganza, y que ya mi corazón los ha perdonado...
Desde Guaduas, escribo a Manuelita expresándole mi pena por nuestra separación
y pidiéndole que tenga juicio en todo lo que haga. Luego sigo a Honda y el 21 de mayo
estoy en Mompox, donde años atrás viví momentos de verdadera gloria. Y aún hoy,
después de haber dejado de mandar, aquí me han tratado mejor que nunca, y como
estas demostraciones son gratuitas y aún demasiadas, mi corazón se ha llenado de un
reconocimiento, el más tierno.
Turbaco: 26 de mayo. Aquí recibo la nota oficial del Decreto del Congreso en que
se me da las gracias a nombre de la Nación por mis servicios prestados y se me ratifica
la concesión que me hizo el Congreso de 1823 de una pensión de treinta mil pesos
anuales, durante mi vida.
Estoy al pie del Cerro de la Popa, cerca de Cartagena, cuando recibo el 1ª de julio,
la infausta nueva del asesinato del Mariscal de Ayacucho, mi fiel amigo, casi diría mi
hijo bienamado, Antonio José de Sucre. “Esta noticia me ha causado tal sensación, que
me ha turbado verdaderamente el espíritu”.
Era justamente lo que faltaba. Algo así como una estación más en mi vía crucis, en
el amargo calvario en que se estaba convirtiendo mi existencia. Cristo así lo quería,
que en este acto de redención, la redención de América, yo cargara con mi propia cruz
y apurara el cáliz de la amargura, y me dejara empapar los labios con hiel y vinagre.
¡Sucre, ha sido asesinado! ¿Lo presentía el? Precisamente cuando salía yo de
Bogotá, el generoso amigo fue a despedirse de mí, porque iba a reunirse con su esposa
en Quito. No me encontró, y apenado por esto me dejó una hermosa carta que la
conservo en mi memoria, como algo imborrable. Me decía: “Adiós, mi General, reciba
usted por gaje de mi amistad las lágrimas que en este momento, me hace verter la
ausencia de usted...”
Si supiera el Gran Mariscal de Ayacucho las lágrimas que yo derramo ahora por él,
por el injusto, cobarde y vil asesinato de que fue objeto. Mi pesadumbre fue grande,
pero aún tuve el valor de escribir a su inconsolable viuda, doña Mariana Carcelén de
Sucre:
“No concibo, señora, hasta dónde llegará la opresión penosa que debe haber
causado a usted esta pérdida tan irreparable como sensible... todo nuestro consuelo, si
es que hay alguno, se funda en los torrentes de lágrimas que Colombia entera y la
mitad de la América deben a tan heroico bienhechor”.
Un último recuerdo hacia el amigo desaparecido: repasar con la memoria un
párrafo de la Biografía de Sucre, que yo escribí cuando el héroe de Ayacucho estaba en
el apogeo de su gloria, en 1825: “El General Sucre es el Padre de Ayacucho: es el
Redentor de los Hijos del Sol; es el que ha roto las cadenas con que envolvió Pizarro el
Imperio de los Incas. La posteridad representará a Sucre con un pie en el Pichincha, y
el otro en el Potosí, llevando en sus manos la cuna de Manco-Capac, y contemplando
las cadenas del Perú rotas por su espada".
Toda ha terminado para mí. En Venezuela me llaman traidor y no me permiten
entrar en la patria que me dio la vida. En Nueva Granada siguen las intrigas. Desearía
ir a Europa, a morir allá. Sin embargo, siento que no son todos los que están contra mí.
El pueblo siempre me ha sido fiel, me ha querido y me ha respetado. Toda la iglesia,
todo el ejército, la inmensa mayoría de la nación estaba por mí. Sólo aquellos que
controlan ahora el poder, quieren que yo desaparezca.
Cartagena, Turbaco, Barranquilla, Soledad. Aquí en Soledad me detengo ante una
recaída de mi antiguo reumatismo, añadido a mis males de bilis y contracción de
nervios. Me han recomendado, yo lo reconozco, que debo navegar unos días en el mar
para remover mis humores biliosos y limpiar mi estómago por medio del mareo, lo que
es para mí un remedio infalible, ya que no puedo vencer la repugnancia a tomar
remedios por la boca.
En Soledad recibo el generoso ofrecimiento por parte del señor Joaquín de Mier, de
su casa de campo en Santa Marta. Desde luego que acepto la oferta, ya que deseo ir a
esa ciudad. Vuelvo a Barran-quilla, donde paso casi todo el mes de noviembre. El 1º de
diciembre llego a Santa Marta, pero mi salud empeora. Es necesario que esté más
aislado. Conmigo están Mariano Montilla, quien me ha faci-litado el viaje hasta aquí,
José María Carreño, José Laurencio Silva, el auditor de guerra Manuel Pérez de Recuero,
José de la Cruz Pare-des, los edecanes Belford Wilson y Andrés Ibarra, el comandante
Juan Glen, el capitán de mi guardia personal Lucas Meléndez, el Teniente José María
Molina y mi sobrino Fernando Bolívar.
El seis de diciembre salgo para la Quinta de San Pedro Alejan-drino, fuera de la
ciudad costeña de Santa Marta. Es también propiedad del español Joaquín de Mier. ¡Y
cómo recuerdo en este instante, que otro español, Francisco Iturbe, me auxilió en el
angus-tioso momento en que Monteverde me tenía entre sus garras!
En San Pedro Alejandrino, rodeado de mis amigos y del médico que me atendía, el
francés Alejandro Próspero Reverend, pienso en mis compañeros ausentes, en los que
me ayudaron en la magna lucha que no tenía más objetivo que el de libertar el
continente; comprendo aquí que todos me miran como a un moribundo y comprendo
también, en medio de esta claridad mental que se le presenta a uno cuando va a morir,
que Jesucristo, Don Quijote y yo hemos sido los más insignes majaderos de este
mundo...
10 de diciembre. Todos me quieren dar ánimos, pero yo sé que ya no hay nada que
hacer. Hasta el médico, envolviéndome en una piadosa mentira, me dice que pronto
me recuperaré. Aprovecho la lucidez mental para dictar mi testamento, encomendando
mi alma al Señor. Mando que al morir, mi cuerpo sea enterrado en Caracas, mi ciudad
natal; que la espada que me regaló Sucre se devuelva a su viuda para que la conserve
como una prueba del amor que siempre profesé al Gran Mariscal.
Es también mi voluntad que los dos libros que me regaló mi amigo el señor General
Wilson, y que pertenecieron a la biblioteca de Napoleón, titulados: “El Contrato Social”,
de Rousseau, y “El Arte Militar”, de Montecuculi, se entreguen a la Universidad de
Caracas.
Ese mismo día había recibido los Santos Sacramentos, de manos del Obispo de
Santa Marta. Y animado de la mejor de las intenciones, dicté mi última Proclama,
dirigida a los colombianos, es decir, a los venezolanos, neogranadinos, panameños y
ecuatorianos, la cual terminaba así: “¡Colombianos! Mis últimos votos son por la
felicidad de la patria. Si mi muerte contribuye a que cesen los partidos y se consolide
la Unión, yo bajaré tranquilo al sepulcro”.
De Traposos a San Jacinto. Estas últimas palabras de Bolívar, vibrantes, llenas de
una sonoridad envolvente, estremecieron al joven que horas antes, había estado
tocando la puerta de la casa natal de El Libertador.
...yo bajaré tranquilo al sepulcro... Aún resonaban en el ámbito, el eco de esta
última frase. Y el niño, incorporado a la realidad terrena, descubrió que había tenido un
sueño allí, en ese mismo lu-gar en que fue a buscar a Bolívar, pero que a pesar de no
haber sido más que un sueño, él encontró a Bolívar y se llenó de boliviariano fervor, en
medio de aquella magnífica visión que jamás olvidará.

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