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Resumen de cuentos y

relatos históricos

De
Samuel Akinín

SOBREVIVIENTES

WALTER BENJAMÍN
SU ESCAPE DE ALEMANIA Y SU ASESINATO EN
PORT-BOU
Samuel Akinín Levy
En la parte nororiental de La Península Ibérica se encuentra ubicado
éste pequeño, colorido e histórico pueblo Catalán, famoso hoy en día por
haber sido entre otras cosas la vía de escape de miles y miles de judíos en
dos épocas diferentes; la primera fue durante el acoso de las tribus
bárbaras, los Francos enemigos acérrimos de los judíos. Esto ocurrió
durante el reinado de Alfonso VIII 1158-1214. Viendo el Rey que los judíos
tratarían de salvarse pasando la frontera de Francia a España, promulgó un
decreto en el que prohibía la entrada de éstos a su país, pero gracias a la
intervención del tesorero del Rey que para ese entonces era un judío logró
que modificara su decreto original permitiendo sólo la entrada a aquellos
judíos que demostraran tener bienes de fortuna en oro.
El tesorero en cuanto vio la modificación del decreto, se trasladó a
Toledo cuna de una de los centro judíos más importantes de la época. En
muy pocos días logró reunir dentro de la comunidad una gran cantidad de
dinero, que fue suficiente para poder salvar a más de 6.000 judíos. El
tesorero en persona se ocupó de darle a cada nuevo inmigrante la cantidad
que había estipulado el Rey como monto mínimo para ingresar a sus tierras.
El puerto de entrada en esa oportunidad fue Perthus y Port-Bou, que
traducido del catalán significa Puerto de Bueyes; los pescadores de antaño
hacían uso de dos bueyes para recoger las redes de pesca y es de ahí que
toma su nombre.
La segunda oportunidad en que este pueblo ayudó a salvar a un
número similar de judíos, fue durante la persecución y el acoso de los nazis.
Dos pueblos fronterizos ayudaron esta vez a nuestra gente; uno: Port-Bou,
enclavado en Gerona la parte Catalana que se encuentra en España y el
segundo Cerbêre dentro de la parte Catalana en el corazón de los Pirineos
orientales en Francia. Hablamos de los años 1940, 41 y 42 sus pobladores
se ocupaban de la agricultura, la siembra de la vid era primordialmente su
modus vivendi. Esto permitió que los pobladores de Cerbêre pudieran notar
cualquier anormalidad que sucediera en sus campos.
Entre los que de una u otra manera ayudaron salvar a tantos al
pasarlos por la frontera, se encontraban la familia Planas Vilanova,
conformada por Miguel, Jaime y Jorge. Me cuenta Jorge, quien vive en
Venezuela desde hace más de cincuenta años, que una mañana vio a seis
personas que se arrastraban entre los matorrales, se asustó porque era la
primera vez que esto ocurría. El tenía escasos once años pero ya estaba
trabajando en la siembra, nos dice que se trataba de cuatro adultos y de dos
niños. Estos le gritaron en francés que no les temieran que ellos eran judíos
tratando de escaparse hacia España y que estaban perdidos. Después de
haber pasado el susto, compartió con ellos parte de su comida y los guió
por caminos laterales hasta verlos allende la frontera.
La vida tampoco había sido justa con los padres de Jorge ni con su
familia, las diferencias en la ideología con el régimen español, los había
obligado a escaparse al lado francés, quizás por ese mismo motivo
entendían a plenitud lo que significaban las persecuciones, tal vez ellos de
alguna manera descendían del pueblo judío y es posible que el llamado de
la misma sangre a veces logre traspasar varias generaciones manteniendo
vivos lazos afectivos imposibles de explicar, o simplemente el hombre de
bien esté hecho con fibras sensibles al dolor de otros seres humanos y por
esto ayudaron junto con muchos otros compañeros por casi tres años a
pasar de Francia a España a miles de judíos.
Muchas de esas personas pasaron y lograron salvar sus vidas y las
de sus familiares, muchas estarán en deuda con aquellos que de alguna
manera les dieron ayuda y apoyo poniendo su vida en juego. Pero lo
increíble de esta historia, no es eso, no es recordar el pasado para obtener
algún fruto de él, sino todo lo contrario. Este pequeño pueblo catalán que
cuenta con apenas 1500 personas, ha querido dejar a la posteridad una
obra arquitectónica que represente de una manera visual, el crimen que se
cometió en él, con uno de esos judíos que habiéndose librado de los nazis,
ya sintiéndose libre en el lado Español, a los pocos días fue asesinado en
Port-Bou con la anuencia del médico que hizo la autopsia y que pertenecía
a la Falange (franquista) y la del jefe de la policía Mariano Viñuales quien
después se supo era asimilado a la Gestapo.
Liza Fittko de origen judío, era una de las personas encargadas de
ayudar a aquellos que tratando de salvarse de los nazis, habían logrado
pasar la frontera. Entre uno de ellos, se encontraba Walter Benjamín,
filósofo judío nacido en Alemania y que durante los años de 1923 y 1925
preparó su tesis doctoral en al Universidad de Frankfurt sobre “El origen de
la tragedia Alemana”. Era tal su descripción, tal su visión futura, que hoy
podríamos decir sin temor a equivocarnos que era un politólogo lo natural,
pero por su mismo enfoque y por lo delicado del tema, luego se vio obligado
a que muchas de su obras inmortales las tuviera que firmar bajo
seudónimos. Pero el mal ya estaba hecho, los alemanes nazis no se lo
perdonarían ni le permitirían que volviera a usar su pluma como arma, por
eso a la larga pagó con su vida aún estando teóricamente fuera del alcance
de las manos de los nazis.
Debo recordar que muchos personajes judíos del mundo de hoy,
pasaron por los mismos lugares que pasó Walter Benjamín, pero sería
imposible seguir la pista a tantos, por lo pronto hablaremos de ese genio
que la humanidad perdió por disidir en ideas en ese momento determinado.
Como dije anteriormente Walter Benjamín nació en Berlín en 1892 fue
ensayista y filósofo; entre sus obras maestras está “El concepto de la crítica
del arte dentro del romanticismo alemán” (1920) y otra gema literaria “ La
obra del arte en la era de la reproductividad técnica” (1936). y muchas más.
Pero en la era que no se reconocían los valores y en que poco o nada
importaba la inteligencia de los hombres, de ésos que dieron lo mejor de sí
para la inmortalidad, recibieron en compensación el mismo odio y el mismo
trato y se vieron obligados cual asesinos a huir por miedo a perder la vida.
Walter Benjamín salió de Alemania y atravesando parte de Francia llegó a
Port-Bou en el año de 1940. Para ese entonces en ese pequeño pueblo de
pescadores, él era un desconocido al igual que su obra. Se instaló por unos
días en uno de los hoteles del pueblo, sintiéndose libre, paseó por sus
calles, habló con alguno de sus habitantes, hizo sus apuntes, respiró aires
de libertad, meditó, sus planes futuros eran prometedores, pero dentro de la
injusticia humana la maldad de algunos hombres hizo que todo se viera
truncado con su muerte.
Estos catalanes que hoy viven en Port-Bou y que apenas conocieron
a Walter Benjamín, nunca perdonaron ese crimen, ni quisieron que pasara
al olvido, por años estuvieron pensando en qué hacer, se reunían,
proponían y hablaban, hasta que decidieron erigir un monumento a su
memoria además de crear la fundación Walter Benjamín que se ocupará de
recuperar, reproducir y promocionar toda su obra.
Quiero describir un poco a Port-Bou, es un encantador pueblo
pequeño pero con una estación de ferrocarriles internacional, cuenta en su
patio ferrocarrilero con 46 vías, lo que demuestra que la estación es casi tan
grande como el pueblo, tiene una iglesia en el centro de la ciudad, varios
restaurantes, una farmacia, muchas empresas aduaneras, más que en
algunas grandes ciudades ya que por ser considerada una de las aduanas
principales de España, ha tenido por años un gran flujo tanto de entrada
como de salida a otros países de Europa. Port-Bou posee unas playas
envidiables frente al Mar Mediterráneo, en verano acuden gentes de todas
partes del mundo y es por esto que considero la idea de sus pobladores
como algo genial, ya que podrán dar a conocer al mundo de hoy lo que
tristemente perdimos en el mundo de ayer.
Hablar de Port-Bou me hace sentir un afecto muy especial, su gente
trabajadora y decente en su totalidad nos da muestras de una superioridad
humana. Trabajadores y asalariados en unión de directivos y hasta de jefes
de estado, con mucho esfuerzo lograron hace escasamente un mes
inaugurar el complejo escultórico dedicado a Walter Benjamín creado por el
artista Israelita Dani Karavan. Dicho evento fue presidido por el presidente
de la Generalidad Catalana Sr. Jordi Pujol, quien en su discurso hizo
hincapié en que éste era un monumento “contra la intolerancia, el
totalitarismo, el odio, la indiferencia y la falta de respeto”. También lo
acompañaron entre otros el presidente del sector alemán de Hessen Sr.
Hans Eixhel, el del sector de Baden-Württemberg Sr. Erwin Teufel, el
embajador de Alemania en España Herman Huber y el de Israel Yaacov
Cohen así como la del creador de la obra y la de Lisa Fittko que fue una de
las personas que lo ayudó a escapar.
Mas de trescientas personas fueron a la inauguración del monumento,
se citaron sus obras, se oyeron comentarios; entre ellos debo recoger uno
que encierra por si solo todo lo dicho. “Walter Benjamín era muy conocido
en la década de los 60 y de los 70 por los especialistas en el arte, en el
transcurso de los 80 y de los 90 es de mes a mes más popular”.
La majestuosa obra se ha levantado al lado del cementerio en el que
permanecen los restos de Walter Benjamín, en ella el artista Dani Karavan
cargó un máximo de filosofía de vida utilizando todo el entorno natural. Se
trata de un monumento que utiliza dentro de su creación el mar, las
montañas y los olivares, que cierran el círculo de ese entorno mediterráneo
al posarse a los lados del campo santo. En la montaña que une a dos
países, comenzando por el lado español, se eleva una gran escalera
dirigida al horizonte, que da la apariencia de lograr entrar en el mar y en un
sitio determinado, se llega al final donde se encuentra una pared de vidrio
que corta e interrumpe el camino de una manera abrupta cual la muerte de
Walter Benjamín.
Quisiera en este momento hacer llegar en mi nombre, el de mi familia
y el de la comunidad judía de Venezuela una sincera felicitación a mi amigo
sobreviviente y salvador de muchos judíos; Jorge Planas Vilanova, al
Presidente de la Generalidad Catalana, Jordi Pujol y a todo ese pueblo que
demostró su valentía al reconocer parte de su culpabilidad, demostrando un
coraje como el de muy pocos, y al retribuir al mundo por el daño, no sólo
con esa obra monumental sino con el compromiso adquirido de publicar y
promocionar internacionalmente al bien querido judío Walter Benjamín.

Samuel Akinin
Cómo la bondad

destruyó a mi familia

Por

Samuel Akinín
Me llamo Soraya de González. Hoy, viendo hacia atrás, me doy
cuenta que han transcurrido cuatro años y aún no salgo de mi asombro y
dolor. Hay días en que amanezco y sigo esperanzada en que todo haya
sido simplemente un sueño, una pesadilla, pero que a mi despertar se
disiparán la pena, el sufrimiento y el dolor que me embargan.
Cómo dio comienzo esta historia es algo que no tengo claro, pero de
lo que no poseo duda alguna es cómo se llegó al final. Pero haciendo una
abstracción a mi pena, trataré de irles contando con la mayor imparcialidad
posible, lo que ha significado esta historia, para mí y para mi familia, por la
sociedad en que vivimos.
Fue una mañana como cualquier otra, desperté temprano para
ayudar a los míos en las labores matutinas. Mis hijos estaban prestos para ir
unos al liceo y el mayor a su universidad, mi marido por su parte a su
trabajo y yo estaba con apuros, pues debía entregar cierto trabajo el cual ya
estaba demorado. Mi marido como de costumbre salió temprano, como
quien dice con su arepa bajo el brazo y con un beso sellamos ese saludo
que es y forma ya parte de nuestro sello familiar.
Somos una familia tipo clase media en la que ambos, marido y mujer
debemos trabajar para llevar el sustento diario a nuestro hogar. Los dos
somos poseedores de sueños por realizar. Tenemos tres hijos, el mayor,
John quien cuenta ahora con 24 años, graduado como Ingeniero Civil, mi
pequeña Carolina de siete y la otra, quien es motivo central de la historia,
quien esta semana debiera haber cumplido sus 21 años.
Qué hago, a qué me dedico, por qué esta historia. Son todas
preguntas que requieren de un espacio, de un tiempo y de una supuesta
lógica. Mientras, veremos si soy capaz de dar respuesta a ellas, dejaré que
mi pluma, consejera de mi mente, asome algún esbozo que pueda dibujar la
desgracia que nos ocurrió.
Ese día que en apariencias era igual a muchos otros. Salimos cada
los cinco a enfrentarnos con nuestras obligaciones. En lo personal, me
dedico a transcribir tesis a los jóvenes universitarios, trabajo que me da
grandes satisfacciones pues me permite entrar y conocer ciertas materias
que no formaron parte de mi instrucción. Recibir a unos muchachos llenos
de sueños y esperanzas y verlos sonreír con la entrega de mi trabajo, es y
ha sido un aliciente que me sirve para poder ver la otra cara de la vida, para
tener fe y esperanzas en el por-venir.
Mi marido, quien apenas me lleva tres años de edad, trabaja como
mecánico en una gran empresa. Su puesto le permite sentirse importante,
pues es él, quien sabe cómo resolver los inconvenientes que a cada
momento se suceden en las diferentes máquinas con las que cuenta el
taller.
Mi hijo mayor, desde hace dos años, ya trabaja en su profesión y por
lo que tengo entendido, tiene pensamiento de pronto formar su propio
hogar. Mi hija la menor, está en primaria y gracias a Dios, está ajena a lo
que nos tocó vivir. Y queda por último, mi hija Yurubi, quien sin solicitarlo y
sin su consentimiento, será la protagonista de nuestra historia.
Venía diciéndoles que esa mañana cada uno de nosotros fue a
cumplir con sus obligaciones. Yurubi con su uniforme, impecablemente
limpio y planchado, se veía como una princesa. Ese año sería el último de
bachillerato y en su mente paseaba la posibilidad de emular a su hermano;
el entrar a la universidad era para ella y para nosotros mismos, casi lo que
es para otros, el organizar su boda. Ella era amante de los estudios, muy
aplicada y su bandera era poder sobresalir en ellos.
Su liceo estaba relativamente cerca de la casa lo que nos permitió
conocer a muchas de sus compañeras y amigas. Bien sea por un motivo u
otro, siempre había una excusa para venir acompañada, para no tener que
estudiar sola, para apoyar a alguna en esos momentos de inseguridad o de
desconocimiento. Sí, esto que les cuento es la pura verdad, Yurubi
disfrutaba la práctica docente, como mismo la maternal y sus amiguitas
conocedoras de ello, sacaban provecho a su modo de ser.
Durante el primer recreo Yurubi salió como de costumbre al patio, se
acercó a la cantina del liceo y allí se encontró con su amiga Marianella,
quien siendo tres años menor, demostraba ser casi de su misma edad, y
podríamos decir de que hasta un poco más, pues ella, ya a sus catorce
años , tenía novio y había experimentado cosas que mi hija aún desconocía.
Entre ellas hubo cruce de saludos, algunas palabras y por las
mismas, mi hija pudo reconocer de inmediato la turbulencia que se había
apoderado de la amiga. Ella estaba toda fuera de sus casillas, de momentos
temblaba y es algo que más tarde, luego de los sucesos, nos comentó
Yurubi. Mi hija, haciendo galas de una entereza adoptada, de un supuesto
conocimiento aunque en verdad, en pañales, le pidió le explicara con
detalles su problema. Nos cuenta que Marianella le abrió su corazón, le dijo
sin tapujo alguno que ella tenía un novio, que hacían el amor, que él era una
persona influyente y mucho mayor que ella, que a veces se tornaba grosero
y hasta violento y, que no deseaba volverlo a ver. Le dijo que él la tenía
chantajeada con decirle toda la verdad a sus padres y que de enterarse
ellos, se moriría de vergüenza.
Mi hija supo todo, mucho más de la cuenta, ella creyó también saber,
cómo dar solución a este problema y una vez con esa seguridad que nos da
la misma juventud, sabiendo que el amante le había dado una cita como
ultimátum, se ofreció a acompañarla. Decisión que resultó ser, el mayor
error cometido en su vida.
En el ínterin, ese día mi cuerpo vaticinaba que algo no estaba bien,
cierto mareo y un constante hormigueo en el estómago, me hacía tener
conciencia que algo marchaba mal. Llamé a mi casa y aparentemente todo
estaba bajo control; hice lo mismo con mi esposo y todo parecía normal. Así
que me quedé tranquila en contra de mis presentimientos.
Más que fue lo que ocurrió aquella mañana, por qué nuestra vida tuvo
un cambio tan radical. Para poder llegar al fondo del meollo debemos de
una sola vez enfrentarnos a lo que ese día sucedió. Mi hija creyéndose
autosuficiente y, pensando en los problemas que se le estaban presentando
a su amiga, propuso acompañarla, para de algún modo, por un lado, ser dos
contra uno y por el otro abogar a su favor, para sino amedrentar al hombre,
por lo menos hacerle ver que ya su juego había sido descubierto.
Ambas muchachas subieron a un autobús y con una confianza que
era simple y llanamente ficticia se enrumbaron a la casa del novio de
Marianella. La sorpresa fue mayúscula cuando a la llegada de ellas, el
hombre las hizo pasar y de repente se encontraron con cuatro hombres
más. Ya no hubo marcha atrás, se habían dado cuenta del error cometido
pero ya era tarde. La verdad es que el hombre como despedida a su
enamorada esquiva, le había preparado lo que en el argot de los malandros
es conocido como una “redoblona”.
Tomaron a ambas muchachas y las amarraron, les taparon la boca
para que no pudieran gritar, las amenazaron con armas, las cuales no sólo
las asomaban sino que también se las apuntaban a la cara, a los ojos, a los
oídos. Ellos mientras tantos sacaron sus botellas y como si se tratase de un
festín, comenzaron a beber, a jactarse de quienes eran y de lo que harían
con ellas de no complacer sus apetencias. Las dos estaban además de
asustadas, temerosas por sus propias vidas, y en sus mentes se sentía el
castigo por no haber dado cuenta a sus padres. Ahora nadie sabía dónde
estaban, nadie podría venir a socorrerlas, era una situación a la que no se
habían enfrentado, ni jamás alguien les dijo qué hacer.
Contar en detalles las atrocidades cometidas contra estas dos niñas,
estas dos jovencitas, considero es innecesario, más aún, si logramos
entender que esos bandidos, no tuvieron un ápice de misericordia, ese día
de niñas pasaron a ser mujeres y tratadas como la peor de las prostitutas.
Pasadas unas horas, cansados los hombres, borrachos, tranquilos de haber
complacido sus apetencias, seguros de que nada les ocurriría pues se
sabían guapos y apoyados, maduraron en qué hacer, si acabar con sus
vidas o dejarlas ir, uno del grupo no quiso manchar sus manos con sangre y
forzó a los otros a la segunda determinación, dejarlas ir , no sin antes
advertirlas de que si los acusaban, ellos acabarían con sus vidas y si fuera
necesario con la de sus familiares.
La menor quedó completamente traumada, de algún modo la
venganza del novio fue ejercida contra ella con más fuerza, Yurubi, en
cambio temblorosa, sucia, por dentro y por fuera, se vio revivir, pues en su
mente se había anidado la posibilidad de que esos esbirros las matasen, y
había llegado a tal su creencia que daba por descontado el hecho. Gracias
a esto, fue que vio lo ocurrido con otros ojos, con más madurez, ella estaba
consciente que lo ocurrido había sido un acto vandálico del cual no era
responsable, y por ello, el sentimiento de culpa se disipó rápidamente de su
mente. Ahora debía tomar una determinación, qué hacer, callar como esos
hombres indicaron o tratar de buscar justicia. Lo segundo de nuevo fue otro
grave error.
Fue a un hospital y se declaró violada, contó con detalles lo ocurrido y
hubo que hacer un examen con un médico forense. No contenta con ello, se
dirigió a la Fiscalía General y consignó su denuncia. En la misma le habían
preguntado su dirección, ella por simple temor, dio el de una tía, cosa que
sin querer le dificultaría al agresor poder conocer su destino. Viendo lo que
ocurrió ese día y los pasos que la niña dio, hacía ver el caso como algo
simple, pues conociendo los datos de uno de los hombres, la dirección en la
que se había cometido el crimen, con las pruebas de la Medicatura Forense,
con los rastros de semen y demás, se habían recopilado muchos rastros
fáciles de detectar y como último y muy importante en los casos penales,
las agraviadas estaban vivas. Visto esto de este modo uno diría que en
pocos días se daría captura y solución del problema. La verdad verdadera
fue otra completamente diferente.
La niña llegó cercana a la entrada de la noche, yo con cierta angustia
la esperé, y al verla venir me tranquilicé pues de lejos no se podía notar el
calvario que le había tocado vivir. Apenas nos encontramos, me dio un
abrazo y se desmoronó, hasta ese instante se había comportado como una
mujer y ya las fuerzas flaqueaban a su propia realidad. La dejé, primero
suspirar, luego permití que llorara por un rato, que desbordara esa rabia
interna que no la dejaba respirar y de a poco me fue diciendo, me balbuceo
lo que le había ocurrido. Lloré con ella, con su sufrimiento, su impotencia, su
ira, desgracia, su pena. La acaricié como solía hacerle de niña y la volví a
ver como ella era, si, con cuerpo de mujer, con el dolor de la experiencia,
con la inseguridad de la vida, con la duda en Dios, con la rabia que la cubría
con todo eso y más, y seguía siendo mi niñita.
Esa noche no quisimos decirle a mi esposo lo ocurrido, dormir a
veces un problema, se encuentra con soluciones. Lo que si hice fue llamar a
la otra niña, no me la pasaron, ella no temerosa de más de lo que le había
ocurrido, se escondía y evitaba tocar el tema. Allí me di cuenta, mi hija
había hecho lo que la lógica me decía hacer. Yo mentalmente caía en el
mismo error de ella. A la mañana siguiente la acompañé a la fiscalía para
ver que deberíamos hacer, se nos dijo que ya la denuncia esta en marcha y
que ellos harían lo correspondiente para no sólo atrapar a los cinco
hombres, sino que en el expediente que se le abriría procesarían las
pruebas y cualquier otro dato que tuviesen de ellos, les anexarían los
antecedentes penales. Me entró una curiosidad y pregunté que cómo era
eso de que una menor de edad pudiese hacer una denuncia sin la presencia
ni autorización de sus representantes y me enteré que eso estaba permitido
en la ley.
Cada día que pasaba en mi hija, se acentuaba más la necesidad de
lograr justicia. Ella seguía sin comprender por qué le había ocurrido eso.
Esa parte maligna del ser humano no lo captaba su mente. Pero las
preocupaciones pasaron a otro plano cuando unas semanas más tarde
supimos que los hombres o al menos uno de ellos, el principal responsable
de los hechos, había estado rondando por la casa. Eso dejaba ver que tenía
contactos, que poseía alguna fuente puesto que Yurubi se había cuidado de
dar otra dirección.

En menos de lo que uno imagina, él la esperaba a la entrada del liceo,


primero la miró con esos ojos satánicos que irradian miedo, era una especie
de amenaza, el con su silencio le recordaba lo que le habían dicho minutos
antes de dejarlas libres. Lo peor vino cuando lo citaron a la fiscalía, el
hombre ya no aguantó más, en ese instante buscó a mi hija, lo hizo con otro
amigo y la amenazó para que fuera a la fiscalía a retirar la denuncia. No
contento con ello, la llevaron casi de la mano, estuvieron esperando que ella
retornara de anular la denuncia y se molestaron a niveles que ya veremos a
dónde los condujo, cuando supieron que una vez realizada una denuncia
penal, ésta, ya no se puede retirar.

Esa tarde le dijeron que a ellos los condenarían por homicidio pero
jamás por violación de todos es sabido que al ser juzgados los delincuentes
por violación, al llegar a las cárceles, los mismo internos, los toman y los
violan, quizás es una manera de venganza, o tal vez es simplemente para
dormirles esa necesidad sexual de abusar, es posible que al ser abusados,
ya no vuelvan a reincidir en lo mismo. La verdad no está muy clara, lo que sí
lo está es que ellos rondaban la casa más a menudo, ejercían su presión de
terror, cada día a niveles mayores.
Una mañana luego de venir de poner la queja en la fiscalía, en donde
se nos dijo que la iban a mudar a cierto lugar, en el que ellos podrían
brindarle seguridad, ya no vi otra salida, acepté la oferta y llamé a mi
esposo para que se viniera en la tarde con una camioneta, pues estaba
dispuesta a mudar, a esconder a mi hija de esos rufianes. Llegué de primera
a la casa, hablé con mi hija, la puse al tanto de lo que íbamos a hacer. Ella
estuvo de acuerdo, la vi serena, tranquila, aunque llena de una gran
frustración por la vida, la justicia y al final por la misma sociedad.
Me fui a comprar algunas cosas que sabía necesitaría, y cuando
regresé, Yurubi no estaba, la busque por todos lados, llamé a todas y cada
una de sus amigas, a su tías, a las vecinas, no la encontré por ningún lado,
hablé con su padre a ver si el tenía conocimiento de algo, si lo había
llamado, fue en vano. No apareció. Ya no soporté le pedí a mi esposo que
viniese sin dilación alguna, que presumía algo malo. Al rato vino, trató de
calmarme, me dijo que la lógica le decía que la niña habría ido al liceo a
buscar cuadernos, tareas, apuntes, o algo por el estilo que no me
mortificara, que de seguro nada grave le habría sucedido.
Fuimos al liceo, vimos un tumulto en la estación del metro, no
entendíamos qué estaba sucediendo, seguimos hasta el liceo, hicimos
preguntas, nada, no había ido por allá, en la radio dieron la noticia de que
alguien se había lanzado a las vías del tren. Mi sangre se desplomó, bajó de
mi cerebro a los pies y algo me decía que se trataba de ella, se lo hice
saber a mi esposo, él, no sólo no lo aceptó sino que se dirigió al metro,
luego de bajarse y preguntar en la estación del metro e informarse de quién
había sido, los mirones le informaron había sido un hombre. Él quedó más
tranquilo, yo no.

Quise ver el cuerpo, quise preguntar a los testigos, me bajé, hablé


con las autoridades que estaban presentes y de ellas saqué la verdad, no
había sido un hombre, en este caso se trataba de una mujer joven. No
tenían datos, pues no portaba documento alguno que la identificara. Se nos
dijo que los bomberos la habían recogido y la habían llevado a la Morgue de
Bellomonte. Sin pensarlo más y aún sin saber, seguimos a lo que el instinto
de madre me decía, llegamos a la morgue, vimos los cuerpos de muchas
personas, jamás imagina uno la cantidad de personas que fallecen en un
día, jamás se me había paseado por la cabeza la posibilidad de estar en un
sitio como ése, buscando sin razón aparente a mi propia hija, y con cada
cuerpo que nos dejaban ver, por un lado nos asqueábamos más y por el
otro sentíamos una especie de nueva esperanza, ya que al ir al sitio, la
habíamos dejado toda perdida en la estación del metro. Y así continuó la
espera de nuevos cuerpos, de llamadas a la casa, a casa de todos los
conocidos, hasta que a las seis de la tarde muy en contra de nuestros
deseos y esperanzas, llegó el cuerpo de mi hija.
Sí, esos malvados no sólo la ultrajaron, la lanzaron viva al metro, esos
desalmados cumplieron con su palabra de que de ir presos sería por
homicidio y no por violación. Me tocó ir al tribunal, se me negó leer los
expedientes pues el caso no era mío, era de mi hija, por lo tanto no tuve
acceso a él. Cogiendo fuerzas del coraje y la energía de mi hija, fui al metro
y reconstruí lo que ocurrió, hubo testigos, estos dieron nombres y
direcciones, cuando fuimos a buscarlos, no vivían en esos lugares. La otra
amiga, también menor, no nos ayudó, según la justicia no se le puede
obligar a declarar sino quiere. Habíamos encontrado mucho a poyo de la
jefa civil, ella nos acompañó desde el comienzo, más tarde la destituyeron,
y así uno tras otro han ido relegando, destituyendo, quitando, y eliminando a
cada uno de los que de algún modo podrían ayudarnos.
Pasados meses de angustia, el fiscal decidió archivar el expediente.
Dijo que sin pruebas el supuesto asesino, quedaría absuelto, y nos hizo ver
de que este tipo de sujetos, reincide casi siempre dentro de un período de
entre 4 a 5 años, estamos en el año cuarto, la suerte puede que cambie,
hoy me llamaron de la fiscalía, aparentemente tienen detenido a uno de los
culpables, me dieron cita a las tres y media de la tarde, pedí permiso en mi
trabajo, ahora me desempeño como secretaria, en mi cuerpo ha nacido una
nueva esperanza, de que mi hija reciba justicia.
Qué va a pasar de ahora en adelante sólo Dios lo sabe, lo que no
duda es que sus padres, sus hermanos y sus tíos, están dispuestos a todo,
a esperar, a seguir, a buscar, a encontrar y al final, dar caza a esos esbirros
que no deben ni pueden quedar impunes de sus actos.

Samuel Akinin
José Greco
Una historia de familia, una vida,
un mundo de problemas
Era un día como cualquier otro, la mañana presagiaba un día de lluvia
en la ciudad de Valencia, la amenaza latente no daba indicios de que se
cumpliera; así es el trópico, así ocurría ese día, hasta que sonó el teléfono.
Me encontraba en una reunión de suma importancia en la empresa en
la cual prestaba mis servicios y aunque le había dado instrucciones a mi
secretaria para que no nos interrumpieran, ella, luego de tocar, sin esperar
respuesta alguna, abrió la puerta y me dijo: -señor José, tiene una llamada
telefónica- le dije que la contestaría luego, ella, insistió, es urgente, es
sumamente urgente. Miré a mis compañeros de trabajo, no hubo necesidad
alguna de hacer comentarios, todos entendían la premura y denotaban su
entendimiento. Salí de la reunión y atendí la llamada, del otro lado de la
línea, pude escuchar: -Hola José, te he estado buscando, tu hermano
Salvatore murió hace un par de días, lo siento-
Reconocía en su voz a la persona que me hablaba, mas, eran
muchas noticias para ser digeridas de una sola vez, no lograba salir del
asombro, un vacío mental me cubrió y por segundos mi mente repasó de
una manera veloz lo que había sido nuestra vida.
Aquellas, fueron las lapidarias palabras que daban fin a una historia
de la cual pasado aún tanto tiempo, no logro comprender.
Hice preguntas, lo único que obtuve como respuesta fue que a mi
hermano a mi querido Toto, lo habían encontrado muerto en la habitación
de la pensión en que vivía, su cuerpo ya daba síntomas de descomposición
y en cuanto dieron aviso, llegaron los cuerpos policiales y tras ellos, de
inmediato el cuerpo de Bomberos se lo había llevado la Morgue de
Valencia. Por su estado, lo enterraron a las primeras de cambio.
Sin dar tiempo siquiera a una reacción, sin informar ni medir, me dirigí
a la Morgue. Mi mente daba vueltas, se enfrentaban tantos recuerdos, no
los podía creer. Así llegué sin dilación; comencé a hacer preguntas, no hubo
respuestas, pareciera ser que me había convertido en un ser invisible, los
que allí se encontraban, no me entendían, o no querían entenderme.
Angustiosos momentos que demostraban el temple que mi padre
había forjado en mí. Luego, cuando mis lágrimas brotaron por primera vez,
como si hubiesen generado lástima, una doctora se me acercó, portaba una
carpeta, tomó con cuidado nota de los datos que le suministré y luego de
una breve consulta, retornó mostrando en su rostro cierta tristeza, se dejaba
ver afligida; me hizo saber que a mi hermano lo habían enterrado ya en una
fosa común en el Cementerio de la ciudad de Valencia.
La angustia comenzó a hacer estragos en mi cuerpo, me sentí
violado, vejado, furioso, el hombre que más admiré en mi vida había sido
enterrado como un pordiosero sin que alguno de sus seres queridos lo
acompañaran, dijeran algunas palabras o al menos le ofrendaran algún
rezo.
A ese punto y en esos momentos, nadie vino a darme luz, no sabía
qué hacer. La vida no nos prepara para ciertas cosas. Pero al hablar de
cadáveres y de muertos, se me vino a la mente la posibilidad de una
solución, me dirigía a una funeraria y luego de aceptar y pagar cierta
cantidad de dinero, ellos cubrieron los requisitos necesarios y en un par de
días se me permitió como testigo para reconocer el cadáver de mi hermano.
Aquellos son recuerdos tétricos que durante innumerables noches no me
dejaban dormir y que de vez en cuando se hacen presente.
Llegamos al cementerio, fue un viaje a lo desconocido, una ruta en la
que no hubo palabras, el mutis fue general, y por ello noté con mucha
fuerza, lo del silencio sepulcral, cuyo significado contiene algo más que una
simple frase. La funeraria recomendó que fuéramos muy temprano en la
mañana tanto como para no tener que encontrarnos con la gente, con
curiosos que vendrían a estropear aún más lo por hacer. Y así, con los
primeros rayos de sol, me vi parado frente a un espacio de terreno que
quedaba en la parte final del cementerio, y al mirar a uno de los obreros de
la funeraria, él como que entendió mi pregunta y me hizo saber que ése era
en sí donde estaba lo que llamaban: fosa común; un par de hombres con
pico y pala removían los escombros, luego de un rato y de saber que uno
puede tener un vacío total en su mente, pues nada pensaba, nada veía, era
algo así como estar muerto en vida, hasta que alguien me trajo a la realidad,
dio un grito, diciendo –lo tenemos- acá está el hombre, acá está su
hermano.- los despojos de lo que vi, me dejaban claro que no era, ése no
era mi hermano, ellos insistían, me trataban de convencer de que luego de
unos días el cuerpo genera ciertos cambios, repetían, que ése era. Lo
querían sacar para dar por concluido el asunto, y no les fue posible por la
molestia que mostré, les dije que había venido a recuperar el cadáver de mi
hermano, y ése y sólo ése, sería el que ellos llevarían y enterrarían con
todas las de la ley. Viéndome de la manera en que me puse, no les quedó
más remedio que seguir escarbando y así descubrieron a uno, a otro, varios
cuerpos, llegado a ese extremo y lleno de una amargura indescriptible, me
tentó la posibilidad de renunciar a esta horrible empresa, hasta que al fin en
el próximo cuerpo cuando lo vi, lo reconocí. Era él, o mejor dicho lo que
quedaba de él. Aquella había sido una experiencia única, no estábamos
preparados, la gente de la funeraria tampoco y cubriendo su cuerpo con
periódicos viejos, lo transportamos a la funeraria para de este modo hacer
lo que se debía haber hecho. Darle una cristiana sepultura al lado de la
tumba de mis padres y de mi inolvidable hermana Giovanna.
Cómo llegamos a esto, qué le ocurrió a mi familia, por qué al final de
los días, ellos, habían terminado en un lugar tan lejano al que nos vio nacer.
Esto en conjunto forma parte de la historia de mi vida familiar.
Creo que para dejarme entender, debo regresar en el tiempo. Primero
a mi amada e inolvidable Italia, luego al pueblo querido Comiso, el que se
encuentra ubicado en la provincia de Rabusa en la cálida y hermosa Sicilia.
Es allí exactamente donde daremos comienzo a mi relato que no es más
que una parte de la historia de mi familia.
Mis abuelos Salvatore Greco y mi abuela Puglisi en la mitad del siglo
XIX, negociaban con pieles. Este oficio les hacía ver como una de las
distintas clases sociales en que estaba por aquellos años dividida nuestra
población en los que se encontraban: campesinos, obreros, comerciantes,
políticos, profesionales y de manera predilecta el credo y su gente. Mis
abuelos eran profesionales poseedores de un conocimiento amplio en
cuanto a lo que ellos ejercían, los mismos habían a su vez sido transmitidos
de sus padres y se ocuparon con todas la de la ley en que ése oficio no se
perdiera, llevaron a mi padre siempre de la mano hasta que a la larga los
emuló.
La Italia de esa época era un tanto clásica, natural; el modernismo no
había hecho estragos ni en las edificaciones ni en los habitantes. La gente
del pueblo era toda conocida y cada vez que uno se encontraba con alguien
mayor, en caso de generar dudas, la pregunta clásica era: y tu padre o tu
abuelo qué hacen o hacían, eso era suficiente como para poder conocer el
origen del joven. Uno trataba de emparentarse con gente del mismo medio,
de la misma ideología ni que pensar de la religión y en un último caso y no
menos importante de una misma clase social.
Cuando se trata de reconstruir una parte de la historia, no se puede
hacer justicia sin ver en detalles el mismo entorno, las cosas que eran de
algún modo normales, lo que llamamos la costumbre y visto que el mundo
en este siglo que acabamos de pasar ha experimentado tantos cambios,
vale la pena miremos algunos flashes del cómo se vivía en ese entonces.
Estaba recién finalizada la I Guerra Mundial, el mundo había perdido
en mucha de la gente no sólo algunos miembros de las familias, como
también, sus bienes, tranquilidad, el temperamento, su paz. La psiquis
había sido golpeada, aquél sentimiento de escases forzaba nuevos valores;
la mirada era muy corta, ya uno pensaba como antes, en que se creía en la
inmortalidad, en que la historia era algo que se podía leer y encontrar sólo
en los libros, ahora la realidad había demostrado con su crudeza que
superaba a lo conocido, que los combates cuerpo a cuerpo ya eran cosas
del pasado y que la maquinaria bélica que estábamos viendo era apenas el
abre boca de lo que vendría. Las bombas atómicas habían demostrado que
el hombre quizás no era responsable de su propia creación, pero de algún
modo dejaba ver que si lo podía ser de su total destrucción. El miedo a la
muerte ya no era algo exclusivo de la divina figura, o de la malvada orden
diabólica, contábamos con un tercer elemento que no se había tomado en
cuenta y que era capaz de ejercer dolor a unos niveles no imaginados.
Con todo y el avance técnico en guerras y en armamentos, había
escases en otros rubros, por la falta de aparatos electrónicos, ya que aún no
se habían inventado, el mercado se solía hacer a diario; al no poseer
medios de refrigeración forzaba a la gente a tener alimentos frescos, o de
mantener un espacio en el sótano en el que se guardaban los productos
cerrados al vacio.
Mucha de la gente en el pueblo y sus alrededores, se ocupaba de
producir, para hacer de manera casera, la pasta, como las salsas de
tomate, la que se guardaba por meses en botellas, otros tenían comida que
dejaban salar y secar, se veían las riostras de ajos, pimentones, vegetales,
legumbres y otras verduras, era una manera familiar, de mostrar con orgullo
lo que en su hogar había de sobra. Las carreteras estaban llenas de
manadas guiadas de animales, que en las mañanas iban a algún sitio a
pastar, el medio de transporte era en mulas, burros y caballos, los jóvenes
poseían para su diversión mucho más tiempo del que hoy en día tienen. Las
metas de la gente, eran sencillas, los sitios a visitar, solían ser o estar todos
a no más de unos diez kilómetros a la redonda. Las playas de ese mar
Mediterráneo eran en sí la mayor distracción, y los niños tal como los de hoy
jugaban con pelotas que en aquél entonces eran de trapo.
Mis queridos y recordados abuelos tenían una pronunciación propia
del lugar, una especie de dialecto, el que empleaban para que nosotros los
niños no supiéramos de qué estaban hablando. Y su figura era respetada
por todos los que de un modo u otro eran más jóvenes que ellos, se estilaba
saludar, quitándose el sombrero, artículo que fuera de las horas de trabajo,
y durante las tardes y noches, por lo tan expuesto, era casi un símbolo de
buen vestir.
La vida era tranquila, en el patio de la mayoría de las casas se
cosechaban hortalizas, pimientos, pimentones y otras tantas cosas; por
aquellos días, no había robos, no se conocía o al menos no se hacían
públicos los homicidios, cualquier visitante, era recibido con afecto y se le
ofrecía una copa de vino casero, una galleta y hasta un pedazo de la torta o
bizcochuelo familiar.
Fue un tiempo en que despertó el sueño americano, los viejos hacían
hasta lo imposible por motivar a sus hijos a que fueran a la América, sin dar
mayor importancia a cuál de ellas se lograsen ir. Los que vivían en pueblos
se sentían como sumidos en una paz sin mucha evolución. Era un sentir sin
grandes aspiraciones. Y sólo con la llegada, con el retorno de alguno que
otro de la América es que se podía ver la gran diferencia, pues estos
presumiendo de sus logros, dejaban correr su dinero como si fuesen
chorros ilimitados, y con la ayuda de sus propios familiares, este trabajo en
el eco que generaban se incrementaba y duplicaba en las mentes de la
gente, soñar con oro, ahora a los tranquilos pobladores de mi pequeño
pueblo y de otras latitudes, les era fácil.
Mis padres Giovanny Greco y Nunciata, dieron continuidad al negocio
de familia, se presentaron años sumamente duros, no hay que olvidar que si
la primera guerra fue traumática la segunda dejó a toda Europa en la más
cruel ruina, millones de seres que pagaron con el tributo de sus vidas, la
enajenación de políticos y líderes que no merecen el honor de ser
nombrados. La falta de vialidad, como la misma intranquilidad, hacía hervir
a jóvenes corazones, que abrían sus capullos no sólo al sol, tenían sus
miradas fijas a puntos más lejanos.
Con la entrada de los alemanes como les dije nuestra casa fue
tomada por los nazis, para ellos era un punto central de control, mientras
nos habíamos mudado a otra casa cercan que nos fue suministrada por el
mismo gobierno. En lo personal debo decir que tuve mucho que ver de los
nazis, me llamaba la atención sus uniformes, siempre impecables, como si
esa fuese su bandera, ellos comían opíparamente, denotaban una fortaleza
que tan sólo al final se vino a bajo. Su forma de hablar era la de seres
superiores, envalentonados y aunque su trato conmigo como niño puedo
decir que fue agradable, ya que recibí de ellos en repetidas oportunidades
caramelos o chocolatines, cuando se vieron perdidos, la transformación en
sus rostros los dejaba ver de otro modo, ya se perdió aquella prepotencia,
ese supuesto poder, ese orgullo nacional, eran simples soldados haciendo
algo en contra de sus deseos y cumpliendo con órdenes no muy deseadas.
El haber tenido esa experiencia le hizo a mi padre un poco de bien,
pues y vale la pena aquí acotar, de que mi padre poseedor de buen olfato
comercial invirtió todo lo que tenía y no, en su negocio en sus pieles y fue
gracias a esto, que en corto tiempo luego de acabada la guerra, se vio con
producto solicitado, y así al venderlos, pudo realizar unos grandes
beneficios que nos permitieron comprar la casa más grande y hermosa del
pueblo, era la más codiciada, misma que estaba en el mero centro de la
ciudad, frente a la plaza, y donde desde los balcones podíamos ver y saber
de casi todo, como por ejemplo el movimiento de la gente, la que iba o
venía, la que entraba o salía de la iglesia etc., menciono esto pues cuando
fuimos invadidos por los nazis, con el arreglo que tenían con Mussolini, los
alemanes escogieron nuestra casa como punto central y mientras duró la
ocupación, nos tuvimos que mudar a otra casa que ellos nos suplieron.
Al hablar de la familia, debo decirles que éramos cuatro hermanos:
Giovanna, Salvatore, llamado cariñosamente Toto, Carmelo con dos años
menos que él, y yo, José Greco con 20 años menos que mi hermana mayor
y 16 menos que Carmelo, único sobreviviente de toda la familia que por
razones del destino, vino a morir a este lado del Océano.
Es en este punto en que detengo por momentos mi relato y doy
comienzo a una gran reflexión. Me remonto para ello a esos días y sin
haberlos vivido, noto a mi padre lleno de un deseo de superación, no tanto
por él como si por su hijo mayor. Él, sin escatimar una sola Lira, desde un
comienzo había puesto los ojos en su hijo mayor, en su primogénito, por él
apostaba todo su futuro y en especial el de sus descendientes. En la mente
de mi padre se forjó una idea fija, quería que sus nietos tuviesen o pudieran
formar parte de otro estrato social. Para él era muy importante cumplir ese
sueño. Y el éxito en su negocio luego de la guerra, le permitía darse ciertos
lujos, como el del cambio de casa y el más importante, enviar a mi hermano
a la ciudad de Bologna para que estudiara en la Universidad, en la más
antigua y prestigiosa de toda Italia.
Pero volviendo a mi niñez, vienen muchos y muy gratos recuerdos,
pues tuve la suerte de tener tres hermanos que por la misma diferencia de
edad para conmigo, me los hacía ver como padres. Ellos, todos eran mis
protectores, mis mentores y maestros. De ellos y con ellos aprendí la
mayoría de lo que sé. Quiero hacer mención que aunque los alemanes
tomaron nuestra casa, no los sentimos como un robo o algo por el estilo,
sabíamos que era un pacto que existía entre Italia y Alemania, estábamos
en guerra y por desconocimiento o por lo que otros con más conocimiento
de causa puedan nombrar, para nosotros era algo normal, inclusive puede
dar testimonio de que en lo particular, conmigo ellos se portaban bien, los
trataba como se trataba a los mayores en aquella época y de lo que hacían
o decían ellos, yo, estaba completamente ajeno.
Los días transcurrían tranquilos, nuestro aeropuerto, me refiero al de
Comiso, de a poco pasó a ser importante, por días se notaba el incremento
de los vuelos, y ya era un pasatiempo, ver como salían o aterrizaban los
aviones, los uniformes que vi, durante esos años eran dignos de recordar,
pues los alemanes y hasta nuestros mismos oficiales, demostraban gran
glamur y al dejarse ver en las calles, ellos se mostraban cual si fuesen a
desfilar, de punta en blanco como dijera mi mamá, que Dios la tenga en su
Santa Gloria. De esta época uno puede decir que vivimos el crecimiento y
luego la caída del régimen, pues también recuerdo luego de la guerra, que
en mi casa dábamos comida a las gallinas poniendo el alimento en los
cascos de los alemanes. Los empleábamos como platos para animales,
para eso y para colocarles una cantidad de agua. Ver hoy esto, es como
darse cuenta de la caída de aquel poderoso imperio que se vino a bajo de
un modo inimaginable.

Les he hablado algunas cosas de mis padres, ahora me referiré a mi


hermana quien era la mayor de todos, Giovanna era una mujer chapada a la
antigua, con un padre férreo en tratos y costumbres, aunque a ella, se le
conocía un enamorado por más de ocho años, mi padre no lo aceptaba, hay
que ver y entender que en ese entonces en una Sicilia conocida por el
carácter fuerte de los hombres y su estilo de mando, ninguna mujer por
atrevida que fuese, quedándose a vivir en el mismo pueblo osaría casarse
sin el consentimiento del padre. Y esto fue lo que le ocurrió a mi pobre y
abnegada hermana. Ella se veía con su enamorado por varios años, era
una relación como de tórtolos, pero carente de cualquier futuro.
Carmelo era el hombre que mi padre hacía trabajar hasta el
cansancio, de algún modo, y sin que todavía pueda yo saber el por qué, él
había sido escogido como el peón, pues todo trabajo duro le era
encomendado y creo que mi padre, no sentía por él algún tipo de lástima,
este era el hijo escogido por mi padre para seguir su trabajo; el de mi
hermana el de encargarse de las cosas del hogar, ayudando a mi madre y
en lo concerniente a mí, debía estudiar, hacer lo mimo que Toto.
Carmelo aprendió a ser hombre antes de lo normal, y dentro de esto,
como el mismo título dice, se ocupó de conocer, tratar y estar con cuanta
prostituta hubiere en nuestro pueblo, le encantaba luego del trabajo quemar
su rabia con ellas y también en el alcohol. Pero puedo decir en su defensa
que jamás contestó o le negó alguna orden a mi padre, aunque en lo físico
era superior, su mentalidad de buen hijo no se lo hubiera consentido. Era la
vida a la que estábamos acostumbrados en la Italia de posguerra. Era la
manera lógica de vivir, tal y como la gran mayoría hacía.
Como les dije Salvatore, (Toto) quien era dieciocho años mayor que
yo, vivía en Bologna, y en mi casa se sentía el orgullo con cada carta que
recibíamos de él, cada letra, cada mensaje era leído por mi padre con,
hasta se podría decir, algo más que admiración, había un respeto. Me
adelanto en el tiempo y llego al momento más feliz de mi hogar, la fecha en
que todos salimos a Bologna a la graduación de mi hermano, se logró
graduar con honores como Ingeniero Químico. Pareciera íbamos a una
boda, todo fue calculado, todos andábamos de estreno, mi padre no iba a
permitir que otros jóvenes dudaran de la calidad de la familia Greco, el
nombre estaba en juego, al menos eso se barajaba en su mente.
Eran años duros, recuerdo que para estudiar, los muchachos
salíamos a la calle y bajo una farola aprovechábamos la luz, en mi caso
específico, fue peor, pero eso lo veremos cuando me toque relatarles esa
parte. Ahora reviviendo la época debo decirles que por la escases, y todo lo
que encierra una Europa de posguerra en un país que de algún modo
estuvo enfilado con los perdedores ante este cuadro, y quizás por ello, a
una petición de Venezuela de un Ingeniero Químico, la Universidad de
Bologna propuso a mi hermano para el cargo. Era una oportunidad muy
interesante, el nombre de Venezuela sonaba a país tropical, creciente, por
desarrollar, con enormes riquezas, con cierta fama por lo del oro, el petróleo
y tantas otras cosas, además mi padre ya había escuchado de algunos
emigrantes que de América, sin tomar en cuenta de cual de las Américas,
los paisanos mandaban mucho dinero a sus familias, era como si se
contase con una invitación al Dorado.
El tiempo para decidir fue muy corto, pues con el cruce de miradas,
entre mi hermano y mi padre, fue suficiente, ya el futuro estaba marcado y
decidido, él se iría a trabajar con la nueva fábrica que se estaba
desarrollando en Valencia, Sanitarios Maracay, mi madre no estaba muy de
acuerdo, sentía que la familia se estaba por primera vez desmembrando y
su alma le hacía ver que esto no sería nada bueno. Prevaleció la decisión
de mi padre.
Nosotros regresamos al pueblo, mientras mi hermano se quedó unos
días más para solventar algunos asuntos pendientes. Entre ellos, el de una
relación que durante más de tres años mantenía con una novia, ella era la
hija de la dueña de la pensión en que vivía. Cuando ella se enteró que
marcharía lejos, le hizo ver de las promesas con que ella alimentó durante
tanto tiempo, le dijo que no era justo la dejara y no hiciera honor a ese
amor. De algún modo lo convenció y se casaron con todas las de la ley, una
vez pasados los días de fiesta, Salvatore le hizo ver de que ambos vendrían
a vivir a Venezuela, ella se negó rotundamente, le dijo que eso no estaba en
sus planes y que el país al que marchaba, era aún un sitio no muy seguro
por lo que recomendaba se fuera él un par de años, hiciera fortuna como la
mayoría suponía se podría hacer y luego retornara a vivir en el lugar y con
las condiciones a las que estaban ella, y su familia acostumbrados. Bueno,
viendo que ella no daría su brazo a torcer, no le quedó más remedio que
dejar a su reciente esposa y arrancar en esa aventura, solo.

Para no hacerles perder el hilo y no hacerlo más complicado de lo que


es, pienso que debo seguirles contando lo que ocurrió con mi hermano. Él
llegó, se estableció, le gustó por lo que decían sus cartas, y de la misma
manera que crecía la fábrica así le fue a él. Pero al cabo del segundo año.
Ya casi finalizando el mismo, perdimos todo tipo de contactos con él. En mi
casa se pensaba lo peor, temíamos que algo malo le hubiese sucedido. Y
en este sin vivir, mi padre sin más miramientos, luego de hablarlo en una
cena, tomo la determinación de mandar a mi hermano Carmelo en su
búsqueda.
Sabíamos lo que estaba sufriendo, mi padre no podía vivir, sus horas
de sueño se habían agotado y el malestar era no sólo en nuestro hogar, mi
cuñada llamaba a cada rato, extrañada, preocupada, temerosa; la mezcla
era explosiva. Y así fue que un día partió Carmelo rumbo a la América en
pos de saber de su hermano.
Las comunicaciones no eran las de hoy en día, y hasta recibir
respuesta vía correo, pasaron unas tres semanas antes de saber de
Carmelo, pero luego con su carta, nos tranquilizamos. Las noticias sobre mi
hermano eran buenas de un modo y malas de otro. Buenas pues estaba
vivo, nada en lo físico le había sucedido, pero de algún modo se había
empatado con una mujer húngara quien era diez años mayor que él, ella se
desempeñaba como la primera esposa y casualidades de la vida, era la
ama de llaves del Hotel Maracay donde él se hospedaba, pero no terminaba
allí, se habían casado y tenían un hermoso niño, lo llamaron Giovanni
(Vanni). El mundo se venía abajo. Mi hermano Toto había cometido
adulterio, cosa que en la Italia se castigaba con largos años de cárcel.
Esta noticia fue casi mortal para la idea y los sueños de mi padre,
pues Salvatore se había convertido en un Infractor de nuestras leyes y de
regresar a Italia sería detenido y puesto preso por las autoridades, de algún
modo así, se sellaba de por vida su no retorno. Mi padre estaba a punto de
enloquecer. Con todo y su carácter, ya no sabía qué hacer. Sé que contestó
una carta a Carmelo, pero no lo hizo con Toto. Algo de vergüenza, de rabia
y temor no lo dejaba.
Carmelo en ese sentido era más práctico, en su segunda carta él fue
quien dio luces y mostró el camino a seguir, su recomendación fue seguida
al pie de la letra. Pues le dijo: papá tienes un nieto precioso y creo que
deberías venir a conocerlo. Palabras mágicas que hicieron su efecto y en
menos de lo que uno se imagina, contando yo para ese entonces, con
apenas 12 años, al poco tiempo, fui a despedir a mi padre que se iba por
unas semanas y al cual en realidad, no volví a ver sino once años más
tarde.
De repente sentí que esos pilares que mantenían erguido mi orgullo,
se desvanecieron. Ver de una sola el vacio que me dejaron al marcharse a
la vez los tres hombres que más quería: mi querido y admirado Toto, mi
hermano, Carmelo, el fuerte, el hombre y, ahora mi padre, mi seguridad.
Fue una pérdida que por años no entendí y, que con la muerte de Toto volví
a experimentar de igual modo. Son sucesos que nos marcan de una manera
inexplicable, que nos llenan de incertidumbres, que generan de por vida
preguntas sin respuestas, que no permiten entender los hechos y que al
final desestabilizan hasta un poco la misma cordura. Preguntas como por
ejemplo, qué le ocurrió a mi familia, por qué nos vinimos, por qué tuvimos
que seguir la ruta de alguien que no marcaba pautas, y no realizar que
nuestras mejores vivencias las habíamos logrado en nuestra madre patria.
Por qué el terreno que teníamos reservado como panteón familiar en
nuestro pueblo natal no cuenta con los huesos de ninguno de los míos. Por
qué luego de haber logrado adquirir una casa tan hermosa, dejamos todo
por ver la posibilidad de un sueño, de otro “Dorado”. Cómo, una carrera
universitaria no me permitió poder entender lo que nos iba a suceder, por
qué hacíamos caso sin refute alguno a las apetencias de mi padre. Por qué
mi madre no se negó. Y al final, era este fin el que nos merecíamos. Habrá
que creer en un destino.
Pero volviendo a lo que veníamos hablando, al momento en que mi
padre nos abandona, toma un barco y se va a la América en busca de sus
hijos y de su nuevo nieto. A la llegada de mi padre a este hermoso país,
muchas cosas lo enamoraron, volver a ver a su su hijo, establecido,
gerenciando una gran empresa, su primer nieto, ver a Carmelo lleno de
ganas de producir, trabajar y todo lo que se veía que se podría hacer en ese
país. Sin ponerlo más en dudas, escribió diciendo que iba a probar suerte
acá, que no nos preocupáramos, que en cuanto la situación se estabilizara
mandaría a buscarnos. Si, mi padre lo hizo como lo prometió, pero esto
sucedió casi once años más tarde.
Mi padre se tomó un tiempo, analizó la situación, estudió los
mercados, vio las necesidades, y luego de ello, fundó la Tenería
Anzoátegui. Ya mi familia tenía raíces en Venezuela y sin darse cuenta, con
esta acción, él, sin querer, marcó su despedida a la madre patria. Mi padre
logró encaminar su empresa, él como ya les dije era emprendedor,
trabajador incansable y además contaba con mi hermano Carmelo, quien
vivía a sus anchas, hacía lo que le gustaba y dominaba el ambiente
farandulero de la época. Llegó a tal extremo que una de sus fiestas, conoció
y se casó con una francesa, mujer muy hermosa y tuvieron una hija,
Claudia, quien vive en Canadá.
Pero el tiempo corre, tanto como ya pasan diez años y nos llega la
orden que debemos reunirnos con ellos en Venezuela, ya yo me había
graduado en Ragusa de Ingeniero Químico. Ciudad ubicada a unos ocho
kilómetros de mi pueblo, a la que iba al comienzo a en auto bus y al final en
los últimos años de mi carrera por los estudios y tareas me tocó
establecerme en ella hasta que me gradué. Con esa carrera, la misma de mi
hermano, me sentía realizado pues le di a ambos a mi padre y mi hermano
el placer de llegar a dónde ellos aspiraban de mí. Lo escribo y me doy
cuenta que portaba con las herramientas y la edad como para tomar
decisiones, de quedarme en Italia y de no tener que hacer lo mismo que los
míos, pero no, eso no era posible, de algún modo los Greco estábamos
hechos con una fidelidad que no sólo la hemos desarrollado entre familia,
cuando hago un repaso a mi vida laboral me encuentro que llevo
entregados más de treinta y seis años a la empresa con la que comencé a
trabajar, jamás me ha pasado por la mente irme a otro lugar y quiero
destacar que ofertas y buenas, nunca me han faltado; estas pudieron haber
venido como asociado, de muchos modos y maneras, pero no ha sido
posible, la honorabilidad y el apego a lo de uno, está en nuestros genes y
está tan marcado que jamás escuché los cantos de sirenas y me siento
orgulloso de formar parte del grupo en el que me encuentro. Ah, se me
olvidó contarles, en el año de 1964 se quema la fábrica en la que mi
hermano trabajaba para ese entonces, Resinas Venezolanas, ambos
estábamos en la nómina, y nos tocó abrir la nueva compañía de Hanz
Neumann, Resimón, empresa que ha cambiado de socios pero con la cual
me siento como parte del inventario, como parte de la misma
infraestructura, como algo mío.
Les estaba relatando de mi pobre padre, como les dije montó su
empresa, elaboró sus productos, le iba bien y en el mejor de los momentos
económicos se enferma, un mal que lo obliga, lo operen, nada grave, fue
una cirugía simple, más se comete un error y por exceso en la anestesia
muere. Tanto mi hermano Toto como yo trabajábamos en otra empresa,
nuestra responsabilidad no nos permitió abandonarlas y en manos de
Carmelo, la misma al poco tiempo se cerró.
Mi hermana quien dejó a su novio de ocho años, al llegar a
Venezuela, se coloca, trabaja, produce, ahorra y a los dos años convence a
mi padre que sólo quiere a ese hombre, al que dos años antes había dejado
en Comiso, le ruega, que la deje ir, y él, ya con otra mentalidad, la entiende,
y le da su bendición Giovanna retorna a Italia con un saco de sueños, llena
de alegrías y contentos, se imaginaba ya casada, paseando por el pueblo
toda ufana de su marido, dando al mundo unos hijos fuera de serie. Sueños
mismos que se desvanecen con apenas su llegada, pues encuentra que su
amor, su vida, su hombre, ya le pertenecía a otra, él, al no recibir noticias de
ella, se había casado un año antes. Ella no pudo soportar el dolor, cayó
enferma con un derrame cerebral, la trajimos de vuelta a Venezuela, vivió
por quince años en cama hasta que murió, con ella se fue mi querida
madre.
Al hablar de Carmelo debo reconocer que no corrió mejor suerte, el
cigarro, agotó su corazón antes de tiempo y éste, lo llevó, murió de cancer y
mi querido hermano Salvatore, como ven, cometió un grave error, se
acercó demasiado al alcohol, entre todos hicimos hasta lo imposible, pero
no hubo salida, mi querido y amado Toto terminó muy lejos de la meta que
mi padre con todo orgullo soñaba para nosotros.
Y lleno de inquietudes me sigo preguntando, valió la pena el viaje al
Dorado, mi padre cometió un grave error, lo debimos pagar todos con tanta
sangre y dolor. Se justifica que una familia se desvaneciera del lugar en que
vio nacer a toda una familia por generaciones y que ahora no quede sino
sólo recuerdos de ellos que si no se han desvanecidos, deben de estarlo
haciendo de un momento a otro.
Yo acá, vivo de mis recuerdos, me casé con Palmina Roseto,
tenemos dos hijos: Sergio y Mauricio, el primero con gusto por la música y
el segundo Ingeniero Electricista. Veo que el tiempo corre, que los
recuerdos se borran y antes de que sea llamado y luego sea tarde como
para dejar testimonio de nuestro pasado, quise compartir con ustedes y a
través de mi amigo Samuel Akinín, parte de mi historia, muchas gracias.

Samuel Akinin
SOBREVIVIENTES

103024

Por
Samuel Akinín
Hace poco cumplí mis setenta años. Muchos de ellos los he querido
olvidar. Vivir con esas memorias, no se llama vivir. Noches de insomnio, de
pesadillas y malos recuerdos por siempre me acompañan. Siempre sentí
distancia entre la vida y la muerte. Las almas de mis padres, de mis
hermanos y de la casi totalidad de mi familia, no pueden reposar en paz en
sus tumbas, después de casi cincuenta años. Mi silencio no les permite
descanso. Debo revivir y dar a conocer mi pasado, mi vida.
Nieto de Isaac Trachtenberg y de Margula Goldman, ricos
comerciantes especializados en pieles, cueros tratados y artículos
derivados. Junto a mis tres hermanos menores, Edmundo, nacido el 25 de
septiembre de 1.925, mi hermana Bronia en el año 1.926, Salomón en el
27 y yo, Max, nacido el día 19 de agosto de 1.923, somos hijos de Jacobo
Trachtenberg y de Julia (Yulche) Griffel. Mi padre, natural de Zocal,
Ucrania, era industrial, poseía una fábrica de zapatos; mi madre, polaca, de
Schnatin, era violinista de profesión. Nosotros nacimos en Viena, Austria.
Perdimos a mi hermanita Bronia con apenas año y medio de nacida.
Nuestro camino de la muerte comienza en el año de 1.939, cuando llega el
antisemitismo con toda su fuerza a nuestro pueblo Kracov, en Polonia. Por
las persecuciones y las constantes molestias, nos mudamos a Voyisuav,
ubicado a escasos 12 kilómetros de Senyison. Es el año de 1.942; es la
víspera del año nuevo judío. Los alemanes vienen con la orden de limpiar
el pueblo de judíos. Toman a las mujeres y a los niños. Ellos nos separan
de mi madre y de mi hermanito Salomón. Solamente una despedida nos es
permitida. Siendo nosotros hombres dispuestos a defender con la vida a
cualquiera de sus seres queridos, nos dejan anonadados, indefensos; su
fuerza militar es desproporcionada, su sadismo no tiene límites. Gritan,
golpean, no permiten ni que por un segundo los hombres reaccionemos. Mi
padre no puede soportar el dolor y, muy a su pesar, por su estado, su
debilidad, no le permitimos que viera nada. Por un lado se llevan a las
mujeres y a los niños; por otro, los hombres fuimos brutalmente apresados.
Desde ese mismo instante supimos que no los volveríamos a ver. La
desolación nos embargaba y encima de ese dolor, habíamos sido burlados
por los polacos; uno de ellos había ofrecido no llevarse a mi madre a
cambio de todas nuestras joyas. ¡Cómo nos engañaron! Eran criminales y
ladrones. El recuerdo de las palabras de mi madre, aún las tengo
grabadas: "No te preocupes por nosotros, Max; cuida de tu padre y de tu
hermano, que ellos sí te necesitan". Ambos fueron llevados al peor de los
campos de concentración, Treblinka.
En el noreste de Polonia los alemanes enclavaron lo que después sería
conocido como la fábrica de exterminio. Ellos lograron la industrialización
automatizada. Sin necesidad de maquinarias sofisticadas, utilizando a los
propios judíos como animales de carga y como combustible natural,
ochocientos cuarenta mil judíos fueron sacrificados, en ese solo campo
de exterminio. Menos de un millar logró salvarse luego de una valiente y
sacrificada evasión, no tanto por mantener sus propias vidas, como por
atestiguar al mundo los martirios, las matanzas, el robo, la destrucción de
sus cuerpos y por último, la conversión de los restos en simples cenizas.
Los que lograron evadirse y alcanzar las montañas, fueron perseguidos por
los nazis y por los mismos pobladores polacos. Salvaron sus vidas del
campo de exterminio de Treblinka, pero con casi un pueblo en contra,
apenas cincuenta de ellos lograron sobrevivir.
Ni mi madre ni mi hermanito tuvieron oportunidad alguna. Treblinka no
perdonaba, era el principal campo de exterminio. Había logrado destruir
las vidas de cientos de miles de personas. No sólo lograron alcanzar sus
metas de destrucción, sino que las superaron con creces, y así, el siete de
enero de 1.943, segaron la vida y los sueños de mi madre y de mi
hermanito.
A nosotros nos llevaron a Shenyisov, donde nos tuvieron seis meses.
Durante los dos primeros, nos obligaron a cavar zanjas. El temor que ellos
les tenían a los rusos los obligaba a preparar sus líneas de defensa en la
retaguardia. Luego servimos como ayudantes de albañilería en la
fabricación de pequeñas casas para los alemanes. Mientras tanto, vivíamos
en barracas, dormíamos en literas triples cuya capacidad era de una
persona por nivel; pero en verdad, eran tablones sin colchones. Éramos
ciento ochenta judíos viviendo en las dos barracas. Dos judíos hermanos y
nosotros tres, éramos los únicos que vivíamos como familia en las barracas;
ellos dos murieron de tifus en el campo al cual fuimos llevados luego,
Skarzysko Kamienna.
Una ventaja tuve frente a los demás judíos presos en cada uno de los
campos en que estuvimos, bien sea de trabajo o de exterminio, a los cuales
fuimos llevados. Esa ventaja era mi idioma materno, el alemán. El buen
hablar es una de las cualidades que por mucho tiempo me permitió
destacarme. Durante toda mi vida, practiqué el arte de la conferencia. He
dado discursos por diferentes motivos: la pasión por mi pueblo, la
continuidad religiosa, la defensa de la fauna americana, técnicas de ventas,
labores comunitarias, Centro América y sus necesidades, etc., etc.; esto,
hasta mi reciente derrame cerebral, que en consecuencia hace dificultosa
mi habla.
Ese don natural, más el dominio perfecto del idioma alemán, de algún
modo hizo permeable mi acceso a los guardias alemanes.
Los judíos éramos considerados cual seres en proceso de exterminio.
Pero de alguna manera los que teníamos la oportunidad de hablar su idioma
y como en mi caso, la contextura, el color y la apariencia aria, lográbamos
despertar su curiosidad y en casos excepcionales, hasta su lástima. Puedo
atestiguar que utilicé lo que tenía a mano para lograrlo; labia, dominio del
idioma, apariencia, osadía, el sentimiento de lástima que eventualmente
lograba despertar en nuestros verdugos y toda mi suerte.
Conseguido el acceso, la comunicación con cualquier alemán, lo
trabajaba hasta el cansancio y siempre lograba que nos trasladaran en
conjunto a mi hermano Edmundo, a mi padre y a mí, de un campo al otro.
Luego de dos días de viaje en tren llegamos a Skarzysko Kamienna.
Estábamos en una gran fila, yo ocupaba el primer lugar, luego mi hermano
y después mi padre. El nazi encargado de la selección me preguntó cuál era
mi oficio, le mentí diciendo que los tres éramos mecánicos de automóviles;
le hablé en plural. Se lo dije en su idioma, en un perfecto acento. Se notaba
a leguas que el nazi estaba muy bebido; era norma de ellos mantenerse en
ese estado, para que luego sus mentes no castigaran a sus cuerpos.
Nos seleccionaron y nos mandaron pasar a la fila A. Tres filas había
luego de la selección, A, B y C. Aquellos que eran seleccionados para la fila
C, estaban condenados a una muerte segura. A estos de la fila C, los
utilizaban para manipular la nitroglicerina, eran conejillos de india
encargados de vivir en la cuerda floja. Ninguno lograba sobrevivir más de
tres meses. Muchos de ellos no soportaban vivir con ese miedo; en las
noches se cortaban las venas y morían desangrados; otros se ahorcaban,
haciendo uso de los tablones de las literas como trampolín. Cuando la
gente analizaba su situación, cuando trataban de ver hacia el futuro, al no
conseguirlo, tomaban la determinación de acabar de una sola vez con su
dolor. Muchas noches oíamos el Kadish (rezo que se le efectúa a los
muertos).
Los escogidos para la fila B, eran enviados a trabajos muy fuertes; los
seleccionados para la fila A, éramos los más afortunados. Pero si durante el
Appel te mandaban al final de la fila, esto significaba tu condena a muerte.
El tiempo que pasé en este campo me sirvió para aprender el oficio de
mecánico; aunque habíamos dicho serlo, no teníamos ni la menor idea,
jamás habíamos trabajado sobre un torno, o una troqueladora.
Lo que hacíamos en el taller mecánico eran pequeñas piezas de
ametralladoras; también trabajábamos en grandes hornos para la fundición
de metales y elaborábamos en este proceso granadas. Dentro del campo,
en una barraca especial, había varios mecánicos polacos que trabajaban
libremente en el campo. Uno de ellos entabló una buena amistad conmigo.
Siempre que podía, me escapaba y a hurtadillas me iba a su sitio de trabajo,
lo ayudaba y aprendía en profundidad el oficio. Este polaco durante meses
me daba su ración de alimentos que era muy superior y más completa que
la nuestra; con ella logré mantener y recuperar la fortaleza de mi padre, al
igual que la de mi hermano. Varias veces me ayudó a meterme comida
dentro de mi pijama y luego a amarrármela, para que la pudiera introducir
desapercibidamente en mi barraca.
Solía hacerse una selección, que consistía en la supervisión de los
enfermos o débiles, no con la idea de curarlos o de atenderlos, los escogían
para deshacerse de ellos, el haber sido anotado en una selección, era
garantía de muerte segura al próximo día. A mi hermano y a mí nos
contagiaron con el tifus dentro del mismo campo. Estando enfermo, sin
fuerzas como para levantarme y soportar el tiempo que duraba la selección,
un militar muy bien vestido, al ver mi estado deplorable, mandó a anotar mi
número, sabíamos ya lo que significaba, el próximo día sería mi último día.
De nuevo lo increíble, ese militar por cosas del destino fue transferido a otro
lugar y no se ejecutó la selección.
Estábamos aún en el mismo campo de concentración cuando recibimos
una nota del esposo de mi prima Miska Seltzer; él se llamaba Dunek, nos
decía que vendría cerca del campo a traernos algunas cosas. Mi primo
había pasado como ario, alguien le había facilitado documentos con nombre
falso y esto le permitía el desplazarse de una ciudad a otra. Hasta ese
momento sus papeles le funcionaban a perfección. Mi padre, pendiente de
la llegada de Dunek, salió del campo a su espera. Unos soldados alemanes
lo vieron en la noche fuera de la alambrada; él tenía en su brazo la banda
blanca con su estrella de David. Se enfurecieron al verlo. Entraron al campo
y preguntaron por el judío responsable del campo, por el jefe.
Luego que me enteré que se trataba de mi padre y que los alemanes
solicitaban al jefe judío del campo y sabiendo que dicho jefe no existía,
inmediatamente les informé que yo era el jefe, no podía permitirles que le
hicieran algún daño a mi padre. Ese día recibí una paliza como jamás en la
vida, ni antes ni después recibí. Ellos no sabían de nuestro parentesco, de
saberlo nos habrían matado en ese mismo instante.
Mi hermano Edmundo salvó mi vida esa vez, él era el limpiabotas de
uno de los oficiales de alto rango dentro del campo; por la calidad de su
trabajo, el oficial le tenía mucha estima. Viendo mi hermano que los nazis
me estaban matando a golpes con sus ametralladoras, corrió a suplicar al
oficial para que intercediera por mí. El oficial llegó a tiempo y pudo detener
la golpiza, pero de cualquier modo tuve que pasar 10 días en cama,
incapacitado totalmente; esa semana también hubo selección y de nuevo no
me tomaron en cuenta. De mis primos, lo único que sabemos es que no
lograron salvarse del Holocausto.
Este campo era uno de los pocos cuya vigilancia interna dejaba mucho
que desear; todas las mañanas lograba escaparme, aunque era sólo dentro
del mismo campo y me iba a trabajar para mi amigo el polaco; a éste le
pagaban por producción, yo le era útil, además de económico. No era un
campo de exterminio, era una especie de fábrica de armas o piezas para el
ejército alemán. Habíamos llegado en el mes de marzo del 43 y salimos en
febrero de 1.944.
Somos transportados en tren los tres, mi padre, mi hermano y yo,
llegamos al campo de Piotrkow, nos tenían como animales, no había
condiciones para recibir a la gente. Diariamente morían muchos. Tres
meses pasamos en este cuasi manicomio. De ahí nos trasladan de nuevo
a los tres hasta Czestochowa; éste sí era un verdadero campo de
concentración; entramos a lo loco, nos encargaban de bajar las papas que
traían los trenes para el ejército alemán. A veces podíamos comer alguna
papa, pero cruda y sin que nos dejáramos ver.
Este campo estaba divido en dos; el llamado A y el otro llamado B. El
primero era el peor, por sus condiciones, por la falta de comodidades y de
no ser por la comida que nos podíamos robar, quizás habríamos muerto. En
el lado bueno, o sea, en el campo B, teníamos a un buen amigo de mi padre
llamado Reuben Immerclik, se desempeñaba como policía de los judíos;
era, por decir algo, el jefe del campo. El trató de todas las maneras para
que nos mudaran a su sector, pero cuando logró que le autorizaran el
traslado, ya nos había mudado a otro campo. Aquí vale la pena decirles
que la gran mayoría de los que estaban en el campo B, logró salvarse tal
cual lo hizo nuestro amigo.
Con el mismo medio de transporte nos llevaron a Buchenwald, otro
campo de concentración, éste es el primero que conocemos de los campos
de exterminio, tenía hornos crematorios, empezamos a ver la muerte mucho
más cerca de nosotros, lo que habíamos pasado aunque duro, era posible
de soportar, el vivir dentro de una fábrica organizada de exterminio,
manejada por puros criminales, les estoy hablando de noviembre de 1.944.
Varias cosas fueron novedades para nosotros los expertos en campos de
concentración; éste contaba con guardias mujeres además de los normales,
pero éstas eran peores que cualquiera de los hombres que hasta ahora nos
había tocado conocer, todas ellas sin excepción, disfrutaban golpeando y
matando con motivos o sin ellos, las duchas de gas, los hornos crematorios,
el sadismo en las mujeres y además fue el primer campo en que nos
quisieron separar de mi hermano, lo querían mandar a otro sitio, hablé con
el capo judío, logré implorarle al guardia alemán y fue éste el que en un acto
de bondad por mi dominio del idioma alemán, aceptó mi petición.
Dos de los campos que conocimos, me impactaron por su tamaño;
Buchenwald y luego Bergen-Belsen. Desde aquella experiencia del
primero de los campos, a cualquiera de estos dos, donde la mejor
comparación es; una hormiguita al lado de un elefante, era demasiado
grande. Si queremos sentir la diferencia de tamaños, piensen e imagínense
lo que nos tocó vivir cuando llegamos a Bergen-Belsen, Diez y ocho mil
cuerpos de judíos muertos, estaban a un lado del campo, casi a la entrada,
a la espera de ser enterrados o cremados. Durante varias semanas
estuvieron a la intemperie y solo luego de que nos liberaran, los ingleses
fueron los que se encargaron de sepultarlos. Entre el primer campo y éste
último, notamos que en uno solamente habíamos ciento ochenta judíos
presos, pero vivos y al ver nada más la cantidad de los muertos insepultos,
se podrán dar cuenta de lo que les estoy hablando.
Los que estábamos en Buchenwald, éramos usados para la gran
fábrica de aviones que tenían muy cerca del campo de concentración, ésta
se llamaba Guslav Werke, los aliados la destruyeron completamente, fue
luego de esto, que empecé a escuchar a los alemanes, cuanto deseaban
que la guerra terminase, estábamos ya en los finales de 1.944.
Nos mudan en tren hasta el próximo campo, Mittlebau-Dora. Los SS
estaban violentos, sumamente nerviosos; les hablé en su idioma, les pedí
cierta consideración y logré aplacarlos un poco. Pasamos de nuevo una
selección; de ahí nos conducen en fila para que nos tatúen nuestro número,
estigma que nos ha acompañado desde entonces, que nos ayuda a que no
olvidemos, que nos recuerda los años en que unos animales nos trataron
como bestias de carga y de trabajo, nos rememora a nuestros hermanos
esclavos en Egipto, nos demuestra que la maldad en su máxima expresión,
no solamente existía durante la época bíblica en aquellas ciudades que
fueron destruidas por orden de Dios; nos hace reflexionar, que no podemos
ni debemos ser tolerantes, nos obliga con el estado de Israel, para que
seamos nosotros mismos los encargados de defendernos, cuando otros no
lo quieran o puedan hacer.
Pero debo volver al asunto. Luego de bajar de los trenes y de pasar al
cuarto donde se nos iba a tatuar, le toca el turno a mi hermano Edmundo y
le asignan el número 103023, a mí, el 103024 y a mi padre, el 103027.
Estábamos en el campo de Mittlebau-Dora. Este era un campo
subterráneo. Durante tres meses los ingleses y los americanos lo
bombardearon, pero no le hicieron mella alguna. Estaba edificado con los
más modernos sistemas de protección, y por ser subterráneo, el hormigón
con que estaba construido era una coraza indestructible. Desde el primer
día logré ganarme la simpatía de uno de los alemanes; mi aprendizaje del
torno y de las máquinas de metalmecánica, me había convertido en un ser
muy útil para él, me esmeraba tanto en mi trabajo, que me traía todos los
días una zanahoria escondida en su chaqueta.
Mittlebau-Dora era un campo de puros hombres; las únicas mujeres
eran unas treinta o quizás cuarenta alemanas prostitutas, usadas como
pasatiempo de los alemanes. En este campo se fabricaba la bomba V-2, la
famosa y destructiva bomba responsable de los daños infligidos a Londres
y otras ciudades.
A mí me mandaron a la barraca nº. 2, a mi padre y a mi hermano, hacia
el sur, al campo de Nordhausen. Esta vez, por más que traté, no logré
que nos mantuviéramos juntos. Una enfermedad en mi cuello me había
obligado a quedarme en cama en la enfermería; cuando pude ir a pedirle a
mi amigo el alemán que me ayudara, ya era tarde. Fue el último sitio en
que vi a mi padre; el destino lo arrancó de mi lado en sus últimos cinco
meses de vida. Por tres meses y medio, permanecí en Mittlebau-Dora.
La falta que me hacía mi padre, no la podía soportar; mi relación con él
no se ha equiparado con ningún otro ser humano: su bondad irradiaba una
especie de calor, que permitía cual buen calidoscopio, ver lo malo, lo
desfigurado, transformaba las burdas imágenes en bellos destellos de fe. Su
palabra de consuelo mantuvo viva, no solamente en sus hijos, sino también
en extraños la esperanza en una pronta libertad. Mi padre, cual libro
abierto, sólo hablaba para enseñar, para construir, para enlazar, para
ayudar a los demás; no lo recuerdo quejándose, ni suplicando, sabía que su
destino no lo manejaba él, aceptaba lo malo y aplaudía cualquier
circunstancia, siempre que ésta sirviera para animar al prójimo.
Mi último destino fue Bergen Belsen; a los míos los había mandado al
sur, a mí, me enviaron hacia el norte; nos colocaron en lados opuestos.
Llegué un 15 de febrero de 1.945. El 30 de abril de ese año nos liberaron.
Ya los alemanes no podían controlar nada, el desorden era increíble, se
desmoronaban los alemanes cual montaña de arena atacada por un
vendaval.
Llegan los ingleses, con sus tanques; embisten contra las cercas y las
rompen. Uno de ellos venía con altoparlantes, diciendo que se rindieran,
dando instrucciones; hablaban en diez idiomas, no podíamos creer lo que
veíamos; esos grandes monstruos eran ahora pequeños animales
indefensos, daban lástima, quizás tanto como nosotros.
Los ingleses estaban vigilantes para que los judíos no tomáramos
venganza con sus nuevos prisioneros los alemanes. Con su característica
flema, ellos se sentían libertadores, su postura altiva paseaba alrededor de
aquel dolor mientras custodiaban y protegían a los alemanes para mantener
su prestigio.
Desconocía lo que había pasado con mi padre y con mi hermano, lo
único que sabía era que los había trasladado a Nordhausen; en cuanto
pude, me escapé de los ingleses y fui en busca de ellos.
Demoré dos días de camino hasta que logré llegar Nordhausen; no
estaban ni mi padre, ni mi hermano. Me dijeron que mi padre no había
podido soportar más; el hambre, además de la separación obligada de su
hijo más querido, su primogénito, fueron responsables de su muerte. El 23
de abril de 1.945 falleció mi padre; está enterrado en Nordhausen, murió
faltando solamente siete días para la liberación; lo habíamos protegido entre
mi hermano y yo como a la niña de nuestros ojos, pero al final, no lo
logramos salvar.
Mi hermano Edmundo, también liberado, tuvo el mismo pensamiento
mío y fue en mi busca a Bergen-Belsen; seguramente nos cruzamos en el
camino y ocurrió que esa primera noche yo dormí en Nordhausen, en la
cama de mi hermano y él hizo lo mismo en mi cama en Bergen-Belsen. El
destino seguía jugando con nosotros.
Esperé en Nordhausen y unos días después llegó mi hermano. No
quiero contar el fin de mi historia dejando un sabor de boca cual final de
cuento de hadas; reconozco la felicidad del encuentro con mi hermano, la
recuerdo y cada vez que la pienso, siento la alegría de ese momento, pero
no puedo ni podré perdonarles a ninguno de los alemanes nazis lo que nos
hicieron; no puedo ni podré aceptar como dato histórico lo que nos pasó.
No es posible, que estando aún vivos tantos de nosotros, sobrevivientes
de ese holocausto, tengamos que escuchar, ver y sentir que gente
desalmada, con intereses desconocidos, propaguen la idea de que fuimos
un sueño, de que no existimos, que nuestros muertos jamás alcanzaron
cifras importantes; tantas majaderías me asquean y me enferman; me
agreden como hombre, como judío, como testigo de cargo, me irrespetan
como huérfano de padre y madre y me obligan a decir lo que a nosotros los
judíos se nos está prohibido, pero que en conciencia los nazis se merecen.
Ojala que cada uno de ellos sienta alguna vez lo que sentimos, que
sus corazones entiendan que el amor y la fidelidad a la familia es lo más
importante de un ser y que viendo en la historia toda la destrucción que
provocaron, pierdan de una vez por todas esos malvados instintos que nada
positivo han dejado para la historia y que tanto daño causó a millones de
seres inocentes que murieron y a los que por su culpa no pudieron nacer.
Yo, como sobreviviente, después de esta lección, haré lo imposible para
impedir que esto vuelva a suceder. Amén, así sea.

FUENTE: MAX TRACHTENBERG


GRIFFEL
Samuel Akinín Levy

POR EL AMIGO DE MI AMIGO


Eramos seis hermanos, dos hembras y cuatro varones. Mis padres se
llamaban Ignacio Matyas Legman y Bertha Schmidt. El mayor de mis
hermanos, Frank, nacido en 1907 y residenciado en Los Angeles desde
1925; el segundo, quien fue mi profesor de deportes y atletismo, Alexander
(Hertzi), nacido en 1909; Livia (Diszi), en 1911; Judith, en 1915; Andor, en
1920 y yo, Tibor, el Benjamín, nací el 25 de mayo de 1925.
Cuando tenía siete años, murió mi abuelo materno, quien fue un
médico muy conocido y querido por todos, se llamaba Mordechai Schmidt.
De mis abuelos paternos, recuerdo sólo sus nombres; Efrain Shalon Matyas
y Dici de Matyas.
Pasé mis primeros años en Cluj, ciudad de más de 100.000
habitantes, de los cuales, 15.000 éramos judíos. Era una ciudad moderna.
Bellos y decorados edificios se encargaban de engalanarla. Muchas
sinagogas, varias iglesias, tanto católicas como ortodoxas, daban muestras
de la gran fe de sus habitantes.
Hasta el año de 1939 nos rigieron los Rumanos. Un año después
pasamos a formar parte del pueblo húngaro, en virtud de un acuerdo firmado
por Hitler.
Por el hecho de ser el menor, era mimado por mis padres, mis
hermanos y hasta por algunos de mis tíos. Al recordar, me parece ver a mi
madre, quien muchas noches venía a mi cama, a vigilar mi sueño y cuando
me notaba intranquilo, me trataba de calmar, contándome anécdotas de mis
abuelos, experiencias de mis tíos y travesuras de mis hermanos. Ella, Dios
la tenga en su gloria, fue una madre ejemplar.
Diez y seis años me llevaba mi hermano Hertzi, me quería como a un
hijo; él era el que se ocupaba de enseñarme y mejorar mis conocimientos y
estilos en lo referente a mis gustos por el deporte. El me enseñó a pararme
de manos y luego con una gran paciencia, a caminar sobre ellas. A Hertzi le
debo la mayoría de mis gratos recuerdos de niño. Lo concerniente a
nosotros, debo decir, estaba rodeado de una gran pasión. Mi hermano veía
en mí al deportista que no pudo ser. Tenía mucha fe en mi futuro como
deportista profesional, me daba ánimos y se comportaba cual padre
orgulloso,
Tenía unos siete años de edad, cuando un circo ambulante se
presentó en la ciudad y mi hermano Hertzi me llevó. Fue una experiencia
inolvidable; al ver las acrobacia de los payasos aprecié lo aprendido con mi
hermano, la parada de manos pasó a tener un gran sentido para mí. En su
show, ellos montaban una silla encima de una mesa, luego otra encima de la
primera y con una demostración de habilidad, se paraban de manos en el
tope de ambas. Apenas llegué a mi casa, en cuanto vi que no había nadie,
hice lo mismo. La mesa, una silla, luego otra y con gran determinación logré
pararme sobre ellas, de la misma forma que vi en el circo. Mi madre entró en
ese momento al comedor y al verme, se quedó sorprendida, pasmada. No
gritó para no hacerme perder el equilibrio, pero sé que las ganas no le
faltaron. Su expresión de susto y de asombro, la recuerdo con placer.
Mis años de niño los pasé en el edificio Urania Palota en Cluj; este
edificio quedaba en la calle principal, en la Ferenz Joseph Ut. Tenía cuatro
pisos y en la planta baja había otros negocios, además del cine Urania, como
un mayor de pieles, una muy famosa pastelería y heladería llamada Takacs,
una mercería, una frutería y una tienda de telas.
Uno de mis más extraños recuerdos, fue cuando a través de la
ventana de mi casa, que estaba en el primer piso, vi cuando a la dueña de la
heladería se le cayó dentro de la paila del helado una gallina que estaba
pelando y preparando para su cena, ¡y ni siquiera se inmutó!. Este hecho fue
para mi repugnante, bajé indignado a reclamarle la acción, supuse que
botaría el helado, pero lo único que recibí a cambio fue una negativa, un
regaño y una amenaza de paliza. Encima, la señora me tildó de mentiroso
ante los demás.
Recuerdo con agrado la primera vez que fui al cine, por cierto al
Urania; era una película de vaqueros, el actor era el muy conocido Tom Mix,
ya estábamos al comienzo, a la entrada del moderno e injusto siglo veinte.
En mi época, el cine era mudo. El Urania tenía contratado a varios
gitanos que tocaban música, lo más notorio era el violín y en la medida en
que se desarrollaba la película, los gitanos tocaban acompasando las
acciones que veíamos. Si los actores corrían, la música era acelerada, o
dramatizada en ocasiones según el temor o el riesgo y no faltaba la música
romántica, cuando al fin quedaba unida la pareja protagonista, luego de
tantas peripecias. Impresionaba ver a Tom Mix, corriendo tras los indios y a
veces tras los bandidos; era el bueno contra todo lo que representaba la
maldad. Se destacaban su habilidad al montar sobre los caballos y las
piruetas que ejecutaba. A veces, lo veíamos disparando a los malos y cuando
éstos trataban de hacerle lo mismo, Tom Mix de una manera muy propia, se
ocultaba completamente acostado de un lado del caballo, lo que dejaba
boquiabiertos a los malos y despertaba el entusiasmo del público; los
espectadores nos levantábamos y aplaudíamos. Lo increíble era que las
armas, tanto de los malos como las de los buenos, nos parecían mágicas, los
actores disparaban y disparaban sin cesar y jamás se les acababan las
balas...Y nunca se les caían sus sombreros. Las películas terminaban con un
final de una lucha o batalla, en que siempre triunfaba el héroe en beneficio de
la justicia.
En otra oportunidad, un famoso cantante llamado por pura casualidad
Joseph Schmidt, y a quien no me unía ningún parentesco, vino a mi casa a
comer invitado por mi padre. Fue un gran honor el recibir su visita luego de
su actuación en el teatro, a la vez que fue al primer hombre que vi con
zapatos de tacón alto. El era muy pequeño de estatura, pero su voz me
parecía muy grande, tanto, que podría compararlo con la de Eddy Nelson y
hasta con la de Janet MacDonald.
Debo reconocer la calidad de mis padres, pero al detallar mis
recuerdos, veo cuán importantes debieron ser; mi padre fue por muchos años
presidente de la comunidad judía de Cluj, además fue electo alcalde de la
ciudad por votación popular, aun siendo judío; mi madre, desde que yo
recuerdo, fue la presidenta de Wizo, organización encargada de atender a los
menesterosos y desvalidos. Tanto el uno como el otro compartían su tiempo
atendiendo a sus hijos y cualquier aspecto comunitario que lo requiriese.
Al graduarme de bachiller, mi padre me dio como regalo una caja de
cigarrillos, él sabía que yo fumaba y con ese gesto me permitía que lo hiciese
hasta en su presencia. Para nuestra época, eso era muy importante.
Además, me dio tres consejos que por siempre he recordado y ejercitado: El
primero fue: nunca mientas, la mejor mentira es la verdad y para ser un buen
mentiroso, debes tener una memoria privilegiada para recordar qué fue lo
que le dijiste a cada uno y a la larga, siempre te descubrirán. Su segundo
consejo demuestra su gran visión de lo que sería el mundo actual y su
ideología. Me dijo: "aunque el hábito no hace al monje, ocúpate de vestir
siempre bien, ya que la primera impresión es la que vale", y completó: "tu
estómago no se puede ver, lo puedes llenar con pan y agua, eso jamás te
podrá ser reprochado." El último de sus consejos lo considero como una
transmisión de conocimientos mundanos. Me dijo: "cuando vayas a alguna
parte a comer, a beber o simplemente a divertirte, deja siempre una buena
propina, para que se te abran todas las puertas. De no poderlo hacer, mejor
es que te eximas de ir."
Nosotros vivimos en una época en Cluj, donde no sufrimos ningún
tipo de persecuciones por el hecho de ser judíos. Toda expresión anti judía, a
mi entender, comienza con la llegada de los húngaros, entre los años de
1939 y 1940.
Mi hermana Judith era cantante de ópera; aunque mi padre no le
permitía dedicarse a ello como profesión, aceptaba que lo hiciera dentro del
ambiente comunitario para colaborar con obras benéficas. Mi hermana, sin
querer, se había ocupado de educar mi oído; ella practicaba la música y yo
me deleitaba oyéndola. Pero cuando me llevó a ver mi primera ópera, quedé
impresionado, se trataba de Fausto. De repente, sin que yo me lo esperara,
del escenario salió una llamarada y del humo apareció Mefistófeles, me
asusté e inclusive grité. Con bondad y mucha paciencia, mi hermana me
abrazó y me dijo "ne fely" (no temas); muchos del público rieron, para ellos
fue un episodio simpático, para mí, fue el despertar de mi pasión por la
música y el teatro.
Cuando cumplí once años, pude haber emigrado a Palestina como
muchos otros jóvenes judíos. Pero mis padres no quisieron que nos
separáramos; mi hermano mayor, Frank, unos años antes se había ido a
México, vivía en la frontera con los Estados Unidos. Este fue el motivo por el
que mis padres no aprobaron mi viaje. Mi madre decía, y en verdad así fue,
que ella sentía con el viaje de mi hermano como si hubiera perdido a un hijo y
que no estaba dispuesta a perder otro más.
El conocer a dos famosos jugadores de la selección nacional de
fútbol, los hermanos Cochuban, hijos del sacerdote ortodoxo Cochuban, ex-
compañero de colegio de mi padre, y el poder tratarlos en persona, me
inspiraron a dedicarme al fútbol; ellos me animaban y a veces me guiaban
con algunos secretos del deporte. Recuerdo que desde mis siete años lo
jugaba con pasión, servía como delantero lateral y a veces defendía la
portería. Muchas satisfacciones saqué del fútbol. Estando en el equipo
Hagibor, con apenas trece años de edad, un equipo rumano de mayor
categoría, me pidió prestado para defender una especie de campeonato
estatal, donde logramos muy buena figuración.
No solamente logré destacarme en fútbol, ayudado por mi hermano y
por uno de mis amigos de la infancia, Janovicz Otto, sino que aprendí y
dominé otro deporte, el salto olímpico con esquíes. En el año de 1942, junto
con mi amigo, representamos a nuestro colegio en el torneo nacional que se
realizó en Horty-Csucs., sin que nuestros padres supieran nada. Ganamos el
primer lugar; no se nos dieron los trofeos, ni los méritos en cuanto
descubrieron que éramos judíos. Mis padres se enteraron unas semanas
después, durante el noticiero en el cine, esa misma noche llegaron a la casa
orgullosos y asombrados de nuestra osadía.
Titus Cornelio y Emil Marincas, eran amigos de mi hermano mayor.
Emil era secretario de Julio Maniú, Ministro de los campesinos de Rumania.
En una oportunidad mandó una comisión desde Bucarest a donde mi padre,
para que nos fuéramos a Rumania. Nos decía que había arreglado las
cosas para que llegáramos y pasáramos la frontera.
Entre Cluj y Turda habría unos diez kilómetros de distancia. Con la
delegación, además de tener un acceso seguro a la libertad, también se nos
permitía llevar cuantas cosas quisiéramos. Mi padre, quien fue muy acertado
la primera vez con la mudanza que hicimos a la casa de mi tío en las afueras
de la ciudad, en esta nueva oportunidad se equivocó irremediablemente al
no aceptar la propuesta del amigo de mi hermano.
Uno de mis tíos era un gran jajam (sabio). Yo era para él, el hijo que
no tuvo. A la muerte de su mujer, perdió su fe. Aquel hombre, reconocido
como sabio por los judíos del pueblo y de otras latitudes también, no pudo
soportar la muerte de su amada. Esta lección me sirvió al muy poco tiempo,
para aguantar con dignidad y resignación la falta de los míos, pero a su vez
me hizo más sensible en cuanto a otros seres humanos. Ambas posiciones
las aprendí a respetar. Cuando mi tío Salomón Matías sospechó lo que nos
podría ocurrir, tomó sus precauciones; él era un hombre además de
inteligente, sumamente rico, poseía propiedades por doquier, tenía cuentas
en Suiza y muchos Napoleones (monedas de oro). Un día me llamó y me dijo
que entre los dos enterraríamos sus cosas de valor y que de volver
cualquiera de la familia, las desenterrara y las usara para él y los suyos.
Esa noche, con unas medidas específicas, dimos veintidós pasos
desde el árbol hacia el norte. Al llegar comenzamos con el pico y la pala
hasta alcanzar un metro de profundidad. Ensanchamos el hueco y luego de
comprobar las medidas, trajimos el baúl, cargado con Napoleones, algunos
billetes de monedas extranjeras y -recuerdo bien- una leontina de oro, el reloj
era hermosísimo. Cual personajes del inolvidable Robert Luis Stevenson en
su Isla del Tesoro, revivimos las acciones de sus cuentos y al dormir soñé y
me sentí protagonista de la historia, mi tío me había confiado su riqueza. En
un gesto muy dramático, me transfería su esfuerzo y los sacrificios de su
vida.
Pero las cosas no son siempre como queremos que sean, son como
son y basta. Cuando, terminada la guerra, volví a la casa de mi tío, los
alemanes habían cavado a gran profundidad. Toda la propiedad había sido
revisada. El terreno fue removido palmo a palmo, supongo que utilizaron para
la búsqueda hasta un detector de metales. El gobierno, no sólo nos mandó a
la muerte, quería también nuestras propiedades y nuestras cosas de valor.
Ya, desde el comienzo de 1944, recogían a los judíos en las calles.
Mi hermano Andor, se encontraba preso en Rusia. Tanto mi hermano
Alexander como mi hermana Livia, casada y con hijos, lograron salvarse por
haberse mudado a tiempo a Bucarest. Frank, como ya dije, vivía en México.
Nosotros, al comienzo de la invasión, sentíamos que seríamos ayudados por
nuestros vecinos, eso sí que fue mucho pedir.
Andor logró escapar de Rusia, en el año de 1950 y se estableció en
Bucarest. Por su experiencia lo contrataron como periodista de noticias
deportivas en la radio y en el año de 1968, fue cuando solicitó una visa de
inmigración para Israel, la cual le hizo perder su empleo por varios meses.
Unos años después mi hermano Frank, le mandó visa, lo mandó a llamar y al
final, murió en los Estados unidos.
Fue en el comienzo del año de 1941 cuando empezamos a ver los
trenes cargados de judíos. En la ciudad, pensábamos que los llevaban a
trabajar o en el peor de los casos, al frente de batalla, para que ayudaran en
la construcción de líneas defensivas, nunca alguno de nosotros se imaginó lo
que en realidad les ocurriría.
Recuerdo que por esos días, mis padres se ocupaban de recoger
ropa usada y alimentos para llevárselos a los que iban en los trenes; creían
que de esa manera estaban ayudándolos. Luego supimos que las ropas no
las pudieron usar y que la poca comida que se les daba no paliaban ni su
hambre, ni su dolor.
A cierta edad nos obligaban a ir a trabajos forzados; yo me sentí
envalentonado por mi edad y logré escaparme a las montañas, en los
Cárpatos, con la intención de quedarme con los partisanos e irme. Llegó la
noticia de que los jóvenes que se ofrecieran a trabajar espontáneamente,
ayudarían a sus padres. Los míos, ya estaban en el ghetto, no podría dejar a
mis padres abandonados. Creyendo que los ayudaría bajé de las montañas y
me incorporé al trabajo en el gueto de Cluj. A los jóvenes, nos enviaban a
hacer distintos trabajos, limpiando calles, construyendo carreteras y demás.
No sólo no se nos pagaba, sino que además debíamos llevar nuestra propia
comida. El precio que nos hicieron pagar únicamente por ser judíos, fue
sumamente alto.
Hoy en día, me siento muy orgulloso de ser judío; pero aún no he
podido encontrar una explicación al comportamiento de los nazis.
Personalmente yo caí como incauto con sus promesas. El ghetto estaba
dentro de una fábrica de ladrillos. Durante años los judíos estábamos
obligados a llevar una banda amarilla en el brazo o una estrella de David en
el pecho con la palabra impresa: judío. La familia Matyas estaba eximida de
usarlos gracias a méritos obtenidos por mi padre durante la primera guerra
mundial; de cualquier manera, siempre la llevábamos puesta. Mi padre,
además de sentirse muy judío, decía que debíamos de dar ejemplos, que no
usar la banda o la estrella sería hacer sentir peor a los demás.
Dos semanas estuve en el campo. Llegaron los alemanes y nos
montaron en el tren. Había llegado nuestra deportación. Mi padre contaba 60
años de edad, mi hermana Judith tenía 29 años y yo, apenas había cumplido
los diecinueve. No sé cómo explicarlo, pero de alguna manera, no veíamos la
realidad. Era el año de 1944 y aún pensábamos en que la movilización era
sólo para llevarnos a sitios de trabajo, jamás, nos imaginábamos, que cual
manada de animales, éramos llevados al matadero.
Joseph Goebles, engañó a todos con su propaganda, las masas
cambiaban sus opiniones empujadas por la manipulación pragmática y
programada de los nazis, alemanes acostumbrados a vivir, a convivir con los
judíos por cientos de años, al escuchar las consignas nazis, de que los males
eran ocasionados por los judíos, reaccionaban convirtiéndolos a éstos de un
día a otro como culpables de todo y como enemigos mortales.
Se sentían con el derecho de quitarnos, primero, la nacionalidad,
además del derecho de cualquier ser humano de sentirse protegido y cuidado
en su país de nacimiento, y hasta el de decidir la suerte de todos y cada uno
de nosotros los judíos, excusados ante la vil patraña de considerarnos
animales dentro de la especie humana por no ser según ellos, puros, ni arios.
La capacidad de su proyección era envidiable, sistemáticamente iban
inculcando sus ideas, sus metas eran alcanzadas al igual que sus objetivos
en forma impecable. Desafortunadamente volvemos a ver que la historia es
guiada, dirigida y manipulada por una sola mente. No son los pueblos, ni sus
gentes, los que cambian sus destinos, siempre ha habido y habrá alguien
que con una mente enferma y en la creencia de ser único poseedor de la
verdad, arrastre a pueblos civilizados por el camino de su ambición y logre
además convertirlos en depravados asesinos.
A toda la familia que había permanecido unida en el gueto, tanto los
Matyas como los Schmidt, nos montaron en el mismo vagón; mi padre había
tenido mucho cuidado de llevar sus Rujhsack (tahalit y tefilim), su mochila
con sus objetos de culto, necesarios para el rezo diario. Antes de subir a los
trenes, uno de los nazis me llamó y me nombró jefe responsable de mi
vagón; ésto me hizo volver a creer. Pensé que a nuestra llegada, debería dar
informes del viaje, pero de nuevo me equivoqué.
En el gueto nos decían que nos estaban llevando a Hungría, a un
campo de agricultura en el que trabajaríamos y así ayudaríamos a nuestros
padres. Con esa mentira, los jóvenes íbamos dispuestos a ayudar, a trabajar
por el bienestar de nuestros padres. A un día de viaje, un niño le preguntó a
su padre, de qué manera Dios castigaba a los niños, al lo cual respondió que
a veces con pequeñas enfermedades, con pequeñas pruebas de fe. El niño
en su inocencia, replicó que él quería que le cambiaran su nombre, porque
según él, con el nombre que tenía ya lo habían castigado demasiado y que
no soportaba más el castigo de seguir sin agua y sin comida.
El tren se detuvo en alguna estación, se abrieron las puertas y nos
gritaron que bajáramos rápidamente a tomar algo de agua. De mi vagón muy
pocos habían logrado bajar; yo, ágil por mi condición atlética y mi edad,
aunque logré saltar del vagón, no tuve el tiempo suficiente como para llegar
a la fuente de agua que se encontraba en el fondo de la estación. La cola era
interminable. Pasados escasos minutos sonó el pito del tren avisando que
partiríamos inmediatamente. Ese día, los alemanes nos enseñaron que no
estaban jugando. A los que no se separaban de la cola en la fuente del agua,
les comenzaron a disparar. Vi caer a uno, otro y otros. Di un salto y regresé a
mi vagón, sin haber visto el agua.
Días después de llegado al campo entendí la situación. En algún
momento, los gritos de los judíos pidiendo agua habían logrado ablandar el
corazón de algún oficial al mando del tren, que supongo ordenó que se
detuviera al llegar a la próxima estación y abrió las puertas para que
saciáramos un poco la sed. La política de los SS era muy sencilla, la solución
final era exterminar a los judíos. Cuanto más deshidratados y más débiles
estuviéramos era mejor; primero, porque se requería de menos tiempo y
cantidad de gas para eliminar a las personas; segundo, era más fácil
manejarlos a su antojo y por último y más inhumano, luego de envenenarlos
por el gas, era más rápido deshacerse de los cuerpos ya deshidratados al
meterlos en los crematorios.
Sé que a alguno de ustedes esto le descompondrá el cuerpo; lo he
sabido por más de 50 años, esa dolorosa verdad, no se la quise contar ni
siquiera a mi hija. Siempre soñé que esa horrible pesadilla era parte de un
pasado sin retorno, creí que la raza humana en general, había sufrido toda
por igual con el holocausto, y que con ese alto costo humano, los pueblos del
mundo unidos jamás permitirían que cosa igual o similar se repitiera. Sin
embargo, qué triste es saber que lo único que todos hicieron fue convertirse
en una gran mayoría silenciosa.
Creí en el hombre, en la humanidad, pero al ver de nuevo mi error no
puedo morir llevándome mis secretos, no puedo vivir más, sin contar mi
dolor; no es justo, que por mis miedos, mis temores, mis complejos, mi hija,
mis nietos, y el mundo sensible desconozcan lo que pasó con su familia, con
mi familia, con toda la familia judía.
Apenas estuvo lleno el tren, comenzamos nuestro camino agónico
hacia la muerte; ahí estábamos, éramos más de 80 personas, la mayor parte
de mi familia me acompañaba en ese viaje que para ellos fue sin retorno. El
vagón carecía de cualquier tipo de comodidades, era uno de esos vagones
en el que se acostumbraba transportar a los animales. Los alemanes nos
transportaban de la manera más inhumana, se vanagloriaban de ello. Íbamos
todos parados, el ambiente era por así decirlo, macabro, tosco, muy lúgubre.
La luz apenas entraba por algunas ranuras de los tablones que tenían las
paredes o por el pequeño boquete de uno de los dos huecos tipo ventanillas.
Respirábamos en el ambiente un olor ocre; al no poseer baños, las
necesidades se hacían por doquier, una pestilencia repugnante comenzó a
rodearnos. Nuestros corazones supieron por primera vez lo que es vibrar en
forma desbocada por horas y horas.
En nosotros comenzó primero un pequeño tormento, ¿el sitio al cual
éramos transportados estaría en igualdad de condiciones?. Luego, a medida
que iba avanzando el tren, cuando nos dimos cuenta de que carecíamos de
comida y de agua, el miedo y la duda se centraron en si llegaríamos con vida
o no.
Al fondo del vagón, una mujer gritaba su dolor. No era el momento ni
el lugar pero la naturaleza había decidido que sería ese mismo día. La mujer
estaba en su trabajo de parto. Una mujer con experiencia en casos similares,
se hizo cargo. Ordenó e hizo que los hombres se desplazaran al otro lado
del vagón haciendo que nos hacináramos aún más en el poco espacio de
que disponíamos.
Nuestras mujeres siempre han sido dignas representantes de
nuestro pueblo; tanto la parturienta como la comadrona nos enseñaron lo
habilidosas, la paciencia y la fe con la que estaban hechas, nos contagiaron
un poco con la esperanza que sentían. Mostraban al niño cual premio a
nuestra ayuda. Fue una sensación de paternidad compartida, cada uno de
nosotros transmitía su amor. Fue para mí una experiencia similar a la que
tuve años después con el nacimiento de mi única hija Belinda. Pero de
nuevo, la alegría no podía perdurar, nuestros destinos no habían sido
trazados con la varita bondadosa únicamente, como más tarde dijo Churchil,
debíamos de aportar nuestra sangre, nuestro sudor, nuestras lágrimas y yo
agregaría: las vidas de nuestros seres más queridos.
Un día en el tren, nació un niño. Al otro día, murió un hombre. Gritos,
llantos, rezos.
Mi madre siempre nos decía que no quería sobrevivir ni un solo
minuto sin mi padre. De su deseo, se encargaron los alemanes, ambos
fueron asesinados el mismo día. Durante el viaje, sé que mis padres trataron
de tranquilizarme sé que me estuvieron dando ánimos, no dudo que me
transmitieron sus sentimientos, pero mi mente ha bloqueado toda esa
vivencia. Mis recuerdos hacia ellos, en esos duros momentos me han fallado
y aún hoy me fallan. Puedo ver a los demás, puedo recordar y sentir el olor,
veo la oscuridad, oigo el dolor, el llanto, recuerdo y siento la sed y el hambre,
revivo la angustia, el miedo, pero la imagen y las palabras de mis padres
durante ese agónico viaje, no las puedo recordar.
Pasan unos días y llegamos a nuestro destino. Se abren las puertas
de los vagones y escucho gritos, hombres de la SS con sus perros nos
reciben, eran alemanes, eran los nazis, nos gritaban scnel-raus (rápido,
afuera), sentimos un desahogo con la llegada, supusimos que las cosas
mejorarían. De nuevo la realidad demostraba nuestro error.
Nos bajaron de los vagones, nos obligaron a formar filas de a cinco
personas, veníamos abrazados. A nuestro recibimiento vino una orquesta de
músicos judíos húngaros, me ilusioné. Por mis conocimientos de música, ya
me veía formando parte de ellos.
La única verdad era que los alemanes, burlándose de nuestros
futuros, nos deleitaban en las vísperas postrimeras de nuestras muertes.
Íbamos en dirección a un oficial impecablemente uniformado; éste
(después supe era Mengele) dirigía a unos a la derecha dándoles una
pequeña oportunidad de vida y a otros a la izquierda condenándolos a una
muerte inmediata.. En ese preciso momento me separan de los míos.
Un desgraciado asesino -nazi- decidió el futuro de mis padres, de mi
hermana, mis tíos, mis primos y mis primas. He oído a otros que se
despidieron de los suyos, he escuchado y envidiado el abrazo, los besos o
las bendiciones que les dieron sus padres en ese último momento. Yo no lo
tuve, y esto me enseñó a valorar en toda su magnitud, a mi familia, a mis
amigos y a los míos.
Estábamos en el mes de junio de 1944, luego de haber pasado la
primera selección nos llevaron a tomar un baño; nos afeitaron la cabeza a
rape y a la salida nos fue entregada la pijama de prisionero. De ahí, nos
metieron en una barraca, que se llamaba tzigeiners laguers (sólo judíos y
gitanos). Éramos como 800, dormíamos unos encima de otros. A la mañana
siguiente, nos hacen un apel (control) y un oficial nos da un gran discurso.
Nos advirtió que seríamos pasados a través de una máquina Röen Goen,
una máquina de rayos X, que seríamos revisados minuciosamente y que de
encontrarnos en nuestras entrañas joyas, piedras preciosas o cosas de valor,
seríamos fusilados ipso facto. Nos recomendaba, que lo inteligente era
decirlo antes de que ellos lo descubrieran, que reconocerlo era de valientes y
que serían perdonados. Pero los que por temor u otros motivos no lo
hicieran, serían fusilados y abiertos como animales, para ejemplo y
obediencia.
La misma tarde hicieron otro apel (presentación) y nos preguntaron a
cada uno nuestra profesión. A la gran mayoría los destacaban a Kies
Grupe, o sea a unos equipos de trabajo sumamente duro, de mucho riesgo.
Cuando me llegó el turno, a su pregunta, les respondí en alemán, con su
acento, de que había estudiado en una escuela técnica industrial, me
separaron y me llevaron a un lugar apartado; en ese momento yo no sabía
dónde estaba, pero me sentía cómodo. Como dije, el sitio quedaba apartado
de las barracas en la parte más alta del campo de concentración. Al llegar me
dieron un plato de sopa, luego uno de los judíos también preso conmigo, me
obsequió un cigarro hecho con una especie de raíz enrollado con papel
usado de bolsas de cemento. Esto sí que me extrañó.
Me pusieron a trabajar en una gran caldera, me dieron instrucciones
de que vigilara la presión del vapor y que no permitiera que pasara de tal
temperatura, o de lo contrario reventaría y acabaría con todos nosotros.
El trabajo era sencillo, la comida que me daban era abundante, el sitio
de trabajo era cómodo, los compañeros prisioneros eran amables conmigo,
pero la pestilencia que rodeaba toda la instalación era insoportable. Entendí
por qué se nos daban tres raciones de comida al día. Entendí de inmediato,
por qué los alemanes ante tal olor, nos dejaban solos y permitían que los
prisioneros fumaran a escondidas.
En mi segundo día en el campo y en el cargo, hicieron otro apel;
pasando lista, a mi lado un muchacho menor que yo me preguntó si hablaba
idish. Me dijo que era judío. Se llamaba Janek, era polaco de una ciudad
llamada Sosnovich; en ese momento él fue quien me dijo que estábamos en
el campo de exterminio de Birkenau y que nosotros estábamos trabajando en
los crematorios. Mi cuerpo se descompuso, mi tensión dio un bajón que me
llevó a punto de perder el sentido. El instinto de supervivencia humano
reaccionó a tiempo, de lo contrario mi asomo de debilidad en ese momento
de apel, habría sido fatal.
Hay cosas en la vida que hemos hecho sin saber, sin pensar, hay
cosas en la vida que nos hacen recordar que sólo somos humanos y cuando
vemos nuestro triste pasado, nuestra cruel realidad, nos sentimos muy mal.
Por siempre he vivido con ese dolor, los alemanes, aun cuando no
pudieron matarme, destrozaron mi mente; el solo pensar que mis padres y
casi toda mi familia murió en Birkenau y el saber que desde el mismo
segundo día trabajé en las calderas, en los crematorios y que de alguna
manera con mis propias manos tuve algo que ver, es casi como sentirse
responsable de sus muertes.
Cuando pasamos el apel, le conté a mi nuevo amigo lo que sentía,
compartió el dolor conmigo y desde ese mismo instante nació entre los dos
una amistad que sólo la muerte logró separar. Mi hermano de campo, así nos
llamábamos, me dijo que un oficial de la SS asignado en los crematorios con
nosotros en Birkenau, se había criado con él en su misma casa, bajo la
protección de sus padres y que éste le había dicho que se fugara, que estaba
dispuesto a ayudarlo, pero Janek no se sentía tan valiente como para hacerlo
solo. Me preguntó si sería capaz de fugarme con él. Me tomé la noche para
pensarlo. Sabía que los nazis habían acabado con mi familia y al no tener
lazos que me unieran, decidí acompañarlo.
Janek, entusiasmado con mi compañía, habló con su amigo el SS y
fue éste el que nos proporcionó el plan de fuga. La rutina era sencilla, todas
las mañanas traían caminando a dos grupos de prisioneros desde Auschwitz
hasta Birkenau. A unos para su meta final y a otros los sacaban para
trasladarlos a otros campos, bien sea por su utilidad futura, o por los
requerimientos en otros campos de mano de obra especializada. El plan,
muy simple; nuestro amigo el guardia se haría la vista gorda en el momento
que nos coláramos dentro del grupo de prisioneros que serían trasladados en
trenes a otros campos.
No fuimos ninguna clase de héroes, éramos simplemente dos jóvenes
solos, con muchos deseos de vivir y con una suerte muy especial de haber
logrado que a uno de los monstruosos SS, dejando a un lado sus ideales y
quizás ya cansado de asesinar, respetó los lazos de amistad que por muchos
años durante su infancia entretejió con mi amigo.
Los que trabajábamos en los crematorios no teníamos número
tatuado, supongo que el tiempo que nos iban a dejar en esos cargos eran
cortos y no justificaban hacerlo. Eran las 7 de la mañana cuando logramos
mezclarnos con el grupo que llevaban a montar en los trenes para los
diferentes destinos. Fue muy rápida la fuga, en menos de una hora me
encontraba con mi amigo rumbo a la vida, o al menos eso pensábamos.
De nuevo los mismos vagones, la misma ansiedad, la misma
angustia, revivíamos un pasado reciente. Cuando nos trajeron la primera vez,
veníamos acompañados de los nuestros, veníamos con una esperanza y un
sueño, teníamos temores, pero jamás imaginábamos la triste realidad. Ahora,
conscientes de la capacidad sanguinaria de nuestros enemigos, sólo nos
quedaba esperar, rezar, desear y esperar.
Los judíos, doy testimonio por ellos, no éramos considerados seres
humanos. Eso es una cosa, pero aunque nuestro destino final según ellos era
la muerte, cada uno de nosotros tenía un fin previsto por los alemanes. Cada
uno de nosotros, marcado como bestias, era importante para ellos. Los nazis
estaban comprometidos con su líder, a ninguno de nosotros se nos permitía
escapar.
Cuando llegamos al destino, minuciosa y rápidamente hicieron el
conteo, en ese tren dos pasajeros sobrábamos. Les fue muy fácil
detectarnos, como les dije antes, fuimos los únicos prisioneros que no
teníamos números tatuados ni asignados.
Nos llevaron tanto a Janek como a mí frente a unos oficiales nazis,
nos empezaron a preguntar. Ellos eran unos maestros en lo referente al
castigo y métodos de tortura. Cuando el amigo de mi amigo nos ayudó,
junto con el plan de fuga, nos instruyó que de descubrirnos, deberíamos
mantener ambos la misma versión, que nos habíamos perdido.
Ante las preguntas de los alemanes dijimos que solamente
hablábamos rumano, que no les entendíamos, llamaron a un checo judío
para que nos sirviera de intérprete, le conté la verdad de nuestra fuga, le dije
que hablaba perfectamente el alemán, que habíamos perdido en Auschwitz a
toda nuestra familia y que le dejaba en sus manos el futuro de nuestras
vidas. Pienso, que le dimos lástima.
Este hombre les tradujo que éramos técnicos mecánicos muy
especializados; en ese momento, el capo no judío y presente en el
interrogatorio dijo que él nos podría utilizar en el campo. Los alemanes
aceptaron como cierto nuestro relato y aunque no se lo podían creer,
tampoco supieron qué hacer con nosotros. Nos asignaron a mi amigo el
número 49.287 y a mí, el 49.288.
Nos mandaron a trabajar a una fábrica llamada Durier Fulner, eran
unos galpones enormes, en donde se fabricaban las hélices de sus aviones.
Estuvimos en el campo de Hirschberg desde el mes de junio hasta el mes de
septiembre. Al comienzo teníamos fuerza y como al capo no judío le
encantaba el fútbol, formó varios equipos entre los prisioneros. Después de
cada partido, nos daba una buena sopa, pero en la medida en que poco a
poco fuimos perdiendo condiciones y fuerzas, ya no pudimos seguir jugando.
En este campo trabajábamos turnos nocturnos, comenzábamos a
trabajar a las 5 de la tarde y terminábamos de mañana. El día primero de
noviembre de 1944 incursionaron los aviones rusos bombardeándonos. Los
alemanes nos obligaron a meternos en las barracas y ellos se protegieron en
los refugios antiaéreos.
En uno de los bombardeos se me ocurrió la idea de fugarnos de
nuevo. Llamé a mi amigo Janek y complacido, me terminó de animar. Para
poder escaparnos, debíamos tomar la decisión de la ruta a seguir al salir del
campo; a derecha o a izquierda, esa vez, seguimos mi intuición y por
desgracia nuestra, me equivoqué. Ese día estuvimos muy cerca de nuestra
libertad, pero no llegamos muy lejos. Al equivocar la ruta, nos metimos en la
misma boca del lobo. Los mismos campesinos nos capturaron y nos
devolvieron al campo.
Apenas entramos en éste, nos sabíamos hombres muertos. No
teníamos ningún tipo de esperanzas. El propio comandante habló de
matarnos, era lo mínimo que suponíamos nos harían. Alguien opinó que el
mejor ejemplo sería que nos dieran frente a todos los prisioneros 25
latigazos, como señal de castigo. Afortunadamente para mí. y no para mi
amigo Janek, esta segunda opción me permitió seguir viviendo.
Dos judíos fueron los encargados de propinarnos el castigo y era de
todos sabido, que de no golpearnos con suficiente y demostrada fuerza, ellos
recibirían otros latigazos a cambio. Nos subieron a un banco, nos pusieron de
rodillas y empezó el martirio. uno, dos, ...hasta el latigazo veinticinco. Por
meses no me pude ni sentar, tuve que dormir boca abajo, el dolor era
inaguantable, tanto que mi amigo Janek no lo pudo soportar y a los pocos
días murió.
Nadie se puede imaginar, el dolor que me causó la pérdida de mi
amigo. Cuánto me arrepentí de haber sido yo el que decidió la fuga. Por años
ese episodio de mi vida me ha quitado lo mejor de mis sueños, me recuerda
que la vida tiene un costo y a veces más alto de lo que imaginamos, que las
decisiones no pueden ser tomadas al albur, que debemos de meditarlas, que
lo que parece fácil, no siempre lo es y me demuestra que de alguna manera
los seres humanos no se pueden catalogar con una sola etiqueta. Lo
increíble, lo ilógico y muy especial, dentro de mi experiencia personal, es que
alguien siendo mi mayor enemigo, me ayudara a sobrevivir, solamente por
ser amigo de su amigo.
En enero de 1945 brota una epidemia de tifus, somos 380 los judíos
enfermos en el campo de concentración, de esos, solamente quedamos 22.
Nos mantienen aislados, para evitar el contagio, nos dejan la comida a la
entrada de la puerta. Evitan a como dé lugar estar cerca de nosotros.
Para colmo, un día uno de los capos alemanes se contagia y a los
pocos días muere. Eso hace cundir el pánico, ya ni se atreven a darnos de
comer, además me da gangrena en el dedo pulgar.
Recién salido de tifus, ahora me tocaba lo peor. El médico alemán me
dijo que no tenía posibilidades de salvar el dedo, que de no amputarlo
inmediatamente, me deberían amputar toda la mano. La cosa no terminó ahí,
al otro día que volví con mucha fiebre, el diagnóstico fue peor. Ahora, según
el médico, se me tendría que amputar toda la mano, la gangrena iba en pleno
progreso y cada minuto que pasara restaba posibilidad en lograr la detención
del mal. El diagnóstico era sumamente grave, por no haber aceptado la
amputación de un solo dedo, según el médico, ahora se me debería amputar
toda la mano.
No, ya no quería perder algo más, me rehusé a morir con mi cuerpo
desmembrado.
Valentía o simple cobardía. El miedo no me permitía tomar una lógica
determinación y mi cuerpo desfallecido por el hambre, no ayudaba mucho.
Me permitieron regresar a mi barraca; en el próximo apel, ya sabrían qué
hacer conmigo. Preocupado, temeroso, adolorido y sin un compañero al cual
arrimarme en busca de consuelo, esperé el final.
Entre sueños y sollozos vi a uno de los prisioneros acercárseme, me
imaginé que lo movía la curiosidad, o el simple deseo de apoderarse de mi
ración de comida. En la vida vemos que catalogamos a la gente con la
primera impresión, muchas veces nos damos cuenta de que nos
equivocamos tal como me sucedió ese día. El que se me acercó era un
muchacho joven, no muy fácil de descubrir, por su aspecto demacrado y
desaseado. Sin embargo, luego me enteré que se trataba de un médico.
Sí, para mi suerte, me tocó estar en su misma barraca. Me chequeó y
confirmó lo que me habían dicho anteriormente, de haber amputado el dedo
a tiempo, ahora no existiría la necesidad de amputar el brazo. Le dije que de
ninguna manera me prestaría a ello. Viendo mi determinación y sin nada más
que hacer, me dijo que haría hasta lo imposible por ayudarme, pero sin
garantías.
Este médico me tomó el dedo enfermo y le hizo una cantidad de
cortes en forma estrellada, en total fueron seis cortes a lo largo de la yema
del dedo. Con una gran paciencia, comenzó a masajearme el brazo desde el
hombro hasta la punta del dedo, durante dos días sin descanso estuvimos
empujando hacia afuera los coágulos y el pus. Así, en el sitio menos
aséptico, en las inimaginables condiciones sanitarias posibles y con los
implementos más rudimentarios, este hombre, con su paciencia, salvó mi
dedo, mi mano, mi brazo y mi vida. El dedo mantiene la prueba de lo que
digo, es lo único que aún hoy demuestra lo sufrido.
En el mes de marzo llegué a pesar un poco más de treinta kilos.
Empezaron a traer más prisioneros, suponíamos que estaban cerrando otros
campos, pero no sabíamos de dónde se estaban retirando, nos montaron en
vagones y nos llevaron a Warmbrunn, luego a Greiffenberg, Görlitz y como
próximo destino, Gross Rosen, en el centro de Polonia. Ahí había transportes
que traían a la gente de otros campos. Uno de los prisioneros que venía con
nosotros dijo tener tifus, se asustaron los alemanes, nos separaron del grupo,
nos montaron en un camión y nos mandaron a Durnau, un campo que
quedaba cerca de la ciudad de Brno.
Durnau, era una especie de campo de exterminio; a los débiles los
metían en una barraca y bien sea al primero o al segundo día, sin agua ni
alimentos, morían irremediablemente. Los grupos de limpieza los sacaban y
los enterraban en fosas comunes.
Mi gran suerte comienza de nuevo con la desgracia y esta vez por
parte de los alemanes. Hacen un apel, preguntan por quiénes habían
pasado ya el tifus. Con miedo, con recelo, me atreví a decir que yo lo había
pasado. Me sacaron de la barraca, me llevaron a los baños, me asearon, me
dieron ropas limpias, me alimentaron muy bien, como por años no habían
hecho. Toda esta bondad y este cambio, debería de tener un significado,
hasta el momento lo desconocía, pero sólo me tocaba esperar.
Me comienzan a dar clases de cómo inyectar, tanto vía endovenosa
como por vía intramuscular. Cuando siento cierta seguridad, le pregunto a mi
instructor, qué estaba pasando. Nada más y nada menos, que había
brotado el tifus en Brno, en el campo, del lado de los alemanes. Muchos de
ellos se encontraban con el mal dentro del hospital, pero ninguno de los
médicos o enfermeros de ellos se querían acercar por temor a contagiarse.
Pero para eso estábamos los judíos, paradójicamente, deberíamos salvar a
nuestros verdugos, a nuestros asesinos.
Dentro del hospital, recibíamos los medicamentos y la raciones de
cada uno de los alemanes enfermos, además de la nuestra. El menú era muy
completo, sopas, papas hervidas, verduras, pan y salchichón. Atendí a los
enfermos con suma dedicación, Dios es mi testigo; recibí regalos de ellos,
pero lo más importante era que al estar ellos enfermos, era muy poco o casi
nada lo que podían comer, por lo tanto era mucha la comida sobrante. Esos
días me sobrealimenté, y por las noches de regreso a mi barraca, llevaba las
sobras y las repartía entre los demás prisioneros.
Una noche, camino a mi barraca, se oían tiros, cañonazos, oí un
quejido en un hueco, debajo de una barraca destrozada por los bombardeos,
me metí y logré sacar a dos personas heridas, eran padre e hijo. Los metí en
el Hospital junto con los alemanes enfermos y lograron salvarse. Me enteré
luego de que el padre falleció luego de la liberación por comer en exceso.
En este campo había un capo alemán que en repetidas ocasiones
demostró hacia los judíos un cierto respeto, muy posiblemente se imaginaba
lo que pasaría. Nosotros ya creíamos que la guerra se acercaba a su fin.
Este alemán tenía una radio, escuchaba atenta y preocupadamente las
noticias. A finales del mes de abril de 1945, él ya sabía que venían las tropas
alemanas retrocediendo. Desde ese momento nos atendió aún mejor, nos
decía que era un padre de familia, que temía por su suerte. Hoy al evocar mis
recuerdos, me imagino lo que ese alemán pensaba, él estaba seguro de que
al igual que fuimos tratados los judíos, la venganza de los libertadores, sería
realizada de manera similar. En conciencia, es lo que se merecían, pero en
nuestras manos no está ni estará justificada la sentencia de la ley de Talión,
"ojo por ojo y diente por diente".
Volviendo a él, nos pidió que al liberarnos, él se vestiría con ropa de
prisionero para que lo escondiéramos entre nosotros y así lo hizo. A través
de él nos enteramos que Alemania capituló el día 5 de mayo de 1945.
El día de la capitulación, dos soldados rusos montados en un Jeep, se
presentaron en el campo, dieron un discurso, del cual no entendí nada y se
marcharon. Uno de los prisioneros que recibió parte de la comida que yo
hurtaba en el hospital, fue mi traductor. El prisionero checo nos informó que
la guerra había terminado, que todo pertenecía a Rusia, que podíamos irnos.
Salimos del campo, el prisionero checo y yo, nos dirigimos a la casa
de unos alemanes, quienes muertos de miedo, nos permitieron, cual vencido
a vencedores, que tomáramos lo que quisiéramos. Comimos opíparamente,
nos regalaron ropas y cuando nos marchábamos, vimos que tenían en la
parte posterior, un caballo y una carreta. La robamos. Aquel dicho de que
"quien roba a ladrón tiene cien años de perdón", lo pusieron en práctica unos
soldados rusos que nos encontramos a unos veinte kilómetros de distancia.
A éstos se les había acabado la gasolina de su moto y no viendo
posibilidades de rellenar el tanque, encontraron más atractivo ir montados
cómodamente en nuestra carreta que arrastrando la moto. Nos hicieron bajar,
dejaron tirada en el suelo su moto y nos robaron la carreta.
Empujando la moto, nuestra primera adquisición, tras un sacrificio de
más de tres horas, llegamos a casa de otros alemanes. Luego de la
capitulación los alemanes se transformaron. De aquellos asesinos, altivos
militares, depravados y verdugos, ya no quedaba nada, los alemanes, se
tornaron temerosos, sumisos, cobardes. Daban la impresión de ser casi
humanos. Ya aclarada la posición de ellos, podrán darse cuenta de cómo
eran las cosas, muerto el Rey, puesto el Rey. Nos aseamos en esa casa, nos
volvimos a cambiar de ropas y luego de comer, encontramos que ellos tenían
gasolina, llenamos el tanque y nos pusimos en marcha.
Pudimos avanzar un par de horas, hasta que otros rusos nos
detuvieron y nos la volvieron a quitar. Pero esta vez no fue solamente la
moto, ellos nos exigieron los papeles y como comprenderán éramos un par
de indocumentados. Nos llevaron detenidos al cuartel general de su
destacamento. ¡Qué ironía del destino!, nuestros salvadores, nos apresaban,
aquello era desquiciante.
Puestos prisioneros del ejército ruso, esperamos temerosos ante
nuestros enemigos por los acaecimientos. Era una absurda e inconcebible
situación. Un día, pasamos de esclavos condenados a muerte, a ciudadanos
libres y triunfadores, por el solo hecho de haber sobrevivido luego de tantos
castigos, donde siempre fuimos humillados por los alemanes. Ahora por
escasos momentos veíamos a nuestros verdugos y poderosos enemigos
destruidos en su orgullo y en su ideología y de nuevo, pendientes del castigo
que nos impondrían nuestros salvadores por carecer de documentación.
Ellos, según nos dijeron, creían que éramos espías con mensajes
luego de ver nuestros artículos religiosos, escritos en hebreo. Para los
demás, cualquier excusa era suficiente. Seguíamos siendo judíos.
Cuando comienzan a interrogarnos, le transmito a mi amigo en idish
(lenguaje utilizado por los judíos de la parte de Europa Central), que no se
ponga nervioso, que no tenemos nada de que temer, que ningún mal
habíamos hecho y que lo peor había ya pasado. Uno de los oficiales rusos
resultó ser judío, nos tranquilizó, nos informó que no requeríamos de
documentación, luego dio la orden para que nos alimentaran, nos dejó en
libertad y nos dijo que podíamos ir donde quisiéramos.
La amistad es muy importante, pero más es la fuerza del llamado de
la familia. Unos vagones del tren, con unos avisos muy grandes, decían que
iban rumbo a Budapest, pensé en mi familia, me despedí de mi amigo checo
y me embarqué en el tren.
El día 25 de mayo de 1945, llegué a Cluj tenía en ese entonces 20
años. Me fui directamente a ver si en mi casa podrían estar alguno de los
míos, no encontré nada, no estaban. Al salir, uno de mis vecinos me dijo que
mi hermana Livia estaba viva, que se había mudado a la casa de una prima
para no estar sola.
Para mí, el reunirme con mi hermana fue como el encuentro con un
fantasma. Cada día en el campo oré por los míos, pero sabiendo la forma en
que éramos tratados, conociendo la inigualable maldad y viendo a la muerte
tan a menudo y desde tan cerca, siempre supuse lo peor.
Al verla, nos abrazamos, lloramos, de tristeza y lloramos de alegría,
lloramos esa noche y al otro día.
Me quise enrolar en el ejército americano. Se estilaba que si lo
hacíamos voluntariamente, podíamos obtener la nacionalidad americana.
Tenía unas ganas enormes de conocer a mi hermano Frank, a quién
solamente vi por primera vez en el año de 1950, cuando vino a Caracas,
Venezuela, para mi boda.
Estaba en el Campo número 52, nos dieron los uniformes
americanos. Mientras tanto, me nombraron Courier de ese campo. Me
enviaban con la correspondencia militar a distintos lugares de Italia,
estábamos supuestos ir a la lucha contra Japón en el mes de agosto. Pero
las bombas atómicas lanzadas en Hiroshima y en Nagasaki, terminaron con
la guerra y también con mi carrera militar.
Estando en Roma, me encontré con un señor de mi ciudad, quien me
dijo que mi hermana Judith había regresado. Sin esperar ni un solo instante,
así mismo, uniformado como estaba, regresé de la manera más rápida
posible a Cluj. Días de viaje, días de esperanzas, días de sueños, días
interminables, donde la perspectiva y el deseo de ver y de saber de los míos,
volvió a hacerme revivir.
Corriendo subí a la casa de mi prima. Al llegar, se desinfló mi mundo,
retorné a la realidad. En mi cuerpo y en mi mente, repetí mi luto, mi dolor. El
señor que me había encontrado en Italia, se había equivocado. Sí, había
visto a mi hermana, pero era a Livia y la había confundido con Judith. Luego
de explicarle a mi hermana el error, volvimos a llorar desconsoladamente
como en el primer día de nuestro encuentro y como al recordarla también,
lloro hoy.
TIBOR MATYAS SCHMIDT
Samuel Akinin

SOBREVIVIENTES
COSTESTI
POR
Samuel Akinín

Albores del siglo diez y ocho, Rusia. Los pogromos se realizan


cumpliendo sus objetivos. El pueblo judío es exterminado y diezmado. Sus
sobrevivientes obligados a huir a otros países, a otras latitudes. De mis
antepasados sólo dos hermanos lograron salvarse, eran menores y había
quedado huérfanos. Los que sobrevivieron tenían que protegerse primero a
si mismos y luego a los suyos. Nadie se podía ocupar de ellos.

Los dos hermanos se ayudaban el uno al otro. Realizaron hazañas que


muchos mayores ni siquiera se hubieran atrevido. El no riesgo a perder
algo, los envalentonó a seguir adelante. Su meta era escaparse de Rusia.
Su punto más cercano y un poco más tolerante con respecto a los judíos,
Polonia, hacia allá, enfilaron sus botas. La travesía fue larga, pero el premio
justificó sus esfuerzos. Luego de llegar a Polonia les son presentados al Sr.
Jägermann, el hombre más rico del pueblo. Este al escuchar su odisea, se
encariña con los chicos, los lleva a su casa y los adopta, les da su apellido.
El Sr. Jägermann, no tenía hijos varones, pero tenía dos preciosas hijas.
Con su buen olfato, había decidido ver en un futuro a sus hijas casadas con
estos dos muchachos. En un solo día, sin darse cuenta logró cumplir con
sus deseos más fervientes; primero el tener hijos varones, ese día tuvo
dos, luego el casar a sus hijas con dos hombres conocidos y valientes.

Así comienza la historia de mi familia. Pasado un par de siglos, los


descendientes de estos hermanos que se había radicado en Polonia, sin la
necesidad de mudarse se encuentran en Rumania. Las guerras cambiaban
fronteras, separaban pueblos y obligaban separaciones entre las mismas
familias. Contar desde ese momento toda la historia de mi familia llevaría
todo un libro. Respetando el espacio que se me dio creo que debo de
recomenzar con mis abuelos paternos; Jacob y Marian, luego los maternos;
Chune, mi abuela Taube. Mis padres; Schama y mi madre Dora. Fuimos
tres hermanos varones nacidos en Costesti : Joseph Jägermann Kohn, en
el año de 1.923. Mi querido e inolvidable hermano Salo, nacido en 1.932. y
yo, Willy, nacido en el año 1.927.

Mi padre, era Administrador graduado en la Universidad. Se ocupaba de


su empresa de madera, exportaba sus productos en el mercado
internacional. Además era socio en otra empresa con el Sr. Fishel Karpel.
Como terratenientes, ambos explotaban la agricultura. Esta sociedad duró
hasta comenzada la Segunda Guerra Mundial, cuando llegaron los rusos y
expropiaron sus bienes, aunque con los descendientes de los Karpel,
seguimos unidos en estos lares por lazos familiares.

Mi madre, era maestra en el único colegio público de Costesti. Su amor


por los niños la hacían sentir realizada cuando se veía rodeada por ellos en
el colegio. En el año de 1.938 le llegó su pensión, fue el mismo año en que
nos mudamos a Cernâuti (Chernovich). Varios de mis tíos habían
emigrado para no pelear dentro del ejército Rumano. Mi tío Max y mi tío
David fueron unos de los que no quisieron quedarse. Los judíos por ser
minoría, no eran bien vistos; los acosaban, los maltrataban por el simple
hecho de no dominar el rumano. Por sus defectos en la pronunciación eran
golpeados, tanto que a veces regresaban en malas condiciones. Menciono
a gente, digo sus nombres, pasan los nombres y sin querer olvidamos la
importancia de ellos en nuestras vidas. Mi tío Max quién falleció en 1.965,
hizo todo lo que pudo por sacarnos de Rumania, en 1.946 nos mandó un
affidávit (Permiso de inmigración para los Estados Unidos), en su época
avaló con todas sus pertenencias, para garantizar nuestra estadía. Mi tío
David fue una especie de San Nicolás, siempre pendiente de nosotros. Con
igual corazón, con la misma vehemencia y con un don muy especial debo
poner en el sitial de honor a mi tío Abraham Mote Kohn, quién se portó con
nosotros como un verdadero padre. Muchos merecen ser nombrados por su
buen corazón, su afecto y preocupación por nosotros antes, durante y
después de la guerra, pero voy a seguir contándoles los episodios que aún
recuerdo de nuestra vida.

Mi hermano mayor muere en el año 31. Una fuerte gripe lo ataca y la tos
poco a poco lo acaba. El hermano que se ocupaba de jugar conmigo, ya no
está. Mi mundo se reduce, perdí a mi primer maestro. Los siquiatras dicen
que es difícil reconocer una pérdida a tan corta edad, pero de la noche a la
mañana, recuerdo, yo sufrí la suya.

Mi niñez la pasamos en un pueblito llamado Costesti. Vivían mis


abuelos en una de las casas más grandes y bellas. Mis tíos: Moses
Mülhlstein casado con mi tía Pessie, eran nuestros vecinos. Mi tío Moses
era un hombre rico y culto, la gente disfrutaba cuando hablaba, él parecía
un libro abierto, vivía a un kilómetro de nuestra casa, tenía tres hijas, muy
bellas, la mayor de ellas tenía mi misma edad, poseían vacas, caballos y
otros animales de granja. Visitar a mis primas era sumamente emocionante.
Me encantaba jugar con los animales. Mis primas las Bernstein vivían frente
a nuestra casa. Mis abuelos a escasos metros, en la misma acera, pegados
a la casa de mi mejor amigo de la infancia Samy Schechter. Un poco más
abajo estaba la sinagoga, a 50 metros de ella, la Mikve (baños
costumbristas religiosos, donde nos bañábamos los viernes antes de ir al
rezo. Había un cuarto para hombres y otro para mujeres) al doblar la calle
vivía el hermano de mi abuela Miriam.
Mi pueblo era muy pintoresco. Tenía, una iglesia, un colegio y una
sinagoga, que durante la semana era usada como Jeder (escuela de
hebreo), una carnicería Kasher (comida supervisada por un religioso),
contábamos con un Shojet (Matarife especializado en el sacrificio sin dolor
de los animales), pero no contábamos con un cementerio judío, el más
próximo quedaba a 30 kilómetros de Costesti, en la ciudad de Stanesti. Un
cementerio era utilizado por varios pueblos cercanos. La mayoría de los
judíos vivíamos en la calle principal, cada uno tenía en su misma casa su
negocio. Eran de todas clases, desde una venta de víveres, a una
distribución de alcohol, o un restaurante. Muchos se ocupaban de trabajar
la tierra. Otros negociaban con frutas y hortalizas. Como en la mayoría de
los pueblos pequeños, los judíos de mi pueblo, estábamos emparentados.
La población total de Costesti era de 2.800 personas, de las cuales 269
éramos judíos, los demás eran cristianos ortodoxos, hablaban ruteno, un
dialecto ruso.

Las casas de mi pueblo tenían todas sus fachadas blancas, su gente se


ocupaban de blanquear con cal, por lo menos una vez al año. Era un pueblo
muy limpio y ordenado. El cartero cada vez que visitaba a alguien para
entregarle una carta, era recibido con afecto y por supuesto con una charla,
un pedazo de bizcocho y el tradicional vino casero.

La llegada del viernes por la tarde hacia cambios importantes en el


pueblo, se matizaban los colores blanco y negro. El blanco de las fachadas
de las casas con el negro con que se vestían los judíos para asistir al rezo;
tanto el viernes por la tarde, como el sábado. Recuerdo a mi abuelita con
que afán se ocupaba de la limpieza de su casa el día viernes y de la
preparación de los panes blancos. Ese día era algo especial, los judíos
salían rumbo a la sinagoga, con sus pulcras galas negras y sus sombreros
tradicionales de piel, acompañados de sus hijos varones y nietos. Sus
negocios estaban cerrados tanto el viernes por la tarde como el día sábado.
Los viernes y días de pascuas los pasábamos en casa de mis abuelos. Mi
abuelo aprovechaba para examinar mis avances en los conocimientos de
guemará. Yo disfrutaba al verlo complacido con mis adelantos, se le veía
sumamente orgulloso.

En esos días festivos, era muy fácil reconocer las casas de los judíos,
aunque no llegaba la luz eléctrica a nuestro pueblo, los viernes por la noche,
todas las casas de los judíos permanecían iluminadas con velas hasta altas
horas de la noche, las demás no. Nosotros tenemos la costumbre de no
apagar las velas luego de encendidas. Para mi era todo un espectáculo que
veía desde mi casa. El Shabat (séptimo día de la semana, día de descanso)
era un día sumamente respetado por nosotros. Era el día que mi padre
regresaba de la capital, de Chernivtsi, donde tenía su oficina y a su socio,
él solía irse los domingos y regresaba los viernes.

Recuerdos de mi infancia, recuerdos de mi gente, recuerdos que


me hacen reflexionar. Recuerdos que no me permiten ver
justificativos, recuerdos tristes, muy tristes de mis antepasados
muertos.

Cosas curiosas pasaban en mi pueblo, los judíos no trabajaban ni el


viernes en la tarde ni el sábado, los demás seguían con su vida normal,
para ellos eso era algo que no podían entender; ¿cómo ese día se
mezclaban los ricos con los pobres?, ¿cómo ese día no se notaba la
diferencia en la vestimenta de los unos con los otros?, ¿cómo esa gente se
tuteaba sin importar el rango?, ¿cómo hacían los judíos para no trabajar ni
viernes ni sábado? y a su vez se preguntaban ¿por qué los judíos
trabajaban el día domingo cuando ellos no lo hacían?.

Es el año de 1.934, mi abuelito Jacob, tiene varios días enfermo, mi


padre durante toda esa semana no había ido a su trabajo, sentíamos mucha
preocupación, mi madre me hizo bañar y vestir como si fuera Shabat, no
podía entender lo que pasaba. Al amanecer de ese día mi abuelo le había
dicho a mi padre que ese día fallecería, le pidió que me llevara por que se
quería despedir de mí, y mandó a llamar a diez de sus mejores amigos,
entre ellos al Sr. Tauv. Hoy al revivir ese triste episodio de mi vida logro
entender lo que hizo, se estaba garantizando un miniam (10 personas
hombres, mínimo de hombres para poder ejecutar los rezos. Costumbre
desde la época de nuestro patriarca Abraham cuando negociando con Dios
para que no destruyera Sodoma, Dios aceptó que de haber 10 hombres
justos en toda la ciudad, no la destruiría). Durante los siete días que duró
su enfermedad, mi abuelo se había instalado fuera de su dormitorio. Había
puesto una cama en la sala. Me parece estarla viendo en estos momentos.
La casa del abuelo era muy grande, tenía en la parte del patio otras
pequeñas construcciones para guardar a las mulas, a las gallinas, a los
pavos y un granero muy grande. En la parte que daba a la calle estaba la
entrada principal, a mano izquierda había dos grandes dormitorios, el
primero era el de mis abuelos y el segundo no se utilizaba, pero en una
época lo usaron mis padres recién casados mientras terminaban la
construcción de nuestra casa. Luego el gran salón comedor y cocina todo
en uno, con una cocina de leña similar a las usadas en las pizzerías pero
toda blanca y con el techo en vez de curvo, plano. La muchacha de servicio
lo usaba como cama a veces en el invierno, aprovechando el calor que aún
mantenía. Quizás por esto, o por la vista que se lograba desde ese cuarto,
fue lo que hizo a mi abuelo mudarse a última hora del dormitorio, no quería
perderse de los acontecimientos que pasaban en la calle o tal vez
necesitaba un poco más de calor, calor de familia.

Cuando llegué a casa del abuelo, ésta estaba llena de gentes, los
hombres estaban sentados alrededor de su cama, supongo, que les
agradecía lo que en algún momento le hubieran hecho y creo que también
les daba instrucciones de lo que deberían de hacer después de su muerte.
Por primera vez en mi vida sentí temor al entrar en su casa, con pasos muy
lentos, como si no quisiera molestarlo, entré, me llamó: "Vélvale (así solía
llamarme cariñosamente) ven conmigo", me besó en la frente, me dio su
bendición, me sentí triste, supe que algo grave pasaba. Así fue, mi abuelo
murió ese día, tal como lo había predicho. Sus amigos lo sacaron de la casa
en hombros y así se lo llevaron. Al abuelo lo enterraron en el cementerio de
Stanesti.

Gentes que se van, gentes que no vuelven, sólo los recuerdos


acompañan el vacío que nos dejan.

Recuerdo que tenía nueve años, había pasado pocas semanas después
de haberlos cumplido, por primera vez en mi vida capto imágenes y grabo
sonidos en contra de mi pueblo y me impresiono. Mi casa como dije
anteriormente, estaba en la calle principal del pueblo, vivíamos frente al
parque y a la alcaldía. Mi entretenimiento después de haber salido de mis
clases de rumano y luego en la tarde, de mis clases de hebreo en el Jeder,
era ver a través de mi ventana, mis fantasías se había forjado en su gran
mayoría en esa fuente de inspiración. Al lado de la casa municipal estaba el
centro del partido Cuzista, ellos promovían el fascismo y el anti-judaísmo,
los oí gritar como locos: ¡judíos! ¡jid!, lo decían de una manera despectiva,
aunque en ese momento sólo eran algunos nazis, me asusté.

Los judíos que vivían en mi pueblo, eran una unidad completamente


cerrada, ellos no hablaban de persecuciones, pero la gran mayoría venían
de Rusia, de los progroms. Recuerdo que mis abuelos en la misma
Rumania, hablaban idish y no rumano. Aunque no vivieron de su pasado,
muy pronto les tocó comenzar a sufrir por su presente.

Recuerdos de mi infancia, recuerdos de mi gente. De los judíos que


vivíamos en mi pueblo, hoy sólo sobrevivimos dos personas; mi amigo
Sholomo (Samy) Schechter, que vive en Israel y yo.

Luego de la jubilación de mi madre, en el año 38, nos mudamos a


Cernâuti, donde papá tenía su centro de trabajo. Compramos un
apartamento. Empezaron los cambios. Vivir en el campo rodeado de la
naturaleza, además de una paz espiritual tenía ciertos atractivos que la
ciudad no poseía para un niño de once años. En mi pueblo era un alumno
avezado, ahora para poder ser aceptado debía de pasar por un examen de
admisión. Los judíos en el liceo que me querían inscribir, teníamos un cupo,
de cada 42 integrantes de una clase, lo máximo permitido eran 7 judíos y
para ser aceptados debíamos de sacar promedios de notas superiores a los
rumanos. Mi madre se esmeró en repasar conmigo todo lo aprendido.
Pequeñas ventajas de tener una madre maestra. Fui aceptado en la prueba
de admisión del liceo Aron Pulmon, saqué las mejores notas.

Me esforzaba en sacar buenas notas, ya no era como en mi pueblo, los


profesores demostraban una actitud de rechazo hacia los judíos, no
premiaban nuestras calificaciones por lo que éramos, esto hacía el
ambiente aprensivo. Al no fallar en los estudios buscaban nuestros puntos
flacos, el acento, ¡eso! era grave, ¡eso! era motivo suficiente para demostrar
su odio, su envidia, su ira. En aquel momento se leía lo que pasaba en
Alemania, el mensaje nazi llegaba a todas las clases sociales. La intención
lograba su fin, conseguían incrementar el odio. Dentro de este ambiente
cuando los rusos se anexaron la zona en el año de 1.940. A excepción de
los judíos muy ricos que veían sus posibilidades muy negativas. La gran
mayoría de la población judía veía en ellos una salvación.

Al entrar los rusos, confiscaron los bienes de mi padre. El comunismo


empezaba a hacer estragos. Mi padre, hombre quién hasta ese momento
era rico, recibió un golpe al cual no estaba preparado. En nuestro pueblo
por su seguridad, era considerado el albaceas de los judíos. Ahora no
solamente lo obligaban a transformase de hombre rico a pobre, sino que
también era considerado perseguido. A los rusos les bastaba cualquier
denuncia con o sin bases, para enviar a la gente como castigo a Siberia.
Cualquiera que hubiera sido patrón, que hubiera tenido obreros corría con
la suerte de ser denunciado. Para poder conseguir trabajo, era necesario
presentar casi una biografía. Para ex-empresarios, lo único disponible era
un viaje seguro a Siberia.

En una oportunidad los rusos vinieron buscando luego de una denuncia


a un doctor Otto Melitzer, el que buscaban vivía cerca de nosotros y se
llamaba igual que mi primo. Pero al que encontraron en su casa, fue a mi
primo. Por tener su mismo apellido, lo estaban deportando a Siberia, a su
familia les era permitido quedarse o acompañarlo. Un castigo injusto a una
persona equivocada, pero así eran las cosas con los comunistas. Mis
familiares pasaron 20 años en Siberia y luego treinta más, en una ciudad
cercana. Por un injusto error pasaron 50 años en Rusia. Con la caída del
muro de Berlín y del sistema comunista, se abrieron las puertas de
emigración. En el año de 1.991 llegaron a Israel. Hace unos meses los
encontré, me contaron su increíble odisea, su historia personal, pero creo
que ésa será una de las tantas que nunca conocerá el mundo.

Al cambiar el gobierno, los judíos de alguna manera, se sentían más


libres, el racismo estaba prohibido, cualquiera que destacaba fallas o
fomentaba alguna diferencia étnica era perseguido. En 1.940 el gobierno
soviético mantuvo los colegios judíos, esto hacia sentir al pueblo libre, pero
empezaron otros tipos de penurias.

Yo, voy al colegio, de nuevo noto cambios drásticos en nuestras vidas.


por un lado; mi padre perseguido, humillado, suplicando en las colas por un
poco de comida, por otro, gracias a mis notas, paso a formar parte de un
grupo élite. Dentro de su sistema había tres escalafones, Pionero,
Konsomol y luego Miembro del partido comunista. Con mis primeras
calificaciones fui galardonado con un fulard rojo, nombrado Pionero, me
sentía orgulloso cuando al pasear en la calle la gente me lo alababa. Un
poco más de once meses duró la ocupación los rusos.

En vacaciones solía ir a mi querido pueblito Costesti, visitar a mi


abuela, a mis tíos y primos, me llenaba de satisfacciones. Era recibido con
cariño. Los recuerdos gratos que pasé con mi abuelo los podía volver a
sentir con solo visitar su casa. Veía el pasado y el presente, amalgamados.
En nuestro pueblo el tiempo parecía inmóvil.

En el mes de febrero de 1.941, estaba jugando pelota con mis amigos


José y Norberto Kaufman. Mi madre me mandó a llamar, la abuela a quién
siempre conocí enferma, había agravado. "De un momento a otro" decía el
médico, tomamos un autobús y en tres horas estábamos en Costesti. La
abuela no soportó otro invierno. Al igual que con mi abuelo, los amigos y
familiares nos acompañaron toda la semana. Pasada la primera parte del
luto, regresamos a Cernâuti. Con nosotros se vino una de mis primas, se
quedó una larga temporada. Durante ese mismo tiempo, recibimos en mi
casa por unos días al cartero de nuestra ciudad. Había venido a arreglar
ciertos papeles en la capital y por ser buen amigo de mi padre le pidió que
lo hospedara hasta finiquitar sus cosas, la amistad y el afecto era tal que mi
padre no dudó ni un momento, nuestra casa fue su hotel por casi cuatro
días.

Muchos años he sufrido, mucho dolor he tenido, pero apegarme a


la vida es y ha sido mi lucha hasta el fin. Difícil es despedirse de algo
querido, más si el nuevo camino no es conocido. Pero sé que mi labor
no se ha perdido, la continuaran los dos hijos que he tenido.

Cuando los alemanes empiezan la guerra el día 21 de junio de 1.941,


los rumanos se le pliegan. Empieza el primer bombardeo de la ciudad,
nosotros estábamos de vacaciones. Hacía apenas tres días que regresó mi
prima Chaikale a Costesti. Mi tía ante los rumores de que las cosas no
marchaban bien en la ciudad, la había venido a buscar y se la llevó de
regreso, decía que en el pueblo estaban más seguras. Mi padre al ver los
bombardeos, pensaba que mi tía estaba en lo cierto, que en Costesti sería
más seguro. Trató de convencer a mi madre para que nos fuéramos, pero
ella decía que con dos niños era sumamente peligroso, ir a través de las
bombas. Además los medios de transporte no estaban funcionando, lo que
significaba irse o a pie o en carreta. Ella decía que no tomaría ese riesgo.

Momentos importantes, momentos de inspiración, momentos


decisivos que nos alejan de la muerte, momentos que los humanos sin
razones aparentes deciden sin saber su fin o su suerte.

Bajo el intenso bombardeo de los alemanes y con la ayuda de los


rumanos, el frente se derrumbó rápidamente, a las pocas semanas, empezó
la ocupación. Una noche para ganarse mérito con los alemanes. Entraron
los rumanos al templo judío y lo quemaron, recogieron al rabino principal, a
sus ayudantes y a dos mil hombres judíos más, los llevaron fuera de la
ciudad y los fusilaron frente al río Pruth. Empezó la persecución diaria. Los
buscaban casa por casa, les quitaban todas sus pertenencias y los
encerraban en un gueto, (sector de la ciudad considerado como una
especie de cárcel de la que no se podía salir y a la cual iban reduciendo de
tamaño día a día).

A la semana siguiente, mi papá se encuentra en la calle con un amigo


no judío, paisano de Costesti. Este le cuenta lo que pasó en el pueblo, le
aclara que de alguna forma, no todos tuvieron responsabilidad con los
hechos. Le dice que algunos trataron de apagar la combustión que
generaron otros, pero que les fue imposible. Y le comienza a contar:
Cuando en el pueblo se enteraron que el ejército rumano estaba entrando
en la guerra, se formó un grupo entre los mismos campesinos que fue
liderado por el cartero. (Nuestro "amigo" el cartero del pueblo) Fue una
casualidad que en esos tres días no se encontraban en el pueblo, ni el
alcalde, ni el cura. Era un día viernes, los campesinos sabían de la santidad
de ese día para los judíos. Por el cartero sabían con lujo de detalles las
direcciones de los judíos. En grupos, fueron casa por casa, sacaron a los
viejos, jóvenes y niños, los que podían caminar bien, los que no, los
arrastraron con cruel maldad. La misma calle que por muchos años los vio
desfilar en sus mejores galas hacia la sinagoga, ese día los ve traer a la
fuerza cual desquiciados malhechores. Como un rito satánico los metió en
la sinagoga, los dejaron adentro, de nada valieron sus súplicas, no los
dejaron salir. Ninguno se imaginaba lo que el destino les tenía deparado.
Dentro del grupo reconocían a uno que otro fascista. Los mayores al verse
imposibilitados por la fuerza de la turba, comenzaron a orar todo el viernes y
el sábado. En su demostración inusitada de xenofobia, no les permitieron
comer ni beber. Desde afuera custodiándolos, como quien viera a animales,
la mayoría del pueblo se turnaba para insultarlos. Mientras tanto sus casas
eran saqueadas. Uno de los principales motivos fue el robo. La envidia y el
odio se unieron y volcaron y se volcaron en contra de cada uno de ellos.
Para el día sábado, las casas de los judíos estaban totalmente vacías,
desvalijadas, sin cosas y sin gentes. El botín había sido repartido. Cada uno
de los campesinos, cual trofeo de guerra mostraba complacido su pieza
robada.

Llegado el día domingo, día de descanso, de meditación para los


habitantes de Costesti, el cartero con sus secuaces fue en busca de una
patrulla del ejército rumano. Los traen, en el camino les dicen que los judíos
que tenían presos en la sinagoga, había sido cómplices de los soviéticos,
recomiendan un escarmiento. Eran los mismos representantes del pueblo
los que le hablaron. Sin mediar palabras, los sacaron de la sinagoga se los
llevaron a tierras agrícolas, excavaron una gran zanja y luego los fusilaron,
sin diferenciar entre ancianos jóvenes o niños. Tres muchachos judíos que
regresaban a sus casas después de haberse liberado de los rusos, sin
saber lo que pasaba, también fueron agarrados y fusilados con los demás.
A excepción del señor Rosemberg, que la noche del jueves había salido
para Cernâuti y de milagro se salvó, aunque luego murió de tuberculosis en
el año 46. Ese día, Todos los judíos de Costesti, fueron asesinados.

Entierran a un pueblo, entierran a mi gente. Entierran sus


angustias, su tradición y ya. Un bárbaro episodio en Costesti ocurrió.
Un cartero cual hermano en Caín se transformó.

Después de unos días mis padres se encontraron al Sr. Tudan cura del
pueblo y al señor Kasian director del colegio, durante la ocupación de los
rusos, se había fugado a Rumania. Les hicieron saber que de haber estado
ellos en Costesti, no hubieran permitido la masacre. Pero a los mentirosos
como decía mi abuelo se les ataja antes que al cojo. Cinco meses después,
estando toda mi familia dentro del gueto, iban los dos tanto el cura como el
director con un grupo paseando dentro del mismo. Los vi disfrutar al ver a
los judíos presos.

La maldad y la crueldad reinaban por doquier. Los alemanes, además


de demostrar al mundo su increíble pero sistemática aniquilación de los
judíos, no se conformaban con eso solamente. Dentro de su espíritu de
asesinos, su masoquismo no tenía parangón. De la piel del cuerpo de los
judíos fabricaron lámparas. De sus entrañas, fabricaron un jabón llamado
Rjf, cuyo significado es: jabón limpio de judíos. Este se vendía libremente
en Rumania y en otros países. Luego de terminada la guerra, la comunidad
judía recogió todo el jabón Rjf y en un acto solemne en el cual casi todo el
pueblo estuvo presente. fue enterrado en el cementerio.

¿Cómo ocurrió nuestra entrada al gueto?. Un día pusieron una cuerda


en nuestro vecindario y dijeron: “aquí tienen que vivir los judíos". Así
oficialmente se abrió el gueto en Cernâuti. Como muchacho salí escapado
muchas veces, yo era muy tremendo. En repetidas oportunidades fui a mi
casa, rompí los sellos que les había colocado a las puertas y poco a poco
saqué nuestras cosas de valor que llevé a casa una gentil (Persona no
judía), para que nos las guardara. Otras que consideré necesarias y por su
pequeño tamaño las llevé y las metí en el gueto sin ser visto. Por mi pelo
rubio y ojos claros, cada vez que lograba escaparme, me escurría
fácilmente entre la gente. Hacía compras en las tiendas sin las colas que los
judíos tenían que hacer, para luego no conseguir nada. No creyéndome
judío, obviaba las colas y en la mayoría de las tiendas, podía comprar
libremente. Lograba perderme fácilmente, con los rusos y los alemanes, por
mi agilidad y mi color de piel.

Una de esas noches, de regreso de mi casa con algunas cosas para el


gueto, unos muchachos me detienen, ellos eran cuatro. Me preguntan si soy
judío, les digo que no, me dicen: "hazte la señal de la cruz". Sin dudarlo la
hago. Recibo una cachetada, luego otra, les pregunto, ¿por qué? me
contestan: "jamás con la mano izquierda". salí corriendo, me persiguieron
por varias calles.

Repaso la ruta que seguimos. Salimos de Costesti a Cernâuti, luego el


gueto dentro de la misma ciudad, fuimos a Moquilev pasando por Ataki,
paramos por distintos pueblos; Shargorod, y después nuestra odisea en
Schmerinka. Tres días estuvimos esperando a que nos dejaran entrar a la
ciudad. Era una zona rumana y sus gobernantes, decían tener demasiados
judíos como para seguir recibiendo más. En pleno invierno, estuvimos
parados a la puerta del pueblo muriéndonos de frío. Descansábamos en
establos. Luego por fin nos dejan pasar y las pocas horas nos vuelven hacer
salir. Continuamos hasta llegar a la vieja estación de trenes del ejército ruso
cerca de Balki. Frente al Río Niester y del otro lado de la orilla Mogilev.

Después de una noche en el tren, a las 6 de la madrugada, se abren las


puertas, hay que salir, por lados nos empiezan a pegar, cada uno de
nosotros llevaba su pertenencias. La gente en el camino iban soltando
cosas, poco a poco, el peso obligaba a irse desprendiendo de las únicas
cosas de valor, a ambos lados estaban los campesinos cual animales de
rapiña a la espera de apoderarse de algún objeto. Estos ayudaban con los
golpes, insistían en que dejáramos todas las cosas. Todo el panorama era
lúgubre, el invierno y la hora, ayudaban a incrementar el miedo.
Temblábamos por uno u otro motivo.

A nuestra mano derecha, veo tras unas rejas, a millares de presos


rusos, se ven hambrientos, gritan como locos clamando un poco de comida.
Alguno de los nuestros piensa que puede hacer un bien, se le ocurre
lanzarles un pedazo de pan para complacer sus peticiones. Debe ser que
los tienen sin comer por muchos días. Como locos se lanzan en busca del
preciado pan, aparecen los alemanes, la ametralladora y la maldad. Primero
les gritan pero inmediatamente les disparan, les tiran a matar. Aprovechan
cualquier excusa para acabar con ellos, aún presos, a los rusos les temen.
En pocos minutos mueren decenas de ellos.

Seguimos caminando, llegamos a una plaza, acampamos parados, nos


dicen, que debemos entregar las monedas, la valuta, que de no hacerlo
seremos fusilados de ipso facto. Ya no cabe la menor duda, nosotros vamos
a un camino sin regreso. Nos quitan todo tipo de documentación. De ahí en
adelante, somos nulos, como animales, sin identidad. Seguimos hasta llegar
al río, al montarnos en la barcaza que nos trasladará, vuelven los soldados
ucranianos a gritarnos que debemos de entregar todas las joyas y cosas de
valor antes de llegar a la otra orilla, que vendrá una nueva requisición y de
encontrar en nuestros cuerpos algunas posesiones, seremos fusilados. Mi
madre en la primera parada, esconde muy bien su anillo de matrimonio,
piensa que el peligro ha pasado y se lo pone de nuevo. Uno de los oficiales
se lo ve, casi le arranca el dedo para quitárselo y luego le da una cachetada
que le deja la cara hinchada por muchos días.

Era el mes de octubre del año 1.941 cuando llegamos a Balki. Nos
encerraron en dos cuarteles viejos del ejercito ruso. Había dos regimientos
distintos uno a cada lado de la vía, esta estación no era usada para
transporte de pasajeros, a veces llegaba algún contingente militar
únicamente que servía de relevo. A nuestra llegada en el otoño éramos más
de mil personas, al pasar el primer invierno quedamos sólo 200. La fiebre
tifoidea producía estragos a diestra y siniestra. La falta de aseo, y los piojos,
responsables directos de la transmisión de la enfermedad, además de la
escasez de medicamentos, de alimentos o de cuidados, hacía que la
mortandad cobrara a veces hasta treinta personas por día. Primero se
morían los padres y al no tener quien cuidara a los hijos, estos o morían de
hambre o contagiados por la fiebre. Era un círculo vicioso, de ocurrir al
revés, de enfermarse primero los niños, contagiaban a los padres mientras
estos los cuidaban. Nosotros los Jägerman, corrimos con mucha suerte
dentro de todo lo malo. Mis padres había pasado la fiebre tifoidea en la
guerra del 18 por lo tanto no se contagiaron. Cuando me enfermé, mi padre
siempre estuvo a mi lado, por seis días con sus noches se ocupó de darme
a mí y a otros tres niños más, agua caliente, único tratamiento "disponible"
en el campo. Gracias a su aguante los cuatro logramos salvarnos.

Por esos días la falta de alimentos era normal. Por la misma


enfermedad, nos era imposible escaparnos del campo y negociar algunas
cosas con los campesinos ucranianos. Los guardias a veces permitían que
se formara en la puerta del campo una especie de mercado donde
lográbamos hacer trueque. La poca ropa que habíamos salvado por algo de
comida. La mayoría de las veces cuando se incrementaba la escasez de
comida, al llegarle a mi padre un pedazo de pan; el lo dividía en cuatro
pedazos exactamente iguales y los repartía. Uno para mí, otro para mi
hermano y los dos restantes para mis padres. Lo extraño era, que al otro día
que sabíamos que no habría comida, siempre mis padres nos daban sus
otras dos mitades del día anterior.

La escapada del campo estaba penada con la muerte, en una


oportunidad los ucranianos, agarraron a siete jóvenes judíos que en busca
de alimento, se había escapado. El capitán de guardia dio un ejemplo de la
capacidad de maldad con que estaba formado: los mandó a los siete a
ponerse en fila, recuerdo su insistencia que fuera en perfecta línea. Sacó
su revolver, habló de la paciencia, de la obediencia, del castigo. Volvió a
repetir la orden de enderezar la línea, apuntó en la frente al primero de la
fila. Pensamos que fanfarroneaba, jamás nos imaginábamos de lo que
sería capaz de hacer. Sin que le temblara el pulso, a quemarropa, disparó.
Seis muchachos jóvenes e inocentes cayeron muertos por una sola bala
que les atravesó el cerebro, sólo el séptimo se salvó ese día. Con una fuerte
carcajada por lo que había sucedido, le perdonó la vida al único
sobreviviente y le ordenó a que regresara al campo.

Durante la noche solía escaparme del campo para tratar de cambiar


agujas, botones, hebillas o cosas pequeñas con los campesinos por comida.
También nos adentrábamos en el bosque que estaba a seis kilómetros de
distancia para recoger leños secos los cuales usábamos para hacer fuego y
calentar el agua. Muchas fueron las veces que salimos y sin ser vistos
regresamos con comida o ramas secas.

En una oportunidad que me había escapado junto con mi hermano


menor y sin el conocimiento de mis padres, fuimos agarrados dentro del
bosque. Ese día se nos había unido otros prisioneros, éramos en total seis
en el grupo, tres mujeres que desesperadamente trataban de encontrar a
sus esposos del otro lado con los rusos. Un hombre de unos cuarenta años,
que no soportaba el hambre, decía que prefería ir a Siberia y nosotros dos.
Ellos eran dos guardias armados, el recuerdo de lo que en una oportunidad
le había hecho a los otros jóvenes, me aterrorizó. Pensar que mi padre no
me había permitido que llevara a mi hermano conmigo, e imaginarme de
que por mi culpa, hoy le pudiera suceder algo fatal, me obligó a tramar un
escape por lo demás descabellado. Veníamos caminando por el lado de la
carretera, a mi derecha había una zanja inmensa por donde en época de
lluvia corre el agua. En idish, le dije a mi hermano que a una orden mía,
saltara a la zanja y tratara de escapar, que no se detuviera por nada del
mundo. Convinimos que la señal se la daría al levantar mi mano derecha.
Luego de constatar que había entendido todo bien. Me adelanté con los
guardias, aceleré el paso, quedé de primero, así logré llamar la atención de
ambos, caminando de espalda y hablando con ellos alcancé mi objetivo. Al
ver un momento de descuido en los guardias, hice la señal convenida,
levanté mi mano derecha.

Mi hermano como un rayo veloz, saltó a la zanja, no hizo ruido, mientras


tanto yo aceleraba mi paso, ellos temiendo de que estaba tratando de huir,
no se percataron de su fuga. Cuando pude darme cuenta de que ya no
estaba a la vista, me sentí satisfecho. El esfuerzo y el riesgo tomado, había
valido la pena. La verdad es que ya no pensé en mí, no me preocupaba de
lo que me podría pasar. La hazaña me había envalentonado, de alguna
manera me sentí, una especie de héroe.

Mi hermano corrió de regreso al campo, les contó a mis padres lo que


esa madrugada nos había pasado. Ellos corrieron a donde Joseph. Dentro
del campo había uno de los nuestros llamado Joseph que estaba muy
ligado a los soldados rumanos, era amigo de uno de los capitanes que
estaban a cargo de este lado de la estación. Le suplicó que intercediera por
nosotros. Lo primero que le dijo fue que en ese momento del día no podía
hacer nada, que debíamos de esperar hasta el amanecer. Que para poder
hacer algo sin levantar sospechas, debería de ser luego de las seis de la
mañana.

Mientras tanto al llegar nosotros al otro cuartel, lo primero que nos


hicieron fue darnos una paliza. Comenzaron con el hombre que nos
acompañó. Recibió veinticinco golpes con un cable de los usados para
llevar corriente de alta tensión, de esos que son muy gruesos. Lo
destrozaron, lo dejaron marcado de por vida. A posterior el capitán ordenó
hacer lo mismo conmigo. Con el mismo cable, pero con mucha menos
fuerza y con menos golpes recibí mi porción al igual que las mujeres.
Encima del dolor que teníamos, nos dijeron que nos fusilarían en la
mañana. Gracias a Dios, el capitán amigo de Joseph, se encargó a tiempo
de nosotros. No permitió que sucediera lo que tenían previsto. Nuestro
capitán nos reclamó como obreros y prisioneros suyos, le dejó entender que
él se encargaría de nosotros, que nos daría un buen escarmiento, que el
castigo sería ejemplar. El haría valer las leyes.

Llevados por nuestro capitán, llegamos al campo. Mis padres no habían


parado de rezar por mí. Respiraron en paz en cuanto me vieron llegar. Me
pidieron que no me volviera a escapar, que esto pudiera ser un aviso. No
podía hacerles caso, el hambre eliminaba el miedo. El frío era tan violento,
que, o nos escapábamos en busca de leños, o moríamos congelados. No
era cuestión de valor, era de supervivencia.

Con la caída del frente alemán en la zona ucraniana y la llegada del


frente ruso a Rumania y a una gran parte de Polonia, nosotros quedamos
dentro de ese sector por ellos dominados y nos vimos libres. Era el mes de
marzo de 1.944. Los rusos alistaron a los jóvenes mayores de 18 años,
dentro de su ejército ucraniano. Los entrenaron durante un mes y por no
tenerles confianza los mandaron como carne de cañón al frente de guerra.
De 18 compañeros que tenía, sólo tres sobrevivimos incluyendo a mi
hermano. Nosotros por ser menores de 18 años no fuimos alistados. El
primero de mayo del año 44 logramos llegar a nuestra ciudad, a Cernâuti.
Nuestra casa seguía en pie, nuestras cosas, no. Las cosas de valor que
habíamos entregados a otros para que nos las guardaran, ya no estaban,
junto con ellas se fueron las que nos las guardaron. La propiedad que en
una oportunidad compró mi padre en Cernâuti, nos cobijaba, el fin había
llegado. Empezábamos de nuevo, con nada, con una experiencia increíble,
con sueños, con ideas y con ganas de vivir y de triunfar. La historia sabe
que lo logramos. La unión y la fuerza de mi familia estaba basada en las
raíces de nuestro pueblo judío. La enseñanza que nos dieron nuestros
ancestros, llenaron con gran satisfacción todo el espacio vacío que
teníamos.

Costesti, llamada también, la masacre de Bucovina, Cernâuti de la


riqueza a la pobreza, Balki de la libertad a la humillante prisión. Los
ucranianos, la maldad hecha realidad, luego los rumanos con su anti-
judaísmo. Los rusos con su comunismo y sus temores. Los alemanes
con su premeditada y calculada aniquilación. Los rusos de nuevo, con
su sed de venganza. Llega la libertad desconocida. Nuestro viaje a
América, el país soñado. Descubrimos la democracia, el sistema
idóneo. Formamos un nuevo hogar con nuevas; lenguas y
costumbres. Creamos para el futuro con la descendencia de hijos y
nietos. Vivimos la muerte de nuestros padres. Proyectamos el Futuro,
con el cielo como límite. Mientras tanto vivo los recuerdos. Recuerdos
de mi vida, recuerdos de mi hogar, recuerdo con tristeza a mis padres
y a los demás.

FUENTE : WILLY JÄGERMAN

Samuel Akinín Levy

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