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¿Qué tenía el teléfono de mi abuela que no tenga un celular? Pensándolo, pareciera que
en lo fundamental son la misma cosa: ambos disponen de parlante, micrófono, sistema
para marcar números y posibilidad de comunicarse a larga distancia para conversar sobre
asuntos importantes o triviales. En ambos casos cobrarán el valor de la llamada por el
tiempo de conexión. Claro que el celular tiene cosas que no tenía ese moscorrofio negro y
pesado de 1950: es bonito, no tiene cables, cabe en el bolsillo, saca fotos, recibe mails,
hace cuentas, toca música... en esencia, es lo mismo, pero ahora tiene dentro una enorme
cantidad de conocimiento. En la cajita mágica se condensan décadas de investigación
científica y tecnológica que permiten que lo mismo sea otra cosa.
Creo que esta es una buena imagen para avanzar en la discusión sobre la calidad de la
educación. Si nos preguntamos qué diferencia nuestro sistema de otros países como
Finlandia o Japón, tendríamos que contestar que el nuestro se parece al teléfono de la
abuela y los otros al celular. A simple vista son la misma cosa: hay colegios, maestros,
currículos, computadores y niños, y después de once o doce años se les certifica para ir a
la universidad. Pero por dentro, los sistemas avanzados tienen mucho más conocimiento
acumulado: por eso, los chicos salen mejor preparados, las universidades generan más
investigación y los países avanzan más rápido en su desarrollo económico y social.
Este encuentro sobre ciencia, tecnología e innovación debería dar luces sobre la necesaria
conexión entre la administración de la educación y los grandes desafíos que competen a
una academia que debe avanzar en innovaciones que permitan mejorar la calidad a partir
del conocimiento acumulado en los últimos cincuenta años. No se pueden ignorar los
progresos de las neurociencias, la sociología, la economía, la antropología y la psicología,
y seguir invirtiendo recursos en lo que una loable e ingenua buena voluntad señalan como
derrotero.