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El diario de Jacob Milbert o las tribulaciones de un friki en las Islas Canarias

7 Junio 2010 por Manuel Mora Morales

——————————————————Jacob Edgard Milbert, en su madurez.

Estaba más colgado que el butafumeiro de Santiago en un año compostelano. Jacob Gerard Milbert era francés, dibujante y
en su cabecita sólo cabían las cosas que encajaban con los usos y costumbres de su país. Era como esa pléyade de turistas
españoles que con cara de asco recorren los restaurantes de Estambul, Tokio o La Habana preguntando si les pueden servir
“una tortilla de patatas” o unos tacos de jamón extremeño con medio litro de Casera y media docena de aceitunas rellenas de
pimientos de la huerta murciana. Jacob llegó a las Islas Canarias, en 1800, a los 36 años de edad, armado con algunas resmas
de papel de dibujo y un diario friki en el que anotaba todas las tonterías que le pasaban por los champiñones que debía tener
por neuronas. Nadie puede negar que era buen dibujante o, al menos, un dibujante apañadito, y lo demuestran las láminas de
la expedición que realizó con el capitán Nicolas Baudin. ¡Pero quién le iba a decir que su manuscrito no sólo se imprimiría en
su país, sino que sería volcado al alemán y, dos siglos más tarde, traducido y publicado en español! Más aún, le pertenece la
autoría de otro libro famoso sobre su expedición, en 1828, al río Hudson, en los Estados Unidos, durante la que dio a sus
compañeros más lata que un cochino debajo del brazo. Claro que tener libros publicados no obsta para que estén llenos de
chorradas ni exime a nadie de otras singularidades cuyo propietario suele ser distinguido en la actualidad con el espantoso
término friki.

Cuenta nuestro inefable Jacob en la primera página de su obra titulada Voyage Pittoresque á l’Île-de-France, au Cap Bonne
Espèrance, et l’Île de Tènèrife que esperaba encontrar Canarias igual que en los tiempos de Platón y se llevó una gran
desilusión. Después que un profundo análisis del terreno se convenció de que más de una cosa había cambiado desde los
tiempos de Pericles. Ya ven, un auténtico lince al que se le escapaban pocos detalles. No haber contemplado riachuelos de
leche y miel ni ver faunos saltando en las rocas de la playa fue más de lo que pudo aguantar su ilustrado espíritu. Por esta
causa, Jacob se agarró una fuerte perreta que se tradujo en continuas faltas de respeto a los canarios, a sus obras y a su tierra.
No es el único viajero francés que escribe en plan borde, pero sí me parece el más tonto de todos los que han escrito. Tal vez,
por esta razón, me ha fascinado tanto su libro. La siguiente descripción de una excursión desde Santa Cruz a La Laguna,
donde era difícil que un ciego se perdiera en los escasos diez kilómetros de un ancho camino para carretas, es más que
suficiente para ilustrarnos sobre las luces de este César galo:

“Después de haber dado algunos pasos por un sendero erizado de piedras agudas que lo hacían impracticable,
encontramos ante nosotros una pared de rocas casi perpendiculares que cerraba el pequeño valle. No descubrimos
ningún atajo para salir de este atolladero; dimos marcha atrás y tomamos el camino principal. Entonces
distinguimos a parte de nuestros amigos que iban delante de nosotros, a una gran distancia. El suelo por el que
marchábamos era de un color generalmente parduzco, cubierto de cualquier vegetación. Las piedras más redondas
daban vueltas bajo nuestros pies y nos hacían numerosas contusiones; sin duda, eran pequeños fragmentos de rocas

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daban vueltas bajo nuestros pies y nos hacían numerosas contusiones; sin duda, eran pequeños fragmentos de rocas
que, en la estación lluviosa, los torrentes habían arrastrado de las montañas superiores. Su substancia era volcánica;
algunas, de una naturaleza esquistosa, tenían los ángulos romos por el roce; otras eran de una especie de lava de
granos finos, insípidas al gusto y que se pegaban a la lengua. A una gran altura el aire se volvía sensiblemente más
fresco y ligero; […].”

Teniendo en cuenta que La Laguna está a menos de 550 m de altitud, se puede calcular que esa gran altura debería estar en
torno a los 300 m sobre el nivel del mar, como mucho. No me quiero ni imaginar a aquel grupo de científicos caminando por
una vía, que transitaban decenas de carretas y bestias de carga diariamente, asombrados del roce de las piedras del camino y
llevándoselas a la boca para comprobar si se pegaban a sus lenguas. No sé si los excrementos de los bueyes y de las mulas
tendrán grandes propiedades de adherencia, pero estoy seguro de que las piedras untadas con ellas han de ser un tanto
pegajosas cuando uno se pone a lamerlas. Pero prosigamos con algunas de las inteligentes observaciones de nuestro
personaje, esta vez referidas al can de un pastor que la expedición encuentra algo más arriba:

“Su perro y fiel compañero, echado, nos miraba pasar asombrado de nuestro número así como de nuestro atavío.”

Lo cual viene a demostrar que no sólo hay perros más inteligentes que el amo (“el mío mismo”, diría nuestro sagaz viajero),
sino incluso más observadores que los naturalistas que los describen. Fantástico, subrayaría Eduardo Punset. ¿Todavía
dudará algún insensato de que el nombre de Canarias se debe a sus excepcionales canes, capaces de distinguir entre una
casaca francesa y otra de diferente nacionalidad?

Jacob Milbert intentó dejarnos una imagen gráfica de su gran exploración, entre Santa Cruz y La Laguna, pero no lo logró
por las dificultades que nos refiere, y fue una lástima porque me hubiera gustado conocer el gesto del perro pasmado:

“Intenté hacer un dibujo de esos sitios pintorescos; pero la hora avanzaba y fue necesario darme prisa para alcanzar
a mis amigos. Llegamos todos juntos a La Laguna.”

—————————————Vista panorámica de La Laguna, en la época en que J. Milbert la visitó

Ya tenemos a nuestro intrépido viajero a salvo en La Laguna, lejos de los peligros que entrañan las piedras redondas del
camino, sin olvidar las piedras afiladas que le debieron saltar a las canillas como si fueran pirañas. Por suerte, hacía cuatro
décadas que el marqués de San Andrés, don Cristóbal del Hoyo, había fallecido. De modo que no tuvo ocasión de dedicarle
una o dos décimas que sin duda habrían martirizado a Monsieur Milbert tanto o más que la infame carretera. Sin embargo,
nuestro paladín no pudo huir de los guachinches laguneros que sustituyeron honrosamente a don Cristóbal cambiando, eso sí,
rimas por cucharas:

“Los mesones de La Laguna son detestables y muy caros. Los platos favoritos de quienes los frecuentan consisten
en un gallo viejo, o una gallina condimentada con azafrán.”

Todo estaba en contra de nuestro héroe, incluida la edad del gallo, cuyos dueños ajusticiaron tan pronto le vieron la jeta de
friki.
friki.

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−Ahora o nunca, Pepa −debió decirle a su esposa el mesonero−. Córtale el cogote a Matusalén y adóbalo en azafrán hasta
que pierda el sabor a viejo.

−¿Pero el azafrán no era para las gallinas, Miguel?

−Déjate de remilgos ahora, mira que mañana nos llega otra burra cargada de azafrán que nos trae el medianero de don
Domingo Castro en Anaga. Ya le mandé aviso de que teníamos franceses a la mesa.

−Pobre gallo Matusalén, mira que vivir tanto para terminar amortajado en azafrán y enterrado dentro de tan mentecata
sepultura.

La suerte es compañera de la ingenuidad. Así que el francés, terminado el gallo, terminó por toparse con el doctor Saviñón,
un erudito lagunero que lo invitó primero a su casa y luego, tan pronto lo conoció bien, lo apremió para que se fuera… a
proseguir sus investigaciones. Dejemos hablar a nuestro genio:

“Conociendo estos señores nuestros proyectos, no nos quisieron retener mucho tiempo.”

A Saviñón no se le escapaba una, acostumbrado a recolectar toda clase de bichos para su pequeño museo natural y remedios
para sus pacientes, ¿acaso no iba a cazar al vuelo la profundidad mental de Jacob Milbert en menos de cinco minutos? De
manera que pronto el francés y su troupe se hallaron caminando hacia la vega lagunera como quien se dirige a Waterloo,
dispuestos a morir por su revolucionario emperador. No pasa mucho tiempo antes de que nuestro hombre se separe del resto
y decida explorar por su cuenta. Dibujar, no dibujará mucho, pero alguna idea genial se le ocurrirá. Seguro.

“Las partes bajas son cenagosas y es necesario atravesar una especie de turbera, formada por aguas estancadas.
Allí crecen confervas y otras plantas acuáticas que se descomponen, se mezclan y se combinan con el suelo,
produciendo una sustancia blanda. Esa turba proporciona excelente combustible que se podría utilizar en el
consumo diario de algunas fábricas.”

Naturalmente. El genio ha descubierto el combustible del mañana, el que proporcionará riqueza y energía sin límites a las
industrializadas islas. Tan fácil como soplar y hacer botellas. Una aportación prodigiosa que las futuras generaciones de
canarios agradecerán al gran Milbert, erigiéndole un monumento en el mismo centro de una pleiesteison. Pero todavía la
mente prodigiosa de Jacob ahondó más:

“La vista de este pantano me provocó la idea de que se podría sacar un gran partido a la llanura de La Laguna y
crear en ella praderas naturales.”

Nada menos. Como en Versalles, también podría hacerse un tremendo jardín y montar fiestas con paté de gallo viejo y vino
tinto peleón, en lugar de champagne francés. Digo yo si tanto delirio no vendría porque a doña Pepa se le fue la mano con el
azafrán…

Pero no era Jacob el único pendejo, dicho sea con permiso de Alberto Cortés y de su compadre Facundo Cabral, licenciados
ambos en Pendejología. El jardinero jefe de la expedición en que estaba enrolado nuestro héroe tampoco era hombre de
andarse con chiquitas. Estarían a muy poca distancia de La Laguna Jacob y su guía (“de cuyo nombre lamento no
acordarme” confiesa el muy pendejo, después de haber comido, bebido y dormido en su casa) cuando…

“Vimos venir hacia nosotros, a través de esas encantadoras soledades, al bueno de M. Riedlay, jardinero en jefe de
nuestra expedición; estaba agobiado bajo el peso de su amplia recolección; la depositó cerca de nosotros y nos
mostró orgullosamente sus riquezas. Por el número de las plantas, la brillantez de las flores y la elegancia de sus
formas, la elección no podía ser más variada. Después de unos instantes de descanso nos separamos y él siguió una
dirección opuesta a la nuestra.”

Yo me imagino a toda esta tropa de frikis corriendo de acá para allá, semejantes a los comecocos, cargados como mulos,
resoplando como concejal cerril en noche de elecciones y saludándose con toda formalidad cuando se tropiezan por
casualidad debajo de cualquier árbol.

−Ça va, Monsieur Legrand?

−Ça va, mon ami, ça va!

−Au revoire, Monsieur Legrand!

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−Au revoire, Monsieur Legrand!

−Au revoire, Monsieur Milbert!

De cualquier forma, nuestro hombre algún poder extrasensorial sí debía poseer, dado que ya se adelantaba un par de siglos a
su época y apuntaba maneras. Les juro que no he cambiado una sola palabra del texto siguiente. Fíjense:

“No diré nada de esta magnífica digital [“digitale”, en el original francés] de Canarias, ni de esos corazoncillos
variados ni de otras tantas plantas dignas de toda la atención de los naturalistas. Estos detalles serán el tema de un
capítulo especial.”

¡Pues que Dios nos coja confesados! El tipo es capaz de salirnos con un capítulo del mismísimo Mario Brother. Sin embargo,
ahora está muy ocupado subiendo su montaña y no hay peligro inmediato de que nos endose su maestría botánica y digital.

“Cuando alcanzamos la cima de la montaña, escuchamos un concierto muy melodioso; se hubiera dicho que los
huéspedes de esos bosques celebraban a porfía nuestra llegada. Entre una gran cantidad de pájaros cantores, se
distinguían el canario de plumas verdosas, el paro y el arandillo. Poco acostumbrados a la vista de los hombres,
todos huían de nuestra aproximación para ir a posarse un poco más lejos y continuar allí su canto. Sin embargo, la
infinidad de músicos volvió el concierto fastidioso y terminamos aturdidos.”

Pobre Jacob, los enojosos pájaros no saben mantener el pico cerrado después de ofrecer el concierto de bienvenida. No.
Estos desvergonzados canarios verdosos trinan y trinan sin piedad con la inicua intención de aturdir a nuestro, aunque pintor,
sabio. Se han perdido las buenas costumbres de los clásicos y ya ni se respeta al visitante culto que no logra vini, vidi,vici
porque las aves le disturban su pensamientos áureos. O tempora, o more!

−No sé si será un poco tarde para pedirle a usted disculpas en nombre de mis alados compatriotas, estimado Milbert –digo en
voz alta, por si su cuerpo astral aún revolotea entre las páginas del libro que sostengo en mis manos.

Las plantas del género Digitalis producen estas hermosas


flores y son nativas de Europa, el noroeste de África y
Asia central y occidental

Algo tenía que gustarle a nuestro héroe y, al fin, lo descubrió, después días vagando por Tenerife: el Teide: un Pico que, al
parecer, huía del francés en tanto que el resto de los mortales podía verlo tanto desde Santa Cruz como desde La Laguna, sin

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parecer, huía del francés en tanto que el resto de los mortales podía verlo tanto desde Santa Cruz como desde La Laguna, sin
necesidad de ascender a aquel monte Olimpo donde los pájaros aturden las almas delicadas con sus trinos salvajes.

“¡Qué espectáculo! ¡Qué imponente y grandioso es! Fui deslumbrado y obligado a cubrirme los ojos con las
manos.”

Lástima. Pero es lo que tiene ser friki: si a uno le encanta un tipo de música, la pone a toda pastilla por los auriculares para
quedarse sordo; si a uno le gusta realizar una excursión, abre el guguelmap y disfruta subiendo las virtuales montañas como
si nada; y si a uno le gusta ver algo hermoso, se tapa los ojos con las manos o mete la cabeza dentro de una caja de cartón.
No crean que es tan fácil ser ciudadano de Frikilandia. Por esto Jacob servirá a las futuras generaciones como ejemplo a
seguir.

Supongo que el resto de la descripción del Pico la haría Milbert por referencias, porque, con los ojos tapados, ya me dirán
ustedes… A la vuelta, su parecer sobre el aprovechamiento de la turba pantanosa se difumina en el lodo etéreo de su
pensamiento y deja paso a otra opinión más pintoresca:

“Los habitantes ignorantes e imprevisores deberían […] plantar las higueras, las platanera, los naranjos, atraerían la
humedad y templarían la atmósfera.”

¿Cómor? Entonces, en qué quedamos: ¿secamos La Laguna o la humedecemos? Es tremendo este francés. Nada detiene su
afán de dar consejos a los “ignorantes e imprevisores” habitantes de la isla, ni siquiera el frío clima de La Laguna es óbice
para cultivar plátanos, aunque falte más de un siglo para que se invente el plástico de invernadero y este dibujante metido a
ingeniero agrícola no haya visto una sola platanera desde que nació. De cualquier manera, es de justicia reconocer que Jacob
Milbert era friki, pero no tonto. A pesar de que se le fue el tiempo en asistir a una iglesia y comer en casa de su guía y…

“En ese momento entraron los señores de Saviñón, quienes me dijeron que hacía mucho tiempo que casi todos mis
compañeros se habían ido y que era inútil pensar en ponerse en camino, Esos señores insistieron, con el mejor
empeño del mundo, para que me quedase; me dejé convencer.”

¡Cómo no! iAy, Señor, vaya cruz les caería a los laguneros, cuando ya pensaban que lo habían perdido de vista para siempre.

“[…] Pasamos en el jardín una velada deliciosa. Allí se cultivaba el naranjo en plena tierra. Tenía frutas muy
hermosas de un color dorado, que me recordaron las de nuestras islas de Hyères, en la costa de Provenza.”

Sin comentarios. No diré que me parece mucho para un solo día ni siquiera mencionaré lo del naranjo en plena tierra: es
posible que algún lector piense que los naranjos se plantan en el aire y esta frase le sirva para saber que los árboles se plantan
en tierra. Por eso la dejo. Sin embargo, esta vez, don Jacob es inocente. Ha sido la impericia del traductor que ha traducido
“pleine terre” por “plena tierra” y no por “campo abierto”, que sería lo correcto. Ya ven, a perro flaco todo son pulgas: la
vida del friki está llena de contratiempos hasta en las traducciones de sus libros; incluso, en altas horas de la noche, cuando
el resto de la humanidad descansa a pierna suelta, la desgracia del friki anda al acecho como si fuera perro canario
acechando casacas:

“Cuando me disponía a descansar de las fatigas de la jornada, unos pérfidos músicos vinieron bajo mis ventanas a
dar una serenata a alguna belleza del vecindario. Me fue imposible pegar ojo durante la noche. Maldije de buenas
ganas a los músicos y a la señora y esperé el día con impaciencia.”

Con el marqués de San Andrés bajo tierra y don José de Viera y Clavijo vegetando en Las Palmas de Gran Canaria, ¿a quién
se le ocurriría la idea de ofrecer al francés una serenata hasta el amanecer? Don Lope de la Guerra es hombre serio que no
pierde el tiempo en esas tonterías; don Tomás de Nava, lo mismo; y el doctor Saviñón tampoco parece que utilice esos
ardides para alejar a los moscones. Raro, raro, raro…

Llegó el amanecer y, tras deglutir todo cuanto pusieron a su alcance, nuestro Jacob se lanzó a las calles de la ciudad con su
cartapacio bajo el brazo. Después de sufrir viendo que los gansos del mercado eran menores que los franceses y de aturdirse
con el vino dulzón y el humo del tabaco en un hostal, el francés se decidió a bajar a Santa Cruz. No se rían, por favor:

“Encontré las mismas piedras que me habían molestado al subir. Aún tuve más dificultades para descender. La
noche era muy oscura, mis pasos poco firmes y rodaba más que caminaba. Una piedra redonda giró bajo mis pies y
perdí el equilibrio, lo que me provocó un esguince con el que sufrí mucho; tuve todas las dificultades del mundo
para llegar a Santa Cruz.”

Dejando a un lado que fueron precisamente algunos isleños “ignorantes” quienes, humanitariamente, lo llevaron al barco,

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¿no les parece imposible que un friki se vaya de vacaciones sin traer a su regreso algún objeto estrafalario con qué presumir
delante de los amigos? No se lo pierdan:

“Interesado en llevar a mi patria una momia guanche, me proporcionaron una que me proponía dejar en depósito en
Île-de-France [actual isla Mauricio]. Era una mujer joven.”

Magnífica adquisición, pensó Jacob, mientras la metía en el barco y se disponía a dormir con ella encima ante la envidia de
sus amigos que sólo iban cargados de insectos y hierbajos, excepto el oficial Ferrer que sólo iba cargado con dos litros de
vino Malvasía. He aquí la amorosa descripción de su amada:

“Aunque un poco alterados, los rasgos todavía eran regulares. Las manos estaban bien conservadas, pequeñas, bien
hechas; le faltaban cuatro uñas, dos en la mano derecha y otras dos en la izquierda; en los pies solo faltaba una en
el derecho; los cabellos y las pestañas estaban admirablemente conservados.”

Realmente, la momia estaba hecha un auténtico bombón. Sin embargo, Jacob, en su ingenuidad, no contó con el carácter
algo cabezón de las canarias y su manera sutil de vengarse de los amantes empalagosos.

“Contento con esta posesión, no pensé en la dificultad de conservar semejante objeto en una larga travesía. Al
principio, coloqué la momia en mi camarote, en una de las repisas situadas por encima de mi cama, pero el calor y
la humedad del navío la ablandaron, descomponiendo la preparación, y engendraron allí tal cantidad de insectos
que resolví lanzarla al mar.”

Dejaré aquí a Jacob Milbert llorando la ausencia de su amada, convertida ahora en sirena guanche, mientras garrapatea su
enjundioso relato entre los escarabajos, gusanos, moscas, cucarachas y avispas que le dejó la guancha como herencia.

Si se me permite realizar una valoración global de este libro, y partiendo de que el autor se retrata a sí mismo como un
imbécil, no puedo menos que alabar la sinceridad y la autenticidad en sus opiniones porque es imposible que nadie mienta
tanto contra sí mismo. Incluso, si su principal anhelo es presentarse al mundo como un petimetre con la frágil delicadeza del
más fino cristal de Bohemia.

Si usted está esperando una moraleja, he encontrado una que puede ser de utilidad hasta al mismísimo Indiana Jones: Por
mucho que quieras a una momia y por muy joven que ésta sea, si la metes en tu camarote vas a tener problemas.

—————————Dibujo de J. Milbert, realizado durante su expedición al río Huston, en EEUU.

Bibliografía

El libro Viaje pintoresco a la isla de Tenerife, de Jacob Gerard Milbert, está publicado por Ediciones Idea, en Santa Cruz de
Tenerife, año 2005. Fue traducido por José A. Delgado Luis a partir de la primera edición francesa, impresa en 1812.

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