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VNA GRAN MVGER. ALBERTo VALERo MAR&TIN 1°CIts ANO 1 24 de Julio de 1913. : GALANT 229970 (08 JUEVES anto, 24.-MADRI zwItO CARRERE | NUMERO SUELTO, 10 CTS. PRECIOS DE SUSCRIPCION Madrid y provincias: Trimestre, 1,25 en pesetas. Semestre, 2,50. Ailo, 5 st ‘Anuncios 4 precios. convencionales. Concurso de EL CUENTO GALANTE Estamos convencides de que en algiin rincon provinciano, 6 luchando en la Corte para romper el anénimo, existen unos cuantos escritores Ge talento gbscurecidos por un poco de mala suerte personal, por falta de estimulos para ta pelea 6 por el eretinismo de algun distinguido orangutan de los que dirigen algunas publicaciones. Deseando dar al publico un nombre nuevo, premiar un cuento para nuestro periddico. ye 4 diez paginas de E: Cuento Gatants; sobre aparte el nombre del autor. abrimos un concurso para Los originales constaran de nue + remitidos sin firma, con un lema y inal, iremos dando cuenta al piblico. Habra un premio tinico de TRESCIENTAS PESETAS al cuento que lo merezea 4 juicio del Jurado, compuesto por D. Joaquin Dicenta, D- Felipe Trigo y D. Eduardo Zamacois, actuando como secretario D. Emilio Carrere. Gj el Jurado lo estima conveniente, se recomendardn algunos originales n ordinaria de nuestra publicacién. 1 dia 30 de Agosto, 4 las doce deben sei Conforme vayamos recibiendo origi con la retribucié1 B El plazo de admision de originales expira el de la noche. Rogamios 4 cuant dentro de los limites del buen gus _galante, una historia de amor sin re rnunca una cosa pornografica y desprovs os nos favorezcan remitiéndonos originales se mantengan to artistico. El premiado seré un cuento sstricciones de moral sacristanesca; pero ista de buen sentido literario. EN EL NUMERO PROXIMO PUBLICARA La tragedia conyugal de un hidalgo Por ANTONIO ROLDAN £:2335292 | | UNA GRAN MUJER Clara y Flora. Al promedio de la ancha, larga, ser- peante y arenosa calzada,por la que iban y venjan grandes y blancos rebafos clamo- rosos que gobernaban enamorados pasto- res y zagalas gentiles, como en las dulces @glogas antaionas, la puerta medio entor- nada del me- son invitaba los trajinan- tes y arrieros 4 unaltoenel camino, 4 un breve descan- so reparador y sabroso. La calzada, tendida amo- rosamente 50. bre el llano, reverberaba en los rojos dias estivales, luenga y bermeja, como un an- cho rfo de fuego... Y aquella recia puerta del meson, que entornada manteniale en una gustosa penumbra, y su piso de chi- narros puntiagudos, recién regados con ‘agua fresca del pozo, y 2quel'su mostrador de hiimedas tablas relucientes donde se alineaban unas jarras panzudas y azules, toscas y pintorescas, evocadoras del claro y rojizo vino de la tierra, y, finalmente, quella moza que sonreia detras del mos- trador, eran motivos mas que sobrados para que los arrieros y los trajinantes sus- pendieran un tanto sus faenas risticas y penetraran, con el gaznate reseco, e1upa- pada en sudor la frente, brillante y luju- riosa'la mirada, en aquel mesén atrayente y castizo, conocido en tres leguas 4 la re- donda y celebrado de todos sus. conoce- dores, tanto por Ia frescu- ray pureza de su delicio- so vinillo alo- que—joh, sa- bio y zum- bon filosofo Baltasar ‘del Aleazar!—, como por aquella apete- cible moza que sonrefa detras del mostra- dor, llegada de un pueblo lejano haria es- pacio de ocho mese: Y en los dias de invierno, crudos y gri- ses, cuando el ventarrén gemia 4 lo largo de la llanura, y aullaban los lobos por los brenales, y cabeceaban, tragicos, los ar- boles desnudos, y el campo era un péra- mo de desolacién, y la tierra, aterida y dura, parecia muerta bajo su mortaja de nieve, agradectase asimismo penetrar en el miesgn y buscar abrigo en los encendi- dos lenes del hogar, bajo la. gran campa~ na rastica donde se curaban al humo las ‘abultadas morcillas y los bien macizos cho- rizos, y mirar de vez en vez, mientras se apuraba el vino de una jarra, los ojos y la ‘sonrisa de aquella lozana moza, que tam~ bien, como el vino rojo, llevaban compla- cencias al sentido y confortable fuego 4 las entrafias... Clara llamabase la tal, y es fama que su nombre, enredado 4 lances de amor y 4 desvarios de la voluntad y dela carne, an- daba en muchas de las coplas que los farrieros del contorho cantaban para entre- tener las horas del camino. Era lamoza garrida y gentil. Su carne, morena y apretada, transcendia & monta- races fragancias abrilenas. Sus_pechos, altos y redondos, tenian como un latir sen sual y amplio, que asi evocaba el brio de una fuerte maternidad, como el impetu carnal, insaciable y villanesco, de los re- cios gafianes, en las noches hondas y silen- closas del mes6n... Sus caderas robustas, arménicas, potentisimas, cimbreabanse al andar la moza, firme y seguro el pisar, con ‘un ritmo opulento y atrayeate. Sus manos eran grandes y musculosas, tal que 4 su tosea condicidn cuadraba,, y sus dientes, recios y blancos. rebrillaban entre los la~ bios encendidos y sangrientos como entre Jos bordes de una fresca herida... ¢He de deciros también que en el fondo negrisi- mo de sus ojos ardia la fiebre de una exuberante y rijosa mocedad?... Clara descendia, por linea directa de varén, de aquella donosa raza de picaros, alto y legitimo orgullo nacional, que en sus bravas andanzas dejaron, 4 través de Jos anchos llanos de Castilla, imperece- dera y fecunda simiente. Sus abuelos de- bieron ser casticisimos rufianes. y sus abuelas muy complacientes y desenfada- das mozas de partido... Clara era un magnifico ejemplar de la picaresca, Y éralo por temperamento, por natura- Jeza, de un modo casi inconsciente, jnevi- table € ingenuo. Tenfa todos los vicios y todas Jas virtu- des de sus gloriosos ascendientes. Cuando couveria 4 sus intereses, era ducha en fingir 4 maravilla toda suerte de achaques y-quebrantos; era maestra en el hurto, sin par en las burlas, y tan gram embaucadors fomo echadora de cartas; sabia avivar el deseo en los nervios de los pujantes arrie- ros; sabia hacerle arder, dituido en la san gre briosa, dentro de las venas robustas de fos gaflanes, y sabia enardecerle en toda casta de hombres Era una gran intuitiva del placer. Sin refinamientss, sin exquisi- teces morbosas, al desnudo ‘de las pasio nes, cori el solo grito rugiente y avasalla~ dor de la carne, con el solo latido de la juventud, ella triunfaba siempre, aunque ‘en sus triunfos, innimeros y_cotidianos, caer solia en la postura’ denigrante del vencido.. Para Clara no existian en la vida sino dos actos transcendentales y sabrosos, dos fanciones respetables y Serias: folgar y guardar dineros. ¥ a fe que ambas cum= plialas a maravilla, porque moza que mas asiduamente se refocilase y mas se cul” ‘dara de esconder un real sobre otro real, no alenté nunca en estas épicas tierras de Castilla, tan protificas en mozas sor- didas y complacientes. Otro sentimiento intimo abrigaba Clara tan sincero como su aficién al contrario sexo y su insaciable deseo de ahorro: el odio 4 los “amos". Para ella, ‘senorito" y “amo* eran sinénimos, y apenas veia un hombre de porte adecentado cuando el co- razén se le prehaba de rencores. Ella se daba 4 los jornaleros rudos por ‘el solo goce de sus instintos carnales; pero jamas hombre hacendado.pudo ufanarse con verdad de haber conseguido @ Clara Sonsacabales dinero, dabales esperanzas, enardectales febrilmente, y 4 la postre venta 4 pagarles con alguna sabgrienta burla... Y asi réalizaba sus dos ilusiones predilectas: con los unos folgaba 4 todo su placer, y con los otros cénseguia dix neros. bien que no @ todo su talante... Esto necesita una explicacion. Clara tuyo una hermana. Se Mamaba Flora. Era también garrida y gentil. Flora faé barbaramente violada por un amo". ‘Aun recordaba Clara aquella tarde, ya tun poco lejana, en que el tierno hijico de Flora agoniz6 de hambre y desnudez, so- bre un jergon miserable, en un zaquizamt nauseabundo, como una flor que prematu- ramente se amustiara arrancada del tallo y cafda en el rinc6n de un estercolero... Flora, al sentir que.una vida nueva ara: habale en las entranas, abandoné la casa pueblerina y paterna y huy6 @la ciudad, para esconder su deshonra, para no ver el dolor de los padres, para que el hijo que la rebullia en el vientre no fuese, aun an- tes de nacer, traido y llevado en las coplas zumbonas y crueles que los mozos, en sus vocingleras rondas. nocturnas.. cantaban porlas calles del pueblo, apenas sospe- Chaban que una moza habia sacrificado la sangrienta rosa de su virginidad—rosa ma- fanera y fragante—en el altar siempre s2- grado del amor, 6 en el cepo del estupro, cobarde y canallesco siempre.. Pero la ciudad no fué hospitalaria con la desventurada Flora, y tras unos meses de espinosa y dura lucha, murié el hijo quel, desnutrido y famélico, mirando con inconsciente rabia 4 la madre, como repro- chandola aquella tragica escasez de leche de sus pechos secos y rugosos.. Y de toda su historia desgarrada y tris te, sélo recordaba Flora la alucinante ago- nia de su hijo, y la amargura de aquella maldita noche er que Flora, que dormia en el pajar, oy6 emo se abria cautelosa~ mente la ventana y como un hombre dejé. base caer de golpe dentro de la estancia. Era el “amo*... Lloré. y forcejes la moza, revoledndose en las pajas crujientes, chasqueantes, en lucha con aquel-satiro lugarento.. Un grito de dolor, escapado de la gar- ganta de la mozuela, apagé un instante los roncos jadeares y los grunidos Tujurio- g0$ que, niacidos en el pechs velludo, sa- ian de entre los abultados labios de aquel hombre bestial... Luego, nada... El “amo* que salta otra -yez la ventana, ahora hacia afuera; un es- trépito de chicharras en’ Ia lanura, bajo la Tuna de Agosto, y una moza que ha perdi- do el tesoro de-su virginidad.en una hora maldita, sin amor y sin placer. Clara, como 08 decia. no perdoné jamas, ‘en nombre de todas las mujeres, aquella violacion infame. y, menos atin, aquel Sor- dido' y egofsta abandono que siguid des- pués.. Tenfa un alto sentido de la vida, y no disculpaba que la doncellez robérase asf, ‘con acometividad tan barbara... Ella quiso ofrendarla al amor de su primer novio— un vaquero bien recio y bien galan—, pero fué con blando regalo, una perfumada y tibia noche de Abril, en el Ilano_ glorioso, sobre un lecho de hierbas olorosas, aho- gandose los quedos y célidos decires en- tre una Iuvia de besos, bien abrazados Jos dos, con amorosa furia, cabe un regato saltarin y diamantino, que sonaba meli- fluo y acordado, como si de allé de la leja- nia Hegase el dulce eco de una dulce zampona sabiamente taida por un pulido zagal... u El Casiso de la Amistad En la amplia y silénciosa plaza, casi toda de casas pardas y antiguas, con arcos y soportales, desigualmente Sostenidos unos por barras de hicrro, mordidas del tiempo y del orin, y otros por vetustas vigas de madera, frente 4 la Casa Consis- torial, que alzabase altiva y labrada, roji- zay vieja, como orgullosa de sus panzu- dos balcones voladizos y de su pomposo y desgastado escudo nobiliario donde cam- peaban, borrosas, las armas de un glorio= so solar; frente 4 esta casa destartalada y castiza, como un hidalgo fanfarrén_ y po- bre, se alzaba, digo, el flamante casino del pueblo, un edificio del peor gusto, con fa- Ghada de rabiosos colorines, que acaso tiznaron la vetustez nobilisima de un muro: de piedras gloriosas y labradas, doradas 4 fuego por el fuerte sol de los siglos... So- bre la puerta, rezaba un gran letrero: “Ca- sino de la Amistad ae Pero esto de la “Amistad no debe to- marse sinden un sentido de exagerada res- triccién. En aquel casino, por amistad pura y santa, jamas un socio prest6 4 otro'cinco duros, ni se afand -por Jibrarle de alguna angustia moral ni le acOmpané en sus sristezas, nile conspl6 en sus’ dolores. ‘Acudian al tal casino, y estos eran los mas de sus socios, tratantes de ganado y politi- cos de la localidad, y ya, en fuerza de sd- bido, ha pasado 4 ser un t6pico el que la amistad, en su alto y bello y amplio senti- do, interviene muy timidamente en los tra- tos econémicos y én las elecciones munici- pales, pongo por ejemplo, de politica rela- ion entre los hombres... La acendrada sordidez, la farsa burda, Ja méntira ladina y cotidiana, Ia cazurrone- ria rural, el disimulo y el vicio, era lo que se vela, lo que se palpaba, lo que se ‘mas- caba dentro de aquellos muros horribles, tras el letrero aquel, tan encendido de amor al préjimo, que rezaba sobre el co- rrido bale6n: “Casino de la Amistad. Alli:no se hablaba sino de hipotecas al sesenta por ciento, de quiebras fraudulen- tas, de politiqueria local, de toreros y de mujeres. Se matoneaba, se jugaba y se bebia. Eran frecuentes los escéndalos por una jugada dudosa 6 una violenta discusin de ‘“{deas*, alla en horas de la alta nothe, cuando los cerebros y las almas estaban lenos de alcohol. Y si alguna vez se aven- turaban 4 subir los serenos, mirando de apaciguar el tumulto, eran vapuleados bar- baramente y arrojados por las escaleras 4 empellones. Las honras de las mujeres, tan quebra- dizas de suyo, eran alli rasgadas y mano- seadas, baboseadas y zaheridas por aque- los absurdos seoritos de zamarra. Los més respetados entre ellos mismos eran Jos que mejor podian vanagloriarse de ha- ber emprefiado y abandonado mas criadas de la labranza de sus dehesas... Clara, la moza del meson, tenia una idea bastante aproximada de los “amos*.. ‘A lasaz6n, en la sala del billar, discu- tian acaloradamente unos mozalbetes: —iTe digo que no! —jApuéstate cien reales! doscientost —iVan! _jA ver si crees tu. que todas van 4 re- sultarte como la hija del vaquero y como la mujer del guarda-jurao! Esas mujeres. - como las tenemos cogidas por el esté- magol. —Déjate de historias. ;Van los doscien- tos reales? —jEsta dicho! Entro Enrique, un apuesto.y fornido chicarron. Enrique era estudiante y habia de Madrid tornado recientemente 4 su lu- gar al sabroso descanso de las vacaciones, con sendos suspensos en “Canénico" y en “Politico y en otras ramas del Derecho, important(simias al decir de los doctos y graves catedrticos. Pero he de adelantarme 4 declarar, para dejar bien sentada la simpética_personali- dad de Enrique, que si nuestro hombre no legs 4 compenetrarse jamas con Justinia no, aprovechs “ maravilla sus estancias enMadrid en todo lo relacionado con la vida alegre, despreocupada y nocherniega. Gayo y Papiliano le interesaron poco; los claustros de la Universidad central, Henos de erudicion y de sabidurta, alber- géronle muy contadas horas; los volumi- nosos, empalagosos y caudalosos libros de texto no se deshojaron en sus manos de libertino; no lleg6 4 darse cuenta aproxi- mada de lo que diferenciaba 4 los obispos de los subdiéconos, ni 4 un contrato de un cuasi-contrato, ni 4 las cuotas de los im- puestos, ni al poder Legistativo del Ejecu- tivo; pero conocia y diferenciaba bien vi- nos muy diferentes, y sabiase de coro dén- de podia encontrar mujeres de postin y cori lo suyo, capaces de ‘guitar la cabesa al amas descontentadizo y experto en estos amables desvarios de la juventud.. Era comunicativo y rumboso, jovial y pendenciero, simpatico, en fin, aunque un poco orgullosillo de su buena apostura y Ee su gallarda mocedad (jcomo si eso no pasaral), que tantos triunfos entre muje= tes de cierta clase habjanle conseguido fen los comedores de las Ventas del Espiri- tu Santo, atronados por la rinisica simpat camente callejera de los organillos y por Jas voces de hampones matonescos, y en los bajos alegres de la Bombilla, en las dlaras y castizas riberas del Manzanares, donde parece que de un momento 4 otro han de cesar el jolgorio y el bullicio ante ‘elmilagro de ver aparecer de nuevo, con su desabrochado leviton y bajo su enorme sombrero de copa, la figura venerable del muy amado D. Francisco de Goya y Luv cientes.. Enrique, en el fondo y no obstante su apariencia de inconsistencia y de levedad, ‘era cordial y bueno, y muy capaz de enju- gar una lagrima donde la descubriese, 4 riesgo de cualquier peligro para su bolsi- lo 6 para su persona. ‘Tenia, ademas, buen sentido de las co- sas, y por todo ello gozaba en el pueblo, entre sus amigos y cofrades, de una legtti- ma preponderancia. "Apenas hubo entrado, los que discutian se dirigieron hacia él carinosa y precipita- damente. _jSé tu depositario!—dijole uno. —zDe qué, Luis? _De doscientos reales que apuesto con Cesar d que no conquista 4 Clara, la moza del meson de Fuentesfrias. — Hombre! —exclamé Enrique. —2Qué mesén y qué moza son esos, que no oig0 hablar de otra cosa? '¥ el llamado Luis agregs: —,Quién? .Clara? Es verdad, que no la conoces ain. La mujer mas hermosa {que come pan en diez leguas 4 la redonda. —Figdrate—tercid César—j una golfa que duerme todas las noches con el pri mer arriero que se presenta, y que Luis se empefa en que es una mujer inconquis- table. No es eso lo que asegura Luis: el que hasta entonces habia callado. que Luis apuesta contigo, y yo también, es que ni él, ni ti, ni yo, ni ningin senorite, consigue de ella ni tanto asi, ni el negro de una una. Y senaldse la del indice, bastante negra por cierto. —iBueno!—agregé C van mis doscientos reales, Enrique, y que- damo: ar, — Pues ahi En que Ja apuesta esté en piel*— declamé enfética y alegremente Enrique, mientras se embolsaba los diez duros que le diera César —jAhi van los mios!—Y del bolsillo in- terior del chaleco extrajo Luis un mu- griento billete de cincuenta pesetas que también embolsdse Enriqu —jLo dicho!—exclamé Lui ‘9 dicho!—respondié César. —Y ahora una proposicion, sehores. Este casino es verdaderamente hérrido y extraordinariamente antipatico. El consor~ cio con usureros y politicos me apesta. A cambio de no codearme con ellos, prefiero comiprometer mi salvacién en la otra vida. Y digo “comprometer“, asf, en términos dudosos, porque tengo esperanzas de que alli arriba'se perdonan todos los pecados de amor. “Habla en cristiano, Enrique—insinué César, que no entendia bien. —En pocas palabras: gqueréis que nos pebamos una botella en casa dela “Luna- res‘? —|De primera! ;Y 4 la cuenta de César 6 4 la mia, 4 cuenta de quien pierda lo apostado! ¢Hace? —jHace!—dijeron todos 4 una. Y 4 poco estaban ya en la plaza, y se aventuraron por una revuelta y solitaria callejuela. mL La casa de la “Lunares* Casi 4 la salida del-pueblo, al fondo de una siniestra encrucijada, alz4base la casa de la Lunares. Era un edificio viejo y espacioso, con un amplio zaguan al frente, y un amable huerto a Ia parte trasera. Morada de hidal- gos, sin duda, en épocas gloriosas y leja- nas; santuario antaho del honor y de la bizarria,y hogafo refugio de mozas de par- tido, desvergonzadas y villanescas, y de castizas celestinas contumaces... Poco menos que frontero elevabase un enorme convento de monjas carmelitas. Y asi no era extrano, en el fragante mila gro de las mananas azules y doradas, oir los suaves cantos litirgicos, anos y sua visimos,con que las blancas palomas del Senor pedianle gracia y fortaleza, confun- didos entre las coplas canallas—algunas muy tristes, eso si—aque salfan de las abiertas ventanas del burdel, como rugi- dos de condenacién y gritos de bestia en celos, y estremecimientos carnales y sollo- zos de negra melancolia... Los cantos misticos y las sensuales co- plas—gozo del espiritu y gozo de la car- ne, inquietud de las almas puras y dolor de las almas emponzohadas—subian mez- cladas hacia Io alto, hasta el joyante azul del cielo, y quién sabe si alli se fundian en un solo gozo, en una sola inquietud y en un solo dolor, porque, al cabo, hamano era todo, y todo habia origen y arranque en idéntica preocupacién fundamental: en tactear entre las eternas sombras del mis- terio, en el obscuro laberinto de la vida, y en buscar 4 tientas, en esta noche cerrada del vivir, los bordes del sendero que ha de conducirnos al jardin encentado y flo: rido de la felicidad que ambicionamos... Enrique y sus acompafantes paréronse frente 4 la casa de la Lunaves, y repica ron por tres veces contra la puerta con el recio y herrumbroso aldabén. El eco repitié los tres aldabonazo: ‘Asomé 4 una ventana el perfil socarrénr y puntiagudo de una nieta de dona Trota- conventos: oscilé la lucecilla de un candil en una mano temblorosa y'sarmentosa, y- una voz meliflua, sibilante y cascada, pre- gunté: {Quien es? —jEspana!—contesté Enrique. (Una encrucijada;-casas de atireas pie- dras_y viejos escudos; un convento; una mancebia; unos mozalbetes holgazanes y fanfarrones; silencio; recogimiento; obscu ridad... Espana era, en efecto.) Les recibieron en la planta baja, en, una habitacion grande, en cuyo centro se ense foreaba una camilla de pino, y contra cu- yos muros alineabanse muchas sillas de paja. Sobre un sofa, que 4 trechos contaba su ruina por las bocas de sus desgarradu- ras rellenas de pelote, habfa un espejo apaisado y brillante. Abierto en el muro, en un rincén, un armario bien abastecido de botellas. Sobre el sofa descansaba una guitarra. Cuando entraron los “seforitos', habla- ban en Ia estancia una mujer y un hombre. Ella era joven y bonita. Daba pena enccn- trarla allf; tan muchachita atin, con unos labios tan fiescos y unos ojos tan inge- nuos... Elera uno de esos-incomprensibles y aborrecibles tipos de chulos, peinado con grandes tufos rizados, de mirada agresiva, de rasurado y patibulario rostro, y de boca alargada, dura y hendida como una nava- jada rufianesca... Uno de esos tipejos he- diondos, lepra de Espaia entera, que ha— cen pensar en que la mujer ser algo irre dimible mientras uno solo de ellos pueda seguir viviendo de su repugnante indus- tria, ‘Tras los’ “seftoritos“ entraron tres 6 cuatro mujeres y la Lunares en perso- na, alta y rara distincién de la que no po- dian ufanarse todos los parroquianos. _ La “Lunares* hizo un gesto imperativo al chulo, y el chulo, sonriendo humilde y bestialmente 4 los “seforitos“, salud6 con _Ia gorra, guiné un ojo 4 la mujercita que estaba con él, sefialdse al bolsillo del cha- eco, la murmuré al ofdo en lenguaje de germania:—jEstos avillelan lus; chanelay no seas primal—Y se dispuso a salir. —Quieto, Manitas!—le dijo César— ‘Cantanos algo y bebe unas cafas con nos- otros. __{O1é los senoritos castizos!—respon- did el Manitas.—jAqut estoy yo! ¢Qué hay que hacer?—Y se fué hacia la guitarra, y principié 4 templarla con sus manazas ho- rribles de delincuente nato. Corrié el vino y se enredaron las coplas y cayeron las sillas y estallé una loca y nerviosa alegria de ourdel.. La Lunares no daba paz 4 la mano descorchando botellas... Las mujeres, borrachas, jaleaban grose- ramente el ronco y quejumbroso cantar del Manitas, y una—bailaora de tablao allé por los tiempos moceriles de don Mariano Catalina—hacia como que destrenzaba un tipico baile andaluz con unas contorsiones sobresaltadas y unas genuflexiones ridi- culas... Enrique se acercé 4 la que antes estaba con el Manitas, 4 aquella muchachita si- Ienciosa, y fresca, que era alli, en aquel antro, como una flor en la sala de un hos- pital, y la pregunté refiriéndose al chulo, que ahora de nuevo prorrumpia en los grotescos aullidos de esas bellas coplas andaluzas que hacen intolerables los can— taores de flamenco: —2Quién.es ése? —{No lo conoces? Mi novio. —i¥ ta cémo eres tan idiota que quie-~ res un hombre asi? —A alguien tengo que querer. —¢Pero le quieres mucho? ‘Si no me pegase tanto...! —2Y te quita el dinero? —Por eso son las palizas. ~ Quien te ha tratdo aqui? —EL. —Tu, como te lamas? —Lolita. —No; de verdad. —Hortensia. Pues me das lastima, Hortensia. (Eres una imbécil! —Soy una desgraciada. Y Hortensia se encogié de hombros ymi- 16 4 Enrique con dulzura. El Manitas los acechaba con la vista, y los sonrefa de ve en vez, cuando le mira- ba Enrique, con una sonrisa de absoluto. cretinismo y de rotunda relajacién... Enrique torné 4 preguntar!: —4Te gustaria renir con él? —No puedo. Se vengaria. Quieres que'le eche de aqui? Es muy valiefite, y nos mataria 4 los dos. —iLe tienes miedo? —Mucho. — Viva el cante y los giienos cantao- s/—jale6 la Lunares descorchando otra botella y rematando la copla que canto el Manitas. Hacia él fuese Enrique muy decidido, y le cogié violentamente la guitarra. El Ma- nitas no se la discutié. Le sonrié muy amable y muy absurdo, y principio 4 de~ cir con aduladora entonacién de lisonjaz {Ole bien, y vamos 4 ver abil Pero Enrique hahia levantado en el aire la guitarra, y répidamente, velozmente, sin decir una palabra, la hizo astillas sobre la cabeza del Manitas... El revuelo fué maytsculo. Las mujeres, més borrachas cada vez, armaron una gri- teria ensordecedora. Una de ellas pusose de parte del Manitas y ofendia soezmente 4 Hortensia en sus sentimientos mas inti- mos-y familiares. Hortensia estaba palida y temblorosa.. El Manitas, tras vacilar y caer sobre el sofa, se alz6 4 poco, blasfemé, se arqued como un tigre, y sacé un cuchillo... La Lunares, abrazada 4 él, rugia y su- plicaba: -jEn mi casa nol En mi casa no! El Manitas, forcejeando con la Lunares, exasperado y palido, juraba y perjuraba- —iPor éstas, que m= quedo con él! jLe saco el corazon! jPor la salsé mial Los ‘sefioritos“ sujetaban 4 Enrique. Pero Enrique, siibitamente, se desembara- 26 de ellos, retiré con brusquedad 4 la Lunaves, y, sin dejarle tiempo para nada, descargé dos recios puftetazos en la cara del Manitas, que se ensangrenté. —iY ahora—grito con enérgica resolu- cion—si no te vas, te pego un tiro!—Y le apunté con un revélver. Las mujeres chillaron mas aun. El Manitas tir6 al suelo el cuchillo y es- ap6 comb alma que lleva el diablo. Hubo un momento’ de silencio y de asombro... iEscaparse el Manitds!... Sila Lunares hubiera creido que eso era posible, ya le hubiera echado ella mucho tiempo antes... —iVes qué valiente?—pregunté Enri- que 4 Hortensia. Hortensia seguta temblorosa_y pilida... iEsto s'ha arrematao! —exclamé la Lu- nares. —Ese Manitas es un pelmazo y yo mtalegro de que haiga habio quien Vhaiga ahuecao, porque es un mala sombra y un alabancioso sin formalidd y sin educacion. iQue se vaya armarle broncas 4 su madre! —1Eso esta bien dicho! —grits César. —Y tii—continus el ama dirigiéndose 4 Hortensia—, cuidao conmigo. ;Como sepa que has mentao ni por un casual, te pego dos patds y te pongo en /a del Rey! Y Hortensia, abrazada a Enrique, repe- tia con miedo: Todas hablaban a un tiempo. El alcohol las hacia delirar y sonaban las palabras roncas, incongruentes, sin atadero: y sin sentido, como si se hubieran lanzado al aire unas cuantas oraciones gramaticales, -y cada palabra cayese por un lado distinto del que fuera menester, casando con la menos propésito... La Lunares, Hortensia y Enrique, mas duefos de si, no entendian una palabra de todo aquello, =-(Total, maf ~dijo la Lunares.— Que esto s'arregla con otra botella, ty 4 vivirl —Buené; pero en el huerto—respondis Enrique. Y hacia el huerto salieron todos, trom- picando y abrazandose... El cielo estaba magnifico. Era un cielo de Junio, todo resplandor de estrellas. La noche era serena y tibia. Y el huerto tenia como un temblor sensual, el temblor de esas noches calidas, veraniegas, incompa- rables, perfumadas por un fuerte y pene- trante vaho de juventud y de vida... Todos fueron desapareciendo por pa- rejas, y quedaron solos Hortensia y En- rique Ella, tremula, amorosa, conmovida, le ofrecia su cuerpo gracioso y redondo, co- mo un palpitante trofeo al vencedor. Sobre el huerto daba una vieja galeria de madera, cubiert de enredaderas salva- jes. Sonaron gritos en la galeria... Repi- tiéronse los gritos, mas agudos, y apare- cieron sobre la baranda Luis y César, que trafan 4 una mujer despeinada, aterrada, encogida, completamente desnuda... La suspendieron en el aire, y ella se abraza- ba sus cuellos, implorando... El miedo la hacia ver el peligro, @ pesar de la bo- rrachera. — Qué vais 4 hacer? - grité Enrique. —iVeras como cae! —iUn aeroplano! {No! jPor Dios! jPor Dios!—suplicaba la infeli Enrique trepo hasta la baranda, cogis a la mujer y la entré en su cuarto. —jSois unos bestias!—dijo 4 sus ami- gos.—jMe voy! Estaban acostumbrados a obedecerle, y todos salieron con él. Ya en la puerta, Hortensia se colg6 al cuello de Enrique y le bes apasionada- mente en los ojos y en la boca. —jQue vuelvas! Que vuelvas!—te mur- muraba al ofdo—jEres muy simpatico y muy bueno! Salieron... Cerré Hortensia la puerta y queds un instante ensimismada... Alborea- ba el dia... Los rezos de las monjas carme- litas saludaban al sol naciente y cantaban A Jestis Crucificado. Hortensia sintié unas ganas inexplica~ bles de llorar, un vago deseo de rezar, un suave afan de bendecir, una inquietud dul- cisima. i {Todos querian 4 alguien!... gLlegarian 4 quererse ella y Enrique?... Si sufri6 al Ma- nitas, fué por que nadie mas que élla_ha~ bl6 de carifio en esta vida... Y ahora, sino volvia Enrique, siempre triste, siempre sola... No. Tenia razén Hortensia. La vida sin amor es. un péra- mo. Una cosa aborrecible y seca... A al- guien habia de querer... Iv Otra vez en el mesén. Luego que hubieron dormido unas c:ian. tas horas, y asf que les paso la borrachera, Cesar y Luis tornaron 4 enredarse en la disputa de si-el primero conseguiria 6 no conseguiria la carnal posesion de Clara, la moza del meson de Fuentesfrias. a Aquella misma tarde principio César 4 organizar su plan de‘campana. Exigid de sus amigos, ante todo, que ninguno habfa de acompafarle en sus visitas diarias 4 la venta, y que ninguno habia de ir alla apro- vechandolas horas en que él no estuviese... Pero pasaban los dias, ibanse los dine- ros del mozo con tiras de su paciencia, y Clara, saltando Sobre la trampa del cepo, libraba siempte la cafda. Risas, promiesas, peticiones, chanzas y hasta algin empelléncico que otro: encen- derle la sangre, eso sf; pero, al punto de parecer resuelta, sobrevenia algin obs- taculo que dificultaba el amoroso lance y que hacia prec’so su aplazamiento para el venidero dia... Enrique, preocupado con tanto oir ala bar la hermosura y lozania de aquella sin- gular mujer, inquiri6 y revolvis y husmes y llegé, ‘por ua! complaciente vieja del mismo pueblo de Clara, conocer el se- creto de su extrafa y edificante conducta. Y asi que todo lo supo, pensé que la moza del mesén era una mujer admirable. Enrique conocfa bien las “hazanas“ de los hacendados pueblerinos con mujeres de condicida humilde. Y eso de que una moza plebeya se erigiera en defensora de la clase, vengando. en 1a persona de los “amos* las muchas afrentas que 4 su cargo tenian, le parecié de una alta, sana y repa- radora justicia.. También él, de haber nacido mujer, se daria mejor a la recia acometividad de los gananes, que 4 la morbosa lujuria de los “sefioritos*. Habia en ello algo lozano, exuberante, equitati- vo, de un amplio y vigoroso sentido de la vida... 'Y Enrique se interesé vivamente en la aventura de César. Sentiase lleno de curio- sidad. Si Clara era capaz de resisfirle un dia y otro dia, de sonsacarlé dineros y de pagarle, al final, con un erudo y ejemplar escarmiento, como le aseguraron que ha- bia por costumbre, Clara era un gran tipo, na gran mujer. Aguella tarde se presenté César, ra- diante de gozo, en’el “Casino de la Amis— tad —2Qué?—le preguntaron. ;Pan comido! zCémo? —Bueno, todavia no. Pero ipan comido! Lamocita me ha costado una semana de hacer el cateto, y diez 6 doce psetas en propinas. Pero... pan comido! —jPues “me choca Ia mar’ Luis, entre compungido y rabioso. 'Y César, adoptando una actitud eémica, respondié enfaticamerite: —;Si apostar conmigo estas cosas ¢s coger los dineros y tirarlos: por la ven- tana! —Pero es verdad?—pregunté Luis, es- tupefacto. —jNaturaca hombre, naturacal—dijole César despectivamente. Y. anadio:—Es mas: que venga conmigo Enrique, que lo oiga de los mismos labios de Clara, por- que 4 ello Ia he comprometido; de esos labios en los que va 4 hacer locuras “un servidort; jservidor, peén y_picapedrerot 'Y luego—agrego guifianto picarescamen- te un ojo—, luego... jque nos deje solos!... iEsta tarde hade ser! —jEn marcha!—contest6 Enrique, cada vez més interesado en la apuesta. Y marcharon.. Estaba el campo como calcinado de sol. Era un calor de asfixia el que respirabase en toda la extensiGn de la llanura... Lentas ¥y graves, perezosas y monorritmicas, so- naban las romanceras tonadas de los gaha- nes, encorvados sobre las tostadas mieses, que también se curvaban angustiosamen- te, pretadas del oro de su grano, como si un maximo y definitive enervamiento esti- val amenazara tronchar los tallos finos y débiles... Ardian los trigales como lamas. Irradiaban un calor de hoguera. El ano entero parecia un incendio de sol, impla~ cable y rabioso... Déciles, mansas, cansinas, las parejas de bueyes poderosos y reflexivos giraban en derredor de las doradas y crujientes. parvas... Por los largos caminos, que rayaban de blanco el tono parduzco de la Ilanura, chi- rriaban los viejos ejes de unos carros grandes y Ientos que bamboleabanse en os baches con su urea y olorosa carga de gavillas. El campo tenia como un ritmo de brega y de vida, como un alentar sano y robus- to. Latia el vientre de la tierra, fecundada por los hirvientes besos del sol... César y Enrique, jadeantes y sudorosos, empujaron la entornada puerta de la venta y entraron sin aliento casi. Clara estaba sola cerca del mostrador reluciente, sentada en una silla de tijera, remendando un rameado y policromo de- lantal. Enrique, al mirarla tan apetitosa y tan garrida, se recrimin6 por no haberla cono- cido antes. Estab: hermosa de veras. El corpifio, medio desabrochado por el fuerte calor estival, dejaba al descubierto un cue- lo carnoso y atrayente y el nacimiento de unos pechos tersos, morenos y duros que arascender debian 4 campo y 4 salud, como dos perfumados montones de centeno... Los brazos, desnudos hasta mas arriba del codo, eran recios y torneados... Seria una delicia sentirse apresado en ellos, tan redondos y tan vigorosos, en la hora su. prema del placer... Caiala el abundante y negrisimo pelo en dos crenchas iguales, sobre la frente purisima, clasica, y anuda~ banse las trenzas en la nuca graciosa y sencillamente, atravesadas por largas hor- quillas detonantes.. Cantaba 4 media voz una vieja y pica~ resca copla que tenfa el encanto de a in- -genuidad rostica: ‘Cuando Hega sin arriero 4 una puerta de posada, primero que fo pregunta donde duerme la criada... Enrique, fijo en ella, la miré deseando- Ja, acariciéndola con los ojos. ‘La moza dejé de cantar su tonada, hizo- se la sorprendida y también les miré con fijeza, mimosa y codiciable... Luego varié de expresién, y en sus labios, hechos a la risa abierta y bullliciosa, se dibujé una sonrisa casi imperceptible, inquietante y cruel... Sonrid Clara, la moza del mesén, como hubiera podido sonreir, perversa y enigmatica, una Lucrecia Borgia con dis- fraz de campesina... —Buenas tardes, don César—dijo.— Pero jesmo trae compania?... ;Miren.qué malo. Clara pronuncié estas palabras ultimas -easi al oido de César, pero César respon— di6, en voz recia y alta: —Calla, mujer; si ya te dije que traeria un amigo. Es apuesta, como sabes. Ade- mas, que éste es de mucha confianza y puede saberlo todo. Y continué, variando el tono y adqui- riendo el de'un seductor irresistible: —iQuél ¢Entro después en la cuadra?. Clara hizo como que se sonrojaba, como que titubeaba un punto, y murmuré: —La palabra es palabra. Y luego, dirigiéndose 4 Enrique: —jMiren qué vergitenzal..—Y como s- bitamente resuelta 4 lo que fuera menes- ter:—Pero usté no se apure por tan poca cosa, que para todos habrd... Usté se llegue otro dia por aqui... Y rematé con un mohic de promesa y de sensualidad... Enrique estaba desorientado. —gDénde eS la cuadra?—-pregunts Cé- sai —jAh! gPero no sabe2.. Ve abi una puertica que hay en Ia parte trasera, don- de la noria... Y ahora vayase con su ami- go, que hay que urdir estas cosas con malicia, y vuelva de aqui a wedia hora, 4 escondidas, para que nadie recele. ‘Al salir pregunto César a Enrique: —:No es verdad que soy un tio de pri- mera? Y Enrique contesté suspirando: _Ella si que es una mujer de primeri- ‘sima! No-bien pasada la media hora, César lleg6, lleno de vanidad y trémulo de deseo, 4 Ia puerta que Clara le indicase, 4 la trasera del mes6n, mientras Enrique, muy. impaciente, le aguardaba en otra venta del camino. 4 César aplicé el ofdo, estuvo un momen- to dla escucha, empujé la puerta cautelo- samente, y crey6.oir como siseos... —iYa me esperal—se dijo. Y penetré andando en puntillas... La cuadra destinada al ganado era un lugar destartalado y obscure. Al entraren €l viniendo de donde diera el sol, nada se -vefa. Poco 4 poco la mirada se habituaba, y vefanse ya, mordidos atin por las som- bras, los perfiles huiesudos de las caballe~ rias y el ristico armazén de los pesebres. La cuadra hedia 4 estiéreol podrido... Era una pieza grande, con columnas de made- ra viejas y carcomidas, que, clavadas en el suelo terroso y desigual, Sostenfan el alto y envigado techo, donde, 4 trozos ruino- 508, habia como unos habiles remiendos de sarmientos... Entre el techo y Ia parte alta de las columnas formaban’sutiles y cenicientos angulos empolvados y grandes telaranas.. Cesar escuché... De all4, del mas lejano rine6n, venian los siseos.. Pero no... ya no le parecian siseos... Pa- Tecan suspiros entrecortados.. A medida que avanzaba, su extraneza iba subiendo de punto... Torné 4 escuchar, 4 tientas entre las sombras... Ahora sona- ban besos y jadeares de hombre y de mu~ jer... Si, no cabia duda.. Qué burla era aquella’ Principio 4 divisar, encendido de in- dignacién, y entrevié, sobre las piemas desnudas de Clara, los calzones de un arriero... Relinché un potro.. Los jadeares de Clara y los jadeares del hombie aquel eran, como el del potro, un mismo relincho de brutalidad.. —iAhora veras, gran zorral—grit6 exas- perado César, dirigiéndose hacia el rincon. Pero no bien hubo adelantado cuatro pasos, cuando sintié un pufo de hierro golpeandole en la frente... Quiso defen derse, medio 4 obscuras, sin ver claramen- te 4 su enemigo, y cay6 de un violentisimo empujén sobre un lecho de estiércol, de- bajo de los pesebres... Espantése una ca- ballerfa, y, de acertar con él, le hubiera destrozado 4 coces.. Una carcajada de Clara, prolongada y bestial, le hizo comprenderlo todo.. Aquello estaba preparado tal como ha- bia de suceder, y aquellos formidables pu- hetazos eran el precio que Clara puso al arriero para entregarsele.. Cesar, aterrado, buse6 la salida-y huy Cerca ya de la puerta, atin recibié una fortisima patada en los riniones... Se sintié molido y enridiculo, con rabia y con miedo... Aligeré cuanto pudo y eruz6 el dintel 4 gatas, en la mas grotesca y humilde pos- tura para un arrogante seductor profesio— nal. ra segufa riendo... Y otra vez, prendida en los brazos det fornido arriero, cayeron confundidos y ja~ deantes. Enrique, que habia ido acercéndose al mesén, descubrié de lejos & César, y, viéndole venir con tan dificultoso andar, tan arqueado y tan sucio, barrunté el mal Gsito... Le esperé entre irénico y compasivo. César, maltrecho y avergonzado, no pudo sino confesar, y se Io conté breve y angustiosamente. {Tienes ahf el revélver?—pregunts muy 4 desgana y mirando de rehabilitarse ante Enrique. —Calmate. Seria una locura, César. —Como quieras. ,Pero mafanal... ;Yo te juro que mafianal. Juraba, porque no sabia qué decir. Enrique hacia como que se fiaba de su valor. —iHombre, César, recapacital.. ladal jNo recapacito nadal... Y a propésito—continué variando de tono— Debias devolverme mis diez duros, ;por- que si encima, —Eso no. El azar es sagrado!—le atajo Enrique. —4Pero vas 4 contar la verdad?—pre~ gunté César espantado. —Toda la verdad, nd. —Bueno, adids, Enrique; y de la paliza, ni una palabra, jte lo suplico! —iNi media! César, todo lo ligero que un gran que- branto de huesos le permitia, tiré calzada abajo... Enrique no quiso volver con él, por no amargarle més con su presencia... Encendis filos6ficamente un cigarrillo, y de allt 4 poco vio como salia de Ia cuadra, con un mulo del diestro, el arriero aquel, y como montaba, de un salto, sobre la manta de colorines que le servia de mon- tura, y como se alejaba alegremente al trotar de la bestia... Luego salio Clara; rodes la casa, arre- glose las sayas, un poco revueltas atin, y entr6 por la puerta principal. Enrique apretd el paso —iNo vio 4 su amigo? Enrique, para ver lo que decia la moza, contest No. Nile veré por ahora. Yo soy de otro pueblo, jAhl ;S®—respondio Clara con un rayo de esperanza en los ojos, y riendo todavia.—Pues ya marché don César. Uste se legue otro dia por aqui. rraciasl... Eres muy amable... —Y usté muy simpatico. —Mira: 4 mi déjame de esas cosas... Toma estos cinco duros. gPero esto..? ¢Va usté a venir ma- fana?.. Santander. —A Ia cuadra, geh?... Ya te he dicho que me dejes de esas cosas. Guardate ese billete, y dame un vaso de vino. —Pero por qué me da tanto dinero? —Porque eres una mujer admirable. — Shiga telas, abanicos antiau | nua on onel6a: Hace abalone xpien | Spatates fotoarstiees, pianos | 2" maquina y reproduceto ot |_ESPIRITU SANTO. 24, FUENCARRAL, 45, TIENDA EL CUENTO GALANTE La mejor y mas barata de las Revistas literarias Publica todos los jueves una novela inédita ilustrada 4 dos tintas — NUMEROS PUBLICADOS 2Cual de los dos?, por Joaquin Dicenta. Mi hermana Antonia, por D. Ramén del Valle-Inclan. El Capricho de Estrella, por Antonio de Hoyos y.Vinent. Era El, por Francisco Villaespesa. Los Reyes pasan, por Eduardo Zamacois. La tristeza del burdel, por Emilio Carrere. Por Ia Ronda de Valencia, por Fernando Mora. Serafines de retablo, por Diego San José. Eleonora, por Rafael Lopez de Haro. Augusta, por D. Ramon del Valle-Inclan. ‘Amores que alld quedaron, por Benigno Varela. Se deshojé Ia flor, por Claudina Regnier. Una aventura de amor, por Emilio Car¥ere. Principes y cortesanas, por Prudencio Iglesias. La escueld de las coquetas, por Julio Hoyos. ‘Enablecimiento Upogrifce de [JUAN PUEYO.—Calle de Mesouere Romanos, aimero 94.—WADRID

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