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Reitia
humanidades y literatura

1
Zacatecas ¶ primavera de 2004
Reitia
humanidades y literatura

CONSEJO EDITORIAL
Jeanie Zackin, Gabriel Andrade, Sonia Viramontes,
Leandro Palencia, Carolina Acosta, Gerardo del Río,
Antonio Reyes Cortés, María Gabriela Montoya, Valeria Moncada,
Mauricio Moncada,Tarcisio Pereyra, Víctor Infante, Daniel
Hernández, Verónica Ortega, José Arturo Burciaga, Juan
José Macías, Rita Vega, Víctor Hugo Robledo,
Carlos Flores y Emilio Carrasco.

COORDINACIÓN
Efrén Alfonso García, Javier Acosta.

Reitia acepta colaboraciones en formato Word. Pueden entregarse en el


cubículo 9 de la Maestría en Filosofía e Historia de las Ideas, Centro de
Docencia Superior, torre II de posgrados o por vía electrónica a:

reitia@uads.reduaz.mx

La publicación de esta revista es posible gracias al apoyo de la Secretaría


de Educación y Cultura del Estado de Zacatecas

2
Reitia 3
Índice

PLÁSTICA
Fernando Jiménez 4 ex libris, pássim

POESÍA
Paul Scheerbart Kikakoku!, 3
Benjamín Valdivia Las montañas de la luna, 4
Muchachas, 5
Gerardo del Río Ah, oh, uh, 6
Irma Villasana Inu Zen Chia, 11

NARRATIVA
Blas García Ramona Jiménez, 13
Ricardo Anzaldúa Monólogo para un actor
enmascarado, 15
A. Clarion Dos que soñaron, 26

ENSAYO
José Arturo Burciaga Los combates de O. Paz, 29
Sergio Espinosa Proa De un preguntar sin
Esperanza, 36

3
F ERNADO J IMÉNE Z

Ex libris 1/4

4
P AUL S CHEE RBA RT

Kikakoku!

E koralaps!
Wiso kollipanda opolosa.
Ipasatta ih fuo.
Kikakoku proklinthe peteh.
Nikifili mopalexio intipaschi benakaffro
―propsa pi! propsa pi!
Jasollu nosaressa flipsei.
Aukarotto passakrussar Kikakoku.
Nupsa pusch?
Kikakoku buluru?
Futupukke ―propsa pi!
Jasollu.......¶

¶Paul Scheerbart. Nació en Danzig 1863 y falleció en 1915


en Berlín. El poema está incluido en su novela Ich liebe dich!
Ein eisenbahnroman (Te amo. Novela ferroviaria).

5
B ENJAMÍN V A LDIV I A

Las montañas de la luna

D onde le nace un río a la sustancia


estamos.
El silencio transcurre por nosotros
como sangre de la callada circulación.
No es la fiereza de la carne crudamente apetecida
sino la tenue levedad del espíritu del tiempo.
Tienes amor más allá de tus medidas,
emanaciones de la luz lunática
en medio de tu espejo.
Es la noche de siempre, la bebida
noche de claridad inusitada: te contemplo.
La luz te hunde irremisible por los bordes
de un manantial.
Eres feliz ahora en la distancia a que te llevo.
Para una perfecta soledad me basta tu presencia.
Sólo quiero que los pájaros, los grillos, el manantial
guarden silencio.
Sólo quiero que la luna en las montañas
no nos deje pensar.

6
Muchachas

P asan de largo las muchachas,


esbeltas como trozos de luz.

Como si con la tierra no tuviesen


un solo compromiso.

Pasan argumentando un calor:


la insomne verdad de su carne
en la que el tiempo, aún,
no echa raíces¶

7
G ERA RDO DE L RÍO

Ah, oh, uh

V ive, vivo, el alegre soplo del viento


La salobre mirada de la estatua
El azufre del corazón
Un Imán elevando la plegaria de la tarde
Ah cherh el quoloub mmm tadhkirat —al—
/awliya ah
Gibrel aparición y mirada
La mula y el ángel
La espada y la llama
Fathma y su dulcísimo cuerpo
Higo y vino del desierto
En la piscina y el hotel del Magreb
como dátil en espera de la boca
que disfrute su sabor,
lo sé y hoy no soy más sabio que ayer

8
pero en sus nalgas perdí rumbo
hechizado en el abismo de su coño
médano de sal y miel,
ahí comprendí la verdad en el sueño de opio,
y entregué mi cuerpo, como el cristiano
se entrega a Dios.
Si en los confines del cuerpo de Fathma
sólo se puede cantar aleluya
en los minaretes del Magreb, se repite
/la oración de la tarde.

Desde el principio tuve la certeza de que en tus ojos


Fathma se ve la tierra prometida
al oriente de las columnas Hercúleas.
Inútil corazón mío, esta petición de paz
inútil alma mía, que se detengan las bombas
si el peso específico de mi voz
lo acallan misiles Patriot,
pero lo que no es inútil
es la intangible presencia de la poesía
la siempre pálida luz
será suficiente motivo
para que haga acto de presencia
sí, Fathma con tu presencia todo inicia y termina
en la superficie finita de tu piel y las palabras,
/las miradas
y la luna en cuarto creciente a tus pies

9
son el bálsamo y la droga que me alejan del mundo
pero también me ubican en tu pequeñez
mientras tu presencia llena toda la habitación
afuera el mundo puede estar cayéndose a pedazos
y eso que puede importar
si nosotros ardemos en la flama y la llaga
por ello Fathma baste un leve roce,
/el aletear de una mariposa
para refinar esa teoría del caos
en nuestra respiración y las sábanas
que mañana serán tristes fantasmas
/mecidos por el viento.

La voz de Chavela Vargas desgarrándose


Yo siento tus amarras como garfios como garras/
Que se ahogan en la playa de la farra y el dolor/
y siento tus cadenas a rastras en mi noche callada.
Venga pues el caballito y se adueñe de mí
/la bastarda emoción
pregonar aquí está el corazón, ese potro feliz
/y desbocado
ponlo en tus manos, metrónomo para ritmar
la música de tu andar, el pulso de tu cadera
aquí está el corazón, la víscera doliente
con sus válvulas y arterias, sístole y diástole
pam pam, pum pum, redoble guerrero,
listo para iniciar la batalla amatoria

10
ten mi corazón, cardo de soledad
fuego fatuo, incandescencia de la tarde
el venenoso aroma de las gardenias
desfile de sauces en el arroyo
ceguera del destino, palabra del oráculo de Delfos
sí, aquí está mi corazón, la luna del perro enardecido
ten mi corazón que se ofrenda como el Xipe totep
en piedra de sacrificios o en tu lecho
para que lo entregues a Tezcatlipoca el negro
señor de los desollados
aquí está mi corazón faro de la tormenta
y su latido como un reloj
que anuncia la partida de los trenes
la llegada del invierno.

eh

Mirlos y gorriones hacen posible la alameda


Sin ellos no existe la primavera o el verano
La hoja que perdona el otoño
equilibrista solitario
atraviesa el Sena.
plomiza y fugaz la noche
regala a la ciudad su bufanda de niebla
Puedo decir te he caminado de punta a punta
en la embriaguez de la tarde
Sade canta King of sorrow

11
La mirada del niño abandonado
a su suerte en el bosque, donde el lobo
/fundó su reino
el leve crujir de la alfombra de hojas y raíces
ponen un nombre a su miedo
así querida mía el beso de la extranjería
que marcó mis labios aún palpita
/como paloma nocturna
que gira incansable en la luz de la lámpara de neón.
Porque en la brevedad de tu mirada cabe el universo
sólo puedo nombrarte para tratar de anular
/esa infinita distancia que te contiene
Y es posible tenerte en sueños febriles
que ciñen la claridad nocturna
en un vaso con agua del pozo
donde la tortuga de la infancia
devora lunas y agostos.
En esta hora que Orfeo enmudece y el mundo
se reinventa después de la lluvia
y no sé si es más bonito y perfumado
el árbol que crece en mi ventana es fiel testificación
tu aparición no es la profecía requerida del santo
vaso de agua para el sueño y la muerte.
Los versos de la canción de Sade duelen en la piel
giran en el sopor de la tarde:
I´m crying everyone´s tears.
Sí, pitonisa mía hoy es tiempo de lágrimas¶

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I RMA G UADA LUP E V ILL ASANA

Inu Zen Chia1

S éptimo enigma devórala:


Inocencia carcome mito con Dríada2.

Encuéntrala en la sangre de la nada,


refugio del burdel de Es, finge3.

Aprehende su coxis:
incita al ego a mascullar el Aver no4.

Y si s5 (e) revive, devórala:


Inocencia carcome mitocondrias.

1Luto del perro

2Llorona del bosque otomí no1’


3ofrenda la tona Edith Pica2’.

4Busca Mictlan con Fedro,


5fertilízala 3’ con la dan4’ a egipcia.

1’Reina Kali, gula perversa,


2’petrifica a Edith, gozo de Edipo.

3’Alá te exalte frente a Cristo,


4’recibe la manzana de su boca¶

13
F ERNANDO J IMÉN EZ

Ex libris 2/4

14
B LAS G A RCÍ A

Ramona Jiménez

C uando desperté ella ya no estaba, era normal. Hab-


ían estado tocando la puerta: —Necesitamos el cuar-
to— decían. Nunca fumé, y aquellas colillas en el ceni-
cero del buró me preocuparon (porque tampoco sentía
afecto por las chicas partidarias del tabaco).
—Debió hacerlo mientras yo dormía— me dije tran-
quilizándome.
Cerré los ojos.
—¿No me habrá robado? Abrí bruscamente y me
puse a buscar.
Sobre el sillón de dos plazas estaba un sostén negro
que parecía de niña de 12 años, pero eso sí, con sus re-
llenitos bien puestos.
—¿Dónde dejé el pinche pantalón?
Debajo de la cama encontré una minifalda roja y un
par de tacones del mismo color, y así fui recopilando
prendas: blusa negra escotada sobre el ventilador, calzo-
nes rosas con encaje y un osito de peluche bordado en-
tre las sábanas, bolsa roja con una enorme letra “G”
dorada en el centro, tirada en la alfombra y entreabierta.
—Esta puta no sólo se llevó mi cartera, sino hasta mi
ropa— dije apretando los dientes.

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Todo estaba en silencio. La puerta del baño estaba
cerrada, y era la última posibilidad de encontrarla o por
lo menos de encontrar algo mío.
Abrí algo nervioso; pero nada. Sólo condones usa-
dos en el bote de la basura y unas heces enormes en el
excusado que me hicieron salir rápidamente de ahí.
—Puta asquerosa— grité a todo pulmón.
Mi respiración se aceleró y comencé a llorar como si
me hubieran quitado mi juguete favorito. Ciertamente
era algo grave, pero no para tanto.
Estuve un buen rato preguntándome por qué dejó
sus cosas y concluí que seguramente era parte de una red
de ladrones bien organizados que se dedicaban no sólo a
robar pertenencias personales, sino que, en un acto de
cinismo, se disfrazaban con las ropas del afectado para
apoderarse también del vehículo del mismo y salir del
motel sin ningún problema. Lo comprobé asomándome
por la ventana. Me dejó a pie.
Revisando en la bolsa más a fondo, encontré lápiz
labial, sombras, delineador, un billete de cien pesos que
me causó confusión, condones y otras cosas de mujeres.
Todavía no se secaban mis lágrimas cuando comencé
a carcajearme:
—Vieja pendeja, olvidó su credencial— me retorcía
de placer.
Cuando me calmé, hice un esfuerzo inútil por recor-
darla debajo de mí. Hacía apenas unas horas que me la
había cogido pero no reconocía su imagen en la foto.
—Ramona Jiménez— susurré consternado.
—Pos no me acuerdo, pero ya te chingaste— finalicé
recostándome en la cama.
No sé cuanto tiempo pasó, llamaron muchas veces a
la puerta: —Ya es hora, chingada madre, te vamos a
cobrar doble— gritaban.
Yo estaba enloqueciendo. Vi en el espejo del techo a
una mujer. Miré a un lado, luego al otro y nada. Sólo
yo.

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Me puse de pie y descubrí con horror mi verdad:
“figura delgada, cabello corto, senos pequeños, pezones
grandes, sexo rasurado, caderas anchas, nalgas celulíti-
cas”.
—Ramona Jiménez— dije con suave timbre.
—Soy una vieja, soy una vieja puta— otra vez co-
mencé a llorar.
—Y celulítica— grité lleno de coraje.
Abrí las ventanas y la luz me cegó. (Aunque también
me iluminó). Ahora entendía la presencia del billete de
cien pesos. Pero, ¿por qué tan barata?
Al poco rato me vestí y tomé rumbo a la caseta del
motel (que me pareció muy familiar) para pedir un taxi.
Y mientras iba caminando recordé cómo me gustaban
los rancheros gordos que fumaban demasiado.¶

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R ICARDO E. A NZ A LDÚ A

Monólogo a tres caídas


para un actor enmascarado
En su Jaguar plateado iba aclamando
a la sensual deidad hecha princesa
al brillar de su capa fino manto

la oscuridad dormía controlando


el espectro de plata, la destreza
de un mito de verdad, ese era el Santo.

Osvaldo Ogaz Meléndez

¡ Me carga la fregada! Tanto esperar para que me salieran


con la misma tarugada de siempre: «Fíjate Queñito que el
papel se lo dieron a Loya, pero te tengo un monólogo a
toda madre» —se quita la ropa hasta quedar en calzón y
camiseta. Se acuesta sobre un sillón tomando el control de
la tele—. ¡Uta! —tira el control sobre una mesita— ¡Ya
me cortaron el cable! Primero el teléfono junto con el in-
ternet, después el celular, luego se me acabó el gas y ahora
el cable. Si la luz no me la han cortado porque no tengo
contrato. Siempre me he colgado del departamento del
Cholo y el agua va incluida en la renta. ¡Ya nomás falta
que me corten a los niños porque tampoco pagué la pen-
sión de este mes!
El papel se lo dieron a Loya. —Haciendo voz afemina-
da— El güey de Loya no sirve para una chingada, pero
con eso de que está bonito siempre le dan buenos papeles
y a él sí le pasan sueldo. A mí siempre me salen con la
jalada de «Según lo que entre en taquilla». —Se levanta
para tomar un cigarro y con tristeza ve que es el último
que le queda— Ya ni para Faritos traigo y ni a quién pe-
dirle prestado. —Forma una bolita con la cajetilla y la tira
tratando de encestar en una canasta imaginaria, se acuesta

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nuevamente intentando prender la tele, pero recuerda y
deja el control en la mesita, se levanta y da la vuelta por la
habitación sin encontrar que hacer— Se lo dimos al putito
de Loya —enciende el cigarro y fuma viendo al techo de
la habitación y repite en tono amargo—, el papel es para
Loya. ¡Me gustaría ver a ese pendejo actuando un monó-
logo!
—Toma unas hojas engargoladas y lee el título—«QUÉ
FLOJAS ESTÁN LAS CUERDAS» MONÓLOGO A TRES CAÍ-
DAS PARA UN ACTOR ENMASCARADO. ¡Ya ni la friegan!
¡Con ese pinche titulito no se van a parar ni las moscas! Y
para terminarla de fregar nadie conoce al güey que escri-
bió esta jalada. —Murmurando lee algunas líneas del libre-
to y gesticula conforme da la vuelta a un par de páginas—
Mm mm ¡No la frieguen! ¿Cómo quieren que le haga? Pos
me tendré que meter a un gimnasio o ya de perdis cantarle
un tiro al Cholo todos los días. Lo malo es que ese
cabrón sí me parte la madre en dos patadas. —Se queda
pensando mientras que busca un cenicero donde apagar el
cigarro, no encuentra y lo apaga en la pata del sillón, se
sienta frente a un espejo— Mm mm. —Sigue pasando de
párrafo en párrafo y regresa a una de las primeras páginas;
mirándose al espejo intenta varios tipos de voz— Yo no
lo quería lastimar. —Nuevamente— Yo no lo quería lasti-
mar. Ya todo lo teníamos rete bien estudiado, pero el pen-
dejo del Caníbal de Texcoco no midió bien y se dejó caer
a lo güey. Sentí reteculero cuando le tronaron los pinches
huesos. —Señala otro párrafo y nuevamente se pone a
repetirlo frente al espejo, ahora en un tono de ñero— No
hace ni quince días que el Dragón de Comodo le tumbó
un par de dientes con una voladora. Eso fue en La Piedad
o ¿En Tepeji? —Se levanta y camina cómo buscando al-
go— ¿Con qué?... ¿Una funda?... —Busca por todas par-
tes hasta que de una mesa toma una bolsa negra de plásti-
co— ¿Onde las dejé? —Sigue tratando de encontrar al-
go— ¡Siempre las pierdo!—Sigue buscando por toda la
habitación abriendo cajones— De seguro Loya ha de te-

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ner tres o cuatro —haciendo voz afeminada—, nunca
batalla para encontrar unas... como Loya siempre las en-
cuentra de volada a él si le dan los papeles chingones. —
Ahora con voz normal— Como el pendejo del Queñito
siempre anda rejodido y nunca las encuentra... —Mira
debajo del sillón y finalmente encuentra lo que buscaba.
Saca unas tijeras y les habla— ¡Pinches putas! Ustedes y el
chingado cortaúñas siempre me hacen lo mismo ¡Qué
afán de desaparecerse! —Se acuesta en el sillón y le hace
algunos cortes a la bolsa— El Dragón de Comodo. Pin-
che nombrecito. El Caníbal de Texcoco. Yo les pondría el
Esnupi de la Industrial contra el Cholo del Tres o el Do-
bletongo con-tra el Soldado de la Mármol.
—Termina de hacer los cortes y se coloca en la cabeza
la bolsa transformada en una máscara, se para frente al
espejo y le hace los últimos arreglos— ¡Estoy cabrón!
Quedé como Batman, pero sin orejas. —Trata de bajar un
pico que quedó en la frente— Y en esta esquina... con
ochenta kilos de peso, invicto y sin ninguna derrota. Pin-
che plionasmo. Invicto y sin haber perdido... en ninguna
arena... directamente desde Villahumada. El gran, el único,
la gloria del Asadero. ¡El Unicornio Negro! —Brinca
haciendo poses, de un montón de ropa sucia toma una
toalla y se la pone como capa y se pone a dar patadas al
aire, se para nuevamente ante el espejo y con el libreto en
la mano adquiere seguridad y define la voz y actitud del
luchador— Yo le advertí al Caníbal que si uno le reza a la
Santa Muerte y le promete una manda, a güevo se le tiene
que pagar porque si no ya estuvo que se lo cargó la chin-
gada. Le platiqué lo que le pasó a mi compadre Lolo que
debutó con el nombre del Yaqui y el güey era de Guana-
juato. Pos el nombre le dio mucha suerte y nunca se lo
cambió, ni cuando fue técnico ni cuando se pasó a los
rudos. ¡Qué bonito volaba mi compadre! Él me enseñó a
saltar desde la tercera cuerda y me dijo —cambiando de
voz—: «Mire compadre, cuando las cuerdas están flojas ni
le haga por saltar porque solito se va a dar en la madre.

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Las cuerdas cuando están flojas nomás sirven para estran-
gular al culero que le pongan enfrente o pa quebrarlo
dejándole ir todo el peso doblándolo contra las cuerdas.»
—Se levanta y se quita la máscara, se seca el sudor con
la toalla que se puso de capa y hace gestos de que huele
mal— ¡Pinche toalla! Neta que los trapos con los que se-
caba al Solovino estaban más limpios que esta chingadera.
¡Pinche vieja culera! ¡Mira que quitarme hasta el perro!
Nunca quiso al Solovino. Ni lo podía ver, pero a la hora
de los repartos hasta con el perro arrió. —Camina y toma
una fotografía enmarcada, ve la fotografía poniendo una
cara triste— ¡Cabrona, cómo te extraño! ¡Me haces tanta
falta! ¿Cómo olvidarte? Si todavía recuerdo tus vidrios y
espejos eléctricos, tu aire acondicionado, las llantotas que
te compré en El Paso y el sonido cabronzote de tus boci-
nas. —Se pega en la frente con la palma de la mano—
¡Pendejo! Se me quedaron doce de mis mejores cedés en
la caja. Hasta el que me grabó el Israel en el Private. Pon-
chis ponchis del bueno. El disco de bandas que estaba al
pedo para pistiar. Y el de Luis Miguel que nomás lo ponía
y las morritas aflojaban de volada. ¡Quién me viera hace
dos años trepadote en mi Ford Lobo! Y ahora que no me
alcanza ni para andar a pie.
—Busca por todos lados un cigarrillo— Un cigarro,
¡Un cigarro por el amor de Dios! ¡Un pinche cigarro! —
Termina por recoger la colilla del piso, le da una arregladi-
ta y la enciende, se acuesta en el sillón y se acomoda el
calzón— ¡Puto Loya! ¡Puta la abuela de Loya y puto el
perro de Loya! Seguramente ha de tener un frenchputl. —
Se levanta y toma con desgana el libreto, nuevamente se
pone a leer haciendo ruiditos con la boca, pasando las
hojas de cuatro o cinco cada vez— ¡Pinche luchador cule-
ro! No tiene Jaguar ni bemedobleú ni siquiera una caribe
convertible. ¡Escritor pendejo! Habiendo tanto carro cho-
colate bien pudo incluir una persecución en una caribe
convertible. Luego este luchador tercermundista no tiene
ni un minilaboratorio ya de perdis de la cuarta parte que el

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del Santo. Pos estaría chido que me tocara hacer una esce-
na con un par de morritas que se parecieran a Tere y Lo-
rena Velásquez, que se vistieran con minifalda mostrando
media nalga y con un escote enseñando tremendas chi-
chis. —Se queda pensando— ¡Sí chichis y nalgas! Nada de
mariconadas de pompis y bubis. ¡Chichis y nalgas! —Se
emociona— Aquí pondría unos tableros con un chingo de
foquitos, suitches, manómetros y un aparatito que haga un
zumbido y luego un bip. ¡Bzzz, bip! Entonces hago cómo
que entro. Tere y Lorena me la hacen de pedo porque el
jefe Rodríguez tiene un chingo tratando de localizarme.
—Sale de la habitación y vuelve a entrar con un paso muy
dinámico tratando de que la capa vuele un poco, hace la
voz de mujer— Pinche... pinche... mm… —Checa el li-
breto y pasa varias hojas— ¡Ah que la chingada! ¿Pos apo-
co no tiene nombre este güey? ¿Pos cómo se llama el lu-
chador del monólogo? El Caníbal de Texcoco es el güey
que valió madres cuando se dejó caer a lo pendejo. El
Dragón de Comodo es el culero que de un patadón le tiró
los dientes. El Lolo y el Yaqui son dos y uno mismo
¡Cabrón, nomás les faltó el Espíritu Santo! Bueno... ese
güey es el que le prometió a la Muerte no sé qué pedo
porque ya no le seguí con ése párrafo. El Esnupi de la
Industrial, el Cholo del tres, el Dobletongo y el Soldadito
de la Mármol los inventé yo, pero... —busca nuevamente
en el libreto— ¿cómo chingados se llama el pinche lucha-
dor del que la tengo que hacer? ¿Neta? ¿Apoco no tiene
nombre? ¡No máaamex! ¡No viene el nombre de este pen-
dejo!
—Se pone la máscara y se acomoda la capa, sale de la
habitación y vuelve a entrar, pero ahora se tropieza y se
levanta agarrándose una rodilla, mira hacia donde se supo-
ne que deberían estar Tere y Lorena —Par de pendejas les
he dicho un chingo de veces que cuando saquen el disipa-
dor de nubes bajas lo vuelvan a poner en su lugar. —
Haciendo como que revisa el panel de los foquitos—
¿Para qué chingados tienen prendido el transmisor dode-

22
caédrico? ¡Pura gastadera de luz! El transmisor era para
comunicarnos con nuestros contactos. —Piensa un nom-
bre y sale del apuro dándoles los nombres de unas medici-
nas que tiene en su mesa— Diclofenaco y Paracetamol. A
esos cabrones se los cargó la chingada hace casi medio
año. —Haciendo voz de mujer— ¡Noo, Diclofenaco,
noo! —Con su voz normal— Sí, Diclofenaco y Paraceta-
mol murieron combatiendo a la Momia de Coyoacán. Por
lo que veo... Diclofenaco era alguien especial en tu vida.
—Silencio, ahora haciendo voz de mujer— Cuando los
Chotacabros destruyeron nuestro planeta, Mekos, del cual
éramos princesas mi hermana y yo, Diclofenaco fue el
valiente guerrero que nos subió en una nave y despegó
unos segundos antes de que nuestro amado planeta explo-
tara disparando millones de frakmecos por todo el espa-
cio. Mi carnalita y yo los vimos desde la nave. Me acuerdo
que sólo dijimos aquello de «Mekitos lindo y querido si
morimos lejos de ti». En eso que chocamos con uno de
los frakmecos y pa pronto nos pelamos porque luego es
un pedo eso de llamar a los ajustadores y después llega
tránsito y terminan fregándote por no hacer el alto. Bue-
no... pos con el golpe se nos chingó la transmisión y nos
tuvimos que venir en pura primera y arrastrando una de-
fensa. Así fue como «llegasmos» a la Tierra. Aquí Diclofe-
naco fue como un padre para nosotras, un guía y un guar-
dián. Él nos enseñó las artes marciales para que nos pu-
diéramos defender; el origami, arte de doblar papelitos pa
las grapas y las técnicas del apretón de perrito y la del tru-
co de la tutsy pop para cotizarnos como agentes frilans.
¡Par de cabronas! De seguro ya dieron con mi cajón
ultramegasecreto. ¿Se atacaron mi mois? ¿Me dejaron pe-
rico para el bajón? ¡No mamen! No me dejaron nada y mi
diler el Charly ya no me quiere fiar ni una tacha. —Medita
un momento, intenta continuar, pero cambia de parecer—
¡Nel! Esta escena esta muy jalada y el balconiarse en tiem-
pos de austeritud no viene al caso. —Sale de la habitación
y entra nuevamente, pero ahora con cuidado de no trope-

23
zar; haciendo voz de mujer— Pinche... pinche... —Con su
voz normal— Quedamos en que este güey no tiene nom-
bre. —Con voz de mujer— Pinche... pinche Unicornio
Negro. El jefe Rodríguez ha estado tratando de comuni-
carse contigo ¿En dónde dejaste tu videoteléfono de pul-
sera? —Con voz normal— Lo perdí apostando con los
culeros del Santo y Blu Demon. Nos ahorcaron la mula de
seises al Perro Aguayo y a mí. Con ese cabrón no vuelvo a
hacer pareja porque los madrazos ya lo tienen muy apen-
dejado.
—Haciendo otra voz de hombre— Unicornio Negro,
Unicornio Negro ¿Ya llegó el Unicornio? Muchachas,
repito: ¿Ya llegó el Unicornio? —Haciendo voz de mu-
jer— Sí jefe, aquí está. Repito: Aquí está. —Con voz nor-
mal y mirando una pantalla imaginaria— ¿Qué pasó jefe,
pa qué soy bueno? —Haciendo la voz del jefe— ¡Oye,
Unicornio! ¡Pélale de volada a Almoloya! Los cíclopes nos
están acomodando una chinga. Repito: ¡Una chinga! Y
quieren entrar por uno de sus carnales. No sabemos si se
trata del Mochaorejas o si por el parecido sean carnales
del Salinas. —Con su voz normal— Pos nomás deme
chance de echarme un paliacate con Tere y Lorenita. Ya
van como tres películas que usted no me deja ni un rato
libre. Me trai tirando madrazos a cuanto vampiro, momia,
extraterrestre y espía llega a México. De perdis deje que
una de las muchachas se trepe en mi caribe convertible pa
que me toque un San Luis Blues. —Con la voz del jefe—
¡Nel cabrón! Repito: Neeel. Primero arréglame lo de los
tuertos de Almoloya y ya luego sacamos a las muchachas a
pistiar. —Con su voz normal, pero muy quedito— ¡Ira,
ira! Ya se acopló este güey.
—Se quita la máscara y la toalla— Bueno... y ¿qué
pasó con el Yaqui? Me quedé en algo de pedirle a la Muer-
te. —Toma el libreto y busca— ¿Posónde quedó esa chin-
gadera? —Busca un cigarro y termina metiendo la mano
en un bote de basura de donde finalmente saca una colilla
de tamaño aceptable— Eso de andar jodido la verdad que

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está de la chingada. ¿Dónde quedó lo de la muerte del
güey de Guanajuato? —Guarda silencio mientras que
hojea el libreto, luego se asoma a la ventana y se empieza
a vestir— Este encierro me va a volver loco. Se me hace
que ya ando hablando solo. —Busca dinero en todas las
bolsas de su ropa y no encuentra nada, durante todo este
tiempo se asoma por la ventana, busca dinero en las bol-
sas de la ropa sucia que está tirada en un rincón— ¡Pst...
pst...! —Chifla y grita— ¡Cholo! ¡Cholo! Regálame un ci-
garro. —Hace intentos por atraparlo— No güey. Así nun-
ca va a llegar. ¡Aviéntame la cajetilla! Eso —atrapa una
cajetilla y saca tres cigarros—, ¡gracias! —Avienta la caje-
tilla— Luego te lo repongo. —De nuevo hablando solo—
¡Ya chingué! Con estos ya la libré otra media hora. —
Enciende uno y fuma con deleite mientras se quita la ropa
de nuevo. Se acuesta en el sillón y trata de ver la tele y tira
de nuevo el control. Desde el sillón mira en todas direc-
ciones —¡Tere! ¡Lorena! Den una limpiadita que ya tienen
mi laboratorio todo regado cómo el planeta Mokos. —
Con voz de mujer— No güey, como el Planeta Mekos.
Orita que se termine la novela. ¡Ya le van a decir que el
bato que se anda tirando es su hijo! —Voz normal—
¡No pos está cabrón! Luego me dicen en qué quedó.
¡Oigan! Si habla el jefe Rodríguez díganle que salí a rifár-
mela con los cíclopes de un solo ojo. ¡Háganme ese paro!
Ya ven que aquel cabrón no sabe otra más que ordenar-
me: «Corre, ve y diler»
—Toma el libreto y lee sin cambiar la voz ni actuar—
Yo le advertí al Caníbal que si uno le reza a la Santa Muer-
te y le promete una manda, a güevo se le tiene que pagar
porque si no ya estuvo... —Sigue murmurando y salta uno
o dos párrafos— El Yaqui quería que se le hiciera lo del
contrato en Japón, así que le prendió su veladora y le rezó
a la Santa Muerte prometiendo que si lo contrataban para
pelear en Japón se tatuaría en el pecho la imagen de la
Santa Muerte. Cosa que acostumbran los devotos. Bue-
no... la cosa es que la Muerte es muy milagrosa y le conce-

25
dió el jale con los chinos y duró como medio año ganando
un friego de dólares. En muy poco tiempo el Yaqui se
convirtió en un ídolo para los chales y todos los viernes
por la noche se llenaba la Arena Nagawaki con un puta-
madral de chinitos que aplaudían como locos cuando el
anunciador Hiro Motohashi, el locutor oficial del canal
setenta «24 hrs. Wold glestlings», después de hacer un par
de reverencias gritaba muy serio (ay cabrón, nomás pa que
vean lo formales que son los japoneses que hasta para
gritar lo hacen muy serios): «Mekishko yin ana ta wa tai,
tai, tai yaqui san deska. Ona mae wa flom Mechico ji is de
gleit, gleit, gleit Yaqui. lets güiv jim oul güelcom». La gen-
te se ponía de pie para ovacionarlo, los aplausos se escu-
chaban a varias cuadras de la arena. Todo lo tenían tan
bien cronometrado, que en esos instantes llegaba el Yaqui
con sombrero de charro en una limousine blanca por la
avenida Yamaha.
Después del escándalo del antidoping y de estar impli-
cado en la muerte de la famosa cantante Kumiko Motoko,
el Yaqui le peló para México y en cuanto llegó le compró
su casota en San Miguel a la señora. Se compró una ca-
mioneta y a la otra le puso casa en Fresnillo, Zacatecas.
Pero nunca se acordó de hacerse el tatuaje y en una lucha
en Puerto Progreso lo picó un mosquito y en veinticuatro
horas se murió que de dengue hemorrágico.
—Se levanta y trata de servirse un café de una cafetera
y ya no queda, después intenta tomar agua de un garrafón
y tampoco queda— No, pos no es negocio eso de que
vengan Tere y Lorena. Vienen y me dan baje con todo lo
que tengo y luego ni pichan, ni cachan ni dejan batear.
Están peor que Rafa y Marrufo, esos cabrones vienen y
saquean mi refri, pero por lo menos llegan con caguamas
y hasta pichan el perico, pero luego quieren que me los
coja. Ya les he dicho que yo soy puñal, pero lesbiano.
Espero que no le recen a la Santa Muerte pidiéndole que
se les haga conmigo. —Se levanta y se pone la máscara y
toma su lugar frente al espejo, hojea el libreto y toma otro
párrafo— Apenas llegando de Nuevo Laredo me en-

26
contré con la novedad de que la flaca ya me había dejado.
Me acuerdo que yo venía bien madreado por un martinete
que me aplicó el Gorila. Él tenía comprado al réferi, así
que el muy puto se hizo el que no vio nada mientras que
yo quedaba tirado en la lona con el cuello todo jodido y
casi sin poder respirar. Las voces y los gritos se convirtie-
ron en un zumbido y todo se me ponía oscuro. Lo último
que recuerdo fue que el Gorila me pateaba y yo no podía
ni meter las manos. Cuando desperté en los vestidores el
promotor se había pelado con mi lana y le valió madres
dejarme todo jodido. ¡Algún día me he de encontrar a ese
hijo de la chingada y lo voy a tronar! En estos años que
llevo de madrina he aprendido mucho de los comandantes
y ya no me tiento el corazón por nadie. Con el primer
cristiano que despaché tuve que vomitar y perdí el sueño,
pero después le agarré gusto porque que es resabroso ma-
tar pendejos. —Hace cara de disgusto— Ya ni la chinga
éste güey. Ya me estaba haciendo a la idea de darle vida al
piche luchador sin nombre. Ya hasta lo quería mil, pero
ora sale con la mamada de lo sabroso que es matar pende-
jos. ¡Pendejo el güey que escribió estas pendejadas!

27
A. C LARION

Dos que soñaron

La discordia había tenido su causa en la herencia del


destino. Fue entonces que la hospitalidad dejó de ser
un asilo seguro. El mayor de los hermanos atentó con-
tra la vida del menor y la razón fueron los sueños.
Miguel presagiaba el futuro de su hermano en duer-
mevela, mientras que Samuel soñaba el pasado de Mi-
guel sin saberlo, pues ese conocimiento le había sido
vedado por su familia y los hados. El primogénito, con
ansia de conocer su pasado, clave de su origen y males,
empleó la persuasión y el engaño; la ponzoña no tardó
en alimentar su corazón.
El mérito de ambos, útil para cualquier mortal, no
significaba para ellos ningún prodigio. Miguel estaba
dispuesto a revelar el futuro, en cambio Samuel nada
sabía de la fortuna que por las noches hilvanaba, pues
nunca logró distinguir las experiencias reales de las
ficticias. Su mirar en la penumbra cortejaba a la menti-
ra; al tiempo que una imagen era realmente vívida, otra
se le cernía insulsa y placentera, pero ambas permanec-
ían dolorosas en el recuerdo pues a menudo le ence-
guecía la caída a un abismo mortuorio. Sin embargo,
nada había en ellas que probara cuál era real y cuál
mentira, aunque una y otra pudiesen ser mero engaño,
de ahí que los sueños se le tornaban vanos e inco-

28
nexos. A su memoria el pasado era sustancia muerta, el
futuro aún no existía y los sucesos del presente no
exigían comentarios, si acaso adolecían perturbaciones
someras, ya que los acontecimientos hablaban por sí
mismos. Cuando no se tiene la certeza de realidad se
vive como un fantasma. Al contemplar su azaroso es-
tado se veía envuelto por el tenebroso laberinto de la
duda y el desaliento.
En tanto, Miguel urdía con avaricia un ardid para
obtener el don de su hermano. Adivinó el futuro con
arte prestidigitador y desafiante. Robó el cetro a los
dioses y con artimañas procedió a su artificio sin tener
cuidado de su acto sacrílego. Tan importante le era el
delgado hilo de la memoria que su obsesión por reco-
nocerse en las figuras pictóricas del pasado fermentó
su ruina. Su petulancia y la aseveración de haber vivido
más tiempo que sus congéneres crecieron a la par.
Hiló como las parcas la trama de la existencia. El
destino le impidió ver el resto de su profecía, y sin sa-
ber el término de su empresa fue capaz de engañar en
un inicio a su hermano; pero una vez que Miguel osó
rasgar el velo del porvenir, la luz de la muerte cegó sus
ojos.
La madre lloró el infortunio de su primogénito; no
obstante ella conocía de sobra el misterio de la estirpe;
así que su consuelo fue la resignación y la espera de
que los mismo dones siguieran obrando en los vásta-
gos de Samuel¶

29
F ERNANDO J IMÉN EZ

Ex libris 3/4

30
J OSÉ A RTURO B U RCIAG A

Los combates de Octavio Paz

S u lugar en la literatura universal está ganado. A


pulso. El árbol más frondoso de las letras mexicanas,
el que cobijó tantos nidos y echó múltiples ramas que
llegaron hasta los territorios de las artes visuales, de la
historia, de la literatura misma y de otros quehaceres
del hombre, cumple este 19 de abril seis años de
haberse ido de este mundo. Pero es justo decir: Octa-
vio Paz se fue, está con nosotros.
Apenas empiezan los combates de Octavio Paz,
claro, no de su presencia física, la misma que se lió a
golpes contra unos españoles que brindaban en 1937
en un bar de la Ciudad de México, al grito de «¡Viva
Franco » (Paz, enseguida lanzó un retador «¡Muera
Franco » y se suscitó el pleito). Tampoco, la misma
que en un congreso de escritores en Valencia se arre-
mangó los puños para defender a uno de sus amigos
que estaba a punto de ser agredido. No, de esa no,
sino de la del espíritu de su obra. Él mismo sospechó
que se convertiría, después de cincuenta años de su
muerte, en una simple mención; y dentro de cien, un
nombre, un lugar de nacimiento y unas fechas, posi-
blemente equivocadas.

31
Uno de sus primeros combates fue librado al otro
lado del Atlántico, hace cinco años, en Madrid, capital
del país cuna de la lengua castellana a la que Paz dio
tanto lustre, convirtiéndose en «la conciencia del siglo
XX» como lo bautizó la comunidad intelectual de
Japón. En la Casa de América (qué mejor arena que
ésta para sus primeros combates) se dieron cita seis
pensadores: Rafael Argullol, Pere Gimferrer, Enrique
Krauze, José Miguel Ullán, Luis Antonio de Villena y
Mario Vargas Llosa. Ellos estuvieron dispuestos a ocu-
parse de la memoria de Octavio Paz, pero a costa de
señalar la crítica a un lado del recuerdo bueno o malo.
En el anfiteatro, lleno a toda su capacidad, un número
cercano al medio millar de personas escuchó las pala-
bras de cada uno de estos pensadores.
Como prueba de defensa, se escuchó la anécdota
de los jóvenes madrileños y el escritor mexicano.
Ellos, los de las últimas generaciones no conocieron
físicamente a Paz. Se hicieron intentos por llevar al
escritor a Madrid a principios del mes de enero de
1998. Paz, ante la imposibilidad de viajar, debido a su
enfermedad, les envió un mensaje a los organizadores:
«Díganle a esos jóvenes que la mejor manera de que
me conozcan es a través de la lectura de mis obras; ese
soy yo auténticamente». Primer argumento en el com-
bate por la permanencia en la memoria de los hom-
bres, primer triunfo contundente porque la figura de
Octavio Paz no ha comenzado a apagarse, no hay indi-
cios aún de lo que él presentía, comenzar a ser un sim-
ple motivo de mención.
Los argumentos auxiliares en ese primer combate,
fueron luengos y de fácil asimilación a la defensa, gran-
des escudos que decían su nombre de vez en vez: Paz,
un ensayista de gran luminosidad para cualquier perso-
na que lea su obra; Paz, escritor de poesía, siempre
orgulloso de sí mismo al decirse poeta antes que otra
atribución; Paz, el filósofo de las palabras, el pensa-

32
miento y de la metáfora; Paz, el defensor del oficio de
poeta. Y si alguien no cree, que lea su poesía. Después
de sus reflexiones sobre Paz, Luis Antonio de Villena
dejó el puesto de crítico, juez calificador o fiscal de la
memoria de Paz. Primer combate ganado.
Rafael Argullol, se inclinó también ante la figura del
Paz poeta: un ser con la capacidad para reflexionar el
acto creativo, comparado con la poesía de la creación,
la que se menciona en cada homilía dominical cristia-
na. Paz defendió una verdad, muchas, pero con nota-
ble coherencia interna que alimentaba su palabra. Blan-
co es un poema deslumbrante, ya se le vea como un
poema mismo o como una reflexión filosófica. Y en
esa puesta de simbiosis fueron más radicales Luis Cer-
nuda, Rainer María Rilke o Paul Valéry. Segundo com-
bate ganado.
José Miguel Ullán se refirió a sus ideas políticas, a
su posición con respecto al socialismo y a las teorías
del comunismo. Y dijo Ullán que, seguramente, mu-
chos pensadores, desde los años cuarenta hasta los de
los ochenta, no estuvieron de acuerdo con Paz (y así
fue de hecho). Es más, lo condenaron cuando denun-
ció que había descubierto la verdad sobre los campos
de concentración del archipiélago Gulag. Otras veces
se le criticó por posturas opuestas a la ortodoxia del
pensamiento político, religioso o intelectual. «Siempre
lo estuvimos condenando por algo»; pero al final de
cuentas, cuando el muro de Berlín cayó en 1989, cuan-
do ya habían pasado la Primavera de Praga y la Revo-
lución de los Claveles en Lisboa y tantos otros aconte-
cimientos que descalificaban —no al sistema socialista,
sino a sus equivocados agentes— la historia se encargó
de dar la razón a Paz. Tercer combate: ganado.
Pere Gimferrer, sin necesidad de leer un texto, en
un discurso pausado, en ocasiones confuso por una
renuente dicción, discurrió sobre Paz el hombre-
escritor. Con un recorrido por algunos acontecimien-

33
tos importantes en la vida de Paz, Gimferrer aplazó a
la figura del escritor mexicano para presentarse como
un hombre que había jugado a la guerra en los tiroteos
de ciudad universitaria de Madrid, durante la guerra
civil española; o el que había renunciado a escribir una
novela porque «no se le daba eso»; o el que se había
puesto en el ojo del huracán cuando renunció a la em-
bajada de México en la India por los acontecimientos
sangrientos de octubre de 1968 en la plaza de Tlatelol-
co. Y luego el dictamen final de Gimferrer: «Paz nunca
envejecía, se puede ver a través de su obra». Sí, siem-
pre joven, siempre triunfante, hasta en los combates
más difíciles de la palabra, aunque ya no esté presente
físicamente. Paz: cuarto combate ganado, sin ver, sin
escuchar, sin hablar una sola palabra. «Su obra habla
por él; se defiende por sí sola», murmuró alguien del
público.
El quinto turno en la palestra fue para Enrique
Krauze, el mismo que en años anteriores había escrito
un artículo apabullante y cruel contra Carlos Fuentes,
el mismo que debió ser el hijo putativo Paz en sus últi-
mos años. Carlos Fuentes ni las manos metió. Cuando
aquél artículo inicio su transito en los círculos del pen-
samiento en México, Paz estaba en Francia; pero, lo
extraño fue que no dijo gran cosa al respecto. Debili-
dad del gladiador o, más bien, retroceso para atacar
con más bríos. Lo cierto es que ya nada fue igual: Car-
los Fuentes y Octavio Paz se distanciaron a raíz de ese
momento. Pero Krauze, en el anfiteatro de la Casa de
América, no abonó más palabras respecto a esa debili-
dad como prueba contra la memoria de Paz. Eso
hubiera significado haber revertido la acusación contra
el fiscal, en lugar del Paz cuestionado o bien recordado
en ese momento. Y Krauze y su especialidad: la bio-
grafía histórica. Y el heredero de la tradición de la re-
vista Vuelta apoyándose en la figura del viejo patriarca
Irineo Paz, abuelo de Octavio, para desarrollar un dis-

34
curso histórico biográfico. Y el director de Letras Libres
diciendo que el poeta también tenía espíritu de revolu-
cionario porque el mantel del comedor de su casa olía
a pólvora. Y el dueño de Editorial Clío empleando un
concepto que pocos españoles entienden y que el pro-
pio Paz inmortalizó en su Laberinto de la Soledad: «Paz
era un chingón». Y Krauze recordando al hombre con
el que convivió casi veinte años: «Una vez dijo Octavio
que ojalá hubiese un Sócrates que defendiera a México,
que no perdiera la vida por nada». Y, por último, las
palabras de Krauze, recurrentes en la figura centralista
de la capital del país, haciendo a un lado todo lo que es
geográficamente marginal: «Valle de México, la expre-
sión que iluminó a la infancia, la adolescencia y toda la
vida de Octavio.» Culminar en la memoria del escritor:
«Marie-Jo, tú eres mi Valle de México» Qué gran prue-
ba de triunfo. Octavio Paz, quinto combate ganado y
cero derrotas.
Mario Vargas Llosa, el escritor peruano nacionali-
zado español, que se hizo famoso en México por aque-
lla frase de que en México se vivía bajo la dictadura
perfecta del PRI. Él, entrañable amigo del escritor re-
cordado, apeló a la memoria del Paz político, del
buscón de las discusiones fuertes y las opiniones con-
troversiales y violentas; pero que los adversarios y ene-
migos seguían con interés y respeto. No podían faltar
debilidades de quien habla: Vargas diciendo que Piedra
de Sol, el imponente poema de Octavio, era su libro de
cabecera en la juventud; que Octavio había sido criti-
cado por algunas de sus opiniones políticas (Vargas
cayó en argumentos ya superados) pero que, irreme-
diablemente, todos recurrían a esa opinión porque
siempre se caracterizó por seria, lúcida, responsable y
con conocimiento de causa. Así como los sucesores de
Lázaro Cárdenas acudían a éste en busca de un conse-
jo en asuntos cruciales, así también acudían los últimos
presidentes priístas al consejo de Paz. Y luego, en rela-

35
ción con esto, lo que nadie había tocado sobre la me-
moria del poeta: su figura se enturbió un poco en los
últimos años de su vida por su cercanía con el Partido
Revolucionario Institucional. ¿Dedo en la llaga? Y de
paso, Vargas Llosa criticó, ya no a Paz, sino a los parti-
dos políticos de México (crítica que sigue en plena vi-
gencia por conocidas razones y acontecimientos que
continúan suscitándose ante el estupor y el asombro
que todavía les queda a los mexicanos) «promotores de
todas las desgracias del país por cualquier punto que se
vea». No, no era una declaración de no principios polí-
ticos de México. Era un homenaje al poeta y algunos
no lo entendieron así, como Francisco Labastida
Ochoa, fracasado candidato presidencial en las eleccio-
nes de 2000, que estuvo presente pero que abandonó
el recinto de Casa de América, antes de que finalizara
el acto. Un homenaje vestido de combate que así ter-
minó: Mario Vargas Llosa reconociendo que, pese a
los posibles yerros de Paz, éste fue un poeta y un en-
sayista de lujo, de los mejores que ha dado la lengua
castellana.
Esa primera serie de combates del espíritu poético
y reflexivo de Octavio Paz, demostró que su recuerdo
no quedará en el olvido, ni será sólo un nombre, una
referencia literaria de enciclopedia y con fechas equi-
vocadas. Será siempre un combatiente de la palabra, a
través de su perenne y fecunda obra¶

36
F ERNANDO J IMÉNEZ

Grabados 4/4

37
S ERGIO E S PINOSA P ROA

De un preguntar sin esperanza

E l arte termina en el momento en que cesamos de


preguntar. Pero esto ocurre porque, paradójicamente,
no estamos en posición de interrogar. El que interroga se
funda en un poder, así éste no sea otro que el poder de
ser comprendido por aquello que es interrogado. Na-
die pregunta esperando como respuesta el silencio o la
indiferencia. Al preguntar, ya soñamos. Imaginamos
que lo interrogado se da por aludido. Pero, al mismo
tiempo, el solo hecho de formular una pregunta nos
aleja imperceptible e ineludiblemente de aquello de lo
cual, en confianza, ingenuos y arrogantes, esperamos
una respuesta. ¿Por qué ese color de viejo incendio en
las montañas, porqué la luz retorna así desde ellas, por
qué, para acabar, esa luz y esas montañas? No hay mon-
taña ni luminosidad que respondan. Preguntamos, en
vena metafísica, por qué el ser, y perdóneseme, pero el
ser nunca, y la palabra es fuerte, nunca responde. Sin
lenguaje no hay mundo, pero sano será también reco-
nocer que el mundo guarda una como extrañeza o asi-
metría —radical, no accidental— respecto de las pala-
bras, de los números, de los signos: de nuestras marcas
en su superficie, en lo que del mundo hay de expuesto.
El mundo es nuestro mundo —y nada más. ¿Qué pasa
con lo que queda fuera de ese nuestro? ¿Si no es nues-
tro, no es?
38
Quizá las cosas del mundo estén sordas, o ciegas,
pero en ocasiones dan la impresión de doblarse, de
ceder ante nuestro preguntar. Quizá nunca sepamos
porqué hay ser y no más bien nada, pero entretanto
sabemos que ¡vaya si hay ser, y vaya si hay nada! Esta-
mos por constatar que no era cuestión de elegir. El
telescopio Hubble, fuera de nuestros planos vitales,
muy por encima de la atmósfera terrestre, registra y fija
un ser cuyo terrorífico esplendor implica íntimamente
a la nada: una belleza espantosa, un orden cósmico que
destruye —o engulle— toda noción de orden y de cos-
mos. La pregunta metafísica no retrocede ante ese ser,
pero parece como si ante lo infinito se le encogiera un
poco el corazón. Es natural. Ella intuye que en el mun-
do siempre hay lugar para comenzar a concebir lo in-
concebible.
Este lugar, digámoslo sin remedio en tono dogmá-
tico (o apocalíptico), es el espacio del arte. Es el mis-
mo espacio de la pregunta, pero, si es arte, y esto quie-
re decir ante todo que no es (sólo) técnica, se trata de
un preguntar sin esperanza.
Concebir lo inconcebible no equivale a llenarlo —a
anularlo— con un contenido positivo. Lo inconcebible
no se remedia con «cosas», ni con «hechos», ni con
«señales», menos aún con «imágenes», o con «ideas», o
con «fórmulas». Lo inconcebible —que es siempre
aquello que se presagia— no se «resuelve». El arte —lo
que hay de «estético» en la experiencia y en la acción
de los hombres— no es precisamente la falta de senti-
do, sino la experiencia de su evaporación, de su aban-
dono: su regreso a lo incontenible, a la muerte: a la
muerte, en particular, de lo representable, de lo que
cabe en una Idea.
En esa muerte, en ese fin se abre un lugar inespa-
cial, inextenso, pero virtualmente infinito. Irrellenable.
Un «fin sin fin», según la admirable Crítica del Juicio. Un
algo indestructible, según la admirable sensibilidad de
Kafka. Allí nacen, y allí retornan, insaciadas, exhaustas,

39
todas las preguntas. El poder de preguntar retorna en
algún momento como pregunta por el poder, por el
poder mismo de preguntar, y en esa pregunta, en ese
casi desquiciado preguntar, el mundo se estremece en
cuanto mundo: en cuanto objeto y origen de la pregunta.
Cuando la pregunta no es medio de un interrogato-
rio o reactivo de un cuestionario, cuando la pregunta
es el sacrificio de toda interrogación, el efecto, muchas
veces maravillosamente involuntario, es la obra, la
obra de eso que a duras penas alcanzamos a identificar
como «arte», o como «poesía».
Si esto es cierto, tenemos que prepararnos para
admitir que la religión no es, nunca lo ha sido, la ma-
triz de la filosofía, la ciencia y el arte. El arte ha sido lo
primero, pero esa primordialidad o inicialidad no se
sostiene. De sostenerse, lo hace por fuerza en el vacío:
en ese vacío perfecto del que nos ha hablado, entre otros,
Stanislaw Lem. Al no sostenerse, el arte deviene religión,
es decir: ciencia.
Digamos entonces que, mirando desde un recodo
en el cual ciencia y religión muestran todas sus cartas,
en el cual confiesan su complicidad de fondo, la dis-
tancia que las separa del arte es justamente el espacio
que media entre la pregunta sin esperanza y el interro-
gatorio con sentido: con (un) fin. La ciencia rara vez —
lo ha hecho, por fortuna lo podrá seguir haciendo—
pregunta estupideces. Es decir, tomando el exabrupto
en su fuente: preguntas que no admiten respuesta. Pre-
guntas que nacen en, y vuelven, sacudidas por un ex-
traño temblor, al estupor.
Dicho de otra manera, las preguntas de la ciencia
son, necesariamente, las preguntas de la institución.
Institución, se entiende, del sentido y de la ley: institu-
ción del mundo. Y el mundo, o es para todos, o no lo
es para ninguno. Es mentira que cada cabeza sea un
mundo. El mundo es, porque no puede haber otro, el
mundo de todos, el mundo del Todo.

40
Nada habría de malo en este modo de preguntar, si
no fuera por el hecho de que ciencia y religión heredan
y consagran un preguntar necesario y suficiente. Social-
mente, culturalmente, institucionalmente necesario y
suficiente. La interrogación de la institución confisca y
pavimenta —esa es su tarea— el espacio desgarrado y
siempre en retroceso de la pregunta. De la pregunta
exiliada y sin esperanza, aquella dentro de la cual,
según creo, puede articularse eso que a falta de pala-
bras llamamos arte.
El arte termina en el momento en que cesamos de
preguntar, pero no todo preguntar abre o adelgaza o
torna porosas las paredes de la institución.

Que el arte sea anterior a la religión (y a la técnica)


significa también que es el lugar originario de lo que,
una vez más por falta de palabras, denominamos sabi-
duría. Con esta palabra querría designar algo muy dis-
tinto del saber, algo situado práctica y teóricamente en
sus antípodas. Si el saber nos conecta con y nos ata al
mundo, si el saber, como celebraba el Bacon de la Ins-
tauratio Magna, es poder, la sabiduría del arte es un co-
nocer por omisión, o, mejor dicho, un saber omitido. El
arte es básicamente el arte de la elipsis. La sabiduría
nunca dice, o, al decir, nunca termina de decir. No hay,
no puede haber, una sabiduría cerrada. Es un puro co-
menzar, un puro retornar. Sin fondo. A cielo abierto.
En este sentido, nada hay menos sabio que una enci-
clopedia. Nada más ignorante —e interesado— que el
saber de las ciencias y el consuelo de las religiones.
La sabiduría tampoco es un saber correcto. No nos
hace «mejores», si este término sugiere la idea de llegar
a ser buenos ciudadanos: de comportarnos como fieles
en (su, nuestra) comunidad. Hay algo catastrófico y,

41
por así decirlo, demoníaco en toda sabiduría. Catastró-
fico en el sentido de la distorsión y del enrevesamien-
to: de la torsión. Y demoníaco en el sentido evangélico:
presencia o anuncio de lo múltiple y de lo irreductible
a la ley dentro de la ley y del uno. Marcas de lo insubor-
dinable.
La sabiduría del arte es, ante todo, ante el todo, una
privación: un plegamiento, la huella que encubre o
recubre un secreto inviolable. «No conviene», amones-
ta un poeta catalán, «que digamos el nombre / del que
nos piensa más allá de nuestro miedo». Al margen del
aura teográfica de estos versos, se concederá que la
sabiduría poética es en gran medida el arte de no decir
ese nombre, de mantenerlo indefinidamente en su go-
zosa y escarpada cripta. Y no decirlo no porque una
sacrosanta ley se nos imponga, sino justamente por-
que, para los hombres, no hay ley que impida el nombrar.
El nombre, la palabra, es un bautizo de fuego. Distin-
gue sólo para mejor poder borrar la diferencia irreduc-
tible entre los seres —y en el interior de cada uno de
ellos. A la inversa, la sabiduría consiste en saber callar,
en modular y en escanciar la furia de las palabras y de
las imágenes.
Consiste en resistir el mortal poder (y saber) del
signo.
Esta resistencia no puede evitar ni escapar al traba-
jo de los signos. El arte no es silencio. Es su mensaje-
ro, y el mensajero se mueve casi por entero en el entra-
mado de los signos. Casi, porque la obra de arte no es
un trazo que vaya de la voz a lo innominado. En abso-
luto se refiere a una colonización. Esto puede sonar
místico, pero se insistirá en la convicción de que el arte
no es una expresión —una extensión— de lo humano. El
arte es la sabiduría que siempre viene ya de vuelta. De
vuelta de ninguna parte, de donde no hay nada por
conocer. Nada humano podría prosperar sin abrir el
corazón y donar la palabra a todo aquello que nos

42
huye. La sabiduría del arte es, así, el efecto de una des-
viación y el testimonio de una oblicuidad: la frágil con-
sistencia de un pensar al sesgo.
La pregunta que ve alumbrar a la obra de arte es
una pregunta indirecta. Lo primero que sabe es que lo
interpelado no se encuentra en un mismo plano. La
pregunta en la que florece la obra no se halla en el mis-
mo plano en el que se hallarían las respuestas. Ese pre-
guntar es una exposición, en el sentido literal del
término. Por eso toda obra tiene, en su natural discre-
ción, algo de obsceno. Da lugar a una insinuación, da
lugar a lo siniestro, da lugar a lo que no ha lugar. Cada
obra es, destinalmente, el naufragio de la obra. Cada
obra instaura el mundo en el mismo movimiento y con
el mismo gesto en que expone o exhibe su contingen-
cia: su gracia.
El arte cobra conciencia de sí en ese desviarse, en
ese leer el mundo a sabiendas de que si el mundo es
legible lo es porque los hombres han escrito previa-
mente en su epidermis todo lo que necesitan para no
desesperar. Lo han escrito a hurtadillas para enseguida
reconocerse en su especularidad. Preguntar, en este
cerco, equivale a conjurar la amenaza de las pasiones;
siempre nos será difícil, angustioso, soportar la sole-
dad.
Una lectura del mundo que tiene por premisa la
inicial y final ilegibilidad del mundo: tal es el espacio de
lo que llamamos arte. Escuchemos, para saber de qué
estamos hablando, uno de los pasmosos poemas sin
título de Emily Dickinson:

Hay un cierto Sesgo de Luz,


las Tardes de Invierno —
que oprime, como el Peso
de los Cantos de la Catedral —

Una Celestial Herida nos inflige —

43
no deja cicatriz,
sino diferencia interna,
donde los Significados, son —

Nadie puede enseñarlo — Ninguno —


éste es el Sello de la Desesperación —
una aflicción Imperial
que nos envía el Aire —

Cuando llega, el Paisaje escucha —


las Sombras — contienen el aliento —
cuando parte, es como la Distancia
en la mirada de la Muerte —

Se observará, marginalmente, que, en el poema, en este


poema, el lenguaje cobra una calidad espectral, pero,
sobre todo, que exhibe una tonalidad esponjosa. Repa-
remos en el detalle de que no hay puntos, no hay, en
absoluto, un punto final. Son espaciamientos, interrup-
ciones, blancos, suspensiones del aliento, pausas: rit-
mos. Ni ideas, ni mensajes, ni imágenes. Aunque, por
supuesto, hay también todo eso. La crítica literaria se
deleitará —por mandato institucional— en los tropos,
en las alusiones, en los velamientos, en las influencias,
en las metáforas. En su «musicalidad», claro, pero prin-
cipalmente en su significado. El poeta no sucumbe, no
puede sucumbir al delirio de las palabras.
No tengo la intención de contradecir a la crítica.
Ella hace su trabajo, y ese trabajo es útil y hasta nece-
sario. Pero no puedo privarme de sostener que, por
regla general, se le escapa algo esencial. Lo esencial del
poema —lo esencial del espacio del arte— es que en él
resuena lo que no puede ser dicho, ni visto, ni imagi-
nado. El arte es, en parte, una expresión del hombre,
pero en esa expresión no es lo humano lo que queda ins-
crito y expuesto en la obra. Quiero decir que en su
lenguaje se da lugar a la muerte: pero no a la muerte
como idea o como representación, ni siquiera a la

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muerte como experiencia, sino a la muerte del lenguaje.
Y esto significa: la muerte del hombre. Su fin.
El arte, de maneras siempre extrañas y cambiantes,
siempre en fricción con el hábito y la corrección, esce-
nifica el fin de la escena. Juega en la potencia y en la
inanidad de todos esos signos merced a los cuales
hemos hecho de lo que es —y de lo que no es— un
mundo. Un mundo, es decir: un teatro.
El saber sabe que todo se ofrece a nosotros en el
círculo encantado del mundo, en el teatro donde las
cosas pueden ser representadas, interrogadas, traídas a
comparecencia. La sabiduría sólo sabe que eso que se
esconde en la palabra “ser” —o en las palabras “Aire”
o “Distancia” de Emily Dickinson— no es (del todo)
algo que pertenezca al mundo y circule para siempre
jamás dentro de él.
Por eso su preguntar es anterior a, y libre de, toda
esperanza¶

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Colaboran en este númer o

FERNANDO JIMÉNEZ LUÉVANO. Seleccionado en los concursos La Jo-


ven Estampa (Cuba, 1997), y en el Internacional de Ex libris Leonardo Da
Vinci (Italia, 2000). Fundó y dirige el taller de grabado La Giba.

BENJAMÍN VALDIVIA. Narrador y poeta. Su obra ocupa un lugar destaca-


do entre las letras mexicanas contemporáneas. Premio nacional de literatu-
ra Jorge Ibargüengoitia y Premio Internacional Nuevo León.

GERARDO DEL RÍO. Escritor y pintor. Es autor del poemario Memorias de


lo cotidiano. Praxis/ Dos Filos, 1989. Profesor de Español.

IRMA GUADALUPE VILLASANA. Zacatecas, 1983. Ensayista y poet(is)a.


Descansa de leer comics en la escuela de Letras. Asiste al taller literario de la
UAZ.

BLAS GARCÍA FLORES. Ciudad Juárez, 1975. Asiste al taller literario del
Instituto de Cultura de Chihuahua. A publicado poesía y cuento en la re-
vista Semanario.

RICARDO E. ANZALDÚA. Chilanhuahuense y trotamundos. Se ha desem-


peñado como sobrecargo y guardabosques, políglota y hacker. Sus textos
aparecen en www.palabrasmalditas.net y en publicaciones externas a la red.

A. CLARION. Encargada de desdoblar orejas de lectura, cuida la salud de


los libros de la Biblioteca Municipal de Estancia de Ánimas. Completa sus
ingresos al frente de un taller de reparación de cortaúñas.

JOSÉ ARTURO BURCIAGA. Fresnillo, 1963. Es autor del poemario Matar


al ángel, publicado por Praxis/ Dos Filos en 1997. Doctor en Historia por
la Universidad Complutense.

SERGIO ESPINOSA PROA. Filósofo: escritor. Miembro del Sistema Na-


cional de Investigadores, es doctor en Filosofía por la Universidad Com-
plutense. Autor de, entre otros libros: La fuga de lo inmediato. Madrid, 2000.

ÓSCAR EDGAR LÓPEZ publicó en nuestro número 2 el relato Jamás me


pidas que me siente. Debido a un infame lapsus calami su texto fue adjudica-
do al tapatío Óscar Tagle. La ira del primero será compensada con la sa-
tisfacción del segundo.

46
mmiv

47
Reitia
la que escribe

PLÁSTICA
F. Jiménez: 4 ex libris

POESÍA
P. Scheebart: Kikakoku!
B. Valdivia: Las montañas de la Luna
G. Del Río: Ah, oh, uh
I. G. Villasana: Inu Zen Chia

NARRATIVA
B. García: Ramona Jiménez
R. Anzaldúa: Monólogo para un actor enmascarado
A. Clarion: Dos que soñaron

ENSAYO
J. A. Burciaga: Los combates de O. Paz
S. Espinosa: De un preguntar sin esperanza

En portada: Maquina voladora del siglo XIX.

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