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¿Puede el adulterio ser perdonado?

Por Miqueas Bustos Bucio

La cámara de un reportero sorprende a un hombre joven y su


esposa con el lodo hasta las rodillas, parados en medio de la
desolación que ha dejado a su paso el huracán Katrina. Tienen la
mirada perdida en los montones de piedras, de madera retorcida y de muebles y
enseres domésticos achatarrados que hasta unas horas antes formaban parte de su
hermosa residencia. El reportero hace un esfuerzo por describir la turbación de la
joven pareja a través de las preguntas y pensamientos que él se imagina están
corriendo en ese momento por la mente de estos jóvenes: ¿Qué pasó? ¿Qué se hace
en estos casos? ¿Por dónde empezar? ¿Valdrá la pena aún intentar limpiar este lugar
para reedificar? ¿Volveremos a tener los recursos suficientes para fincar de nuevo?
¿No será más fácil olvidarnos de este lugar e intentar empezar en otro?

Algo muy parecido sucede cuando una relación extra-marital es descubierta o


confesada, y su realidad golpea como un tsunami. La parte lastimada queda tendida en
el suelo en medio de la devastación, aturdida por el dolor, incrédula de que esto en
realidad le esté pasando a ella, y sin saber qué pensar, ni qué hacer. Luego, las
preguntas sin respuesta atacan en ristre, sin clemencia: ¿Qué pasó? ¿En qué fallé?
¿Qué debo hacer? ¿Hay algo que se pueda salvar de este matrimonio? ¿Deseo
realmente salvarlo? ¿Se puede perdonar el adulterio?, y si se puede, ¿cómo?

La infidelidad conyugal es el golpe más devastador que el matrimonio enfrenta


en su vida aquí sobre la tierra. Es algo tan desgarrador que muchas parejas no pueden
sobreponerse a su impacto, y las consecuencias se padecen por generaciones. Se
debe, por tanto, luchar sin escatimar esfuerzos ni recursos para prevenir este mal. Sin
embargo, una vez que ocurre y la pareja que lo sufre se enfrenta a su devastación, la
primera pregunta que necesitamos contestar es, ¿qué pasó? Las cosas no suceden en
el vacío, cada acción tiene una causa. Los árboles poseen raíces, y aunque las raíces
casi siempre son invisibles, ellas determinan el tamaño y naturaleza del árbol. De la
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misma manera, si un matrimonio es vibrante, crece y se transforma en una relación
cada vez más profunda e interesante es porque algo se está haciendo bien. Tal vez la
pareja ni siquiera esté consciente de lo que está haciendo bien, pero algo está
haciendo bien porque las relaciones no florecen si se descuidan o se maltratan. El
fracaso matrimonial es de la misma forma. Cuando un cónyuge es infiel, ya sea por un
sólo acto o por una relación, siempre hay razones. Quizá ninguna de las dos partes sea
capaz de señalar o articular las causas, pero existen. Para nadie es agradable decir
esto porque suena a indulgencia, pero la infidelidad conyugal es siempre señal de
necesidad de ayuda. Para los que creemos en la santidad sexual en el matrimonio, la
infidelidad no es un síndrome, sino un síntoma. Siempre es indicación de que algo no
está funcionando bien en el matrimonio y de que alguien está sufriendo la incapacidad
del otro, o la inhabilidad mutua, de la misma manera en que la fiebre es indicación de
una infección. Y aunque las causas del adulterio varían de acuerdo al carácter de los
involucrados, la mayoría de los expertos concuerdan en que todas se desprenden de
alguna de las siguientes cuatro fuentes: inmadurez emocional, conflictos sin resolver
tanto en el matrimonio como personales, necesidades matrimoniales insatisfechas y
ataduras espirituales. Todas estas causas o razones tienen solución si se reconocen, si
se confiesan abierta y honestamente en pareja, si de mutuo acuerdo se busca consejo
y ayuda.

Una vez que el adulterio ocurre, la segunda pregunta que ataca, ¿es posible
perdonar la infidelidad conyugal y salvar el matrimonio? La pareja siempre quedará de
frente a dos opciones. La primera, y la que aparenta ser la más fácil, es abandonar las
ruinas, darse por vencido, separarse y buscar el divorcio. La otra opción, la que es más
difícil porque desafía todo lo que somos, es el arrepentimiento y el perdón. Sí, los dos
caminos son complejos y difíciles, pero el camino de Dios es el arrepentimiento y el
perdón. Sí, el adulterio puede ser perdonado y el matrimonio puede ser salvado.

El divorcio parece ser el camino más corto, menos complicado, menos


comprometedor, y el que la mayoría de las parejas en crisis está siguiendo. Es una
opción que debe ser considerada y sopesada en todas sus implicaciones. Lo primero
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que hay que tomar en cuenta es la gran verdad de la disolución del matrimonio, aunque
representa la forma humana típica de resolver el dilema, no es la respuesta de Dios a
esta problemática. La infidelidad puede ser el hecho, pero la forma de reaccionar por
ambas partes ante ese evento se convierte en la clave, ya sea para agravar y ahondar
los efectos de la tragedia, o bien para desactivar, atenuar y reducir a lo mínimo su
virulencia. Al divorcio siempre le sigue un período largo (a veces de años) de profunda
aflicción y duelo que surge de la separación y el abandono, no sólo por parte de la
pareja ofendida, sino también por parte de los hijos y aun de la parte ofensora. Pero el
divorcio también representa un severo golpe a la auto-estima, toda vez que el
divorciado experimenta un profundo sentido de incompetencia cuando se da cuenta
que no fue capaz de hacer que su matrimonio funcionara. Esta es una lesión que
generalmente persiste en las relaciones futuras y hace difícil confiar en los demás. Por
otro lado, el divorcio puede ser una carga económica tan pesada que lleve a la ruina al
que se divorcia. No sólo es el gasto del divorcio en sí, sino que a este peso hay que
agregar el sostenimiento de prácticamente dos hogares. Uno de los efectos más tristes
del divorcio es la disolución de la familia nuclear. Aunque esta es una consecuencia
que no se está dando mucha importancia en estos días, el impacto emocional que el
divorcio ejerce sobre los hijos es real y dramáticamente visible. La confusión inicial con
la que los hijos son golpeados, el profundo sentido de abandono y la asfixiante tristeza
y aflicción que los niños experimentan se expresa bien pronto en los problemas de
conducta y bajo rendimiento académico en la escuela; el uso de drogas y el abuso del
alcohol, junto con el aislamiento depresivo, conducta delincuente y aún suicida. El
sentido de pérdida, abandono y rechazo se agrava en el momento en que los padres se
vuelven a casar. Además, puede aparecer el implacable monstruo del abuso sexual por
parte del padrastro, y con ello el indescriptible sufrimiento y trauma de los hijos que son
lesionados y que darán a luz conductas perturbadas y desviadas por generaciones.
Con frecuencia nos encontramos en consejería con adultos que son hijos de hogares
desintegrados por el divorcio, y quienes nos manifiestan lo diferente que hubiese sido
la vida para ellos si sus padres hubiesen hecho todo lo posible por mantenerse juntos.
Mantengo una relación muy cercana con un matrimonio que padeció la tragedia de la
infidelidad, y por amor a sus tres hijos la esposa estuvo dispuesta a perdonar a su
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esposo arrepentido y a salvar el matrimonio. Por el hecho de que la familia se mantuvo
integrada, a los hijos les fue posible crecer en el contexto de una familia, pertenecer a
una iglesia, asistir y graduarse de la universidad. Dos de ellos son pastores y el otro es
un destacado ingeniero que sirve a Dios como laico por medio de su profesión. Los tres
están casados y tienen sus propios hijos.

Por supuesto, hay situaciones en las que el divorcio no puede ser evitado por
más que se procura. Una de esas circunstancias, quizá la más común, se da cuando la
parte ofensora no reconoce su error, y como consecuencia, no está dispuesta a
arrepentirse. En casos como este es muy poco lo que en realidad se puede hacer. Sin
embargo, en todas las demás situaciones donde se da el arrepentimiento, el perdón y
la búsqueda de reconciliación y restauración, es el camino de Dios por el que se debe
transitar, toda vez que el perdón y la reconciliación es la esencia del evangelio y la
única forma de reconstruir y restaurar las vidas de una familia y su relación. La
enseñanza del Señor Jesús es clara y contundente al respecto: ...Si tu hermano
pecare contra ti, repréndele; y si se arrepintiere, perdónale (Lc.17:3).

Como se puede ver, el auténtico perdón no consiste en el chispazo de una


emoción que ocurre una sola vez y borra todo mal recuerdo y todo el dolor asociado
con tales memorias. El perdón es un proceso que es controlado por la voluntad y que
se expresa por medio de una dinámica compuesta de tres elementos. Primero, el
perdón es iniciativa que nace en el amor (si tu hermano peca contra ti, repréndele).
Es asombroso que a la parte ofendida se le pida que busque al ofensor y lo llame al
arrepentimiento. Pero no nos debe sorprender la mente y la estrategia de Dios. El
perdón es la expresión suprema del amor, y por lo tanto, se ofrece genuinamente
cuando es el resultado del amor que toma la iniciativa. Dios nos perdona a nosotros
porque nos amó primero. En segundo lugar, aun cuando el perdón es motivado por el
amor, de todos modos es detonado por el arrepentimiento de parte del ofensor (y si se
arrepintiere”). El arrepentimiento es la condición, y sin arrepentimiento no hay perdón,
por más que se anhele otorgarlo, ya que no se trata de una emoción que brota de la
culpa y que se pueda expresar en una sola declaración (perdóname). Todo lo contrario,
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el arrepentimiento es actitud de reconocimiento y acción que regresa y corrige lo mal
hecho. En este sentido es que el arrepentimiento significa separación inmediata de la
persona con la que se ha cometido la infidelidad y la disposición a revisar y corregir los
errores que se han venido cometiendo en la relación matrimonial. En tercer lugar, el
perdón (perdónale”), al ser un acto repetido de la voluntad, es como consecuencia, un
proceso que debe ser entendido como algo espiritual, emocional y físico.
Espiritualmente se nos manda perdonar, a fin de que seamos perdonados. Si no
perdonamos, activamos a nuestro alrededor un ciclo gélido de falta de perdón y justicia
personal que poco a poco nos va matando en nuestra relación con Dios y con los
demás. Pero cuando decidimos obedecer, emocionalmente el perdón hace posible la
inversión de nosotros mismos en la relación. No se puede crecer en intimidad en
nuestra relación sin esta inversión. Decidimos hacer a un lado, renunciar a la herida en
vez de afirmarla y reforzarla. Pero físicamente, el proceso del perdón se encuentra en
la neuroquímica del cerebro. Los recuerdos son almacenados como estructuras físicas
permanentes en las células del cerebro. Cada vez que un área específica del cerebro
es estimulada, cierto recuerdo en particular es traído a la memoria. Los caminos de la
memoria se pueden encontrar fácilmente por medio de asociaciones mentales que nos
ayudan a seleccionar ciertas vías por las que se trae a la conciencia información
almacenada. Una vía puede ser fijada más que otra por medio de la repetición de las
asociaciones mentales. Esto es lo que sucede cuando memorizamos algo. Lo mismo
sucede con los recuerdos de fuerte contenido emocional, positivo o negativo. Cuando
somos heridos, el evento y la emoción asociada con ese evento son depositados en la
computadora celular de nuestro cerebro. Ya allí, podemos revisar y ensayar esa
memoria hasta convertirla en una vívida imagen mental, o podemos escoger no permitir
su repetición, y en esta forma relegarla al inconsciente. Esa decisión mental
neuroquímica se llama perdón. El recuerdo está todavía allí, pero cuando cierta
asociación mental lo despierta, decidimos extinguirlo en vez de reforzarlo. Por eso el
perdón no es un acto mágico de una sola vez que borra instantáneamente la herida, el
dolor y el recuerdo. Es un proceso que dirige y controla nuestra voluntad. Si hay
arrepentimiento, decidamos perdonar, ya que el perdón es el único camino de la

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segunda oportunidad que hace posible la reconstrucción, la restauración y la salvación
del matrimonio.

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