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La ley en Platón

por Janine Chanteur*

El interés puesto por Platón en la ley, su naturaleza, finalidad y los


problemas que se plantean al preguntarse quién puede o debe dictarla, nunca ha
sido desmentido. Cuando escribía los diálogos Socráticos afirmaba la necesidad
de las leyes para que las ciudades pudieran existir: “Supone que cuando estamos
evadiéndonos, le decía Sócrates a Critón, vemos caminar hacia nosotros a las
leyes y a todo el estado, ciertamente preguntarían: ¿intentas acaso destruirnos, a
nosotros las leyes y a toda la ciudad? ¿Crees que una ciudad podría
subsistir…cuando, por causa de los particulares, las sentencias impartidas
carecieran de fuerza?” (Critón, 50 a. b.).

Al final de su vida, cuando el pensamiento filosófico y el político de Platón


se relacionaron con las investigaciones que realizó, aún continuará su
interrogación sobre la ley, por boca del Ateniense. Su obra póstuma, el gran
diálogo “Las Leyes” se inicia precisamente con dos preguntas relativas al origen
y al fin de las leyes: “Extranjeros, Es a un Dios o a alguno de los hombres a quién
Uds. atribuyen el arte de haber establecido vuestras leyes?… ¿Con qué objeto la
ley impone sus disposiciones ?“ (Las Leyes, I. 624 a, 625 c).

Un problema esencial surge de la lecturas de estos Diálogos y sólo una


atenta reflexión sobre el origen, la naturaleza y la finalidad de la ley sería capaz
de resolverlo. Incluso podríamos formularlo en términos modernos: ¿Por qué hay
leyes? ¿Por qué existen ? ¿Es necesario que existan?

*
El presente trabajo fue publicado en lengua Francesa: en Archives de Philosophie du Droit,
n º 25, La Loi , Chanteur Janine, con el título de La loi en Platon, págs. 137 a 146, Sirey, París,
1980. Texto en castellano: Patricia Inés Bastidas.

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Demás está decir que la reflexión platónica sobre las leyes es solidaria con
la tradición en la que se articula y con la enseñanza de los sofistas en el siglo V
a.C.; a quienes si bien Platón se oponía, no dejaba nunca de interrogar; como si
la refutación de sus teorías fuera esencial para la elaboración y la verdad de su
propio pensamiento. En esta perspectiva, Platón se nos presenta a la vez como
heredero de la tradición , como un polemista brillante, pero también como un
innovador, al menos en su coherencia doctrinal fundada en el continuo replanteo
de sus ideas.

De la tradición conserva la evidencia de un principio de orden que rige el


universo, las relaciones entre los hombres y los dioses y de los hombres entre sí.
La noción central de orden del mundo que se opone al caos, a lo indeterminado.
Emile Benvéniste recuerda en su Vocabulaire des institucions indo-euroéenes,
(vol. 2, pág. 99 y ss.) que Themis es privativa del basileus y que es de origen
celeste. Díke muestra, a través de la palabra, lo que debe ser entre los hombres,
a ella tienen que referirse los códigos de justicia como los dichos orales o las leyes
no escritas. Díke es una norma imperativa que se transforma en ética cuando su
intervención pone fin a los abusos. Ella se indentifica, entonces, con la virtud de la
justicia dikaiosune. Themis no interviene en el pensamiento de Platón. Por el
contrario, dike y dikaiosune son conceptos ampliamente estudiados por él. Platón
conocía muy bien a Homero, había leído a Hesíodo, a Sófocles y a los trágicos.

En cuanto a los sofistas, a menudo son los interlocutores de Sócrates en


numerosos diálogos: Hippias, Gorgias, Polos, Prodicos, Protágoras, Trasímaco,
cobran vida frente a nosotros. Cada uno defiende su tesis frente a la crítica
socrática y a su turno, tratarán de desarmar al adversario. A veces el diálogo no
concluye. Será necesario retomar la cuestión volviendo a reflexionar sobre ella
nuevamente, replantearla en términos más rigurosos. De este modo es como
Platón va formando su filosofía, sin eliminar cuestiones a priori puesto que ellas
permiten, mediante su oposición, dar certeza a las proposiciones que, de otra
manera serían aceptadas con demasiada facilidad o permanecerían dudosas. En

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particular el problema de la ley en su relación o en su falta de relación con la
naturaleza, podrá plantearse en términos claros y encontrar una solución.

Por ello, para comprender cuál es el origen, la naturaleza y la finalidad de la


ley en el pensamiento de Platón debemos confrontarlo, tal como el mismo realizó,
con las tesis de los Sofistas.

No hay una sola enseñanza sofística sino varias. Si el hombre “es la medida
de todas las cosas”, como afirma Protágoras, esta diversidad no pude sorprender.
Sin embargo, es posible no solamente destacar algunas similitudes sino también
poner luz en corrientes, que aunque opuestas, son también importantes.

Podemos distinguir por lo menos dos tendencias esenciales en el análisis


que los Sofistas hacen de la ley. Siguiendo a Protágoras, se puede decir que la ley
es convención mientras que según Gorgias la ley se origina en la naturaleza.

Recordemos que Protágoras, en el diálogo que lleva su nombre, para


responder la pregunta ¿Puede enseñarse la virtud? Recurre al artificio del mito
del origen que lo lleva al examen del estado de naturaleza de la humanidad. A
partir de los caracteres que definen al hombre en el estado de naturaleza, el
origen de la ley es fácilmente discernible: sólo puede ser obra de una convención.
Tal como nos enseñan los mitos de Epimeteo y de Prometeo, los hombres, salidos
de los brazos de la naturaleza, eran los animales físicamente más desprotegidos
pero felizmente provistos de una inteligencia técnica. Para ellos, los dones de la
naturaleza se reducían a un cuerpo y a la posesión de las “artes útiles para la
vida” (321 d.). Naturalmente vivían dispersos, expuestos a los peligros de la vida
solitaria. Sus tentativas de agruparse estaban condenadas al fracaso ya que
solamente obedecían la ley de las pasiones:” una vez reunidos, los hombres se

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dañaban recíprocamente ya que no poseían el arte de la política” (322 b). La
especie desaparecería de no encontrarse un medio, una técnica para cambiar el
modo de vida. En el estado de naturaleza, contrariamente a la enseñanza de
Platón y luego de Aristóteles, el hombre no es un “animal político”. Decir que no
poseían el arte de la política, quiere decir que su esencia carece del atributo que
hace que los hombres se reúnan naturalmente en comunidades políticas. Por eso,
la dispersión original es más bien el signo de la falta de sociabilidad natural, la falta
de aptitud para la vida en comunidad. La descripción de Protágoras es mucho
menos completa y elaborada que la que hará Rousseau en el Discurso sobre el
origen de la desigualdad entre los hombres, pero permitirá a este último extraer
todas las consecuencias de las indicaciones de Protágoras y hacer aún más
coherente su análisis del estado de naturaleza.

Las condiciones para la existencia de la especie, según su esencia, dan a


esta existencia un carácter tan precario que se torna imposible. La intervención
salvadora sólo puede provenir del exterior, de la política y en particular de la ley o
las leyes, que al no ser naturales al hombre sólo pueden ser creadas por
convención. Si bien Protágoras recurrió al mito que cuenta que Zeus dio a Hermes
la potestad de distribuir en partes iguales entre los hombres la justicia y el respeto
a sí mismo y a los otros, el comentario que el hace del mito, la lección que de él
extrae son perfectamente explícitas: “ la justicia, dice, no es fruto de la naturaleza
ni del azar, por eso agrega, puede ser enseñada”.( 323 c). ¿Es posible decirlo
mejor, al eliminar la naturaleza y el azar, la justicia solamente puede ser fruto de
la convención? ¿Qué otra cosa podría ser sino la prescripción de las leyes y la
obediencia?. En 322 e, Protágoras precisa con claridad que todos deben tomar
parte en la virtud política a fin de que existan las ciudades y lo que realiza esta
virtud es la justicia, fruto de la deliberación de todos los ciudadanos.

La asimilación de la justicia a la obediencia de las leyes va de suyo, la


ciudad, explica Protágoras, “fuerza a los niños a aprender las leyes y a adaptar su
vida conforme a ellas… el texto de las leyes, al efectuar sus prescripciones para

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el futuro, es obra de buenos y ancianos legisladores, obliga a los que ordenan y a
los que obedecen a adaptarse a ella. Al que se aparta se le impone una sanción,
en nombre de la justicia, (326 c, d) por eso el más injusto de los hombres, en una
ciudad sometida a la ley, parece justo en comparación a los salvajes que viven sin
ley”.(327 c)

Podría preguntarse, si el favor de los dioses es considerado como una


ficción, ¿Cómo es posible que una naturaleza que en su origen no conoce de
normas ni tiene la aspiración a vivir en sociedad pueda haber creado tal novedad?
No hay ninguna dificultad en explicar esto: los hombres nacen con aptitudes
técnicas, con una inteligencia que si bien no les permite descubrir un principio
intangible y trascendente, es apta para fabricar. Frente a la necesidad de
sobrevivir, cada hombre, “medida de todas las cosas” como dice Protágoras en el
Teeteto, puede servirse de su inteligencia para convenir las disposiciones que
crea más útiles. En el transcurso del devenir en el que sólo como una ilusión se
habla de verdad, de unidad y de justicia, “todo lo que cada ciudad cree y decreta
legalmente para sí, es verdad para cada uno; en este sentido, no hay superioridad
ni sabiduría ni de individuo a individuo, ni de Ciudad en Ciudad. Nada es en virtud
de la naturaleza o posee su ser de un modo propio; simplemente lo que parece al
grupo resulta verdadero desde el momento en que así se establezca y por el
tiempo que se determine. (172 a b).

La legitimidad de la legislación está en su legalidad; se atiende a lo que es


más útil en lugar de considerar lo que es justo o verdadero. De este modo, el
origen de la ley no es natural, ella está en la posibilidad de cada uno de
concertar con los otros o en la invención de un hombre capaz de asegurar mejor
la seguridad del grupo mediante la educación que establece durante algún
tiempo, la estabilidad de la convención. No se trata de desarrollar la teoría del
Contrato Social, pero fuera de toda ley natural están puestas las bases para
hacerlo en un futuro lejano.

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No todos los sofistas tienen el mismo razonamiento de Protágoras. Otros
como Gorgias, en el diálogo que lleva su nombre, no reconocen necesariamente
el mismo origen de la ley. En el Gorgias, no es un sofista sino de un orador
imaginario, alumno de los sofistas, Calícles, el que va a oponer a la teoría sobre el
origen convencional de la ley, una teoría que postula su origen natural. Pero la
naturaleza de la que habla es distinta a la que define Platón, de suerte que
Calícles opone a la vez una filosofía de la naturaleza a otra filosofía de la
naturaleza , la de Platón, y a una filosofía de la convención, la de Protágoras.

“La ley, dice citando a Píndaro, reina del mundo,


De los hombres y de los dioses
Justifica la fuerza que todo conduce
De su mano soberana” (484 b)

¿Cuál es la fuerza, origen de la ley? Puede ser puramente cuantitativa y no


merece ser llamada propiamente fuerza; es la que reposa en la mayoría,
consiste en la suma de las debilidades de la masa que tiene temor de la
verdadera fuerza: la que emana del hombre capaz “de vivir bien, esto es,
conservar, en lugar de reprimir, fuertes deseos, dándoles satisfacción mediante su
coraje e inteligencia y prodigándoles todo lo que necesitan para concretarse” (491
e).

La ley de la naturaleza se identifica con el derecho del más fuerte, este


derecho no debe probar su legitimidad sino imponerse. Por ello, “frecuentemente
la naturaleza y la ley se contradicen: según la naturaleza lo peor es siempre lo
más desventajoso, por ejemplo padecer la injusticia; según la ley: lo peor es
cometerla porque la ley está hecha por los débiles, por la mayoría. Ellos hacen la
ley y deciden sobre lo que es digno de elogio y de crítica atendiendo únicamente
a su interés personal. Sin embargo, la naturaleza nos prueba que para que haya
una buena justicia, aquel que más vale debe triunfar sobre el que vale menos. La

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marca de lo justo, es la dominación del poderoso sobre el débil y su admitida
superioridad” (482 e, 483 a, b, d.).

Es útil comenzar con tales afirmaciones para demostrar hasta que punto
son difíciles, por no decir imposibles, de refutar. Por lo demás, el Gorgias no
concluye y Calícles no queda convencido por la lógica de las respuestas de
Sócrates. ¿Qué lógica, en efecto, podría oponerse a argumentos que traducen el
arrebato pulsional de la vida, que hacen del surgimiento del deseo y del dominio
que él impone el criterio de santidad, verdadero nombre de la justicia? ¿Cómo
negar que los conquistadores “obran según la verdadera naturaleza del derecho y
según la ley de naturaleza, aunque pueda ser contrario a la que nosotros
establecemos? (483 e). Si el derecho de la naturaleza y la ley de la naturaleza se
confunden y consisten en afirmar un vigor que se impone a una suma de
debilidades, Cómo refutarlo sino como lo hace Platón, primero no sustrayéndose
al reconocimiento de esta naturaleza que rehusa ver a los niños más bellos
reducidos al estado de cachorros de león a los que se habrían arrancado los
dientes usando los discursos moralizadores de los débiles, luego preguntándose si
la fuerza de la pulsión es suficiente para dar a la naturaleza su completa
definición.

Para Platón, la realidad, la naturaleza, es lo que hace al hombre


verdaderamente hombre, es el intelecto, es decir, la instancia capaz, luego de una
larga educación, de conocer mediante la contemplación el orden del mundo
eterno, inmutable, perfecto que es al mismo tiempo el orden del hombre y el de su
ciudad. El orden de las verdades inteligibles debe a la trascendencia del primer
principio, lo uno – el bien, su coherencia y su armonía. En tanto principio, la
unidad, es la ley misma de lo inteligible y la inteligencia, el intelecto en ciertos
hombres particularmente dotados, puede elevarse hasta el conocimiento de esa
ley suprema a la cual las leyes humanas deben imitar para dar al mundo sensible,
reflejo del mundo inteligible, una manifestación existencial de la esencia, la

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completa unidad, la coherencia y la inteligibilidad dentro del devenir que le es
propio.

El origen de la ley es, entonces, natural puesto que la naturaleza del


hombre está hecha para vivir armoniosamente con otros, en los límites de una
comunidad, la ciudad. La armonía de éstas relaciones es posible en virtud de la
obediencia a las leyes, que son la expresión fiel, en la medida de lo posible, de las
leyes que dan al universo su orden, que reflejan la unidad primera de todo lo que,
sin ellas, se perdería en lo incomprensible de la heterogeneidad, la multiplicidad y
la contingencia.

Esto es lo que Platón no deja de enseñar una y otra vez en los análisis que
retoma en cada diálogo. La palabra naturaleza puede entenderse en dos sentidos
que no son sinónimos: en un primer sentido la naturaleza es la determinación y la
fuerza de la pulsión que no reconoce más autoridad que su propio impulso. En
este sentido, la ley de la naturaleza expresa la necesidad casi mecánica de
afirmar y hacer prevalecer la fuerza sin importar su legitimación. La fuerza es su
propio derecho, y las leyes civiles, cuando tratan de oponerse a ella, son un
derecho contra-natura, hecho por los débiles a fin de protegerse de los fuertes
mediante el engaño de una moral que no es más que superchería.

Pero la naturaleza es ante todo, una realidad inteligible; el orden y por ende,
sus leyes fundan la legitimidad de las leyes civiles cuando éstas traducen en
obligaciones cotidianas la coherencia de un mundo unificado en el que se
inscriben el hombre y la ciudad. Esta es la enseñanza de La República, según la
cual el hombre capaz de convertirse en filósofo es el que lleva a cabo la ardua
tarea de ascender del mundo sensible al inteligible y que, al conocer el orden
inteligible necesariamente se convierte en legislador e informa en la Caverna que
es el mundo sensible, su conocimiento del orden bajo la forma de leyes para que
este último pueda manifestar su origen inteligible. También es la lección del mito
del

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Político en el cual Dios da a los hombres una comunidad pacífica que, al vivir
bajo la mirada divina, no tiene necesidad de instituciones políticas. Cuando Dios
abandona el gobierno del mundo, la tarea del hombre es recordar las instituciones
de dios padre y hacerlas revivir en leyes.

II

Evidentemente, el hombre capaz de realizar esta reminiscencia no es un


hombre común. El que debe dictar la ley, el que tiene el derecho y el deber de
dictarla, es únicamente el hombre capaz de conocer el orden del mundo. En La
República, Platón confía al filósofo la función real porque únicamente él “ por la
relación en que vive con lo divino y ordenado, se convierte él mismo en ordenado
y divino hasta donde ello es compatible con la naturaleza humana “( IV, 500 c, d)
En El Político y en Las Leyes, el que se eleva hasta llegar al conocimiento
del orden principal es por derecho el gobernante. Pero en la medida en que la fatal
rigidez de las leyes no puede, por definición, adaptarse perfectamente al
movimiento imprevisible del mundo del devenir, es decir, a nuestras ciudades del
mundo sensible, Platón, paradójicamente al menos a primera vista, le hace decir al
Extranjero del Político: “legislar es una función real y sin embargo, lo que tiene
más valor no es tanto dar fuerza a las leyes como al hombre regio dotado de
sabiduría” (294 a), al que establece “su propia ciencia como ley” (297 a.).

La misma lección es puesta en boca del Ateniense en Las Leyes: “ Si un


hombre naciera por el favor divino, naturalmente apto para apropiarse esos
principios (la ciencia de las verdades eternas) no tendría ninguna necesidad de la
ley para que lo dirija; ya que ninguna ley ni ordenanza puede ser más fuerte que la
ciencia y el intelecto no podría, sin impiedad, ser servidor o esclavo de lo que se
sabe; él tiene la obligación de ser el maestro universal, si es realmente veraz y
libre como lo quiere la naturaleza” (IX, 875 c, d).

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No se trata aquí del capricho ni de la arbitrariedad del gobernante. Por el
contrario, el conocimiento del orden primordial permite a aquel jefe que es capaz
de alcanzar el nivel de la ciencia, manifestar este orden en la ciudad y como ésta
está considerada en el devenir temporal, se pueden ajustar constantemente las
decisiones a las circunstancias cambiantes de modo que ellas manifiesten
constantemente la verdad del principio que testimonian; tal como un buen médico
transforma sus recetas según la evolución del paciente. El gobernante, a
diferencia del tirano, está más allá de las leyes. Sus prescripciones tienen la
docilidad necesaria que exige la identificación, lo más perfecta posible, de la
contingencia a la verdadera necesidad.

No obstante, esta visión de las cosas que, al suprimir las leyes humanas,
legitima la autoridad en la unidad del primer principio por medio de la ciencia del
gobernante, si bien es lógica no es realista y Platón lo sabe. De este modo, dice el
Extranjero en el Político :”puesto que, de hecho, no se establece en las ciudades
de antemano, rey alguno, único por su superioridad de cuerpo y alma, pareciera
entonces que es necesario reunirse para redactar los códigos, tratando de seguir
las huellas de la verdadera constitución” (301 d, e). Concluye que “hay que
prohibir la posibilidad de hacer algo contra las leyes y a aquel que osara hacerlo,
habría que castigarlo con la muerte y los mayores suplicios” (297 e). Sin embargo,
el Ateniense comprueba que ningún hombre “puede regular, en virtud de su
naturaleza, como eximio maestro todos los asuntos humanos sin colmarse de
desmesura y de orgullo” (Leyes, IV. 713 c). En 875 d, luego de haber evocado lo
feliz que sería para una ciudad contar con alguien excepcional, capaz de
gobernar solamente mediante su ciencia, incluso llegará a decir: “Pero de hecho,
tal fortuna no existe en ninguna parte ni se da en modo alguno sino en forma
limitada; por ello es necesario tomar el segundo camino: la ordenanza y la ley que
solo ven y consideran la generalidad, siendo impotentes para el detalle.”

De este modo, se restablece la legislación con toda su autoridad.


Corresponde el derecho de sancionar la ley a quien es capaz de conocer el

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principio trascendente. Una vez publicada, la ley se convierte en estable, es
prácticamente imposible transformarla (salvo si se toman debidas precauciones
que equivalgan a hacer prácticamente imposible dicha modificación) La
legislación debe su legitimidad a su origen, no por el hombre que la dicta, sino por
el conocimiento de la unidad del primer principio al que muy pocos hombres
acceden tal como el filósofo-rey de la República , el tejedor del Político y el
legislador de Las Leyes; en virtud de su ciencia se elaboran, prescriben y
conservan las leyes. El hombre, así dotado es siempre un intermediario, un
pasaje pero nunca es el fundamento ni el creador.

III

Es posible a partir de ahora definir la ley y el concepto de naturaleza.


La ley es necesaria por su origen y por su finalidad que es también la que le da su
esencia. Todos los textos platónicos convergen en este aspecto. La finalidad de la
legislación es unificar la ciudad y el alma de los ciudadanos que en ella viven.
“¿Hay para la ciudad, pregunta Sócrates en el Libro V de la República, mal mayor
que el que la divide en varias y un bien mayor que el que la une y la transforma
en una?” (462 a, b). Luego de haber mostrado que el único hombre capaz de
unificar la ciudad al referir a cada uno de los órdenes que la componen, las
atribuciones que corresponden a su función natural (434 c, 441 d), es el filósofo
porque es el que conoce el orden natural, Sócrates, en el Libro VI de La
República, demuestra cómo las leyes humanas correctamente dictadas según
ese orden natural, son los medios idóneos para realizar esa unidad: “ Al mirar y
contemplar los objetos ordenados e inmutables, que están sometidos a la ley del
orden y de la razón, el filósofo los imita y se vuelve parecido a ellos” (500 c, d).
Una vez que se ha purificado la ciudad, el filósofo volverá los ojos por un lado, a la
esencia de la justicia, la belleza, la temperancia y hacia otras virtudes semejantes;
y por otro, a la copia humana que él hace de ellas (501 b). La tarea aún
continuará la interrogación sobre la ley del verdadero legislador y la finalidad de
legislación es la justicia que se da “cuando cada uno se centra en sus

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atribuciones y hace en la ciudad la tarea que le corresponde: es la justicia la hace
a una ciudad justa” (434 c). La legislación tiene como finalidad la justicia que es
en el orden político, lo que la unidad es en el orden ontológico. “La ley, dice
Sócrates en el Libro VII, busca procurar la felicidad en toda la ciudad, uniendo a
los ciudadanos mediante la persuasión o la coacción, llevándolos a integrarse
unos con otros en los servicios que cada estamento es capaz de dar a al
comunidad” (519 e)

El jefe del Político, también menciona la misma finalidad: “ administrar en


toda ocasión una justicia perfecta, penetrada por la razón y la ciencia, logrando
así no solamente preservarlas sino, en la medida de lo posible y por peores que
sean tratar de volverlas mejores” (297 b). Al orden político se asocia el orden
moral que Platón concibió siempre como dos modalidades necesarias para la
realización, en el mundo sensible, de la unidad del primer principio. Así como el
tejedor real, el hombre es capaz de unir lo que sin él permanecería opuesto en la
hostilidad de los contrarios. El es quien posee “la ciencia que dirige a los demás,
ya que tiene a su cargo el cuidado de las leyes y de todos los asuntos de la
ciudad, une las cosas en un tejido perfecto, esta ciencia que no consiste sino en
administrar justicia ha de llevar un nombre lo suficientemente amplio en virtud de
la universalidad de su función: se llamará política” (305 e). Las Leyes tienen por
finalidad asegurar la concordia y la amistad en la ciudad tejiendo un conjunto lo
que, sin ellas, permanecería necesariamente disociado. (311 c)

En Las Leyes, el ateniense insiste en que ellas tienen como función realizar
la comunidad, ésta es imagen, en el mundo sensible, de la unidad trascendente.
“Si por todos los medios, dice, (persuasión o coacción) todo lo que se consideró
como justo cercenó, de algún modo, la vida; si las leyes consiguieron, en cierto
sentido, volver común lo que por naturaleza es privado como los ojos, las orejas,
las manos; de forma tal que parezca que ver, oír y obrar es algo común, hacer
que todos, en la medida de lo posible, alaben y censuren con una sola voz, tengan
los mismos motivos de gozo y de aflicción, nadie podría fijar, a fin de darles la

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palma de la excelencia , ninguna otra norma más justa ni mejor” (V. 739 c) Así, el
arte de la verdadera política es el que dicta y conserva las leyes, el que se ocupa,
no del bien particular, sino del bien común “porque el bien común une mientras
que el bien particular desgarra las ciudades” (IX. 875 a).

Unidad, justicia, Bien Común, amistad, todos éstos son fines de la


legislación que nos permiten comprender su naturaleza.

¿Qué otra cosa podría lograr, en el mundo sensible, la unificación que


procuran las leyes al buscar el bien común, imagen próxima al modelo inteligible
del uno-bien trascendente? ¿Qué es lo que la justicia que aseguran las leyes
entre las distintas clases de ciudadanos, distribuidas según sus aptitudes para
cumplir diferentes funciones, logra sino el orden cuyo modelo es el orden del
mundo? ¿Hay mejor amistad que la que reúne en una misma comunidad de
opiniones, de costumbres y de deseos, de los caracteres dados en la diferencia y
posible oposición?

La mezcla bien ordenada de lo idéntico y lo diverso cuyas condiciones de


posibilidad muestra Platón en el Sofista, la contención ¿Qué límite da a lo
ilimitado como Sócrates enseñará en el Protágoras y en el Filebo, la reducción que
se opera de lo múltiple a la unidad en la República, en el Fedro y en otros diálogos
no es en sí la labor de la dialéctica? (República VI 490 a, b; 511 b, c; VII 532 a, b;
Sofista, 253 d; Político, 284 a, b; 285 b; 285 e; 286 a; Filebo, 16 c, d, e; Fedro, 249
b, c; 265 d, e; 266 b; Leyes XII, 965 b; Epinomis, 986 c, d; 992 b, c, etc), nos
referiremos al Fedro en cuanto muestra claramente la relación entre la dialéctica
y la legislación: “llegar a una forma única, luego de una visión de conjunto, que
está diseminada en mil lugares para que por medio de la definición de cada una
de las unidades se pueda ver claramente cuál es esa sobre la que se quiere, en
cada caso, llevar la instrucción…y como contrapartida, ser capaz de detallar en
especies, observando las articulaciones naturales, aplicarse para no anular
ninguna parte evitando los modales de un mal despedazador” (265 d, e).

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La dialéctica se define como un ejercicio que consiste en conocer el orden
de las esencias y su multiplicidad para luego referirlas a una unidad principal que
es su origen en virtud de un orden inmutable, natural e inteligible; posteriormente
se distinguen unas de otras a fin de conocer sus relaciones necesarias. A partir de
esta tarea, las leyes del mundo inteligible y su orden se convierten en evidentes y
es posible, cuando uno se ha dedicado mucho tiempo a ese estudio trasladar, a la
incoherencia del mundo sensible, el mismo método para tratar de ordenar el
mundo del devenir según un orden que imita el de las esencias que han sido
conocidas. La multiplicidad ordenada en una unidad, lo ilimitado circunscripto a
límites coherentes, lo diverso puesto en relación inteligible con lo idéntico. Esto es
lo que realiza la unidad en la ciudad, en la que los distintos estamentos ocupan su
lugar, así también resulta asegurada la amistad entre los ciudadanos. Tal es la
obra del legislador que, en tanto conocedor de “ las articulaciones naturales”,
sabe hacer respetar esa relación mediante la prescripción y la observancia de las
leyes políticas. La legislación es el acto del dialéctico por cuanto del conocimiento
se deduce analíticamente, en la medida de lo posible, la acción política. Las leyes
son el acto propio de la dialéctica puesto que se deducen del conocimiento de lo
inteligible. Gracias a ellas, el verdadero orden llega a ser real en el mundo
sensible. Ellas son la transcripción, en términos de mandato, de lo que es la
dialéctica en términos de conocimiento.

El primer principio (argé) del filósofo-rey expresa a la vez el mandato y la


legitimidad del mismo ya que las leyes que él dicta y conserva tienen su fuente
primera en el mandato de ese mandato: la unidad del primer principio que logra
ordenar la multiplicidad en el mundo del devenir.

Tales son, según Platón, el origen, la naturaleza y la finalidad de las leyes.


La legislación es testimonio de un orden cuya realidad no depende de ella (le es
trascendente) pero cuya realización, en el mundo sensible, sólo puede ser obra
suya. Por lo tanto, el orden que las leyes aportan a la ciudad, al tratar de imitar

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el orden inteligible, es una obra de justicia y al mismo tiempo es, en tanto el
hombre más inteligente puede acceder al conocimiento, también una obra de
verdad.

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