Sie sind auf Seite 1von 9

Test de Turing: ¿Cómo igualar a las máquinas?

En el capítulo anterior he expuesto el papel fundamental que jugó Turing en el


desarrollo de los ordenadores. Además, en un artículo de 1950 que se ha hecho
famoso1, Turing también planteó si de esas máquinas, que él había diseñado
teóricamente, se podía afirmar que pensaban. Aún más, expuso un criterio bien
sencillo y práctico para dilucidarlo, el llamado test de Turing. En esencia consiste en
poner una persona y un ordenador en dos habitaciones aisladas. Con ellos es posible
comunicarse mediante un teletipo. Si, planteando cuantas preguntas y cuestiones
queramos, no somos capaces de distinguir en qué habitación está el ordenador y en
cuál la persona, es que el ordenador es capaz de realizar operaciones inteligentes
iguales a las humanas.
Su opinión personal era que las máquinas superarían el test y, por tanto,
deberían ser consideradas inteligentes. Para Turing, como buen lógico, pensar consiste
en realizar operaciones lógicas manejando símbolos de manera adecuada. Es
indiferente el hecho de que esa tarea la realicen unas neuronas encerradas en una caja
craneana de hueso, o se haga por otros dispositivos dispuestos dentro de una caja de
chapa metálica o de plástico. Por eso, en el artículo citado, concluye tranquilamente:
"Creo que al final de este siglo -el siglo XX- nuestras ideas y opiniones habrán
evolucionado lo suficiente como para poder hablar sin rubor de máquinas pensantes".
No fue mala profecía. En efecto, sobre máquinas pensantes hablamos y
escribimos sin rubor, y con gran abundancia. Precisamente, para salvar los muebles de
la inteligencia humana ante la inundación de resultados de la Inteligencia Artificial, al
test de Turing se le han puesto no pocas pegas. Por ejemplo: no es válido, porque hace
una petición de principio, ya que limita las operaciones a las que pueden transmitirse
por teletipo2. Sólo sirve si se tiene una teoría representacional y computable de
conocimiento, pero no es válido para el conexionismo3. Es insatisfactorio, porque no
considera la semántica, se limita al intercambio de símbolos4. Valga la muestra,
porque es enorme el montón de artículos, a favor y en contra, accesibles a cualquier
internauta.
Puesto a echar mi cuarto a espadas, lo primero que debo decir respecto del test
de Turing es que resulta perfectamente válido e irreprochable. También es adecuada la
postura desde la que se formula: de poco sirve discutir acerca de qué sea el
pensamiento de una manera apriorística, mediante consideraciones teóricas que para
nada tengan en cuenta lo que se pueda efectivamente comprobar5. Quizá el test de
1
TURING, A. M., Computing machinery and intelligence, en Mind, 59 (1950) pp. 433–460. Puede
encontrase en: ANDERSON, A. R., Controversia sobre mentes y máquinas, Tusquets, Barcelona,
1984, pp. 11–50.
2
SHANON, B., A simple comment regarding the Turing test, en J. Theor. Soc. Behav. 19 (JE
1989) pp. 249–256.
3
LEIBER, J., Shanon on the Turing test, en J. Theor. Soc. Behav. 19 (JE 1989) pp. 257–259.
4
RANKIN, T. L., The Turing paradigm: A critical assement, en Dialogue (PST) 29 (AP 1987) pp.
50–55.
5
Defender esta postura puede servir para que me acusen de funcionalista. La teoría funcionalista de la
inteligencia fue un invento de Putnam en su fase de entusiasmo por la Inteligencia Artificial
(PUTNAM, H., Minds and machines, en HOOK, S. (Ed.), Dimensions of mind,Collier Books,
1960; The mental life of some machines, en CASTAÑEDA, H–N (Ed.), Intentionality, minds, and
perceptions, Wayne State University Press, 1967). Posterirmente se reconvirtió en duro crítico de la
Inteligencia Artificial (cfr. PUTNAM, H., Realism and reason, Cambridge University Press,
Cambridge, 1983; Representation and reality, MIT Press, Cambridge, MA, 1987; Trad. castellana:
Representación y realidad, Gedisa, Barcelona, 1990; Renewing Philosophy, Harvard University
Press, Cambridge, MA, 1992). En ambas etapas estoy en desacuerdo con Putnam.
Turing resulte chocante para la mentalidad racionalista en la que nos hemos formado.
En ella las razones apriorísticas, verdaderos prejuicios, juegan un papel demasiado
relevante para aceptar o rechazar la realidad comprobable, especialmente en el campo
de las «humanidades». Sin embargo es un criterio que seguramente gustaría a
Aristóteles, para quien las facultades se distinguen por sus operaciones. Es decir, no se
distinguen de una manera formal y a priori, sino que reconocemos facultades distintas
al observar operaciones diferentes. El criterio de Turing es ese mismo criterio clásico,
ceñido al comportamiento o a las operaciones que denominamos inteligentes. En este
ámbito su formulación es perfecta. No insisto en este punto porque me parece
evidente: si algo hace X es porque tiene la facultad, o la capacidad, o la posibilidad, o
la aptitud de hacer X.
Las razones contrarias a la validez del test de Turing no me parecen relevantes.
Su bondad básica es innegable. Si hay algún campo donde no pueda aplicarse tal
como lo formuló, pues amplíese. Si no gusta el teletipo, se puede hacer el test con
micrófono y sintetizador de voz. Pueden también servir los aparatos desarrollados para
que los humanos se desenvuelvan en entornos virtuales. Para la semántica: pongamos
una máquina a competir con un humano contando ovejitas en un prado, o glóbulos
rojos en la placa del microscopio, etc. Por otra parte, el criterio de Turing es el que
utilizamos continuamente para decidir si una persona es más o menos inteligente: por
sus obras, en comparación con las de otros. Puedo tener ante mi una persona
inteligentísima, pero si se comporta como una lechuga, jamás lo averiguaré. También
establecemos el nivel de inteligencia en los animales con variantes del test de Turing
adecuadas a sus capacidades.

Turing, con razón, defendió la validez de su criterio, siendo muy consciente del
aprieto en que ponía a los contendientes de lo que hasta ese momento era una pura
discusión teórica, en su peor sentido. Con ello estableció unas reglas en las que el
juego de determinar lo que había de singular en el pensamiento humano era
practicable. El test de Turing tiene una enjundia evidente. Si se puede emplear, y es el
caso que ahora podemos, resulta insoslayable su aplicación para el que quiera
determinar a qué llamamos «pensar». Permite evitar las discusiones en el vacío.
Por lo tanto, si fabrico una máquina que es capaz de hacer una determinada
operación, que no se puede distinguir de otra realizada por un ser humano y a la que
llamo «pensar», entonces hay que concluir que la máquina piensa efectivamente. Del
mismo modo que, si construyo una máquina capaz de hacer eso que denominamos
«volar», por el procedimiento que sea, entonces he de afirmar que la tal máquina tiene
la facultad de volar. Pongo de intento el ejemplo de «volar». Siempre me sorprendió
que, en su día, se dieran todo tipo de razones, desde físicas hasta metafísicas, para
negar que pudiera volar un aparato más pesado que el aire construido por manos
humanas. Para los aviones, como para muchos de los inventos de la Inteligencia
Artificial, vale el dicho: lo hicimos porque no sabíamos que era imposible.
Frente a las implicaciones del Test de Turing, no se trata de edificar con
precipitación algún chiringuito conceptual en el que refugiar con prisa la inteligencia
humana para salvarla de la quema. Quedaría en precario fácilmente. Conviene
escarmentar con lo que sucedió al vitalismo. Se inventó como cortafuego que salvara
la singularidad de la vida ante las pretensiones totalitarias del mecanicismo. Pero: "El
vitalismo es una doctrina típicamente defensiva y conservadora; más aún, torpemente
conservadora"6. Fracasó por el desarrollo de la bioquímica iniciada con la síntesis de

6
LAIN ENTRALGO, P., Bichot, Col. Clásicos de la Medicina, CSIC, Madrid.
la urea por Wöhler en 1828. A riesgo de ser pesado: Considero que el problema es
determinar si hay alguna operación incluida bajo el polisémico término «pensar», que
no sea capaz de hacer una máquina. La situación actual es óptima para emprender la
tarea con una buena base empírica.
Para aclarar ideas, invito al lector a un experimento mental, a uno de aquellos
Gedankenexperiment que tanto gustaban a Einstein. Imaginemos la puesta en
práctica del siguiente test de Turing: yo estoy en una habitación. En la otra habría un
grupo amplio y selecto de máquinas pensantes. Las dos habitaciones se comunican
con el exterior mediante teclados, micrófonos y altavoces. Pregunta: ¿Es posible
averiguar dónde estoy? Respuesta: muy fácilmente, allí donde aparezcan las
respuestas menos inteligentes. Lo explicaré.
Si el interrogador se atiene a las preguntas de los últimos exámenes de
selectividad, o, si lo prefiere, a los temarios de las diferentes oposiciones celebradas
en este país durante los últimos años, es fácil entender que los ordenadores
responderán mejor que yo. Tendrán más nota en el examen. Mientras más
conocimientos abarquen las preguntas, menos posibilidades tengo yo de pasar el test
de Turing frente a los ordenadores. Tienen más memoria, almacenan muchos más
conocimientos y cuentan con procedimientos de búsqueda muy ordenados y eficaces.
En ellos confiamos para recordar.

Sigamos imaginando. La prueba se hace por la noche. En las dos habitaciones,


el techo de cristal permite ver el cielo estrellado. Las preguntas podrían ser: ¿qué ves?,
¿qué es esto, o aquello?, ¿describe con detalle todo lo que observes que consideres
relevante? En este caso las máquinas arrasarían: me gusta ver el cielo en una noche
clara, pero sé muy poca astronomía.
El experimento mental sólo quiere servir para poner de manifiesto que, en lo
que la inteligencia humana tiene de «informávoro»7 -sistema que adquiere, almacena y
trata información- las máquinas racionales son muy superiores.
Para observar la realidad no nos consideramos capaces de pasar el test de
Turing frente a las máquinas, no merecemos confianza: ante un mismo fenómeno cada
cual cuenta su propia historia. Para adquirir información hace tiempo que no
confiamos en los sentidos. Por ejemplo: El ojo humano sólo ve una parte pequeña del
espectro electromagnético: el rango de la luz visible. Aún en ese caso, si la radiación
es débil, se le escapa. Su resolución, los detalles que es capaz de distinguir, también es
limitada. Incluso para las cosas que somos capaces de ver, hace falta mucha disciplina
y mucho entrenamiento para alcanzar alguna objetividad en las descripciones. En el
telescopio espacial Hubble no hay ningún astrónomo mirando las estrellas y galaxias,
lo hace una cámara CCD (Charge Coupled Device), mucho más sensible y «objetiva».
Igualmente, en las colisiones multitudinarias que se producen en un acelerador de
partículas, nadie humano mira nada, porque nada vería. Se espera que un enorme
aparato explique lo que ha pasado. Son dos ejemplos tomados de la física de lo muy
grande y de lo muy pequeño. Hay muchos más. Un médico que estudia el resultado de
un escáner (un TAC), lo que mira es una imagen generada por ordenador. Si ha

7
MILLER, G. A., «Informavores», en MACHLUP, F. y MANSFIELD, V. (eds.), The study of
information: interdisciplinary messages, Wiley, New York, 1984: Ese nombre, "informávoros" ha
quedado para designar los sistemas –como el hombre y los animales– que procesan información.
Miller, en 1956, fue el primero que describió las bases conceptuales de la mente humana modelada
como procesador de información, que tanto han gustado en la Facultades de Psicología (pueden verse
sus ideas en MILLER, G. A., Psychology: the science of mental life, Hutchinson, London, 1964).
pagado lo suficiente por el aparato, puede tener imágenes muy bonitas en falso color,
para que le sea más fácil interpretarlas. Igual sucede con una Resonancia Magnética
Nuclear: al médico no se le pueden dar listas inmensas de tiempos de relajación de
spin, de poco le servirían. No somos tan inteligentes como para manejar tantos datos.
La máquina, gentilmente, los ofrece digeridos y procesados en forma de falsa imagen.
En todas las ciencias, en todas las áreas del conocimiento un poco desarrolladas, la
adquisición de información está confiada a instrumentos, que no sólo prolongan
nuestros sentidos, sino que los sustituyen y mejoran.
La galería de genios de la humanidad está llena de personas consideradas muy
inteligentes, porque aportaron muchos datos precisos, mucha información, como
Tycho Brahe para la astronomía: puso la base sobre la que edificaron Copérnico y
Kepler. En esa galería tendremos que incluir cada vez más máquinas. Hacia Marte no
se ha enviado a Livingston, ni a Stanley, para que vuelvan con un relato de viajes, y
un pobre croquis impreciso del equivalente marciano a las fuentes del Nilo. A Marte
se ha dirigido un satélite, el Mars Global Surveyor, que no nos contará sus aventuras,
sino que ha elaborado un mapa completo y detallado de la superficie marciana. Es
menos romántico, pero mucho mejor para el conocimiento. Para adquirir información
las máquinas son insustituibles.
Si dejamos la adquisición de información y pasamos a considerar su
almacenamiento, la superioridad de las máquinas cognitivas es abrumadora. No entro
en la difícil cuestión de desentrañar cómo se las apaña una red neuronal para tener
memoria. Mucho menos en el caso de nuestra red neuronal biológica. Tampoco entro
en los distintos tipos de memoria que se pueden distinguir. Es un campo de estudio
muy activo8. En una red neuronal la memoria parece consistir en la misma estructura e
intensidad de las relaciones entre neuronas. No es algo tan sencillo como en un
ordenador lógico; en él sólo hay memoria de datos y memoria de instrucciones en
lugares bien determinados.
Sea como sea, tenemos memoria y hemos de pasar el test de Turing frente a las
máquinas. Nuestra puntuación será muy baja. Uno de los puntos más débiles de la
inteligencia humana es su memoria. Las civilizaciones orales, que dependen de los
conocimientos memorizados como narraciones y ritos, avanzan muy poco: dependen
demasiado de la memoria individual, que es escasa. Todavía, a finales del siglo XX, se
puede estudiar lo poco a que llegan los grupos humanos que permanecen sin escritura.
En esos grupos los conocimientos pertenecen a los ancianos de la tribu, si consiguen
recordarlos, y mueren con ellos. Unos pocos conocimientos se quintaesencian para ser
transmitidos como la memoria humana parece funcionar mejor: en forma de historias
emocionantes y rituales ceremoniosos, más que con frías definiciones y datos
asépticos. Los mitos, leyendas y ceremonias transmiten, en un caos abigarrado que
tiene su encanto, los conocimientos que consiguen aglutinar. Hay mucha sabiduría
decantada en ellos, pero difícil de aquilatar: el bosque no permite ver los árboles.

8
McGAUGH, J. L., WEINBERGER, N. M. y LYNCH, G., Brain and memory. Modulation and
mediation of neuroplasticity, Oxford University Press, Oxford, 1995; ANDERSON, J. A. y
HINTON, G. E. (Eds.), Parallel models of associative memory, Lawrence Erlbaum, Hillsdale, New
Yersey, 1989; KOHONEN, T., Self organization and associative memory, Springer–Verlag, New
York, 1984; LYNCH, G., Synapses, circuits and the beginnings of memory, MIT Press,
Cambridge, MA, 1986; GAZZANIGA, M. (Ed.), Perspectives in memory research, MIT Press,
Cambridge, MA, 1988; SQUIRE, L. R., Memory and brain, Oxford University Press, New York,
1987; JOHNSON, G., In the palaces of memory, Knopf, New York, 1991; ALKON, D. L. y
FARLEY, J. (Eds.), Primary neural substrates of learning and behavioural change, Cambridge
University Press, New York, 1984; NEISSER, U., Memory observed, Freeman, San Francisco, 1982.
Junto a buenas hierbas medicinales está la danza del chamán para ahuyentar los malos
espíritus.
Escribir y leer, ¡qué gran invento! La palabra escrita fue un buen remedio a las
carencias humanas para almacenar y transmitir información. Con la imprenta, la
revolución de la copia múltiple e idéntica de información, el avance cognoscitivo fue
aún mayor. Para recordar con precisión no acudimos a nuestra memoria, ni a las
batallas del abuelo, que tanto nos gustan por ser relatos, aunque no sean exactos.
Recurrimos a las fuentes documentales históricas y a las bibliotecas. En especial, los
signos escritos soportan muy bien los conocimientos que mi memoria no retiene:
fórmulas, datos precisos, la historia real que no llega a ser leyenda, cifras exactas, los
términos de un contrato... Información pura y dura.
Las bibliotecas son buenos almacenes de información. Aunque demasiado
voluminosos y de acceso complicado. Sólo los muy leídos, los ratones de biblioteca
que se encuentran cómodos en esos ambientes, saben dónde está la información. El
sabio de las civilizaciones orales, el narrador de historias, fue sustituido por el erudito.
Sabe dónde está el texto o el documento, y quién dijo o hizo qué. Como es imposible
manejar todos los libros, los eruditos suelen serlo por temas: los reyes Godos, la
escritura jeroglífica egipcia, las obras de Kant, el arte románico palentino, la
Transición, etc. Los Ilustrados se preocuparon por preparar un digesto que hiciera más
accesible, y manejable por todos, tanta información libresca: el producto fue La
Enciclopedia. Ha tenido muchos descendientes; los más, dirigidos a niños. Son como
papillas que tomamos para ver si nos hacemos inteligentes de mayores.

La iconografía tradicional coloca a los eruditos entre las personas muy


inteligentes. También pone allí a los que exhiben un saber enciclopédico. Estas dos
imágenes clásicas del humano inteligente están siendo muy devaluadas por la
Inteligencia Artificial. En este aspecto las máquinas racionales superan los test de
Turing con ventaja. Si usted quiere saber de un tema, no acuda a un ser humano
erudito; conéctese a la red, haga trabajar a un buen programa buscador, y póngase en
contacto con las máquinas más eruditas y enciclopédicas del planeta. Quedan cotos
reservados (ciertos archivos afamados) que algunos eruditos humanos se resisten a
entregar a las máquinas, porque les va el sueldo, pero ya caerán; la digitalización es
imparable. Con los eruditos electrónicos pasa lo mismo que con los eruditos humanos:
dan información, citas, bibliografía, etc., pero quizá no aporten ni un gramo de
comprensión al tema que se quiere conocer. No obstante hay motivos para alegrarse:
las máquinas nos resuelven los tradicionales problemas de memoria. Los datos
(científicos, literarios, fotográficos, bancarios, históricos, sociológicos, biográficos,
artísticos...) están a nuestra disposición en bancos de datos. La facilidad para
acumularlos comienza a ser ahora un problema: temo que cualquiera pueda saber y
recordar demasiadas cosas de mi. Hay que poner cerrojos a los datos; las máquinas
saben demasiado y son ingenuas: se los dicen al primero que pregunta.
Vayamos al último punto en el que nos toca superar el test de Turing frente a
las máquinas cognitivas: el tratamiento de la información. Me temo que también aquí
salgamos malparados. Demos un repaso para ver qué encontramos.
Saber fórmulas, aplicarlas a casos normalizados, resolver problemas con las
fórmulas. Leer libros, aprenderlos, relacionarlos con otros textos («de autor» a ser
posible). Técnicas estadísticas, cálculos (si alguien calcula tan bien como una
máquina, que vaya al circo. Ha resuelto su vida). Hacer modelos formales
(meteorológicos, o de mercados financieros, o de población), predecir según el
modelo, equivocarse según el modelo. Superar baterías de test de inteligencia,
arrolladoramente (hay que sacar un buen índice). Relacionar muchos datos, encontrar
los que son relevantes, apabullar con los datos irrelevantes. Perderse en círculos
hermenéuticos. Controlar procesos reales complejos (líneas de montaje para
automóviles, centrales nucleares), perder el control. Presentar una tesis doctoral sobre
la aparición de los términos «felón» y «felonía» en la literatura castellana, relación
con otras palabras, uso en todas las obras conocidas, paulatina desaparición de ambos
términos. Demostrar de forma más sencilla teoremas de los Principia Mathematica,
hacer que se enfade Russell por ello. Deconstruir textos. Recopilar leyendas
yanomanis (decir que son lo más. Se amarra la beca). Aventurar qué sucede con la
conservación del momento cinético de la materia colapsada en un agujero negro.
Diccionarios de significado, de uso, de términos técnicos, o para traducciones. Jugar al
ajedrez (la máquina me gana siempre. No hay modo). Estar al día: borrar la
información antigua, incorporar la que aparece en los últimos artículos de la revista de
mi especialidad (mejor no borrar la información antigua. Guardarla para artículos
históricos, o para introducciones eruditas de los textos propios). Pilotar aviones,
estrellarlos. Corregir textos (aprovecho la ocasión para dar las gracias a mi asistente
electrónico para sinónimos, al corrector ortográfico y al gramatical. Ser de «ciencias»
me tiene desentrenado con las palabras). Pasar los exámenes finales de cualquier
carrera, con premio extraordinario. Formar grupos de trabajo para resolver un
problema (los mejores grupos de trabajo que conozco, los más coordinados, los
forman ordenadores). Escribir muchas palabras sobre las palabras que escribieron
otros. Dar soluciones aproximadas a ecuaciones diferenciales mediante series de
Taylor...

No se dónde buscar. Las máquinas racionales están invadiendo todas las áreas
inteligentes. Cada vez dejan menos hueco para que podamos pasar el test de Turing
con la cabeza alta. Estamos en retirada, vencidos y humillados. En las tareas que
requieren inteligencia, donde no se colocan máquinas para llevarlas a cabo, es porque
no compensa económicamente el gasto de su desarrollo. Resulta más barato que lo
hagan humanos inteligentes, aunque puedan tratar menos información, sean más
lentos, y cometan errores. Valen para el Ministerio de Cultura, pero no para el de
Hacienda. Donde el tratamiento de información va en serio y hay mucho en juego, las
máquinas son imprescindibles. Aquí suscribo la profecía de Moravec: "La inteligencia
de un robot sobrepasará la nuestra antes ya del año 2050. Habrá entonces robots
científicos formados y educados, producidos en serie, que trabajarán de manera
inteligente, económica, con rapidez y eficacia crecientes, lo cual garantizará que la
mayoría de los conocimientos que la ciencia atesore en el 2050 habrán sido descubiertos
por nuestra progenie artificial"9.
Hasta aquí el juego de imaginar que nos enfrentamos al test de Turing frente a
máquinas racionales. ¿Qué se puede deducir? Es obvio que se nos ha hundido el
paradigma sobre la inteligencia humana con el que habíamos vivido hasta ahora. Con
él hemos diseñado la educación, el proceso de formación de humanos para
considerarlos inteligentes; damos los premios y distinciones; hemos fabricado una
Antropología, una Psicología y una Pedagogía; establecemos los modelos y las metas;
medimos gran parte del nivel de civilización y de progreso; construimos muchos de
los ideales en que creemos vale la pena poner la propia vida.

Es el paradigma desde el que Turing hizo su acertada profecía. Ateniéndose a


ese paradigma, Turing tiene más que razón: no es que hablemos sin rubor de máquinas
9
MORAVEC, H., El apogeo de los robots, en Investigación y Ciencia, enero 2000, pp. 78–86. p.
86.
racionales, es que lo son más que nosotros. Ese marco conceptual o paradigma
comenzó, en Occidente, con los griegos. Algunos de ellos, ya lo veremos, no se lo
acabaron de creer. En la Edad Moderna, a partir de Descartes de modo explícito, lo
hemos profesado a pies juntillas. Descartes inventó la separación entre res extensa (lo
material y extenso) y res cogitans (la cosa -vaya palabra premonitoria- pensante).
Confinó la inteligencia humana en aquella abstracta racionalidad espiritualizada,
dotada de sustancia propia, a la que llamó res cogitans. Inicia una camino teórico y
práctico que nos ha llevado donde estamos. El avance ha sido espectacular, aunque no
nos haya conducido al paraíso racionalista que muchos soñaron. No hay que desandar
el camino: se nos ha vuelto espléndida carretera, con veloces máquinas para
recorrerla. Hay que inventar nuevos caminos.
Llegados a este punto, produce asombro constatar cómo el intento de Descartes
y Leibniz de racionalización absoluta, junto con la separación de la res cogitans y la
res extensa, es el que andando el tiempo ha conducido a realizar operaciones
racionales mediante máquinas. "Lo que resulta paradójico es que fueran precisamente
ellos, Descartes y Leibniz, los que profundizaron en un campo de reflexión (que había
transitado antes Llull) que iría a parar finalmente en la negación de la diferencia
insalvable entre mentes y máquinas: en la Máquina de Turing, los ordenadores y la
concepción «mecanicista abstracta» de lo mental, que caracteriza el paradigma
dominante de la psicología cognitiva. ¿En que consistió ese camino? Descartes y
Leibniz dieron los primeros pasos hacia el ideal de definir un lenguaje lógico
universal que fuese capaz de asegurar el rigor deductivo de cualquier clase de
razonamiento, y evitar disputas inútiles entre los hombres acerca de todo aquello que
puede resolverse por medio de un algoritmo. De forma que los racionalistas ya
imaginaron la posibilidad de un autómata abstracto y universal, como lo es el de
Turing. Lo que no preveían era que esa imagen (sobre todo al encarnarse en la fría piel
de los ordenadores) terminaría por echar por tierra su explícita negación de la
posibilidad de reducción mecanicista de la mente"10.
Por muy paradójico que resulte el camino, la res cogitans se nos acaba de
morir, ya sólo queda la res extensa. Para nuestra sorpresa, la res extensa cartesiana
ha resultado ser bastante cogitans. En especial si la res cogitans se reduce, como
quería Descartes en gran parte y luego popularizó el racionalismo ilustrado, a un
conjunto de habilidades matemáticas, lógicas, o formales. Esa res cogitans podemos
fabricarla ahora a partir de la res extensa, y no existe el problema de ver cómo se
relacionan. No son substancias separadas y de difícil comunicación. La Inteligencia
Artificial deja al dualismo cartesiano sin sentido. Si el cogito, si pensar, consiste en
una pura capacidad racional o formal, pertenece también a la máquina extensa
material. En la res extensa hay más logos y capacidad de logos de la que nunca pensó
el racionalismo. Si se ordena y dispone la res extensa de forma adecuada, la materia
deja de ser la mostrenca extensión cartesiana. Se vuelve capaz de igualar a los
racionalistas más conspicuos, que la miraban con displicencia instalados en la falsa
superioridad de la res cogitans. Cogito, razono, luego me ganan las máquinas.
Hay un lado muy bueno en este asunto. Resulta que en los ordenadores
tenemos a nuestra disposición, como metido en la lámpara de Aladino, al genio que
adoraron los racionalistas. Gracias a los trabajos de la Inteligencia Artificial
escapamos a la esclavitud de la razón, con su insalvable dictadura lógica, y la
ponemos al nivel de mero instrumento humano. Además, Gödel y sus sucesores han
desvelado las desnudeces de aquel emperador pretenciosamente vestido. En una

10
RIVIÈRE, A., Objetos con mente, Alianza, Madrid, 1991, p. 54.
palabra: a la Diosa Razón, que los ilustrados franceses entronizaron en Notre Dame, le
hemos puesto en las manos un cubo y una fregona: la tenemos trabajando para
nosotros. Ahora se trata de averiguar lo que es capaz de hacer, junto con la mejor
manera de darle buen uso, para que no se desmande de nuevo y vuelva a exigir
adoración.
También debemos agradecer a todos los que trabajan en Inteligencia Artificial
el habernos librado de una imposible y agotadora tarea: buscar la quimérica resina
epoxi conceptual que uniese la res cogitans con la res extensa. Han conseguido que
la res extensa sea extraordinariamente racional, del todo lógica. Puede cesar la
búsqueda. De camino recuperamos la posibilidad de entendernos sin acudir a ideas
que nos partan por la mitad.
Otra cuestión, que de aquí se deriva, es si la denominación de animal racional
indica suficientemente lo específico humano. Es evidente que esta pregunta toca un
aspecto central de la antropología. Pues bien, a mi parecer, estamos en condiciones de
responder negativamente a la pregunta. Si por racional se entiende la capacidad de
manejar símbolos formales, de hacer constructos racionales, de moverse en un plano
lógico, de hacer demostraciones deductivas o inductivas, o de aprender mediante
símbolos nuevos, entonces resulta que no por eso el hombre es un ser singular. En el
árbol de Porfirio, táchese racional como diferencia específica para el animal humano.
Las máquinas están resultando ser mucho más racionales que el hombre. Si hay algo
singular en los seres humanos, habrá que buscar por otro lado. Por ahora estamos
aprendiendo a utilizar, para pensar racionalmente, otras cabezas artificiales porque
resultan más dotadas que la nuestra. En la tarea hay éxito y buenos resultados. Nada
importa llegar a un sitio utilizando las propias neuronas, o unas tomadas en préstamo,
si lo hacen mucho mejor y facilitan la trabajosa tarea de adquirir, almacenar y
procesar la información.
Pero dejo las alturas filosóficas y vuelvo a los terrenos informáticos. No somos
animales racionales y las máquinas lógicas nos vapulean en los test de Turing: cierto.
Sin la facilidad de las máquinas, sólo consigo ser lógico a veces: cierto. Pero hay un
asunto que me intriga. ¿Cómo unos bípedos dotados de cerebro hemos conseguido
inventar la lógica, creernos el invento hasta venerarlo, y luego fabricar las máquinas
lógicas, para que nos ganen en los juegos racionales? ¿Cómo los animales humanos
nos las hemos compuesto para conseguir esa hazaña con la única dotación de una red
neuronal? Otros animales las tienen, y muy apañadas. El hombre de Neanderthal
incluso estaba más dotado: 1.500 cc. de cerebro, frente a 1.300 cc. en el homo sapiens
sapiens, de media. Los animales dotados de mejores redes neuronales, cercanos
filogenéticamente como el chimpancé o lejanos como el delfín, tras años de
entrenamiento no pasan sino test simbólicos mínimos, que son significativos sobre
todo por el entusiasmo de sus entrenadores.
También quisiera saber de dónde viene, por ejemplo, la afición por los
números, que ha llevado al mono desnudo a inventarlos, a imaginar nuevas formas de
representarlos y hacer operaciones, o a realizar la pirueta mental en el vacío que
supone el número cero...11 Así durante milenios, en un paulatino y trabajoso avance,
porque a nuestra red neuronal no le resulta natural manejarlos. Así, también, hasta
hacer una teoría de los números, para saber qué era eso con lo que hemos estado
trasteando durante tantos siglos. No es nada fácil -quienes trabajan en redes
neuronales lo saben bien- conseguir algo semejante. ¿Qué hace falta para que una red

11
IFRAH, G., Historia general de las cifras, Espasa–Calpe, Madrid, 1997.
neuronal trabaje en «modo lógico»?; ¿cómo es posible conseguirlo?; ¿por qué los
niños se aclaran con las máquinas lógicas -los ordenadores- mejor que los adultos?;
¿por qué sólo los matemáticos jóvenes parecen capaces de hacer aportaciones
fundamentales?; ¿hace falta una plasticidad especial del cerebro que luego se pierde?
Son preguntas cuya respuesta me gustaría conocer, junto a mucha otras. Me intriga
una red neuronal, la humana, que se atreve a afrontar el test de Turing frente a
máquinas lógicas, aunque no lo haga brillantemente.

Das könnte Ihnen auch gefallen