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Hace muchos años, cuando iba de Hong Kong a Nueva York pasé una semana en San Fran
cisco. Hacía mucho tiempo que no había estado en esa ciudad y durante todo aquel per
iodo mis negocios en Oriente habían prosperado más de lo que esperaba. Como era rico
, podía permitirme volver a mi país para restablecer la amistad con los compañeros de
juventud que aún vivían y me recordaban con afecto. El más importante para mí era Mohum
Dampier, un antiguo amigo del colegio con quien había mantenido correspondencia ir
regular hasta que dejamos de escribirnos, cosa muy normal entre hombres. Es fácil
darse cuenta de que la escasa disposición a redactar una sencilla carta de tono so
cial está en razón del cuadrado de la distancia entre el destinatario y el remitente
. Se trata, simple y llanamente, de una ley.
Recordaba a Dampier como un compañero, fuerte y bien parecido, con gustos semeja
ntes a los míos, que odiaba trabajar y mostraba una señalada indiferencia hacia much
as de las cuestiones que suelen preocupar a la gente; entre ellas la riqueza, de
la que, sin embargo, disponía por herencia en cantidad suficiente como para no ec
har nada en falta. En su familia, una de las más aristocráticas y conocidas del país,
se consideraba un orgullo que ninguno de sus miembros se hubiera dedicado al com
ercio o a la política, o hubiera recibido distinción alguna. Mohum era un poco senti
mental y su carácter supersticioso le hacía inclinarse al estudio de temas relaciona
dos con el ocultismo. Afortunadamente gozaba de una buena salud mental que le pr
otegía contra creencias extravagantes y peligrosas. Sus incursiones en el campo de
lo sobrenatural se mantenían dentro de la región conocida y considerada como certez
a.
La noche que le visité había tormenta. El invierno californiano estaba en su apoge
o: una lluvia incesante regaba las calles desiertas y, al ser empujada por irreg
ulares ráfagas de viento, se precipitaba contra las casas con una fuerza increíble.
El cochero encontró el lugar, una zona residencial escasamente poblada cerca de la
playa, con dificultad. La casa, bastante fea, se elevaba en el centro de un ter
reno en el que, según pude distinguir en la oscuridad, no había ni flores ni hierba.
Tres o cuatro árboles, que se combaban y crujían a causa del temporal, parecían inten
tar huir de su tétrico entorno en busca de mejor fortuna, lejos, en el mar. La viv
ienda era una estructura de dos pisos, hecha de ladrillo, que tenía una torre en u
na esquina, un piso más arriba. Era la única zona iluminada. La apariencia del lugar
me produjo cierto estremecimiento, sensación que se vio aumentada por el chorro d
e agua que sentía caer por la espalda mientras corría a buscar refugio en el portal.
Dampier, en respuesta a mi misiva informándole de mi deseo de visitarle, había con
testado: «No llames, abre la puerta y sube.» Así lo hice. La escalera estaba pobrement
e iluminada por una luz de gas que había al final del segundo tramo. Conseguí llegar
al descansillo sin destrozar nada y atravesé una puerta que daba a la iluminada e
stancia cuadrada de la torre. Dampier, en bata y zapatillas, se acercó, tal y como
yo esperaba, a saludarme, y aunque en un principio pensé que me podría haber recibi
do más adecuadamente en el vestíbulo, después de verle, la idea de su posible inhospit
alidad desapareció.
No parecía el mismo. A pesar de ser de mediana edad, tenía canas y andaba bastante
encorvado. Le encontré muy delgado; sus facciones eran angulosas, y su piel, arru
gada y pálida como la muerte, no tenía un solo toque de color. Sus ojos, excepcional
mente grandes, centelleaban de un modo misterioso.
Me invitó a sentarme y, tras ofrecerme un cigarro, manifestó con sinceridad obvia
y solemne que estaba encantado de verme. Después tuvimos una conversación trivial du
rante la cual me sentí dominado por una profunda tristeza al ver el gran cambio qu
e había sufrido. Debió captar mis sentimientos porque inmediatamente dijo, con una g
ran sonrisa:
-Te he desilusionado: non sum qualis eram.
Aunque no sabía qué decir, al final señalé:
-No, que va, bueno, no sé: tu latín sigue igual que siempre.
Sonrió de nuevo.
-No -dijo-, al ser una lengua muerta, esta particularidad va aumentando. Pero,
por favor, ten paciencia y espera: existe un lenguaje mejor en el lugar al que
me dirijo. ¿Tendrías algún inconveniente en recibir un mensaje en dicha lengua?
Mientras hablaba su sonrisa iba desapareciendo, y cuando terminó, me miró a los oj
os con una seriedad que me produjo angustia. Sin embargo no estaba dispuesto a d
ejarme llevar por su actitud ni a permitirle que descubriera lo profundamente af
ectado que me encontraba por su presagio de muerte.
-Supongo que pasará mucho tiempo antes de que el lenguaje humano deje de sernos út
il -observé-, y para entonces su necesidad y utilidad habrán desaparecido.
Mi amigo no dijo nada y, como la conversación había tomado un giro desalentador y
no sabía qué decir para darle un tono más agradable, también yo permanecí en silencio. De
repente, en un momento en que la tormenta amainó y el silencio mortal contrastaba
de un modo sobrecogedor con el estruendo anterior, oí un suave golpeteo que provenía
del muro que tenía a mis espaldas. El sonido parecía haber sido producido por una m
ano, pero no como cuando se llama a una puerta para poder entrar, sino más bien co
mo una señal acordada, como una prueba de la presencia de alguien en una habitación
contigua; creo que la mayoría de nosotros ha tenido más experiencias de este tipo de
comunicación de las que nos gustaría contar. Miré a Dampier. Si había algo divertido en
mi mirada no debió captarlo. Parecía haberme olvidado y observaba la pared con una
expresión que no soy capaz de definir, aunque la recuerdo como si la estuviera vie
ndo. La situación era desconcertante. Me levanté con intención de marcharme; entonces
reaccionó.
-Por favor, vuelve a sentarte -dijo-, no ocurre nada, no hay nadie ahí.
El golpeteo se repitió con la misma insistencia lenta y suave que la primera vez
.
-Lo siento -dije-, es tarde. ¿Quieres que vuelva mañana?
Volvió a sonreír, esta vez un poco mecánicamente.
-Es muy gentil por tu parte, pero completamente innecesario. Te aseguro que ésta
es la única habitación de la torre y no hay nadie ahí. Al menos...
Dejó la frase sin terminar, se levantó y abrió una ventana, única abertura que había en
la pared de la que provenía el ruido.
-Mira.
Sin saber qué otra cosa podía hacer, le seguí hasta la ventana y me asomé. La luz de u
na farola cercana permitía ver claramente, a través de la oscura cortina de agua que
volvía a caer a raudales, que «no había nadie». Ciertamente, no había otra cosa que la pa
red totalmente desnuda de la torre.
Dampier cerró la ventana, señaló mi asiento y volvió a tomar posesión del suyo.
El incidente no resultaba en sí especialmente misterioso; había una docena de expl
icaciones posibles (ninguna de las cuales se me ha ocurrido todavía). Sin embargo
me impresionó vivamente el hecho de que mi amigo se esforzara por tranquilizarme,
pues ello daba al suceso una cierta importancia y significación. Había demostrado qu
e no había nadie, pero precisamente eso era lo interesante. Y no lo había explicado
todavía. Su silencio resultaba irritante y ofensivo.
-Querido amigo -dije, me temo que con cierta ironía-, no estoy dispuesto a poner
en cuestión tu derecho a hospedar a todos los espectros que desees de acuerdo con
tus ideas de compañerismo; no es de mi incumbencia. Pero como sólo soy un simple ho
mbre de negocios, fundamentalmente terrenales, no tengo necesidad alguna de espe
ctros para sentirme cómodo y tranquilo. Por ello, me marcho a mi hotel, donde los
huéspedes aún son de carne y hueso.
No fue una alocución muy cortes, lo sé, pero mi amigo no manifestó ninguna reacción es
pecial hacia ella.
-Te ruego que no te vayas -observó-. Agradezco mucho tu presencia. Admito haber
escuchado un par de veces con anterioridad lo que tú acabas de oír esta noche. Ahora
sé que no eran ilusiones mías y esto es verdaderamente importante para mí; más de lo qu
e te imaginas. Enciende un buen cigarro y ármate de paciencia mientras te cuento t
oda la historia.
La lluvia volvía a arreciar, produciendo un rumor monótono, que era interrumpido d
e vez en cuando por el repentino azote de las ramas agitadas por el viento. Era
bastante tarde, pero la compasión y la curiosidad me hicieron seguir con atención el
monólogo de Dampier, a quien no interrumpí ni una sola vez desde que empezó a hablar.
-Hace diez años -comenzó-, estuve viviendo en un apartamento, en la planta baja de
una de las casas adosadas que hay al otro lado de la ciudad, en Rincon Hill. Es
a zona había sido una de las mejores de San Francisco, pero había caído en desgracia,
en parte por el carácter primitivo de su arquitectura, no apropiada para el gusto
de nuestros ricos ciudadanos, y en parte porque ciertas mejoras públicas la habían a
feado. La hilera de casas, en una de las cuales yo habitaba, estaba un poco apar
tada de la calle; cada vivienda tenía un diminuto jardín, separado del de los vecino
s por unas cercas de hierro y dividido con precisión matemática por un paseo de grav
illa bordeado de bojes, que iba desde la verja a la puerta.
» Una mañana, cuando salía, vi a una chica joven entrar en el jardín de la casa izquie
rda. Era un caluroso día de junio y llevaba un ligero vestido blanco. Un ancho som
brero de paja decorado al estilo de la época, con flores y cintas, colgaba de sus
hombros. Mi atención no estuvo mucho tiempo centrada en la exquisita sencillez de
sus ropas, pues resultaba imposible mirarla a la cara sin advertir algo sobrenat
ural. Pero no, no temas; no voy a deslucir su imagen describiéndola. Era sumamente
bella. Toda la hermosura que yo había visto o soñado con anterioridad encontraba su
expresión en aquella inigualable imagen viviente, creada por la mano del Artista
Divino. Me impresionó tan profundamente que, sin pensar en lo impropio del acto, d
escubrí mi cabeza, igual que haría un católico devoto o un protestante de buena famili
a ante la imagen de la Virgen. A la doncella no parecía disgustarle mi gesto; me d
edicó una mirada con sus gloriosos ojos oscuros que me dejó sin aliento, y, sin más, e
ntró en la casa. Permanecí inmóvil por un momento, con el sombrero en la mano, conscie
nte de mi rudeza y tan dominado por la emoción que la visión de aquella belleza inco
mparable me inspiraba, que mi penitencia resultó menos dolorosa de lo que debería ha
ber sido. Entonces reanudé mi camino, pero dejé el corazón en aquel lugar. Cualquier o
tro día habría permanecido fuera de casa hasta la caída de la noche, pero aquél, a eso d
e la media tarde, ya estaba de vuelta en el jardín, interesado por aquellas pocas
flores sin importancia que nunca antes me había detenido a observar. Mi espera fue
en vano; la chica no apareció.
» A aquella noche de inquietud le siguió un día de expectación y desilusión. Pero al día
iguiente, mientras caminaba por el barrio sin rumbo, me la encontré. Desde luego n
o volví a hacer la tontería de descubrirme; ni siquiera me atreví a dedicarle una mira
da demasiado larga para expresar mi interés. Sin embargo mi corazón latía aceleradamen
te. Tenía temblores y, cuando me dedicó con sus grandes ojos negros una mirada de ev
idente reconocimiento, totalmente desprovista de descaro o coquetería, me sonrojé.
» No te cansaré con más detalles; sólo añadiré que volví a encontrármela muchas veces, au
nunca le dirigí la palabra ni intenté llamar su atención. Tampoco hice nada por conoce
rla. Tal vez mi autocontrol, que requería un sacrificio tan abnegado, no resulte c
laramente comprensible. Es cierto que estaba locamente enamorado, pero, ¿cómo puede
uno cambiar su forma de pensar o transformar el propio carácter?
» Yo era lo que algunos estúpidos llaman, y otros más tontos aún gustan ser llamados,
un aristócrata; y, a pesar de su belleza, de sus encantos y elegancia, aquella chi
ca no pertenecía a mi clase. Me enteré de su nombre (no tiene sentido citarlo aquí) y
supe algo acerca de su familia. Era huérfana y vivía en la casa de huéspedes de su tía,
una gruesa señora de edad, inaguantable, de la que dependía. Mis ingresos eran escas
os y no tenía talento suficiente como para casarme; debe de ser una cualidad que n
unca he tenido. La unión con aquella familia habría significado llevar su forma de v
ida, alejarme de mis libros y estudios y, en el aspecto social, descender al niv
el de la gente de la calle. Sé que este tipo de consideraciones son fácilmente censu
rables y no me encuentro preparado para defenderlas. Acepto que se me juzgue, pe
ro, en estricta justicia, todos mis antepasados, a lo largo de generaciones, deb
erían ser mis codefensores y debería permitírseme invocar como atenuante el mandato im
perioso de la sangre. Cada glóbulo de ella está en contra de un enlace de este tipo.
En resumen, mis gustos, costumbres, instinto e incluso la sensatez que pueda qu
edarme después de haberme enamorado, se vuelven contra él. Además, como soy un romántico
incorregible, encontraba un encanto exquisito en una relación impersonal y espiri
tual que el conocimiento podría convertir en vulgar, y el matrimonio con toda segu
ridad disiparía. Ninguna criatura, argüía yo, podría ser más encantadora que esta mujer. E
l amor es un sueño delicioso; entonces, ¿por qué razón iba yo a procurar mi propio despe
rtar?
» El comportamiento que se deducía de toda esta apreciación y parecer era obvio. Mi
honor, orgullo y prudencia, así como la conservación de mis ideales me ordenaban hui
r, pero me sentía demasiado débil para ello. Lo más que podía hacer-y con gran esfuerzo-
era dejar de ver a la chica, y eso fue lo que hice. Evité incluso los encuentros
fortuitos en el jardín. Abandonaba la casa sólo cuando sabía que ella ya se había marcha
do a sus clases de música, y volvía después de la caída de la noche. Sin embargo era com
o si estuviera en trance; daba rienda suelta a las imaginaciones más fascinantes y
toda mi vida intelectual estaba relacionada con ellas. ¡Ah, querido amigo! Tus ac
ciones tienen una relación tan clara con la razón que no puedes imaginarte el paraíso
de locura en el que viví.
» Una tarde, el diablo me hizo ver que era un idiota redomado. A través de una con
versación desordenada, y sin buscarlo, me enteré por la cotilla de mi casera que la
habitación de la joven estaba al lado de la mía, separada por una pared medianera. L
levado por un impulso torpe y repentino, di unos golpecitos suaves en la pared.
Evidentemente, no hubo respuesta, pero no tuve humor suficiente para aceptar un
rechazo. Perdí la cordura y repetí esa tontería, esa infracción, que de nuevo resultó inúti
, por lo que tuve el decoro de desistir.
» Una hora más tarde, mientras estaba concentrado en algunos de mis estudios sobre
el infierno, oí, o al menos creí oír, que alguien contestaba a mi llamada. Dejé caer lo
s libros y de un salto me acerqué a la pared donde, con toda la firmeza que mi cor
azón me permitía, di tres golpes. La respuesta fue clara y contundente: uno, dos, tr
es, una exacta repetición de mis toques. Eso fue todo lo que pude conseguir, pero
fue suficiente; demasiado, diría yo.
» Aquella locura continuó a la tarde siguiente, y en adelante durante muchas tarde
s, y siempre era yo quien tenía la última palabra. Durante todo aquel tiempo me sentí
completamente feliz, pero, con la terquedad que me caracteriza, me mantuve en la
decisión de no ver a la chica. Un día, tal y como era de esperar, sus contestacione
s cesaron. «Está enfadada -me dije- porque cree que soy tímido y no me atrevo a llegar
más lejos»; entonces decidí buscarla y conocerla y... Bueno, ni supe entonces ni sé aho
ra lo que podría haber resultado de todo aquello. Sólo sé que pasé días intentando encontr
arme con ella, pero todo fue en vano. Resultaba imposible verla u oírla. Recorrí inf
ructuosamente las calles en las que antes nos habíamos cruzado; vigilé el jardín de su
casa desde mi ventana, pero no la vi entrar ni salir. Profundamente abatido, pe
nsé que se había marchado; pero no intenté aclarar mi duda preguntándole a la casera, a
la que tenía una tremenda ojeriza desde que me habló de la chica con menos respeto d
el que yo consideraba apropiado.
» Y llegó la noche fatídica. Rendido por la emoción, la indecisión y el desaliento, me a
costé temprano y conseguí conciliar un poco el sueño. A media noche hubo algo, un pode
r maligno empeñado en acabar con mi paz para siempre, que me despertó y me hizo inco
rporarme para prestar atención a no sé muy bien qué. Me pareció oír unos ligeros golpes en
la pared: el fantasma de una señal conocida. Un momento después se repitieron: uno,
dos, tres, con la misma intensidad que la primera vez, pero ahora un sentido al
erta y en tensión los recibía. Estaba a punto de contestar cuando el Enemigo de la P
az intervino de nuevo en mis asuntos con una pícara sugerencia de venganza. Como e
lla me había ignorado cruelmente durante mucho tiempo, yo le pagaría con la misma mo
neda. ¡Qué tontería! ¡Que Dios sepa perdonármela! Durante el resto de la noche permanecí de
pierto, escuchando y reforzando mi obstinación con cínicas justificaciones.
» A la mañana siguiente, tarde, al salir de casa me encontré con la casera, que entr
aba:
» -Buenos días, señor Dampier -dijo-; ¿se ha enterado usted de lo que ha pasado?
Le dije que no, de palabra, pero le di a entender con el gesto que me daba igu
al lo que fuera. No debió captarlo porque continuó:
-A la chica enferma de al lado. ¿Cómo? ¿No ha oído nada? Llevaba semanas enferma y aho
ra...
Casi salto sobre ella.
» -Y ahora... -grité-, y ahora ¿qué?
» -Está muerta.
» Pero aún hay algo más. A mitad de la noche, según supe más tarde, la chica se había des
ertado de un largo estupor, tras una semana de delirio, y había pedido -éste fue su úl
timo deseo- que llevaran su cama al extremo opuesto de la habitación. Los que la c
uidaban consideraron la petición un desvarío más de su delirio, pero accedieron a ella
. Y en ese lugar aquella pobre alma agonizante había realizado la débil aspiración de
intentar restaurar una comunicación rota, un dorado hilo de sentimiento entre su i
nocencia y mi vil monstruosidad, que se empeñaba en profesar una lealtad brutal y
ciega a la ley del Ego.
» ¿Cómo podía reparar mi error? ¿Se pueden decir misas. por el descanso de almas que, en
noches como ésta, están lejos, «por espíritus que son llevados de acá para allá por viento
caprichosos», y que aparecen en la tormenta y la oscuridad con signos y presagios
que sugieren recuerdos y augurios de condenación?
» Esta ha sido su tercera visita. La primera vez fui escéptico y verifiqué por métodos
naturales el carácter del incidente; la segunda, respondí a los golpes, varias vece
s repetidas, pero sin resultado alguno. Esta noche se completa la «tríada fatal» de la
que habla Parapelius Necromantius. Es todo lo que puedo decir.
Cuando hubo terminado su relato no encontré nada importante que decir, y pregunt
ar habría sido una impertinencia terrible. Me levanté y le di las buenas noches de t
al forma que pudiera captar la compasión que sentía por él; en señal de agradecimiento m
e dio un silencioso apretón de manos. Aquella noche, en la soledad de su tristeza
y remordimiento, entró en el reino de lo Desconocido.
[LT1]
1
Desapariciones Misteriosas
Visiones de la noche
Tengo la convicción de que el don de los sueños es un valioso obsequio literario,
pues, si con alguna técnica aún no descubierta pudiéramos captar, fijar y utilizar la
s insólitas imágenes que proporciona, tendríamos una literatura «muy por encima de lo co
rriente». Del mismo modo que los animales adiestrados adquieren nuevas capacidades
y aptitudes, ese don podría mejorarse sensiblemente una vez capturado y domestica
do. Con ello, doblaríamos las horas productivas y realizaríamos nuestra más fructífera l
abor mientras dormimos. Pero, incluso en las condiciones actuales, el mundo de l
os sueños es un terreno que produce rentas, tal y como demuestra «Kubla Khan».
¿Y qué es el sueño? Pues una desordenada disposición de recuerdos inconexos, una embr
ollada sucesión de pensamientos que una vez estuvieron presentes en la conciencia
insomne. Es una resurrección de todos los muertos en tropel (pasados y recientes,
justos e injustos) que, emergiendo de sus tumbas resquebrajadas «con las mismas ro
pas que llevaban en vida», corren desordenadamente para conseguir una audiencia de
l director de todo ese baile mientras se desgarran los vestidos unos a otros. Pe
ro, ¿es que realmente hay un director? En absoluto; el que debía serlo renunció a su a
utoridad y la masa se ha apoderado de su voluntad. Murió, pero no resucita con los
demás; su capacidad de juicio y de sorpresa ha desaparecido. Puede sentir dolor y
alegría, terror y atracción, pero no asombro. Lo monstruoso, absurdo y antinatural
se convierte entonces en sencillo, correcto y razonable. Ni lo ridículo divierte n
i lo imposible desconcierta. El único poeta verdadero que encontramos es, pues, el
soñador; en él «la imaginación es compacta».
Pero la imaginación no es otra cosa que recuerdo. Si no, intenta imaginar algo
que nunca hayas visto, sentido, oído o leído. Prueba a concebir, por ejemplo, un ani
mal que no tenga cuerpo, miembros o cola, o una casa sin paredes ni techo. Cuand
o estamos despiertos dirigimos y ordenamos nuestros pensamientos por medio de la
voluntad y el juicio; seleccionamos y sacamos del almacén de los recuerdos aquell
o que nos sirve, y excluimos, no sin dificultad, lo que no nos interesa. Por el
contrario, cuando dormimos nuestras fantasías «nos suceden». Aparecen tan agrupadas y
mezcladas, tan impregnadas de sus mutuos elementos, que el conjunto parece nuevo
; pero las viejas y conocidas unidades de pensamiento son las mismas. Tanto desp
iertos como dormidos, lo que sacamos de nuestra imaginación son nuevas combinacion
es; «la materia de la que están hechos los sueños» es reunida por los sentidos y almacen
ada en la memoria del mismo modo que las ardillas almacenan nueces. Pero hay al
menos un sentido que no contribuye a la fábrica de los sueños: nadie ha soñado nunca u
n olor. La vista, el oído, el tacto, e incluso el gusto trabajan para asegurar nue
stro entretenimiento nocturno; pero el sueño no tiene nariz. Sorprende que observa
dores tan sagaces como los antiguos poetas no describieran a la divinidad en act
itud durmiente, y que sus obedientes siervos, los escultores, no la representara
n. Puede que estos últimos, al trabajar para la posteridad, intuyeran que el tiemp
o y la fatalidad revisarían inevitablemente su obra, y por ello la conformaran a h
echos naturales.
¿Quién es capaz de relatar un sueño de tal forma que lo parezca? No creo que exista
un poeta con un estilo tan fino; es como intentar transcribir la música de un arp
a eólica. Existe una especie conocida del género Pelmazo (Penetrator intolerabilis)
que después de leer una narración -tal vez de algún gran escritor -se las ve y se las
desea para exponer su argumento con el fin de instruir y deleitar. Al final cons
idera (¡qué buen espíritu!) que no hace falta leerla. «Bajo condiciones y circunstancias
sustancialmente semejantes» (como reza una ley que rige el comercio interestatal)
yo no debería incurrir en una falta similar. Con todo, me propongo exponer en est
as hojas la trama de algunos de mis propios sueños, si bien hay que tener en cuent
a que aquí «las condiciones y circunstancias» son diferentes, pues mis fantasías no son
accesibles al lector. Algunos fragmentos parecerán pobres y sé que al comentarlos no
alcanzaré un gran éxito, pero he de reconocer que me resulta imposible apresar a un
espíritu tan esquivo como éste.
Caminaba durante el crepúsculo por un enorme bosque de árboles antes nunca vistos
, sin saber de dónde venía ni adónde iba. Sentí la desmesurada extensión de aquel lugar y
me di cuenta de que estaba completamente solo. La idea de algún horrible hechizo,
como castigo a un crimen olvidado que debía de haber cometido al amanecer, me obse
sionaba. Avancé mecánicamente y sin esperanzas bajo los árboles siguiendo una senda qu
e atravesaba las embrujadas soledades de la espesura. Un tenebroso arroyo cruzab
a perezosamente mi camino: era sangre. Giré hacia la derecha y lo seguí durante un l
argo trecho; al cabo de un rato llegué a un abierto espacio circular, inundado por
una luz tenue e irreal, en cuyo centro se podía reconocer un depósito de mármol blanc
o. Estaba lleno de sangre y el riachuelo que había seguido era su desagüe. En torno
al depósito, entre él y el bosque circundante, había un espacio de unos dos pies de an
chura cubierto por grandes losas de mármol sobre las que yacían unos veinte cuerpos
humanos sin vida. Aunque no los conté, sabía que su número tenía alguna relación clara y p
ortentosa con mi crimen. Posiblemente indicaba en siglos la fecha en la que lo h
abía cometido; la precisión de la cifra era pues evidente. Los cuerpos estaban desnu
dos y distribuidos simétricamente alrededor del tanque como si fueran los radios d
e una rueda: reposaban sobre la espalda con los pies hacia afuera, y sus cabezas
, abatidas sobre el borde de la cubeta, mostraban un corte en la garganta del qu
e brotaba sangre lentamente. Observé toda la escena sin hacer el menor movimiento.
Era el resultado natural y necesario de mi pecado y, por ello, no me afectaba.
Pero había algo que me llenaba de aprensión y temor, una pulsación monstruosa que tenía
un ritmo lento e inexorable. No sé si se dirigía a alguno de mis sentidos o si llega
ba directamente a mi conocimiento a través de algún camino desconocido para la cienc
ia. La lastimosa regularidad de su amplia cadencia era enloquecedora e invadía tod
o el bosque. Parecía la manifestación de un mal gigantesco e implacable.
No recuerdo nada más de este sueño. Dominado probablemente por el pánico cuyo orige
n debía de ser el malestar propio de una mala circulación sanguínea, grité y mi propia v
oz me despertó.
Este otro sueño aconteció en los primeros años de mi juventud. No tendría más de diecisé
s años y, a pesar del tiempo transcurrido, recuerdo lo que en él ocurría con la misma
claridad que cuando apenas había pasado una hora y yacía encogido de miedo bajo la c
olcha.
Me encontraba solo en una inmensa llanura y era de noche (en mis pesadillas s
iempre suelo estar solo y normalmente es de noche). No había árboles, ni ríos ni colin
as, ni rastro alguno de presencia humana. El terreno estaba cubierto de una vege
tación rala y oscura, una especie de rastrojos, que recordaba que la llanura había s
ido arrasada por el fuego. El camino por el que deambulaba mostraba algunos char
cos que desaparecían y volvían a aparecer, como si al fuego le hubiera seguido la ll
uvia. Unos oscuros nubarrones desplazaban aquellas partes de cielo reflejadas en
los charcos. Al desaparecer, daban paso al brillo acerado de los astros, a cuya
luz álgida las aguas mostraban un lustre sombrío. Me dirigí hacia el oeste, donde un
fulgor escarlata resplandecía en el horizonte bajo largas franjas nubosas, produci
endo un efecto de lejanía inconmensurable, semejante a la que había aprendido a escu
driñar en los dibujos de Doré, quien, con cada trazo, formulaba un presagio y una ma
ldición. Mientras avanzaba vi siluetas de torres y almenas que se perfilaban contr
a ese escenario misterioso y que crecían cada vez más hasta alcanzar unas dimensione
s inimaginables. Aquella construcción que iba llenando mi amplio ángulo de visión no p
arecía, sin embargo, estar más cercana. Desesperado y sin ánimos, continué avanzando con
dificultad por la condenada y lúgubre llanura, mientras la enorme estructura sigu
ió creciendo hasta resultar inabarcable con la vista. Sus torres eclipsaron comple
tamente las estrellas. Entonces atravesé un pórtico descomunal cuyas columnas estaba
n construidas con sillares ciclópeos.
El interior, completamente vacío, mostraba el polvo propio del abandono. Una lu
z difusa esa luz que sólo existe en los sueños, y que tiene vida propia- me permitió re
correr largos pasillos que parecían no tener fin y atravesar estancias enormes cuy
as puertas cedían a mi paso. Mis pisadas resonaban con el mismo eco que en las man
siones abandonadas y en las criptas habitadas. Caminé durante horas por aquella ho
rrible soledad, consciente de que buscaba algo desconocido. Por fin, me encontré e
n lo que supuse el último rincón del edificio: una habitación de dimensiones normales
con una única ventana. A través de ella volví a ver el resplandor rojizo que, como un
signo inequívoco, se extendía hacia el occidente, y reconocí en él al fuego inmutable de
la eternidad. Por encima de aquel fulgor siniestro y amenazante llegaba la terr
ible verdad que años más tarde, como un capricho extravagante, intenté expresar en ver
so:
Hace tiempo el hombre desapareció del orbe.
La corte de ángeles cayó en tumbas ignoradas.
También los diablos han quedado fríos al fin,
Y hasta el mismo Dios yace al pie del gran trono blanco.
A pesar del resplandor, era difícil ver en la oscuridad reinante y pasó algún tiemp
o antes de que descubriera, en el rincón más alejado de la habitación, los contornos d
e una cama a la que me acerqué con un fatal presentimiento. Sospechaba que la part
e funesta de mi aventura terminaría con un clímax espantoso, pero no pude resistirme
al hechizo que me empujaba a concluirla. Sobre la cama, medio desnudo, yacía el c
adáver de un hombre. Estaba boca arriba, con los brazos pegados a los costados. Al
inclinarme sobre él, cosa que hice con asco pero sin miedo, descubrí que estaba hor
riblemente descompuesto. Las costillas sobresalían entre la carne apergaminada y,
a través del vientre hundido, asomaban las protuberancias de la espina dorsal. Tenía
el rostro renegrido y acartonado, y sus labios, algo separados de unos dientes
amarillentos, castigaban su semblante con una sonrisa horrenda. Un abultamiento
bajo los párpados parecía indicar que los ojos habían escapado a la destrucción general.
Y así era, pues cuando me acerqué a verlos, se abrieron lentamente y se clavaron en
los míos con una mirada sólida y tranquila. Tratad de imaginar mi espanto, pues me
resulta imposible describirlo: ¡aquellos ojos eran los míos! Esos someros restos de
una especie desaparecida, ese engendro horrible que ni el tiempo ni la eternidad
habían conseguido destruir, aquel desperdicio tan odioso y aborrecible que contin
uaba vivo tras la muerte de Dios y de los ángeles... ¡era yo!
Hay sueños que se repiten. De ellos hay uno* que me parece suficientemente raro
como para justificar su relato, aunque me temo que el lector llegue a pensar qu
e el reino de los sueños es cualquier cosa menos un terreno feliz por el que mi al
ma vaga a altas horas. Y no es así. Un gran número de mis incursiones en el mundo onír
ico, y supongo que muchas de las de los demás, van acompañadas de los más felices fina
les. Mi imaginación retorna al cuerpo como la abeja a la colmena, cargada de un bo
tín que, con la ayuda del azar, se transforma en miel y se almacena en las celdas
del recuerdo como un gozo eterno. Pero el sueño que voy a relatar tiene una carácter
doble; se trata de una experiencia extrañamente horrorosa, pero el horror que ins
pira es tan absurdamente desproporcionado al incidente que lo provoca que, al re
cordarlo, su fantasía divierte.
Atravieso un claro en una zona escasamente boscosa. Entre el cordón de árboles di
seminados alrededor de ese espacio irregular, se ven algunos campos cultivados y
viviendas en las que habitan inteligencias extrañas. Debe de estar a punto de ama
necer porque, a través de las neblinas que llenan caprichosamente el paisaje, se v
e una luna casi llena que, de un color rojo sanguinolento, desciende por el oest
e. La hierba que piso está húmeda por el rocío y toda la escena tiene la luz de plenil
unio de una mañana estival. Junto al camino hay un caballo que pasta ruidosamente.
Cuando paso a su lado levanta la cabeza y, sin hacer el menor movimiento, me ob
serva durante un rato. Después se acerca. Es blanco como la leche, manso de porte
y de aspecto amigable. «Este caballo es un alma apacible», me digo mientras me deten
go a acariciarlo. Con los ojos fijos en los míos, se aproxima más y me habla con voz
humana, con palabras articuladas. Esto, más que sorprenderme, me aterroriza, y rápi
damente me despierto.
El caballo siempre habla mi lengua, pero nunca entiendo lo que dice. Supongo
que será porque salgo de su mundo antes de que se acabe de expresar. Seguro que a él
le asusta tanto mi repentina desaparición como a mí su forma de hablarme. Daría cualq
uier cosa por conocer el significado de sus palabras.
Tal vez una mañana lo haga y ya no regrese nunca más a este nuestro mundo.
* Por sugerencia mía, la difunta Flora Mcdonald Shearer puso este relato en f
orma de soneto en su libro de poemas La leyenda de Aulus.
Visiones de la noche Ambrose Bierce
- 4 -
El club de los parricidas
I
Es bien sabido que la vieja casa Manton está hechizada. En toda la zona rural qu
e la rodea, e incluso en la ciudad de Marshall, situada a una milla de distancia
, no hay una sola persona de mente imparcial que tenga la menor duda al respecto
; la incredulidad se limita a esas personas que recibirán el término de «chifladas» en c
uanto esta útil palabra haya penetrado en la esfera intelectual del Advance de Mar
shall. La evidencia de que la casa está hechizada es doble: el testimonio de testi
gos desinteresados que han aportado la prueba ocular, y el de la propia casa. Lo
s primeros pueden ser rechazados por cualquiera de las diversas objeciones que s
e le ocurra plantear al ingenuo; pero los hechos que están al alcance de la observ
ación de todos son materiales y pueden controlarse.
En primer lugar, la casa Manton no ha sido ocupada por los mortales desde hace
más de diez años, y junto con sus edificios exteriores está entrando lentamente en de
cadencia: circunstancia que, por sí sola, nadie en su sano juicio se aventuraría a i
gnorar. Está un poco alejada del tramo más solitario de la carretera que une Marshal
l con Harriston, en un claro que en otro tiempo fue una granja, y sigue desfigur
ado por secciones de valla podrida y medio cubierta por zarzas que antaño cercaba
un suelo estéril y pedregoso que hace ya muchísimo tiempo que no sabe lo que es un a
rado. La casa se encuentra en condiciones tolerablemente buenas, aunque muy desp
intada por el tiempo y con una gran necesidad de atención del vidriero, ya que la
población masculina infantil de la región ha dado pruebas, de la manera que le es ha
bitual, de su desaprobación a esa casa sin habitantes. Tiene una altura de dos pis
os, es de planta casi cuadrada y la fachada delantera está traspasada por una sola
puerta flanqueada a cada lado por una ventana, totalmente recubiertas ambas de
tablones. Las ventanas correspondientes del piso superior, que no están protegidas
, permiten la entrada de la luz y la lluvia en las habitaciones del segundo piso
. Hierbas buenas y malas crecen a su antojo por todas partes, y algunos árboles de
sombra, algo estropeados por el viento, se inclinan todos en la misma dirección,
dando la impresión de que estuvieran haciendo un esfuerzo concertado por escapar d
e allí. En resumen, tal como el humorista de la ciudad de Marshall explicaba en la
s columnas del Advance, «la proposición de que la casa Manton está hechizada es la única
conclusión lógica que puede obtenerse». El hecho de que fuera en aquella misma morada
donde al señor Manton le pareció adecuado una noche de hace unos diez años levantarse
y cortarle la garganta a su esposa y a sus dos hijos pequeños, yéndose a vivir ense
guida a otra parte del país, tiene sin duda su parte de responsabilidad en el hech
o de que a la atención pública el lugar le parezca adecuado para los fenómenos sobrena
turales.
Una tarde de verano llegaron a la casa cuatro hombres montados en una carreta.
Tres de ellos se bajaron enseguida, y el que iba conduciendo ató la yunta al único
poste que quedaba de lo que había sido una valla. El cuarto permaneció sentado en el
carro.
-Vamos -dijo uno de sus compañeros acercándose a él, mientras los otros dos se dirigía
n a la casa-. Éste es el lugar.
-¡Dios mío! -respondió sin moverse el otro-. Esto es una broma y me parece que están t
odos en el ajo.
-Quizás yo lo esté -contestó el otro mirándole directamente a la cara y hablándole con u
n tono que tenía algo de desprecio-. Pero recordará que la elección del lugar se le de
jaba a los otros con su consentimiento. Claro que si tiene miedo de los espectro
s...
-Yo no le tengo miedo a nada -le interrumpió el otro con un juramento antes de s
altar al suelo. Los dos se unieron a los otros en la puerta, que uno de ellos ha
bía abierto ya con cierta dificultad porque la cerradura estaba oxidada. Entraron
todos. Dentro estaba oscuro, pero el que había abierto la puerta sacó una vela y cer
illas y la prendió. Abrió después una puerta que tenía a su derecha en cuanto estuvieron
en el pasillo. Daba paso a una habitación grande y cuadrada que la vela sólo podía il
uminar muy débilmente. El suelo tenía una espesa capa de polvo que ahogaba parcialme
nte el ruido de sus pisadas. Había telarañas en los ángulos de las paredes y colgando
del techo como tiras de un encaje podrido, y que con la agitación del aire que pro
dujo su entrada iniciaron unos movimientos ondulantes. La habitación tenía dos venta
nas en los lados, pero desde ninguna de ellas podía verse nada salvo la tosca supe
rficie interior de los tablones clavados a escasos centímetros del cristal. No había
chimenea ni muebles; no había nada: aparte de las telarañas y el polvo, los cuatro
hombres eran los únicos seres que no formaban parte de la estructura.
Debían tener un aspecto extraño bajo la luz amarillenta de la vela. El que se había
bajado del carro con mayor desgana resultaba especialmente espectacular: casi po
dría decirse que sensacional. Era de mediana edad, de fuerte constitución, pecho y h
ombros anchos. Viendo su figura cualquiera habría dicho que tenía la fuerza de un gi
gante, y si se le miraba a los rasgos de la cara, cualquiera se convencería de que
estaba dispuesto a utilizarla como tal. Iba bien afeitado y con el pelo, grisáceo
, muy corto. Su frente baja estaba cruzada por arrugas encima de los ojos, que s
e volvían verticales sobre la nariz. Las cejas, negras y espesas, seguían la misma l
ey, y sólo un último giro hacia arriba impedía lo que se habría convertido en un punto d
e contacto. Muy hundidos bajo las cejas, brillando bajo la luz oscura, había unos
ojos de color incierto pero evidentemente demasiado pequeños. Su expresión tenía algo
formidable que no mejoraba con la boca cruel y las mandíbulas anchas. La nariz est
aba, sin embargo, bastante bien, en cuanto que nariz; pero nadie espera demasiad
o de las narices. Todo lo que tenía de siniestro el rostro de aquel hombre parecía a
centuado por una palidez que no era natural: daba la impresión de que careciera to
talmente de sangre.
El aspecto de los otros hombres era bastante común: eran personas de esas que un
o conoce y se olvida de haber conocido. Todos eran más jóvenes que el hombre que hem
os descrito, y entre ellos y el de mayor edad, que se mantenía apartado, no parecía
existir ningún sentimiento amable. Evitaban mirarse el uno al otro.
-Caballeros -dijo el hombre que sostenía la vela y las llaves-. Creo que todo es
tá bien. ¿Está dispuesto, señor Rosser?
El hombre que se encontraba apartado del grupo inclinó la cabeza y sonrió.
-¿Y usted, señor Grossmith?
El hombre pesado inclinó la cabeza y frunció el ceño.
-Si me hacen el favor de quitarse las prendas exteriores.
Enseguida se quitaron los sombreros, abrigos, chalecos y pañuelos de cuello, que
arrojaron fuera de la puerta, al pasillo. El hombre que llevaba la vela asintió y
el cuarto hombre -el que había presionado a Grossmith para que bajara del carro-
sacó del bolsillo de su abrigo dos largos machetes de aspecto asesino que extrajo
inmediatamente de sus vainas de cuero.
-Son exactamente iguales -dijo dándole a cada uno de los dos personajes principa
les uno de los cuchillos, pues en ese momento hasta el observador más torpe habría c
omprendido la naturaleza de la reunión. Iba a ser un duelo a muerte.
Cada luchador cogió un cuchillo, lo examinó críticamente cerca de la vela y comprobó l
a fuerza de la hoja y del mango sobre su rodilla levantada. Después, el ayudante d
e cada uno de ellos se dirigió al otro.
-Si le parece bien, señor Grossmith -dijo el hombre que sostenía la luz-, se coloc
ará usted en esa esquina.
Indicó el ángulo de la habitación más alejado a la puerta, y hacia allí se retiró Grossmi
h, después de que su ayudante se despidiera de él con un apretón de manos que no tenía n
ada de cordial. En el ángulo más cercano a la puerta se colocó el señor Rosser, y tras u
na consulta en susurros con su ayudante, éste le dejó y se unió al otro ayudante junto
a la puerta. En ese momento se apagó la vela dejando la habitación en una oscuridad
profunda. Quizás se debiera a una corriente provocada por la puerta abierta, pero
con independencia de cuál fuera la causa, el efecto resultó sorprendente.
-Caballeros -dijo una voz que parecía extrañamente desconocida en esas condiciones
alteradas que afectan a las relaciones de los sentidos-: no se moverán hasta que
oigan que se ha cerrado la puerta exterior.
Se escucharon sonidos de pisadas, después el de la puerta interior al cerrarse y
, finalmente, la puerta exterior, con un golpe que sacudió el edificio entero.
Unos minutos más tarde, el hijo de un granjero que se había retrasado se encontró co
n un carro ligero que conducían furiosamente hacia la ciudad de Marshall. Afirmó que
tras las dos personas del asiento delantero había una tercera, con las manos sobr
e los hombros inclinados de los otros, quienes parecían luchar en vano para libera
rse del tercero. A diferencia de las otras, esa figura iba vestida de blanco y s
in la menor duda se había subido al carro cuando éste pasó junto a la casa hechizada.
Como el muchacho podía jactarse de haber tenido muchísimas experiencias anteriores e
n esa zona sobrenatural, su palabra tenía con justicia el peso del testimonio de u
n experto. La historia (en relación con los acontecimientos del día siguiente) apare
ció en el Advance, con algunos ligeros embellecimientos literarios y la sugerencia
, a modo de conclusión, de que a esos caballeros se les permitiría utilizar las colu
mnas del periódico para dar su versión acerca de la aventura nocturna. Pero nadie re
clamó ese privilegio.
II
Los acontecimientos que habían llevado a aquel «duelo en la oscuridad» fueron bastan
te simples. Una noche, tres jóvenes de la ciudad de Marshall estaban sentados en u
na tranquila esquina del porche del hotel del pueblo, fumando y discutiendo acer
ca de los asuntos que es natural interesen a hombres jóvenes y educados de un pueb
lo del sur. Sus nombres eran King, Sancher y Rosser. A una distancia escasa desd
e la que era fácil escucharles, pero sin tomar parte en la conversación, se sentaba
un cuarto hombre que aquellos tres no conocían. Simplemente sabían que cuando a prim
era hora de la tarde había llegado en la diligencia, se había registrado en el hotel
con el nombre de Robert Grossmith. No se le había visto hablar con nadie salvo co
n el recepcionista del hotel. Sin embargo, parecía apreciar singularmente su propi
a compañía; o tal como lo expresó el personnel del Advance, era «muy adicto a las malign
as asociaciones». Pero habría que añadir entonces, para hacer justicia al desconocido,
que el personnelera de una disposición demasiado alegre como para poder juzgar a
alguien diferentemente dotado, y que además había experimentado un ligero rechazo cu
ando intentó hacerle una «entrevista».
-Odio cualquier tipo de deformidad en una mujer -estaba diciendo King-. Ya sea
natural o... adquirida. Sostengo la teoría de que cualquier defecto físico tiene su
correlativo defecto mental y moral.
-Deduzco de ello -intervino con solemnidad Rosser-, que una dama que carezca d
e la ventaja moral de una nariz encontraría que la lucha por convertirse en la señor
a King sería una empresa ardua.
-Desde luego que puede expresarlo de ese modo -le respondió el otro-. Pero habla
ndo en serio, en una ocasión abandoné a una joven de lo más encantadora al enterarme a
ccidentalmente de que había sufrido la amputación de un dedo de un pie. Mi conducta
fue brutal, si quieren considerarlo así, pero si me hubiera casado con esa joven m
e habría sentido desgraciado durante toda la vida, y habría hecho que también ella se
sintiera así.
-Mientras que al casarse con un caballero de opiniones más liberales, escapó a ese
destino y se encontró con que le abrieron la garganta-intervino Sancher con una l
igera risotada.
-Ah, ya sabe a quién me refiero. Ciertamente, se casó con Manton, pero nada sé de su
liberalidad; no estoy seguro de que no le cortara la garganta al descubrir que
le faltaba eso que es tan excelente en una mujer: el dedo corazón del pie derecho.
-¡Fíjense en ese tipo! -dijo Rosser en voz baja fijando su mirada en el desconocid
o.
Evidentemente aquel tipo estaba escuchando la conversacion intensamente.
-¡Vaya descaro! -murmuró King-. ¿Qué podemos hacer?
-Eso es fácil -contestó Rosser levantándose-. Señor -dijo dirigiéndose al desconocido-:
creo que sería mejor que se fuera con su silla al otro extremo del porche. La pres
encia de unos caballeros es. una situación que, evidentemente, no le resulta famil
iar.
El hombre se puso en pie y avanzó hacia ellos con los puños cerrados y el rostro b
lanco por la rabia. Ahora estaban todos en pie y Sancher se interpuso entre los
beligerantes.
-Ha sido usted apresurado e injusto -le dijo a Rosser-. Este caballero no ha h
echo nada que merezca ese lenguaje.
Pero Rosser no retiró ninguna palabra. Dada la costumbre del país y de la época, aqu
ella disputa sólo podía tener una consecuencia.
-Exijo la satisfacción debida a un caballero -dijo el desconocido, ya más tranquil
o-. No tengo ningún conocido en esta región. Quizás usted, señor, tendrá la amabilidad de
representarme en este asunto -añadió haciendo un gesto a Sancher.
Sancher aceptó la misión; hay que confesar que con cierta desgana, pues ni el aspe
cto ni las maneras de aquel hombre eran totalmente de su agrado. King, que duran
te el coloquio apenas había apartado la mirada del rostro del desconocido y no había
dicho ni una sola palabra, consintió con un gesto actuar como ayudante de Rosser,
y como consecuencia de todo aquello, una vez se hubieron retirado los elementos
principales, se acordó un encuentro para la noche siguiente. La naturaleza de las
disposiciones tomadas ya se ha revelado. El duelo a cuchillo en una habitación os
cura fue en otro tiempo algo común en la vida del suroeste. Lo que veremos más adela
nte es la delgada capa de barniz de «caballería» que ocultaba la brutalidad esencial d
e dicho código.
III
Un Principio Moral se encontró una vez con un Interés Material, en tren de cruza
r un puente sobre el que sólo había paso para uno.
-¡Arrójate, ruin -tronó el Principio Moral-, y déjame pasar encima de ti!
El Interés Material simplemente miró al otro en los ojos, sin decir palabra.
-¡Ah! -dijo el Principio Moral, vacilante-. Echemos suertes, para ver quién de n
osotros se aparta hasta que el otro haya cruzado.
El Interés Material mantuvo su inquebrantable silencio y su imperturbable mira
da.
-Con el fin de evitar un conflicto -volvió a hablar el Principio Moral, ya un
poco incómodo-, yo mismo me voy a echar, y te permitiré pasar por encima.
Entonces el Interés Material recuperó el habla.
-No creo que seas un buen paseo -dijo-. Soy un poco exigente acerca de lo qu
e piso. Supongamos que te arrojas al agua.
Y así se hizo.
La Vela Carmesí
LA REPUTACIÓN Y LA TOGA
EL FUNCIONARIO CONSCIENTE
EL GUARDIÁN PRECAVIDO
Un Tesoro Público, al advertir que Dos Brazos se alzaban con su contenido, exc
lamó:
-Sr. Correligionario, propongo una división.
-Usted parece saber un poco acerca
de la forma parlamentaria de hablar -dijo Dos Brazos.
-Sí -replicó el Tesoro Público-. Estoy familiarizado con los acarreos legislativos
.
LA SERPIENTE CRISTIANA
Una Víbora de Cascabel regresó a su casa, donde estaban sus crías, y dijo:
-Hijos míos, reuníos para recibir la última bendición de vuestro padre, y ver cómo mue
re un cristiano.
-¿Qué ocurre, padre? -preguntaron las Viboritas.
-Me ha mordido el editor de un pasquín partidario -fue la respuesta, seguida p
or el ominoso cascabeleo de la muerte.
EL MALHECHOR DESCONTENTO
Un Juez que había condenado a prisión a un Malhechor, procedía a señalarle las desve
ntajas del crimen y los beneficios de la reforma.
-Su Señoría -dijo el Malhechor, interrumpiéndolo- ¿sería tan amable como para elevar m
i condena a diez años de prisión y nada más?
-¿Por qué? -dijo el juez, sorprendido-. ¡Sólo lo he condenado a tres años!
-Sí, lo sé -asintió el Malhechor-. Tres años de prisión y el sermón. Si no le molesta,
e gustaría que me conmute el sermón.
EL ASTRÓNOMO LITERARIO
Un Objeto que estaba caminando por el Camino Real, envuelto en honda meditac
ión y en poca cosa más, súbitamente se encontró ante las puertas de una ciudad extraña. Cu
ando solicitó ser admitido, fue detenido como indigente y llevado ante el Rey.
-¿Quién eres -interrogó el Rey-, y cómo te ganas la vida?
-Soy Snouter el descuidista -replicó el Objeto, inventando rápidamente-, carteri
sta.
El Rey estaba por ordenar su liberación, cuando el Primer Ministro sugirió que e
xaminaran los dedos del prisionero. Se descubrió que estaban muy achatados y encal
lecidos en los extremos.
-¡Ja! -exclamó el Rey- ¡Se lo dije! Es adicto a contar sílabas. Un poeta. Llévenlo con
el Gran Señor Disuasor del Hábito de la Cabeza.
-Mi señor -dijo el Inventor Ordinario de Penas Ingeniosas-, me atrevo a sugeri
r un castigo más sagaz.
-Dígalo -contestó el Rey. -¡Permitirle que conserve esa cabeza! Eso fue lo que se
ordenó.
EL LEGISLADOR Y EL JABÓN
Una Persona Inofensiva que paseaba por un lugar público, fue atacada por un De
sconocido, con un Garrote, y severamente golpeada.
Cuando el Desconocido con un Garrote fue sometido a juicio, su víctima dijo al
Juez:
-Ignoro por qué me atacó; no tengo un enemigo en el mundo.
-Esa -dijo el acusado- es la razón por la que lo golpeé.
-El prisionero queda absuelto -dijo el juez-; un hombre que no tiene enemigo
s, no tiene amigos. Los tribunales no se hicieron para esta gente.
LA MAQUINA VOLADORA
Un Hombre Ingenioso construyó una máquina voladora e invitó a una gran concurrenci
a a verla funcionar. A la hora señalada, con todo dispuesto, él se introdujo en el v
ehículo y puso el motor en marcha. La máquina inmediatamente hizo pedazos la imponen
te estructura sobre la que estaba armada, y se hundió en la Tierra hasta perderse
de vista, mientras el aeronauta saltaba afuera, justo a tiempo de salvarse.
-Bien -dijo el Hombre Ingenioso-. He hecho lo suficiente para demostrar la c
orrección de los detalles. Los defectos -añadió, echando una mirada al estropeado arma
toste- son meramente básicos y fundamentales.
Ante esta aseveración, el publicó respondió con suscripciones para construir una s
egunda máquina.
EL GATO Y EL REY
LA POETISA DE LA REFORMA
Un día, una Zarigüeya que se había dormido colgada de la cola, en la rama más alta d
e un árbol, despertó y vio una enorme Víbora enroscada cerca de la rama, entre ella y
el tronco del árbol.
-Si me quedo -se dijo-, me engullirá; si me dejo caer me romperé el cuello.
Pero súbitamente se le ocurrió una estratagema.
-Mi perfecto amigo -dijo-, mi instinto paternal reconoce en usted una noble
evidencia e ilustración de la teoría del desarrollo. Usted es la Zarigüeya del Futuro,
el Sobreviviente Mejor Adaptado, último de nuestra especie, el fruto maduro de la
prensilidad progresiva: ¡pura cola!
Pero la Víbora, orgullosa de su antigua superioridad en la historia de las Esc
rituras, fue estrictamente ortodoxa y no aceptó el punto de vista científico.
EL PAVIMENTADOR
EL CORCEL DE LA BRUJA
Un Palo de Escoba, que había servido largo tiempo de montura a una bruja, se q
uejaba de la naturaleza de su empleo, que consideraba degradante.
-Muy bien -dijo la Bruja-. Te daré un trabajo en el que te verás asociado con el
intelecto... te pondrás en contacto con cerebros. Te regalaré a una ama de casa.
-¿Qué? -se sorprendió el Palo de Escoba-. ¿Consideras algo intelectual las manos de
un ama de casa?
-Me refería -dijo la Bruja- a la cabeza de sus buenos maridos.
LA RATA SAGAZ
Una Rata que estaba por salir de su madriguera alcanzó a vislumbrar un Gato qu
e la esperaba, y volviendo al fondo de la cueva invitó a una Amiga a ir con ella d
e visita a un depósito de maíz vecino.
-Hubiera ido sola -dijo-, pero no podía negarme el placer de tan distinguida c
ompañía.
-Muy bien -contestó la Amiga-. Iré contigo. Condúceme.
-¿Conducirte? -exclamó la otra-. ¡Vaya! ¿Preceder yo a una rata grande e ilustre com
o tú? No, por cierto... Después de ti, después de ti...
Complacida por esta gran muestra de deferencia, la Amiga abrió la marcha y, de
jando primero la cueva, fue atrapada por el Gato, que se fue con ella. La otra s
e alejó sin ser molestada.
Una Mujer Rica que volvía del extranjero desembarcó al pie de la Calle Hundida H
asta las Rodillas, y estaba por caminar hasta su hotel a través del barro.
-Señora -dijo un Policía-, no puedo permitir que haga eso; se embarrará los zapato
s y las medias.
-¡Oh, no tiene importancia, realmente! -replicó la Mujer Rica, con encantadora s
onrisa.
-Pero, señora, es innecesario; desde el desembarcadero hasta el hotel, como us
ted podrá observar, se extiende una línea ininterrumpida de periodistas postrados qu
e imploran el honor de que usted camine sobre ellos.
-En ese caso -dijo ella, sentándose en un umbral y abriendo su bolso- tendré que
ponerme mis galochas.
EL PURO PERRO
Dos Políticos cambiaban ideas acerca de las recompensas por el servicio público.
-La recompensa que yo más deseo-dijo el Primer Político- es la gratitud de mis c
onciudadanos.
-Eso sería muy gratificante, sin duda -dijo el Segundo Político-, pero es una lást
ima que con el fin de obtenerla tenga uno que retirarse de la política.
Por un instante se miraron uno al otro, con inexpresable ternura; luego, el
Primer Político murmuró:
-¡Que se haga la voluntad del Señor! Ya que no podemos esperar una recompensa, dém
onos por satisfechos con lo que tenemos.
Y sacando las manos por un momento del tesoro público, juraron darse por satis
fechos.
DOS MÉDICOS
Un Viejo Inicuo, sintiéndose enfermo, envió por un médico, que le recetó unas medici
nas y se fue. Entonces el Viejo Inicuo envió en busca de Otro Médico, al que no le d
ijo nada del anterior; este nuevo médico le prescribió un tratamiento completamente
diferente. Esto continuó durante unas semanas: los médicos lo visitaban en días altern
ados y lo trataban por dos desórdenes distintos, con dosis de medicina en constant
e aumento y cuidados cada vez más rigurosos. Pero un día se encontraron accidentalme
nte junto a su lecho mientras él dormía, y al salir a luz la verdad, una violenta di
sputa se produjo.
-Mis buenos amigos -dijo el paciente, despierto por el ruido de la discusión,
y adivinando su causa-, les ruego que sean más razonables. Si yo pude soportarlos
a los dos a la vez durante semanas, ¿no pue-
den soportarse entre ustedes un ratito? Hace diez días que me siento bien, per
o me he quedado en cama con la esperanza de obtener mediante el reposo las fuerz
as que me harían falta para tomar sus medicinas. Hasta ahora no las he tocado.
EL CADI HONESTO
Un bandido que había despojado de mil piezas de oro a un mercader, fue llevado
ante el Cadí, quien le preguntó si tenía algo que decir para salvarse de ser decapita
do.
-Su Señoría -dijo el Salteador-. No podía hacer otra cosa que apoderarme del oro,
porque Alá me hizo así.
-Tu defensa es ingeniosa y sólida -dijo el Cadí-, y debo exculparte de criminali
dad. Infortunadamente, Alá también me hizo de modo tal que debo cortarte la cabeza,
a menos a menos -añadió pensativo- que me ofrezcas la mitad del oro; porque El me hi
zo débil ante la tentación.
Por consiguiente, el Salteador puso quinientas piezas de oro en manos del Ca
dí.
-Bien -dijo el Cadí-. Te cortaré ahora sólo una mitad de la cabeza. Para mostrar m
i confianza en tu discreción, dejaré intacta la mitad con la que hablas.
Un Hombre que poseía un hermoso Perro, y mediante una cuidadosa selección de sus
parejas había criado una cantidad de animales apenas inferiores a los ángeles, se e
namoró de su lavandera, se casó con ella y crió una familia de bobalicones.
-¡Qué lástima! -exclamó una vez, contemplando el melancólico resultado-. Si hubiera bu
scado mi pareja con la mitad del cuidado que puse para mi perro, sería ahora un pa
dre orgulloso y feliz.
-No estoy tan seguro de eso -dijo el Perro, que acertó a escuchar el lamento-.
Hay una diferencia, es verdad, entre tus cachorros y los míos, pero yo me halago
pensando que no se debe completamente a las madres. Tú y yo no nos parecemos del t
odo.
EL DEPORTISTA Y LA ARDILLA
Un Deportista que había herido a una Ardilla, que estaba haciendo desesperados
esfuerzos para arrastrarse fuera de su alcance, corrió tras ella con un palo, exc
lamando:
-¡Pobrecita! La sacaré de su miseria.
En ese momento, la Ardilla se detuvo exhausta, y mirando a su enemigo, dijo:
-No me aventuraré a dudar de la sinceridad de tu compasión, aunque llega más bien
tarde, pero pareces carecer de la facultad de observación. ¿No percibes, por mis acc
iones, que el deseo más querido de mi corazón es continuar en mi miseria?
Ante esta exposición de su hipocresía, el Deportista se sintió tan vencido por la
vergüenza y el remordimiento, que no liquidó a la Ardilla, sino que, señalándosela a su
perro, se alejó pensativamente.
EL CANGURO Y LA CEBRA
Un Canguro que marchaba a los saltos con un objeto que abultaba oculto en su
bolsa, se encontró con una Cebra, y deseoso de llamar su atención, le dijo:
-Por tu traje parece que acabaras de salir de la penitenciaría.
-Las apariencias son engañosas -replicó la Cebra, sonriendo con plena conciencia
del más insoportable de los ingenios-; si así no fuera, yo tendría que pensar que tú ac
abas de salir de la Legislatura.
UN ASUNTO DE MÉTODO
Un Hombre fue colgado del cuello hasta que murió. Esto fue en 1893.
-¿De dónde vienes? -preguntó San Pedro cuando el Hombre se presentó a la puerta del
Paraíso.
-De California -replicó el solicitante.
-Entra, hijo mío, entra; traes alegres noticias.
Cuando el Hombre desapareció adentro, San Pedro tomó su libreta de notas y escri
bió lo siguiente:
"16 de febrero de 1893. California colonizada por los Cristianos".
EL MÉDICO COMPASIVO
La Valiente Dotación de una estación de salvamento estaba por botar su barca par
a dar un paseíto a lo largo de la costa, cuando descubrieron a poca distancia, mar
adentro, una embarcación que había zozobrado, con una docena de hombres agarrados d
e su quilla.
-Tenemos suerte -dijeron los de la Valiente Dotación-; si no hubiéramos visto es
o a tiempo, nuestro destino podría haber sido el de ellos.
De modo que arrastraron su embarcación a lugar seguro y se reservaron para el
servicio de su país.
LA COLA DE LA ESFINGE
LA VIUDA DEVOTA
Un Hombre murió dejando una gran fortuna y muchos apenados parientes que la re
clamaban. Después de unos años, cuando la justicia había fallado contra las pretension
es de todos, menos uno, este, a quien se le concedió el legado, pidió a su Abogado q
ue lo hiciera tasar.
-No queda nada para tasar -dijo el Abogado, embolsando sus últimos honorarios.
-Entonces -dijo el Demandante Exitoso-, ¿de qué me sirvieron todos estos pleitos
?
-Usted ha sido un buen cliente para mí -respondió el Abogado, recogiendo sus lib
ros y papeles-, pero debo decirle que revela una sorprendente ignorancia acerca
del propósito de los pleitos.
EL HOMBRE Y LA VERRUGA
Una Persona con una Verruga en Su Nariz se encontró con una Persona Similarmen
te Afligida, y le dijo:
-Permítame proponer su nombre como miembro de la Orden Imperial de los Probóscid
es Anormales, de la cual soy el Gran Líder Preclaro y Tesorero Subrepticio. Hace d
os meses, yo era el único miembro. Hace un mes éramos dos. Hoy contamos con cuatro E
mperadores de la Proboscis Anormal de importancia... El doble cada cuatro semana
s, ¿ve? Es una progresión geométrica... ya sabe cómo aumenta eso... En un año y medio cada
hombre en este país tendrá una verruga en la nariz. ¡Orden poderosa! Cuota de ingreso
, cinco dólares.
-Amigo mío -dijo la Persona Similarmente Afligida-, aquí tiene cinco dólares. Mant
enga mi nombre fuera de sus libros.
-Le agradezco su amabilidad -replicó el Hombre con una Verruga en su Nariz, em
bolsando el dinero-; para nosotros es como si se nos hubiera unido. Adiós.
Se fue, pero al ratito apareció de vuelta.
-Me olvidé de hablarle de la cuota mensual -dijo.
UN OPTIMISTA
Una Gran Nación, que sostenía una disputa con una Pequeña Nación, resolvió intimidar a
su antagonista con una gran demostración naval en el puerto principal de la última.
De modo que la Gran Nación reunió todos sus barcos de guerra dispersos en todo el m
undo, y estaba a punto de hacerlos navegar trescientos cincuenta millas hasta el
lugar del encuentro, cuando el Presidente de la Gran Nación recibió la siguiente no
ta del Presidente de la Pequeña Nación:
"Mi gran y buen amigo, me he enterado de que va a exhibirnos su marina con e
l objeto de impresionarnos con su poder. ¡Qué innecesario es ese gasto! Para demostr
arle que ya conocemos todo acerca de esta materia, adjunto a esta una lista de t
odas las naves y piezas de artillería que ustedes tienen".
Tanto impresionó al gran y buen amigo la sólida sensatez de esta misiva, que man
tuvo su marina en casa, economizando mil millones de dólares. Gracias a esta econo
mía pudo comprar una decisión satisfactoria cuando la causa de la disputa fue someti
da a arbitraje.
LA MANO TOMADA
EL POETA Y EL EDITOR
-Mi querido señor -dijo el Editor al Poeta que lo visitaba para hablar de la p
ublicación de su poema-, lamento decir que debido a un infortunado altercado en es
ta oficina, la mayor parte de su manuscrito es ilegible; se derramó sobre él una bot
ella de tinta, manchando todo salvo la primera línea, es decir: "Las hojas de otoño
caían, caían". Desafortunadamente, no habiendo leído el poema, fui incapaz de recordar
los incidentes que seguían; de otro modo, podríamos haberlos ofrecido con nuestras
propias palabras. Si la noticia no ha perdido interés y no apareció ya en otros periód
icos, quizás usted tendrá la amabilidad de relatarnos lo ocurrido, mientras yo tomo
notas. "Las hojas de otoño caían, caían". Prosiga.
-¿Qué? -dijo el Poeta-. ¿Espera que yo reproduzca todo el poema de memoria?
-Sólo la sustancia... sólo los hechos conducentes. Nosotros agregaremos lo que s
ea necesario para amplificarlo y embellecerlo. Sólo le llevará un momento. "Las hoja
s de otoño caían, caían". Adelante.
Se escuchó el sonido de un lento levantarse e irse, mientras el cronista de su
cesos efímeros permanecía inmóvil, con su pluma suspendida; y cuando el movimiento se
completó, la Poesía sólo quedó representada en ese lugar, por un sitio tibio en una sill
a.
UN IMBÉCIL INCALIFICABLE
EN EL POLO
Tras gran dispendio de vidas y riquezas, un Osado Explorador tuvo éxito y alca
nzó el Polo Norte, donde se le aproximó un Nativo que allí vivía.
-Buenos días -dijo el Nativo-. Estoy muy contento de verlo, pero ¿por qué vino aquí?
-La gloria -dijo el Osado Explorador, lacónicamente.
-Sí, sí, ya lo sé -insistió el otro-, pero ¿de qué le servirá al hombre su descubrimien
¿A qué verdades antes inaccesibles le dará acceso? ¿A qué hechos, quiero decir, que tenga
n valor científico?
-Sería adivino si lo supiese -replicó francamente el gran hombre-, tiene que pre
guntárselo al Científico de la Expedición.
Pero el Científico de la Expedición explicó que había estado tan enfrascado en
el cuidado de sus instrumentos y el estudio de sus tablas, que no había tenido
tiempo de pensar en el asunto.
UN PARALELO RADICAL
Unos Cristianos Blancos empeñados en expulsar a los Paganos Chinos de una ciud
ad americana, encontraron un periódico publicado en Pekín en idioma chino, y obligar
on a una de sus víctimas a traducir un editorial. Resultó ser un llamado al pueblo d
e la provincia de Pang Ki, a expulsar a los demonios extranjeros del país, y quema
r sus casas e iglesias. Esta evidencia de la barbarie mongólica encolerizó tanto a l
os Cristianos Blancos, que llevaron a la práctica su proyecto original.
EL LEGISLADOR Y EL CIUDADANO
EL PERRO Y EL DOCTOR
LA FORTUNA Y EL FABULISTA
UNA TRANSPOSICIÓN
Viajando a través del País de la Artemisa, un Asno encontró a un Conejo, que excla
mó muy sorprendido:
-¡Cielos! ¿Cómo creciste tanto? ¡Sin duda eres el más grande conejo viviente!
-No -dijo el Asno-, tú eres el burro más pequeño.
Después de una larga y estéril discusión, el asunto fue sometido a la decisión de un
Coyote que pasó por allí, que tenía algo de demagogo y el deseo de quedar bien con lo
s dos.
-Caballeros -dijo-, ambos tienen razón, como se podía esperar de personas tan do
tadas de disposición para recibir instrucción de los sabios. Usted, señor -volviéndose a
l animal de más tamaño- es, como él ha señalado correctamente, un conejo-. Y usted -volv
iéndose al otro- fue correctamente descripto como un asno. Al transponer los nombr
es de ustedes, el hombre actuó con increíble locura.
Quedaron tan complacidos por esta decisión que declararon al Coyote su candida
to a Oso Gris; pero si el Coyote consiguió o no este puesto, es algo que la histor
ia no cuenta.
EL CIUDADANO HONESTO
Irguiéndose de la tumba, una Mujer se presentó a la Puerta del Paraíso, y golpeó con
mano temblorosa.
-Señora -dijo San Pedro, levantándose y acercándose a la ventanilla-, ¿de dónde viene?
-De San Francisco -respondió la Mujer, avergonzada, mientras grandes gotas de
sudor brillaban en su frente espiritual.
-¡No importa, mi buena muchacha! contestó el Santo, compasivamente- La eternidad
es un tiempo largo; terminarás por olvidar.
-Pero eso no es todo -la Mujer estaba cada vez más turbada-. Yo envenené a mi es
poso... yo descuarticé a mis niños, yo...
-Ah -dijo el Santo, con súbita severidad-, tu confesión sugiere una grave posibi
lidad. ¿Eras miembro de la Asociación de Mujeres de Prensa?
La mujer se irguió y replicó con entusiasmo:
-No.
Las puertas de madreperla y jaspe giraron sobre sus goznes de oro, producien
do la música más cautivadora, y el Santo, haciéndose a un lado, hizo una reverencia, d
iciendo:
-Entra, entonces, en tu eterno descanso.
Pero la Mujer vacilaba.
-El envenenamiento... el descuartizamiento... el... el... -tartamudeó.
-No tienen importancia, te lo aseguro. No vamos a mostrarnos rigurosos con u
na señora que no pertenecía a la Asociación de Mujeres de Prensa. Toma un arpa.
-Pero... yo solicité el ingreso... Me pusieron bolilla negra.
-Toma dos arpas.
EL ANARQUISTA ENGATADO
Un Cacique Político que había ido a Canadá fue escarnecido por un Ciudadano de Mon
treal, que lo acusaba de haber huido para evitar ser procesado.
-Me hace una grave injusticia -dijo el Cacique Político, dejando caer un par d
e lágrimas-. Vine a Canadá sólo a causa de sus atractivos políticos; se dice que su Gobi
erno es el más corrupto del mundo.
-Le ruego que me perdone -contestó el Ciudadano de Montreal.
Cayeron uno sobre el cuello del otro, y al terminar este tocante rito, el Ca
cique Político tenía dos relojes.
UN ESTADISTA
UN DESORDEN FATAL
UN TALISMÁN
EL CONGRESO Y EL PUEBLO
EL JUEZ Y SU ACUSADOR
ECONOMIZANDO FUERZA
Un Hombre Débil que iba colina abajo se encontró con un Hombre Fuerte que subía, y
le dijo:
-Vengo en esta dirección porque requiere menos esfuerzo, no porque lo haya ele
gido. Le ruego, señor, que me ayude a volver a la cumbre.
-Me alegrará hacerlo -dijo el Hombre Fuerte, con el rostro iluminado por una g
loriosa idea-. siempre he considerado a mi fuerza un don sagrado que se me confió
para bien de mi prójimo. Lo llevaré arriba conmigo. Póngase detrás de mí y empuje.
EL BUEN GOBIERNO
-¡Qué territorio feliz eres! -dijo una Forma Republicana de Gobierno a un Estado
Soberano-. Sé bueno y quédate quieto en tanto paseo encima de ti, cantando los elog
ios del sufragio universal y disertando sobre las bendiciones de la libertad civ
il y religiosa. Mientras, puedes mitigar tus penas maldiciendo al poder uniperso
nal y a las decadentes monarquías de Europa.
El Estado replicó:
-Mis servidores públicos han sido tontos y pillos, desde la fecha de tu ascens
o al poder; mis cuerpos legislativos -tanto los estatales como los municipales-
son bandas de ladrones; mis impuestos son insoportables; mis Cortes, corruptas;
mis ciudadades, una desgracia para la civilización; mis corporaciones tienen sus m
anos
en la garganta de todos los intereses particulares... La totalidad de mis as
untos está en desorden y en criminal confusión.
-Cuanto dices es muy cierto -respondió la Forma Republicana de Gobierno, ponién
dose sus zapatos claveteados-, pero considera cómo te emociono cada Cuatro de juli
o.
EL GUARDA VIDAS
Un Abogado fue contratado para defender a un Ladrón, a quien la policía había logr
ado detener tras violenta pelea con otro que había huido. En la reunión con su clien
te, el Abogado preguntó:
-¿Tiene cómplices?
-Sí, señor -respondió el Ladrón-. Tengo dos, pero ninguno fue capturado. Contraté a un
o para que me defendiera de la policía, y a usted lo contraté para que me defienda d
e una condena.
Esta respuesta impresionó profundamente al Abogado, quien tras verificar que e
l Ladrón no había acumulado ningún dinero mediante el ejercicio de su profesión, abandonó
el caso.
EL FABULISTA
Advirtiendo que estaba por morir, un Anciano convocó a sus dos Hijos junto a s
u lecho, y expuso la situación.
-Hijos míos -les dijo-, ustedes no me ofrecieron muchas señales de respeto duran
te mi vida, pero darán fe de su pena por mi muerte. Aquel que más tiempo lleve luto
en su sombrero en mi memoria, se quedará con toda mi fortuna. He hecho un testamen
to a tal efecto.
De modo que cuando el Anciano murió, los jóvenes pusieron luto en sus sombreros,
y lo llevaron hasta que ellos mismos fueron viejos, cuando, comprendiendo que n
inguno de los dos lo abandonaría, convinieron que el más joven dejaría de usar luto, y
el mayor le daría la mitad de la fortuna. ¡Pero cuando el mayor solicitó la propiedad
, se encontró con que había habido un Albacea!
De este modo, fueron adecuadamente castigadas la hipocresía y la obstinación.
EL PATRIOTA Y EL BANQUERO
EL ANARQUISTA REFORMADO
Un Hombre tenía Dos Hijos. El mayor era virtuoso y obediente, el más joven perve
rso y taimado. Cuando el padre estaba por morir, los llamó ante él y dijo:
-Sólo tengo dos cosas valiosas: mi rebaño de camellos y mi bendición. ¿Cómo los distri
buiré?
-Dame tu bendición -dijo el Hijo Más Joven-, porque puede reformarme. Si me dier
as los camellos, seguramente yo sin duda los vendería y malgastaría el dinero.
El Hijo Mayor, disimulando su júbilo, dijo que trataría de contentarse con los c
amellos y un recuerdo piadoso.
Todo se arregló según lo hablado y el Hombre murió. Entonces, el perverso Hijo Más j
oven se presentó ante el Cadí y dijo:
-Mira, mi hermano se ha apropiado de mi herencia legítima. Es tan malo que nue
stro padre, como todo el mundo sabe,
le negó su bendición; ¿es verosímil que le haya dado los camellos?
El Hijo Mayor fue obligado a entregar el rebaño y fue correctamente apaleado p
or su rapacidad.
EL EXPLORADOR AFORTUNADO
LA VIUDA Y EL SOLDADO
Una Viuda cuyo marido había sido colgado encadenado estaba velando el cadáver la
primera noche, y empapada en lágrimas imploraba al Centinela que lo custodiaba, q
ue le permitiera robarlo.
-Señora -dijo el Centinela-. No puedo resistir más sus ruegos; su belleza se imp
one sobre mi sentido del deber. Le entregaré el cuerpo y tomaré su lugar en la jaula
, en la que un golpe de mi puñal confundirá a la justicia y me otorgará la felicidad d
e morir por una mujer tan adorable.
-No -dijo la dama-. No puedo aceptar el sacrificio de una vida tan noble. Si
es cierto que usted me mira con buenos ojos, ayúdenos a mí y a mis sirvientes a lle
var el objeto sagrado a mi castillo, donde usted permanecerá oculto hasta que poda
mos huir del país.
-No -dijo el Centinela-. Seguramente sería descubierto y arrancado de sus braz
os. En tres días usted puede reclamar el cuerpo de su querido esposo; después podrá co
nferir a un honorable soldado toda la felicidad y distinción que a juicio de usted
su devoción merezca.
-¡Tres días! -exclamó la dama-. Eso es mucho para esperar y poco para fugar. Pero
sin llevar carga podemos alcanzar la frontera. Ya el día comienza a romper... deje
mos el cuerpo y partamos.
DIPLOMACIA
-¡Si usted no somete mi reclamo a arbitraje -escribió el Presidente de Omohu al
Presidente de Modugy-, tomaré inmediatas medidas para satisfacerlo por mis propios
medios!
-Señor -contestó el Presidente de Modugy-, puede irse al diablo con su amenaza d
e guerra.
-Mi gran y buen amigo -escribió el otro-, usted confunde el carácter de mi comun
icación. Es un antepenultimátum.
Viendo que un Político tomaba un baño, un Observador, curioso acerca de los extr
años hábitos de los animales inferiores, exclamó:
-¡Qué! ¿No te queda para tomar nada más valioso que un baño? ¿Por qué haces eso?
-He estado en manos de mis amigos -respondió el Político.
-Entonces te sugeriría el despellejamiento -dijo el Observador.
-Llegas tarde, amigo; ya alguien se lo sugirió a ellos. Estoy limpiando las ma
rcas de dedos de mis huesos.
EL ASUNTO PRINCIPAL
EL SECRETO DE LA FELICIDAD
Habiéndose enterado por obra de un ángel, que Noreddin Becar era el hombre más fel
iz del mundo, el Sultán ordenó que lo trajeran a palacio, y le dijo:
-Impárteme, te lo ordeno, el secreto de tu felicidad.
-Oh, padre del sol y de la luna -respondió Noreddin Becar-, yo no sabía que era
feliz.
-Ese -dijo el Sultán- es el secreto que yo buscaba.
Noreddin Becar se retiró profundamente afligido, temiendo que su recién descubie
rta felicidad lo abandonara.
COMPENSACIÓN
Un Autor que había hecho una fortuna escribiendo vulgaridades, tenía un Loro.
-¿Por qué no tengo una jaula de oro? -preguntó el ave.
Y le respondió su dueño:
-Porque tú piensas mejor de lo que repites, como lo demuestra tu pregunta. Y p
orque no tenemos la misma audiencia.
-La nuestra es una vida de autosacrificio -decía un Clérigo-. Mientras otros cor
ren atrás de la ganancia o el placer, nosotros vemos arder el aceite de medianoche
estudiando cómo cascar las más duras nueces teológicas. Y todo ¿por qué recompensa terres
tre?
-Bueno -dijo su Feligrés, meditativamente-, están las almendras, por ejemplo.
Una Serpiente de Cascabel, observando que se acercaba un Hombre con una Cámara
Fotográfica, se arrastró debajo de una piedra plana, y no dejó expuesta otra cosa más q
ue la punta de su nariz.
-No iba a fotografiarte -explicó el Hombre de la Cámara, con un toque de tristez
a en su voz-. Poseo la antigua fe en la divina sabiduría de las serpientes, y he v
enido a preguntarte por qué soy odiado y evitado por toda la humanidad.
-Cielos -dijo la Serpiente de Cascabel-, los dioses me han negado ese conoci
miento. ¿Puedes decirme tú por qué yo no soy muy requerida como compañera?
CONSUELO
Un Perro que había estado persiguiendo su propia cola abandonó la caza y se echó a
reposar, encogido. En su nueva postura, descubrió que su cola estaba al alcance d
e sus dientes. La mordió con avidez, pero la soltó de inmediato, respingando por el
dolor.
-Después de todo -dijo-, hay más alegría en la persecución que en la posesión.
EL SANTO Y EL ALMA
San Pedro estaba sentado a la puerta del Paraíso, cuando se aproximó un Alma y,
haciendo una cortés reverencia, le extendió su tarjeta.
-Lo siento mucho, señor -dijo San Pedro, después de leer la tarjeta-, pero realm
ente no puedo admitirlo. Usted tiene que ir al Otro Lado. Lo siento, señor, lo sie
nto mucho.
-No importa -dijo el Alma-; he pasado todo el mes en un balneario, y el camb
io será agradable. Sólo venía a preguntar si mi amigo Elihu Root está aquí.
-No, señor -replicó el Santo-; el Sr. Root no está muerto.
-Oh, eso lo sé -dijo el Alma-. Pensé que podría estar visitando a Dios.
IMPREVISIÓN
Una Persona que había caído de la riqueza a la indigencia pidió limosna a un Hombr
e Rico.
-No -dijo el Hombre Rico-, no conservaste lo que tenías. ¿Qué seguridad tengo de q
ue conservarás lo que yo te dé?
-Pero no quiero conservarlo-explicó el mendigo-. Lo quiero para cambiarlo por
pan.
-Eso es exactamente lo mismo -dijo el Hombre Rico-. No conservarías el pan.
LA OVEJA Y EL LEÓN
-Eres una bestia de guerra -le dijo la Oveja al León-, por eso los hombres te
buscan para matarte. A mí, que soy una creyente en la no resistencia, no me cazan.
-No necesitan hacerlo -replicó el hijo del desierto-; pueden criarte.
LA VIUDA INCONSOLABLE
UNA INTRUSIÓN
LA PALABRA MISTERIOSA
REVELACIÓN
Un León fue atacado por una manada de Lobos hambrientos, que lo rodearon, aull
ando lo más fuerte que podían, aunque ninguno se atrevió a acercársele.
-Estas son criaturas muy útiles -dijo el León, mientras se echaba para su siesta
de la tarde-, me dan parte de mis virtudes. Yo no sabía que era comestible.
UN ÁGUILA ENCADENADA
EL POETA IMPOTENTE
Un poeta que nunca hacia el correcto escandido de sus versos, fue emplazado
a presentarse ante el Rey, quien le ordenó que dijera algo en su defensa para evit
ar ser condenado a muerte.
-Si tu oído es imperfecto -dijo el Rey-, podrías contar tus sílabas con los dedos,
como un trabajador honesto.
-Yo cuento mis sílabas -dijo el Poeta, reverentemente-. Pero observe: a mi man
o izquierda le falta un dedo... lo mordió un crítico.
-Entonces -dijo el Rey-, ¿por qué no los cuentas con la mano derecha?
-¡Cielos! -fue la respuesta del poeta, mientras elevaba su mutilada izquierda-
. ¡Eso es imposible... no tengo nada con qué contar! El dedo que me falta es el índice
.
-¡Hombre infortunado! -exclamó con simpatía el monarca-. Tenemos que hacer que tus
limitaciones e incapacidad no te pesen. Escribirás para las revistas.
EL LOBO Y LA TORTUGA
DE LO GENERAL A LO PARTICULAR
UN FILOSOFO DESCONCERTADO
EL LIMITE
EL ZORRO Y EL PATO
EL LADRÓN ARREPENTIDO
Un Muchacho a quien su Madre le había enseñado a robar, creció hasta ser hombre, y
se convirtió en Funcionario Público profesional. Un día fue sorprendido con las manos
en la masa y condenado a muerte. Mientras marchaba al lugar de la ejecución pasó ju
nto a su Madre, y le dijo:
-¡Contempla tu obra! ¡Si no me hubieras enseñado a robar, yo no habría llegado a eso
!
-¡Claro! -dijo la Madre-. ¿Y quién, dime, te enseñó a que te descubran?
EL LOBO Y EL CORDERO
EL PESCADOR Y EL PESCADO
Un Pescador que había atrapado un Pez muy pequeño lo estaba poniendo en su cesto
, cuando el pez le habló:
-Te suplico que me arrojes de vuelta al agua, porque no puedo serte útil; los
dioses no comen peces.
-Yo no soy un dios -dijo el Pescador.
-Es cierto -dijo el Pez-, pero apenas Júpiter se entere de tu proeza te elevará
a la deidad. Eres el único hombre que alguna vez haya pescado un pez pequeño.
Un Lobo que pasaba junto al refugio de unos Pastores, miró adentro y vio a los
pastores comiendo.
-Entra -dijo uno de ellos irónicamente-, y sírvete un pedazo de tu plato favorit
o, una pata de cordero.
-Gracias -dijo el Lobo, mientras se alejaba-, pero tienen que disculparme: a
cabo de comerme un cuarto de pastor.
LA VÍBORA Y LA GOLONDRINA
Una Golondrina que había construido su nido en una Corte de Justicia crió una he
rmosa familia de jóvenes aves. Cierto día, una Víbora salió de una grieta en la pared y
ya estaba por comérselas, pero el juez Justo, de inmediato libró un oficio, y dando
orden de que las golondrinas fueran trasladadas a su propia casa, se las comió él.
Una Golondrina se acercó a una Gallina que había empollado pacientemente unos hu
evos de víbora, y le dijo:
-Qué estúpida eres al darle vida a criaturas que te premiarán destruyéndote.
-Soy un poquitito destructiva -dijo la Gallina, engullendo tranquilamente a
uno de los pequeños reptiles-, y no es un acto de locura proporcionarse los bocado
s de la estación.
EL LEÓN Y LA ESPINA
Un León que vagaba por el bosque se clavó una espina en la pata, y al encontrar
un Pastor, le pidió que se la extrajera. El Pastor lo hizo, y el León, que estaba sa
ciado porque acababa de devorar a otro pastor, siguió su camino sin hacerle daño. Al
gún tiempo después, el Pastor fue condenado, a causa de una falsa acusación, a ser arr
ojado a los leones en el anfiteatro. Cuando las fieras estaban por devorarlo, un
a de ellas dijo:
-Este es el hombre que me sacó la espina de la pata.
Al oír esto, los otros leones honorablemente se abstuvieron, y el que habló se c
omió él solo al Pastor.
EL LOBO Y EL BEBE
EL LOBO Y EL AVESTRUZ
Habiéndose enterado de que el Estado estaba a punto de ser invadido por un ejérc
ito hostil, un Caballo de Guerra perteneciente a un Coronel de la Milicia ofreció
sus servicios a un Molinero que por ahí pasaba.
-No -dijo el patriota Molinero-, no emplearé a uno que abandona sus posiciones
a la hora del peligro. Es hermoso morir por la propia patria.
Algo en esta opinión le sonó familiar al Caballo de Guerra, y mirando más de cerca
al Molinero, reconoció a su dueño disfrazado.
EL LEÓN Y EL RATÓN
Un León había atrapado a un Ratón y estaba a punto de matarlo, cuando el Ratón dijo:
-Si me perdonas la vida, otro tanto haré yo por ti algún día.
El León, bondadosamente, le permitió irse. Poco después ocurrió que el León fue captur
ado por unos cazadores y atado con cuerdas. El Ratón pasó por el lugar, y viendo que
su benefactor estaba indefenso, se puso a roerle la cola.
EL CORDERO Y EL LOBO
Un Padre afligido por una familia de Hijos pendencieros, les exhibió un atado
de varas y pidió a los jóvenes que lo rompieran. Tras repetidos esfuerzos, admitiero
n que les resultaba imposible.
-Vean -dijo el Padre- las ventajas de la unidad; mientras esas varas permane
cen unidas son invencibles; y observen lo débiles que se muestran individualmente.
Sacando una vara del atado, fácilmente la rompió en la cabeza del Hijo mayor, y
repitió el procedimiento hasta que todos fueron servidos.
EL LEÓN Y EL RATÓN
A un juez lo despertó el ruido de un abogado que procesaba a un Ladrón. Rojo de
ira, ya estaba por sentenciar al Ladrón a prisión perpetua, cuando este dijo:
-Le suplico que me libere, y algún día retribuiré su bondad.
Complacido y lisonjeado al ser coimeado, aunque no fuera por nada más que una
promesa hueca, el juez lo dejó irse. Poco después, comprobó que había sido más que una pro
mesa hueca, porque habiéndose convertido él mismo en Ladrón fue liberado por el otro,
que se había convertido en Juez.
[LT1]
Fábulas fantásticas Ambrose Bierce
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Un Naufragio Psicológico