Discover millions of ebooks, audiobooks, and so much more with a free trial

Only $11.99/month after trial. Cancel anytime.

Los guardianes de la sabiduría ancestral: Su importancia en el mundo moderno
Los guardianes de la sabiduría ancestral: Su importancia en el mundo moderno
Los guardianes de la sabiduría ancestral: Su importancia en el mundo moderno
Ebook299 pages6 hours

Los guardianes de la sabiduría ancestral: Su importancia en el mundo moderno

Rating: 0 out of 5 stars

()

Read preview

About this ebook

Cada cultura es una respuesta única a una pregunta fundamental: ¿qué significa ser humano y estar vivo? El antropólogo y explorador en residencia de la National Geographic Wade Davis nos conduce en un apasionante viaje para celebrar la sabiduría de las culturas indígenas del mundo. Asimilar las lecciones de este viaje debe ser nuestra misión durante las próximas décadas. El legado de la humanidad se encuentra en riesgo. Este legado es un vasto archivo de conocimientos y pericias, un catálogo de la imaginación. Redescubrir una nueva valoración de la diversidad del espíritu humano, a partir de sus expresiones culturales, es uno de los grandes retos de nuestra época.
LanguageEspañol
Release dateDec 25, 2020
ISBN9789588794808
Los guardianes de la sabiduría ancestral: Su importancia en el mundo moderno
Author

Wade Davis

Wade Davis es antropólogo, etnobotánico, escritor, fotógrafo y cineasta. Es explorador residente de la National Geographic . Forma parte del selecto grupo de naturalistas y arqueólogos que asesoran y coordinan los grandes proyectos de esta sociedad. Ha sido descrito como «una rara combinación de científico, estudioso, poeta y defensor apasionado de toda la diversidad de la vida.» Su trabajo se ha enfocado en las culturas nativas de diferentes partes del mundo. Trabajando para el Museo Botánico de Harvard, pasó más de tres años en la Amazonía y los Andes como explorador de plantas, entre quince grupos indígenas que viven en ocho países de América Latina mientras que hace unos 6.000 colecciones botánicas. Su trabajo más tarde lo llevó a Haití para investigar las preparaciones populares implicados en la creación de zombies, una misión que llevó a su escritura Passage de la Oscuridad (1988) y La serpiente y el arco iris (1986), un éxito de ventas internacional posteriormente liberado por Universal como una imagen en movimiento. Ha publicado artículos en revistas como Outside, National Geographic (de la cual es explorador residente), Fortune, Men’s Journal y Condé Nast Traveler. Nueve de sus libros han sido traducidos al español por editoriales prestigiosas como el Fondo de Cultura Económica. En su trabajo siempre asocia propiedades farmacológicas de muchas plantas y hongos de uso ritual con propiedades enteogénicas o alucinógenas y las creencias de las comunidades indígenas y su cosmovisión. Es co fundador de Cultures on the Edge, una revista destinada a llamar la atención acerca de las comunidades en peligro de extinción. Actualmente milita activamente en Ecotrust y otras ONGs que trabajan por conservar la diversidad del planeta.

Related to Los guardianes de la sabiduría ancestral

Related ebooks

Literary Fiction For You

View More

Related articles

Reviews for Los guardianes de la sabiduría ancestral

Rating: 0 out of 5 stars
0 ratings

0 ratings0 reviews

What did you think?

Tap to rate

Review must be at least 10 words

    Book preview

    Los guardianes de la sabiduría ancestral - Wade Davis

    Los guardianes

    de la sabiduría ancestral

    Su importancia en el mundo moderno

    Wade Davis

    Traducción:

    Juan Fernando Merino

    y Juan Manuel Pombo

    Este libro fue publicado originalmente en Canadá como parte de la Serie de Conferencias Massey, cofinanciadas por la Corporación de Radiodifusión de Canadá, la Escuela Massey en la Universidad de Toronto y la editorial House of Anansi. La serie fue creada en reconocimiento del Muy Honorable Vincent Massey, ex Gobernador General de Canadá y fue inaugurada en 1961 para proporcionar un foro radial en el cual los más distinguidos pensadores contemporáneos puedan abordar asuntos importantes para su época.

    Agradecemos el apoyo para la traducción de este libro del Consejo para las Artes de Canadá. / We acknowledge the support of The Canada Council for the Arts for this translation.

    ISBN: 978-958-8794-65-5 (impreso)

    ISBN: 978-958-8794-80-8 (epub)

    ISBN: 978-958-8794-85-3 (azw)

    Los guardianes de la sabiduría ancestral

    Su importancia en el mundo moderno

    © Wade Davis y Canadian Broadcasting Corporation

    Publicado con autorización de House of Anansi Press, Toronto, Canadá.

    www.houseofanansi.com

    © Sílaba Editores

    Primera edición: Medellín, Colombia, agosto de 2015

    Traducción: Luis Fernando Merino y Juan Manuel Pombo

    Coordinación editorial: Lucía Donadío

    Fotografía carátula: Salvador Chindoy, chamán legendario del Sibundoy. Fotografía de Jorge Mario Múnera durante trabajo de campo con Richard Evans Schultes

    Diseño de carátula: Luisa Santa

    Diagramación: Magnolia Valencia

    Corrección de textos: Nadia Dziewczapolski y Lucía Donadío

    Producción ebook: eLibros Editorial

    Distribución y ventas: Sílaba Editores.

    www.silaba.com.co / silabaeditores@gmail.com

    Carrera 25A No 38D sur-04. Medellín, Colombia

    Hecho en Colombia

    Reservados todos los derechos. Prohibida, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra, por cualquier medio o procedimiento.

    A David Maybury-Levis

    1929-2007

    Para mis hermanos colombianos:

    Carlos Jacanamijoy, Miguel Echavarría

    y Martín von Hildebrand

    Contenido

    I. La estación de la hiena parda

    II. Los baquianos del mar

    III. La gente de la Anaconda

    IV. Geografías sagradas

    V. El siglo del viento

    Bibliografía comentada

    Agradecimientos

    Índice Temático

    El autor: Wade Davis

    I

    La estación de la hiena parda

    Quiero que las culturas de todas las tierras del mundo soplen con libertad absoluta a través de mi casa. Pero me niego a ser barrido por cualquiera de ellas.

    Mahatma Gandhi

    UNO DE LOS placeres más intensos de viajar es la oportunidad de compartir la vida de pueblos que no han olvidado las antiguas usanzas, que aún sienten su pasado en el soplo del viento, que aún lo palpan en las piedras pulidas por la lluvia y lo degustan en las hojas amargas de las plantas. El solo hecho de saber que en el Amazonas el chamán-jaguar continúa viajando más allá de la Vía Láctea, que los mitos de los ancestros inuit aún resuenan plenos de significado, que en el Tíbet los devotos budistas siguen aspirando alcanzar el aliento del Dharma, equivale a recobrar la revelación esencial de la antropología: la noción de que el universo social en el cual habitamos no existe en un sentido absoluto, sino que es un simple modelo de la realidad, la consecuencia de una serie de elecciones intelectuales y espirituales por las que optó nuestro linaje cultural, para bien o para mal, muchas generaciones atrás.

    Pero ya sea que viajemos en compañía de los nómadas penan en los bosques de Borneo, con un acólito del vudú en Haití, un curandero en las alturas de los Andes peruanos, un caravanserai tamashek en las arenas rojas del Sahara, o un pastor con su rebaño de yaks en las cuestas del Chomolungma, todos ellos nos enseñan que existen otras opciones, otras posibilidades, otras maneras de pensar y de interactuar con el planeta. Es esta una idea que solo puede llenarnos de esperanza.

    La miríada de culturas en su conjunto conforma un entramado de vida intelectual y espiritual que abarca todo el planeta y es tan fundamental para su bienestar como el entramado de vida biológica que se conoce como biósfera. Podríamos referirnos a esta red de vida social como una etnósfera, un término quizá mejor definido como la suma total de los pensamientos e intuiciones, mitos y creencias, ideas e inspiraciones a los cuales ha dado vida la imaginación del hombre desde los albores de la conciencia humana. La etnósfera representa el más valioso legado de la humanidad. Es el producto de nuestros sueños, la encarnación de nuestras esperanzas, el símbolo de todo lo que somos y de todo aquello que hemos creado gracias a la proverbial curiosidad y la asombrosa capacidad de adaptación de nuestra especie.

    Y al igual que la biósfera, la matriz biológica de la vida, está siendo severamente erosionada por la destrucción de hábitat y la consiguiente pérdida de especies vegetales y animales, así mismo está ocurriendo con la etnósfera, solo que a una velocidad mucho mayor. Ningún biólogo sugeriría, por ejemplo, que el 50% de la totalidad de las especies están moribundas. Sin embargo este, el más catastrófico de los escenarios imaginables en lo que concierne a la diversidad biológica, es superado con creces por la hipótesis más optimista en materia de diversidad cultural.

    El indicador clave, el canario en la mina de carbón, por así decirlo, es la pérdida de idiomas. Un idioma, desde luego, no es únicamente una serie de reglas gramaticales o un vocabulario. Es un destello del espíritu humano, el vehículo por medio del cual el alma de cada cultura llega al mundo material. Cada idioma es un bosque primitivo de la inteligencia, un hito del pensamiento, un ecosistema de posibilidades espirituales.

    De las siete mil lenguas que se hablan actualmente, la mitad no se están enseñando a los niños. El resultado es que a menos que algo cambie, todas esas lenguas van a desaparecer durante esta generación. La mitad de los idiomas del mundo están en peligro de extinción. Detengámonos por un momento a pensarlo. Nada podría ser más solitario que verse rodeado de silencio, que ser el último representante de su gente capaz de hablar la lengua nativa, no tener manera de transmitir la sabiduría de los ancestros o de anticipar la promesa de los descendientes. Este trágico destino es, de hecho, la situación que cada dos semanas más o menos alguien debe confrontar en algún lugar del planeta. En promedio, cada quince días muere un anciano o anciana que se lleva consigo a la tumba las últimas sílabas de una lengua antigua. Lo que realmente significa esto es que en el transcurso de una generación o dos seremos testigos de la pérdida de al menos la mitad del legado social, cultural e intelectual de la humanidad. Tal es el trasfondo oculto de nuestra época.

    Hay quienes preguntan muy desprevenidamente, ¿Y no sería el mundo un sitio mejor si todos habláramos el mismo idioma? ¿No se facilitaría la comunicación, haciendo más factible que nos entendamos?. Siempre respondo, Me parece una idea estupenda, pero hagamos que ese idioma universal sea el haida o el yoruba, el lakota, inuktitut o san. De repente, la gente alcanza a vislumbrar lo que significaría no poder hablar su lengua materna. No soy capaz de imaginarme un mundo en el que no pueda hablar inglés, ya que no solo es un idioma hermoso, sino que también es mi idioma, la expresión total de lo que soy. Pero al mismo tiempo, no quisiera arrasar con las otras voces de la humanidad, con los otros idiomas del mundo, como si fuera una especie de gas neurotóxico cultural.

    Los idiomas, por supuesto, han aparecido y desaparecido a lo largo de la historia. El babilonio ya no se habla en las calles de Bagdad, ni el latín en las colinas de Italia. Pero de nuevo la analogía biológica resulta útil. La extinción es un fenómeno natural, pero en general la especiación –la evolución de nuevas formas de vida– ha superado con creces a las pérdidas durante los pasados seiscientos millones de años, permitiendo que la tierra sea un lugar cada vez más diverso. Cuando los sonidos del latín se desvanecieron de Roma, encontraron una nueva expresión en las lenguas romance. Hoy en día, al igual que están desapareciendo animales y plantas en lo que los biólogos reconocen como una ola de extinción sin precedentes, también los idiomas están muriendo a tal velocidad que al desaparecer no dejan descendientes.

    Mientras que los biólogos estiman que quizá el 20% de los mamíferos, el 11% de las aves, y el 5% de los peces se encuentran amenazados, y los botánicos anticipan la pérdida del 10% de la diversidad florística, los lingüistas y antropólogos son testigos de la inminente desaparición de la mitad de los idiomas en existencia. Más de seiscientos idiomas cuentan actualmente con menos de un centenar de hablantes. Y alrededor de 3.500 sobreviven tan solo en la voz de una quinta parte del 1% de la población mundial. Los diez idiomas predominantes, por el contrario, se siguen expandiendo y, en su conjunto, representan ahora las lenguas maternas de la mitad de la humanidad. El 80% de la población mundial se comunica con los 83 idiomas más predominantes. ¿Pero y qué de la poesía, las canciones y el conocimiento codificados en las otras voces, aquellas culturas que son los guardianes y custodios del 98.8% de la diversidad lingüística del globo? ¿Es la sabiduría que posee un anciano menos importante simplemente porque él o ella se la comunican a una audiencia de solo una persona? ¿Es el valor de un pueblo una simple correlación del número de personas que lo integran? Al contrario, cada cultura es por definición una rama vital de nuestro árbol genealógico, un repositorio de conocimiento y experiencia, y si se le concede la oportunidad, una fuente de inspiración y promesa para el futuro. Cuando se pierde un idioma, observó poco antes de su fallecimiento el lingüista del Massachusetts Institute of Technology Ken Hale, se pierde una cultura, una riqueza intelectual, una obra de arte. Es como dejar caer una bomba sobre el Louvre.

    ¿Pero qué es exactamente lo que está en juego? ¿Qué se puede hacer al respecto, si es que se puede hacer algo? En años recientes un buen número de libros han rendido homenaje al alcance global de la tecnología y de la modernidad sugiriendo que el mundo es plano, que uno no necesita emigrar para innovar, que nos estamos fundiendo en una única realidad dominada por un modelo económico específico, que el futuro se puede encontrar en todas partes y de manera simultánea. Cuando leo estos libros no puedo menos que pensar que debo haber estado viajando en círculos muy diferentes a los de esos escritores. El mundo que he tenido la fortuna de conocer, como espero que se demostrará en este libro, con la más absoluta certeza no es plano. Está repleto de cumbres y valles, anomalías curiosas y distracciones sublimes. La historia no se ha detenido, y el proceso de cambio y transformación cultural continúa siendo hoy tan dinámico como siempre. El mundo solo puede aparecer monocromático a los ojos de aquellos que insisten en interpretar lo que experimentan a través de un único paradigma cultural, el suyo propio. Para aquellos que tienen ojos para ver y corazón para sentir, la topografía del espíritu sigue siendo rica y compleja.

    PUEDE PARECER INUSUAL comenzar una celebración de la cultura y la diversidad con un guiño a la genética, pero es allí donde realmente empieza nuestra historia. Durante casi diez años mi amigo y colega en la National Geographic Society, Spencer Wells, ha estado dirigiendo el Proyecto Genográfico, un ambicioso esfuerzo global para rastrear tanto a lo largo del espacio como del tiempo el viaje primordial de la humanidad. Lo que él y otros genetistas poblacionales han descubierto es una de las grandes revelaciones de la ciencia moderna. Somos, como nos recuerda Spencer, el resultado de más de mil millones de años de transformaciones evolutivas. Nuestro ADN, que se codifica en tan solo cuatro letras, es un documento histórico que se remonta hasta el origen de la vida. Cada uno de nosotros es un capítulo en la más grande historia jamás escrita, una saga de exploración y descubrimiento no solamente recordada como mito sino también codificada en nuestra sangre.

    Cada una de las células de nuestro cuerpo está constituida por un milagro, una doble hélice de cuatro tipos de moléculas, cuatro letras sencillas, A, C, G y T, unidas en secuencias complejas que ayudan a orquestar cada pulsación de la existencia sensible. Existen seis mil millones de datos inscritos y vibrando y girando en la oscuridad de nuestros seres. Si el ADN de cualquier ser humano se extendiera en una única línea llegaría no solo hasta la luna, sino también hasta 3.000 esferas celestiales equidistantes de la tierra. Dentro de nosotros, por supuesto, esta cadena, esta herencia mística, se encuentra fragmentada y aglomerada en cuarenta y seis cromosomas, que van pasándose de una generación a otra. Con cada nuevo apareamiento, con cada nuevo hijo, estos cromosomas son de nuevo barajados y reacomodados, de tal modo que cada uno de nosotros nace con una combinación única de la dote genética que nos legan nuestros padres.

    Sin embargo hay claves cruciales que se mantienen. En el núcleo de cada célula, el cromosoma Y, el factor que determina el género masculino, un torrente de alrededor de 50 millones de nucleótidos, pasa de padre a hijo más o menos intacto a través de las generaciones. En la mitocondria de cada célula, los orgánulos que producen energía, también pasa el ADN más o menos intacto a través de las generaciones, pero de madre a hija. A causa de ello, y únicamente por ello, estos dos componentes del ADN actúan como una especie de máquina del tiempo, abriendo una ventana hacia el pasado.

    La inmensa mayoría del ADN humano, 99.9% de los tres mil millones de nucleótidos, no varía de una persona a otra. Pero entretejidas en el 0.1% restante se encuentran revelaciones, diferencias en el código en estado original que ofrecen claves cruciales acerca del ancestro humano. De manera inevitable durante la transcripción y replicación de la información genética de estos miles de millones de datos aislados se producen pequeños fallos operativos. Donde debería estar la letra A, aparece la letra G. Estas son mutaciones y ocurren constantemente. No se trata de algo cataclísmico. Es muy raro que una sola mutación resulte en cambios fenotípicos. Una alteración en una sola letra del código no cambia el color de la piel, la altura del cuerpo y mucho menos la inteligencia y el destino de una persona. Este desvío genético, no obstante, queda indeleblemente codificado en los genes de los descendientes de ese individuo. Estas mutaciones heredadas individualmente son los marcadores, las suturas y puntos de soldadura, como escribió Spencer, que durante los pasados veinte años han permitido a los genetistas poblacionales reconstruir la historia de los orígenes y migraciones humanas con una precisión que habría sido imposible imaginar hace tan solo una generación. Al estudiar no las similitudes sino las diferencias del ADN entre los individuos, al rastrear la aparición de marcadores a través del tiempo y al examinar los miles de marcadores, es posible determinar los linajes de descendencia. Se están construyendo dos árboles evolutivos entrelazados, uno a través del legado de padres a hijos, el otro de madres a hijas, y el viaje completo de la humanidad, tanto en el tiempo como en el espacio, se puede situar con un foco extraordinariamente preciso.

    El consenso científico sugiere de manera abrumadora que toda la humanidad vivió en África hasta hace unos 60.000 años. Después, en un momento dado, tal vez apremiados por las cambiantes condiciones climáticas y ecológicas que llevaron a la desertificación de las praderas africanas, un pequeño grupo de hombres, mujeres y niños, posiblemente no más de 150 individuos, inició una marcha fuera del antiguo continente y dio comienzo a la colonización del mundo. No se pueden conocer a ciencia cierta las razones que impulsaron las múltiples oleadas de la diáspora humana aunque, presumiblemente, la búsqueda de alimento y de otros recursos indispensables habría jugado un rol preponderante. A medida que los asentamientos excedieron la capacidad de sustentación de la tierra, se dividieron y algunos grupos continuaron avanzando. Lo que revela el registro del ADN es que cuando se escindieron grupos más pequeños, se llevaron consigo solo un subconjunto de la diversidad genética originalmente presente entre la población africana. De hecho, la ciencia nos enseña que para todas las culturas humanas, dondequiera que hayan ido a parar, la diversidad genética disminuye a medida que estén más lejos en el tiempo y en el espacio de África. Una vez más, estas diferencias no son un reflejo del fenotipo. No implican nada acerca del potencial humano. Son sencillamente marcadores que resaltan una especie de mapa cósmico de la cultura, revelando dónde y cuándo nuestros ancestros se pusieron en camino.

    Una primera oleada bordeó la costa de Asia, atravesando la parte inferior hasta llegar a Australia hace alrededor de 50.000 años. Una segunda migración avanzó hacia el norte a través del Medio Oriente, y luego giró hacia el este, de nuevo dividiéndose hace unos 40.000 años, con grupos que caminaron en dirección sur hacia la India, en dirección oeste y sur a través de Asia del suroeste, hasta alcanzar China meridional, y en dirección norte hacia Asia Central. Desde aquí, emergiendo de las nacientes montañas en el corazón de Asia, dos migraciones consecutivas llevaron a sus integrantes en dirección oeste, hacia Europa hace 30.000 años y en dirección este hacia Siberia, que fue poblada hace unos 20.000 años. Finalmente hace unos 12.000 años, en el momento en que una nueva oleada salía del Medio Oriente hacia el sureste de Europa y un grupo se dirigía hacia el norte de China, una pequeña banda de cazadores cruzó el puente terrestre de Beringia y estableció por primera vez una presencia humana en las Américas. Antes de que pasaran 2.000 años sus descendientes habían llegado hasta la Tierra del Fuego. Partiendo de sus humildes orígenes en África, luego de un viaje que se extendió durante 2.500 generaciones, una hégira que había durado 40.000 años, nuestra especie se había asentado en todo el mundo habitable.

    ANTES DE SEGUIR adelante, quisiera explicar por qué creo que esta investigación genética tiene una importancia tan grande, ya que esta realmente sienta las bases para todos los temas y búsquedas que se examinarán en este libro. Creo que ningún otro avance que nos haya deparado la ciencia desde que tengo uso de razón, excepto quizá la visión de la Tierra desde el espacio que transmitió el Apolo, ha hecho más para liberar al espíritu humano de las tiranías parroquiales que nos han perseguido desde el nacimiento de la memoria.

    Como antropólogo social fui entrenado para creer en la primacía de la historia y la cultura como los determinantes claves en los asuntos humanos. Lo adquirido, si se quiere, en lugar de lo innato. La antropología comenzó como un intento para descifrar al otro, al exótico, con la esperanza de que al acoger lo asombroso de las posibilidades culturales distintas y novedosas, podríamos enriquecer nuestro aprecio y comprensión de la naturaleza humana y de nuestra propia humanidad. Desde muy pronto, sin embargo, la disciplina fue secuestrada por la ideología de la época. Mientras que los naturalistas a lo largo del siglo XIX intentaban dilucidar la clasificación de la Creación universal en medio del revuelo causado por las revelaciones de Darwin, los antropólogos se convirtieron en servidores de la Corona, en agentes que eran despachados hasta los últimos confines del imperio con el cometido de comprender a los extraños pueblos y culturas tribales de modo que pudieran ser adecuadamente administrados y controlados.

    La teoría de la evolución, destilada del estudio de los escarabajos, los percebes y los picos de las aves, se fue desplazando hacia la teoría social de un modo que resultó ser útil para ciertos intereses de la época. Fue el antropólogo Herbert Spencer quien acuñó la frase la supervivencia de los más fuertes. En un momento en que los Estados Unidos estaba siendo edificado con el trabajo de los esclavos africanos, y el sistema británico de clases sociales estaba tan estratificado que los hijos de los ricos eran en promedio seis pulgadas más altos que los hijos de los pobres, una teoría que proporcionaba un fundamento científico a las diferencias entre las razas y las clases resultaba conveniente y bienvenida.

    La evolución sugería un cambio a través del tiempo, y esto, junto con el culto victoriano al perfeccionamiento, implicaba una progresión en los asuntos de los seres humanos, una escalera hacia el éxito que se elevaba desde lo primitivo hasta lo civilizado, desde la aldea tribal africana hasta Londres y el esplendor de la icónica avenida Strand. Las culturas de los distintos puntos del mundo llegaron a ser vistas como un museo viviente, en el cual las distintas sociedades individuales representaban momentos de la evolución capturados y anclados en el tiempo, cada una de ellas una etapa en el imaginario ascenso hacia la civilización. Esto encajaba con la certidumbre de la rectitud victoriana de que las sociedades avanzadas tenían la obligación de asistir a los pueblos primitivos, de civilizar a los salvajes, un deber moral que de nuevo servía convenientemente a las necesidades del imperio. Sostengo que la británica es la mejor raza del mundo, afirmó Cecil Rhodes en una frase que se hizo célebre, y mientras más lugares del mundo habitemos, mayor es el beneficio para la humanidad. George Nathaniel Curzon, undécimo virrey de la India, concordaba con Rhodes. Nunca ha existido algo similar, escribió, algo tan grandioso en la historia del mundo como el Imperio Británico, un instrumento tan grande para el bien de la humanidad. Debemos dedicar todas nuestras energías y nuestras existencias a mantenerlo. Al preguntársele por qué en el gobierno de la India no se empleaba un solo nativo indio, respondió: Porque entre todas las 300 millones de personas que habitan el subcontinente, no había un solo hombre capaz de hacer bien su trabajo.

    Habiendo establecido la supremacía de la raza y la superioridad inherente de la Inglaterra victoriana, los antropólogos se dieron a la tarea de demostrar su premisa. La errada medición científica del ser humano comenzó cuando los frenólogos con compases de calibre y reglas detectaron y registraron diferencias minúsculas en la morfología de los cráneos, que según se supuso reflejaban diferencias innatas en la inteligencia. Antes de que pasara mucho tiempo, los antropólogos físicos estaban fotografiando y tomando medidas de distintos pueblos en todo el mundo, todo ello con la noción profundamente incorrecta de que se puede obtener una clasificación completa de nuestra especie sencillamente comparando ciertas partes del cuerpo, la forma de las caderas, la textura del cabello, e inevitablemente el color de la piel. Linnaeus, el padre de la clasificación taxonómica, había determinado a finales del siglo XVIII, que todos los humanos pertenecían a la misma especie, Homo sapiens, hombre sabio en latín. Pero cubrió los riesgos de su hipótesis distinguiendo cinco subespecies, que identificó como afer (africanos), americanus (americanos nativos), asiaticus (asiáticos), europaeus (europeos) y por último, a manera de comodín, un taxón, monstrosus, que incluía fundamentalmente a todos los demás, todos los pueblos tan extravagantes a ojos europeos que desafiaban una clasificación.

    Pasado más de un siglo desde la clasificación de Linnaeus, la antropología física, inspirada en una selectiva interpretación errada de Darwin, aceptó el concepto de raza como una verdad. La confirmación de tales preconceptos se convirtió en parte de la agenda y de la tarea tanto de los académicos como de los exploradores. Entre aquellos que se propusieron trazar un registro de la saga racial se encontraba un explorador y oficial del ejército británico, Thomas Whiffen. Mientras descendía por el río Putumayo en el Amazonas colombiano durante el apogeo del llamado terror del caucho, describió la selva como "innatamente malévola, un enemigo terrible, con la más diabólica disposición. El aire se siente pesado con la humareda de la vegetación caída que

    Enjoying the preview?
    Page 1 of 1