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Conrad Phillip hace hincapié en esta idea: “el pensamiento simbólico es único y crucial
para los humanos” (p.31). Realmente, de esta afirmación se desprenden las diferencias
que podamos hallar entre los aprendizajes animal y humano, estando el primero
necesariamente ligado a la experiencia de los fenómenos, mientras que para el segundo,
una asociación de conceptos, de ideas, con los elementos del mundo y la vida permite
una “experimentación” en el plano de los significados. En otras palabras, el animal
aprende como lo suponían los psicólogos conductistas: por la asociación directa de
vivencias a estímulos de dolor o placer. Animales con algún grado de organización
social, como vemos con los grandes felinos, las jaurías de lobos, o quizás, también los
peces, pormenorizados por la topografía de sus encéfalos pero que se movilizan en
cardúmenes y expresan interesantes comportamientos “solidarios”, podrían suponer
redes de socialización que complejizan la experimentación de tales estímulos,
configurando para sus pares cuadros imitables que son aprendidos, por ejemplo, en las
actividades de caza y cortejo, y que se adentran a través del juego.
Todos los niños humanos pueden aprender un sistema cultural que no solo describa
diferencias de la vida en comunidad, si no también que las explique, llene de sentido y
marque los caminos para su transformación y transmisión a nuevas generaciones.
2. Símbolos culturales con mayor significado para mí, para mi familia y país.
De acuerdo a PHILLIP, un símbolo es algo que representa otra cosa, sin que este
significado representado esté naturalmente vinculado al objeto. Se trata de una
invención arbitraria, sin pretender banalizar la complejidad del proceso de creación del
símbolo: es un producto de la potencia simbólica de la mente humana, pero también
resultado de la tensión de las fuerzas históricas que subyacen la formación de las
sociedades; posibilidad de la relación del grupo con su medio natural, de su
comprensión del espacio geográfico; en interacción con todos los otros valores y
representaciones del grupo, haciendo parte integra del sistema de significaciones del
colectivo.
El tiempo es una característica de todas las cosas que “son”, es la variable que mide su
duración en el Universo (en el sentido más amplio). Pero para el humano, el tiempo es
una entidad que tiene ritmo, que se descompone en periodos, que tiene ciclos, que se
acelera y enlentece, y corre a diferentes velocidades simultáneamente en diferentes
lugares del mundo. Con referencia a los movimientos terrestres, el tiempo se convierte
en dia o noche, en “edad” de la gente y los pueblos, en “envejecimiento” de todo lo
material; aunque también es signo de renovación y de nuevas generaciones y
mentalidades. En la escala micro de las interacciones humanas, el tiempo es “cercanía”
u “olvido”, es “constancia” o “ausencia”, acompaña nuestras estimaciones de “éxito” o
“fracaso”. Pero, lo más importante: todos nuestros relatos vitales buscan explicar el
“tiempo” con un sentido específico, sea como un camino lineal y progresivo que
posibilita la ascendencia de la gente que es responsable de sus decisiones y dispone de
una voluntad férrea; sea como un cordón, un hilo vital, en poder de un destino
enigmático, de unas Moiras, pero que podemos reclamarlo como nuestro brevemente si
exploramos, descubrimos y explotamos ese destino.
Por tanto, el tiempo es la mayor riqueza del humano, si se articula en torno a él una
historia que logre ponerlo en perspectiva humana y llene de sentido su inminente,
infranqueable y terco trascurrir.
Las grandes empresas multinacionales y los Estados especulan sobre el valor del
espacio, y es un hecho que un terreno árido y desierto de toda vida puede ser símbolo de
riquezas materiales insondables, si se cree que en el subsuelo hay minerales, también
símbolos de otras cosas: de industria, de distinción, de guerra (podríamos decir que el
espacio es también símbolo clave para nuestras sociedades). Pero todas las personas,
todas, desde el niño que adquiere consciencia hasta el anciano desahuciado, especula
sobre el tiempo: sufre y se regocija con los sentidos, los giros, y las promesas que logra
construir entorno a su insípida inercia.
6. Pertenencia a sub-culturas
Tomando la definición de PHILLIP, para quien los límites nacionales marcan la
línea divisoria entre sub-culturas y culturas internacionales, considero que es
natural afirmar que pertenezco a culturas en todos los niveles. Sin embargo, no
sabría cómo juzgarlas sin recurrir a estereotipos vulgares de la cultura de mi país
y mi colectivo local.
A nivel local, soy un miembro de una cultura caleña, que describí en forma de
verso arriba: tengo una relación y una comprensión especial con este “terruño”;
creo comprender sus dinámicas y estar integrado en las mismas. Comparto una
jerga a veces ininteligible para los foráneos. Comprendo las variaciones sutiles
del idioma, nuestros sarcasmos e ironías, nuestras interjecciones, nuestras
maneras particulares de llamarle a las cosas del mundo. Comparto gustos y
sentidos muy nuestros. Y sobre esto último, me siento aún más especial porque
heredo de mis padres gustos extraños para el caleño, más propios del costeño y
del nariñense andino: conozco el sabor del naidí “pepiao”, del “tapao” y del
ñame. Sé cómo sabe el pescado fresco y la jaiba roja, el calamar y el pulpo.
También sé dónde se compra el llapingacho en la vía a Las Lajas; cómo cruje la
piel del cuy cuando se tuesta y se deja enfriar; a qué huelen las lagunas verdes, el
monte y la sierra, cuando se mira desde sus cañones los violentos ríos y las
imponentes rocas ígneas del Galeras.