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J-- Frangois Jullien
De lo universal,
de lo uniforme, de lo común
y del diálogo entre las culturas
De lo universal,
de lo uniforme, de lo común
7 del diálogo entre las culturas
Advertencia 13
Itinerario 15
I De lo universal 19
n De lo uniform e 31
m De lo com ún 39
a Amold Davidson,
Du Xiaozhen, Roberto Esposito,
Paolo Fabbri, Peter Gente, Wolfgang Kubin,
Le Huu Khoa y Lin Chi-ming,
por nuestro entendimiento a distancia
Este texto es el resultado de una conferencia pronunciada en el mar
co del Curso metódico y popular de filosofía que organiza el Instituto de
pensamiento contemporáneo de la Universidad París-7 Denis Diderot en
colaboración con el Ayuntamiento de la ciudad (10 de mayo de 2006).
Creo en el buen uso de los géneros. El texto que sigue remite al del
Discurso o al de la Letra: circula apresuradamente en el amontonamiento
de las referencias a fin de volver inteligible la cuestión planteada. ¿No es
acaso preciso, en efecto, avanzar a machetazos para abrirse camino en lo
que la inmensidad del saber exigido convieite en inabordable y lo que el
régimen de la opinión mantiene opacamente embarullado?
Era ya tiempo de que, forzado a resolverme por los ruidosos deíjensores
de un humanismo muelle, me explicara en relación con la cuestión de
lo universal. Ahora bien, sólo podía hacerlo construyendo este triángulo:
poniendo en tensión lo universal, tanto con su anverso, lo uniforme, como
con lo que inspira: lo común.
¿O no era preciso rescatar el propio «diálogo de las culturas» de este
rqino del pensamiento débil?
Advertencia
13
allá su carga explosiva. Tanto en una como en otra de estas dos cos-
movisiones, distamos mucho de tener garantizadas las condiciones
necesíirias para im diálogo inteligente entre las culturas.
Ahora bien, ¿a qué se debe que nos veamos abocados a este ca
llejón sin salida? ¿A qué se debe que este «diálogo», que sabemos
no obstante indispensable, nos fatigue antes incluso de abordarlo?
¿No será precisamente que todavía se halla en nuestros días exce
sivamente saturado de buenas intenciones -p o r no haber sido aún
suficientemente construido- para resultar en último término creí
ble? Es decir: no hay duda de que la excesiva carga de corrección
ideológica que actualmente lo caracteriza lo condena al desinterés
del público, a pesar de las manifestaciones, a favor y en contra, que
suscita. Y tampoco será posible purgarlo, en mi opinión, del hu
manismo muelle en el que se halla inmerso, y en el que se deslíe,
más que haciendo que reaparezcan metódicamente algunaside las
aristas propicias al debate. Por esta razón voy a proponer, a fin de
reactivar el asunto, la repetición de los siguientes tres términos co
nexos, que enm arcan u n triángulo, pero que demasiado a menudo
han sido confundidos o se han mantenido separados: me refiero a
lo imiversal-lo uniforme-lo común. Estas tres nociones se superpo
nen, evidentemente, pero en planos distintos. Por eso, aunque el
discurso predom inante se contenta con juzgarlas equivalentes, o así
lo fimge cuando menos - o bien no profimdiza más que en una de
ellas sin engarzarla con las otras-, yo tomaré el partido inverso: el
que consiste a un tiempo en sondear su diferencia y concebirlas en
coloquio, y todo ello con vistas a erigir sobre este trípode la mesa de
los debates futuros. Empezaré por tanto por retomarlas Una a u n a,.
pero para proceder a un ajuste conjunto de sus característícas. Y aún
será preciso decaparlas para recuperar sus formas desnudas b ^ o el
am ontonam iento del aluvión arrastrado por la doxa. No tenjamos,
en efecto, para arrancar el debate a las mallas de la opinión, el filo
del concepto.
14
Itinerario
15
rimentar un vuelco y, de incluyente, transformane en exduyente; en lugar
de abrirse a una mayor participación, podría desembocar en su contrario:
el «comunitarismo».
16
da, propia dé lo negativo, de propiciar la reapertura de toda universalidad
cerrada y satisfecha -precisamente aquella de la que se prevale todo uni
versalismo.
Al mismo tiempo, lo común de las culturas no podrá comprenderse en
lo sucesivo ni como síntesis ni como denominador ni como fundamen
to, sino como lo común de lo inteligible, que no sólo se halla en continuo
despliegue, sino que viene guiado por ese universal «regulador», ^em plo
privilegiado: los derechos humanos. Occidente no puede seguir preten
diendo exportarlos en virtud de su contenido positivo, es decir al modo de
ese tipo de lecciones que enseñan arrogantemente a los demás cómo se ha
de vivir; y por otro lado, su vertiente negativa, al hacer brotar un a priori
del rechazo que suscita lo que su carencia hace aflorar súbitamente, y que
es de carácter incondicionalmente inaceptable, esto es, independiente de
las perspectivas consustanciales a las diversas culturas, sirve como un eficaz
factor universaUzante de filo aún no embotado.
17
( l
i
De lo universal
19
sólo los jvlicios estrictamente universales pueden ser absolutamente
necesarios).
Toda edulcoración previa resulta vana: lo universal obliga de en
trada a este desenganche y a esta absolutización. O, para decirlo con
mayor nitidez aún -pues esa intransigencia de la razón no es en
modo alguno negociable- y ateniéndonos a los términos kantianos
con los que hemos comenzado: el primero de estos juicios no es
sino de orden extensivo pero el segimdo es imperativo. Aquél, que
sólo es de hecho y se limita a la experiencia, no es más que un juicio
general. Por el contrario, únicamente este último, de derecho, es
estrictamente «universal» (aügmein). Dicho de otra modo, sólo lo
que es necesario apriori puede ser universal de derecho. O aún, el
prim ero no es imiversal sino de forma relativa o «comparativa»,
mientras que el segfundo lo es de manera «absoluta». La completa
extensión de éste, en relación con la condición asignada, n,o .proce
de en modo alguno de una totalización progresiva, ni siquiera de
una constatación que se repita indefinidamente, esto es, de ima atri
bución no contradicha en ningún caso¿ sino de una prescripción plan
teada como principio que tiene además valor de ley. Por eso es efec
tivamente una expresión pura de la Razón y le sirve de exigencia.
Este enfoque, lo confieso, es áspero, helador, no nos deja ni re
chistar, y rompe con las suavizaciones que flotan én el ambiente.
Ahora bien, he de comenzar, no obstante, por aquí, por esta escar
padura, instalándome en lo alto del acantilado, en el lugar en que
nos ha encaramado la Razón europea: sobre esa roca fundadora
de la razón, en completo contraste respecto de la línea de aplomo,
dominando las olas en sempiterno movimiento -vieja imagen, tan
difícil de desterrar, pues une los extremos del iarco de la metafísica-,
olas que son las de la agitación humana y del devenir, las del reino
de la «opinión» y de la «experiencia». En efecto, no encontraría
modo, para empezar, de insistir demasiado en el carácter de ne
cesidad lógica, no empírico, esto es, no constatado, sino decretado,
en suma, en ese desprendimiento deliberado respecto de todo lo
dado, en ese súbito y brusco cambio de régimen de lo relativo a
lo absoluto, con el que se define de entrada, en la filosofía clásica
europea, el juicio de universalidad. Y ésta es la razón: cuando, en
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el diálogo entre culturas, debatimos hoy acerca de lo universal, no
podemos seguir fingiendo que olvidamos de qué lugar preciso, epis
temológica y culturalmente circunscrito, importamos su exigencia:
de la «evidencia» de la ciencia, sin duda alguna, una ciencia para la
que no es objetivo sino el conocimiento regido p o r conceptos del
entendim iento (deducidos trascendentalmente: las «categorías»),
una evidencia que por consiguiente vale necesariamente siempre y
para todos, no admite variación de u n caso a otro, se halla depurada
d e toda subjetividad y, como tal, es universalmente válida (el tipo
de conocimiento cuyas condiciones de posibilidad deduce precisa
mente Kant en su Crítica de la razón pura). Condiciones que, a decir
verdad, nos han formado tan cabalmente, hemos asimilado tan bien
e incluso hemos exportado con tanto éxito al resto del m undo («he
mos», nosotros, es decir, aquellos que p o r econom ía del lenguaje
se denom inan «occidentales») que, al recordarlas tan someram ente
aquí, empiezo a dar ya la fastidiosa im presión de haberm e puesto a
salmodiar.
Qué podría resultar más ingrato, en efecto, que tom ar como pun
to de partida para el repaso del catecismo de la razón, sino el hecho
de ver reaparecer con ello, más nítidam ente recortados, los perfiles
de la interrogante, una interrogante esperada e incluso ineludible,
en cuyo derredor giran incansablemente nuestros debates: esa uni
versalidad -q u e toma como modelo la demostración matemática y
descansa en la única ligazón formal, necesaria, que se opera apriori
en el entendimiento, con independencia de todo lo que podamos
aprender mediante la observación o la experiencia, pero cuya vali
dación, sm duda, por lo que hace a la ciencia, es incontestable (es
ella, desde luego, la que, con sus aplicaciones físicas, ha cambiado
en unos siglos la fez de nuestro p lan eta)- ¿resulta igualmente per
tinente cuando, abandonando la certeza de que construimos cosas,
penetramos en lo humano, es decir, cuando el vínculo en cuestión
deja de apuntar a la verdad objetiva p ara p o n er en su punto de mira
la relación de los sujetos; cuando pasamos de las leyes de la natura
leza a los valores; o de las condiciones de posibiHdad de la ciencia
a las de la ética y la política? En pocas palabras, y volviendo más
exactamente a lo que ahora resulta problemático: ¿podemos (o de
21
bemos) encarar hoy, entxe culturas, la vida en común, sujetos a la
exigencia de esa universalidad de principio y a su luz?
Y ello porque, al referimos, por ejemplo, a la «Declaración uni
versal de los derechos humanos», que en este sentido üene valor de
Manifiesto, vemos claramente que «universal» no puede tener, en
este caso, más que tm sentido débil: el de algo que se extiende a toda
la superficie de la tierra y concierne por ello a todos los hombres y
países (como en los casos en que hablamos de «Exposición univer
sal», o de geografía o historia imiversales). Y esto admitiendo como
cierto que de un siglo a esta parte, gracias al desarrollo de las técni
cas, con el fin de las grandes expediciones exploratorias y merced al
impulso del colonialismo, haya dado comienzo la historia del *mxm-
do terminado» y que al fin sea posible recorrer el globo en todas
direcciones: que en lo sucesivo todos los territorios sean sistemática
mente abordados y pasados por un fimo tamiz, a partir del epicentro
europeo, y que al fin se halle'completa la «familia humana» a la que
se remite tal Declaración. Y es que aquí «univenal» no denota úni
camente esa extensión máxima, de naturaleza empírica, o en una
palabra, xma globalización cualquiera, sino que implica claramente
una prescripción. O al menos la sobreentiende: una luüversalidad
fuerte, fundada en una necesidad de principio, y por consiguiente
de naturaleza lógica, justifica esa noción, aun teniendo en cuenta en
este sentido que la ambigüedad del texto -es una observación que se
ha apuntado a m en u d o '- no ha desaparecido por completo. De ahí
el malestar, puesto que esa Declaración contiene en sí misma -au n
que sólo sea por el hecho de que ese «declarar» es ya tma atribución
de legitimidad- la invocación de un deber ser.
■ «Lo que no se dice en la Declaración de 1948 es qué &ay que entender por
universalidad»:'cita tomada de Les déclaraíim des droits de Vhomme dé 1789, Christíne
Fauré, encargada de la compilación e introducción de los textos, Editorial Payot,
1988, pág. 21.
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en sentido fuerte, es decir, jurídica- será válida tanto para la moral
como para el conocimiento. Sometidos a este único imperativo, no
queda espacio alguno para la diversidad de las culturas -aunque, a
decir verdad, Kant no se plantee la cuesüón o, más bien, no sospeche
su existencia-. Para él no existe un yo (es decir, un sujeto) cultu
ral, ya que toda la conducta hum ana se halla sujeta p o r principio
a la misma ley, una ley concebida á su vez a partir de la universali
dad inherente a las Uyes de la naturaleza, cuya necesidad lógica ha
sido al fin descubierta por la ciencia; de ahí que ese imperativo, al
ser universal, haya de ser ineludiblemente único (según el célebre
axioma: «Obra sólo según una máxima tal que puedas querer al
mismo tiempo que se tom e ley universal»). Antes de em prender
im a acción, todo «yo»*, es decir, todo sujeto hum ano, con indepen
dencia de toda condición, incluida la cultural, se preguntará única e
invariablemente esto: ¿puedo xmiversalizar la máxima de este acto?
Y para verificar su moralidad no tendré más que convertir mental
mente el principio que lo inspira en «ley universal de la naturaleza»,
para deducir de ahí sus consecuencias.
Ahora bien, ése es desde luego el postulado de base que no deja
de habitar, en forma de un kantismo más o menos larvado, la con
ciencia europea: tanto en im caso como en otro, ya se trate de la .
acción o del conocimiento, de mi relación con los otros o del saber
de los objetos, sólo ima universalidad establecida de forma previa a
toda experiencia instituye lo legítimo. Bajo esta única exigencia de
la razón -q u e constituye incluso «la razón»- asistimos al completo
apareamiento de ambos planos, o más bien observamos que uno se
tiende sobre el otro: la acción queda bajo el conocimiento, la con
ducta bajo lo teórico. Y es que una misma actividad legislativa reina
tanto en uno como en otro lado, sea en el de la «naturaleza» o en
el de la «voluntad», en el de la «necesidad» o en el de la «libertad»
-pues esas categorías valen de entrada para la hum anidad entera,
dado que Kant no sospechaba, como ya he dicho, que remiten a
una historia singular del pensaimiento-. A partir de ese momento,
su concepción se vuelve hermética y desarrolla sin inmutarse, y des-
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de luego como jamás volverá a hacerse en tal medida, esa exigen
cia única de la razón, que constituye incluso la razón. En efecto, la
independencia será la misma de uno y otro lado -ya sea en el de
la acción o en el del conocimiento, puesto que impone por igual
un deber ser- respecto de todo dato encontrado (el mismo dato
que manifiesta, en la esfera de la moral, la contingencia de nues
tros motivos y de nuestras inclinaciones). Y también habrá la misma
«objetividad» en una y otra parte (en la moral, por el abandono del
«para nosotros», sacrificado en provecho de los «fines en sí» de la
hum anidad), Y un mismo carácter «formal», por último, hasta en
la conducta, formalidad que depende de una pura deducción lógi
ca; y la prueba es que el único «vicio» vinculado con la acción y la
moral que se ha tenido en cuenta es también el puro vicio deforma
de la contradicción: ¿la universalización de la máxima de mi acto
vendría a contradecir la ley universal de la naturaleza o, cuando
menos, la «esencia de mi querer»? . .
Vemos p o r consiguiente que, g racia a esta radicalización kan
tiana que remite sistemáticamente la exigencia que conduce a la
acción al convincente modelo del conocimiento, la cuestión de lo
universal, entre culturas, abandona la vaguedad ideológica, aunque
a riesgo de quedar súbitamente bañada, lo confieso, en ima pali
dez lunar. Este imiversal trascenderá por principio toda diferencia
cultural, puesto que no sólo se aplica a los hombres, sino, también,
según esa inaudita extrapolación con la que comienza Kant, a todos
los seres razonables que quepa concebir, pues no sólo tiene vigencia
en el mvmdo, sino que ni siquiera, en general, fuera de él cabe con
jetu rar excepciones*. ¿Es posible concebir-im aginar-form ulación
más hiperbólica en sü extensión o más perentoria en su afirmación,
axioma que dilate más desmesurada -o abruptam ente- la escena
originaria de su validez? Pero disipemos el espejismo: la forma de
razón con la que se confunde esta exigencia de imiversalidad y que
funda su postulado ¿no es acaso un producto singular exclusivamen
te atribuible a la historia úitelectual de Europa^ característicamente
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íya en la exigencia de Verdad y quizá incluso obsesionada con ella?
Y antes aún, en el seno mismo del pensam iento europeo: ese atribu
to de vmiversalidad, atributo suprem o, convertido -co m o es el caso-
en absoluto ¿no debería ser juzgado a su vez p o r lo que es; un p uro
atríbutoy, como tal, no esencial sino sim plem ente «accidental»? Tan
to el térm ino como la cuestión se en cu en tran ya e n Aristóteles.
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tiempo, los términos más universales, pero p o r ello mismo igual
mente los más abstractos y, por consiguiente, los más vacíos que
existen, como ya apuntara Hegel al ténnino de esa invención de la
Razón. En el umbral de su ímíwiíno/ogía-aunque «fenomenología»
únicamente del «espíritu» europeo (¿seguirá siendo necesario pre
cisarlo?), puesto que sueña justamente con desembocar, mediante
la superación dialéctica y el completo despliegue del logps, con la
reconciliación de ambos, lo «imiversal» y lo «concreto»- se espera a
la Razón como al elemento salvador que permita clausurar por fin
el drama.
Y es que, en efecto, hay sin duda im drama europeo del pensa
miento, puesto que lo universal tiene como opuesto, en el seno de
lo «concreto», unas figuras que en nada le van a la zaga en materia
de exigencia; lo individual o lo singular, con lo que también a partir de
este contrario convendrá interrogarlo. Primera escena de la'fiioso-
íía: como el pensamiento europeo se ha conjugado con el verbo del
«ser», la cuestión que ha desarrollado incesantemente cpmo una
alternativa, en sus períodos antiguo y medieval, no podía conducirla
sino a preguntarse, respecto del uno o del otro, de lo universal o de
lo individual, cuál «es» efectivamente. Viejo debate jamás zanjado
-¿o quizá imposible de dirimir?-: ¿existen realmente en el mundo
(y no sólo en el entendimiento: la posición «realista») esos universa
les abstractos que elabora la razón, o no estaremos aquí ante meras
entidades nominales, cuando lo único que existe es el individuo (el
planteamiento del «nominalismo»)? Debate abierto a partir del di
vorcio que Aristóteles consiuna respecto del platonismo, y aunque
se haya podido mostrar que su historia, más allá de los eslóganes
reductores, no ha dejado de sufiir diversas reorganizaciones, ningu
na de ellas ha sido definitiva^: ¿carecía por tanto esta interrogante
de solución desde el principio -axmque ahora parezca imponerse-?
¿No nos enseñarían acaso los pensamientos de otras culturas, al pa
sar esa cuestión por alto, que al hallarse implícita en esa elección del
Ser, no tiene por tanto más justificación que aquél?.
Alain de Libera, La querelle des univmaux, de Platón ala fin du Mayen Agí, Seuil,
«Eles travaux», 1996.
26
Aunque también, al conquistar heroicamente todos sus predica
dos clásicos (predicados encadenados: lo formal, lo necesario, lo
objetivo, etcétera), era inevitable que lo universal topara en su cami
no, en la filosofía m oderna -o quizá mejor en su antífilosofía, entre
Nietzsche y Kierkegaard, ya que ésta tampoco piensa el ser de las
cosas en conjunción con el orden del m undo sino que reflexiona
más bien sobre la intransigencia y la inconmensurabilidad del Suje
to-, con la resistencia de una figiua nueva: lo subjetivo de la singu
laridad pura. Ahora bien ¿no estaríamos aquí, una vez más, ante una
nueva ¿uea de fractura -o surco infinitamente fecu n d o - exclusiva
del pensamiento europeo, que encontraría efectivamente en ella
materia con la que promover su «modernidad»? Pues ser «indivi
duo», en la medida de lo posible, en contra de todos los universa
lismos gregarios que han conducido al nihilismo, adquiere visos de
grande y postrer desafío. La única exigencia es m antenerse fiel a su
llamada; pues sólo en esto singular halla su pxmto de amarre la ver
dad humana. La imiversalización parece, p o r comparación, la gran
facilidad-facticidad. La exigencia que im pone es una violencia que
se ejerce sobre la existencia, así que también es, por consiguiente,
aquello contra lo que debe rebelarse el pensamiento. «Fue el Indi
viduo», es el epitafio con el que Kierkegaard expresa en su tumba el .
anhelo de su vida.
Resulta trivial cavilar sobre este vuelco, es cosa manida, sin duda,
y fastidiosa de repetir, pero sigue obsesionándonos -¿acaso no cabe
dudar hasta de que nos sea posible zafamos de él?-; nacido como
ambición ideal (de la razón), hete aquí que lo universal se ve acusa
do de fialsificación (respecto de la exigencia misma de verdad). De
una época a otra, la escena del litigio se ha visto transformada, pero
desde luego no es cosa reciente que levante sospechas de hegemo
nía, que se le atribuya incluso la imposición de im reino de terror
oculto, tanto más peligroso cuanto que se presenta impecablemente
«puro» y tiene a la lógica de su parte. Aunque, en efecto, su concep
to sea claro, puesto que ha sido engendrado de acuerdo con las exi
gencias de !a razón, su estatuto sigue siendo cuando menos ambiguo
y vive bajo la amenaza de ser declarado ilusorio: ¿quién podrá seguir
creyendo en la transparencia de lo universal, o que sea siquiera un
27
instrum ento neutro? Y si en el plano erigido por el discurso, el logos,
donde tan a sus anchas se encuentra, puesto que es el suyo, se des
hace con facilidad, esto es, hegelianamente, de sus adversarios (lo
impensable Concreto, la Singularización muda, la Intuición evasiva,
etcétera) y se peijudica a sí mismo al conducir directamente a lo Ab
soluto, quizá sea simplemente porque actúa a piñón libre, comienza
uno a pensar, sin que ya nada lo retenga. Y además, ese mismo «uni
versal» ¿se predica con idéntica facilidad -universalmente- en todas
las lenguas? Esto es lo que no podemos dejar ya de preguntamos
hoy, que empezamos a aprender lenguas que no son europeas y que
por ese hecho (que. ni Kant ni Hegel sospechaban) descubrimos
con mayor claridad que pensamos lingüísticamente.
De ahí esta tercera escena, actual, de rebelión contra él, como
defensa de la singularidad, no ya frente a la Substancia (como en
la Antigüedad) ni frente al Sujeto (como en la filosofía moderna),
sino frente al O tro de las demás culturas (en la época «posmoder-
na», que encuentra aquí uno de sus argumentos). Conclusión a la
que podem os llegar porque resulta fácil constatar que las otras cul
turas apenas se han ocupado de lo universal y que a menudo ni
siquiera le han dado nom bre. La rebelión de las culturas contra lo
xmiversal no puede por tanto hallar verdadera expresión, salvo que
la manifiesten, precisamente, con el único término europeo que les
ha sido impuesto y que han debido traducir: por consiguiente no
puede hacerse, im a vez más, sino por boca del otro, es decir, sin de
ja r de traicionarse. Pero no por eUo renuncia a hacerse oúr la rebe
lión, a dejar patente su chirrido tan pronto como se hace referencia
al tema, algo a lo que el efecto ambiental no sabri^a escapan es decirí
¿no estaría ese universal actuando como factor de consagración de
la supremacía, hoy vacilante y tanto más intratable p o r ello, de la
sola razón occidental y, bajo ella, del imperialismo de una civiliza
ción? ¿No está por tanto condenado a ser, en lo sucesivo, un eslogan
como otro cualquiera? Este debate, que creeríamos agotar ensegui
da, no ha hecho, a mi juicio, más que comenzar. Ahora bien, antes
de participar en él, tendremos que volver, para apuntalarlo, a lo que
no hay más remedio qüe llamar el ramal griego del pensamiento y,
más exactamente, a la dependencia que vincula a lo universal con
28
II
De lo u n ifo rm e
31
Ésta es la razón de que debamos separar abiertamente ambas
nociones: el hecho de que, gracias a los medios técnicos y mediá
ticos, la uniformidad de los estilos de vida, de los discursos y de las
opiniones tienda irremediablemente a abarcar, de punta a cabo, la
totalidad del planeta no implica que estemos ante otros tantos ele
mentos imiversales. Aun en el caso de que pudiéramos encontrarlos
absolutamente p o r doquier, hasta saturarlo todo, seguiría faltándo
les u n deber ser. En efecto, de lo imiversal a lo uniforme se opera
con carácter previo esta disyunción de planos. Podría resumirse así
la oposición entre ambos: lo uniforme es un concepto que no per
tenece a la razón sino a la producción -pues tal es la pauta o el
estereotipo-. No deriva de una necesidad, sino de una comodidad:
es menos costoso porque admite ser producido en cadena. Su único
mérito consiste en elevar los rendimientos y en acrecentar la sen
cillez de la fabricación. Incluso en el caso más favorable, el de una
imiformización de las medidas, códigos o jurisdicciones, lo único
que prevalece en él es el principio de funcionalidad. De hecho ni
siquiera es seguro que la igualdad que debiera nacer de semejante
unifórmización, p o r ejemplo en el ámbito del derecho o de la edu
cación, no sea sino u n revestimiento artificial. Digámoslo ima vez
más de otro modo: la única racionalidad que puede concederse a
lo uniform e es principalmente económica y de gestión; descansa en
la imitación: y en cualquier caso, no pertenece - a diferencia de lo
imiversal- al orden de la lógica o lo prescriptívo.
Si, al desentenderse de la experiencia para no apelar sino al
deber ser, lo vmiversal suscita ostensiblemente im a rebelión, la de
la singularidad del «Esto» aquí presente, o del Sujeto individual,
o del O tro inalienable, lo imiforme, en cambio, siendo como es
pandém ico, se contenta con adormecer toda resistencia que pueda
ofrecérsele y se funde en el paisaje; el habitus lo lleva en volandas;
su simple frecuencia parece autorizarlo. En otras palabras, su po
der es simplemente acumulativo: cuanto más se extiende, más se
impone, y cuanto más se afianza, más se propaga, etcé tera. Por con
siguiente, si lo consideramos en sí mismo, es decir, simplemente
como postergación indefinida de lo semejante, le sería imposible
probar, o siquiera encontrar en sí, pertinencia alguna, con lo que
32
tampoco se ve obligado a legitímarse: n o hay nada en él que llame
la atención, nada que se haga notar siquiera. Por cierto que ese
«semejante» en el que se apoya, si nos detuviéramos aunque sólo
fuera un instante a examinarlo, también dejaría traslucir que es un
cpncepto pobre, que remite al otro su justificación y que, p o r con
siguiente, tampoco funda nada: se trata de u n concepto superficial
porque es puram ente aspectual. Se limita a reflejar la imagen que
a él se asome, y ni siquiera posee el rigor totalizador de lo genérico.
Ni siquiera el célebre «hemos de am ar a nuestros semejantes» sig
nifica nada.
33
diferencia la que promueve. Porque sólo al diferenciar(se) verifica
uno su devenir. Gracias a ella, en su dia, se abre la dialéctica: esa
diferencia que creeríamos puramente negativa por la ruptura y la
«desigualdad» que despliega, por la UngUichheit, revela ser la con
dición necesaria de todo autodesarroUo (elevando así, en términos
hegelianos, la «sustancia» a «sujeto», Prólogo de \z Fenomenología, lu,
1). ABora bien, cuando en contra de las uniformizaciones que domi
nan el ambiente invocamos hoy, según un eslogan muy de nuestra
época, el derecho a la diferencia (o como yo preferiría decir, por
mi parte -pues te idería a encontrarle una justificación más amplia:
el derecho al desiío-), creo que también bebemos, quizá sin damos
demasiada cuenti, de esta fuente. Pues no nos contentamos con
entender con ello -dado que eso no nos conduciría sino a reivindi
caciones purame: ite identitarias, a un derecho esencialmente con
servador- la posibilidad de distinguimos de los demás y de eludir la
nivelación normaiüva (tanto en lo que hace al derecho.de las otras
culturas como al de toda minoría), sino que también se sobreen
tiende, de modo más esencial, la exigencia, para todos, de poder
contar con im a historia propia que, por difpfenciación y superación
continuas, nos sitúe a todos por igual como sujetos posibles, como
sujetos culturales provistos, en sí mismos, de la oportunidad de esa
autopromoción y de vm porvenir creativo.
Y aunque sepamos bien -pero con mudo saber- que la uniformi-
zación ha adquirido mayor importancia con la globalización, quizá
no midamos en su justo grado que la última ha aupado súbitamente
a la primera a un plano por completo distinto y le ha conferido una
categorización nueva. Y ello porque la globalización es precisamen- '
te aquello que, llevando la uniformizatíón a su máxima amplitud, ya
definitiva, la del planeta entero, la hace pasar subrepticiamente y sin
avisar, como ya he dicho, debido a esa defunción de las barraras, por
algo universal. Al procurar a la semejanza extensión completa, es
decir, al difundirla a escala planetaria, la uniformización adquiere
un prestigio definitivo, sin que nada externo -puesto que nada es ya
exterior- la contradiga en lo más mínimo. Salvo de modo residual.
El hecho mismo de su alcance general segrega una falsa necesidad
porque en lo sucesivo nos hallaremos lejos de una imifomíización
34
que afecte únicamente a la producción y apunte a la economía y al
rendimiento; en el futuro, lo que contará por encim a de todo es
que, al expandirse no solamente de forma extensiva, sino realmen
te por todas partes im tipo único, la uniformización term inará por
erradicar por adelantado cualquier otra posibilidad. Estrictamente
hablando, tal posibilidad alternativa no tiene ya razón de ser; lo uni
forme impone sus estándares, planteándolos como el único paisaje
imaginable, y sin que siquiera, incluso, parezca una imposición. De
ahí su discreta dictadura.
En los cuatro puntos cardinales se encontrarán inevitablemente
los mismos escaparates, los mismos hoteles, las mismas claves, los
mismos estereotipos, los mismos carteles de dicha y de consumo.
Tras haberse cerrado al fin sobre sí mismo, el todo (planetario) no
hace más que reflejarse; un auto-iefíejo que instituye inevitablemen
te un m undo sujeto al reino de la Similitud (y de la banalidad).
Pues si en efecto hay dictadura es porque la uniformización de la
que hablamos no se limita a los bienes materiales sino que invade el
imaginario. Gracias a una exitosa operación editorial, Harry Potter
o El código Da Vinci (o todo producto del mismo género) asignan
idéntico formato a los sueños de los adolescentes del m undo ente
ro. Y a causa de su ingente exportación de program as, de un país
a otro, la televisión perpetra en este mismo sentido sus destrozos.
O por el contrario, todo aquello que, p o r hallarse en algfún aparta
do territorio, escape aún a tal uniform idad será tenido p o r muestra
de retraso; p de no ser ése el caso, p o r vertim iento de lo caduco
en el molde de la conservación, será puesto en custodia, envuelto
en celofanes y concienzudamente protegido en calidad de tradición
«auténtica» en el gran folclore de las naciones. Peor aún: el colmo
de la uniformización surge cuando se adereza lo estándar con una
variación superficial, forzosamente kitsch, para d ar la impresión de
haber creado una diferencia preñada de futuro, de estar ante un
hallazgo. En lo alto de los edificios de Pekín se ha levantado la arista
de los tejados en ristrel, resaltándolos con tejas vidriadas y, cómo
no, con dragones rampantes para que, a pesar de todo, la cosa tenga
cierto aire chino. Es ima forma de añadir, a bajo coste, una pizca de
exotismo, un modo de simular la baza de la originalidad: de salva
35
guardar el mito de la aventura y el viaje -¿qué atavismo hace que la
humanidad se siga aferrando a él?
36
arat, 106-108; Quintiliano, De institutione oratoria, XI, 3). O también
podríamos proceder como lo hace ese viejo hilo argumenta! que se
prolonga sin interrupción de los estoicos a los padres de la Iglesia
y que todavía encuentra hueco en la filosofía clásica: siempre que
se ha querido justificar a Dios por ser autor de la Creación, a fin de
disculparle por el mal que en todas partes vemos inmiscuirse en ella,
nos hemos complacido en mostrar que Dios no podía com poner el
m undo sino con la diferencia, si quería que fuera hermoso; que era
efectivamente necesario que se introdujeran sombras en el cuadro
(para que resaltasen los colores); de lo contrario no habría habido
más que la repleción provocada por la reproducción de lo semejan
te, por una repetición estéril, dilatada hasta alcanzar el punto de
saturación, y lo que tendríamos sería «saciedad» (sumpleróris) en vez
de «mundo», kosmos. Los defectos, las imperfecciones, los desgarros,
las violencias, los sufrimientos, en una palabra, todo lo negativo en
general, introducirían necesariamente, es decir, lógicamente, una
«mezcolanza», ima poikilia, salvadora por su intensidad y su atracti
vo. Sin ella no habría más que hastío. Difíciles se hacen entonces las
descripciones del paraíso, por cuanto que, al homogeneizarse en el
bien, todo terminaría por parecerse... La perfección del mundo es
superior, concluye lúcidamente Descartes {Meditaciones metajisicas,
IV), a mi propia imperfección.
\ .
37
III
De lo com ún
39
vación que habla elocuentemente de la distancia o, mejor, del con
flicto que opone estas dos nociones que, a primera vista, podríamos
inclinamos a juzgar equivalentes (me gustan particularmente estas
reflexiones de pintores que, no fiándose de los excesos teóricos, sa
ben enfocar con un solo trazo la cuestión; pintar vuelve equívocas
las frases y va directam ente a los hechos): «Lo común es verdadero,
lo semejante es falso. Trouillebert se asemeja a Corot, pero no tie
nen nada en común»®. Trouillebert, dicen los marchantes de arte,
es el Corot del pobre; Sus follajes se parecen, efectivamente, a los de
Corot (colores velados, como de principios de otoño, grácües abe
dules o álamos temblones en los flancos de las cañadas, etcétera),
pero nada tienen de la atmósfera que excita la nostalgia de los am
bientes propios del poeta Nerval y que integran la esencia de los
«Souvenirs de Mortefbntaine» o de los paisajes del Morvan. Hay un
excesivo m oteado en los troncos, que a su vez obedecen a u n dibujo
relamido -y parecen postes-. Aunque también creo qué podríamos
adoptar como divisa, la cual no se aplica únicamente a los pintores,
la otra fórmula de Braque, que va derecha a la diana y no es otra
que la ruptura entre ambas ideas: «¡Buscar lo común, qiie no es lo
semejante!»®.
Si ahora nos damos la vuelta y miramos en dirección a lo uni
versal, mediremos igualmente la diferencia que está en juego, la
veremos aumentar, ya no p o r su magnitud (profundidad), sino por
la perspectiva adoptada: si lo universal se dice (es decir, se dicta o
se promulga según un modo «necesario», como una ley inexorable
surgida de la razón), o mejor se predice, con anterioridad a toda ex
periencia, lo común, en cambio, ya se reconozca o se elija, arraiga
por el contrario en lo vivido, pues es la vivencia lo que le proporcio
na hondura y lo enriquece (hasta llegar, en su estadio más intenso,
al amor com ún). Me encuentro de entrada atrapado en lo-común
(por mi naturaleza), pero también ftmdo deliberadamente algunos
elementos de lo común (en la Ciudad). Todas las cuestiones previas
‘ Georges Braque, Lejour et la nuit, Gallimard, 1952 [El día y la noche, trad. de
Rosa Rius i Moriros y Ramón Andrés. Acantilado, Barcelona 2001. (N. de los T.)].
. ‘ Ibiá
40
que contiene dependen de su carácter original o de fondo (su para
digma es la familia), que no obedece sin embaído a la necesidad -y
ésta es también la razón de que el concepto sea político: yo decido
asumir las relaciones de pertenencia que reconozco como mías o
adoptar otras nuevas (pues lo político es claramente este ámbito
de la decisión concertada)-. De hecho, si puedo definir las diversas
esferas de mi existencia es gracias a los sucesivos planos de comuni
dad en los que tengo -o tom o- parte. Por eso, si lo universal lleva
de golpe a compleütud la extensión que le es propia, y de un modo
categórico (absoluto), haciendo suya la totalidad en cuestión como
si se tratara de un deber ser que no admite excepción alguna, lo
común, en cambio, halla legitimidad en su progresión. Su exten
sión es gradual; comparto facetas comunes con los habitantes de mi
ciudad; a otra escala me ocurre lo mismo con mis compatriotas; o,
en términos más amplios, con quienes integran el plano de la co
munidad europea o de la comunidad y la «familia» humanas; y tam
bién, dilatando aún más el campo de aplicación, con todos los seres
racionales, incluidos los dioses (en el cosmo-politismo estoico). O,
de forma no ya progresiva, sino regresiva (remontándome de lo po
lítico a lo biológico): poseo elementos comunes con los animales (la
facultad de percibir); en un círculo más ancho me ocurre lo mismo
con las plantas y todo lo viviente (el alma «nutritiva» de Aristóte
les); etcétera. Los diversos planos de comunidad, al graduar de este
modo mi existencia, hacen que ésta se entienda y se extienda, por
medio de la participación, de uno a otro extremo de la escala, del
patrimonio genético al ser amado.
41
elevemos a la universalidad del concepto? Ahora bien, precisamente
todos cuantos han querido asemejar ambos términos, siguiendo la
estela de Aristóteles, no se han visto por ello menos obligados (tras
los trabajos de Alejandro de Afrodisia y los análisis que a este respec
to realiza Alain de Libera) a distinguir cuidadosamente entre estos
dos p l^ o s opuestos: el de la abstracción de lo universal (en tanto
que ser del pensamiento) por im lado, y el de la instandación de lo
común por otro, en tanto que existencia realizada en el seno de los
particulares {instantiated, dicen los ingleses -vocablo que hay que
entender aquí en el literal sentido de «lo <jue se halla dentro»-; o
«subjetivado», o «hipostasiado», como rezan los términos académi
cos). Esta distinción merece efectivamente ser sacada del olvido, de
su catacumba escolástica, para pensar la relación entre ambos ele
mentos: por un lado, lo universal genérico, producido por abstrac
ción a partir de los individuos, y vinculado por tanto a su natüraleza
desde el exterior, no deja de ser para ellos un atributo puramente
«accidental»; por otro, en cambio, esa naturaleza es de por sí común
a partir del mom ento en que se realiza en una «materia* que es la
del individuo singular, aunque tal realización no se verifique más
que en él. Subsiste, por tanto, aun en el caso de que las dos exten
siones categoriales se solapen por entero, una diferencia esencial de
perspectiva: la pertenencia de lo común se realiza en la cosa (in re),
mientras que la abstracción de lo universal es «ulterior» a ella (post
rem). Por consiguiente, no será posible asociar las dos nociones sin
habilitar entre ellas alguna esclusa que reduzca la diferencia entre
sus niveles de «seidad»: el abstracto o el hipostasiado; o sin construir .
entre ambas algún puente que comunique unos territorios que si^
guen siendo el de la prescripción lógica por un lado y él de la cons
tatación o la decisión por otro.
Ahora bien, si nos remitimos, por ejemplo, a la Declaración «uni
versal». de los derechos humanos, que además se postulan, en su
preámbulo, «como ideal común por el qué todos los hombres deben
esforzarse»’, vemos que. el hiato qué separa al uno del otro perma-
42
nece intacto, sin elemento alguno que m edie entre la abstracción
de la pnscripáón universal por un lado y lo com ún de la participación
por otro (o, si nos atenemos a las modcilidades de «seidad» que aca
bo de evocar, entre el nivel de abstracción de la prim era y el de instan-
ciación de la segunda). De ahí la am bigüedad que hemos percibido
en su caso. Más aún: ¿cómo puede hablarse, siempre en ese mismo
preámbulo, y sin más preliminares -sin un párrafo de transición
siquiera-, del «respeto imiversal» a esos derechos para, a renglón
seguido, afirmar la importancia de su «concepción común»? (En
efecto: ¿por qué esos derechos han de reclam ar «¿ímás, si ya son
universales, una concepción común?) Ni siquiera la asociación, que
no sólo es recurrente en este texto sino que constituye la principal
noción que lo recorre, de lo «universal» y de lo «efectivo» está exen
ta de problematismo: lo «efectivo», ¿viene aquí a com pletar (radica
lizándolo) o a compensar (alejándolo del idealismo) el predicado
de imiversalidad que se ha establecido como principio? Podría tal
vez considerarse que esta cuestión lógica no afecta al destino de los
hombres. Ahora bien, yo me inclinaría a pensar más bien que si
esta Declaración tiende a cuajar en u n formalismo aún menos con
vincente en definitiva -p o r ser menos riguroso- qué el formalismo
kantiano que tan fi-ecuentemente ha despertado nuestra suspicacia,
es por no haber sabido esclarecer estas distintas relaciones. Por lo
demás, se constata que, por querer com entar y justificar la Declara
ción universal sin pasar por estas necesarias distinciones, son muchas
las formulaciones que tropiezan hoy en el matiz, en la concesión,
que supone añadir -sin lógica- lo siguiente a la promulgación de
imiversalidad: estos derechos himaanos, se nos dice, «casi nadie» se
las Naciones Unidas, que dice literalmente lo siguiente: «...como ideal común
por el que todos loi pueblos y naciones deben esforzarse, a fin de que tanto los
individuos como las instituciones...». (El texto de la versión «original» de 1789
no contiene ninguna frase parecida, y el docimiento francés de la declaración
aprobada por la ONU en 1948 -el de 1950 también es diferente- dice exactamente
lo mismo: •L'AssetniUe genérale proclame la présenU Déclaration universelle des droits de
l’homme comme l ’idéal commun a atteindre par tous les peuples et toutes les naíions afin
que...*). (N. délos T.)
43
atreve ya a repudiarlos abiertamente; disfrutan de un reconocimien
to «prácticamente universal»®, etcétera.
Y es que lo universal no tolera semejantes aproximaciones ni so
porta versé disminuido, ni siquiera mínimamente: es o no es, puesto
que no sabría renunciar a lo que su estatuto tiene de absoluto (ju
rídico). Pero p o r otro lado, nada resultaría menos oportuno que
tener á lo común p o r una imivenalidad de m enor contenido o iiife-
rior exigencia, o aun adjudicarle el papel de muleta de lo universal,
so pretexto de que él, lo común, se halla anclado en la existencia y
de que es ella la que lo confirma (pues no es, según los términos de
rigor, una noción «de pensamiento» sino «hipostasiada»). Y es que
lo común también tiene su idealidad, xma idealidad propia, de ple
no derecho, precisamente la que obtiene de la experiencia y le per
mite crecer tanto en extensión como en intensión. Además, cuando
vemos que el énfasis se traslada hoy de un polo de atención al otro,
de lo universal a lo común (de ello da fe, por ejemplo, e l alegato de
la señora Delmas-Marty en favor de un «derecho» común®)^ se trata
de hecho, so capa de explicitación, de un deslizamiento significativo
que exige ser analizado: bajo la inflexión que tan discretamente se
ha verificado, es en realidad la perspectiva entera del asimto la que
experimenta un vuelco.
Y es que esta inflexión no significa, como podría creerse con ex
cesivo simplismo, que nos hayamos vuelto más realistas (es decir, me
nos utopistas), sino que el punto de vista se ha desplazado: de la
moral a la pohtica o, por retomar los anteriores términos, de la óptica
de la prescripción (o promulgación) a la de la partiápación, que .el de
ber ser, por consiguiente, no se considera tanto algo establecido de
antemano, sino como im elemento en el que es preciso instruir y que
ha de conquistarse. De este modo, cuando uno se afana en señalar
‘ Véase por gem plo Jcanne Hersch, «Les fpndcmcnts des droits de Thommc
dans la conscience universelle», en La Déclaratvm univmelU des droits de l'homme,
1948-1998, Avenir d'un ideal ammun. Actas del coloquio celebrado los días 14,15 y 16
de septiembre de 1998 en la Sorbona.
’ Mireille Delmas-Marty, Pour un dnnt commun, Sciiil, «La Librairic du XX' sié-
cle», 1994.
44
como acontecimiento decisivo, incluso concluyente, que en 1993, en
h reunión de Viena, hubo ciento ochenta Estados que ratificaron
esa Declaración universal que en 1948 no había firmado ni siquiera
la tercera parte de esas naciones’®,estamos ante u n hecho que tradu
ce, en mi opinión, que lo común ha adquirido ya preponderancia
sobre lo universal en el terreno de nuestra atención (o que el punto
de vista de la extensión progresiva domina sobre la perspectiva de la
totalización de principio, o la idea de adhesión sobre la de promul
gación, etcétera). O quizá no haya hecho, sencillamente, más que
tomar el relevo: como lo universal empezaba a vacilar, lo común se
ría aquello legítimamente llamado a sustituirlo.
3. Por otra parte, si nos atenemos únicam ente al térm ino griego
(koÍ7Ws) puede que se nos escape una parte del sentido y las posibi
lidades de lo común. El latín emplea la voz com-munis y, al hacerlo,
enriquece a lo común con una dimensión nueva: m ediante el pre
fijo (cum= «con») no designa sólo lo que se comparte y se explota
de forma conjunta, sino que apunta asimismo, en la raíz misma del
vocablo, a aquello que remite a un tiempo al favor y a la obhgación
(munus). Lo que nos insta a explorar p o r otra vía lo que constituye
por derecho propio la idealidad de lo co-mún. como muy oportuna
mente nos recuerda Roberto Esposito, el murnis es una dádiva, un
obsequio, aunque se trate de un don marcado p o r el hecho de que
conserva implícita su remisión a la reciprocidad (de acuerdo con su
raíz indoeuropea, que denota intercambio” ); p o r consiguiente, lo
que prevalccena en el wt«ntw sería la reversibilidad del don. De este
modo, el térm ino latino señalaría de m odo más directo en direc
ción a ese fondo enigmático que evocaba al principio, u n fondo sin
fondo al que observamos que recurre toda com unidad tan pronto
45
como renunciamos a no concebirla como una propiedad más de los
sujetos que congrega, o como a su simple producto, pues tanto una
como otra noción siguen siendo externas a ella. Es com-munis, literal
mente, quien comparte una carga (una tarea, una función); y desde
luego, quien está obligado a desempeñar un oficio (el immunis, en
cambio, está dispensado de esa tarea).
Ahora bien, estas consideraciones resultan importantes si que
remos pensar la naturaleza política de lo común y despojar al con
cepto de su ambigüedad. Pues, si lo común es lo que comparto con
un cierto número de semejantes, también es, por ello mismo y ate
niéndonos a esta línea divisoria, que no obstante vale también como
demarcación, lo que excluye a todos los demás. O, si lo común no
encuentra ya su opuesto en lo individual o lo singular (antónimos
de lo universal), ni en lo diferente (contrario a lo xmiforme), sino
claramente en lo propio o lo particular, vemos también que íio por
ello cesa la amenaza de que eso «propio», adverso, lo absorba, expo
niéndolo, en consecuencia, al total naufragio de su ideal. Y ello de
bido a que esa comunidad nacida de lo que se comparte cree poseer
en propiedad los atributos compartidos, y a que lo que hacía que sus
miembros se abrieran unos a otros vuelve a cerrarse ahora en for
ma de propiedad común. Al dibujar im interior, expulsa al exterior
cuanto define como extraño. Común es, por tanto, un término de
doble ñlo, ya que es a un tiempo incluyente y excluyente. Puede abrir
tanto como cerrar, oponerse a lo propio o identificarse con ello. Su
anverso expansivo encuentra réplica en un reverso defensivo. Por
uüQ lado, en efecto, llama a la participación y es extensivo: garantiza
la «comunicación», por medio de 1^ diferencias, y une incesante-,
m ente en una misma circulación. Tal es el caso de lo común abierto,
por ejemplo, del «sentido.común». Sin embargo, por otro lado, eso
común puede igualmente, al atrincherarse en sus fi-onteras, .aguzar
sus aristas y volverlas filos cortantes, transformar sus lindes en mura
llas. Expulsa entonces al vacío -ftiera de su plenitud- a cuantos no
participan de sus códigos: esto es, los ¿x-comui^íi literalmente. Ese es
el vuelco característico de todos los «comunitarismos». Observamos
sin cesar su manifestación política, o niás bien antipolítica (píiesto
que se opone a compartir), en las sociedades contemporáneas.
46
No obstante, si nos replanteamos lo común y recuperamos su
raíz, píirtiendo del munus, de la incumbencia, del don entendido
como deber, de la obligación, lograremos felizmente p o n er coto a
esa ambivalencia: al sobreentender de este modo lo que hay de va
cío o de defectivo en la relación de intercambio que nos vincula con
los demás se conjura al mismo tiem po la tentación de considerar
que ese acto de compartir que implica la com unidad sea un privi
legio exclusivo, positivo, que achaca a lo exterior su deformidad. Si
la comunidad se concibe bajo el signo del munus, de la deuda y del
don, la relación de pertenencia a la que de buena gana se remitiría
el sentimiento comunitano, y con la que se encuentra cómoda, que
da saludablemente convertida en dependencia. Toda una corriente
del pensamiento contemporáneo h a penetrado p o r esa brecha (una
corriente que, inspirándose sin duda en Mauss, hace resonar sus
ecos en los límites de la fenomenología: Derrida, Nancy, Marión,
Esposito...): queriendo fimdar la com unidad de m odo distinto al
de las categorías lógicas -p o r juzgarlas irrem ediablem ente ineptas-,
y dado que dichas categorías irían a desembocar directam ente en lo
poh'tico, esa corriente h^ basado precisamente su argumentación en
esa reciprocidad originaria de la deuda y del don a fin de deshacer
esa imagen de sujetos plenos -u n o s sujetos respecto de los cuales .
la comunidad apenas sería otra cosa que una excrecencia- En vez
de dar por bueno que tales sujetos vivan los atributos comunitarios
como una propiedad, se concibe ahora que los de esta nueva co
rriente los expropian de sí mismos, y p o r iniciativa propia: partien
do del munus que funda su relación, la comimddad es aquello que
literalmente los despoja (dé-munit, en el original francés). Por consi
guiente, no verán ya en ella principio de identificación alguno, con
lo que queda bloqueada la vía del repliegue identitario en el que el
comunitarista corre permanente riesgo de encerrarse. La filosofía
lo ha justificado ya ampliamente: la vocación de la com unidad no
estriba en cerfane, sino en abrirse. A hora bien, la historia misma
de lo común, en el seno de la transfóixaación política de la Grecia
antigua, se orientaba ya en esa dirección.
47
IV
Del advenim iento de la C iudad
a la extensión cosm opolita d e lo com ún
** Marcel Detíenne, Les maOrts de vérité dans la Gríce archaique, capítulo V, Mas-
pero, 1967 [Los maestros de verdad en la Grecia arcaica, trad. de Juan José Herrera,
Taurus, Madrid 1981. {N. de los T.)].
49
ceptible, lo que no nos permite seguir imaginando ninguna gran
ruptura histórica -e l «milagro» griego-para explicar el nacimiento
de la razón clásica. Y es que apartándose poco a poco del discurso
ambiguo del adivino, del mago, del poeta o del maestro de verdad
que pronuncia sus dictámenes, del ser excepcional de poderes por
tentosos, surge un verbo nuevo por el que pasamos de lo mágico
a lo lógico y que, al compartirse, deviene patrimonio de todos: al
pronunciarse «en el medio», defiende a un tiempo los pros y los
contras, solicita la aprobación general, expone sus razones, se abre
al debate y separa p o r tanto de lo privado lo colectivo: extrae de los
intereses particulares la primacía de lo común.
Es difícil ver acceso más cómodo a la idea de lo común, nacida
de lo que se comparte, que el consistente en seguir de este modo su
desarrollo, que parte de la historia y avanza con ella, pues progresa
efectivamente gracias al empuje de ésta. En la Grecia preclásica, y
del grupo de guerreros a la población de la ciudad, del laos al demos,
vemos que lo com ún se extiende y moldea las nacientes jurisdiccio
nes, mientras se metamorfosea al mismo tieiñpo la conducta béli
ca (puesto que, abandonando los combates singulares en que se
enfrentan los prohombres de los tiempos de Homero, se pone en
marcha la falange como instrumento de democratización militar).
De forma paralela, comienza a reflejarse la idea, no ya de un espa
cio sino de un bien común (xunon agathon) que trasciende los inte
reses particulares. Se inicia así la diametral oposición entre ambos
-lo «común» y lo «particular»-, una oposición en la que viene a
insertarse im jm d o de valor, dado que de ella deriva incluso el valor
supremo: al ascender a la categoría de medida de todo, lo común
empieza a elevar la idea de lo compartido al plano de absolutización
propio de im principio.
Y es que no nos regimos ya por estas constataciones de la expe
riencia: que «puestos en común, los desembolsos parecen más lige
ros» (D em óqito, írag. 279); o que, a la inversa, «la miseria, vivida
en común, es más difícil de soportar» («que la de los particulares,
pues la esperanza de ayuda mutua desaparece»; mismo autor, frag.
287). Conviene incluso citar entero este pensamiento de Demócrito,
presto que funda explícitamente en lo común el ideal de la polis
50
griega: «Es preciso conceder, por lo demás, la mayor im portancia
a los asuntos de la ciudad, para que esté bien gobernada, y renun
ciar tanto a las disputas contrarias a la equidad como a la tentación
de arrogarse un poder que se oponga al interés com ún. Pues tina
ciudad bien gobernada es la vía más justa; en eso descansa todo; su
bienestar constituye el bienestar del todo, y su ruina, la ruina del
todo» (mismo autor, frag. 252). Puesto que solamente en el plano de
lo común (to t&u xunóu) en que se funda la ciudad se decide la suerte
de los particulares, la buena gestión política se resimiirá lógicamen
te, a juicio de los griegos -y como si no albergaían duda alguna
sobre la naturaleza de lo político-, en la supremacía de aquel sobre
los intereses de éstos'. Más tarde, las teorías de Platón y Aristóteles
no vendrán sino a desarrollar esta noción: ya instauren el poder de
uno solo, de un pequeño número, o de la mayoría, las buenas cons
tituciones no se rigen por más criterio que el de ten er presente el
interés común; mientras que las constituciones desviadas se ocupan
únicamente del beneficio particular (Aristóteles, Política, ni, 7, 2).
51
de Heráclito, Diels-Kranz, 113; o: «A todos los hombres les es posible
conocerse a sí roismos y ser sabios», frag. 116). Para los hombres, lo
común es en el fondo lo común de la inteligencia, apunta ya Herá-
clito.^-sobrenodo, lo que o^Bservamos es que eso común se concibe
rigurosamente como el punto o centro geométrico en el que termi
nan por aboUrse las oposiciones (y así dice nuestro autor: «Principio
y fin coinciden en el círculo», frag. 103). La circunferencia es el
lugar en el que lo uno se abre enteramente a lo otro, el ámbito en
el que, sin pérdida de unidad, ceden las fronteras, el pimto en el
que caen los muros de los antagonismos, en el que se reabsorben las
parcialidades: el espacio en el que se suspende la contradicción. En
definitiva, esto común que siirge con el fin de la exclusión no es sino
.. lo divino mismo (según la siguiente fórmula suprema que asocia
sin la m enor mediación los contrarios: «Dios es día noche, invierno
verano, guerra paz, saciedad hambre», fi^g. 67). ¡
El enimciado que presentamos a continuación resulta resplan
deciente por la confianza que muestra en que lo que hasta enton
ces era «discurso» se encuentra en ese momento potencialmente a
punto de transformarse en razón, es decir, en logos: «Aimque este
logos es común, la mayoría vive como si tuviera un entendimiento
particular» (fiag. 2). Los miembros de esa mayoría creen comimicar
entre sí repitiendo palabras aprendidas e incesantemente transmi
tidas, y sin embargo todo el mundo se mantiene confortablemente
a resguardo de este llamamiento de la palabra -d e su exigencia-,
¿Cómo? Permaneciendo cada cual en su fuero interno,, en el flujo
del vago pensamiento propio, incapaz de hacer el esfuerzo de son
dar lo común que estas palabras implican (¿acaso el mito moderno
de la comunicación no reposa aún en gran medida en esta engañifa
al alimentar la pasividad y la somnolencia del entendimiento me
diante la ilusión de una continua presencia de lo compartido que al
canzaría los más remotos confines?) . Y p o r tanto cabe preguntarse:
¿están efectivamente «vivos» los miembros de ésa mayoría? Parece
más bien que continúan «dormidos».' Heráclito lo dice con tanto
más vigor cuanto qxie sü época no ha pennitido aún que se separen
por completo lo concreto y lo simbólico: es preciso despertar, nos
dice, para elevarse a lo común. Así lo expresa él: «Los hombres.
52
cuando están despiertos, tienen u n m undo único y común. En el
sueño, cada uno se vuelve a su propio mundo» (frag. 89). C¡omo
es fácil constatar, de noche todo el m undo se retira a un mundo
aparte, a su mundo personal, el de sus fantasmas y sus peculiares
códigos: los mimdos nocturnos están incomunicados, no se compar
ten. En otras palabras, dormirse es renunciar a la transparencia de
lo común: es retirarse al opaco espesor de la vida propia, encerrarse
exclusivamente en las silenciosas regulaciones propias hasta quedar
absorto en ellas, cortar los puentes y concretar una secesión de pen
samiento. Dormirse es hundirse en el «idiotismo» personcd. Ahora
bien, frente a esta noche entendida como replegarsCj como una cí
clica zambullida qué nos sume, como en el Erebo, en el seno de
lo particular, lo común es acceso, y fundam entalm ente a lo común
de la palabra compartida; ésta es la razón de que sea preciso «des
pertarse» (véase también: «La ola del sueño no debe refluir sobre
nuestros actos ni sobre nuestras palabras», frag. ^S).
En otras palabras: el mundo se piensa y se construye solamente
por y en la unidad de lo común (el único y efectivo m undo, el libe
rado de las nebulosas del pensamiento vago). De ahí esta fórmula,
que ancla definitivamente lo político en la filosofía;' o lo común de
la ciudad en lo común que el entendim iento percibe - o que inscribe
incluso en la naturaleza de las cosas lo que acaba convirtiéndose en
ley de lós hombres-. Y ello porque tanto lo uno como lo otro obede
cen a un mismo dinamismo, habida cuenta de que en Heráclito' el
puro plano de la especulación no se ha concretado aún lo suficiente
como para permitir que el conocimiento y la acción se disocien en
dos grandes bloques -que integrarán los dos tomos de la filosofía-.
Nos hallamos áquí todavía en el estadio del pensamiento unitario,
un pensamiento que se condensa a m edida que va emergiendo, que-
confía en su origen, que descubre su poder y no ha llegado a dudar
todavía de él, im poder cuya efectividad está intacta y no se ha de
jado dispersar en retazos diversos y contrapuestos: únicamente te
niendo en cuenta lo común, nos dice Heráclito, explotándolo romo
recurso, podemos simultáneamente concretar esta^ dos cosas: com
prender t\ mundo, es decir, aprehenderlo en las correlaciones que lo
hacen devenir, y lograr que los hombres co-habiten. En suma, ya se
53
trate de pensar o de gobernar, no puede obtenerse «fuerza» alguna
sino de lo común: lo uno y lo otro no consisten más que en su acti
vación. Así, dirá: «Para hablar con inteligencia es necesario apoyarse
en lo que es común, así como una ciudad en su ley, y mucho más
firmemente aún» (frag. 114). .
54
su condición de pionero, al orientar abiertam ente el pensamiento
griégo en la dirección del conocimiento racional, dado que abogó
por comprender todas las cosas bajo el prisma de un principio único
y común: el agua. De este modo, él fue el prim ero en despertar a la
comprensión de lo común. Sin embargo,~a él se le átribiiy&-tembién
esta afirmación, notablemente segregacionista (hay quien la asocia
incluso con Sócrates): «Gustaba decir que daba gracias a laFortim a
por tres cosas: ser un humano y no una bestia, ser hom bre y no mu
jer, y finalmente ser griego y no bárbaro» (en Diógenes Laercio).
Platón muestra cierta duplicidad en este aspecto: no hay duda de
que es el primero en aproximarse -aunque procediendo en forma
inversa- a la noción de «género humano», pero también observa
mos que en la ciudad que concibe, esta función de exclusión de lo
común, lejos de difuminarse, aparece reforzada. Esa es precisamen
te la ambigüedad de lo común: cuanto más se intensifica, más exclu
sivo se vuelve (como atestigua el am or). De este modo, y mediante
medidas poKticas, Platón iniciará la radicalización de lo común no
sólo en el restringido marco de la ciudad, sino incluso en los límites
de ima clase particular (la de los «guardianes») que no sólo se aísla
ostensiblemente de las demás sino que se depura cuidadosamente
de toda contaminación procedente de ellas. U na vez delimitado tan
estrecho perímetro, lo común puede al fin extenderse a todo y a
todos {República, Y ). Esta absolutización de lo común se pone al
servicio de la transformación del Estado: tenerlo todo en com ún
(no tener ya nada propio) es la única condición para salvarlo de
la corrupción que lo amenaza intrínsecamente por repliegue en lo
particular. El hecho de que, cediendo de este modo a la fascinación
de lo común, e intentando incluso por vez primera, al menos de for
ma sistemática, la eliminación de lo propio al amparo de la noción
de lo privado, Sócrates proponga (en Platón) extender la posesión
común no sólo a todos los bienes, sino también a las mujeres y a los
niños, e incluso a los sentimientos, dibuja, de im plumazo, el hori
zonte de todo «comunismo». Este es el único límite que halla esa
puesta en común: el cuerpo. Sócrates tropieza con ese límite. Todo
puede compartirse. Casas, mujeres, hijos e incluso sentimientos, es
posible comulgar en la alegría y en el pesar, pero el cuerpo, p o r su
55
parte, sigue perteneciendo inexorablemente al orden de lo propio
o de lo particular. Cuanto guarda relación con el cuerpo, concede
Sócrates, no se comparte; el cüerpo es el recinto infranqueable en
el que mora lo privado (o de lo contrario habría que instaurar un
plan distinto al político, un plan de carácter místico: así sucede con
el acto por el que se comparte el Cuerpo de Cristo, esto es, el acto
de la «comunión»).
El griego se mostrará en cambio mucho más tímido al considerar
la posibilidad de superar el marco de su ciudad, de extender lo co
mún a los «otros», a quienes no pueden llamarse ciudadanos o son
extranjeros. En la Grecia clásica, donde la frontera entre el griego
y el bárbaro está lejos de abolirse, sólo «entre nosotros», es decir,
entre griegos -entre quienes pueden reclamar un mismo origen- se
podrá hablar de guerra, o mejor dicho, no realmente de guerra sino
únicamente de «discordia» (síasis, República, 470b-d). L asupéradón
de la pertenencia étnica, más allá de los tabicados mundos de las
ciudades, no se perfila aún más que en el lejano horizonte de la
utopía: mientras los filósofos no sean reyes, o los reyes filósofos, «no
tendrán fin, mi querido Glaucón, los males que asolan las ciudades,
ni siquiera, creo yo, los del género humano» {ibid., 473d). Por mo
destamente que se introduzca aquí la noción de «género humano»
-com o amplificación del concepto inmediatamente anterior, al fi
nal de una firase, y en u n pasaje fronterizo-, resulta que la condición
qy.e surge en relación con él, tenida de entrada por algo cómico,
no deja por ello de surtir efecto: y es que sólo a la luz de este nuevo
poder, aún no advenido y considerado incluso quimérico, el, del rey
filósofo -u n poder ejercido por tanto a la luz del logos, es decir, de
una política que se atiene aJ fin a los dictados racionales-, puede
esbozarse una comunidad de todos los hombres. Lo cual merece i
56
4. Lentamente, el paso se ha dado, y esa superación, en un m undo
en que comienzan a desaparecer las fronteras, resulta insíractivá
para nosotros, inmersos en una época marcada porJa globalización.
Y es que entre los griegos será preciso esperar a que se tambalee el
orden interno de la ciudad, sustentada en sus relatos fundaciona
les, en el mito de su autoctonía, de sus dioses y de sus leyes, para
que la idea de lo común adquiera una nueva dimensión, llegada
de la mano del estoicismo. En la Grecia posterior a las conquistas
de Alejandro, las ciudades han perdido su autonom ía y lo que pre
valece son imperios más amplios. En Chipre, por ejemplo, donde
nace, a principios del siglo m a. de C., el estoico Crisipo, el poder,
soñietido a la influencia de los grandes reinos enifrentados, no deja
de pasar de im a mano a otra, ya sea la de los macedonios, los sirios
o los egipcios: en este continuo cambio de amos, la vinculación a
una única patria se vuelve imposible; todo exclusivismo político se
deshace. Además, si antes del estoicismo se los tenía p o r elementos
inseparables de determinadas formas sociales y políticas -dado que
la ciudad, la polis, ejercía a un tiempo las funciones de Estado y de
sociedad-, resulta que ahora se juzga apropiado que la justicia y el
derecho rijan las relaciones entre todos los hombres, en un mismo
plano de igualdad moral, e independientem ente por tanto de su
particular adscripción de pertenencia y del concreto marco de esta
o aquella ciudad.
57
«mundo», o kosmos, adqvdere aquí un significado esencialmente moral
y señala que el todo mundial obedece a un orden: que un principio
único y divino, propiamente racional, el ¡ogos, lo recorre de un extremo
al otro, extendiéndose no sólo a todos los hombres, sino también a,la
raza de los dioses, con los que el humano conforma la «gran familia»
de los seres racionales. Todo grado inferior queda así borrado, toda
dependencia intermedia queda abolida ante esta única norma que asi
mila la naturaleza a la razón y a la cual han de ajustar todos los hombres
la conducta de su vida. Lo común del mundo es lo común de la razón
compartida. «La naturaleza dcl hombre es tal que existe un derecho
natural entre el hombre y el género humano [...] en «1-mimdo o la
. ciudad común», m urbe mundove communi, puede leerse en Cicerón (De
finibus, m, 20, 67), que resume así este ideal; o aun: el mimdo, o kosmos,
es «la patria común de todos los hombres», koine patris, nos dice Es-
tobeo (i¡Zor., 40,9)” i
Para pertenecer con pleno derecho a ese mundo común, concebido
a escala «cósmica» -im mundo en el que las ciudades concretas no son
ya, como mucho, según nos dicen, otra cosa que viviendas, ya se sea
griego o bárbaro de nacimiento, de cuna, regia o de condición servil-,
basta con «ser hombre». De este modo, el estoicismo supera, en nom
bre de lo común, todas las categorizaciones y localizaciones interme
dias, iguala los rangos y las condiciones, hace abstracción de las épocas.
La transformación es considerable si la comparamos con la situación
existente en tiempos anteriores, en los que el hombre hallaba origen en
una raza, un clan, im territorio. «El mundo es el único padre que nos
es común a todos», p juzguemos a los hombres por su condición de «li
bertos, de esclavos o de individuos originarios de otras tierras» (Séneca,
Betk, ra, 28). En efecto, nada de lo que es humano -según la ya célebre
58
fórmula convertida en lema- ha de ser considerado «extranjero», pues
todos los hombres resultan ser conciudadanos del mundo, descubren
hallarse ligados entre sí por una comunidad de destino consistente en
perfeccionar la única pertenencia que en efecto halla justificación: la
, que los une a la naturaleza (véase lo que dice Gcerón: la única «socie
dad» fundada en la razón es la del «género humano», el cual es, por
encima de todo, «conforme a la naturaleza». De qfficiis, V, 21). Por eso,
al volver la vista a su dudad, de carácter particular, evidentemente, el
estoico la juzga en nombre del orden de un mundo concebido como
. conjun,to, de acuerdo con la ley de Zeus, y de dimensión global: puede
relativizar sin dificultad su constitución y sus leyes y considerar arbitra
ria y convencional la índole particular de ambas; y en todo caso no le
cuesta suspender esa ciudadama de nacimiento en vista de su ciudada
nía mundial.
59
líticas capaces de traspasar las soberanías particulares y ser comunes
al m undo entero, y sólo a raíz de guerras de alcance efectivamente
«mundial», con lo que esa implantación continúa siendo una tarea
asombrosamente nueva en nuestra época.
O al menos ésa sería la versión optimista de la historia contem
poránea. Porque cabe preguntarse si no estará siendo justam ente
lo contrario lo que, de hecho, se materializa de forma larvada: si
ese humanismo cosmopolita que, en razón de su utopía, no había
dejado de trabajar hasta ahora, como prolongación del estoicismo
antiguo, la conciencia europea, no estará precisamente viviendo en
estos días, ante nuestros mismos ojos, los últimos instantes de su
existencia. La globalización que en la actualidad hace que la huma
nidad entera trabe p o r fin relación consigo misma, unificándola de
Jacto, ¿no estará verificándose en virtud de la presión que ejercen
unos factores muy distintos a los de los valores morales y culturales
de virtud emancipadora? De ahí el hecho de que resulte por com
pleto ajena a esa aspiración universalista y la vuelva al mismo tiempo
obsoleta^*.
60
El otro plano: lo universal
como categoría lógica de la filosofía
61
se a uno mismo -¿y no será precisamente esto lo que hoy estamos
olvidando?
Ahora b i e n ^ es hora de deshabituarse -aunque no sea más que
por u n instante- a-esta condición de posibilidad de la verdad hacia
la que, como nuevos Orfeos, nos está vedado giramos, pese a que la
hayamos asimilado perfectamente bien gracias al éxito probado de
la ciencia. Y si hemos de deshabituamos es para mejor ponderar la
hipótesis, y para evaluar asimismo la hipoteca con que grava al pen
samiento: es decir, considerándolo en relación con otras culturas
que lo han ignorado, sondeándolo en su emerger, cuya exigencia,
a partir de ese momento, no participa ya en modo alguno de la
«necesidad» (en contra del célebre «desarrollo necesario» del en
tendimiento humano); estudiándolo en lo que este gesto de sece
sión -q u e eleva el logos a la categoría de poder autónom o- tiene de
riguroso, pero también de extraño, y en consecuencia de ifrventivo.
El bgos, para resultar convincente, ha de ser objeto de una homo
logía, dice en este caso el texto griego de Heráclito haciendo explí
cita su vocación; exige literalmente que se lo «homo-logue»; el logps
no sólo reclama ser siempre reconocido como el «mismo» (hamos),
no sujeto a variación, sino que exhorta igualmente a que todos se
concierten de la «misma» manera en cuanto le atañe. Ha de ser a
u n tiempo «de siempre» (frag. 1: «Aunque este discurso sea eterno»,
aei on, al menos si descontextualizamos así la frase) e inmime a las
excepciones. Y pese a que aún no la defina de ese modo, la afirma
ción «todo es imo» es una verdad universal a los ojos de Heráclito.
Por consiguiente, dicha verdad instaura im modelo de enunciado
para la filosofía: de ser un discurso que al principio se apresuraba
presuntuosamente a englobar el «todo» pasa a convertirse -Herácli
to hace aquí de p u en te- en u n discurso que explica «en fim dón del
todo», es decir, de forma universal, y por tanto de forma también
conceptual (kat-holou).
Y es que.no podrá explicarse por qué lo universal ha alcanzado
una posición tan hegemónica en el pensamiento europeo, hasta el
puntó de suscitar en su contra, de forma reactiva e interaíiitente,
la rebeldía del individuo que reclama su condición de ser único
(como sustancia, como sujeto, como otro), si no empezamos por
62
com prender cómo esa promoción de lo universal, en tanto que exi-
gcDcia de la razón, ha evolucionado paralelam ente a su elevación
al rango de concepto, a su conversión en instrum ento de la filoso
fía. O mejor: lo uno no acompaña a lo otro, antes bien se trata de
la misma operación -la operación de la que nace tan prestam ente,
como surgida de un «milagro», la filosofía-: el estatuto de lo imi-
versal se halla incluido en la génesis misma del concepto. Es a un
tiempo condición y consecuencia: lo universal confiere su forma
«lógica» (de logos) al concepto, y éste estabiliza a lo universal y lo
vuelve operativo para el conocimiento. Ambos sé"éñtiériden en una
misma abstracción. Por otro lado, a m odo de consecuencia, y dicho
al revés: si otras culturas no se han planteado el problem a de lo uni-
venal, es precisamente porque no han erigido -separado-, como
hicieron los griegos, vm plano conCtptual como ámbito único en el
que poder adquirir el saber verdadero.
Dado que JuUicn x atiene aquí estrictamente a una traducción francesa muy
fiel al original griego, hemos optado en consecuencia por gustamos también no
sotros a la equivalencia española del texto francés. No obstante, la traducción ca
nónica de esta obra al español es sin duda la trilingüe que ofrece Valentín García
Yebra, en Credos, Madrid 1987, pág. 45, donde se dice lo siguiente: «Por otra parte,
ocupándose Sóciates do los problemas morales y no de la Naturaleza en su con-
jimto, pero buscando en ellos lo universal, y habiendo sido el primero que aplicó
el pensamiento a las definiáiones...» (987b). Al margen de este ejemplo, y salvo
excepciones, nos ceñiremos en lo que sigue a la versión de Yebra. (N. de los T )
63 *
(epagógé) hasta la unidad del concepto partiendo de la diversidad de
ejemplos y fenómenos (así sucede con los distintos ejemplos de va
lor, o con las variadas manifestaciones de belleza respecto de lo que
son el Valor o lo Bello en sí o en su esencia, esto es, según la defini
ción correspondiente que abarca todos los casos posibles). Por eso,
la aportación de Sócratesy según nos dice ese prim er historiador
de la filosofía que es Aristóteles, queda perfectamente contenida en
la mutación que lleva a la preocupación por el «todo» (holon). Sócra
tes no se preocupa ya del «todo» de la naturaleza, como hicieran sus
predecesores, los phusiologpi, a los que se denominará, precisamente
en función de esa ruptura, «presocráticos», sino que al proceder
a indagar «en ñm ción del todo» (kat-holou) convierte al «todo» en
una exigencia que en lo sucesivo habrá de tener ya siempre carácter
fonnal (o lógico): filosofar no consistirá ya en hacer averiguaciones
sobre el todo del mundo, considerado como objeto, ni siquiera se
resumirá ya en estudiar el principio de todo, sino que habrá pasado
a ser sinónimo de pensar «en fimcióri del todo», como quien hace
operar al pensamiento en modo total, es decir, en el modo de la
universalidad, o lo que es lo mismo, de manera conceptual.
La originalidad que se atribuye habitualmente a Sócrates, re
lacionada con el desplaiamiento que provoca en el pensamiento,
que bascula de un ámbito a otro, y que es en efecto su más visible .
operación (haber pasado de las cuestiones físicas a las cuestiones
morales); ha de colSprenderse a su vez, por consiguiente, en ese
mismo sentido. Pero ¿no conocería así la razón su prim er desen
canto? Carente ya del ím petu juvenil, o de la ingenua esperanza, o
aun de la saludable ilusión de poder echar mano, de im golpe, al
todo de las cosas, como con tanta audacia se propusieron los pri
m eros pensadores, Sócrates convertirá en lo sucesivo al «todo» no
ya en una cierta «cosa» (el agua, el aire, lo indefinido, efcétera),
sino en una norman no pudiendo ya sustentarlo en las cosas, lo vuel
ve sobre el discurso. Lo trueca en una condición interna, lo trans
form a en norm a capaz a u n tiempo de fijar su v^idez (universal)
y conferirle operátividad (conceptual). Al hacerio, al aprender a
pensar «en función del todo», o lo qüe es lo mismo, universalmen
te, Sócrates relega al olvido el sueño de expresar en una palabra la
64
verdad total y forma (o fuerza) al pensam iento en el duro camino
de.su rigor.
Los griegos extraerán de aquí el siguiente concepto capital, que
no volverá ya a ser puesto en cuestión: la elevación del pensamiento
se confunde con el acceso a la universalidad. Este es incluso el gesto
primero de la filosofía (y como tal queda descrito por Aristóteles en
el comienzo de su Metafísica, A, 1): en el comienzo (es decir, en el es
tadio inferior) la sensación es siempre individual (pertenece al rei
no de la hekasíon), se halla sujeta al aquí y ahora. Aristóteles lo deja
caer de pasada, como quien habla de algo evidente, pero con esta
mención aboca al pensamiento europeo a una elección de la que no
se desdirá: «Además," de las sensaciones (aisthesis), no consideramos
que ninguna sea sabiduría» (o «ciencia», sophiaY^. Dicho de otro
modo, la sophia consiste en abandonar lo singular de la sensación,
con lo que el saber queda definitivamente separado del sabor de
las cosas. Saber y sabor son efectivamente opuestos, como lo son lo
individual y lo universal. Y es que el sabor consiste precisamente en
el disfiiite inagotable de lo individual, al contrario de lo que ocurre
con el saber que se orienta hacia lo universal: el «saboreamiento»
ahonda en esta individualidad hasta perm itir que de ella emane la
pasajera unicidad infinita, mientras que el saber se construye ascé
ticamente sobre la renuncia a esa degustación. Esta es la razón de
que, al presentir en él a su opuesto irreductible, al más pertinaz, el
saber se haya cuidado de elevar el sabor a la categoría de noción
rival, capaz de abrir im a vía distinta, y se apresura a desviarse de su
camino.
Pues ¿de qué está hecha la «experiencia», en palabras de Aristóte
les? No de la inmersión en la singularidad presente de la sensación
vivida como algo inagotable, sino, al contrarío, de la superposición
de las sensaciones múltiples que se decantan en la memoria tras
su solapamiento, lo que, por consiguiente, nos indica de entrada
que deriva de una identidad hábilm ente extraída de lo diverso. En
último ténnino, el dominio dcl «arte» y del «saber» no se alcanzará
a su vez sino en el momento en el que, llevando esta lógica a su
65.
culminación, suija «de muchas observaciones experimentales una
noción universal sobre los casos semejantes» (la hupolepsis es el jui
cio que posee este carácter de universalidad). En efecto, «tener la
noción de que a Calias, afectado por tal enfermedad, le fue bien
tal remedio, y lo mismo á Sócrates y a otros muchos considerados
individualmente, es propio de la experiencia», pero «saber que fue
provechoso a todos los individuos de tal constitución, agrupados en
una misma clase y afectados por tal enfermedad», permite acceder
-p o r el hecho de que es la clase entera la que, por principio, apare
ce im plicada- a la universalidad de un saber que no es ya empírico,
sino «teórico»'''.
Es cierto que Aristóteles reconoce de buena gana que este saber
empírico puede ser superior, desde un punto de vista práctico, al sa
ber de orden m eram ente nocional y derivado del logos, y la razón se
debe efectivamente al hecho de que el primero es un conocimien
to de lo individual mientras que el segfundo lo es de lo xmiversal
(puesto que, en este sentido, constata razonablemente Aristóteles,
siempre se sana a xm individua a este hombre concreto, sea Calias
o Sócrates, y no al hom bre en general)..Esto no impide que, por lo
que hace a la calidad del saber en cuestión, el saber de lo universal
-q u e permite abandonar la simple constatación y establecer las cau
sas- sea definitivamente superior al otro. ¿No estaríamos aquí ante
una contradicción? No, al menos no en cuanto que, debido a la pri
macía que se concede a la xmiversalidad, Grecia optó efectivamente
por lo abstracto y lo especulativo, siempre con independencia de la
práctica y valorando ambas nociones (lo abstracto y lo especulativo)
en función de aquella (la práctica), incluso en el caso del pragmá
tico Aristóteles. La fórmula que utiliza es concluyente: «Creemos,
sin embargo, que el saber y el entender pertenecen más al arte que
a la experiencia, y consideramos más sabios a los conoced,ores del
arte que a los expertos, pensando que la sabiduría corresponde en
todos al saber. Y esto, porqüe unos saben la causa y los otros no»
(981a 25). ■ . ■
66
3.^ De aquí se siguen dos consecuencias que actúan en sentido
opuesto y que establecerán en lo sucesivo, en el caso del pensa
miento europeo, la problemática condición de la universalidad. Por
un lado, la universalidad es lo propio de la ciencia y es algo que
acompaña al carácter necesario de su enunciado. En efecto, la cien
cia, resalta Aristóteles, no se distingue de la opinión por la índole
verdadera o falsa de sus afirmaciones -puesto que también existen
opiniones verdaderas y puesto que el objeto de ambas, ciencia y opi
nión, puede ser el mismo-, sino por la naturaleza necesaria que
se asocia con las proposiciones que enuncia la primera: la opinión
juzga de modo contingente (esto es, bajo el prisma de aquello cuyo
ser puede ser distinto al que presenta) lo que la ciencia analiza pre-
cisjmiente como provisto de un ser que no admite ser de otra forma.
Y ello porque únicamente lo que no puede ser de otro modo es sus
ceptible de poseer definición y demostración (y si la ciencia tratara
de lo contingente, lo convertiría inmediatamente en necesario). De
aquí se sigue que el saber primero, fundador, es el de los axiomas,
puesto que éstos abarcan a priori la universalidad de los seres, y no
éste o aquel género particular, con exclusión del resto. AI enunciar
una verdad universal y necesaria, los axiomas no se aplican única
mente a todos los entes fenoménicos particulares, sin excepción al
guna, sino que remiten a la relación que mantiene el Ser consigo
mismo, concebido como Ser «en tanto que ser», en sentido absoluto
(ésa es la universalidad ejemplar del principio de no contradicción,
anterior a todos los axiomas universales puesto que es «incondicio
nal» y no representa sino la formulación negativa del principio de
identidad que constituye el fundamento del Ser -véase Aristóteles,
Metafísica, Gamma, 3-). Esta universalidad absoluta de los axiomas
depende, en definitiva, del hecho de que no son más que un análisis
de la idea de «ser»: la universalidad de lo lógico remite por tanto,
por lo que hace al pensamiento griego, al estadio de lo ontológico.
De ahí la cuestión que, toscamente, no resulta ya posible no plantear
se: ¿qué sucederá con su necesaria exigencia en unos pensamientos
que no se han guiado, como el de los griegos, en función del pliegue
dél Ser (y que por tanto no han concebido saber alguno sobre la
base de los axiomas)?
67
Tenemos por tanto planteado ya, en el pensamiento griego, el
carácter prescriptivo del imiversal que funda, más allá de las chatas
constataciones de orden general, el deber ser de la definición y de
la ciencia, y que hemos visto trasplantar a Kant, tal cual, del conoci
miento a las leyes de la moral. De este modo, la noción regresa con
todo su ím petu y se precisa así -tras adquirir de paso un espesor cul
tural- el interrogante que se suscitaba aJ principio; ¿no es acaso, ima
vez más, ese carácter axiomático lo que vemos, si no habitar, sí al
menos rondar la idealidad de los principios que hoy consideramos
universales? La cuestión, a través de Aristóteles, puede ser llevada
incluso un poco más allá, conduciéndonos al borde mismo del pre
cipicio, frente al abismo; de ahí que se haya vuelto inquietante hasta
el punto de no dejamos ya ni a sol ni a sombra. Pues es preciso tener
también en cuenta otra de las consecuencias que operan en sentido
contrario y a cuya paralela afirmación asistimos desde Aristóteles: si
no hay ciencia posible, o bgos, más que de lo universal, pues el logos
deviene el discurso de la ciencia, constatamos al mismo tiempo, y en
sentido opuesto, que sólo lo individual posee existencia efectiva: este
hombre o este árbol concretos que tengd ante mis ojos, este alguien
o este «esto» (todi^ véase Metafísica, Zeta, 12-15). Es este hombre en
particular al que sano y no al hombre en general. Tal es el dilema (y
el trauma) en el que vemos atrapado al pensamiento europeo tan
pronto como renuncia, junto con Aristóteles, a establecer con de
masiada facUidad im plano de las Ideas separado de lo Sensible y de
la opinión, plano al que encaramar lo universal y en el que podría
retirarse el Ser verdadero*®.
«La existencia está compuesta por individuos, mientras que la
ciencia trata de imiversales» (Existentia est ñiigularium, scientia est de
universalibus), se dice desde la época medieval, a modo de adagio,
a fin de constatar la contradicción. Por un lado tenemos aquello
que compone la existencia misma, o lo que constituye su realidad
íntima, en calidad de singularidades diversas; por otro, lo único «de
lo que trata», a distancia, la ciencia {de\o que trata: la relación es
Remito al lector a mi libro titulado SiparUr va sans dire, Seuil, 2006, capítu
lo 11.
68
extem a). ¿Qué abismo imposible de colm arse abre así entre ambos
polos? Y es que, por un lado -esto es cosa ya probada-, «la defini
ción es del universal y de la especie» {Metafísica, Zeta, 11), y p o r tanto
sólo de ellos habrá ciencia. Pero, simultáneamente, únicam ente el
individuo es real, sólo él es la esencia (al menos como esencia pri
m era): Sócrates, o Calías -este hom bre concreto-. Por el contrario,
«“el hombre" y “el caballo” y todo lo que de este m odo se aplica a
los individuos, pero universalmente, no es una substancia» (sino,
según precisa con prurito técnico Aristóteles, «un compuesto de tal
concepto y de tal materia considerada como universal», ibid.. Zeta,
10, 1035b 26-30). El «hombre» como concepto, pensado en senddo
universal, no es más que un atributo genérico, que se otorga des
de el exterior (abstractamente) y que no existe sino en calidad de
«accidente» a los ojos de tal o cual hom bre concreto. La cuestión
que así se plantea abre efectivamente un abismo en el pensamiento
europeo y en cierto modo ha foqado su destino. U na cuestión que
se vuelve nuestra por aplicación: cuando nos ocupamos p o r ejemplo
de los «derechos humanos» y los declaramos vmiversales, ¿seguimos
dependiendo de esa universalidad abstracta?
-69
VI
Primer encuentro de lo universal y lo común:
la ciudadanía romana se hace extensiva al imperio entero
1. Frente a este legado griego, así como ante las separaciones que
erige y la^ exclusiones que deja, ¿qué ha aportado Roma? A Roma
se atribuye, precisamente, por lo común, el mérito de haber mate
rializado en la esfera de lo «concreto», esto es en el ámbito de la
Historia y de las instituciones, aquella exigencia de universalidad
que había definido la filosofía. Pero ¿cómo hemos de entenderlo
exactamente si no queremos contentam os con recurrir con excesi
va complacencia a esas grandes y simplistas entidades binarias que
logran que la historia de las civilizaciones, vista de lejos, se asemeje a
una serie de concatenaciones previstas de antem ano (los griegos-ios
romanos, lo abstracto-lo concreto, etcétera)? En otras palabras, ¿qué
es lo que añade la época romana, más allá del desarrollo que expe
rimentará el cosmopolitismo durante el período medio del pensa
miento estoico (en autores como Panecio, Posidonio y, siguiendo su
estela. Cicerón), a esta cuestión de lo universal, bloqueada por su
contradicción con lo singular? ¿No es justam ente en Roma donde
comienza a abrirse paso una salida, gracias a la conjunción que se
esboza entre estos dos planos tan distintos y tiende a unirlos: el de
lo xmiversal (como noción formal) y el de lo com ún (como proyecto
político)? En efecto, en la expansión de la ciudadanía romana se
cruzan ambos por primera vez: su estatuto jurídico, por un lado,
que opera en fxindón del deber ser y no admite excepciones, define
una prescripción necesaria de validez universal; y por otro, el hecho
de compartir esa ciudadanía se extiende progresivamente hasta ha
cer de la «patria romana» im elemento común a todo el imperio, sin
más exclusiones. La importancia de Roma estriba por tanto en ha
ber reunido así ambas nociones, trabándolas en una misma ligazón
legal: la «ciudad» y el «mundo», la urbsy el orbis.
71
/■
Roma proporciona, por consiguiente, la primera experiencia,
por lo que hace a Europa, de una globalización que no se limita a
una uniformización circunstancial de las formas de vida (la toga,
las termas, el circo, los juegos, las arengas, etcétera), esto es, a una
imiformizadón que proceda inevitablemente de la mezcla de las po
blaciones y de la circulación, a tan vasta escala, de los bienes y las
ideas.'Con el estatuto del ciudadano romano se extiende, por encima
de la diversidad de los lugares, los pueblos, las costumbres y las reli
giones una misma forma institucional yjurídica. La ciudad mundial
de los estoicos no dejaba de ser un concepto de orden más moral
que propiam ente pqlítico, dado que se sustentaba sólo en la figura
del Sabio, en la apelación a la virtud y en la fusión con el cosmos. En
Roma, por el contrario, la «ciudadanía universal», la universa ávitas,
comienza a hacerse efectiva: por medio del derecho, lo universal
abandona la filosofifa y se extrae de su funda lógica para definir una
unidad de estatuto y de condición. Ahora bien, la difusión de ese
estatuto jurídico de la ciudadanía se efectúa poco a poco, a partir
de los municipios italianos, desde los últimos siglos de la república
hasta los primeros del Imperio, como consecuencia de im proceso
por el cual la atribución de tal condición deviene cada vez más vasta
gracias a im conjunto de decisiones de aplicación generalizada, has
ta alcanzar los más lejanos teiritorios: aqueUos que se hallan bordea
dos por el limes, que de este modo designa el fin del mundo habita
ble, o al menos asimilable. Con el edicto de Caracalla, promulgado
en el año 212, dicha ciudadam'a termina concediéndose a todos los
habitantes del Imperio, como si se estuviera atendiendo con ello a
una evolución necesaria. Terminan así de confluir, en esta forma
institucional de la ciudadanía romana,'y antes de que los sobresal
tos de las invasiones logren echarla abajo, la exigencia apriori de lo
uno (lo universal de la prescripción) y la extensividad de lo otro (lo
común de lo compartido).
72
nudo (últímamente lo ha hecho con talento Claudia Moatti*®) una
noción propiamente romana, desexclusiva, de lo común. Y es que los
éxitos militares no bastan para dar cuenta de esta prodigiosa exten
sión. Y la prueba nos la proporcionan los relatos sobre su fundación;
Roma encam a ab initio un espíritu de apertura que la opone ra
dicalmente al principio de comunidad restringida, e incluso feroz
mente excluyente, del que se enorgullecen las ciudades griegas. Si
los ciudadanos de Atenas no albergaban la m enor duda en cuanto
a su noble origen, puesto que se consideraban nacidos de la üerra
misma, «autóctonos», y presumían de su longevidad étnica, Roma
reconoce de buena gana, al contrario, no ser más que una «gavi
lla de extranjeros». Tanto si retrotraem os su fundación a Eneas, y
por consiguiente a T rop, como si juzgamos que fueron los griegos
quienes instituyeron la ciudad, o aun en el caso de que pensemos
que ésta debe su origen a los bárbaros, Roma admite sin dificultad
alguna (como dicta por otra parte el sentido común) que la wbs na
ció de la inmigración y conoció desde un principio el mestizaje; es
más, so capa de la historia de Rómulo y Remo, confiesa haber estado
poblada en xm comienzo por bandidos y esclavos fugitivos venidos a
buscar asilo en el Palatino. «Mezcla indistinta de hom bres libres y de
esclavos, en busca de novedad», dice de los primeros romanos Tito
livio (I, 8, 4-6). Ahora bien, en lugar de querer ocultar este origen
cuando menos dudoso, la historiografía rom ana ha hecho hincapié
en los aspectos benéficos de im a fundación tan mixta, gradas a la
cual consiguió desarrollarse Roma.
Nada debía por tanto lim itar la extensión de Roma, dado que
la condición romana no dependía, propiam ente hablando, ni de la
tierra ni de la sangre; desde el punto de vista de los romanos la iden
tidad de una ciudad no es en ningún caso de naturaleza étnica; lejos
de ser una tara, la mezcla de las poblaciones constituye a sus ojos
una aportación positiva. Del mismo modo, mientras los pensadores
griegos asociaban el consumado carácter civilizado de la ciudad a
su naturaleza limitada (en Aristóteles, la noción de teüdos, couio pri
m er predicado de la polis, vincula la idea de perfección a la finitud),
.7 3
r ■
los romanos no prevén por su parte ningún límite a su crecimiento.
A diferencia de las ciudades griegas, Roma descubre poseer, a través
de lo que no deja de ser su imperialismo, una vocación sincrética:
al absorber a tantos pueblos extranjeros, principalmente orientales,
contrarresta su juventud mediante su antigüedad y toma así el rele
vo de su edad caduca. El ideal que le reconocen quienes, ya en su
tiempo, se interesan p o r su asombroso destino, no consiste tanto en
haber tratado de conservar (lo identitario y lo específico; la pureza
de sangre, los cultos originales, una lengua ancestral...) como en
haber sabido integrar. Lo indígena acoge un elemento itinerante o
se apodera de él: en este sentido el rapto de las Sabinas ilustra a
sil m anera esta marcada tendencia a la adopción. Y lo que es más,
Roma no se jacta en absoluto de ser la primera, no reivindica en
modo alguno la originalidad de su pxmto de partida: su inaugura
ción, que favorece su expansión indefinida, recibe impulso, muy
al contrario, de lo que ha dado en llamarse, a fin de caracterizar la
«vía romana», su principio de «afiliación a lo secundario» (Rémi
Brague)“ . Sin mal entendida vergüenza, los romanos reconocen su
condición de descendientes, su no carácter de pioneros. Roma imi
ta, recibe, absorbe; adopta y adapta; se desarrolla, como su lengua,
por medio de sucesivas agregaciones. Y es que, antes que ver en
él una amenaza, Roma sabe que ese continuo aflujo la enriquece.
Pese a lo que a m enudo aparece como una hábil propaganda, a la
que contribuyen de buena gana sus períodos oratorios, forzoso es
reconocer que Roma funda su societas en u n vínculo nuevo: ya no de
naturaleza, cuya pureza sería obligado defender, es decir, no basado
ya en la segregación, sino en la «asociación» y^n una asociación, en
efecto, que desemboca en la instauración de un muiido común a
partir de tradiciones e ideales compartidos.
” Rémi Brague, Europe, la voie romaine, Criterion, 1992 [Europa, la vía romana,
trad. de Juan Miguel Palacios, Credos, Madrid 1995. (N. de bs Tj].
74
lejanos confínes sus límites. Para nosotros, su carácter ejemplar no
reside exclusivamente, en esta nueva época de globalización, en el
hecho de que su capacidad de integración permitiera la cohabita
ción, durante varios siglos, de tantos pueblos, razas, lenguas y cultos
diferentes. Roma nos ofrece sin duda la lección de un meltingpot^^
de éxito. Más instructivo resulta aún el hecho de que en último tér
mino supiera vincular lo uno con lo otro: que acertara a engarzar
esa extensión territorial y esa amplitud de civilización -m ediante
el expediente de favorecer lo común- en un estatuto legal único: el
de la ciudadanía romana, elemento fundador dé universalidad. La
cuestión pasa entonces a gravitar sobre el siguiente-punto: ¿cómo
hemos de com prender dicha universalidad en un marco que no
pertenezca al orden de lo filosófico sino que sea ya jurídico? Como
han mostrado algunos recientes trabajos (en particular los de Yan
Thomas**), sólo mediante xma construcción del derecho muy elabo
rada e incluso extrañcunente abstracta fue poáble llevar a cabo una
difusión semejante de la ciudadanía romana más allá de la propia
Roma, contrariamente a lo que con demasiada frecuencia se aduce
en relación con el espíritu «concreto» de los romanos.
75 . / •
tablecer en todas partes una patria legal (patria iuris) superpuesta a las
pertenencias locales; los habitantes de las ciudades exteriores a Roma
se veían de este modo investidos de la condición de ciudadanos roma
nos en idéntica medida que si hubieran residido en la misma Roma. A
consecuencia de esta casuística, se era romano aun permaneciendo en
la patria propia (local); y se seguía estando en la patria de luio cuando
se partía de viaje a Roma...
Adquiere así im riguroso sentido institucional la célebre distinción
que establece Cicerón y que conduce a yuxtaponer las dos patrias en vir
tud de la complementariedad de su principio (De kgibus, n, 5): habría así
una patria chica y otra grande, una patria «natural» y otra «ciudadana».
Como ya se predicara de Catón -«tusculano por el nacimiento, romano
por la ciudadanía»-, se posee a un tiempo ima patria geográfica y ima
patria jurídica: una es aquella en la que hemos «nacido», la otra es la
que nos ha «acogido». No obstante, esta última ha de prevalecer sobre
la primera hasta en nuestro afecto, puesto que el nombre de la «cosa
pública» deviene en su caso, como adelanta Qcerón, sinónhnp de una
«ciudadanía universal», civüas universa. Es por tanto en Roma, gracias
al derecho, donde la comunidad conúenza a univenaliiarse de forma po
sitiva: pues no sólo se extiende hasta el límite del espacio frecuentado,
sino que adquiere además un estatuto formal, racional, de principio,
capaz de fundar lo necesario y de prescribir la legalidad. No siendo ya
cuanto es romano algo dado, sino aquello que construye el vínculojurí
dico, «Roma» no es ya xma específica ciudad del mapa, sino la «segunda
madre del mimdo», parms mundi aüera (Plinio, Historia natural, XXXVn,
201-205), esto es, se transforma en un espacio único, abstraído de la geo
grafía y nacido dé una nueva consanguinidad: la de todos los ciudada
nos de las demás ciudades unidos por un mismo derecho cívico, que
los protege a todos por igual, en la civitas romana, devenida dudadanía
Tnaxima.
76
(lo extrae de su «inmanidad», immanita^^). Se disipa así definiti-
Vímente la separación griega entre helenos y bárbaros. Antes in
cluso de llegar a la distinción de las dos patrias, la local y la ju ríd i
ca, el De Ugibus planteaba lógicamente, como condición previa de
esa universalidad cívica, la unidad del «género humano» (l, 28-33).
No estamos ya ante im a noción conquistada en u n pasaje margi
nal, como en Platón, sino que el concepto ocupa ahora un lugar
central y reposa en el principio de la igualdad natural. La idea se
presta decididamente al carácter de universalidad que corresponde
a la definición; eleva al «hombre» al plano de lo abstracto: «Y, así,
cualquiera que sea la definición del hom bre, vale u n a para todos»
(lo cual, continúa G cerón, «es argum ento suficiente [para afirmar]
que ninguna desemejanza hay en el género; [pues si la hubiera] no
contendría a todos una definición», ibid.).
Q erto es que en la época en que habla Q cerón, la ciudadanía
romana apenas supera el marco de los municipios italianos; sin em
bargo, gracias al derecho, la universalidad lógica de la definición
del hombre, sea cual sea su contenido, lleva ya en sí, en calidad de
exigencia interna y pese a que aún haya de tardar varios siglos en
verse ratificado por la Historia, el principio de una ampliación del
ámbito de lo común: «Síguese, pues, que la naturaleza nos ha hecho
justos para participar el uno del otro y com unicar entre todos, luego
el derecho [nos] ha sido dado [como vínculo común]» (ibid.). El
derecho se ha convertido claramente, al menos en la cultura euro
pea, en el fimdamento estable del himianismo y en su reconocido,
garante. Y no hay duda de que éste, en las condiciones expuestas,
se constituyó en Roma, según lo e n c ^ a Cicerón, y no en Grecia.
Y sin embargo, sabemos que no debía reinar demasiado tiempo en
solitario. Pues no podía seguir ligado al destino de una ciudad que
se expandía sin límite bajo el auspicio de sus dioses protectores y
que difundía una representación del m undo. Es decir, habría de ser
incumbencia del apóstol Pablo -e n la misma época y en ese mismo
77
imperio, apelando no ya a la ley sino a la fe y subsumiendo todo es
tatuto en la óptica única de la salvación- manifestar la voluntad de
superar esa universalidad formal de los ciudadanos y sustituirla por
otra universalidad capaz de alcanzar, incluso en su más singular des
tino, la vida íntim a de sus súbditos; y sin necesidad de superponerse
ya a las pertenencias grupales, según reivindicaba la ciudadanía ci
ceroniana, sino aboliéndolas.
78
VII
Pablo y el proyecto de superación
de todo com unitarism o p o r m edio
del universalism o cristiano
. 79
tantas veces se ha dicho, porque las leyes, si las comparamos unas a
otras, sean diversas e incluso se contradigan; no solamente porque
estén inevitablemente abocadas a ese plural -d e ahí que hablemos
de las leyes, dado que han de repartir sus imperativos y especificar
sus condiciones-, sino sobre todo porque toda ley, por su principio,
por el régimen de obligación y retribución que instaura, impone un
modo prescriptívo de determinación que anula todos los demás, pri
vándose así de otras tantas modalidades posibles. So capa de abarcar
todos los casos, la ley nos encierra en una univocidad que es la de
la coacción y el requerimiento. Su régimen lógico es únicamente
el de la afirmación predicativa, y de ahí no sale. Además, a la ley
opone Pablo la «gracia», chatis-gracia es el nombre de aquello que
justam ente va más allá de todo predicado posible y que, al contrario
que la ley, adviene sin ser necesario-. La gracia desborda de golpe
toda la estrechez de los vínculos proyectados y su causación, y tien
de a señalar incluso su ilegitimidad original: de este modo abre un
horizonte nuevo a lo imiversal, un horizonte en el que nada hay ya
preconcebido de antemano.
En otras ocasiones, cuando Pablo hace referencia a una ley,
alude a esa «ley del espíritu», nomos pneumatikos, en la que el ré
gimen de lo obligatorio queda vencido por la gratuidad, a la que
Pablo da el nom bre de «amor» (agapé). «La caridad es [...] la ley
en su plenitud» (Romanos, 13, 10). Al «llenarla» por completo,
en sentido estricto (en tanto que pltróma nomou), la expulsa de
su imperio, pone fin a su validez. De aquí se deriva esta mutación
cruci¿: el «amor» es el nom bre de esa ley contra la ley, que no
es ya plural ni literal, y que, al deshacer la especificidad de las.
relaciones, convierte en algo absoluto, vivo (pues la «muerte» es
el repliegue en lo particular), lo que en común se comparte; de
ahí se sigue que el am or es portador de un vínculo que no es ya
formal, como en la ley, pero que incluye de antemano el destino
personal de todos los hombres, a los que alcanza en su intimidad.
Éstos se elevan p o r consiguiente, impulsados por esa unicidad de
80
Amor, al plano de sujetos universales, aunque no p o r ello dejen
de ser, todos y cada uno de ellos, por la individual ap ertu ra con
que se ofrecen a ese amor, únicos y singulares -ésa es justam ente
la principal aportación del cristianismo, que entrelazará en lo su
cesivo esos contrarios.
Y es que se aprecia claramente, en la raíz de las enseñanzas de
Pablo -com o fuente constante de su inspiración-, esta verdad pa
radójica: el enunciado menos creíble es por ese motivo accesible a
todos. Por un lado, es el que menos depende de unas justificaciones
que se ven invariablemente atrapadas en una red de nociones y de
argumentaciones partculares: el enunciado más inaudito es el más
emancipado. Por otro, ese enunciado, que es el más «descabellado»,
es también el más universalmente creíble, puesto que pone a todos
los hombres en pie de igualdad p o r su idéntica dificultad en creer: y
al pie también del mismo m uro de la fe -d el mismo escándalo de la
Cruz-. El hecho de que Jesús haya resucitado, extremo en el que se
resume la entera doctrina de Pablo, es el enunciado más expuesto
a la libre convicción de cada cual, dado que es el que menos puede
sostenerse en las contiguas verdades atrapadas en las construccio
nes de las distintas clases o culturas; opera como un elem ento que
abstrae al individuo -que lo vacía- de todo particularismo, que deja
espacio libre para una nueva condición desembarazada del legado
y las afiliaciones del pasado. Al obligar a rom per con el saber surgi
do de la repetición y de la experiencia anónim a (el de la «mortali
dad)»), obliga al mismo tiempo a desprenderse de esa generalidad
débil, qüe se atiene a lo constatable, y lanza la verdad a un plano
completamente diferente que corta manifiestamente los puentes
con la doxa. Obliga a la emancipación del régimen de adhesión or
dinaria, en gran medida pasiva, puesto que aparece desmigajada en
las diversas creencias y opiniones, para transformarla en acto de ad
hesión voluntario^detonante, y por consiguiente móvilizador, un
acto absolutamente idéntico -ú n ic o - para todos los creyentes.
81
de las maneras de toda pertenencia (del entorno, de la lengua, de
la comunidad); obliga de la más radical de las maneras a superar
todo desacuerdo (entre judíos y griegos, o entre-elegidos y exclui
dos, etcétera); y fuerza en último término a todo sujeto a vaciarse de
cualquier plenitud que potencie lo individual, ya sea por la opinión
o por la posición, para acceder así al despojamiento interior que
reclama la fe. A hora bien, si el mensaje cristíano alcanza a resultar
igualmente accesible a todos los hombres y éstos comprenden que
son uno, será sólo por medio de la fe, y no mediante las obras de
la ley (Romanos, 3, 27). La prim era operación, de desapego, puede
resumirse a su vez bajo un triple epígrafe. Y es que se hace preciso
tener en cuenta antes que nada este hecho fundamental: que, pese
a ser coetáneo de Cristo, Pablo no lo conoció. Me refiero a que no
lo conoció hum anam ente: no vivió ni habló con él, ni siquiera lle
gó a verlo nunca en persona. Para él. Cristo carece de rasgós con
cretos, de rostro, no presenta a sus ojos nada que sea anecdótico.
Separada de cuanto pueda resultar familiar, independizada de una
proxim idad física, de visu, y de su estancamiento en lo circimstan-
cial, la intim idad que Pablo mantiene con el Señor no encaja con
lo que nos refiere (y sin embargo, ¿qué podría ser de carácter más
particular que u n relato?): se trata, necesariamente, de una intimi
dad de u n orden distinto, como la que tendrán con Cristo todos los
hombres que después de Pablo se dirijan a él, de ima relación que
no puede trabarse más que en «espíritu».
82
economía de la Salvación, una economía que engloba todos los tiempos
en un solo acontecimiento. Libre de todo lo anecdótico, Pablo puede
elevar su mensaje a la categoría de esquema definitivo: el que habla de
la muerte vencida y del nuevo Adán. Nada biográfico, ni hagiográfico
siquiera, viene a sumergir en lo particular el enunciado de la increíble
verdad: ese mens^’e, sustraído de entrada a toda especificación, atrapa
al hombre en lo irreductible de su condición y se dirige a todos.
El segundo rasgo que libera a las enseñanzas paulinas del ancl:ye
humano en que se materializó Cristo y que constituyó su suelo mental
hay que buscarlo en el idioma. Cristo se expresaba en arameo (aunque
probablemente mantuviera contacto con medios griegos), Pablo habla
(y piensa) en griego: Pablo libera así al mens^’e cristiano de su verbo
nativo. Lo desliga de cuantas inflexiones y posibilidades propias contie
ne una lengua -toda lengua- y lo empuja a superarse sometiéndolo a
la prueba de la alteridad: lo llama a salir del entendimiento impb'cito
que ima lengua mántiene consigo misma y, por consiguiente, lo lleva
a desolidarizarse de su idiotismo. Ahora bien, Pablo no sólo traduce
ese mensaje y logra que la traducción, al transferir su contenido en
función de otras expectativas, tanto nocionales como sintácticas, rebase
las fronteras de la lengua de partida y se haga portadora de lo universal.
No sólo cambia algo más que la lengua, pues se desplaza a otra familia
lingüística (al pasar de la semítica a la indoeuropea). Más aún: al hablar
griego, Pablo conecta inmediatamente el mensaje evangélico con una
lengua ejercitada en abordar ese universal que es el logps de los griegos
liberado de su ganga mítica. No por coger abiertamente a contrapié a
la «sabiduría» helénica deja Pablo de beneficiarse de todo el trabajo
que ha realizado ésta para alumbrar xm plano abstracto, conceptual,
relativo a la singularidad del fenómeno y a lo empírico. La relación
que establece cón esa sabiduría eleva de golpe su enseñanza al plano
intelectual de la misma: de este modo vierte el mensaje de una secta,
como las muchas que existían en aquella época -un mensaje, por lo
demás, más o menos taumatúrgico-, en la lengua entrenada en articu
lar las limitaciones racionales de la verdad. Esto equivale a decir que a
pesar de que la célebre escena del Areópago (es decir, de los diálogos
que mantiene Pablo con los filósofos de Atenas) sea falsa y pinte un
retablo excesivamente simple, no por ello deja de tener en parte una
83 /
justificación. Al confluir con el griego y su exigencia, el mensaje cris
tiano cambia de matiz: no solamente obtiene el beneficio de la lengua
más extendida de un extremo al otro del mundo romano (lengua que
actuará como vehículo y favorecerá de ese modo su difusión), sino que
hallará igualmente en él la posibilidad -que allana su comprensión (y
de la que ya había disfrutado la Septuaginta**)- de explotar la lengua
de la filosofía.
La tercera forma de desapego que muestran las enseñanzas de Pablo
respecto de sus condiciones y limitaciones de origen es, como corolario
de las dos anteriores, la de su propio esfuerzo, la de su continuo comba
te; el fruto de una vida. No es ya una abstracción precisamente (es decir,
absü:acción respecto de la historia de Cristo y su lengua), sino más bien
ima extiracción: una extracción que Pablo efectúa poco a poco, puesto
que es tan difícil de propiciar y resulta tan peligrosa, y que saca a las en
señanzas fuera de la comunidad judía y de su ley (pese a que e}judais
mo helenístico al que pertenecen le hubiera precedido en cierto modo
en esa conciencia de ser vehículo de una misión universal). Y es que
dondequiei-a que vaya, íablo no puede comenzar su prédica sino en la
sinagoga; siendo judío, empieza por dirigijrse a los judíos. Sin embargo,
sus enseñanzas determinarán posteriormente el estallido de ese marco
(las más de las veces le expulsarán de él):.en efecto, Pablo es consciente
del peligro que entraña todo cuanto viniera a anclar la Buena Nueva
en un espacio comunitario que bloquee su despliegue imiversal; o del
riesgo inherente al hecho de que toda comunidad contiene en su seno
elementos de comimitarismo (esto es, de exclusivismo). La interrogan
te que inevitablemente surgirá entre Pedrp y Pablo cuando éste llegue
al fin ajerusalén es sin duda ésto; ¿en qué medida ha de seguir siendo la
nueva doctrina dependiente del medio que la ha recibido? Ahora bien,
Pablo no tiene la menor intención de rebajar en nada los planteamien-
“ Antigua Biblia judía griega de Alejandría, conocida como la Biblia de los Lxx
en alusión al número de los sabios que supuestamente compendiaron los dispersos
textos sagrados hebreos -y.que en realidad es resultado de un redondeo, porque
parece ser que hubo setenta: y ¿os compiladores-. Se trata de la. colección más
antigua e importante de textos sagrados judíos y constituye una de las principales
fuentes del Antiguo Testamento cristiano. (N. de los T.)
84
tos que sustentan su postura: contra la idea, sostenida por los discípulos
dé Jerusalén, de que Cristo ha venido a cumplir la ley pero no a invali
darla, Pablo sostiene, con criterio opuesto, que la ruptura que la venida
de Cristo introduce en la Historia anula las demarcaciones anteriores,
o peor aún, las vuelve insignificantes. Dicho de otro modo: el hecho
de que la nueva verdad sea inevitablemente tributaria de xma tradición
(«del judío primeramente y también del griego». Romanos, 2, 9), no
impide que la universalidad a la que da acceso desligue al hombre de
toda pertenencia.
85
Pablo lo sostiene así, en contra del parecer de Pedro, a fin de dina
mitar toda medida de exclusión con la que el comunitarismo judío
pudiera tratar de desmarcarse (eso es lo que sucede con motivo de
la disputa de Antíoquía en relación con la cuestión de las comidas
compartidas con los gentiles; Gálatas, 2,11). O si deja vigentes algu
nas divisiones en el orden de lo temporal, entre hom bre y mujer,
amo y esclavo, al menos las deroga ante Dios: ninguna categoría
volverá a poseer el monopolio de la Alianza o contará siquiera con
relación privilegiada en ella.
86
hombres. La resurrección de Cristo (su victoria sobre la muerte) es
el ácontecimiento puro, absoluto, liberado de todo lo anecdótico
(aunque no po r eÜo simbólico), el acontecimiento que subsume
en sí todos los demás. Éstos, en efecto, nos son indiferentes, ya no
al modo en que lo quiere el estoicismo, puesto que abrazan una
necesidad causal que se nos escapa, sino porque no hay ya más que
u n único acontecimiento relevante -u n acontecimiento sin causa,
concedido en virtud de la gracia, a modo de «don» (Romanos, 3,
23)-, un acontecimiento que, tan pronto se tiene fe en él, lo cambia
todo. Este acontecimiento debe su alcance universal al doble hecho
de que en él se deshacen todas las historias positivas y de que, al
abarcar todo espacio y todo tiempo, im pone preem píricam ente a
toda la humanidad, como en efecto exige el concepto de lo univer
sal, la necesidad de algo que en lo sucesivo se reduce a una misma
condición que disuelve las demás: la -ú n ic a - de ser hijos de Dios e
igualmente depositarios de la promesa de la resurrección.
Tengamos por consiguiente en cuenta tanto lo uno como lo
otro: tanto el hecho de que la única consistencia de que es capaz
el hombre deriva de su completa dependencia respecto de un Dios
único e igual para todos; y, p o r otro lado, de la circunstancia de que
un mismo Acontecimiento, otorgado por Dios y proclamado por su
Hijo, sea el único elemento constituyente de la historia humana.
De aquí se desprende el completo vaciado del sujeto cristiano, que
por su naturaleza no posee ya nada propio: ese sujeto liberado de
toda determinación especificativa que le afecte en sí mismo es el más
radicalmente abierto a la universalidad. El sujeto romano, en tanto
que siyeto poseedor de derechos, era u n siyeto pleno, anclado en
determinaciones naturales (de nacimiento, de origen, de rango, de
familia, etcétera) a las que no tenía la m enor intención de renun
ciar, y ál mismo tiempo venía a superponerse a ellas la u n iv e rsid a d
formál de su civitas. Sin embargo, el sujeto paulino ha evacuado de
sí toda otra determinación que no sea el acontecimiento crísüco y
su filiación a Dios: la u n iv e rsid a d que le es propia no es en su caso
un añadido con las características de un atributo adicional, sino que
resulta de la igual desnudez -nulidad sin Dios- de lo que para él
no es ya efectivamente una naturaleza propiam ente dicha (puesto
87
y
que se ha perdido), sino sólo una Espera (o llamamiento) inscrita
desde el inicio de los tiempos como destino colectivo. Todo hombre
es eternam ente esa misma forma vacía que sólo colma Dios. Ahora
bien, únicamente esa identidad negativa -h u eca- es capaz de barrer
_¿e_un golpe las diferencias y hacer que los hombres sean idénticos
unos a otros: sólo lo vacío es absolutamente idéntico (al vacío)...
De aquí se sigue que el cristianismo ha modificado profunda
m ente la figura de lo universal: éste experimenta bajo su influjo una
mutación que no sólo le descubre u n nuevo porvenir sino que le
vincula paradójicamente con lo singular del Acontecimiento. En lu
gar de oponerse a lo individual, al hekaston, como imperativamente
lo construye la razón griega, hete aquí que en lo sucesivo habrá de
conjugarse con esa individualidad en la persona de Cristo -es decir,
de Dios hecho hombre que se encama-. Por un lado, éste es el Logos
preexistente, «anterior a todos los siglos», el Logos que parti¿ipa en
todo cuanto es propio a lo absoluto divino;, pero, por otro lado, se
trata de un Verbo hecho carne, que «puso su Morada entre noso
tros» (Juan, 1,14). Cristo vivió, padeció y sufiió como todos los hom
bres, vivió la experiencia de las distintas fedades de la vida. Después
de Pablo (de Justino mártir a Ireneo de Lyon, a Orígenes, al Agustín
de los comentarios a san Juan, etcétera), las enseñarlas de los pa
dres de la Iglesia se centran claramente en asociar ambos extremos:
la encam ación de Dios en la historia humana, del nacimiento a la
resurrección de Cristo, es la inscripción de un Amor imiversal en el
seno de esa singularidad. Al disolver, más que resolver, la contradic
ción entre ambos polos, Cristo ha conferido a la salvación el aspecto
de una reconciliación lógica, y a esto ciertamente ha debido el cris^
tianismo, en parte, su capacidad de conversión. Al menos en los te
rrenos propios de la filosofía. Con sus brazos extendidos, a imagen
de su crucifixión, «hizo retom ar a Dios a los dos pueblos dispersos
en los confines del mundo». «Sin embargo, en el centro había una
única cabeza rectora, a fin de mostrar que no existe más que un solo
Dios, por encima de todos, en medio de todos y en todos» (Ireneo
de Lyon, Contra los herpes, V, 17,4). ,
88
4. Demasiado bien sabemos que, desde entonces, esta figura de
lo universal concreto ha pasado del ámbito religioso a la esfera de la
interpretación europea de la Historia - a la que en último término
se suma Hcgel; en los grandes hombres, cada uno en su época, al ser
los órganos del espíritu sustancial de su tiempo, se realiza por tanto,
e invariablemente, «la verdadera relación del individuo con la sus
tancia universal»-*®. Por un lado, «lo universal que han realizado lo
han obtenido de sí mismos», como hom bres que se afanan y luchan
en su fuero interno por materializar con su esfuerzo, día a día, su
ambidosp proyecto; pero, por otro, «no se han inventado» e sa ^ m -'
presa que se proponen, diríase que impulsada p o r un interés egoís
ta, puesto que «existía desde el principio de los tiempos», en el Es
píritu aún no revelado, pese a que gracias a ellos se realice y «se vea
honrada». El paradigma crístíco aparece aquí prácticamente sin
velo alguno: como ha sabido p oner personalm ente en marcha, me
diante su esforzada acción, esa nueva figura de lo imiversal, pese a
que apenas se alce aún por encima de la confusión y de los particu
larismos de la época, el gran hombre es aquel p o r cuyo medio la idea
de la Salvación se ha convertido en Progreso. De este modo, al con
vertirse su individualidad en la del Concepto, que p o r medio de él
descubre la vía singular de su desarrollo, no le quedaba ya a la civili
zación europea -que alcanza su apogeo gracias al probado éxito de
la cieiicia- más que designar a su gusto, y para el resto del mundo,
algunas figuras de esa encamación: en efecto, no tenía más que vol
car esa vocación de vmiversaiidad -secularizándola y dando con ella
nombre a su m odernidad-en nuevos candidatos.
Ya la Iglesia, de concepción «romana», había entrelazado lo uno
y lo otro, lo universal y lo común, como hiciera la propia Roma: al
denominarse «católica», es decir al apropiarse del concepto lógico
de lo tmiversal (el katholoude los griegos), había mostrado que aque
llo que no pasa de ser, históricamente (esto es, en términos empíri
cos), una comunidad o «asamblea» particular, una «iglesia» {eccle-
89
sia es el conjunto de los bautizados), podía atribuirse la misión de
exportar al m undo entero, mediante conversiones forzosas y rara
vez de grado, la verdad absoluta -previa a toda diversidad huma
na puesto que a todos atañe y trasciende todas las épocas- que se
adjudica. Proceso del que Pablo -el apóstol de las naciones que
funda incesantemente comunidades y trabaja por la difusión de la
Buena Nueva «hasta el último confín de la tierra» a fin de abrir a
todos los hombres el camino de la Salvación- es sin duda promotor.
Pero ¿a qué extremos no ha llegado la Iglesia en tal sentido? Y es
que, enfrentada a las diferencias culturales, frente a la resistencia
de los demás cultos y las otras creencias, la Propaganda de la Fe
que la Iglesia triunfante ha asimaido como cometido histórico no
se ha contentado ya con expandir indefinidamente su mensaje: lo
ha convertido decididam ente en algo inconciliable y, al entregarse
de ese modo a la apasionada erradicación de todo otro concepto,
entendido como vestigio de «superstición», ha terminado por re
cubrir su imiversalismo de ese exclusivismo que amenaza a todo lo
común.
Ahora bien, no es posible explicar así el inmenso éxito histórico
del cristianismo, a lo largo de tantos siglos. Para hacerlo hemos de
considerar además el juicioso modo en que ha sacado partido de
esa operación: es decir, hemos de tener en cuenta que su mensaje
soteriológico, común a tantas sectas; ha reconocido y denunciado
su propio carácter de «locura», ya en el mismo Pablo, respecto de
la exigencia que agudiza la razón, con lo que el único modo en
que podía salvarse a sí mismo era ese montaje -y forzamiento- de
lo universal que se desconecta por completo de la divenidad de las
experiencias y las opiniones y monopoliza dé ese modo el credo al
anularlos a todos por igual. Después, a partir de la Iglesia de Bossuet
y de su Discours sur l’histoire univenéUe, donde lo universal une de
forma decisiva, a mi juicio, lo que tiene, en cuanto a la extensión,
de alcance planetario con lo prescriptívo de la Verdad, conciliando
la historia profana con la Historia sagrada, esa vocación decidida a
conducir a la hum anidad en marcha se ha visto transferida, más allá
de la función hegeliana del gran hombre y por declinación sistemá-
tipa de los posibles, no ya a una religión sino a un pueblo (una vez
90
más en Hegel); o a una clase (en el caso de Marx); o incluso a una
civilización, la suya -la «occidental»-: de donde resulta que dicha
vocación habría sido la única capaz de encamare! desarrollo necesa
rio de la Razón y albergaría así en su seno el impulso de unos valores
universales destinados a la hum anidad entera.
31
vm
¿Se plantean otras culturas
la cuestión de lo universal?
93
observamos en u n corte transversal, resiUtan cuando menos hete
rogéneas.
Y cabe incluso preguntarse lo siguiente: ¿es realmente posible,
hablando con propiedad, confeccionar una historia de este proce
so? Porque ¿cuál es el vínculo que hemos de suponer entre los tres
retazos, por no hablar más que de ellos, que responden a esas presio
nes, unas presiones provistas en cada caso de una lógica propia? ¿El
vínculo de la exigencia del logos, surgido para atender la necesidad
de las determinaciones propias de la ciencia, o el de la constitución
jurídica de la «doble ciudadanía» nacida para satisfacer los reque
rimientos de la expansión romana, o el de la invitación apostólica
que insta a superar toda divergencia humana y viene motivada por
la vocación única de quienes se conciben como «hijos de Dios»...?
¿En qué medida estas distintas secuencias tienen alguna posibiHdad
de coordinarse, o de encontrarse siquiera? ¿Podemos constatar algo
más que el hecho de que linden unas con otras y se superpongan, o,
como mucho, se apuntalen? No hay aquí, evidentemente, material
suficiente con el que confeccionar una «historia» -n o hay más que
amontonamiento y concentración de exigencias p o r superposición
de capas y estratificación de los respectivos empujes.
No por ello deja de ser cierto que el pensamiento de lo univer
sal ha aprovechado este apilamiento que afianza cada vez más sus
cimientos. Al hundirse en terrenos tan diversos, ha logrado, bajo
esta presión, el efecto que produciría una peana, un pedestal so
bre el que los constructos de la filosofía han erigido posteriormente
-aunque fingiendo hacerlo sobre una «tabla rasa»- ese pensamien
to universal. Su trascendencia se vio así subterráneamente incre
mentada gracias a todos los estratos superados. Hasta el pim to de
que ha consegmdo ocultar su ambigüedad original bajo todas esas
capas de unanimidad, logrando que veamos que la razón clásica, tan
preocupada, por principio, de la cuestión del fundamento, detiene
justamente al llegar, a ella su fundamentación. Más aún, pese a su
factura heterogénea, lo universal resulta de este modo elevado a
la categoría de clave d e bóveda y aspiración única. ¿O debiéramos
decir, mejor que pese a ella, por causa suya? Y es que este artefacto
ck placas superpuestas, constituido por laminillas, resulta ser de na-
94
turaleza convergente. Por insistir una vez más en estos tres planos:
la.elevación al concepto, bajo el empuje del hgos, ha convertido a
este univerSíd en el fin de la abstracción e incluso de la labor del
pensamiento; igual que la ampliación del derecho, impulsada por
la expansión política del imperio romano, ha significado el fin de la
comunidad; del mismo modo que el vaciamiento de todo sujeto que
responda a la llamada de Dios constituye el destino del alma y el fin
de toda humanidad, etcétera.
Ahora bien, me pregunto si la ideología europea no habrá nacido,
en parte d menos, de ese efecto óptico: de esos planos sucesivos, de
empuje diverso y sin relación recíproca, pero alineados no obstante
en virtud de lo universal. No pretendo decir que ese universal haya
sido causa de su disposición, y menos aún que pudiera ser él quien
los ordenara y reuniera, pero sí que lo universal es aquello mediante
lo cual esos heterogéneos planos (filosófico/político/religioso) de
ja n traslucir una perspectiva siquiera sea mínimamente común, ya
que les proporciona un punto de unión inestimable, situado en el
horizonte, a falta de mayor imbricación y entrelazamiento. Porque
¿en qué otro lugar encontraríamos, dado que el contexto ideológi
co europeo tiende tan poco a vertebrarse en to m o a un centro, una
articulación de planos tan diversos que pudiera conferirles cierta
cohesión, o al menos una mínima coherencia? De ahí ese estatuto
de punto de mira con que se prevale lo universal en el pensamiento
europeo, que le permite atribuirse el origen de todo ideal -¿deja
acaso que subsista algún otro?-, y que no deja de obsesionar a la
conciencia moderna, en su búsqueda de una continua encamación.
Exigencia ya, inevitablemente global y por ello mismo irreprochable
que nos hace olvidar su carácter local y que está a pim to de adquirir
alcance planetario en nuestros días, puesto que no sólo ha quedado
definitivamente hipostasiada sino que impone su deber ser tanto en
el ámbito de los valores como en el del conocimiento: es ella, prin
cipalmente, la que ha ordenado en función de un mismo pliegue la
necesidad de la Razón y el devenir de la Historia, haciendo así de su
triunfo la consumación del género humano.
En el umbral de la época moderna, un cuadro como el de la Ado
ración del Cordero Místico de los hermanos Van Eyck, nos proporciona
95
ya una imagen de esta teleología de lo universal que monopoliza la
representación y la satura. En los dos extremos superiores del políp-
tico, Adán y Eva se dirigen hacia nosotros, no ya abrumados por el
pecado original, sino arrancados a la historia humana, desnudos y
engrandecidos, magnificados incluso y promovidos al plano sublime
de la divinidad, pues son portadores del destino de la humanidad
entera tal como se nos prometió en la Salación” . Del mismo modo,
frente a la Virgen representada no como simple mediadora, sino
como reina de los cielos coronada de estrellas, Juan Bautista alza la
mano para dar fe de la Trinidad total, es decir, no se contenta ya con
señalar con el índice, como de costumbre, para indicar únicamente
la venida de Cristo, Lo mismo ocurre con lá figura central del Se
ñor, que domina majestuosamente la escena con su atavío pontifical
y en el que se supeq 3onen-k»-«ímbolos crístícos y los del Antiguo
Testamento a fin de encam ar en una única figura al Todopodero
so. Cada una de las individualidades retratadas remite por tanto de
forma sistemática a la misma universalidad del mensaje, abstraída
de la Historia y de carácter definitivo. Y todo esto se predica igual
mente de los paneles inferiores: bajo la paloma y el resplandor del
arco iris que ilumina lajerusalén celeste convergen, procedentes de
los cuatro extremos de la tierra en dirección a la Fuente de vida y
el altar del Cordero, «uma muchedumbre inmensa [...] de toda na
ción, razas, pueblos y lenguas» (Apocalipsis, 7,9). Estas legiones de
bienaventurados son de la más explícita diversidad, una divenidad
que alcanza incluso a los personajes secundarios: Virgilio se mez
cla con los patriarcas y parecería distinguirse al fondo un sombrero
chino. Sin embargo, todas esas figuras participan igualmente de la
beatitud de un paraíso en el que el délo, ño oponiéndose p a la
tierra, se desdobla en estos dos registros superpuestos: formando así
una visión imívoca a la que ya nada se sustrae y en la que se extiende
de punta a punta del horizonte, y como conclusión de los tiempos
96
-subsumiendo a priori todo en sí-, una percepción última que es
también concepto e incluso imaginación definitivos.
Por la forma en que hace confluir toda cultura y todo pensa
miento en tom o a la revelación de una misma verdad, p o r el m odo
en que somete a una misma exigencia a todo credo y a toda espe
ranza, será fácil percibir en el retablo de los Van Eyck u n a especie
de primera apoteosis de la idea de universalidad. Desde luego, no
le resulta difícil a la iconografía mostrar -llevando estas tablas al
laboratorio- la mulüplicidad de capas y de partes retocadas, hasta
determinar que el conjunto actual es un m ontaje que resulta más
, «de una ingeniosa deposición de elementos heterogéneos que de
un proyecto preconcebido y unificado»®. A lo largo de todo su aná
lisis, Panofisky insiste en esta contingencia. Pero, precisamente, ¿no
ha sucedido lo mismo con la idea de universalidad? ¿Acaso no ha
sido nunca una noción preconcebida y predeterm inada? También
sobre ella se h a estratificado lo diverso, no h a dejado de superpo
nerse lo heterogéneo, e incluso lo heteróclito. Sin embargo, como
en el caso del retablo de los Van Eyck, no se percibe aposteriori sino
el efecto de absolutízadón y de alineamiento que abre una perspec
tiva única y relega al olvido toda esa mezcolanza.
No consigo seguir disimulando el malestar que experim ento
cada vez que contemplo el políptico de los herm anos Van Eyck.
Malestar ideológico, entiéndase, aunque no hay placer estético que
pueda contrarrestarlo (puesto que el arte de la representación está
a su vez abocado a la saturación -am bos van de la m ano-), así que
debo precisar inmediatamente que esa incom odidad no se debe a
los motivos religiosos que hemos evocado. Lo decepcionante es esa
monopolización a priori de lo pensable que atraviesa todos los mo
tivos y cada im a de las imágenes, u n a monopolización que sofoca
toda eventuahdad bajo el manto de la universalidad y de ese m odo
bloquea el devenir y subsmne al mismo tiempo todo lo posible. En
este panorama de la Verdad, toda vibración de la indefinición que
da ahogada desde el principio. Al menos todo esto servirá para que
en lo sucesivo, fi-ente a esta pintura, resulte imposible no plantearse
97 ^
como mínimo dos preguntas. En prim er lugar, ¿ha podido consta
tarse, en las otras culturas, una aspiración análoga? (En otras pala
bras: ¿se encuentra en ellas algún, equivalente al Cordero Místico})
Lo que nos devuelve a la interrogante de partida: ¿la preocupación
por.Jo universal es a su vez universal? ¿O se trataría más bien de un
fantasma teórico, aunque sea eminentemente productivo, que sólo
ha foqádo Occidente, -y que sería por tanto asombrosamente sin
gular-?
Y también: ¿han tratado igualmente otras culturas de proyectar
sus valores sobre el resto del mundo, argumentando que se trata de
nociones universales, con idea de trasponer al globo su punto de vis
ta? ¿O han considerado esos valores, por el contrario, como elemen
tos que les son particulares, bien porque no piensan en lo universal,
bien porque les satisface su singularidad? Esto me Ueva a sugerir esta
otra cuestión que, más allá de unas cuantas incursiones apresuradas
por los territorios de otras civilizaciones, es la que realmente me
interesa: ¿no podría concebirse entonces -p ero cómo- otra moda
lidad de universalidad humana? Una modalidad que no. sólo des
confíe de todo mensaje, por bien intencionado que sea, sino que se
niegue igualmente al vertical dominio del sentido e incluso a toda
lógica de convergencia y adhesión: la que conviene precisamente a
im universal que no trate de saturar las posibilidades, sino que actúe,
por el contrario, como un desaturador, que reabra la eventualidad de
la carencia en toda formación-institución positiva e introduzca de
este modo en ellas la inquietud de su legitimidad, remitiendo así a
una azarosa lejanía huidiza el emperezado consuelo de la clausura
indagatoria.
98
otro lado, la figura que encam a el arriesgado Ulises? Esto es, ¿no
estaremos obligados a «buscar en otra parte», a ir en pos de otras
culturas, a explorar sus recursos intelectuales, a interrogar sus tra
diciones y conceptos, cosa que, a fin de cuentas, no deja de recor
dar el sentido originario de k voz teóricóí En efecto, antes de que
este término sirviera para expresar únicamente la contemplación
del espíritu y la predilección p o r lo especulativo, se denom inaban
«teorías» a las misiones y viajes realizados en el extranjero. En el
propio H erodoto (I, 30) se lee ya la atribución a Solón del nombre
de «filósofo» -y posiblemente sea aquí la prim era vez que encon
tramos la palabra- debido a que viaja para descubrir el mundo: «ya
que como filósofo has recorrido muchas tierras para contemplar el
mimdo» (theóries heineken)^. Sin embargo, desde entonces la filoso
fía ha renegado de esos orígenes: se ha quedado en casa, ha dejado
de aventurarse, mira con malos ojos este trabajo de información, y
lo juzga impuro.
Ahora bien, creo que en lo sucesivo el pensamiento no podrá
seguir rehuyendo esta necesidad; que tras un período de retraimien
to -ta n largo que le ha inducido a encerrarse (dogmáticamente, o
mejor, endogámicamente) en su propia historia y filiación- se vuel
ve a ver forzado a aquel destino viíy'ero. Y no por simple curiosidad
y prurito comparativo; ni para desplegar su saber e incluso desbor
darlo; ni por una mezcla de buena conciencia y buena voluntad; ni
porque otras culturas reivindiquen hoy su originalidad de forma
cada vez más ruidosa, etcétera. Lo que lo impulsa son sin duda los
límites internos que descubre hoy en el ejercicio de su propia activi
dad y que lo obligan a reconsiderar la imiversalidad que invoca:
porque al desarrollar sus propias opciones, y a pesar de que no deje
de replanteárselas y de volver a trab^'ar en ellas, de criticarlas -lo
que, por consiguiente, hace que él mismo m ute-, el pensamiento
europeo sigue encontrándose atrapado en ciertas configuraciones
de lo pensable que, por ello mismo, cierran él paso a otras; y porque
no puede por tanto concebir ÚJiicamenCe a partir de sí mismo, pese a
• Véanse Los nueve libros de la historia, 2 vols., traA j pról. de María Rosa lida.
Lumen, Barcelona 1981. (N. de los T.)
.99
todos esos nuevos despliegues a los que no deja de entregarse con
tantísima pasión, ese otro lugar posible del pensamiento.
Y es que mientras permanezcamos en el ámbito de lo legado por
el pensamiento griego, será imposible no plantearse el asunto del
estatuto filosófico de lo universal: es cosa que se impone al entendi
miento en calidad de cuestión lógica; se trata de un paso obligado
de toda teoría del conocimiento. Basta para probarlo lo que descu
brimos, muy cerca de Europa, en la tradición árabe. No es sólo que
ésta retome el debate abierto por Platón, Aristóteles y sus comenta
ristas, sino que, como también sabemos, dicha tradición conduce
la disputa de los universales a nuevos desarrollos, desarrollos que la
escolástica no dejará de hacer suyos, foijando así, en la penumbra,
las cuestiones y los conceptos que pondrá después luminosamente
en marcha la filosofía europea de la época clásica.
100
Por el contrario, si abandonamos la lógica árabe y volvemos la
atención hacia la religión islámica, ¿no vemos inm ediatam ente sur
gir, en lo tocante a lo universal, mía cierta limitación, o posterga
ción? O digámoslo de otro modo: ¿no se observa im interés menor?
En cualquier caso, es obligado constatar que si ios pensadores del
islam han senüdo desde luego pasión p o r la lógica griega no habría
ocurrido lo mismo con la ética; al menos, el cotejo que realiza la
Edad Media europea entre la moral aristotélica y el monoteísmo,
por el que se promueve la asimilación del Bien o la Felicidad supre
mos a la visión de la esencia divina -base sobre ía que el tomismo
construirá su universal-, no ha pasado entre los pensadores árabes,
según nos dicen, del mero esbozo*'. A hora bien, la cuestión -u n a
vez instalado el paradigma cristiano- no consiste tanto en saber si lo
universa] sigue siendo el valor supremo que reúne en su esfera la tch
talidad de la historia humana y le pone fin (pues, como es evidente,
el islam permanece aún sujeto a los efectos de ese paradigma, tanto
por su noción estrictamente unitaria de la divinidad como por la
escena ñnal del Juicio que atañe a la hum anidad entera), sino que
la pregunta es más bien esta otra: ¿podemos decir que también la
prédica religiosa del islam se ha concebido en función de lo univer
sal, es decir, llevada por su exigencia y con vistas a propagarla? ¿O es
que los diversos datos, de orden étnico, lingüístico, jurídico, etcéte
ra, traspasan el mensaje y por tanto se m antienen y lo singidarizan
por derecho propio, no sólo sin remordimientos sino sin siquiera
una leve sombra de lo que a nuestros ojos parecería señalar una li
mitación -y digo bien a «nuestros» ojos, esto es, en el ámbito de la
ideología universalista contemporánea?
Véase por ejemplo Jean-Oaude Vadet, Les Idees morales de l ’islam, PUF, 1995.
Agradezco muy especialmente a Frantois Dérochc las inestimables indicaciones
que rae ha proporcionado sobre el particular.
101
redacta en griego), la despreocupación por la lengua de partida, en
el caso del islam, no ha sido consumada, y ésta -la lengua- conserva
incontestablemente su carácter de idioma: la Nueva de la Revelación
no ha sido traída ni se ha desarrollado en una lengua distinta a la de
su predicación inicial. Pese a que más tarde los árabes hayan traduci
do abundantemente a los griegos, el mensaje religioso sigue estando
en árabe y no parece que en este sentido haya nada que pueda venir
a inquietarlo: no ha de asumir desde el primer momento la prueba
unlversalizante de la traducción; más aún, los primeros versículos del
Corán, sistemátícamente recogidos en la oración cotidiana, sólo pue
den recitarse en árabe. Por otro lado, el islam sigue vinculado a la
, idea del profeta, y ésta se halla a su vez asociada con la noción de un
pueblo y por consiguiente de un elemento particular. El profeta es
de su tribu. Es cierto que dicho profeta está habitualmentc llamado
a mostrar su disidencia respecto de lo que aquélla mantenga, a fin de
que resulte más fácil reconocerlo en su condición de tal y pueda así re
gresar después triunfante, como el mismo Mahoma. Pero no por ello
deja de ser cierto que todas las naciones han tenido, tienen y tendrán
su profeta, pues tan señaladas verdades sólo pueden pronunciarse en
la lengua.de los interesados. Por el contrario, la naturaleza divina de
Jesús, que le hace indistintamente hombre y Dios (condición que en
último término le niega el islam), se halla inscrita en el corazón del
dogma cristiano y aparta deliberadamente a Cristo del linaje de los
profetas, separándolo abruptamente de toda pertenencia étnica, ade
mán d^ conferir de inicio a su enseñanza una universalidad que, por
su trascendencia, supera inconmensurablemente toda perspectiva y
restricción humanas.
Y en cuanto a la doctrina religiosa propiamente dicha, veo en lo que
nos indican los islamólogos al menos dos razones de peso que llevan al
islam a desarrollar una menor preocupación por lo universal. La primera
es la importancia del acatamiento a la sunna, esto es a los usos consagra
dos por el profeta y los primeros representantes de la cornunidad. De
este modo, hacer el bien no sería algo concebido de forma nocional (y
sabemos que la moral islámica siente, ima notable fobia hada la abstrac
ción), sino qué consistiría en ajustarse del más estricto modo posible
_ a ejemplos iguahnente venerables, dado que la ciencia de lo religioso
102
termina por confundirse con la de la tradición: hasta los más menudos
■• detalles de la existencia, a cualquier hora del día, encuentran en la sun-
naim modelo a seguir, consignado por losjuristas, pues estajuridicidad
parte invariablemente de lo particular y deduce por analogía, en cada
caso, la conducta a observar. La ley no tiene, por tanto, una esencia
puramente moral; también ella es un saber positivo, desarrollado hasta
en los gestos más fáciles -que no obstante son cruciales para la retribu
ción de la salvación-: si dicha ley exige por igual que se la ame y se la
quiera por sí misma, como xm valiosísimo recuerdo del más precioso
legado, no puede tener por ello el carácter imiversalizante del amor,
que es indiferente _alo particular y tiende a incluirlo todo en el seno de
una aspiración común (sabemos, además, que los místicos, en el islam,
los mismos que tanto interés suscitan en Europa, nunca dejarán de re
sultar en esa religión un tanto sospechosos). En efecto, la obediencia
es necesariamente puntual y está construida a base de distingos, y no
se entiende sino en forma detallada, elemento tras elemento, mientras
que el amor (a lo que se reduce toda la enseñanza de Cristo; Dios es
amor) disuelve lógicamente todo lo particular y lo fimde en un movi
miento de igualdad, de no diferenciación, que lo arrastra y lo anula a
un tiempo.
La otra restricción que el islam aporta a lo universal guardaría rela
ción con la prioridad que se concede a la comunidad, de la que sabe
mos que, por principio, tiene dos caras: una que tiende a compartir,
pero también otra proclive a la exclusión. En efecto, por un lado, el
doble hecho de que el deber comunitario se considere la exigencia
principal que atañe a la sunna, y de que, por consiguiente, los actos
sólo tengan valor en fimdón de ese espíritu comunitario al que se reve
rencia como si se tratara de una norma aplicable a todo, coloca a esa
comunidad (urna) en el centro de la conciencia islámica. Ahora bien,
por otro lado, esa misma comunidad es, en el islam, la que funda el
profeta sobre la base de unas instituciones que, en su ingenua simplici
dad, son a un tiempo religiosas, morales y políticas; se trata por tanto
de la comunidad de la única nación de la tierra a la que se haya conce
dido el privilegio de la sunna, razón por la que se espera sü triunfo; de
■la comunidad que se funda en un pacto de solidaridad (waláya) que, al
imir al hombre a Dios y excluir toda creencia al margen de ésa, es tam-
103
bién el acuerdo al que se llega en el campo de batalla y que ya hemos
visto animar la guerra santa, aunque no por ello se proponga ésta el
objetivo de la conversión.
104
la ley moral de una única necesidad racional, autofundante; la de
la lógica-proceder que habría encontrado en Kant su p u nto culmi
nante-. Ya lo sospechábamos en términos generales, teniendo en
cuenta esta doxa que hoy emana irrem ediablemente de una infor
mación que ha adquirido alcance mundial, pero se hace im portante
precisarlo a fin de asumir su dimensión histórica: ¿no estaríamos
aquí ante una radicalización propia del pensamiento europeo en
su afán de depurar a la moral de todo cuanto no derive únicamente
de la exigencia de universalidad, elevada no sólo a la categoría de
absoluto conceptual, sino también conductual -es decir, depurán
dola de todo cuanto guarde relación con la etnia, el sexo, la edad,
el nacimiento, la condición social, la tradición, etcétera-? El caso de
la India, que nos ofrece, en este sentido, si así querem os verlo, un
paralelismo, expone de forma aún más patente ese carácter excep
cional de Europa por el grado en que destaca, en todo universalis
mo lógico y del más manifiesto de los modos, la planificación social
y los ideales que implica.
105
¿Alcanza esa investígación a probar que sus antiguos filósofos hubieran
convertido la abstracción conceptual en el punto de partida de su pen
samiento, como sucede en el caso de Aristóteles? Pese a las transposi
ciones y solapamientos posibles, ¿podemos afirmar que sus respectivas
reflexiones se hayan realizado «nfunción de la misma exigencia? Y es
que sabemos que en la India la ligazón con el mundo no ha perdido
su carácter de tal, que no podemos contemplar su caso con perspectiva
y que en ese país no/se ha desarrollado ninguna cesura entre lo inte
ligible y lo sensible: ¿qué nprgen queda, por tanto, entre la percepción
y la Revelación, para el despliegue del concepto? Madeleine Biardeau
nos recuerda muy pertinentemente esta importante distinción: la no
ción de universal y de necesidad lógica puede fiallamos en el instante
mismo en que estemos manejándola; así han podido desarrollarse en
la India unos sistemas conceptuales particularmente complejos que no
tienen ya carácter mítico -sin que se tenga por ello una idea exí)lícita y
determinada de lo que es un concepto ni del poder que éste tiene para
actuar (y legislar) sobre las cosas“ .
Sabemos por el contrario, sin impugnación posible, que el sistema
de castas bloquea en'la India toda imiversalidad ética. Y es que es im
posible no tener en cuenta antes que nada la existencia de esas cuatro
clases o «colores» que componen la sociedad india, esto es, la presencia
de la clase de los brahmanes, consagrada a las funciones sacerdotales,
guardiana de la cultura «brahmánica» y por ello mismo del orden so
cial, pasando por la de los príncipes y guerreros (ksairiya), sin olvidar la
de los agricultores y comerciantes (vaisya), para desembocar en la de los
escalones inferiores, obediente a las demás, sin participación ya en los
ritos y mantenida al margen de toda perspectiva de Revelación {sudra;
por no hablar de los «descastados», qué deambulan, en la firontera entre
lo humano y lo no humano, ni de las mujeres, puesto que reencarnar
s e en mujer, incluso en una familia brahmánica, sigue siendo-todavía
una forma de expiación). No se trata sólo de que sea una estructura
Jiereditana y ñtualmcnte jerárquica; la fundamental es que instaura
unas divergencias qué en principio son estancas y al mismo tiempo pri-
106
mordíales, y que además fragmentan el pensamiento moral en función
- ■de otros tantos estodos diferentes, dado que se identifica al individuo
mismo con su función social y que éste no existe sino a través de ella. En
una aldea, la tradición dicta que existan dos pozos, uno para los puros,
y otro para los impuros. No hay concepto ni ideal que pueda trascender
esas pertenencias: el dharma, en tanto que orden global, socio-cósmico,
afín a lo establecido en las primeras cosmogonías, consiste en el res
peto de esa inexorable repartición -<le esa repetición-, y no puede ser
el mismo en cada uno de los grupos: éstos sirven de marco de identifi
cación -y no únicamente de especificación- para toda elaboración de
valores’^
Ahora bien, ¿cabe concluir que el intento de eludir esta partición
fimcional y su compartimentadón significa echar a andar por la senda
de un universal? Y es que evidentemente existe en la India, según se
nos replica, y fundamentalmente entre los brahmanes, una aspiración
inversa: aquella que consiste en buscar lo Absoluto -no encontrando
ya satisfactorios los valores del mundo y rechazando los ritos- fuera del
grupo social, en escapar al engranaje de las vicisitudes, de las muertes
y los renacimientos, y de alcanzar la reabsorción en lo indiferenciado
(brahman), accediendo de ese modo a la «liberación». Queda sin embar
go sin explicar, en primer término, que esa liberación no se entiende
sino en el marco de las clases, o vama, superiores, y más particularmen
te en la de los brahmanes. Por otro lado, en el momento en que el «re
nunciante», o sannyasin, se separa del grupo, acto individual donde los
haya, no lo hace para mejor afirmar su individualidad, sino, al contrario,
para aboliría: al abandonar el mimdo deja al mismo tiempo atrás todo
cuanto contribuía a alimentar un ígó a fin de fusionarlo con lo Absolu
to. Desaparece así también lo universal, puesto que se desvanece toda
determinación singular con la que el individuo pudiera mantener una
tensión y que lo abocara a trabajar, y sin ella no puede por tanto existir,
dado que incluso toda conciencia se diluye a medida que se aproxima la
liberación. En ese estadio no hay ya espacio para la constitución de un
^ Q u i e r o a g r a d e c e r a q u í la a y u d a q u e h e r e c ib id o , p r i n c i p a l m e n t e d e M a d c le i-
n e B ia r d e a u y F ra n g o is C h e n e t, a u to r e s a m b o s q u e m e h a n o f r e c id o v a lio sís im a s
in d ic a c io n e s s o b r e e l p a r tic u la r.
107
plan ideal de tipo alguno en el que poder proyectar lo universal, no hay
espado siquiera para ninguna totalización o absolutización del sentido
(puesto que a partir de ese momento la vida no tiene ya «sentido»): ra
zón por la que este modo de pensar se diferencia radicalmente, en defi
nitiva, del políptico de los Van Eyck. Y razón que nos lleva, igualmente a
recordar que lo universal no es pertinente o no se entiende sino como
operador del deber ser: que no apunta a una renunciación, sino a una
superación (de las limitaciones y restricciones singulares); que no está
al servido de ima reabsorción o confusión, sino de una promoción:
promoción de esencia, de justificación, de legalidad.
108
este modo, lo universal contiene en sí, como una exigencia intrín
seca, la premisa de tener que exportarse para asumir su deb er ser,
y no deja en ningún mom ento de buscar nuevos conversos; todo
no reconocimiento de sus premisas le parece xma puesta en cues-
tíón intolerable de su adecuado fundam ento. Esa es justam ente la
historia de Europa.
109
V ■
que unifique desde fuera una multiplicidad ideológica dispersa. No
tienen necesidad de foijarse un punto de tensión convergente, a
un tiempo justificador y capaz de trascender su disparidad. En otras
palabras, no tienen necesidad de plantearse la cuestión de lo imiversal,
aJ menos al margen de los tecnicismos necesarios para la configura
ción lógica de sus conocimientos.
Con todo, ¿sabremos recelar algún día lo suficiente de ese hege
lianismo fácil y constantemente renovado en el pensamiento euro
peo que cede invariablemente a la tentación de no introducir una
por una las demás culturas más que a manera de orla o adorno en
el destino de la singular Europa y confirmar así ventajosamente su
carácter de excepción? ¿Acaso no prospera ese mismo hegelianismo
sobre la base de la ilusión surgida de la distancia, que nos induce a
descuidar en otros lugares, por ignorancia, las mutaciones internas
y las distintas diversidades? ¿O ¿no cabría encontrar en esto, efecti
vamente -com o algo discemible ya de lejos y con facultad de crear
criterio-, una heterogeneidad diferente en lo tocante a la constitu
ción interna de las diversas culturas, no representando Europa, en
esta escala de medición, otra cosa que un caso extremo? Por lo que
hace a lo universal, me veo obligado a volver a la hipótesis esbozada;
Europa se ha visto tanto más en la perentoria necesidad de valorar lo
universal cuanto que ella misma se ha constituido a partir de presio
nes diversas, sin demasiada re k d ó n entre ellas, presiones que aún
siguen sujetas a su recíproca tensión. O, por volver a esa interrogan
te que a través del caso del islam o la IndÜa ha permitido que resalte
con mayor nitidez, por contraste, en qué grado se nos impone: ¿qué
vínculo hay que suponer por tanto, retrospectivamente, entre estas.
tres nociones dispares, por no ceñimos sino a ellas -las del concepn
to griego, la ciudadanía romana y la salvación cristiana-? Al haber
nacido dichas exigencias de un horizonte y irnos planos diferentes
(ñlosófico/político/religioso), los cuales, a su vez, no sólo muestran
un solapamiento mínimo sino que han tendido incluso, y cada vez
con más fuerza, a adquirir autonomía propia, únicam entela idea de
lo universal, que cada una de ellas reivindica a su propio m odo -d e
ahí la ambigüedad que caracteriza a esta idea-, cruzaría esas líneas
de fuerza en recíproca tensión que se hallan en el seno de la cultura
110
europea, y sólo ella podría descubrir la posibilidad de una intersec
ción o una reconciliación. No pudiendo estos tres planteam ientos
fundirse e integrarse en una concepción común (ni siquiera el to
mismo lo ha logrado), ¿no encuentran acaso en esa noción de lo
universal un punto de convergencia y de concordancia?
Hay por tanto materia con la que prolongar la hipótesis que ha
bíamos adelantado: lo universal (el del plano cultural, esto es, el
de los valores), ¿no viene a pensarse únicamente cuando la unidad
ideológica de una cultura se debilita demasiado y precisa construir
ese punto de tensión o de focalización ideal -form a extenuada de
su trascendencia- para ponerle remedio? De este modo, al no haber
tenido la Edad Media europea necesidad de prom over lo universal
más allá del ámbito de su lógica, dado que el ascendiente del cristia
nismo se reveló capaz de asegurar su cohesión tanto en la esfera reli
giosa como en la moral y en la política, vemos resurgir con renovado
vigor la cuestión de lo universal en la época moderna: y ello porque
dicha cuestión, por su recelo del cristianismo y no buscándole o no
encontrándole sustituto, se experim enta en situaciones de falta de
integración ideológica y no descubre sino en ese peligroso punto
de su pensamiento, de promoción-postulación, cómo restablecer
una cierta cohesión -u n a «falta» (de integración ideológica) que
debe entenderse a su vez, en mi opinión, no tanto como un defecto
sino como una negatividad fecunda, habida cuenta de cómo ha pre
cipitado su historia.
111
V •
pensados de tener que plantearse la cuestión de lo universal. En uno
de ellos, la universalidad cultural cae por su propio peso, mientras
que en el otro la idea resulta incongruente. Japón no se interesa en
ella porque él mismo se complace en su localismo y lo reivindica:
apela a su insularidad, a su clima, a sus terremotos, a sus estrechas
llanuras y a sus accidentadas costas {fudoh, yamato, etcétera). Tierra
protegida p o r los dioses, marginal, de singular desüno. Lejos de
m erm ar su sentim iento de adhesión interna, de verse obligado a
reconocer su dependencia c u ltiu ^ respecto del inmenso vecino,
el Japón reactiva esa conciencia identitaria mediante una confron
tación continua. Desde el punto de vista de los propios japoneses,
Japón es una cultura de lo singular; la cuestión de lo imiversal no
Ies dice nada.
Por el contrario, lo que China ve extenderse más allá de sus gran
des ríos y sus vastas planicies no son sino peldaños de su imperio,
no contempla ningún límite, salvo el mar: a tal punto se conqbe a sí
misma como una cultura de lo global que simplemente lo juzga de
entrada una evidencia dada; y no tiene la m enor necesidad de pro
ducir un concepto de universal para reivindicarlo. El espacio que
ella misma se atribuye es nada menos que todo cuanto se halla «Bajo
el cielo» (tian xia), lo que se despliega «en el interior de los cuatro
mares», es decir, lo que alcanza hasta el confín del mundo; su sobe
rano extiende su poder a la totalidad del género humano. «El Hijo
del Cielo no tiene igual», dicen de él, nadie se le asemeja; afirman
incluso que, «entre los cuatro mares nadie puede acogerlo según el
rito de la hospitalidad», puesto que todo cuanto hay «bajo la bóveda
celeste» es «su hogar»jy que «no hay para él punto exterior alguno al
que poder ir» (Xunzi, cap. «Jimzi», comienzo). De este modo, «sean
cuales sean las fronteras que atraviese, los países a que vaya», «no es
posible decir que viaje a ellos, puesto que en todas partes tiene su
hogar»... • . •
112
(bo retomado más tarde como pu) significa «lo que no sabna encontrar
. • límites» o lo «indefinidamente difundido»; es decir, no pretende aludir,
propiamente hablando, al deber ser, pero tampoco imagina reservas
para lo que atestigua. Mediante la hipérbole de la fórmula se expresa,
no la invocación de una necesidad, sino la no sospecha de una alteridad
(o exterioridad) posible. En efecto, no permitiéndose ningún verbo sa
grado y no reivindicando por tanto ningún Mensaje, no fundándose en
ningún Gran Relato, la China antigua no se considera predestinada, ni
privilegiada siquiera; es sólo la única civilización que (re)conoce, pues
a sus.ojos todo cuanto la rodea no ha logrado acceder aún a ella, al no
haberse vuelto china todavía.
Y es que en tomo a los «principados del centro» que la constituyen
(zhong gao) y que se reparten, ocupando cada uno su casilla, según los
cuatro puntos cardinales -al Este, al Sur, al Oeste y al Norte- se encuen
tran otros tantos pueblos y tribus diversos (los yi, los man, los rong, los
di), cada uno de ellos provisto de sus particulares costumbres: o bien no '
se anudan los cabellos, o se tatúan el cuerpo, o no cocinan sus alimen
tos, o no se visten sino con pieles, o no comen cereales, o habitan en
cavernas, etcétera {Liji, «Wangzhi», l, 1). Ahora bien, y esto es aún más
importante, lo que los distingue por todos los conceptos de los chinos y
los deja en ese estado, fijándolos en dicha fase predvilizada, es el hecho
de que carezcan de ritos. Ahora bien, los «ritos* (üX según los entienden
los chinos, no son coto exclusivo de im pueblo lú de una casta, sino que
representan las normas de conducta que «canalizan» los deseos y ligan
el empeño interior con las formas refinadas del comportamiento: como
tales extienden su imperio de un extremo al otro de nuestra actividad,
desde la esfera de lo sacrificial hasta la de la urbanidad, pasando por el
protocolo cortesano y las reglas del decoro (una vez más se borran aquí
nuestras distinciones europeas entre lo religioso, lo político y lo moral).
Dado que convienen a toda circunstancia de la vida y que se adaptan a
todos los escalones de la jerarquía social, tienen por consiguiente vali
dez «global» como garantía de regulación del mundo, y su adopción no
plantea ninguna restricción: los demás pueblos, aún no civilizados, no
están sino a la espera de esa aculturación. Mencio (m, A, 4); «He oído
decir que, al recurrir a la civilización china, se cambiaba la índole de los
bárbaros, pero no lo contrario». Y ya el Maestro (Ck)nfucio), decepcio
na
nado sin duda un día por el escaso éxito de su enseñanza y proponién
dose, no sin ironía, ir a vivir con los bárbaros del Este, había replicado
a quienes objetaban su intención: por rudos y primitivos que éstos sean,
«¿lo seguirían siendo si un solo hombre de bien» -un ser civilizado, un
gmtleman, un caballero- «diera en establecerse entre ellos»? {Analectas,
K, 13).
114
De uno y otro lado, el recorrido de las diferencias adquiere tal
amplitud, se extiende por tan vasto espacio, que permite hablar de
la unidad humana. Así lo expresa Confiicio: «Los hombres se hallan
próximos por su naturaleza (xing), pero se alejan unos de otros por
la práctica» (x^ Analectas, XVn, 2). Lo que se corresponde exacta
m ente con lo que dice Cicerón {De legibus, I, 29) al oponer la natu
ra al pliegue de las «costumbres», consuetudines, y al desarrollar la
misma idea de una vocación del hom bre arraigada en el orden del
m undo y capaz de contribuir a promoverlo. Sin embargo, mientras
en Occidente, el cristianismo ha ocultado ese humanismo de la ci
vilización al abrir abruptamente el horizonte hum ano a lo absoluto
del Mensaje y al xmiversalismo de un plan de Dios (el de la Salva
ción), en China, por el contrario, ese humanismo no se ha visto
perturbado por ninguna Revelación (ni siquiera por el budismo,
importado de la India): no conoce más Relato que el de su propia
historia y ha podido superar los siglos, hasta finales del XIX (esto
es, hasta la enérgica irrupción de O ccidente), sin inquietud alguna
-e l m undo entero, moral y físico a un tiempo (aquí no se disocian
ambas facetas) obedece a su vez a imas «reglas constantes» que son
intrínsecamente suyas (Mencio, VI, A, 6, en u n a cita tom ada del
Classiqtie des poémes; véase también Cicerón, De finibus, passim)-. De
este modo, la humanidad no forma de m anera natural más que una
única comunidad cuya única vocación no es otra que la de cultivar
esa humanidad misma («alianza de todo el género humano», dice
Q cerón; o, como sostiene Confucio: «Entre los cuatro mares, todos
los hombres son hermanos», Analectas, xn, 5).
Se comprende entonces que los chinos, al igual que los latinos,
hayan mostrado una notable falta de pasión p o r un universal de
carácter puram ente lógico: y es que, ¿por qué habrían tenido que
abandonar la experiencia para fundar en otro plano -e l de las esen
cias- la universalidad que su civilización, gracias a su propio empuje,
había hecho ya surgir por sí misma? Y a im agen de esa perspectiva
civilizadora, la operación de conocimiento consiste también, en Clii-
na, en pasar de lo «local» a lo «global» {yi qu/da li, Xunzi, «Jie bi»,
comienzo): en no dejarse obsesionar por una «arista» o un aspecto
parcial de las cosas, a fin de abrazarlas a todas en conjunto. Y es que
115
una vez establecidas las distinciones de género y de especie útiles
para las clasificaciones eruditas, los chinos no vieron interés alguno
en proseguir ese examen para extraer de la multiplicidad de lo di
verso una unidad ideal capaz de fundar una necesidad de principio;
sin embargo, a lo que sí aspiran es a proceder al despliegue de su
visión de l i cosas para hacerla coextensiva, difundiéndola tan lejos
como sea posible, tanto en el espacio como en el tiempo: «Sentado
en su salón», el sabio «lo ve todo, hasta los cuatro mares»; «conoce el
encadenamiento causal y la trama del Qelo y de la Tierra y rige los
diez mil seres», etcétera (ibid.). Para alcanzar ese estadio, no hay nin
guna necesidad de una ascesis intelectual que renuncie a lo sensible
y se eleve al plano de la abstracción teórica; lo preciso, en cambio,'es
en prim er término propiciar la disponibilidad de la mente «vacián
dola», «concentrándola» y «apaciguándola»: pues sólo en un estado
libre de estorbos, no disperso y no alterado puede ésta reflejar es
pontáneam ente la configuración de las cosas y conocer «igualmen
te» -sin nuevas recaídas en la «parcialidad»- todo lo existente.
116
too, de la «vía» o el «camino», en tanto que pensamiento de la viabilidad
de las cosas y de su fiuicionamiento integrado, es justamente lo que
bloquea el desarrollo de la abstracción. Y es que la unidad inherente al
too es la que recorre y permite comunicar desde el interior la multiplici
dad de las cosas y las situaciones (y no puede por tanto entenderse sino
desde la amplia perspectiva de esta comprensión; véanse las Analectas,
IV, 15), y no la que se habría erigido en forma unitaria de la represen
tación (como universalidad del concepto). Éste es el motivo de que
la ambición se mantenga aquí en el ámbito de la gestión del mundo,
como obra civilizadora, y que no pase a convertirse en un puro proyecto
de conocimiento: mundo de eruditos funcionarios -guan, «función», es
lo que en China se concluye- y no de filósofos.
117
N. •
EX
¿Hay nociones universales?
Estatuto ideal de un universal cultural
119
que implican un deber ser: es preciso plantear, de forma no condi
ciona], y sin que tengamos siquiera que verificarlo, esta necesidadr
universalidad de principio; una necesidad-universalidad que posea
carácter axiomático. De no hacerlo así correríamos el riesgo de po
ner en peligro toda comunicación y comprensión entre los hombres,
lo que significa que podríamos hacer peligrar a toda la humanidad.
En vista de todo lo que implica este debate, que no es únicamente
filosófico sino también, y en medida mucho más amplia, moral y po
lítico (abandonar esta posición universalista, ¿no obliga a abismarse
inmediatamente en el relativismo, que no es sólo invariablemente
inconsecuente consigo mismo sino también aberrante desde el pun
to de vista ideológico, al desembocar en el neocolonialismo o en co
sas aún peores?), parecerá preferible zanjar de entrada la cuestión
con una respuesta afirmativa. Parecerá preferible incluso detener
aquí la polémica; instaurar ima medida o cláusula de salvaguarda
(del hum anismo) m ediante la fijación de este tope a la especulación
aventurada: cerremos la obra, por ser, como se había anjundado,
impracticable, y atengámonos a esa prescripción.. . .
Y además, ¿a qué asidero nos aferraríamos para abordar el asun
to si quisiéramos hacer caso omiso de estas advertencias? Y es que,
¿cómo podríamos introducir siquiera uña mínima reflexividad en
lo tocante a estas cuestiones cuando pensamos justamente a partir
de ellas, a su través, o en el hondón de su ser mismo, cuando respec
to a ellas apenas hay entre nosotros los hombres distancia que nos
separe? Ahora bien, aquí es precisamente, en mi opinión, donde
la sinología puede proporcionamos un punto de apoyo único. En
efecto, la sinología nos brinda un punto de vista con la exteriori
dad requerida -cuyas condiciones repetiré aquí una vez más, aun
asombrándome de que no se hayan vuelto irremediablemente más
conspicuas; o lo que es lo mismo: sorprendiéndome de que ese uso
metódico de las ideas chinas no haya socavado más el autoinducido
coxifort de la filosofía-. Y es que los pensamientos de China y Europa
se han desarrollado durante mucho tiempo en relación de mutua
independencia, puesto que sus respectivos mimdos no sé comimica-
ban (como no fuese de modo extremadamente indirecto, vinculado
a Los artículos materiales, a través de la Ruta de la seda): de hecho
120
ambos se ignoraron hasta el siglo XVI (época en que desembarcan
en China las primeras misiones evangelizadoras, que tendrán no
obstante una influencia escasa), lo que significa que, para la gran
mayoría de la población, el recíproco desconocimiento se mantuvo
hasta el siglo XIX (con la apertura impuesta de los puertos chinos y
el comienzo de una occidentalización forzosa). Por un lado, las dos
lenguas, la europea y la china, son correspondientem ente extrañas
- a diferencia de la de la India que entra en comunicación con Eu
ropa a través del indoeuropeo (en griego y en sánscrito se encuen
tran las mismas raíces y categorías gramaticales)-; y p o r otro, no es
posible hallar entre .ambos mundos la m enor sospecha de relación
histórica ya sea por efecto de una recíproca influencia ya sea como
consecuencia siquiera de alguna contaminación - a diferencia en
este caso de los mundos islámico o hebraico que mantuvieron un
continuo intercambio cultural con lo que term inaría siendo Eurcv-
pa: el Corán incorpora a su ser ajesús como profeta y la Edad Media
europea recuperará a Aristóteles en las traducciones árabes.
Al mismo tiempo, sin embargo. China es un m undo cuyo pen
samiento posee un desarrollo, una cultura textual, una explicitud
y una red de comentarios tan complejos como los que conocemos
en Europa: la relación de ambos orbes podrá ser p o r tanto igual y
simétrica (a diferencia de la disimetría en que operan los antropó
logos, que abordan en sus estudios el análisis de unas poblaciones
que han permanecido aisladas, que no han desarrollado escritura
¿ g u n a y que czirecen prácticamente de historia). China, en suma,
se constituye en un objeto de experimentación ideal porque se halla
en estado puro, o no sujeto a suspicacias, y esto nos perm ite poner a
prueba la universalidad de las nociones «básicas» que consideramos
indubitables y po r medio de las cuales pensamos, o no podemos no
pensar -aun estando dispuestos a volver después sobre ellas para
ponerlas en telia de juicio y criticarlas, pero sin imaginaren ningún
caso que nos pudiéramos desprender realmente de las mismas-; no
ciones por tanto a las que, por nuestro planteam iento, concedemos
de entrada categoría de «universales».
121
Retomemos pues, para extraer de ello una lección, a las nociones
que ya he tenido ocasión de abordar en mi trab^'o. Consideremos en tal
sentido la noción de «ser» a partir de la cual resulta haber pensado ini
cialmente Europa, desde los tiempos de los griegos (desde Homero).
«Ser» o «no ser» (to be ornot to be) constituye en ese contexto la alternati
va lógica, y también dramática, por excelencia; del mismo modo que la
oposición entre el Ser y el devenir (einai/^grusthai) constimye en dicho
pensamiento la línea divisoria de la que surge el desarrollo de la ontolo-
gía, vía real de la filosofía. Ahora bien, al tiempo que nos resulta impo
sible pensar al margen de ese pliegue del Ser (pues nuestro pensamien
to se articula en él), somos conscientes de que el ser se dice «en varios
sentidos», aunque principalmente en los enunciados de existencia («él
es») o de predicación (ser tal o cual, o de deteraiinada forma y manera).
¿Convergen dichos sentidos en una misma unidad {pros hen, como se ha
venido sosteniendo desde Aristóteles hasta Lesniewski) o conservan un
carácter completamente ajeno el uno al otro, lo que en este aspecto re
sulta fuente de confusión? (Russell: es una «desgracia que la r ^ hiuna-
na» haya elegido emplear la misma voz «ser» para dos usos tan distintos
como la predicación y la identidad®*.) Ahora bien, ésta es precisamente
la cuestión: ¿estamos efectivamente aquí ante un asimto concerniente a
la «raza humana» o no se tratará más bien de im planteamiento griego
que «nosotros», en Europa, hemos heredado? El chino clásico, por su
parte, expresa por separado el «hay» (you) o el «en tanto que» (wá) o la
«existencia-subsistencia» (cun), y conoce igualmente la fundón de la có
pula (ye). Pero no dice (no piensa) el Ser en sentido absoluto {haplós,
dice Aristóteles): el ser como «género», esto es el ser del que todos los
demás géneros han de participar para ser dichos como «entes» (así lo
sostiene ya Platón en el Sofista); o el ser «en tanto que ser» (on he on),
concepto cuyo estudio asume, desde Aristóteles, una cienda; la filosofía.
El pensamiento chino no ha podido plantear, o mejor, no ha imido que
planUarh. cuestión que sin embargo nos.parecía hasta ahora inévitable:
k del ti esii, o «¿qué es el ser?». .
“ Cita tomada de Charles H. Kahn, The verb •Be» in Ancimt Greeh, Dordrecht,
D.,Reidel, Boston l973.'pág. 4.
122
Convendrá por tanto -e n lugar de contentam os con respuestas
consideradas de «sentido común», con réplicas estereotipadas, da
das de antemano, capaces de tranquilizam os- que nos embarque
mos en un prudente y sosegado análisis que, en adelante, dejará de
ser un puro asunto de sinología, pero que reviste no obstante ima
importancia decisiva para la com prensión de nuestro propio pensa
miento y de sus posibilidades. ¿Qué sucede por ejemplo con la «ver
dad»? China ha pensado sin duda en la «adecuación» circunstancial
{dang, sobre todo entre los moñistas’®); sin embargo, no habiendo
podido vincularla al Ser ni establecerla en el plano de lo eterno ni
sostenerla mediante un proyecto de conocimiento puro (que ten
diera, como en el caso de los griegos, a asimilar la sabiduría a la
ciencia, sophia a epistémé), sino viéndose abocada, p o r el contrario,
a conceder la primacía a lo que tan restrictivamente denominamos
en Europa la «circunstancia» {quan; véase p o r ejemplo Analectas, IX,
29), no convirtió la Verdad en objetivo clave de la filosofía -aunque
haya que tener en cuenta, evidentemente, que «no habiendo podi
do» no es aquí la expresión de u n a carencia, sino la concreción de
otra posibilidad-.” El término chino clásico que m ejor admite ser
traducido por «verdadero» significa más bien «auténtico» {then: en
el sentido de unos sentimientos o una naturaleza veraces; el «hom
bre verdadero», o zhen ren, es, sobre todo en el taoísmo, aquel que ha
logrado acceder a una perfecta disponibilidad interior y no conoce
ya obstáculos que frenen la expansión de su existencia). Y tampoco
hay duda de que los chinos m anejaron igualmente el juicio disyun
tivo: «es esto»/«no es esto» {shi/fei: verdadero o falso, bien o mal),
“ El mohiamo es una escuela ñlosóñca china fundada a ñnales del siglo Va. de
C. por Mozi o Mo Tzu (479-372 a. de C.). Es considerado por algunos historiadores
marxistas como un pensador proletario, lo que le diferenciaría de Confudo, tenido
por pensador de la nobleza, pese a las semejanzas de sus respectivas doctrinas. El
ideal mohista se basa en el amor xmiversal, el pacifismo y la entrega incondicional
al bien común. (N. de los T.)
” Remito al lector a mi obra titulada Un s(^ est sans idee. Ou l’autre de la philo-
sophie, Seuil, 1998, págs. 9S«. [Í7n sabio no tiene ideas o el otro de lafilosofía, trad. de
Anne-Héléne Suárez Girard, Siniela, Madrid 2001. (N. de hs T)].
123
aunque desconfiaran muy pronto, ya en la propia Antigüedad, nada
más constituirse sus escuelas de pensamiento, de la pérdida que oca
sionaba fatalmente, desde el punto de vista de la «globalidad» de la
sabiduría (de la plenitud armonizadora del too), el conflicto -esté
ril- de las posiciones (como incesantemente denuncia Zhuangzi).
Lo que con toda seguridad no significa que los chinos no pudieran
(o no/supieran) distinguir lo verdadero de lo falso, sino que la pers
pectiva desde la que desarrollaron sus nociones no fue ésa, la de la
Búsqueda de la verdad.
Con ello hay ya motivos para intranquilizar a la filosofía: algo se
altera en las evidencias adquiridas, algo que comienza a desplazar la
línea divisoria entre lo imiversal y lo singular. Lo que significa igual
mente que hay razones para ponerse en guardia: para penetrar en el
pensamiento chino convendrá seguir el desarrollo de sus nociones
y sus cuestionamientos sin presuponer que las modalidades de su
coherencia hayan de concordar de entrada con las que sostenemos
en Europa. Renunciemos a esa representación ingenua: no existen
por un lado unas nociones universales y p o r otro sus variantes cultu
rales. Y es que no sólo no encontramos del otro lado, transpuesta en
su hteralidad, la versión china de nuestros grandes íilosofemas, sino
que ni siquiera hallaremos trasplantadas sin más otras nociones de
la mayor generalidad y que tenderíamos a considerar «invarianzas»,
como la idea de «tiempo». Ya he tenido ocasión de mostrar que los
chinos pensaron, p o r u n lado, la «sazón» (momento-ocasión-circuns-
tancia: íAi), y p o r otro la «duración» (/tu-que forma binomio con el
espacio, incluso entre los mohistas-), pero no la idea de un tiempo
homogéneo y abstracto, independiente de la evolución de los pro
cesos, como la que concibieron los griegos partiendo a un tiempo
de vma fiísica del movimiento de los cuerpos y de su desplazam iento
en el espado (Aristóteles), por im lado, y de una ruptura metafísica
con la eternidad del Ser (Platón, Plptino) o de Dios ( A ^ t í n ) por
oti o; es decir, no concibieron la idea del tiempo al modo en que
nosotros la declinamos por lo común en la inflexión que señala los
distintos tiempos -dado que la lengua china no conjuga".
124
¿Querría esto decir que los chinos no alcanzaron sino a concebir la
- • noción implícita del.tiempo, como han propuesto algunos sinólogos
incapaces de admitir que esa cultiua no haya dispuesto del «concepto
universal» de tiempo? Pero, en tal caso, ¿qué razón podría haber impe
dido que lo desarrollaran? (¿No cabe pensar que fuera más bien su
forma de pensar los procesos y las transiciones lo que lo bloqueara?)
¿O no estaríamos aquí ante ima circunstancia que resalta, por contras
te, lo que aún üene de enigmático y de paradójico, en Europa, el pen
samiento del tiempo, noción que ha apasionado a nuestro continente
y sobre la cual ha levantado sus constructos: ante su «oscura» existen
cia, como dice Aristóteles, puesto que, siendo «divisible» -en las frac
ciones de los distintos tiempos-, es algo cuyas «divisiones» no existen,
pues el presente no es más que un punto por el que se pasa, un punto
sin extensión, y por consiguiente sin existencia, entre el pasado que ya
no es y el futuro aún no advenido? En todo caso, la prueba de que en
efecto separa esa distancia al pensamiento chino del europeo es el
hecho de que tanto chinos como japoneses tuvieran que traducir la
noción occidental de «tiempo» cuando toparon con el pensamiento y
la ciencia de Occidente, a finales del siglo XIX (traduciendo entonces
la palabra «tiempo» por «entre-momentos», shi-jian en chino, ji-Aan en
japonés); y lo mismo ocurre con la difícil traducción, en ocasiones
polémica -incluso en la actualidad-, del «ser», o de lo «ontológico», o
de la «verdad», o de lo «ideal», o de la «voluntad», etcétera. En cam
bio, hemos de permanecer alertas ante este hecho: cuando, en una
traducción española del chino clásico encontramos los términos de
«verdad», «ser», «tiempo», «ideal», «voluntad», etcétera, como tan fre
cuentemente ocurre, no es que se haya visto de forma evidente que la
voz china requería ser traducida de ese modo, sino que se ha verifica
do ya una asimilación, necesaria para verter del mejor modo posible el
sentido ajeno a nuestra lengua, asimilación que nos hace penetrar sin
más en el marco mental de sus posibilidades y de nuestras expectativas
teóricas, generándose así sin demasiado esfuerzo, pero indebidamen
te, una ilusión de urúversalismo.
vivn, Grasset, 2001, capítulos 2 y 3 [Del «tiempo». Elementos de unafilosofía del vivir,
trad. de Miguel Landto, Arena Libros, Madrid 2005. (N. de hsT.)].
125
2. Por sí sola, la circunstancia de que toda traducción sea una
traición, como se dice habitualmente, no lo dice todo. Sea confe
sión o concesión, la fórmula no deja de ser insuficiente: y es que no
se trata únicamente de fidelidad (es decir, de haber faltado a ella).
Traducir, sobre todo entre dos lenguas y culturas que se ignoran,
nos coloca en esa zona azarosa y progresivamente muda en la que
aqueUó que vehiculamos como prueba dé nuestro pensamiento se
redescubre de pronto, en el espejo del otro, atrapado en una red
de opciones extrañas; una zona en la que, al mismo tiempo, nunca
dispondremos -al menos no para agotar ese trastorno- de un punto
de vista exterior, panorámico, o como mínimo de distanciamiento,
que permita considerar simultáneamente uno y otro. Se está en una
lengua o en otra -n o hay lengua-segunda, del mismo modo que tam
poco hay segundo-mundo-. El binomio formado por esa otra len
gua y ese otro pensamiento nos obliga a considerar con perspectiva
el que forman los nuestros, aunque para lanzamos inmediatamente
-o mejor dicho, para mostramos ya inm ersos- en la malla de sus
exigencias; dicho de otro modo: no puede esperarse el hallazgo de
ningún medium^^ que actúe como «entre-lenguas» y «entre-pen^-
mientos». La cuestión de la traducción revierte, por tanto, en la del
universal, y así nos preguntamos lo siguiente: desde el momento en
que no es posible seguir creyendo, de forma simplista, qué exista
una correspondencia de principio entre las culturas, ¿cómo podrá
concebirse un «paso»" entre ellas?
Siendo imposible contar con unas invariaraas que nos revelen
una universalidad dada, nos propondrernos recuperar esa noción
mediante el hallazgo o la producción de equivalentes en el otro lado.
Ahora bien, ¿cómo asignar a su vez esa equivalencia entre una y otra
126
cultura? Sabemos ya que no podría ser directa, pues cuanto más se
impongan las nociones en el pensamiento colectivo, tanto más atra
padas se verán en una perspectiva que resulta ser un producto de las
elaboraciones de la lengua y su uso, elaboraciones de las que es im
posible separarlas y que tampoco es factible trasponer. H e puesto
antes como ejemplo el término zhen del chino clásico. Si lo traduzco
por «verdadero», como se hace de ordinario, hete aquí que se en
cuentra inmediatamente inmerso en una atmósfera europea, que se
convierte en algo totalmente distinto: coagula ipsofado en él u n de
seo de conocimiento -o al menos queda contaminado por esa ino
portuna com pañía- que no sólo no tiene ya nada que ver con el
desapego taoísta sino que lo acerca incluso al apetito del que más
desconfiaba esa doctrina. Y lo mismo ocurre con el «Cielo» (en el
libro de Zhuangzty. en la obra de ese filósofo el término no denota
ningún género de Exterioridad de principio opuesta a nuestro m un
do, sino más bien su curso absolutamente natural y no forzado; en
ese texto no se habla, respecto del «alimento celestial», del Maná,
sino de la nutrición vital derivada de la liberación de todo cuanto
obstaculiza, por ser ima excitación extem a, la renovación de nues
tra vitalidad, etcétera^*. De ahí que nos veamos obligados a reelabo-
rar esta noción de equivalencia, concibiéndola no tanto al m odo
analógico, fundado en el parecido y en la superposición, sino como
elemento funcional es decir, haremos que la representación con que
nos encontramos en un lado experim ente todas las transformacio
nes y reorganizaciones necesarias -m utatis mutandis, dice la fórmula
al uso- hasta lograr que atraviese u n a problemática de orden exis-
tencial que desempeñe el misAo papel que en el otro y pueda susti
tuirla, al menos en cierta medida.
Envite de envergadura que es ya más que un ejemplo: sería impo
sible hallar en la India, nos indican los indianist^, im equivalente
directo de la noción de los derechos humanos que Europa ha postu
lado como universales. Ahora bien, si impriniimos en esa represen-
“ Pienso aquí en Nourrirsa vie. Á l'écart du bonheur, Seuil, 2005, capítulo 4 [Nutrir
la vida. Más allá de la felicidad, trad. de M. Margarita Polo, Katz Barpal Editores,
U záñ d 2 m .(N .d elo sT .)].
127
tadón europea las mutaciones y reorganizaciones convenientes, en
contraremos necesariamente en la cultura india -en virtud de esa
necesidad sin la que no podría haber verdadera universalidad- una
representación correspondiente (véase Raimon Panikkar^). Habrá
que buscar por tanto aquello que, en la cultura india, pueda satisfa
cer una «necesidad existencial» equivalente, fundamentalmente
preguntándonos en qué forma puede aparecer en ella la representa
ción de un «orden social y político justos». Quisiera exponer dos
observaciones sobre este punto. En primer lugar, una representa
ción más amplia, separada del horizonte europeo, como sería, según
nos dicen, la de un «orden social y político justos», ¿logra por ello
asegurar con efectividad la transición? Dicho de otro modo, ¿ha ex
perimentado, en virtud de esa amplitud y esa separación, el suficien
te número de las necesarias modificaciones y despliegues que ha de
conocer? ¿O no siguen los disjuntos planos de lo «social» y lo «polí
tico», así como la noción de «justicia», marcados por el contrario
con las características de una concepción propiamente europea?
Ahora bien, ¿era posible llegar más lejos en la ampliación de una
fórmula sin impedir que siguiera resultando significativa? Por otro
lado, constato que, una vez establecidas estas consideraciones de mé
todo, y precisamente cuando vuelve la vista en dirección a la India
para examinar cuál puede ser efectivamente en ese país el pensa
m iento de los derechos humanos, Raimon Panikkar no puede evitar
encerrarse en la n o d ó n del dharma indio, nodón que sabemos no
sólo indiferentemente cósmica y humana sino indeleblemente mar
cada por la adscripción de casta: lo que significa que Panikkar que
da, por consiguiente, incapacitado para ponerla en comimicadón
con el concepto europeo, pese a haberse postulado, al principio,
que la idea era un universal. Puesta a prueba, sometida a la exigencia
de plegarse a las concepciones indias, la búsqueda de semejante
equiv^ente cultural, incluso en su versión fündonal-existendal,
queda olvidada por el camino. ..
“ Raimon Panikkar, «La notion des droits de Thomme cst-clle un conccpt uni-
versel?», en Le ReUmr de l’ethnocentrisme. La Retme du MAUSS, La Découverte, 1998,
pág. 2 11 .
■J
128
Esto no quiere decir, advirtámoslo, que sea imposible elaborar una
comunicación entre culturas, ni siquiera en el caso de las que han per
manecido tanto tiempo ajenas unas a otras, pero creo que conviene
comprender antes que nada el alcance del quid pro quo que no sólo se
introduce fatalmente entre ellas sino que posiblemente llega incluso a
fomentarse de forma habitual (e ingenua) desde el momento en que
se cree poder estáblecer xma correspondencia entre ambas nociones
sin considerar más ampliamente las perspectivas particulares en las que
éstas se inscriben tanto en uno como en otro lado. Consideremos, por
ejemplo, la disyunción nodonal del «hay» y el «no hay», según campea
en el pensamiento del Loo zi (you/wu)^. ¿Se verá alguna dificultad en
atribuirle como equivalente funcional, que entre nosotros reviste una
importancia similar, la oposición entre el «ser» y el «no ser»? Ahora
bien, ésta desemboca manifiestamente en xm callejón sin salida si la
proyectamos en el ámbito chino. En efecto, una vez resaltada la funcio
nalidad de lo vacío (del eje del carro que permite que gire la rueda, de
la oquedad de la vasija de la que depende su utilidad, de las puertas y
ventanas de la habitación que la hacen habitable), el Loo zi concluye:
«El ser [lo concreto] es lo práctico,/ la nada es lo útil» (§ XI). Párrafo
que habitualmente se traduce como sigue: «El ser confiere la posibili
dad/ y el no ser feculta para utilizarla» (traducción de Liou Kia-hway;
traducción análoga de Franfois Houang y Fierre Leyris: «El Ser posee
aptitudes/ Que el no ser emplea»)*^. Transpuesta al idioma del Ser, la
fórmula cae inevitablemente en la contradicción (y conduce de este
modo, como única salida posible, a una interpretación mística a la que
Occidente, a fin de aliviar lo que al parecer es su gravosa lógica de la
no contradicción, se entrega alegremente). Por el contrario, tan pronto
como se da uno cuenta de que la negación enjuego, al inscribirse en
^ £1 autor emplea aquí el apelativo con que se conoce al sabio taoísta en sentído
propio, es decir cofa el significado de «viejo (o venerable) maestro». Su verdadero
nombre era Er, y su apellido l i (es decir, l i Er, dado qué el orden de la enunciación
china es contrario al nuestro). Tras su muerte comenzó a conocérsele también con
el nombre de Li Dan. (N.dehsT.)
^ Lao zi. Too tó Aing; Gallimard, 1967 [Too U king, irad. de Anne-Héléne Suárez
Girard, Siruela, Madrid 1998]. Véase también La Voie et sa vaiu, Seuil, 1979.
129
una lógica de los procesos y no en una de carácter ontológico, denota el
«no hay [nada en acto]» -por ejemplo el vacío que las imágenes anterio
res acaban de evocar- y no la nada del ser, se comprende lo siguiente: el
«fiinciónamiento», que conserva su carácter difuso en el plano de lo.va
cío que, al desaturar al todo, permite que se restablezca la comunicación
(en el plano del Fondo indiferenciador-armonizador; wu), se manifiesta
(se concreta) como «provecho» particular en el estadio de cada «hay»
individualizado. Como no dejan de señalar de manera muy particular
las obras de la China antigua sobre el arte de pintar, lo «vacío» (o mejor,
el vaciamiento) del «no hay», representado por un trazo en blanco, es
lo que permite a lo. «lleno» del «hay» (es decir, de lo pintado) realizar su
efecto pleno“ . Por el contrario, haber creído en la universalidad apriori
de la noción de Ser y pensado que una equivalencia funcional bastaba
para fundar el solapamiento hace que la fórmula sea ilegible.
“ Me remito a L a grande image n ’a pos de forme, Scuil, 2003, capítulo 6 \_La gran
itnagm no tim e form a, o D el no-objeto por la pintura, ttad. de Albert Galvany Larrouquc-
rc, Alpha Decay, Barcelona 2008. (7/. i» Z)].,
Véase ppr ejemplo el simposio internacional dtnlado «Diversité culturclle et
yíJeurs trasversales: un dialogue Est-Ouest sur la dynamiquc entre le spiiituel et le
teiHP0*^cl», Unesco, París, 7 a 9 de noviembre de 2005.
^ u í un’característico ejemplo de buena voluntad, pero no alcanza a impc-
¿rsMíWipotenda en el plano teórico.
130
imaginaria y fácil suposición: la de que existen dos culturas que por
sus características se encuentran ya, sin más, frente a frente -cara
a cara- y por ello mismo se contemplan mutuamente? Y es que el
riesgo no estriba sólo en el hecho de que el efecto de la equivalencia
conserve invariablemente su carácter ilusorio, puesto que se abstrae
del contexto, y en que «las semejanzas de los detalles» resulten «en
gañosas» «si se las aísla de conjuntos heterogéneos», según lo que
también nos dicen los indianistas^^. Y lo más im portante: entre dos
culturas que se han estado ignorando largo tíempo, la dificultad
que es preciso superar no es tanto la de la diferencia como la de lo
que yo llamo la indiferencia. No es que la distancia sea excesivamente
grande (pues lo otro se halla «muy lejos», etcétera: la tentación del
exotismo), es que ni siquiera disponemos de, una m edida común
para valorar esa separación -u n a m edida que perm itiría establecer,
siquiera fuese mínimamente, lo universal- No existe ningún mar
co común, dado de antemano, en el que articular lo «mismo» y lo
«otro»; esas dos culturas no se hablan y ni siquiera se miran. Cuando
Raimon Panikkar busca en el dharma indio un equivalente de los
derechos humanos, el prim er escollo con el que tropieza es éste:
para el punto de vista del dharma, el concepto (europeo) de los de
rechos humanos no despierta en ningún m om ento otra cosa que
«indiferencia»; no es que el pensamiento indio se proponga criticar
esa noción -n i siquiera se le ocurre recelar de ella-, es que ésta le
interesa francamente poco.
Los especialistas en las civilizaciones lejanas lo han señalado a
menudo de forma marginal en sus obras -si se detienen a conside
rar las cosas con perspectiva y se replantean los fimdamentos de su
«oficio»-. Preciosos resultan esos suspiros y esos apartes: qué «lento
y difícil» sigue siendo, para quien «ha vivido largos años en el seno
de ima civilización ajena a la nuestra», este esfuerzo de penetración;
cuántos «errores de interpretación es necesario cometer» antes de
tener la sensación de que comienza una a com prender, obligada a
«olvidar todo aquello que antes nos había parecido evidente»...^
131
Y es que cuanto más desconfíe uno de los paralelismos fáciles, más
peligroso parece pensar que se pueda «pasar» siguiendo los mismos
hilos (supuestamente tendidos por la universalidad) de una orilla a
otra -com o si tuviéramos la prudencia y la pericia de un funámbu
lo-. No existe esa clase de continuidad. Subsiste una ruptura, irre
ductible, de «clima» o de ambiente, entre esas dos esferas alejadas:
por eso resulta inevitable deconstruir aquí y reconstruir allá, des-
categorizar y r«:ategorizar; por eso, si hemos de comparar (y es algo
que toda traducción implica necesariamente) deberemos asimismo
íiss-comparar, al menos mediante un comentario, para dejar entre
ver ese retal de elementos incomparables que, al traducir, hemos
ocultado^®. '
No obstante, por lo común, y a diferencia de lo que vemos hacer
a los antropólogos, que, en cambio, han teorizado su práctica en
gran medida, los propios orientalistas han reflexionado poco'acerca
de esta condición de trabajo, pues se contentan con manifestarla
en forma de observación o de confidencia: ésta es la razón de que
la filosofía, hasta el momento, apenas la haya tenido en cuenta. Se
ha visto dispensada de hacerlo. No habiendo pasado su experiencia
del ámbito de lo imph'cito, nacida de una infinidad de correcciones
y de conciliaciones silenciosas, efectuadas día a día hasta constituir
un habitus-esudo de cosas al que acabo de denominar oficio-, se ha
precisado la paciencia de toda im a vida, una asimilación continua
y discreta, una infinidad de pequeñas «traslaciones*, para dar pie
a esa connivencia en la que se entiende uno con medias palabras,
entre especialistas, a pesar de las traducciones forzadas. Cuando los
filósofos vierten el «hay» y el «no hay» del Loo zí mediante la opo
sición del Ser y el nó-ser, «saben bien», aunque con un saber en el
que en cualquier caso no tratan de ahondar, que esa traducción se
produce a faJta de algo más idóneo, que no es adecuada, o-mejor,
que no es más que un, rodeo y que hay que entender con eUa «otra
cosa». Ahora bien, ¿por qué no detenerse más a considerar esta resis
tencia al paso de una cultura a otra, por qué no ver.en ella no tanto
132
un obstáculo como una fecunda oportunidad, p o r qué no esperar
encontrar, en lugar de una emboscada, un beneficio para el pensa
miento? Y es que la propia cuestión de la imiversalidad de las cul
turas no podrá examinarse seriamente hasta que se hayan realizado
estas dos operaciones: no sólo la de poner a prueba esta dificultad,
sino asimismo la de sacar partido del esclarecimiento -ú n ic o - que
aporta al debate; más aun: sin la comprobación de esa resistencia la
elucidación no existe.
133
aún fundamento lo universal? O dicho a la inversa: ¿qué elemento
de lo universal vemos despuntar ya, libre de todo encausamientp
-entendiendo por ello un elemento en el que todas las relativiza-
ciones promovidas a u n tiempo desde dentro y desde fuera de la
cultura europea no encontraran asidero?
Y es que vemos que todas las reivindicaciones relacionadas con
la singularidad cultural, reivindicaciones que cada vez se hacen oír
con más fuerza en todo el mundo, topan con este extremo: una vez
surgida, aunque no sea más que en una cultura (la europea, que en
ella ha encontrado fuente de vigor), o una vez explicitada por ella
al menos, no es posible relegar ya al olvido la exigencia de univer
salidad. Ahora bien, si hay efectivamente, desde im prim er momen
to, algo liberador e incluso feliz, jubiloso (con ese reencontrado
júbilo de los primeros tiempos), en concebirse al fin libre del pre
sunto deber ser de lo universal, no reconocer por ello que tal pun
to de m ira ha quedado irremediablemente inscrito en-la historia
del m undo se convierte inevitablemente en negación de lo eviden
te. Podemos desconfiar de esa pretensión de univenalidad, criticar
la, denunciarla, rom per con ella, pero no por eso quedará suprimi
da su exigencia. La presuposición mal asumida (por parte de
Europa) no anula en m odo alguno la necesidad que ella misma ha
instado a reconocer: por mucho que la totalidad de las representa
ciones de lo universal lleguen a desplomarse un día, agotodas, el
concepto de lo universal, por su parte, conserva su vigencia. Y aun en
el caso de que lo univenal fuera ese significante vacío cuyos sucesi
vos llenados van revelándose -ta n pronto como echamos sobre
ellos una m irada retrospectiva- a tal punto transitorios y contingen
tes que no dejan siquiera la ilusión de su carácter hegemónico, no
dejaríamos de ver que ese vacío que se le reprocha no le impide
actuar. O quizá lo cierto es más bien lo contrario, de ahí-que lo
universal pueda extraer de él su fuerte resistencia: es ese vacío mis
mo, no coknado ni satisfecho por ningún significado, lo que hace
que aún siga actuando.
En realidad, aunque hoy ya no se ponga eñ' duda que el uni
versalismo que ha preconizado Europa no ha sido, de hecho, sino
la universalización de su propio culturalismo; aunque se perciba
134
claramente que al presentarse Europa - a lo Itirgo del período que
ha conducido a la globalización- como portadora de los intereses
humanos universales no estábamos sino frente a una nueva (¿y úl
tima?) vicisitud de su teología de la encam ación, no podemos por
ello desembarazamos de lo que salta a la vista con más fuerza inclu
so que una constatación -y que tiene valor de combate-: subsiste
una operatividad de lo universal, aunque sea justam ente la contra
ria de la que habría cabido esperar. En efecto, esa constatación no
consiste en u n dato positivo perteneciente al orden de los valores
-sea cual fuere e invariablemente sospechoso-, sino en la siguiente
función negativa: aquella, precisamente, que consiste en vaáar de
su certeza toda formación e institución, certeza nacida de la totali
zación dé que se nutre el universalismo, y en reabrir una brecha en
la comodidad del amurallado planteam iento que lo tiene por zan
jado. Dicho de otro modo, la función de lo universal, de imposible
contención y capaz de renacer constantemente, radica en inquietar
toda saturación-satísíacción -aquella, justam ente, que retrataban los
hermanos Van Eyck en su Retablo de Gante (Adoración del Cordero Mís
tico}-. Para com prender esta función, aún nos queda, sin embargo,
cambiar por completo la representación de base sobre la que esta
blecemos lo universal, es decir, hemos de deshacemos, en lo que le
concierne, de toda representación perezosa de un elemento «cons
titutivo» o «dado» (la de un universal implícito en la naturaleza hu
mana, o la de un cierto «fondo común» de la hum anidad en virtud
del cual todos los hombres «son semejantes», etcétera), y concebir
lo xmiversal, por el contrario, como un estricto agente y vector de
promoción -d e carácter, como tal, inagotable-: como aquel principio
que, desengañado de toda completitud adquirida y rodeándola ya
de una nueva expectativa, conduce -au n q u e de un modo intrínse
co, inm anente- a la superación.
135
de un análisis muy correcto (en especial en tomo a la obra de Ernesto
Laclau) -razón por la que vale la pena examinar lo que dichas luchas
tienen que decimos-®®. Y es que a pesar de que, desmarcándose del
punto de vista universalista tradicionalmente defendido por la izquier
da poh'tica, los movimientos de reivindicación de las minorías culturales
-p o r ejemplo los de los negros del apartheid, los de los chícanos de la
costa oeste de los Estados Unidos, los de los homosexuales, los de todos
los excluidos- hayan predicado un particularismo radical, no por ello
han dejado de experimentar la siguiente circunstancia: la de que sus
reclamaciones sólo tem'an futuro en la medida en que ellos mismos de
cidieran no ya respetar (como si se tratara únicamente de un marco
extemo que les hubiera sido impuesto en la negociación), sino más
bien retomar por cuenta propia y reactivará exigencia de universalidad.
Hablo de la exigencia misma a la que han renunciado los universalis
mos que ocupan el poder -como malos conocedores de la legitimidad
de las reivindicaciones de estos gmpos: renuncia que se ha materializa
do al mantenerlos excluidos-. Lo universal es por tanto un ^ a que se
vuelve contra quienes la esgrimen y que pasa incansablemente de mano
en mano. Y ello porque es finahnente lo oiniversal -y no el particularis
mo (dado que éste es lógicamente parte inseparable de su planteamien
to )- lo que ofrece el único verdadero desmentido a los universalismos
establecidos. O dicho a la inversa; ¿no es el universalismo iin universal
que se ha traicionado a sí mismo al satisfacerse con sus propios plantea
mientos y alcanzar una posición de dominio?
136
tampoco significa únicamente que, de lo contrario, se ponga a sí
misma en peligro al tener que admitir en la práctica u n a legitimidad
igual para todo particularismo antagonista o concurrente; y, por úl
timo, no significa meramente que sea p o r consiguiente preciso, por
necesidad política, introducir alguna mediación de carácter univer
salista, como instancia de regulación, a fin de hacer posible la convi
vencia de ambos. De lo que se trata es -m ás esencialm ente- de que
toda identidad diferencial que alcance a realizarse p o r completo
pierde conciencia de sí misma y se anula: lo universal, p o r el con
trario, es ese efecto de carencia que la revela a sus propios ojos y cons
tituye su vocación; un efecto que, al no colmarse nunca, la induce a
transformarse -sin dejar de transformar a su opuesto-, y la insta por
tanto a no quedar satisfecha nunca con su propia identidad: a no
encerrarse ni detenerse en ella, puesto que, de hacerlo, correría el
riesgo de desembocar también ella en una form a de exclusión que,
en su triunfo, sería igualmente abusiva -h asta el punto de merecer
ser derrocada.
137
piensan siquiera -las más de las veces- en manifestar el más mínimo
asombro ante la evidencia de todo cuanto excluyen (por ejemplo a las
mujeres o a los negros, de la vida cívica).
Y tampoco se limita lo univenal a ser im residuo (de naturaleza ló
gica) que permanezca únicamente en el plano de lo sobreentendido,
como telón de fondo, en la reivindicación de lo singular. Porque no sa
bría justificarse exclusivamente por el hecho de que, dada la ambigüe
dad propia de toda oposición -una ambigüedad que la lleva a adoptar
igualmente ima postura conservadora-, toda posidón (particularista)
siga teniendo necesidad de su opuesto (vmiversalista) para afirmarse;
o dicho de otro modo: no sabría justificarse únicamente por el hecho
de que, al plantear mi singularidad, yo esté afirmando al mismo tiempo
el contexto del que la desprendo (según la conocida dependencia de
la negación respecto de la afirmación que niega). En otras palabras: la
legitimidad de lo universal fi'cnte a lo singular no pertenece solamente
al orden de la condición. Y tampoco se linúta a la no contradicción,
puesto que todo lo individual se refuta a sí mismo tan prqnto como
renuncie a lo universal (de este modo, el «derecho a la diferencia» se
contradiría si no se reconociera a sí mismb como un derecho univenal,
etcétera).
138
lo ilimitable. Con él, el horizonte vuelve a sustraerse a nuestros ojos,
a-esquivarnos, sin detenerse en ningún perfil logrado. Ésta es la ra
zón de que lo universal tenga capacidad motriz: no sólo en el ámbi
to del pensamiento, sino también en el de la historia. Lo universal
es ese factor incondidonado y en movimiento que al reconducir y
ampliar cada vez más la no exclusión, trabaja en ese sentido no sólo
el campo de las elaboraciones teóricas, sino también el de las confi
guraciones políticas, ya que mantiene con su presión todo complejo
formado por el trinomio forma-estructura-institudón.
A fin de cuentas, el interés funcional de lo universal estriba en
el hecho de que conserve im carácter trascendente (es decir, de
que mantenga su ámbito de influencia «sometido a trascendencia»,
igual que decimos en otros casos que algo «somete a presión» a
algo distinto) sin dejar de constituir un factor interno (que no re
curre a n i n g ^ «llamamiento»); ese interés radica también en el
hecho de que plantea un absoluto -com o algo incondicionado, o
mejor, incondidonable- aun sin ser de naturaleza religiosa -o más
aún: que nos dispensa en lo sucesivo de lo religioso-. De este modo,
es fundamentalmente lo universal lo que atrae a sí a lo común y lo
promueve: gracias a él evita lo común (de lo político) enviscarse en
cualquiera de las pertenencias establecidas y no se ve confinado en
ningún reparto instituido y consolidado; gracias a él es empujado
lo común a difundirse -com o ya hemos visto al seguir la historia
de la polis- y a dotarse de una amplitud que no conoce fin. Pues,
¿de dónde habría de sacar lo común, como no fuera de la exigencia
que incesantemente activa en él lo universal, la idea de crecer cons:
tantem ente y progresar? Es él, lo universal, lo que, p o r su rigor, de
la lógica a la Historia, le proporciona el impulso que lo encamina
a esa «comunidad universal», civitas universa, de los géneros, de los
pueblos, de los Elegidos; es él por tanto el que aparta a lo común
del comunitarismo. Por eso, más allá de todos los universalismos
asentados y satisfechos, lo universal conserva un carácter emancipa
dor y subversivo («insurreccional», como lo llama con toda justicia
Étienne Bahbar®’): no cabría por tanto asombrarse de que todos los
139
procesos emprendidos contra ese tipo de universalismos, por jus
tificados que estén, sean incapaces de agotar el vigor de lo univer
sal. Porque, no nos engañemos: si lo universal presenta los rasgos
propios de un ideal es debido a que mantiene la búsqueda de Ja
humanidad, y no a que pretenda agotar lo individual o lo singular
-intento cuyo precio nos es hoy conocido.
140
con tanta frecuencia se reduce: a la vaguedad ideológica que lo
vuelve tan inconsistente y con más razón prolijo: chácharas que re
volotean en tom o a la expresión de buenos sentimientos. Más aún:
ni siquiera el hecho de que adelantemos la noción de ideal, como
acabo de apuntar hace \m instante, bastará para conferir un estatuto
inexpugnable a ese imiversal cultural. El térm ino padece, por ser
excesivamente comprometido, la gangrena interior del idealismo
filosófico y se halla por tanto tan horadado que no es posible poner
lo a cubierto de las objeciones sin demasiados equívocos. Al menos
- 5 Í la noción es válida y si se diera el caso de que deseáramos, pese
a todo, atenernos a ella- tendríamos que replanteárnosla, recons
truirla o, m ejor aún, apuntalarla de nuevo. H abría que extraerla de
las vagas aspiraciones y de los elementos patéticos con los que la
cultura europea alimenta habitualm ente la esperanza de hallar una
salida -aunque nebulosa- a las construcciones que juzga excesiva
mente coactivas para su razón.
Situación en la que se ve ya que la crítica kantiana viene a pres
tamos oportuno apoyo: en las Críticas de la Reizón p u ra y del Ju i
cio®*, Kant nos brinda varias vías distintas p ero convergentes para
nó aproxim arnos tan a tientas a esas dos cuestiones y movilizar de
nuevo el ideal. Y puesto que es el kantism o el que m ejor ha agu
zado la cuestión de lo universal, es ju sto regresar a él una vez más,
ya que él es a un tiempo el que consolida la idea de un universal
ético que sea de entrada transparente y que además se someta úni-
141
camente a una exigencia de validez: la del conocimiento, aunque
también nos proporcione unas primeras directrices para poder su
perar dicha exigencia (¿y no es justam ente ésta, por lo demás, la
tarea de toda gran filosofía: la de llevar a buen término y estabili
zar unas coherencias y producir al mismo tiempo unos puntos de
apoyo nuevos -unas primeras arm as- para iniciar a continuación,
una vez más, su cuestionam iento?). Y es que si hablo aquí de sesgo,
de apoyo, de apuntalam iento, es porque.sabemos muy bien que el
propio Kant no se plantea estas cuestiones, debido a que no tiene
idea de ellas, a que no toma en consideración a las demás culturas
(pues no imagina siquiera que deba hacerlo), y a que desarrolla
únicam ente su indagación en el pliegue de la tradición europea:
el de una teoría de las facultades. No obstante, no por ello deja de
definir unas condiciones de ideahdad que, al rom per con el inna-
tismo, pueden arrojar luz sobre las dos caras de algo que no apa
rece ya, en el fondo, sino como un mismo problema. Por un lado
-o en la prim era vertiente de la cuestión-, mediante la concepción
de un estatuto de la idea que, en tanto que representación de la ra
zón, esté en situación de elevarse a lo ineondicionado, pese a que no
pueda producir de hecho un conocimiento; y por otro (o segundo
aspecto de la cuestión), según la exigencia de \m juicio absoluto re
lativo a los valores y de tal naturaleza que, aun reconociéndose él
mismo singular, no p o r ello deje de reclamar con carácter menos
necesario la adhesión de todos, elem ento que es sin duda la carac
terística que proclam a lo universal.
142
carácter ya no especulativo, esLo es, relacionado con la teoría del cono-
-. •cimiento, sino cultural Yen este caso, la noción de ideal significaría, por
transposición, precisamente esto: que el hecho de que, en la experien
cia, no haya valores y representaciones que permitan salir enteramente
del condicionamiento propio de las distintas culturas, por singulares
que sean en sus determinaciones implícitas (por el hecho, fundamen
talmente, como bien sabemos, de que tan quimérico sea acceder a una
lengua-segunda como a un segundo-mundo), no anula la validez de
un universal de las culturas entendido como noción que apunta a lo
«incopdicionado» o lo trascendental de todas las condiciones dadas que
permiten aspirar a esa superación. De este modo adquirirá, a través de
ellas, estatuto teórico definido aquello «en lo que», como dice Kant de
las ideas de la razón, se dejan subsumir a priori los valores y las repre
sentaciones de todas las culturas del mimdo (y la prueba es que en su
caso podemos hablar, sin mayores mediaciones, de «cultura»), aunque
en efecto nunca ocurra, sea cual sea el grado de concertación entre las
culturas, que unos valores y unas representaciones puedan a n je a rs e
íntegramente á su propio condicionamiento y pretender que su validez,
sin abuso de imperialismo, posea xm alcance que quepa considerar ab
solutamente universal.
143
al mismo tiempo sujeta a unos presupuestos que la condicionan y
la vuelven igualmente singul^? Lo único que ocurre es que tiene
menos conciencia de ello: como extiende su reino uniforme sin
encontrar resistencia alguna, ya ni siquiera alcanza a sospechar la
particularidad de su carácter. Ahora bien, y por otro lado, no por
ello deja de desempeñar la idea de un entendimiento universal en
tre las culturas, presentes o pasadas -horizonte jamás alcanzado ni
alcanzable, puesto que se oculta siempre tras todos los imiversales
propuestos-, un papel regulador capaz de orientar la investigación” .
De aquella idea nace la exigencia de esa investigación, investigación
que gracias a ella se impone incluso al entendimiento al modo de
una tarea necesaria que ha de procurarse «con la máxima amplitud
posible», pese a que nunca llegue a verse su culminación; y al mis
mo tiempo, es esa idea la que guía continuamente al espíritu en esa
labor. Ella es -y en calidad de elemento incondicionado o <<trascen
dental»- la única que puede garantizar unas condiciones, de posibi
lidad al diálogo entre las culturas y sacarlo del atolladero. .•
144
se trata sin duda de un juicio sin g la r, pero, al mismo tiempo, pre
tendo que todos los hombres concuerden necesariamente con mi
juicio -dicho de otro modo: no perm ito que nadie se m uestre de
distinto parecer-. Lo convierto en una regla válida para todos, o
que al menos presto a todos, como si se tratara de un juicio objetivo
(á diferencia del juicio relativo a lo «agradable», respecto al cual
reconozco de buena gana que sólo a m í me atañe). Sin tener por
tanto que verificarlo mediante u n a constatación, e incluso aunque
compruebe que suscita im amplio rechazo a mi alrededor, no p o r
ello dejo de reivindicar, apriori, que ese juicio es m erecedor de una
adhesión universal. Y además, esto mismo es legítimo.
O al menos sería un prim er m odo de representarse las cosas,
un rodeo útil para salir del callejón sin salida: para sortear con ma
yor facilidad esos primeros escollos, verdaderos Escila y Caribdis
de lo intercultural, que he llamado, p o r un lado, el universalismo
fácil (que proyecta ingenuamente su cosmovisión sobre el resto del
mundo) y, p o r otro, el relativismo indolente (que condena a las cultu
ras a una reclusión identitaria en el círculo de sus valores específi
cos). Pero aun con todo, ¿qué po d rá justificar, cuando no tengo en
m ente ninguna estetización de la moral, que me rem ita al juicio de
lo bello, y ya no al del bien, para fundar una universalidad de los
juicios que incida sobre los valores? Pues precisamente el hecho de
que en la actualidad tengamos la obligación de integrar lo absoluto
en la perspectiva singular inherente a las diversas culturas, pues
to que no podemos com prendem os ya sino como sujetos culturales
(declarando así, al menos parcialm ente, la bancarrota del «sujeto
trascendental»). Además, el paso que empujo a dar a Kant es sin
duda un paso forzado, pero siendo u n desvío, u n paso a un lado, es
boza al menos im a salida -es decir, nos proporciona algo así como
una tangente para salir de la aporía-. De este modo, cuando los
europeos reivindican los derechos him ianos para todos los pueblos,
¿no están concediendo a su ideal, como se hace respecto de lo be
llo, una validez de principio, nó condicional, que consideran debe
ser universal, sin poseer por ello u n concepto transcultural de ese
valor? Ahora bien, aunque lo hagan legítimamente, no por ello se
vuelve ese juicio completamente independiente, como es obvio, de
145
un cierto condicionam iento de sus representaciones sobre el que
he de volver: fundam entalm ente las de su inveterada sumisión a lo
teológico -¿en qué medida superable?-, su esfuerzo de abstracción
respecto de toda relación de dependencia, sus luchas históricas de
emancipación, etcétera.
^ Crítica deljuicib, op. ciL, primera parte, «Analítica de lo bello», § 18: «Qué sea
la modalidad de un juicio de gusto», pág. 231.
146
- - El hecho de que refracten sobre su plzino particular una fuente
de luz (de lo humano) cuyo origen son incapaces de señalar no
determina que esos derechos humanos sean u n a construcción idea
lista. Y es que si esa indeterminación pertenece p o r derecho propio
al ideal en tanto que elemento incondicionado, no p o r ello es impo
sible hacer patente, siguiendo a Kant, el principio subjetivo que ju s
tifica la validez universal que semejante argum ento exige, y hacer
lo, precisamente, retom ando a lo común: ¿no es acaso u n «sentido
común» .(GíTmmmnJ lo que hay que invocar, en definitiva -según
hace en este caso K ^ t a propósito de lo bello-, como única con
dición de posibilidad restante para la reivindicada comunicación
entre las cxilturas? En efecto, si la necesidad culturalm ente subjetiva
del juicio aparece representada de modo objetivo y perm ite que lo
que experimento personalmente valga al mismo tiempo para todos
es únicamente en virtud de esa suposición. U n «sentido común» al
que en tal caso, al no ser p un sentido común del entendim iento (el
de la acepción corriente, cuando los principios más ampliamente
compartidos no aparecen ya sino oscuramente representados), y al
no ser tampoco un sentido común únicamente estético (que fimda
la comunicabilidad a priori del juicio de lo bello), deberé llamar
precisamente el sentido común de lo humano. En él se reencuentran en
último término las culturas, única limitación a priori tanto de las len
guas como de los conceptos, lugar en el que se extingue finalmente
el requisito de la mediación; y en el que recaba asimismo autoridad,
en último término, la transculturalidad de unjuicio que no obstante
no alcanza a encontrar su concepto.
Todavía queda, sin embargo, ver claramente lo que quiere decir
«comunidad de sentido» cuando unimos a la expresión la coletilla
«humano». Y es que la cosa no consiste en recaer en las ingenuida
des metafísicas del «fondo», o del suelo, comunes en las que se re
fugia el pensamiento, echando mano de u n a imaginación fácil y
contentándose con obturar el plano, cuando íiacasa en su intento
de pensar el fundamento (el dichoso «fondo común» de humani
dad que tan habitualmente se invoca en el diálogo de las culturas);
y ello porque este sentido com ún es evidentemente lo que se deja
147
traslucir en carne viva en toda experiencia, aquello que, del mismo
modo, no deja de interpelamos en cualquier lengua. Y tampoco
estamos aquí sacrificando la idea a la concepción puram ente reac
tiva y sensible a la que, por desesperar de los constructos de la ra
zón, ha podido ceder la moral (con lo que ese sentido de lo huma
no remitiría entonces a la «piedad», noción que encontraríamos a
la basé de todas las morales del mundo -piénsese en lo que dice al
respecto Schopenhauer, el prim er filósofo com paratista-): puesto
que no deja de desarrollarse en el seno de ese sentido común, y a
su través, una inteligencia que por consiguiente se explicita tanto
en juicios racionales como en representaciones que nos permiten
concebir valores. Y tampoco estamos aquí ante el único refugio ha
llado a una posición teórica desfalleciente a fin de conferir una
consistencia nocional mínima a algo cuya distribución es demasia
do indefinida como para seguir resultando analizable (ya que ese
sentido común quedaría entonces reducido a la simpleza de la
«sensatez»). Por el contrario, el sentido común propuesto es, a mi
juicio, el único plano que cabe invocar en el que puedan enlazar
rigurosamente ambas nociones: la experiencia y el a priori, lo co
mún de lo compartido y el deber ser de lo universal (puesto que
sólo respecto de él podemos tener la seguridad, con independencia
de toda vivencia, de hallamos ante algo universalmente comparti
do en toda experiencia). Es por tanto en él, en ese sentido común de
lo humano, donde se entenderían originariamente las culturas y
donde podrían superar su idiotismo para abrirse a lo que Kant de
nominó tan justam ente una «comunicabilidad» o un universal «ca
rácter compartible», al^emáne Mitteilbarkeit-retoimxexnos más ade
lante esta idea a fin de depurarla de los distintos achatamientos de
lo común.
148
X
De los derechos h u m a n o s-
noción de universalizante
149
lo que ya hemos percibido del carácter heteróclito, por no decir
caótico, de la fabricación de lo universal: que la Declaración de los
derechos humanos de 1789, por ejemplo, nació de toda una serie
de proyectos preparatorios múltiples e incluso, en parte, inconci
liables; que fue objeto, en el transcurso-de su redacción, de un sin
fín de negociaciones y de componendas; que se formó mediante la
asociación de fragmentos tomados de diferentes sitios -u n término
aquí, una f i^ e allá-, y que sus artículos tuvieron que ser enmenda
dos, desmenuzados y reescritos” . La Declaración fue reconocida, y
votada, por sus propios autores, como xm texto «inacabado». «No
hay duda de que el peor de todos los proyectos es quizá el que se
ha adoptado»®’, confesará uno de ellos la tarde de sti aprobación.
Pero al mismo tiempo, como en él se toma prudente distancia de todo
vínculo con los acontecimientos, como se, apartó de él, por temor a
increm entar las disensiones, todo cuanto pudiera dar la imf>resión
de abogar jíor un compromiso excesivamente concreto, este texto,
elaborado apresuradamente y con un trasfondo marcado por las re
ticencias, en el que en ocasiones no dejan de aparecer vetas de mala
fe entre el entusiasmo, se rodea de una abstracción que lo sacraliza.
Al presentarse a sí mismo como algo no creado, como algo nacido
ya plenamente desarrollado del cerebro de los constituyentes, se ro
dea de im aura mítica (véase por ejemplo la í i ^ e «en presencia del
Ser Supremo y con la esperanza de su bendición y favor») y aspira a
una universalidad de principio.
¿No estaría dándose el caso, una vez más, de que la pretensión de
universalidad fiiera, al revés de lo que afirma dé sí misma, la única
forma de lograr que se mantenga imida, por el hecho de superarla;
una amenazadora heterogeneidad? Al modo de una proyección de
perspectiva, la declaración organiza la dispersión existente y tras-
150
lada a un trasmundo abstracto su reconciliación; o, como sucede
carrientem ente en el caso de la ideología europea, consütuye la su
blimación que ofrece una salida -m ediante un doble movimiento
de rechazo y prom oción- a la violencia de las contradicciones. Y es
que esta forma de provocar el equívoco (respecto de su pretendida
universalidad) tampoco carece de efecto, ya que de ella surgen un
impulso y una inercia. Tras ocultarse el difícil alumbramiento del
texto, éste obtiene a continuación un contundente éxito histórico:
habiéndose borrado todo rastro de contingencia, helo aquí -y legí
tim am ente- propulsado a la esfera de lo ideal y necesario. Hasta el
punto de que esta Declaración de 1789 logrará engendrar más tarde
descendencia (ya que es retocada y modificada en los años 1793,
1795, 1848, 1946, 1948,1950...); y de que llegó a echarse de menos,
en el momento de redactar la Declaración de 1946, la brevedad, ma
jestuosidad y simplicidad de «nuestro gran texto de 1789», dado que
«en el de 1946 [se percibe] que los arü'culos proceden de orígenes
diversos y que fueron concebidos en varias lenguas y sometidos pos-
terionnente a xm proceso de traducción entrecruzado»®®, etcétera.
Se repite así la constatación contemporánea de su carácter com
puesto, como también se reiteran su olvido y el ulterior pulimento
de la Historia. Ahora bien, el hecho de que sea preciso reescribir
constantemente una Declaración de este tipo es ya m uestra suficien
te de que la universalidad a la que aspira no es algo dado, sino que
posee el valor de ima idea reguladora, en el sentido kantiano, esto
es, de una idea en ningún caso satisfecha y que guía indefinidamen
te la indagación, puesto que obliga a trabajar.
Por otra parte, sería muy difícil que la Declaración de 1789 alcanzara
a disimular su condicionamiento de origen b^’o el manto de la incondicio
nal imivcrsalidad de sus fórmulas: no podría ocultar que naciera de las
protestas por el comportamiento arbitrario de una realeza ya resquebra
jada; ni que se entienda principalmente como una reacción contraria a
los privilegios de una nobleza que ve precipitarse su declive; ni que la
151
defeqsa de la libertad de culto que en ella se efectúa se halle sometida
a la vigilancia de los protestantes; ni que, al amparo de la general cue^
tión de la «propiedad» (¿en plural o en singular?; véase por ejemplo el
artículo xvn), se debata el tema dcl rescate de los derechos feudales,
etcétera. Ésta es la razón de que h a p sido necesario remozarla y rees-
cribirla constantemente. Hubo de hacerse pocos años después de haber
sido enunciada, es decir con cada nueva mflexión de la Revolución:
la redacción de 1793 hizo aflorar la cuestión social, y sobre todo la del
trabajo; la de 1795 reaccionó contra las violencias revolucionarias subra
yando los «deberes» del ciudadano, y también, frente al peligro de las
facciones, insistiendo en la «universalidad» de éstos, etcétera. De apari
ción más lenta, pero iguahnente innegables (aimqué aún debamos pre
guntamos si al fin hemos cobrado conciencia de ellas), son las opciones
ideológicas que la han marcado -y que sólo la diferencia de las culturas
hará resaltar realmente-: ahí están todas ellas, detectables y presentes,
aunque no decidamos dtar sino unas cuantas, como la idea de un con
trato social o de un «pacto asociativo»; o la de la «felicidad» considerada
como objetivo último; o la de tma concepción del hombre establecida
en función de una única relación: la de un «individuo» nacido «libre» y
la de la soberam'a de la Nación y de su Ley; y, sobre todo, para cerrar esta
enumeración, la del carácter no problemático de la continuidad que
en la Declaración se instaura entre el estado de naturaleza («Los hom
bres han nacido...») y la sociedad civil («...y continúan siendo, libres
e iguales, en cuanto a sus derechos»). Y por ú l ^ o , si esta Declaración
ha quedado sacralizada, es que la apuesta religiosa, al apartarse en ese
momento de la religión revelada y en lo sucesivo inútil, no apunta a otra
meta de futuro, en el curso de ese proceso de secularización que marca
a Etiropa, que a la de la absolutizadón del Hombre en sus «derechos».
152
ron los latínos, los derechos humanos representarían más bien una
distorsión de su anverso*®, pues nacieron de una conjunción rela
tivamente extraña en la que se entremezclan, en el im ibral de la
época moderna, un gran núm ero de influencias diversas. Y así po
demos decir, tanto del uno como de la otra, lo siguiente®: que, por
un lado, el nominalismo heredado de los últimos medievales (Duns
Escoto, Guillermo de Occam) no conserva más realidad sustancial
que la del individuo; y que, p o r otro, la segunda escolástica (espa
ñola: Suárez) inventa una teología que no es ya ascendente sino
deductiva, separando así al hom bre de un ám bito «sobrenatural»
al que sólo perm ite.acceder la Revelación, la pura naturaleza del
hombre -natura pura: según la creara originariam ente Dios-, única
naturaleza sobre la que ha de resignarse a tra b ^ a r la filosofía. De
esta definición genérica del hom bre, de los principios de la Razón
que están inscritos en su naturaleza y que configuran la ley natural,
se extraerá en lo sucesivo la ciencia del derecho. Este es el motivo
de que ese derecho pueda llegar a absolutizarse cóm odam ente en
forma de «universal».
” Véase sobre todo Michel VUIey, LeD roil et les droits de l ’homme, Presses imiversi-
taires de France, 1986.
Frase algo oscura: por «el uno» alude aquíJullien al ruminalimo de la enume
ración que sigue y por «la otra» entiende obviamente la escolástica. (N. de los T.)
153
el derecho se constituyó así en un primer momento en objeto -incluso
en sus concepciones y reglas más generales- de una indagación que se
desarrolló fundamentalmente sobre la base de la observación de las
relaciones entre los seres; una indagación que procura esencialmente
atribuir a cada cual lo que le corresponde en virtud de su posición.
“ Leviathan, [1651] capítulo 14, frases iniciales [Leviaíán, trad., pról. y notas de
C^los MeUizo, A lianza, Madrid 1992, pág. 110 [1651]. (N.-delos T.)].
154
lógica particularmente tensa, de la que sin duda obüene su fuerza,
es una concepción que no sólo resulta ser contem poránea del adve
nimiento.del sujeto en la filosofía clásica sino que al mismo tiempo
se sustenta en la relación qUe entonces se instaura entre el Estado y
el Individuo: de ahí deriva la idea de un derecho que a su vez termi
n a convirtiéndose en una pura emanación de ese sujeto -derecho
«subjetivo», por tanto, absoluto, ilimitado, en tanto que libertad del
individuo para actuar «conforme a su juicio» y no trabado por nin
guna ley-. De ahí nacerán los «derechos humanos».
155
Derechos:, en la reciprocidad de la relación, la noción del derecho
aísla la vertiente del sujeto y privilegia el ángulo defensivo de la rei
vindicación y de la manumisión (de la no alienación) consagradas
como tales fuentes de la libertad (el «deber» no es en este sentido
más que un fiador-un contrapesen- que participa igualmente de este
punto de vista). Del hombre, éste se encuentra aquí aislado de todo
contexto vital, del marco animal al cósmico, ya que la dimensión
social y poKtica deriva a su vez de una construcción posterior. Úni
camente en tanto que individuo resulta absolutizado el «Hombre»,
puesto que no se concibe más finalidad a toda asociación que la
de la «protección» de sus «derechos naturales e imprescriptibles»
(véase por ejemplo lo que señala el artículo n de la Declaración de
1789). Dado que el aislamiento, la abstracción y la absolutización
van de la mano, es obvio que estos tres elementos han sido el precio
a pagar para erigir ese universal. Ahora bien, ¿qué es lo que 'al mismo
tiempo se deshace al calor de esas operaciories conjuntas? Pues nada
menos que lo que podríamos denominar, en cambio, la integración
de lo humano en su mundo -«integración» que designa precisa
mente al derecho (es decir, en el anverso) aquello que la alienación
dice al revés (o en el reverso)-. Ahora estamos en condiciones de
rastrear esa pérdida en la propia historia moderna de Europa.
156
Ser Supremo de 1789 se invoca únicamente a título de espectador), al
deshacer el grupo (la casta, la clase, la gens, la tribu, la parentela, el
gremio, la corporación, etcétera), al rechazar todajerarquía preestable
cida (puesto que la igualdad se plantea como principio básico), y, sobre
todo, al separar al hombre de la «naturaleza» (la preocupación por el
entorno y su desarrollo sostenible no nos ha cruzado la mente sino en
fecha muy reciente, como si tuviéramos que recuperar hoy a toda prisa
una cuestión que hubiéramos estado descuidando desconsideradamen
te), el concepto de los derechos humanos no sólo criba lo humano
sino que toma partido en su esfera. Ahora bien, las opciones que dicho
concepto inscribe en lo humano no pueden por sí solas adelantar más
justificación -al menos de carácter último- que la de su imiversalidad.
De ahí el círculo lógico en el que parece hallarse encerrada la idea de
lo universal: éste no es solamente la meta, sino también el garante y el
aval de su propia operación de abstracción.
157
En la India no se ha aislado ál «Hombre», según sabemos, incluso
desde nuestra lejanía, como si se tratara de un hecho opaco ante el
que la inteligencia europea quedara presa de una vacilación irrepri
mible -tan pronto toma conciencia de él- Ni siquiera se lo ha aislado
respecto de los animales: la escisión que los separa de ellos sólo es de
pertinencia insuficiente, desde el momento en que se admite la reen
carnación de unos en otros y que el animal también posee la facultad
de inferir y de conocer (a lo que ha de añadirse que, si los animales son
incapaces de proponerse metas que no sean inmediatas, no es en virtud
de una incapacidad congénita, sino más bien por no tener acceso a los
Vedas -situación en la que, por cierto, se encuentra igualmente la casta
inferior-). Tampoco hay separación respecto al mundo: como el psi-
quismo humano no es otra cosa que un conjunto de órganos destinados
a transmitir pasivamente los datos externos, la interioridad humana,
que no está destinada sino a reaccionar ante lo que le proporcione el
mundo, no se halla en condiciones de considerarlo con -la suficiente
perspectiva. La ligazón con el cosmos es tal que no se concibe un orden
natural del que pudiera desprenderse el hombre. Y lo mismo hemos
de decir, por último, de la ausencia de separación respecto del grupo:
éste, determinado jerárquicamente en virtud de su fundón religiosa, es
la realidad primera en la que el propio individuo no encuentra sino un
estatuto mínimo: el que, irreductible, se acantona en la psicofisiología
de todo cuanto sufire o goza.
158
cuando el hombre se separa de su grupo y se convierte en «renun
ciante», acto individual donde los haya, no es para reencontrarse
con su individualidad, sino, al contrario, para aboliría.
159
uno tenga que encontrar su sitio en ese entorno global, participando
de ese modo en la gran función metabólica del universo. No encontra
mos por tanto en la India ningún principio de autonomía-individual
ni de autoconstitución política a partir de los cuales poder declarar
irnos derechos humanos. Si para el pensamiento europeo la Libertad
es la última palabra, el Extremo Oriente coloca, frente a esa noción, la
de «Armonía» -y en ese sentido, la India comunica efectivamente con
China- (de hecho, este país tomó en su día prestada la idea misma de
dham a-fa- a través del budismo). Por consiguiente, es sin duda más
bien «Occidente» el que, al introducir la ruptura que da origen a la
separación (o efracción) y, por consiguiente, a la emancipación ( p
ocurría con el chórismos de los griegos), se constituye aquí, escandalo
samente, en excepción.
MVéase Sami A. Aldeeb Abu-Salieh, Les Musulmans face aux droits de l'homme,
DieterWinkler. Bochum 1994, pág. 14. ■
160
razón- para que se constituyan en elem ento propio del islam. La
circunstancia de que el temor al Juicio Final, elemento prim ero de
la fe islámica, no les reconozca ningún plano autónomo en el que
poder desarrollarse, los reduce a la insignificancia.
China se encuentra en cambio en el segundo caso. Porque ¿cómo
se dice «derechos humanos» en chino, traduciéndolo del occiden
tal? Ren («hombre» )-^uan. Este último elemento, quan, que en sen
tido propio designa la balanza y la operación del pesaje, sirve asimis
mo para designar tanto el «poder» -fundam entalm ente el político
(quan-li)-.como lo que nosotros entendem os p o r «circunstancia» o
por recurso (quan-bian, quan-mou), esto es, aquello que, por su va
riación, y por oponerse a la fijeza de las reglas (jing), perm ite que
la situación no quede bloqueada sino que continúe evolucionando
conforme a la lógica del proceso iniciado. Por eso, el hecho de que
estos dos sentidos confluyan en el seno del mismo térm ino y se con
ciban ambos a partir de la inclinación de la balanza hace pensar
que no hay determinación de lo real, al menos en última instancia,
sino p or el modo en que la situación se decanta por sí misma d é uno
u otro lado: la «circunstancia» es el lugar p o r donde lo real no deja
de modificarse para continuar desplegándose (noción de bian-tong);
y el peso del «poder» no es a su vez más que la resultante de esa
inflexión. Ahora bien, el hecho de que sea ése el térm ino que se
utilice para traducir la noción de «derecho» (o «derechos») cuando
se enuncia la expresión «derechos humanos» deja patente la distor
sión experimentada -au n a pesar de que este injerto extranjero haya
prendido bien en el chino moderno, teniendo en cuenta la comuni
dad de lo inteligible que vincula a lo hum ano (y que desarrollaré más
adelante)-. Es más, insisto en este punto: cuando reivindican los
derechos humanos, los jóvenes chinos de la plaza de Tian’an Men
saben ya de lo que hablan, como los occidentales. Lo que no quita
sin embargo que no sea posible desdeñar la previa separación de las
dos líneas de pensamiento, ya que, de lo contrario, correríamos el
riesgo de renunciax' a la claiidad de todo compromiso político. Y es
que, si el derecho ha de tener igualmente en cuenta la diferencia de
los casos, él mismo no emana de la situación -a l contrario de lo que
ocurre con el poder-, sino que la trasciende en virtud de su carácter
161
ideal. Lo que demuestra que es innegablemente una producción
teórica que Europa ha favorecido.
Ése es el estrecho intervalo de los derechos humanos, y a élle de
bemos su condición de posibilidad cultural, es decir, no se despren
den (esto es, no se «declaran» ni se «proclaman») sino por el ais
lamiento y la ruptura del plano en el que existen; no obstante, la
trascendencia que poseen no debe integrarse por tal motivo en un
orden superior. Y ello porque, de lo contrario, en ese orden que
daría reabsorbida esa separación (o efiacción), como ocurre en el
caso de toda culüira teológica. Y en cuanto al pensamiento de la
inmanencia, éste responderá siempre, por su parte, poniendo una
vez más enjuego el viejo argumento taoísta; el de que el surgimien
to de los derechos humanos y su reivindicación no se debe sino a
una pérdida de la Armonía primitiva: si pensamos en reivindicarlos
es únicam ente porque se ha quebrado el entendimiento espontá
neo®. Ahora bien, en efecto, los derechos humanos no son sino la
ruptura de una plenitud. Lo universal que los habita, y sin el cual no
existen, debe por tanto comprenderse en un sentido opuesto al de
toda totalización-satisfacción -factor en. el que veo que se recupera
nuevamente la negatividad inherente a lo imivenal.
162
un principio (1) la Declaración, al enunciarlos, los planteaba de
acuerdo con esta modalidad universal, resulta que eludía, gracias a
su carácter abstracto, las contradicciones irresueltas de la situación
histórica que las ve aparecer: a este respecto, basta levantar siquiera
mínimamente el velo que cubre la génesis de la sucesión de textos
redactados. Por otro lado (2), estos mismos derechos hum anos rep o
san en unos presupuestos que quizá se hayan admitido con demasia
do apresuramiento: en primer lugar, el de que puedan estar funda
dos en una «naturaleza humana», a su vez universal, cuyo concepto
sérica transcultural y transhistórico; el de que ésta, además, admita
ser conocida sin el auxilio de ninguna intuición ni Revelación privi
legiadas, sino empleando únicamente el órgano de la razón; y el de
que haya, por consiguiente, que separarla radicalmente de toda otra
realidad del mundo, incluida la realidad de la naturaleza animal. De
aquí se sigue (3) que, a pesar de la pretensión que esgrimen, los de
rechos humanos derivan de una ideología particular que disimulan
o, peor, que desconocen: apartamiento del cosmos, pérdida de la
armonía, abstracción del individuo y determ inación de su estatuto
irreductible como imago dei, primacía de lo reivindicativo sobre lo
comunitario, etcétera. Y por último (4), la causa d e que los derechos
humanos hayan disfrutado de una sacralización que ha terminado
por absolutizarlos se debe a la pérdida contem poránea de la idea
de una sacralidad divina y al hecho de que sobre ellos haya venido a
recaer el sentido de la transcendencia. Y p o r otra parte; ¿olvidamos
acaso que se los ha atacado por estos dos extremos y han sido por
tales motivos objeto de contestación en el seno mismo del pensa
miento europeo? Han sido criticados tanto en su vertiente teológica
(no podrán hallar fimdamento absoluto más que integrándose en la
Revelación) como por el flanco marxista: los «derechos humanos*
son en realidad derechos de clase, Klassenrechte {Sobre la cuestión ju
día, I, 352). Y la prueba nos la ofrece -sé argum entará- el hecho de
que, en la Historia, se los haya invocado tantas veces para encubrir
la opresión y volverla aceptable, e tcétera.
De ahí el gran número de esfuerzos desordenados -aunque re
lativamente convergentes- que hoy se hacen para preservar la uni
versalidad de los derechos humanos: verdadero sálvese quien pueda
163
ideológico, fuente además, preciso es admitirlo, de una literatura
inagotable*: todo el m undo busca una salida tratando de esquivar,
siquiera sea tangencialmente, la radicalidad de sü concepto. Puede
incluso sacarse partido de estas múltiples contracciones. Y es que ya
no es tiempo de ingenuos triunfalismos: en lo sucesivo lo universal
desea presentarse con modestia. De hecho, pretende recunir incluso
al minimalismo, pues con él espera sobrevivir a las críticas que se le
han dirigido. Ahora bien, ¿significa eso que vaya por buen camino?
164
chos humanos dejan de existir, ya que su deber pertenece al orden del
■ principio, de lo a priori, y por tanto no es posible hacerles experimentar
ninguna componenda.
2) O bien sugerimos que se reintegren en una noción, más global y
consensual, de armonía (éste es el discurso más habitual en Extremo
Oriente). Sin embargo, p he mostrado que la lógica que les es propia
-la de la emancipación por medio de la e&acción- no sólo se aparta
de la integración basada en el principio de la idea de armonía, sino que
entra incluso en abierto conflicto con ella.
3) O bien planteamos que es posible encmtrarlos, en una u otra for
ma, mutatis miUandis, prácticamente en todo el mundo. En nombre en
esta ocasión de una fáctíca universalidad antropológica reducida a sim
ple generalidad: así es como creemos detectarlos en los deberes recí
procos que vinculan a los miembros de las comunidades en China, o en
la voluntad de conservación de la vida en la India, etcétera. Sin embar
go, y a menos que se exponga al riesgo de quedar desprovista de todo
rigor, la noción de los derechos humanos no admite quedar diluida en
conceptos de perfil indefinido, susceptibles de interpretaciones diver
sas y sobre todo incómodos desde el punto de vista práctico, como los
asociados a la dignidad o a los valores humanos -conceptos a los que de
ese modo se ven reconduddos (tanto más cuanto que esa identificación
antropológica se produce siempre en la lengua de Europa, y únicamen
te en ella, o al menos sobre la sola base de los conceptos alumbrados
en ese continente).
4) O bien proponemos que se embote su cortante filo redefiniendo
a la baja tanto el estatuto teórico como el rango operativo de su con
cepto, dado que se juzgará más tolerable no ver en ellos más que ion
«símbolo». Ahora bien, no será diímninando en una aureola nebulosa
la nitidez de su contorno -ni cargándolos de una mayor emotividad
residual-como logre dotárselos de transmisibilidad cultural (de hecho,
lo cierto es más bien lo contrario).
5) O bien sugerimos, por último, que se limite su ambición en un
aspecto concreto, de modo que se vuelvan irrecusables -con lo que su
bastión resultará más fácilmente defendible-. Sostendremos así, por
ejemplo, los derechos humanos invocando el carácter intolerable del
trabajo infantil: ¿acaso no sería el derecho a la educación un derecho
16¿
primordial, básico (del que dependen todos los demás), y, como tal,
innegable? Lo que no quita que incluso las nociones de «trabajo» (por
oposición al estudio, al ocio, a las vacaciones) y también las de «infan
cia» (puesto que la entrada en la edad de la actividad «adulta» muestra
amplias variaciones en función de las distintas civilizaciones) distan mu
cho, como sabemos, de poderse trasplantar directamente de una cultu
ra apotra. Y la prueba es lo que nos enseñan los antropólogos de las tri
bus «primitivas»: lo que hoy nos parece alienación no podía presentar
el mismo aspecto a los ojos de éstas en tanto no se hubiera establecido,
y de forma conspicua, una relación de explotación. Y ello porque son
las formas de la vida contemporánea, exportadas de Occidente, las que
nos han llevado a pensar separadamente el trab^o y la infancia, las que
logran que resalte efectivamente, como clamorosa injusticia, el trabajo
mfantil -y ello en nombre de la autonomía individual a la que sólo el
estudio permite tener acceso.
166 -
teniendo en cuenta que los propios derechos hum anos son coetá
neos de ese impulsó científico-, de la circunstancia de que constitu
yen un beneficio para la humanidad, beneficio que, en tal sentido,
tampoco se habría producido en ningún otro lugar salvo en Euro
pa? Dejando a un lado el hecho de que esta justificación equivale a
lanzar una acusación, siquiera tácita, sobre todas las demas culturas,
la crítica es evidente, incluso para el etnocentrism o más obtuso: y
ello porque ¿en nombre de qué cabría determ inar tal progreso si
no es ja desde un marco ideológico particular (que prefiere, por
ejemplo, la autonom ía a la armonía, etcétera)?
Bastan estas objeciones para mostrar que toda justificación ideo
lógica de la universalidad de los derechos hmnanos conduce a u n
callejón sin salida, como también son vanas la? operaciones reduc
cionistas de todo tipo que se han propuesto: la pretensión de univer
salidad de los derechos humanos sólo me parece defendible, a decir
verdad, desde un punto de vista ügico. En vez de pensar en suavizar
el concepto de los derechos humanos obligándolos a una serie de
componendas capaces de volverlos aceptables desde una perspectiva
transcultural -precisamente por haber sido rebajados-, yo conside
raría más positivo que nos desconectáramos de este discurso de ía
buena voluntad, impotente pero no por ello menos dado a la perora
ta. Tomaría así ima determinación opuesta: la de confiar en su efecto
conceptual, ya que de él extraen los derechos htimanos un beneficio
tanto en el plano de la operatividad como en el de la radicalidad.
Y ello porque, por un lado, es sin duda la abstracción de la que
proceden la única que, al separarlos de su cultura y su entorno origi
narios, los vuelve comimicables a otras culturas. Dicho de otro modo:
si hoy los derechos humanos suscitan un debate internacional no se
debe únicamente al hecho de que Occidente los promoviera en el
momento en que accedía al apogeo de su p oder y podía pretender,
movido por impulsos imperialistas, imponerlos al resto del mundo;
si el debate se mantiene se debe también a la circunstancia de que
su propio estatuto abstracto les confiere un caiácter aislable, y por
consiguiente los hace intelectualmente manejables y cóm odam ente
identificables y transferibles, transformándolos al mismo tiempo en
un objeto - o herram ienta- privilegiado para el diálogo (no sería
167
posible, por ejemplo, lograr que la «armonía» diese lugar a un en
vite comparable, capaz de actuar como elemento a discutir por las
culturas, y esto, además, en un p lan o internacional). Por otro lado,
lo que entiendo por su capacidad de radicalidad -o desnudez- con
ceptual estriba en el doble hecho de que se remiten a lo humano en
su estadio más elemental, al ras de la existencia, y de que conciben
al hom bre desde el ángulo de esta última condición, anterior a to
das las demás, una condición que tiene por tanto valor de elemento
incondicionado, dado que enjuicia al hombre únicamente en tanto
que ser nato. Ahora bien, desde este punto de vista, no es tanto al
individuo a quien se apunta (habida cuenta de que, como construc
ción ideológica, será fácil mostrar la arbitrariedad que aún persiste
en la Declaración) como al simple hecho de que se trata de unos
derechos del hom bre -y en este caso «del hombre» no es tanto un
genitivo posesivo (cuyo significado sería: «que pertenecen ál hom
bre»)- como tin partitivo: tan pronto como sea del hombre de lo
que se trate, aparecerá u n deber ser imprescriptible y a p rm i
No obstante, y en lo qüe hace a la estructura lógica de esta noción
que constituye un concepto operativo, no sabría detenerme aquí.
La capacidad liniversalizante de los «derechos humanos» debe más
aún a este otro hecho: su alcance negativó (desde el punto de vista de
aquello contra lo que se yerguen) es infinitamente más amplio que
su extensión positiva (esto es, la que tienen cuando los consideramos
desde el ángxilo de aquello a lo qi¿e se adhieren). Dicho de otro
modo, hay disimetría entre las dos caras de la noción. Y ello porque
si, desde el punto de vista de su contenido positivo sabemos ya sufi
cientem ente hasta qué punto se trata de un contenido contestable
(por su mito del individuo, de la relación contractual asociativa,
por su construcción de la «felicidad» como fin último, etcétera), y
si por consiguiente no pueden pretender enseñar universalmente
cómo ha de vivirse (exigiendo que su ética sea preferida a cualquier
otxa), son por el contrario un instrumento insustituible para negar
se a la opresión y protestan para marcar un tope a lo inaceptable,
para afianzaj en ellos.la resistencia®®.
168
Herramienta dotada de indefinidas posibilidades de reconfigura-
d ó n (ésta es la razón de que haya de reescribirse en cada nuevo mo
mento histórico la Declaración que los recoge) y simultáneamente
carente de límites transculturales (habida cuenta de que elevan una
protesta susceptible de ser descontextualizada y que se halla por
añadidura «despojada» de todo aditamento, puesto que se efectúa
únicamente en nombre del ser nacido), los derechos hum anos son
justamente la denominación de aquello «en nom bre de lo cual» se
alza el oprimido, la designación de un último recurso, qué de no
ser por ellos, carecería de nom bre y dejaría p o r tanto a los hom
bres desprovistos de íoda capacidad de intervención e insurrección.
Ahora bien, el hecho de que esa función negativa, insurreccional,
predomine sobre la dimensión positiva de la noción, viene a sumar
se a la función más general que explica, en mi opinión, la vocación
de lo universal: la de reabrir una brecha en toda totalidad cerrada,
satisfecha, y dar en ella nuevo impulso a las aspiraciones de nove
dad. ¿Acaso no se trata de un hecho fácilmente constatable? Todos
aquellos que, en la generalidad del mundo, invocan hoy los dere
chos humanos, no por ello se adhieren a la ideología occidental
(e incluso cabe preguntarse si la conocen siquiera). No obstante,
encuentran en esos «derechos humanos» el argum ento último, o
mejor el instrumento, que pasa infatigablemente de m ano en mano
y se halla disponible para toda causa venidera, no tanto al objeto
de trazar los contornos de una nueva figura de oposición de la que
siempre cabe sospechar que pudiera estar siguiéndole el juego a su
169
pareja-contrincante, como para expresar -de manera más radical-
u n rechazar, y ello porque los derechos humanos exponen en carne
viva una trascendencia operativa, no integrada, no alienada en la
inm anencia de toda situación. Si la oposición es invariablemente
diversa dado que recibe orientación de su contexto, el rechazo se
desliga inicialmente de aquello que refuta y tiene valor de gesto
único, puesto que se abre de pronto a lo incondicionado haciendo
que brote el clamor desnudo de lo que yo evocaba anteriormente
y denominaba, en calidad de noción última e incluso insuperable,
«sentido común de lo humano». Ahora bien, en su vertiente nega
tiva, los derechos humanos logran expresar de manera ejemplar esta
universalidad del rechazo.
170
posible equivalente o sustituto. De lo contrario, digo, correríamos el
riesgo de quedar varados una vez más, e inevitablemente, en uno u
otro de estos dos opuestos atolladeros: el de recaer en el absoluto de
su deber ser (y no poder ya plantearlos como principios intangibles)
o el de convertirlos ingenuamente (o de forma taimada) en el credo
fundamental del nuevo orden globalizado (y restablecer así, fatal
mente, el vínculo con el imperialismo occidental).
Y ya que hablamos de los aspectos universalkantes, abro aquí
lina digresión en nuestro análisis a fin de expresar a un tiempo dos
cosas: 1) en lugar de suponer que los derechos humanos posean
de entrada un carácter universal, p o r efecto de una especie de in-
nátismo conceptual, o de trascendentahsmo, inspirado en el de la
naturaleza humana, la noción de lo uratüCT-ífl/úanfe sobreentiende,
por su vinculación con el gerundio, que hay algo universal que se
halla en curso, o en marcha, que está siendo procesado (y no es
por tanto algo concluido): sobreentiende que se trata de algo que
se encuentra en vías de realización; 2) y al mismo tiempo, en lugar
de resvdtar concebible como una propiedad o cualidad poseída pa
sivamente, la idea de lo imiversalizante da a entender que estamos
ante un factor activo, frente a un agente y un promotor: que es en
sí mismo un vector de lo universal, no siéndolo además p o r referen
cia a una representación instituida - n i p o r hallarse en relación de
dependencia con ella-; que n o es preciso p o r tanto ajustarlo, como
se hace por lo común, a las posibles variaciones de extensión de una
verdad. Por consiguiente, al hablar de la capacidad imiversalizante
de los derechos himianos entiendo que éstos promueven o activan
los elementos propios de lo universal: que, por medio de su particu
lar perspectiva, delimitada p o r los avatares históricos e ideológicos,
revelan y ponen en marcha el principio «regulador» de ese mismo
imiversal -principio que es, desde luego, la única trascendencia que
reconozco.
Y es que no hay duda de que la interrogante se resume finalmen
te en ésta: ¿hemos de m antener o no -y en calidad de qué y en qué
plano- un incondicional (o «trascendental») cultural? Por mi parte,
yo lo plantearé únicamente en calidad de principio regulador de lo
universal, y en ese mismo plano -estrictam ente funcional, y no no
171
cional (o «constitutívo»)-. Lo que equivale a decir, en este caso, que
los derechos humanos no son en sí mismos universales (la singula
ridad de su advenimiento lo muestra), sino que su falta o privación
hace aflorar claramente en toda su intensidad un universal de Ip
humano -transcultural y tránshistórico- al que, de otro modo, no
podríamos nom brar; y en nombre del cual podemos decir no, a
priori, a todo cuanto los cuestione, con independencia del contexto
ciiltural en que nos hallemos, y protestar de este modo en términos
legítimos.
¿Qué otra causa podría entonces existir para que nuestros con
ceptos de lo universal, según los hemos heredado de la filosofía clá
sica, nos coloqúen en terreno inseguro para pensar el estatuto de
los derechos humanos, como no sea la de que nos los hacen consi
derar en un plano que no les corresponde, y ello por im a doble ra
zón? Dichas nociones nos empujan a contemplarlos desde un punto
de vista que no sólo es cognitivo, producto de la tradicional teoría
del conocimiento, sino también, y al mismo tiempo, positivo, como
el que aplicaríamos al contenido de unos enunciados que exigieran
una adhesión cuya legitimidad debiéramos examinar a fin de deter
minar si en efecto existe o no. Y ello cuando en realidad el carácter
unlversalizante de los derechos humanos no pertenece al orden del
saber (es decir, al campo de lo teórico), sino al ámbito de lo opera
tivo (o de lo práctico): si los invocamos (o si «intervienen») es para
actuar, desde un prim er momento, en toda situación dada. Por otro
lado, su extensión no corresponde al orden de un cnedo cualquiera
(de naturaleza ideológica) en el cual tengamos obligación de con
fiar, sino que se entiende -negativam ente- como aquello que sólo
al no hallarse presente revela de modo súbito la existencia de un a
prioñ (o de algo incondicipnado) en el seno mismo de nuestra ex
periencia; como aquello por tanto a lo que hay que adherirse jncon-
dicionalmente para iniciar una resistencia, ya que no es del orden
de la verdad, sino que pertenece a la esfera de lós recursos para la
acción.
Con lo cual hay. que distinguir lo universalizanie de lo univenali-
zable, lo que los separa es precisamente esa diferencia de plano. Lo
universalizable es aquello que pretende alcanzar o poseer la cuali
172
dad de lo universal, en tanto que enunciado de verdad. Por eso topa
inevitablemente con el espinoso problem a de su poder ser: al tener
que justificar aquello en cuyo nom bre adquiere legitimidad esa ex
tensión que se atribuye, lo universalizable corre infaliblemente el
riesgo de esgrimir pretensiones abusivas al concederse a sí mismo
más de lo que le corresponde (puesto que no se trata de un univer
sal probado); de que en consecuencia se le tenga p o r fraudulento,
o de que se le considere cuando menos discutible. Ahora bien, lo
universalizante, por su parte, es inm une a ese problem a de legitimi
dad: dado que él es lo que hace surgir -p o r defecto y de modo ope
rativo- lo universal, no pretende, sino que hace; y medimos su valor
por la potencia y la intensidad de ese efecto. Digamos p o r tanto que
los derechos humanos son u n universalizante vigoroso o eficaz. Y es
que respecto a los derechos humanos la cuestión no radica ya en
saber si son universalizables, es decir, si pueden extenderse como
enunciado de verdad a todas las culturas del m undo -o mejor dicho,
si eso es lo que se pretende, la respuesta es n o-, sino en asegurarse
de que produzcan el efecto d e un imiversal que sirva como un ele
mento incondicional (ésa es justam ente su función como arma o
herram ienta negativa) en nombre del cual pueda determinarse que
un combate es a piiori'psto y la resistencia legítima.
173
a las segundas según el modelo de las primeras (lo que por otra parte
se justifica -en la opción cognitivista que él abraza- en la necesidad de
conseguir que se bata en retirada toda actitud escéptica respecto de los
valores). De ese modo concibe el principio de universalización que se
requiere en la argumentación moral como im principio que desem
peña un papel equivalente al del principio de inducción que permite
pasar, en el discurso del conocimiento, de las observaciones singulares
a las hipótesis universales y colmar así el abismo que las separa. Ahora
bien, lo que aquí me parece sospechoso es precisamente ese elemento
análogo al principio de inducción por el que se logra pasar, mediante
generalización, de uno al otro, o mejor dicho, de uno a todos, actuando
así de «puente» -ais Brückenpñmip- entre lo individual y lo universal; y
ello porque no me parece que sea capaz de resistir, en su forma argu-
mental, a lo que hacen aflorar como problema muy distinto -proble
ma que^l kantismo no llegó siquiera a sospechar- la disparidad de las
culturas y la mutua indifertncia de sus concepciones, según nos las hace
valorar justamente la genealogía europea de los derechos humanos.
A esta nueva luz, no podemos contentamos ya con pensar lo universal
como lo «imparcial» o lo «impersonal», como si todas las personas invo
lucradas se vieran obligadas, por la exigencia del compromiso lingüís
tico, a adoptar la perspectiva de todas las demás, como hace Habermas
en su proyecto de ética íimdado en la comimicación; lo que procede en
cambio, confrontándolo con lo cultural impensado, es separar con ma- .
yor radicalidad aún lo universal del plano de la representación: es decir,
conviene no seguir buscándole una extensión nocional que siempre
correrá el riesgo de encontrarse en situación peligrosa en otras cultu
ras, por lo que es mejor aferrarse a Ip incondicional que su defecto hace
aflorar de forma súbita -eso esjustamente lo que sucede cuando faltan
los derechos humanos.
174
tarse súbitamente de que un niño está a punto de precipitarse a un
pozo -ése es aquí el ejemplo elegido-, siente de súbito u n acceso de
espanto y hace un gesto para detenerlo (no porque rneuituviese nna
relación privilegiada con sus padres, ni porque quisiese cosechar
particulares méritos, ni por tem or a que se le culpara p o r no haber
lo im pedido.,.): ese gesto se nos escapa de m odo espontáneo, es
de naturaleza por entero reactiva: no podríam os no hacerlo. Ahora
bien, continúa Mencio (n, A, 6): «Quien no posea tal conciencia
[moral] de la piedad [como sentimiento de lo insoportable frente
al mal que a los demás acontece -aunque traducir p o r “piedad” la
voz original, en este, contexto, sea, lo reconozco, u n dolorim iento
excesivo-] no es hombre». En una palabra, quien no hubiera esta
do dispuesto a tender el brazo «no es hombre)¡>. En lugar de partir
de una definición del hombre que necesariamente habría de venir
determinada por la ideología y sería, por ello, singular, Mencio hace
brotar -y ello también de forma negativa, sobre la base de su falta
inadmisible- aquello que, en uno mismo, en tanto que reacción in
controlada de «humanidad», posee vocación de universalidad. No
estamos por tanto aquí frente a un elemento «üniversalizable», per
teneciente al orden de la representación y cuya posible extensión
como enunciado de verdad hubiera que validar; p o r el contrario,
lo que actúa a modo de universaUzante es ese rechazo irreprimible:
el de negarse a dejar que el niño caiga al pozo. Además, la palabra
«hombre» se encuentra aquí únicamente en posición de predicado,
no de sujeto: pues es el hecho de tener tal conciencia de la piedad
lo que hacecl «ser-hombre».
No obstante, lo que separa este ejemplo-át\ cual Mencio extrae su
lección m oral- del concepto de los derechos humanos es que estos
últimos gozan de un estatuto de abstracción que los vuelve transcul-
turalmente operativos -d e ahí la idoneidad inigualada con que los
derechos humanos permiten intervenir en toda situación dada-; y
además, los derechos humanos ponen deliberadamente en marcha
una resistencia política, frente a la opresión, que apenas puede ras
trearse en los pensadores chinos. Aunque hay que decir no obstante
que Mencio también consigue hacer brotar, con función de universa-
/izante-logrando que lo universal aflore a la superficie de la experien-
175
da, ésa es desde luego la imagen que utiliza (la de un «brote» que
perfora de pronto el umbral de lo invisible y aparece)-, una incon-
dicionalidad de lo hum ano de la que puede afirmarse a priori que es
cosa transculturalmente compartida. Dicho con mayor crudeza aún:
ese grito que lanzamos (ese brazo que tendemos) para detener al
chiquillo que, balanceándose, se halla a punto de caer al pozo, es,
evidentemente, sin que precise de interpretación ni de mediación
cultural alguna, el grito (o el gesto) -«de fondo» {bm, dice el au
tor en la lengua original)- del sentido común de lo humano (véase por
ejemplo la noción china de rm). Expresado de otro modo: el hecho
de tener en cuenta la disparidad de las culturas y el modo en que di
cha diversidad nos obliga a dejar que aflore lo impensado de nuestro
pensamiento no equivale, en cambio, a renunciar a la exigencia de lo
común. Q aro que aún será preciso que concordemos en el modo de
concebir eso que nos es «común». ‘
176
XI
Ni síntesis ni denominador ni fundamento,
o de dónde nos viene lo común
177
and blood-, al esclarecer el «tiempo vivido*^*. De este modo, ambos
planteamientos están llamados a complementarse en perfecto mari
daje: p or un lado los aspectos abstractos y objetivos (el «Occidente»
de la razón), por otro lo concreto y lo subjetivo (el «Oriente» de la
intuición). En esta unión, uno es el «óvulo» y el otro la «simiente»;
China es yin. Occidente yang. ¿cabría figurarse con mayor elocuen
cia aquello en lo que radica, entre las culturas, el misterio de su
«fecundación»?
Ahora bien, ¿cómo es que estos proveedores de la gran simbiosis
cultural, tan numerosos hoy, sobre todo entre los chinos america
nizados (esta opción ,está convirtiéndose incluso en un dogma en
la Costa Oeste estadounidense), no ven que únicamente piensan la
diferencia de las culturas en términos occidentales (aun cuando se
expresen en chino: «concreto»/«abstracto», «sujeto»/«objeto», et
cétera) y por consiguiente no conciben la suya propia sino a'partir
de la otra, de la que no es más que un reflejo, y según sus categorías?
La comunidad de las culturas parece hallarse tanto mejor garanti
zada en el futuro cuanto' que ya no se perciben todas - a través del
medio conceptual europeo- sino en calidad de simples variantes
exóticas de la occidental. Y es que, de lo contrario, ¿en función de
qué armonía preestablecida podrían sustraerse a su heterotopía y
disparidad de partida para terminar encajando, in fine, por extraño
que sea el perfil de sus elementos respectivos, con la misma rotun
didad que en u n rompecabezas? ¿Qué otra imagen de conjunto po
drían venir a perfilar de este modo sino la inicialmente trazada de
las ciencias humanas (europeas) -hablando desde una perspectiva
previa a las categorías-? Si nos atenemos a esta imagen, induso la
célebre «fecundación» entre las culturas muestra depender de todo
un conjunto de gestaciones cada vez más singulares, de una serie de
estrategias cada vez más oblicuas, más elaboradas -inventadas, que
las emanadas del simple contacto y abrazo entre dos mundos;
Y sin embargo, hete aquí que eso es justamente lo que anuncian
ciertas fórmulas con aire de eslogan troqueladas con sacabocados
178
y que tan cómodas resultan desde el punto de vista ideológico: «El
tercer milenio», se afirma con ánimo de zanjar el asunto, «será el mi-
- lenio de la síntesis o no será». El tono corresponde efectivamente al
de una prédica milenarista: In this way our homo-ecological symbiosis will
finally happen and we will truly enjoy together our global cultural together-
ness^. Por lo menos se reproduce aquí, y a placer, el happy end que
se nos inculca desde las cumbres políticas (la dichosa «moción de
síntesis», reconciliadora, promovida al término de u n tumultuoso
debate): la nueva cultura globalizada se presenta en lo sucesivo con
los atavíos de un Parlamento m undial que se prom ete a sí mismo la
integración democrádca de las distintas corrientes, en su totalidad
-n o podrá no incluir...-. A m enudo se ha llegado a describir incluso
al ciudadano cultural del m undo venidero corao a alguien destina
do a efectuar su consumo en las grandes superficies, en esa especie
de «supermercado» mundial de la cultura, alguien abocado a elegir
a su antojo los productos que se le muestran en los expositores,
absorto en deam bular de una sección a otra, presto a llevárselos en
su carrito... Se trata sin embargo de una imagen falsa: las nociones
y las representaciones culturales no admiten ser así disociadas de
su contexto ni se prestan a quedar amontonadas unas ju n to a otras,
en la sección del «racionalismo», el «hedonismo» o la «salvación»
(un poquito de zenotro poco de epicureismo-una pizca de teología
negativa-una pincelada de..., y logrará usted componer, una vez en
casa, su dicha personal). ¿Cómo es que no nos damos cuenta de
que esas secciones no han sido levantadas sino p o r la exclusiva ac
tividad de las categorías de la razón europea: de que es la cultura
occidental, irrem ediablemente mundializada, la que h a concebido
los envases y las clasificaciones, incluso las etiquetas, la que ha idea
do incluso de pim ta a cabo ese gran establecimiento convertido en
inmenso bazar-acondicionado ya inevitablemente, como es el caso,
mediante todo un conjunto de circuitos señalizado m ediante balizas
pensadas para orientar el consumo?
” Ibid. [«De este modo, terminará verificándose nuestra simbiosis, tanto huma
na Como ecológica, y podremos disfirutar realmente de nuestra condición común.»
(N.delosT.)]
179
La alternativa opuesta a la síntesis es el análisis: desde él habrá
que descomponer en elementos primordiales los credos y las reli
giones -todos los elementos ideológicos que el mundo contempo
ráneo pone sin remedio en comunicación- para discernir tras ese
examen lo que se destaca en el crisol de lo estudiado; no pudiendo
presentarse como un núcleo duro, idéntico, lo común puede cuan
do meónos detectarse en nuestro análisis, donde aparece como una
relación comparable entre distintos términos, como una forma aná
loga de intersección o de mediación” . Desde los años noventa, la
Unesco ha trabajado mucho en esta idenüficación.de puntos de en
cuentro: al contribuir sm miembros a formular una ética «global»,
o «planetaria», se supone que logran favorecer el afianzamiento de
unas relaciones pacíficas entre las diferentes culturas. Una vez más,
el tono adoptado (pues el tono forma aquí, eminentemente, parte
de la cosa),es el de una Declaración solemne: We confirm that.these is
already a consensus among the religions which can be ihe basisfor a global
ethic-a minimal fundamental consensus conceming binding valúes, irre
vocable standards, and fundamental moral atíitudes Me cuidaré
muy m ucho de ofrecer una traducción, habida cuenta de que los
términos empleados no son sólo, una vez más, los de la lengua eu
ropea estandarizada, es decir, americanizada: hopes, goals, ideáis..!’^,
sino que resultan asimismo difícilmente separables de las ilaciones
y giros idiosincrásicos al xiso -incluso en el terreno de los acentos y
entonaciones que resulta fácil imaginar- en este género de meetings
(si lo tradujera al francés, no quedaría prácticamente nada...).
180
Ahora bien, comparemos de nuevo las circunstancias de lo ante
rior con esa prim era época de globalización que fue (para Occiden
te) el imperio romano. Utilicemos al uno como m edida del otro: lo
que los juristas latinos -ante la afluencia de cuantos venían a residir
a Roma y no se hallaban sometidos a la ley rom ana- decidieron co
dificar en su ius gentium, «derecho de gentes»’®, como una especie
de mínimo común denom inador de los usos de todos los pueblos
conocidos, y habría de convertirse, andando el tiempo, en la prác
tica legal más próxima a una justicia para el mayor núm ero, eso
que codifi,caron, digo, tenía al menos el mérito de ser directam ente
útil al establecimiento de la vida social. No pretendían alcanzar una
verdad de principio, sino que se limitaban a tratar de conseguir que
aquella cohabitación de costumbres y creencias tan diversas resulta
se jurídicam ente viable. Y era, en efecto, algo que servía para hacer
justicia, algo que no se esforzaba en disimular, como hacen hoy los
apologistas de una ética mundial, la parte de constructo que aún re
vela conservar inevitablemente toda empresa en la que uno se limite
a recoger y a enum erar los elementos comxmes - p o r el empleo de
la lengua misma y por los instrumentos con los que se realiza ese
inventario.
Y es que hoy se insiste una y otra vez en los proyectos de una Glo
bal Ethic, a m odo de elemento mínimo, pero indubitable, en lo si
guiente: todas las tradiciones morales y todas las religiones de todo
el m undo preconizan la paz (a visión of peoples limng peacefuüy toge-
ther’’’) -¿y quién se atrevería a sostener que la paz no es deseable?-.
Aun así: ¿podemos olvidar por ello que Heráclito entre los griegos, o
Hegel entre los modernos, por no citar más que a estos dos autores,
tuvieron que pensar la lógica prom otora de la guerra para resaltar la
función, incluso ética, de lo negativo? Pienso en la precisa función
que revela inm ediatamente en su desnudez la totalidad del des
pliegue contem poráneo de la buena conciencia y la expone como
lo que es: im a miedosa incapacidad de asumir precisanaente la car-
Téngase en cuenta que la voz «gentes» tiene aquí, como se sabe, el sentido de
«naciones». {N. de los T.)
^Ibid.
181
ga de esa negatividad, es decir, insolvencia para pensar y extraer de
la negación puram ente destructiva aquello que podría servir para
un uso fecundo y creativo. De hecho, es incluso aquí, en esta inteli
gencia de lo negativo y de sus aperturas prometedoras, aunque no
identificadas todavía, donde veo que reside el principal trabajo del
intelectual en la época de la estandarización de los consensos’®. Me
extraña además que a todos los alentadores de tantos foros como
hay de las religiones, que a todos los fomentadores de los numero
sísimos Davos de la cultura, no les haya suscitado más interrogantes
de fondo el escaso interés que ha despertado su empresa una vez
superado el inicial efecto propagandístico (hago aquí excepción
de la Unesco, pues en estas cuestiones estriba su interés forzoso y
funcionarial)” , ¿Por qué se da el caso de que la. Declaration Toward a
GlobalEthic (del Parlamento de las religiones del mundo, 1993) no
ha tenido el mismo efecto que la Déclaration universelle des droits de
l'homme, a la que sin embargo pretendía imitar ese texto? La razón
ha de verse en que los derechos humanos son un concepto que, a
pesar de hallarse, como" se halla, marcado por premisas culturales
y de no poseer carácter ecimiénico, no p o r ello deja de constituir
un concepto fuerte, como ya he dicho, im concepto cuya vertiente
negativa, de resistencia, tiene al menos valor imiversalizante y posee
un filo que no muestra aún signos de embotamiento. Y a la inversa,
la «ética global» no es más que una colección de truismos. Ahora
” Remito al lector a mi obra titulada L’Ombre au tablean, ScuU, 2004, págs. l&«s.
” atemos, siquiera sea desordenadamente, la Conferencia general de la
Unesco, 33* sesión, París 2005, «Célébratíon d’une année intemationale de la cons-
dence planétaire et de Féthique du dialogue entre les peuples»; o el Proyecto ti-,
tulado «Stratégie á moyen tenne», 200&-2013 (34C/4) («Objectif primordial 4/10»:
«Démontrer Timportancc des échanges et du dialogue entre les cultures pour la
cohésion sodale, la réconciliatíon et la paix»); q también el texto deJéróme Bindé,
Jean-Yves Le Saux y Roger Gudmundsson titulado Un monde rumveau, Unesco/Odi-
leJacob, París 1999, págs. 470-ss. [ Un mundo nuevo, trad. de Sergio Pawlowsky Glahn,
Galaxia Guteriberg, Barcelona2000. (K delQsT.)].
Cuántas páginas para no manifestar otra cosa que afinnadones biempen-
santes...
182
bien, los truismos carecen de interés y de efecto; de hecho, ni siquie-
ra’son «ciertos». En cualquier caso, no se hace Historia con ellos.
Y sin embargo, ¿dónde queda en todo esto «la regla de oro»? ¿Acaso
no hay aquí, cuando menos, un hermoso consenso de las civilizaciones?
Encontramos dicha regla en dos ocasiones en las Analectas de Confucio
(IV, 15; XV, 23); «Tzyy Gonq preguntó: “¿Existe im único principio que
pueda guiar la propia conducta a través de la vida?”. Y el Maestro res
pondió; “Quizá sea el principio de la reciprocidad, ¿no es cierto?”. Lo
que no desea que le hagan, no lo haga a los otros»*® (compárese tam
bién con lo que se señala en Metido, IV, A, 9). Ahora bien, este enuncia
do vuelve a encontrarse en el Antiguo Testamento (Tobías, 4,15) y en el
Nuevo (Sermón de la montaña, Mateo, 5-7); pero también está presente
en Isócrates y en el emperador Alejandro Severo (quien manda inscri
bir este precepto en el frontón de su palacio: Quod tibifieri non vis, alteri
nefeceris)-, y no sería difícil prolongar esta lista con ejemplos sacados del
islam, el budismo, el hinduismo, etcétera.
De los mínima moraüa comunes a toda la humanidad, éste sería el
más auténtico. Ahora bien, hemos de decir no obstante, como bien
manifiestan en sus análisis unos colegas alemanes, U. Unger y G. Wo-
hlfert, que incluso esta fórmula básica, la más elemental, permite el
surgimiento de una dimensión singular en el contexto de las Analec
tas*^. En lugar de aparecer presentado como un precepto obligado -o
mejor, el precepto obligado-, emerge de un intercambio de pareceres
entre allegados, y Confucio lo propone únicamente como una posible
vía de reflexión; en vez de actuar como máxima abstracta, a modo de
prefiguración del imperativo categórico, permanece impregnado del
sentido chino de la resonancia o la mponsivity (gan-ying), según el cual
la ética no se halla separada del ámbito afectivo, ámbito en el cual todos
los seres se perciben originahnente en interacción y vibración mutuas
“ Qta tomada de Los cuatro Ubrn de Confucio, trad. de Cheng Lin, Los libros de
El Nadonal, Ck)lección Ares, Caracas 2000. (N. de los T)
” U. Unger, «Ck>ldene Regel und Konfuzianismus», Mínima sinica, 2,2003, págs.
1941. .
183
(como afiimaba también el griego antiguo, en la voz «sim-patía»). Pri
var de este carácter a la regla de oro sería atirantarla, volverla rígida,
como rígidos, estereotipados é insignificantes se han vuelto tantísimos
«estándares irrevocables» del discurso mundial contemporáneo.
184
de las condiciones del conocimiento, que es directamente en las condi-
- dones del disciorso dotado de sentido donde ha de buscarse la comuni
dad entre los hombres, concebida ahora como comunidad comunicado-
nal^^. En efecto, las reglas de uso del lengu^'e son reglas cuya validez ha
sido ya implícitamente reconocida de antemano desde el momento en
que hablamos, y son por tanto unas reglas que todos los hombres com
parten apriori Por consiguiente, sólo en la actividad de la comunicación
mediante la palabra se experimenta y se verifica, entre todos los hombres
-o mejor desde que existen hombres-, en todo lugar y en todo momento
de la historia humana, lo que no habrá dificultad en reconocer como lo
trascendental ác lo común. Y ello porque, tan pronto como empezamos a
hablar, sea con uno mismo o con los demás, estamos p empleando prag-
mádcamente ese trascendental (apriori), sin que pueda ser de otro modo.
Invirtamos pues el orden tradicional de la filosofía, nos ordena Apel: lo
común que la ética trata de promover no ha de construirse ya después de
la lógica cuyo rigor se esfuerza en conservar-pero ¿no es acaso en vano?-;
sin embargo, vemos, por el contrario, que la lógica presupone en sí mis
ma esa ética (de lo común) que es requisito previo en la comunicación.
O si siempre se apela al consenso, éste no es ya, como anteriormente, ob
jeto de operaciones ideológicas más o menos inciertas o cargadas de bue
nas intenciones: puesto que su exigencia nos es dada y nos guía a priori a
través de esas reglas que nos hace compartir todo discurso y a las que
nadieptiedesustizeix -aunque no fiiera más que por el hecho de mante
ner el diálogo interior.
De este modo, lo común no sería tanto aquello que los hombres pue
dan llegar a decirse, en calidad de «contenido», o no lo será sino secun
dariamente -incluyendo, todas sus mociones de síntesis y sus deseos de
entendimiento-: no harán con ello otra cosa que cxplicitar, en el plano
de las intenciones o de los conceptos, lo común que se encuentra desde
el comienzo formalmente implícito y nos es dado como aquello que
posee un carácter más original: la simple posibilidad de Una palabra con
sentido.Yes que basta con que ios hombres se digan algo -un «basta» to
talmente independiente, además, de lo que se digan-; por el hecho de
” Karl-Otto Apel, «La questíon d’une fondation \iltime de la raison», trad. fran
cesa de Suzanne Foisy yjacques Poulain, Critique, octubre de 1981, págs. 895-ss.
185
su estatuto a un tiempo pragmático y trascendental, eso que nos es co
mún se ve atestiguado con la emisión de la más mínima palabra, y cabe
decir, al mismo tiempo, que no habría principio anterior que pudiese
dar cuenta de él -es decir, tocamos de hecho con él el «fundamento úl
timo» de la razón-. Esto es algo que ya mostraba Aristóteles a propósito
del principio de no contradicción, principio que se presentaba como
regla primera de todo hgos, como su primer axioma, elemento funda
dor de la «comunidad de la palabra», koinonia logou. por un lado, ese
principio no puede ser justificado sin que lo encontremos ya implicado
a su vez en la justificación misma, lo que conduce fatalmente a la peti
ción de principio; pero al mismo tiempo, el adversario de este principio
de no contradicción no puede abordar la tarea de refutarlo sin ponerlo
él mismo en práctica, desde el propio instante en que dice algo y emite
ima palabra con sentido, ya que esto hace que nuestro adversario se
adhiera a la significación y, por consiguiente, que se contradiga. Tanto
si se lo quiere justificar como refutar, este principio es algo invariable
mente presupuesto, y todo aquel que «se proponga destruir el logos», «no
por ello deja de sostenerlo» {Metafísica, Gamma, 34)“ . Y es que, desde
el momento mismo en que empieza a hablar, se halla sometido a esas
reglas de la palabra y participa defacto en la comunidad de aquellos que
hablan y significan. De lo contrario, al excluirse de este ámbito común,
se excluiría por ello mismo de la humanidad -precipitándose en la in
humanidad-. Se vuelve entonces «semejante a un planta», dice Aristóte
les; sería una acción, sostendrá Apel, equivalente a un suicidio.
186
Ahora bien, ¿podemos contentarnos con esto? ¿Acaso no vuelve
a suscitarse inevitablemente, para quien quiera fundar lo com ún
en la razón, en lo «trascendental» de la comunicación, el mismo
problema de antes? Aun concibiéndola de un m odo ideal, ¿podrá la
comunidad comunicacional a la que tendemos, y cuyas reglas a c e p
tamos implícitamente, resistir plenam ente el desafío de la diferen
cia cultural? Dado que el punto de vista que aquí se requiere es tam
bién de orden pragmátíco, no dudaría en incluir aquí p o r mi parte,
a fin de someterla a debate, mi propia prácüca de sinólogo: ¿y no
estribaría quizá el prim er pecado de esta concepción, p o r lo demás,
en el hecho de adolecer, por exceso de conJianza en la generalidad
lingüística, de una falta de «filología», en el sentido en que la enten
día Nietzsche? Porque me pregunto lo siguiente: ¿no se da el caso,
entre el europeo y el chino, si a este ejemplo he de atenerme, de
que se puedan querer respetar igualmente las mismas precondicio
nes aprim de la argumentación y de que, hablando en la lengua de
uno, conocida sin embargo p o r el otro, nos viéramos no obstante
traicionados por ese elemento m ediador y nos encontráram os de
ese modo en la imposibilidad efectiva de entendem os? O peor aún:
podríamos creer estamos entendiendo con el otro, entre distintas
culturas, sin sospechar siquiera hasta qué punto nos encontramos
envueltos en un malentendido con nuestro interlocutor sin que éste
se dé cuenta. Apel va directo a las condiciones que exige de entrada
la palabra, pero ¿ha tenido suficientemente en cuenta la densidad
de elementos implícitos que se acum ulan en la lengua, de la que
nace la singularidad idiomática? Por otro lado, yo me preguntaría
si esa com unidad comunicacional no h a sido concebida en función
de toda una serie de considerandos previos de carácter más propia
mente argumentativo: los que ha privilegiado el pensamiento euro
peo, los cuales no obtienen p o r tanto plena pertinencia sino a par
tir de dicho pensamiento. No se trata necesariamente de que otras
culturas los ignoren, en el sentido estricto de la palabra, pero es
posible que presten discretamente menos atención a su exigencia, o
al menos que mantengan con dicha com unidad comunicacional u n
vínculo más laxo, menos aprem iante, y capaz p o r ello de favorecer
otras modalidades de expresión.
187
El prim er caso es el que todos experimentamos constantemente,
sobre todo en el caso de aquellas culturas que se han desarrollado
sin relaciones recíprocas, sean de lengua o de historia. Un ejemplo:
yo traduzco (o no puedo sino traducir) la voz shm (en chino; o kami,
en japonés) con la palabra «espíritu» (the spiritud), pero al hacer
lo, movilizo tanto en una como en otra cultura retaios latentes de
significado que sólo se superponen parcialmente y cuya confusión
extravía (lo mismo ocvirre en el ejemplo anterior [de la página 112],
si traduzco tian por «cielo* o «celeste», y tian shi por «alimentos ce
lestes», cosa que es^ efectivamente, la única traducción posible)®^.
Ésa es incluso la experiencia pedagógica que tengo habitualmente:
el texto chino queda correctamente traducido, incluso cabe decir
que no podría ser vertido de otro modo, pero no por eso significa en
francés lo que significa en chino“ . Y es que, ¿en qué consiste exac
tamente «compartir el significado lingüístico», como (üce Ápel ha
ciéndose eco de Aristóteles, que también se planteaba cómo primer
requisito la exigencia de dar im mismo sentido a las palabras? Sólo
después de una lenta y paciente maduración en el seno de la otra
cultura, según lo que he llamado anteriormente el «oficio», puede
imo darse cuenta paiilatinamente del quid pro q m sólo entonces em
pieza imo a valorar ese equívoco y a reducir mentalmente la diferen
cia sin dejar necesariamente de seguir traduciendo de ese modo -n o
todo estriba en este caso en meros ^'ustes-. Esta incomodidad con
la que topamos no tiene por consiguiente nada que ver con lo que
los lingüistas llaman el aspecto perlocucionario, aspecto que Apel
toma en consideración: esto es, que el interlocutor pueda muy bien
verse en la imposibilidad de compren4er, p ^ e a dominar a la per
fección, la lengua, porque el enunciado sirve en ese caso a ñnes más
remotos (se propone prestar un servicio o incomodar, etcétera). Sin
embargo, Apel insiste en que no hay más remedio que reconocer un
elem ento cultural implícito que, en calidad de-tal, se ramifica hasta el
infinito e im pide por tanto que podamos esperar alcanzar, por esta
1 “ Uní, págs.
188
vía, un fondo o «fundamento» de clase alguna; en este sentido, la
lengua, sub-yacente, se halla también, y por ello mismo, «so-metida»
a su modo, y no es únicamente (ni de m anera cómoda) un simple
medio: la lengua («na lengua) habla también, en cierta medida, y
previamente, a través de mí. Por eso es preciso -dado que el equi
valente propuesto por la traducción no puede hacer otra cosa más
que tergiversar el sentido de la lengua de partida- todo un proceso
de familiarización, por lo demás inacabable, para penetrar poco a
poco en esa otra coherencia y participar de su inteligibilidad secreta
-y ello trabajando en contra de la traducción adoptada.
Y a propósito, por otro lado, de los considerandos previos, que
forman pliegue y orientan bajo mano lo que Apel entiende por
«comunicación», y que rae parecen excesivamente estrechos en lo
tocante a otras culturas, diré lo siguiente: ¿no habría que citar en
primer lugar la pretensión de verdad, de la que se dice que no se ha
lla sólo directamente ligada con las proposiciones p o r medio de los
actos de habla asertóricos, sino que lo está también indirectam ente
con todos los demás tipos de actos de habla que adoptan la forma de
presupuestos existenciales? Ahora bien, me pregunto si esto mismo
puede predicarse con verdad, respecto, por ejemplo, de las Analec
tas de Conñicio: esta colección de máximas se propone «incitar», da
un empujoncito al discípulo «encaminándolo» (por el sendero de
la sabiduría), y se compone de pensamientos concebidos ad hoc, ad
hominem -se contentan con indicar lo necesario en el instante mis
mo en que aparece la necesidad y no afirman sino a m odo de leves
indicaciones (véase por ejemplo, XI, 21)-. Esta es la razón de que
Confucio pueda responder a una misma pregunta de m odo distinto
a unos y a otros, que le sea incluso posible contestar diferentem ente
a una misma persona, sin que la cosa plantee mayores problemas
(véase por ejemplo lo que dice en relación con la piedad filial. Ana
lectas, n, 5-6-7-S). Su discurso varía oportunam ente en función del
momento a fin de hacer aparecer en él, en cada instante, cuál es, en
su adecuación no codificable en función de los términos de la situa
ción, la exigencia perseverante de la conducta (tal es el sentido de
íhong, el «medio», entendido como regulación) -e n otras palabras:
no «dice» la verdad.
189
Este punto es crucial y ha de ser examinado de cerca. Y es que no es
toy diciendo que Ck)nfucio «no pretenda alcanzar la verdad», o que ésta
le resultara indiferente, si alguien llegara a plantearle esc asunto. Lo
que sostengo es que no es desde luego desde esepunto de vista como con
cibe Confíicio su palabra. Introducir aquí la noción de verdad, incluso
en la muy discreta modalidad de un «presupuesto existencial», falsea la
perspectiva al colocar el discurso de la sabiduría -tal como se extiende
desde Confucio hasta las afirmaciones de los Maestros dcl zevr- bajo el
mandato filosófico. Su problema, a diferencia de lo que se nos dice de
Sócrates, no es el de la definición de las esencias; y tampoco se propone
producir enunciados. Ésta es la razón, de hecho, de que las Analectas
resulten tan decepcionantes tras una (primera) lectura y de que a tan
tos europeos Ies parezcan insípidas, a Hegel el primero®* («el más bello
libro del mundo», lo consideraba en cambio el gran sinólogo japonés
Yoshiiawa Kojiro): no se encuentra en esa obra prácticamente nada de
carácter proposicional, o de hallarse algo de esa índole se trata de ob
viedades, y al mismo tiempo sólo rara vez responden sus afirmaciones
a fines estratégicos (según la distinción que traza Apel entre «consenso
comunicacional» y «comunicación secretamente estratégica»). Sin em
bargo, a fiaerza de leerlas y releerlas, al memorizarlas y «saborearlas», es
decir, al dejar que emane de la más diminuta fórmula el alcance ilimita
do de aquello que, a decir verdad, se propone menos un «sentido» que
una «estimulación», al detectar en las Analectas, cada vez que se acude a
ellas, una idea general de la «globalidad» de la sabiduría, se percibe en
esos «sutiles asertos» (wei yan) un valor relativo que se presenta invaria
blemente en carne viva (huoyu), que no se estanca inútilmente en forma .
de lección y que, en su disponibilidad, «se revela inagotable». ^
190
calidad de normas ideales de la comunicación, derechos y deberes
iguales, me pregunto, una vez más, si el discurso de la sabiduría res
ponde a semejante preocupación, e incluso si la «presupone»: si la
relación entre maestro y discípulo, al menos en Extremo Oriente,
no se hallará subrepticiamente desviada respecto de esa igualdad
entre derechos y deberes planteada como principio; y si no perma
neceremos anclados, en el lado europeo, en un protocolo del diá
logo que lo entiende al modo en que lo estableciera Sócrates para
fundar la homología democrática, noción que se apoya n o obstante
en falso tan pronto como se abren las páginas de las Analectas. En
esta obra, la reciprocidad en la argumentación sufre u n constante
sesgo (compárese por ejemplo con el m om ento en el que Confudo
se niega a discutir con Zilu, ibid., XI, 24), ya que el discurso de la
sabiduría parece trabajar de forma marginal, o mejor, con ignoran
cia, o desdén, hacia la preocupación p o r la igualdad. Esta noción
apenas le concierne. Y es que el problem a que Apel tiene presente
(y de hecho el que recorre la filosofía, de Aristóteles a Apel) es
el de convencer al escéptico del universalismo de la razón, ju n to
con el de aportar justificación a su posible fundam ento; ahora bien,
díjar de lado estas exigencias de Apel, como hace el discurso de la
sabidxiría de la China antigua, es cosa muy distinta a ponerla en
duda y dar muestras de escepticismo. Por eso, quien se atenga a
esas exigencias, considerándolas normas com imicadonales a prioti,
no encontrará ya en las afirmaciones de las Analectas d e Confucio,
supuesta una lectura estándar, más que u n pobre facsímil, incoloro
y chato (puesto que no obedece a una construcción) de nuestra
filosofía -circunstancia que se compensa, p o r lo común, aposteriori,
dando carta de naturaleza al exotismo: obligadas a pasar bajo esas
horcas caudinas, hete aqm' que las reflexiones confiicianas se han
vuelto efectivamente insípidas, como decía Hegel, contradiciendo
la tesis de su «sabor» chino, y sin más interés que cualquier otro
moralismo.
191
citas de la argumentación significa exponerse a la crítica de etnocen-
trismo. Más aún: el hecho de que sólo «las normas y acciones que
encaman intereses universalizables correspondan al modo en
que nos representamos lajustida», se pregunta en último término el
filósofo europeo, ¿no vendría a constituir un punto de vista particu
lar, propio únicamente de la cultura occidental?*’. Nuevo «paralogis
mo» de la razón, ignorado por Kant, que saldrá finalmente a la luz
gracias al testimonio de los antropólogos. Por eso Habermas se re
pliega un tanto y pone sus miras en la exigencia trascendental pro
yectada en la fuente de lo común: el sentido y su régimen consen
súa!, que únicamente se constituyen a su vez en exigencia al faltar
una regla de sustitución, no podrán por tanto ser reconocidos -es
decir, obtenidos- sino por medio del debatey a través de su ejercicio.
La única ética fiable será, en definitiva, esta ética de la comunicadón
que se propone producir la convicción y lograr el acuerdo subjetivo
mediante el expediente de conducir al oyente puesto en razón (dunh
Gründe) a aceptar la exigenda de verdad asodada con la afirmadón
que ya se le ha adelantado: únicamente por medio de estas reglas del
discurso, Diskursregeln, dejaremos de hallamos en presenda de con-
vendones, pasando a estar frente a «presupuestos insoslayables»®®.
Ahora bien, del mismo modo que las Analectas de Confudo nos
nhlioran a
O
Hp la
~~ - O ' "
unas' rep-las
O
arenimentativas
ci
(o
'
del
mismo modo que observamos que su conteiúdo, si entendemos di
cho texto en fu n d ó n de lo que prescriben tales reglas, pierde enton
ces todo relieve), esta ética del disciu^o, ¿no seguirá obededendo
todavía a im a concepdón excesivamente estrecha al m antener esa
adhesión y confianza, también de carácter eminentemente griego,
en la virtud de la pálabra.^ Es una ética’que, en todo caso, me pare
ce ha de ponerse en tela de juicio, y que resulta asimismo mucho
menos insoslayable de lo que se anundaba, puesto que yo la valoro
tomando como base la «palabra sin palabra» (yan uní yon) de los
taoístas (véase Zhuangzi, capítulo SV)” . ¿Acaso no hemos aprendido
192
con ellos que se puede hablar perfectamente, entre nosotros, el día
entero, e incluso toda una vida, «sin haber hablado nunca»: es decir,
manteniéndose el uno en la intimidad del otro, conectados recípro
camente por una palabra ininterrumpida, sin haberse «dicho» efec
tivamente nada en instante alguno -sin que en ningún caso se haya
manifestado el deseo de producir un «sentido», sin que nada, al
caer la tarde, merezca ser conservado en calidad de «enunciado»-?
Del mismo modo, es igualmente posible que, «sin hablar, no resulte
posible no haber hablado»^: no ha dejado uno de com prender al
otro, se ha permanecido en todo instante en una inteligencia mu
tua, sin que hubiera necesidad de decirse nada; sin verse obligado a
recurrir a signos patentes, y sin que ese mismo silencio tuviera que
ser necesariamente «elocuente»...
Jbid.; véase también Siparier va sans diré, op. ciL, págs. 159-ss.
193
decimos nosotros habitualmente por comodidad)'que, al igual que ella,
se extienda a los demás de forma incitativa y discreta, en lo que «va más
allá de las palabras» (yan wai), sin preocuparse de las pretensiones, ex
cesivamente ficticias, de la verdad.
Para defender esta ética del debate que será el único punto de
apoyo sobre el que se erija lo común, Habermas coincide con Apel
en mostrar que su contradictor se contradice a sí mismo defació, en
acto, o «performativamente»: es decir, quien se niega a adherirse a
las reglas apriori de la argumentación, señalaba Apel (y ya lo hacía
Aristóteles), se ve no obstante obligado a recurrir a ellas tan pronto
como argumente en su contra; y lo mismo dirá Habermas: será con
veniente trabar debate con todo sofista que se niegue a admitir estos
a priori éticos para mostrarle, cogiéndole in jraganti, que él 'mismo
se encuentra ya irremediablemente inm eno en el propio acto de
traicionar, con su comportamiento, la posición que declara mante
ner, puesto que también él se dispone de este modo a requerir la
convicción del otro; más aún, se traiciona ya por el solo hecho de
perm anecer implicado en las relaciones vividas, sin que pueda no
estarlo, y no deja de apelar performatíva y constantemente -el día
entero- a aquello mismo que pretende abolir: «En la medida en que
continúa simplemente vivo», el escéptico no hace más que entre
garse a un «robinsonismo mudo», zary’a Habermas, que «ni siquiera
accede al grado de representabilidad de una experiencia ficticia»®^
De este modo regresamos al dilema anterior: adhesión previa a los
requisitos de la «razón»; dada siempre por supuesta, o exclusión del
círculo de la humanidad.
Ahora bien, precisamente cabe puntualizar lo siguiente: dado
que se cuida mucho de ocupar, fi-ente a la que se reserva el cogniti-
vista, una posición «escéptica», ¿se dejará el taoísta atrapar en la ce
lada de esta contradicción «pragmático-trascendental»? Y es que el
taoísta se presta igualmente al debate, y hi siquiera considera la posi
bilidad de plantear reclamación alguna a su respecto, pero no por
194
ello lo convierte en una obligación: no se aplica a d udar de su perti
nencia, pero la considera simplemente oportuna” . Y ello porque no
se somete al principio de no contradicción, aunque tampoco renun
cie a él. ¿Por qué habría que dejarse confinar en este dilema? Y, por
otro lado, ¿no es acaso posible restarle tensión? ¿Por qué no habría
mos de conducim os en esto como en lo demás, es decir, evolucio
nando «en función del momento», «al albur» de las circunstancias?
(véase por ejemplo lo que señala Mencio en relación con Coníucio:
«De la sabiduría es el momento»; V, B, 1). «Una vez que se ha deste
rrado la disyunción [entre lo verdadero y lo falso, entre el bien y el
mal], se proscribe asimismo esa expulsión [de la disyunción]»...“
Igual que es capaz de’«atarearse sin atarearse», o de «saborear el no
sabor», el Sabio no permanece prisionero ni de lo uno ni de lo otro:
no se deja limitar por la lógica de la exclusión, y tampoco se priva de
poder recurrir a ella. No se «aferra» a ella, pero tampoco la «aban
dona». Al m odo de la «bisagra» de la puerta, perm anece abierto
tanto a una como a otra posibilidad, a su uso y a su no uso, y en ello
reside justam ente su «gran uso» (dayong), im uso cuya «amplitud»
indica en este caso que no es exclusivo. Entre la pérdida obligada de
una u otra vertiente, del lado de la sumisión y del lado del abando
no, ¿no queda acaso margen de m aniobra respecto de ambos, un
margen capaz de hacer del Sabio un ser em inentem ente disponible}
De la misma form a que tanto Apel como Habermas no imaginan no
salir de su aristotelismo del tercio excluso, vemos tam bién que se
disuelve (no que se resuelve) en el «albur» de los taoístas - u n albur
que mantiene una apertura igual, tanto a una como a otra posibili
d ad - esa alternativa que la razón occidental, desde Aristóteles, ha
sabido aguzar tan bien: o nos sometemos a lo com ún de la razón
comunicativa, estando como está regulada a priori, o se perderá de
finitivamente toda comunidad posible.
195
4. Apel y Habermas coincidían al principio en esta interrogante:
¿cómo salvar a la ética de la hidra del irradonalismo cuando la auto
nomía kantiana parece no ser garantía suficiente para esa preserva
ción? Para escapar a los atolladeros del formalismo de la moral, no
conciben salida alguna -q u e no implique ese irradonalismo- salvo
la de buscar la universalidad en el reglamento mismo del lenguaje
concebido como comunicación. Ahora bien, en cuanto salimos del
contexto europeo el pensamiento se pone iiunediatamente a pon
derar si semejante reglamentación no será a su vez arbitraria -o dicho
de otro modo: si no mostrará al menos las marcas de una cultura es
pecífica. Es decir, ¿no sería esa reglamentación producto únicamen
te del logos, como dejan traslucir -en tre otros ejemplos sin duda,
aquí no he hecho otra cosa que apoyarme en mis propias interpre
taciones- los textos de la antigua sabiduría China, que desbordan,
o van fácilmente mucho más allá, sin complejo ni remordimiento,
en su vertiente conñidana o taoísta, de estas impuestas condiciones
previas? Y ello porque ¿cómo sería posible tener en caso alguno la
seguridad de haber alcanzado ese requisito previo, la fuente origina
ria, el elemento que es cepa y raíz de todo lo demás? ¿Cómo podré
Uegarjamás a albergar la certeza de haber ascendido suficientemen
te, de haberm e puesto a resguardo y apartado lo bastante de las di-
ferendas culturales como para poder revelar al fin, en su meridiana
desnudez, el fundam ento en que se afianza aprim la. Razón?
Por eso me parece que lo que se impone es más bien la necesidad
de recorrer este mismo camino pero en sentido opuesto: poniendo
la vista en Kant precisamente, una vez más, pero en esta ocasión de
m anera oblicua, es decir, abordando lo común de la humanidad, no
de forma directa desde el punto de vista de la ética, esto es desde la
perspectiva de la razón práctica, sino entrelazando, o compatibili-
zando, como ya he empezado a hacer, los ángulos de visión de la ra
zón y el juicio (esto es, los que se hallan contenidos en las otras dos
Críticas). En otras palabras, deberemos repensar la comunicación
de la que procede ló común, no enfocándola ya desde el ángulo
de las constriccionés normativas que son, como tales, otros tantos
requisitos previos, sino concibiéndola a modo de capacidad derivada
de una potestad de las facultades: no en calidad de reglamentacio
196
nes implícitas, a cuyo respecto corremos invariablemente el riesgo
de. constatar que se las ignora en otras partes o que resulta fácil
hacerles caso omiso, sino en calidad de un poder serene, puede com
partirse indefinidamente -e l mismo que ya he comenzado a evocar
y a categorizar, siguiendo a Kant, como comunicabilidad universal-.
Lo haremos, por consiguiente, tomando como nuevo punto de par
tida, no ya un últímo avatar de lo innato, más sofisticado, sino un
elemento que postularemos de carácter decididamente prospectivo:
pues los conocimientos y los juicios, nos dice Kant, «tienen que po
derse comunicar [o “compartir”] universalmente» (müssen sich [...]
all^mein mitíeilen lassen)^.
En efecto, lo común de la humanidad, rae parece, no depende de
(aquello que, suponemos, pertenece a u n orden básico o de refe
rencia) -y tampoco deriva de ello ni se le mantiene adherido-: no
depende de unas reglas ni de imas normas a las que pudiéramos re
conocem os sujetos de entrada, apriori (según el Canon del Bien o
de lo Bello, o incluso según las reglas del «discurso con sentido»).
Y ello porque siempre se podrá sospechar que encierran lo que
nos es com ún en lo comunitario, puesto que nunca dejaremos de
preguntamos, ai realizar su genealogía, si sus códigos no serán en
realidad otras tantas codificaciones, si no estarán éstas, como tales,
expuestas a la constante amenaza del surgimiento de la excepción,
y si no suscitarán por ello, con tanta mayor virulencia, y como por
reacción, el anatema de la exclusión, según podemos constatar sin
tomáticamente, y con chocante continuidad, de Aristóteles a Haber-
mas, quienes p or lo común se muestran más bien impasibles: quien
no respeta el discurso con sentido no es más que un vegetal, se ve
abocado al suicidio, queda expulsado de la hum anidad... Lo común
de lo humano «viene», digo yo en cambio, y no deja en ningún mo
mento de venir: pertenece al orden de lo que se constituye en fuen
te -d e aquello singular que opera inagotablemente cómo recurso-.
Lo común no es el fondo -e n el sentido en que hablamos del fondo
de una caja (fundus), es decir, en el sentido de aquello que aparece
” Kant, Crítica deljuicio, op. cií, primera parte, «Analítica de lo bello», § 21; «Si
se puede suponer con fundamento un sentido común», pág. 232.
197
cuando se retira todo lo demás (cuando se quitan, o se abstraen,
en este caso, todas las diferencias que median entre las culturas),
sino que es el fondo (fons) en el sentido de cuanto es susceptible
de ser explotado: en el sentido de aquello que puede compartirse in
definidamente, y ello en y por una inteligencia común, que de este
modo da lugar, por desbordamiento continuo, a una comprensión
que supera (y no dejará de tener que superar, integrándolos) toda
frontera y todo particularismo-. Únicamente ima comunicabilidad
de esta índole en lo inteligible, a la que no tengamos por un ele
m ento dado, sino en proceso, podrá mantener abierto eso que nos
es común. En este poder ser, que es preciso desarrollar, se encuen
tra lo común -y no en una supuesta condición previa-. Uno puede
aprender a apreciar las obras de arte de cualquier época y tradición,
y comunicar con ellas, aun cuando las exigencias confirmadas de su
producción pertenezcan a ámbitos que se ignoren o manifiesten ín
doles opuestas (es decir, puedo comunicar tanto con una Madonna
del Renacimiento como con un lienzo cubista); de la misma manera
que también pxiede uno aprender a leer, pese a haber sido formado
en la gramática del logas, textos que desconcierten las exigencias de
dicha gramática: ya sea en la antigua China o en la poesía contem
poránea.
Y es que ese gesto teórico de Apel y Habermas, ün gesto clásico,
dicho sea de paso, y tranquilizador donde los haya-el de reintrodu-
cir nuevos requisitos en una constitución nativa, y por consiguiente
el de aferrarse una vez más al viejo dogma de la. naturaleza huma
na-, ¿alcanzaría a evitar esas emboscadas que son, por lo demás, to
talmente ordinarias? Las mismas emboscadas a las que se ve inevitar
blemente confirontada toda empresa qué trate de hallarfundamento
en lo «originario», y por consiguiente, las mismas que.impulsan a
tener que artic u la la cultura con la naturaleza, o lo que es Jo mis
mo, a tener que designar xm p\m to de coordinación posible entre
aquello que pareciera depender de una ley intangible, predetermi
nada, apríori, y el curso sujeto a mutaciones de la Historia. Ni Apel
ni Habermas podrían zafarse de estas azarosas retroproyecciones:
«Estos presupuestos que se hallan impKcitos en su pretensión de
Viudez performativa», dice Apel, «han debido resultar, de algún
198
modo, de la evolución humana, y en especial de la historia de la co
munidad humana»®’. La propia fórmula deja traslucir bastante bien
el aprieto al que responde. Antes que ese «han debido» dudoso,
nebuloso y ^construido que de tan frágil cimiento sirve al Deber de
la Regla prefiero el que nace del solo ejercicio y riguroso poder de
las facultades del entendimiento y el juicio -facultades que a partir
de ese mom ento no es ya nada difícil reconocer que se hallan en
desarrollo-. La Humanidad está «en marcha», se dice, y lo mismo
cabe afirmar de su inteligencia. Esto equivale a preferir considerar
lo común, como ya hiciéramos anteriorm ente con lo imiversal, no
ya bajo el ángulo de lo dado (el de unas nociones o prescripciones
que supuestamente poseeríamos de entrada), como ya he dicho,
sino desde la perspectiva de lo que se halla en. cuno o se concreta
en forma de proceso; el poder que genera incesantemente lo inteli
gible manifiesta así su semejanza con lo universalizante. No lo consi
deramos, por consiguiente, desde el punto de vista de un elemento
«corjstitutivo», como diría Kant, sino de nuevo en calidad de factor
«regulador»; esto es, de aquel factor que conduce a la búsqueda y
por tanto a llevar cada vez más lejos la efectividad de lo compartido.
No lo consideramos así desde la perspectiva de aquello que consti
tuye una condición previa (un pre-supuesto), sino al m odo de una
operación perpetuamente inacabada: lo común no es un estado,
una realidad adquirida -es algo que se hace preciso conquistar y
desplegar de forma permanente.
¿O convendría más bien volver a apostar por esta otra alternativa.^
Al desafió que representan estas nociones de lo común que, una tras
otra, se revelan carentes de salida tras nuestro examen -ya se trate de
la noción de la síntesis, de la del denom inador y hasta de la del fun
dam ento-, se ha solido responder, con un gesto de indiferencia con
el que se pretende no tener que encarar estas dificultades -y cogien
do a contrapié a todo intelectualismo-, lo siguiente: ¿no comprende
usted acaso que ese elemento común de la humanidad es simple-
199
mente lo común de lo vividdí Es algo que se constata en la experien
cia. Ahora bien, es de hecho verdad que, en el caso de los antiguos
chinos (o de los antiguos griegos) a los que leo, y cuyas diversas rami
ficaciones me esfuerzo en seguir con el pensamiento, no me resulta
preciso presuponer por ello que difiramos en algo así como nuestras
experiencias, dado que la experiencia misma no deja de desbordar
a su vez aquello que el pensamiento ha tomado de ella o embutido
en su seno, para transformarlo acto seguido en objeto de reflexión.
Viene a probarlo todo aquello que, por mantenerse más a ras de la
experiencia, deja permear la poesía (Héctor y Andrómaca junto a las
murallas de Troya o las nostálgicas endechas de la antigua China):
¿quién no percibe -o quién se atrevería a negar- que estos temas
pueden compartirse de modo inmediato (las célebres «invarianzas»
del lirismo)? ¿Habré de concluir yo, p or tanto, que la «experiencia»
sea siempre común? Y es que por otro lado cabe preguntarse: ¿qué
parte comparto yo del sentimiento de vergüenza que también mani
fiestan los héroes de Homero, o de su temor a la locura que emana
de los dioses, la aíS Ahora bien, me resulta posible, pese a todo, co
municar con ellos; como también puedo, paseando por el museo de
las artes primitivas, comunicar con el totemismo de irnos o el animis
mo de otros -al menos si hago el esfuerzo de penetrar en esas lógicas
singulares-; de este modo, si aún hay tanto de lo humano que rae es
ajeno -p o r retomar, invertida, la fórmula de Terencio-, sigo teniendo
en todos los casos la posibilidad de comprenderlo.
Si en consecuencia opto -dado que la experiencia es en efecto de
masiado «empírica» y variable como para servir de fundamento a lo
com ún- por situar eso que hay de común, entre una cultura y otra,
en el plano de lo inteligible, mi resolución dependerá de ambos facto
res (la comunicabilidad y lo inteligible): debido por un lado a que lo
que se comparte, entre una y otra cultura, pertenece menos al orden
de im cierto fondo común, según dicta esa tranquilizadora quimera
de un elemento origiriario, que esa misma comunicabilidad, Mitteil-
barkeit, y a que, por otro, eso que tenemos en común és aquello que
incesanteinente despliega la «inteligencia», entendida como facul
tad de apertura -una'facultad que comprendo a su vez, a semejanza
de lo universalizante, en un sentido activo; en gerundio, puesto que
200
lo inteligente (lo «inteligibilizante») consiste en poder transitar entre
distintas inteligibilidades a fin de lograr que de ellas brote, en cada
caso, una coherencia-, Y es que si la noción de «verdad» aparece en
exceso marcada por la determinación de la filosofía, o si incluso el
concepto de «razón» continúa aún excesivcunente categorizado p o r
lo que en él ha impreso el singular sello de la historia del pensamien
to europeo, creo que el de coherencia ts finalmente el térm ino exacto,
capaz de dar en el clavo y de resumir la situación (compárese con el
/¿chino): lo que descubro en el pensamiento, sea el de otros lugares
o el de aquí, es siempre «co-herente», debido a que es lo que en efec
to permite que se mantengan unidas las culturas de que proceden
ambos pensam ientos'/ a que se justifica internam ente. Por eso, la
inteligencia es sin duda ese recurso común, en perm anente desarro
llo y susceptible de ser compartido indefinidamente, que nos permi
te aprehender las distintas coherencias y com unicar p o r medio de
ellas. Ya Heráclito había dicho, recordémoslo: «Común a todos es
el pensar», phroneiru Lo que me lleva a plantear como principio que
no existe nada, con independencia de la cultura a la que pertenezca,
que no sea en principio inteligible -ése es sin duda, una vez más,
el único elemento trascendental que reconozco: no en función de
categorías dadas, en nombre de una razón prefigurada, sino como
exigencia apta para constituir un horizonte y que no se deja detener
(con lo que responde en ese sentido a lo universal)-. Y lo reconozco
por tanto como saldo sin residuos. De m odo absoluto. Aun admi
tiendo que los esfuerzos de los antropólogos nunca alcanzan plena
mente su objetivo; aun aceptando que yo mismo no tengo nunca la
seguridad de haber conseguido interpretar suficientem ente...
201
XII
De las «culturas»: separaciones ling^ístícas
recursos de pensamiento
203
acomodación de cada una de las partes, como se obtenga la paz; o se
tratará en cualquier caso de una paz deletérea o simulada. En otras
palabras, la solución no está en el compromiso, sino en la comprensión.
La tolerancia entre distintos valores culturales -teniendo en cuenta
además que no deja de insistirse en la urgencia de aplicar esa m ism a
virtud a la relación entre las naciones- no debe venir (y si decimos
«no debe» es por la sencilla razón de que «no puede») del hecho
de que unos y otros, sean personas o civilizaciones, reduzcan las pre
tensiones de sus propios valores o moderen la adhesión que les pro
fesan; ni siquiera ha de proceder del hecho de que los interesados
acepten «relativizar» sus posiciones (¿por qué razón debería Europa
entrar en regateos respecto de la libertad, por mínima que fuese
esa porfía?): es decir, la tolerancia no ha de proceder de adjudicar
a esos valores una importancia de segundo orden, justificándose así
el sacrificio de su mérito e idealidad absolutas -estando todas las
partes dispuestas a hacer ese mistno esfuerzo de lenificación de sus
conceptos, a ceder terreno y a «suavizar Jas aspiraciones», como dic
ta de forma tan pedestremente familiar el «buen sentido», que es lo
opuesto al sentido común-. Ahora bien, ¿no lo es igualmente la cosa
misma: pedestre, familiar, perteneciente al orden de las mezquinas
componendas, y esto de modo indeleble?
La tolerancia que buscamos no puede proceder sino de la in
teligencia compartida: del hecho de que cada cultura, cada per
sona, vuelva inteligibles en su propia lengua los valores del otro
y, por consigmente, alcance a pensarse a partir, de ellos -es decir,
que adquiera la facultad de trabajar con esos valores del otro-. O si se
revelara necesaria, en este ámbito a ^ más que en otros, una cierta
dosis de «prudencia», como decimos habitiaalmente> y p o r tanto
alguna forma de «justo medio», creo ima vez más 4 o he aprendido
de ima versión s ^ a m e n t e estimulante del confucianismo®®- que
no es posible com prender idicho «medio» de un modo perezoso,
como término medio, o camino intermedio, o equidistante: no pue
de consistir en que, p ara evitar el exceso, todas las.pártes transijan,
dando cada una im pa^o atrás, con ánimo de concesión, en pos
** Remito al lector a Un sage est saru idée, op. rit, págs. 15-ss.
204
de la reconciliación; sólo puede consistir en que todas las partes
se abran igualmente, mediante la inteligencia, a la concepción del
otro. Es en esa «igualdad» de la igual apertura donde se encuentra
la justa adecuación de ese punto medio. O, dicho de otro modo, ese
«punto medio» de la tolerancia no es el pvmto en que se disminuye
o abandona el compromiso, sino el punto del despliegue -tan to p o r
una parte como por la otra, situadas al fin inteligentem ente una
frente a o tra - de las diversas posibilidades que pone en m archa el
pensamiento. Y ello porque, de alguna m anera -repitám oslo para
evitar esa-derivación falaz-, la prudencia, incluso la «de las nacio
nes», no podrá hallarse en la renuncia -y tampoco en las simples
com ponendas-: tengamos en cuenta a qué concepción resignada,
desapasionada, consensual, y p o r ello mismo fastidiosa, de la cultu
ra nos abocan dichos acomodos.
La otra interrogante nos remite a la pluralidad: ¿es pertinente ese
«de las» (de las culturas)? ¿No tiende acaso a constituir falazmente
en entidades separadas -com o si se tratara de entes en sentido pro
pio o como si fuesen incluso esencias- algo que en realidad no se
manifiesta sino en forma de flujo continuo, de algo que se bate y se
mezcla, que se hibrida y muta incesantem ente, y que p o r tanto care
ce de especificación asegurada? Y precisamente: ¿algo que se mezcla
a partir de qué, como no sea, invariablemente, de una pluralidad?
Esto nos lleva a pensar que la cultura no puede existir sino en sin
gular y que el plural, lejos de abrir únicamente una variación suya
le es efectivamente consustancial. Y es que, aun siendo cierto que
no dejamos de ver que las culturas intercam bian préstamos, asimi
lan elementos ajenos, se funden en conjuntos más amplios, borran
sus especificidades y, finalmente, se imiformizan, también lo es que
no dejamos de constatar el movimiento inverso: el de la continua
adquisición de nuevas características específicas y de nuevos proce
sos de individuación. Las culturas se hallan inmersas en u n doble
movimiento incesante: no dejan de globalizarse y al mismo tiempo
no paran en ningún momento de reconstituirse en el ámbito local:
y ello porque la cultura es siempre u n asunto vinculado al hogar, al
«plinto medio», como decía Nietzsche, es propiam ente íco-lógica.
Esto es algo que evidencian incluso las transformaciones culturales
205
que se hallan en proceso' de globalización: si las diferencias y las
«excepciones» culturales -las mismas que obtienen reconocimiento
como tales y han terminado poco menos que catalogadas- se van
diftiminando, o se convierten en folclore, o acaban en un musfco,
o se truecan en estereotipos, lo que observamos es que, al mismo
tiempo, tanto en el seno de los países como en el de los continentes,
no dejan de reconstituirse por iniciativa propia y subterráneamente
(underground) otras comunidades culturales, e incluso contracultu-
rales, de perfiles diferentes (en el trabajo, en los barrios, en relación
con las diversas formas de sexualidad, en Internet, etcétera).
Ahora bien, nos encontramos aquí, en este doble movimiento
contradictorio y alternativo -e n el sentido en el que se acostumbra
a hablar de «cultura alternativa»- ante la esencia misma de lo cul
tural: la cultura, o lo cultural, está en constante proceso de incre
mento de su homogeneidad, pero también de su heterogeneidad;
no deja en ningún mom ento de mimetizarse ni de desnlarcarse; no
para de desidentificarse y de reidentificarse; de conformarse y de re
sistir; de imponerse (o de dominar) y de tender a la disidencia. Am
bas facetas son inseparables: por un ladó la extensión de los límites
hasta la abrogación, p o r otro la labor de zapa de la negatividad. De
este modo, si lo cultural no deja, sometido a esa tensión, de trans
formarse, si en eso consiste su esencia (la lengua china lo expresa
admirablemente a su manera: wen-hua, «cultura-transformación»)
es porque la cultura constituye fundamentalmente un fenómeno
de alteración (y cuando observo que mis oyentes o mis lectores
transforman lo que digo, interpretándolo en función de sus usos
y sus referencias, considero que también eso es legítimo). En con
secuencia, no sólo no debe entenderse la pluralidad de las culturas
de modo secundario -com o si no se tratara más que de otras tantas
modulaciones, o incluso especificaciones, de un fenómeno unita
rio-, sino que podemos avanzar ya que una cxilturá que terminara
convirtiéndose en la. cultura, en singular, sea dicho singular el de un
país o el del mundp entero, sería mía cultura muerta.
De esta pluralidad de las culturas se desprenden al menos dos
preguntas -¿no ha llegado efectivamente la hora de sacar a «la cul
tura» de la fraseología huera, periodística o ministerial, que asfixia
206
■en este cenagal la idea misma de cultura, que la tritura entre los ci
clópeos engranajes del Ocio y la Comunicación, y la vuelve tan terri
blemente tediosa; cómo logramos seguir soportando semejante es
tado de cosas?-. De hecho, dado que la cultura es una realidad que
se declina, inseparablemente, tanto en plural como en singular, y
dándose la circunstancia de que la cultura no existe en ningún caso
sino en forma de mosaico de culturas diversas, y de que es siempre,
de igual modo, a un tiempo personal y colectiva, surge la siguiente
interrogante: ¿cuál es entonces la relación del sujeto cultural con su
cultura? ¿Qué significa «mi» cultura, e incluso cómo puedo llegar
a hablar siquiera de nada semejante? Para exponerlo en u n prim er
mom ento en forma negativa y por estos dos extremos, tan ingenuo
el uno como el otro, convendremos en que el sujeto cultural no es
ni pasivo ni posesivo. Explicación de por qué digo que no es pasivo:
no hay duda de que pertenezco a un conjimto o a una colectividad
de orden cultural (vinculado a la lengua, a la historia, a la üadición
religiosa, a la afinidad generacional, etcétera), y es igualmente cier
to que hablo de «mi» familia; no obstante, tampoco hay duda de
que se trata de una doble relación de pertenencia-dependencia que
no puedo contentarm e con sufrir pasivamente como si se tratara
de un «atavismo» -eine Art von A tavism u^, decía Nietzsche-: que
puedo (y debo) trabajar, es decir, que estoy llamado a transformar,
puesto que en eso consiste justam ente lo propio de la cultura. Ésa es
incluso, a mis ojos, la primera exigencia ética, antes incluso de toda
elección y determinación de mi moral: u n sujeto no se constituye
sino en la m edida en que haya sabido considerar con perspectiva
su propio entendimiento (o en la m edida en que se haya atrevido a
hacerlo), en la medida en que haya sabido someter a crítica las ideas
preconcebidas y soterradas, los prejuicios sedimentados sobre cuya
base piensa, recuperando de ese m odo la iniciativa en el ámbito de
su propio pensamiento. Esta es una forma, claro eístá, de renovar el
desgarro propio de la filosofía, aunque sin llegar a penetrar en la es-
” NÍetzschc,/CTis«£s vm Gui undBóse [1885] [Más allá del bien y del maL Preludio de
uva filosofía delfuturo, «De los prejuicios de los filósofos», trad. de Andrés Sánchez
Pascual, Alianza, Madrid 1992, págs. 41-42 [1885]. (N. de los T.)]. '
207
fera de la dichosa «duda>» que tradicionalmente le sirve de um bral:'
y ello porque, al tener en cuenta en lo sucesivo la diversidad de las
lenguas y de las. culturas, remito la sospecha que ahora hago recaer
sobre los objetos de mi pensamiento (esos objetos cartesianos que
integran el escenario clásico de la filosofía: los de la percepción, las
matemáticas, Dios, el alma, la voluntad, etcétera) a los elementos
implícitos o tácitos que los han sostenido.
Pero, como decíamos, hemos de explicar igualmente por qué
este sujeto cultural tampoco tiene carácter posesivo: cuando hablo
de «mi» cultura resulta tanto menos plausible que la entienda desde
el punto de vista de la propiedad cuanto que lo más corriente es que
sea por confrontación con otra cultura como se adquiere conciencia
de la cultura «de la que uno viene», en la que ha sido uno educado,
es decir, de la cultura por medio de la cual ha ido despertando en
cada caso un sujeto dado. Y cabe decir incluso que únicambnte al
salir de la propia cultura se da uno cuenta del grado de ignorancia
que tenemos de la cultura que tan perentoriam ente (tan. posesiva
mente) afirmamos nuestra.
«Lo conocido en términos generales», decía Hegel, «precisamen
te por ser conocido, no es reconocido», weil es bekannt isí, nicht erkan-
n t^. Y es que lo conocido no. es lo faroiliar: ¿acaso no es preciso
comenzar por quebrar esa fcuniliaridad de la que nace la costumbre
para quedar en situación de acceder a lo conocido? Por lo que a mí
se refiere, sólo tras viajar «a China» pude, volviendo la atención so
bre «mi» cultura, caracterizar con un poco más de detalle lo que de
fine a «Europa». Incluso veo en ello uno de los envites de mi trabajo:
hacer emerger, partiendo de puntos de vúta chinos constituidos por
reflejo especular de lo europeo, las decisiones implícitas, en gran
medida soterradas, que han constituido Europa y que se.han asimi
lado en ella como evidencias en sí mismas (así sucede por ejemplo
con la construcción de modelos, con lo teórico, con lo ideal, con
la Desnudez,, con cl agón, con ef diálogo, etcétera). Y es que, antes
208
de empezar a leer a Platón o a Aristóteles desde fuera, partiendo de
los presupuestos de los pensadores chinos, yo los leía en atención
a lo que decían, construían, refutaban o argumentaban; pero no
buscaba una interpretación referida a lo que transmitían como ob
viedades de meridiana nitidez, como obviedades cuya condición de
tales derivara justam ente del hecho de haber sido articuladas en la
lengua y el ethos griegos, como obviedades que por ello mismo que
daran convertidas en elementos no cuestionados, no investigados:
en elementos que ni Platón ni Aristóteles llegaron a pensar siquiera
que pudieran dem andar una investigación; que no pensaban que
fiiera preciso pensar.
Más aún: u n a cultura no se posee como puede poseerse cual
quier objeto que sumamos a los que ya tenemos (que sumamos a la
naturaleza o a lo vital); no es una envoltura añadida, una nueva c^pa
agregada al sujeto trascendental: y ello porque lo cultural no es ni
aislable (como si se tratara de un sector particular de actividad) ni
susceptible de ser estabilizado (puesto que no cesa de transformar
se) ni separable (de los sujetos implicados). O bien, adm itiendo que
tradicionalmente se juzga que la cultura es algo adquirido, hemos
de reconocer que se trata de una adquisición que arranca en el ori
gen mismo de la condición humana: yo no m e expreso ni concibo
ni trabajo sino culturalmente (el binomio «natunileza»/«cultura>
constituye en sí mismo un antagonismo esclerótico al que hoy se
tiene en buena medida por una circunstancia a superar -y piénsese
igualmente en lo que señalan los trabajos de Philippe Descola o
deJean-M arie Schaeffer-). Si he hablado antes de sujeto culiural, es
porque juzgo que el ser cultural del sujeto es anterior a las determi
naciones clásicas que ha construido la filosofía -com o las de sujeto
epistemológico o moral-, aunque ésta crea distinguir en ellas un
punto de partida universal -q u e se halla a la base de determinacio
nes como las de sujeto de «conocimiento» o sujeto de la «acción».
Todavía se observa mejor, en el caso de China, el gran núm ero de
preguntas del tipo de las que Kant creía p oder plantear como otros
tantos elementos asociados a lo universal del sujeto (y vinculados a
epígrafes cuya dependencia cultural no llegó siquiera a sospechar:
«¿Qué puedo conocer?»; «¿Qué debo hacer?»; «¿Qué tengo dere
209
cho a esperar?»), interrogantes que continúan atrapadas, a pesar de
su abstracción, en una red de decisiones vinculadas a la civilización
(como la de la determinación precisa de un mapa del puro «cono
cer», o la de la moral como imperativo, o la de la Promesa (diviná)
y la espera, etcétera). Reconozcámoslo, por decepcionante que re
sulte en principio confesarlo: nunca nos hacemos preguntas primeras,
como quizá creamos aún ingenuamente, sino, invariablemente,
preguntas plegadas en el seno de lo cultural. Ahora bien, «plegar»,
como se dice de m anera familiar, es ya ordenar, estas preguntas cie
rran unas puertas (las de otras posibilidades) con el movimiento
mismo con el que abren otras. Incluso las siguientes interrogan
tes, que tenderíamos a juzgar de la más general índole concebible
-«¿Qué es el hombre?», o «¿Existe Dios?»-son interrogaciones que
cabe considerar griegas por excelencia, preguntas que jamás he vis
to plantear a nadie en China y cuya construcción y aislamiento en
esa cultura exige la concurrencia de una iiiíinidad de condiciones
singulares. Esto nos lleva a pensar que a semejanza de la lengua, y
como prolongación suya, pues al igual que ella es legado recibido,
medio en que expresarse y potencial a explotar, la cultura (o una
cultura) es sin duda aquello a cuyo través existe un sujeto; la cultura
es la dimensión en que se despliega y adquiere efectividad un sujeto
(o dicho a la inversa, y por vía de consecuencia, el sujeto que no se
desarrolla en términos culturales es, como constatamos a diario, un
sujeto atrofiado).
Ahora bien, la otra cuestión que plantea está plurah'dad de las
culturas llega a poner en peligro su estudio mismo. Y ello porque
éstas, al no ofrecer perfil alguno, al hallarse en constante proce
so de transformación, determinan que la posibilidad de lograr ca
racterizarlas se vuelva cuándo menos hipotética. ¿Qué rasgos será
por tanto pertinente retener que no deriven en mera caricatura
o cliché, dado que ninguna cultura -y más qué cualquier otra la
europea- deja en ningún momento de- alterarse y de mutar, hallán
dose en continuo trance de des-especificación para re-especificarse
de otro modo? En efecto, ¿qué puede, resultar más estereotipado,
más fastidiosamente machacón, que lo que decimos del «dualismo»
etiropeo, o lo que clasificamos bajo el rótulo de lo «cartesiano», o
210
lo que incluimos en ese falaz binom io de lo «judeocristiano», etcé
tera? ¿Cómo no reparar en el hecho de que los rasgos que llama
mos dominantes de una cultura, los que jiizgamos más manifiestos,
son también a menudo los menos interesantes? ¿Cabe decir, dada
esa circunstancia, que siguen siendo pertinentes? Otras caracterís
ticas más discretas se revelan más significaüvas: y es que aquello en
lo que más se insiste no es lo más trabajado; y los aspectos consi
derados más determinantes corren invariablemente el riesgo del
contraejemplo, y precisamente p o r sus excepciones son objeto de
contestación.
Ésta es la razón de que haya optado por distinguir en esos rasgos
dominantes lo que yo denomino, inspirándome en fórmulas taoístas
(«En toda discusión hay algo indiscutído», dice el libro de Zhuang-
zi^ ), el fondo de entendimiento m ediante el cual una cultura, sin dejar
de diversificarse, tampoco deja de comunicar consigo misma y de
«entenderse»: es decir, no deja de m antener una inteligencia inter
na que es transversal a sus alteraciones y a sus disentimientos. Del
mismo modo que hay un elemento «indiscutido», es decir, algo que
no sale a colación en el debate, algo que es lo único que nos permi
te discutir, e incluso oponem os (dado que este «nos» constituye ya
una comunidad), algo sin lo cual no sabríamos comenzar siquiera a
reunim os, hay un fondo de entendimiento cultural, de mayores dimen
siones, pero igualmente implícito, que es lo único a partir de lo cual
pueden contestarse elementos de la cultura y del pensamiento, a
partir de lo cual pueden esos elementos oponerse a sí mismos, trans
formarse. Ese fondo de entendimiento, en tanto que condición de
posibilidad de esas separaciones y esas mutaciones, es más acuciante
que los rasgos más insistentes, pero no menos coherente; o mejor
dicho, teje entre los sujetos d¿ la comunidad cultural lo que yo lla
mo una connivencia: es en esa connivencia, vehiculada.intemamente
como algo evidente, donde penetra por tanto poco a poco, pacien
temente, desde su exterioridad, el sinólogo occidental al adquirir
lo que yo he denominado, en páginas anteriores, u n «oficio»; del
mismo modo que es ese fondo de entendimiento, y no u n conjunto
^ En este caso remito por ejemplo a Siparlerva sans dire, op. ciL, pág. 158.
211
de rasgos esquemáticos, abstraídos de su contexto y separados de su
historia, lo que al viajar constantemente de China a Evuropa, y vice
versa, he tratado de resaltar en mi trabajo, mediante el reflejo de lo
uno en lo otro, y esto en ambos lados.
212
ro dejar patente lo que tienen de aventurados, al desplegar lo pen-
sable, la bifurcación y el apartamiento operados; y p o r eUo mismo,
la labor creativa del pensamiento.
La otra opción, por mi parte, estriba justam ente en comenzar
por considerar esa separación de las culturas sobre la base de la
lengua. Cuando hablo del «pensamiento chino», no presupongo
que éste posea alguna esencia particular según la cual pudiéramos
distinguirla, sino que simplemente designo así al pensam iento que
se ha expresado en chino (del mismo m odo que el «pensamiento
griego» es aquel que ha sido expresado en griego). Ahora bien^ la
separación que constatamos entre estas lenguas abre efectivamente
otras posibilidades para el pensamiento. Me rem ito aquí a una ex
periencia elemental que he citado a menudo*®®: para decir «cosa»,
esa prim era palabra que se aprende en la prim era lección, el chino
dice «este-oeste» (dong-xi; para decir: «¿Qué cosa es ésta?», compone
la siguiente frase: «¿Qué este-oeste es éste?»). En u n a época en que
todavía me interrogaba, siendo u n joven helenista, acerca de la utili
dad que pudiera tener, para un aprendiz de filósofo, embarcarse en
el estudio de u na nueva lengua, y además u n a con reputación de ser
tan dificultosa, encontré aquí una especie de prim era confirmación
a mis cuitas. ¿O debiera decir incluso, al borde mismo del oxímo
ron, que me vi frente a una suerte de «revelación» teórica? Y una
revelación, además, tanto más determ inante cuanto que los demás
-com o sucede habitualmente con todo aquello a lo que, sucedién-
donos, adquiere para nosotros valor de «revelación»-, esto es, las
personas que nos rodean, parecen proseguir su camino, impasibles:
sin inquietarse lo más mínimo -sin percibir siquiera lo que tanto
nos ha chocado...
Para decir «cosa», esa palabra que entre nosotros resulta lo más
primario, y también lo más unitario, lo más elemental, algo suma
mente compacto a im tiempo y escasahiente expuesto a las fisuras,
algo que hereda de causa el interés p o r el asunto en cuestión y que
vehicula simultáneamente, de res, el sentido de materia, sustancia y
Véase lo que se señala en Pensar d’un dehors (la Chine), Seuil, 2000, pág. 59, «La
premiére lecon de chinois».
213
propiedad, para manifestar la idea de «cosa», digo, los chinos expre
san por tanto la relación entre dos opuestos: para aprehender lo que
incesantemente surge frente a ellos como elemento del que ocupar
se, enuncian la interacción entre dos polos opuestos de los que no
dejan de emanar, y por donde se encaminan, retazos de realidad
(aunque soy consciente de seguir aquí encajonado en la j«spara ex
presar’el concepto). Más que una simple diferencia, lo que hay aquí
es sin duda una separación que abre una vía distinta, una vía que diver
ge de nuestras más arraigadas expectativas nocionales, y cuya inci
dencia no cesaremos de valorar en lo suceávo; y lo que hay es, sobre
todo, un concepto de lo «real», pero no entendido desde la perspec
tiva del Ser ni desde la óptica de la «coseidad», sino visto a modo de
intercambio y de comunicación continuos entre distintos factores,
entre el yin y el yang, de donde se desprende ese incesante proceso,
etcétera. . '
A decir verdad, no hemos hecho otra cosa más que iniciar la com
prensión de tal separación y d e s p l i e g u e nos ofrece la diversidad
de las lenguas-. Yes que, ¿cómo se dice «paisaje» en chino?'®' No, como
afirman al unísono, y sin interrogarse apenas sobre su elección, las
grandes lenguas exiropeas sobre la base de una experiencia perceptiva
y definitoria (como en el caso, por ejemplo, de Landscape, Land-schaft, o
paesetto, paesaggio, etcétera); lenguas que entienden la noción al modo
de esa parte del país, o de terreno, que la naturaleza ofrece al ojo que
la mira y que se extiende hasta donde alomza la vista; es dedr, como
el aspecto que presenta ese «país» -pagus- en tanto que susceptible de
dejarse abarcar poi: quien lo contempla, en tanto que elemento que
la visión recorta y aísla de la extensión general. Para decir «paisaje»
el. chino (y también el chino moderno) dice «montaña(s)-agua(s)»
(shan-shui) o «montí^a(s)-río(s)» (sharhchiutn). Una vez más, él punto
de vista que se expresa a través de la lengua vuelve a no ser el de una
identificación y deümitación aspectual, sino el de la interacción entre
Remito al lector a mi obra titulada La pande image n’a pos deforme, op. cit.,
capítulo DC, «L'esprit d’un paysage».
214
dos polos: en este caso los de lo Alto y lo Bajo, o los de lo vertical y lo
. horizontal, los de lo compacto (o lo sólido: la montaña) y lo fluido (o
lo inaprensible: el agua), o aun los de lo opaco y lo transparente, lo
inmóvil (la montaña, dice un proverbio, «no se mueve») y lo movedizo,
etcétera. El binomio «montaña(s)-agua(s)» simboliza otras tantas opo
siciones complementarias que tensan el mundo, así como los infinitos
intercanlbios que de ello se desprenden. Por eso, lejos de poder conce
birse como una porción o fracción de país sometida a la autoridad de
la m i r arla y delimitada por un horizonte, el «paisaje» chino establece
la globalidad ñmcional de elementos, o mejor de factores (o vectores)
que interactúan. Bastará con considerar aquí algunas pinturas clásicas,
tanto europeas como chinas, para comprenderlo en su justa medida:
el pintor chino no pinta un rincón del mundo desde la posición de un
sujeto perceptivo y en fiinción de la construcción que ese mismo sujeto
realizaría por medio de la perspectiva; lo que se encarga de transmi
tir el impulso animador del pincel es la totalidad de los dinamismos y
alientos cósmicos, según se despliegan en el gran proceso del mundo a
través del juego infinitamente diveno de sus polaridades.
215
lengua griega: «esencia», «cantidad», «cualidad», «relación», etcéte
ra. A través de esas categorías, percibidas desde el punto de vista de
«lo que se dice», es decir, de la predicación y sus figuras (ta skhémata
tés kaíégmas), el Estagirita no habría hecho otra cosa que reflexionar
y explotar las principales opciones, o las ideas preconcebidas que,
respecto a la capacidad de interpretar el mundo, articulaba su pro
pia lengua.
¿Pero qué sucede entonces con Kant, que, en la Razón pura, pre
senta üna tabla de las categorías y afirma explícitamente, respecto
de ellas, que son, no de la lengua, sino del entendimiento? En tan
to que conceptos contenidos apriori en el entendimiento, esto es,
én su condición de «conceptos puros», nos dice Kant, esas catego
rías coinciden con las funciones lógicas y se deducen por medio de
una operación trascendental'” . Ahora bien, una categoría como
la de «subsistencia» («inherencia»), por ejemplo, que Kant intro
duce bajo el epígrafe de la relación, ¿lleva efectivamente impreso
ese deber ser lógico que le confiere tan presupuesta univers¿idad
de principio? Si yo la examino ahora haciendo valer la separación
de la lengua y el pensam iento chinos, tenderé a ver más bien en
dicha categoría un rem anente del punto de vista ontológico griego
y de la representación, fundam entalm ente aristotélica, de «lo que
se halla debajo» (con todos sus cambios adventicios: en tanto que
hypokeimenon): «su-jeto», «sub-strato», «sub-stancia», en una pala
bra: el soporte «esencial» de todas las determinaciones, un soporte
que, por sí mismo, no se vincula a nada, pero a lo que se remite
todo lo demás, y a título de «accidente»; un soporte en el que se ha
llan por tanto contenidas -p o r «inherentes»- distintas propiedades
y cualidades. Por lejos que haya llevado el esfuerzo de abstracción,
Kant no ha salido p o r consiguiente del pliegue que liga lo lógico a
lo ontológico y que se funda en la relación atributiva de la predi
cación: el punto de vista precisamente de la cosa («substancia») de
la que podemos decir, que, además, resulta ser tal o cuál ente con
creto. A hora bien, una vez más, el chino -q u e ha perinitido que el
vínculo predicativo s.e conserve mucho menos tenso- ño ha aislado
216
un concepto de «materia» (el aliento cósmico, qi, no es ni materia
ni espíritu, o es a un tiempo lo uno y lo otro), no ha desarrollado
una noción de esencia ni pensado desde la perspectiva de la inte
rrogante «¿qué es esto?», sino desde el ángulo de la interacción y
del flujo del proceso -es decir, el chino resalta desde el exterior el
elemento singular que posee pese a todo im a opción de este tipo,
una opción (la occidental) que en la actualidad se ha extendido
de m anera uniform e por el m undo, gracias al éxito probado de la
ciencia edificada sobre ella.
217
taoístas, que es concepto «matriz», significa que «no hay» nada actual
(wu): es decir, que no denota el no-ser, sino lo Indiferendado? (¿Yqué
verbo se emplea en el chino clásico para expresar la noción de «exis
tir»? Cun significa «subsistir»,) O aun: ¿qué clementes de ineludible
constricción presenta en China la oposición «necesidad<ontingencia»,
cuando el idioma-pensamiento chino destaca por su capacidad de ex
presar el encuentro oportunóí Cuando lo observa uno con el suficiente
detenimiento, se ve inmediatamente que, en muchos aspectos, este
idioma-pensamiento chino aborda al sesgo estas categorías -insisto una
vez más en este término-. Con abordar al «sesgo» las categorías quiero
decir que lo hace de manera tangencial respecto de su exigencia y que
no tiene empacho en proceder de este modo. Significa que, hablan
do con propiedad, ese idioma-pensamiento chino no las juzgará falsas,
pero quedaría reducido a la esterilidad si se sometiera a las coerciones
de su aplicación. . i
218
-n o en un museo, sino en la realidad venidera- de lo cultural y
de lo pensable (el tema de la «excepción» cultural -«francesa»- lo
expresa torpem ente a su m anera). Ahora bien, el concepto de se
paración es un concepto riguroso y batallador en este aspecto; al
inducirnos a sondear el alcance que pueden llegar a tener las di
vergencias, al animamos a m edir la distancia que se abre entre las
culáiras, nuestro concepto despliega lo cultural y lo lleva, ju n to a lo
pensable, hasta el Kmite; aunque tíunbién nos permita, e n senüdo
inverso, remontamos, desde la dispersión que se nos ofrece, hasta
las determinaciones que se hallan implícitas en el arranque de la
divergencia y penetrar en la lógica de lo que nos veremos sin duda
conducidos a comprender desde ese m om ento, tanto en una como
en otra orilla de lo así separado, como otros tantos elementos situa
dos en pie de igualdad, e incluso como otras tantas alternativas para
el pensamiento.
De este modo, el punto de vista de la separación saca tanto a lo
cultural como a lo pensable de su somnoHenta normatívidad. Al
considerarlos no ya como factores sin relieve ni voltaje, desde la
perspectiva de la diferencia, sino en tensión y desde el punto de vista
de la disidencia, nos lleva a juzgarlos, en ese «alcance» o ese «hasta
dónde» (hasta dónde puede lleg ar-o alcanzar-, tanto en uno como
en otro lado, la vía así desbrozada), desde el ángulo de su potencia
lidad. Sustituye así el punto de vista de la identificación (esto es, el
de la diferencia) por el de la exploración-explotación, puesto que la
separación abre nuevas posibilidades: esas separaciones, y antes que
nada las que hemos constatado en la lengua, han de com prenderse
como otros tantos recursos para el pensamiento. ¿Acaso no hemos
de convertimos nosotros mismos, inmersos en im a época de super
posición estandarizada, en «zahoríes» de la cuJtura, en buscadores
de fuentes: haciendo aflorar sus yacimientos ocultos, siguiendo sus
ricos y olvidados filones (o estelas)? Ahora que p o r íin empezamos
a preocupamos en el plano planetario, aunque un poco tarde, p o r
los recursos naturales, dado que tememos su posible agotamiento,
¿por qué no habríamos de inquietam os también por esos recursos
culturales que vemos devenir cada vez más asépticos y desaparecer
paülatinamente -o lo que es aan peor, travestirse- como consecuen-
219
cía de la nonnatividad globalizada? Insisto en que no los vemos al
terarse, como corresponde a la esencia de la cultura, sino caer más
bien en la contrahechura y en la representación (de lo culturalmente
«auténtico»): ¿qué podría resultar hoy peor (o más falso) que esos
espectáculos llamados tradicionales y esas actividades locales que se
complacen en exponer todo un conjunto de acciones seudo singu
lares (siendo así, además, que dichas «actividades» constituyen el
exacto reverso de lo festivo, etcétera)?
Ahora bien, en contrapartida hemos de valorar el efecto de to
das estas consecuencias desde el propio punto de vista de la filoso
fía: hete aquí que el hecho de que tomemos en consideración las
separaciones lingüísticas, y por consiguiente también las sepáracio-
nes entre los distintos pensamientos que se han desplegado sobre
sus respectivas bases (puesto que ya he advertido anteriorm ente
que nunca nos planteam os preguntas primeras, sino siempte pre
guntas plegadas en la lengua), nos induce a salir -n o s fuerza a salir
de hech o - de la referencia a la verdad, la misma verdad que tanto
ha obsesionado el pensam iento hasta el presente, al menos en Eu
ropa. Al distanciarse de lo normativo, es decir, al sustituir esa pers
pectiva por un p u n to de vista exploratorio centrado en sondear la
disponibilidad del recurso, al invitamos a considerar lo cultural y
lo pensable en térm inos de vías desbrozadas, y por consiguiente en
función también de opciones igualmente posibles, la separación
nos libera al mismo tiempo de la exclusividad de la noción que
concibe la verdad com o aquello que expulsa de sí. lo falso. Una
cultura, y p o r tanto tam bién el pensamiento que en ella se ha de
sarrollado, no es más verdadera que otra: la cultura-pensamiento
china no es más verdadera -n i menos verdadera- que la europea.
Sin embargo, u n a cultura (y un pensamiento) será más o menos
fecunda en función de las posibilidades que explote; en función de
los filones que haya trabajado: irá más o menos lejos en una u otra
dirección. U na cultura,, un pensamiento, no se miden por tanto en
términos de verdad, sino de desarrollo y de rwwíimtCTiía el totemis
mo o el animismo que nos describen los antropólogos no son más
falsos que otras «concepciones del mundo», pero su influencia en
el m undo «objetivo», según lo que entiende por tal la categoría
220
europea, es de orden menor; y a la inversa, el hecho de que haya lo
grado separar la «naturaleza» de un yo-sujeto y la haya constituido
en objeto cognoscible ha revelado que el «naturalismo» europeo'^’
posee una operatívidad inaudita: tanta que ha provocado un mar
cado desfase con las demás culturas y ha encauzado precipitada
m ente a la hum anidad por un nuevo derrotero.
Me parece escuchar inmediatamente la objeción, así que preciso:
no trato con esto de relatívizar la verdad (retom ando al discurso
escéptico), sino de invitarla a apearse de su imperialismo global e
instarla así a adquirir un carácter focaí-reubicándola en el sitio que le
corresponde-, dado que su pertinencia, de índole particular (aun
que no obstante, como tal, absoluta), es la de la invención de la cien
cia y del discurso del conocimiento (con el cual, cierto es, se han
coníundido en gran medida la filosofía y, tras ella, la teología -q u e
de este modo perdía dogmáticamente el sentido de lo religioso-).
O, por decirlo con otras palabras: mi propuesta equivale a designar
que lo negativo del pensamiento no es lo falso -noción que, como
bien sabemos por otra parte, actúa en intensa relación dialéctica
con lo verdadero-, sino lo impensado. U na lengua, una cultura, un
pensamiento, con su separación, con su divergencia, proporciona
unos asideros distintos -otra percepción- para aprehender lo impen
sado; y lo que nos da la medida de su fecundidad es la potencia de
ese punto de anclaje y de esa percepción.
Esto es lo que observamos que sucede entre China y Grecia, al
gunas de cuyas divergencias de pensamiento h e tratado de reconstruir
y de explotar en mi trabajo: es decir, he intentado situarlas en posi
ción de tensión recíproca mediante la evaluación de sus respectivas
productividades respecto del despliegue de lo pensable, si bien no
me he propuesto proceder, en sentido propio, a una comparación
de ambas (por ejemplo, desde el ángulo insuficientemente fecundo
de la diferencia). Si aprovechamos lós recursos del verbo Ser (que
reúne en un solo significado el empleo de la predicación y el de
la identidad), si buscamos el pleno rendim iento de la figura de la
Menciono esta categoría de acuerdo con los parámetros en que la acota Phi-
lippe Descola en Par-delá natun et cuUurt, Gallimard, 2005.
221
separación {chórismos: la que media entre lo sensible y lo inteligible,
lo concreto y lo abstracto, lo sujeto al devenir y lo eterno, etcétera),,
si llevamos tan lejos como resulte posible la exploración por medio
de la causalidad (todo se explica en función de la causa, y el pro
pio Dios «es causa»), pero, sobre todo, si hacemos fructificar sus
regias y sus funciones sintácticas, el idioma-pensamiento griego se
revela.esencialmente constructivo (de esencias, de trascendencia, de
finalidad, de paradigmas, etcétera). No hay aquí un determinismo
del idioma, sino más bien xm despliegue de sus «predisposiciones»
(Benveniste)*®^. En términos globales, el punto de vista ontológico
ofrece un «asidero» -insisto una vez más en esta idea- cuya capaci
dad explicativa ha engendrado la ciencia clásica. ¿Pero qué otros
asideros logra hacer que afloren, o qué otros efectos permite, un
pensamiento que no se haya desarrollado en función de esta idea
preconcebida, sino al lado de eücü
Ahora bien: debido a que su lengua no declina ni conjuga, a que
no se ve obligada a tomar decisiones relacionadas con los géneros,
los tiempos o los modos, a que ni siquiera debe zanjar ninguna cues
tión vinculada con el plural y el singular,'a que no ha formalizado
la relación predicativa (ya que tampoco explícita necesariamente el
sujeto del verbo ni asigna categóricamente a un sujeto las modali
dades que acabamos de enumerar, o no asigna, por decirlo según
sus categorías, los «así» a u n esta véase lo que se señala en el libro
de Zhuanffo), y a que carece prácticamente de sintaxis (al menos
en chino clásico, donde las palabras «vacías» vienen a enlazarse con
las palabras «llenas», introduciendo entre, ellas ima suerte de juego
y de respiración), China muestra más aptitudes para decir (y pen- •
sar), no la esencia y la determinación, sino el flujo, el «entre», lo
impersonal, lo continuo, la transición -esto es, la interacción y la
transformación (cuando menos de acuerdo con los términos que
222
nosotros empleamos)-. No he dicho que ignore la trascendencia,
sino que, en esa vía, se revela pobre en relación con la sublimidad
de las construcciones europeas; p o r el contrario, cuando se trata de
caracterizar lo que nosotros denom inam os «inmanencia», noción
sobre la que el pensamiento europeo no puede construir (puesto
que, justamente, la inmanencia no se construye), el idioma-pensa
miento chino se muestra asombrosamente cómodo en su función
evocadora, dado qué no remite ya cada «así» a ningún complejo
de sustancia-sustrato-sujeto, sino que lo entiende suficientemente me
diante el solo expediente de su curso procesual ésa es la plenitud de
la «vía», del
223
la cuarta casilla, el lugar en el que uno está, ubi casilla que se prestará
fácilmente -o que él aprovecha- para situar la Eternidad. Ahora bien,
no sólo la lengua china no conjuga y por consiguiente no separa los
tiempos de forma toante (de cuando en cuando establece marcas para
el flitvu-o inmediato y el pasado), dado que no distingue entre estas
cuestiones de lugar, sino que también piensa el curso de lo que noso
tros llamamos el «tiempo» desde ima pérspectiva que no es la del Ser
(en este sentido ningún tiempo «es»: ni el pasado, que ya no «es», ni el
futuro, que aún no «es», ni el presénte, que no «es» sino el punto de
tránsito del uno al otro, y de ahí la aporía), sino que es, una vez más, la
de la polaridad. La fórmula es la siguiente (intentaré traducir del modo
más literal posible): «irse: pasado-presente: venirse» (wanggujin
Lo que hemos tratado de identificar como «tiempo», en Europa, se en
tiende por tanto, según la articulación propia de la lengua china, entre
los polos del pasado y el presente, del «ir» y del «venir», y mediante el
intercambio que va y viene de uno a otro: lo que (aunque este «lo que»
sustancialista esté de más, repito) no deja de irse/no deja de venirse.
Y no en función de una modalidad «distensional» -como la distentio
de Agustín, que desgarra cruelmente al espíritu, atirantado entre dos
tiempos separados-, sino efectivamente al modo de una transición con
tinua.
224
XIII
Construir el diálogo de las culturas
contra la uniformización reinante;
la autorreflexión de lo humano
225
intención más solapada) ante una taimada iniciativa con la que el
imperialista se propone colar de rondón su universalismo -en vista,
de que cada vez topa con mayores resistencias en el mundo, dado
el fortalecimiento de las demás potencias- y seguir insistiendo meaa
voce en que se le preste oídos y se aprenda a soportarlo? ¿Qué es lo
que se enmascara bajo el término «diálogo»? Como forma de reac
ción frente a esa tendencia biempensante, hay quien ha tenido el
arrojo de acuñar una noción inversa, la de un «choque» -o clash-
entre culturas (Huntington’“ ). En vez de confiar únicamente en
el intercambio verbal para pacificar las relaciones humanas, se ve
ahora en esta pluralidad de culturas la nueva -y principal- fuente
de los conflictos del mundo venidero.
226
do al final de la historia como tal: esto es, al punto final de la evolución
. ideológica del género humano y a la universali^ción de la democracia
liberal occidental»-, no es difícil mostrar que, desde aquella caída, la
democracia liberal no se ha alzado triunfante pese a tales augurios y que
la guerra de las ideas no ha concluido'” . Son las civilizaciones que han
alcanzado su plena madurez, y que por consiguiente híui iniciado ya el
declive, como la occidental, las que creen ver llegada al fin la eternidad:
lo que ha ocurrido es simplemente que el escenario del conflicto ha cam
biado de aspecto y que los «choques peligrosos» habrán de surgir en lo
sucesivo de la interacción entre la «arrogancia occidental», la «intoleran
cia islámica» y el «carácter cada vez más reafirmatívo de una China en
alza» (Huntington, op. ciL, pág. 35).
No hay duda de que estamos aquí ante una visión alarmista (o
realista) que se yergue como un desafío frente a la dichosa coopera
ción cultural global. Desde mi punto de vista, sin embargo, la tesis del
choque de las civilizaciones adolece de fallos en dos flancos. Por un
lado 1), el apego de Huntington a la noción de «identidad cultural»
fundada en la diferencia, uxia diferencia en cuya defensa habrá de
«ialir por tanto la comunidad afectada en cada caso, convirtiéndose
así en ineludible fuente de antagonismo: este autor no tiene la menor
idea de la fecunda potencialidad que poseen las diferencias (o sepa
raciones) culturales cuando se las concibe como recursos a explotar,
divergencias que no obstante, como bien sabemos, no han dejado en
ningún momento de introducir modificaciones y mutaciones en la
Historia., Por otro 2), el planteamiento de Huntington se funda en
una concepción simplista del determinismo cultural que conduce al
reduccionismo de caracterizar las culturas en función de sus rasgos
más obvios -los que más huella dejan y los más generalizados- (véanse
por ejemplo las características estándar á€í «mundo occidental» segiin
lo concibe la OTAN, características que Huntington toma como pa
radigma -páginas 326-327-): ¿por qué considerar por ejemplo que el
rasgo principal de Europa haya de ser el cristianismo (hasta el punto
Cita tomada de Huntington, op. cit, pág. 34, en la que se reproducen las pala-
■bras de Fukuyama en Elfin de la Historia y el último hombre, trad. de P. Ellías, Planeta,
Barcelona 1992. {N. de los T.)
227
de que, en caso de renunciar a él, se encaminaría a su perdición)?
¿Por qué no habría de hallar el continente su fundamento, con idén
tica pertinencia, en el racionalismo y el. ateísmo? O mejor aún: ¿acaso
no opera el «racionalismo» en ambas vertientes del pensamiento, es
decir, tanto en la concepción cristiana como en la atea? ¿Por qué, si
Europa no ha dejado de encontrar fecunda respuesta a sus interrogan
tes en estas dos tendencias (de Platón a Epicúro), no habríamos de
reconocer tanto la simultánea validez de ambas (Europa es cristiana y
atea) como la tensión que media entre una y otra? Y es que lo uno no
se ha desarrollado sin lo otro, los dos planteamientos se han agxizado
y promovido recíprocamente (como ha ocurrido asimismo en el caso
del materialismo y el idealismo, etcétera); es más bien esa tensión la
que construye Europa (y esta crítica vale igualmente para el fallido
preámbulo de la Constitución europea -falhdo por lo que tanto unos
como otrps han retirado de él). i
Ahora bien, Himtington no se eleva de éste o aquel de ^sos rasgos
que él juzga descollantes -pese a que su elección sea siempre más o
menos arbitraria- hasta lo que he caracterizado anteriormente como su
fondo d¿ entendimiento, un fondo situado más acá de las diferencias. Sin
embargo, sólo en el estadio que determinan estos elementos teóricos
Lmph'citos y previstos aparecen las connivencias, incluso entre aspec
tos culturales que pueden parecer muy distantes unos de otros, entre
aspectos que hasta llegan a ser contradictorios. Y al aparecer en esas
connivencias se entrevé la forma de su coherencia y de su adosamiento
-ya que este fondo de entendimiento se percibe mejor desde fuera de
esa culmra, como ya he dicho, se observa mejor al contemplarlo desde
un ángulo oblicuo (como el de China al reconsiderar la Europa clási
ca: ¿qué connivencia conecta entre sí el Logos-el Ser-Dios-la Libertad-la
Finalidad, etcétera?)-. (Don unos instrumentos de análisis tan rudimen
tarios, le es imposible a Huntíngton llegar, por su parte, a otra co?a que
no sean conclusiones puramente deferisiva? y, por consiguiente; reac
cionarias (básicamente contrarias al multículturalisiho estadounidense,
que es la diana contra la que dirige sus‘dardos): Occidente sólo ten
drá salvación si rcafiniia sin complejos sus «valores tradicionales» y su
«identidad», nociones qué Huntíngton tampoco juzga «universales» -el
universaüsmo sería a sus ojos im falso ideal que habría que abandonar
228
por peligroso-, sino únicas («...preservar, proteger y renovar las cua
lidades únicas de la civilización occidental», afirma en la página 424).
229
males: lo que implica esta operatividad es simplemente que, para
dialogar, eada cual ha de abrir imperativamente su posición, contra
poner su tensión a la contraria y establecerla en ese cara a cara. La
cuestión no estriba p o r tanto en que todos nos veamos impulsados
por la voluntad finalista de un entendimiento, o en que la lógica del
diálogo revele la presencia de un universal preestablecido, sino en
que todo diálogo es una estructura eficiente -op eran te- que obliga
deJacto a reelaborar las propias nociones para trabar comunicación,
y conduce por tanto a im bucle reflexivo.
Pero ¿en qué lengua habrá de dialogarse, si el intercambio media
entre culturas} ¿En qué lengua hablaremos si se coruerva este triángu
lo: si la cultura se aborda en prim er lugar sobre la base de la lengua
(en vez de hacerse desde el ángulo de lo religioso, de lo ideológico,
etcétera), y si la lengua ya es pensamiento? A esto respondo, sin mie
do a la paradoja: cada uno en su propia lengua, pero traduciendo al
otro. Y ello porque la traducción es la ejemplar puesta en práctica
de la operatividad inherente al diálogo, dado que en efecto obliga a
realizar una reelaboración en el seno mismo de la lengua propia, y por
tanto a reconsiderar sus presupuestos implícitos a fin de ponerla en
disposición de afrontar la eventualidad de un sentido diferente, o
de un sentido prendido al menos en otras ramificaciones. Lejos de
constituir una desventaja -entendida como obstáculo y fuente de
opacidad: el castigo de Babel-, es la necesidad de traducir Ío que
pone a las culturas a trabajar en algún objetivo mutuo. La traduc
ción, a mis ojos, es la única ética posible del «globalizado» mtmdo
venidero. Y ello porque si la comunicación se efectúa en la lengua
de uno de los interlocutores, o sin que el otro idioma logre a su
vez hacerse oír, el encuentro queda, por este solo hecho, sesgado,
ya que se ópera en el campo -y por tanto en la interrelación de
los elementos culturales tácitos- de uno de los dos: los dados están
trucados. Si se realiza en la lengua de u n tercero, por ejemplo en
el inglés normalizado de los Estados Unidos, serán entonces los ele
mentos implícitos de dicha lengua los que orienten de antemano el
intercambio, y esto inclúso en su organización temática (al insertar
sus tapies, sus issUes, etcétera): de este modo quedaremos limitados
por el hecho de que, so pretexto de aportar su mediación, lo que en
230
realidad hace la lengua árbitro es interponerse. Esta es la razón de
qué no crea en absoluto en las virtudes del gran poliloquio ni de la
muestra Mundial de la cultura que se organiza ritualm ente aquí o
allá y se renueva año tras año, en ese inglés bastardo, p o r lo demás
desprovisto en gran medida de su propia condición inglesa, que sir
ve inevitablemente como koiné de la Comunicación. Y ello porque,
para empezar, la suerte está echada: en esos encuentros no se desa
rrollará la pretendida especificidad de las culturas sino en función
de los considerandos previos de Occidente, unos considerandos tan
chatos como cualesquiera otros y que en su inmensa mayoría siguen
necesitando reflexión, pues no se ha m editado aún sobre ellos.
231
rcutilizar las propias categorías de partida -o valdría mejor decir un pre
texto para hacerlo-, reorientando de ese modo los viejos solapamientos
y tomando la resolución de mantenene replegado en imo mismo.
232
tema de regulación instaurado por los procedimientos codificados
de la «amonestación», unos procedimientos que sólo se proponían
limitar el autoritarismo del Príncipe?
233
no deja a la heterogeneidad necesaria más que las salidas más po
bres. menos fecundas, la del repliegue identitario y la del obstinado
rechazo de algo que no deja de presentar, de manera innegable, el
aspecto de una construcción común, de una lógica de la Historia. .
254
mismo se fundamenta. Y es que sólo esta confrontación a tientas con
otra lengua permite cierta reflexividad de la filosofía -una reflexión
en sentido propio, ya que no ha podido empezar a percibirse sino al
exportarse a ese otro medio-. Al introducir una exterioridad relativa,
comparativa, del pensamiento respecto de la lengua en que se expresa,
esta confrontación ha llevado a la filosofía a reconocer y ponderar la
configuración de lo pensable en la que ella misma se articula: dicha ex
terioridad esclarece por consiguiente, aun de manera oblicua -debido
a esa separación respecto del idioma-, tanto los elementos implícitos
comq los insólitos del pensamiento.
y esto se constata con mayor facilidad aún desde un punto de vista ex
terior: vemos confirmarse, desde China, y por oposición, esa capacidad
de auUyr^exión que la dispersión de las lenguas europeas ha conferido
a la filosofía. Pues, ¿qué es lo que distingue al chino docto del intelec
tual europeo, si no es, principalmente, que el primero no ha conocido
más que una única lengua de cultura, en tanto que lengua escrita, y ello
hasta finales del siglo XIX: la sola lengua de los ideogramas? Y es que ni
siquiera el contacto con el sánscrito, a través del cual recibe China la
aportación de la enseñanza budista, ha conseguido cambiar en lo más
mínimo el orden vigente en el país; las traducciones de los sutras se
efectúan a través de un conjunto de intermediarios y en los límites del
territorio chino. No sólo el hombre culto chino no aprende otra lengua
ni se enfirenta personalmente a la dificultad de la traducción, esto es, a
la separación que opera en el espacio que media entre las lenguas, es que
ni siquiera encuentra nada que le induzca a sospechar que piensa m
una lengua: ésta es la razón de que se haya visto privado de todo desvío
o alternativa que le permita seguir la pista de las condiciones de su prcH
pio pensamiento. He ahí sin duda una de las razones por las cuales el
pensamiento chino cuenta con ima menor articulación filosófica. Los
semas nocionales chinos se comentan solos, y «se saborean» al infinito;
sin embargo; sin esa separación que abre la disparidad de las lenguas,
no sólo serían incapaces de constituir un bucle reflexivo sino que ni
siquiera podrían autorizar la adopción de una cierta distancia crítica
respecto de sí mismos. No ofi-ecen asidero alguno. No cesan de devanar
lo evidente (como si no expresaran más que una pura inmanencia) y no
les ronda inquietud alguna (en relación con sus límites o aus tomas de
235
posición); ciñen su movilidad a las redes alusivas de su intertextualidad,
pero permanecen cerrados al desfiguramiento interlingüístico. Por eso
apenas sospechan lo confortable que resulta su pensamiento -confort
en el que podría residir el elemento constítutivo de su «sabiduría».
236
ron obligados por tanto a encontrar nuevas formas de expresar su
propia cultura valiéndose de unas herramientas, así como de unas
exigencias teóricas, que no eran las suyas, y respecto de las cuales ni
siquiera tenían la seguridad de que fueran a convenirles -e n todo
caso no de entrada: se vieron en la necesidad de buscarse una «filo
sofía» e incluso una «metafísica», una «lógica», im a «estética»; de re
plantearse su pensamiento en función de los troqueles del «sujeto»
y el «objeto», de lo «abstracto» y de lo «concreto», de la «materia» y
de la «forma», del «ser» y del «atributo», etcétera; de apropiarse de
nuestra iptología teórica: de lo Hermoso, de la Verdad, de la Crea
ción, y así sucesivamente.
Hoy, cuando leemos un texto de la literatura china clásica rees
crito, es decir, reorganizado en chino contem poráneo, lengua refor
mada a su vez en función de las categorías europeas, descubrimos
que no representa sino el pálido reflejo de las expectativas cultura
les de Occidente: pese a estar escrito en chino, se trata de un texto
pasado por el tamiz de esa uniformización de las categorías, de un
texto esterilizado y engañoso. Ahora bien, b^'o esa uniformización
que reabsorbe la separación no sólo se ha perdido sentido, y por
consiguiente posibilidades para el pensamiento -d ad o que hay re
cursos que quedan de ese modo ocultos y agostados-, vemos tam
bién desarrollarse entre los propios chinos, a m anera de reacción
frente a esa pérdida, el convencimiento de que su cultura se halla
abocada a una cierta incomimicabilidad: la incomimicabilidad de
su «misterio» o de su «esencia», que serían así im penetrables para
los extranjeros. En Japón, donde se celebra el «alma japonesa», •ja-
mato damashii, proliferaií los más someros discursos comparativos
sobre el «hombre japonés» (nihonjinlon). En China se extiende a
gran velocidad el discurso de la condición chinoa se trata de un dis
curso que revindica un «nativismo cultural» (bentiahuyi); que invoca
el retom o a los «estudios nacionales», llamados a desmarcarse de
una sinología que no sólo es considerada excesivamente occidental
sino que adolece además de una falta de «consanguinidad cultural»;
y que incluso lanza un llamamiento a la restauración del «círculo
de la cultura gramatical china», cuya suposición fundam ental se
sostiene en la idea de que «los caracteres chinos penetran nuestro
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pensamiento, nuestra sangre y nuestro inconsciente colectivo...
En la expresión de este rechazo se acredita la idea de un elemento
inefable en la cultura, la cual, á su vez, vuelve a quedar reinscrita
en el marco de la naturaleza, con lo que lo cultural abandona ipso
facto el ámbito de lo inteligible', o dicho de otro modo: lo cultural deja
de considerarse algo susceptible de ser compartido en virtud de la
común inteligencia. Se abandona la tarea del diálogo. Las ideas de
«centralidad» china, de «espíritu chino» o de «valores asiáticos» se
recluyen así en identidades sectarias, identitarias, se creen grávidas
de una tradición inmutable y al mismo tiempo de una irreductible
originalidad, con lo que no dejan de hacerle el juego a los movi
mientos neonacionalistas.
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les (en aquellas «palabras», nos dicen, que «encontramos en todas
lás lenguas»), y cuyas «diferencias se manifiesten por sí solas» como
otras tantas variaciones culturales de una identidad de principio^'®.
Enfrente se sitúa la tesis relativista que abandona a las diversas cul
turas a su singular perspectiva y a su destino único. A hora bien, po
demos decir que negarse a mostrar adhesión al credo universalista,
tanto más intempestivamente defendido hoy cuanto que la cultura
europea que lo ha alumbrado percibe que su propio poder está a
punto de vacilar, ¿equivaldría necesariamente, p o r todo ello, a caer
en otro atolladero, el del «culturalismo»?” ®
Entre estos dos yertos fantasmas de lo Mismo y del Otro, del re
pliegue identitario sobre lo Mismo y de la fascinación p o r el «gran
Otro», es posible encontrar, en efecto, una vía com pletamente di
ferente. No «entre» ambos, para hablar con propiedad -corrijo-,
pues esto equivaldría una vez más a ceder en esto al espejismo del
marcó impuesto, sino alejándonos por igual de u n a y otra alternati
va. Y por otro lado, ¿no es siempre pensar, en cierto modo, separar
se y encontrar una nueva vía tangencial -y u n nuevo asidero- para
acceder a lo impensado? Y es que lo que hoy se p l a t e a a Europa
no es renunciar a las exigencias de su razón, cuyo universal es sin
duda la clave de bóveda que mantiene unidos tantos y tan diversos
retazos de lo cultural, sino volver a p oner en m archa la Razón. En
esto estriba incluso, en mi opinión, una de las oportunidades que se
ofrecen a nuestra época, puesto que somos la prim era generación
que tiene la posibilidad, gracias a la globalización, de viajar de for
ma más libre entre una y otra cultura -ésa es sin duda, en definitiva,
la oportunidad que es preciso saber aprovechar en el envés de la
uniformización esterilizadora que ella misma precipita: la de poder
circular entre las diversas inteligibilidades para promover, a través de
ellas, u ña inteligencia común-, lo que desde luego no tiene nada que
"-*Jean-Francois Billétcr. Conínf/ronfOMJuMUn, Allia, 2006, págs. 54, 59, 82. Doy
la réplica a este autor en Chmin faiscfnL Connaitn la Chine, relancer la philosophie, op.
cit., capítulos vn y K.
’*®Jean-Luc Domenach, en «Coup de sonde», junio de 2007, págs. 180-ss.,
se encierra de forma parecida en esta obstinada oposición.
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ver con una cultura única. Y sin embargo, para lograrlo, será preciso
dominar firmemente ambos extremos: a un tiempo la posible sepa
ración délos pensamientos;!el dialogismo del entendimiento. Si no
nos fiamos ya del innatismo de las nociones concebidas como algo
dado de antemano (¿pero en qué Antes?) y si nos liberamos de toda
definición del «Hombre», pero sin renunciar por ello a lo común de
lo inteligible, hete aquí que se abre una nueva perspectiva al pensa
miento, una perspectiva que reclama la tarea de propiciar un nuevo
mañana -y digo «mañana», porque será preciso contar con nuevas
fuerzas: llamaré a esta tarea venidera la atiiorreflexión de lo,humano-.
Sólo ella, mediante el dispositivo que instaura, puede romper con el
autoneflejo que produce hoy en todo el planeta la imiformidad.
Pero ¿por qué hablar aqm' de lo «humano» y no del «hombre»?
¿Qué libera o de qué nos purga, o dicho de otro modo, qué despla
zamiento y emancipación realiza en este caso la retirada delgiorioso
sustantivo; el «Hombre» (con mayúsculas)? Es decir, una vez más,
¿qué posibilidad reabre la puesta entre paréntesis y la deselladura
de .aquello que nuestro espíritu, también aqm', sobreentiende en
materia de «substancia» (substrato-sujeto'), es decir, en relación con
el orden de aquello que «se halla debajo», a manera de peana, como
substrato implícito de la representación y como sujeto -sempiter
n o - de la predicación? «El hombre es...» Y a esta enxmdación le
sigue entonces, ineluctablemente, la determinación de una esencia
que impone su prejuicio al modo de una (falsa) universalidad. Aho
ra bien, ¿qué es lo que se siente de pronto súbitamente autorizado
de nuevo y sale a la luz por este único gesto de hacerse a un lado,
precisamente al lado de lo íw^jetivo, dado que lo «humano» viene a
servir de sustituto a este «Hombre», al que en lo sucesivo se recono
cerá como un viejo monolito? Se recupera así de manera tangencial
lo que el otro término, el de Hombre, tiene precisamente de dema
siado su-pUesto para dejar que se escuche aquello que sin embargo
nos atañe inexorablemente y que tan bien expresa este llamamiento
rousseauniano: «¡Hombres, sed humanosi»...” ’
240
Lo propio del hombre, su vocación, solemos decir rozando la
tautología, consiste en ser humano. O, dicho a la inversa: «humano»
es lo que expresa las características propias del hom bre; lo que ma
nifiesta y permite experimentar su cualidad de tal. P ero ¿basta con
separar aquí u n concepto del otro? Y ello porque lo que se opera en
el movimiento que lleva del hom bre a lo hum ano no es únicam ente
una selección y una promoción semánüca; n o es tanto la transición
de una clase a una categoría de valor, o el paso de lo genérico a
lo ético, lo que aquí cuenta. Lo que se efectúa discretam ente es
una revolución de las perspectivas: según sea uno u otro término,
el del hombre o el de lo humano, el que se regule en función del
otro, y según se invierta la relación de dependencia que existe entre
ambos, el punto de vista implicado puede experim entar u n vuelco
completo. El «hombre», en tanto que concepto, reclam a inheren
temente que se lo asocie a una definición con rango de principio,
mientras que la noción de lo «humano» es de carácter abiertam en
te exploratorio. Por consiguiente, no seguiré suponiendo lo que es
el hombre, pero sí que señalaré -o exploraré- lo que constituye lo
humano. Y el corolario será, en lo sucesivo, que es evidentemente
lo hum ano -sus rasgos diferenciadores, de valor- lo que puede cons
tituir al hombre.
¿Qué es entonces lo que se afirma de más, y al mismo tiempo de
menos, en «humano» con respecto a «hombre», diferencia que bas
ta para abrir u n porvenir completamente distinto al pensamiento?
«Sea cual sea la definición que se dé del hom bre», decía Q cerón, «es
una y válida para todos», una in omnis vdleL A hora bien, esta hominis
d^niíio, que alumbra el humanismo pero nos encierra también en la
determinación de un principio, presenta inevitablemente un carác
ter pretencioso por lo que subsume y p o r la form a en que im pone su
universalidad; y al mismo tiempo, al confesar la índole intercambia
ble de su contenido definitorio, se reconoce -ta l es su ambivalencia-
extrañamente hipotética. Se trata por tanto de u n a definición que
se halla perm anentem ente al borde de lo arbitrario, que es impe
riosa (e imperialista), pero también facticia. Por el contrario, decir
que «Nada de lo humano (nü humani) m e resulta, ni m ucho menos,
extranjero», por retomar del modo más hteral la fórm ula de Teren-
241
d o y darle nuevo juego, extrae radicalmente a lo humano de toda
perspectiva esencialista, de desplome (o sobrevuelo) y de definicióri,
y lo concibe en una relación -d e tensión, de implicación, de no in
diferencia- que pasa a ser prospectiva y no es ya delimitante, en una
relación que, al desplegarse una vez más en virtud de lo negativo,
mantiene por el contrario abierto este tipo de universal.
Pasar del hom bre a lo humano no equivale por tanto a abismarse
en el relativismo, corriente que no deja de depender fatalmente de
una noción genérica del hombre a la que coge a contrapié; sin em
bargo, al desplegar una pluralidad de la que nunca ha logrado darse
cuenta cabal, la de las múltiples culturas entendidas como rasgos de
terminantes de humanidad, inicia una labor que únicamente en sí
misma halla garantía y que sólo sobre su propia base ha de dar cons
tante testimonio de su pertinencia. ¿Qué puedo temer de lo que hoy
sé con más amplia perspectiva, al remontarme en la historia de la
Evolución, a saber, que el homínido apareció a partir de una progre
siva separación de las demás especies, todas ellas surgidas a su vez de
un gran núm ero de alejamientos anteriores, empezando por el pez,
que un día comenzara a hollar la tierra, etcétera? No hay en esto
desencanto alguno, sino más bien materia suficiente con la que ma
ravillarse po r el hecho de que el despliegue de la vida en la Tierra,
al nlutar a tal punto, haya producido hasta la fecha semejante con
ciencia y reflexividad. Si tenemos en cuenta que todo pensamiento
del Hombre se encuentra siempre, si no confortado por las Grandes
Narrativas, sí al menos atrapado en una serie de representaciones de
carácter mitológico que además es in c a p ^ de explicar (la Creación,
la naturaleza humana, etcétera), y que no tiene por tanto más reme
dio que poner en marcha algún dogma, como último recurso, fren
te a esta presencia de lo impensable (aunque sólo sea, por ejemplo,
para separar, desde el punto de vista de la «esencia», al hombre del
animal"®) , resulta que la anunciada muerte del Hombre, después
de la de Dios, vuelve a. colocar finalmente al pensamiento frente a
242
su responsabilidad (de lo que da fe Foucault); y más aún: de aquí
se sigue incluso que dicha responsabilidad deviene completa. En se
mejante exploración de lo humano, este pensamiento alerta, como
el Barco de Rimbaud"®, se ve en lo sucesivo libre de «sirgadores» y
de amarras. Libre de «crampones», dirá Nietzsche.
Éste es el asunto cuyas consecuencias es ya tiempo de extraer:
la investigación iniciada sobre la diversidad de las culturas (la his
toria de H erodoto), no es por consiguiente un simple suplemento
- o mejor dicho, no es ya un precedente caído inm ediatamente en
el olvido^ de la reflexión tradicionalmente em prendida por la filo
sofía. Es incluso mucho más que un nuevo desarrollo suyo. Y ello
porque constituye, inevitablemente, el lugar, decisivo, en el que se
dirime esa exploración de lo humano; de ese m odo invita a la filo
sofía a abandonar su historia y a em prender otra tarea. Y es que así
lo verificamos una vez más en nuestros días: todos estos esquemas
de universalidad, incluso aquellos que han hecho aparecer, por su
parte -y con nuevos costes-, las ciencias cognitivas, en tanto que mó
dulos de la moral y sobre todo del conocimiento, siguen resultando
desesperadamente pobres; esta gramática universal no se muestra
más convincente, en su reduccionismo, que los formalismos ante
riores. A falta, por consiguiente, de podem os apoyar en algún tipo
de universalidad dada, ¿qué otra fuente de información relativa a lo
hum ano podremos explotar que no sea la de u n a minuciosa inves
tigación de sus posibles intentos, diversamente desarrollados, y por
consiguiente la de una indagación en la separación surgida entre las
culturas? De ahí el dispositivo de autorreflexión de la humano en el
que se ha embarcado el pensamiento contemporáneo: lo humano
se refleja -es decir, se mira y se medita a un tiem po- en sus diversos
cara a cara. Se descubre a través de las facetas de esa hum anidad que
ilimiinan y despliegan las múltiples cidturas, pacientem ente entre
gadas a la tarea de mirarse de hito en hito unas a otras: en la traduc
ción resistente entre lenguas de partida y de llegada; en la deyczte-
gorización y rifcategorización que implícitamente ha de acometerse
119’ Alusión al poema de Rimbaud titulado Le Batean ivre, en el que el poeta rom
pe con las convenciones del pensamiento lírico. (N. de los T.)
243
para pasar de modo transversal, sin que pueda ya seguirse el hilo de
la Historia -com o sucede entre China y Europa-, de una a otra tra
dición de pensamiento («tradición»: palabra de escasa pertinencia
acaso en el seno de una cultura) -recordemos a Foucault-, que en
ese careo intercultural encuentra de nuevo una oportunidad.
Pero ¿no nos veremos inexorablemente abocados a la dispersión
'^de lo humano, se exclamará tal vez con indignación, y por tanto a
su pérdida -m e parece oír ya el grito de alarma-, si seguimos (no
■haciendo ya referencia al hombre) esas separaciones culturales que
se hunden, siguiendo cada una su filón, en lo singular? Si no hay ya
«hombre» que sirva de punto de anclaje a esta exploración, ¿le será
dado a lo humano, descuartizado por lo diverso, conservar su con
sistencia? Usted rechaza, me dirán, que se sobrevuele al Hombre,
pero ¿no deja con ello lo humano a la deriva? El hombre mismo
corre el riesgo de descomponerse bajo ese diá, el de la separación
y lo dialógico, y bajo ese auto, el de la auto-reflexión... -No^ respon
dería, y eUo gracias precisamente a lo universal-. Al menos si éste
queda liberado de todos los universalismos establecidos y se le de
vuelve su poder, si en vez de actuar como’capa ideológica protectora
logra operar efectivamente como idea reguladora con la que guiar
la investigación: al deslindar y abrir toda totalidad dada, no dejará
de revelar una vez más, irreprimiblemente, las condiciones de posi
bilidad de un elemento común invíuiablemente sujeto al’riesgo de
encogerse y replegarse, y por su parte, el propio sentido de b humano
tampoco conocerá ya límites -los establecidos por el miedo o la re
ticencia- que le impidan crecer y desarrollarse.
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Obras de Franfois Ju llien
publicadas en E diciones Siruela
De lo universal,
de lo uniforme, de lo común
y del diálogo entre las culturas (2010)
BIBLIOTECA
DE ENSAYO
Serie Mayor
Karl Schlógel
En el espacio leem os el tiempo
Traducción de José Luis Arántcgui
Franco Volpi
El nihilism o
Traducción de Cristina I. dcl Rosso
y Alejandro G. Vlgo
P eter Sloterdijk
En el m undo in te rio r del capital
Traducción de Isidoro Reguera
A ntonio Colinas
El sentido p rim ero de la palabra poética
Giorgio Colli ■
La naturaleza ama esconderse
Traducción de Miguel Morey
Francés A. Yates
El iluminismo rosacruz
Traducción de Roberto Gómez Oriza
Nuccio O rdinc
El um bral de la sombra
Traducción de Silvina Paula Vidal
M anfred Osten
La m em oria robada
TVaducción de Miguel Ángel Vega Cemuda
Serge H utin
LtiS sociedades secretas
IVaducdón de Ernesto Junquera
Giordano Bruno
Las som bras de las ideas
Traducción de Jordi Raventós
Ricardo Paseyro
Poesía, poetas 7 antipoetas
Alexander G erard
Un ensayo sobre el genio
Traducción de Herminio Andújar
Campos Reina
De Camus a Kioto
Peter Sloterdijk
Ira 7 tiempo
Traducción de Miguel Ángel Vega Cemuda
y Elena Serrano Bertos
«¿Hay valores universales? ¿Dónde situar lo que es común
a todos los hombres? ¿Cómo concebir el diálogo entre
las cu ltiu ^ ? Para responder a estas cuestiones, hem os de
observar el surgimiento de lo político a partir de lo común
y rem ontar el curso de la compleja historia de nuestra
noción de lo universal, rebasando el punto de la invención
del concepto y observándolo en la ciudadanía rom ana o en
la neutralización de todas las divergencias que se produce
gracias a jb noción de la salvación cristiana. Pero convendrá
inter/ogar a las demás culturas: ¿acaso no es la búsqueda de
lo universal la singular preocupación de Europa? Es hora, en
efecto, de abandonar el universalismo fácil y el relati\ism o
indolente, y de volver a determ inar cualitativamente míos
derechos hum anos absolutos, de pensar de nuevo.el diá-logo
de las culturas en términos que no sean de identidad y de
diferencia, sino de distancia y de fecundidad, sin olvidar el
plano común de lo inteligible; de considerar por tanto que
esas culturas son otros tantos recursos que hay que explorar,
a pesar de estar amenazados por la m oderna tendencia del
m undo a la uniform idad. Y es que sólo esta pluralidad de las
cultiu-as perm itirá sustituir el arraigado mito del hom bre por
el infinito despliegue de lo humano, según queda entre ellas
prom ovido y reflejado.»
Fran?oisJullien
ww»,»iruela.com
ISÍN: 978 a 4 - 9 8 4 1 - 3 9 3 * 9
788498 413939
-wv ‘
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