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En lo que se refiere a las causas, hay una verdadera ruptura con lo que la espiritualidad
de la Edad Media había puesto en primer plano, la moral. Las reformas pedidas, y
asumidas por la propia Iglesia, se encuadraban en la conducta de sacerdotes y fieles, en
la fidelidad a las normas, no en innovaciones de carácter teológico. La gran masa de los
creyentes desconocían las sutilezas de ese orden y miraban más las implicaciones
derivadas de los malos ejemplos; esa misma masa mezclaba, además, con las creencias
ortodoxas prácticas supersticiosas más o menos consentidas. Por otro lado, la ortodoxia
era un terreno abierto en muchas cuestiones, lo que permitía a los teólogos discrepar en
ciertos asuntos sin que ello les llevase a enfrentarse con la autoridad pontificia (caso de
Wyclif, que no fue molestado y murió en el seno de la Iglesia, cosa que no hubiera
sucedido medio siglo más tarde), y, si había conflicto (como con Huss), se debía a
factores extrarreligiosos, protonacionalistas. Por el contrario, la Reforma viene a poner
el interés en lo teológico, como había pasado en el antiguo Oriente durante los primeros
siglos de la Cristiandad, y en el tema de la autoridad papal, que los orientales
resolvieron mediante el cisma (siglo XI).
Tres son, a juicio del autor, los puntos básicos que van a mover el espíritu reformista: el
problema del pecado, la tendencia al sacerdocio universal y la revalorización de la
Biblia. El primero alcanza cada vez más un aspecto personal y angustia al hombre, que
se siente culpable en un mundo donde la muerte hace continuo acto de presencia y que
amenaza con los terrores de la vida eterna. Por otro lado, el desprestigio de los
sacerdotes, los progresos del individualismo y la participación creciente de los laicos en
las actividades de tipo religioso rompió la rígida barrera que separaba las dos
condiciones. En el caso de la Biblia, la imprenta había multiplicado las posibilidades de
acceso a su lectura; los textos, revisados sobre las fuentes originales, mejoran la hasta
entonces indiscutible versión de San Jerónimo (la ''Vulgata''); esta exégesis, en principio
al servicio de nuevas traducciones al latín, orienta también un nuevo fenómeno, las
versiones en lengua vulgar, que proliferan en toda Europa sin que en sus inicios haya
una expresa prohibición; la labor de los humanistas (y a su frente Erasmo) había sido
decisiva para este renacer de los textos sagrados y el interés por conocerlos
directamente los laicos, pero estos humanistas no representan ninguna postura que
afecte a la veracidad de los dogmas admitidos; se decantan más bien hacia lo que hoy
llamamos ''libertad de conciencia'', tolerancia, confianza en el individuo; no buscan
obediencias separadas, alternativas institucionales.
Lutero es el desencadenante de la Reforma. Impotente ante el pecado, a pesar de la
severa disciplina a que se sometía, este fraile agustino alemán ve en las palabras de San
Pablo la solución: la misericordia de Dios es tal que basta la fe para salvarnos. Esta
función de la fe, producto de la gracia, entronca a su vez con el pensamiento
agustiniano, tan alejado de la racionalización propiciada por Santo Tomás. Lo que en
sus inicios podría haber sido simplemente una revitalización de la corriente agustiniana
- nunca vencida por la teología tomista -, pasó a mayores, cuando, rotas las vías de
diálogo con Roma y con el Emperador, la misma lógica del planteamiento
(personalización del problema de la fe) puso en entredicho el aparato dogmático y la
jerarquía sacerdotal. La inmediata repercusión que estas ideas tuvieron en el plano
político y social, en Alemania, prueba que existía un ambiente propicio para ellas; pero
la distinta interpretación que se hizo en uno y otro caso (Príncipes beneficiados con la
secularización de los bienes eclesiásticos, campesinos que veían la oportunidad de hacer
realidad la igualdad evangélica), dejará perplejo a Lutero, obligado a elegir y a
dictaminar acerca de ambas posiciones. Al solidarizarse con los príncipes introduce de
nuevo un modelo jerárquico, con una Iglesia subordinada al poder civil (cuius regio,
eius religio), con lo cual no sólo va a tener que contender con sus objetores católicos
sino también con algunos compañeros y seguidores. Ello significa que el luteranismo no
va a monopolizar ya la Reforma, y su fuerza disminuye salvo allí donde los príncipes lo
imponen.
La segunda personalidad eminente del protestantismo es Calvino.
Su formación teológica era tan sólida como la de Lutero y, del mismo modo, perteneció
al clero. También pasó por una etapa de dudas e indecisiones antes de separarse de la
Iglesia católica, para iniciar un camino, también algo sinuoso hacia una reinterpretación
de la Reforma que iba más allá de lo dicho por Lutero, pero a éste, a Zuinglio, a
Ecolampadio o a Bucero debe bastante, sobre todo en el terreno organizador, en el que
tanto éxito tuvo. Siguiendo a Zuinglio, centra el problema en la gracia, causa de
salvación, gracia que Dios da a quien quiere - no es meritoria -; es el agustinismo
llevado al plano más restrictivo. No hay una clara referencia a la predestinación (que
será afirmada por el calvinismo posterior); tampoco Calvino rompe con el valor
sacramental de la eucaristía (en lo que resulta más conservador que Zuinglio y se alinea
con Lutero); pero acentúa más que éste le idea del sacerdocio universal e intenta, sin
conseguirlo, la autonomía frente al Estado.
Localizada la Reforma al principio en Alemania y Suiza, no tardará en llegar a otros
países. En Inglaterra, al cisma de Enrique VIII sucede la fase calvinista de Eduardo VI,
que, tras la reacción católica de María Tudor, dará paso al eclecticismo de Isabel, la
Iglesia Anglicana; diferente es la trayectoria de Escocia, precozmente presbiteriana.
También en Francia, tras una primera etapa de luteranismo más o menos tolerado, el
zuinglio-calvinismo se impone entre los reformados (hugonotes), al tiempo que se
produce la reacción católica por voluntad de Enrique II. Por esas mismas fechas el
calvinismo y, en general, el protestantismo suizo desplaza al luteranismo en Alemania y
arraiga en los Países Bajos, lugar de conflicto agudo con el catolicismo.
La Contrarreforma no esperará a la terminación del Concilio de Trento. Es más, frente a
las tesis conciliaristas de los moderados, especialmente los erasmistas o los seguidores
de Melachton, se opta, desde el poder político, por la lucha directa, la ''reconquista por
las armas'', que está a punto de triunfar después de Mülberg (1547).
Fracasado este camino, la Reforma católica, de la mano sobre todo de jesuitas y
capuchinos, buscará la ''reconquista de las masas'', y lo logrará en algunos lugares (sur
de Flandes, sur de Alemania). El Concilio de Trento, lejos de acercar posiciones, las
radicaliza, pero al menos clarifica el dogma y establece las bases para crear un modelo
de sacerdote más ejemplar e instruido.
Por países, no hay duda de que fue Francia aquél en el que la pugna entre hugonotes y
católicos dio lugar a mayores tensiones.
Toda la segunda mitad del siglo XVI es una época de ''guerras de religión'', con breves
intervalos de paz. La monarquía, tras la muerte de Enrique II, intenta la vía del diálogo,
de la tolerancia (Catalina de Médici, Miguel de L'Hôpital); se creía posible la
convivencia ''política'' junto al respeto a la conciencia de cada uno; se evidencia, sin
embargo, que este ideal era solo el proyecto de una minoría de formación humanista no
compartido ni por católicos (dirigidos por los Guisa) ni por hugonotes (defendidos por
Borbones y Condés). La paz consiguiente al Edicto de Nantes no resolvió la cuestión,
pues era una peligrosa fórmula al dividir a Francia en dos Estados confesionales bajo la
teórica autoridad real; Richelieu se limitó a reducir los privilegios de los hugonotes,
pero, ya en los últimos años del siglo XVII Luis XIV se sentirá lo bastante fuerte para
revocar el Edicto y poner a los hugonotes en la alternativa de abjurar o irse de Francia.
El protestantismo militante estaba, por otra parte, casi agotado, y una especie de
resignación llevó a la mayoría de sus fieles a volver a la Iglesia Católica; a partir de
entonces seguirá habiendo en Francia protestantes, pero se habrá acabado su influencia
política como tales.
En los Países Bajos la oposición católico-reformista va a solaparse con la lucha política
a partir del reinado de Felipe II, intransigente, como su padre, en la defensa de la
religión romana. El éxito se lo reparten: el sur permanece católico, el norte calvinista y
rebelde luego independiente. Del mismo modo, la firme adhesión a Roma - vía jesuitas -
del emperador aplastará los focos protestantes en los Estados Patrimoniales, pero no
podrá evitar la consolidación, en los principados más septentrionales, de una Reforma
que volverá a sus orígenes al predominar el elemento luterano sobre el calvinista. La
línea divisoria coincidirá bastante con el antiguo ''limes'' romano.
La recuperación del luteranismo es consecuencia de su espíritu abierto, de su voluntad
de establecer unos principios comunes por encima de diferencias no esenciales; así se
llegó a la ''Fórmula de Concordia'' que ha perdurado hasta ahora. No hay que olvidar
tampoco el protagonismo que en su triunfo tuvieron los príncipes y reyes, por egoísmo o
por convicción (caso este último de Gustavo Adolfo, que estuvo a punto de crear un
verdadero ''Imperio luterano'' durante la Guerra de los Treinta Años).
Entre los calvinistas van a surgir discrepancias que afectarán a lo doctrinal (problema de
la predestinación) y a lo organizativo (relaciones con el Estado). Las posturas más
definidas fueron las de gomaristas (radicales) y arminianos (más flexibles). Mayor era la
distancia doctrinal en Inglaterra y Escocia, lo que dio lugar a la crisis de los años
cuarenta, resuelta primero a favor de los presbiterianos (Cromwell) y finalmente en
beneficio de los anglicanos, pero con cierta tolerancia para aquéllos.
Tras la paz de Westfalia parece que la tensión secular producida por las luchas religiosas
desaparece. El cansancio resultante en unos y otros crea un clima nuevo; para unos,
había que relativizar los problemas de índole religiosa y buscar otros caminos (es la
''crisis de la conciencia europea'' de que habla Paul Hazard); para otros, el sentimiento
religioso se transfiere al plano interior; aparecen las nuevas modalidades de
protestantismo que enlazan especialmente con corrientes anteriores de independientes
(como los anabaptistas moderados); de entre ellas destaca el autor el pietismo y el
metodismo, predominantes en los mundos germánico y anglosajón respectivamente
(aunque minoritarios frente a las iglesias oficiales).
De este modo el protestantismo se consolida y alcanza una posición definitiva, hasta
ahora, en gran parte del mundo cristiano.
MOVIMIENTOS NACIONALES
La Reforma protestante fue emprendida en Alemania por Lutero en 1517, al publicar sus
95 Tesis, que desafiaban la teoría y la práctica de las indulgencias papales.