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Siglo XX: El contexto global

El mundo se transforma en el siglo XX de manera generalizada y comparable a la


gran transformación por la cual pasaron los países de Europa central con la
revolución industrial. Este cambio general se debe a una serie de factores; quizás
el más importante de éstos sea el aumento de la productividad a nivel mundial, unido
al surgimiento de nuevas formas productivas y nuevos sistemas distributivos. El
aumento general de la productividad a nivel mundial no se ha producido de manera
uniforme sino escalonada, de acuerdo, en líneas muy someras, a la lógica de
acumulación y utilización de capital. El desarrollo de la productividad y de
conocimientos concomitantes ha conducido, nuevamente en líneas muy generales,
a un aumento vertiginoso de la expectativa de vida de la población y,
consecuentemente, a un desarrollo demográfico exponencial a nivel mundial.
Mientras el aumento de las expectativas de vida es bastante generalizado, el
desarrollo demográfico es mucho menor en los centros más industrializados,
fenómeno ligado a la difusión de conocimientos sobre control de natalidad y
capacidad de adquiridos, por un lado, y a la institución de seguros de vejez social y
general, por el otro. El proceso general, cuyos puntos más visibles son el aumento
de la productividad y de las expectativas de vida, ha llevado a un proceso
generalizado de urbanización en casi todos los países del mundo.
Esta urbanización, a su vez, se debe a una serie de factores bastantes disparejos.
Por un lado, el aumento de la productividad general permite que un porcentaje
considerablemente mayor de la población mundial se pueda desligar de los
procesos básicos de producción de alimentos y de explotación primaria de los
recursos naturales. No menos importante es el carácter de la estructura productiva
industrial, que exige en cierto grado un patrón de asentamiento, una aglomeración
urbana de la población insertada en los procesos productivos y distributivos,
inclusive en los hábitos de consumo de los bienes producidos. Aparte de la
industrialización habría que tomar en cuenta también la elaboración de
conocimientos necesarios para ella, cuyo carácter a su vez, conduce a la
centralización en la creación, el almacenamiento y la difusión de conocimientos, al
igual que en las necesidades administrativas y públicas del nuevo tipo de sociedad.
Los excedentes de población, expulsados de regiones transformadas por el efecto
de la maquinización o expulsados de regiones atrasadas, tratan de reubicarse
regionalmente para lograr de alguna manera los bienes necesarios para su
subsistencia; o, porque se ven afectados por las ideologías que acompañan a la
gran transformación, tratan de alcanzar los bienes de consumo y el estilo de vida
prometidos por los medios masivos de comunicación. Esto globalmente conduce a
migraciones hacia los centros de más afluencia de capital.
La década de los 50: La restauración oligárquica
Con el golpe militar del general Odría se clausuró un ciclo en el que se quiso apostar
por una reorientación de la política económica hacia la industrialización y la
redistribución del ingreso. Aunque luego se han hecho balances desdeñosos de los
resultados del proyecto económico de los años treinta y cuarenta, debe reconocerse
que buena parte de la industria peruana de hoy nació durante esa época. El nuevo
régimen, al que se ha bautizado como “el ochenio” por los ocho años que duró
(1948-1956), retomó una política económica más liberal, en el sentido de contar con
una menor intervención del Estado en el aparato productivo. A ello añadió un tipo
de control sobre los movimientos sociales, que combinaba la represión y el
autoritarismo con el paternalismo clientelista y una persecución, muchas veces
despiadada, a los políticos opositores al régimen.
La favorable coyuntura económica mundial, marcada por la guerra de Corea (1950-
1953) y la reconstrucción de Europa después de la Segunda Guerra Mundial,
estimuló en el Perú el vigoroso crecimiento de las exportaciones y la inversión
extranjera. En el terreno político, el régimen incurrió en el sistemático maltrato de
las precarias reglas democráticas que, por ejemplo, llevaron a unas elecciones
totalmente irregulares en 1950, donde Odría tenía que ganar, puesto que era el
único candidato, así como a las tenebrosas persecuciones, encarcelamientos y
prisiones autorizadas por una rigurosa ley de seguridad interior que liquidó el Estado
de derecho, afectando el desarrollo, no solo de la vida política, sino de la vida
cultural e intelectual del país.
Los ocho años del gobierno de Manuel Odría significaron el retorno a la política
anterior al experimento de Bustamante; vale decir, confiar en el sector exportador
como la locomotora del desarrollo. Para ello se redujeron los impuestos que lo
gravaban, se devaluó la moneda, se liberó el tráfico de divisas y se dictaron nuevos
códigos de minería y de petróleo, en 1950 y 1952, respectivamente. Asimismo, el
régimen militar abrió paso a una mayor presencia norteamericana en algunas áreas
económicas y sociales del país, como la empresa privada. Así, el Estado se retiró
del control de yacimientos mineros, como el de Marcona, en Ica, que pasó en 1952
a manos de una empresa norteamericana, y de actividades de explotación de
petróleo.
En cuanto al ámbito educativo […], el ministro Juan Mendoza se destacó por el
esfuerzo en modernizar el contenido de los cursos, elevar los salarios de los
maestros y construir nuevos establecimientos educativos. En este periodo se
empezaron a desarrollar las Grandes Unidades Escolares, locales que recordaban
la arquitectura de los cuarteles militares, y donde se formarían millones de
estudiantes que posteriormente pugnarían por encontrar canales de ascenso social
en la educación superior. A estas actividades se sumó la Central de Asistencia
Social dirigida por la esposa del gobernante, María Delgado de Odría, que atendía
a la mujer y al niño.
La explosión demográfica y la migración a la ciudad
La política económica del “ochenio” significaba la reedición del modelo seguido
durante la “República Aristocrática”, pero muchas cosas habían cambiado con
relación al Perú de comienzos de siglo. Tal vez la más importante era que el país
iniciaba desde los años cuarenta una verdadera explosión demográfica, donde se
empezaría a reducir la tasa de mortalidad infantil, se mantendría una relativamente
alta tasa de nacimientos y se empezaban a controlar los estragos de las principales
enfermedades infecciosas con medidas como la ampliación de la cobertura de las
inmunizaciones y la construcción de sistema adecuado de agua y desagüe.
La población del país se duplicó en treinta años: siendo de seis y medio millones en
1940, llegó a nueve millones novecientos mil en el censo de 1961, y hasta trece
millones y medio en el censo de 1972. Esta población demandaba crecientes
servicios de salud, vivienda y educación, lo que significaría desde entonces un
campo fértil para el populismo de cualquier tendencia.
La expectativa de que la universidad era un efectivo canal de ascenso social alentó
el progresivo crecimiento y posterior masificación de la educación superior,
haciendo cada vez más precarias las posibilidades de una educación de calidad en
las universidades públicas. Estas empezaron a politizarse, reflejando la
organización y las tendencias presentes en los movimientos sindicales que ocurrían
fuera de los claustros.
En la medida en que los analfabetos estaban excluidos del voto según la
Constitución vigente de 1933, y dado que los alfabetos se concentraban en las
ciudades, dichos servicios crecieron sobre todo en las áreas urbanas, propiciando
una masiva migración desde el campo a la ciudad y, al mismo tiempo, de la sierra
hacia la costa. Esta migración interna, que convirtió al Perú, al cabo de unas
décadas, en un país con un perfil predominantemente mestizo, urbano y costeño,
fue favorecida por el control, con técnicas modernas, de enfermedades endémicas
de la costa, como la malaria, que tradicionalmente atacaban a los nativos de la
sierra. La migración abrupta de jóvenes serranos, alimentada no solo por el
espejismo de la educación superior, sino asimismo por la crisis terminal de la
agricultura en la sierra, incapaz de competir con los alimentos importados que los
avances en el transporte marítimo habían abaratado, dio inicio a la formación de
barriadas precarias alrededor de la capital.

En los aspectos económicos, sociales y políticos, y siendo el General


Odría Presidente de la República, la década del 50 se caracterizó por
tener una economía creciente como resultado de un aumento en las
exportaciones e inversiones extranjeras.

Producto de una mejor actividad económica, la infraestructura estatal en


el país mejoró y se construyeron carreteras, edificaciones, grandes
unidades escolares, edificios públicos, hospitales y complejos de
vivienda.

Asimismo se fue consolidando y generalizando el proceso de


migraciones a la ciudad desde el campo por parte de personas de
orígenes andinos. Esto generó invasiones a las laderas de los cerros
donde se instalaron para vivir. Luego esta modalidad de migración se fue
incrementando hasta el fin del gobierno de Odría, el que se produjo como
consecuencia de la caída de la actividad económica y la cada vez menos
manejable presencia de pobladores migrantes desempleados.

La migración (de los ‘50) como fundamento histórico de la “otra


modernidad”
Si bien los relatos históricos del presente siglo construyen el Perú como un país de
migrantes, la migración iniciada en los 50 es reconocida como un proceso
fundamentalmente nuevo y distinto. Y lo es por varias razones que conviene
recordar ahora.
En primer lugar, por el origen social y hasta espacial de los migrantes. En efecto,
ellos no pertenecieron a las élites señoriales avecindadas en las principales
capitales y provincias serranas y costeñas que enviaron a sus hijos a Lima entre la
primera y segunda década del siglo. Tampoco pertenecieron a las clases medias
urbanas de comerciantes, profesionales y empleados de esas mismas capitales y
provincias que entre los 30 y 40 alentaron a sus hijos a desplazarse hacia la capital.
Los migrantes de los 50 en adelanten provinieron en su vasta mayoría de las
comunidades campesinas y de las familias de siervos, peones y yanaconas de las
haciendas situadas en las provincias más pobres, en los valles interandinos y en los
pisos ecológicos más altos de los Andes.
En segundo lugar, a diferencia de las dos anteriores migraciones, la que se inicia
en los 50 no concluye concentrándose exclusivamente en Lima sino que se irradia,
como se sabe, no solo a las principales capitales de la costa sino también de la
sierra y, en la última década, a la ceja de selva.
Una tercera diferencia de la última migración con respecto a las anteriores —y la
más notable— es el extraordinariamente masivo contingente poblacional que se
desplazó del campo y los Andes hacia Lima y la sedes urbanas del país. Esta
migración envolvió literalmente a millones de peruanos en el curso de dos o tres
décadas. No fue, por tanto, un proceso episódico, intermitente y minoritario como
los anteriores sino uno masivo, continuo y global. No es por azar, en este sentido,
que se acuda a la atemorizada imagen citadina de la “invasión” para dar cuenta de
su magnitud.
Estas tres características, pero no solo ellas, definen la migración de la que
hablamos como el modo de expresión de la ruptura histórica más importante de la
sociedad peruana del presente siglo y que, en definitiva, no solo escinde nuestra
visión del siglo entre las épocas de la sociedad rural y la sociedad urbana, sino que
abre las más decisivas tendencias y direcciones de la evolución del país, sea cual
fuere el plano de análisis en que nos situemos. Si la sociedad peruana hasta los 50
fue una sociedad rural y andina, resulta evidente que su escisión entre la población
que permanece y la que migra comporta una ruptura en el corazón de las
orientaciones valorativas, los patrones conductuales, los modos de la conciencia y
la práctica social que dotaban de sentido a los más íntimos y subjetivos mecanismos
gobernantes de la evolución del país.
Cuando se ha tratado de explicar las causas de la ruptura de la sociedad rural, las
aguas se divorciaron inicialmente entre dos tipos de hipótesis. La primera de ellas,
explicaba la migración a partir del proceso de modernización, entendiéndola como
un efecto del poder atractivo de Lima y sus prestigios, de la aparición de la industria
y sus posibilidades, de la irradiación del Estado y sus servicios o de la extensión de
los intercambios mercantiles. La otra, en cambio, se orientaba a revelar los
mecanismos de expulsión de la sociedad rural como determinantes internos de la
migración: el conflicto entre el crecimiento demográfico de la población andina y
comunera y la escasez de las tierras distribuibles, la apropiación por los hacendados
de los dominios comunales, los rigores extremos de la servidumbre campesina. Con
el curso de los años, una nueva interpretación, que se quiso parsimoniosa y
persuasiva, construyó una tercera explicación basada en diferentes mezclas o
“interacciones” de la atracción y la repulsión, de los mecanismos “externos e
internos”.

Es importante subrayar que desde muy antiguo y hasta hoy existe algo así
como una retórica de la migración que pone énfasis en sentimientos de
desgarramiento y nostalgia y que normalmente comprende el punto de
llegada —la ciudad— como un espacio hostil, aunque de algún modo
fascinante o simplemente necesario, a la vez que sitúa en el origen
campesino una positividad casi sin fisuras, con frecuencia vinculada a una
naturaleza que es señal de plenitud y signo de identidades primordiales.
Sintomáticamente, esta perspectiva cruza de parte a parte el espesor de
los varios discursos que constituyen la literatura peruana y se puede
encontrar en canciones quechuas, en formas mestizadas como el yaraví,
en cantos criollos de la costa y en textos definidamente inscritos en el
canon de la literatura culta. No es el momento de acumular citas, pero no
sería vano recordar que en el cancionero quechua abundan expresiones
de desarraigo que casi siempre tienen que ver con la migración a la ciudad
(Montoya 1987:423-470);
que desde antiguo varias generaciones recuerdan, y hasta hoy los versos
del siguiente yaraví:

Ya me voy a una tierra lejana a un lugar donde


nadie me espera, donde nadie sepa que yo
muera, donde nadie por mi llorará (Carpio
1976: 183)
Que “Idilio muerto” de Vallejo se construye sobre la oposición entre la
plenitud del ayer rural —el de la “andina y dulce Rita”— y la defectividad
del presente urbano (Bizancio) en el que sufre y se enajena el poeta
(Vallejo [1918] 1968: 102); o que, por último, “Warma Kuyay” concluye con
un texto relativo al momento en que:

me arrancaron de mi querencia, para traerme a


este bullicio, donde gentes que no quiero, que
no comprendo [...] Mientras yo, aquí, vivo
amargado y pálido, como un animal de los llanos
fríos llevado a la orilla del mar, sobre los
arenales candentes y extraños (Arguedas
[1935] 1967: 94).

Las consecuencias en las poblaciones de origen por la migración (de los ’50)
Los excedentes de población, expulsados de regiones transformadas por el efecto
de la maquinización o expulsados de regiones atrasadas, tratan de reubicarse
regionalmente para lograr de alguna manera los bienes necesarios para su
subsistencia; o, porque se ven afectados por las ideologías que acompañan a la
gran transformación, tratan de alcanzar los bienes de consumo y el estilo de vida
prometidos por los medios masivos de comunicación. Esto globalmente conduce a
migraciones hacia los centros de más afluencia de capital.
La ausencia de los grupos de edad se puede apreciar tanto a nivel comunal, como
a nivel provincial y departamental. Esta virtual ausencia de jóvenes plantea
problemas serios a varios niveles. El sistema político-administrativo en casi todas
las comunidades, al igual que su organización religiosa festiva, se basaba en un
escalonamiento de cargos, por los cuales iban ascendiendo los individuos,
cumpliendo cargos de mayor trascendencia cada vez, que en su ejercicio dependían
de la delegación de tareas a los cargos inferiores. Este sistema, en cuanto a lo
político-administrativo, en muchos casos se vuelve impracticable, dada la ausencia
de los jóvenes. Lo mismo vale para la organización del ciclo festivo comunal, que
marca las actividades anuales, y le da al grupo un sentido de pertenencia, amén de
que los integra en un sistema de contraprestaciones de invitaciones festivas
Tal como la ausencia de jóvenes afecta el sistema religioso y administrativo,
también conduce a la transformación del sistema económico. La consecuencia más
simple es la ausencia de mano de obra, tanto a nivel general como familiar. Una
consecuencia parece ser el abandono de áreas de cultivo menos productivas en
términos del valor mercantil de la producción. Pero también puede conducir a que
las mismas comunidades se conviertan en centros de inmigración proveniente de
otras zonas más atrasadas.
En este contexto también habría que considerar la inducción a la migración que
parte de los migrantes establecidos, sea para tener mano de obra familiar en sus
empresas y talleres, sea para tener ayudantes domésticos, que permiten a los
migrantes ya establecidos dedicarse con más tiempo a sus proyectos económicos.
También habría que señalar que la misma fluidez de información permite adecuar
los flujos de migración que parten de un pueblo con más conocimiento de las
oportunidades que se presentan en los diversos centros de inmigración.

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