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Trilogía "Christine Parker"

Índice

Índice....................................................................................................................................................................................1
Nacida inocente....................................................................................................................................................................1
Chris...................................................................................................................................................................................74
¡Escapa, Chris!.................................................................................................................................................................148
Índice completo................................................................................................................................................................221

Nacida inocente

Gerald Di Pego - Bernhardt J. Hurwood

Círculo de Lectores, S.A. Valencia, 344 Barcelona


11 12 13 14 15 16 7 7 0 2
©1976, Ediciones Martínez Roca, S.A.
Depósito legal B. 16714-1979
Compuesto en Garamond 1 1
Impreso y encuadernado por Printer, industria gráfica sa
Sant Vicenç dels Horts 1979
Printed in Spain
ISBN 84-226-0863-4
Título del original inglés, Born innocent
Traducción, J.A. Bravo
Cubierta, Farré-Huguet
Edición no abreviada
Licencia editorial para Círculo de Lectores por cortesía de Ediciones Martínez Roca
Queda prohibida su venta a toda persona que no pertenezca a Círculo

Capítulo 1

Es una pesadilla, se dijo Chris Parker una y otra vez. ¡Dios mío, que no sea más que una
pesadilla! De un momento a otro voy a despertarme, y papá y mamá estarán otra vez

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peleándose a gritos en la habitación de al lado. Me taparé la cabeza con las mantas y fingiré
que no me entero. Como siempre. Pero estaré en casa y en mi cama, y sabré que no es
verdad esto que está pasando... , no es verdad... , no es a mí...
Formulaba estos ruegos sin palabras, intentando desesperadamente ver las cosas como ella
quería, como hacía siempre que le daba una pesadilla. Pero esta vez no le salió bien. El duro
contacto de las esposas que la unían al guardia, cuyo rostro parecía el de un espantajo de
feria, era demasiado real. Las esposas le hacían daño, y en sus pesadillas nunca se hacía daño.
Siempre soñaba con sombras oscuras que se movían, o le parecía caer a través del vacío, o se
veía corriendo a lo largo de unos raíles, perseguida por el tren, y los pies iban haciéndosele de
plomo hasta no poder continuar. Otras veces le ardían los ojos y no podía mantenerlos
abiertos por más que lo intentase. Pero nunca soñó nada que le hiciera verdadero daño.
Cerró los ojos esperando a que el dolor desapareciera, mas cuando volvió a abrirlos, las cosas
seguían igual. Un airecillo cálido le acariciaba las mejillas, pero ella se echó a temblar. Su
corazón latía con fuerza,y sintió crecer la náusea en la boca del estómago. Era lo que notaba
siempre que tenía que escapar. Pero ahora no había ningún sitio a donde ir, ni modo alguno de
soltarse. Se sintió como un ser diminuto e indefenso atrapado por una fuerza tremenda y fatal.
Un ratón con su pata cogida en una trampa, una rana en manos de un muchacho que
desconociera su propia fuerza, un forastero extraviado y agotado en los tiempos del viejo
Oeste, cayendo accidentalmente en manos de una multitud enfurecida que lo arrastraba hacia
la horca.
De súbito, el cerebro de Chris regresó a la realidad, y sus últimos jirones de esperanza en
cuanto a estar soñando se desvanecieron, se evaporaron como el humo que hacía brotar la
plancha de su madre. Cuando se cerró a sus espaldas, de un portazo, la entrada de la
comisaría, dejó de notar el perfumado ambiente de la noche y se vio sumergida en una
pesadilla real mucho más terrorífica de lo que nunca imaginó. Unos fluorescentes alumbraban
con sus fríos rayos las paredes, pintadas de verde como en un hospital, a cuyo reflejo todos
parecían malhumorados o enfermos.
Las botas del policía resonaron sobre las frías losas al recorrer el siniestro corredor. Un olor
desagradable invadió el olfato de Chris; era una mezcla de desinfectante, humo rancio de
cigarros, transpiración de sobacos y de pies sucios. Se estremeció otra vez cuando el guardia
la hizo pasar por otra puerta, a una habitación donde siete personas más aguardaban en pie,
con aire despistado y nervioso, delante de un pupitre. Detrás del mismo, sin gorra y con
aspecto de necesitar un afeitado, un sargento apuntaba algo. Alzó la mirada con expresión de
indiferencia cuando Chris fue introducida y situada a la derecha de los demás.
- ¿Los ficho a todos? -preguntó el sargento.
- A ésta no -replicó el polizonte que había traído a Chris, indicándola con el mismo gesto de la
cabeza que un carnicero emplearía para señalar un costillar de ternera a un cliente.
- Ni a esas dos -intervino un funcionario que estaba al lado del sargento-. Llévatelas.
Apuntó con el pulgar a una mujer de mediana edad y mirada vidriosa, y a otra que debía andar
por la treintena. Chris la miró y se preguntó qué habría hecho. Llevaba el pelo revuelto; su
rostro era una máscara de rabia reprimida, y tenía los dedos índice y medio con manchas
pardas de nicotina. Tal vez era una... aunque nadie pudiese adivinar sus pensamientos, le
costaba formar la palabra en su mente, hasta que por fin se abrió paso hasta su conciencia
como un súbito eructo en un lugar público, produciéndole idéntica sensación de vergüenza...
una puta.
- Vamos -dijo el polizonte con una seña, tirando de Chris. No tuvo más remedio que seguirlo,
con las otras dos mujeres cerrando la procesión, por otro corredor igualmente sórdido y frío,
de cuyas paredes se desprendían tiras de sucia pintura verde como consecuencia de alguna
antigua gotera. Alguna que otra bombilla eléctrica colgaba desnuda del techo.
Nadie habló mientras el guardia hacía pasar a Chris y a las dos mujeres adultas por una puerta
situada al final del corredor, y que daba a otro pasillo tan desapacible como el anterior. Chris
recordó todas esas películas de la televisión en que aparecen los presos conducidos a la celda
de los condenados a muerte, y se estremeció una vez más, involuntariamente. Sus

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pensamientos fueron brutalmente interrumpidos por un tirón en su muñeca, y cuando levantó
la mirada vio que el policía se había detenido frente a una puerta.
- Aquí es -dijo-. Tendremos que esperar el ascensor.
Apretó un botón y nadie dijo nada, mientras el gemido distante de un motor eléctrico
anunciaba la lenta llegada del ascensor, que se le representó imaginariamente a Chris como
una jaula colgada de un cable.
La puerta se abrió y el policía hizo entrar a las tres mujeres. Luego, sacándose un llavero del
cinturón, abrió la anilla de las esposas de Chris que había cerrado en torno a su propia
muñeca, y con un gesto brusco la fijó en una argolla de hierro que estaba en la pared del
fondo del ascensor.
¿Por qué hacen todo esto conmigo?, se preguntó Chris reteniendo las lágrimas y lanzando
disimuladamente ojeadas a los rostros de las dos mujeres, cuya expresión forzada no lograba
ocultar del todo el odio que ardía en su interior. El ininterrumpido viaje del ascensor pareció
durar siglos. Nadie habló mientras el guardia se hurgaba distraídamente la nariz, y la más
joven de las dos presas, que estaba cerca de Chris, eructó esparciendo relentes agridulces de
alcohol, ajo y muelas estropeadas. Chris apartó el rostro sin querer, y la furcia enseñó los
dientes en una sonrisa sardónica.
- ¿Qué pasa contigo, pequeña? -silbó-. ¿Tienes remilgos, o algo así?
- Cierra el pico, muñeca -cortó el policía.
- ¡No me llames muñeca, cerdo! -replicó la otra. El ascensor se detuvo con un sobresalto y
Chris formuló una silenciosa plegaria de agradecimiento, temiendo que la discusión hubiera
degenerado en algún acto terrible de violencia vengativa por parte del policía, como solía
ocurrir en las películas que había visto.
Lo primero que vio Chris al abrirse la puerta del ascensor fue una matrona de rostro pétreo, en
un¡forme y con un revólver de cañón corto al cinto.
- Ahí queda eso, Molly -dijo el guardia, quitándole las esposas a Chris, que a ella ya le parecían
formar parte de su cuerpo. Se frotó la muñeca, dolorida por los tirones, y miró a su alrededor
sin saber a dónde dirigirse.
- Vamos, vamos, que no tenemos todo el día -dijo la matrona-. Media vuelta a la izquierda, y
¡andando!
Las dos mujeres mayores se pusieron en marcha con aire de familiaridad, como si ya hubieran
recorrido muchas veces aquel mismo camino. En cambio, Chris se detuvo un segundo antes de
seguirlas por otro corredor no muy diferente del primero que había encontrado al entrar en el
local de la comisaría. Cuando llegaron al extremo opuesto, las cuatro mujeres se detuvieron
ante una gran puerta con remaches de acero, y aguardaron hasta que la misma se abrió con
estrépito.
- Entrad -ordenó la matrona, y cruzaron el umbral pasra detenerse de nuevo cuando la puerta
de acero se cerró a sus espaldas, con un estampido tremendamente definitivo. Chris apenas
daba crédito a sus ojos. Estaba ante lo que pareció ser un presidio de máxima seguridad, pero
que no era, de hecho, sino la mísera cárcel del condado. A pocos pasos había una puerta
corredera de acero idéntica a la que acababan de franquear. También ésta se abrió con
ensordecedor rechinamiento metálico, pero por alguna razón el estampido que hizo al cerrarse
fue tan inesperado para Chris que la hizo encogerse como golpeada por una fuerza invisible.
- Bien. Pasad adentro -dijo la matrona, y cuando Chris siguió a las otras dos mujeres se dio
cuenta de que las habían encerrado en una celda grande con ventanas enrejadas, muros de
piedra cubiertos de garabatos y una serie de literas poco acogedoras. Sentada en el suelo en el
rincón del fondo del la celda, una mujerona borracha apoyaba la espalda contra la pared,
murmurando incoherencias. Más cerca, una mujer de unos treinta años, de mirada dura y
aspecto de carnicera, paseaba sin cesar arriba y abajo, tocando los muros con las manos; de
vez en cuando se detenía para rascar el cemento mientras lanzaba miradas furiosas, para
luego reanudar sus paseos. Las demás permanecían sentadas con aire apático, muchas en
diversos grados de embriaguez, y otras tumbadas en las literas mirando al techo o fijando sus
ojos vidriosos en el vacío. Nerviosa, Chris se refugió en un rincón y entonces se fijó en una
mujer alta y delgada que se apoyaba de espaldas contra la pared del fondo de la celda. Había

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manchas de sangre seca en sus ropas, y en la mejilla izquierda tenía un feo hematoma azulado
que transformaba todo el rostro en una caricatura grotesca.
Chris se estremeció, sin comprender todavía cómo había ido a parar allí. Era una mujer-niña
bajita y un poco regordete, de cabello castaño y lacio que le llegaba hasta los hombros, y ojos
grandes color avellana, de expresión asustada. Llevaba unos tejanos azules algo desteñidos y
excesivamente estrechos, con la camisa arrugada colgándole por fuera. En cualquier otro
lugar, en el patio de una escuela, en un quiosco de bocadillos o en la calle, se habría
confundido con el ambiente hasta el punto de pasar inadvertida. Allí, por el contrario, en medio
de aquel abigarrado grupo de vagabundas, borrachas y delincuentes habituales, destacaba
como un capullo de rosa arrojado a un basurero.
Aunque muy pocas de sus compañeras de celda habían hecho caso de ella al entrar, Chris
experimentó la horrible sensación de ser investigada, escrutada como una oveja en el
matadero. Se acurrucó aún más en su rincón, y de súbito algún sexto sentido la hizo reparar
en una mujer que estaba contemplándola con gesto de avidez. Las miradas de ambas se
encontraron y la mujer se relamió los labios con gesto obsceno. Chris sintió como un cosquilleo
en todo su cuerpo. Tembló, cruzó los brazos sobre el pecho y se cogió los hombros con las
manos. La mujer hizo ademán de acercarse y Chris se halló con las espaldas pegadas a la
pared, mientras su corazón latía con fuerza y su respiración se hacía entrecortado, silbando en
precipitados jadeos, Pero entonces la mujer pasó de largo, limitándose a lanzarle una rápida
mirada despreciativa, y ya no hizo más caso de ella.
Chris se dejó caer al suelo poco a poco. Rodeó sus rodillas con los brazos y apoyó la cabeza en
aquéllas. Mientras miraba al vacío rogaba desesperadamente que nadie volviera a acercársele
y que alguien, no sabía quién ni cómo, viniera para sacarla de allí. Al fin y al cabo, pensó, ¿qué
he hecho yo? No he cometido ningún delito. Escaparme de casa, eso fue todo. ¡Vaya cosa! Y,
de todos modos, ¿qué daño iba a hacer yo? No he molestado a nadie, ni infringido ninguna ley.
Se sentía terriblemente fatigada y al mismo tiempo perseguida por desconocidos temores de lo
que podría ocurrir si se quedaba dormida. Hizo un esfuerzo por vencer el sueño que se
apoderaba de ella, pero finalmente se dio por vencida y cayó en un sopor intranquilo.

Capítulo 2

Chris despertó de súbito, alzó la mirada y vio que el sol entraba por entre los barrotes de la
ventana. Le dolía todo el cuerpo y tenía un pie dormido, por haber estado toda la noche en
posición forzada. El ruido del agua en un lavabo la despabiló por completo, Y se puso en pie
preguntándose si por fin vendrían a llevársela. Notó que su estómago vacío protestaba, pero
no sentía hambre.
- Christine Parker -exclamó una voz al otro lado de la puerta de la celda.
Un relámpago de alivio cruzó su mente. Chris corrió a la puerta. ¡Mis padres! ¡Han venido a
recogerme! Gracias a Dios, pensó.
- iEstoy aquí! -gritó-. Estoy aquí. ¿Puedo irme ahora?
Era otra matrona la que aguardaba fuera de la celda. Pero, en vez de contestar, rebuscó en un
gran llavero que llevaba al cinto y, después de descorrer el cerrojo, abrió la puerta de par en
par.
- Vamos, acompáñame -dijo la mujer, sin dar más explicaciones y sin que el tono de su voz
dejase traslucir nada, ni amenazas ni promesas. Al seguir a la mujer con paso rápido, Chris
apenas prestó atención al abrir y cerrar de las distintas puertas metálicas.
- ¿Van a enviarme a casa? -preguntó débilmente Chris, con voz plañidera.
- Calla y sígueme -dijo la matrona sin volverse y andando con rapidez hacia la puerta del
ascensor. Y en ese momento el corazón de Chris dio un vuelco, porque al lado de la puerta
estaba otro policía, con otro par de esposas en las manos.
- Muy bien, nena -dijo con indiferencia-. A ver las manos.
Ella sintió una opresión en el pecho y preguntó débilmente:
- ¿Por qué? ¿Qué quiere hacer? ¿A dónde vamos?
- Vamos, niña, que no tenemos todo el día. A ver las manos.

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Con mucha experiencia le rodeó las muñecas con las esposas y las cerró; luego se volvió hacia
la matrona:
- Conforme -le dijo-. Vamos a sacarla de aquí.
Y luego, dirigiéndose a Chris:
- Vamos, niña. Andando.
La empujó suavemente y entraron en el ascensor. El guardia apretó un botón y la puerta se
cerró.
- ¿A dónde me lleva? -preguntó Chris.
- Tranquila, que nadie va a hacerte daño -contestó él-. Tú limítate a acompañarme.
- Pero, ¿a dónde vamos?
- Ya lo verás. No te pongas nerviosa.
La puerta del ascensor se abrió al llegar a la planta principal, y el policía la sacó al consabido
pasillo por donde ella había pasado la noche anterior.
- ¿Ha venido mi padre a buscarme? -preguntó.
- Mira, niña -replicó él con un principio de impaciencia en la voz-, no hagas preguntas y
acompáñame. Como dije antes, no tenemos todo el día.
Cruzaron el corredor, varias puertas y otro corredor, hasta llegar a un pequeño vestíbulo con
una salida que daba a la calle.
- ¿Ha venido mi padre? -repetía Chris con ansiedad-. ¿Está aquí?
- No ha venido nadie -exclamó el guardia con brusquedad, evidenciando ya su impaciencia-.
Vamos. Ya te he dicho dos veces que no tenemos todo el día.
El guardia abrió la puerta que daba al exterior. Al sentir el calor del sol y la caricia del aire
fresco, Chris experimentó una ligera esperanza pese a todas sus dudas. Había varios coches de
patrulla estacionados junto al edificio, y el guardia hizo que le siguiera hasta uno de ellos.
Cuando estaban a medio camino entre el edificio y el automóvil, se abrió la puerta de la
comisaría y salió un policía dando voces para que se detuvieran.
- ¡Eh! ¡Espera un momento... !
El guardia que conducía a Chris se detuvo de súbito, casi haciéndola tropezar.
El policía de la puerta exclamó
- ¿Por qué no la dejas para la tarde? Hemos de trasladar a otras dos.
- Ni hablar -dijo el primero-. Es mi tarde libre. Me la llevo ahora.
Se volvió a Chris y prosiguió:
- Vamos. Por aquí.
Se encaminó con rapidez hacia uno de los coches patrulla, casi arrastrando a la muchacha.
Abrió la puerta posterior y la hizo entrar. Con torpeza, casi cayéndose al no poder servirse de
sus manos esposadas, Chris ocupó su asiento. Luego él dio la vuelta y se puso al volante. Giró
la llave de contacto y el motor se puso en marcha con un rugido.
Chris supo intuitivamente que no la llevaban a casa. ¿A dónde, entonces? ¿Por qué no le
quitaba las esposas? Las preguntas se agolparon en su cerebro hasta que se sintió mareada.
Recordó que en la clase de educación cívica le habían enseñado que todo el mundo tiene unos
derechos, incluso los menores de edad. Lo único que ella había hecho fue escapar de su casa.
¿Acaso era un crimen? No había sido la primera vez, pero ella siempre regresaba. Y ahora la
detenían y la esposaban, y la encerraban en aquella prisión horrible con toda esa gente tan
espantosa. Y luego... ¿a dónde se la llevaban? ¿Qué pretendían hacer con ella? Reprimió un
sollozo. De súbito, notó que el coche se había desviado y enfilaba un sendero de grava que
conducía a un edificio bajo y alargado. Lo rodeaba un jardín vallado que alguna vez fue verde,
pero que ahora estaba agostado y seco. Un lugar que probablemente estaría lleno de lagartos
y escorpiones. El policía detuvo el coche, se bajó y abrió la puerta posterior para que Chris
pudiese apearse.
- Entra por ahí -dijo, señalando la puerta principal del edificio. En algún tiempo debió estar
pintada de gris, pero ahora la pintura se veía ampollada, rajada y envejecida. Deteniéndose
frente a los escalones, el policía apretó un botón y pudo oírse un timbre lejano. Al cabo de uno
o dos segundos, hizo eco a la llamada el zumbido del portero automático descorriendo el cierre
de la puerta. El policía la empujó y Chris le siguió al interior. Mientras él cerraba la puerta, la

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muchacha miró a su alrededor. Luego, después de una breve vacilación, le siguió hasta un
mostrador que estaba al fondo del vestíbulo. Allí aguardaba un hombre de unos treinta años,
de aspecto simpático, que vestía una camisa deportiva, y alargó la mano para hacerse cargo
de los papeles que le entregaba el agente.
- Un transporte de la cárcel del condado para la protección de menores, señor Everson -dijo el
policía. El hombre llamado Everson tomó la documentación de manos de aquél y paseó por ella
una superficial ojeada.
- ¡Hum! -exclamó-. Edad, catorce años. ¿Se puede saber por qué la han tenido en el calabozo
toda la noche?
El policía se encogió de hombros.
- iBah!... Era muy tarde ya cuando la recogimos.
- Aquí estamos de guardia día y noche, Jim. Ya lo sabes.
El policía bajó la mirada nervioso, y se contempló los pies mientras murmuraba, como si
hablase para sí mismo:
- Mira... , yo qué sé.
Everson no disimulaba su contrariedad.
- Vamos, Jim, quítale las esposas. Esto no es una cárcel, ¿qué te has creído?
- Vale, vale -dijo el policía manoseando sus llaves. A toda prisa liberó las muñecas de Chris y
se metió las esposas en el cinturón.
Mientras se frotaba las manos, aliviada y agradecida por verse libre de aquella restricción,
Chris se fijó en una mujer morena y bastante atractiva que había ido a reunirse con Everson
detrás del mostrador.
Everson aún estaba repasando la documentación. Alzó la mirada y dijo:
- Christine, te presento a mi ayudante, María Sánchez.
- ¿Quién es? -preguntó la mujer, sin demasiada curiosidad.
- Es una fugitiva -explicó el guardia, y Everson añadió:
- Se llama Christine Parker.
- ¿Hay que darle de alta? -preguntó María, comprendiendo que el guardia ya no tenía
jurisdicción sobre la muchacha. Chris miró a Everson y luego a María, nerviosa.
- ¿Puedo telefonear a mis padres? -inquirió con voz dócil.
- Sus padres han solicitado un mandamiento judicial esta vez -intervino el policía en tono
profesional.
- ¿Cómo? -preguntó María.
Everson emitió un suspiro; parecía algo incómodo:
- Quieren ponerla bajo tutela -dijo.
- Aquí ya no me necesitáis para nada -dijo el policía-. Me largo. Que lo paséis bien.
Se encaminó hacia la puerta sin volverse para mirar a Christine. Everson pulsó el mando del
portero automático para dejarle salir, y Chris se quedó mirando, como aturdida. Luego se
volvió hacia María y Everson.
María dijo:
- Acompáñame, Christine.
Había una puerta giratoria detrás del mostrador. Chris la cruzó sobre los pasos de María y
luego se detuvo confusa. Sentía un peso en el pecho y le pareció como si las palabras le
salieran con gran dificultad, pero era necesario.
- Por favor -aventuró-, ¿puedo telefonear a mis padres?
María no respondió, y los ojos de Chris se volvieron automáticamente hacia Everson, quien
dijo:
- Yo podría llamar a tus padres si fuese para entregarte a su custodia, pero ahora estás bajo la
tutela del tribunal, y hasta que ellos...
- Pero ellos no lo saben -le interrumpió Chris.
- Sí lo saben -dijo Everson sin rodeos-. Están al corriente de todo. Ellos han decidido traspasar
la potestad al tribunal. Conque vamos ya.
- Tendrás que darme tu cinturón -dijo María, alargando la mano.

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Chris dudó, no entendiendo al principio lo que le pedían, pero María continuaba con la mano
firmemente tendida. ¿Para qué necesitarán mi cinturón?, se preguntó, pero dándose cuenta de
que no tenía sentido resistirse, empezó a desabrochar la hebilla y a pasar el cinturón por las
presillas de los tejanos. Luego se lo entregó a María, quien lo recogió con la rutinaria
tranquilidad de un tendero aceptando diez centavos en pago de un paquete de goma de
mascar.
- Muy bien, Chris, -dijo María-. Sígueme ahora.
Se volvió para abrir una puerta que daba a un largo corredor, y a Chris le pareció revivir los
horrores y la pesadilla de la noche anterior en los locales de la comisaría. Era una galería
larga, estéril y blanca. Había celdas a ambos lados y cada puerta tenía una mirilla a la altura
de los ojos. Detrás de algunas se veían rostros mirando afuera mientras pasaban María y
Chris. Aquello inquietaba a Chris y le daba miedo. ¿Quiénes eran? ¿Por qué las tenían allí? Se
oían voces ahogadas en el interior de las celdas, pero era imposible distinguir más que eso:
murmullos, susurros y palabras entrecortadas. Mientras caminaba detrás de María por el
corredor, fue mirando, como hipnotizada, de mirilla en mirilla, según iba pasando delante de
las puertas. Tras una de ellas, una muchacha apretó los labios contra la tela metálica y le
lanzó un beso. Chris se apartó de un salto. Otra susurró:
- ¿Cómo te llamas, pequeña?
Chris alzó la mirada y distinguió un par de ojos grandes y fosforescentes que la contemplaban
fijamente.
- ¿Cómo te llamas? -repitió la desconocida. Chris dudó un instante; no quería mirarla, e
ignoraba si le convenía responder. Temiendo instintivamente las consecuencias, pasó de largo
y alcanzó a María, que se había detenido frente a la última celda, al extremo del corredor.
- Hemos llegado.
María descorrió el cerrojo de la puerta y, con un gesto de la cabeza indicó a Chris que entrase;
luego cerró otra vez con llave. Aturdida por las fuertes palpitaciones de su pulso, Chris se
apoyó tímidamente en la pared, recorriendo con la mirada los rostros de las demás ocupantes
de la celda. Eran diez chicas cuyas edades variarían quizás entre los dieciséis y los dieciocho
años. Había algunas negras y un par de origen chicano. Chris no se atrevió a mirar de frente a
ninguna, mientras todas fijaban su atención en ella.
Una de las muchachas se acercó a la puerta y dijo:
- iMaría! ¿No quedamos en que me tocaba salir hoy?
- Mañana -replicó María en tono de fastidio, como si aquello fuese una rutina diaria.
Otra se acercó y, con un gesto del pulgar en dirección a Chris, preguntó:
- ¿Quién es ésa?
María no hizo caso y la segunda muchacha se volvió hacia Chris:
- Hay una litera libre -dijo, señalándola al otro lado de la celda.
La que había preguntado acerca de su salida se aferró con rabia a la tela metálica y gritó para
que María la oyese:
- ¡Ayer también decías que mañana, y mañana es hoy!
Casi enferma de miedo y confusión, Chris decidió desentenderse de lo que estaba ocurriendo y
se encaminó directamente a su litera para sentarse en ella sin mirar a nadie. Se quedó
contemplándose los zapatos, con las manos cruzadas sobre el regazo, mientras María replicaba
a la reclamante:
- Voy a comprobarlo.
- Menudo rollo -murmuró la otra con sarcasmo, mientras el rostro de María desaparecía de la
mirilla. Chris se sintió sola y abandonada. Levantó un poco la cabeza y trató de espiar a sus
compañeras sin llamar la atención. Una larguirucha que estaba tumbada en una litera
atravesada en medio de la celda se quedó mirando a Chris con no disimulada hostilidad. Chris
apartó la mirada en seguida y vio que se le acercaba una joven negra, muy atractiva, de unos
quince años. Con una sonrisa, la joven tomó asiento en la litera vecina y dijo:
- Hola. Soy Josie.
- Vaya rollo -dijo otra. Alguien profirió una carcajada, pero Josie no hizo caso. Chris estaba tan
nerviosa que temblaba y no pudo evitar que se notase en su voz:

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- Me llamo Chris.
Observó que Josie llevaba una correa de cuero en una muñeca. Durante unos momentos, Josie
pareció haber olvidado la presencia de Chris; empezó a tocarse la correa, mientras miraba
fijamente una serie de cicatrices que tenía en el brazo. Luego alzó la mirada y le dijo a Chris:
- ¿Ya te ha visto el tribunal?
- No.
- ¿Es la primera vez? -inquirió Josie.
Chris asintió con la cabeza, sin áecir nada.
- ¡Bah! Seguro que te toca el juez Millburn -dijo Josie con aire de entendida.
Ahora se les había reunido una chica de aspecto hombruno cuya sonrisa zalamera molestaba a
Chris. Ésta rodeó los hombros de Chris con un brazo y dijo en tono sugerente:
- Tú lo que necesitas es un apretón.
- Piérdete -intervino Josie.
- Vete al infierno -escupió la recién llegada, apartándose.
Josie no le hizo caso. Preguntó:
- ¿Qué has hecho tú, Chris?
- Escaparme de casa.
- ¡Ah! Segurarnente el juez Millburn te enviará al pesebre.
Se puso en pie, disponiéndose a alejarse. Chris estaba estupefacta. ¿Qué había querido decir
Josie?
- Espera, Josie -dijo-. ¿Qué es el pesebre?
Josie sonrió:
- ¡Bah! Es la Escuela-Reformatorio del Estado. Yo estuve allí -dijo, y fue casi como si lanzase
una bravata.
- ¿De veras? -se asombró Chris ante la indiferencia de Josie.
- Ya lo creo -dijo ésta-. Y mañana me toca volver. Me la he cargado con todo el equipo. Y ni
siquiera fue culpa mía. El imbécil con el que salía se dio la castaña con el coche, y todas las
latas vacías de cerveza salieron disparadas por la ventanilla, a cientos.
Meneó la cabeza, con una sonrisa. Algunas oyentes, entendiendo la comicidad de la situación,
se echaron a reír.
La chica que pretendía salir al día siguiente se acercó para decir irónicamente:
- ¡Seguro! Tú nunca tienes la culpa de nada.
- No era yo quien conducía. Un poco flipada sí que iba, a lo mejor.
- Cuéntaselo a tu abogado -dijo la otra.
Josie le lanzó una mirada de profundo fastidio:
- ¿No sabes que nosotras no tenemos abogado, tonta?
- Te nombran uno, si te has dedicado a la carrera -replicó su interlocutora.
- La vieja de Josie sí que hace la carrera -intervino otra-. Y se gana muy bien la vida, ¿no es
cierto?
El rostro de Josie se convirtió en una máscara de rabia:
- Muérete ya - escupió.
- ¿Qué importancia tiene? -terció la primera-. ¿Aún no te enseñó el oficio tu vieja?
Josie alzó la mirada:
- Tenía miedo de que le hiciera la competencia -dijo, recobrando su buen humor. Algunas
chicas rieron.
- ¿Y qué? -la desafió la otra-. ¿Se la hacías?
Josie se quedó mirándola fijamente:
- ¡Has acertado, muñeca!
Las demás celebraron la broma con más carcajadas. Chris contemplaba a Josie con
incredulidad, no muy segura de entender lo que acababa de oír.
- Josie -dijo en voz baja, para que no pudieran oírla-. ¿Cómo se está en el pesebre?
- iEh! A ver si calláis vosotras dos -dijo una que estaba acostada en su litera. Chris la miró,
sorprendida. La otra agregó-: Quiero dormir un poco, conque a ver si os calláis de una vez.

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Chris se levantó y fue a sentarse en la litera de Josie. Quería saber más cosas acerca del
pesebre. Necesitaba averiguar, pero Josie estaba otra vez distraída con sui correa, por lo que
Chris miró a su alrededor para ver si hallaba alguien dispuesto a contestar a su pregunta.
Alguien bostezó. Parecían haber olvidado que ella estaba allí, tan absorbidas estaban cada una
en sus propios pensamientos.

Capítulo 3

Había mucho movimiento en los pasillos del Tribunal de Menores. Se veía a padres iracundos,
padres que lloraban, padres nerviosos, abogados aburridos, criaturas asustadas, tutores
fatigados y, por encima de todo ello, un olor a cerrado, rancio y mohoso.
Un niño muy pálido y con los ojos muy abiertos le decía a su padre:
- No te preocupes, papá, no te preocupes.
El abogado que les acompañaba intervino:
- Se trata de dos demandas distintas. Dos demandas por hurtos en comercios -les recordó.
El padre, con los rasgos contraídos por la ira, se volvió hacia su hijo.
- Ahora escucha, y óyeme bien -dijo, agitando su índice frente al rostro del muchacho-. No
quiero volver a pisar este lugar, ¿entiendes?
El chico le miró de frente y dijo en voz muy baja:
- Ni yo tampoco, papá. Ni yo tampoco.
- Bien, pues más vale que ésta sea la última vez -advirtió el padre.
Chris apartó su atención de ellos para fijarse en su compañera de banquillo. Ambas habían
compartido la misma celda, la noche anterior. La muchacha ignoró a Chris para dirigirse a un
chico que se sentaba a su izquierda, y le sonrió diciendo:
- iAaaay! Ese juez se va a morir cuando me vea otra vez aquí. iSeguro que se muere!
La puerta del Tribunal se abrió y salió una familia, con abundantes sollozos, y a continuación
una mujer en uniforme de tutora, que llevaba una tablilla con papeles. La mujer se detuvo
junto a la puerta, consultó su tablilla y luego llamó en voz alta:
- iChristine Parker! iChristine Parker!
Chris se puso en pie, nerviosa, y miró a la funcionaria.
- Yo soy Cliristine Parker -dijo con voz tímida-. ¿Mis padres no han... ?
- No; no han venido -la interrumpió la tutora-. Sígueme.
Temblorosa, aprensiva y casi enloquecida de miedo, Chris siguió la espalda uniformada al
interior de una sala vacía. Allí estaba el juez, un hombre de cabello gris y toga negra que
miraba sombríamente a Chris desde su estrado, al que ella se acercó, nerviosa. Nunca había
estado en un tribunal, aunque había visto muchos en las películas de cine y en la televisión.
Siempre creyó que la sala estaría llena de espectadores, pero en aquélla no había nadie salvo
el juez, la tutora, un ujier y un escribano. De pie junto al banquillo, se sintió intimidada por la
altura del estrado, y le costó levantar la mirada hasta el juez; le molestaba tener que echar la
cabeza atrás para mirarle a la cara.
- Christine -dijo el juez, mirando una carpeta que tenía en las manos-, la otra vez que te
escapaste de casa se te abrió expediente. Aquí dice que estabas en libertad vigilada bajo la
custodia de tus padres. Y ahora has vuelto a escaparte.
Bajó la mirada hacia ella, como si aquello constituyera una ofensa personal.
Chris vaciló un momento, y luego inquirió hablando con voz educada:
- Preferiría vivir en casa de mi hermano. ¿No puedo vivir con mi hermano?
El juez consultó el expediente y meneó la cabeza.
- Tus padres han firmado una declaración -continuó- diciendo que no desean responsabilizarse
de tu custodia, y renunciando a su patria potestad. Por tanto, ahora estás bajo la protección de
este Tribunal. -Chris apenas daba crédito a sus oídos. El juez seguía hablando como un disco
viejo-: Actualmente no disponemos de hogares de adopción apropiados. Por consiguiente, y
sintiéndolo mucho, no veo más solución que confiarte a la tutela de la Escuela-Reformatorio
del Estado, hasta nueva disposición de este Tribunal.

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Chris no podía creerlo... ¡no podía creerlo! Sus padres no iban a hacerle tal cosa. ¡Era
imposible! Sin duda había algún error. Aquello no era verdad. El juez estaba mintiendo; estaba
diciéndole esas cosas para asustarla. Quiso atraer su atención, pero él estaba completamente
sumergido en sus papeles. Era como si ella hubiese dejado de existir. La tutora se le acercó y,
con un movimiento de cabeza, le indicó la salida. Chris comprendió que no le quedaba más
que obedecer.
El regreso a la residencia correccional no duró más de quince o veinte minutos. Chris había
perdido la noción del tiempo. Un sinfín de pensamientos atormentaban su mente. ¿Cómo sería
la Escuela? ¿Dónde estaba? ¿Sería como el correccional, o se trataría de otra cárcel? ¿Y lo de
papá y mamá? ¿Cómo pudieron firmar aquellos papeles? ¿Cómo pudieron? No podía ser
verdad. ¿Y lo de Tom? Ella le había dicho al juez que quería vivir en casa de su hermano. Ni
siquiera contestó a eso. A lo mejor, ni siquiera lo oyó. Quizá sería posible regresar a la sala y
decírselo y explicarle que su hermano Tom se haría cargo de ella. Si le quedaba algún lugar a
donde ir, ese lugar era la casa de Tom. iSiempre habían estado tan unidos! Sólo allí podría ella
ser verdaderamente feliz. iDios mío, si pudiera estar allí! Estaba segura de que Tom, de un
modo u otro, sabría arreglarlo todo. Quizás ella podría explicárselo a alguien y entonces le
avisarían y él vendría para hacerse cargo de ella. Pero ahora Tom estaba casado. Tal vez no le
fuese posible venir. No necesitaba venir; ella iría a donde él estuviese, con tal de que se lo
dijeran. Alguien tendría que avisarle...
Chris estaba tan absorbida por sus pensamientos que apenas se dio cuenta de que habían
vuelto a la residencia correccional. Una vez más se vio a sí misma en el vestíbulo, a donde la
habían conducido al principio desde la cárcel del condado. Estaba quieta y, al levantar la
mirada, reconoció al señor Everson sentado detrás de su mostrador y hablando en voz baja
con un agente de uniforme. También estaba allí María Sánchez. Ésta se acercó a Chris con una
sonrisa la tomó del brazo y ambas se dirigieron al mostrador. Everson alzó la mirada:
- ¿Estás preparada? -preguntó con expresión impasible. María se adelantó a responder:
- Sí, está todo preparado. -Luego, volviéndose hacia Chris, dijo-: Este agente es quien debe
acompañarte a la Escuela. Estarás bien allí. Ahora, hasta la vista.
Everson abrió la puerta y Chris la cruzó para reunirse con el agente.
- Hasta la vista -respondió Chris automáticamente. Everson le hizo una señal, indicando algo
que estaba a su espalda.
- Eso de ahí es tuyo -dijo.
Ella se volvió y entonces vio una vieja y estropeada maleta que habían dejado sobre un
banquillo. Se acercó, mirándola con incredulidad. Era suya, en efecto; estaba cubierta de las
etiquetas turísticas que ella solía coleccionar, etiquetas de todos los países del mundo -de la
India, de Francia, de España- que le habría gustado visitar, y con los que a menudo soñaba.
No podía dar crédito a sus ojos. Se quedó contemplándola un rato más, y luego se volvió para
encararse con Everson:
- ¿Quién la ha traído? -preguntó en tono plañidero. Él no respondió, fingiendo estar ocupado
con los papeles de su mostrador.
- ¿Dónde está Hank? -pregu@tó María. El oficial le lanzó una mirada y dijo:
- Ojalá estuviera aquí. Pero soy yo el que tiene que llevársela y no él.
Nada de esto tenía significado para Chris, por lo que siguió dirigiéndose a Everson:
- ¿Quién ha traído esto? -repitió-. Por favor, dígame quién ha sido.
- Tu padre -dijo Everson, sin atreverse a mirarla a los ojos.
Chris no quiso creer lo que acababa de oír. Se quedó mirándole fijamente; luego parpadeó un
par de veces y empezaron a formarse lágrimas en sus ojos. Entonces miró a María:
- ¿Por qué no me dijeron que había venido? ¿Por qué? -lloró.
Everson agregó, siempre sin mirarla de frente:
- Pasó por aquí antes de dirigirse a su trabajo -explicó-. Me dijo que no podía esperar. No
quería faltar al trabajo.
Chris se volvió de nuevo para mirar su maleta con incredulidad:
- ¿Y no dijo nada más?
- No -respondió Everson.

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Ella se acercó despacio a la maleta, la cogió por el asa, la levantó y se encaminó a la puerta.
Allí aguardó en compañía del agente hasta que Everson accionó el portero automático. El
agente abrió la puerta y ambos salieron.
Fuera había una furgoneta grande. Parecía, exactamente, el camión de la perrera municipal.
Chris se estremeció al verla. Tenía en la parte posterior una puerta doble, con las ventanillas
recubiertas de tela metálica. El agente abrió sin pronunciar palabra e hizo entrar a Chris. Ella
levantó su maleta, la dejó sobre la banqueta interior del vehículo y tomó asiento a su lado
mientras el oficial cerraba la puerta con llave. Chris estaba aturdida. No soy para ellos más que
un cachorro sin dueño, pensó; eso es lo que soy. Miró sin ver cómo el agente se ponía al
volante y el furgón arrancaba, recorriendo el sendero de grava que daba a la carretera.
Mientras enfilaban el acceso a la carretera principal, ganando velocidad, Chris miró por la
ventanilla trasera, viendo discurrir el camino que dejaban atrás y el árido paisaje que los
rodeaba. Y mientras permanecía así, con los ojos llenos de lágrimas, se sintió más
abandonada, más sola de lo que nunca se había sentido en toda su vida.

Capítulo 4

Cuando la furgoneta se desvió de la carretera y emprendió un camino secundario,


deteniéndose finalmente frente a una gran verja, Chris se volvió para mirar a través de la tela
metálica que la separaba del conductor. Pudo ver la gran puerta de acero que se abría sobre
ruedas accionadas por un dispositivo de mando a distancia. Aquí debe ser, pensó. iDios mío! Y
ahora, ¿qué? Pero al menos no parecía otra cárcel, por lo que elevó una silenciosa plegaria de
gratitud a su ángel guardián, quienquiera que fuese, por aquel pequeñísimo favor. Una vez
expedito el paso, la furgoneta entró avanzando poco a poco, y se pudo escuchar cómo la
puerta rodaba otra vez para cerrarse, con un «clic» final. Luego siguieron por el camino de
acceso hasta un edificio bajo, limpio y de aspecto moderno que, como pronto iba a saber,
albergaba las oficinas de la Escuela-Reformatorio femenino.
Al llegar frente a la entrada, el oficial frenó bruscamente, cerró el contacto y se apeó. Una vez
más, Chris notó aquella sensación de algo pesado y frío que le oprimía el pecho, y clavó los
dedos en la tela metálica buscando algún apoyo, algo a que sujetarse, mientras miraba hacia
fuera preguntándose qué iba a ser de ella ahora.
El ociciaf abrió fa puerta trasera y dijo:
- Hemos llegado. Vamos.
Pero Chris no se movió. Se quedó allí, aferrada a la tela metálica, rehusando soltarse, como si
la furgoneta fuese el único lugar capaz de proporcionarle algún refugio.
- Vamos, sal de ahí -dijo el oficial con impaciencia-. No tenemos todo el día.
En vez de mirarle, ella se sujetó con más fuerza y se puso a temblar. Él la miró al rostro y
luego a las manos. Inclinándose y actuando con suavidad, la obligó a soltar la tela metálica.
- Anda, Chris. No puedes quedarte aquí todo el día -dijo.
Al notar aquel contacto, ella regresó a la realidad. Lentamente recogió su maleta, salió del
vehículo y siguió a su guía hasta entrar en el vestíbulo del edificio administrativo.
- Ahora veremos a la señorita Porter -la informó el oficial-. Ella te explicará todo lo que debes
saber. Voy a conducirte a su oficina.
Cynthia Porter era una mujer de unos treinta y cinco años, de porte acicalado y rostro serio.
Tenía los cabellos oscuros, la sonrisa postiza y los ademanes resueltos. Sentada detrás de su
escritorio, indicó a Chris una silla frente al mismo. Nerviosa, Chris tomó asiento al borde de la
silla, muy erguida, mientras Cynthia Porter empezaba a hablar con la voz regular y bien
timbrada de quien se ha aprendido un discurso de memoria y no hace sino repetirlo una y otra
vez.
- Bienvenida a la Escuela, Chris -dijo, luciendo su sonrisa postiza-. Deseo explicarte un poco
cuáles son las reglas que rígen aquí, cómo funciona este fugar y, hasta cierto punto, qué
puedes esperar de nosotras. Bien, aquí yo vengo a ser como una especie de mediadora. En mi
calidad de directora adjunta, soy tu enlace con el Tribunal y con tus padres. A mí me

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corresponde contarle a la gente cómo se porta Chris. Y siempre me gusta darle a la gente
buenas noticias.
Volvió a sonreír. Chris quiso contestar algo, pero le temblaban los labios y no consiguió
articular palabra.
- ¿Fumas? -preguntó su interlocutora-. Puedes hacerlo, si quieres.
Por toda respuesta, Chris hizo un gesto negativo con la cabeza. Entonces Cynthia se inclinó
hacia delante y asumió una expresión solemne:
- Ahora, Chris, quiero que sepas que esto no es una cárcel. Tenemos una verja, pero sirve
principalmente para que no entren intrusos. Tenemos puertas cerradas con llave, pero a
medida que vayas progresando habrá menos puertas cerradas para ti. Deseamos poder confiar
en ti, Christine, ¿comprendes?
Ella no respondió, aunque escuchaba atentamente. Cynthia prosiguió:
- Todo lo que debas hacer se te explicará con claridad, y se te indicará el camino a seguir,
dividido en varios grados. Ante todo debes merecer tu pleno lugar en la comunidad. A
continuación pasarás al primer grado, luego al segundo, y así sucesivamente. Cuando alcances
el grado cuarto ya estarás preparada para salir, serás licenciada.
Hizo una pausa para subrayar el significado de sus palabras, exteriorizó otra sonrisa postiza y
luego la borró de sus facciones para proseguir:
- Voy a explicarte lo que entendemos aquí por licenciarse, Chris. Significa ser una persona
capaz de desenvolverse en la vida, no meterse en dificultades y adaptarse a la sociedad.
Ahora, espero que expongas tus preguntas.
- ¿Qué he de hacer para merecer mi lugar en la comunidad? -inquirió Chris sin rodeos.
Cynthia asumió su mejor expresión de cordialidad.
- Bien, ante todo se trata de llevarse bien con las compañeras y con el cuadro de profesoras
-dijo-. No provocar peleas, no crear dificultades, y no mezclarse en acciones homosexuales, así
como poner esa clase de acciones en conocimiento de la celadora de tu dormitorio. Eso es para
tu propia protección.
A esto se puso en pie, rodeó el escritorio y mostró a Chris una carpeta con su nombre escrito
sobre la cubierta en gruesas letras negras:
- Entonces serás una muchacha de primer grado. Si eres aplicada en tus estudios, así como en
las labores de hogar, pasarás al segundo grado. Si todo va bien, podrás cumplir los cuatro
grados en pocos meses.
Chris alzó la mirada:
- ¿Y entonces?
- Entonces, o bien regresarás a tu casa, o ingresarás en un hogar de adopción o una casa de
familia.
- Podría ir a casa de mi hermano -sugirió Chris-. Podría ir ahora mismo, si le avisa usted. No
creo que necesite permanecer aquí.
Cynthia abrió la carpeta y rev olvió un manojo de papeles. Luego suspiró:
- Temo que no sea posible. Toda tu familia ha sido consultada, y se decidió que éste sería el
lugar más adecuado para ti, por ahora.
- Pero, ¿y mi hermano... ? ¿Han hablado con él? Cynthia consultó sus papeles una vez más:
- Sí -respondió.
Chris abrió mucho los ojos:
- No lo creo... , no puedo creerlo -dijo.
- Pues, así es -replicó Cynthia sin la menor vacilación-. ¡En efecto! Aquí lo dice. Lo tengo todo
por escrito.
Chris se sintió como si acabase de recibir un garrotazo en el estómago. «No saben de qué
están hablando -pensó-. ¡Qué importaban todos aquellos papeles! ¿Cómo podían saber lo que
Tom y ella habían sido el uno para el otro?» No podía creerlo; era imposible, no podía ser, y
eso era todo.
Notando lo delicado de la situación, Cynthia pasó a la etapa siguiente de su programa
rutinario.

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- Ahora deseo presentarte a nuestro director general, el señor Thorpe, antes de enseñarte tu
dormitorio. ¿Te parece bien?
La hizo salir a un corredor relativamente alegre y b¡en iluminado. Mientras lo recorrían, Chris
vio a una mujer rubia y delgada de unos treinta años, deportivamente vestida, que se
acercaba en sentido contrario. Cynthia sonrió.
- Hola, Barbara -la saludó al pasar. La mujer devolvió el saludo y se fijo en Chris, dirigiéndole
una inclinación de cabeza y una sonrisa que, inopinadamente, despertó en el corazón de la
muchacha un calor que no había vuelto a sentir desde la época en que su hermano dejó la
casa de sus padres para contraer matrimonio. Fue algo muy breve y completamente
espontáneo, pero de algún modo Chris supo que era auténtico, y confió en volver a ver a
aquella simpática mujer.
Cuando llegó con Cynthia ante la puerta del despacho del director Thorpe, éste se hallaba
enfrascado en una conversación telefónica.
- Un momento -habló por el auricular; luego, alzando la mirada hacia Cynthia, sonrió con
indiferencia y dijo-: Hola.
Cvnthia hizo entrar a Chris.
- Señor Thorpe -anunció-, le presento a Parker, Christine Parker.
Como si alguien hubiese accionado un interruptor, Thorpe exhibió inmediatamente una sonrisa
de anuncio de pasta dentífrica en honor de Chris, quien correspondió con una inclinación de
cabeza muy formal.
- Hola, Chris -dijo-. Supongo que Cynthia te habrá puesto al corriente ya. Si tienes alguna
pregunta, no temas formularla. ¿Todo va bien? ¿De acuerdo? -Chris asintió-. Entonces, ya
sabes que tanto Cynthia como yo estamos siempre a tu disposición, ¿vale? Hasta la vista.
Luego, dirigiéndose de nuevo al teléfono, continuó:
- ¿Hola? Disculpe -y reanudó la conversación interrumpida.
Siguiendo a Cynthia, Chris salió de nuevo al pasillo. Estaban a medio camino de regreso a la
oficina de aquélla cuando les salió al paso otra mujer.
- ¡Ah, Emma! -dijo Cynthia-. Acérquese, por favor.
La mujer se reunió con ellas, miró a Chris y dijo:
- iAh, es ella! Ya me dijeron que había una nueva.
Chris no supo si le gustaba esa persona o no. Era una mujer de mediana estatura y de rostro
agrio, que llevaba su cabello negro en un moño muy apretado. Tenía los ojos brillantes y las
facciones muy acusadas; se veía que en otro tiempo había sido hermosa, pero ahora su rostro
reflejaba toda una vida de preocupaciones y tensiones. Chris se fijó en ella detenidamente. Sin
duda, no presentaba un aire amenazador; parecía más bien indiferente. Su mirada no se cruzó
con la de Chris, quien adivinó instintivamente que, buena o mala, aquella mujer no era una
persona con quien se pudiera establecer una relación de confianza.
Cynthia entregó a la mujer un papel de los que llevaba en la carpeta, y luego se volvió hacia
Chris diciendo:
- Chris, te presento a la señorita Lasko, que es la celadora de tu dormitorio. Te dejo con ella.
Nos veremos pronto. Hasta luego.
El corazón de Chris, no es que diera un vuelco, pero tampoco se puso a saltar de alegría.
Siguió brevemente con la mirada a Cynthia mientras ésta se alejaba, y luego se volvió hacia
Lasko, que estaba fijando el papel recibido en una tablilla que llevaba. Luego se puso a
caminar en sentido contrario.
- Vamos -dijo sin volverse-. Es por aquí.
Chris la siguió, pero luego se detuvo de súbito, diciendo:
- ¿Y mi maleta... ?
- Ya la hemos dado de alta -dijo Lasko sin volverse siquiera para mirarla-. Ahora vamos a
darte de alta a ti, antes de pasar al dormitorio.
Chris sintió contrariedad y aprensión, mas obedeció. ¿Qué significaban aquellas palabras?, se
preguntó. Mientras seguía los rápidos pasos de Lasko por el corredor, salieron a su encuentro
dos chicas.

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- Hola -dijo una de ellas, con una sonrisa. Chris quiso responder, pero le falló la voz. La otra
chica dijo a sus espaldas:
- Oye, Lasko, ¿vas a ponerla en tu dormitorio?
Sin volverse, Lasko respondió:
- Sí. -Y continuó la marcha.
- Queremos que esté con nosotras -dijo la chica con cierto énfasis. Lasko no les hizo caso y
condujo a Chris hacia unas duchas, cerrando la puerta cuando hubieron entrado.
- Muy bien -empezó en tono profesional-. Quítate la ropa, que vas a ducharte.
Chris vaciló, experimentando una súbita timidez. Comprendiendo que no tenía otra solución,
empezó a desabrocharse lentamente la camisa, se la quitó y entregó la prenda a Lasko. La
celadora la inspeccionó con el aire profesional característico de un agente de Aduanas.
- Vamos, vamos. Adelante -urgió Lasko. Chris procuró darse más prisa. Primero se quitó los
zapatos; luego abrió la cremallera de los tejanos y se los quitó. Lasko se puso a registrar con
la misma indiferencia empleada con la camisa.
- Bien -dijo-. No te quedes ahí parada. He dicho que te desnudes del todo.
Chris se sonrojó; no obstante metió los pulgares en los costados de las bragas, se las quitó y
las entregó a la celadora, quien las examinó igualmente y luego las arrojó al montón de la ropa
de Chris, sobre la taza de un lavabo. Desde fuera se oyó la voz estridente de una de las
chicas:
- ¿Qué, señorita Lasko? ¿Está buena?
A lo que siguieron grandes risotadas de otras chicas que sin duda acompañaban a la que había
hablado.
- A ver si cerráis el pico -exclamó Lasko en voz fatigada, tomando su tablilla y marcando un
signo en un formulario. Aunque no hacía frío, Chris temblaba incontroladamente de
nerviosismo y vergüenza.
- Perfecto -dijo Lasko-. ¿Cuándo tuviste tu último período?
Chris reflexionó durante un minuto.
- ... Hará unas dos semanas -dijo finalmente.
- ¿Hace dos semanas que terminó? -preguntó Lasko.
- Sí -murmuró Chris. Lasko anotó ese dato en su tablilla, y continuó:
- ¿Te han hecho algún análisis por enfermedad venérea?
- No, nunca -dijo débilmente Chris.
- Bien, pues te lo harán mañana.
Luego, dejando a un lado la tablilla, se acercó a Chris. Ésta se encogió y se puso
perceptiblemente rígida mientras la celadora empezaba a inspeccionar sus cabellos,
separándolos con los dedos y tocándole el cuero cabelludo centímetro a centímetro, hasta que
finalmente pareció darse por satisfecha. A estas alturas Chris ya temblaba de modo visible,
con los brazos cruzados sobre los pechos, cogiéndose los hombros con tanta fuerza que tenía
los nudillos blancos. Lasko dio un paso atrás y frunció el ceño.
- ¿Por qué pones los brazos tan pegados a los costados? -preguntó con desconfianza-. ¿Qué
escondes ahí?
Alargó rápidamente la mano para coger el brazo de Chris.
- ¡No! ¡No! -se resistió ella.
- ¡Levanta los brazos! -ordenó Lasko. Temblando cada vez más, Chris obedeció. La celadora
inspeccionó ambas axilas hasta convencerse de que no ocultaba nada.
- Bien -dijo-. Ahora date la vuelta.
Chris se mordió el labio. Era lo único que podía hacer para no romper en lágrimas. Nunca en
toda su vida se había sentido tan avergonzada; tan ultrajada, y sin embargo no podía hacer
otra cosa sino permanecer allí, aguantando aquella inspección indigna, despersonalizadora y
humillante.
- Muy bien, muy bien -iba diciendo Lasko, siempre en el mismo tono de indiferente
aburrimiento. Chris se sintió sacudida por un relámpago de odio, y un escalofrío recorrió su
columna vertebral mientras tensaba los músculos del rostro y cerraba los ojos. Tembló y de
sus labios se escapó un gemido cuando Lasko registró hábilmente las partes íntimas de su

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cuerpo que ninguna otra persona había violado jamás. De súbito, los dedos indiscretos la
dejaron en paz y Chris lanzó un torturado suspiro de alivio. Lasko se encogió de hombros,
fríamente.
- Muchas chicas esconden drogas ahí, si se les presenta la ocasión, ¿sabes? Es muy corriente.
Duchate ahora.
Sin poder dominar su temblor, Chris entró en la ducha. Lasko le alargó seguidamente una
botella de plástico.
- Toma, usa esto para el cabello -dijo-. Ahora mismo te traigo una toalla.
La celadora se alejó y Chris, agarrando la botella convulsivamente, empezó a sollozar en
silencio. Unas lágrimas abrasadoras rodaron por sus mejillas y gotearon sobre sus pechos.
- Vamos, muévete -la urgió Lasko desde lejos-. No tenemos toda la noche.
Insegura, Chris empezó a manipular los grifos de la ducha dando paso al agua poco a poco,
graduándola con cuidado para asegurarse de que ningún extremo de temperatura violase su
cuerpo más de lo que lo había sido ya. Al apretar la botella de plástico notó un olor penetrante
y desagradable. Era el desinfectante contenido en el jabón líquido. Esto la hizo sentirse aún
más miserable. ¡Dios mío, ayúdame!, pensó. ¡Que alguien me ayude!
¿Qué dirían sus padres si pudiesen verla ahora? ¿Qué le parecería a papá? Sólo el pensarlo la
hizo temblar aún más... ¿Y su madre? ¿Qué haría su madre? Seguramente se echaría a llorar y
se tomaría otro trago. Y Tom. Si Tom se enterase no lo permitiría. Él procuraría sacarla de allí.
Era necesario conseguir que se enterase. Tendría que telefonearle o hacerle llegar una carta de
algún modo. ¡Si pudiese comunicarse con su hermano! Era su única esperanza, la única
persona en el mundo que realmente se preocupaba por ella. Bastaría poder hablarle, y él la
sacaría. Entonces la pesadilla habría cesado. Salir de allí y encaminarse a su casa sólo era
cuestión de un poco de tiempo. iEstaba segura! Aquella esperanza era su único consuelo.

Capítulo 5

Bastante conmocionada todavía, pero ya algo recobrada de las humillaciones de la inspección,


Chris salió con Lasko del edificio principal en dirección a los dormitorios. Su cabello húmedo le
caía sobre los hombros en mechones lacios que se le pegaban a los lados de la cara. Chris tuvo
que admitir que el ambiente en general era agradable y nada carcelario, aunque no podía
olvidar que toda la zona estaba cercada por una valla coronada de alambre espinoso.
Los dormitorios propiamente dichos ocupaban uno de esos edificios de arquitectura impersonal
que podrían encontrarse en cualquier vecindad de clase media. Pero cuando Lasko se metió la
mano en el bolsillo para sacar la llave con que abrir la puerta de entrada, Chris tuvo que
recordar la inevitable real¡dad de que no podría entrar ni salir cuando le viniera en gana. Ellos
no lo llamaban una cárcel y, sin embargo, eso era precisamente.
Al entrar en los dormitorios, Lasko y ella fueron recibidas por una mujer delgada de
veintitantos años.
- Hola, Lasko -saludó.
Lasko se volvió hacía Chris:
- Es Betty Ramos, mi ayudante.
Chris le hizo una inclinación de cabeza a Betty. Aun siendo más joven y atractiva que Laslo,
exhibía los mismos modales indiferentes, superficiales y fríos; como un guardián en una
especie de zoo humano involuntario.
Betty dijo:
- ¿Quizá convendría que yo... ?
- No -la interrumpió Lasko-. Yo me hago cargo de ella.
Luego, volviéndose a Chris, dijo:
- Pasa por aquí.
Recorrieron una galería, de la que partían corredores en ambos lados. Algunas chicas se
asomaron a la galería, mirando a Chris con curiosidad; otras permanecieron escondidas en los
pasillos, limitándose a lanzarles ojeadas al pasar, mientras ella seguía a la celadora.

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Algunas de las chicas le hicieron ademanes de saludo: una negra muy alta, desde un pasillo;
otra, delgada, de aspecto insignificante, desde otro. Desde una puerta cercana, una morena
muy bonita que llevaba tejanos ceñidos y una camiseta sonrió cordialmente a Chris.
- Soy Denny. Bienvenida al pesebre -dijo con impertinencia. Chris la saludó con la cabeza pero
no pudo decirle nada, preocupada como estaba por seguir el rápido paso de la celadora.
Entonces vio a Josie, la joven negra con quien había compartido la celda en la residencia
correccional.
- ¡Eh, Chris! -gritó Josie. Chris se detuvo y sonrió cálidamente, toda llena de alegría
inesperada al ver un rostro conocido y amistoso.
- Hola -respondió, sintiendo la punzada de las lágrimas. No estaba tan sola, al fin y al cabo;
tenía una amiga.
- ¡Eh! Que se venga conmigo, Lasko -pidió. Josie. La celadora no hizo caso.
Una chica pálida de cabello rubio sucio, con una mirada extrañamente vacua, se acercó para
preguntar:
- ¿Es virgen?
Del interior de una habitación salió un silbido agudo, como cuando un muchacho llama a su
perro. La sonrisa de Chris se desvaneció, y apretó el paso para reunirse con Lasko, que se
había detenido frente a una puerta abierta.
Denny, la morena bonita que había dado la bienvenida a Chris, se acercó y preguntó:
- iEh, Lasko! ¿Qué ha hecho ésta?
Sin volverse para mirarla, Lasko replicó:
- Cállate, Denny.
Luego, dirigiéndose a Chris, agregó:
- No se permiten visitas a los dormitorios de las compañeras. Nada de conversaciones después
de apagar la luz. Nada de peleas. Ni, menos aún, demostraciones de afecto...
Josie, que se 'había reurii¿to con ellas, la interrumpió:
- Aquí no puedes tener amigas. Si lo haces, en seguida se figuran que eres tortillera.
Lasko no le prestó atención.
- Te quedarás aquí con Janet -le dijo a Chris-. Tu litera es la de arriba.
- Janet está mochales -declaró Josie torciendo el gesto-. No tendrás a nadie con quien hablar.
- Intentará suicidarse otra vez -intervino una voz con ligero acento español a espaldas de
Chris-. Ten cuidado.
Denny alzó la voz para preguntar:
- iEh, Lasko! ¿Está enjaulada por prostitución?
Al salir del cuarto, la celadora levantó la mirada y dijo:
- Vete a paseo, Denny.
- ¿Conque sí, eh? -saltó Denny-. Pues tú vete a...
- ¡Cuidado! -la interrumpió Lasko, mirándola fijamente.
Sin más palabras, se alejó por el corredor dejando que las chicas se las arreglasen solas. Chris
se acercó dubitativamente a su litera y levantó el brazo para depositar su maleta sobre la
misma. En la litera inferior estaba echada Janet. Era una india mestiza, esbelta, con largas
piernas y cabello negro. Llevaba vendadas ambas muñecas, y su rostro parecía anormalmente
pálido.
- Chica, cómo apestas -murmuró.
- Es el jabón que me dieron para el cabello -trató de disculparse Chris-. Resulta que...
Se interrumpió sin acabar su frase, dándose cuenta de que a Janet le traía sin cuidado lo que
ella fuese a decir. Ofendida y defraudada por tal actitud, Chris se apartó y sintió entonces una
nueva punzada de soledad.
Se acercó a la ventana. Estaba protegida por la parte exterior con una recia tela metálica, y
permitía divisar unos campos áridos y, a lo lejos, la imponente valla. Deprimida por este
panorama, se volvió y empezó a vagar sin objeto por la habitación, fijándose en todos los
detalles, procurando grabarlos en su memoria, puesto que aquél iba a ser su hogar. Las
paredes estaban groseramente enyesadas y cubiertas de inscripciones. Se puso a leerlas.
«María con David», decía una. En un rincón, un garabato casi indescifrable: «Flipada hasta la

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médula». Se quedó mirándolo un rato, y luego se fijó en otro, que decía: «A quien entre en
esta habitación: Te quiero». A duras penas consiguió dominar las lágrimas. Entonces oyó fuera
la voz de Lasko que decía:
- ¡Atención! Tenéis diez minutos para fumar.
A lo que sucedió en seguida el rumor de muchos pasos y voces que hablaban en la galería. Sin
embargo, no manifestaban ninguna excitación, y los pasos no eran apresurados. Había en todo
ello algo de letárgico y aburrido.
Chris recorrió el pasillo y se asomó a la galería. Las chicas salían de sus habitaciones y, poco a
poco, el ruido se hizo más intenso, a medida que se reunían todas. Las conversaciones se
animaron y se oyó alguna que otra risa. Hubo protestas, y gritos, y discusiones. Luego todas
empezaron a moverse en la misma dirección, hacia donde, como iba a averiguar muy pronto,
estaban los comedores. Cuando salió a la galería se reunieron con ella Josie y otra muchacha,
de origen chicano que tenía el cabello portentosamente negro.
- Vamos -dijo Josie-. No te quedes ahí a solas.
A medida que las tres iban acercándose al comedor se escuchaba con más intensidad el sonido
de un disco de rock, mezclado con la algarabía de un televisor.
La chicano miró a Chris, torció el gesto y se tapó la nariz.
- ¡Uf! -exclamó-. Siempre se conoce a las novatas por el jabón matapiojos. ¡Cristo!
Josie rió.
- Esta es Ria, una ladrona de las más finas. ¿Quieres un cigarrillo, Chris?
Ésta meneó la cabeza sin dejar de caminar.
- Por cierto, ¿qué hiciste tú, Chris? -quiso saber Ria.
- No hizo nada, hombre -intervino Josie-. Se escapó de casa, nada más.
Cuando el trío entró en el comedor, lo primero que sorprendió a Chris fue ver a Betty Ramos
yendo de un lado a otro, dando fuego a todas las internas. Comprendió que seguramente no
se les permitía poseer encendedores, ni siquiera cerillas. Pero ellas ponian caras divertidas,
como si les causara cierta satisfacción perversa que una de sus guardianas hubiera de
atenderlas como una simple criada.
Mientras Josie y Ria daban lumbre a sus cigarrillos, Chris se volvió y se fijó en una recién
llegada. Era una rubia talluda, de mirada penetrante y gruesa mandíbula. Se contoneaba con
aires hombrunos, y miró a Chris de arriba abajo, de un modo sensual e insinuante. Chris
experimentó en seguida una reacción de hostilidad, pero la rubia se limitó a guiñarle el ojo y
se volvió.
- Esa es Moco -susurró Josie-. Ten cuidado con ella.
Sintiéndose todavía muy desplazada, pese al innegable interés de Josie por ganarse su
confianza, Chris se apartó del grupo para refugiarse en un rincón. Estuvo allí unos momentos
sin hacer nada, y luego regresó para reunirse con Josie y Ria. Se dio cuenta de que Moco se
abría paso hacia donde ella estaba, pero no le dio importancia. De súbito, Chris notó que una
mano vigorosa la aferraba por la muñeca y la arrastraba hacia la puerta. Lanzó un grito de
sorpresa, pero nadie le hizo caso. Era como si nada ocurriese, como si ella hubiera decidido
salir por su propia voluntad.
Entonces recordó las instrucciones de Lasko: nada de peleas. Temiendo verse acusada de
haber iniciado una refriega, y dándose cuenta de la superior estatura y fuerza de Moco, Chris
se dejó conducir fuera del comedor y al interior de una habitación, donde fue empujada a
trompicones, por lo que lanzó un involuntario grito de miedo. Al verse momentáneamente
suelta, Chris reaccionó con viveza, pero se encogió al ver que la rubia se abalanzaba sobre
ella. Retrocedió levantando el brazo para cubrirse, pero Moco la cogió por los faldones de la
camisa y la hizo retroceder hasta acorralarla contra la pared. Entonces, pegando su rostro al
de Chris, rugió:
- Óyeme bien, muñeca. Yo soy la que manda aquí, ¿entiendes? Soy la dueña del cotarro, y la
que no obedece cuando Moco ordena algo... -Hizo una mueca perversa y se pasó el filo de la
mano por el cuello, en expresivo gesto.
Chris estaba demasiado espantada para decir palabra, mientras Moco la zarandeaba por la
habitación sin dejar de agarrarla por la camisa.

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- ¿Qué dices ahora, eh? -la desafió Moco-. ¿A lo mejor te gustaría luchar conmigo, eh? ¡Anda!
¡Ven y pégame!
Su voz era una ronca provocación, y lanzaba una risa seca y amenazadora.
- ¡Anda, acércate y pégame! ¡Pégame, anda!
Por el rabillo de] ojo, Chris vio que había dos chicas más en la habitación. Compañeras de
cuarto de Moco, supuso. Ahora se habían bajado de las literas y se acercaban, rodeándola en
un círculo amenazador.
Una de ellas, la de los ojos muertos, sonreía de una manera extraviada, con las narices
ligeramente dilatadas, y respirando con un jadeo rápido y excitado. Moco arrinconó de nuevo a
Chris, haciéndola vibrar de terror. Luego, con infinito alivio, Chris vio que Josie y Ria se
precipitaban hacia el interior de la habitación, con la alarma pintada en sus rostros. Aunque
temían a Moco, no querían que le hiciese nada malo a Chris.
- iEh! -gritó Josie-. ¡Déjala en paz!
- Eso -agregó Ria, con la voz temblándole de miedo-. No ha hecho más que llegar.
Chris, demasiado asustada para moverse, permaneció apoyada en la pared, inmóvil y con el
rostro ceniciento.
- iDale! iDale! -azuzó una de las espectadoras.
- iTú cállate, Crash! -la empujó Josie, mientras Moco hacía una mueca con los labios.
Intentaba besar a Chris; ésta volvió la cabeza hacia la derecha con un gesto de repulsión, y los
labios de Moco rozaron su mejilla. Moco debió considerar que se había apuntado un tanto, y
soltó la camisa de Chris con una sonrisa de triunfo. Temblando, Chris se volvió de cara a la
pared.
Cambiando súbitamente de actitud, Moco rodeó amistosamente con el brazo los hombros de
Chris y dijo con voz suave:
- Eres bonita.
- ¡Es fea! -gruñó Crash.
- Tú sí que eres fea, borrega -despreció Josie.
Ignorando a las demás, Moco susurró al oído de Chris:
- Date la vuelta.
Chris vaciló y luego, lentamente, con desconfianza, se volvió para hacer frente a su verdugo.
- ¿Tienes novio? -le preguntó Moco.
Chris no se atrevía a mirar de frente a su antagonista. Meneó la cabeza.
- ¿Tienes alguna amiga? -insistió Moco. Chris denegó de nuevo con la cabeza, conteniendo las
lágrimas.
- ¿Quieres ir conmigo? -propuso Moco. Chris seguía guardando silencio; era lo único que podía
hacer para no echarse a llorar. Moco sonrió de un modo enigmático. Aquella sonrisa expresaba
tanto la atracción que sentía hacia Chris como el placer sádico de dominar. Se hizo atrás-: Ya
hablaremos de eso -añadió, satisfecha.
Josie tocó el hombro de Chris para tranquilizarla e hizo ademán de sacarla del cuarto.
- Ven dijo amablemente.
- ¡Eh! Espera un minuto -ordenó Moco, de nuevo en tono de amenaza. Josie vaciló, con una
mirada de aprensión. Moco se plantó firmemente, con los brazos en jarras-. DiLe lo del
chocolate.
Josie la miró de reojo y luego, volviéndose a Chris, explicó:
- Cuando la celadora te dé alguna pastilla, como por ejemplo un calmante, ¿sabes?, en vez de
tragártela te la escondes debajo de la lengua, y luego se la das a Moco. ¿Entendido?
Intimidada, miró de nuevo a Moco, mendigando su aprobación. La otra sonrió, disfrutando con
su poderío.
- A Moco le gusta volar -dijo, provocando una risita de Crash.
Chris no veía llegado el momento de irse. Por último, cuando salió de la habitación con Josie y
Ria, lanzó un suspiro de alivio. Las tres regresaron directamente al comedor. Otro disco de
rock atronaba el local. Dos muchachas bailaban, completamente ajenas a todo lo demás, como
hipnotizadas por el ritmo y los acordes de la música. Josie y Ria se abrieron paso hacia un
sofá, obligando a Chris a tomar asiento entre ambas.

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- Oye, procura manenerte a diez metros de distancia de Moco en todo momento, ¿entiendes?
-dijo Josie-. Una vez la vi agarrar una silla y abrirle la cabeza a una persona, como si tal cosa.
-Hizo chasquear los dedos-. Es una incorregible y nada le importa, ni le tiene miedo a nadie.
- No le importa quedarse aquí toda la vida -terció Ria-, ni teme a la celda de incomunicación.
Luego, dirigiéndose a una de las chicas que estaban en el comedor, gritó:
- iEh, Fats! ¡Que ése es mi cinturón! A ver si no se te olvida.
Josie iba a añadir algo más cuando alzó la mirada y vio entrar a Denny, que sonreía
alegremente. Inclinándose sobre Chris v hablando en voz baja, le susurró:
- Y ten cuidado con Denny, también. Ha estado muchas veces en el manicomio.
Chris dudó unos instantes y luego habló, dirigiéndose primero a Ria y después a Josie:
- ¿Es verdad que... una puede salir de aquí en pocos meses?
Ria sonrió amargamente:
- ¿Para qué? ¿A dónde te crees que vas a ir?
En ese preciso ¡fistante, una negra alta y fornida se acercó a Josie.
- Vamos, Josie -la desafió-. A ver quién puede más.
Josie torció el gesto.
- ¡Anda ya, Jax! Ahora no tengo ganas.
- ¿Qué te pasa? -dijo la otra con sarcasmo-. ¿Te rajas?
Se había hecho un súbito silencio en el comedor, y Josie se dio cuenta de que todas las
miradas estaban fijas en ella. Miró con desplante a Jax:
- ¡Qué caray! Vamos allá.
Ria compuso una expresión de fastidio.
- Ganará Josie -dijo.
Chris frunció el ceño, sin entender de qué se trataba. Era como si hablasen con palabras
corrientes de algo completamente absurdo para ella.
Josie la miró y susurró:
- Oye, Chris. Tú quédate vigilando la puerta, y avísanos si viene Lasko, ¿vale?
Chris seguía sin comprender nada y, olvidándose de la puerta, contempló fascinada a las dos
muchachas mientras éstas daban fuertes chupadas a sus cigarrillos. Pero su curiosidad se
convirtió en sorpresa y horror cuando vio que apretaban lentamente las col¡llas encendidas
sobre la piel de los brazos desnudos. Ambas se armaron de valor cuando empezaron a
quemarse sus carnes. Chris las contemplaba, incrédula e hipnotizada. Pronto asaltó su olfato el
olor acre a carne quemada. Josie se mordió los labios, con la mirada de dolor, pero sin dejar
de apretar con firmeza el cigarrillo encendido contra la piel de su brazo. A Jax le corría el sudor
por la cara; fue la primera en ceder y arrojar lejos la colilla.
- ¡Maldita sea! -ladró, mientras sus lágrimas empezaban a mezclarse con el sudor. Todas se
sobresaltaron ante la irrupción de Lasko, cuva voz resonó en todo el local:
- Muy bien, Josie, Jax. Las dos quedáis arrestadas en vuestras habitaciones.
Ambas se precipitaron hacia ella, vociferando simultáneamente, protestando, y al mismo
tiempo suplicando perdón:
- ¡Oh, Lasko, por favor...
- ¡Pero si no hacíamos nada!
- Sé muy bien lo que estabais haciendo. Aquí no se toleran desafíos, ya os lo advertí. ¡A
vuestras habitaciones las dos!
Josie se volvió de súbito hacia Chris, con los ojos encend¡dos de rabia:
- ¡Estúpida! ¿No te dije que vigilaras? -gritó, dándole a Chris un empujón antes de abandonar
el comeclor escoltada por la celadora. Cogida por sorpresa, Chris trastabilló a un lado, con el
rostro lleno de dolor. No era el golpe, flojo al fin y al cabo, lo que le hizo daño, sino más bien
la herida moral que le producía el verse golpeada y probablemente rechazada de modo
definitivo por la única persona que le había demostrado amistad. Fue la culminacióri de una
larga jornada de calamidades; conteniendo las lágrimas, salió corriendo del comedor. Cuando
llegó a su cuarto, se arrojó sobre su litera y lloro hasta quedarse dormida.

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Capítulo 6

Barbara Clark, la maestra, manipulaba un transmisor-receptor portátil mientras aguardaba


junto a la puerta de la clase, sonriente, viendo pasar a las internas que charlaban y
murmuraban entre sí. Era un local grande y sencillamente amueblado, con una gran pizarra al
fondo, en medio de la cual colgaba un gran mapamundi. La habitación era clara y bien
ventilada y, a diferencia de las clases de las escuelas corrientes, las mesas y sillas podían
desplazarse a voluntad. Junto a la pared opuesta a la puerta había un desvencijado piano
vertical. A medida que iban entrando, las chicas elegían sus puestos, ocupaban sus asientos,
arrastraban los pies y removían las sillas de un lado a otro.
Moco entró, ocupó la banqueta frente al piano y se puso a tocar con un estilo improvisado,
salvaje y suave al mismo tiempo, que habría revelado un posible talento si alguna vez se
decidiera a aplicarse con seriedad. Crash ocupó la misma banqueta junto a Moco, le rodeó los
hombros con un brazo y empezó a escuchar con arrobo, mirando al vacío.
Sentada lejos de las demás, y evidentemente sin hacer caso de la música ni de las
conversaciones, otra muchacha hacía punto con tanta dedicación, que parecía hallarse en otro
planeta.
Chris ocupó una silla al fondo de la clase y miró a su alrededor con disimulada expectación.
Tuvo una sorpresa agradable cuando vio que la maestra era Barbara, recordando la sonrisa
que le había dirigido al llegar. Mientras contemplaba el rostro de Barbara, le pareció que era
alguien con quien se podría hablar, alguien que sabría escucharla con atención y
comprenderla.
Cuando entró la última, Barbara hizo un precipitado recuento. Luego acudió al
transmisor-receptor, apretó el botón para hablar y dijo:
- Está bien. Han entrado once.
Se colocó el transmisor-receptor en el cinto y se encaminó a su estrado.
Denny le cortó el paso y le rodeó impulsivamente el cuello con los brazos, rogando:
- ¡Echemos una partida de cartas, mamá!
Barbara sonrió, se soltó amablemente y ocupó su pupitre.
- Luego, quizá -concedió tranq - tranquilamente; en seguida, mirando en derredor, preguntó-:
¿Dónde está Carla?
- Incomunicada -la informó Ria-. Ayer quiso fugarse.
Bea, una chica risueña y de aspecto despabilado, con una espléndida peluca «afro», intervino
con una sonrisa burlona para decir:
- Ni siquiera consiguió llegar hasta la valla. Qué tonta. Josie está arrestada en su habitación.
- Y ¿dónde está Ann? -dijo Barbara, sin dejar de recorrer la clase con la mirada.
- Se ha quedado en el salón de belleza -dijo la chica que hacía punto.
- Falta le hace -se burló Moco-. Y a ti también, Paula -dijo, dirigiéndose a la que hacía punto.
- Aplícate el cuento -la defendió Barbara amigablemente.
- Pues usted tampoco es Miss América -replicó Moco.
Barbara acostumbrada por lo visto a escaramuzas como aquella, se limitó a cruzar los brazos y
observó:
- iBah! Sólo me disfrazo así cuando hago de maestra, Moco. Tendrías que verme haciendo la
carrera.
Todas las chicas celebraron la broma con grandes risotadas. Aprovechando su ventaja, ella
miró a su alrededor y siguió preguntando:
- ¿Dónde está Jax?
- En arresto -respondió Denny, quedándose quieta un momento. Luego dirigió a Barbara una
mirada penetrante y rogó:
- Anda, mamá. Déjalo correr y que no haya clase hoy.
- Sí -intervino Moco-. Que sea nuestro día libre.
Se inclinó hacia delante, llena de esperanza.
Barbara no hizo caso de ninguna de ellas, como si no hubieran dicho nada, y miró a Chris.
- Tú eres Chris, ¿no es cierto? -preguntó.

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Chris se ruborizó y asintió ligeramente con la cabeza. Al ser su primer día de clase, se sentía
insegura, no sabiendo cómo comportarse. Las demás parecían tan aplomadas, tan seguras de
sí mismas. Tenía miedo de decir o hacer algo equivocado... , de cometer una «plancha» y
manifestar así su vulnerabilidad.
- Christine la virgen -se mofó Crash, lanzando miradas a su alrededor para recoger las risas de
aprobación de las demás.
- Si lo es -observó Bea-, será la única de esta clase.
- ¡Qué dices de esta clase! -declaró Ria con énfasis-. ¡Mejor dirás de toda esta maldita escuela!
Crash volvió su atención a Barbara:
- Anda, mamá -suplicó, temblándole un poco los gordezuelos mofletes-. No queremos trabajar.
- Eso -corroboró Bea-. Charlemos.
Sintiendo crecer la rebeldía entre sus alumnas, Barbara comprendió que se imponía de su
parte un cambio de actitud.
- Escuchadme todas -empezó-. Por hoy ya hemos perdido bastante el tiempo. Ahora todas
vamos a trabajar un poco, os guste o no.
Hubo una tempestad de quejas y vigorosas manifestaciones de protesta. Chris asistió a ellas
con indiferencia, sintiéndose todavía muy ajena a todo aquello. De un modo instintivo
comprendía que si manifestaba el menor interés en las actividades escolares se ganaría
fatalmente la enemistad de las demás muchachas. Un solo paso en falso podría bastar para
que se volvieran contra ella, y su vida resultaría mucho más calamitosa de lo que ya era. Lo
que le estaba pasando era como irse a vivir a un barrio diferente y ser una novata en la
pandilla del vecindario. En cualquier caso, le parecía verse constantemente vigilada. Tendría
que andarse con mucho cuidado, si no quería tener más problemas. Estaba, por ejemplo,
aquella cuestión de la virginidad. ¿Sería posible que ella fuese la única virgen de toda la
escuela? Allá en el colegio todas sus amigas hablaban de aquello continuamente, pero no en
plena clase como acababa de ver. Estaba muy violenta, porque nunca había tenido que tantear
a ciegas en una situación desconocida como aquélla.
Barbara no aguardó a que las quejas cesaran por sí mismas, sino que se puso en pie
armándose de un largo puntero.
- Hoy hablaremos de geografía -empezó con tranquilidad-. A ver, ¿qué país es este?
-preguntó, indicando una zona del mapa.
Hubo un silencio. Hubo toses y carraspeos, y remover de sillas y arrastrar de pies por el suelo.
Luego, fijándose en Dennv, la maestra dijo:
- ¿Qué país es este, Denny?
Denny frunció el ceño y vaciló.
- ¿Alemania? -aventuró en tono dubitativo.
Barbara intentó disimular su contrariedad.
- Vamos, Denny. Sabes perfectamente qué país es. Inténtalo otra vez.
La aludida guardó silencio.
- Bueno, no importa -balbuceó Barbara-. ¿Qué dices tú, Crash?
El rostro regordete de Crash permaneció totalmente inexpresivo:
- Se me ha olvidado -murmuró en voz baja.
Chris se quedó asombrada. ¿Era posible que fuesen todas tan ignorantes? iPero si aquello se
enseñaba en la escuela primaria! Sin embargo, algo la aconsejó no levantar la mano, y cuando
Barbara volvió la mirada hacia Chris, la muchacha se removió en su asiento con visible
embarazo.
- ¿Y tú que dices, Chris? -dijo animadamente Barbara-. ¿Sabes tú qué país es ese?
- Francia -dijo Chris a pesar de su aprensión.
Inmediatamente lamentó haber contestado, al sentir la mirada de todas las demás fija en ella
como si quisieran horadarle la piel.
Barbara sonrió y desplazó el puntero.
- ¿Y este otro? -preguntó.
- España -respondió Chris otra vez, involuntariamente.

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- Vaya rollo -despreció Moco, volviéndose para golpear las teclas del piano. Chris se dejó caer
en su silla deseando que se abriese la tierra para tragársela
- Qué importa, al fin y al cabo -intervino Denny con una mueca de desdén.
- Sí -dijo Bea-. ¿Para qué necesitamos saber todo eso? ¿Acaso tendremos oportunidad de
visitar nunca uno de esos países?
- Y de todos modos, ¡qué me importa! -silbo Denny.
Barbara contempló los severos rostros de sus alumnas, notando no sólo el agudo malestar de
Chris sino también la tensión que fácilmente podía desencadenarse y dar lugar a una fea
situación. Ella perdía pocas veces la compostura, pero cuando lo hacía lograba un efecto de
sorpresa con las chicas, haciendo que volvieran a la realidad. Pese a los modales
impertinentes, informales y a menudo hostiles que afectaban frente a ella, sabía que en el
fondo la respetaban, por notar en ella una serenidad y una humanidad de que, como bien
sabía, solían carecer los demás miembros del personal.
- ¿Qué es lo que te importa a ti, Denny? Anda, dímelo -urgió Barbara.
- Vacilar.
- iNo quiero volver a oír eso! -la interrumpió Barbara airadamente-. ¡Ni una palabra más!
Empezó a pasear arriba y abajo, mirándolas a todas de frente.
- ¡Vacilar y salir con chicos! -las remedó-. iEstoy cansada y harta de oírlo! ¡Cansada y harta!
Bea pareció intimidada:
- ¿Qué pasa contigo, mamá? -preguntó en tono humilde.
Barbara se interrumpió para tomar aliento, y luego suspiró:
- Nada. Que se acabó la clase, eso es todo.
Luego, volviéndose súbitamente, se acercó al mapa y se puso a enrollarlo poco a poco, con
aire de frustración y tristeza, ¡Dios mío!, pensó, si pudiera ganármelas. ¡Si pudiera ganarme
sólo a una de ellas!
Miró a la -novata Chris, tan vulnerable, tan solitaria en medio de aquel grupo hostil de
criaturas empedernidas. Barbara habría querido protegerla de algún modo, pero sabía que las
demás eran colectivamente más fuertes que ella sola. Con sus burlas y su intimidación, la
obligarían a rodearse de una concha, de la que luego no podría librarse. No obstante, pensó
Barbara, ella seguía luchando por ganarse aunque sólo fuese a una de las chicas. Tal vez esa
chica pudiera ser Chris. Tal vez.
Barbara se armó de valor, proponiéndose no dar por terminada la clase sin apuntarse un tanto
positivo. Se acercó pausadamente a su pupitre y se apoyó en él.
- Muy bien -dijo-. Hoy no habrá más preguntas, pero voy a contaros la historia de una pobre
campesina que se hizo soldado, y no sólo eso, sino que llegó a ser capitana de muchos
ejércitos.
Bea se adelantó con interés:
- ¿Es un cuento, mamá, o se trata de una persona auténtica?
- iAh! Se trata de una persona que existió en realidad -aseguró-. Se llamaba Juana y vivió en
Francia.
Chris se tranquilizó, y mientras Barbara empezaba a relatar la familiar historia de Juana de
Arco ella se reclinó en su silla y se puso a mirar por la ventana, distrayéndose muy pronto con
sus propios pensamientos. Se acordó de su hermano Tom. Recordó las cosas que solían hacer,
cómo jugaban y lo unidos que habían estado, sin que nadie consiguiera separarlos nunca...
Durante un rato, el tiempo pasó sin sentirlo. En realidad, dejó de existir para ella, hasta que
un timbrazo, anunciando el fin de la clase, la devolvió a la realidad. Permaneció inmóvil
mientras las demás chicas se ponían en pie ruidosamente, charlando y piando como pájaros
afanosos por escapar de su jaula. Mientras se dirigían a la puerta, Barbara las precedió con su
transmisor-receptor portátil, contándolas a medida que salían.
Chris fue la última en salir de la clase y, mientras pasaba junto a Barbara, notó una mano
sobre su hombro.
- Chris -dijo Barbara.
Ella dudó y miró a la maestra con aprensión:
- ¿Sí?

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- He visto en tu expediente que tus calificaciones escolares eran buenas, aunque faltabas
mucho a clase. ¿Problemas con la familia?
Chris bajó la mirada:
- Sí -dijo con un hilo de voz.
El transmisor de Barbara emitió varios crujidos y luego se oyó una voz brusca y metálica que
decía con tono impaciente:
- ¿Dónde está Parker?
Barbara alzó el aparato hasta sus labios, accionó el mando emisor y contestó:
- Yo la acompaño. -Luego, guardándose el aparato, se dirigió a Chris-: ¿Quieres que hablemos
de eso alguna vez?
Chris se encogió de hombros, volvió la cara y se dispuso a reunirse con las demás. Necesitaba
desesperadamente confiar a alguien sus más íntimos pensamientos, pero algo indefinido le
sellaba los labios. Barbara caminó a su lado sin decir nada más. Chris deseaba hablarle, pero
no podía. Tenía miedo. Al mirar hacia delante vio a Denny que se había detenido y volvía el
rostro lanzándole una mirada peculiar. La mirada hizo que Chris se sintiera incómoda, pero se
le pasó tan pronto como Denny dio media vuelta y continuó andando para reunirse con las
demás.
- No cabe duda de que conoces el mapamundi -empezó Barbara intentando resucitar la
conversación-. ¿Te gusta la geografía?
- Sí -respondió Chris.
- ¿Te gustaría viajar?
- Ya lo creo -dijo Chris, animándose considerablemente-. En realidad, me gustaría ser azafata,
y así conocer otros lugares.
Barbara vislumbró un rayo de esperanza y sonrió.
- «Vuele a Denver con Chris» -bromeó.
Chris sonrió involuntariamente.
- Sin escalas -añadió aún Barbara.
iOh, Dios mío!, pensó Barbara.
Hay una esperanza; ojalá consiga conquistarla.

Capítulo 7

Pasaron varios días y Chris, poco a poco, empezó a adaptarse a la rutina del Reformatorio. Aún
la ponía nerviosa la presencia de Moco, y había algo indefinible en la personalidad de Denny
que la hacía sentirse claramente incómoda con ella. Recordó lo que había dicho Josie acerca de
que Denny, como se expresó, había estado muchas veces en el manicomio. Chris se
preguntaba por qué razón. Denny no coincidía con su idea de una loca, pero de todos modos
era bastante rara. Luego estaba Lasko. Sin duda no era la fiera que creyó Chris al conocerla,
aunque ciertamente no le inspiraba mucha confianza. En cambio, Barbara sí que era distinta.
Le gustaba Barbara. No sólo era buena maestra, sino además bonita, y cordial. Alguien con
quien se podía hablar. Pero lo que consolaba a Chris por encima de todo fue que Josie no le
guardó rencor por lo ocurrido. Josie tenía experiencia, y comprendió que Chris jamás había
visto desafíos de aquella especie entre muchachas. Así, aunque le habían ordenado que
vigilase para dar aviso cuando apareciese Lasko, ella se quedó tan embobada con la función,
como decía Josie, que no se enteró. Sin embargo Chris, pese a su comienzo de amistad con
Josie, y hasta cierto punto con Ría, aún se mantenía cautelosamente alejada de las demás.
Crash era realmente estúpida y no la soportaba nadie, a excepción de Moco. Y, por lo que
Chris sabía, Moco sólo la aguantaba porque Crash era capaz de hacer cualquier cosa que se le
ordenase, y prácticamente era esclava de Moco. En cuanto a Jax, no era tan mala, pero
siempre se la veía con Denny, y algo le decía a Chris que, cuantos menos tratos tuviese con
ambas, mejor. Paula le inspiraba a Chris un poco de compasión, sin saber muy bien por qué.
Le parecía que lo que Paula deseaba en realidad era que la dejasen en paz, y como hasta
cierto punto Chris sentía lo mismo, respetaba ese deseo de otra persona de la que
instintivamente comprendía que era mucho más desgraciada que ella misma.

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La otra chica con quien simpatizaba realmente era Janet. Aunque habían empezado con el pie
torcido el primer día, poco a poco y con las muchas horas de compañía en la misma habitación
llegaron a entenderse. A Chris le parecía que Janet era tremendamente huraña. No hablaba
mucho, aunque bien mirado era natural, porque estaba avergonzada de verse en estado, y
había cometido un intento de suicidio. Muy pronto Chris aprendió a dejarla sola con sus
pensamientos cuando se daba cuenta de que era esto lo que deseaba, y a hacerle compañía
cuando notaba que tenía ganas de conversación. No atreviéndose a afrontar posibles
reacciones desagradables, evitaba religiosamente hacerle ninguna pregunta sobre asuntos
íntimos; pero cuando Janet le contaba algo voluntariamente, Chris la escuchaba con todo su
corazón, dispensándole a cambio toda la comprensión a su alcance.
Era un recreo después de la comida, a primeras horas de la tarde. Chris paseaba sola
rodeando uno de los campos deportivos donde dos equipos estaban alegremente enzarzados
en un ruidoso y algo violento partido de fútbol. Como no le gustaban demasiado los juegos de
competición, pasó de largo, hasta llegar a otro terreno donde estaba celebrándose un partido
de balón volea. Se quedó un rato mirando y luego se encaminó hacia una parcela de césped
donde había varios grupos de muchachas hablando y tomando el sol. Chris no se decidió a
irrumpir entre ellas, por lo que prosiguió su paseo. A unos quince metros había un grupo de
columpios que nadie usaba. Aquello le trajo recuerdos de su infancia, de cómo le gustaba
columpiarse cuando era niña. Recordó cómo solía cerrar los ojos para imaginar que algún día
el columpio se echaría a volar, elevándose hacia el cielo como un gran pájaro majestuoso, y
ella seguiría volando y volando hasta dar la vuelta al mundo por encima de los océanos y los
bosques y los desiertos y las montañas. Había sido uno de sus juegos favoritos. Por un
instante le pareció que habían pasado siglos desde la última vez que se subió en un columpio.
Se sonrió y corrió hacia uno de ellos; después de ocuparlo, cogió las cadenas que lo
sustentaban del soporte de hierro echó la cabeza atrás, cerró los ojos y se dio impulso.
En pocos instantes, había recobrado la antigua sensación. De un momento a otro iba a
elevarse por el aire, salvando la valla, y sería libre como un águila volando por encima de las
nubes, y podría juguetear con los rayos del sol y dejarse llevar por los vientos.
La burbuja se rompió de súbito cuando empezó a oír risas a su alrededor. A su lado, en los dos
columpios restantes, estaban Josie y Ría columpiándose, riendo y lanzando chillidos de deleite.
Chris se sintió a gusto por primera vez desde su llegada a la escuela. El sol la calentaba y la
brisa acariciaba sus mejillas. Mantuvo los ojos abiertos ahora, mirando alternativamente a
Josie y a Ria. No muy lejos, sentada en la hierba, estaba Janet, quien alzó la mirada y sonrió
débilmente, haciendo luego un saludo con la mano. Con los cabellos al viento, Chris devolvió el
saludo.
Entonces hubo una nota discordante. Oyó una voz airada y familiar que gritaba:
- iEh! iEh!
Miró a un lado. Allí estaba Denny con los brazos en jarras, mirando a dos de sus amigas que se
apresuraban hacia los columpios. Otras chicas se acercaban entre risas y griterío. Pronto
quedaron ocupados todos los columpios y empezaron a volar de un lado a otro como otros
tantos péndulos, mientras las chicas que se habían quedado en tierra esperaban su turno y
empujaban, con grandes risas y animación. Sólo Denny prefirió quedarse aparte, en la hierba,
con una expresión sombría y enigmática en el rostro; sus ojos entrecerrados lanzaban miradas
penetrantes. Chris la vigilaba por el rabillo del ojo, fingiendo no reparar en ella, porque había
algo en la expresión de Denny que le daba escalofríos, aun sin saber por qué.
Cuando el tiempo del recreo llegó a su fin, el personal de la escuela empezó a reunir a las
chicas, en una escena que le recordó a Chris los encierros de ganado que había visto en tantas
películas del Oeste. Una vez reunidas las hicieron formar en doble fila y desfilaron hacia sus
respectivos alojamientos. Mientras se acercaban a su dormitorio, Cliris pudo ver a Lasko, con
su eterno transmisor-receptor portátil en la mano. Algo, una especie de sexto sentido, la hizo
girarse. Procuró no parecer demasiado asustada. Allí estaba Denny, a sus espaldas. Sonreía y,
aunque para un espectador no enterado pudiera parecer cordial y sincera, a Chris le pareció
ver falsedad en ella. La mirada de sus ojos era fría y calculadora, por lo que resultaba

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positivamente molesta. Chris aventuró una sonrisa y esperó hasta que la otra se puso a su
lado; luego ambas prosiguieron su camino hacia los dormitorios.
- ¿Qué te ha parecido el pesebre hasta ahora? -preguntó Denny con indiferencia.
Chris se encogió de hombros.
- Aún no lo sé -dijo precavidamente.
- iBah! Te gustará más cuando conozcas a Johnny -replicó Denny.
Chris la miró con asombro. ¿Qué significaba aquello?, se preguntó. No había chicos en el
Reformatorio.
Jax se les unió a tiempo de oír las últimas palabras de Denny.
- ¡Ah, sí! Le gustan las chicas nuevas -comentó con una mueca.
- ¿Quién es Johnny? -preguntó Chris, procurando disimular su confusión.
Denny sonrió a medias, con un gesto extraño y forzado, arqueó un poco la ceja.
- Es alguien perfecto para ti -declaró.
- Vamos, de prisa -dijo Lasko, urgiendo a las rezagadas-. Entrad todas, en seguida.
Chris no hizo ningún comentario y entró, encaminándose directamente a su habitación. Janet
estaba durmiendo en su litera, por lo que Chris procuró moverse con cuidado para no
despertarla. Además, no estaba de humor para hablar con nadie. Se preguntaba quién sería
Johnny. ¿Era de creer que existiese un misterioso intruso capaz de colarse en las habitaciones
de las chicas por las noches? Parecía inverosímil, pero en aquel lugar cualquier cosa era
posible. Se suponía que aquella institución servía para que las chicas aprendieran a
comportarse en la vida y se convirtieran en buenas ciudadanas. Pero Chris notaba en el
ambiente que sería más acertado figurársela como un lugar donde aprender todo lo que no
debe hacerse y cómo hacerlo.
Subió a su litera y se tumbó, contemplando las paredes llenas de garabatos. El sol del
crepúsculo penetraba con sus rayos dorados por la ventana y llenaba la habitación de un suave
resplandor. Chris volvió a pensar en Johnny. Quizá fuese el mote de alguna chica, a quien aún
no conocía. Alguien por el estilo de Moco. Chris se estremeció sin querer v se acurrucó en su
litera. «Lo que pretenden es meterme miedo -pensó-. Están esperando mi reacción. Es una
especie de prueba.»
Decidió conservar la calma. El mayor error sería dejarse intimidar ahora. Si no ponía al
descubierto sus debilidades, no daría lugar a que se aprovechasen de ellas. Era su única
protección, su única defensa. Actúa con calma, oculta tus impresiones y no te descubras. La
decisión tomada hizo que Chris se sintiera mejor, y se tranquilizó un poco. Tal vez convendría
echar un sueñecito, pensó. Aún faltaba un poco para la hora de cenar, y media hora de sueño
sería mejor que nada. Era lo más parecido a verse en libertad, por lo que cerró los ojos y muy
pronto cayó en un sueño ligero y sin pesadillas.

Pese a la siesta, aquella noche Chris se sintió más cansada de lo normal. Y aunque la jornada
había sido lo más parecido a un día feliz desde su llegada a la escuela, estaba extrañamente
deprimida. Quiso mirar un rato la televisión en el comedor, mas no podía fijar su atención en
nada. Aun bajo la vigilancia de Lasko, varias chicas empezaron una pelea por no estar de
acuerdo en cuanto al canal que deseaban ver. Lo que menos deseaba Chris era verse envuelta
en una discusión de tal género. Aún le faltaba seguridad para tratar de imponerse. Le habría
gustado charlar con Josie y Ria, pero éstas habían permanecido en sus habitaciones, y Chris
tenía miedo de lo que pudiera pasarle si infringía el reglamento y Lasko la pillaba en una
habitación ajena. Janet se fue a dormir tan pronto como acabó la cena, y las únicas conocidas
que quedaban eran Denny, Jax y Crash, con ninguna de las cuales deseaba tener nada que
ver. Estaba preocupada pensando que, si se quedaba más rato, tal vez aparecería Moco para
reunirse con sus cómplices. Y en tal caso, podría verse atacada de nuevo, con o sin Lasko.
Chris miró de reojo y vio que Crash había traído una labor de punto estropeada para que Lasko
la ayudara a deshacer el lío. Viendo distraída a la celadora, Chris creyó llegada la ocasión para
sal¡r disimuladamente, tomar una ducha caliente y meterse en la cama.
El baño estaba desierto, cosa que le produjo a Chris un considerable alivio, pese al ambiente
inconfortable del lugar con su azulejo frío y sin adornos. Decidió entrar y salir con la mayor

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rapidez posible. Colgó la toalla y se desnudó a toda prisa, amontonando la ropa en un estante
cerca del lavabo, al otro lado del baño. Abrió los grifos y reguló la temperatura del agua; a
continuación se metió en la ducha, disfrutando la cosquilleante caricia del agua caliente. El
continuo rumor al correr de los grifos y el chapoteo reverberaban en el cuarto vacío,
aumentando la ilusión de hallarse totalmente aislada del mundo circundante. Mientras se
enjabonaba agradeció el no tener que usar aquel producto maloliente que le habían dado el día
de su llegada, y durante un rato se distrajo con la estimulante cascada de agua caliente y
espuma.
Pensando ya en acostarse, cerró los grifos, cogió la toalla y empezó a secarse a toda prisa. La
ducha le había relajado los nervios y estaba deseando retornar a su habitación, donde pasaría
toda la noche en tranquilo sueño. Cuando se vio lo bastante seca como para ponerse el
pijama, se envolvió en la toalla y salió de la ducha. Entonces se quedó helada del susto, al ver
a Denny y Moco que le cerraban el paso. Chris retuvo súbitamente el aliento, y un timbre de
alarma se puso a repicar en su mente.
Las dos muchachas se habían interpuesto entre Chris y sus ropas, y era evidente que no
pensaban cederle el paso. Su corazón empezó a palpitar con fuerza, y la adrenalina circuló por
todas las fibras de su cuerpo. Quiso retroceder, y entonces vio por el rabillo del ojo que alguien
salía de la ducha vecina disponiéndose a sujetarla por detrás. Una mano ancha y negra se
abatió sobre su boca, y un brazo poderoso le rodeó la cintura, apretándola como un fleje de
acero. Quiso gritar, pero no pudo emitir sino un gemido apagado que murió en su garganta,
seguido de un doloroso jadeo. Luchó como un animal acorralado, intentando
desesperadamente librarse de la presa de su agresora, adivinando que se trataba de Jax.
Mientras se debatía y se retorcía, Moco la sujetó de los brazos, gruñendo como una fiera. La
arrastraron a través del cuarto hasta el vestuario, donde la hicieron caer al suelo. A pesar de
sus desesperados esfuerzos, Chris no pudo quitárselas de encima, pues eran mayores y más
fuertes que ella. Abriendo los ojos con terror, vio que Denny se acercaba llevando en la mano
un madero largo de color azul: el mango de una ventosa para desatrancar lavabos. Chris trató
de gritar otra vez, pero la mano de Jax seguía cerrándole firmemente la boca. Moco no dijo
nada, sino que, acercándose con un movimiento rápido como el de una serpiente, alargó la
mano y le arrancó a Chris la toalla, dejándola desnuda e indefensa.
Los fríos azulejos del piso parecían quemar su carne desnuda. Denny se arrodilló ante Chris
con una sonrisa complacida, blandiendo el mango de madera ante sus ojos.
- iEh! -murmuró en voz baja, y luego dijo, subrayando bien cada palabra-: Quiero presentarte
a Johnny.
Con un sobresalto de terror, Chris libró los brazos de la presa de Moco y quiso golpear y arañar
a Jax. Entonces notó unas manos que le separaban brutalmente las rodillas y su horror
aumentó en grado indescriptible. Aunque la mano seguía impidiéndole exhalar una sola queja,
los gritos y sollozos no cesaron en su garganta hasta que creyó que iban a rompérsele las
cuerdas vocales.
Con una expresión aberrante en los ojos, Denny se inclinó hacia delante y súbitamente Chris
sintió entre las piernas un frío lancinante que en seguida se convirtió en un dolor insoportable.
Las oleadas de agonía agarrotaron su vientre coincidiendo con el frenético vaivén que Denny
imprimía a su instrumento de tortura.
Chris se notó lacerada, desgarrada interiormente; una puñalada súbita habría sido menos
dolorosa. Luego sintió que la sangre le corría caliente por los muslos y las nalgas, y no pensó
sino que iba a morir.
- Está bien; basta ya -ordenó finalmente Moco.
Chris permaneció inmóvil, sollozando desconsoladamente, con los ojos cerrados para no ver a
Denny, que esgrimía el mango dispuesta a atacarla de nuevo.
- iBasta he dicho! -repitió Moco violentamente, sin apartar sus ojos fascinados del inerte
cuerpo de su víctima.
Denny retrocedió con desgana, y las tres atacantes salieron cautelosamente del cuarto de
baño como otros tantos fantasmas, mientras Chris yacía en el suelo como una muñeca rota.

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Finalmente abrió los ojos, y poco a poco volvió a distinguir con claridad lo que le rodeaba.
Estremecida por los espasmos de la conmoción, gimió como un cachorro herido. Al recobrar los
sentidos volvió el dolor. Su respiración era un silbido jadeante y entrecortado, pero al darse
cuenta de que la habían dejado sola y de que la tortura había cesado sacó fuerzas para
incorporarse, vacilando sobre sus piernas.
Temblaba y estaba tan marcada que tuvo que apoyarse en las paredes. Entonces percibió un
lejano rumor de música y risas. No le quedaban ya lágrimas. Ni siquiera le quedaban fuerzas
para odiar. Una parte de su alma había sido arrancada de ella y destruida para siempre.

Capítulo 8

Durante los días siguientes, Chris permaneció encerrada en sí misma, a tal punto que hasta
Josie y Ría se preguntaban qué le habría ocurrido. Nadie dijo ni una palabra de su violación;
incluso en presencia de sus asaltantes, Chris no oyó mencionar para nada el incidente, lo cual
no dejó de proporcionarle cierto alivio. Sólo el pensamiento de haber experimentado
semejante humillación ya le parecía casi peor que el recuerdo de la espantosa experiencia en
sí. Había perdido el apetito, y durante las comidas se limitaba a revolver los alimentos con
expresión ausente. En cierta ocasión, cuando Lasko observó y comentó su falta de apetito,
Chris intentó comer algo a la fuerza y se atragantó hasta casi vomitar. Lo único que soportaba
era beber algo de leche, pero a no ser por esto se habría pasado los días sin ningún alimento.
No ignoraba que estaba perdiendo peso; tenía la tez amarillenta y las mejillas chupadas, mas
no le importó.
Lo peor eran las noches. Antes, el sueño había sido su único refugio frente a las pesadillas de
la real¡dad; en cambio, ahora las pesadillas se abrían paso hasta el santuario de su descanso.
Las noches, mientras permanecía con los ojos abiertos contemplando la oscuridad, luchaba
desesperadamente contra el sueño temiendo verse acosada por imágenes repugnantes y
recuerdos terribles. Pero, como no podía evitar el sueño completamente, se adormecía para
sufrir luego continuos sobresaltos. No a causa de pesadilla alguna, sino por efecto de su miedo
inconsciente a los terrores del sueño. Y, si bien esos terrores no adquirían ninguna forma
definida, siéndole imposible identificar cuál de ellos era el que la roía en lo más íntimo, en
realidad el verdadero terror sin nombre era un miedo incontenible, letal y torturante: el miedo
a perder la razón.

Los días transcurrieron sin que las cosas mejorasen para Chris. Por más que se esforzase en
apartar de su mente las escenas de aquella noche, el recuerdo de las mismas volvía con
insistencia... Las manos arrastrándola por el cuarto, el acre aroma del sudor y los gruñidos
brutales de sus atacantes... , los rostros deformados con sus miradas enfebrecidas, y, por
encima de todo, el dolor insoportable... , el desvalimiento. Era como si volvieran a sujetarla
contra su voluntad, para forzarla una y otra vez a contemplar nuevamente el ultraje hasta que
se grabase de manera indeleble en su cerebro, hasta que llegase a ser una parte de su
persona, lo mismo que sus brazos y piernas, sus manos y su rostro...
Tenía los nervios a flor de piel. Las sombras y los rincones oscuros la amenazaban con terrores
desconocidos, más temibles por cuanto no podía concretarlos. El menor ruido inesperado la
hacía sobresaltarse súbitamente y le cortaba la respiración de un modo penoso. Le bastaba
pasar por delante de la puerta del cuarto de baño, aunque estuviese cerrada, para que su
corazón se pusiera a palpitar con violencia. El que antes había sido un refugio reparador ahora
era un lugar de espanto, y cuando permanecía desnuda y vulnerable bajo el potente chorro de
agua caliente, cada chapoteo y cada rumor de las cañerías la obligaban a encogerse. Entonces
trataba de cerrar los ojos, pero sólo para que su imaginación febril le representase la
evocación de las caras; en el ruido del agua al correr imaginaba escuchar los viciosos jadeos y
las voces de sus verdugos. Incluso después de volver a abrirlos para inspeccionar el baño
desierto seguía experimentando tanto pánico, que una vez no pudo resistirlo y huyó a su
habitación sin pensar en secarse, temblando de frío y dejando un rastro de húmedas pisadas.

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A lo largo de las jornadas, incluso el contacto de una mano amiga en su hombro, por parte de
Josie o de Ria, hacía que se echase atrás involuntariamente.
Aunque procuró sumergirse de nuevo en la rutina diaria, participar en las actividades de las
demás y hacer cuanto se le pidiera, Chris empezó a encerrarse cada vez más en sí misma.
Durante las horas de clase, su imaginación se perdía en intricadas elaboraciones fantásticas.
Solía imaginar que sus padres, llenos de remordimiento por haberla rechazado y encerrado en
aquel lugar horrible, regresaban para llevársela a casa prometiéndole mil veces comportarse
en adelante mejor con ella. Todo era hermoso; su madre había dejado de beber y su padre ya
no le gritaba ni la golpeaba.
El hogar estaba lleno de alegría y venían sus amigos a visitarla. Se quedaban con ella durante
horas, riendo, charlando, poniendo discos y haciendo cosas absurdas y divertidas. Era tal y
como no había sido nunca, pero que debió ser y quizá llegaría a ser alguna vez.
En otro de sus ensueños, su hermano Tom se la llevaba a su casa para vivir juntos. Era como
cuando ambos eran niños, y volvían a jugar como entonces. Aunque él estaba casado, nada
había cambiado en realidad. La esposa de Tom trataba a Chris como a una hermana, y los tres
llevaban una vida idílica cuyas horas estaban llenas de sol, alegría y amor.
Chris no ignoraba que sólo eran fantasías, pero al mismo tiempo le servían como cables de
salvamento a los que sujetarse. Bastaba que una pequeñísima parte de aquellas fantasías se
reflejase en la realidad: eso equivalía a un tesoro, a un rayo de sol para ver en la oscuridad, a
un poco de esperanza que retener y alimentar. Pero algunos días no se podía ni soñar
despierta, y éstos eran los peores.
Todos los días se les asignaba alguna tarea. Chris solía trabajar en el salón de belleza de la
escuela, donde lavaba el cabello y peinaba a las chicas, intentando ayudarlas a fingir que se
arreglaban para otros ojos que no fuesen los de sus compañeras de siempre. El «salón» en sí
era una triste imitación de los verdaderos, con sus desvencijadas sillas de aspecto anticuado,
su instalación de segunda mano y sus espejos rajados.
Una tarde, Chris estaba peinando a una compañera pálida y delgada que afortunadamente no
le daba mucha conversación. Así, Chris podía ejecutar todas las manipulaciones del oficio, que
realizaba automáticamente, y al mismo tiempo entregarse a sus ensoñaciones particulares.
Entonces apareció Jax. Sólo con ver a aquella negra corpulenta y vigorosa que la había
maltratado tan cruelmente, le bastó a Chris para que le flaqueasen las piernas y le temblase
todo el cuerpo, pese a sus esfuerzos por dominarse. Procuró evitar la mirada de Jax. Ésta,
notando el malestar de Chris, empezó a trabajar alegremente, moviéndose con gestos lentos y
hábiles y sin mirar a Chris, pero procurando amargarle la tarde a fondo. Cada vez que podía
tropezaba con Chris y procuraba empujarla. Ella temía tanto su proximidad que durante un
buen rato se quedó inmóvil, sin saber qué hacer, mientras luchaba obstinadamente por
contener las lágrimas que acudían a sus grandes ojos de color avellana, que ahora parecían
sumergidos siempre en una niebla de perpetua tristeza.
Lo más penoso para Chris era el hecho de no tener a nadie con quien hablar... , nadie capaz de
comprenderla realmente. No podía franquearse con nadie del personal, ni siquiera con Barbara
Ciark, por temor a las consecuencias. Josie y Ria quizá sabrían comprenderla, pero ¿y si no era
así? ¿Qué pasaría si se echaran a reír y tomasen lo ocurrido como una broma un poco pesada?
Chris consideró varias veces la posibilidad de hablarles, pero acabó por abandonar la idea,
principalmente por no saber cómo reaccionarían ellas. ¿Y suponiendo que no lo tomasen como
una broma? ¿Y si se volvían contra ella con desprecio? Hasta era posible que se burlasen de su
debilidad. De hecho, era consciente de pasar por una situación difícil, una prueba en que tenía
que desenvolverse sola. Le bastaba saber que estaban allí, dispuestas a continuar su amistad
cuando ella hubiera serenado sus ideas; con eso se sentía un poco reconfortada. De
franquearse con alguien, habría elegido a Janet, su compañera de habitación. Pero Janet
estaba embarazada y a menudo solía encontrarse indispuesta; teniendo en cuenta que había
intentado suicidarse y todo, a Chris le pareció que no sería buena idea contarle sus problemas.
Y además, pensándolo bien, Janet y ella no hablaban mucho en realidad. Se comprendían y se
respetaban mutuamente el deseo de no ser molestadas; habían llegado al punto en que con un
significativo intercambio de miradas podían decirse más cosas que en una hora de

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conversación. Pero de otro lado, Janet ya tenía demasiadas preocupaciones y no era cuestión
de abrumarla con las suyas, puesto que no podría aportarle ninguna solución.
De todos los miembros del personal, Barbara Clark fue la única que tuvo algún miramiento
para con Chris. El cambio de su comportamiento era demasiado evidente como para pasar
inadvertido, y correspondía al personal observar y analizar tales casos. Barbara estaba segura
de que Chris tenía alguna preocupación muy honda, pero había aprendido en duras y amargas
experiencias que una iniciativa precipitada podía dar lugar a consecuencias desastrosas.
Decidió actuar con cautela, convencida de que, si había en la escuela alguna chica susceptible
de ser salvada, no era otra sino Christine Parker.
Al cabo de varios días, las sospechas de Barbara se convirtieron en una seria preocupación. Se
fijó en cómo reaccionaba Chris cuando estaban presentes Moco y Crash, o Denny y Jax. Estaba
claro que les tenía miedo y le incomodaba mucho la presencia de aquéllas. Trató de interpretar
su observación. El lesbianismo de Moco era una continua fuente de problemas para el
personal, y la devoción canina que le tributaba Crash venía a complicar la cuestión. Otra
situación difícil era la que planteaba Denny, siempre al borde de la psicosis, aunque ésta no
había demostrado ninguna hostilidad contra Chris. Tal vez, por ser Denny y Jax tan amigas, el
mal carácter de la segunda destacaba más en comparación con la pasividad de la primera.
Pero faltaba una pieza en el rompecabezas; con las chicas novatas solían producirse
situaciones parecidas, pero allí había algo oscuro. En muchos casos, la adaptación a la vida del
Reformatorio se realizaba con un mínimo de problemas. Barbara esperaba que lo de Chris no
fuese más que un período de adaptación, aunque excepcionalmente difícil. Mientras no se
hubiera ganado la confianza de Chris hasta el punto de recibir sus confidencias, no cabía hacer
otra cosa sino dar tiempo al tiempo.
Pasaron más días v la actitud de Chris no mejoró. Extrañada por la falta de progresos, Barbara
se preguntó si no sería mejor sonsacar a Chris en presencia de las demás, de una manera
sutil, en vez de esperar una oportunidad de hablar con ella en privado.
Aquella mañana, el ambiente de la clase era muy tirante porque las muchachas temían una
larga sesión de duro y aburrido trabajo escolar. En aquel oficio, Barbara había aprendido muy
pronto que tras un inesperado cambio de táctica, pasando por ejemplo del trabajo serio a una
charla cordial, el alivio de las chicas era tan grande que las hacía bajar la guardia sin que se
dieran cuenta. Cuando esto ocurría, se lograba con frecuencia un desahogo emocional que no
habría sido posible obtener por otro procedimiento.
Barbara no dejó entrever cuáles eran sus planes para aquella mañana. Montó guardia junto a
la puerta con su transmisor-receptor, haciendo el recuento de sus alumnas; luego, como de
costumbre, dio el parte y cerró con gesto eficiente. Como solía, se apoyó en su pupitre y
aguardó con paciencia a que las chicas se acomodaran en sus sillas, disponiéndose de mala
gana a soportar lo peor. Y, también como de costumbre, Moco y Crash ocuparon juntas la
banqueta del piano, la segunda siempre atenta a lo que hiciese la primera. Siguiendo con los
ojos las acciones de la rubia de mandíbula cuadrada, Crash se colocó frente a Barbara,
inclinada hacia delante, con los codos sobre las rodillas y la cabeza apoyada en las palmas de
las manos.
Chris eligió un sitio alejado, cerca de la puerta. Su rostro carecía de expresión y tenía los ojos
hinchados por los muchos llantos a solas y noches insomnes. Después de escuchar el habitual
concierto de carraspeos, toses y arrastrar de sillas, Barbara paseó la mirada sobre sus
alumnas y luego se apartó del pupitre. Se acercó a la ventana, miró afuera unos instantes, y
luego regresó junto al pupitre reasumiendo su anterior postura.
Inclinándose levemente hacia delante y observando bien a sus oyentes, empezó:
- iEh, chicas! Hace un día espléndido. ¿Por qué no lo dedicamos a charlar? Ya recuperaremos el
trabajo durante la clase de mañana. ¿Qué os parece? Vamos, acercaos todas.
La reacción fue exactamente la que ella esperaba. Hubo un inmediato suspiro colectivo de
alivio, acompañado de murmullos y comentarios expectantes.
- ¡Ay, mamá! iEres estupenda! -exclamó Denny, palmoteando.

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Bea mostró todos los dientes en una ancha sonrisa y adelantó su silla. Crash pareció salir de
su letargia habitual y, después de lanzar una rápida ojeada a Moco por si tenía algo que
objetar, exclamó llena de euforia:
- ¡Ay, sí! iMagnífico!
Janet, cuyo vientre ya empezaba a dar muestras de los progresos de su embarazo, se
arrellanó en el asiento y empezó a hacer punto. Su presencia sirvió de tema para una
discusión sobre el embarazo, la maternidad y las responsabilidades consiguientes. Durante un
rato, la cosa pareció ir por caminos positivos, hasta que Moco se removió en su asiento, hizo
una mueca y resopló:
- iBah! ¡A quién le importan los críos! Hay que darles de comer, cambiarles los pañales y toda
esa basura. ¿Cómo puede una divertirse teniendo que cargar todo el día con uno de esos
mocosos que no paran de llorar y todo lo enredan?
Janet interrumpió súbitamente su labor, aunque sin alzar la mirada. Barbara se sintió
abrumada por una sensación de inutilidad. Moco era una verdadera potencia negativa y
destructora; resultaba muy nociva para las demás.
- Nadie te obliga a tener hijos -observó con énfasis-. Lo que digo es que si los tienes, o vas a
tenerlos, debes darles una oportunidad. Debes asegurarte de que no cometen los mismos
errores en que caisteis vosotras, o cayeron vuestros padres. Necesitan sentir que se les ama y
se les necesita...
- ¡Una mierda! -intervino Josie, con desprecio-. Eso no es lo que hacía mi vieja. Siempre decía
que yo no servía para nada, más que para...
- Nadie te obligaba a creerlo -la interrumpió Barbara apretando los puños-. No debes creer a
quien te diga que no sirves para nada.
- ¿Aunque sea tu propia madre? -terció Ria con sarcasmo.
- No debes creer eso jamás -insistió Barbara como si quisiera sacudirlas, meterles a la fuerza
un poco de sentido común en las cabezas-. Fijaos bien y veréis que la mayoría de vosotras
estáis aquí por cosas que ni siquiera son delitos: hacer novillos, escaparse de casa...
- Que nos dejen salir, entonces -la desafió Ria, poniéndose en pie de un salto.
- iQué más quisiera yo! -exclamó Barbara con una expresión de rabia y angustia en su rostro-.
Pero, ¿a dónde? ¿Para qué? Decidme una meta. Fijaos vosotras mismas una meta.
Se volvió para mirar a Chris, que durante toda la discusión había permanecido rígida y
distante, como si viviera en otro mundo.
- Chris dice que quiere ser azafata -declaró Barbara con los ojos brillantes, buscando provocar
una respuesta-. Eso es una meta, por ejemplo.
- iEh, mamá! A mí me gustaría ser domadora de leones -dijo Josie poniéndose en pie y
haciendo restallar un imaginario látigo con un amplio gesto de su brazo derecho.
Su desplante fue recibido con una discreta carcajada.
Moco se reclinó de espaldas contra el piano y dijo, mirando a través de la ventana:
- A mí me gustaría montar a caballo y galopar lejos... , muy lejos...
- Hasta llegar a Tahití, con sus bellas nativas -propuso Bea irónicamente.
Ni siquiera el temor a las iras de Moco pudo evitar una explosión general de hilaridad. Las
cosas no estaban saliendo exactamente como Barbara había planeado, pero al menos había
logrado hacerlas reaccionar. El estímulo al menos había puesto en marcha su imaginación.
Chris, que se hallaba justo al borde del campo visual de Barbara, hacia la derecha según se
miraba a la clase, se incorporó entonces como hipnotizada, con una expresión ausente en sus
ojos velados. Nadie pareció darse cuenta.
- Muy bien -estaba diciendo Barbara-. ¿Qué más? ¿A quién le gustaría ser maestra?
Estaba tan ocupada procurando animar el diálogo que no reparó en el ruido de la silla de Chris
cuando ésta se puso en pie. Como una sonámbula, Chris se encaminó despacio hacia la puerta.
La clase inició un ibucheo en respuesta a la sugerencia de Barbara.
- ¡A quién puede interesarle una cosa tan aburrida! -jadeó Bea. Al mirar a su alrededor en
busca de muestras de aprobación, observó que Chris se acercaba a la puerta, por lo que se
levantó apuntándola con el dedo y alzando la voz para dominar el clamor general:
- ¡Oye, tú! -gritó-, ¿A dónde va ésa?

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Barbara se volvió con una súbita mueca de alarma y aprensión en el rostro.
- ¿Qué estás haciendo, Chris? -preguntó.
En vez de responder, Chris vaciló un segundo en el umbral, temblando. Luego, como si
hubiese tirado de ella una cuerda invisible, abrió la puerta y salió.
- iChris! -gritó Barbara-. i Por el amor de Dios! ¿A dónde vas?
Lo mismo pudo dirigirse a un robot. Pues, sin dar muestras de haber oído ni una sola palabra,
Chris apretó el paso y siguió andando, con decisión ahora, cada vez más lejos del edificio.
Automáticamente, Barbara se llevó la derecha al transmisor-receptor y salió corriendo detrás
de Chrís. Sorprendidas por este imprevisto desarrollo de los acontecimientos, las demás chicas
se pusieron en pie, derribando sillas con las prisas, y salieron en seguimiento de Barbara
formando un grupo excitado, adivinando el oculto dramatismo que siempre acompaña a un
incidente súbito.
- Pero, ¿qué hace? -exclamó Josie sin que nadie le hiciera caso.
Chris aceleró su paso cuando vio que Barbara salía tras ella. Su corazón latía con fuerza y
sentía el pulso en las sienes, mientras fijaba la mirada en la lejana valla de la escuela.
- iChris! -la llamó Barbara, echándose a correr hasta alcanzarla. La tomó del brazo, pero Chris
se soltó de un tirón v se revolvió como una fiera.
- ¡No quiero quedarme aquí! -gritó. Y sus ojos estaban llenos de lágrimas. Abrió la boca como
si fuese a añadir algo más, pero no pudo pronunciar palabra. Tragando saliva, se volvió y
reanudó su marcha hacia la valla, más de prisa y más decidida que antes.
Barbara trató de retenerla nuevamente.
- iEste no es el modo de salir de aquí, Chris! -gritó-. iChris! Sólo conseguirás empeorar las
cosas. Háblame, por favor. Ouizás yo pueda...
La voz se le quebró de sorpresa al ver que Chris echaba a correr. Rehaciéndose, gritó:
- iPor favor! iTe estás haciendo daño a ti misma!
Y se lanzó a perseguirla. Pero Chris corría más, con los cabellos al viento y llorando tanto que
las lágrimas le nublaban la vista haciéndola tropezar mientras se aproximaba a la valla.
Las demás chicas, reunidas alrededor de la puerta o corriendo detrás de Barbara, rompieron
de súbito en gritos y aclamaciones de ánimo. Era como si se hubieran convertido en «hinchas»
de un equipo en un partido de rugby, animando a su jugador favorito mientras éste corría
hacia la línea de meta para marcar unos puntos.
- ¡Corre, Chris! ¡Corre! -chilló Josie, con la voz embargada de emoción.
- ¡Corre! -gritaba Ria-. ¡Corre!
El grueso y normalmente inexpresivo rostro de Crash estaba enrojecido de nerviosismo y
admiración.
- ¡Mira tú... ! -jadeó.
Abandonando toda esperanza de recurrir a razonamientos, Barbara corrió tan de prisa como
pudo, gritando y moviendo frenéticamente los brazos. Pero Chris le llevaba demasiada ventaja.
Chris recorrió a grandes zancadas el pedregal polvoriento, tierra de nadie junto a la valla de la
escuela, notando que le faltaba el aliento. El aire seco y el polvo ardiente le quemaban la
garganta, haciéndola toser y ahogarse mientras corría de frente hacia la valla. Las lágrimas
seguían nublándole los ojos, pero en su mente había un solo pensamiento: la valla... , he de
alcanzarla... , tengo que salir de aquí...
Como caído del cielo por acción de alguna gigantesca máquina invisible, apareció un automóvil
procedente del edificio administrativo.
- iChris! -gritó Barbara llorando a su vez-. iNo lo hagas! ¡No lo hagas!
Las chicas que fiabíán corrido en seguimiento de Barbara estaban embriagadas por la
excitación de la caza. La primera de todas era Moco, que sonreía salvajemente. Josie corría
como una gran liebre; luego, deteniéndose y haciendo bocina con las manos, gritó:
- iPor abajo! iNo intentes saltar la valla!
- iHay un agujero en la valla al lado del campo de fútbol! -gritó Ria, señalando frenéticamente
con el dedo-. ¡Allí, allí! ¡Corre!

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Pero ya el coche había llegado a la altura de Barbara y reducía ligeramente la marcha. Barbara
reconoció a la conductora, que era Elaine Ferraro, monitor deportivo de la escuela. Barbara
señaló la valla; Elaine asintió y el coche ganó velocidad, levantando una nube de polvo.
Totalmente ajena a lo que ocurría a sus espaldas, y pensando únicamente en alcanzar la valla,
Chris corría llorando y jadeando, mientras las lágrimas abrían surcos en el polvo que le cubría
la cara. Su objetivo ya estaba cerca, a pocos metros, casi a su alcance. Le dolían todos los
músculos del cuerpo, pero no dejó de correr, sin observar a un hombre en traje azul de faena
que se aproximaba corriendo por la izquierda, a lo largo de la valla. Tan ajena estaba a todo lo
que no fuese su propósito, que tampoco oyó acercarse el automóvil por la derecha, y que en
aquellos momentos frenaba levantando otra nube de polvo pardo. Elaine se apeó a toda prisa y
corrió hacia Chris, quien había llegado ya a la valla; con una fuerza que le nacía de su propia
desesperación, la niña se aferró a la gruesa tela metálica y empezó a escalarla, sacudida por
los sollozos al mismo tiempo. El hombre del mono azul llegó a tiempo de sujetarla por el pie
izquierdo, pero ella se soltó de un tirón, con un grito de angustia casi animal, y siguió
trepando. El hombre profirió una maldición y se puso a trepar a su vez. Elaine Ferraro había
llegado también hasta la valla y se puso a saltar con los brazos levantados, tratando de
cogerle un pie a Chris, pero no acertó.
- ¡Christine! -gritó severamente.
- ¡Vamos! ¡Baja en seguida! -gritaba el hombre rodeándole la cintura con un brazo, pero ella
se retorció y escapó sin dejar de trepar. Oyó los gritos de las chicas animándola, instándole a
salvar el obstáculo. Ya estaba casi arriba. Impulsivamente, alargó ambas manos y agarró el
alambre de espinos, que le desgarró cruelmente las palmas de las manos. Sintió un fuerte
dolor y notó que le corría la sangre por los antebrazos, mas no soltó presa, sollozando de un
modo convulsivo, mientras las puntas del alambre se clavaban aún más en sus tiernas carnes.
Despreciando el dolor, levantó una pierna para saltar al otro lado. En ese instante, el hombre
le sujetó el otro tobillo con una llave de lucha. Chris intentó sacudírselo pero, debilitada por la
carrera y por el dolor, no pudo con él. Una mano del hombre cayó sobre su hombro.
- Basta -le dijo suavemente-. Hay que volver.

Capítulo 9

Horas después, Chris mantenía la vista torvamente fija en el suelo mientras caminaba por el
frío corredor de paredes de cemento en compañía de Cynthia Porter, la directora adjunta.
Ésta, toda eficiencia y corrección como de costumbre, con sus pantalones marrones y su blusa
a juego, llevaba el inevitable transmisor-receptor al cinto como si fuese una pistola en su
funda. Chris tenía las manos envueltas en gruesos vendajes, y notaba las palmas embotadas y
doloridas. El corazón le latía con fuerza, pues iba a enfrentarse a una situación desconocida,
pero su rostro permanecía impasible y frío, disimulando las violentas emociones que la
sacudían interiormente. Se detuvieron frente a una puerta de acero ancha y de imponente
aspecto, pintada de un color gris oscuro bastante siniestro. A nivel del suelo y en la parte
central de la puerta había una gruesa rejilla. Chris se preguntó distraídamente por qué no la
habrían instalado más arriba, para poder ver, al menos, sin necesidad de tumbarse boca abajo
en el suelo como un reptil.
Se sobresaltó un poco al oír unos pasos procedentes de la galería. Chris se volvió, adivinando
que la desconocida que se acercaba era la matrona de la sección de incomunicación. Era una
mujer rechoncha, de rostro severo y complexión robusta, que tendría más de cincuenta años.
Vestida con una falda negra lisa y una blusa blanca, llevaba colgando del cinturón un grueso
manojo de llaves. Tenía los labios delgados y pálidos, y el cabello negro con mechones de
canas sujeto en un apretado moño. Contempló a Chris con escaso interés.
- Ten en cuenta que la incomunicación no significa un castigo, Christine -recitó Cyntia con su
voz monótona de magnetófono-. Permanecerás aquí para reflexionar acerca de lo que has
hecho y para que veas el modo de corregir tu actitud. Ya sabes que habías alcanzado el
segundo grado; ahora tendrás que volver a empezar desde cero.

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Hizo una pausa para dar tiempo a que aquellas palabras surtieran su efecto; luego, con tono
paternalista, agregó:
- Piénsalo, Christine. Cuando podamos apreciar un mejoramiento en tu actitud, regresarás a tu
dormitorio. ¿Queda claro?
Chris no replicó. ¿Qué importaba lo que ella pudiera decir?, pensó. Evidentemente, Cynthia
tampoco esperaba una respuesta; en todo caso no le dejó tiempo para responder. Sin más
palabras, la directora adjunta giró sobre sus talones y anduvo con rapidez hasta la salida del
corredor, con frío aire de profesionalidad. Chris la siguió con la mirada hasta que abrió la
puerta, salió y desapareció.
La matrona alargó la mano para tocar la cabeza de Chris, y empezó a hurgar entre, el cabello.
Chris se encogió y volvió el rostro.
- ¿No llevas pasadores para el cabello? -preguntó la mujer sin dejar de registrar.
Chris guardó silencio, y la matrona, dándose, por satisfecha al no hallar nada, descorrió el
cerrojo, abrió la puerta y le hizo un gesto a Chris para indicarle que entrase. Al otro lado de la
puerta se veía una pequeña celda cuadrada con paredes de cemento y un ventanuco enrejado
a la altura de los ojos. No había muebles, sino un colchón gris, delgado y sucio, en medio del
suelo. Se veía también una jarra de plástico capaz para un litro de agua, con la
correspondiente taza de plástico, así como un antiguo y rajado orinal de loza que parecía
haber sido rescatado de algún viejo campamento minero de los tiempos heroicos. Chris nunca
había visto nada semejante y frunció un poco el ceño, aunque sin decir palabra.
La matrona meneó la cabeza y dijo secamente:
- A algunas no les gusta el orinal y se ensucian en el suelo. Entonces les obligo a limpiarlo. A
otras no les gusta el colchón, conque se lo quito y duermen en el suelo.
Se volvió para salir, pero al llegar a la puerta aún se detuvo para agregar:
- Siempre digo lo mismo: no nos importa si no te gusta. No te figures que eres algo especial.
Dichas estas palabras, cogió la puerta y la cerró, produciendo un sonoro estampido que
sobresaltó a Chris. Seguidamente pasó el cerrojo.
Con el corazón angustiado y sintiendo la desesperación ya indisolublemente unida a su
personalidad, Chris permaneció inmóvil oyendo alejarse los pasos de la matrona, así como el
portazo con que cerró al otro extremo del corredor. Con una vaga curiosidad indiferente paseó
los ojos por la celda.
Las paredes estaban llenas de garabatos. El primero que llamó la atención de Chris fue la
palabra AMOR escrita con grandes mayúsculas desiguales. Amor, se repitió conteniendo un
sollozo. ¿Qué sabrían de eso aquellas personas? Luego leyó otra inscripción: «Beber, fumar,
joder y luego reventar», proclamaba. Siguió leyendo: «María y Raymond». ¿Quiénes serían?,
se preguntó. «Este sitio es una mierda», anunciaba otro. Chris sonrió sin ganas. Muy cierto,
pensó. Otro letrero decía: «Los empleados de esta escuela son unos cretinos». La mayoría,
convino ella. Bien idiotas tenían que ser para trabajar en un lugar semejante.
Se acercó lentamente a la ventana y apoyó su derecha vendada sobre la tela metálica que
habían clavado por dentro. ¿A qué viene esto?, se preguntó distraídamente. ¿Acaso no
bastaban los barrotes por fuera? Mirando hacia fuera, vio la faja de terreno árido y polvoriento
detrás de la cual se alzaba la valla coronada de alambre de púas. Era horrible, y la hizo
estremecerse. Se apartó y empezó a pasear arriba y abajo como un animal enjaulado. Al
pensar en ello se detuvo v se dejó caer sobre el colchón, agotada, con la espalda contra la
pared y las rodillas levantadas hasta el pecho. Sintió ganas de llorar, pero las lágrimas no
acudieron. Se preguntó si le quedaría alguna.
De súbito, una oleada de rabia y de frustración brotó de su interior derribando su apatía.
Golpeando furiosamente el colchón con los puños, sin reparar en que estaba haciéndose daño,
alzó el rostro al techo y exclamó:
- ¿Por qué yo? ¿Por qué yo? -repitió con voz ronca.
Luego se acurrucó adoptando la postura fetal, y cerró los ojos. Con un poco de suerte
conseguiría dormir... , y con mucfia suerte, pensó, a lo mejor no volvía a despertar jamás.

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Capítulo 10

Chris despertó sobresaltada. Había dormido tan profundamente que se quedó desorientada
durante un par de segundos, sin recordar dónde estaba. Luego, cuando poco a poco la dura
realidad de su situación se abrió paso hasta su conciencia, experimentó desesperación, soledad
y rabia, todo al mismo tiempo. No sólo le dolían las heridas de las manos, sino asimismo todos
los músculos de su cuerpo, al haber dormido sobre el incómodo colchón. Contemplando las
paredes llenas de garabatos de su celda, se puso en pie con un esfuerzo de voluntad y empezó
a pasear dando vueltas, contando las grietas del piso mientras lo hacía. Entonces distrajo su
átención el ruido de una puerta al abrirse. Alguien había entrado en el corredor. Se quedó
inmóvil, escuchando; los pasos se acercaban. Ella retrocedió hasta apoyar la espalda en la
pared más alejada de la puerta, y ladeó un poco la cabeza cuando los pasos cesaron justo
delante de su calabozo.
- Chris -dijo una voz conocida al otro lado de la puerta-. Soy yo. Barbara.
El primer impulso de Chris fue el de precipitarse hacia delante, pero se contuvo en seguida y
guardó silencio.
- Chris -repitió Barbara-. Tengo muy pocos minutos. Sé que estás ahí y puedes oírme.
En vez de responder, Chris reanudó sus paseos, preguntándose qué iba a decir Barbara luego.
¿Se trataba de algún truco? ¿Volvería a hacer promesas que no era capaz de cumplir?
- Oye, Chris. Ya sabes que no está permitido entrar -continuó Barbara con una nota de súplica
en la voz-, pero al menos podemos hablar.
Chris dudó un momento, y luego se acercó lentamente a la puerta para quedarse inmóvil,
mirando hacia la rejilla que tenía a sus pies.
Barbara hizo otra tentativa.
- Por favor, Chris -rogó-. Quiero ayudarte. Háblame, Chris. -Hizo una pausa-. Quiero
escucharte; quiero ayudar.
Chris permanecía rígida como una estatua, mirando la rejilla con intensidad. «¿Lo dice de
verdad? -se preguntaba-. ¿Le importo de veras? ¿Realmente desea escuchar lo que yo pueda
decirle?»
- Si quieres, volveré cuando tengas ganas de hablar -continuó Barbara-. Créeme, Chris. Deseo
sinceramente ayudarte.
Chris hizo un ademán en dirección a la puerta, pero resistiéndose a hablar todavía.
Barbara emitió un fuerte suspiro.
- Hasta luego -dijo-. Volveré más tarde.
- Hasta luego -murmuró Chris.
En cierto sentido, deseaba hablar con Barbara. Pero no estaba segura. ¿Se atrevería a hacerlo?
Necesitaba hablar con alguien, pero la terrible duda que la roía no dejaba de insinuarse en
todos sus pensamientos, como una fuerza irresistible e invisible. ¿Pensaba alguien en ella de
verdad? Sintió una aguda y repentina punzada de arrepentimiento mientras los pasos de
Barbara se alejaban por el corredor. Tal vez debí decirle alguna cosa, pensó Chris. ¿Y si se
había enfadado? Entonces, la voz interior le susurró: «No importa; si es verdaderamente
sincera, volverá».
Otra vez sola, Chris reanudó sus paseos. Incomunicación. Conocía el significado de esa
palabra, la había oído algunas veces, pero nunca se había puesto a reflexionar sobre ello, ya
que jamás le fue necesario. Ahora, en cambio, le sobraba tiempo para darse cuenta, y se
estremeció al comprobar la gravedad de su situación.
Estaba sola, completamente sola; lejos del calor de un rostro amigo y de una voz amiga; sin
nadie con quien hablar, nadie para abrazarla si lloraba. Estaba aislada de toda la humanidad.
Con un hondo y doloroso suspiro, regresó a la ventana, poniendo las manos vendadas sobre la
tela metálica. Contempló con tristeza el crepúsculo. Allá lejos, sobre el horizonte, la diminuta
silueta de un avión a reacción cruzaba el cielo, dejando una larga estela blanca que los últimos
rayos del sol hacían brillar. Chris experimentó una punzada de nostalgia. ¿A dónde iría? Cerró
los ojos y trató de representarse el interior de la gran aeronave plateada. Ojalá pudiera estar
allí en vez de ser como un pájaro enjaulado. Abrió de nuevo los ojos. El avión había

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desaparecido y sólo quedaba el trazo de vapor para dar fe de su existencia, comenzando a
disolverse ya lentamente.
Chris miró el colchón. Aun hallándolo escasamente confortable, se dejó caer sobre él
tumbándose cuan larga era. Quiso hacer almohada con las manos, pero le resultó incómodo al
llevarlas vendadas. El peso de la cabeza parecía reavivar el dolor de las heridas. Luego dejó
caer los brazos a lo largo de los costados, con las palmas de las manos hacia arriba. Así
resultaba un poco más soportable. Clavó la mirada en el techo y empezó a preguntarse cuánto
tiempo tendría que permanecer en incomunicación.
Sin darse cuenta, Chris se adormeció de nuevo. Se vio en un avión, sentada junto a la
ventanilla, contemplando una algodonoso extensión de nubes. Estaba sola. De repente, el
avión empezaba a entrar en picado y caía, caía, caía a través del espacio. Entonces el avión
desapareció y ella siguió cayendo, dando vueltas sobre sí misma y cortándosele la respiración.
El viento le silbaba en los oídos. Luego hubo un fuerte golpe metálico y sólo se dio cuenta de
que estaba sentada sobre su colchón, muy erguida y con la frente bañada de un sudor frío. A
través de los barrotes de la ventana se colaba el pálido resplandor de la luna; cuando sus ojos
se acostumbraron a la semioscuridad, vio que habían puesto una bandeja pequeña en el suelo,
al lado de la rejilla.
He debido soñar, se dijo. El ruido metálico debió hacerlo la matrona al abrir la rejilla para
introducir la cena. Chris se levantó para ver lo que había en la bandeja. Halló un tazón
pequeño de sopa aguada, una chuleta de cerdo quemada, un montoncito de habichuelas, otro
de puré de patatas, y un cartón de leche.
Era la comida menos apetitosa que había visto nunca, pero al menos significaba una ocasión
de distraerse, algo en que fijar la atención.
Levantando torpemente la bandeja con sus manos heridas, regresó al colchón y se sentó al
borde del mismo, con las piernas cruzadas. Aunque la cena no parecía muy prometedora,
decidió hacer un esfuerzo y comérsela. Con una mueca de disgusto al ver los cubiertos de
plástico, dudó dándose cuenta de que los vendajes la estorbarían bastante. Comenzó por la
sopa, cogiendo el tazón con ambas manos para llevárselo a los labios. Estaba medio fría y
demasiado salada, por lo que volvió a dejarla sobre la bandeja. Cogiendo con dificultad el
tenedor, revolvió el puré de patatas. Un solo bócado le bastó. Luego probó las habichuelas;
estaban demasiado hervidas y resultaban insípidas. Chris frunció el ceño, molesta. La chuleta
de cerdo estaba dura como una suela de zapato; aun siendo parcialmente comestible, la dejó a
los pocos bocados. Consideró que lo único que no habrían logrado estropear debía ser la leche,
conque abrió el cartón con alguna dificultad y la probó, notando con alivio que estaba buena.
Se la bebió despacio, saboreándola gota a gota.
Devolviendo el cartón vacío y los cubiertos de plástico a la bandeja, Chris se puso en pie. Se le
había dormido la pierna izquierda, por lo que pisó varias veces con fuerza sobre el suelo de
cemento hasta que, después de muchas cosquillas, volvió a la normalidad. Acercó la bandeja a
la rejilla de la puerta, le sacó la lengua impulsivamente y reanudó sus paseos.
Después de varias ¡das y venidas por la celda le acudió a la memoria una musiquilla conocida:
Alone Again, Naturally. Distraída, empezó a canturrear en voz baja, pensando lo oportuna que
resultaba. Pero en seguida se cansó y volvió a tenderse sobre el colchón, tratando de hallar
una postura cómoda. El dolor de las manos había cedido un poco, pero las agujetas
continuaban en un brazo y una pierna, cosa que la obligó a dar muchas vueltas hasta que por
fin encontró una postura medianamente cómoda echada sobre el lado izquierdo.
No había nada que hacer, sino tratar de dormirse otra vez. Se preguntó qué estaría haciendo
Janet. Josie y Ría seguramente miraban la televisión. De súbito, irrumpió en su mente el
recuerdo de la sonrisa falsamente dulzona de Denny, y sintió una momentánea angustia en la
boca del estómago. Al menos, allí dentro no podrían hacerle daño. Se tendió y recordó las
muchas películas de dibujos que había visto en que los personajes, cuando no lograban
conciliar el sueño, se ponían a contar ovejas. Aunque siempre le había parecido una tontería,
esta vez lo intentó. Pero no le sirvió de nada. Empezó a escuchar los latidos de su propio
corazón; le parecieron tan fuertes que apenas daba crédito a sus oídos. A lo lejos se oyó el
ladrido de un perro. Chris creyó que no volvería a dormirse nunca. Mas, a medida que iba

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pensando en una cosa y en otra, poco a poco y sin darse cuenta fue venciéndola una especie
de sopor, hasta que se quedó dormida sin enterarse.

La mañana siguiente, poco después del desayuno, Chris oyó, descorrer el cerrojo de la puerta.
Ella estaba mirando por la ventana, y el ruido la hizo volverse con aprensión. Era la matrona
de la sección de incomunicación, con su falda negra, su grueso manojo de llaves y su perpetuo
ceño.
- Arriba -dijo la mujer en tono aburrido-. Es hora de hacer ejercicio.
- ¿A dónde vamos? -preguntó Chris.
- No preguntes -la atajó la matrona-. Limítate a seguirme.
La mujer condujo a Chris por el corredor, la puerta, la galería y una escalera metálica hasta un
patio rectangular con piso de asfalto y rodeado de paredes de ladrillo por todas partes. Allí no
había nada, ni un matojo, ni un banco para sentarse. Nada.
- ¿Qué quiere que haga? -preguntó Chris frunciendo un poco el ceño.
La matrona se encogió de hombros:
- A mí qué me importa -replicó-. ¿No te enseñaron algo de gimnasia en el colegio? Pasaré a
recogerte dentro de una hora.
Con estas palabras se volvió sin más explicaciones y entró en el edificio, dejando que Chris se
las compusiera. Ella decidió trotar dando vueltas junto a las paredes; era cuanto podía
hacerse, dadas las circunstancias.
Mediada la tercera vuelta se abrió la puerta del edificio y apareció Barbara Clark. Chris la vio
por el rabillo del ojo, pero no dejó su juego.
Al no saber si Chris aceptaría la conversación aquella mañana, Barbara adoptó una postura
humorística, diciendo en tono deliberadamente alegre:
- Supongo que no estarás demasiado ocupada para hablar.
Alegrándose íntimamente de ver a Barbara, pero no queriendo traicionar sus sentimientos,
Chris le lanzó una rápida mirada por encima del hombro sin dejar de correr, y dijo:
- En fin; estaba a punto de irme.
Para no aparentar que estuviera persiguiéndola, Barbara se limitó a dar un par de pasos
adelante y prosiguió:
- Dime cómo puedo ayudarte, Chris.
Como un juguete de cuerda que se detiene poco a poco, Chris redujo su carrera hasta un ritmo
de paseo lento y respondió:
- Sácame de aquí.
En aquel momento Barbara empezó a caminar hacia Chris.
- Lo intentaré -dijo cuando estuvo cerca-. Pero antes debes ayudarme a comprenderte.
Ahora estaba al lado de Chris. Descansando la mano sobre el transmisor-receptor, preguntó en
tono neutro:
- ¿Por qué trataste de escapar, Chris?
Ella apoyó un brazo en la pared y volvió la cabeza sin responder.
- Chris -insistió Barbara-, háblame, por favor. No puedo ayudarte si tú no lo haces también.
Chris se volvió, apoyó la espalda contra la pared cruzando los brazos y, enfrentándose a
Barbara, replicó:
- ¿Por qué quieres ayudarme?
Deseaba creer a Barbara, pero al mismo tiempo necesitaba que la convenciesen.
Ambas se quedaron un momento mirándose fijamente, sin decir palabra. En la mirada de
Chris, Barbara vio algo extraño que la llenó de inquietud. Era una expresión de desafío, de
beligerancia, de astucia precavida que no le conocía. Así miraban las demás chicas, las que
habían abandonado toda esperanza. Barbara experimentó la desagradable impresión de que, si
daba un solo paso en falso, si decía una sola palabra inoportuna, perdería a Chris
definitivamente. Fue como estar a punto de coger la mano de alguien que estuviera
hundiéndose en un pantano de arenas movedizas, sin saber si las fuerzas propias bastarían
para salvar a la víctima. Buscó las palabras adecuadas.

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- ¿Por qué? -empezó-. Pues por que puedo verte salir, Chris. Te veo labrándote un porvenir en
libertad. Todos los días veo chicas que trabajan en tiendas, asisten a la escuela, crían a sus
hijos, y me digo: ésta se parece a Denny, ésa podría ser Bea, aquélla podría ser Josie... -se le
quebró la voz y meneó la cabeza con pesimismo-. Pero seguramente no ocurrirá nunca.
iNunca!
Chris seguía impasible; aún no la había convencido. Barbara continuó:
- Y ¿sabes por qué no les ocurrirá nunca a ellas? -se interrumpió escrutando el rostro de Chris,
mirándola a los ojos para sorprender el destello de una reacción que, sin embargo, no se
produjo. Sin achicarse, prosiguió-: Porque Bea fue abandonada, y era una drogada antes de
los nueve años. Y Josie, porque fue prostituida por su propia madre. Y Denny, porque empezó
a ser maltratada y violentada cuando tenía sólo un año.
La expresión de Chris cambió ligeramente, empezando a dulcificarse. «La estoy haciendo mía
-pensó Barbara-. Tal vez lo consiga después de todo.»
Miró a Chris con gesto implorante. Confía en mí, parecía decir.
Insistió:
- Pero podría ser diferente para ti, Chris. Puedo verte en tu avión con rumbo al Brasil.
Al ver el súbito cambio de expresión de Chris, Barbara comprendió que había tocado una
cuerda sensible. La mirada de Chris ya no parecía impasible; había excitación en ella, y agitaba
las manos sin darse cuenta. iElla también estaba viéndose en aquel avión!
Barbara sacó partido de su ventaja:
- Y ¿sabes por qué puedo verte allí, Chris, aprovechando todas tus oportunidades? Porque aún
estás sana, y porque eres inteligente -Barbara bajó la voz, subrayando con deliberación cada
una de sus palabras-. Todavía tienes una oportunidad, Chris.
Los ojos de Chris empezaron a llenarse de lágrimas. Barbara lanzó un hondo suspiro de alivio.
Fue un suspiro como el que pudiera exhalar un atleta después de un tremendo esfuerzo y de
haberse visto al borde del colapso. Barbara se apoyó en la pared al lado de Chris, y alzó la
mirada al cielo.
- Algún día me gustará recibir una postal del Brasil -dijo en tono soñador, mirando a Chris y
con una media sonrisa en los labios-. Por eso quiero ayudarte, ¿entiendes?
Chris miró larga y fijamente a Barbara. iSi pudiera creer en ella! Por último, asintió con la
cabeza y dijo:
- Sí.
Esta única palabra era todo cuanto Barbara necesitaba, la señal de que había avanzado un
paso, de que había salvado el primer obstáculo. Con una amplia sonrisa, apoyó la mano sobre
un hombro de Chris:
- Ahora tengo que irme. Mañana hablaremos más.
Chris se quedó mirándola en silencio mientras se alejaba y entraba en el edificio. Casi
involuntariamente, sus ojos se volvieron al cielo como si quisiera ver aún más lejos... , el
Brasil... , la libertad...

El resto del día se le hizo a Chris muy largo, pero de algún modo la celda de incomunicación le
pareció menos inhóspita que antes. Había entrado un rayo de esperanza que disipaba las
sombras. Aunque la comida era tal mala como siempre, pudo comer; el dolor de las manos
disminuyó y las agujetas le parecieron más tolerables. Aún estaba amargada y frustrada;
seguía sin aceptar el hecho de que sus padres hubieran consentido en que fuese encerrada en
semejante lugar. Más aún, habían sido ellos, de hecho, quienes la enviaron allí. Se daba
cuenta de que, por mal que anduviesen los asuntos en su casa, no podía compararse en modo
alguno con aquella cárcel tan escasamente disfrazada de escuela. En los colegios de verdad, la
dejaban a una regresar a casa por la noche; la vida no estaba reglamentada a toque de
silbato; no la encerraban a una en una celda obligándola a dormir en un colchón puesto sobre
un frío piso de cemento.
Chris se puso a pensar en las cosas que Barbara le había dicho... , en lo que dijo de las demás
chicas. Trató de imaginar qué clase de vida había sido la de Josie, Denny y Bea antes de
ingresar allí. Si ella, cuando vivía en'casa de sus padres, hubiera tenido la ocurrencia de

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mencionar las drogas, sólo mencionarlas, su padre le habría calentado la cara... Y su madre... ,
sí, tal vez se emborrachaba a escondidas, pero nunca se le habría ocurrido infligirle los ultrajes
que Josie había ten¡do que aguantarle a la suya.
Aquella noche Chris se durmió con más facilidad, mientras reflexionaba acerca de las palabras
de Barbara. A lo mejor había hablado con sinceridad. A lo mejor creía verdaderamente que
Chris tenía oportunidades de salir, volar al Brasil, ver mundo, sacar partido de su vida. A lo
mejor...

A la mañana siguiente, Chris incluso se alegró cuando apareció la matrona para sacarla al patio
de gimnasia. Aun negándose a admitirlo, tuvo una gran decepción cuando Barbara no salió a
verla, y trató de olvidarlo dando vueltas y más vueltas a toda velocidad, hasta quedar agotada
de fatiga.
De vuelta a la celda, las emociones de Chris alcanzaron el punto de ebullición. Estaba llena de
decepción, pero gracias al cansancio físico pudo refugiarse en el sueño la mayor parte del día.
Cuando la despertaron para cenar estaba tan triste que apenas pudo probar bocado, ¿Qué le
había pasado a Barbara? ¿Por qué no había venido? Todas aquellas cosas que dijo, ¿las
pensaba de verdad, o habían sido únicamente otro truco para convencerla de que se portase
bien y de que fuese una «buena niña»? Chris se apoyó en la pared con el ceño fruncido y
contempló la ventana de la celda. Anochecía, pero aún no había salido la luna y la creciente
oscuridad se hacía sentir como un peso. De súbito, oyó abrir y cerrar la puerta al otro extremo
del corredor, y luego unos pasos que se acercaban. Se movió hacia delante llena de esperanza
y se acurrucó junto a la rejilla en la parte inferior de la puerta. El ruido de pasos se hizo más
intenso. Le latía el corazón con fuerza. iQuién sabe!, pensó. Sujetó los barrotes de la reja y
trató de mirar, conteniendo la respiración con la esperanza de no verse defraudada.
Recordó que cuando era niña y esperaba una sorpresa, solía cerrar los ojos para no abrirlos
hasta que llegase el momento. Lo hizo entonces, impulsivamente, y cuando volvió a abrirlos
pudo ver que Barbara se había sentado en el suelo del pasillo, frente a la puerta, inclinando la
cabeza para mirar a través de la reja.
- Chris -la llamó Barbara en voz baja, casi en un susurro.
- Sí -contestó con vacilación.
- Aún no se puede entrar -explicó Barbara-, pero pensé que tal vez podríamos hablar un rato.
Chris se sentó con las piernas cruzadas acercándose a la reja cuanto le fue posible. De
momento no dijo nada, pues no sabía bien cómo empezar. Luego comentó:
- Yo en tu lugar no trabajaría aquí.
Barbara se metió la mano derecha en un bolsillo y sacó un manojo de llaves. Las contempló
con gesto expresivo, las hizo resonar y explicó:
- Tengo las llaves, Chris. Puedo irme cuando quiera. Por eso mismo me quedo.
Chris frunció el ceño:
- Bueno, pues yo no me quedaría.
- Y ¿a dónde ¡rías?
- A casa -dijo Chris en voz baja, cargada de emoción.
- Tienes suerte -dijo Barbara-. Muchas personas ni siquiera tienen casa a donde ir.
- Yo sí -dijo Chris, pero sonó como si tratase de convencerse a sí misma.
Barbara se incorporó y se acercó más a la puerta, con gesto de contrariedad por no poder
mirar a Chris a la cara.
- ¿Estás segura de que no volverías a escaparte? -dijo como buscando una confirmación a su
pregunta.
Aunque Barbara no podía verla, Chris asintió con la cabeza.
- Ahora estoy segura -dijo con tranquila firmeza, y después de una breve pausa añadió-:
Después de haber pasado por aquí...
Se le llenaron los ojos de lágrimas, y éstas resbalaron por sus mejillas. Procurando que no se
le quebrase la voz, agregó:
- Siempre tendré presente que, si me escapo, tendría que volver aquí, ¿no?
- En efecto -respondió Barbara sin vacilar, sintiendo renacer la esperanza.

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- Por eso estoy segura -continuó Chris-. Ya me guardaré yo.
Barbara estaba casi convencida de que había logrado su objetivo, pero deseaba asegurarse
bien. Necesitaba asegurarse. Con deliberada indiferencia, preguntó:
- ¿Y tus padres?
- ¿Qué pasa con mis padres? -replicó Chris, limpiándose la mejilla.
- Ellos te enviaron aquí, ya sabes.
Chris ahogó un sollozo:
- Lo sé. Pero ahora sería diferente.
- ¿Por qué? -insistió Barbara.
Chris buscó las palabras adecuadas, con la voz ahogada por la emoción. Apretó los puños en
su regazo, sin hacer caso del dolor. Era mucho peor estar aislada y tener que reprimirse; el
alivio tan esperado hizo que olvidase todas las demás sensaciones.
- Me aplicaré más -susurró- y lograré que lo comprendan.
- ¿Cómo? ¿Qué les dirías? ¿Qué dirías si tu mamá estuviese aquí ahora mismo?
Chris alzó la mirada sin poder evitar las lágrimas que ahora corrían libremente.
- Le diría: «Mamá, no puedo volver a ese sitio. Quiero estar contigo» -se le quebró la voz-. «Te
prometo ser buena y no molestar a papá y ayudarte en las faenas.»
- Y ¿qué diría ella? -preguntó Barbara, a punto de llorar ella también.
- Ella diría: «Obedece a papá y no hagas que se enfade, y no vengas con problemas a la hora
de las comidas». -Chris rompió a sollozar desconsoladamente y tragó saliva varias veces antes
de poder continuar-: Ella me abrazaría y diría: «Todo irá bien ahora, Chrissie», y yo le
contaría... , le contaría lo que me ha pasado.
Barbara apoyó los codos en el suelo y apretó el rostro, tenso de emoción, contra la reja.
- ¿Qué ha ocurrido, Chris? -imploró-. ¿Qué ha sido eso tan terrible que te ha pasado?
Cuéntamelo, Chris.
Atormentada por los sollozos, Chris murmuró muy bajo, ahogándose:
- Lo que hicieron conmigo.
Barbara aplastó los nudillos sobre los barrotes.
- ¿Quién, Chris? ¿Qué fue lo que hicieron?
- Le contaría lo de Johnny -lloró Chris.
- ¡Por favor, Chris! ¡Dime lo que ocurrió! -suplicó Barbara con los ojos brillantes de llanto.
- ¡Mamá! -gritó Chris llena de angustia, echándose al suelo y cogiendo los barrotes-. iMamá!
-sollozó-. iMe sujetaron! iMe hicieron mucho daño!
Entonces, con una explosión final de alivio, todos los diques se rompieron y, en medio de sus
lágrimas, Chris desahogó todo el horror de aquella noche en el cuarto de las duchas.

Capítulo 11

Por fin llegó el día en que Chris salió de la incomunicación. Al paso de las semanas resultó
evidente que se había operado en ella un cambio, aunque cada cual lo interpretaba a su
manera. Para las chicas, había adquirido cierta categoría; la respetaban por su audaz intento
de fuga. No volvió a ser molestada, ni siquiera por Moco o Jax. Sobre todo llamaba la atención
el hecho de que aceptasen su mayor aplicación en las clases de Barbara. Si bien Chris
comprendía la necesidad de ser aceptada por sus iguales, la idea que predominaba en su
mente era la de salir de la escuela para no volver. No olvidaba ni por un instante que estaba
siendo observada por el personal, y procuraba quedar bien evitando al mismo tiempo
rivalidades con sus compañeras. Había adoptado una especie de formalidad prematura, en
parte por las dolorosas experiencias sufridas, y en parte debido a su firme determinación de
salir en libertad.
Había adquirido mucha agudeza y una especie de sexto sentido para adivinar de qué lado
podía venirle un peligro.
Se fijó una fecha para la entrevista personal de Chris con el cuadro de tutores, quienes debían
determinar la conveniencia y el grado de preparación psicológica para ser autorizada a pasar
unos días de prueba bajo la tutela de sus padres. La «reunión» se programó para un Viernes

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por la tarde, inmediatamente después de la comida. Se le ordenó a Chris que se presentase a
las dos en punto. Llena de esperanza, se encaminó directamente a su habitación después de
comer y se puso las mejores ropas que tenía. Luego se cepilló el cabello hasta sacarle reflejos.
Deseaba causar buena impresión y que todo discurriese de un modo perfecto.
No había nadie en los dormitorios, a excepción de Janet, que se había encontrado mal aquel
día. Chris sintió alivio; no tenía ganas de charlar con nadie, pues estaba demasiado nerviosa.
Por suerte, Janet dormía, con sus largos cabellos negros desparramados alrededor de los
hombros. Su vientre ya muy dilatado subía y bajaba al ritmo de su respiración. Chris se pasó
el cepillo por el pelo por última vez y consultó el despertador que estaba sobre la mesita.
Faltaban cinco minutos pero, deseando evitar todo retraso, salió de la habitación andando de
puntillas para no despertar a Janet y se encaminó poco a poco hacia la sala de reunión, que
estaba al final de la galería.
La puerta estaba cerrada y la galería se le antojó extrañamente silenciosa sin la habitual
presencia de las chicas, con sus voces animando los corredores en combinación con los
diálogos de la TV y el rítmico batir de la música rock.
Chris comprendió que aún no habían pasado los cinco minutos, y se quedó dudando delante de
la puerta. No quería entrar con demasiada anticipación, no porque temiese descubrir su
desesperada necesidad de salir de allí, sino porque le parecía que una entrada precipitada
podría ser considerada como una intrusión, y tener un efecto negativo sobre la decisión de la
junta. Cuando dicen a las dos, quieren decir a las dos, pensó. Allí todo funcionaba a toque de
reloj, y la que se adelantaba o retrasaba perdía puntos. Y Chris estaba determinada a no
cometer ninguna equivocación aquel día.
Contemplando la puerta con nerviosismo, pues había perdido ya la noción de la hora, Chris se
volvió impulsivamente y regresó corriendo a su habitación para volver a consultar el
despertador. Faltaban dos minutos para la hora. Consideró que podría ir contando los
segundos por el camino, y después de salir de puntillas reemprendió el recorrido del pasillo y
la galería mientras contaba mentalmente.
«¡Caray! -pensó-. Una nunca se figura lo largo que puede resultar un segundo, hasta que
empiezas a contarlos.» Aún no había llegado hasta sesenta cuando se vio de nuevo delante de
la puerta, por lo que se quedó allí contando impacientemente con los dedos. Se le ocurrió que
quizás habría sido mejor contar hacia atrás, como en la cuenta atrás para el lanzamiento de un
cohete.
Cuando le pareció que eran exactamente las dos, respiró hondo, dio un paso adelante y llamó
a la puerta con los nudillos.
- ¡Adelante! -se oyó una voz al otro lado.
Abriendo la puerta despacio, pasó y cerró a sus espaldas para luego lanzar una ojeada a su
alrededor. Allí, sentados alrededor de una mesa, estaban los miembros del tribunal en cuyas
manos descansaba su destino inmediato. Presidía la mesa la directora adjunta, Cynthia Porter.
A su lado estaba Barbara Clark y luego Emma Lasko, la celadora de los dormitorios; al otro
extremo de la mesa vio a Elaine Ferraro, la monitora que había estado presente el día de su
intento de fuga. Frente a Barbara y Emma Lasko había una silla libre. Cynthia exhibió su
postiza sonrisa y su expresión de «vamos al grano», indicándole la silla vacía.
- Siéntate, Christine -dijo-. Vamos a empezar en seguida.
Chris vaciló un instante y luego ocupó la silla inclinándose hacia delante con intención de
apoyar los brazos sobre la mesa. Pero luego, pensando que tal vez no gustaría tanta
familiaridad, puso las manos en el regazo y adoptó una postura rígida. Ojeó disimuladamente
los rostros de quienes la rodeaban, con sus miradas fijas en ella. Barbara estaba seria, pero
Chris notó en seguida una corriente de simpatía. Cynthia y Elaine no exteriorizaban emoción
alguna; en cambio la mirada de Lasko traicionaba una ligera hostilidad.
- Bien -dijo Cynthia jovialmente-. ¡Manos a la obra!
Luego, volviéndose hacia Laskol prosiguió:
- Tú eres la celadora, Emma. ¿Quieres ser la primera en darnos tu opinión?
Lasko se tocó el peinado, lo pensó un momento y luego dijo, condescendiente:
- Bien. La niña hace su trabajo, me parece., y ha respetado las normas.

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Cynthia se volvió al otro lado de la mesa:
- ¿Elaine?
La aludida asintió con la cabeza.
- Suele participar en los juegos. En realidad no tiene afán de competir, pero eso le pasa a la
mayoría. Al fin y al cabo, hace poco que salió de incomunicación.
Cynthia frunció el ceño mientras manoseaba un lápiz, diciendo:
- En efecto, después de un intento de fuga lo habitual es cancelar todas las visitas familiares
hasta que...
- Lo sabemos, lo sabemos -la interrumpió Barbara con impaciencia-. Pero ésa no fue una fuga
planeada. Fue una reacción emocional por lo ocurrido.
- No existen pruebas de que ocurriese nada -internivo Lasko, ofendida.
- Creí que ya habíamos discutido eso -dijo Barbara con énfasis.
Lasko miró fijamente a Chris:
- ¿Por qué no me hablaste a mí acerca de ese asunto de Johnny? -preguntó acusadoramente.
Chris abrió mucho los ojos, sintiendo que se le formaba un nudo en el estómago. No sabía
cómo contestar aquello, pues no había previsto que saliese a relucir. Sonrojándose, bajó la
mirada.
Alarmada por la reacción de Chris y viendo que se dejaba intimidar por la celadora, Barbara
intervino con energía:
- ¿No habíamos quedado en no mencionar este asunto en presencia de Chris? -dijo en tono
cortante.
- Lo siento -se puso a la defensiva Lasko-, lo siento de veras, si ocurrió... , pero es que las
chicas lo negaron.
- Pues, ¿qué esperabas? -replicó Barbara-. ¿Que firmasen una declaración por escrito?
Lasko pareció verdaderamente contrita:
- No puedo permitir que se le haga daño a una de mis chicas -dijo-. Es lo primero para mí.
Notando la tensión y procurando conciliar los ánimos, Cynthia recurrió de nuevo a su lápiz y
empezó a darle vueltas.
- En fin, Emma -intervino apaciguadoramente-. Ya nos hacemos cargo de que, con tantas
chicas que vigilar, pueden ocurrir cosas así de vez en cuando. Procura extremar tu atención.
- Lo haré -dijo Lasko, cada vez más a la defensix,a-. Sólo que me niego a aceptar un hecho no
probado.
Entonces Barbara ya no pudo contener su indignación.
- ¡Pues yo me niego a seguir hablando de este asunto! -exclamó con impaciencia-. Lo que
hemos de discutir aquí es un permiso para que Chris pase cuatro días en casa de sus padres.
Si sale bien, tendrá una,oportunidad de quedarse allí. Sólo una de cada cinco chicas no
regresan aquí nunca, y ése puede ser el caso de Chris. Porque ella todavía tiene confianza en
sí misma. Quiere ser alguien, quiere hacer algo. Dadle esa oportunidad.
- Pero una estancia en casa de sus padres, a tan pocas semanas de un intento de fuga...
-empezó Cynthia con una mirada dubitativa.
Barbara apoyó ambas manos sobre la mesa y se inclinó hacia adelante, con el cuello rígido.
- Puede que demos tanta importancia a los reglamentos -dijo con severidad-, que estemos
haciendo más mal que bien. ¡Hagamos una excepción y démosle una oportunidad!
Cynthia meditó en silencio, dando golpecitos con el lápiz sobre la mesa, y luego se volvió hacia
Chris:
- Bien, ¿qué dices tú, Christine?
La interpelada tenía la boca seca y removía las manos en el regazo. Se aclaró la garganta:
- Perdón -murmuró a media voz; luego miró a Cynthia de frente y prosiguió-. Creo que mi
actitud ha mejorado mucho ahora. Comprendo que he obrado mal, pero me parece que ahora
podría merecerlo.
La directora adjunta no hizo ningún comentario, limitándose a dar golpecitos con el lápiz.
Elaine compuso un gesto aburrido, como si hubiera preferido hallarse en otra parte. Lasko
parecía enfadada, estimándose tratada injustamente. Pero Barbara le dirigió a Chris una
sonrisa para animarla, y ésta le correspondió con una mueca nerviosa.

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Por último, Cynthia abandonó el lápiz y miró a Chris.
- En fin -dijo-, creo que la discusión ha terminado por ahora. Retírate a tu habitación,
Christine. Antes de la cena te comunicaremos nuestra decisión.
Chris se sujetó al tablero de la mesa y se incorporó.
- ¿Me darán una oportunidad? -suplicó.
Cynthia se limitó a sonreír, sin comprometerse.
- Veremos -dijo-. Puedes irte ahora.
Chris miró a Barbara con nerviosismo, tratando de captar alguna pista, alguna indicación sobre
si se le permitiría salir o no. Aunque Barbara se limitió también a una sonrisa, Chris adivinó
que, si había alguna esperanza, ésta se hallaba únicamente en manos de Barbara Clark.
- Vete, Chris -dijo Barbara-. Te prometo ser la primera en decírtelo, cualquiera que sea la
decisión tomada.
Chris se puso en pie, despacio, y empujó la silla hacia atrás.
- Lo he dicho de veras -dijo-. Creo que puedo merecerlo, ¡lo sé!
Luego, sin esperar respuesta, se encaminó a la puerta, la abrió y salió a la galería, no sin
asegurarse de cerrar con suavidad. Sólo faltaría que se cerrase la puerta de golpe y lo echase
todo a perder, pensó.
De repente sintió una súbita necesidad de respirar aire fresco, pero se contuvo. Si salía sin
comunicar a nadie a dónde iba, tal vez no podrían encontrarla y tardaría más en conocer la
decisión. Ignoraba cuál iba a ser el veredicto, pero esperaba fervientemente que fuese
afirmativo. Tenían que darle una oportunidad. Dan oportunidades a los violadores, a los
atracadores y a los rateros, pensó con amargura. ¿Por qué no iban a dársela a una niña? ¿A
quién he perjudicado yo que no sea tal vez a mí misma? Con estos pensamientos, recorrió el
pasillo y se encaminó directamente a su habitación. No podía hacer otra cosa sino esperar.
Mientras aguardaba en su habitación intentó leer con objeto de pasar el rato, pero la ansiedad
y la incertidumbre le impedían concentrarse. Las palabras del texto se convertían para ella en
jeroglíficos sin sentido, hasta que optó por dejarlo. Todo su ser estaba pendiente de una única
idea: ¿Dejarán que me vaya a casa? Pero había algo más: un pensamiento insidioso que se
ocultaba en un rincón de su mente como una sombra amenazadora. ¿Qué pasaría si, después
de decidir que podían conducirla a casa, no lograban ponerse en contacto con sus padres? ¿Y si
éstos estaban peleándose y contestaban a la llamada de Cynthia o del señor Thorpe con
alguna palabra inconveniente?
Sentada en su litera con la espalda descansando sobre la almohada, con el libro cerrado en el
regazo, Chris intentó apartar de su mente aquellos dilemas. Miró el despertador que estaba
sobre la mesita. Su tic-tac parecía más ruidoso que nunca, pero a no ser por el ruido habría
jurado que las manecillas no se movían. Con impaciencia, bajó de la litera, salió al pasillo y
asomó la cabeza hacia la galería. Estaba desierta. Regresando a la habitación, abrió el cajón
de la mesita, repasó su ropa limpia y reunió sus escasos enseres. Necesitaba un cepillo
dentífrico nuevo, y a su peine le faltaban varias púas. Arregló y desarregló todas sus cosas
varias veces; por último cerró el cajón, se acercó a la ventana, echó una breve ojeada, se
volvió y salió de nuevo al pasillo. Nadie se acercaba. Intranquila, se subió otra vez a su litera,
no muy segura de si lograría conciliar el sueño para aliviar temporalmente su ansiedad. Sin
embargo, lo intentó. Apenas había encontrado una postura cómoda, se dio cuenta de que se
había olvidado de quitarse los zapatos.
Segundos después se oyó una leve llamada en la puerta, Chris se irguió como impulsada por
un resorte, quedando sentada en la litera.
- ¿Puedo entrar? -dijo una voz conocida.
Bajándose de un salto, Chris corrió a la puerta. Era Barbara. Chris estaba tan nerviosa que no
pudo pronunciar palabra; se quedó quieta con la mirada clavada en el rostro de Barbara, los
ojos muy abiertos e implorantes, y castañeteándole ligeramente los dientes.
Barbara rompió en una radiante sonrisa y cogió a Chris en sus brazos.
- Mañana -murmuró suavemente, acariciándole el cabello-. Mañana podrás irte a casa.

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Capítulo 12

A primera hora de la tarde del Sábado, Chris esperaba impacientemente sentada al borde del
sofá, en la sala de recepción. Tenía la espalda rígida, las rodillas juntas, y las manos apretadas
en el regazo. A su lado estaba la maleta que contenía todas sus pertenencias. Sólo había otra
persona en la habitación, una recepcionista detrás de un mostrador, que charlaba con alguien
por teléfono ajena a todo lo demás.
Cuatro días, pensó Chris. Dijeron que podía quedarse el Sábado, el Domingo, el Lunes y el
Martes; luego, si todo salía bien, no sería necesario que volviese. Se preguntó qué habrían
querido decir con aquello de «si todo salía bien». Todo iba a salir bien necesariamente, puesto
que sólo dependía de ella. Lo único que podía hacerla regresar allí sería una nueva fuga. Así de
sencillo. Si se escapaba otra vez de casa, ello significaba regresar directamente al
Reformatorio. Pero, si se quedaba -y eso era precisamente lo que se proponía hacer-, no
podrían obligarla a regresar allí en ningún caso.
Miró el reloj de pared. Eran casi las doce y media. Le habían dicho que estuviera dispuesta
para las doce, pero a las once ya lo tenía todo listo. ¿Por qué tardaba tanto su padre?, se
preguntó. Sabía que iba a venir; le habían dicho que recibió la notificación y que pasaría a
recogerla. Volvió la cabeza hacia la puerta y frunció el ceño. ¿Y si mamá se había puesto
nerviosa y... ? Meneó la cabeza como para expulsar aquel pensamiento de su cerebro.
La recepcionista alzó la mirada.
- Espera un momento -dijo, dirigiéndose a su interlocutor telefónico, y luego, volviéndose
hacia Chris-: ¿Te encuentras bien?
Chris se sobresaltó ligeramente y se volvió para mirar a la recepcionista, un poco sofocada.
- Sí, sí. Gracias -respondió.
En ese momento se abrió la puerta que daba al exterior. El corazón de Chris dio un vuelco y se
puso a latir con fuerza. Era su padre.
Ben Parker era un hombre robusto de cuarenta y tantos años, de rostro colorado, pelo muy
rubio cortado a cepillo y ojos de color azul muy pálido. Vestía de andar por casa, con un
pantalón de pana negra y una camisa deportiva vulgar, sin corbata. Chris se puso en pie de un
salto y ambos fueron el uno al encuentro del otro. Por un momento pareció como si fuesen a
abrazarse, pero luego se detuvieron en seco, mirándose con cierto nerviosismo y vacilación.
Había en Parker una actitud reservada y Chris notó en seguida que se sentía violento. Era de
esos hombres para quienes toda demostración pública de cariño equivale a un signo de
debilidad impropia de su hombría; aunque estaba visiblemente emocionado al encontrarse de
nuevo con su hija, se violentaba para disimularlo. Chris se le acercó más y entonces, sin
poderlo remediar, él tendió una mano tragando saliva para vencer su confusión.
Luego retiró la mano, se encogió de hombros, y mirando con incertidumbre a su alrededor,
preguntó a su hija:
- ¿Ya podemos... ? -se interrumpió y luego continuó-: ¿Podemos irnos así, sin más ni más?
Chris asintió con la cabeza para tranquilizarle y dijo:
- Así es.
Luego se volvió para recoger su maleta, pero él se interpuso.
- Yo la llevaré -dijo, manifiestamente satisfecho al poder hacer algo por su hija. Se encaminó a
la puerta y Chris le siguió, deteniéndose un segundo en el umbral para volverse hacia la
recepcionista.
- Adiós -le dijo.
- Adiós -respondió la mujer.
Chris y su padre se acercaron en silencio al coche, un sedán cuatro puertas de último modelo
inmaculadamente limpio y brillante. Chris ocupó el asiento delantero mientras su padre
guardaba la maleta en el portaequipajes. Apenas podía creerlo. iEstaba regresando a casa, por
fin!
Ninguno de los dos habló mientras Parker giraba la llave de contacto, arrancando el motor, y
enfilaba el camino que conducía a la carretera. Sin embargo, no había mutuo entendimiento en
aquel silencio. Chris estaba sentada con mucha formalidad, con las manos juntas en el regazo

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y la mirada fija en el camino. Cuando llegaron a la carretera y ganaron velocidad, Parker
carraspeó y, sin dejar de mirar hacia delante, dijo torpemente:
- Tienes muy buen aspecto.
Chris sonrió con tristeza.
- He engordado -dijo-. La comida es muy... -se interrumpió-, muy sustanciosa, ¿sabes?
Cambiaron una rápida mirada, luego Parker retornó su atención a la carretera.
- ¿Cómo está mamá?
- Bastante bien -repuso Ben Parker, asumiendo una expresión sombría-, aunque ya sabes lo
que pasa.
Chris no deseaba hablar de ello, por lo que no contestó. Su padre siguió luchando en busca de
palabras con que explicarse:
- Es que se ha puesto un poco nerviosa con lo de tu regreso, ¿entiendes lo que quiero decir?
La pone nerviosa tenerte en casa.
Frunció un poco el ceño, arrepintiéndose de lo que había dicho, y luego mudó el tema en busca
de una conversación más ligera. Forzó una sonrisa:
- No has dicho nada del coche. ¿Qué te parece lo suave que rueda?
El automóvil era su razón de vivir. Como muchos hombres, consagraba a una máquina el
cariño y los cuidados que, en realidad, debería dedicar a su familia.
Chris se volvió hacia él y le sonrió.
- Le has cambiado el tubo de escape -dijo. Era una afirmación, no una pregunta. Ben se hinchó
de orgullo.
- He ajustado el motor -alardeó-. iEscucha! Fino como una seda.
Pese a su actitud engañosamente despreocupada, Ben no pudo contener la pregunta que había
estado rondándole la cabeza. Si no se atrevió a hacerla en seguida fue por miedo a recibir una
respuesta que no deseaba escuchar. Su sonrisa forzada fue desvaneciéndose. Aunque no se
atrevía a confesárselo, iba apoderándose de él un creciente sentimiento de vergüenza.
- No es mal sitio, ¿verdad? Me refiero a la escuela -preguntó, sabiendo en el fondo que sí lo
era.
Chris notó una oleada de angustia y le miró. Apartando un segundo la mirada del camino, él le
lanzó una rápida ojeada interrogante. Lo más fácil del mundo habría sido decirle lo que él
deseaba oír: «Un sitio estupendo, ¡palabra!» Sin embargo, no tuvo fuerzas para decirlo en voz
alta y se limitó a mirarle fijamente, sin responder.
Ben volvió a fijarse en la carretera.
- Acércate -dijo, pasando el brazo por encima del respaldo vecino. Era el primer gesto de
afecto que demostraba, y Chris obedeció con prontitud, acurrucándose a su lado. Le acudieron
lágrimas a los ojos, pero logró reprimirlas. ¡Me quiere!, pensó. ¡Me quiere de verdad! Y está
arrepentido de haberme enviado a la escuela. Chris notó como un calor que la invadía, y se
apretó más contra su padre.

Los Parker vivían en una modesta casa de estuco blanco y entramado de madera, exactamente
igual, salvo pequeñas variaciones, a cualquier otra casa del vecindario. Era como un cajón mal
clavado en el que habían abierto puertas y ventanas; como un hongo rectangular y artificial
rodeado de otros muchos en un inmenso bosque de vulgaridad. Lo que en algún tiempo
pretendió ser el césped aparecía como un espeso colchón de matojos; junto a los muros de la
casa había un raquítico jardín de petunias, lirios y aguileñas.
Los neumáticos crujieron sobre la grava mientras Ben rodeaba la casa para detener el
automóvil frente a la puerta del garaje. Ésta, al abrirse reveló un cobertizo lleno de
herramientas mecánicas, útiles de jardinería y viejas cajas de cartón. Aunque aquella casa
había sido escenario de tantas penalidades para Chris, no obstante se le alegró el corazón al
verla. Pese a todos sus inconvenientes, era un hogar y el lugar que a ella le correspondía.
- Bien, ya hemos llegado -balbuceó su padre.
Chris se apeó de] coche sin responder. Mientras su padre sacaba la maleta, ella se dirigió al
porche. Apenas había subido la escalera, se abrió de golpe la puerta y apareció su madre.

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La señora Parker era una morena delgada cuvos ojos estaban rodeados de profundas ojeras y
prematuras arrugas de aflicción. Llevaba un vestido de tela floreada vulgar, zapatos de tacón
bajo muy gastados, y no usaba medias.
Chris se arrojó en brazos de su madre y ambas se abrazaron estrechamente, procurando
contener el llanto.
- ¡Qué pena! -exclamó la señora Parker con voz temblorosa-. ¡Ay, niña! ¡Qué pena tan grande!
Se apartaron para mirarse a los ojos interrogadoramente.
- No quiero volver allí -dijo Chris en tono de súplica mientras su padre se acercaba a sus
espaldas. La señora Parker asumió un gesto de incertidumbre:
- En fin, no sé -empezó-. Dijeron que sólo serían cuatro días.
- Pero si sale bien me dejarán quedarme -la interrumpió Chris.
Su madre pareciió aún más insegura que antes. Abrió la boca como si fuera a decir algo, pero
luego volvió a cerrarla.
- Mamá -suplicó Chris colgándose de los brazos de su madre-, no quiero volver allí. ¡No puedo!
iNo sabes lo horrible que es!
Su padre intervino para tranquilizarla, poniéndole una mano en el hombro.
- ¡Eh! ¡Quién iba a decirlo! -exclamó en un intento, manifiestamente forzado, de aparentar
jovialidad-. No hace un minuto que hemos llegado y ya estáis llorando. Vamos, entrad en casa.
Los tres pasaron a la cocina.
- Sentaos un momento, que vuelvo en seguida -dijo Ben, dejando a su mujer y a su hija en la
cocina.
Chris miró a su madre con desconfianza. No le había gustado el tono de su voz cuando
mencionó lo de los cuatro días. Chris tendría que convencerla de que había venido para
quedarse.
- Ten por seguro que no deseo volver allí, mamá -dijo en tono decidido, aunque procurando no
parecer demasiado beligerante.
- Bueno, nosotros no deseábamos enviarte allí -dijo Ben desde la habitación contigua-. No
creas que fue fácil para nosotros, ¿sabes? -añadió en tono defensivo.
- Lo sé -replicó Chris, sin convicción.
- No te hicieron ningún daño, ¿verdad? -preguntó Ben entrando de nuevo en la cocina y
deteniéndose a espaldas de Chris.
Ella sintió un nudo en la garganta, pero estaba decidida a no revelar sus emociones. Cerró los
ojos y meneó ligeramente la cabeza.
- No, papá -murmuró.
- ¿Lo oyes? -dijo Ben, dando la vuelta alrededor de la mesa para sentarse al lado de su
mujer-. ¿Lo oyes? Dice que no le hicieron ningún daño.
Hablaba confiadamente, como para demostrar que había obrado con acierto. Pero tanto él
como su mujer y Chris sabían que únicamente lo afirmaba porque deseaba creer en ello. Miró
a su mujer buscando un signo de ánimo o de asentimiento. Meneando el dedo con énfasis,
prosiguió:
- Es lo que yo le pregunté al juez. «¿Les pegan?», dije, y él dijo que no. Y yo le advertí: «Más
vale que me haya dicho la verdad». Tenía que asegurarme de que mi niña iba a ser bien
tratada; de lo contrario no habría dejado que se la llevasen.
Chris tuvo ganas de gritar. Habría preferido cambiar de conversación. Apretó los puños, cerró
los ojos y, después de respirar hondo, dijo en voz firme pero tranquila:
- Nadie me ha pegado, papá.
La señora Parker, disgustada por la culpabilidad de su esposo, -le miró fríamente y murmuró:
- Nadie le pega nunca, sino tú.
Ben frunció el ceño.
- Bueno, bueno -lanzó rápidamente, con un asomo de amenaza en la voz-. No la tomes
conmigo ahora.
La madre de Chris contuvo el aliento.
- No... , no... Quise decir que...

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- ¡Ya te he entendido! -ladró Ben. Se volvió hacia Chris con gesto acusador-: iLo mismo que tú
cuando andaba por aquí tu hermano! Siempre os dabais la razón y era yo el que estaba
equivocado -se puso a gritar con creciente irritación.
Chris y su madre cambiaron nerviosas miradas. La primera se puso a doblar el borde del
mantel de plástico.
- Mira, Ben -suplicó la señora Parker-. No empecemos otra vez, ahora que la niña está en
casa.
Ben contempló las expresiones aprensivas de su mujer y su hija, y trató de dominarse. Era
difícil bregar con una mujer, pero con dos... No quería jaleos; no el primer día, al menos.
Tendría que contemporizar un poco, o no le dejarían tranquilo. Haciendo un esfuerzo por
disimular su contrariedad, se volvió hacia Chris y le dijo en un tono más tranquilo:
- Puede que me haya equivocado algunas veces -se encogió de hombros, con testarudez-. Pero
mi intención era buena, ¿comprendes? Trato de hacer lo mejor para todos.
Deseando aprovechar la ventaja momentánea, la madre de Chris intervino:
- En fin, la niña está en casa y eso es lo que importa. Dejémoslo ya. -Luego se dirigió a Chris-:
¿Quieres irte a descansar?
Chris asintió, aliviada ante la oportunidad de alejarse un rato y evitar más disgustos. Empujó
la silla hacia atrás y se puso en pie; luego se detuvo.
- ¿Sabéis algo de Tom? -preguntó.
- Sí -contestó su madre-. Se ha ido a vivir cerca de Tuscon.
Chris la oyó con interés; en su mente había empezado a germinar una idea.
- ¿Tenéis sus señas? -preguntó con la mayor indiferencia que pudo aparentar.
- Pues sí -replicó su madre con ligero tonillo de amor propio maternal ofendido-. La primera
tarjeta postal al cabo de seis meses.
Se puso en pie y se acercó al armario de la cocina. Después de revolver en un montón de
facturas, sacó una postal.
- ¿Puedo verla? -dijo Chris acercándose a su madre.
La señora Parker le tendió la postal, y Chris se puso a leerla con rapidez. Con el rostro
emsombrecido por un gesto de desaprobación, Ben comentó:
- Parece que se muda todos los meses.
- ¿Ha enviado fotografías? -preguntó Chris.
- No -contestó la señora Parker con aprensión, temiendo que aquello degenerase en otra
pelea.
- Ni siquiera he podido conocer a mi nieto -gruñó Ben con la mueca de un niño que ha sido
excluido por sus compañeros de un partido de pelota.
Chris no les hizo mucho caso y se alejó con una sonrisa, mientras releía la postal.
Su madre la llamó cuando ya alcanzaba la puerta.
- Tus amigas Carol y Ellen preguntaron por ti.
Pero Chris ni siquiera respondió.
Entrando en su habitación, paseó una ojeada por los objetos familiares y sonrió de nuevo. Su
oso de peluche estaba sobre la almohada, exactamente tal y como lo había dejado. Su Diario
de cinco años presidía la mesita de noche, cerrado con llave. Las fotografías de ella misma y
de sus amigas, sujetas al marco de nogal de su espejo de tocador: nadie las había tocado.
Se acercó a la ventana. iQué vista tan maravillosa!, pensó. Sin rejas ni telas metálicas.
Descorrió las cortinas, abrió la ventana y se quedó un rato mirando el césped y los árboles.
Soplaba una ligera brisa, que acarició sus mejillas e hizo ondear las cortinas. Luego, al oír un
crujido en el descansillo frente a su habitación, se volvió.
Era su madre.
- Chris -empezó con una nota de confusión en la voz-. Ellas no saben dónde has estado... , tus
amigas, quiero decir. Les dijimos que estabas pasando una temporada en casa de tu hermano.
Chris asintió en señal de comprensión y dijo:
- ¿Sabes una cosa, mamá? Es donde me gustaría estar en realidad. ¿Por qué no dejáis que me
vaya allí?
La señora Parker se precipitó hacia ella impulsivamente, con los brazos tendidos.

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- iNiña! -empezó.
Chris alzó una mano para detenerla.
- Vale, vale -dijo en tono de fatiga, al tiempo que retrocedía. Se sentó en la cama, dándose
cuenta de la intranquilidad de su madre. Queriendo evitar disgustos, cruzó los brazos, miró a
su madre con aire de fingida severidad y dijo-: Pues entonces las comidas tendrán que ser
exactamente a las doce menos cuarto, y que nadie fume sin mi permiso. Además, he
preparado algunos trabajitos para que tengas con qué distraerte.
Aquella broma rompió la tensión y ambas sonrieron.
- iDescarada! -fingió reñirla su madre, sonriendo mientras se volvía para salir. Chris la detuvo
gritándole:
- iY además, prohíbo el empleo de malas palabras!
Sonriendo mientras su madre se alejaba, Chris se dejó caer sobre la cama y dio varios saltos
de alegría diciéndose que por fin estaba en su cama, tan blanda y confortable, y no en una
estrecha litera donde habían dormido cientos de desconocidas antes que ella.
De súbito se sentó, saltó de la cama y corrió hacia la ventana de nuevo. ¡Qué libre y hermoso
le parecía todo! Los espacios abiertos, la ausencia de imposiciones, el no verse encerrada la
hicieron estremecerse de satisfacción. Alargó la mano al exterior y luego la retiró. Sólo el
pensar que podía entrar y salir a su antojo bastaba para llenarla de júbilo. Ahora estaba más
convencida que nunca; no tendría que regresar a esa escuela jamás, ¡jamás!

Más tarde, Chris se acomodó en un escalón del porche, mientras bebía una botella de
naranjada, y se puso a mirar a su padre mientras éste trabajaba en el motor de su automóvil.
- ¿Tienes algo especial previsto para hoy? -preguntó él sin volverse.
- Estoy esperando a mamá -contestó Chris-. Nos vamos de compras.
- ¿Para qué? -preguntó Ben, distraído, sin dejar de hurgar con sus herramientas.
- Vestidos -explicó Chris, y luego se volvió para gritar a través de la puerta abierta-: iVamos,
mamá!
Con el aliento entrecortado, meneó la cabeza y comentó irreflexivamente:
- ¡Lleva más de una hora arreglándose!
Su padre se incorporó, se limpió lentamente una mancha de grasa que tenía en la frente y
frunció el ceño.
- No estará ahí dentro empinando el codo, ¿eh? -interrogó.
- No -respondió Chris con rapidez, tratando de disimular su propia inquietud; luego volvió a
llamar-: iMamá!
Después de mirar un rato a Chris, dubitativo, Ben decidió que a lo mejor le había dicho la
verdad.
- Oye -empezó-, cuando volváis podríamos ir a dar una vuelta con el coche. Ya sabes, para
comprar unas pizzas o algo así.
Hablaba en tono incierto y cauteloso, con una expresión desconfiada.
- ¡Eh! ¡Buena idea! -dijo Chris con una sonrisa, aliviada al comprobar que no parecía enfadado.
Ben cogió una llave inglesa y se inclinó de nuevo sobre el motor. Al verle trabajar en aquella
postura, Chris imaginó a un hombre metiendo la cabeza en las fauces de algún monstruo
fantástico.
- Apuesto a que no te daban pizza en esa escuela, ¿eh? -preguntó.
- A pan y agua nos tenían, oye.
- iHum! -murmuró Ben-. ¿Estaba bueno el pan?
- Mohoso.
- Pero el agua no sería mala, ¿verdad?
- No mucho -replicó Chris sin poner ninguna entonación en su voz-, para ser agua salada.
Era un antiguo juego que solían practicar en otros tiempos y que casi habían olvidado después
de tantos disgustos, como un antiguo disco humorístico enterrado en un montón de
escombros.

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Ben sacó la cabeza del compartimiento del motor y se volvió para mirar a su hija, con los ojos
risueños. En ese preciso instante se abrió la puerta del porche detrás de Chris, y ambos
dirigieron la atención hacia la señora Parker, quien se tambaleaba ligeramente al salir.
- No encuentro mi monedero -dijo con voz torpe-. ¿Dónde estará mi monedero?
La inseguridad de sus pasos y el hablar estropajoso la traicionaban. Había estado bebiendo.
El corazón de Chris dio un vuelco:
- ¡Mamá! -exclamó sin saber qué hacer. Su padre arrojó la llave inglesa al suelo, pasó de largo
y corrió hacia la entrada, iracundo. Tenía el rostro encendido de rabia. Chris se puso en pie de
un salto y trató de retenerle, sin conseguirlo.
- ¡Espera, papá! -gritó-. ¡Yo cuidaré de ella! iNo vayas!
Era como si se hubiese dirigido a un toro furioso, para el caso que le hizo. Agarrando del brazo
a su mujer, Ben Parker la empujó al interior de la casa. Se oyó un fuerte bofetón acompañado
de un grito de dolor. Chris se encogió, angustiada, sintiendo miedo, tristeza y frustración. Era
como ver por enésima vez una película mala; una siempre se figuraba que esta vez sería
mejor, pero ello no sucedía nunca. ¿Por qué no trataban de llevarse mejor? ¿Por qué tenían
que comportarse así y estropearlo todo?
Ben salió corriendo de la casa con el furor pintado en su rostro, ahora lívido. Cuando estaba
así, Chris le tenía miedo. Sin embargo, realizó un intento desesperado por arreglar las cosas,
por que se olvidase lo ocurido... Sabía que estaba en su mano lograrlo, si ellos la escuchaban.
- ¡Yo cuidaré de ella, papá! -chilló de nuevo. Mas Ben pasó de largo evitándola con un gesto,
por lo que su mano tendida no encontró sino el vacío.
- Espera, papá. Daremos nuestro paseo más tarde -continuó, procurando serenar la voz.
Sin aflojar el paso, él se dirigió al coche, cerró el capó con un estampido y abrió la puerta.
Volviéndose hacia Chris, bramó:
- iSólo faltaba que vosotras dos me estropeaseis mi único día libre! ¡Trabajo y disgustos, eso
es todo lo que habéis sabido darme! Primero tu hermano, y luego tú.
Con esto, se puso al volante y cerró de un portazo. Pero aún no había terminado. Asomándose
por la ventanilla y sin dejar de fijar la mirada en Chris, la acusó con fiereza:
- ¡Tú no deberías estar aquí! Dijeron que permanecerías en ese sitio cuatro meses por lo
menos. Creí que te serviría de lección, ¡y ahora resulta que has vuelto, sólo para darme
disgustos!
Los ojos de Chris se llenaron de lágrimas, y corrió hacia el coche:
- iNo, papá! iPor favor!... -empezó.
- iPor eso no quieres volver allí! -aulló-. Porque te hacen ir bien derecha, ¿no?, y obedecer sin
rechistar. Pues voy a decirte una cosa: ¡tendrás que volver, te guste o no!
- ¡No puedo! ¡No puedo volver allí, papá!
- ¡Ya lo veremos! -cortó Ben.
Ella se aferró al cristal de la ventanilla, con el rostro bañado de llanto.
- ¡No puedo!... Por favor, papá. ¡No lo hagas!
- Pues, ¿qué tiene de malo, eh? -replicó-. ¿Te crees demasiado señorita, o algo así?
- ¿Quieres saber por qué no puedo volver? -sollozó ella, a punto de estallar-. Pues voy a
decírtelo. ¡Te voy a contar todo lo que pasa en esa escuela! Las chicas de allí...
Él la interrumpió.
- Adelante -gruñó-. Cuéntame la primera mentira que se te ocurra; cualquier cosa, con tal de
no tener que volver allá y aprender un poco de disciplina. Es eso lo que no puedes soportar,
¿eh?
Comprendió que no había manera de hacerle entrar en razón. No deseaba escucharla; se había
convencido a sí mismo y no quería oír otra cosa. Chris retrocedió con amarga decepción
mientras él ponía en marcha el coche, pisando el acelerador hasta hacer patinar las ruedas.
Luego desapareció, dejándola sola, cubierta de polvo y de lágrimas.
Entonces resurgió en Chris el antiguo y conocido impulso de salir corriendo para irse a
cualquier parte. Recordó lo que Moco había dicho aquel día en la clase de Barbara: montar a
caballo y correr, ¡correr! ¡Santo Cielo! ¡Si pudiera irse bien lejos, lejos de la escuela, lejos de
todo!

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Echó a andar hacia la calle, pero luego, súbitamente, se acordó de su madre. Seguramente
estaría en un rincón, llorando sola. Se volvió y empezó a regresar hacia su casa, caminando
lentamente.

Capítulo 13

De algún modo, Chris y sus padres consiguieron pasar lo que restaba del fin de semana. Tal
vez fue porque el padre de Chris no se dejó ver mucho por casa. El Lunes por la mañana
pareció reinar una atmósfera de calma. Él estaba trabajando, por lo que de momento no había
el peligro de verle aparecer poniendo el grito en el cielo por cualquier motivo.
La señora Parker, vestida con una bata vieja, estaba sentada a la mesa de la cocina
fumándose un cigarrillo y sorbiendo una taza de café. Chris la acompañaba. Distraídamente, la
señora Parker le ofreció un cigarrillo que ella, no menos ausente, aceptó.
- En la escuela teníamos una maestra bastante simpática, ¿sabes? -empezó Chris, tratando de
iniciar una conversación intrascendente-. Y una chica que se llama...
- Por favor; no hablemos de ese lugar durante los dos días que nos quedan -interrumpió la
señora Parker con impaciencia, aplastando la colilla en el cenicero.
El rostro de Chris se ensombreció.
- Mamá -comenzó, pero se interrumpió al ver algo raro en la expresión de su madre. Ésta
miraba una mancha que había en la mesa, con gesto de incertidumbre, como si no supiera
cómo empezar. Por último, y sin atreverse a mirar a Chris de frente, dijo:
- Ha sido todo muy diferente aquí, Chris. Él procuraba ser un poco más amable...
- ¿Quieres decir mientras yo no estaba? -lanzó Chris con amargura, dando una larga chupada
a su cigarrillo, el primero desde hacía mucho tiempo-. Entonces, ¿por qué llamasteis a la
policía cuando me fui?
Ignorando la objeción, y tratando de sacarle las palabras que ella deseaba escuchar, la madre
de Chris se decidió por fin a mirar a su hija:
- ¿No era lo mejor para ti?
Chris apenas daba crédito a sus oídos. ¡Realmente, no lo entendían! ¡No tenían la menor idea
de lo horrible que era! ¿Cómo podría hacérselo entender? Vaciló un momento, al no saber qué
podía decir para persuadir a su madre. Con un hondo suspiro, adelantó el busto y la miró de
hito en hito.
- No, mamá -dijo lenta y deliberadamente-. No ha sido lo mejor para mí. No ha podido ser
peor.
La señora Parker no la escuchaba sino a medias; como su marido, sólo entendía lo que le
interesaba entender.
- Pensé que...
Se interrumpió. Chris, viendo que de aquel modo no iban a ninguna parte, apartó la silla y se
puso en pie.
- Me voy a casa de Carol -murmuró, y sin más despedida dejó a su madre y salió.
La señora Parker se quedó mirándola un momento y luego bajó la mirada hacia su taza de
café. Con movimientos mecánicos, encendió otro cigarrillo. «Tal vez podría irme a mi
habitación y tomar un trago -pensó-. Un poquito nada más; lo justo para templar los nervios.»
No es que no quisieran a Chris, se dijo. No es que no desearan tenerla en casa. Pero aquella
niña no se hacía cargo de las cosas. Lo que necesitaba era un poco de disciplina; por eso,
aquella escuela era la solución ideal. Lo había dicho Ben y, al fin y al cabo, ¿quién iba a saberlo
mejor que él? Había hablado con el juez, y ciertamente un juez no iba a mentirle.
Con un suspiro de autocompasión, la señora Parker empujó tristemente la silla y se levantó.
Consultó el reloj de la cocina. Aún le daba tiempo a tomar aquel trago, pensó, y luego
perfumarse el aliento antes de que Ben volviera del trabajo.

Cuando Chris regresó a casa era ya de noche. Cruzó despacio el césped y se acercó a los
escalones del porche, prestando atención al canto de los grillos. Subió y alargó la mano hacia

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la puerta, para luego quedarse inmóvil. Aunque no hacía frío, se sintió súbitamente helada.
Sus padres se estaban peleando otra vez. Entreabrió la puerta y escuchó.
- Lo sé, Ben; lo sé -sollozaba su madre.
- ¡Lo sabes! -repitió él con sarcasmo-. Lo sabes, pero no haces nada.
- Lo intento...
- ¡Una mierda lo intentas!
- ¡Te lo juro! -insistió ella-. Por favor, Ben, no la tomes conmigo.
Una losa de tristeza se abatió sobre Chris. Otra vez la estaba riñendo por su afición a la
bebida. Como conocía muy bien el humor de su padre, temió que su aparición atrajese sobre
ella una de sus explosiones.
No era posible entrar sin ser vista, pero tal vez -sólo tal vez- podría dominar la situación.
Asumiendo un aire indiferente, empujó la puerta y entró como si no supiera nada de lo que
estaba pasando ahí dentro.
- ¡Hola! -saludó con jovialidad, proponiéndose pasar sin detenerse en la cocina, y hasta llegar
a su habitación.
Su madre le lanzó una mirada de espanto, y su padre le clavó la mirada con expresión fría y
hostil.
- ¡Oye, tú! -exclamó severamente. Ella entendió el mensaje: era una intimación a detenerse y
prestarle atención. Se volvió para mirarle, nerviosa. La expresión de él se hizo más sombría.
- Por favor, Ben -susurró la madre, inquieta.
- He de hablar con mi hija ahora mismo -anunció en tono tenso y cortante-. ¿De acuerdo?
La señora Parker meneó la cabeza con amargura, parpadeando para contener las lágrimas.
- De acuerdo -murmuró. Sin dirigir una sola palabra a Chris, se puso en pie y salió. No se
atrevió a dispensar a su hija ni una mirada siquiera. También esta escena era familiar para
Chris. Su madre estaba aterrorizada, como siempre que su marido se ponía de aquella
manera. Chris pensó: ojalá pudiera convencerla para que se quedase. Entre las dos, a lo mejor
podríamos quitarle esas ideas negras de la cabeza.
- ¡Mamá! -exclamó, pero su madre ya había salido. Tragó saliva y se paró para enfrentarse a
la siniestra mirada de su padre.
- ¿Qué hora es? -preguntó él.
- Aún no son las diez -replicó Chris en un tono que no distaba mucho de parecer desafiante.
- He preguntado qué hora es -repitió Ben, con los ojos convertidos en dos rendijas.
Chris se encogió de hombros.
- Las diez menos cuarto -dijo-. A las diez en casa es la norma, ¿no?
Parker fingió no haber oído:
- Has estado fuera de casa cuatro horas -acusó, poniéndose en pie y acercándose-. ¿Se puede
saber con quién?
Chris volvió a encoger los hombros:
- Con Carol y su hermano.
- ¿Y con la pandilla?
- No -dijo Chris, sin hacer el menor esfuerzo por ocultar su fastidio. Hizo ademán de ir a
levantarse,
- ¿Qué estabais haciendo? -continuó su padre, enfureciéndose en seguida al ver que ella se
proponía salir-. ¡Eh! ¡Te estoy hablando! -ladró. Ella se detuvo y le miró fijamente. Ben tenía la
frente bañada en sudor.
- Fíjate en esos pantalones -gritó, señalando con el dedo-. Tan estrechos que se te ve todo.
Los encogéis a propósito, ¿verdad?, tú y tu amiga Carol.
- No -contestó Chris con hastío.
- iEmbustera! -aulló, acercándose más.
Chris empezó a asustarse al ver que su padre estaba mucho más irritado de lo que ella había
previsto.
- Es que he engordado un poco, papá -aventuró.
Ben estaba dejándose arrastrar por su mal genio. Tenía el rostro enrojecido y alterado hasta el
punto de parecer una fea caricatura de sí mismo:

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- ¡Vas a decirme lo que has hecho durante todas esas horas! -exigió.
- Yo... no... , no he hecho nada -tartamudeó, nerviosa. Dando un paso lateral, evitó a su padre
y se acercó a la mesa para coger una taza medio llena de café, con intención de tomar un
sorbo. No era que tuviese muchas ganas de tomar aquel brebaje tibio y amargo, pero
necesitaba hacer algo, cualquier cosa, con tal de serenarse.
De repente, sin previo aviso, Ben le asestó un violento manotazo que barrió la taza y se la
arrancó de las manos. El recipiente se hizo añicos en el suelo. Fue más de lo que Chris podía
soportar, y empezó a temblar incontrolablemente, conteniendo el llanto y refugiándose en un
rincón, con la seguridad de que iba a ser golpeada.
En la habitación contigua, su madre rompió a sollozar intensamente.
Ben se irguió frente a Chris como un gigante.
- ¡Vas a decirme lo que hicisteis todo ese tiempo tú y Carol y su hermano -gritó con voz áspera
y enronquecida por su furor irracional.
Chris rompió a llorar; entre sollozos, consiguió articular:
- Estuvimos poniendo discos... y hablando...
La tomó con violencia de la barbilla para obligarla a levantar la cabeza. Le corrían las lágrimas
por las mejillas.
- iMírame a los ojos y júrame que mi hija sigue virgen!
Aquellas palabras la golpearon como una pedrada. Abrió mucho los ojos mientras acudía a su
mente la imagen de aquella horrible noche en las duchas, y empezó a nublársele la vista. iSi
llegase a saberlo!, pensó, horrorizada. Ante la situación, el recuerdo de aquella noche se
deformó asumiendo un cariz grotesco, y estalló en una histérica mezcla de carcajadas y
sollozos convulsivos e incontrolables. Ben quedó sorprendido y confuso. Su rabia creció aún
más. La abofeteó con fuerza, dejándole la marca de su mano en la cara, pero no consiguió sino
que arreciase la tempestad nerviosa. Le cruzó la cara de nuevo y ella lanzó un grito
estremecedor; luego le esquivó y echó a correr ciegamente, buscando la puerta.
- ¡Eh! ¡Vuelve en seguida! -ladró Parker-. ¡He dicho que vuelvas ahora mismo!
Corrió tras ella. Cuando salió a la calle, se detuvo de súbito, mirando a su alrededor. La
oscuridad de la noche era total. Chris había desaparecido.

Capítulo 14

El autobús frenó bruscamente bajo la fría luz de las lámparas de mercurio, junto a las
desiertas cocheras. El conductor se apeó con gesto de fatiga, y aguardó pacientemente a que
bajaran los escasos viajeros. Apareció primero un hombre que estiró las piernas, bostezó y se
encaminó hacia las cocheras; luego Chris, con los ojos hinchados y enrojecidos, y un feo
morado en la mejilla izquierda. Anduvo algunos pasos, mirando ansiosamente a su alrededor
por si veía alguna cara conocida. Al no ver a nadie, se dirigió directamente a las cocheras,
entró y registró con la mirada el cavernoso interior de la sala de espera. Todas las taquillas
estaban cerradas, y los fluorescentes del techo bañaban el recinto con una luz azulada y fría.
De súbito, la expresión angustiada de Chris se convirtió en otra de alivio y júbilo radiante. Por
detrás de una columna acababa de aparecer su hermano Tom, quien ahora se acercaba a ella.
Llevaba unos tejanos azules, mocasines y una vieja camisa blanca. Era un muchacho alto y
desgarbado de diecinueve años, con un rostro simpático cubierto de pecas y una gran mata de
pelo rojizo y enmarañado. Sonrió levemente mientras tendía los brazos, en los que Chris se
arrojó impulsivamente.
- iOh, Tom, Tom! -lloró, inundada de lágrimas de alegría. Por primera vez en muchos meses le
pareció estar segura y protegida. Estaba con la única persona del mundo en quien creía, en
quien podía confiar para franquearle su corazón y contarle sus miserias, hasta vaciar de su
alma el último jirón de sus penas.
Tom deshizo suavemente el abrazo y retrocedió para contemplar a su hermana menor. Hizo
una mueca cuando se fijó en la contusión. No le hizo falta preguntar qué había ocurrido;
demasiado bien lo sabía. Aún no había olvidado sus propias cicatrices.
- ¡Le odio, maldita sea! -murmuró Tom apretando los dientes.

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- ¡Ah! ¡Qué contenta estoy de hallarme aquí -exclamó Chris, abrazándole de nuevo.
Se separaron y volvieron a contemplarse, sonrientes.
- Hay que ver lo que ha crecido, señorita -bromeó Tom, estudiándola con admiración. Apenas
podía creer que su hermana pequeña, a la que recordaba como un diablillo gordinflón y
travieso (le parecía ayer mismo), hubiera florecido hasta hacerse toda una mujer, salvo algún
resto de gordura infantil.
Rodeándole la cintura con el brazo, la condujo al interior de la sala de espera. Ella se apretó
contra él, sintiéndose tan libre y segura que no le afectó la atmósfera deprimente de aquel
lugar. Estaba con Tom y eso era lo importante. Habría sido lo mismo en cualquier parte. Él
cuidaría de ella; estaba protegida y ni su padre, ni el tribunal de menores, ni la policía podrían
hacerle nada. Podía olvidarlos a todos como se olvida un desecho arrojado a la basura.
Entraron en un local contiguo a la sala de espera y reservado a las consumiciones; a lo largo
de las paredes se alineaban las máquinas automáticas de venta, juego y cambio de moneda. El
lugar estaba desierto, a excepción de un marino que echaba una partida en un billar eléctrico.
- ¿Tienes hambre? -preguntó Tom con un gesto hacia la hilera de máquinas expendedoras de
bocadillos, paquetes de galletas, helados, bebidas refrescantes y sopas enlatadas. Chris meneó
la cabeza; estaba demasiado excitada para pensar en comer. Ya tendrían tiempo de hacerlo
cuando llegasen a casa. Se preguntó cómo sería la casa de Tom. Ya se figuraba que no podía
ser muy grande; al fin y al cabo, él estaba empezando. Tenía miles de preguntas que hacerle,
de proyectos que consultar con él.
Muy unidos, enlazándose mutuamente la cintura, se movieron entre las filas de mesas
cromadas, con sus tableros de plástico, hasta elegir la situada en el rincón más escondido,
junto a una voluminosa máquina expendedora de bocadillos que ostentaba un letrero torcido
de «NO FUNCIONA» torpemente pintado a mano. Ocuparon asientos opuestos y pusieron los
codos sobre la mesa. Chris estaba llena de emoción, que no reparó en la disimulada inquietud
de su hermano.
- Esta noche telefoneó mamá -empezó éste sin rodeos; luego se le ensombreció el rostro y
bajó la voz-: También me llamó la policía.
¿Y qué?, pensó. Ahora no pueden hacerme nada. Una expresión apenada cruzó por las
facciones de Tom.
- Hubiera sido mejor que no te escapases de casa ahora -Chrissie -tanteó, dubitativo.
Ella le tomó de la mano, con una mirada suplicante.
- Tuve que hacerlo -insistió-. ¿No lo comprendes?
Tom pareció dudar:
- Pero ahora... -se le quebró la voz-. Tenías una oportunidad de salir de ese Reformatorio,
Chris. Ahora tendrás que volver.
- iNo! -exclamó Chris, casi levantándose de la silla-. No he de volver. No, si me quedo contigo.
Sus ojos vagaron con nerviosismo a través del local, evitando la mirada de Chris, como si
alguien le hubiera pillado mirando por encima del hombro de otra persona para leer una carta
que no fuese de su incumbencia.
- Serán sólo unos días, Tommy -suplicó ella-. Te prometo que no me quedaré más que unos
días. Dormiré en el suelo... y vigilaré al pequeño Tommy...
Su voz se apagó al observar la cerrada expresión del rostro de su hermano.
Tom suspiró, como si le atormentasen los remordimientos.
- ¿Qué quieres que haga, Chrissie? -preguntó-. Tengo dos personas a mi cargo.
- Buscaré trabajo -dijo ella, animándose.
- ¿Qué clase de trabajo? -replicó, fatalista-. Una niña de catorce años... Vamos, Chris, ¿cómo
quieres que te deje al cuidado de mi hijo, si acabas de salir del Reformatorio? ¿Qué crees que
diría Janie de eso?
Chris no daba crédito a sus oídos. El que hablaba así no era Tom, sino algún desconocido que
se le parecía. Le miró con una expresión de asombro e incredulidad.
- Y ¿qué dices de eso tú, Tom? -le preguntó en voz baja.

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Él no respondió en seguida; sus ojos estaban nublados de resignación. Miraba por encima de
ella, a un punto distante. Por fin fijó la mirada en ella, meneó la cabeza y dijo, buscando con
esfuerzo las expresiones adecuadas:
- No saldría bien, Chrissie. Además, ya te dije que me había telefoneado la policía.
- ¿Y qué? -replicó, apretando sus diminutos puños-. No he violado la ley.
Le miró fijamente, con atención. Sus facciones estaban desfiguradas por la ansiedad.
- ¿No lo comprendes, Chris? -dijo-. En modo alguno permitirán que te quedes en mi casa. Sólo
tengo diecinueve años. Ni siquiera tengo edad suficiente para ser tutor tuyo. Se te llevarán sin
remedio.
Chris se desmoronó en la silla, expresando toda la decepción que acababa de sufrir. Después
de haber soñado tantas veces aquella entrevista, ahora se convertía en una pesadilla. Aquel no
era el Tom que solía protegerla siempre, el que la mecía y la consolaba cuando ella estaba
triste. No era el Tom que la defendía frente a su padre cuando éste desahogaba una de sus
rabietas; ni el Tom que se interponía entre ella y su madre cuando ésta, borracha, daba
tumbos por la casa.
Él no sabía qué especie de infierno era aquella escuela. ¡Eso era lo que pasaba! Si lo supiera,
no se atrevería a abandonarla. La protegería como hizo siempre. Cuando le cuente cómo ha
sido, pensó, será capaz de hacer cualquier cosa, cualquier cosa, para no verme encerrada allí.
Se inclinó hacia delante, apoyando las manos con fuerza sobre el tablero.
- Oye, Tom -dijo en voz baja, como si planease una conspiración-. La poli no sabe que estoy
aquí, ¿verdad? Cuando se enteren de dónde estoy, me encontrarán atendiendo tu casa,
atendiendo a tu niño, y entonces comprenderán que papá y mamá tuvieron la culpa de que
escapase otra vez.
Tom la escuchaba sólo a medias. Miraba al aire, con una expresión de tristeza indescriptible
pintada en el rostro. Apenas podía hablar. Humillado por la vergüenza, odiándose a sí mismo
por cada una de las palabras que iba a decir, murmuró débilmente:
- No saldría bien. Ya no es lo de antes, Chrissie... Tú y yo somos diferentes -agregó,
partiéndosele el corazón.
Aquellas palabras sacudieron a Chris como una descarga eléctrica. Era capaz de soportar
cualquier cosa, menos aquello. Podía aguantar a centenares de Dennys, Mocos y Jaxes, ¡pero
no una traición semejante de su propio hermano!
- Debo atender a mi familia -se disculpó penosamente él.
Había algo en los modales de Tom, en el tono de su voz, en sus miradas, que hizo ponerse
rígida en su asiento a Chris. Poco a poco fue abriéndose paso en su mente la horrible idea de
que Tom no estaba mirando al vacío como creyó, sino que estaba mirando algo.
Se volvió de repente, con un sabor agrio en la boca. Un agente de policía avanzaba hacia ellos.
Sintió que el mundo se hundía para ella. Su corazón empezó a latir con violencia, y se le subió
la sangre a la cabeza. ¡No era posible! ¡No podía ser!
Atónita de horror, se volvió hacia su hermano. Era la traición definitiva.
- iOh, Tom! -gritó-. ¡Tú también!¡Tú también!
Le habría dolido menos si la hubiera amenazado con pegarle un tiro. Eso, al menos, habría
sido un acto de clemencia.
El policía se detuvo ante la mesa y miró a Tom. Con indiferencia, preguntó:
- ¿Es ella?
Lo que restaba del alma de Chris se encogió y, como una pompa de jabón que se rompe, los
últimos sueños y esperanzas que había tratado de preservar se disiparon y desaparecieron
cual nubecillas de humo.

Capítulo 15

No había la menor muestra de emoción en el rostro de Chris mientras se sometía, impasible, al


rutinario registro de Emma Lasko. Aunque estaba reviviendo una pesadilla, no volvió a sentir
las oleadas de repulsión y vergüenza que había experimentado la primera vez. Se limitó a

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esperar pasivamente mientras la celadora hurgaba en ella con el aire impersonal de un
inspector de fábrica comprobando el estado de una máquina.
- Lo convenido era que ibas a quedarte en casa -comentó Lasko sin interrumpir su registro, en
voz indiferente-. Algunas de vosotras parece que no sepáis vivir, si no es en el pesebre... Abre
las piernas.
Chris obedeció como un autómata, sin decir nada, con la mirada vacía de expresión.
Lasko dio por terminado su examen, se incorporó y miró a Chris.
- Se ve que os gusta este lugar -observó con una nota de sarcasmo en la voz-, ¿o es que venís
a verme a mí?
Viendo que no evocaba ninguna respuesta, alargó a Chris la botella de plástico del jabón
desinfectante.
- Ahora la ducha, ya sabes.
Con lo cual se giró y salió.
Cuando Chris acabó era ya casi hora de comer. Sabía que le tocaba volver a la celda de
incomunicación, pero decidió pedir permiso para asistir una vez al comedor antes de pasar al
encierro. En pocos segundos, recorrió la escasa distancia entre las duchas y su habitación.
Acercándose a la ventana cubierta de tela metálica, contempló el poco atractivo paisaje.
Dentro y fuera todo parecía gris y lúgubre.
Se preguntó cómo sería lo de estar muerta, y en ese instante se presentó a su imaginación el
rostro de Janet. Janet, con su largo cabello negro brillante, sus pómulos pronunciados y sus
ojos hundidos llenos de tristeza. Había que ser muy valiente para tratar de quitarse la vida,
pensó Chris, pero cuando las cosas se ponían insoportables y no quedaban esperanzas de
mejorar, tal vez fuese lo más sencillo al fin y al cabo. Chris se preguntó si a Janet le habría
dolido mucho cuando se abrió las venas de las muñecas. Juntó las manos, con las palmas
hacia arriba, y alzó las muñecas a la altura de los ojos. Así aprenderían, pensó. Su padre, su
madre, e incluso Tom. Sus ojos empezaron a llenarse de lágrimas de autocompasión, rabia y
odio.
Una ruidosa carcajada en el pasillo la hizo volver de sus pensamientos, y decidió pasar al
comedor. Recorrió la galería, ahuecándose con las manos los cabellos mojados para que se le
secaran más pronto; le molestaba llevarlos colgando húmedos y fríos hasta el cuello. Observó
que Lasko y Cynthia estaban delante de la puerta de¡ comedor, hablando en voz baja, vueltas
de espaldas. Pasó con rapidez, confiando en que no la viesen. Al entrar vio a Janet, que
llevaba un delantal de cocinera. Hubo una expresión de pesar en su rostro cuando vio a Chris
que se acercaba.
- ¡Ah! Había rezado por ti, Chris -dijo.
- Gracias -contestó, bajando la mirada y dibujando un círculo imaginario en el suelo con la
punta del pie-. No salió bien.
Hizo una pausa y luego miró a Janet:
- ¿Cómo va el niño?
Janet se encogió de hombros:
- Me mareo todas las mañanas.
Chris recorrió con la mirada el comedor desierto con sus largas hileras de mesas desocupadas,
y luego se volvió de nuevo hacia Janet:
- Es lo natural -dijo con acento de ironía-. Lo primero que hace un hijo es poner enferma a su
madre. -Su voz adquirió un tono de amargura-: La mía todavía se pone enferma cada vez que
me...
Se le quebró la voz, y las palabras concluyeron con un suspiro de hastío mucho más elocuente
que cualquier discurso.
Janet asumió una expresión de incertidumbre:
- Me han preguntado si querré quedármelo cuando nazca -explicó-. Pero todavía no lo he
decidido.
Chris la miró, pensativa; luego, con un súbito impulso de emoción, exclamó:

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- ¡Quédatelo, Janet, y quiérelo mucho! Cántale canciones... , juega con él. ¡Hazlo aunque
parezca una tontería! Compra un cochecito y sácalo a pasear. Y cuando aprenda a hablar,
escúchale. Escúchale de verdad. Y ¡hazle reír y sonreír, Janet!
Chris se quedó aún más sorprendida que la propia Janet ante ese desahogo; ésta devolvió la
intensa mirada de Chris con otra de alivio y creciente admiración. Chris sonrió a su vez, y por
un instante sintieron una mutua confianza, una comprensión antes desconocida y
enormemente consoladora. El encanto se rompió cuando se abrió la puerta del comedor. Lasko
asomó la cabeza y exclamó con severidad:
- iChris!
Janet se puso nerviosa:
- Ya hablaremos luego, en la habitación -murmuró.
- Hoy no podremos -respondió Chris sin rodeos-. -Estoy incomunicada por escaparme.
Una mueca de pena cruzó el rostro de Janet mientras Chris se volvía para salir del comedor,
cuya puerta mantenía abierta la celadora.

Cuando se cerró con un estampido la puerta de la celda, Chris experimentó la enloquecedora


sensación de no haber salido nunca de allí. Mientras contemplaba aquel horrible recinto,
recordó una película que había visto en el colegio, Incident at Owl Creek Bridge. Era un
episodio de la guerra civil sobre un soldado que estaba a punto de ser ahorcado y lograba
escapar justo antes de que abatiesen la trampilla. Entonces echaba a correr, lleno de júbilo por
haber escapado a una muerte tan inminente, y le sucedían toda clase de aventuras. Al fin,
cuando ya se creía definitivamente libre, resultaba que todo había ocurrido en su imaginación,
y ahí estaba otra vez cuando, con un crujido espantoso, se abatía la trampa y quedaba
colgando de la soga.
Chris se estremeció. Así se sentía ella ahora, precisamente. ¡Ay, Dios! Ojalá todo hubiera sido
únicamente una horrible pesadilla, un engaño de la imaginación. ¿Y si no hubiera ocurrido en
realidad? Entonces aún podría regresar a casa, donde tal vez hubiera cambiado todo. O, por lo
menos, a casa de Tom.
Se sobrepuso y, avanzando unos pasos, dio un iracundo puntapié al colchón. iEsperanzas
vanas! Todo había ocurrido, y nada había cambiado. Ella no importaba a nadie; sin duda,
tampoco les importaría si hubiera muerto. Más bien se alegrarían de verse libres de ella. Desde
luego, llorarían y harían mucha comedia, contándole a la gente cuánto lo sentían y lo
arrepentidos que estaban. Pero en el fondo se alegrarían, sabiendo que Chris ya no podía
regresar para recordarles todas esas cosas que no deseaban recordar.
Muy bien, pensó. Si eso es lo que quieren, lo tendrán. Que se vayan a la mierda, se repitio una
y otra vez para sus adentros. En otros tiempos, nunca se habría atrevido a decir una cosa
semejante, ni siquiera a pensarla. Pero ahora no le importaba. Uno de estos días me largaré
de aquí, y no volverán a verme. Buscaré una familia adoptiva; muchas chicas lo han intentado
y les salió bien. Y buscaré trabajo, y ahorraré, y si no estoy a gusto me largaré a una ciudad
grande tan pronto como haya ahorrado lo necesario, a Nueva York o a Los Angeles, por
ejemplo, donde nadie podrá encontrarme... Me echaré años... y además cambiaré de
nombre... y me teñiré el pelo. Y nunca más tendré que estar enjaulada. ¡Nunca! iNunca!
Esa idea hizo que se sintiera mejor y, mientras daba vueltas por la celda, recordó una
canciocilla medio olvidada. Empezó a tararear en voz baja, chasqueando los dedos, sin darse
cuenta, al ritmo de la canción. De súbito, Chris se inmovilizó al oír pasos en el corredor, e
inclinó la cabeza para escuchar.
- ¿Chris?
Era la voz de Barbara Clark.
A pesar suyo, Chris se emocionó, pero aguardó sin moverse y sin responder. Fuera, Barbara
sintió un peso en el estómago. El inconsciente tarareo de Chris era como la locura de Ofelia.
- ¿Qué ocurrió, Chris? -preguntó con amabilidad.
Chris se puso de cara a la pared, sin mirar a un lado ni a otro, luchando con las lágrimas.
Luego, en voz baja y monótona, Respondió:

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- No nos llevábamos bien -y luego hizo una pausa, pues aún restaba decir lo más doloroso-. Y
mi hermano no quiso saber nada de mí.
Barbara estaba trastornada. ¡Señor, qué habían hecho con aquella criatura!
- Lo siento -murmuró, notando la insuficiencia de las palabras, pero sin ocurrírsele nada más
acertado que decir. Luego, en tono de fingida animación, agregó-: La próxima vez lo
intentaremos con un hogar adoptivo.
Al principio Chris no reaccionó; luego se apartó de la pared y empezó a mecerse,
castañeteando de nuevo con los dedos.
- Te será fácil recuperar una buena calificación -dijo Barbara, procurando parecer persuasiva.
Pero sus palabras le hacían daño a Chris; para no perder el control de sus nervios, se puso a
canturrear cada vez más fuerte. Quería que Barbara se marchase; no deseaba escuchar a
nadie, a nadie.
- Ya sabes que tienes buena capacidad para los estudios -insistió Barbara.
Chris cerró los oídos a sus palabras aumentando el volumen de su tarareo. Al otro lado de la
puerta de acero, Barbara temblaba de frustración. Se veía excluida y rechazada, lo mismo que
Chris había sido rechazada por todos. Pero ella tenía que intentarlo, y ganarse de nuevo su
confianza. Era preciso vencer la profunda y traumática resignación de Chris.
- Chris -la llamó de nuevo, tratando de romper el hielo, de atraer su atención. Pero Chris
reaccionó poniéndose a cantar aún más fuerte. Inició unos pasos de baile, marcando el ritmo
con palmadas.
Barbara se acercó impulsivamente a la puerta de la celda, pero se contuvo a medio camino.
Sabía que era imposible conseguir nada en ese momento. Su impotencia en aquella situación
le pareció insoportable; necesitaba salir para recapacitar sus pensamientos. Volviéndose con
tristeza, salió en silencio, notando una creciente angustia claustrofóbica.
«¿Qué me retiene en este lugar?», se preguntó con amargura. Recordó que Chris le había
dirigido aquella misma pregunta pocos días atrás. Metió la mano en el bolsillo, tocando las
llaves. En algunas ocasiones, como aquélla, le daban ganas de echarlo todo a rodar, de poner
entre aquel lugar y ella tanta distancia como fuese posible. ¡Dios mío!, pensó, algunas veces
parece todo tan inútil, tan desesperado.
Al irse Barbara, Chris percibió más agudamente su soledad y, en un desesperado intento por
evitar el desencadenamiento completo de sus emociones, se puso a cantar cada vez más alto,
dando palmadas y agitándose frenéticamente por la celda. Pese a todos los esfuerzos por
controlarse, sintió que la inundaba una terrible oleada de pánico. Era demasiada su agitación;
la desolación, la tristeza y la amargura al verse rechazada por todo el mundo pudieron más
que toda su resolución. La voz se le quebró en sofocados gritos de angustia, y golpeó la pared
en un arranque de frustración desesperada, poniendo en ello todas sus fuerzas. Un dolor
súbito invadió todo su brazo, y retiró la mano mirándosela con aprensión, temiendo -y al
mismo tiempo, casi esperando- habérsela roto.
Contuvo las lágrimas y volvió a dar vueltas por la celda mientras se le calmaba el dolor de la
mano. Se detuvo junto a la ventana y se pasó la mano dolorida por el cabello. Entonces tocó
un objeto duro y metálico. Era un pasador que la matrona de la sección de incomunicación no
había sabido hallar durante el registro. Se lo sacó del pelo y lo estudió brevemente; luego
desdobló el metal y empezó a frotar uno de sus extremos sobre la pared de cemento, hasta
que la punta redonda se convirtió en un filo dentado, de feo aspecto.
Apoyando el brazo izquierdo en la pared, sujetó cuidadosamente entre el índice y el pulgar de
su mano derecha el pasador así afilado, sin hacer caso del dolor producido por el golpe de
antes. De un modo lento y deliberado, se clavó la punta en la carne del brazo izquierdo.
Mientras le rechinaban los dientes por efecto del daño que se hacía, grabó en su piel una «C»
mayúscula, irregular y sangrienta. Siempre sin reparar en el dolor ni en la sangre, dibujó una
«P» no menos irregular a la derecha de la «C». Luego, mientras contemplaba en un rapto de
fascinación morbosa los resultados de aquel desesperado acto de automutilación, empezó a
temblar, y el pasador se escapó de sus dedos cayendo al suelo.

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Al día siguiente Chris, notando que su mano derecha seguía contusionada y dolorida, removió
los dedos varias veces hasta convencerse de que no se había roto ningún hueso. Cuando llegó
la hora del ejercicio, se pasó la mayor parte de la misma sentada en un rincón del patio, con
las rodillas encogidas, la cabeza echada hacia atrás y mirando sin expresión hacia el cielo.
Al regresar a la celda experimentó un salvaje deseo de hacer añicos el orinal, rasgar a tiras el
colchón y pisotear la jarra de plástico. Pero se llamó al orden con un resto de buen sentido.
Era preciso dominarse, si quería salir alguna vez de aquella mazmorra de cemento. El dar libre
curso a las emociones no serviría para devolverle su libertad. Serían capaces de encerrarla en
una celda desnuda, y metida en una camisa de fuerza. Se estremeció al pensarlo. iNo faltaba
más!
El tiempo dejó de existir para Chris. No supo cuánto tiempo permanecía con la espalda
apoyada contra el muro de la celda, mirando a través de la ventana enrejada los áridos
terrenos al otro lado.
Como una hora después de la comida, oyó ruido en el corredor. Se volvió para escuchar, y su
pulso se aceleró al notar que descorrían el cerrojo para abrir la puerta. Era Barbara Clark,
quien se volvió hacia otra persona no visible para Chris, diciendo:
- Espera aquí.
Barbara entró en la celda y se acercó a Chris, que la miraba con hostilidad, no manifestando
satisfacción alguna por el hecho de recibir la visita de otro ser humano. Barbara también
estaba muy seria. Durante unos momentos, ambas guardaron silencio; luego Chris le volvió la
espalda a Barbara y se puso a mirar por la ventana.
- Creí que no se podían recibir visitas estando incomunicada -observó con indiferencia.
- Sólo en casos muy excepcionales --replicó Barbara, procurando hablar con neutralidad.
Chris hizo una mueca de desdén, aunque Barbara no podía verla.
- ¿Como yo? -dijo, sarcástica.
La maestra avanzó un paso hacia Chris.
- Sí -dijo con firmeza, dejando transparentar la intensidad de sus sentimientos-. Como tú.
- Christine Parker, una fugitiva -dijo Cjlris amargamente-. Métanla en el pesebre y pongan una
tapadera para que no pueda salir. -Se volvió para enfrentarse a Barbara-: Es lo que hacen los
padres cuando no quieren que los niños les molesten, ¿no? Meterlos en una guardería.
Barbara endureció su expresión.
- Te escapaste mientras estabas a prueba -le recordó-. Te fugaste de tu casa. Es la verdad, y
no puedes negarlo.
Chris le volvió la espalda de nuevo.
- Tus verdades son escuchadas y creídas -replicó-. Las mías, no.
Barbara se quedó un momento sin saber qué responder. Aquella no era la misma Chris en
quien tanto había confiado. Pocos días antes aún había sido una personalidad, con un porvenir
definido; ahora se había convertido, con su cinismo, en una copia de las demás. Barbara se
sintió más derrotada que nunca. De repente, se fijó en el brazo izquierdo de Chris y ahogó una
exclamación, cogiéndolo impulsivamente y contemplando horrorizada las sangrientas iniciales.
Chris trató de soltarse de un tirón, pero Barbara seguía cogiéndola, con una mirada de
angustia y decepción.
- ¡Estás perdiendo algo importante! -exclamó-. ¡Vas a perder a Chris, pero yo quiero que la
salves! ¡Es importante, muy importante!
Chris se soltó al fin y miró fijamente al rostro de Barbara, con ojos vacíos de cordialidad y una
mueca amarga en los labios.
- ¿Para quién? -exigió-. Anda, contéstame a eso. ¿Para quién?
La chispa de esperanza que Barbara había alimentado con tanto afán decayó y se apagó. Nada
podía contestar. Cerró los ojos, movió tristemente la cabeza y se volvió para irse. Chris la
contempló, impasible, mientras se encaminaba hacia la puerta, notando sin demasiada
curiosidad que no la cerraba al salir.
- Entra -oyó que decía Barbara una vez fuera.
Chris se quedó helada de sorpresa al ver aparecer a Janet en el umbral. No daba crédito a sus
ojos. Janet sonrió cordialmente.

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- Hola.
- Hola -contestó Chris, sinceramente contenta de ver a su compañera de habitación, pero
incapaz de manifestar de palabra sus sentimientos. Janet cruzó sus largos y finos dedos sobre
su vientre hinchado. Su rostro expresó una profunda emoción, que en seguida fue captada y
compartida por Chris. Janet guardó silencio un momento, mirándose el vientre; luego alzó la
mirada para fijarla en Chris. Le costaba hablar; finalmente articuló poco a poco, con el aliento
entrecortado:
- He decidido quedarme con la criatura... , pero no quiero estar sola. Quiero que me hagas
compañía, Chris...
Ésta sintió una oleada de calor que casi le hizo olvidar su anterior frialdad de ánimo.
- ¿Por qué? -acertó a preguntar.
Janet pareció turbada. Una sonrisa tímida y patética se insinuaba en sus labios cuando replicó:
- Nadie habla bien de mi hijo. Quiero que le digan cosas bonitas... , cosas como las que tú
dijiste.
Se encogió de hombros, dirigiéndole a Chris una mueca cordial, aunque algo nerviosa. Chris le
devolvió la sonrisa, con una mirada de amor. Barbara tenía razón. Había una persona que la
necesitaba. Alguien para quien realmente ella era importante.
- Por favor, Chris -susurró Janet-. Procura que te saquen de la incomunicación, ¿quieres? Hazlo
por el niño, Chris, y por mí.
Chris asintió vigorosamente con la cabeza, con un desesperado esfuerzo por contener el llanto:
sus primeras lágrimas de felicidad en mucho tiempo.

Capítulo 16

Cuando se le levantó la incomunicación, y en los días sucesivos, Chris fue adquiriendo un


control cada vez mayor de sí misma. Se limitaba a cumplir con lo que le pedían; ni más, ni
menos. Dándose perfecta cuenta de que estaba siendo observada por el personal, procuraba
sobre todo dar la impresión de que participaba de buena gana en todas las actividades
exigidas por la situación, bien se tratase de las labores, los juegos deportivos o los trabajos
escolares. Aunque no parecía tan reservada como al principio, jamás salía de ella una
iniciativa, sobre todo durante los ratos libres que pasaba con sus compañeras. Sin embargo,
procuró evitar que sus amigas de los primeros días, como Josie y Ria, se dieran cuenta de que
había cambiado algo entre ellas. Janet era la única con quien tenía alguna intimidad y, aunque
sus conversaciones solían ser breves y espaciadas por largos silencios, el lazo de tácita
amistad que había entre ellas se reforzaba cada vez más.
Lasko notó el importante cambio que se operaba en Chris, pero lo atribuyó a una mejor
adaptación por parte de la muchacha, y hasta depuso su primitiva actitud de sospecha y
desconfianza. A la celadora no le gustaba crear favoritismos entre sus pupilas y, por más que
interiormente fuese capaz de sentir compasión, evitaba con mucho escrúpulo toda
demostración pública de simpatía. Ella consideraba -en lo que pensaba igual que las internas a
su cargo- que tales manifestaciones habrían constituido un signo de debilidad, susceptible de
minar su autoridad y, por tanto, su capacidad para mantener el orden.
De todo el personal, Barbara Clark era la única en sentir angustia ante los cambios que
observaba en Chris. Había una frialdad en la mirada, una ligera arrogancia en sus gestos, y en
su comportamiento una coraza defensiva, discreta pero eficaz. Al verla, Barbara siempre se
acordaba de la bandera de los antiguos colonizadores: la serpiente de cascabel con la leyenda
«CUIDADO CON PISARME». Cuando estuvo por primera vez en la escuela, Chris no había
fumado sino en muy escasas ocasiones; ahora, cuando encendía un cigarrillo y le daba una
larga chupada, ponía en ello el gesto lánguido de quien está habituado al vicio desde toda la
vida.
Barbara había intentado más de una vez hablar con Chris, empleando para ello todas las
estratagemas que se le ocurrieron. Pero Chris había edificado una muralla a su alrededor. No
se retrasaba nunca al final de la clase; no le daba pie a Barbara para iniciar una conversación.
Sin embargo, Chris ya no intentaba disimular su mayor capacidad para las tareas escolares,

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Como su intento de fuga le había ganado el respeto de las demás, sutilmente convertía lo que
al principio habría sido una desventaja en un factor de positiva superioridad.
El tiempo pasó sin incidentes de importancia, hasta que por fin llegó uno de los días de visita
que establecía el reglamento del Reformatorio. Para algunas representaba un tiempo de júbilo
y expectación; para otras, un período deprimente de tensiones, aprensión y melancolía. Emma
Lasko odiaba los días de visita. Le recordaban una época de su juventud que había sido
particularmente solitaria; ella estudiaba sociología en una universidad muy alejada de su
ciudad natal, y se había visto abandonada a sus propios recursos para empollar por su cuenta
y aburrirse durante las comidas a solas, los interminables días sin ningún plan y las horas
vacías, mientras sus compañeras gozaban del calor de las reuniones familiares, las fiestas de
los fines de semana y las despreocupadas alegrías de las vacaciones.
Aquel día los dormitorios estaban más tranquilos que de costumbre. La mayoría de las chicas
que tenían visita habían salido, recorriendo la zona deportiva, unas merendando y otras
sentadas en el césped enfrascadas en sus conversaciones; las demás aprovechaban la
relajación general de la disciplina para tratar de romper un poco la rutina diaria.
En la semioscuridad del comedor, Chris y Janet se habían tumbado en el sofá para mirar la
televisión. Ninguna de las dos prestaba mucha antención al movimiento de las imágenes en la
pantalla, cada una profundamente absorta en sus propios pensamientos. Lasko se presentó en
la puerta a sus espaldas. Permaneció allí unos momentos, nerviosa, arreglándose la blusa;
luego dijo:
- Están aquí tus padres.
Despertando de sus ensoñaciones, Chris y Janet se volvieron; la segunda, lenta y
fatigosamente, y la primera con rápido sobresalto. Lasko ya se había retirado y no se la veía
en ninguna parte.
- ¿De quién? -gritó Chris con el rostro tenso de aprensión-. ¿De cuál de las dos?
- De Janet -salió la voz de Lasko de algún lugar.
Las dos chicas se miraron brevemente. Janet se levantó del sofá con indiferencia y salió. Chris
volvió a tumbarse y siguió mirando la pantalla del televisor, aunque sin ver ni oír nada.
Cuando aún no hacía dos minutos que estaba a solas, entró Denny y se dejó caer en el
extremo opuesto al que ocupaba Chris, quien le lanzó una rápida mirada y volvió luego su
atención al televisor. Denny cambió de postura, intranquila, y se sacó del bolsillo un paquete
de tabaco, con gestos nerviosos. Su mano temblaba un poco cuando le alargó el paquete a
Chris, diciendo:
- ¿Un cigarrillo?
Sin mirar, Chris alargó la mano a su vez y cogió uno. Denny contempló el suyo y luego,
volviéndose en su asiento, gritó:
- iLasko!
La celadora se dejó ver, con un gesto de aguda contrariedad en su rostro.
- Ven a darme fuego -dijo Denny, lacónica.
Lasko se sacó del bolsillo un viejo encendedor y dio fuego primero a Denny, y después a Chris.
Se quedó un momento mirando el televisor:
- ¿Qué están dando? -preguntó, no porque le importase, sino tratando de apaciguar la tensión
que flotaba en el aire.
- Nada -dijo Chris con gesto despectivo. En ese instante, Josie entró corriendo en la
habitación. Lasko se volvió a mirarla. El rostro normalmente alegre de Josie era una máscara
de dolor, y los ojos le brillaban de lágrimas. Corrió para dar la vuelta al sofá y se dejó caer
entre Chris y Denny, tratando de contener sus sollozos y sin hacer caso de nadie.
- ¿Qué pasa? -dijo Lasko frunciendo el ceño.
Chris suspiró con impaciencia y, sin apartar la mirada del televisor, dijo:
- Más vale que nos dejes a solas, Lasko.
La celadora meneó la cabeza y cruzó el comedor para ocupar una mesa alejada, junto a la
ventana.
- Señor, cómo odio los días de visita -dijo a media voz.

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Sin dejar de mirar la televisión, Chris inhaló profundamente el humo del cigarrillo y se lo pasó
a Josie, quien lo tomó haciendo copa con las manos, como si fuese un pitillo de marihuana. Lo
chupó y luego exhaló el humo poco a poco. Devolvió el cigarrillo a Chris, y dijo sin mirar a
nadie en particular:
- iDios mío, cómo me gustaría que mi madre dejara de visitarme! Vosotras tenéis suerte, que
nadie viene a veros.
Lasko miró a las tres chicas con expresión de honda tristeza.
- ¿Hacemos una partida de cartas? -ofreció-. ¿Qué te parece, Denny?
- No -saltó Denny, nerviosa-. Estoy esperando a alguien.
Lasko frunció de nuevo el ceño y consultó el reloj de pulsera.
- Se hace tarde -comentó.
- Puede que vengan todavía -replicó Denny, con un asomo de angustia en la voz.
Chris cruzó las piernas y sonrió con amargura.
- ¿Por qué no te echas un solitario, Lasko? -dijo desdeñosamente.
- Sólo pretendía ayudar -replicó Lasko en tono que revelaba una sincera preocupación.
- Tú nunca ayudas -cortó Chris.
Lasko se puso en pie de un salto y apretó los puños, ofendida.
- ¡Te prohíbo que me hables así! -exclamó-. ¡Qué sabrás tú! Hace años que aguanto estos días
de visita. -Sus propias emociones largo tiempo contenidas estaban venciéndola ahora, y se
volvió hacia Denny-: ¿Cuántas veces te he acunado entre mis brazos, Denny, los días de
visita? ¡Anda, díselo! ¿Cuántas veces?
La muchacha se puso en pie, volviéndose con violencia, los ojos muy abiertos echando chispas
de emoción:
- ¡Te digo que espero a alguien hoy! -gritó-. ¡No te necesito para nada!
Lasko cerró los ojos un momento para no ver la miseria que reflejaban los de Denny. ¿Quién
podría curar las heridas, borrar las cicatrices indeleblemente grabadas en el alma de aquella
criatura temblorosa? ¡Si fuese posible hacerle comprender la realidad... !
- No ha de venir nadie -dijo Lasko con tristeza-, y tú lo sabes.
Chris descargó el puño sobre el brazo del sofá.
- ¡Pues ahora vas a decir que vendrán, Lasko! -gritó-. ¡Dilo! ¡Di que vendrán ahora mismo!
- Pero si no es verdad -insistió la celadora, incapaz de expresar la compasión que sentía, y
acercándose a Denny para rodearla con los brazos. Pero Denny se soltó de un tirón y se giró
quedando replegada sobre sí misma.
- iLo que pasa es que no quieres que vengan! -aulló-. ¡Cerda asquerosa!
Perdiendo el control de sí misma un instante, Lasko la abofeteó. En seguida se arrepintió de su
acción. Aturdida, salió a toda prisa del comedor, en silencio, deseando desesperadamente que
su propia vulnerabilidad no estuviese tan a flor de piel y que la traicionase tan fácilmente.

Al día siguiente, todo había vuelto a la rutina normal: levantarse, comer, trabajar y jugar a
toque de reloj.
Aquella tarde hubo en la clase de Barbara Clark un ambiente de fiesta y de confianza. Janet
era el centro de la atención de todas. Ocupaba una silla baja junto a la pared, y parecía un
fruto maduro a punto de abrirse para derramar nueva vida. Estaba visiblemente conmovida y
encantada con el montón de regalos que las chicas habían reunido para ella y para su hijo aún
no nacido. Desplegó un juego de cuna bordado a mano, levantándolo para que todas pudieran
verlo. Muchas se habían reunido en un grupo a su alrededor, para compartir su entusiasmo a
medida que iba abriendo los regalos.
Paula, normalmente tímida y reservada, aparecía radiante de orgullo ante la acogida
dispensada al juego de cuna que ella había bordado para Janet, y dijo con excitación:
- Está en rosa y azul, para que pueda servir en cualquier caso.
- iQué bonito! -exclamó Barbara, sentada detrás de su pupitre.
- iBonito! -criticó Chris-. iHermoso!, eso es. Mira; hay más cosas.
Chris se había sentado sobre la mesa del modo que solía hacerlo Barbara, y miraba a la clase
con aire enérgico, de seguridad en sí misma. Barbara le dio apoyo diciendo:

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- Nos vendría bien un poco de música... Tú mandas, Chris.
Chris se fijó en Moco, que estaba sentada con aire hosco junto al piano, y leía una novela.
- Moco -ordenó, dando una palmada de atención-. ¡Toca el piano!
- Estoy leyendo -cortó Moco sin levantar la mirada del libro. La primera intención de Chris
había sido desafiar a Moco y tomar su negativa como pretexto para una discusión; pero luego
prefirió no estropear la felicidad de Janet. Afortunadamente, las chicas se distrajeron al oír el
ruido del papel mientras Janet desenvolvía otro regalo. Apartando el envoltorio, levantó una
caja de pañales y las chicas rieron gozosamente. Josie, radiante, comentó sin dirigirse a nadie
en particular:
- Este niño será el más feliz del mundo, porque va a tener un montón de hermanas mayores.
Lanzando una mirada irónica hacia el piano, Chris añadió:
- Y Moco será el hermano mayor.
La observación fue acogida con una carcajada general.
- Muy graciosa -gruñó la aludida.
- Cuando hayamos salido todas -se dirigió Chris al grupo-, visitaremos a Janet por turnos.
- iEso! -asintió Josie con entusiasmo.
Chris se apoyó sobre el tablero y se inclinó hacia delante para dar más énfasis a sus palabras:
- Realmente, durante los próximos veinte años estaremos muy ocupadas cuidando de Janet y
del niño.
Barbara disfrutaba viendo que Chris salía de su reserva hasta el punto de dirigir la
conversación. Chris siguió hablando en tono de innegable sinceridad:
- Nos mantendremos siempre informadas de dónde están y qué necesitan, para ayudarles.
- Yo robaré todo lo que te haga falta, Janet -se ofreció Ria sonriendo. Su comentario fue
celebrado por las demás, excepto Moco, quien leía su libro con obstinación. A Barbara le habría
gustado hacerla participar, pero no ignoraba que eso era muy difícil. Hacía mucho tiempo que
había descubierto la incapacidad de relacionarse que era el origen del aislamiento de Moco.
Bea corrió su silla hacia delante y se dirigió a Janet.
- Vigilaremos al fulano con quien te cases -dijo, mirando a su alrededor con expresión
traviesa-. Si es que te casas, quiero decir.
Hubo más risas, y entonces Chris observó con un acento cortante en la voz:
- Sí, y más le valdrá portarse bien con la criatura.
Las chicas se quedaron calladas una a una, fijando su atención en Janet con creciente
intensidad. Sus grandes y luminosos ojos brillaban llenos de lágrimas, y había en sus labios
una sonrisa triste. Estaba demasiado conmovida para hablar.
Para que el ambiente no degenerase en un sentimentalismo sensiblero, Barbara intervino:
- Vamos, Moco. Toca un poco de música.
- Tócala tú -despreció la otra, cogiendo su libro con fuerza.
Chris le lanzó una ojeada:
- Pues tienes que hacer algo, Moco. Al fin y al cabo, eres el hombre de la casa.
Hubo un cascabeleo de risas, aunque Moco se había puesto en pie de un salto. Chris sonrió y
alzó una mano para evitar el libro que le había arrojado a la cabeza con furia. Luego, de
repente, Moco se quedó inmóvil y miró largo rato a Janet. A continuación se volvió lentamente
hacia el piano y sus largos dedos se movieron con agilidad sobre las teclas. Los acordes de la
Marcha Nupcial se mezclaron con las risas y las palabras amistosas, y hubo música en la clase.

Capítulo 17

Era la hora de cenar, dos noches más tarde. El ruido de los cubiertos y las bandejas en el
comedor resonaba mezclado con el de remover sillas y arrastrar los pies, junto con la
despreocupada charla de las chicas. Chris y Janet ocupaban una mesa con Josie, Ria y Bea a
un lado, y Crash, Jax, Denny, Moco y Paula al otro.
- ¿Qué es esta bazofia? -preguntó Crash torciendo el gesto con repugnancia.
- Cierra el pico -salto Jax medio en broma-. Yo he ayudado a guisarla.

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- ¡Puaf! -hizo Denny, arrugando la nariz y llevándose una mano a la garganta, fingiendo que se
ahogaba.
Paula intentó mudar la conversación:
- Me he enterado de que el director ha recibido hoy a dos familias que quieren adoptar.
Josie le lanzó una mirada desdeñosa:
- Siempre están hablando de eso.
- Sí -añadió Bea-. Algunos sólo vienen buscando una esclava.
Ria dejó caer el tenedor con indignación:
- ¡Uf! ¡Cállate, Bea! Nunca tienes un comentario amable.
No deseando verse envuelta en la discusión, Chris guardó silencio y contempló la bandeja de
Janet. No parecía tener mucha comida. Y ahora tenía que comer por dos. Tratando de dar a su
gesto la mayor naturalidad posible, cogió una porción de su propio plato y la puso en el de
Janet. Sentada al otro lado de ésta, Josie se sintió conmovida por el gesto y, sin decir palabra,
imitó el ejemplo de Chris. Aunque realmente no tenía tanta hambre, Janet quedó impresionada
por el altruismo de sus amigas; pero como era muy tímida, no dijo nada.
Moco, en frente de Chris, dejó de comer al observar lo que estaban haciendo. Con su
acostumbrada expresión huraña, alzó la mirada y comentó:
- iVaya! ¿Por qué le toca más a ella?
- Tú ya sabes por qué -dijo Chris.
- Gran cosa... , una criatura -murmuró Moco.
Chris procuró no alzar la voz para no asustar a Janet.
- Es una gran cosa -dijo, pensando que por qué se metería Moco en lo que no le importaba.
Pero ésta no quiso ceder. Se apoyo sobre loscodos, mirándolas a ambas con sus ojos un poco
saltones. Luego se puso en pie y acercó su rostro al de Janet.
- Hasta una perra puede quedarse preñada -profirió con desprecio. Dicho esto volvió a
sentarse, creyendo que la cuestión quedaba zanjada con sus palabras.
Janet y Chris alzaron las cabezas al unísono. La primera se sonrojó de vergüenza. Sin poder
contenerse, Chris se incorporó de un salto y, al mismo tiempo, con rápido movimiento,
estampó su bandeja en la cara de Moco. Algunas de las chicas gritaron pero Chris, ciega de
rabia, no hizo caso. Cogió otra bandeja que estaba a su lado y la vertió también sobre la
cabeza de la atónita Moco, duchándola con una pastosa y viscosa mezcla de puré de patatas,
verduras y salsa. Todas las miradas convergieron sobre ella, y las voces se alzaron hasta una
aguda nota de excitación.
De súbito, Crash tomó de su propio plato un puñado de patatas y las aplastó sobre el rostro de
Chris. Entonces Janet, poniéndose en pie trabajosamente como si despertara de un trance, le
arrojó su bandeja a Moco antes de que ésta pudiera esquivarla. Fue como una chispa sobre un
barril de pólvora. En un instante, todo el comedor estalló en un caos de chillidos, gritos,
maldiciones y puntapiés; las bandejas volaron por el aire, estrellándose contra las paredes o
en el suelo. Se volcaron mesas, se arrojaron sillas, y mientras las más asustadizas buscaban
refugio, Chris y Janet, completamente olvidadas entre el desbordamiento de muchas
hostilidades largamente contenidas, acudieron a cuantos objetos tenían a su alcance para
bombardear y golpear a la desventurada Moco. Ésta, medio ciega por la mezcla gelatinosa que
le inundaba el rostro, apenas pudo hacer otra cosa sino cubrirse con los brazos y retroceder,
con objeto de escapar a la furia de sus atacantes.
Alarmada por el tumulto, que asumía ya las proporciones de verdadero motín, Lasko entró
corriendo para intervenir en la pelea, acompañada de la aturdida cocinera, a quien se le salían
los ojos de sus órbitas. Durante algunos momentos su llegada pasó inadvertida, mas poco a
poco el caos disminuyó y las chicas que se habían escondido empezaron a emerger, entre
confusas y aliviadas. Algunas de las que no habían tenido que ver en la pelea huyeron hacia la
puerta como pájaros espantados, con afán de evitar la confrontación fatal.
Abriéndose paso entre el destrozo y las chicas que huían, iracunda, Lasko separó a Chris y
Moco, que estaban revolcándose por el suelo entre los restos de comida y de platos hechos
añicos, chillando, profiriendo insultos y tirándose de los cabellos. Janet las miraba con los ojos

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muy abiertos y llorosos, atemorizada. Sin decir palabra, Lasko agarró del brazo a Moco y a
Chris, y las sacó del comedor, no sin volverse para decirle a Janet:
- Y tú también.
El castigo iba a ser su postre de aquel día.

A primera hora de la mañana siguiente, todas las chicas del dormitorio permanecían
temporalmente recluidas en sus habitaciones, en espera de una decisión final sobre el
incidente. Barbara Clark hablaba a solas con Emma Lasko en el despacho de ésta. Lasko
estaba sentada detrás del escritorio, removiendo un gran montón de papeles. Barbara paseaba
nerviosamente arriba y abajo.
- Sólo puedo atenerme a lo que vi -decía Lasko-. Janet y Chris empezaron con lo de arrojar
cosas.
- Pero si a Janet le queda muy poco -le recordó Barbara-. Además, ambas son las primeras de
la clase.
Lasko apartó los papeles con un gesto impaciente, y al tiempo que contestaba miró a Barbara
con expresión de fastidio.
- Esas razones no son excusa -insistió-. Si se salen con la suya, las demás chicas van a
figurarse que...
- Bien, pues que permanezcan confinadas en la habitación -la interrumpió Barbara-. Pero no
incomunicadas. La incomunicación será contraproducente, Emma.
La contrariedad de Lasko aumentó. Le molestaban las continuas intromisiones de Barbara en
su modo de dirigir los dormitorios, especialmente cuando el asunto tenía algo que ver con
Chris Parker.
- De acuerdo, pero no eres tú la celadora de los dormitorios -replicó-. Y el tenerlas
incomunicadas me ayudará a mí a mantener el orden.
- ¿Es eso lo más importante, pues? -preguntó Barbara, airada-. ¿Es todo lo que te preocupa?
¿No tener problemas... , mantener el orden? Será por eso que abofeteaste a Denny, para
poder...
- iEh! iEspera un momento! -la interrumpió Lasko, herida por la acusación implícita.
- ¿Te ayudó eso a mantener el orden? -insitió Barbara machacando la cuestión.
Lasko se puso en pie súbitamente y se adelantó sobre el escritorio, con los nudillos blancos y
un gesto tenso en su rostro fatigado.
- Ahora no quieras dar a entender que soy alguna especie de... monstruo... -titubeó,
espantándose al aplicarse a sí misma tal calificativo-. iNo se te ocurra!
Se tranquilizó un poco y continuó:
- Siento lo de Denny. Pocas veces pierdo el control de mí misma... -Se interrumpió de repente,
al ver que Barbara se apartaba con repugnancia-. iEscúchame! -suplicó Lasko desesperada y a
la defensiva-. Hace diez años, yo luché para desterrar de la institución las camisas de fuerza y
las palizas. Yo protegía a esas chicas, ¿te enteras?
Barbara se volvió de nuevo hacia la celadora; en sus ojos, la ira había cedido a la
comprensión. No era su intención hacer de Lasko una culpable; ella no era más que otro peón
en el juego, demasiado asustado para aventurar un movimiento que pudiese resultar erróneo.
- Sí, Emma -la conjuró-. Ya sé que antes era peor. ¿Y qué? Queda el hecho de que esas
criaturas están encerradas porque nadie las quiere. Ese es su delito.
Lasko desvió la mirada. Sabía lo que era vivir sin que nadie la quisiera a una. Se sintió abatida,
derrotada.
- Eso no podemos remediarlo -dijo débilmente.
- Tenemos hogares para animales abandonados -continuó Barbara-, y hogares para ancianos
abandonados. En cambio, para los niños abandonados tenemos reformatorios.
Lasko le devolvió la mirada, con un nuevo fuego brillando en sus ojos:
- Reformatorios, sí -declaró-; pero esto es coser y cantar comparado con lo que eran antes.
Barbara sacudió la cabeza con impaciencia:
- ¿Qué me dices de ahora, Emma? ¿Qué haces por ellas ahora?

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«¡Santo Dios! -pensó Lasko-. ¿Cómo podría hacérselo entender? ¿Cómo darle una idea de
hasta qué punto han mejorado las cosas?» Le dirigió a Barbara una mirada penetrante y dijo,
golpeándose el pecho para subrayar sus palabras:
- Yo les doy un lugar donde vivir. Dormitorios limpios, y comida. Y procuro que nadie les haga
daño... , al contrario de lo que les ocurre ahí fuera -y apuntó con el pulgar hacia la ventana
para completar el sentido de su frase.
Pero Barbara no se dejaba convencer con facilidad.
- Eso no basta -insistió-. Admítelo, no basta, porque no rompe los módulos acostumbrados.
Ellas entran y salen, y tienen hijos a los que no quieren, los cuales acaban como ellas, yendo a
parar aquí... -Se interrumpió a la mitad de lo que pensaba decir, rodeó el escritorio y agarró a
Lasko del brazo, mirándola con ojos desolados-. Emma -suplicó-, ayúdame a romper ese
círculo vicioso. Tratemos de salvar... , aunque sólo sea a una de las chicas, ipor favor, Emma!
Mientras lo decía, Barbara supo que la chica en quien pensaba era Chris Parker. De algún
modo, pensó, podía ser salvada todavía.
Lasko estaba conmovida por aquella discusión, pero había vivido demasiadas cosas; hacía años
que había perdido sus ilusiones. Con frecuencia se preguntaba qué la obligaba a quedarse en
aquel lugar, no atreviéndose a reconocer la verdad: que estaba tan cogida como las chicas a
quienes cuidaba. Se puso en pie y miró fríamente a Barbara. En la maestra vio un reflejo de lo
que ella misma había sido años atrás... , antes de que el tiempo y las realidades se cobrasen
su tributo.
- Crees que vas a real-izar una buena acción, ¿eh? -dijo sin mala intención-. Quieres salvar a
una chica, regenerarla. Sólo a una. Y ¿qué me dices de las demás? ¿Qué les diré mañana,
cuando me reúna con ellas, sobre eso de salvar a una? Cuando una de ellas merezca la
incomunicación, ¿cómo se lo explicaré? ¿He de decirle que ella no merece la pena de ser
salvada?
Acercando la silla al escritorio, Lasko se volvió y se encaminó a la puerta. Se detuvo
brevemente para mirar a Barbara:
- Contéstame a eso nada más... Mañana, ¿qué? Y salió sin aguardar respuesta.

Capítulo 18

Más tarde, aouella misma mañana, Chris y Janet fueron encerradas en celdas de
incomunicación distintas, la una frente a la otra. Chris no sintió el menor remordimiento por lo
que había hecho. Aquel marimacho de Moco se lo estaba buscando desde hacía mucho tiempo,
sólo que nadie había tenido narices para hacerlo.
Chris lo sentía únicamente por Janet. ¡Cristo, qué personal tan incapaz tenían en aquella
escuela! ¿Cómo se les ocurría encerrar a esa chica embarazada de siete meses en una celda
fría, destartalada y miserable... , sobre todo tratándose de alguien que ya había intentado
suicidarse una vez? Chris se echó a temblar recordando cosas que había oído... , dolencias que
sufrían los niños por las cosas ocurridas a sus madres durante el embarazo. Muy bien, si
actuaban según su estúpido reglamento, pensó, pero podían hacer una excepción en el caso de
Janet. A nadie habrían perjudicado limitándose a confinarla en su habitación; la única que
podía ofenderse era Moco.
Chris dio un puntapié a un objeto imaginario sobre el frío suelo de la celda. Acercándose a la
puerta, se puso en cuclillas y apretó la cara sobre la reja.
- ¿Janet? -llamó en voz baja.
- ¿Sí? -contestó Janet al otro lado del corredor.
- Quiero cambiar de celda contigo.
- ¿Por qué?
- Porque ya he leído todas las paredes de la mía -dijo Chris, haciendo un esfuerzo por poner
una nota de humor en la voz.
Hubo un silencio, y luego Janet dijo en tono plañidero:
- Lo siento, Chris.
- No fue culpa tuya -le aseguró Chris.

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- Ahora perderemos calificación. -Hubo una pausa-. Y yo quería estar en casa cuando naciera
el niño -murmuró.
- No te preocupes -explicó Chris-. Te dejarán salir.
- ¿Qué pasará contigo?
El humor de Chris se volvió sombrío.
- No lo sé, pero no me importa, Janet. No te preocupes.
El resto del día se les hizo muy largo a ambas. Chris rogó a la matrona que les dejara pasar
juntas la hora de ejercicio, pero su petición fue rechazada.
- Incomunicación significa incomunicación -dijo la matrona-. Esto no es un recreo, para que te
enteres.
Cuando Chris trató de explicarle que el único motivo de querer acompañar a Janet era el de
cuidar de ella, recibió una seca negativa.
- No es la primera chica embarazada. Tú ocúpate de tus asuntos. Ella es fuerte como un
caballo. Ocúpate de tus asuntos.
Para entonces Chris ya estaba tan acostumbrada a la celda de incomunicación que le resultó
fácil conciliar el sueño. En cambio, para Janet la cosa fue muy diferente. Había sentido náuseas
todo el día; le dolía la cabeza y experimentaba dolores lancinantes en la espalda. Por más que
lo intentó le fue imposible hallar una postura cómoda sobre el raído colchón. Cogió frío, y no
halló manera de entrar en calor; empezó a temblar y a castañetear los dientes. No sabía qué
hora era. Todo estaba silencioso y oscuro. Intentó llamar a Chris dos o tres veces, pero al no
recibir respuesta supuso que estaría durmiendo.
Mientras yacía de espaldas mirando al techo en tinieblas, su malestar empezó a hacerse más
intenso. El dolor de su espalda se hizo más agudo; trató de cambiar de postura, y entonces
sintió una punzada de dolor, como si se hubiera roto algo dentro de ella. Rompió a sudar y a
temblar como una hoja sacudida por el viento.
- iOh, no! -murmuró-. iOh, no!
El dolor de su vientre aumentaba por momentos.
- iChris! iChris! -gimió. Trató de incorporarse, pero no pudo. El dolor ardía dentro de ella como
un fuego, y cuando alzó la mano para secarse el sudor de la frente, notó que tenía el rostro
ardiendo. Luchando con todas sus fuerzas para alzarse sobre los codos, chilló:
- iChris! iChris!
La voz de Janet penetró en el cerebro de Chris, amodorrado por el sueño, despertándola a
medias.
- ¡Chris! -oyó que gritaba Janet.
Sentándose sobre el colchón, medio dormida aún y no muy segura de si lo había soñado o no,
Chris miró la reja de la puerta.
- ¿Qué? -murmuró-. ¿Qué pasa?
- ¡Algo va mal! -sollozó Janet con angustia.
Chris saltó del colchón y se arrastró hasta la reja.
- ¿Qué es lo que va mal? -preguntó.
- iAlgo va mal con el niño!
Chris miró a su alrededor con movimientos rápidos y sobresaltados, como un animal cogido en
la trampa.
- iJanet! -gritó, cerrando los puños en torno a los barrotes- ¡No sé qué hacer!
- ¡Estoy sangrando, Chris! ¡Estoy sangrando!
Chris empezó a martillear la puerta de la celda con los puños. El eco resonó, apagado, en el
corredor desierto.
- ¡Eh! ¡Socorro! ¡Necesitamos ayuda! -gritó, y luego, dirigiéndose a Janet-: ¡Haré que vengan,
Janet! Espera... ¡Haré que vengan! ¡Haré que vengan!
- ¡Por favor! ¡Por favor! -suplicó Janet.
Chris golpeó la puerta con más fuerza, con todas sus fuerzas.
- iSocorro! iSocorro! -gritó.

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Al otro lado de la puerta de la sección, la matrona dormitaba sobre su escritorio, con una vieja
revista entre las manos. Alzando ligeramente la cabeza en dirección del ruido, miró con ligera
contrariedad hacia el corredor de las celdas, y luego volvió a dormitar.
Chris estaba ya frenética. Dando patadas y puñetazos a la puerta, gritaba a pleno pulmón:
- ¡Socorro! ¡Que venga alguien!
Janet se arrastraba por el suelo, retorciéndose de dolor, medio fuera del colchón, con las
manos sobre el estómago y luchando por recobrar el aliento. Las oleadas de náuseas
atormentaban su cuerpo alternando con sacudidas de dolor insoportable. Se sentía arder, y al
mismo tiempo tenía la vaga impresión de una pérdida húmeda y pegajosa.
Chris continuó el redoble de puntapiés y puñetazos, sin dejar de gritar:
- iVengan! ¡Vengan en seguida!
Cogió la jarra del agua y la estampó contra la puerta, seguida del vaso. No hubo respuesta.
Descargó una lluvia de patadas contra la puerta, y nada. Entonces, cogiendo el orinal lo arrojó
contra la puerta de acero, donde se hizo pedazos con fuerte estrépito.
- ¡Por favor! -aulló, redoblando con los puños-. ¡Socorro, por favor!
Completamente despierta ahora, la matrona se dio cuenta de que aquellos estampidos no
provenían de ninguna cañería estropeada, sino del jaleo que armaban aquellas condenadas
criaturas, vaya usted a saber por qué. Molesta por la interrupción, echó atrás la silla, cogió las
llaves y se encaminó hacia las celdas. El redoble se hizo más intenso al abrir la puerta del
corredor. Murmuró una maldición, ensordecido por los frenéticos gritos de Chris y por los
golpes en la puerta a medida que avanzaba hacia las celdas.
Descorrió con rabia el cerrojo de la celda de Chris y abrió de par en par.
- ¿Qué pasa aquí, veamos? -preguntó la matrona.
Chris quiso cruzar de largo la puerta mientras gritaba con voz ronca:
- iJanet! iJanet!
Por fin, la idea de que ocurría algo grave penetró en el cerebro de la matrona y, apartando a
Chris a un lado, descorrió el cerrojo de la puerta de Janet y la abrió con enérgico movimiento.
- ¡Dios mío! -jadeó, deteniéndose de súbito como si acabara de tropezar con un muro de
cristal. Luego pasó al lado de Chris como si ésta hubiera dejado de existir y corrió pasillo
abajo.
Chris entró en la celda de Janet, se arrodilló en el suelo y la cogió en brazos. Sollozaba de
modo incontenible, y se agarró a Chris llena de terror.

Janet fue conducida al hospital a toda prisa, y a Chris se le permitió regresar a su habitación,
donde permaneció echada sobre su litera hasta el amanecer, llorando a ratos silenciosamente,
o mirando al vacío.
Turbada y conmovida por la noticia de lo que le había ocurrido a Janet, y atormentada por
sentimientos de culpabilidad, Emma Lasko tampoco pudo dormir aquella noche. Después de
agitarse y dar vueltas durante varias horas, se puso una bata y, tras comprobar que todas las
chicas estaban en sus habitaciones, se encaminó hacia el comedor desierto. Sentándose en el
sofá frente al televisor, conectó éste con la esperanza de distraerse un rato y olvidar los
pensamientos inquietantes que torturaban su cerebro. Finalmente cayó en un sopor
intranquilo.
El resplandor rojizo del amanecer penetraba por las ventanas cuando Lasko despertó
sobresaltada por el timbre del teléfono, que sonaba en su despacho. Aturdida, se ciñó la bata y
salió corriendo del comedor, precipitándose galería abajo hacia la pequeña oficina. Mientras
corría, las chicas empezaron a asomarse por las puertas, ansiosas. Entró en el despacho y
descolgó a la novena llamada.
- Sección tercera -dijo con voz ronca-. Sí... ¡Qué desgracia! Sí... , descuide... , descuide...
Colgó lentamente y se volvió hacia la puerta, con una expresión de honda tristeza en el rostro.
Fuera había seis o siete chicas formando un silencioso grupo, esperando noticias con
impaciencia.
- Janet habrá de permanecer en el hospital unos días más -les dijo con voz quebrada-. El niño
murió.

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Nadie habló; los rostros expresaban congoja e indignación al mismo tiempo. Chris, ligeramente
aparte de las demás, quiso alzar un grito de reproche, pero no pudo. Sus emociones la habían
dejado sin fuerzas. Su mirada se cruzó con la de Lasko, en silencio, y por un breve instante
compartieron el sentimiento de la pérdida sufrida. Luego Chris se giró bruscamente y echó a
andar por el pasillo. Deteniéndose frente a una puerta abierta, miró al interior de la habitación
e hizo ademán de pasar de largo. Pero luego, cambiando de parecer, entró. Crash estaba en
pie junto al tocador, en pijama, y su rostro reflejó la sorpresa que le producía la inesperada
intrusión de Chris. Moco se había sentado al borde de su litera, medio dormida aún. Chris la
contempló con amargura.
- El niño no sobrevivió -anunció en voz baja y monótona.
Sus palabras tardaron algunos segundos en hacer su efecto. Moco parpadeó, en un
desesperado esfuerzo por mantener la calma. Abrió la boca, pero no pudo articular palabra.
Sus labios empezaron a temblar, y los ojos se le llenaron de lágrimas. Chris nunca había visto
a Moco manifestar otra emoción sino la ira, y el ver a aquella chica hombruna y dura llorando
fue demasiado para ella. No pudo resistirlo. Salió al corredor y se dirigió a su propia
habitación, a paso lento, con el corazón entorpecido por el exceso de pena.

Capítulo 19

El sol caía a plomo de un cielo sin nubes sobre el amarillo y rechoncho autobús escolar que
avanzaba a trompicones por un camino estrecho y lleno de baches, franqueado de terreno
pardo, reseco y pedregoso. El autobús estaba lleno de muchachas de rostro huraño; eran las
de la sección tercera amigas de Janet. Miraban por las ventanillas sin decir nada y tenían un
aire común de aplastante tristeza, que se extendía a sus cuatro acompañantes adultas:
Barbara Clark, Emma Laskol su ayudante Betty Ramos, y Cynthia Porter.
Después de dar tumbos durante unos tres cuartos de hora, el autobús enfiló bruscamente un
polvoriento sendero lateral que serpenteaba por entre pedregales y matas de monte bajo.
Atacando una ligera pendiente, llegó ante un pequeño cementerio rodeado por una gran verja
de hierro forjado negro.
Alrededor de una pequeña sepultura recién cavada había un grupo de personas, incluyendo
varios indios de rostro solemne y un sacerdote con larga sotana negra. En medio del grupo se
veía a Janet, con su rostro melancólico, rodeada de su familia. Cuando el autobús se detuvo
frente a la verja de hierro del cementerio, los componentes del duelo alzaron unas miradas
inexpresivas mientras se abría la puerta del vehículo. Las chicas se apearon y fueron
aproximándose a la sepultura. Una brisa caliente y seca levantaba pequeños remolinos de
polvo. Las compañeras de Janet desfilaron frente al pequeño ataúd depositado en el suelo;
algunas llevaban flores, que fueron dejando suavemente sobre el mismo. Ria se arrodilló
brevemente, se persignó y depositó, doblado, el juego de cuna rosa y azul. Chris, con los ojos
nublados, se inclinó cuando llegó su turno y ofrendó una sola rosa blanca de tallo largo.
Janet miraba sin ver, entorpecida, con el dolor grabado en el rostro, mientras las chicas
formaban en círculo alrededor de la tumba llenando el hueco dejado por los demás
componentes del duelo. Lasko se unió a ellas, con la mano apoyada en el transmisor-receptor
que llevaba al cinto. Barbara y Cynthia avanzaron hasta llegar junto a la sepultura, a ambos
lados del sacerdote. Hubo un incómodo arrastrar de pies, algunas toses, y nada más. Barbara
lanzó una mirada al cura y éste le hizo una inclinación con la cabeza. Parecía nerviosa y al
borde del llanto. Miró un instante la sepultura y luego alzó la mirada hacia el autobús que
aguardaba fuera, donde se había quedado Betty Ramos. Ésta se apoyaba contra la carrocería,
y un rayo de sol arrancaba reflejos al cromado de su transmisor-receptor.
Barbara contempló brevemente a Janet y a la familia de ésta. Janet intentó sin éxito dirigirle
una débil sonrisa. Entonces la maestra miró a las demás jóvenes. Se aclaró la garganta y
empezó a hablar, procurando dirigirse a sus alumnas como si les hablase una a una,
individualmente.

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- Sé que este niño significaba algo muy especial para vosotras. -Se interrumpió y luego
prosiguió-: Cuando salgais de la escuela, espero que hayáis conservado ese sentimiento... No
dejéis que se pierda.
- La voz se le volvia torpe de emoción-. Habrá más niños, tal vez de Janet... , o tal vez de
todas vosotras. Habrá más razones... -Se le quebró la voz y tragó saliva, obligándose a sí
misma a continuar-: Más razones para que deseéis lograrlo y salir de allí.
Las lágrimas le brillaban en los ojos. No tenía más que decir.
Entonces le tocó el turno a Cynthia. Adelantándose con la soltura de un orador consumado,
hizo una inclinación a Janet y su familia y luego se dirigió a las chicas.
- He expresado ya la profunda condolencia y el sentimiento de la escuela -dijo con
solemnidad-. Para la comprensión de lo ocurrido hemos de comprender al pueblo de Janet, un
pueblo digno y firme. -Se interrumpió para subrayar el efecto, mirando de nuevo a los
parientes de Janet. Ninguno de ellos dio la menor muestra de emoción. Cynthia continuó
dramáticamente-: Por eso, cuando le llegó su hora, soportó su dolor en silencio, conforme a la
tradición...
De súbito, Chris dio un paso adelante con el rostro alterado por la angustia, y exclamó:
- ¡Mentira! ¡No paró de gritar!
No había podido aguantar el diluvio de tópicos emitido por aquella funcionaria postiza, que ni
siquiera estuvo presente cuando se desencadenó la tragedia.
Totalmente cogida por sorpresa, Cynthia se descompuso y murmuró, confusa:
- Entiendo que... no lo hizo hasta que ya fue demasiado tarde...
- ¡Mentira! ¡Ella gritó! -aulló Chris aún más fuerte que antes.
Janet se echó a llorar, y su madre le rodeó los hombros con el brazo para consolarla. Barbara
se volvió y se dirigió hacia Chris.
- ¡Ella gritó! -seguía repitiendo Chris histéricamente-. ¡Gritó... , ella gritó!
Entonces Barbara la cogió de los hombros y se la llevó al autobús. Tan agitada estaba Chris,
que ni siquiera logró hallar refugio en las lágrimas.

Capítulo 20

La consecuencia inmediata de la tragedia de Janet fue una notable calma entre quienes habían
tenido más contacto con ella, tanto las chicas como el personal de la escuela. Hubo menos
charlas durante las comidas, y los recreos transcurrían con evidente contención en los juegos.
Hasta Barbara Clark daba sus clases con un aire más autoritario. Los responsables juzgaron
que era un período de introspección reflexiva. Aunque era imposible adivinar si ello conduciría
a un mayor discernimiento personal por parte de las chicas, o haría que reforzasen su escudo
defensivo de cinismo.
Pasaron las semanas, y los vestigios exteriores del drama fueron borrándose a medida que las
actividades diarias reanudaban su rutina familiar. Moco había recuperado su habitual
personalidad huraña y fanfarrona, siempre a punto de armarla por cualquier motivo; su
satélite Crash le seguía los pasos, desempeñando su papel, que era una involuntaria caricatura
de los cortesanos aduladores de épocas pasadas. Denny volvió a sus cambios de humor, en los
que tan pronto era una mariposa retozona, como una ensimismada profetisa de desgracias.
Sólo Chris parecía haber experimentado una transformación completa. La mirada observadora
de Barbara Clark, que había llegado a considerar a Chris como un caso de responsabilidad
personal, notaba pequeños detalles reveladores de que Chris había perdido para siempre
aquella timidez simpática, aquella vulnerabilidad tan característica en ella cuando llegó por
primera vez a la escuela. Su modo de andar, su comportamiento frente a situaciones que
encerrasen una posibilidad de peligro, su actitud general en clase, todo manifestaba un
carácter mucho más duro y vigilante. Había un aire deliberado en todo lo que decía, y un
constante autocontrol en todas sus acciones; era como una caldera hirviente con la tapadera
bien atornillada. A esa transformación cada vez más permanente, Barbara asistía sin poder
hacer nada, aunque también sin perder del todo la esperanza.

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Pasaron varias semanas sin que nadie aludiese a Janet ni siquiera casualmente, como tampoco
a la dramática noche que fue la causa de que aquélla retornase con su familia. Si las chicas
guardaban de ello algún recuerdo, era imposible de saber. A juzgar por las apariencias
exteriores, era como si Janet jamás hubiera existido.
Anochecía ya. Varias muchachas estaban tumbadas en el sofá del comedor, viendo la
televisión. Al otro lado, Paula ocupaba un asiento junto a una lámpara, como siempre
esforzándose en acabar una informe prenda de punto. Lasko se había sentado en un brazo del
sillón, ayudando a Paula a desenredar las madejas y cogiéndole las agujas de vez en cuando
para guiarla.
Lasko meneó la cabeza:
- Ya no veo nada -dijo-. Si no lo dejamos ahora, vamos a sacar tres mangas.
Paula emitió una risita. Ninguna de las dos se fijó en Chris, que entraba arrastrando los pies,
en delantal y zapatillas, con los cabellos colgándole sueltos sobre los hombros. Dirigiéndose a
Lasko, le dijo tranquilamente:
- Necesito el champú.
Lasko se sobresaltó ligeramente y se volvió. Una fugaz expresión de fastidio pasó por sus
facciones. Consultó su reloj y luego alzó la mirada:
- ¿Por qué no me lo pedías antes? Ahora ya he cerrado el armario.
Chris cerró los ojos y luego volvió a abrirlos, con el gesto de quien se arma de paciencia.
- Estaba ocupada en la cocina -dijo en el tono de un adulto dando una explicación a una
criatura obstinada, o sea, como si en realidad toda explicación estuviera de más-. ¿Quieres
darme el champú? Lo necesito.
El diálogo atrajo la atención de Josie, que estaba viendo la televisión desde el sofá:
- Caray, qué perezosa eres, Lasko -observó sin mala intención.
No muy segura de si Josie había hablado en serio o en broma, Lasko se volvió a mirarla y dijo:
- Me duelen las piernas de ir y volver por esa galería cien veces cada día.
«Qué mujer tan pelma», pensó Josie, volviéndose para seguir mirando la televisión.
Moco, que acompañada de Jax se había puesto a mirar discos, dejó lo que estaba haciendo y
se enfrentó con Lasko. Jax la siguió. Moco, poniéndose desafiadoramente en jarras, sacó la
mandíbula y dijo en tono mordaz:
- Dale ya el condenado champú.
- Sí, Lasko -la imitó Jax como un loro.
Lasko se puso en pie de un salto y miró alternativamente a sus dos antagonistas, sacudiendo
la cabeza con expresivos movimientos.
- ¡Trae el champú! -las remedó-. Dame fuego, firma esta nota, haz esto y lo otro. ¿No podríais
dejarme en paz un rato?
No había humor en la voz de Josie esta vez:
- Pero Lasko -declaró-, si no haces nunca nada...
Paula dejó su labor en el regazo y se puso a mirar, nerviosa, primero a Chris, que contemplaba
a la celadora con un brillo irónico en la mirada, y luego a la propia Lasko, quien lanzó una
ojeada iracunda a Josie y replicó:
- Cuido bien de vosotras. No tenéis de qué quejaros.
- No cuidaste bien de Janet.
Denny había pronunciado estas palabras con una voz tan tranquila, que la acusación contenida
en ellas quedó colgando en el aire como un grito estridente.
Un murmullo de sorpresa recorrió toda la habitación. Durante unos momentos, no se oyó ruido
alguno sino la algarabía del televisor. Lasko se encaró con Denny, con los ojos lanzando rayos
de furor y pena.
- iNo fue culpa mía! -protestó.
Denny insistió en su punto de vista:
- Tú la castigaste a incomunicación -dijo fríamente.
- Sí, Lasko -corroboró Josie.
- Escuchad -empezó Lasko con los nervios a punto de estallar, pero no pudo concluir la frase.

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Chris, con una decisión reforzada al observar que las demás estaban claramente de su parte,
la interrumpió con tozudez:
- Tengo que lavarme el cabello.
Ahora Lasko no quiso ceder, por lo que replicó:
- Mañana te lo lavarás.
Chris, aparentando exteriormente una calma glacial y sin levantar la voz, cedió a un súbito
impulso retador:
- Me gustaría lavármelo ahora, por favor -dijo, no sin silabear las palabras «por favor» de un
modo que las hacía sonar, no como una fórmula de cortesía, sino como un insulto.
Bea, que hasta ese momento se había mantenido aparte de la discusión, se puso a gritar
súbitamente con todas sus fuerzas:
- ¡Qué sitio tan imbécil es éste! -y luego, como si hubiera llegado al colmo de su paciencia,
exclamó-: ¡No somos críos pequeños!
- ¿Quieres hacer el favor de darme el champú? -repitió Chris, -ignorando la -intervención de
Bea.
Sintiéndose en peligro inminente de perder el control de la situación, y con la desagradable
impresión de tener todas las miradas fijas en ella, Lasko se dio cuenta de que no le quedaba
más remedio sino mantenerse en sus trece.
- Mañana, he dicho -silabeó con energía.
Nadie habló. Paula se puso a dar vueltas a su labor; Jax y Moco, con los brazos cruzados sobre
el pecho y la hostilidad ardiendo en la mirada, se inclinaron hacia delante. Denny apretó los
puños, mientras Josie y Bea se incorporaban y se acercaban a Chris y Lasko, que se miraban
con mutuo desafío.
- Lasko -empezó Chris en tono suave.
- ¿Qué quieres? -replicó la celadora, con la voz ronca de aprensión.
- Quiero lavarme el cabello -replicó Chris, siempre sin alzar el tono y luchando para no
traicionar su creciente alarma. De súbito deseó no haber insistido tanto en aquella cuestión.
Tenía poco que ganar y mucho que perder, pero ahora ya no podía volverse atrás.
Lasko adivinó el sutil cambio en la actitud de Chris; al ver que la muchacha bajaba la mirada,
comprendió que ya no estaba segura de sí misma.
- ¿Qué te parecerían unos cuantos días de arresto en tu habitación -dijo calmosamente, en un
intende inclinar la balanza a su favor.
- No. Sólo digo que me des el champú, por favor.
Lasko entrecerró los ojos.
- Estás a punto de perder tu grado -la advirtió.
Chris empezó a temblar imperceptiblemente; su voz se convirtió casi en un susurro:
- ¿Quieres darme el champú, por favor, Lasko? -murmuró.
Exasperada hasta la desesperación, Lasko alargó el brazo derecho apuntándola con un índice
largo y huesudo.
- ¡Con eso basta! -aulló-. ¡A tu habitación, ahora mismo!
Chris no respondió ni se movió. Lasko, decidida a terminar de una vez con el desplante, la
tomó del brazo y empezó a sacarla del comedor. Entonces, con una súbita, inesperada
explosión de rabia, con el rostro hecho una máscara lívida de furor, Chris se soltó de un tirón y
saltó con la agilidad de una fiera acorralada.
- iNo! -gritó.
Cerrando con fuerza el puño derecho, atacó por sorpresa con la soltura de un experto
boxeador y golpeó a Lasko en la cara. Las chicas que asistían a la escena rompieron en jadeos
de horror y aprobación cuando Lasko, momentáneamente aturdida por el golpe, trastabilló
hacia atrás perdiendo el equilibrio y cayendo atravesada en un sillón.
Perdido ya el control, Chris golpeó a la indefensa Lasko sin dejar de chillar «iNo! iNo!» a toda
voz, descargando una lluvia de salvajes puñetazos sobre la víctima de sus iras.
Lasko levantó las manos para protegerse, mientras las chicas formaban alrededor de ella un
círculo amenazador. De algún modo, la celadora logró sujetar los brazos de Chris y, con un
poderoso esfuerzo, la apartó a un lado, pero la fuerza de los tirones de Chris hizo que ambas

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cayesen al suelo. Chocaron con una mesa, rompiéndole una pata, con lo que el mueble
también se vino abajo. Chris quedó a horcajadas sobre Lasko, sin dejar de gritar ni de lanzar
golpes a ciegas. Todas sus compañeras gritaron simultáneamente cuando los puños de Chris
conectaron de nuevo con la mandíbula de Lasko. Con un movimiento relampagueante, como
una víbora, Chris arrancó el manojo de llaves que tenía Lasko en el cinturón y, sacudida por
sollozos de rabia, echó a correr hacia la puerta.
Poniéndose en pie con dificultad, Lasko trató de perseguir a Chris, pero le cortó el paso Moco,
con gesto ceñudo.
- Quítate de mi camino -silbó Lasko. Antes de que Moco pudiera reaccionar, Denny asió una
lámpara de mesa y descargó la peana de la misma contra la sien de la celadora.
El aire se llenó de gritos cuando Lasko cayó sin sentido sobre el sofá y resbaló luego hacia el
suelo, con un corte en la sien que manaba sangre. Paula corrió para arrodillarse a su lado, con
un sollozo. Sin soltar aún la lámpara, Denny se tambaleó ligeramente, con la mirada vidriosa y
una expresión de locura en la cara. Sin previo aviso se volvió, enarboló la lámpara como un
bate de béisbol y la estrelló contra la pantalla del televisor. El ruido del cristal haciéndose
añicos se mezcló con los chasquidos y el chisporroteo de los cortocircuitos eléctricos. De la
caja destrozada salieron nubes de humo sofocante, y en ese momento estalló en el comedor
una orgía de gritos histéricos y destrucción. Entre chillidos e insultos, con loco afán de
venganza, las internas arrancaron cortinas, rompieron cristales, rasgaron, rajaron y
destruyeron sistemáticamente cuanto estaba a su alcance. Moco vaciló un segundo ante el
tocadiscos, y ya iba a cogerlo, cuando Ria alargó una mano para frenarla.
- No, eso no -dijo. Moco asintió lentamente con la cabeza, comprendiendo lo que había querido
decir, y volvió a dejar el tocadiscos en su puesto.
Poco después, mientras el tumulto aún continuaba a su alrededor, Lasko empezó a volver en sí
poco a poco. Al abrir los ojos no supo. si dar crédito a aquella visión de pesadilla: isus niñas,
alborotando a su alrededor como una reencarnación de las hordas mogólicas! Trató
penosamente de incorporarse, mientras Paula llorosa, procuraba ayudarla.
En pie frente al armario del cuarto de baño, Chris, sin prestar oídos al tumulto procedente del
comedor, derribaba frascos y botes en un frenético esfuerzo por encontrar el champú. Josie y
Moco entraron corriendo de repente.
- iLarguémonos de aquí! -jadeó Josie, alargando la mano hacia las llaves, que colgaban de la
puerta del armario.
- iDate prisa! -la urgió Moco.
Josie sacó las llaves de la cerradura y ambas echaron a correr hacia la puerta. Entonces rasgó
el aire un timbre de alarma. Josie se paró en seco.
- ¿Qué te pasa? -preguntó Moco, impaciente-. Date prisa; vamos a salir de aquí.
- No puedo -susurró Josie roncamente-. ¡No puedo!
Con un juramento ahogado, Moco le arrancó el llavero sin hacer caso de su llanto y salió, con
Chris pisándole los talones.
Moco voló sin aliento hasta la puerta principal y empezó a tantear con las llaves. No sabía cuál
era la que servía, y le temblaban tanto las manos que apenas acertaba a sostener el llavero.
- ¡Vamos! ¡Date prisa! -la azuzó Chris. En ese momento se les unieron otras cinco o seis chicas
que habían salido del comedor, con ansias de romper el encierro y escapar en la noche.
- ¡No puedo abrir! -sollozó Moco-. ¡No puedo! -y con esto, todas las muchachas se pusieron a
aporrear la puerta con furia.
- ¡Maldita sea! ¡Maldita sea! -gritaba Moco, desvalida, viendo que la puerta no se movía ni un
milímetro. Y, mientras no cesaba de sonar el timbre de alarma, el estrépito de la destrucción
del comedor empezó a disminuir. Pronto, el redoble sobre la puerta se convirtió en un golpeteo
fatigado y, agotadas, las chicas se dejaron caer al suelo renunciando a sus esperanzas de
libertad.

Capítulo 21

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Después de varios días de investigaciones previas, se estableció que, si bien había sido Chris la
instigadora del motín, aún quedaba cierto número de factores por determinar. Por lo que se
refería a las demás chicas, se convino en que habían actuado movidas por un frenesí colectivo,
con intervención de factores psicológicos que habían madurado la explosión. Aunque ninguna
de las responsables se atrevió a decirlo con franqueza, la realidad era que el episodio había
catalizado las emociones de las muchachas. La mayoría de ellas se hallaban en mejores
condiciones mentales que antes del motín. Al purgarse de sus hostilidades más urgentes y
poder desahogar sus frustraciones, quedaban, como grupo, más dispuestas a aceptar la
autoridad. En cierto número de casos, el sentimiento restante de culpabilidad produjo un
importante efecto sobre sus actitudes. Esto se puso de manifiesto, sobre todo, al organizar
brigadas de trabajo para quitar los escombros y ayudar en las faenas de reparación. Pero, a
pesar de aquella calma siguiente a la tempestad, el personal de la escuela sabía que no se
había producido ni iba a producirse ningún cambio auténtico, y que sólo era cuestión de tiempo
el que otro incidente igualmente trivial desencadenase otra escena, aparentemente absurda,
de destrucción, y tal vez con secuelas aún peores.
Pero la preocupación más inmediata era la de tratar de sondear a Chris para determinar qué
motivos la habían inducido a convertirse en la chispa que dio lugar a tan peligrosa
conflagración.
El día de la reunión definitiva, la zona del comedor quedó aislada del resto de la sección
tercera. Después de reconstruir todos los detalles del caso durante varias horas, la junta
calificadora, formada por Cynthia Porter, Elaine Ferraro, Betty Ramos y Barbara Clark, se
dispuso a entrevistarse personalmente con Chris. La llamaron al comedor y fue invitada a
sentarse a la mesa; se trataba de darle una oportunidad de hablar sin sentirse cohibida por la
presencia de Emma Lasko.
Chris tomó asiento, afectando seriedad, con la cara recién lavada y la ropa limpia y bien
arreglada.
Parecía tranquila, segura de sí misma, y la perfecta imagen de una adolescente formal.
Cynthia, garabateando distraídamente sobre un bloc de papel amarillo que tenía ante sí, dijo:
- Bien, Chris. Ahora que se han calmado los ánimos, por decirlo así, tal vez podamos aclarar el
transfondo de este asunto. ¿Estás dispuesta a ayudarnos?
- Sí -respondió, obediente.
Elaine frunció el ceño:
- No entiendo nada de esto -dijo-. Chris no había creado problemas desde hacía meses.
Betty se volvió hacia ella:
- ¡Por favor! -le reprochó-. La señorita Lasko aún lleva las señales para demostrar lo que
ocurrió.
- Sí, sí -dijo Cynthia, golpeando con el lápiz-. Pero estamos aquí para demostrar por qué
ocurrió.
- ¿Sólo porque no quería darle el champú? -observó Betty dubitativamente.
- ¡Ah, no! -dijo Chris, adelantándose con gesto de sinceridad y uniendo las manos sobre la
mesa-. Ella me abofeteó primero.
- ¡No lo hizo! -saltó Betty.
Chris miró a Cynthia:
- Sé que Betty no me cree, pero...
- ¿La señorita Lasko te abofeteó? -la interrumpió Barbara, mirándola fijamente. En los modales
de Chris había algo indefinible que la hacía temblar. Barbara notó que estaban siendo víctimas
por parte de Chris de una mentira audaz, pero tremendamente astuta, y eso la entristecía
profundamente.
- No tenía ganas de ir a buscar el champú, y se enfadó conmigo cuando le insistí por favor en
que me lo diera -se encogió un poco de hombros.
Betty no estaba convencida:
- Creo que miente, y que las demás chicas han mentido también para ayudarla.
Chris se volvió para mirar a los ojos a Betty, y suspiró con la voz repleta de franqueza:
- Lamento de veras que no me crea.

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- Deseamos escucharte sin prejuicios, Chris -dijo Cynthia. Estaba satisfecha porque había oído
exactamente las palabras que deseaba oír. Chris le parecía la imagen ideal de una adolescente
arrepentida. Mirando a las demás, dijo:
- No conocemos ningún precedente de que Chris sea mentirosa...
- Verdad es que Emma reparte bofetones algunas veces -concedió Elaine.
Barbara guardó silencio, cada vez más segura de su escalofriante intuición; sentía asimismo
una frustración tan honda, que le daba ganas de echarse a llorar.
- Las otras veces que Chris tuvo dificultades -dijo Cynthia-, confesó francamente lo que había
hecho.
Se interrumpió para mirar a Chris, quien bajó la mirada y tragó saliva, con una expresión de
profundo arrepentimiento en todos sus rasgos.
Cynthia casi pareció disculparse cuando dijo:
- Temo que perderás toda tu calificación ahora, lo mismo que todas las demás que tomaron
parte en el incidente.
Chris se inclinó hacia Cynthia, implorante.
- Por favor -dijo-. Estaba en cuarto grado. He figurado en el cuadro de honor durante muchas
semanas. Por favor, no lo olviden. iSe lo ruego!
Barbara entrecerró los ojos, pero no dijo nada.
- No lo olvidaremos, Chris -le aseguró Cynthia.
Betty hizo una mueca de contrariedad:
- ¿Después de lo que hiciste? -preguntó, mirando a Chris con dura expresión.
Chris no replicó al principio, limitándose a mirarla en silencio con aire lastimado. Abrió la boca
y volvió a cerrarla, tragando con dificultad. Parecía hallarse al borde del llanto. Se aferró con
ambas manos al borde de la mesa y dijo en voz baja y forzada:
- Me abofeteó. Entonces yo perdí los estribos y yo... lo siento. Lo siento de veras.
Hizo una pausa para producir más efecto, y luego continuó:
- Creo que algunas de las chicas perdieron la cabeza. Ojalá pudiera hacer que nada de esto
hubiese ocurrido. Ya sé que aún debo corregirme mucho, pero mi... , mi actitud ha mejorado
bastante desde que estoy aquí... -fijó su mirada en los ojos de Cynthia y continuó-: Esta
escuela ha sido para mí una gran ayuda...
Barbara sintió náuseas en la boca del estómago. «¡No puedo creerlo! -pensó-. ¡No puedo
creerlo!» Chris aún estaba mirando a Cynthia con gesto sincero:
- Creo que si me dan otra oportunidad y... , y no me rebajan la puntuación, sabré
comportarme aquí y fuera de aquí.
Por el rabillo del ojo vio que Elaine Ferraro la escuchaba con simpatía, moviendo la cabeza en
señal de aprobación.
Haciendo una pausa para comprobar la impresión causada por sus palabras, Chris paseó sobre
sus oyentes la más contrita de sus miradas, y luego se volvió de nuevo a Cynthia:
- Y, sobre todo -continuó, acudiendo a toda su persuasión-, desearía presentar mis disculpas a
la señorita Lasko.
Cynthia asintió, debidamente impresionada:
- Bien -dijo-. Te haremos saber nuestra decisión, Chris. Parece que tu actitud es buena y creo
que hay... propósito de enmienda. Ya te lo comunicaremos.
Luego, volviéndose a las demás, dijo:
- Hablaremos con las demás después de comer.
Chris supo que aquello era la despedida. Su breve aparición bajo los focos había terminado,
conque había llegado el momento de saludar al público y hacer su salida.
- Muchas gracias -dijo suavemente-. Gracias por escucharme.
Echó atrás su silla, se puso en pie y esperó a ser conducida fuera de la habitación. Betty
Ramos se levantó y, con un ceño de disgusto en la cara, indicando claramente que no le creía
ni una palabra, hizo salir a Chris.

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Hacía sol afuera. Betty y Chris iban caminando hasta un campo deportivo vallado, junto a los
dormitorios. Un grupo de chicas las siguieron con la mirada mientras se aproximaban. Chris
hizo ademán de reunirse con ellas, pero Barbara la detuvo poniéndole la mano en el brazo.
- Chris. Espera un minuto -dijo-. Quiero hablar con ella -agregó, dirigiéndose a Betty.
Asintiendo con la cabeza, y con una mirada hostil hacia Chris, Betty las dejó a solas y fue a
reunirse con el grupo.
Chris se volvió hasta mirar a Barbara de frente. Se contemplaron durante unos segundos, y
Barbara vio cómo la mirada de inocencia cándida que Chris había ostentado durante la
entrevista desaparecía, cediendo a una dura coraza de desconfianza.
- Has mentido -dijo Barbara sin alzar la voz. El rostro de Chris no expresó la menor emoción.
Se limitó a sostener su mirada, con las manos hundidas en los bolsillos de sus tejanos.
- Menudo rollo -murmuró.
Barbara trató de hallar las palabras adecuadas, pero todo lo que le salió fue:
- Yo... , yo ya no sé qué hacer contigo.
- ¿Qué importa eso? -dijo Chris, encogiéndose de hombros, y sin otras palabras se volvió y se
alejó para reunirse con sus amigas.
Las chicas hicieron corro alrededor de Chris, y ésta chasqueó los dedos con indiferencia.
- Dame un cigarrillo, Moco.
La aludida obedeció, y luego Chris se volvió hacia Betty:
- Fuego, por favor.
Barbara contempló la escena con la melancolía pintada en el rostro.
- ¡Eh, mamá! ¿Vendrás luego? -le gritó Josie, irónicamente.
Pero Barbara no respondió; no podía.
- Hasta luego, mamá -dijo Moco.
- Oye, mamá, ¿cómo es que no estás en clase esta tarde? -preguntó Jax.
Barbara seguía sin decir nada. Chris miró por encima del hombro y contempló, impasible,
cómo la mujer empezaba a sollozar silenciosamente. Una tristeza invencible se apoderaba de
la maestra al ver a Chris en su nueva posición de jefe del grupo. Lloraba por la pérdida de la
inocencia, por la frustración y por el fracaso al que ahora Barbara tenía que resignarse por fin.
Había alargado la mano en la oscuridad con afán de retener brevemente una pequeña llama de
esperanza, pero sólo para verla vacilar y morir como una vela al viento. No habría una
segunda ocasión de encenderla; el viento soplaba cada vez con más fuerza, y la última cerilla
se había gastado hacía mucho tiempo...

Chris

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Paul May

Círculo de Lectores, S.A.


Valencia, 344 Barcelona
4567898709
Ediciones Martínez Roca, 1978
Depósito legal B. 26018-1978
Compuesto en Garamond 1 1
Impreso y encuadernado por Printer, industria gráfica sa
Sant Vicenç dels Horts 1978
Printed in Spain
ISBN 84-226-0998-3
Título del original inglés, Chris
Traducción, M.R.
Cubierta, Joan Farré
Edición no abreviada
Licencia editorial para Círculo de Lectores por cortesía de Ediciones Martínez Roca
Queda prohibida su venta a toda persona que no pertenezca a Círculo

Capítulo 1

Emma Lasko entreabrió la puerta del cuarto de duchas y observó a la jovencita temblorosa que
terminaba de vestirse, de pie sobre los azulejos. Era casi una niña y tironeaba con torpeza su
pequeño vestido de algodón floreado, que se le pegaba al cuerpo húmedo. Lasko llevaba media
vida como celadora, pero de vez en cuando aún se conmovía al ver ingresar a una novata. Y
ésta tenía todo el tipo desvalido e infantil que hacía que Lasko maldijera su oficio. Menuda,
morena, con grandes ojos verdes asustados, contrastando con el pelo lacio y renegrido. Y esa
condenada expresión de desamparo en cada gesto. Unos minutos antes la celadora la había
hecho desvestirse y la había sometido a la inspección de rigor. Luego tuvo que repetirle tres
veces que se duchara y se lavara la cabeza con el champú desinfectante. La chica parecía a
punto de desmayarse de terror. Lasko la dejó un tiempo a solas y esperó en el pasillo,
escuchando el ruido del agua al caer, entremezclado con ahogados sollozos. Ahora la joven la
miraba con ojos enrojecidos, inmóvil, como sorprendida en falta.

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- Si has terminado te acompañaré al dormitorio -dijo Lasko con voz neutra-. Podrás dejar tus
cosas y descansar un poco antes de la cena.
La chica asintió, calzándose con torpeza el mocasin. La celadora dio media vuelta y comenzó a
caminar por el pasillo. La jovencita trotó hasta ponerse a su lado. Salieron a un patio
ajardinado y cruzaron en dirección a los dormitorios. Durante todo el recorrido la muchacha no
levantó la cabeza.
La mayoría de las internas estaban a esa hora descansando o conversando en sus cuartos,
pero un grupo de tres o cuatro asomó a la galería al oír los pasos inconfundibles de la
celadora.
- Carne fresca, ¿eh, Lasko? -zumbó una de ellas.
- ¿Qué ha hecho esa cría? -preguntó otra-. ¿Se ha escapado del parvulario?
- La han encerrado por hacerse pis encima -explicó una tercera.
Todas se echaron a reír, y algunas nuevas cabezas asomaron curiosas por las esquinas de la
galería.
- A ver si os calláis -dijo Lasko, sin detenerse-. ¿O es que habéis olvidado cómo os sentíais en
vuestro primer día aquí?
Una rubia alta y fornida, de rostro anguloso, se plantó frente a la celadora cerrándole el paso.
La pequeña novata dio un respingo y se ocultó aterrada tras el cuerpo de la mujer.
- Déjame pasar, Moco -dijo Lasko con voz calma.
La rubia levantó el mentón, desafiante, y sonrió poniendo los brazos en jarras. Hubo algunas
risitas expectantes entre las demás.
- ¿Con quién vas a ponerla, Lasko? -preguntó Moco.
- No contigo, por cierto.
La celadora estiró su mano hasta el hombro de Moco y la apartó suave, pero firmemente, hacia
la pared. Hizo un gesto a la novata y siguió su camino.
- Eres injusta -gritó Moco a sus espaldas-. Yo soy la que lleva más tiempo sola. ¡Desde que se
fue Crash no has puesto a nadie conmigo!
- Tú sabes muy bien por qué -respondió Lasko, sin volverse.
Las risas volvieron a sonar escandalosamente, esta vez tomando como blanco a Moco, que
sacó su larga y agresiva lengua y la exhibió en redondo a las demás. Luego se encogió de
hombros y regresó a su habitación. Lasko guió a la novata hasta el final de la galería y
torcieron por el último pasillo, a la derecha. Había varias puertas enfrentadas; la celadora se
detuvo frente a una de ellas, que estaba entornada.
- Bien, bienvenida al hogar -dijo Lasko con torpe jovialidad. Y, abrió la puerta.
Una joven de unos quince años, vestida sólo con un sostén color carne y unos gastados
tejanos, yacía absorta sobre una de las dos camas. Su rostro, quizá demasiado redondo,
enmarcaba facciones pequeñas y armónicas, de una precoz adultez. Las puntas del largo pelo
castaño le rozaban los pechos llenos y bien formados. Dejó pasar unos instantes antes de
darse por enterada de que había alguien en la puerta. Luego puso las manos bajo la nuca y
miró a Lasko como quien mira un mueble. Su mirada se detuvo un instante en la jovencita que
la acompañaba; luego cerró los ojos lanzando un largo y expresivo suspiro.
- Chris -dijo Lasko-, ésta es Carrie Watts. Desde hoy compartirá el cuarto contigo.
Carrie esbozó una tímida sonrisa esperanzada. Chris la observó impasible, con los labios
apenas fruncidos, y luego elevó la vista al techo, sin responder. Lasko se volvió hacia la
novata:
- Ella es Chris Parker -explicó-. Le gusta parecer indiferente, pero es buena persona. Ahora
está en el cuarto grado y es posible que pronto salga de aquí. Mientras tanto, será una buena
introductora para ti. Ya verás que os llevaréis muy bien. -Carrie asintió y Lasko le indicó la
cama vacía-. Puedes poner tus cosas allí. Te corresponde la mitad del armario. El lavabo está
al fondo de la galería. No se permiten vi...
- ... sitas en los dormitorios, ni fumar, ni hablar en la oscuridad, ni demostrar afecto -concluyó
Chris, girando sobre sí misma y poniéndose de cara a la pared.
- Es el reglamento -dijo Lasko, ligeramente amoscada.
- Y no lo has escrito tú, ya lo sabemos -suspiró Chris.

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Carrie pareció despertar súbitamente. Arrojó su deshilachado bolsa marinera sobre la cama y
luego se sentó ella misma, encorvando el cuerpo y dejando caer las manos laxas entre los
muslos abiertos.
- La puta que me parió -exclamó con su voz aniñada.
Chris y Lasko estallaron en una incontenible carcajada.
Antes de la cena, las internas podían disponer de algo más de media hora en el
salón-comedor, para escuchar música, ver televisión, fumar y hacer sociedad. Una fugaz y
regulada válvula de escape antes que los fantasmas de la noche invadieran el reformatorio.
Chris derramó medio frasco de agua de colonia sobre el pelo de Carrie, para disipar el
penetrante olor del jabón matapiojos. Fue su primer gesto de amistad y Carrie lo aceptó con
un agradecimiento mudo y excesivo. Luego le explicó las verdaderas normas del pabellón, que
no eran las del reglamento de Lasko. Solidaridad, respeto a las veteranas, no intimar con las
celadoras, no comprometer a las demás y, si había problemas, cerrar el pico: las líderes ya
sabían muy bien cómo manejar el asunto.
- ¿Quiénes son las líderes? -Preguntó Carrie.
- Moco y yo -dijo Chris con naturalidad-. Y Josie en su pasillo.
- No te imaginaba amiga de Moco -comentó la novata.
- No somos amigas -respondió Chris, guiándola hacia el comedor.
La entrada de Carrie produjo un súbito y tenso silencio que cortó abruptamente las charlas y
risas del comedor. Mientras todas las miradas se clavaban en la pequeña y armónica figura de
la novata, desde los raídos mocasines hasta el engrasado cabello negro, sólo se oía la voz
escéptica del comentarista de la NBC, evaluando las posibilidades del cacahuetero Jimmy
Carter para ser consagrado candidato demócrata en las próximas elecciones. Luego, alguien
bajó el volumen del televisor. Chris y Carrie avanzaron hacia una de las mesas, como en una
especie de ceremonia ritual. Hubo murmullos y alguna risita aislada, pero no pullas ni
intencionadas preguntas en falsete. Asombrada, Carrie comprobó que la escolta de Chris
producía más respeto entre las internas que la de la propia Emma Lasko.
Una vez sentadas, se aproximó una mulata cimbreante y expansiva, que Chris presentó como
su amiga Josie. También otra joven taciturna, llamada Ria, y la inevitable Moco. Betty Ramos,
la celadora auxiliar, iba de un grupo a otro encendiendo cigarrillos, ya que a las internas no se
les permitía tener cerillas ni encendedores. Chris extrajo un cigarrillo del bolsillo de Ria y se lo
colocó entre los labios. Luego chasqueó los dedos, haciendo un gesto a Betty para que le diera
fuego.
- Si tú no fumas, Chris -adujo Betty, visiblemente molesta.
- Quiero ofrecer un cigarrillo a mi nueva compañera de cuarto -dijo Chris.
Carrie, obediente, aceptó el obsequio y aspiró una larga bocanada. Su rostro se puso rojo y
estalló, lagrimeante, en un intenso acceso de tos. Josie, Ria y Chris rieron divertidas, mientras
Betty meneaba la cabeza.
- Sólo queríais burlaros -dijo, ofendida, yendo hacia el otro extremo del salón.
Mientras comían, Josie hizo a Carrie un pormenorizado y novelesco relato de la rebelión que
había encabezado Chris unos meses antes, y que terminara en un verdadero motín. La novata
escuchaba con ojos desorbitados, mirando alternativamente a Josie y a Chris.
- Y todo fue porque Lasko no le quiso dar el champú para lavarse el cabello -observó Ria.
Chris chupó lentamente un espárrago y luego dejó el tronco sobre el plato.
- No es cierto -dijo-. Ella me abofeteó.
Josie y Ria cruzaron una mirada cómplice. Josie se mordió los labios y luego comenzó a jugar
con el tenedor, hundiéndolo en el mantel de plástico.
- Eso le dijiste al Comité -afirmó sin mirar a Chris-, pero nosotras estábamos allí. La vieja
Lasko se portó como una estúpida, pero no te tocó un pelo.Tú en cambio sí le atizaste una
buena en la nariz.
Chris se puso pálida y por un instante sus ojos echaron chispas, como si fuera a saltar sobre
Josie. Luego bajó la vista y se encogió de hombros.
- Tuve que mentir -admitió-. Estaban dispuestos a crucificarme. No quiero pasarme la vida
enterrada aquí, así que mentiré y fingiré cuantas veces sea necesario. -Levantó la vista y miró

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a las otras con intensidad-. Es el único camino, niñas. Cuando entré aquí era tan ingenua y
sumisa como esta pequeña Carrie. Tuve que aprender a sobrevivir. Pero tampoco voy a darles
el gusto de cavarme la fosa, como hace Moco con sus desplantes de macho.
- Cálmate, Chris -dijo Ria con acento conciliador-. Sólo queríamos contarle a Carrie una
historia divertida...
- No fue divertido para mí -afirmó Chris, categórica.
Más tarde, mientras oía a la joven novata dar vueltas, nerviosa, en la cama contigua, Chris
repasó su situación. Hacía ya dos meses que la habían ascendido al cuarto y último grado,
previo a la libertad condicional. Le había costado muchas genuflexiones y argucias lograr que
las autoridades olvidaran aquel motín, amén de un anterior intento de fuga. Pero ahora hasta
Lasko parecía haber borrado de su mente aquel puñetazo y la insidiosa acusación de Chris. La
celadora la trataba con consideración, casi con respeto, y Chris estaba segura que había dado
buenas referencias de ella al Comité. Barbara, la maestra, ya no era su confidente, desde que
había adivinado que ella mintió sobre aquella famosa bofetada, pero últimamente su frialdad
se había entibiado, gracias a los esfuerzos de Chris en los estudios. Restaba Cynthia, la
directora adjunta, una burócrata que necesitaba lugar para las nuevas reclusas y no quería
recargarse de trabajo. Chris sonrió con tristeza pensando que cada una de ellas era sólo una
ficha para aquella mujer. No se opondría a retirar la ficha de Christine Parker, si el resto del
Comité estaba de acuerdo. La propia Lasko se lo había dicho a Carrie esa misma tarde: «Chris
está ahora en el cuarto grado y es posible que pronto salga de aquí». Y es posible que pronto
salga de aquí. Chris se adormeció acunándose con esas palabras, imaginando que ya era libre
y podía ir de un lado a otro, tener un trabajo y dinero propio, visitar a su hermano Tom y
ayudarle a cuidar de su pequeño hijo, lograr que sus padres se llevaran bien y, sobre todo,
hacer lo que le viniera en gana, sin tener que ocultarse o mirar por encima del hombro. Como
si todo ese largo año hubiera sido sólo una torpe pesadilla, soñada por una mente enferma...
El Domingo, durante la hora de visita, Chris se buscó un lugar tranquilo en el patio y se dejó
caer sobre el césped, solitaria y ausente como un lagarto al sol. Hasta ella llegaban las risas y
gritos de un grupo de internas que estaban jugando a balonvolea, apagados por la distancia y
el aire denso de la tarde. De vez en cuando, oía retazos de conversación, cuando alguna
interna y sus visitantes pasaban cerca de ella. El tema era siempre el mismo: la buena
conducta y las posibilidades de salir en libertad. Chris no quiso recordar que su propio padre
había pedido que la encerrasen. Dejó que su piel se entregara al sol, con los ojos cerrados y la
mente en blanco.
Una hora después, unas pequeñas gotas de sudor perlaban la frente de Chris, y su vejiga
ardía, repleta, incitándola a incorporarse. Durante unos minutos, los deseos de orinar lucharon
con la placidez y lasitud física del resto del cuerpo, sin que ella pareciera intervenir. Finalmente
decidió ir hasta el lavabo, porque además tenía sed y la piel le escocía en los brazos y las
mejillas. Al entrar en el edificio, la sombra y la diferencia de temperatura le produjeron un
agradable escalofrío. Cruzó el dormitorio desierto, y de pronto oyó un tenso cuchicheo en el
pasillo que daba a las duchas.
Moco y dos de sus compinches rodeaban a otra de las chicas, acorralándola contra la pared.
Chris reconoció el vestido floreado de Carrie y luego vio sus grandes ojos implorantes,
asomando sobre la gran mano de Moco, que le cubría la nariz y la boca. Otra de las muchachas
aferraba ahora a la novata por detrás, y la tercera intentaba levantarle la falda, pese a los
pataleos de Carrie.
- Será mejor que te quedes quieta, muñeca -susurró Moco entre dientes, con la voz
entrecortada por el esfuerzo y la excitación-. «Johnny» puede hacerte daño si te resistes.
Sólo entonces Chris advirtió que la mano libre de Moco enarbolaba la ventosa de desatrancar
lavabos, empuñándola con el mango hacia adelante. Una feroz oleada de ira estremeció el
cuerpo de Chris y estalló en su cabeza. En un segundo, rememoró el dolor, la humillación y la
vergüenza que había sufrido meses atrás, siendo también una novata, cuando la sádica y
tortuosa Denny la había violado brutalmente con ese mismo instrumento. Aquella vejación
terrible y gratuita la había marcado para siempre. Recordó también que Moco formaba parte
del grupo, y había sido ella quien le sujetaba los brazos mientras Denny laceraba una y otra

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vez sus entrañas, con morboso frenesí.
Se abalanzó hacia el grupo con un salto felino, lanzando un alarido que era a la vez angustioso
quejido y grito de guerra. Aferró el brazo de Moco y le arrebató fácilmente el palo, alzándolo
dispuesta a partir el cráneo de su rival. Moco, tomada por sorpresa, atinó a girar sobre sí
misma, agachándose y cubriéndose la cabeza con el otro brazo. Chris cambió la dirección de
su ataque y descargó con saña su arma sobre el prieto trasero de Moco, que aulló de dolor.
- ¡Degenerada! ¡Monstruo! iTortillera! -gritaba Chris fuera de sí, sin dejar de apalear las nalgas
de su víctima-. ¡Te debía esta paliza desde hace tiempo!
Las otras dos, estupefactas ante la intervención de Chris, habían soltado a Carrie y miraban la
escena sin atinar a intervenir. Carrie, desfalleciente, se deslizó contra la pared hasta quedar
sentada en el suelo. Chris liberó finalmente a Moco y fue hasta la ventana. Con todas sus
fuerzas, arrojó al nefasto «Johnny». El madero dio varias vueltas en el aire antes de caer sobre
la tierra gris, levantando una leve nube de polvo.
- Te has vuelto loca, Chris -gruñó Moco, frotándose la parte castigada-. Vas a pagar esto.
Chris, sin volverse, lanzó un profundo suspiro y aspiró largamente el aire de la tarde. Luego
giró y se enfrentó a las otras.
- Mientras yo esté aquí, Moco -dijo con voz casi calma-, no habrá más agresiones a las
novatas. Lo digo en serio; si lo intentas de nuevo, irás a parar al hospital.
Moco frunció los labios y vaciló. No era la primera vez que Chris desafiaba su liderazgo, pero
ésta parecía ser la definitiva. Sus dos secuaces y Carrie las miraban absortas, expectantes por
la premonición del enfrentamiento. Optó por un ataque lateral, buscando minar el creciente
prestigio de su rival.
- Parece que Lasko se ha conseguido una nueva ayudante -dijo torciendo la boca con un gesto
despectivo.
- No se trata de Lasko -replicó Chris-. Puedes meterle el palo a ella, si te atreves. Pero no
vuelvas a tocar a ninguna de las chicas, ¿entiendes?
Moco había entendido.Se encogió de hombros y sonrió sin ganas.
- No pensaba hacerlo, realmente -dijo-. Sólo queríamos darle un susto a la pequeña. Tú ya
sabes que ésas eran cosas de Denny.
Resonaron unos pasos en la galería, y Betty Ramos apareció trotando hacia ellas, con gesto
preocupado.
- ¿Qué ha ocurrido? -preguntó-. ¿Quién estaba gritando?
Las reclusas se miraron entre sí, mientras Carrie se ponía de pie, tratando de pasar
inadvertida. Moco se arregló el pelo y tomó la palabra:
- Yo fui la que gritó -dijo-. Tuvimos una discusión con Chris y creo que me puse algo histérica.
-Y agregó con discreta humildad-: Lo siento, Betty.
La aludida hizo un leve gesto de escepticismo con las cejas y escrutó a las demás.
- Y tú -dijo señalando a Carrie-, ¿por qué has estado llorando?
- Porque se siente triste -respondió velozmente Chris-. ¿Cómo te sentirías tú en su lugar?
Betty Ramos se rascó una oreja, pensativa. Sabía que le estaban mintiendo descaradamente,
pero no podía advertir ningún indicio de lo ocurrido, como no fuera su propia intuición.
Después de todo, ella era sólo una celadora auxiliar y no quería meterse en una polémica en la
que estarían envueltas nada menos que Moco y Chris. Hasta la propia Lasko, se dijo, solía ser
prudente y distraída en estos casos, no habiendo sangre o destrozos de por medio.
- Está bien -suspiró por fin-, supongamos que me lo creo. En realidad te he estado buscando,
Chris. Tienes visita.
Chris inclinó la cabeza y entrecerró los ojos, en un gesto de desconfianza.
- ¿Visitas... ? -musitó.
- Tu hermano está aquí desde hace media hora. Estuvo hablando con la señorita Cynthia y
luego me pidió verte.
El corazón de Chris dio un brinco y luego comenzó a latir intensamente, como si buscara un
sitio por donde salir. Tom había venido. Estaba allí, en el reformatorio, esperándola.
Arrepentido sin duda de haberla entregado a la policía cuando ella fue a pedirle ayuda.
Dispuesto a llevársela con él a su casa; por eso había estado hablando con la directora. Tom.

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La única persona que había ofrecido a la pequeña Chris protección y cariño. Que la había
rescatado de innumerables palizas del padre, que la había acunado entre sus brazos fraternos
mientras la madre dormía sus borracheras solitarias. Tom, su hermano.
Chris apresuró el paso detrás de Betty Ramos, mientras ambas cruzaban el patio hacia el
edificio principal, deslumbradas por el sol intenso de la tarde.

Capítulo 2

En el vestíbulo de entrada había varios grupos de internas y visitantes, hablando en voz


queda, diseminados en los bancos de madera o en las sillas reunidas aquí y allá. Chris recorrió
con la mirada la amplia estancia, hasta descubrir la desgarbada figura de Tom, sentado en un
rincón con su revuelto pelo rojizo y sus brazos demasiado largos.
- ¡Tom! -gritó, corriendo hacia él.
El muchacho se puso de pie y sonrió con gesto embarazoso. Chris se detuvo a unos metros de
su hermano. Durante un largo segundo, se miraron sin saber qué hacer o decir. Finalmente,
ella se arrojó en sus brazos y lo estrechó fuertemente, con lágrimas en los ojos. Tom la retuvo
contra sí, acariciándole torpemente el cabello. Luego ambos se sentaron en un banco algo
aislado del resto.
- Sabía que vendrías, Tom -dijo ella con ansiedad-. Me he portado muy bien, ¿sabes? Ya estoy
en el cuarto grado y Lasko dice que pronto podré salir. -Advirtió que él la escuchaba un tanto
cortado, y le sonrió abiertamente-: También he olvidado aquel asunto del policía. Comprendí
que tú no podías hacer otra cosa en ese momento; pero ahora será distinto, ¿verdad, Tom?
El joven asintió con un gesto huidizo, evitando mirarla de frente. Chris presintió que algo
ocurría y le tomó la mano.
- ¿Cómo están Janie y el niño? -preguntó.
- Oh, ellos están bien -replicó Tom.
- ¿Y en casa, papá y mamá?
Tom bajó la cabeza. Suspiró antes de responder y apretó con fuerza la mano de Chris.
- Ha ocurrido algo, Chrissie -empezó con la vista clavada en el piso de mosaicos-. Papá... no
está bien. Tuvo un ataque hace dos días...
- ¿Un ataque?
- Tú sabes cómo era... Nervioso, hipertenso... Algo estalló en su cabeza, eso es todo. -Tom
hizo una pausa y miró a su hermana, pasándose una mano por el rostro perlado de pecas y
sudor-. Ha pedido que vayas a verlo -concluyó.
Ahora fue Chris quien desvió la mirada y la fijó en el suelo. Un oscuro rencor, que ella misma
desconocía, le hormigueaba en el pecho. Pensó cuidadosamente sus palabras, intentando que
Tom la comprendiera.
- No, Tom. No quiero verlo ahora. Me ha costado mucho llegar adonde estoy, por mi propio
esfuerzo, después que por su culpa tuve que regresar aquí.
- Chris levantó la vista y miró el alto cielo raso y las paredes pintadas de ocre-. He dejado
pedazos de mi alma en este lugar -prosiguió-. Cuando salga, pensaba pedirte que me aceptes
por un tiempo en tu casa. Allí podrá visitarme mamá y también él, si lo desea. Pero no iré yo a
verlo porque esté enfermo; todavía guardo la marca de sus golpes.
- No creas que no te entiendo -suspiró Tom-, pero pienso que tú no has comprendido. Él no
está simplemente enfermo, Chris. Los médicos no abrigan ninguna esperanza... En verdad es
sólo cuestión de días, o de horas...
Algo se heló en el vientre de Chris. Miró intensamente a su hermano, como si pretendiera
descubrir un signo en su rostro que le indicara que mentía. Las palabras llegaron con dificultad
hasta sus labios, entrecortadas.
- Él... no puede hacerme eso -balbuceó-. Yo... necesito demostrarle...
- Demuéstratelo a ti misma -la cortó Tom-. Pero ahora vendrás conmigo a verlo. Si no quieres
hacerlo por él, hazlo por mamá... y por mí. Esto no es fácil para nadie, ¿comprendes?
Chris se encogió en su asiento, deseando que alguna fuerza sobrenatural viniera en su ayuda.
Ellos la habían echado prácticamente del hogar, habían firmado papeles pidiendo que

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permaneciera recluida, el propio Tom le había negado asilo y la había denunciado, como un
vulgar soplón, y ahora venían a pedirle que asistiera, como una hija ejemplar, a la agonía de
su padre. ¡Como si toda la maldita banda hubiera sido siempre una familia modelo! Pero no
podía oponerse a Tom. Simplemente no podía. Quizá no le importaba la inminente muerte de
un padre crápula ni la desolación de una madre alcohólica, que encontraría sin duda mejor
consuelo en una botella. Pero Tom, el hermano egoísta y traidor estaba allí pidiéndole que lo
siguiera a los infiernos, y ella no podría negarse. Porque cuando él la abrazó unos instantes
antes, había sentido por primera vez en mucho tiempo que la vida merecía ser vivida. No, no
podía contrariar a Tom.
- Créeme que me gustaría ir, Tom -musitó-, pero tú ya sabes que no puedo entrar y salir de
aquí como Pedro por su casa...
- No te preocupes por eso -replicó él-. He hablado con la directora y te dará tres días de
permiso bajo la responsabilidad de la familia. En verdad, se ha mostrado muy comprensiva.
Chris se encogió de hombros, lamentando su coartada perdida.
- Comprensiva, ¡y un cuerno! -resopló-. Sabe que yo tendría que estar chalada para intentar
algo, a poco tiempo de salir por la puerta grande.
- Sea como sea, nada te impide acompañarme -declaró Tom.
Chris asintió sin decir palabra. Permanecieron los dos callados, sin mirarse, absortos por un
tiempo en sus propios pensamientos. Chris había soltado la mano de él y retorcía
mecánicamente un mechón de sus cabellos. Hacía ese gesto involuntario siempre que algo la
inquietaba.
- ¿Iremos ahora? -inquirió con voz queda.
- Es lo mejor -replicó Tom-. Tengo el coche ahí afuera.
Chris se puso de pie y miró abiertamente a su hermano, que le sonrió con su condenada
sonrisa irresistible, que reflejaba una tierna mezcla de desamparo y complicidad a la vez. Ella
sintió deseos de abrazarlo nuevamente, pero se limitó a sonreírle y guiñarle el ojo.
- Está bien, Tom -dijo-, tú ganas. Iremos a ese maldito sanatorio. Lamento haber estado
brusca contigo.
- No te preocupes, Chrissie. Yo sé cómo son -las cosas.
- Deberás esperarme unos minutos.
- De acuerdo -aceptó él, incorporándose a su vez-. Te aguardaré junto al portal. Procura darte
prisa. Deberemos estar allí antes de las ocho.
Una vez en su cuarto, Chris no logró apresurarse. Por el contrario, eligió con suma lentitud las
pocas cosas que necesitaría durante esos tres días, y las metió en su vieja maleta. Necesitaba
unos minutos de soledad y tregua para poner en orden su cabeza. Carrie dormitaba arrebujada
en su cama, con un gesto de infantil desamparo. Las huellas secas de las lágrimas aún
surcaban sus mejillas. Chris la observó un instante, conmovida por un lejano ramalazo de
ternura. La chiquilla abrió los ojos, como si hubiera percibido la mirada de Chris. Luego vio la
maleta abierta sobre la cama y se incorporó a medias.
- ¿Te vas? -preguntó.
- Sí, pero volveré pronto -repuso Chris.
Carrie frunció el ceño y dio un torpe puñetazo sobre las mantas.
- ¡Ésa es mi suerte! -exclamó-. Cuando encuentro a alguien que...
- Te dije que volveré pronto -repitió Chris, yendo a cerrar su maleta-. De todas formas, será
bueno que aprendas a arreglártelas sola. No hay otro camino aquí dentro.
Palmeó el rostro de Carrie en ademán de despedida y abandonó la habitación. Recorrió sin
prisa la desierta galería y se asomó al comedor, deseando que tampoco hubiera nadie. Pero
Moco y sus dos adláteres estaban repantigadas allí, fumando y viendo la televisión. En una de
las mesas, Josie y Ria disputaban una concentrada partida de damas.
- ¡Atiza! -saltó Moco al ver a Chris con la maleta-. ¡La princesa se larga de palacio!
Chris sonrió a pesar suyo y se acercó al grupo. Josie y Ria también la miraban sorprendidas.
- Me dan tres días de permiso -explicó Chris-. El viejo Parker ha ido a parar al hospital y
parece que ya está pidiendo pista.
Las otras se miraron, en silencio.

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- Lo sentimos mucho -musitó Ria, seria.
- Era por eso que el bombón de tu hermano vino a buscarte, ¿eh? -terció Josie, intentando
romper el hielo.
- Así es -replicó Chris. Luego se dirigió a Moco-: Oye Moco, quería decirte que estuviste bien al
no decirle a Betty que yo te había estado golpeando.
La aludida la miró, sonrió y se encogió de hombros.
- No soy una chivata -dijo-. Tú también nos sacaste del paso al conseguir que no interrogara a
Carrie.
- De acuerdo -asintió Chris, tomando nuevamente la maleta-. Pero lo que te dije antes sigue
en pie. Si cuando vuelva le ha ocurrido algo a la chiquilla, iré a buscar ese desatrancador y te
lo meteré ya sabes dónde, antes de rompértelo en la cabeza. -Luego sonrió como si hubiera
hablado en broma.
Las otras miraron a Moco y el ambiente se puso tenso. Moco apagó el cigarrillo y sonrió a su
vez, moviendo la cabeza de un lado a otro.
- Oh, no hablemos más de eso, ¿quieres? -pidió-. Sólo queríamos divertirnos un poco.
Pero ambas sabían que la advertencia de Chris iba muy en serio.

Tom conducía en silencio, concentrándose excesivamente en la carretera, casi desierta a esa


hora. Chris tampoco tenía ganas de hablar. Recostada de lado, con las piernas recogidas sobre
el asiento, miraba desfilar los pueblos grises de la ruta, las gasolineras, los moteles de
nombres equívocos, los grandes carteles erigidos en medio del campo, con anuncios de
lubricantes o bebidas gaseosas. La tarde caía lentamente y el crepúsculo apretó el corazón de
Chris. Sentía una extraña desazón, y por primera vez en su vida deseó estar en ese instante
en el reformatorio, arrebujada en su cama como Carrie, envuelta en la fría pero segura
protección de las alambradas. «Debo estar volviéndome loca», pensó.
Tom dejó el coche en el amplio aparcamiento del hospital, que ocupaba casi media manzana.
Lloviznaba tenazmente y el joven pasó el brazo por sobre los hombros de su hermana, para
protegerla mientras cruzaban el gran espacio abierto, saltando entre los charcos. Chris se
apretó contra el costado de Tom y se sintió un poco más animada. Una vez dentro del edificio,
él la soltó y la guió hacia el vestíbulo de los ascensores. Dos enfermeras que cuchicheaban
entre sí y una pareja de ancianos con expresión preocupada aguardaban también para subir.
Chris admiró la blanca bata y el aspecto cuidado y pulcro de las enfermeras, que exhibían
desenvoltura y seguridad en cada gesto. «Debe de ser una profesión interesante -pensó-.
Quizás estudie para enfermera cuando salga de allá.» Advirtió que Tom también admiraba a
las enfermeras; especialmente a una de ellas, rubia y esbelta, cuya bata dejaba adivinar las
formas de un cuerpo firme y armonioso. Chris sonrió para sí, ligeramente turbada.
Subieron hasta el sexto piso y tomaron por la galería de la derecha. A poco de andar, Chris
reconoció a su madre, sentada en una de las salas para visitas. Al verles, la mujer se puso de
pie, vacilante. Intentó ir hacia ellos, pero tambaleó y debió apoyarse en el sillón.
- Ha estado bebiendo otra vez -masculló Tom, entre dientes-. No se la puede dejar sola.
Chris se detuvo frente a su madre. Ésta le puso ambas manos en los hombros y la miró,
parpadeando, con los ojos húmedos y una sonrisa temblorosa.
- Me alegro de que hayas podido venir, Chrissie -dijo, silabeando con dificultad.
Chris tragó saliva y contuvo la respiración, envuelta en el agrio vaho de alcohol barato que
salió de la boca de su madre.
- Yo también me alegro de verte, mamá -dijo, besando levemente las mejillas de la mujer.
- Hueles a ginebra a una legua -terció Tom, disgustado-. Te dije que no salieras del hospital.
- Hay un bar en el sótano -explicó con naturalidad la madre, casi divertida-. Ben comenzó a
quejarse allí dentro y... -su voz se cortó y ella se dejó caer en el sillón, sollozando- yo... , yo
no pude soportarlo, Chris...
- Está bien, mamá, cálmate -musitó Chris.
- Me obligarás a internarse en un asilo -amenazó Tom, recostando su cuerpo contra la pared y
extrayendo un cigarrillo. La madre le miró, aterrada, sorbiendo sus lágrimas.
- No te atreverás -balbuceó.

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Tom se encogió de hombros y encendió el cigarrillo. Sus manos temblaron por el esfuerzo que
hacía para contenerse. Chris sintió pena por los dos y por ella misma. Exhaló un suspiro, se
armó de valor y se dirigió hacia la puerta de la habitación donde yacía su padre.

Capítulo 3

Era extraño ver al grandulón y violento Ben Parker derrumbado sobre aquella cama, sin poder
siquiera mover un brazo, con un ojo semicerrado y un lado de la boca torcido, en un rictus que
semejaba una sonrisa de compromiso. El ojo activo del enfermo tuvo una chispa de intensidad
al ver a Chris y luego giró hacia la silla que estaba junto a la cama. Ella se sentó apenas en el
borde del asiento, con la espalda rígida y sin poder creer que aquel gigante vencido y grotesco
fuera su temible padre.
«Te ha llegado la hora, Benjamin Parker -pensó-, y creo que siento pena por ti. Te has portado
siempre como un ogro conmigo, y hemos hecho poco más que odiarnos toda la vida. Pero es
que los dos estábamos convencidos de que eras inmortal, y ya habría tiempo para arreglar las
cosas. Ahora estás aquí, muriéndote de mala manera, y es demasiado tarde para todo. ¿Qué
falló entre nosotros dos? Mamá dice que después del nacimiento de Tom, deseabas una niña
con todo tu corazón. ¡Qué tontería! Yo hubiera preferido ser varón, ¿sabes? Quizá para poder
devolverte algún día todas las tundas que me diste. -Chris sonrió amargamente en su interior-.
¡Porque mira que me has propinado golpes en estos quince años! Cada vez que me acercaba a
ti, terminaba con la cara amoratada o un ojo hinchado. Yo sé que en el fondo no querías
hacerlo, pero la verdad es que lo hiciste. También es cierto que los pocos momentos en que
fuiste tierno y cariñoso conmigo, fueron los mejores de mi vida... Y también de la tuya, me
parece.»
El monólogo de Chris se interrumpió con un escalofrío y la sensación de que un intenso soplo
de angustia azotaba su pecho, como si todo su cuerpo estuviera vacío por dentro. Se inclinó
hacia el enfermo, estrechó sus manos rígidas, cruzadas sobre el vientre, y con suavidad le
besó la frente. El ojo útil de Ben Parker se quedó mirando el rostro de su hija. Una única
lágrima humedeció el párpado inferior, tremoló en las pestañas y se evaporó en el aire reseco
del cuarto.
- Todo está bien, papá, tranquilízate -murmuró Chris con un hilo de voz, sin saber si él podía
escucharle.
Luego se puso de pie lentamente y salió del cuarto, sin volverse a mirarle.
Tom y la madre la estaban esperando, para que los acompañara a comer algo en el bar del
sótano. Pero ella dijo que no tenía hambre y prefería descansar un poco en uno de los sillones.
- Puedo traerte un bocadillo -ofreció Tom.
- De veras que no tengo hambre -insistió Chris-. Si quieres, puedes subirme una Coca-Cola
cuando regreses.
- Bien de acuerdo -dijo él con una sonrisa-. Ahora procura descansar.
Al quedar sola, Chris se arrellanó como pudo en el incómodo sillón de acero y cuero, sin lograr
que su cuerpo se relajara. Las tensiones del día habían sido excesivas, y un agotamiento
doloroso trepaba por su espina dorsal y le oprimía los hombros y la nuca. La escena con Moco,
la llegada imprevista de su hermano, el desamparo asustado de Carrie, los tristes esfuerzos de
su madre por disimular su borrachera y, finalmente, la visión de su padre agonizante, eran
demasiado para una sola jornada. El esfuerzo por controlarse, por no llorar, gritar, ni
desmoronarse en cada una de aquellas situaciones, había agotado su resistencia física. El
cuerpo, agarrotado y demolido, pedía a gritos la tregua del sueño. Pero su mente se negaba a
claudicar. Las imágenes y pensamientos se acumulaban, superponían y giraban sin orden ni
concierto. Pero había una idea que rondaba los bordes de ese semisueño, sin atreverse a
ocupar el centro de la escena: su padre iba a morir y nada, nunca, volvería a ser igual.
Cuando abrió los ojos, la luz sucia de un amanecer lluvioso asomaba a las ventanas cuadradas
de la sala. Le dolía la cabeza, pero su cuerpo parecía haberse anestesiado, al punto de no
poder mover un solo músculo. La mano de Tom presionó nuevamente su hombro, con más
fuerza. Ella volvió dificultosamente la cabeza y miró el rostro pálido y fino de su hermano,

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demacrado por la falta de sueño.
- Ha terminado, Chrissie -dijo Tom-. Acaba de morir.

Ningún entierro es agradable, pero el de Benjamin Parker fue especialmente gris y penoso. El
dinero alcanzó apenas para una ceremonia modesta y un ataúd económico, en el sector más
triste y baldío del cementerio. Cualquiera que conociese el carácter de Ben podía predecir que
no tendría muchos amigos acompañándolo en su último viaje. Así fue. Apenas la familia y
algunos vecinos y compañeros de trabajo, que asistieron por compromiso y se apresuraron a
desbandarse apenas el pastor finalizó su oración fúnebre. La señora Parker agradeció los
pésames con gestos mecánicos, como un sonámbulo sin voluntad propia. En parte por el dolor
de la pérdida, en parte porque hacía veinticuatro horas que no probaba una gota de alcohol, a
causa de la estrecha vigilancia de Tom. Éste, a su vez, parecía molesto y disgustado, como si
tuviera prisa para que todo terminara de una vez. Chris pidió a Janie, la esposa de Tom, que le
permitiera sostener al niño durante la ceremonia. Apoyó la carita del pequeño Tommy contra
su propio rostro y, en voz muy baja, le relató todo lo que sentía y le ocurría en aquellos
momentos. El niño no podía comprenderla, pero la calidez infantil de su cuerpecito y la ternura
inocente de su abrazo fueron un refugio para la desolación de Chris.
Por la noche, una vez Tommy se hubo dormido en el que fuera cuarto de soltero de su padre,
Tom reunió a las tres mujeres en el comedor. Janie había hecho café y él trajo una botella de
brandy de su automóvil. Se sirvió una copa y ofreció otra media copa a su madre.
- Puedes beber ahora, mamá -declaró-. Creo que vas a necesitarlo.
- Hace horas que lo necesito -dijo la señora Parker, aproximando la copa pero sin llevársela a
los labios.
- Bien -empezó Tom-.Quizá suene un tanto brusco a pocas horas del entierro de papá, pero
creo que cuanto antes decidamos qué vamos a hacer en el futuro, será mejor para todos. -Se
mordió los labios y observó a las mujeres con cierta perplejidad-. Mamá, tú sabes que eres
una enferma, una dipsómana; es evidente que no puedes valerte por ti misma. No apruebo los
métodos de papá para controlarle, pero al menos evitó que te hicieras demasiado daño.
La señora Parker miró a su hijo con ojos asombrados y, sin decir palabra, bebió su primer
trago.
- Tú Chrissie -continuó Tom, volviéndose a su hermana-, estás internada en un reformatorio
bajo control del Estado. Sabes que pienso que eso ha sido un error, pero actualmente es una
realidad que debemos afrontar. En cuanto a Janie y a mí, tenemos apenas veinte años, una
casa de dos cuartos, un niño pequeño, otro en camino y el trabajo de los dos apenas alcanza
para mantenernos. Todos sabemos que papá no era un hombre rico. Dejó esta casa, algunas
deudas, dos mil dólares en el banco y una pensión que equivale a la mitad de su salario. -Tom
bebió ahora un largo trago y, con gesto resignado, volvió a mirar en redondo a su familia-.
¿Alguien tiene alguna idea para resolver este acertijo? -preguntó.
La señora Parker carraspeo y alejó modosamente la copa unos centímetros, empujando la base
con ambas manos.
- Ha sido un bonito discurso, Tom -dijo-, pero creo que un tanto dramático. Es cierto que yo
suelo beber de más y, aunque lamento decirlo, en buena medida eso se debió a tener que vivir
junto a tu padre. Ninguno de vosotros dos tuvo que soportar eso últimamente...
- Yo no te acusaba, mamá...
- ¡Déjame hablar a mí! -exigió la señora Parker-. Yo habré sido eso que tú dices... ,
dipsómana, pero puedo dejar de serlo. Intentarlo, al menos. Lo cierto es que sigo siendo tu
madre y ahora tengo la obligación de velar por ti y por Chris, en la medida de mis fuerzas.
También por Janie y el pequeño Tommy, que es mi nieto. Chris podrá salir del reformatorio
pronto, según parece, y ambos tenemos el deber de ofrecerle un hogar. Vosotros habéis
luchado por salir adelante, pero sin mucho éxito por el momento. Yo quedo sola, con una casa
grande, con una pensión que tú llamas modesta pero a mí me sobra. -La mujer hizo una pausa
y miró a su hijo, que la escuchaba, prevenido-. Pienso que la solución a nuestros problemas
está a ojos vista -concluyó.
- Mamá tiene razón -terció Chris con vehemencia-. ¡Debes comprenderlo, Tom! Si unimos

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nuestros esfuerzos, tal vez podamos salir adelante. -Las ideas comenzaron a agolparse en su
cabeza, y ella las exponía con precipitación-: Podríamos vender esta casa y comprar otra más
adecuada, yo puedo trabajar cuando salga y Janie estará más libre si mamá cuida de la casa y
de Tommy. Tú estarás más tranquilo si todas estamos juntas y...
Se interrumpió al notar que su hermano la escuchaba, sorprendido; Tom contaba con las
cómplices miradas de Janie.
- No creo que ésa sea una buena solución, Chris -declaró Tom, clavando la vista en su copa,
que hizo girar entre las manos-. Janie y yo hemos estado hablando de esto y no creemos que
el vivir todos juntos sea lo mejor para nadie... -Miró fugazmente a su esposa, como esperando
su aprobación, y luego permaneció en silencio, con la cabeza hundida entre los hombros.
La señora Parker finalizó su bebida de un trago y luego lanzó un bufido.
- ¡Jesús, Tom! -resopló-. ¡Dilo ya de una buena vez!
- ¿Qué, mamá?
- Lo que tú y Janie habéis decidido hacer con nosotras -repuso la mujer, con calma-. El día ha
sido largo y difícil. Es tonto que sigamos dándole vueltas a la cuestión, puesto que ya lo tenéis
todo resuelto. Así que suelta de una vez todo lo que tengas que decir, y luego nos iremos
todos a la cama.
Tom se removió incómodo en su silla, como un niño pillado en falta. Con gesto nervioso, alisó
su pelo rojo y carraspeó, sin atreverse a levantar la mirada.
- Bien... -comenzó en tono vacilante-. Janie y yo pensamos que será mejor que tú y Chris
permanezcáis aquí... Que viváis juntas en esta casa.
- Chris vive en el reformatorio -informó su madre, con voz neutra.
- Ya lo sé -asintió Tom-, pero podemos pedir ahora mismo su libertad condicional, alegando
que debe cuidar de ti y que la situación familiar ha cambiado con la muerte de papá. Allí tienen
ahora un buen concepto de ella, y estoy seguro que su recomendación ante el juez será
afirmativa.
- ¡Un momento! -estalló Chris, poniéndose de pie-. Si alegas esa causa para que me suelten,
perderé todo el terreno ganado. No estaré libre sino en forma condicional, para cuidar de
mamá. Si luego vivimos todos juntos, la inspectora social pedirá mi reingreso y deberán
reconsiderar todo el asunto. ¡Eso puede llevar meses, Tom!
- Descuida -repuso fríamente Tom-. Nunca viviremos todos juntos.
Agobiada, Chris se derrumbó en su silla, y meneó la cabeza de un lado a otro. El largo pelo
castaño le cubrió parte de la cara.
- No te comprendo -dijo-. No logro entender por qué te empeñas en perjudicarme y
perjudicarnos a todos. Yo te quiero, Tom, y sé que tú me quieres. Cuando estuve en la celda
de castigo, la única razón por la que no perdí el juicio fue la ilusión de que algún día volvería a
estar a tu lado. -Tom tragó saliva y apretó las mandíbulas. Chris dejó su sitio y se acercó a la
señora Parker, poniéndole las manos sobre los hombros-. Y ¿qué dices de mamá? -jadeó-. Está
sola, enferma y ya no tiene tus egoístas veinte años. Lo menos que merece es poder vivir
rodeada de sus seres queridos. Claro, tú esperas que deje la bebida; pero la condenas a
intentarlo lejos de su hijo y de su único nieto. ¿Crees que lo logrará? ¿Te importa realmente?
- Cálmate, Chris -terció la madre, palmeando la mano de la joven sobre su hombro-.
Agradezco profundamente lo que dices, pero es inútil. ¿No es verdad, Tom?
- Mira, mamá... Chris... En realidad, yo...
- Yo se lo explicaré, si tú no puedes -interrumpió inesperadamente Janie, echando el cuerpo
hacia atrás y cruzando los brazos sobre el vientre, que comenzaba a combarse por el
embarazo-. La verdad es ésta, Chris: nosotros lamentamos sinceramente la situación en que
os halláis y trataremos de ayudar, pero también tenemos nuestros propios problemas. Lo que
Tom propone es justo y sensato; en el peor de los casos, estaréis mejor de lo que estabais
mientras vivió papá Ben. Podéis contar con nosotros, pero hay un límite en el cual no vamos a
transigir. -Janie hizo una pausa, mientras todas las miradas se clavaban en ella-. ¡No
queremos que nuestros hijos crezcan junto a una abuela alcohólica y una tía que acaba de salir
del reformatorio!
Janie abultó el labio inferior, desafiante. Luego bajó la cabeza. Un silencio tenso envolvió la

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habitación, hasta que la señora Parker golpeó con la palma de la mano sobre el mantel.
- Lo has puesto muy claro, Janie -afirmó-. Creo que ahora todas las cartas están sobre la
mesa. Así que si nadie se opone, me iré a dormir en cuanto Tom me sirva el último trago.
Tom levantó la cabeza y la miró, inmóvil. Su madre suspiró y se sirvió ella misma,
generosamente. Con la copa en la mano, anduvo hacia la escalera y luego se volvió.
- Buenas noches, hijos -murmuró, con cierta triste ironía.
No fue una buena noche para Chris. El dolor ambiguo por la muerte de su padre permanecía
encendido en un rincón de su pecho, pero la rabia y la decepción por la conducta de Tom la
quemaban como una llamarada. Ella siempre había apostado a su hermano, pero últimamente
siempre perdía. ¿Por qué? ¿Por qué se había transformado él en ese tío duro y egocéntrico que
sólo pensaba en su propia tranquilidad? ¿Y por qué ella seguía confiando, cada vez, en su
solidaridad, como cuando era pequeña y esperaba su llegada para arrojarse en sus brazos y
confiarle sus cuitas? Se revolvió en la cama y alejó las sábanas de su cuerpo, enfebrecido por
la angustia. Las imágenes saltaban sin orden en su mente, como en un caleidoscopio roto.
«Curiosamente -pensó-, mamá es la única que mantiene la calma. Parece haber reencontrado
una especie de dignidad, que le permite afrontar la muerte de papá y la deserción de Tom sin
derrumbarse. Aunque a esta hora debe de estar borracha en su gran cama solitaria. Chris
suspiró con un audible quejido y miró hacia la ventana. La lluvia que enlutara esos tres días
había cesado. En el cielo negro de la noche, las estrellas brillaban con una luz helada.
A la mañana siguiente, cuando la señora Parker bajó, con el rostro tan amarillento y arrugado
como su vieja bata de andar por casa, encontró a su hijo aporreando la máquina de escribir.
Saludó quedamente y él le respondió sin volverse. Ella siguió su camino hacia la cocina.
- No te vayas, mamá -dijo de pronto Tom-. Quiero que veas esto.
La mujer volvió sobre sus pasos, lentamente.
- ¿De qué se trata? -preguntó, con aire de desconfianza.
Tom sacó el papel de la máquina y lo tendió hacia su madre. Ella, con un gesto mecánico,
limpió sus manos sobre la falda antes de tomarlo. Tenía un membrete oficial y varios párrafos
impresos, con espacios en blanco, que Tom había llenado con la antigua Underwood de Ben.
Pero las letras se negaban a ordenarse para que ella pudiera descifrarlas.
- No tengo mis gafas... -murmuró.
- Es la petición al juez para la libertad provisional de Chris. Me dieron ese impreso en el
reformatorio, cuando fui a buscarla. Podré llevarlo hoy, de paso para casa, pero antes debes
firmarlo tú.
La señora Parker bajó el papel y miró a su hijo con extrañeza.
- ¿Cuando fuiste a buscar a Chris... ? Ben aún vivía entonces...
- Firma, por favor -repuso Tom, calzando la tapa de la máquina con un golpe seco-. Janie y yo
queremos partir temprano.
Su mano ofrecía un bolígrafo, que la madre tomó con gesto vacilante.
- Ahí abajo -indicó Tom-, donde está marcada la cruz.
La mañana tenía ese aire limpio y luminoso que suele seguir a las lluvias prolongadas. Chris se
había levantado temprano, algo más animada por la idea de no volver al reformatorio, y se
había paseado por el escaso terreno de los Parker con cierto airecillo posesivo. Ahora,
encaramada a la deslustrada cerca de madera, miraba la vieja casa de estuco blanco, rodeada
de matojos y algunas flores marchitas. «No es gran cosa -pensó-. Parece una caja de cerveza
boca abajo. Pero es mi hogar, de todos modos, y quizá mejore si se pintan las ventanas y se
arregla el jardín.» Eso meditaba, bajo el sol tibio de la mañana, cuando Tom sal¡ó de la casa
con su maleta y el coche del niño. Cargó ambas cosas en el automóvil y luego vio a su
hermana, que lo miraba en silencio.
- ¡Hola, Chrissie! -saludó, metiendo las manos en los bolsillos y acercándose como al desgaire.
- Buenos días -contestó ella, intentando que no hubiera rencor en su voz.
- Eh... Creo que no estuve muy amable anoche...
Chris se encogió de hombros, desvió la mirada y comenzó a juguetear con una rama de la
descuidada mata de ligustro.
- Dijiste lo que tenías que decir. Supongo que no estabas de humor para ser más cuidadoso.

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Tom asintió en silencio. Con la punta de su bota trazó una línea en el sendero de gravilla.
Luego miró frontalmente a su hermana.
- Sé que piensas que soy egoísta -dijo, y dejó transcurrir una breve pausa. Chris no hizo un
solo gesto-. Me gustaría que me comprendieras, Chris. Yo tengo ahora otra familia que cuidar,
y ésa es también mi familia. Janie quiso explicarlo ayer y lo hizo en forma torpe y tonta. Luego
tuve que llamarle la atención para que...
- No quiero que me cuentes eso -advirtió Chris.
- De acuerdo. Sólo quería que supieras que no es ésa mi forma de sentir.
- ¿Cuál es tu forma de sentir, Tom? -Hubo un lejano cansancio en la voz de Chris. Tom rehuyó
su mirada, cortado.
En ese instante, Janie salió al raído porche de madera, cargando al niño en brazos. Detrás de
ella, la señora Parker asomó también al jardín. Janie agitó su mano libre y llamó a Tom,
gritándole que estaba lista para partir. Tom, impulsivamente, estrechó a Chris en sus brazos y
apoyó su cara contra la de ella.
- Ya verás, Chrissie -le dijo a la oreja-. Algún día podremos vivir juntos, como tú deseas. Pero
antes déjame resolver algunas cosas.
- No lo digas, si no lo sientes -rogó Chris.
- ¡Es una promesa de Thomas Lee Parker! alardeó él, trotando hacia el porche.
Mientras Tom se despedía de su madre, Chris caminó sin prisa en dirección a Janie y al
pequeño Tommy. La cuñada, impasible, dejó que ella besara al niño y lo apretara un instante
contra su cuerpo.
- Buena suerte, Chris -dijo amablemente-. Ya verás como todo sale bien.
- Descuida -murmuró Chris.
Se quedó de pie en medio del patio, con los pulgares metidos en los bolsillos del tejano,
mientras el viejo Chevrolet de Tom dejaba su huella en la gravilla aún húmeda, cruzaba el
portón de la acera y se alejaba lentamente calle abajo. «Eres una tonta, Chris -se dijo-. El
condenado bastardo te ha engatusado otra vez con tres palabras tiernas, y tú ya sientes un
calor de esperanza en el corazón.»
- Hasta la vista, Tom -dijo en un susurro-. Cuídate mucho.
Permaneció unos minutos allí, como hipnotizada por el sol que encendía su rostro y doraba el
tenue vello rubio de sus brazos. Luego dio media vuelta y entró en la casa. Deslumbrada por la
luz externa, le llevó unos segundos adaptar sus pupilas a la penumbra fresca del comedor. Olió
con fruición el conocido aroma a humedad y a madera que reinaba siempre en esa habitación,
y le recordaba las siestas de su infancia. Entonces vio a su madre, que rebuscaba algo en el
armario, empinada de puntillas.
- Mira, Chris -dijo la señora Parker, con fingida sorpresa-. Tom ha olvidado llevarse su brandy.
Aún queda media botella.
Dejó la botella sobre la mesa y, sin esperar respuesta, sacó dos copas del mueble.
- Supongo que nadie dirá nada si ambas tomamos un trago, para olvidar las penas y celebrar
nuestra nueva vida en común, ¿eh, Chrissie?
- Son las diez de la mañana -dijo Chris.
- Lo descontaré de los tragos de la tarde -respondió la madre, al tiempo que destapaba la
bebida con gestos ansiosos.
Con un veloz movimiento que ella misma no controló, Chris arrancó la botella de manos de su
madre y, apretándola contra su pecho, fue hacia la cocina. La señora Parker corrió tras ella y
le aferró la manga de la camisa con expresión desesperada.
- ¿Qué vas a hacer, hija? -jadeó expectante.
Cris, sin responderle, la mantuvo apartada con un brazo, mientras con la otra mano volcaba la
botella sobre el desagüe del fregadero. El líquido ambarino fue escurriéndose sin prisa,
borboteante.
- ¡No hagas eso, Chris! -chilló la madre, presa de un ataque de histeria.
La joven cerró los dedos sobre el hombro de la mujer y la alejó con un fuerte empellón. La
señora Parker trastabilló y fue a apoyarse en el refrigerador, respirando agitadamente y con
los ojos fuera de las órbitas.

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- No habrá más alcohol en esta casa, mientras yo viva en ella -amenazó Chris, arrojando la
botella vacía en el cubo de la basura.
La madre tuvo un estremecimiento convulsivo y se deslizó hasta quedar arrodillada en el
suelo. Allí estalló en una angustiosa crisis de llanto y gemidos, balbuciendo palabras
incomprensibles. Chris apretó los dientes y se esforzó en conservar la calma. Encendió uno de
los hornillos a gas.
- Tomarás un poco de café y luego me ayudarás a poner en orden la casa -dijo con firmeza-.
Tenemos mucho quehacer por delante.
Abrió el grifo y llenó de agua la cafetera, sin poder evitar que sus manos temblaran al
colocarla sobre el fuego.

Capítulo 4

La luz que entraba por la ventana abierta cosquilleó sobre los párpados de Chris. La joven giró
hacia el otro extremo de la cama, arrebujándose en las sábanas. Pero el sueño se fue
disolviendo poco a poco en el aire tibio de la mañana, y ella se resignó a un despertar sin
prisa. Luego de unos minutos, abrió los ojos con dificultad y recorrió su cuarto con la mirada.
Las viejas manchas de humedad habían sido cubiertas con pósters de actores y deportistas.
Unas cortinas nuevas colgaban en la ventana, y los tallos más largos de las flamantes flores
del jardín asomaban sobre el alféizar. Chris sonrió satisfecha, mientras se desperezaba
morosamente. En esas dos semanas, la casa de los Parker se había transformado en un sitio
acogedor, gracias a unos pocos cambios que ella y su madre acometieron con entusiasmo y
buen humor. Para sorpresa y alegría de Chris, la señora Parker no había vuelto a beber.
Después de los dos o tres primeros días críticos, en los que se echaba a temblar sin motivo o
caía en profundas depresiones, la mujer había logrado dominar por sí misma la compulsión
alcohólica. Ahora se mostraba más animosa y parecía rejuvenecida.
Chris, por su parte, dedicaba todas sus energías a la remodelación del hogar y a apoyar
discretamente la sorda lucha de su madre contra la dipsomanía. Las cosas iban saliendo bien y
la joven, intuitivamente, no deseaba hacer muchos proyectos. Le bastaba con estar allí,
ocuparse de las pequeñas tareas cotidianas y dejar que la triste memoria del reformatorio se
fuera borrando, cada día un poco más. Tenía sólo una certeza: no quería volver jamás a ese
lugar.
El juez le había otorgado tres meses de prueba, con vistas a la libertad definitiva, y ayer las
había visitado la inspectora social, la señorita Crosswell. Era una mujer morena, de unos
cuarenta años, que parecía amable y comprensiva. Hizo algunas preguntas, recorrió
someramente la casa y aceptó una taza de té. Se comportaba como una tía que estuviera de
visita, pero Chris sospechó que no sería fácil embaucarla. Al retirarse, la señorita Crosswell
prometió volver dentro de unos diez días. Mientras acomodaba las almohadas bajo sus
hombros, Chris recordó aquella promesa. Se dijo que en ese lapso debería hacer nuevos
cambios para impresionar a aquella mujer. «Pero tendrá que ser algo más que cortinas y
florecitas», sonrió.
Hubo unos suaves golpes a la puerta, y acto seguido entró a la habitación la señora Parker,
cuidadosamente vestida y peinada, cargando una bandeja.
- Buenos ¿íias, Chrissie -saludó con voz cantarina, depositando la bandeja sobre la mesita
junto a la cama-. Te he traído el desayuno.
Chris se relamió de antemano al contemplar el contenido de la bandeja: huevos con jamón,
café, zumo de naranjas y sus bollos favoritos, con mermelada y mantequilla. Miró perpleja a su
madre, que se había sentado a los pies de la cama.
- Hum, Ma -exclamó-. ¡Esto es un verdadero banquete! ¿Qué estás tramando?
- Nada, hija -rió la señora Parker-. Sólo sentí deseos de mimarte un poco, como cuando eras
pequeña.
Chris no logré recordar ninguna ocasión, siendo niña, en la cual su madre le llevara el
desayuno a la cama. Pero no dijo nada. Atacó con buen apetito los huevos con jamón y bebió
un largo trago de zumo de naranjas. Hizo un gesto de aprobación, masticando a dos carrillos.

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La señora Parker meneó la cabeza, complacida, palmeando las piernas de su hija sobre el
cobertor.
- Me gusta que estés aquí conmigo, Chris -afirmó-. Es... , es como si hubiera recuperado la
alegría de vivir... Y te lo debo a ti.
Chris tomó un bollo, pensativa, y comenzó a untarlo con mantequilla. Los ojos de su madre
brillaban, humedecidos.
- Has puesto mucho de tu parte, mamá. Yo no hice más que ayudar un poco. -Interrumpió su
tarea y apuntó con el cuchillo al rostro sonriente de la señora Parker-. Eso es lo bueno
-prosiguió-, que cada una de nosotras lucha por sí misma.
- Es verdad -reconoció la mujer-. Pero también es bueno que podamos ayudarnos una a la
otra, ¿no es así? Pienso... , pienso que deberíamos seguir juntas... por un buen tiempo, ¿no
crees... ? -Se mordió los labios y bajó la cabeza, para que su hija no viera las lágrimas que
asomaban a sus mejillas.
Chris bebió el último sorbo de café, mirándola con seriedad. Luego apartó la bandeja.
- Ven aquí -dijo con cierto tono imperativo.
La señora Parker se aproximó, titubeante. Chris miró fijamente sus ojos llorosos. Luego la
atrajo hacia sí y la estrechó con fuerza sobre su pecho.
- Vamos, mamá -susurró con tierna reconvención-. ¿Qué estás pensando? Crees que voy a
salir corriendo de aquí apenas el juez me dé la libertad, ¿no es eso?
La señora Parker asintió, ahogando un sollozo. Se separó de su hija y le tomó el rostro con
ambas manos.
- Siempre has estado huyendo de mí, Chrissie -afirmó, sin que hubiera resentimiento en su
voz.
- Oh, nadie sabe realmente de qué huye, mamá -declaró Chris-. Simplemente te dan ganas de
correr, de alejarte, y no puedes resistirlo.
- Sé lo que es eso -dijo la señora Parker, con gravedad. Chris sonrió y le tomó la mano.
- No te preocupes. Ya he aprendido que escapar no conduce a nada. -La joven vaciló un
instante-. O, mejor dicho, conduce a un sitio del cual ya tengo bastante. No quiero volver allí,
mamá.
- No volverás -aseguró la señora Parker con renacida decisión; le demostraremos a la señorita
Crosswell y a ese tonto de Tom de lo que somos capaces, las dos juntas.
Chris se escurrió de la cama y fue en busca de su colorida blusa de tela escocesa, que extrajo
del armario. La madre le miró las largas piernas y las nalgas altas y firmes bajo las bragas,
como si le sorprendiese que su hija tuviera formas de mujer.
- ¿Sabes qué he estado pensando? -dijo Chris, calzándose los tejanos-. Que quizá podría
conseguir algún trabajo por aquí cerca. Sé que no será fácil, viniendo de donde vengo; pero tú
llevas más de veinte años en este barrio, y puede ser que convenzas a algún comerciante que
me tome como dependienta, o algo por el estilo... Necesito ocuparme un poco, y no nos
vendrán mal algunos dólares más.
La señora Parker se puso de pie, excitada.
- ¡Es una excelente idea! -aprobó con entusiasmo-. Si no me equivocó, Stone, el de la
droguería ha despedido a su ayudante. Estimaba bastante a tu padre, pese a todo. Hoy mismo
hablaré con él del asunto.
- No te apresures -advirtió Chris, terminando de abotonarse la blusa-; lo consultaremos antes
con la inspectora social.
- No veo por qué ella debe autorizarte...
- No se trata de eso. Sólo le dejaremos creer que la idea ha sido mérito suyo. Eso ayudará a
tener a la señorita Crosswell de nuestro lado, a la hora de los papeles.
- ¡Chris! ¡Eres una condenada intrigante! -se escandalizó bromeando la señora Parker.
- Eso enseñan en el reformatorio -dijo Chris.

Dos semanas más tarde, la vida de las Parker, madre e hija, aún transcurría por cauces de
cordialidad y comprensión mutua, como si hubieran descubierto una forma de relación que
jamás habían imaginado. La señorita Crosswell había aprobado calurosamente la idea de que

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Chris comenzara a buscar algún trabajo, aunque el señor Stone no tomaría su decisión hasta el
mes siguiente: «Vaya -explicó a la señora Parker-, Dios sabe que deseo ayudar a la chica del
pobre Ben, pero el vecindario sabe donde ha estado ella, y algunas de mis parroquianas son
verdaderas víboras. No quiero que le hagan pasar un mal rato.» La señora Parker no se dejó
amilanar. Replicó que Chris no sufriría en la droguería ninguna humillación que no pudiera
sufrir en las calles del barrio. Por otra parte -aseguró-, todas las vecinas sentían tanta
admiración por el señor Stone, que sin duda respetarían su decisión. «Eso espero -había
dudado Stone-. Déjemelo pensar dos o tres semanas.»
Mientras tanto, Chris no había perdido el tiempo. Se ocupó principalmente de las compras
domésticas, derrochando tal cordialidad y modestia, que muchas mujeres que jamás la habían
saludado comenzaron a sonreírle al cruzarse con ella. Un contratista retirado, que vivía a dos
calles de ella, se ofreció para ayudarle a reparar la cerca. E incluso la señora Smithfield,
secretaria del Club de Damas de la zona, le prometió uno de los cachorros que pronto nacerían
de su perra ovejera. «Dos mujeres solas necesitan de alguien que cuide la casa -afirmó-.
Cuando Bella dé a luz, podéis venir a tomar el té y escogeremos un cachorro macho.» Chris le
dio las gracias cortésmente y se alejó, pensando que pronto el señor Stone no tendría
argumentos para negarle el puesto.
- ¿Quieres un poco de café? -interrogó la señora Parker, al verla entrar.
- Quizá más tarde.Todavía queda mucho por hacer.
- ¡Pamplinas! -insistió jovialmente su madre-. La comida está preparada y ya he llevado la
ropa a la lavandería. Me gustaría charlar un rato contigo.
- Bien -aceptó Chris-. No le pongas mucho azúcar, la buena vida me ha hecho engordar.
Riendo, la señora Parker se dirigió a la cocina. Chris se arrellanó en el viejo sillón de su padre
y apoyó los pies sobre la mesa, en actitud displicente. «Bien -se dijo-, vas camino de ser la
niña modelo de la vecindad, hija ejemplar y abnegada dependienta de droguería. ¿Es eso lo
que querías, Christine Parker?» Prefirió dejar la respuesta en suspenso y lanzó un audible
resoplido de perplejidad.
- Moco se moriría de la risa -dijo en alta voz.
- ¿Qué dices? -preguntó la madre, atareada con el café.
- Digo que me he topado con la vieja Smithfield -respondió Chris-; quiere regalarnos uno de
sus malditos cachorros.
La señora Parker asomó en el umbral de la puerta, repitiendo su maquinal gesto de secarse las
manos.
- Eso está muy bien, ¿no crees? -aventuró con cierto matiz de ansiedad.
Chris se encogió de hombros y dijo:
- No lo sé. No me gustaría que esa gente terminara jugando al golf en nuestro jardín.
- iPor Dios, Chris! -exclamó la madre con una risa nerviosa-. ¡En nuestro jardín no hay espacio
para jugar al golf!
- A eso me refería -bufó la joven-. No somos como ellos, ni tenemos espacio para ellos. Estoy
dispuesta a trabajar a cambio de su dinero y a sonreír a cambio de sus sonrisas, para que nos
dejen en paz. Pero no quiero hacer de Cenicienta, para que ese hatajo de cerdos justifique su
parcela en el cielo...
- Vamos, hija -dijo la señora Parker con voz tensa-, sólo se trata de hacer buena vecindad. Tú
misma dijiste que era necesario.
Las tazas tintinearon levemente cuando las depositó sobre la mesa.
- Puede que lo haya dicho, pero no me gusta hacerlo -se enfurruñó Chris.
La madre se sentó frente a ella y bebió su café en silencio, observándola con aprensión. Al
cabo de unos instantes, Chris levantó la vista y le sonrió, intentando tranquilizaarla.
- Está bien, mamá -dijo-, no te asustes. Tal vez aún no me he acostumbrado a la libertad. Allá,
en el «pesebre», eran casi todas delincuentes, pero no había hipócritas.
- El mundo es así -murmuró la señora Parker.
La campanilla sonó en ese momento y ambas se volvieron hacia la puerta. Chris se incorporó a
medias y distinguió una figura delgada y morena, empinada sobre la verja recién pintada.
- ¡Josie! -chilló como si estallara-. ¡Es Josie! -Y se lanzó corriendo a través de la puerta.

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Las dos muchachas se abrazaron. riendo y gritando, y después avanzaron, enlazadas, por el
sendero de gravilla. La señora Parker abandonó la ventana por la que atisbaba hacia fuera y
fue en busca de otra taza, con una indefinida opresión en el pecho. Josie se mostró muy
amable con ella. Alabó el café y los detalles de la casa, y hasta llegó a decir que no esperaba
que la madre de Chris fuera tan joven. La mujer no estaba acostumbrada a los elogios y se
sonrojó, con dulce incomodidad. Las jóvenes cruzaron una mirada cómplice.
- Bien -suspiró la señora Parker-, la ropa ya debe de estar lista y vosotras tendréis mucho de
qué hablar. -Se puso de pie y tomó su pequeño bolso de mano-.Iré hasta la lavandería, Chris;
volveré dentro de media hora. Josie se quedará a almorzar, desde luego -agregó con voz
educada.
Josie sonrió e hizo un suave gesto negativo con su rizada cabeza oscura.
- Se lo agradezco mucho, señora Parker, pero mi amigo me espera afuera en su coche.
Pensamos seguir viaje a Nevada hoy mismo. -Su lengua rosada humedeció fugazmente los
carnosos labios morenos. Prosiguió-: En realidad, pensaba pedirle permiso para que Chris
venga a almorzar con nosotros.
La señora Parker abrió la boca y volvió a dejar su sobre la mesa.
- Bien... -vaciló- en realidad. -Hizo una pausa, desconcertada, y luego irguió el pecho con una
sonrisa temblorosa-. Me parece una estupenda idea. Chris necesita distraerse y a mí me hará
bien estar sola un rato. A veces a las viejas nos gusta la soledad -puntualizó, dirigiéndose a
Josie.
El «amigo» de Josie era un mulato alto y bien parecido, que sonreía constantemente. Su
rostro, de una belleza juvenil, contrastaba con algunas hebras blancas en las sienes y las
pequeñas arrugas en torno a los ojos, como trazadas con un fino alfiler. Hizo lugar a Chris en
su automóvil descubierto, ubicándola entre Josie y él. Sin dejar de parlotear, condujo el coche
hacia un lujoso restaurante de las afueras. Su conversación era divertida y variada. Saltaba de
su picaresca infancia en el Bronx a anécdotas de su época de extra de cine; de su participación
en la campaña de Robert Kennedy («Yo lo vi caer muerto a mis pies»), a sus dos años en
Saigón durante la guerra («Jamás me asomé al frente, estaba en el negocio de la "hierba" y
los oficiales me cuidaban»). Se llamaba Mortimer H. Jones y, por cierto, era un hombre seguro
de sí mismo. Josie le escuchaba embobada y se estremecía ante las distraídas caricias que él le
prodigaba durante su monólogo.
Los tres disfrutaron parsimoniosamente del almuerzo, que duró más de dos horas, matizadas
por las inacabables aventuras de Mortimer. Luego, el hombre propuso descansar y tomar un
poco el aire en un lago cercano. El lugar era realmente sereno y acogedor. Dejaron el coche
aparcado junto al camino, y las muchachas se sentaron en la hierba fresca y suave, a la
sombra de una arboleda. En un inesperado rasgo de discreción, Mortimer decidió que las
dejaría un rato a solas, mientras hacía una excursión en torno al lago para estirar las piernas.
Cuando se alejó, las dos jovenes quedaron unos minutos en silencio, mirando el lento
golpetear del agua contra la orilla pedregosa.
Luego Josie relató a Chris su historia reciente. El viejo juez del Tribunal de Menores de su
distrito se había retirado, y su sucesor había reconsiderado algunos expedientes. El resultado
fue que varias de las reclusas del cuarto grado fueron beneficiadas con la libertad condicional,
de acuerdo con los criterios más liberales sustentados por el joven juez. Josie estaba entre
ellas y recibió la noticia con feliz incredulidad. Chris le dijo que también su petición había sido
resuelta en forma rápida y generosa, y ambas se felicitaron de su suerte y de lo oportuno que
había sido el cambio de magistrado.
- ¿Salió también Moco? -preguntó Chris.
Josie negó, sonriendo.
- No, sólo las cuatro o cinco que estábamos más «limpias». Ya sabes, los antecedentes de
Moco ocupan todo un armario.
Las dos rieron de buena gana. Luego Chris, repentinamente seria, se volvió hacia su amiga.
- ¿Qué piensas hacer?
Josie se encogió de hombros y dejó vagar su mirada en la límpida superficie del lago. Lejos, en
la orilla opuesta, la figura de Mortimer era una manchita borrosa que se desplazaba semioculta

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por los juncos.
- Conocí a Mort hace una semana -informó con voz neutra-. Creo que me he enamorado de él.
Es socio de una especie de club nocturno en Nevada, y me ha propuesto trabajar con él allí.
Nada demasiado difícil: alternar con los clientes, estimularlos a beber y a apostar su dinero en
la ruleta. Lo que los anuncios del club llaman «gentil compañía», ¿comprendes?
- No le gustará a tu inspectora social -comentó Chris, meneando la cabeza.
- Mort lo arreglará -aseguró Josie con convicción-. El socio principal es un tipo importante y
tiene amigos en las alturas. -Bajó la cabeza y espió a Chris por el rabillo del ojo-. De todas
formas, ya no aguantaba más a mi tía.
- Comprendo -dijo Chris-. ¿Qué pasa con tu edad? No creo que en esos sitios puedan trabajar
menores.
Josie frunció el ceño, molesta, e hizo chasquear la lengua.
- Ya te he dicho que el viejo del club es influyente -replicó-. ¿Qué diablos te pasa? -inquirió
luego, con la mirada encendida-. ¿De qué lado estás tú, después de todo?
Chris la miró, desconcertada, y pensó que ésa era una buena pregunta. Pero ella no tenía la
respuesta.
- Discúlpame -rogó, conciliadora-, no quisiera que salieras perjudicada.
- Mort cuidará de mí -afirmó Josie.
- ¿Irás... -Chris vaciló un instante-, irás a vivir con él?
- ¿A vivir con él? -repitió Josie, perpleja, y luego lanzó una risa nerviosa-: ¡Por Dios, Chris,
tienes cada ocurrencia! ¡Mort me lleva más de quince años! -Hizo una pausa y se pasó la mano
lentamente por su cabello ensortijado-. Además, está casado y tiene tres hijos.
- Yo no aceptaría una situación así -dijo Chris, impulsiva, y lo lamentó inmediatamente.
Se mordió el labio inferior, dispuesta aguantar el estallido de su amiga. Pero Josie se limitó a
mirarla con una especie de resignada serenidad.
- Ya sé que no es como en las novelas -murmuró-, pero es bueno tener a alguien que me
quiere y se preocupa por mí. Aunque salga mal, vale la pena intentarlo.
Chris recordó entonces que Josie era huérfana desde los cinco años. La tía que la recogió era
una mujer irascible, que la golpeaba brutalmente por cualquier motivo. La niña huía de ella
siempre que podía, y así su infancia había transcurrido prácticamente en la calle, bajo la ley de
la sordidez y la miseria de los barrios bajos. Ahora la miraba con sus ojos vigilantes y astutos,
iluminados por una débil esperanza de amor. Deseó que la tragara la tierra por haber sido tan
torpe.
Sonrió a Josie y se dijo que algo estaba ocurriendo consigo misma en esas semanas. Algo que
no le gustaba.
- Ya verás que todo saldrá bien -dijo sin convicción, invadida por una ambigua tristeza.
Ambas permanecieron calladas, sumidas en sus propios miedos e ilusiones, hasta que
Mortimer regresó de su paseo. La insistente jovialidad del hombre hizo que, poco a poco, la
depresión de las jóvenes se fuera diluyendo. Cuando el automóvil se detuvo frente a la casa de
Chris, ella y Josie se abrazaron largamente, con los ojos húmedos. Mortimer descendió y
sostuvo caballerosamente la portezuela para que Chris pudiera salir del coche. La joven le dio
un rápido e impulsivo beso en la mejilla.
- Cuídala mucho -suplicó.
- Cuídate tú también -dijo él, sonriéndole con calidez.
Luego dio la vuelta al vehículo y trepó de un salto a su asiento, frente al volante. Le hizo un
último guiño mientras ponía en marcha el motor.
Cuando el coche arrancó, Josie agitó su pañuelo de seda escarlata en señal de despedida.
Chris levantó la mano a su vez, con la vista clavada en el pequeño trozo de tela que se agitaba
y desaparecía en la opaca luz del atardecer. Lanzó un profundo suspiro y se acarició el
mentón, presa de una indefinible congoja. La pequeña Josie corría a beberse su libertad de un
trago, antes de que alguien se la arrebatara. Ella, Chris se estaba construyendo día a día una
libertad sunisa y discreta, que pretendía ser segura. ¿Cuál de las dos, finalmente, sería la
primera en volver al «pesebre»? Recordó lo que, meses atrás, le había dicho Sara, una de las
veteranas del tercer pabellón: «Una vez que has estado aquí, ya no hay salida. Hagas lo que

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hagas, siempre vuelves». Tuvo un estremecimiento y pensó que estaba refrescando. Cuando
ella abrió el portón de la verja y atravesó el jardín, cubriéndose los hombros con las manos,
observó que en algunas de las casas vecinas se habían encendido ya las primeras luces, que
rompían la incipiente oscuridad.
Al abrir la puerta sintió una presencia en la penumbra y encendió la luz tenue del vestíbulo. La
pálida claridad le permitió distinguir a su madre en el sofá del comedor, encogida y silenciosa.
Su rostro reflejaba una especie de dolor antiguo. Tenía ambas manos vendadas hasta el codo.
El denso aire de la casa olía a chamusquina.
Chris no se movió ni preguntó nada. Una opresión conocida le invadió el pecho y le cerró la
garganta. Se apoyó inconscientemente en la pared, deseando que la vida volviera hacia atrás,
como un film rebobinado al revés. Se imaginó a sí misma rechazando cordialmente la
invitación de Josie y quedándose a comer con su madre, para luego charlar fruslerías mientras
lavaban los platos. «Algo desagradable ha ocurrido -se dijo-. No debiste dejarla tanto tiempo
sola.» La presión de la garganta le trepó a la cabeza, que se bamboleó pesadamente, como la
de un animal herido. De pronto, se abrió la puerta del lavabo y una franja de luz azotó el
cuarto, perfilando la trágica figura de la señora Parker. Una alta silueta emergió en el umbral
de la puerta, llevando una toalla entre las manos. Chris no se sorprendió al reconocer el rostro
sombrío y los rojos cabellos de su hermano Tom.
- Por fin has llegado -le dijo él suavemente, con un trasfondo de ira contenida-. Esta vez la
habéis hecho buena.
Dio tres zancadas y se plantó frente a Chris, mirándola con una mezcla de odio y pena.
- Dios mío, Chrissie. ¿Por qué la dejaste sola? -murmuró.
Chris bajó la mirada y observó como en sueños los dibujos del piso de mosaicos.
- ¿Qué ha ocurrido? -preguntó, asombrándose de oír su propia voz.
Tom le dio la espalda y caminó lentamente hacia la mesa. Tomó un objeto de ésta y lo levantó
en el aire, sin volverse. El cristal de la botella semivacía emitió unos leves destellos.
- Casi un litro de whisky -dijo Tom, como si comprobara un dato impersonal. Luego anduvo
unos pasos hacia su madre-: Debe de habérselo bebido en media hora, cerca de mediodía
-describió, en el tono de un fiscal que relata al Tribunal las circunstancias de un crimen-.
Después, según parece, intentó encender la cocina para recalentar su comida. Pero estaba
demasiado borracha y el fuego cogió tus nuevas cortinas de plástico y también el mantel de la
mesita. Al intentar apagarlo sólo logró abrasarse las manos. -Desvió la vista de Chris y miró a
su madre, que le escuchaba, impasible-. Quemaduras de segundo grado. Un vecino advirtió el
humo y acudió a tiempo para evitar que el fuego se propagara. Su esposa llamó al médico y
luego me avisó a mí. Eso es lo que ha ocurrido. -Masculló esta última frase mientras se dirigía
a la cocina, pasando frente a Chris como si ella no existiera.
Al quedar solas, Chris y la señora Parker se miraron por primera vez, largamente. Los ojos de
la madre estaban inflamados a causa del llanto y del alcohol ingerido.
- No sé por qué lo hice -balbuceó con dificultad-. Apenas saliste por esa puerta, eché a correr
por la calle en busca de una botella.
- A veces sucede -dijo Chris.
- Parece que lo he arruinado todo -sollozó la señora Parker, enjugándose las lágrimas con la
mano vendada.
- Sí -asintió la joven-, es posible.
No quería discutirlo ahora. Sus sentimientos eran contradictorios y deseaba tanto abofetear a
su madre como correr hacia ella y acunarla en sus brazos. En un punto, ella tenía razón; era
posible que todo se hubiera echado a perder. Chris respiró hondo y se dirigió hacia la cocina,
en busca de su hermano.
Tom estaba agachado sobre el piso, limpiando los restos del incendio.
- ¿Qué piensas hacer, Tom? -interrogó la muchacha, con voz débil.
Transcurrió un tiempo durante el cual el joven permaneció silencioso, fregando con obstinación
las manchas de hollín. Luego se incorporó sobre sus rodillas. Su mirada se dirigió a las cortinas
de la ventana, que pendían como negros colgajos deshilachados. También el mantel de la
mesa estaba quemado en más de la mitad, así como parte del bulto de ropa limpia, que era un

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informe montón de telas chamuscadas.
- Pudo quemar toda la casa -musitó como para sí mismo.
- ¿Qué piensas hacer con ella? -repitió Chris con ansiedad.
Tom se volvió y la miró con cierta sorpresa, como si hasta ese instante no hubiera advertido la
presencia de su hermana.
- La internaremos en una institución para alcohólicos -respondió, implacable-; no podemos
correr más riesgos.
Chris asintió en silencio. Sacó la lengua y se lamió el labio superior, desviando la vista de los
ojos cansados de su hermano. El olor a ceniza mojada le revolvió el estómago. Tragó saliva y
sintió cómo la temida pregunta se formulaba vacilante entre sus labios, hasta que lograba
salir:
- Y ¿qué va a ser de mí?
Tom se puso de pie y limpió cuidadosamente las rodilleras de sus pantalones.
- Volverás al reformatorio -informó. Luego la ira reprimida endureció su voz-: Nunca debiste
salir de allí.

Capítulo 5

- Tengo que hablarte, Barbara.


La maestra apartó su dorada cabeza de los apuntes que estaba leyendo, y se quitó las gafas
para escrutar el rostro compungido y ansioso de la joven reclusa, que había aguardado a que
todas las demás salieran del aula, para acercarse a su escritorio.
- ¿Qué ocurre, Chris?
En la voz de Barbara Clark hubo una especial benevolencia, pues nuevamente había
comenzado a sentir aprecio por Chris Parker. Sin duda, no era ya la misma muchacha rebelde
y altanera que había defraudado su confianza un año atrás. Por el contrario, en el tiempo
transcurrido desde que volviera al «pesebre», Chris se había comportado en forma ejemplar.
Ése era el comentario de las autoridades y celadoras, y Barbara estaba dispuesta a refrendarlo
ampliamente. Chris demostraba un excepcional interés y ahínco en los estudios, y por cierto
tenía una mente despierta y aguda. Era una pena que aquel desgraciado accidente familiar
hubiera obligado a recluirla nuevamente. Sumida en esta reflexión, Barbara advirtió que no
había escuchado lo que Chris le decía. Prestó atención al resto de la frase:
- ... quizá puedas indicarme qué debo hacer -finalizó la joven.
Barbara titubeó un instante, procurando adivinar cuál era el tema.
- Hacer... ¿En qué sentido?
- No me escuchabas -acusó Chris.
- Es verdad, me distraje -reconoció Barbara-; pero estaba pensando en ti.
Chris hizo un infantil gesto de duda y fue hasta la pizarra. Tomó un trozo de tiza y comenzó a
hacer unos garabatos, de espaldas a la maestra.
- Todo lo que dije es que quería salir de aquí -explicó.
Barbara esbozó una sonrisa.
- Supongo que ése es un deseo bastante generalizado -comentó-, pero tú ya conoces las
reglas. Además, tu caso es especialmente difícil.
Chris giró sobre sí misma, enfrentando a Barbara con el cuerpo agazapado y los ojos
vigilantes.
- ¿Difícil? ¿Te estás burlando de mí? ¡Hace tres malditos meses que me estoy conduciendo
como una monja de clausura! ¡Soy el hazmerreír de todo el pabellón!
- ¿Lo haces sólo para poder salir?
Chris lamentó su paso en falso, notando que ahora Barbara escudriñaría sus gestos, como
intentando confirmar una sospecha. «¡Dios! -pensó-. ¡Por supuesto que lo hago sólo para
poder salir!» Le había costado sangre soportar mansamente las bravatas de Moco y las tontas
exigencias reglamentarias de Betty Ramos. Incluso Ria, Jax, Bea y hasta la propia Carrie le
habían perdido el respeto y la trataban con cierta despechada conmiseración. ¿Valía la pena
soportarlo, fingir continuamente, ser humillada, sólo para poder salir? «Por supuesto que sí»,

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se contestó.
- Por supuesto que no -le dijo a Barbara-.Pero siento como si algo mío se fuera deteriorando
en este sitio. -Advirtió un brillo de interés en las pupilas de la maestra-. Ya sabes, Barbara,
lentamente una se va contagiando de las demás... , del ambiente... , o comienza a odiar sin
motivo a las celadoras... , se le ocurren ideas de fuga... , o de suicidio... Me ha pasado antes,
y no quiero que vuelva a sucederme ahora. -Barbara había bajado la cabeza, como si estuviera
impresionada, y Chris decidió dar la estocada final-: Supongo que es... por el encierro. Tú
nunca estuviste encerrada, ¿verdad?
Barbara meneó negativamente su rubia cabellera. Al levantar el rostro, sus ojos estaban
húmedos y el mentón le temblaba ligeramente.
- Es difícil -repitió; pero su tono era débil.
Chris corrió a postrarse junto a ella y le aferró las rodillas con ambas manos.
- ¡Debes ayudarme, Barbara! -imploró-. ¡Sé perfectamente que podré comportarme bien
afuera, si me dan una oportunidad!
- Ya te dimos una oportunidad -replicó Barbara, a la defensiva.
Chris se puso de pie, lanzando un largo suspiro. Separó los brazos del cuerpo, en un gesto de
impotencia, y comenzó a dar vueltas frente al escritorio de la maestra.
- Es verdad -dijo-. Pero todo iba perfectamente hasta que mi madre tuvo ese accidente. Quizá
no debí dejarla sola... ¡Pero de todos modos fue un accidente y todo iba bien hasta entonces!
Puedes preguntárselo a la inspectora social...
- He hablado con la señorita Crosswell -asintió Barbara-; su informe es bastante favorable.
Pero el juez Turner está muy reticente con nosotros. Al tomar su cargo nos concedió seis
libertades condicionales y poco después tú casi dejas morir a tu madre, otra de las chicas fue
sorprendida robando en un supermercado, y Josie desapareció amparándose en relaciones con
el sector más corrompido de la Administración.
- No lo sabía -mintió Chris, con rostro azorado-; lo siento.
- Más lo siente el pobre Turner. Te imaginarás que ha tenido problemas; casi lo hacen saltar de
su silla. -La maestra se incorporó y se acercó a Chris, poniéndole una mano en el hombro y
dejando que sus dedos juguetearan con el largo cabello castaño de la muchacha-. Pero aunque
lográramos convencer al juez, Chris, tú ya no tienes casa adonde ir. Tu madre está internada y
ambas sabemos que tu hermano y su mujer no te aceptarán con ellos.
Chris frunció los labios y sintió que un nudo de angustia auténtica se formaba en su garganta.
¿Qué habría dicho Tom, para que todos supieran que no la quería con él?
- Tienes razón -dijo con un hilo de voz-. De todas formas, te agradezco que me hayas
escuchado. -Y se dirigió con paso inseguro hacia la puerta.
- ¡Espera! -rogó de pronto Barbara. Chris se detuvo y luego se volvió lentamente-. Quizás
haya una solución... Tú sabes que a veces vienen aquí familias que buscan alojar a algunas de
las muchachas... , como compañía, o como ayuda...
- Como sirvientas -escupió Chris, con desprecio.
El rostro de la maestra se endureció.
- ¿Quieres salir o no? -preguntó.
- Sí -dijo Chris, mordiéndose los labios-, quiero salir.
- Pues ahí tenemos una posibilidad. Pero no moveré un dedo si no me aseguras que harás un
buen papel.
- Lo siento -se disculpó Chris-, de veras lo siento.
La rigidez de Barbara se suavizó visiblemente
- Bien, no te prometo nada. Si sigues comportándote bien, como hasta hoy, ya volvemos a
hablar del asunto.
Pasó casi un mes sin que Barbara volviera a mencionar el tema. Chris mantuvo su conducta
sumisa, pero a menudo estaba distraída y nerviosa. No prestaba atención a las lecciones,
discutía con Carrie por cualquier nimio detalle sobre el arreglo de la habitación que
compartían, o permanecía ensimismada largos minutos en el comedor, sin probar bocado.
Curiosamente, era Moco, su antigua rival, quien entonces se acercaba a ella, o utilizaba su
liderazgo para impedir que las demás la molestaran. Chris agradecía la inesperada solidaridad

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de Moco, pero no se confiaba con ella. En realidad, casi no hablaba con nadie, ni participaba de
los juegos y discusiones que las chicas organizaban, para acortar las largas jornadas de
encierro. Ella sólo esperaba, en silencio, dejando desfilar por su mente fantasías sobre su
futura vida en el exterior cuando Barbara Clark cumpliera su promesa.
Una tarde, después de la merienda, Lasko se acercó a Chris con su paso pesado de sargento.
La joven estaba cabizbaja, contemplando su plato vacío. Lasko le dio un papirotazo en el
hombro para llamar su atención.
- Chris, la señorita Porter quiere verte -anunció
El corazón de Chris dio un brinco, y por un momento quedó absorta, con la vista clavada en la
gris chaqueta de la celadora. Luego dio una especie de salto silencioso y se escabulló por la
puerta, en dirección al edificio principal. Lasko meneó la cabeza con resignación y trotó tras
ella.
El despacho de Cynthia Porter, la directora adjunta, estaba en el ala izquierda, junto a la
oficina del director y el salón de conferencias. Chris aguardó a Lasko frente a la puerta
cerrada, aprovechando para recobrar el aliento e intentar serenarse. La celadora le dio
alcance, también agitada. Echó sobre su pupila una muda mirada de reconvención, y golpeó
con los nudillos la oscura madera lustrada. La voz pausada y firme de la señorita Porter las
invitó a entrar.
Barbara Clark estaba también en el despacho, a un lado del amplio escritorio de Cynthia. Eso
parecía un buen síntoma. La maestra hizo un imperceptible guiño a Chris cuando ésta saludó
respetuosamente a ambas. La directora adjunta se limitó a un leve gesto con la cabeza, y
luego se dirigió a Lasko:
- Puede quedarse, Lasko -dijo-; esto también le concierne. -Su mirada reposada y distante se
volvió entonces a Chris-: Siéntate, Chris.
La joven tomó asiento en la silla que estaba directamente frente al escritorio. Lasko, después
de vacilar un momento, optó por el sillón gemelo al que ocupaba Barbara, un poco más
alejado. Cynthia carraspeo y tomó una carpeta que colocó frente a sí, sin abrirla.
- Bien, Chris -comenzó-, la señorita Clark opina que tú estás en condiciones de salir de aquí,
para vivir un tiempo con alguna de las familias que hospedan a nuestras internas. -Chris
asintió, sin quitar la vista del rostro impasible de la directora adjunta-. Personalmente confío
en el criterio de Barbara; siempre que Lasko esté de acuerdo, claro está.
Cyntria hizo una pausa y las tres miraron a la celadora. Ésta mostró un gesto de perplejidad,
acomodó su robusto cuerpo en el sillón y miró sus manos, cruzadas sobre el regazo.
- Chris se ha portado bien últimamente -declaró. Abrió la boca como si fuera a agregar algo,
pero volvió a cerrarla con un breve encogimiento de hombros.
- Así parece -corroboró Cynthia, con voz neutra-. De modo que no veo inconvenientes para
que hagamos la prueba.
Chris creyó que iba a ponerse a saltar de alegría allí mismo. Inclinó su cuerpo hacia adelante y
sonrió de oreja a oreja a la directora adjunta.
- ¡Se lo agradezco tanto, señorita Porter! ¡Las tres han sido... , han sido tan buenas
conmigo!...
- Por supuesto, no se trata de la libertad -intervino Barbara-; si siquiera de la libertad
condicional. De momento, aunque vivas con una familia, seguirás dependiendo de esta
Escuela. ¿Comprendes el significado de mis palabras?
- Comprendo -dijo Chris.
- Te harás cargo de que eso representa una gran responsabilidad para nosotros -terció
Cynthia. Luego abrió la carpeta y extrajo un papel, que miró atentamente-. Hay un
matrimonio... , Johnson, que estuvo aquí la semana pasada. Tenemos buenos informes de
ellos y pienso que pueden ser la familia adecuada. Volverán pasado mañana y se entrevistarán
contigo, Chris; si se ponen de acuerdo, podrás marcharte con ellos. Después veremos.
La señorita Porter cerró la carpeta y sonrió formalmente, dando a entender que la entrevista
había terminado.
Al salir al patio, el corazón de Chris parecía a punto de estallar. Las lágrimas pugnaban por
derramarse sobre su rostro, que no obstante expresaba una alegría temblorosa e irreprimible.

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Miró la alta alambrada, pensando que pronto estaría al otro lado, y el encierro ya no le pareció
tan opresivo. Y aun esa hora triste y vacía del crepúsculo le resultó jovial y agradable, como
un cálido amanecer que sigue a una larga noche de pesadillas.
Lasko se detuvo junto a la puerta del pabellón y apoyó su sólida mano sobre el hombro de
Chris, mirándola con preocupación.
- Trata de ser lista esta vez -advirtió con voz grave-. Si regresas aquí, no volverás a salir
jamás.

Capítulo 6

Buster Johnson y su esposa Eileen habían llegado a la madurez acumulando días y años sin
darse cuenta. Él era gerente de una importante compañía de seguros; esto, a sus cincuenta
años, le proporcionaba una posición acomodada, con la perspectiva de una inminente y
despiadada lucha por la vicepresidencia. Ella era poco más que la señora del señor Johnson.
Una mujer como tantas, de rasgos armónicos, pero vulgares, cuyo cuerpo había engordado y
su rostro comenzaba a envejecer. Los Johnson no habían tenido hijos. Al comienzo, porque
hubieran, sido un estorbo para los continuos traslados de Buster en su calidad de vendedor.
Luego, cuando él logró llegar a jefe de sección y su trabajo se estableció, porque no era
momento para que los críos dificultaran su vida social o devastaran su moderna casa de las
afueras, que tantos esfuerzos les había costado. Finalmente, se habían acostumbrado a vivir
solos y el tema había ido desapareciendo poco a poco, primero de sus conversaciones y luego
de sus pensamientos.
Un año atrás, el nuevo ascenso de Buster le obligó a viajar nuevamente para controlar las
numerosas sucursales. Eileen, que atravesaba con dificultad su climaterio, cayó en frecuentes
crisis de depresión, agravadas por cada vez más intensos ataques de celos y fantasías de
abandono. «La pobre necesita alguien que le haga compañía», pensó el señor Johnson.

El suntuoso Pontiac color acero se detuvo frente al garaje de una hermosa casa de dos plantas,
con un amplio y cuidado jardín. Chris, a través de la ventanilla trasera, observó con ojos
inquietos su nuevo hogar. Los Johnson le recordaban a la señora Smithfield y su marido, pero
sin duda tenían aún más dinero. Esa mañana se habían portado regularmente bien en la
entrevista, frente a Cynthia Porter. Pero luego, durante el viaje en automóvil, apenas si le
habían dirigido dos o tres palabras. Es cierto que tampoco hablaban mucho entre ellos;
parecían representar, casi continuamente, ante sí mismos, el papel del señor y la señora. Chris
ya empezaba a aburrirse, y aún no había entrado en la casa.
- Ven, Christine -le dijo la señora Johnson-, te enseñaré tu habitación.
La joven tomó su maleta de manos del señor Johnson, y entró detrás de la mujer. El recibidor
era cálido y luminoso, con muebles bajos de costosa sencillez y grandes cuadros sin marco en
las paredes. En medio de la habitación había un hogar de piedra y un verdadero árbol crecía
en un rincón, cuyo tronco salía por una abertura del techo. «¡Demonios! -pensó Chris-, me
gustaría conocer al tipo que diseñó esta casa!» Sin duda no había sido el adusto Buster
Johnson.
Su nueva tutora la llamó desde el rellano de la escalera. En la segunda planta había un
vestíbulo al que daban varias puertas, y un ventanal de pared a pared que se abría a una
terraza de invierno. Allí estaba la copa del árbol, flotando sobre un coqueto juego de sillones
metálicos. Chris hizo un gesto admirativo, que fue advertido por Eileen.
- La casa es un poco rara, pero te acostumbrarás a ella -dijo.
- Me gusta -afirmó Chris con sinceridad.
- A Buster también -informó la mujer sin tomar partido-. Su hermano fue quien la diseñó.
Guió a Chris por una escalera más estrecha, hacia una especie de desván, dividido en tres
partes: un pequeño vestíbulo, un lavabo también reducido y un cuarto de techo inclinado, con
la ventana casi a ras del suelo.
- Pienso que aquí podrás estar cómoda -dijo Eileen corriendo las cortinas-; no es muy grande,
pero tiene cierta independencia.

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Esta última palabra sonó como música en los oídos de Chris, mientras sus ojos se extasiaban
en la contemplación de la mullida cama de estilo marinero y los rústicos y sólidos muebles de
madera clara.
- Está muy bien, señora. Es realmente perfecto -dijo depositando su maleta sobre el escritorio
que estaba junto a la ventana, con un gesto de alegre posesión.
- Almorzamos dentro de media hora -anunció Eileen-, más tarde te indicaré tus tareas.
Las tareas de Chris no fueron demasiado definidas y consistían en echar una mano a Stella, la
mulata entrada en carnes que se ocupaba de la casa y la comida, acompañar a veces a Eileen
a hacer compras y, en general, estar siempre cerca y disponible por si ésta la necesitaba. La
faena realmente pesada estaba a cargo de una mujer fornida y asombrosamente blanca y
rubia, que venía tres horas por la mañana y respondía a un impronunciable apellido danés.
Stella había decidido llamarla simplemente «Danesa». La señora Johnson, y luego la propia
Chris, concluyeron por utilizar también ese nombre.
Los mejores días para Chris eran aquellos en que Eileen salía sola por la mañana, o se
quedaba en cama presa de sus frecuentes jaquecas depresivas. La joven podía entonces
parlotear libremente con Stella en la cocina, participar de sus jocosas disputas con los
proveedores, o leerle las románticas historias de una revista sentimental, que la mujer
escuchaba, absorta, con lágrimas en los ojos, sin que sus incansables manos dejaran de
trabajar. Si Stella estaba demasiado ocupada, o ensimismada en sus propios problemas, Chris
optaba por pasar el rato con Danesa. Ésta, en su Inglés pobre e inseguro, le relataba una
interminable tragedia familiar de emigración, enfermedad, crisis económica, niños huérfanos y
hombres tontos y borrachos que morían endeudados. Chris nunca logró discernir si la
protagonista del penoso relato era la propia Danesa, o su madre, o alguna otra parienta, o se
trataba simplemente de una vieja novela escandinava.
Pero lo normal era que la jornada de Chris girara en torno a la gris y vacua vida cotidiana de
Eileen Johnson. Ésta solía pedirle que le cepillara el cabello, le ayudara a vestirse o
simplemente permaneciera junto a ella, en el jardín, mientras bebía su Martini esperando que
el día terminara de una vez. Era una mujer silenciosa y distante, que casi siempre parecía
sumida en una especie de semisueño. Cada dos o tres horas subía a su cuarto, a descansar, y
luego reaparecía con un nuevo vestido, aunque no esperara visitas ni su marido estuviera en
casa. Chris terminó acostumbrándose a esas rarezas y llegó a pensar que el silencio de la
señora obedecía a una profunda y algo extraña vida interior. Pero, con el paso del tiempo,
empezó a sospechar que Eileen Johnson hablaba poco porque no tenía mucho que decir.
Paulatinamente, también Chris comenzó a refugiarse en su cuarto y en sí misma, siempre que
podía, como contagiada por la atmósfera solitaria y nostálgica de aquella casa. Las semanas
iban pasando, y ella no podía definir la causa de la leve angustia que se había alojado en su
pecho.

Querido Tom:

Mi nuevo hogar es muy lindo, y tengo un cuarto y un lavabo para mí sola. La señora
Johnson es bastante buena, y no me da muchas tareas para hacer. Le he escrito a mamá,
pero aún no ha respondido a mi carta. ¿Qué sabes tú de ella? No creas que he olvidado tu
promesa de que algún día viviríamos juntos. ¡Trata de que sea pronto, por favor! No
pienses que deseo molestarle, pero aquí me aburro bastante y os echo de menos a todos.
Cariños a Janie y al pequeño Tommy. Tu hermana que te adora,
CHRIS.

Pasaron quince días hasta que, una mañana, Stella se acercó sonriente a Chris, que tomaba su
desayuno en la antecocina, con expresión abstraída.
- ¡Correo para ti, niña! -exclamó la mulata, arrojando en la mesa un sobre celeste.
Chris reconoció la letra desmadrada y nerviosa de su hermano, que atravesaba el sobre en
diagonal. Lo tomó emocionada y utilizó los dientes para abrir una de las puntas. Luego
introdujo el cuchillo para rasgar un lado del sobre, mientras escupía el papelito, masticado, en

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su taza vacía. Con esfuerzo, extrajo una breve misiva, doblada en tres partes.

Chrissie:

Me alegro de que estés bien en ese lugar. Mamá también está bien en el suyo. Janie y el
niño te recuerdan con mucho afecto. Besos,
TOM.

- Bien, no puede decirse que derroche la tinta -comentó Stella, leyendo por sobre la cabeza de
Chris.
- ¡Métete en tus propios asuntos! -saltó la joven, ocultando la carta apresuradamente-. ¡La
correspondencia es privada!
- Si a eso llamas correspondencia... -zumbó la mujer, encogiéndose de hombros y retornando
a sus quehaceres.
Al día siguiente, Buster Johnson regresó de uno de sus continuos viajes. Pareció sorprenderse
al ver a Chris, como si hubiera olvidado su presencia en la casa. Pero luego se mostró amable
con ella, e insistió en ayudarla a servir la cena fría que Stella había dejado preparada, pues era
su noche libre. Eileen bajó poco después, cuidadosamente peinada y maquillada, envuelta en
un vestido de grandes flores rojas sobre fondo blanco que, pese a su indudable buen corte,
resultaba un inapropiado para su edad y sus kilos. No obstante, Buster elogió el atuendo y
propuso que los tres comieran en la galería, junto al jardín. Eileen reaccionó con un casi
imperceptible gesto de contrariedad, pero no se opuso; quizá porque no tenía ánimo para
iniciar una discusión.
- ¿Sabes dónde he pasado el fin de semana? -preguntó más tarde Buster, atacando un trozo
de carne ahumada y con salsa.
- ¿Cómo puedo saberlo? -respondió Eileen, prevenida.
- Pues en casa de mi hermano Jack. Me quedaba de paso y hacía tiempo que no visitaba a ese
grupo de tunantes.
- ¿Cómo están? -preguntó ella con fría educación.
- ¡Estupendamente! Jack ha cobrado una bonita suma por el edificio bancario. ¿Recuerdas?
-Buster agitó su tenedor en el aire-. Aquel que parecía una caja de sombreros aplastada.
- Sí -dijo Eileen con una sonrisa de circunstancias-, recuerdo que nos mostró los dibujos.
- Pues bien, ya está terminado; e incluso funciona. Jack y Monica se gastarán parte de la pasta
en un crucero por el Caribe, así que he convencido a Charlie para que pase unos días con
nosotros.
Chris, que escuchaba en silencio, levantó la vista y sorprendió una fugaz mirada de la señora
Johnson en su dirección.
- ¿Charlie? -repitió Eileen con voz insólitamente aguda-. ¿Te parece correcto?
Su marido dejó de comer y la observó con estupor.
- ¿Correcto? ¿Qué diablos tiene que ser correcto? No es la primera vez que mi sobrino viene a
pasar una temporada en mi casa.
Eileen se sentía visiblemente incómoda, y ahora echaba frecuentes miradas de soslayo a Chris.
- Digo... -insistió-, antes estábamos solos.
El señor Johnson frunció el ceño y reflexionó unos segundos, hasta que comprendió la
intención de las palabras de su esposa.
- ¿Te refieres a Chris? -barbotó por fin, y luego rió de buena gana-: ¡Vamos, Eileen, no seas
absurda! Charlie es un excelente chico, y la pobre Chris necesita también un poco de
distracción. -Miró a ambas y luego meneó la cabeza con un gesto irónico-: No debe de ser
divertido pasarse el día aquí contigo.
- ¡Y que lo digas! -masculló la mujer con acritud.
Buster resopló y abrió ambos brazos en protesta de inocencia.
- Hablaba de Chris -aclaró-. Pienso que la presencia de Charlie podrá distraerla un poco.
- ¿Distraerla? -Los verdes ojos de Eileen proyectaban chispas de despecho, y su mano tembló
al tomar la copa de vino blanco-. Pareces olvidar de dónde procede ella.

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Chris se incorporó como impelida por un resorte y tuvo que hacer un supremo esfuerzo para
no abofetear a la mujer. Logró serenarse y con las dos manos se aferró a los bordes de la
mesa. Sus nudillos estaban blancos por la tensión con que se agarraba.
- Voy a llevar algunas cosas a la cocina -balbuceó, y comenzó a apilar los platos con restos de
comida.
- Oye, Chris, no te lo tomes así -rogó el señor Johnson, conciliador-. Estoy seguro de que
Eileen no estaba pensando en lo que dijo. ¡Traeremos a Charlie y verás que lo pasaremos muy
bien todos juntos!
El hombre remató su frase con una familiar palmada en el trasero de la joven.
Involuntariamente, su mano se detuvo un instante sobre la nalga, tersa y suave a través de la
tela. Chris dio un respingo, y una porción de ensalada rusa cayó de la pila de platos sobre los
blancos pantalones del señor Johnson.
- ¡Oh, lo siento! -exclamó la joven-, ¡qué torpe he sido!
- No te preocupes -dijo Buster, quitando los trozos de comida con el revés de la mano-, el
torpe he sido yo. No tuve intención...
Se interrumpió al oír un seco crujido de cristal astillado. Ambos se volvieron hacia Eileen.
Sonreía con un rictus histérico, pero la crispación de sus dedos había quebrado los bordes de
la copa. Un fino hilo de sangre tiñó de púrpura el pálido resto de vino.

Capítulo 7

- De modo que tú eres la famosa Chris -dijo Charlie Johnson.


Sonreía, y su rostro despejado y suave de adolescente asomaba entre los barrotes de la
escalera, enmarcado por el cabello lacio y muy negro, que le caía hasta los hombros.
- Te equivocas -replicó Chris-; yo soy Stella, la cocinera.
Charlie soltó una risa que fue como un grito breve, y se descolgó de un salto a los pies de la
joven, que instintivamente recogió las piernas. Estaba sentada en uno de los sillones,
repasando con una franela la platería de la señora Johnson. Charlie había llegado la noche
anterior, cuando ella ya estaba acostada, y quizá no fuera por casualidad que esa mañana se
instalase allí, al pie de la escalera, absorta en una tarea innecesaria. El chico se acuclilló a su
lado, sobre la alfombra, y la estudió detenidamente, con fingida seriedad.
- No -dijo por fin-, no creo que tú seas Stella. Ella era gorda, morena y simpática. Tú eres
delgada, blanca y de mal genio. -Hizo una pausa y su mirada fue elocuente-. Aunque debo
reconocer que tienes unas piernas estupendas.
Chris estiró el borde de su falda y sonrió, con novel coquetería.
- ¿Quién te ha dicho que tengo mal genio?
- Nadie. Yo conozco a las personas. -Charlie señaló a Chris con el dedo-. Las trigueñas pecosas
de ojos azules se enfadan muy fácilmente, mientras que las morenas de labios gruesos suelen
ser muy dulces y pacientes.
- Eso es una tontería -se amoscó Chris.
- ¿Ah, ves que tengo razón? -advirtió él.
- No estoy enfadada; simplemente digo que es una tontería juzgar a la gente por el color del
pelo o de los ojos.
- ¿Aunque sean unos ojos muy bonitos? -preguntó Charlie con intención, mirándola fijamente.
Chris se ruborizó y bajó la cabeza, halagada y ligeramente incómoda. El joven se inclinó hacia
ella y extendió el brazo, hasta conseguir acariciarle el cabello con la mano.
- También tu cabello es muy hermoso -agregó, tomando unas hebras entre los dedos.
- ¡Chris!
La voz seca y autoritaria de la señora Johnson cayó sobre ellos con un temblor de ansiedad.
Estaba en lo alto de la escalera, mirándolos, e hizo un visible esfuerzo por controlarse.
- Chris -repitió más suavemente-, ¿quieres subir a ayudarme un momento?
- Por supuesto -respondió Chris, cortada, poniéndose de pie.
Charlie observó a la chica con desenfrenada admiración, mientras ella subía los escalones.
Luego se incorporó y elevó la mirada hacia su tía.

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- ¿Cuánto tiempo hace que estabas espiándonos, Eileen? -preguntó con sorna.
- No seas chiquillo, Charlie -replicó la mujer con voz helada-. No estoy de ánimo para soportar
tus payasadas.
Charlie levantó las manos con las palmas hacia arriba, en un cómico gesto de pacificación. La
señora Johnson dio medio vuelta y se dirigió a sus habitaciones, seguida por Chris.
Desde aquel día, Charlie se dedicó a cortejar alegremente a la joven, pese a la abierta
interferencia de Eileen Johnson, que siempre encontraba un motivo para interrumpir sus
conversaciones y alejar a Chris con una excusa trivial. Él no parecía molesto, sino más bien
divertido por aquella sorda oposición de su tía. Al punto que Chris comenzó a preguntarse si
Charlie buscaba hablar con ella porque le agradaba, o simplemente por fastidiar a la dueña de
casa. Así, entre estas escaramuzas, los días se sucedían, y Charlie urdía recursos tales como
dejarle mensajes tiernos y graciosos en lugares inverosímiles, o declararle su afecto a cinco
metros de distancia, en mudas e ingeniosas pantomimas.
Al comienzo, Chris entró en este juego sin mayor compromiso, haciendo su papel de doncella
remilgada y saboreando los encendidos elogios de Charlie, aunque sin darles mucha
importancia. Él tampoco parecía tomar muy en serio aquellas escenas, y poco después
comenzó a utilizar el pequeño coche deportivo de Eileen para salir a visitar antiguas amistades
de la vecindad; aunque sin dejar de rondar a Chris de cuando en cuando.
Una noche que Buster estaba en la casa, insistió en que los cuatro compartieran una de esas
cenas privadas y ligeramente formales que él gustaba organizar cuando regresaba de sus
viajes. Durante la comida, Chris se sorprendió a sí misma escuchando embobada las
explicaciones que Charlie daba a su tío sobre sus estudios de arte. O siguiendo con fascinación
los gestos de las largas manos del muchacho. En determinado momento, su mirada se
encontró con las pupilas oscuras de él; su corazón dio un vuelco, mientras la invadía una dulce
desazón. «¡Cristo! -pensó-. ¡Me parece que este chico me gusta mucho más de lo que estoy
dispuesta a reconocer!» Chris nunca se había sentido atraída de esa fonna por alguien, y no
supo qué hacer con aquel sentimiento nuevo e indomeñable, que entibiaba su vientre y le
humedecía las palmas de las manos. A los postres, Charlie anunció con expresión socarrona
que tenía un compromiso, y preguntó a Eileen si podía usar su coche. Ella asintió y Charlie se
despidió de la pareja. Luego guiñó un ojo a Chris con complicidad, y le lanzó un beso con la
punta de los dedos. Chris le sonrió sin ganas.
- ¡No me esperéis! -gritó Charlie desde la puerta-. ¡Es posible que regrese tarde!
Chris subió a su habitación con el pecho oprimido por un indefinible desasosiego. No deseaba
hacer ninguna de las tareas que reservaba para ese momento previo al descanso: lavarse el
cabello, arreglar su ropa o leer alguno de los best- sellers que Eileen le pasaba después de
hojearlos. Al mismo tiempo, no podía estarse quieta. Caminaba sin rumbo por el cuarto, se
sentaba un instante y volvía a incorporarse, se asomaba a la ventana, invadida de un nervioso
hormigueo en brazos y piernas, que le impedía relajarse. La expresión risueña y picaresca de
Charlie, al despedirse esa noche, volvía una y otra vez a su mente. «No me esperéis, volveré
tarde», repitió Chris en voz alta, con despecho. Ella sabía muy bien de qué se trataba, y él no
se había molestado para disimularlo.
Abrió el armario y se enfrentó al espejo de cuerpo entero que ocupaba todo el revés de la
puerta. Se miró en él, con un nudo de angustia en la garganta. Entonces sonrió penosamente:
- ¡Chris Parker, estás celosa! -espetó a su propia imagen.
Se quitó la falda y después fue desabrochándose lentamente la blusa. Su cuerpo joven y
esbelto, casi desnudo, tembló imperceptiblemente en el cristal. Liberó el broche del sostén y
los rosados pezones asomaron inquietos, coronando los senos redondos y firmes. Levantó los
brazos y giró para observarse de perfil y luego de atrás, en escorzo. «Las chicas siempre
dijeron que tengo buena figura -se dijo-. ¿Qué opinaría Charlie si... » Se ruborizó ante su
propia audacia imaginativa y bajó los brazos. Sacó el pijama del estante y luego cerró el
armario, ocultando la silueta que reflejaba el espejo.
Ya en la cama, las horas pasaron sin que Chris pudiera conciliar el sueño. Debían de ser más
de las cinco cuando oyó un chasquido metálico y luego un ruido apagado, en el silencio de la
casa. Podía ser la puerta de la calle. En la oscuridad, se incorporó, y aguzó el oído, expectante.

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Transcurrieron unos segundos y luego percibió pasos sigilosos y vacilantes que ascendían hacia
el primer piso. Sin duda era Charlie. Escuchó el «clic» del interruptor, y una débil franja de luz
se coló debajo de la puerta. El muchacho la debía de haber encendido para dirigirse a su
habitación, que daba al vestíbulo superior, en el extremo opuesto al dormitorio de los Johnson.
Impulsivamente, Chris pensó en saltar de la cama y asomarse a la pequeña escalera de su
desván; necesitaba ver a Charlie, quizá cruzar dos o tres palabras con él.
Es posible que lo hubiera hecho, pero entonces llegó desde abajo la voz incierta de Eileen:
- ¿Charlie?... ¿Eres tú?
Hubo una pausa de silencio; mientras Chris, arriba, se mordía los labios.
- Sí, Eileen. Lamento haberte despertado.
- Olvídalo; tengo una de esas noches insomnes. ¿Estás bien?
- Perfectamente. ¿Necesitas algo?
Otro lapso tenso, en el cual Chris sintió la tentación de levantarse para atisbar desde su
atalaya. Pero no llegó a hacerlo.
- Nada, gracias, Charlie. Vete a descansar.
- Eso haré. Buenas noches.
Se apagó la luz y se cerraron las puertas. Chris se arrebujó en las sábanas. Le alegraba saber
que no era ella la única que no dormía, cuando el joven Charlie Johnson salía de juerga. Rió
para sus adentros y sintió cómo, por fin, un sueño pesado y retrasado invadía su cuerpo. Se
durmió, mientras los primeros fulgores del día sonrosaban los cristales de la ventana.
Stella abrió la puerta y entró como una tromba canturreante. De paso, palmeó el trasero de
Chris sobre la cama y descorrió las cortinas. La luz saltó dentro de la habitación, como un gato
mimoso que hubiera quedado encerrado afuera demasiado tiempo. Chris parpadeó y giró sobre
sí misma en la cama, protestando semidormida.
- ¡Vamos, niña, que hoy no es Domingo! -bramó alegremente Stella-. ¡No sé qué diablos le
sucede esta mañana a todo el mundo! Ya son casi las diez y nadie se ha despegado de las
sábanas. Ni los señores, ni el jovencito Charlie, ni siquiera tú, especie de holgazana. Chris se
desperezó y se sentó en el borde de la cama, con ojos somnolientos. Con los pies desnudos,
buscó a tientas las pantuflas. Aquella mujer negra vestida de blanco la miraba con los brazos
en jarras, y toda su imponente figura parecía derramar una aureola de energía y solidaridad.
- Stella, ¿has estado enamorada alguna vez?
La aludida sonrió, luego se puso seria, y finalmente ladeó la cabeza con un gesto perplejo.
- ¿Tengo yo cara de enamorada? -bufó.
Chris tuvo que hacer un esfuerzo para no reír. Fue hasta la silla y comenzó a cambiarse de
ropa, con gestos lentos.
- Digo... , cuando eras joven como yo -insistió-. Alguien te habrá gustado de manera
especial...
La mujer se sentó a los pies de la cama y dejó vagar la mirada con una sonrisa ambigua.
- Diablo de chica -murmuró como para sí-, las cosas que pregunta. -Miró sus gruesas manos
marcadas por el trabajo-. Sí, niña, yo también tuve dieciséis años; y una figura mejor que la
tuya, para que te enteres. Los chicos de la vecindad andaban de cabeza detrás de mí. Pero mi
padre los ahuyentaba con su vozarrón de trueno, aun antes de asomar a la puerta. -Stella rió,
con una risa teñida de nostalgia-. Hubo uno que nunca me dirigió siquiera una mirada; ése era
el que me gustaba. ¡Dios santo! ¡Hubiera ido hasta el fin del mundo por él!
Chris, ya totalmente vestida, se acercó a Stella y se sentó a su lado.
- Y ¿cómo te sentías?
Stella estiró sus gruesos labios y entornó los párpados.
- Bueno, ya sabes cómo es. Crees que el corazón se te va a escapar del cuerpo, y bastaa estar
frente a él para que tiembles y sudes al mismo tiempo.
- Eso me temía -musitó Chris.
La mujer suspiró y se puso de pie, apoyándose en el hombro de Chris.
- Espabílate, niña -urgió-, abajo nos espera una buena faena. -Luego, como al desgaire,
agregó-: Yo que tú, no me haría muchas ilusiones con Charlie Johnson; es un chico
encantador, pero tiene muchos pájaros en la cabeza.

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- ¿Quién habló de Charlie Johnson? -replicó Chris.
Unos días después, al atardecer, Eileen anunció que no se sentía bien. Decidió subir a reposar
un rato, antes de que llegara Buster para cenar. Chris la acompañó a su habitación, le ayudó a
quitarse los zapatos y le masajeó suavemente las sienes, hasta que la mujer se fue quedando
dormida. Luego la arropó con una ligera manta de viaje. Por la ventana vio la esbelta figura de
Charlie que cruzaba el jardín en dirección al garaje.
Moviéndose con cautela, Chris apagó el velador de la señora Johnson y bajó de puntillas las
escaleras. Stella cabeceaba en la mesa de la cocina, frente a una de sus revistas
sentimentales. La joven cruzó sigilosamente detrás de ella, y salió al jardín por la puerta de
servicio. Un corto camino de piedras, bordeado por el césped, marcaba los pocos metros que la
separaban de la pequeña puerta lateral del garaje. Chris la abrió y bajó los cinco o seis
peldaños que salvaban el desnivel. Vio a Charlie de pie en medio del piso de cemento,
iluminado por la luz oblicua del sol poniente, que entraba por las extravagantes claraboyas
ideadas por su padre.
El joven movió bruscamente un brazo, como azotando un látigo invisible, y hubo un seco
sonido en la pared opuesta, forrada por gruesos tablones de madera.
- ¿Qué haces? -interrogó Chris. Él tuvo una crispación de sorpresa, pero fue lo bastante hábil
como para no volverse.
- Mira eso -respondió, indicando un lugar en la pared con su largo y grácil índice.
Sobre las rústicas tablas había un círculo dibujado con tiza y, casi en el medio, una navaja que
aún parecía vibrar por la fuerza del impacto. Chris se aproximó, sin atreverse a tocarla. Charlie
le sonrió con un guiño de camaradería y desprendió el arma fácilmente.
- Es una maravilla -dijo, pasándola con habilidad de una mano a la otra-. Mi padre me la trajo
de España.
Chris observó aquel objeto esbelto y nervioso con mayor interés. Tenía una oscura
empuñadura, adaptada a la forma de una mano cerrada, y finas filigranas en la parte superior
de la hoja. Charlie dio unos pasos y se volvió. Balanceó un momento la navaja en el aire,
entrecerró los párpados, y con un movimiento fugaz y casi invisible volvió a clavarla a escasos
milímetros de la marca anterior.
- ¡Bravo! -exclamó Chris con entusiasmo-. Déjame intentarlo.
- No es tan fácil como parece -dijo él, alcanzándole el arma.
Se colocó detrás de ella y pasándole una mano sobre el hombro, guió con suave seguridad su
brazo. La navaja dio tres vueltas en el aire y se incrustó en la madera; fuera del círculo y algo
inclinada, pero con firmeza.
- ¡Lo logré! -estalló Chris, volviéndose hacia el muchacho.
- Es un excelente comienzo -dijo él.
Entonces se dieron cuenta de que estaban prácticamente abrazados. Él bajó las manos
lentamente por la espalda de ella, que se estremeció y reclinó la cabeza en su hombro. Estaba
embargada por una emoción desconocida y pensó que se iba a desvanecer. Vagamente,
recordó las palabras de Josie: «Es bueno tener a alguien que te quiere... Aunque salga mal,
vale la pena intentarlo». Con dulzura Charlie le hizo levantar la barbilla y la obligó a mirarle a
los ojos. Eran serenos y tiernos. Sonrió y la besó suavemente en la comisura de los labios.
Luego deslizó su boca sobre la de ella.
Chris sintió una oleada de tibio placer, que le recorría la columna vertebral, y se aferró a los
hombros de Charlie. Él entreabrió los labios y el beso se hizo más intenso, mientras ambos se
deslizaban hacia el suelo, enlazados. Sin dejar de besarla, el muchacho liberó una de sus
manos y comenzó a acariciar suavemente el cuerpo de ella; desde los hombros, le rozó los
pechos y bajó por el costado hasta las caderas. Luego la mano se posó un instante en la rodilla
y después subió por el muslo, levantando la falda. Chris sumida en un goce inaugural y
profundo, sintió encenderse una luz de deseo y alarma a medida que la mano de él ascendía
sin prisa. Cuando la mano contorneó el delicado surco de la ingle y se detuvo, tensa, en la
entrepierna, una especie de cortocircuito sacudió la mente adormecida de la muchacha. Mil
imágenes brutales saltaron a su memoria y hubo un estallido de terror irracional que conmovió
todo su cuerpo. Lanzó un agudo chillido y empujó a Charlie con fiereza, cerrando las piernas y

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rodando sobre sí misma. Llorosa, convulsionada, se apoyó en la pared para incorporarse.
Luego miró al chico, que permanecía sentado en el suelo.
Charlie la contempló con sorprendente serenidad.
- ¿Qué diablos te ocurre? -preguntó-. Yo no iba a hacer nada que tú no quisieras hacer.
Chris respiró hondo, y los fantasmas retrocedieron en su mente, que volvió poco a poco a la
realidad.
- Lo siento -murmuró-. No es algo que tenga que ver contigo.
Con palabras entrecortadas, relató aquella brutal experiencia sufrida a poco de entrar al
reformatorio. Charlie la escuchó con un asombro respetuoso. Luego meneó la cabeza y se
mordió los labios, como si no supiera qué decir.
- ¡Dios santo! -musitó-, uno lee estas cosas en los diarios, pero no cree que ocurran
realmente.
- Ocurren -dijo Chris.
Él se puso de pie con gestos desmañados y se acercó a ella, tímidamente.
- Supongo que me he portado como una especie de bruto -dijo.
Ella vaciló y luego extendió su mano hacia el rostro pálido y preocupado de Charlie Johnson.
- No -declaró, rozándole la mejilla con el dorso de los dedos-. Eres un chico excepcional y me
gustas mucho. Yo soy la que tiene demasiados problemas.
Él se animó y hubo un brillo cálido en sus ojos. La atrajo hacia sí, sonriendo.
- Como dice mi padre -sentenció-, una chica sin problemas es como un auto con cambio
automático: es más fácil de conducir, pero no tiene sabor.
Chris sonrió entre sus lágrimas y Charlie le tornó el rostro con ambas manos, mirándola
fijamente.
- Si te sirve de consuelo -agregó-, también hubiera sido la primera vez para mí.
Ella le miró, incrédula, y luego ambos se echaron a reír, estrechándose fraternalmente.
La puerta automática del garaje se abrió con un quejido zumbón, y los potentes faros del
Pontiac de Buster Johnson sorprendieron el abrazo de la joven pareja. Los faros permanecieron
un momento quietos, iluminando la escena, y luego avanzaron lentamente, deslumbradores e
hipnóticos.

Capítulo 8

Ni aquella noche ni en los días siguientes, el señor Johnson hizo comentario alguno sobre la
escena que había sorprendido en el garaje. La vida de la casa siguió su rutina, y los jóvenes
evitaron por un tiempo encontrarse a solas. Buster no varió su actitud, como si realmente no
diera importancia al abrazo que había presenciado, o incluso lo hubiera olvidado. No obstante,
Chris advirtió que, a veces, su tutor se quedaba mirándola, en silencio, escrutando en ella algo
que no podía definir.
Aproximadamente una semana después de aquel incidente, Buster se quedó un Domingo a
trabajar en casa. Al atardecer, llamó a Charlie al luminoso estudio que ocupaba en la parte
trasera del terreno, con grandes ventanales que daban al jardín y a los azules cerros lejanos.
El hombre vestía pantalones cortos y una camisa deportiva, pese a haber pasado la mayor
parte del día encerrado en aquella habitación. Al entrar el joven, se incorporó y sirvió dos
buenas medidas de whisky. Alcanzó uno de los vasos a Charlie, sonrió algo embarazado y se
arrellanó detrás de su cómodo escritorio.
- Ya es hora de tomarse un trago -comentó con forzada jovialidad.
Charlie no respondió en enseguida. Bebió un sorbo y se sentó en el bajo alféizar del ventanal,
observando a su tío con mirada recelosa.
- ¿Qué te traes entre manos, Buster? -preguntó suavemente.
El señor Johnson arqueó las cejas con fingida sorpresa y carraspeo.
- No te comprendo -dijo.
- Me refiero a toda esta ceremonia de encerrarnos aquí y beber whisky como si fuéramos dos
malditos ejecutivos.
- Yo soy un maldito ejecutivo -masculló Buster, rellenando su vaso.

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Charlie sonrió a pesar suyo.
- Pero hoy es Domingo y estás con tu sobrino favorito, que es sólo un estudiante de arte con
fama de hippie.
- Sólo quería charlar un poco contigo y arreglar lo de tu partida. -El hombre desvió la mirada
hacia el difuso paisaje crepuscular.
- ¿Mi partida? -saltó Charlie, prevenido-. Faltan aún quince días para el regreso de mis padres.
Buster se encogió de hombros, incómodo. Tomó un lapicero y lo hizo jugar entre sus dedos.
- Prometiste visitar también a tu tía Clara -arguyó, sin convicción.
- A ella le da lo mismo -afirmó el joven-, y yo preferiría quedarme aquí, si a ti no te importa.
- ¡A mí sí me importa! -exclamó de pronto el hombre, con el rostro congestionado. Luego
suavizó la expresión y comenzó a golpear nerviosamente con el lapicero sobre una pila de
papeles-. Mira, Charlie, ocurre que Eileen está algo enferma de los nervios y... cuando ayer le
mencioné aquella situación entre tú y Chris, en el garaje...
Charlie parpadeó y le miró con genuina sorpresa.
- De modo que se lo dijiste.
- No tenía por qué ocultarle una simple travesura de chiquillos -se defendió Buster. Luego tuvo
un rictus de ansiedad-. Porque fue sólo eso, ¿verdad? ¿Un juego inocente... ?
- ¿Qué opinas tú? -inquirió Charlie, entrecerrando los ojos con desconfianza.
El señor Johnson comenzó ahora a torturar el lapicero entre ambas manos, como si quisiera
quebrarlo.
- Bien... , es difícil. Yo tengo la mejor opinión de ti y de Chris, tú lo sabes, pero no quisiera
verme envuelto en complicaciones... -Se interrumpió y miró al chico con ojos implorantes-.
Comprende, Charlie, Eileen me llena la cabeza y yo...
- Está bien -bufó Charlie, arrebatándole el lapicero y colocándolo en su sitio-. Puedo partir
mañana mismo, si hoy telefoneamos a la tía Clara.
Buster mantuvo la mirada baja, y parecía algo sorprendido por su inesperada victoria.
- Oye, Charlie -balbuceó-, no quiero que pienses que te estamos echando, o algo por el
estilo...
- Ya lo has explicado, Buster -dijo fríamente el joven-, y yo lo he comprendido perfectamente.
De modo que cuanto antes lo resolvamos, mejor será.
Charlie telefoneó esa misma noche a la tía Clara, hermana de su madre, pero ella le respondió
que tenía huéspedes hasta el Martes, así que el viaje del joven se aplazó por dos días. Dos
días llenos de tensión silenciosa, ya que todo el mundo en la casa parecía hosco y
malhumorado. Al segundo día, por la tarde, llegaron dos matrimonios amigos de los Johnson
en inesperada visita. Buster y Eileen debieron recomponer su ánimo y jugar su famoso papel
de matrimonio cordial y bien avenido, mientras todos tomaban unas copas en el jardín. Charlie
aprovechó la ocasión, para escabullirse al interior y colarse en la habitación de Chris. Ella,
sentada junto a la ventana, tuvo un leve gesto de sobresalto al verle entrar.
- Logré burlar la guardia -dijo el muchacho con intención-. No sé si más tarde podré verte a
solas.
- Lamento que tengas que irte -musitó Chris.
- Yo también. Pero el viejo pariente se puso realmente pesado. ¿Sabes por qué? -El rostro de
Charlie se iluminó con picardía, mientras se inclinaba para susurrar en el oído de ella-. La
anciana dama está celosa de ti, como la madrastra de Blancanieves.
Chris rió y meneó la cabeza, complacida.
- Eres imposible, Charlie. Te voy a echar mucho de menos.
El joven le tomó las manos y la observó con atención.
- ¿Te dije ya que me gustas mucho?
Chris hizo un gesto afirmativo.
- Tú también me agradas.
Charlie volvió a sonreír, con su gesto payasesco.
- Es una lástima; nuestra famosa primera experiencia tendrá que quedar para otra vez.
- Quizá sea mejor así -dijo ella.
Él se encogió de hombros y la miró de hito en hito. Rebuscó en sus bolsillos.

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- Te he traído un presente de despedida -anunció.
Y extrajo la navaja española, tendiéndosela con un leve temblor.
Chris observó el arma oscura y suntuosa, cuya hoja se hallaba recogida en la cavidad de la
empuñadura, dándole un aire al mismo tiempo inocente y grave. Extendió la mano, la rozó con
la yema de los dedos, pero no se atrevió a tomarla.
- No debes desprenderte de ella -afirmó-, significa mucho para ti.
Charlie sonrió con tristeza y acercó un poco más la navaja hacia ella.
- Tú también significas much para mí, Chris -murmuró, desviando la mirada de los brillantes
ojos de la chica-. Te ruego que la conserves. Si lo haces, sentiré que, de algún modo, sigo
protegiéndote.
Cogió con suavidad la mano de Chris y la colocó sobre el arma, que descansaba en su palma
abierta; como si tomara un juramento. Ambos se miraron, ahora intensamente.
- Es posible -continuó Charlie con voz ronca- que tú la necesites más que yo.
Y cerró los dedos de ella sobre la suave madera.
- No sé manejarla -arguyó Chris, ya con la navaja en su poder.
- Aférrala firmemente, dejando libre este lado, y aprieta el botón del extremo.
Ella hizo lo que Charlie le indicaba. Con, un seco restallido, la brillante hoja saltó de su
escondite, titilando en la penumbra. Chris sintió que el latido de sus venas parecía
transmitirse, a través de su puño cerrado, al sutil temblor del filo. La invadió una contradictoria
sensación de respeto y de poder sobre el arma que vibraba en su mano, como el jinete que
monta por primera vez un caballo noble. Bajó lentamente el brazo, fascinada.
Charlie, complacido le enseñó a cerrar el arma y luego la instruyó en su manejo, indicándole
cómo lanzar las dos o tres estocadas fundamentales.
- ¡Es formidable! -exclamó Chris, acuchillando el aire-. La llevaré siempre conmigo, te lo
prometo.
El joven detuvo su mano armada con un gesto tierno, y la besó rápidamente en la boca.
- Debo irme -le dijo-. No dejes de buscarme, cuando puedas salir de aquí. -Ella asintió con un
nudo en la garganta. Él asomó por última vez tras la puerta, señalando la navaja-. Y cada vez
que ensartes a alguien, acuérdate de mí.
Desde abajo llegó el sonido de voces y exclamaciones en falsete. Los Johnson despedían a sus
invitados, acompañándoles hacia los coches. Charlie hizo un guiño final y se escabulló hacia su
habitación.
Unos minutos más tarde, Buster Johnson regresó a la casa, lanzando un hondo suspiro. Bebió
el resto de whisky de uno de los vasos y luego bostezó largamente, cruzando ambas manos
detrás de la nuca. Oyó los pasos de tacones altos de su mujer, sobre el mármol de la entrada.
- Ha sido un día agotador -dijo como para sí, ahogando un nuevo bostezo-. Espero poder
descansar, después que lleve a Charlie al aeropuerto.
Eileen encendió un cigarrillo y retocó su peinado, mirándose en el espejo circular del vestíbulo.
Atisbó el rostro demacrado de su marido, que se reflejaba en el cristal, por sobre su hombro.
- Realmente tienes un aspecto cansado -comentó-. Será mejor que yo lleve al chico con mi
coche. Me hará bien tomar un poco de aire.
Buster consideró un momento la idea, e hizo un gesto ambiguo.
- No creo que sea necesario... -arguyó.
- Ya está decidido -lo cortó Eileen con amable resolución-; sabes que no es conveniente que
conduzcas si no te sientes bien.
- Si insistes... -aceptó el señor Johnson-. Creo que subiré a darme un baño templado y luego
me meteré en la cama. Mañana hay reunión de la directiva y debo mostrarme despejado.
En ese instante, Charlie bajó las escaleras cargando su maleta de viaje. Los tres salieron al
jardín y Eileen fue a sacar del garaje su automóvil deportivo. Tío y sobrino permanecieron
solos bajo la noche, buscando algún tema, trivial y breve, que llenara la incómoda espera.
Antes de que se les ocurriera nada, la señora Johnson trajo el coche en marcha atrás y lo
cruzó frente al portal de la casa. Buster abrazó formalmente a Charlie y gruñó algo así como
«Cuídate, muchacho». El joven hizo una silenciosa mueca de asentimiento y trepó junto a
Eileen. El hombre apoyó ambas manos en la portezuela y explicó a su mujer la forma de llegar

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al aeropuerto por un desvío comunal, evitando el intenso tránsito de la autopista.
- Y no dejes dormir el pie en el embrague -advirtió sin necesidad, dado que ella conducía
desde los doce años.
Como toda respuesta, el pequeño automóvil saltó hacia delante con un bramido y luego,
entrando en segunda, tomó con un recio coletazo la curva del sendero, saliendo hacia la calle.
Buster meneó la cabeza y frunció los labios con desaprobación, al mismo tiempo que alzaba la
mano, en un incierto gesto de saludo.
Cerró con llave la puerta principal y se aseguró de que el resto de la casa estaba también
cerrada. Eileen se había llevado su llavero y no regresaría antes de dos horas largas, de modo
que él estaría durmiendo. Se regodeó con la idea de un prolongado baño con sales relajantes,
y pensó que luego, ya en la cama, podría echar un vistazo final al borrador de la reunión del
día siguiente. Quizas entonces se permitiría también un último trago, pensó mientras subía las
escaleras.
Iba a encender la luz del primer piso, cuando vio la tenue franja dorada que se colaba bajo la
puerta del cuarto de Chris, arriba, en el desván. Por alguna razón, recordó que Stella dormía
lejos, en su habitación junto a la antecocina, y tenía el sueño muy pesado.
«Tal vez la chica necesite un poco de compañía -se dijo-; estaba encariñado con Charlie y le
debe haber afectado su partida. Después de todo, yo debo comportarme como un padre con
ella. No tendría nada de malo que suba a darle las buenas noches.»
Buster vaciló en el primer escalón, con un agrio regusto alcohólico en la boca. Hizo un sincero
esfuerzo por alejar de su mente la brusca imagen de Charlie y Chris abrazados en el garaje,
bajo la desnuda luz de los faros del Pontiac. Desde aquel día, la escena volvía a su mente
nítidamente, una y otra vez, aunque no podía precisar si algunos detalles eran reales o
imaginarios. De pronto, aferrado a la balaustrada, su memoria revivió la suave tersura de las
nalgas de Chris, estremecidas bajo su mano, la noche en que Eileen la insultara de manera tan
torpe. «Realmente -pensó-, no me he ocupado de esa chica como debiera.»
Y comenzó a subir en la penumbra, cuidando de que los frágiles escalones no crujieran bajo su
peso.

Capítulo 9

Una tristeza intranquila y tenaz envolvió a Chris, luego que Charlie salió de su cuarto. Una vez
más, alguien a quien ella quería la abandonaba, tal vez para siempre. Se secó la nariz y sintió
que sus ojos se humedecían, al pensar que no volvería a ver la sonrisa cordial de Charlie
Johnson ni sentiría las dulces caricias del chico sobre su piel solitaria mientras el afecto tierno
de su voz le entibiaba el alma. La primera persona -aparte de su hermano Tom- que ella
hubiera logrado amar realmente, acababa de salir por esa puerta con una pirueta, y ahora el
discreto y diligente señor Johnson lo estaría llevando al aeropuerto, para que volara de regreso
a su mundo distante. Un mundo hecho de mansiones lujosas y extrañas, cruceros por alta
mar, sofisticados talleres de arte, fiestas en piscinas con palmeras y herederas doradas y
tontas, que jamás habían oído hablar de un reformatorio. Ese mundo del sol y del dinero, que
Stella admiraba en las revistas ilustradas. Charlie Johnson no tardaría mucho tiempo en olvidar
a la muchachita ingenua que había distraído sus forzadas y tediosas vacaciones en casa de sus
tíos.
Ante este pensamiento, Chris sintió una oleada de rabia e impotencia, y lanzó un inútil
puntapié contra la silla, que se desplazó unos centímetros con un quejido sordo. Desahogada
por ese gesto irracional, advirtió que el despecho era más soportable que la pena. Más
tranquila, se sentó al borde de la cama, se descalzó y se quitó los tejanos, que arrojó de un
manotazo sobre la sufrida silla. Luego encendió la lámpara de noche y tomó la navaja de la
mesilla. Subió a la cama y se sentó en ella, cruzando las piernas frente a sí, como un Buda.
Comenzó a juguetear con el arma, mientras su mente hilvanaba escenas de los buenos
momentos pasados junto a Charlie, para atesorarlas junto a los pocos recuerdos felices que
registraba su joven existencia.
Fue en ese instante que el señor Johnson abrió la puerta, sin llamar. Se detuvo titubeante en

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el umbral con el rostro desencajado y la vista clavada con insistencia en los redondos muslos
desnudos, cuya blancura resaltaba sobre el azul marino de la manta.
- ¿Qué ocurre? -preguntó Chris, sinceramente sorprendida.
Buster hizo un esfuerzo y desvió la mirada, para encontrar los ojos redondos y desprevenidos
de la chica, que parpadeaban con una sombra de sobresalto.
- Disculpa, Chris -balbuceó-. Eileen ha llevado a Charlie al aeropuerto y... , pensé que podías
necesitar algo...
- Es usted muy amable, señor Johnson -respondió ella, formal-, pero no creo que necesite
nada. Gracias.
- Bien, en verdad... , yo... -insistió el hombre- he estado pensando que tenemos pocas
ocasiones de hablar y... , después de todo, se supone que soy tu tutor...
Cerró la puerta tras de sí y dio dos o tres pasos hacia Chris. Ella, con un gesto instintivo, pulsó
el objeto que tenía en la mano y descerrajó la brillante hoja de acero. Buster dio un respingo y
retrocedió, señalando la lengua filosa que le apuntaba desde la distraída mano de la joven.
- ¿Qué... , qué tienes ahí? -inquirió.
- Oh -dijo ella-, es sólo una navaja que me regaló Charlie.
Su puño se movió lentamente, siguiendo el desplazamiento del hombre.
- ¿Sólo una navaja? -replicó él, tratando de recuperar la calma-. Puede ser un arma peligrosa.
¿Me la enseñas?
Chris se encogió de hombros y abrió apenas los dedos que aferraban el mango, pero
manteniéndolo a una prudente distancia de su visitante.
- No tiene nada de particular -comentó, haciendo oscilar levemente la mano.
Buster miró el arma como hipnotizado, mientras adelantaba subrepticiamente un pie,
deslizándolo sobre el piso. Luego apoyó en él todo el peso de su cuerpo e inclinándose hacia
adelante golpeó con el borde de la mano el antebrazo de Chris. Era una estratagema que había
aprendido en el ejército, en Corea. Dolorida, ella abrió la mano y la navaja saltó en el aire,
yendo a caer junto a la ventana.
El hombre se volvió para recogerla, al mismo tiempo que Chris daba un salto desesperado
desde la cama y se arrastraba de rodillas hacia el arma. Buster la contuvo con un brazo y con
el otro elevó la navaja sobre su cabeza. La chica se aferró a la camisa de él y logró
incorporarse, luchando por alcanzarla. Por unos momentos forcejearon denodadamente, en
silencio. Pero Buster, con un solo brazo, lograba contener los ímpetus de la chica.
- Déme eso -suplicó Chris-, es mío.
Buster le rodeó la cintura y la mantuvo ¡nmovilizada contra su costado, mientras colocaba el
arma en el estante más alto de la pequeña biblioteca. Chris hizo un esforzado esguince y se
liberó de él, intentando alcanzar la navaja. Pero Buster la cogió por la espalda y, girando sobre
sí mismo, la alejó de su objetivo.
- Dejemos ese juguete, pequeña -balbuceó-, puedes hacerte daño.
Chris se revolvió entre sus brazos y, quizás involuntariamente, las manos de él subieron hasta
rodearle los senos. Ambos supieron entonces de qué se trataba. Ella, invadida por un ramalazo
de asco y terror, dejó por un instante de resistirse. Buster, tembloroso, desprendió un botón
de la blusa y buscó forzar el sostén, con gestos torpes. Chris reaccionó bajando la cabeza y
clavándole los dientes en la muñeca, con todas sus fuerzas. El hombre lanzó un aullido bronco.
Levantó en vilo a la muchacha y la arrastró hacia la cama. Ella cayó de bruces, indefensa,
sintiendo el peso de él sobre la espalda, las nalgas y los muslos entreabiertos.
- Ahora verás, putita de reformatorio -jadeó junto a su oído-, el tío Buster te dará lo que andas
buscando, mucho mejor que ese marica de Charlie. ¿O crees que no me di cuenta de las
porquerías que hacíais en el garaje?
Se incorporó a medias, apoyándose en una mano, e intentó deslizar la otra bajo el pecho de
Chris. Pero ella aprovechó ese momento para echar un brazo hacia atrás. Aferró a ciegas un
mechón de cabellos, tirando de ellos con desesperación. Oyó un gemido de dolor y Buster
resbaló hacia un lado, liberándola parcialmente. Chris rodó sobre la manta y comenzó a
abofetearlo y darle puntapiés, tratando de arrojarlo fuera de la cama. Pero sólo logró excitar
aún más al agitado señor Johnson, que sonreía con fiereza y se cubría hábilmente del ataque

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de la joven, esperando que ella se agotara.
Uno de los estériles manotazos de Chris golpeó la lámpara, que cayó de la mesilla y se apagó
con un estallido ahogado. Sólo la pálida luz de la luna iluminaba ahora los dos cuerpos que
luchaban en la penumbra. Finalmente, el hombre logró encaramarse sobre el vientre de la
joven y comenzó a castigarla en el rostro y la cabeza, con fuerza calculada.
Ella sintió que su conciencia se disolvía, embotada, mientras unas voces confusas gritaban en
sus oídos y viejas imágenes de dolor y humillación giraban dentro de su mente enervada.
Percibió, como entre sueños, que alguien le desgarraba la ropa y una boca febril le recorría el
cuello, los hombros y los senos. Intentó desasirse, pero sus músculos eran de algodón y era
otra vez el brazo rudo de Jax que le impedía moverse, mientras Moco le sujetaba las muñecas,
gruñendo como una fiera. Otras manos nerviosas estaban ahora sobre sus caderas, luchando
con el elástico de las bragas. La tibia tela de la manta se transformó en el frío piso del cuarto
de duchas y ya no supo si lo que ocurría era una atroz pesadilla que memoraba la vejación del
pasado, o un hecho nuevo que la repetía sin piedad. En un supremo esfuerzo abrió los ojos, y
el rostro enardecido y sudoroso de Buster Johnson se sumió en una nebulosa, para asumir los
crueles rasgos enfermizos de Denny. «iEh! -murmuró una voz hueca y fantasmal-: ¡Quiero
presentarte a Johnny!» Los azulejos comenzaron a girar enloquecidos a la luz de la luna,
mientras nuevamente una fuerza irresistible le separaba las rodillas. Una vez más el peso que
ahogaba su cuerpo y una vez más un violento furor azotando sus entrañas, con frenesí, hasta
el desmayo...
Oyó el estertor del señor Johnson junto a su cuello. «Está bien; basta ya», ordenó secamente
Moco desde el fondo de su lacerada memoria. Mantuvo los ojos cerrados, hasta sentir que el
hombre se incorporaba pesadamente. Escuchó algunos ruidos furtivos y luego la puerta que se
cerraba, con un quedo quejido. Había recuperado la lucidez, pero su cuerpo era una masa
informe y lejana, que latía de dolor y humillación. Después de un largo tiempo, abrió los ojos.
En la oscuridad, un resplandor lunar despertaba el alma metálica de la navaja.

Capítulo 10

Abrumada de pena y de odio, Chris permaneció sobre la cama, sin atreverse a hacer un solo
movimiento ni mirar su cuerpo magullado y dolorido. Con la vista clavada en el techo, cuyas
vigas oscuras y oblicuas trazaban un impreciso abanico sobre su cabeza, dejó que el dolor y la
rabia se aplacaran lentamente. Vagamente, fue comprendiendo lo que acababa de ocurrir.
Pero su mente se negaba a aceptar la dura y sórdida palabra que lo calificaba: violación.
Había transcurrido más de una hora cuando, finalmente, se incorporó. Entumecida y con pasos
inseguros se dirigió al lavabo. Frente al pequeño espejo rectangular, se compadeció de su
rostro tumefacto y amoratado. Tenía un hematoma en el pómulo izquierdo, que le semicerraba
el ojo, y una aureola violácea en el otro lado, en torno a los párpados. Se tocó apenas la zona
tumescente, y debió reprimir un grito de dolor. El labio inferior, también algo hinchado,
mostraba una herida vertical, cubierta de sangre seca. El señor Johnson había hecho un buen
trabajo, no cabía duda, y Chris deseó que su rostro conservara ese aspecto cuando interviniera
el juez, después que ella asesinara a Buster. Consolada con esa fantasía, abrió el grifo de la
ducha y se metió bruscamente bajo la lluvia fría, que aplacó el sufrimiento de su cuerpo. Algo
más relajada, se lavó cuidadosamente y luego regresó a la habitación.
Se puso un ligero jersey blanco sobre la piel mojada y sus viejos tejanos azules. Luego se
calzó las raídas zapatillas de tenis. El sentirse limpia y vestida le hizo bien. Su mente, más
despejada, disipó las últimas brumas de pesadez y obnubilación. Respiró hondo, de pie frente
a la ventana abierta, y se preguntó si realmente iba a matar a Buster Johnson. «Al menos, voy
a intentarlo -decidió-; no podría volver a mirarme al espejo si no lo hago. Es lo menos que se
merece ese cerdo.» Se acercó a la biblioteca, tomó la navaja que aún reposaba en el estante
superior, y se la metió en el bolsillo.
La puerta de la habitación de los Johnson estaba entreabierta, dejando escapar un fino hilo de
luz ocre. Chris la empujó suavemente con el pie. Buster estaba tendido de bruces sobre la
cama, con el pelo revuelto y un brazo colgando sobre el piso. Estaba solo. Quizás el vuelo de

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Charlie se había retrasado, y Eileen se había quedado en el aeropuerto acompañándolo. En la
alfombra, cerca de la mesilla, reverberaba una botella de whisky medio vacía. El hombre tenía
el torso desnudo, pero conservaba puestos los pantalones y los calcetines. La camisa, que
Chris recordó haber desgarrado durante el forcejeo, estaba echa un bollo, en un rincón. El
rostro abotargado de Buster descansaba de lado sobre la almohada, empapado por finas gotas
de sudor. De vez en cuando, emitía una serie de bajos y desacompasados ronquidos. Sin duda,
dormía profundamente. Chris le observó atentamente durante un tiempo y luego, armándose
de valor, dio algunos pasos dentro de la habitación. Las finas cortinas color crema ondularon
suavemente, impulsadas por una brisa súbita. La joven calculó que no sería difícil aproximarse
un poco más al cuerpo tendido y, utilizando ambas manos, hundir una y otra vez la hoja de la
navaja en la amplia espalda grasosa, que se ofrecía como un blanco fácil e indefenso. Imaginó
la sangre brotando y escurriéndose por los flancos, empapando las sábanas, y el grito
asombrado y tardío de Buster, que sólo despertaría para morir.
Dirigió la mano al bolsillo y palpó el arma, como advirtiéndole que pronto entraría en acción.
Dio un paso más hacia la cama, pero entonces sonaron inesperadamente en su memoria las
palabras de Lasko: «Si regresas aquí, no volverás a salir jamás». Se detuvo, atontada, y poco
a poco fue comprendiendo que apuñalar a Buster Johnson no remediaría la vejación que él le
había infligido, y con certeza significaría para ella un nuevo y prolongado encierro. Vaciló,
inmóvil en medio del cuarto silencioso. Su mano se detuvo y cayó a lo largo del cuerpo. Supo
que no lo haría, y esa certidumbre le produjo una mezcla de alivio y desaliento. En ese
momento, el hombre lanzó una especie de gemido y, entre sueños, se giró en la cama,
yaciendo ahora boca arriba. Instintivamente, Chris tensó su cuerpo. Observó el rostro
desprevenido y torpe de su tutor. Más abajo, en el sitio donde latía el corazón que ella había
planeado atravesar con un solo gesto. Ahora sería incluso más fácil. Desde la tetilla izquierda,
cinco centímetros más abajo y hacia el centro; el arma penetraba así entre las costillas y el
esternón, alcanzando de pleno al órgano vital. La puñalada debería ser firme y seca, dirigiendo
la hoja hacia arriba, en un ángulo de unos treinta grados. Alguien se lo había explicado alguna
vez, o quizá lo había leído.
Por un instante dudó, y la tentación ominosa del crimen la azotó como una ráfaga helada.
Todo su cuerpo se sacudió en un estremecimiento. No podía apartar la vista del imaginario
círculo trazado en el blanco pecho de su víctima, que subía y bajaba rítmicamente, siguiendo el
dificultoso jadeo del vientre. La oportunidad era demasiado evidente, y Chris comprendió que
jamás podría hacerlo de esa forma, a sangre fría, incluso aunque estuviera segura de gozar de
una total impunidad. Lanzó un suspiro y regresó hacia la puerta, mirando por última vez a su
brutal agresor, ahora tan desvalido. «Otra cosa hubiera sido de haber tenido la navaja arriba
de aquella cama mientras él me golpeaba», pensó. Y entornó la puerta.
Sin encender las luces, descendió a la planta baja y buscó a tientas el corredor que llevaba al
aislado estudio del señor Johnson. La puerta estaba sin llave, y el pasador cedió a la leve
presión de la mano de la joven, casi sin hacer ruido. La luz lechosa de la noche entraba por los
amplios ventanales, otorgando al lugar el aire fantasmagórico de un decorado abandonado,
después de la función. Chris avanzó hasta el centro de la espaciosa estancia. Luego, con pasos
cautelosos, se acercó a la mesa y tomó asiento en el mullido sillón giratorio. Éste se balanceó
con un agudo chirrido, que pareció hacer añicos el terso silencio. La joven, paralizada, esperó
ver encenderse alguna luz en la casa u oír ruidos alarmados en la planta alta. Pero nada
ocurrió. Al parecer, Buster seguía durmiendo su borrachera, y Eileen seguía demorando su
regreso. Chris, con un punzante ramalazo de celos, cálculó que hacía ya más de tres horas que
la mujer y Charlie habían partido. Imaginó a ambos parados junto a la carretera, gracias a un
oportuno fallo del motor, acariciándose turbiamente, mientras el avión partía sin el chico hacia
el país de nunca jamás. Ella ahora sabía cómo las gastaban los Johnson cuando se trataba de
seducir a menores.
Una ola de vergüenza y de ira emergió hasta su rostro al recordar la reciente y bestial escena
en su habitación. Febrilmente, tomó los ordenados papeles que Buster había preparado para
su reunión de la mañana siguiente, y con gestos nerviosos los destrozó uno por uno, hasta
regar el lugar de inútiles trocitos blanquecinos. Luego, estimulada por su propia cólera,

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revolvió los cajones del escritorio, arrojando fuera su contenido y desgarrando carpetas,
sobres, apuntes y folios, cuyos restos se fueron acumulando a sus pies, como la hojarasca de
un intempestivo otoño. Enardecida, se puso de pie y repitió la operación en el armario-archivo
que estaba junto a la puerta, cuyas fichas y documentos estrujó y rasgó entre sus dedos una y
otra vez. Finalmente, arrasó la biblioteca donde Buster guardaba sus libros de consulta.
Sudorosa, de pie en medio de aquel caos subrepticio y feroz, Chris percibió el dulce alivio de la
venganza. Su rostro irradiaba una especie de trémula alegría. Buster no despertaría con un
puñal clavado en el pecho, pero quizá lo hubiera preferido. Sonrió, imaginando la cara que
pondría el hombre al ver aquel estropicio, y vio entonces encima del escritorio un pequeño
sobre azul, sujetado por un pisapapeles de ónice, que milagrosamente había sobrevivido a su
furia. Lo tomó con una nueva serenidad, y extrajo parsimoniosamente los cinco billetes de diez
dólares que contenía. Para ella, eran casi una fortuna.
Regresó escaleras arriba corriendo imprudentemente, sin cuidarse de no hacer ruido. Nada
había cambiado en el dormitorio principal, cuando ella se asomó fugazmente, para asegurarse.
Buster aún yacía boca arriba, ignorante de que, por un pelo, sobrevivía a su propio asesinato.
Chris trepó en tres saltos la escalerilla del desván. Debía darse prisa, si quería escapar antes
de que regresara Eileen. Después de lo ocurrido, y el desbarajuste que había armado en el
estudio, no le quedaba otra alternativa. Los cincuenta dólares alcanzarían para llegar a la
ciudad donde vivía Tom, e incluso comer algo en el camino. Sonrió ante la anticipación feliz de
su inminente libertad. Sin duda Tom la protegería y denunciaría el vandálico atentado del
señor Johnson contra su hermana. ¡Ya vería esa bestia fofa lo que era vivir encerrado!
Alegremente, Chris reunió sus pocas pertenencias y las introdujo sin orden en la maleta. Luego
plegó meticulosametne los cinco billetes, y se los deslizó en el pecho, ocultándolos entre la piel
y el sostén. Finalmente, se aseguró de que la navaja estaba bien cerrada en el bolsillo trasero,
sin peligro de caerse, pero al alcance de la mano. Apagó la luz y salió, dispuesta a ejecutar la
parte más difícil de su plan.
Una vez más, empujó cuidadosamente la puerta y caminó con sigilo sobre la moqueta, hacia la
amplia cama matrimonial. Buster se había movido en sueños. Ahora reposaba sobre su
vientre, con las piernas encogidas, como un feto gigantesco y borracho. Si sus llaves estaban
en el bolsillo del pantalón, sería casi imposible quitárselas sin despertarlo. Chris se detuvo a
escasos centímetros del hombre dormido, y miró a su alrededor. Lanzó un contenido suspiro
de alivio cuando vio el llavero sobre el cristal biselado que cubría el tocador de Eileen, entre los
cepillos, polvos y potes de cosmética. Cogió con dos dedos la delicada cadenita de plata, y las
llaves tintinearon antes de deslizarse dentro de su mano. El señor Johnson lanzó un gruñido.
Ella giró, sobresaltada, y se ocultó a medias tras las cortinas. Buster abrió los ojos y su mirada
vagó sin rumbo por la habitación. Chris esperó, tensa, aferrando el cabo del arma a través de
la tela de sus tejanos. Pero el hombre giró hacia el otro lado, murmuró algo ininteligible, y
siguió durmiendo.
Bajó como una exhalación hasta el vestíbulo; dejó la maleta en el suelo y comenzó a escoger,
con mano temblorosa, la llave que abría la puerta de la calle. Un solo gesto, unos segundos
apenas, la separaban ya de la libertad.
Por fin reconoció fa base rectangular de la llave adecuada, recorriendo su borde con los dedos.
En ese momento oyó el ruido de un motor forzado. Una luz blanca barrió horizontalmente la
penumbra de la casa, a través de los ventanales. Chris espió por la mirilla y vio el coche de
Eileen, con los faros altos, que tomaba con impulso la curva del jardín. Las luces se
escabulleron por el otro extremo de la sala y ahora encandilaban, quietas, la rústica mole del
garaje.
Mientras huía escaleras arriba, Chris comprendió con zozobra que hubiera tenido tiempo de
escapar, en tanto Eileen metía el coche en el garaje. Pero un ciego instinto infantil la había
hecho correr hacia su único y seguro refugio en el desván. Ahora era tarde y estaba atrapada.
Oyó cómo la mujer entraba a la casa y encendía las luces. Se demoró abajo, sin duda para
servirse un trago, y luego Chris reconoció nítidamente sus pasos en la escalera. Se dijo que,
con un poco de suerte, podría esperar a que la señora Johnson se acostase para reiniciar su
plan de fuga. Sí, tal vez sería lo mejor esperar.

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- Chris, ¿estás despierta? -La voz de Eileen llegó desde el rellano, amenazando sus
esperanzas.
Chris contuvo la respiración.
Poseída de un terror repentino y acuciante, se asomó a la ventana. Unos cinco metros la
separaban del cuidado césped del jardín, que se extendía como un manto oscuro, decorado por
el brillo blanquecino de las piedras.
- ¿ Chris... ? -insistió la voz, con un matiz de ansiedad.
Le pareció oír el crujido leve de pisadas en la escalerilla. Arrojó la maleta por la ventana, y la
vio hundirse en el pozo de la noche. Luego, sin pensarlo dos veces, ella misma saltó al vacío.
Por un instante, fue como un pájaro asustado.

Capítulo 11

Ante las señas de Chris, la barredora municipal se detuvo con un bufido sofocado. El conductor
asomó la cabeza por la ventanilla de la cabina. Era un hombre de cabello cano y rostro
somnoliento. Vestía un gastado uniforme gris, y mascaba chicle con desgana. Escuchó la
pregunta de ella, mientras la miraba de arriba abajo, rascándose la barbilla. Se tomó su
tiempo para responder, y Chris pasó mentalmente revista a su propio aspecto. Una joven con
el rostro hinchado y las zapatillas enlodadas debía de resultar sospechosa a aquellas horas de
la noche.
Finalmente, el hombre estiró su brazo derecho, señalando al fondo de la calle.
- Sigue por la avenida, hasta llegar a aquella gasolinera -explicó-. ¿La ves? Esa que tiene luces
verdes de neón. -Chris asintió con un gesto animoso-. Bien, allí tuerces a la izquierda; dos
calles más abajo verás la parada de autobuses. Las taquillas están dentro del edificio, junto al
bar.
- Gracias -dijo Chris-, ha sido usted muy amable.
Caminó dos o tres pasos, cojeando. Se había torcido un tobillo en su salto desde la ventana del
desván, y le dolía como mil demonios cada vez que apoyaba el pie. Pero si había llegado hasta
allí, se dijo, no desfallecería en el escaso trecho que aún le restaba por recorrer.
- ¡Eh, chica! -Chris, se volvió lentamente. El conductor de la barredora la observaba, con los
brazos en jarras-. No te habrás escapado de algún sitio, ¿verdad?
- ¿Y si así fuera? -Hubo un temblor de desafío en la voz de Chris.
El hombre entrecerró los ojos, se mordió los labios, y luego se encogió de hombros.
- Procura que no te atrapen -dijo con una inesperada sonrisa.
Movió una de las palancas que brotaban junto a sus pies, y le hizo un guiño de despedida. La
mole color naranja comenzó a vibrar y se deslizó lentamente hacia delante, mientras sus
enormes cepillos giraban sobre el asfalto. Cuando la máquina pasó frente a ella, resoplando,
Chris levantó la mano para saludar al conductor. La chica la miró alejarse y meneó la cabeza.
Al fin y al cabo, pensó, no todo el mundo era una mierda.
Renqueando resueltamente, se encaminó avenida abajo y recorrió unos cuatrocientos metros,
haciendo caso omiso de los punzantes mensajes de su pie herido y del calambre doloroso que
atenazaba sus hombros, por más que cambiara de mano la maleta. Se detuvo bajo la verdusca
luz de la gasolinera, que estaba prácticamente desierta. Atisbó el interior de la oficina
encristalada y vio un único empleado que dormitaba tras el mostrador, entre latas de
lubricantes y recambios mecánicos.
A un costado del edificio brillaba un cartel blanco, con una figurita de mujer en negro. Chris
pasó junto al oscuro foso de engrase y se metió en el lavabo. Corrió el pasador, mientras
lanzaba un suspiro de alivio, y dejó su maleta en el piso, junto a la puerta. Sobre un estante
cubierto de plástico, había una pila de toallas limpias, varios peines y unos paquetes de jabón.
Posiblemente la encargada había dejado su equipo preparado para la mañana siguiente. Chris
depositó unas monedas en el platillo, escogió una toalla blanca y una pastilla de jabón de
azahar. Se lavó concienzudamente, arregló sus ropas y se peinó con esmero. Al mirarse al
espejo, comprobó que su aspecto ya no era tan lamentable, e incluso aparecía bonita con el
pelo recogido sobre la nuca. Limpió lo mejor que pudo sus zapatillas embarradas, quitándoles

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el fango con el revés del peine y repasándolas luego con una escobilla de uñas. Después rasgó
en dos una toalla y se vendó con ella el dolorido tobillo, que había comenzado a hincharse.
Reanimada por estos cuidados, se sonrió a sí misma en el espejo y reemprendió su camino.
El hombre de la taquilla tenía cara de perro apaleado y ojos enrojecidos de sueño. Miró
inquieto el rostro amoratado de Chris, pero optó por extenderle su billete sin hacer preguntas.
Ella comprendió que no podía seguir mostrándole al mundo que acababa de ser violada, si
quería concluir con éxito su plan. En el amplio vestíbulo de la terminal había un quiosco donde
vendían tabaco e implementos de viaje. Compró allí unas gafas de sol, que le tapaban la mitad
de la cara. Eso le permitiría esconder las huellas de la paliza de Buster Johnson. Decidió probar
la eficacia de su nuevo aspecto ante la camarera del bar, una rubia dicharachera y opulenta
que desplazaba sus grandes senos ante los ojos somnolientos, pero voraces de los dos o tres
parroquianos que a esa hora se acodaban sobre la barra, esperando que la noche agonizara.
La mujer atendió a Chris con naturalidad, sin siquiera mirarla dos veces a la cara, y continuó
bromeando con sus clientes. Satisfecha, la joven devoró el mustio bocadillo de queso y jamón
y bebió lentamente su Coca-Cola. Luego, convencida ya de la efectividad de su camuflaje, se
sentó en uno de los sillones alineados en la pared, para uso de los pasajeros. Faltaba más de
una hora para la salida de su autobús, pero no creía que pudiera dormir. Extrajo de la maleta
su pequeña agenda personal, y la hojeó al desgaire. Tenía anotadas sólo tres direcciones: la de
Tom Parker, su hermano; la de Charlie Johnson y la del club nocturno donde trabajaba Josie,
en Nevada. Se dijo que una vez que Tom arreglara su situación y ella fuera legalmente libre,
buscaría a Charlie y quizá juntos fueran a visitar a Josie. Con una sombra de remordimiento,
se recordó a sí misma que debería incluir en el itinerario el asilo donde estaba recluida su
madre. Sus párpados se cerraron sobre estas imágenes viajeras y felices y un sopor cansado
derribó su cabeza sobre el pecho, sumiéndole en una suave modorra.

El sargento Jonás Mansfield dejó que el teléfono sonara varias veces, antes de levantar el
auricular con gesto displicente.
- Aquí guardia policial, sargento Mansfield -recitó-. ¿Quién... ? ¿Buster Johnson... ? Ah, sí,
señor Johnson, le recuerdo perfectamente. ¿Cómo está usted? ¿Cómo... ? ¿Qué ha ocurrido?
¿En su casa... ? -El sargento tomó un lápiz y anotó algo en su libreta-. Sí... , es lo que sucede
con esas zorras de reformatorio. No puede uno confiarse... Sí, señor, debió usted de ser más
prudente... ¿Cómo... ? ¡Voló con quinientos dólares!... ¿Con una navaja? ¡Tiene usted suerte
de estar vivo, señor Johnson! ¡Sabe si ella la lleva aún encima... ? Bien, ya nos ocuparemos.
Déme el nombre de la chica y descríbala usted lo mejor que pueda. -El policía volvió a tomar
nota, con la lengua entre los dientes-. Es suficiente, señor; pronto tendrá noticias nuestras...
Así es, señor Johnson, es lo que siempre le digo a mi mujer; una generación sin moral, no hay
manera de entenderlos... Eso mismo... ¿Cómo? No, no será necesario, descuide. Ya pasaremos
por allí, para formalizar la denuncia. ¿A qué hora le viene bien... ? Perfectamente. Ah, y no
toque nada de los estropicios que esa gamberra hizo en su estudio; quizá tomemos unas
fotografías. Ya sabe usted, el robo con destrozos tiene una sentencia más severa.
- ¿De qué se trata? -preguntó el agente Simmons, balanceándose sobre sus talones.
- Johnson -masculló Mansfield-, el vicepresidente de la cooperativa policial del distrito. Había
tomado una chica del reformatorio para que ayudara a su esposa, y anoche al quedar sola le
puso la casa patas arriba. Hizo trizas su estudio, sin razón, y se escapó con quinientos dólares.
- Quizás estaba drogada -propuso Simmons-. Ya sabes cómo las gastan.
- Es una idea -aceptó el sargento-; revisaremos luego su cuarto. Mientras tanto, habrá que
controlar los autocares y trenes que salgan de la ciudad. Avisa también a la patrulla de
caminos. Si se nos escapa, tendremos problemas con el delegado.
- Así son esos ricachos -comentó el otro-; por ahorrarse unos dólaresmeten en su casa a una
presidiaria.
- Y luego nosotros tenemos que hacer el trabajo sucio -sentenció Mansfield.

El altavoz adosado a la pared anunció con voz discreta la salida del próximo autobús. Chris
emergió de su duermevela, quitó el pie enfermo de encima de la maleta, y se incorporó,

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entumecida. Una decena de viajeros se agolpaba en la plataforma, bajo el sol indeciso de la
mañana. Chris salió al exterior y permaneció algo apartada. Esperaba que los demás subieran
primero, al abrirse las puertas del vehículo, a fin de no llamar la atención.
- Dime, hija, ¿es éste el autobús que va hacia el Oeste?
La viejecita la contemplaba con ansioso desconcierto, cargando dos grandes bolsos de viaje.
No debía de tener menos de setenta años, y su rostro animoso se balanceaba
imperceptiblemente, como es frecuente en los ancianos.
- Sí, señora, éste es. Permítame que le ayude.
Chris tomó uno de los bolsos con su mano libre, y la mujer se lo agradeció con una sonrisa de
aprobación.
- Debería de haber cargadores en un sitio como éste, pero no los hay -se lamentó.
Chris le hizo un gesto de complicidad, y ambas se colocaron al final de la fila. Dos hombres con
pantalón y camisa azul subieron al autobús vacío, detenido junto a la plataforma. Mientras uno
se sentaba al volante y daba contacto al motor, el otro se instaló en la puerta. Los pasajeros,
que eran ya unos veinte, comenzaron a subir de uno en uno, exhibiendo sus billetes al que
actuaba de revisor.
- Voy a visitar a mi nieta -informó la anciana a Chris-; siempre lo hago en estas fechas del
año.
La joven no le contestó. Hipnotizada de terror, miraba al patrullero que daba la vuelta por el
amplio aparcamiento contiguo y se detenía a unos metros de donde ellas estaban. Un guardia
de aspecto temible y andar resuelto se dirigió hacia el autobús y murmuró algo al oído del
hombre que controlaba los billetes. Éste primero negó y luego asintió con sucesivos
movimientos de cabeza, sin interrumpir su trabajo. El guardia ascendió a la escalerilla y paseó
su mirada por el grupo de viajeros. Se detuvo, alerta, al llegar a Chris. Ella adivinó la feroz
ansiedad del cazador frente a su presa, dibujada en la delgada sonrisa del hombre, bajo sus
gafas de cristales oscuros. ¿Qué hacer? Era ya tarde para intentar huir, y no se le ocurría
ninguna coartada convincente. Sin dejar de mirarla y sonreír, el policía avanzó hacia ella.
- Apostaría doble contra sencillo a que tu nombre es Christine Parker -declaró, calzando sus
pulgares en el cinturón y balanceándose sobre las botas como un sheriff de película-. Al
sargento Mansfield le gustará conversar un rato contigo.
Chris estaba demudada. Abrió la boca, pero no encontró ninguna respuesta. Las palabras se
agolpaban en su mente en una estremecida confusión, y terribles imágenes de encierro y
castigo desfilaron velozmente, sobreponiéndose unas a otras como en un caleidoscopio roto.
- Perdería usted su dinero, joven. -La voz de la anciana sonó firme, mientras aferraba el codo
de Chris-. Ella es mi nieta y, que yo sepa, su nombre es Elizabeth Robertson. Debo de tener
por aquí nuestros documentos.
La mujer rebuscó convincentemente en su bolso, pero ya el guardia había perdido su aplomo.
- No es necesario, señora -aclaró con gesto vacilante-, la chica que buscamos anda sola.
Lamento haberlas molestado.
La señora Robertson hizo como que no le prestaba atención, y palmeó el hombro de Chris,
empujándola bruscamente hacia el autobús.
- Sube, Bess -ordenó-, y consigue dos buenos asientos del lado de la sombra. No tenemos
tiempo para perder. -La última frase fue acompañada de una elocuente mirada al
desconcertado policía-. No se preocupe, joven -le dijo-, usted cumple con su deber. Salude a
ese pillo de Jonás Mansfield de mi parte; él ya sabe quién soy.
- El hombre se llevó la mano a la visera de la gorra, y ayudó a la anciana a subir la escalerilla,
detrás de Chris.
- Es un placer comprobar que nuestras fuerzas del orden aún conservan los buenos modales
-declaró la mujer, sonriente.
El conductor, inopinadamente, accionó la palanca de la puerta, que se cerró en las narices del
policía. Éste dio un respingo y luego regresó al patrullero. El sargento Mansfield le observó
malévolamente, encendiendo su cigarro.
- El condado no te paga tu salario para que ayudes a señoras ancianas, Simmons -observó
mientras contemplaba al autobús, que doblaba la calle-, para eso tenemos a los boy-scouts.

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- Era la señora Robertson -adujo el otro, molesto-, le manda saludos.
- Ya lo sé -asintió Mansfield-. Una vieja amiga de mi madre, inclinada a los rasgos novelescos.
- ¿Rasgos novelescos... ?
- Ajá -el sargento hizo una seña al conductor, que sacó lentamente el patrullero del
aparcamiento-, como encubrir a una joven fugitiva, por ejemplo.
Simmons se aferró al respaldo del asiento delantero, y gritó en el oído del conductor:
- ¡Sigue a ese autobús, Burt! ¡Lo interceptaremos en la autopista!
Por toda respuesta, Burt espió al sargento por el espejo retrovisor.
- Vamos a casa, Burt -dijo Mansfield con voz calma-, no sería apropiado darle un susto a la
señora Robertson. Mi madre no me lo perdonaría. En diez minutos la chica estará fuera del
condado y ya sabemos a dónde va. Hay tiempo de avisar a los colegas del Oeste para que le
den la bienvenida en cuanto ponga pie a tierra.
El autobús avanzaba con rapidez por la cinta gris de la carretera, cruzando una campiña
ligeramente ondulada. Chris y la «abuela» habían realizado el primer trecho en silencio,
sentadas una junto a la otra, mientras el vehículo salía de la ciudad y atravesaba los
suburbios.
- Debo darle las gracias -musitó Chris, con esfuerzo.
- Oh, esos pazguatos no hacen más que molestar a los chicos jóvenes -afirmó la anciana-. Una
muchacha educada como tú, no puede haber hecho nada demasiado malo. -Se volvió para
mirar a Chris, con súbito interés-. ¿O quizá me equivoco al suponer que no has hecho nada
malo?
La chica, sin responder, perdió su mirada en el paisaje verde y amarillo que se escabullía por
la ventanilla. No podía mentirle a esa viejecita solidaria, pero le parecía arriesgado decirle toda
la verdad.
- Me escapé de casa -dijo Chris, empleando un tono ambiguo.
- Eso es lo que yo imaginaba -comentó la mujer con aire satisfecho. Luego miró sus manos
cruzadas sobre la falda y pareció ruborizarse-. Yo... , yo también me escapé alguna vez, para
que lo sepas -confesó en voz baja.
- No creo que yo sea la única. Supongo que muchos lo hacen -dijo Chris.
- Es verdad. Pero en aquella época no era tan frecuente -replicó la anciana, con aire soñador-.
Ahora trata de dormir un poco, que yo te avisaré cuando lleguemos. Nunca duermo durante
los viajes.
Chris reclinó la cabeza en el respaldo del asiento y cerró los ojos, tras los oscuros cristales de
sus gafas. Pero no logró conciliar el sueño, pese al cansancio que demolía su cuerpo. Ahora
sabía que la policía del Estado la estaba buscando; y que tarde o temprano la atraparían.

Capítulo 12

Cuando el autobús finalizó su viaje, la señora Robertson esperó unos instantes a que los otros
viajeros descendieran. A su edad, no le gustaban los apretujamientos, y tampoco tenía prisa.
El conductor había aparcado el vehículo en un extremo de la terminal, y contemplaba con
gesto impaciente a la torpe fila de viajeros que avanzaba lentamente por el pasillo,
molestándose unos a otros en el afán de recoger sus cosas.
La señora Robertson miró por la ventanilla y vio a una pareja de guardias que se apostaban,
sin gran disimulo, junto a la puerta del autobús. Era evidente que esperaban a que
descendiera alguien que les interesaba. La anciana bamboleó su blanca cabeza. Esbozó una
sonrisa pícara y se incorporó, cogiendo sus dos pesados bolsos. Su joven amiga, pensó, había
sido muy astuta al convencer al conductor que le permitiera bajar unos minutos antes, a la
entrada de la ciudad.
- ¿Señora Robertson?
El guardia le interceptó el paso, tocándose la gorra en ademán de saludo.
- Sí, joven -respondió la mujer, gozando para sus adentros-. ¿Ocurre algo?
El hombre la miró antes de responder y luego atisbó hacia el autobús, que ya estaba vacío.
Hizo un visible gesto de contrariedad.

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- Esperábamos poder hablar con su nieta -dijo con un retintín de reproche.
- Nada más fácil. Ella vive en esta ciudad, con su marido. -Por sobre el hombro del policía,
oteó el contorno desolado de la estación-. En verdad, debiera haber estado aquí,
esperándome.
- Nos referimos a la jovencita que tomó el autobús con usted -terció el otro guardia, que era
gordo y de ceño aún más adusto.
- ¡Oh, esa chica! -gorjeó la señora Robertson-. Una criatura muy agradable, por cierto.
Descendió en una parada del camino, hace ya varias horas. No recuerdo el nombre de aquel
pueblo...
Los agentes de la ley se miraron con desconcierto. La anciana levantó su equipaje y se dispuso
a seguir su camino. Pero el policía gordo la retuvo, tomándole el brazo con suave firmeza.
- Creo que no se da cuenta de su situación, abuela -dijo con velada amenaza-. Usted aseguró
a la policía que esa chica era su nieta -aseveró, frunciendo sus pobladas cejas.
- Bien, ya saben cómo es -explicó la mujer, sonriendo con inocencia-; a mí todo el mundo me
llama abuela, y yo siento que todos los jóvenes son un poco mis nietos. Eso fue todo.
El guardia lanzó un hondo suspiro. Luego extrajo un pañuelo y se secó el cuello y la barbilla,
sin dejar de mirar a la anciana con aire perplejo.
- Explícaselo tú, Joe -rogó a su compañero.
El otro asintió y tomó la palabra:
- Esa muchacha tiene una acusación de robo, destrozos y fuga. Estaba bajo el régimen de
reformatorio. -El hombre hizo una pausa y echó hacia atrás su visera-. Sabemos que usted
afirmó que era su nieta, adjudicándole nombre y apellido ficticios, para evitar que fuera
detenida. Eso no está bien, señora Robertson. En rigor, ha cometido usted un delito llamado
encubrimiento.
- Tendrá que venir con nosotros, «abuela» -remarcó el gordo con sorna.
La señora Robertson se encogió de hombros, sin inmutarse.
- Siempre que usted sea tan amable de cargar estos malditos bolsos -dijo.
El guardia corpulento tomó el equipaje de la anciana y la guió en dirección al coche patrullero,
mientras su compañero se dirigía a cambiar unas palabras con el conductor del autobús.
En ese momento, un Packard negro llegó a buena velocidad y se detuvo frente a ellos con un
chirrido de frenos. En su interior venía una pareja. La mujer, una joven trigueña de elegante
figura, descendió rápidamente y corrió a abrazar efusivamente a la señora Robertson.
- ¡Abuela! -gritó-. ¡Menos mal que te hemos alcanzado! Ron tuvo una demora inesperada en
su oficina, y eso nos retrasó. Ven, sube al coche, te llevaremos a casa.
- Me temo que no va a ser posible, Bess. Este señor me lleva detenida.
- ¿Detenida?
La pregunta, cargada de asombro, provino de Ron, que se había acercado y miraba al obeso
guardia con severa sorpresa.
Pero más sorprendido aún parecía el policía, que había abierto la boca, alelado, y miraba, con
ojos desorbitados, al marido de Bess. Éste, a su vez, le devolvía una mirada adusta, como
esperando una explicación. Ante el denso silencio, la señora Robertson decidió hacer las
presentaciones.
- Usted debe de conocer a mi nieto, agente -anunció con candidez-; trabaja en esta ciudad
como fiscal del distrito.
Pocos minutos después, un Ron aún malhumorado regresaba a su hogar, llevando en el
asiento trasero a su mujer, la abuela y sus inseparables bolsos.
En la terminal, el gordo y sudoroso agente maldecía su suerte, aunque agradeciendo al cielo
que su superior no hubiera tomado las cosas a la tremenda.
El otro guardia regresó junto a él, ignorante de lo ocurrido, y le propinó una cordial palmada
en el hombro.
- ¿Qué ocurre, Moe? ¿Has dejado escapar a la viejecita?
- Condenada mujer -masculló Moe-, se ha estado burlando de nosotros. ¿Sabes quién es su
verdadera nieta? Pues la mujer de Ron Phillips, el mismísimo fiscal del distrito.
- ¡Vaya! -silbó el otro-. Con razón parecía tan segura de sí misma.

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- ¿Y que lo digas! -tronó el gordo-. Por suerte, el tío no armó demasiado escándalo. Debe
saber que la vieja está chalada.
- Se le nota a la legua -asintió el llamado Joe-. Pero no te desanimes, que aún podremos hacer
méritos. Estuve hablando con el conductor del autobús y me aseguró que la chica Parker
descendió en la ciudad, poco antes de llegar a la terminal.
- ¡Condenada abuelita! -farfulló Moe-; mintió como un contrabandista.
- Deja ahora a la anciana en paz, y ocupémonos de pescar a la muchachita.
- ¡Que me corten lo que ya sabes si no está en este mismo momento en casa de su hermano!
-exclamó el obeso policía, dirigiéndose a grandes zancadas hacia el patrullero.

Chris llegó a la calle de Tom después de haber andado durante más de una hora. El tobillo le
dolía otra vez con insistencia, y estaba tan hinchado que la carne formaba una especie de bola
rojiza, por encima de la zapatilla de tenis. Caminaba apoyando apenas el extremo del talón,
pero aún así cada paso le hacía ver las estrellas. «Espero que Tom tenga un buen calmante en
su botiquín -pensó-, y conozca algún médico que no haga muchas preguntas.» Era un barrio
modesto, apartado, y la calle formaba una pendiente ligeramente curva. De un lado se alzaba
el muro alto y gris de lo que parecía ser una fábrica, y en la vereda opuesta se alineaban una
serie de casitas iguales, de una sola planta y con un pequeño jardín delante. Chris buscó la
que correspondía al número 59. Con desazón, advirtió que era la más ruinosa y despintada del
grupo. Tuvo un estremecimiento al pensar que, de algún modo, aquella casa se semejaba al
destartalado hogar del difunto Ben Parker, aunque en tamaño reducido. Al aproximarse, vio un
niño de poco más de un año, que jugaba entre la seca y descuidada maleza del supuesto
jardín.
- ¡Tommy! -exclamó con voz conmovida-. Oh, iommy, ven aquí! ¡Acércate! ¿Te acuerdas de tu
tía Chris? ¡Ven... !
El niño la miró con sus grandes ojos redondos y parpadeó varias veces. Luego sonrió, y
avanzó, con pasos inseguros, hasta aferrarse a la puertecita que daba al sendero. Emitió un
balbuceo ininteligible y luego repitió varias veces: «Tía Quis, tía Quis». Ella, con el rostro
bañado en lágrimas y riendo al mismo tiempo, se agachó para tomarlo en sus brazos y cubrirlo
de besos.
- ¡Mi niño, cómo has crecido! Pronto serás un hombre grande y fuerte, como tu papá, ¿eh?
- Papá... -repitió el chico, y se reclinó en su hombro.
Por la puerta de la casa asomó el rostro intrigado de Janie. Al reconocer a Chris ahogó una
exclamación y fue hacia ella, bamboleando su grueso vientre de embarazada.
- ¡Vaya! ¡Es Chris Parker en persona! -dijo con auténtico asombro.
- Hola, Janie. ¿Cómo estás? Me ha costado bastante encontrar la casa.
La cuñada asintió y la contempló detenidamente, con cierta aprensión. Su mirada partió de las
grandes gafas oscuras y bajó por la ropa arrugada, sucia y manchada de sudor, hasta el tobillo
inflamado, cuyo primario vendaje se había desprendido y colgaba sobre el pie.
- Te has escapado, ¿verdad?
Su tono no parecía esperar respuesta.
- Es algo complicado, ya os contaré. ¿Está Tom en casa?
Janie no respondió. Tomó al niño en sus brazos y abrió la puertecita, que rechinó sobre sus
goznes.
- Pasa -dijo con un matiz de resignación-, te haré un poco de café.
El interior era aún más humilde de lo que sugería la modesta fachada. Una reducida
cocina-comedor de paredes descascaradas y dos pequeñas habitaciones, con muebles de
segunda mano. El escaso espacio libre estaba atiborrado de platos usados, cacharros de
cocina, ropa para lavar, papeles viejos y juguetes baratos.
- Hazte un sitio -indicó Janie-; está todo un poco revuelto.
Chris quitó unas revistas viejas y un osito manco del asiento de una de las sillas, y se
derrumbó sobre ella con verdadero cansancio.
Janie retiró la cafetera de uno de los hornillos de gas.
- ¿Tardará mucho Tom? -inquirió la chica-. Necesito hablar con él.

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La cuñada meneó la cabeza y sirvió el café en dos grandes tazones sin asa. Miró esquivamente
a Chris y respondió con otra pregunta:
- ¿Cómo has llegado hasta aquí?
La joven bebió un largo sorbo de café. Sintió que el líquido caliente y amargo aplacaba su
estómago y despejaba su mente embotada. Luego le hizo a Janie un relato sintético de sus
desventuras desde que llegara a casa de los Johnson, escamoteando sus sentimientos por
Charlie y suavizando la escena entre ella y Buster, la noche anterior.
- ... Tuve que huir, como comprenderás -concluyó-. Los «polis» ya andan detrás de mí y no
podré quedarme mucho tiempo, a no ser que Tom encuentre alguna salida.
- Tom ya hace rato que encontró su salida -repuso Janie con amarga ironía.
Ante esas palabras, Chris adivinó cuál era la situación y se sorprendió de no haberlo advertido
antes, pese a las evidencias. Algo se quebró en su interior y todo su castillo de ilusiones se
desmoronó, como abatido por un viento silencioso y definitivo.
- ¿Qué... quieres decir? -balbuceó; aunque sabía la respuesta.
La otra se encogió de hombros y comenzó a recoger las tazas con gestos mecánicos.
- Tu querido hermanito ahuecó el ala hace un mes -dijo mordiendo las palabras.
La chica observó a su cuñada, cuyo vientre parecía a punto de estallar, y al niño que jugaba
bajo la mesa, salmodiando sus monosílabos. Un confuso sentimiento de compasión e
impotencia le oprimió el pecho.
- ¿Quieres decir... ? ¿Quieres decir que os ha abandonado?
Janie se volvió hacia ella con una sonrisa amarga, desencantada.
- Él dice que no -explicó-. Me contó una historia sobre que aquí no tenía porvenir, y donde está
ahora podrá ganar mucho dinero. Prometió que entonces mandará a buscarnos. -Su voz se
hizo más triste-. Debes haberío oído ya en otras partes o leído en las novelas. Es el cuento
habitual en estos casos...
- Sí, así parece -dijo Chris con involuntaria crudeza-. ¿Crees que yo podría ir a verlo?
La mujer cruzó las manos sobre el vientre y suspiró, arqueando las cejas en un gesto de duda.
- No te será fácil en tu situación, y yo no puedo ayudarte mucho. Sólo sé que está en México,
o al menos iba para allá. No ha mandado ni una postal desde que salió por esa puerta.
- ¡El condenado bastardo... ! -masculló Chris.
Janie se acercó a ella y le puso una mano sobre la suave cabellera de color castaño,
acariciándola levemente.
- Repetí esa maldición día y noche, durante la primera semana, llorando todo el tiempo y sin
poder dormir ni comer -musitó-. Ahora pienso que quizás él no tenía alternativa. -Chris levantó
la cabeza y la miró con conmovido asombro-. Es apenas un chiquillo, Chris, y es posible que no
hayamos sabido entenderlo. Todas nosotras le pedíamos mucho y le dábamos muy poco, ¿no
crees? Tal vez yo en su lugar también hubiera escapado, finalmente.
Los ojos de Janie estaban húmedos y sus labios y barbilla se estremecían en un imperceptible
temblor, como si estuviera a punto de estallar en sollozos. Chris, a su vez, se pasó fugazmente
la mano por los párpados, tragó saliva y se esforzó en controlarse.
- Es muy cierto todo lo que dices, Janie -barbotó dificultosamente. Se sorbió las narices y
estrechó con fuerza la mano de su cuñada-. Si hubiera alguna forma en que yo pudiera
ayudarte...
- Lo mejor será que te ayudes a ti misma -la cortó Janie-; yo ya me arreglaré. Ahora te daré
algo para aliviar el dolor de tu pie y una venda limpia. También podrás cambiarte de ropa;
conservo algunas prendas de cuando era soltera que te vendrán bien. ¡Vamos, no tienes
demasiado tiempo!
Chris se dio una rápida y refrescante ducha en el pequeño cuarto de baño. Luego vendó
cuidadosamente su pie con una venda elástica que había en el botiquín. Se empapó con agua
de colonia y se puso una blusa limpia que llevaba en la maleta y unos tejanos claros que Janie
había insistido en que aceptara. Cuando regresó al comedor, su cuñada la esperaba con unos
huevos con jamón, tostadas y una lata de cerveza. Se sentó a la mesa y comenzó a devorarlo
todo con buen apetito.
- No es un gran menú, pero tú no habías anunciado tu visita -comentó Janie con humor-. Te

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preparé también una merienda para el viaje. Por lo que me has contado, no es conveniente
que permanezcas aquí.
Como si sus palabras hubieran sido proféticas, se oyó un leve ruido de frenos que llegaba
desde la calle. Ambas se precipitaron hacia la ventana y vieron el coche patrullero que se había
detenido frente a la casa. Instintivamente, Janie cerró las cortinas. Por el entramado de la tela
translúcida, adivinaron, como en un film borroso, las siluetas uniformadas de Joe y Moe que
descendían del vehículo. Con exasperante lentitud, los policías abrieron la puertecilla, cruzaron
el jardín y se detuvieron ante la puerta.
El chirrido agudo del timbre heló el corazón de las mujeres, paralizadas en medio de la
habitación.

Capítulo 13

- ¿Crees que podrás correr, con ese pie? -preguntó Janie, ansiosa.
- ¿Crees tú que valdrá la pena?
Moe ya estaba intentando atisbar a través de las cortinillas de la ventana, y Joe volvía a
oprimir el timbre con insistencia. En ese instante, quizás asustado por el ruido, el pequeño
Tommy comenzó a berrear.
- Yo sabré entretenerlos -aseguró Janie-. Un niño que llora es una buena razón para que su
madre demore y esté un poco distraída. Tú sal por la puerta trasera; verás un bosquecillo que
cubre el resto de la manzana, crúzalo y estarás en la carretera. Es posible que algún
automovlista te saque del apuro. Si no...
- ... al menos lo habremos intentado -concluyó Chris, incorporándose con renacida esperanza.
Tomó la maleta que había dejado junto a la puerta del dormitorio, y besó apresuradamente a
su cuñada. Ésta la retuvo contra sí, por un momento.
- ¿Adónde irás? -preguntó.
El timbre zumbaba dentro de la cabeza de Chris.
- Aún hay alguien que quizá pueda ayudarme -murmuró con un viso de confianza-. Luego iré a
México, claro.
El rostro de Janie se iluminó, y liberó el brazo de la joven.
- Si encuentras a Tom -pidió-, dile que haga lo que tenga que hacer. Que aquí le esperaremos
todo el tiempo que sea necesario.
Chris le dirigió una última sonrisa de solidaridad.
- Se lo diré -prometió, escabulléndose por la puerta trasera.
Janie respiró hondo. Se pasó la mano por el cabello y luego acarició fugazmente su vientre.
Alzó al niño en sus brazos y fue hacia la entrada, descorriendo el cerrojo. Joe, que se apoyaba
en la puerta, se precipitó involuntariamente en el interior. Moe asomó detrás de él, más
ceñudo que de costumbre.
- Si demoraba un instante más, señora, hubiéramos echado la puerta abajo -bramó.
- Eso me pareció -dijo Janie con dignidad-. ¿Qué ocurre?
Joe carraspeo y arregló su uniforme, recuperando su compostura.
- Queremos hablar con Thomas Lee Parker -anunció-. ¿Es su marido?
- Habitualmente lo es. Pero ahora no reside aquí, está en México por asuntos de negocios.
- Negocios, ¿eh? -terció Moe, espiando hacia el interior de la modesta vivienda-. ¿Tendría
inconveniente en que echemos un vistazo?
Janie pareció vacilar.
- ¿No es necesario para eso una orden del juez? -inquirió con inocencia.
- Podríamos conseguirla -sugirió Joe-. De momento, sólo solicitamos su colaboración.
Janie se mordió los labios e hizo luego un gesto de aquiescencia, indicando a Moe el reducido
ámbito de la casa. El guardia lanzó una mirada al comedor y se lanzó dentro del dormitorio.
Joe cerró la puerta de la calle con un gesto casual. Se quitó la gorra y sonrió formalmente a la
mujer.
- Hace más calor este verano -dijo en tono neutro.
Tommy había dejado de llorar y contemplaba absorto al hombre uniformado. La madre lo dejó

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deslizar contra su cuerpo, hasta que los piececitos tocaron el suelo. El niño se bamboleó un
segundo y luego fue a coger el oso de felpa que Chris había dejado sobre la mesa.
- ¿Ha hecho Tom algo malo? -preguntó Janie.
- Oh, no tenemos nada contra él -la tranquilizó Joe, reafirmando sus palabras con un
ademán-; sólo buscamos a su hermanita.
Moe emergió del dormitorio. En actitud alerta, se introdujo en el pequeño cuarto de Tommy.
- Ah, esa chica -asintió Janie fingiendo indiferencia-. ¿No estaba recluida en el reformatorio?
- Escapó de casa de sus tutores. Pero volverá a pasar un buen tiempo encerrada, en cuanto
logremos echarle el guante.
- Nadie -anunció Moe, regresando de su inspección-. La pájara tuvo tiempo de sobra para
volar, si es que estuvo aquí.
- ¿Chris aquí? -se asombró la mujer-. No es tan tonta como para eso. Sabe perfectamente que
tanto Tom como yo la hubiéramos entregado a la policía apenas cruzara esa puerta.
- ¿Denunciarían ustedes a su propia hermana? -interrogó Joe con simulado asombro.
- No nos gusta tener delincuentes en la familia -afirmó Janie con desprecio-. Ella no ha hecho
otra cosa que amargar la existencia de Tom y sus padres, desde que tuvo uso de razón. No,
señor, no vendrá por aquí, y me alegraré de no volver a verla en toda mi vida.
Moe lanzó una breve carcajada a sus espaldas. Janie se volvió, crispada.
- Bonita representación, señora -elogió el policía-. Pero no le servirá de nada -e indicó con el
pulgar la puerta del lavabo-: tiene usted allí dentro un par de tejanos llenos de barro y una
venda sucia.
Al oírlo, Joe lanzó una maldición. Se caló la gorra de un manotazo y se precipitó por la puerta
de atrás, echando mano a su pistolera. Moe lo miró con serena satisfacción y meneó la cabeza,
acomodándose en la silla que minutos antes había ocupado Chris.
- El viejo Joe la atrapará, sin duda. Es un verdadero sabueso. -Tomó una tostada del plato y
comenzó a mordisquearla-. Sabe, señora, puede usted ser acusada de un delito que se
llama... , eh... , encubrimiento, eso es.
- Eso lo veremos -replicó Janie, en un último resto de desafío.
El guardia la observó con una sombra de inquietud, mientras volvía a dejar la tostada en su
sitio.
- Oiga -inquirió con desconfianza-, usted no será pariente del fiscal del distrito, ¿verdad?

Chris trotó a través del bosquecillo, sin volver la cabeza. Su pie malo, adormecido por el
calmante, ya no le molestaba. Casi sin aliento, trepó la escarpada pendiente en la que la
arboleda se hacía menos densa, mientras los duros arbustos le azotaban las piernas. Agotada,
se detuvo para tomar aliento. Soltó su maleta, que rodó hacia abajo dando tumbos, y escaló el
último tramo ayudándose con ambas manos. Allí estaba el camino, ardiendo bajo el duro sol
del mediodía. Ante ella apareció una desolada cinta de asfalto, que circundaba el límite de
aquel suburbio, y una doble hilera de vías férreas.
Dos grandes camiones gemelos pasaron bramando, uno tras otro, y Chris ni siquiera atinó a
hacerles señas.
A lo lejos, en dirección contraria, comenzó a crecer la silueta de un automóvil, que reverberaba
como una antorcha en aquel paisaje mustio. La chica agitó ambos brazos sobre su cabeza,
llamando la atención del conductor invisible. El coche, un modelo deportivo color fuego, pasó
junto a ella aminorando la marcha, y se detuvo unos metros más adelante, clavando los
frenos. Las ruedas traseras se deslizaron sobre el pavimento. El vehículo quedó ligeramente
atravesado, aguardando. Chris corrió hacia él y se asomó a la ventanilla. Una elegante mujer
de unos cuarenta años, de rostro tostado por el sol y enteramente vestida de blanco, se
reclinaba en el lujoso tapizado de cuero color tabaco. Con un gesto lánguido, su mano se posó
en el bruñido tablero y accionó el interruptor del radio-cassette. La escena pareció envuelta en
una campana de silencio.
- Hola -saludó la conductora con voz suave y profunda-, ¿sabes por casualidad cómo llegar a la
autopista? Creo que me he extraviado.
- Lo siento, yo también soy forastera -dijo Chris, agitada-. ¿Podría usted llevarme, por favor?

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La mujer no respondió inmediatamente. La joven, inquieta, se volvió sobre sus espaldas y miró
hacia abajo. En el extremo del bosquecillo distinguió la camisa mojada de sudor de Joe, que se
agachaba entre los zarzales para recoger la maleta que ella había abandonado.
- ¿En qué dirección vas? -preguntó la mujer.
- En la misma que usted -rogó Chris con voz angustiosa. Luego se pasó la lengua por los labios
resecos-. Es una emergencia.
- Ya veo -asintió la otra, inclinándose para abrir la portezuela-. Sube, intentaremos encontrar
nuestro camino.
Chris entró de un salto. El automóvil arrancó zigzagueando sobre el borde de la carretera y
después recuperó su estabilidad. Cuando Joe asomó en el filo de la cuesta, sólo vio un punto
veloz y brillante que se perdía hacia el horizonte.

Capítulo 14

Acariciada por el frescor del aire acondicionado y envuelta en la suave música que irradiaba el
altavoz del coche, Chris sintió que su cuerpo se relajaba sobre el mórbido tapizado, mientras la
cinta gris del camino se escurría velozmente frente a ella. La mujer guiaba en silencio, sin
esfuerzo aparente. Había encendido un cigarrillo y ofreció otro a Chris, que lo rechazó con un
gesto. No hablaron durante los primeros minutos, hasta que la conductora aminoró la marcha
al pasar frente a un cartel indicador.
- Me has traído suerte -comentó, volviendo a acelerar-, estamos a sólo quinientos metros de la
autopista. ¿Te viene bien ir hacia la costa?
- Es igual -dijo Chris-, mientras salgamos de este Estado.
- No falta mucho para eso -afirmó la otra, riendo para sí misma.
Permanecieron calladas, mientras el coche tomaba un desvío que se elevaba y volvía a
descender, en un amplio semicírculo que terminaba insertándose en la imponente recta de la
autopista. Una vez en ella, el vehículo tomó velocidad, superando a otros que circulaban más
lentamente. La misteriosa mujer apagó la colilla en el cenicero rebatible, y espió de reojo a su
acompañante.
- ¿Estás en apuros?
La pregunta tuvo un tono casual y fue acompañada de una leve risa, que parecía quitar
importancia a la respuesta. Chris decidió jugar la carta de la sinceridad:
- Sería tonto que pretendiera negarlo -dijo, cautelosa.
La mujer hizo un gesto afirmativo. Acomodó innecesariamente el espejo retrovisor, echando
una vigilante mirada a su propio rostro.
- Es evidente que huyes de alguien.
- De la policía -precisó Chris.
La otra lanzó un silbido admirativo.
- No habrás asaltado un banco o cometido un crimen, ¿verdad? No tienes el tipo.
La chica la miró, para saber si se estaba burlando de ella. Pero la mujer permanecía seria y le
devolvió fugazmente una mirada cordial, llena de interés.
- Es algo complicado de explicar... -balbuceó la chica.
- Tenemos tiempo -insistió la conductora con voz amable, bajando el volumen del
radio-cassette.
Chris tragó saliva y pensó que no tenía escapatoria. Lo menos que se merecía aquella hada
salvadora, era enterarse de qué la estaba rescatando. Decidió hacer un relato honesto, dentro
de las circunstancias. Quizás a ella misma le hiciera bien resumir sus desventuras frente a una
desconocida gentil.
- He pasado la mayor parte de los dos últimos años en una Escuela-Reformatorio -comenzó; e
hizo una pausa.
- ¿Por qué razón? -preguntó la mujer.
- Me había escapado de casa. Mi padre me pegaba con frecuencia y mi madre bebía
demasiado. Aguanté todo lo que pude, hasta que un día eché a correr. Mi propio viejo pidió
que me recluyeran. Sé que parece una novela barata, pero supongo que los tipos que escriben

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esas cosas deben inspirarse en casos como el mío.
- La realidad supera a la ficción -dijo el hada.
Absorta en su relato, Chris asintió, sin captar la ironía.
- La última vez que me llevaron allí, decidí sacrificarme y hacer buena letra, para salir lo antes
posible. Las tipas del Comité se tragaron el anzuelo, y logré alcanzar el primer paso: vivir una
temporada en una casa particular. ¿Sabe de qué se trata?
- Tengo una idea aproximada -murmuró la mujer-. Prosigue.
- Bien, la cosa iba más o menos sin problemas, hasta que anoche el hombre de la casa y yo
quedamos solos. El tipo había bebido demasiado, se puso paternal y pretendió violarme. -La
palabra tuvo un regusto amargo en la boca de Chris, que contuvo un estremecimiento-. En un
descuido, pude saltar por la ventana. Desde entonces estoy corriendo, con los guardias
pegados a los talones. Aquel tío debe haberles contado una sarta de mentiras.
- Debiste denunciarlo tú a él, en aquel mismo momento -dijo la otra sin desviar la vista del
camino-. Huir es lo mismo que confesar.
- No hubiera resultado -afirmó la joven.
- Intentó abusar de ti, ¿no? Eso es un delito -replicó la mujer con un matiz de ira. Luego espió
el rostro de Chris, semioculto por las descomunales gafas-. Y además, si no me equivoco, te
atizó una buena paliza.
- Sí -aceptó la chica-, pero yo vengo del otro lado de la alambrada.
Ambas se sumieron en sus propios pensamientos, envueltas en un silencio terso. El cassette
pasaba una serie de temas de «bossa nova», apenas audibles. El automóvil corría veloz e
incansable por la autopista, como si se condujera solo.
- Mi nombre es Chantal -dijo de pronto la mujer-; tal vez pueda ayudarte. ¿Qué piensas hacer?
- Chris arqueó las cejas y se encogió de hombros-. ¿Hay algún lugar adonde quieras ir?
¿Tienes alguien que se ocupe de ti?
Chris advirtió un viso de ansiedad en la voz de su interlocutora, pero no le dio importancia. La
preocupación de aquella mujer parecía auténtica, y la joven comenzó a pensar que era posible
que su suerte estuviera cambiando.
- La única persona que puede sacarme de esto es mi hermano Tom -enunció, reflexionando en
voz alta-. Pero está en México.
- Eso es demasiado lejos para mí -suspiró Chantal-. ¿No tienes a nadie más?
- Tuve una maestra, Barbara Clark, que solía interesarse por mí. Aunque ésa sería una apuesta
demasiado arriesgada; en cierta manera, ella forma parte de los carceleros.
- Comprendo.
Chantal volvió a caer en uno de sus frecuentes lapsos de silencio, que Chris tampoco se atrevió
a interrumpir.
- Tal vez habría una solución -musitó de pronto la mujer-. ¿Sabes algo de masajes?
- ¿Masajes? -preguntó Chris sorprendida-. Sí... , un poco de eso aprendí en el reformatorio...
Eileen Johnson solía asegurar que sólo yo lograba hacerla relajar...
- Es una posibilidad -dudó Chantal-. Yo dirijo un instituto de belleza en la costa... Quizá
pudieras trabajar allí un tiempo, hasta que reúnas el dinero para viajar a México.
- ¡Eso sería algo magnífico! -se entusiasmó Chris. Pero súbitamente recordó su difícil realidad-.
Aunque no creo gue sea posible -agregó, compungida-: sería demasiado compromiso para
usted, por mi situación...
- ¿Te refieres a la policía? -rió Chantal con suficiencia-. ¡Tonterías! Eso déjalo de mi cuenta.
Estaremos en otro Estado, y tengo amigos muy influyentes.
«Igual que Mortimer H. Jones», pensó Chris. Pero mantuvo la boca cerrada. Aquella mujer le
estaba ofreciendo una salida, y ella no tenía demasiadas opciones.
El centro de belleza y descanso «Sirena de Oro» (damas exclusivamente) dominaba un risco
apartado sobre el mar, no muy lejos de los barrios residenciales enclavados en suaves colinas,
al sur de la ciudad. Su estilo imitaba la sencillez altiva del colonial español, con sus techos de
tejas rojas y sus paredes encaladas, bordeadas por galerías de arcos semicirculares. Pero
debajo de la aparente rusticidad palpitaba un lujo discreto, refinado, que apuntaba sin duda a
una clientela selecta y sin problemas de dinero.

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Chris caminó detrás de Chantal, mirando embobada a su alrededor mientras atravesaban los
amplios jardines. Pasaron junto a una piscina de formas irregulares y entraron bajo la sombra
fresca del patio, cuyos naranjos en flor acentuaban el romanticismo discreto del lugar. Bajo los
frutales había un auténtico pozo, recubierto de coloridas cerámicas. Una joven vestida con una
bata verde nilo de ribetes dorados, que lucía una sirenita de oro bordada sobre el pecho,
avanzó hacia ellas con paso ligero. Tenía una esbelta figura y el rostro sereno y dulce, de
rasgos eurasianos.
- Bienvenida, Chantal -dijo con voz musical-, espero que hayas tenido un buen viaje.
- Gracias, Rita -respondió la mujer, besándola suavemente en la mejilla-. Ésta es Chris Parker;
trabajará un tiempo con nosotras y quisiera ponerla en tu sección.
- Hola, Chris -saludó la joven, sonriente.
- Hola -diio Chris.
- Rita es una verdadera experta en masajes -declaró Chantal-, ella te enseñará todos sus
secretos.
- De momento, voy a mostrarte tu habitación -propuso Rita tomándole la mano-. Ven.
Atravesaron la umbría galería y entraron a un salón espacioso, decorado con severos y oscuros
muebles monacales. Una joven vestida con una idéntica bata verde nilo, cruzó frente a ellas.
Miró a Chris con curiosidad, aunque sin detenerse. Rita no le prestó atención, y guió a su
huésped hacia el primer piso, subiendo por una escalera de mosaicos violáceos. La habitación
destinada a Chris era estrecha pero confortable, con una ventana ojival que daba a un sector
de los jardines y desde la cual podía divisarse el mar. Chris se sentó en la cama y luego se
dejó caer hacia atrás, seducida por la muelle blandura del colchón.
- Con esto estarás más cómoda -dijo Rita con su voz azucarada, abriendo el armario y
señalando una de las verdes y suaves batas de la casa, que colgaba en su interior.
- Parece de mi medida -comentó Chris.
- Si quieres bañarte, la ducha está al otro lado del corredor.
- Quizá más tarde -respondió Chris-, ahora preferiría descansar un rato.
- No es mala idea -aprobó la otra-. Hoy dispones de todo tu tiempo. Mañana asistirás a una
sesión de masaje.
- De acuerdo -dijo la chica-, estoy en tus manos.
Rita emitió una risa levemente irónica y en sus ojos hubo como un destello voraz. Chris
comenzó a desvestirse. La joven masajista fue tomando las prendas que ella se quitaba, y las
colocó en el armario.
- Aquí no las vas a necesitar -explicó.
Luego contempló detenidamente el cuerpo de la muchacha, con un interés al mismo tiempo
lejano e inquietante.
- ¿Qué tienes en el tobillo?
- Oh, nada especial. Una simple torcedura.
- Déjame verlo -pidió Rita, en tono súbitamente profesional.Delicadamente, levantó con una
mano el dolorido pie, y con la otra palpó suavemente la zona afectada. Sus dedos eran
seguros y firmes, e irradiaban una especie de calma al deslizarse sobre la carne lacerada.

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- Tienes una luxación -anunció-. ¿Has caminado mucho después del golpe?
- Bastante.
- Bien, vamos a arreglarlo. No te dolerá, pero no es necesario que mires.
Chris dejó caer la cabeza sobre la almohada, como si el sosiego que aquellas expertas manos
transmitían a su pie trepara lentamente a lo largo de todo el cuerpo, sumiéndole en una
placidez irresistible. Sintió un tirón seco y un sordo chasquido que le pareció muy distante.
Cuando levantó la cabeza, Rita sonreía, mientras colocaba un cojín debajo del pie enfermo.
- Ya está, todo ha vuelto a su lugar -declaró con su sonrisa imborrable-. Ahora traeré un poco
de hielo para la inflamación y te haré un buen vendaje. Mañana estarás como nueva. ¿Quieres
que te suba también algo para comer?
- No, gracias -musitó Chris, sin lograr salir de su enervamiento-. Cuando termines conmigo,
creo que dormiré veinte horas seguidas.
Cuando despertó, emergiendo con dificultad de un sueño pesado y tenaz, el sol entraba por la
ventana ojival, formando un caprichoso dibujo sobre el piso de baldosas color lacre. El rumor
lejano del mar le recordó dónde estaba. Borrosamente, fue reconstruyendo todo lo ocurrido el
día anterior. Se dio dos o tres palmadas en la cara, para asegurarse de que estaba bien
despierta. Luego saltó de la cama, comprobando con sorprendida alegría que su pie ya no le
dolía. Incluso el tobillo había recobrado casi su aspecto natural, y sólo unas sombras
amoratadas marcaban tenuemente la piel. Se dio un prolongado baño bajo la ducha de agua
tibia y luego se vistió sin prisa, apreciando la fresca y agradable tersura de su flamante bata
verde nilo. Estaba preguntándose qué hacer, cuando asomó por la puerta, el rostro enigmático
y sonriente de Rita.
- Buenos días, Chris -saludó-, ¿has descansado bien? Chantal quiere verte.
La directora de aquel curioso lugar estaba tomando el desayuno en una de las mesas del
jardín, cerca de la piscina. La acompañaba un hombre de unos treinta años, de piel
asombrosamente tostada, escaso pelo rubio y ojos de un azul casi blanco, que titilaban bajo
sus gafas sin aro. Chantal invitó a las dos chicas a compartir la mesa, e hizo las
presentaciones. El visitante se llamaba Laffont y era enviado de una revista suiza, cuya
especialidad Chris no logró descifrar. Rita y ella desayunaron en un silencio respetuoso y
atento, mientras Laffont interrogaba a Chantal. Al parecer, preparaba un artículo sobre «Sirena
de Oro» para sus lectores europeos. El hambre había colocado un diminuto magnetófono junto
a la azucarera, para registrar la entrevista.
A través de las respuestas de Chantal, Chris logró formarse una idea más clara sobre aquel
sitio. «Sirena de Oro», explicó la mujer, dirigiéndose en parte al visitante y en parte al
magnetófono, era el único instituto de su tipo en América. A él acudían las mujeres más
famosas y sofisticadas de diversos puntos de la costa Oeste y del resto de los Estados Unidos.
No, Chantal no podía dar nombres; era una de las normas de la casa, cuya discreción avalaba
su prestigio. El objetivo del lugar era, si Chris no comprendió mal, «ofrecer paz y placer
psicofísicos» a esas señoras. Las técnicas eran exclusivas y combinaban diversos
procedimientos. El personal se seleccionaba exclusivamente entre muchachas menores de
veinte años y convenía señalar que estaba absolutamente prohibida la presencia masculina, ya
fuera en calidad de empleados o de clientes. «Un mundo femenino», remarcó Chantal, y a
continuación deslizó una elegante broma, indicando que Laffont debía apreciar su permanencia
allí como una verdadera excepción. El periodista sonrió y le respondió en Francés. A partir de
allí, el diálogo continuó en ese idioma y Chris se consideró liberada de atenderlo, dedicándose
con fruición a prepararse una suculenta tostada con mantequilla y mermelada de fresas.
Unos minutos después, Chantal regresó al Inglés para sugerir a Laffont que completara su
reportaje entrevistando a las dos chicas.
- Son los dos extremos de mi equipo -susurró-: una experta y una principiante.

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El periodista hizo dos o tres preguntas a Rita, que respondió con desenvoltura, dentro de su
estilo sosegado y discreto. Explicó que había trabajado en un centro similar en Thailandia, y
luego se había perfeccionado en Viena. Enumeró una serie de nombres de difícil pronunciación,
a los que Laffont asentía con cabeceos aprobatorios. Chris, por su parte, estuvo realmente
inspirada: declaró con mucha soltura que desde niña había soñado con ese trabajo, sabiendo
que era su única vocación. Describió cómo había practicado los rudimentos del oficio en el
colegio de señoritas donde cursó sus estudios. Agregó luego que Chantal era una persona
maravillosa y que ella le estaba muy agradecida por haberle dado la oportunidad de ingresar
en «Sirena de Oro». La mujer la escuchó con una sonrisa divertida. Luego se puso de pie,
dando por terminada la entrevista. Se despidió amablemente Laffont, rogando a Rita que lo
acompañara hasta la salida.
- Siéntate, Chris. No has terminado tu café -dijo Chantal cuando ambas quedaron solas.
- Ya está frío -murmuró Chris-. Espero no haber sido imprudente ante ese señor.
- Todo lo contrario, querida, estuviste magnífica -rió abiertamente la mujer-. Ahora
comenzaremos tu entrenamiento.
Chantal guió a la chica hacia el ala más apartada del edificio, donde estaban las saunas y los
salones de masaje. Recorrieron un corredor tenuemente iluminado y la mujer se detuvo ante
una de las puertas. Era un cuarto pequeño, amueblado sólo por un cómodo sillón, junto al cual
había una mesa baja, con un cenicero, un vaso y una botella de agua mineral. Chantal abrió
una cortinilla adosada a la pared, descubriendo una especie de ventana interna, del tamaño y
la forma de una pantalla de televisión. A través de ella se veía buena parte de la habitación
contigua, totalmente tapizada en moqueta verde. Paredes, pisos y techo formaban algo así
como una caja de jade, envuelta en una luz vaporosa que parecía brotar de todas partes y de
ninguna. En el centro había un diván completamente blanco, de aproximadamente un metro
de altura. Chris contempló embobada aquel extraño decorado y luego miró interrogativamente
a su acompañante en espera de una explicación.
- Interesante, ¿verdad? -comentó Chantal-. Es una de nuestras salas de masajes. Dentro de
unos instantes Rita atenderá aquí a una cliente. -La mujer consultó mecánicamente su reloj
pulsera-. Siéntate allí y observa, será tu primera lección.
Chris se acercó al sillón, vacilante, sin quitar la vista de la ventanilla.
- ¿Qué dirá su cliente cuando me vea aquí, espiando? -preguntó.
- Oh, ella no podrá verte. Del otro lado, toda esta pared es un espejo.
La chica parpadeó admirada, sin poder creer lo que oía.
- Vaya trucos que se gastan ustedes -murmuró.
- Nos da buenos resultados -informó la mujer, sonriente-; algunas señoras, que están en el
secreto, pagan una bonita suma por sentarse en ese sillón. Ahora debo irme; cuando termine
la sesión, ven a verme.
Confundida, Chris tomó asiento e hizo un gesto de resignación. Chantal sonrió una vez más y
se esfumó tras la puerta. «Bien -se dijo la chica-, ya que voy a trabajar aquí, será mejor que
aprenda cómo lo hacen.» En la pantalla, se abrió una puerta disimulada en la pared y Rita
entró en la habitación con su paso suave y elástico. Hizo un guiño hacia Chris y desapareció de
su campo visual, hacia uno de los lados. «Al menos, ella conoce la trampa», pensó la joven.
Rita volvió a cruzar la escena, dándole la espalda, a tiempo para recibir a su cliente. Era una
mujer rubia y alta, de mediana edad, que besó a Rita en la mejilla y cambió con ella unas
palabras que Chris no pudo oír. Luego la muchacha ayudó a la mujer a quitarse la bata que la
cubría. Quedó completamente desnuda. Su cuerpo era aún esbelto y firme, con esas formas
plenas y ligeramente lúbricas del comienzo de la madurez. Chris, turbada, desvió la mirada.
Tenía la garganta reseca y se sirvió un poco de agua mineral. Cuando volvió la vista a la
pantalla, la cliente estaba frente a ella, observándola atentamente a través del cristal. La chica
se incorporó, alelada, buscando la puerta para huir. Entonces recordó que la otra cara de la
pared era un espejo. Lo único que la mujer hacía era mirar su propio cuerpo.
«Tranquilízate, Chris, te estás comportando como una tonta -se advirtió a sí misma-. Sabes
perfectamente que la gente se desnuda para recibir masajes; será mejor que te concentres y
estudies el comportamiento de Rita, si no quieres perder tu flamante empleo.» Con esta

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reconvención en mente, la joven volvió a sentarse y se dispuso a prestar atención a lo que
ocurría en el otro cuarto. Rita entró en escena desde su invisible rincón, trayendo un alto vaso
de whisky con hielo. La mujer lo agradeció con una sonrisa y bebió un largo trago. Luego se
dirigió al centro de la habitación tomó otro sorbo, depositó su bebida en el suelo y se tendió
boca abajo en el cómodo diván.
Fue entonces cuando Rita comenzó su trabajo. Sus manos aletearon sobre la nuca, los
hombros y la espalda de su cliente, en movimientos igualmente leves y seguros. La mujer
cerró los ojos, y al poco tiempo su cuerpo comenzó a relajarse visiblemente, como una
muñeca inflable a la cual se le quitara poco a poco el exceso de aire de su interior. Los brazos
cayeron hacia abajo, laxos y libres; la silueta tendida pareció perder peso y amoldarse
blandamente a las gráciles líneas del diván. Rita suspendió su tarea y volvió a desaparecer del
campo de la pantalla. La cliente sonreía apenas, con los ojos cerrados, en estado de beatitud.
«¡Vaya! -pensó Chris-. ¡Esta chica es una verdadera maestra!» La aludida regresó, trayendo
un bote de cristal. Espolvoreó sobre el cuerpo yacente algo así como una ceniza ambarina, y
recomenzó su tarea. Ahora trabajaba sobre la cintura, las caderas y las piernas, suavizando
paulatinamente sus movimientos, hasta transformarlos en ligeras caricias. Luego, posó
levemente las manos sobre las nalgas, haciéndolas vagar sobre ellas en gestos circulares, que
rondaban de vez en cuando la entrepierna. La mujer tuvo un estremecimiento y se volvió
sobre sí misma, cayendo de espaldas. Chris pudo ver claramente su rostro: parecía extraviado,
apremiante, tenso. Pronunció unas palabras y giró nuevamente la cabeza, con los ojos
entrecerrados y un rictus de placer en los labios. Rita sonrió e, inclinándose lentamente, la
besó sobre la boca. Chris dio un respingo sobresaltado. Su espalda se puso rígida,
separándose del sillón. Una idea inquietante comenzó a abrirse paso borrosamente en su
cerebro. Las manos de la joven masajista recorrían hábilmente los senos, los costados y el
vientre de la mujer, que se estremecía con los dientes apretados. Luego Rita varió de técnica,
centrando su manipulación en torno al pubis, cubierto por un vello espeso y dorado. La mujer,
respirando agitadamente, separó los muslos y dejó caer las piernas a los lados del diván. Todo
su cuerpo se arqueó hacia arriba, como impulsado por un invisible resorte. Rita, imperturbable,
comenzó la parte culminante de su labor.
Chris se negó a presenciarla. Se incorpó bruscamente, temblando, y dio la espalda a la
pantalla, aferrándose los brazos con las manos. Había sido una estúpida al no advertir antes la
clase de negocio que hacía Chantal en «Sirena de Oro», y qué era lo que esperaban de ella.
Abandonó la habitación con paso inseguro, con un regusto de náusea. Una vez más, se sintió
sola y sitiada en medio de un mundo hostil.

Capítulo 15

Chantal estaba de pie, junto a la ventana. En el amplio y luminoso despacho de muebles


episcopales, cada detalle revelaba una sobria suntuosidad. Chris abrió la pesada puerta de
madera labrada, y por un instante observó a la mujer, sin decir palabra. La otra, de espaldas a
ella, no pareció enterarse de su presencia. Envuelta en un conjunto de casaca y pantalones de
seda negra, su espigada figura resultaba aún más alta y esbelta al recortarse, inmóvil, contra
la diáfana luz del mediodía.
- ¿Eres tú, Chris? -preguntó sin volverse, en el tono de quien ya sabe la respuesta.
- Sí, señora -respondió la joven, avanzando hacia ella.
Ambas permanecieron ante el gran ventanal de tres cuerpos, que se abría a la costa rocosa. El
tumulto azul del Pacífico estallaba contra las piedras en una nube de furiosa espuma blanca.
Chris observó, como hipnotizada, aquella eterna e inútil demostración de fuerza y belleza. Al
fondo, un horizonte casi curvo, en el que el agua y el cielo se separaban apenas por un cambio
de matiz en su color brumoso.
- Hermoso, ¿verdad? -comentó Chantal, mirando a la joven por primera vez.
Chris asintió sin responder. La mujer sonrió, rozó desvaídamente con los dedos el rostro de la
chica en un esbozo de caricia, y luego se dirigió al oval escritorio de caoba. Tomó asiento
detrás de él, en un sillón tapizado de terciopelo ocre, y comenzó a hojear unos papeles con

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aire distraído. La joven dio unos pasos hacia ella y se detuvo en medio de la habitación. Sintió
que su determinación comenzaba a flaquear en aquel clima irreal. La segura suavidad de
Chantal, la calidez lujosa de su cuarto de trabajo, aquel océano formidable desplegándose tras
la ventana, no parecían tener nada que ver con la turbia escena que ella había presenciado
minutos antes.
- Quiero irme, Chantal -dijo de pronto, como para asegurarse de recuperar su convicción.
La mujer levantó la vista de sus papeles y la miró detenidamente, sin asombro. Pero la sirenita
dorada bordada en la pechera de la casaca se agitaba al ritmo de una respiración nerviosa.
- ¿Has visto el trabajo de Rita? -inquirió en tono neutro.
- Sí -afirmó Chris-; y es por eso que voy a irme. No creo que yo pueda hacerlo.
Sus ojos mantuvieron la mirada tersa y firme de Chantal, que después de unos instantes se
desvió lentamente hacia el mar.
- No deseo insistir -dijo la mujer-, pero quizá deberías intentarlo. No es tan difícil como parece.
Chris observó fríamente la punta de sus pies, mientras buscaba las palabras adecuadas.
- No se trata de que sea difícil -murmuró por fin-, sino de que no quiero hacer esa clase de
cosas.
- Comprendo. -Chantal se echó hacia atrás en su sillón y el cabello renegrido contrastó sobre
la tela color oro viejo del respaldo-. Incluso me lo esperaba. -Sus labios dibujaron una especie
de sonrisa de despecho-. Pero déjame decirte que te equivocas. Si te vas de aquí, pronto
estarás haciendo cosas peores y con menos provecho.
- Es posible -admitió Chris-, pero prefiero intentarlo.
- ¿Qué pasará con la policía?
La joven se mordió los labios y luego sonrió con esfuerzo.
- Tal vez se hayan olvidado de mí.
- Allá tú. Yo sólo quise darte una oportunidad.
- Lo sé, Chantal, y se lo agradezco realmente. -Chris levantó la vista y volvió a enfrentar los
verdes ojos de su interlocutora-. Pero no puedo aceptarlo.
Chantal se encogió de hombros y encendió un cigarrillo. Su mano tembló ligeramente al
sostener el encendedor. Se incorporó y dio la vuelta a la mesa con pasos lentos, acercándose a
la chica.
- Es una verdadera lástima -afirmó-. Yo en tu lugar no sería tan escrupulosa.
- Verdaderamente no podría hacerlo -insistió Chris.
- ¡Ya lo has dicho! -espetó la mujer, dirigiéndose hacia la puerta. Al volverse, su rostro había
recuperado la calma y sonreía con levedad.
- Si alguna vez cambias de idea, no tienes más que regresar. Siempre habrá un sitio para ti en
«Sirena de Oro».
- Gracias, señora -musitó la joven.
Chantal hizo un gesto de resignación y le tendió la mano. Chris, impulsivamente, le dio un
rápido beso en la mejilla. Luego abrió la puerta.
- Algún día volveré a visitarla -prometió.
- Te estaré esperando -aseguró la mujer, y siguió con la mirada la figura de Chris, que se
alejaba por el corredor adornado de mayólicas.
Una vez en su habitación, la joven se quitó la fresca bata verde nilo y volvió a ponerse su
gastada ropa de fugitiva. El establecimiento estaba discretamente amurallado y el vigilante del
portal de acceso hizo esperar a Chris, mientras consultaba por teléfono si ella estaba
autorizada a salir. Luego se mostró algo más amable y le indicó que al llegar a la carretera
podría tomar un autobús que la llevaría a la ciudad. Ella echó a andar por el desértico camino
privado, bajo el ardiente sol de la tarde.

Los niños que jugaban en el parque, haciendo navegar en el estanque sus veleros de plástico,
no prestaron atención a la muchachita desharrapada y de aspecto cansado que parecía
dormitar en uno de los bancos. Chris había caminado demasiado esa tarde. Sus últimas
monedas se le habían ido en el billete de autobús y un bocadillo que había comprado al llegar.
Mordisqueando su reducido almuerzo, recorrió al azar las calles de aquella ciudad desconocida

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y calurosa, mientras su cabeza embotada se negaba a tomar alguna decisión. Por cierto que no
era fácil. Sin dinero, sin amigos y en su situación, le resultaba cada vez más imposible
encontrar una salida. La fuga de Tom a México había sido un duro golpe, pero el fracaso de su
encuentro providencial con Chantal era ya demasiado. A estas alturas, sólo un milagro le
permitiría seguir adelante con su plan. Pero después de lo ocurrido en «Sirena de Oro» sabía
que aún los milagros tenían un precio, que ella no estaba dispuesta a pagar. Ahora, con las
doloridas piernas estiradas sobre el sendero y las zapatillas en la mano, pensó que si un
guardia la reconocía y la detenía en ese mismo instante, se sentiría de algún modo aliviada.
«Estás llegando al fin, Chris -se dijo-; ya no te quedan más trucos.»
Comenzó a calzarse parsimoniosamente y fue entonces que vio las botas negras y las perneras
azules con vivos blancos que se detenían frente a ella. Levantó despacio la cabeza, recordando
un refrán que solía decir su abuela materna, cuando ella era muy niña: «Basta con que
menciones al Diablo, aunque sea en el pensamiento, para que aparezca». Pues el Diablo
estaba allí, mirándola con curiosidad. Era uno de esos viejos policías de aspecto irlandés y aire
protector que suelen aparecer en las películas, encontrando niños extraviados o siendo
golpeados a traición por delincuentes desaprensivos.
- ¿Qué te pasa, muchacha? ¿Tienes algún problema?
La mente de Chris se disparó a cien kilómetros por hora, buscando una excusa convincente,
mientras sonreía al paternal guardia inclinado sobre ella y demoraba en anudar el lazo de su
zapatilla. Las palabras salieron de sus labios sin que ella lograra controlarlas.
- Acabo de llegar de una excursión a la montaña con los chicos del colegio -se oyó decir,
asombrada-. Mi padre me espera en el puerto, para regresar a casa en su yate, pero creo que
he perdido el camino.
Ya estaba dicho, y no había forma de volver atrás. La única esperanza consistía en que la
historia era demasiado inverosímil para ser inventada. Pero Chris sabía que ésa era una
argucia débil en estos tiempos.
El veterano guardia echó el cuerpo hacia atrás y se rascó el cuello con gesto de duda.
- Una excursión, ¿eh? -dijo como para sí mismo-. ¿Y dónde están tus ropas de montaña?
- ¡Oh, se las he dejado a Charlie! -afirmó la joven con absoluta candidez.
- ¿Charlie?
- Él es mi... Es el chico que sale conmigo, ¿comprende? Llevará mis cosas esta noche al
muelle, y espero que papá lo invite a cenar con nosotros a bordo.
- ¿Cenar a bordo? -El hombre parecía cada vez más sorprendido o más indignado; era difícil de
discernir.
- Será una simple comida marinera, ya sabe usted. Latas, cerveza y café. Lo importante es
que Charlie y papá puedan conocerse -arriesgó Chris, tirándose a fondo.
El policía no las tenía todas consigo. Ella admitió para su coleto que si le daba un buen
puntapié en el trasero y la llevaba a la comisaría de una oreja, se lo tenía merecido. Pero el
hombre no hizo más que suspirar.
- Vaya tiempos -dijo-, ya no es posible distinguir una golfa de una rica heredera. Si eres lo
primero, debe de haber más de veinte en este parque y no me darán un ascenso por llevarte a
la sombra. Si eres lo segundo, el sargento me pondrá de todos los colores. ¿Qué harías tú en
mi lugar?
Chris rió de buena gana, sintiendo que tenía la batalla ganada.
- Sea yo quien sea -dijo envalentonada-, sólo le he pedido que me indique el camino del
puerto. Si tiene dudas, puede acompañarme y es posible que papá nos invite a ambos con una
cerveza.
- No creas que no me gustaría -afirmó el policía-, pero estoy de servicio y es preferible que
intentes llegar sola. Sólo debes salir por la puerta de la izquierda y en la primera avenida
seguir la dirección del tránsito. En poco menos de cinco minutos estarás en el puerto.
- ¡Oh, no sabe cuánto se lo agradezco! -aseguró Chris-. Yo hubiera tomado para el otro lado.
- Es fácil perderse en esta ciudad -afirmó el guardia, llevándose la mano a la visera.
Chris tomó la dirección indicada y luego de caminar unos treinta metros se volvió para saludar
al policía, que le correspondió con otro gesto informal. Se quedó mirando cómo la muchacha

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se perdía sobre el césped, entre los árboles añosos, hasta que una palmada en el hombro lo
sacó de su ensimismamiento. Era un joven colega, que recientemente había sido asignado a
esa zona.
- ¿Qué haces, tío Bob? -preguntó el recién llegado.
- He estado charlando con la embustera más grande de tu generación -declaró el viejo
alegremente.
- Espero que no se tratara de esta chica -dijo el otro alcanzándole una fotografía-; la buscan
por fuga, robo y destrucción intencional de documentos. Los del Este suponen que debe de
andar por aquí.
El veterano guardia tomó la pequeña cartulina cuadrangular y la colocó frente a sí, alejándola
y acercándola hasta enfocar en ella sus ojos cansados.
- No -dijo-, no se le parece en nada.
La tarde caía sin prisa, tiñendo de reflejos purpúreos los cobertizos y almacenes portuarios,
detrás de la alambrada. Más allá, los mástiles y chimeneas de los barcos anclados en los
muelles erizaban un cielo plomizo. Las tiendas de artículos náuticos comenzaban a cerrar sus
puertas, mientras se iluminaban los letreros de neón de los bares y tabernas marineras de los
alrededores. La habitual tristeza del atardecer se hacía más sórdida en el puerto y Chris lanzó
un hondo suspiro, sin saber qué rumbo tomar. Se sentía desamparada y exhausta. El tobillo
había comenzado a molestarle otra vez, tenía hambre, y un cansancio pesado se le colgaba de
los hombros y el cuello, agobiando su paso vacilante.
Escogió una calle estrecha y apartada, internándose en ella en busca de un sitio oculto y
tranquilo donde poder descansar un poco. El sueño golpeaba sordamente dentro de su cabeza
y el hambre le aguijoneaba el estómago. A su izquierda se elevaba la mole oscura de un
edificio en construcción. En la acera opuesta, los muros altos y ciegos del depósito de una
compañía marítima. La noche se había cerrado ya completamente, sin luna, y sólo la lejana luz
de la esquina, unos treinta metros más allá, dibujaba con mortecinos reflejos las estructuras
metálicas de la construcción.
Chris comenzó a buscar intersticios en la cerca que rodeaba la obra, hasta que uno de los
paneles cedió a sus esfuerzos, dejando una estrecha abertura. Se coló al interior y dio dos o
tres pasos, procurando acostumbrar su vista a la penumbra. De pronto, una potente luz se
encendió frente a ella, deslumbrándola.

Capítulo 16

- ¡Vaya, vaya! ¡mira lo que tenemos por aquí!


La voz aguda y burlona obtuvo un coro de risas en la oscuridad. Chris se cubrió los ojos con las
manos, para evitar el brillo deslumbrador de la linterna.
- Apaga, Slim. Esto no es el Hollywood Bowl -ordenó otra voz, pausada y autoritaria-. Tú,
muñeca, acércate y no intentes nada raro.
La luz hizo una pirueta en el aire y se extinguió. Envuelta en sombras, Chris dio unos pasos en
la dirección de donde había venido la segunda voz. Al cabo de unos instantes, distinguió dos
siluetas agazapadas contra una pila de ladrillos. Una tercera persona, sin duda el llamado Slim,
se había colocado detrás de ella, tan cerca que podía oír su respiración.
- No está nada mal -opinó Slim, casi sobre la nuca de la joven-. Podríamos pasar un buen rato
con ella. ¿Qué dices, Brian?
- Cállate, Slim -susurró la otra voz desde la pila de ladrillos-, vas a atemorizar a la señorita.
¿Cómo te llamas, muñeca?
- Magda -dijo Chris.
- Bien, Magda, ahora vas a decirnos qué estás haciendo por aquí.
Brian se puso de pie. Los ojos de la chica se habían acostumbrado ya a la penumbra del lugar,
y pudo observar asombrada que el joven llevaba corbata y chaqueta. No pudo distinguir con
precisión sus rasgos, pero sin duda era alto y no parecía mucho mayor que ella misma.
- Buscaba un lugar para dormir -respondió Chris con simplicidad.
- ¡Ja! -rió Slim-. ¡Puede decirse que lo has encontrado!

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Los dientes de Brian brillaron en una fugaz sonrisa.
- ¿Siempre duermes en sitios como éste? -preguntó.
- Duermo donde puedo. -Chris hizo una pausa para armarse de valor, antes de pronunciar la
siguiente frase-. Estoy huyendo de la policía.
El joven inclinó la cabeza y puso ambos brazos en jarras, echando el cuerpo hacia atrás.
- ¿Qué me dicen, amigos? -silabeó con sorna-. ¡La pequeña Magda nos ha resultado una
peligrosa delincuente! -Dio dos pasos hacia Chris, y un par de ojos gatunos chispearon en su
rostro invisible-. ¿Puede saberse qué crimen has cometido?
- Sería largo de explicar.
Los dos parpadearon y la blanca sonrisa se iluminó nuevamente unos centímetros más abajo.
- Me lo imaginaba. -Brian parecía dudar, y estudió a Chris en silencio-. Oye, Magda -dijo
luego-, tú no serás una soplona de los polizontes o algo así, ¿verdad?
- Te doy mi palabra -contestó ella seriamente, provocando otra risa gutural de Slim.
Brian meneó la cabeza y se pasó una mano por el cabello.
- ¿Llevas dinero, «hierba» o alguna cosa de valor encima?
- No.
- Revísala, Slim -ordenó Brian, con voz súbitamente endurecida.
Chris sintió sobre el hombro el peso de la mano de Slim y se desprendió de ella con un rápido
esguince, dando un salto lateral. Instintivamente, extrajo la navaja del bolsillo trasero del
tejano. Hizo saltar la hoja y se agachó, tensa, sin quitar la vista de su oponente. El rostro
anguloso de Slim mostraba una clara expresión de sorpresa. Miró de reojo a Brian, como
pidiéndole consejo.
- Guarda eso, hermosa -aconsejó Brian con calma-, puedes hacerte daño.
La chica retrocedió lentamente, vigilando a ambos, sin dejar de esgrimir su arma.
- Dile a ese gorila famélico que se aleje de mí -exigió.
Por un momento, los cuatro permanecieron callados e inmóviles.
- Haz lo que ella dice, Slim -pidió luego Brian amablemente-. He cambiado de parecer. Es
posible que pueda sernos útil.
- Ya lo creo que podría sernos útil -refunfuñó Slim, socarrón, yendo a sentarse junto a su otro
compinche.
Sin alterarse, Brian se acercó lentamente a Chris. Entró en una zona menos oscura, y la joven
pudo ver su traje azul de buen corte y su rostro aniñado de facciones delicadas. El muchacho
se detuvo y señaló con un gesto la navaja.
- Guarda ese chisme, por favor -rogó muy suavemente.
Chris vaciló unos segundos, estudiando aquellos claros y penetrantes ojos azules.
- De acuerdo, Brian -dijo-, confiaré en ti.
Cerró la navaja y se la echó al bolsillo.
- Esa es mi chica -aprobó el joven-. Ahora ven y siéntate con nosotros. Comeremos algo
mientras nos ponemos de acuerdo.
Tendió su mano y tomó levemente el brazo de Chris, guiándola junto a los otros. Slim hizo un
gesto de resignación y el tercer chico, enjuto y de aspecto chicano, ni siquiera la miró.
- Enciende la linterna entre dos de esos sacos -indicó Brian a Slim-; así tendremos algo de luz
sin que el destello llegue a la calle. Tú, Pablo, ocúpate de las provisiones.
Slim hizo una especie de pequeño refugio con dos sacos de cemento, y colocó la linterna en el
interior. Una luz tenue iluminó al grupo, y Chris tuvo oportunidad de ver mejor a sus
ocasionales compañeros. La nariz respingona y la firme mandíbula de Brian; el rostro delgado
y filoso de Slim, de gruesos labios y mirada equívoca; la faz morena e impenetrable de Pablo,
que con gestos parsimoniosos cogió un bolso deportivo que había en un rincón y extrajo un
paquete de bocadillos y varias latas de cerveza.
- Aún está fría -comentó Slim, tomando una de las latas.
Chris aceptó un bocadillo de queso y jamón. Brian rechazó con un gesto la comida, pero abrió
una de las cervezas, acuclillándose junto a la chica.
- Oye, Magda -le dijo-, como habrás adivinado, nosotros no estamos aquí haciendo un picnic.
También tenemos nuestros problemas y debemos abandonar la ciudad lo antes posible. ¿Tú

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qué rumbo llevas?
- México -respondió ella, masticando con la boca llena.
Slim lanzó un silbido.
Brian bebió un largo trago de cerveza y arrojó la lata hacia las sombras.
- Lástima -dijo-, nosotros vamos hacia el Este.
«¡El Este!», pensó Chris. De allí venía ella. Alá estaban los Johnson y el reformatorio. También
varias decenas de policías buscándola. No, señor, no había nadie en el Este que pudiera
ayudarla... ¿Nadie? Una muy lejana lucecita de esperanza brilló en el desolado horizonte de su
mente. Quizás, a pesar de todo, el encuentro con Brian y sus compinches terminaría
resultando providencial...
Dejó el resto del bocadillo en el suelo y se limpió los dedos en las perneras del tejano.
- Tal vez me sirva -sugirió-. ¿Qué ibas a proponerme?
En los acerados ojos de Brian hubo un brillo de entusiasmo.
- Necesitamos un automóvil -explicó-. He estado pensando en tomarlo prestado, y tú podrías
ayudar.
- ¿A cambio de qué?
- Si todo sale bien, cruzaremos el país de costa a costa. Sólo tienes que decir dónde quieres
apearte.
Chris meditó unos instantes, observando el suelo y rascándose la nariz. Luego levantó la
cabeza y miró frontalmente al chico.
- Dime lo que tengo que hacer -dijo.

Una hora después, en un gran establecimiento de automóviles de ocasión, Chris conversaba


con el vigilante nocturno. Le estaba endilgando una complicada historia de niña extraviada que
era una versión ampliada de la que había contado al policía del parque. El hombre la
escuchaba con una mezcla de somnolencia y perplejidad, acodado en la mesa de su
confortable caseta encristalada. El aparcamiento al aire libre ocupaba casi un cuarto de
manzana, y más de la mitad de su capacidad estaba cubierta por coches usados, de las más
diversas marcas y modelos. Para facilitar la elección de los compradores, cada coche tenía su
precio pintado sobre el parabrisas. Al fondo estaba el edificio de oficinas y salón de ventas.
Más o menos a mitad de camino, sobre la derecha, se levantaba la caseta de vigilancia. Todo
el lugar estaba rodeado por una valla de tubos de acero, que tenía dos puertas: una para
entrada de los automóviles y otra, sobre la calle lateral, para su salida. De noche, ambas
estaban cerradas por una gruesa cadena. Chris se había limitado a desenganchar una de ellas
al entrar, y dejarla sobre el suelo. Luego cruzó el amplio patio desierto y golpeó a la puerta de
la caseta.
Mientras finalizaba su enrevesada historia, Chris podía observar las figuras de Brian y sus
amigos escurriéndose entre las sombras, buscando el coche apropiado para sus fines.
- Es posible que tu padre haya estado por acá antes de que yo tomara el turno -sugirió el
hombre-, pero no después de las ocho. Desde aquí se ve todo el lugar y me habría llamado la
atención si alguien hubiera estado rondando.
- Es extraño -afirmó Chris con su mejor aire inocente-; estoy segura que ésta era la esquina
que acordamos. No me he retrasado más de media hora y él debería estar aquí, aguardando
para llevarme a casa.
Por sobre el hombro del vigilante, vio que uno de los coches comenzaba a deslizarse
lentamente hacia la salida, con las luces apagadas.
- Quizá se preocupó por tu tardanza y recurrió a la policía -propuso el hombre-. Si quieres,
puedes preguntar en la comisaría, no está muy lejos de aquí.
- Oh, no quisiera molestarles.
- ¿Molestarlos? Ellos están ahí para eso. Ustedes los jóvenes parecen haber olvidado que ése
es el sitio para recurrir cuando uno está en apuros -agregó el otro con un retintín admonitorio.
- Es posible que usted tenga razón. -Chris desplegó su sonrisa-. De todas formas no puedo
permanecer aquí toda la noche.
- Te explicaré cómo llegar -dijo el vigilante, dirigiéndose hacia la puerta.

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- ¡Espere... !
El hombre se volvió, con expresión intrigada.
- Eh... Lo siento... No... , ¿no tendría usted una aspirina? -balbuceó la chica, estrujándose la
frente y las cejas con gesto dolorido-. Tengo una jaqueca terrible... -El hombre la observaba
indeciso-. Creo... , creo que me voy a desmayar.
- ¡No se te ocurra! -exclamó el vigilante, regresando apresuradamente a su mesa-. Espera un
momento, que por aquí debo tener algo.
Rebuscó afanosamente en sus cajones, mientras ella espiaba hacia el aparcamiento, a través
de la vidriera. El coche salía ya por el portón y ganaba la calle, guiado por manos invisibles.
- ¡Aquí está! -casi gritó el hombre, triunfal, agitando un arrugado paquete de aspirinas-. Te
daré un vaso de agua.
Fue hasta el fondo de la habitación, donde había un grifo y un pequeño lavabo. Llenó un vaso
de papel y se lo alcanzó a Chris. Ella extrajo dos pastillas y se las echó a la boca, bebiendo
luego un largo trago de agua. Lo de la jaqueca había sido un truco para ganar tiempo, pero las
aspirinas no le vendrían mal a su cuerpo agotado y su pie dolorido. El hombre la miraba,
expectante.
- Gracias -dijo Chris-, con esto se me pasará. Lamento haberle causado tantas molestias.
- No te preocupes. Lo importante es que puedas hallar a tu padre. ¿Irás a la comisaría?
- Pienso que será lo mejor -afirmó la joven en tono convencido.
El vigilante la acompañó a la puerta y le indicó el camino. Chris le agradeció una vez más y se
despidió, cruzando luego el penumbroso aparcamiento.
- ¡Oye, chica!
Chris se volvió, con el corazón palpitante.
- Al salir, cierra el portón con la cadena. No quiero que me birlen uno de los coches.
La joven asintió, aliviada. Colocó cuidadosamente la cadena en su sitio y se perdió en las
sombras de la acera. Luego, según había acordado con Brian, bajó tres calles hacia la
izquierda y dos a la derecha. Era la primera vez que premeditadamente colaboraba en un
delito, y no las tenía todas consigo. El hombre podía haber sospechado y avisar a la policía.
Las cosas habían salido demasiado fáciles y eso la intranquilizaba. Miró hacia todos lados,
nerviosa, y aceleró el paso. Debió hacer un esfuerzo de voluntad para no echar a correr.
Brian sonreía muy tranquilo, recostado contra la puerta del casi flamante Chrysler negro. Slim,
ya acomodado en el interior, hizo un guiño a Chris a través de la ventanilla trasera. Pablo
estaba terminando de borrar los números del precio pintados en el parabrisas. El joven
cabecilla de la banda abrió galantemente la portezuela, para que Chris pudiera ascender al
coche.
Luego giró, hizo una seña al chicano para que subiera, y se instaló él mismo frente al volante.
Sin decir palabra, condujo lentamente por un laberinto de callejuelas portuarias, hasta salir a
una avenida profusamente iluminada. El Chrysler tomó velocidad.
- Bien, niños -dijo Brian-, ya estamos en camino.
Todos sonrieron, aliviados, y Slim encendió un cigarrillo, ofreciendo otro a Brian.
«Un curioso trío -pensó Chris, repantigándose en su asiento-. Al parecer tienen muy buenos
motivos para escapar de la ciudad. Sus ropas son demasiado buenas para que se trate de
simples vagabundos o rateros de tienda, y el jefe cara-de-niño no ha soltado en ningún
momento ese pequeño maletín de cuero color tabaco. Aun para conducir, lo ha colocado entre
sus riñones y el respaldo del asiento. Sería interesante saber qué contiene. -Chris sonrió para
sí-. No es dinero, sin duda; de tenerlo no se hubieran arriesgado a robar el coche. Joyas, tal
vez. O algún tipo de importantes documentos.»
Como si hubiera adivinado sus pensamientos, Brian se volvió hacia ella:
- Deja ya de torturar tu cerebro, Magda -aconsejó-. Será mejor que trates de dormir un poco;
aún faltan varias horas para que lleguemos a tu destino.
- Si es que llegamos -resopló Chris.
- ¡Oh, no te preocupes! El tío Brian siempre cumple sus promesas.
- Eso espero -murmuró la joven, arrellanándose e inclinando la cabeza hacia el lado de la
ventanilla.

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Poco después cerró los ojos. Un sopor espeso llenó su mente como una niebla. Se fue
quedando dormida, arrullada por el ronroneo del motor y el golpetear lejano de las ruedas
sobre el asfalto. Entre las brumas de su cerebro surgieron las viejas imágenes lóbregas que
últimamente solían asaltar sus sueños: el viejo Ben Parker tendido en su cama de hospital,
inmóvil, persiguiéndola con su ojo terrible y desesperado; los jadeos y amenazas de Denny y
su pandilla, mientras la sometían desnuda sobre el piso del cuarto de duchas, se mezclaban
con el rostro desencajado de Buster Johnson y la risa burlona de Rita, que se acercaba
flotando en el aire y tendía hacia Chris sus hábiles manos, esgrimiendo aquel macabro madero
azul que había servido a sus compañeras de reformatorio para ultrajarla brutalmente...
Se despertó con las piernas recogidas, apretadas, y el pecho oprimido por la congoja. Brian
había reducido la velocidad hasta casi detener el coche, y sus dos compinches estiraban las
cabezas hacia delante, alelados. En el camino, unos cien metros más allá, una barrera policial
les cerraba el paso.

Capítulo 17

El Crysler siguió avanzando lentamente hacia la barrera, guardada por dos agentes de la
patrulla de caminos. De pronto Pablo, el chicano, lanzó una especie de gemido y aferró el
hombro de Brian.
- ¡Atropella, Brian, atropella! -exigió-. ¡Si te detienes, nos cogerán como a ratas!
- Cálmate, muchacho -dijo Brian-, yo sé lo que hago.
- ¡Atropella... , por... Dios... ! -gimió el chico, lloroso, golpeando con los puños el borde del
respaldo.
Slim, con furia impaciente, lo tomó por el cuello y lo arrojó hacia atrás.
- Cállate ya, indio -escupió con desprecio.
Chris miraba como hipnotizada las luces rojas de la barrera, que se acercaban segundo a
segundo. Uno de los guardias, de botas relucientes e insignias de sargento, encendió una
linterna.
- ¿Qué ocurrirá si el tipo aquél ha denunciado el robo del coche? -preguntó Chris, sin dirigirse a
nadie en particular.
- Nos mandarán a la sombra -dijo Brian.
- ¿Y si atropellamos la barrera?
- Nos mandarán al infierno -terció Slim-; tienen allí por lo menos dos patrulleros y Dios sabe
cuántos polizontes más.
- Entonces, no hay ninguna posibilidad -suspiró Chris.
- Serénate, hermosa -aconsejó Brian-. No creo que hayan montado todo este espectáculo en
honor a nosotros. No somos peces tan importantes. -Retiró su pie del acelerador, dejando que
el coche rodara por inercia-. Ahora veréis lo que puede un buen traje y una corbata de seda
-anunció, rozando el freno al llegar junto al policía.
El vehículo se detuvo suavemente y Chris lamentó no recordar ninguna oración apropiada a las
circunstancias. Brian asomó por la ventanilla su rubia cabeza, de cabello bien cortado.
- ¿Qué sucede, oficial? -preguntó con voz educada, que a la joven le pareció demasiado
meliflua.
- Hemos cortado la carretera -informó el guardia-, acaba de ocurrir un accidente.
- Oh, lo lamento de veras -se condolió el joven-. ¿No hay forma de pasar? Debo llevar a mi
novia de regreso a su casa antes de medianoche.
El policía frunció los labios en un gesto ambiguo. Detrás del Chrysler se habían detenido ya
otros tres o cuatro coches, formando cola.
- Encienda las luces interiores, por favor -ordenó el agente.
Brian hizo lo que se le pedía. El hombre se inclinó y observó brevemente a los ocupantes del
vehículo. Chris le dedicó una dificultosa sonrisa, y Slim y Pablo, en el asiento trasero, parecían
estatuas talladas en piedra.
- ¿Quiénes son esos dos?
- Amigos de mi pueblo -improvisó Brian con soltura.

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- Está bien, puede apagar. Avance despacio por el borde de la carretera. Veinte metros
adelante encontrará un camino vecinal, a la derecha. Tome por allí y haga un rodeo, doblando
siempre a la izquierda; no perderán más de diez minutos.
Tres profundos suspiros de alivio renovaron el tenso ambiente del interior del Chrysler. Brian
asintió con una gran sonrisa, metió su cabeza adentro y puso la primera.
- Gracias, oficial.
El hombre apoyó su mano enguantada sobre el borde de la portezuela.
- Un momento -dijo-, tomaré sus datos por si necesito mencionarlo como testigo.
La sonrisa de Brian se congeló.
- La verdad es que no hemos visto el accidente... -arguyó.
- Oh, es una simple formalidad. Sólo tener las señas del primer automovilista que llegó al
lugar. Le aseguro que no van a molestarlo. -El policía extrajo una libreta y se acodó en el
techo del automóvil, de modo que su vientre y su cinturón quedaron encuadrados por la
ventanilla-. Déme su permiso de conducir y los papeles del coche -pidió, extendiendo su mano
derecha, que ya empuñaba un bolígrafo.
- Por supuesto -dijo Brian. Su mano rozó la pierna de Chris-. Por favor, ¿quieres
alcanzármelos, cariño?
Sin vacilar, la chica sacó en un veloz movimiento la navaja cerrada, y la puso en la mano del
joven. Éste le dedicó un imperceptible gesto de aprobación. En ese momento, otro de los
guardias se acercó trotando desde detrás de la barrera.
- Parece que hay un muerto, sargento -dijo jadeante-. El médico de la ambulancia desea
hablar con usted.
El policía se separó del Chrysler y dio unos pasos hacia su subordinado.
- De acuerdo. Bates. Siga usted desviando los vehículos -ordenó, alejándose hacia la barrera a
grandes zancadas.
Bates hizo un gesto de asentimiento y luego se acercó a Brian.
- Bien, ¿en qué estaban? -preguntó sin demasiado interés.
- El sargento acaba de indicarnos cómo tomar el desvío -informó el joven.
- Andando, entonces. No tenemos tiempo que perder.
Sin hacer más comentarios, Brian pisó el acelerador y liberó lentamente el embrague. El coche
avanzó y el chico lo hizo deslizar con suavidad por el estrecho espacio que dejaba la barrera.
Luego pasaron frente a un automóvil cuya mitad delantera estaba arrugada como un acordeón,
con los cristales hechos añicos. Había un cuerpo masculino aprisionado en el interior, entre la
maraña de hierros retorcidos. El sargento, el médico y un enfermero se inclinaban sobre él,
afanándose por extraerlo de los restos del vehículo. Varios metros más allá, otro enfermero
atendía a una mujer despatarrada sobre el pavimento, con las faldas recogidas y el rostro
cubierto de sangre. Finalmente, un enorme camión atravesado interceptaba todo el ancho de
la carretera, sembrada de naranjas que hablan caído de su remolque, semivolcado en la
cuneta. El camionero, presa de un ataque de nervios, discutía con otro de los agentes junto al
coche patrullero. Chris sintió que su estómago se revolvía. Brian maniobró el volante y el
Chrysler entró dando tumbos en el camino vecinal, que era apenas una huella borrosa.
- ¡Virgen santísima! -exclamó Pablo en Español, santiguándose.
- Escapamos por un pelo -dijo Slim.
Chris se inclinó hacia Brian.
- Devuélveme mi navaja -pidió.
El joven le sonrió, sin dejar de mirar al sinuoso camino, que se internaba en la noche sin
estrellas.
- Toma -dijo-; estuviste magnífica, Magda. Realmente tienes agallas.
La joven guardó su arma y se encogió de horribros.
- Fue una tontería -afirmó-. Lo único que no necesitábamos era herir a un sargento de la
patrulla.
- No dije que pensara usarla -aclaró Brian, encendiendo las luces largas.
Los potentes faros iluminaron el rudimentario sendero que serpenteaba entre pastos amarillos,
agitados por una brisa persistente.

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- Tendremos tormenta -anunció Pablo, lacónico.
Brian torció hacia la izquierda y entraron en un camino pavimentado. Unos minutos después
desembocaban en la carretera principal, al tiempo que un viento huracanado y una lluvia
intensa azotaban los flancos del Chrysler.
Viajaron varias horas bajo el temporal. Chris no tenía sueño y miraba como hipnotizada las
gotas de agua que se estrellaban contra el cristal y el ir y venir de los limpiaparabrisas, que
marcaban el lento paso de los segundos. Alguien roncaba en el asiento de atrás y Brian guiaba
en silencio, fumando un cigarrillo tras otro. Encerrada en aquella caja silenciosa y rodeada de
penumbras, ella comenzó a sentir una vez más que su huida ya no tenía escape. Tal vez era
un grave error volver sobre sus pasos, alejándose de México y regresando al escenario de sus
desventuras. Ahora, mientras el Chrysler corría hacia el Este en medio de la lluvia, comprendió
que había decidido acompañar a los chicos porque ya no soportaba seguir vagando sola, y no
porque fuera lo mejor para sus planes. Todo lo que estaba logrando era volver al punto de
partida, complicada en el robo de un automóvil y ayudando a una pandilla que Dios sabe qué
delito habría cometido. Cuando Brian le propuso acompañarlos, ella había pensado que la
única persona, aparte de Tom, que podría comprenderla y ayudarla era Barbara Clark. Pero a
medida que la distancia entre sus ilusiones y la realidad se acortaba, estaba menos segura de
poder encontrar a su antigua maestra, y menos aún de que ésta le creyera y estuviera
dispuesta a plegarse a sus planes. Chris chasqueó la lengua en la oscuridad. «De todos modos
-musitó-, las cartas están ya sobre la mesa.»
- ¿Qué estás murmurando? -preguntó Brian.
- Sólo pensaba en voz alta.
El joven sonrió y volvió a posar su vista en el camino.
- Tuve una tía abuela que también hablaba sola por las noches -contó-. Terminó encerrada en
un manicomio, loca como una cabra.
- Sin embargo, tal vez fuera feliz -dijo Chris sombríamente.
El joven la observó nuevamente, con un destello de piedad.
- Muchos problemas, ¿eh?
- Bastantes -resopló ella.
- Ya veo. ¿Quieres un cigarrillo?
- No gracias, nunca fumo.
- ¡Vaya chica! -exclamó Brian con una risa espontánea-. No fumas, no bebes, sin duda eres
virgen, pero andas por ahí huyendo de la policía y amenazando a la gente con una navaja. ¡Y
además hablas sola! Terminarás como mi tía, mal que te pese.
Hubo un momento de silencio.
- No soy virgen -dijo de pronto Chris.
- ¡Diablos! -barbotó Brian-. ¡Ésa sí que es una buena noticia!
- No te burles, por favor.
- ¡Oh, vamos, Magda, no seas ridícula! -Brian la miró con picardía y le palmeó amistosamente
el muslo.
El joven soltó una carcajada. La mirada de Chris se tornó torva.
- He sido violada -dijo sin inflexión-. Dos veces.
Brian, súbitamente serio, retiró su mano y clavó su mirada en la lluvia. Parpadeó varias veces
y tragó saliva. Luego, por hacer algo, extrajo su pañuelo y limpió con gesto nervioso el
parabrisas empañado.
- Lo siento de veras -dijo con voz ronca-. Habría que colgar a los tipos que hacen cosas así.
- Y a las tipas -agregó Chris.
Al amanecer, el temporal se había reducido a una fina llovizna. El cielo se aclaró lentamente,
con una luz macilenta, y el Chrysler entró en un gris paisaje suburbano, desdibujado por la
tenue cortina de agua.
- Estamos llegando -anunció Brian-; ¿dónde quieres descender?
- Me da igual -respondió ella.
- ¡Eh, Brian, tengo hambre! -se quejó Slim, asomando su aguzada nariz-. ¿No podríamos
detenernos a desayunar?

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- Aún no es el momento. Dejaremos aquí a Magda y viajaremos un par de horas más.
El coche se introdujo en la ciudad por una avenida semidesierta. Era aún temprano y sólo unos
pocos peatones desfilaban ante los comercios cerrados. El escaso tránsito del amanecer
circulaba con las luces encendidas, debido a la poca visibilidad de esa hora, agravada por la
llovizna. Brian redujo la velocidad y llevó el coche cerca de la acera, mirando a un lado y a
otro. Se detuvo en una bocacalle, y luego de echar una ojeada, torció a la derecha. Unos
trescientos metros más abajo se entreveía la mole parda de una estación de ferrocarril. El
joven frenó frente a las puertas encristaladas de un bar, que mostraba un apreciable
movimiento de parroquianos, pese a lo temprano de la hora.
- Aquí podrás tomar algo caliente sin llamar la atención -le dijo a Chris-. No salgas a la calle
hasta que la ciudad no se despierte un poco. Ahora los polizontes andan a la pesca y en un
minuto tendrías a uno de ellos haciéndote preguntas difíciles. ¿Comprendes?
- Comprendo.
- Si tienes que andar, hazlo por las calles más concurridas y a paso normal. Trata de mezclarte
entre la gente y pon cara de saber muy bien adónde vas. ¿De acuerdo?
- De acuerdo, profesor -respondió Chris con un guiño.
- Bien -asintió el joven-, bajaré a echar una mirada.
Ella se volvió hacia el asiento trasero. Slim se desperezaba aparatosamente y Pablo la
observaba impasible. Parecía no haber dormido ni cambiado de posición en toda la noche.
- Adiós, chicos. Ha sido un placer conoceros -dijo con una sonrisa.
Slim se abalanzó hacia delante y le estrechó la mano.
- Adiós, hermosa; cuídate mucho.
- Buena suerte, Magda -silabeó el chicano, formal. A Chris le pareció ver que sonreía, aunque
no hubiera podido asegurarlo.
Brian la esperaba en la puerta del bar. Al acercarse ella, la tomó por el brazo y la apartó hacia
un lado.
- Parece un buen lugar -dijo-. ¿Tienes dinero?
- Me quedan algunas monedas.
El chico introdujo la mano en el bolsillo del pantalón y extrajo algunos billetes arrugados.
- Puedo prestarte diez dólares -propuso.
- Con cinco será suficiente.
Apartó dos billetes de cinco y los puso en la palma de Chris. Cerró la mano y la mantuvo entre
las suyas, observándola con intensidad. Su suficiencia de cachorro de gánster parecía haberse
esfumado, para dejar paso a una conmovedora timidez.
- Eh... , ¿estás segura de que... prefieres quedarte... ? -balbuceó.
Chris parpadeó sorprendida.
- No tengo muchas alternativas.
El joven clavó la vista en la punta de sus zapatos y meneó la cabeza.
- Oye, Magda... Si... , si quisieras seguir con nosotros... Yo puedo convencer a los muchachos.
- Es muy generoso de tu parte, Brian; pero no creo que sea una buena idea.
- De veras me gustaría -insistió él-. Tú... , tú me caes simpática, y si todo sale bien...
- Es más fácil que todo salga bien si cada cual sigue su propio camino -lo cortó ella con
firmeza-. Ahora vete ya; es peligroso estar en la calle a esta hora.
- Es verdad -aprobó él con una sonrisa triste-, los polis andan de pesca.
- Adiós, Brian, y gracias por todo.
El chico liberó la mano de Chris y retrocedió unos pasos.
- Nos volveremos a ver -dijo.
- Seguro. No dejes de visitar las obras en construcción, de vez en cuando.
- Eso haré -prometió él, riendo, y trepó al automóvil.
Chris lo llamó por sobre el ruido del motor.
- ¿Brian... ? -Él la miró arqueando las cejas-. Tú también me caes simpático.
El joven asintió con una amplia sonrisa y el coche se puso en marcha. Chris alcanzó a ver que
Slim propinaba una palmada en el hombro de Brian con gesto burlón, antes de que el Chrysler
acelerara y doblara la esquina. Lanzó un suspiro y entró en el bar. Era uno e esos típicos sitios

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impersonales y heterogéneos, cercanos a las estaciones ferroviarias. En él se mezclaban
empleados que iban a sus oficinas, desocupados madrugadores, viajeros de paso y
trabajadores nocturnos que tomaban un refrigerio antes de regresar a su hogar. Si había un
lugar en la ciudad donde podía pasar inadvertida, era ése, pensó, aprobando la elección de
Brian. Escogió una mesa apartada y pasaron varios minutos hasta que se acercó un camarero
cincuentón, arrastrando los pies.
- Un café y tostadas con mantequilla, por favor -pidió Chris.
- ¿Leche también?
- No, sólo café. ¿Podría traerme por un momento la guía de teléfonos?
El hombre hizo un gesto de resignado disgusto, como si estuviera cansado de que todo el
mundo le pidiera a cada instante cosas absurdas.
- No puedo traerla a las mesas -informó-. La encontrarás en las cabinas telefónicas, junto a la
caja.
Reconfortada por las tostadas crujientes y la tibieza amarga del café, Chris se dirigió minutos
después al sitio indicado por el camarero. Una cajera amable y pelirroja le cambió unas
monedas y ella se introdujo en una de las dos cabinas. Cerró la puerta plegable y consultó el
primer tomo de la guía. Era su día de suerte. Barbara figuraba por su nombre y era de las
primeras entre los muchos Clark que ocupaban más de dos páginas por orden alfabético. Chris
marcó el número concienzudamente. Del otro lado, el teléfono sonó varias veces hasta que
alguien descolgó el auricular.
- ¿Hola... ? Dígame... -musitó una voz somnolienta. Era Barbara Clark.
Sin decir palabra, Chris colgó el auricular. Sólo deseaba saber si la mujer estaba en casa, pero
no quería alertarla sobre su visita. Releyó tres veces la dirección que figuraba en la guía: calle
Yellowstone, 42, octavo piso.
- ¿La calle Yellowstone, por favor?
El puesto de periódicos de la estación le había parecido un sitio apropiado para hacer su
averiguación, dado que muchos pasajeros solían pedir informes y era más fácil pasar
inadvertida. Para mayor disimulo, había comprado un matutino de la ciudad y una revista de
música juvenil. Mientras le entregaba el cambio, el vendedor se rascó el lóbulo de la oreja,
frunció el entrecejo, meditabundo, y consultó con la mirada a su ayudante.
- ¿Qué dices tú, Sam? Eso está por el Norte, ¿verdad?
- No, señor -respondió el muchacho-. Usted se refiere a Yellow Park. Pero hay una calle
Yellowstone que atraviesa la avenida, poco antes de llegar al supermercado. -Miró
apreciativamente a Chris-. Es lejos para ir andando.
- Estoy acostumbrada -dijo ella.
- Bien, te indicaré cómo llegar allí.
Minutos después, Chris remontaba la avenida, sin prisa, deteniéndose en los semáforos y
dejándose llevarpor el río humano que a esa hora había invadido ya las aceras. Una tímida luz
de esperanza había renacido en su corazón.

Capítulo 18

- iChristine Parker!
Barbara Clark ahogó su grito de asombro colocando los dedos sobre los labios. Permaneció en
el umbral de la puerta, paralizada, con la boca abierta y las rubias guedejas cayendo en
desorden en torno a su bonito rostro sin maquillaje. Chris la miró de hito en hito. Aún estaba a
tiempo de echar a correr y perderse por las escaleras. Pero la mirada sorprendida de Barbara,
bajo los párpados aún hinchados por el sueño, parecía mostrar un matiz amistoso. La chica
decidió arriesgarse:
- ¿Puedo pasar? -preguntó.
La mujer se hizo a un lado y abrió totalmente la puerta. Chris respiró hondo. Dio dos pasos, se
detuvo un instante en el umbral y luego entró en el apartamento, bañado por la claridad de la
mañana. Oyó el ruido del picaporte girando sobre sí mismo e imaginó a Barbara apoyándose
de espaldas contra la puerta cerrada. Pero no se volvió. Contempló con aprobación la informal

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calidez de la sala, decorada con objetos artesanales y recuerdos de viaje. Había un cómodo
tresillo de estilo rústico, y del otro lado, junto a la ventana luminosa, un sector acondicionado
como lugar de trabajo: estantes repletos de libros; una mesa escritorio con más libros,
papeles, una máquina de escribir y un cenicero lleno de colillas. De una manera vaga e
imprecisa, Chris sintió que envidiaba profundamente el estilo de vida independiente, atareado
y libre que aquel lugar parecía sugerir. Sonrió para sus adentros al recordar que las chicas
solían comentar que «mamá» Barbara debía meterse en una especie de sarcófago cuando
terminaba sus clases en el reformatorio. Aquel sitio no era por cierto un sarcófago, y a Chris
no le hubiera extrañado encontrar a un apuesto profesor de psicología durmiendo desnudo en
el cuarto contiguo.
- Está todo un poco revuelto. Anoche trabajé hasta muy tarde -explicó Barbara, como un ama
de casa cogida en falta.
- Es un piso muy bonito -comentó la joven, contemplando un sarape mexicano que cubría una
de las paredes. El recuerdo de Tom formó un pequeño nudo en su garganta.
Barbara tomó asiento en uno de los sillones. Su bata de dormir se deslizó, dejando ver sus
bien torneadas piernas. «Tiene una excelente figura para su edad -pensó Chris-; ya debe de
estar cerca de los treinta.» Con gesto cordial, la maestra le indicó el otro sillón.
- Bien: tenemos mucho que hablar, Chris -suspiró-. Esta vez te has metido en un lío muy
difícil.
- Así parece -admitió la joven, desplomándose sobre el mullido asiento de tela-; aún no logro
comprender cómo sucedió todo.
La mujer se inclinó hacia delante, apoyando los codos en las rodillas.
- Ya tendrás tiempo de explicármelo -dijo en tono comprensivo-. Lo importante es que has
decidido volver y ponerte en manos de la ley.
Chris levantó de súbito la cabeza y todo su cuerpo se puso tenso. Sus ojos brillaron en el
contraluz con una mezcla de desafío y temor.
- Yo no he venido a entregarme -afirmó.
- Pensé que... al venir aquí... -balbuceó Barbara desconcertada.
- Sólo deseo hablar contigo. No tengo a nadie más.
La mujer se mordió los labios e hizo un esfuerzo para recobrarse. Su cabeza esbozó un gesto
de asentimiento.
- Comprendo -dijo, poniéndose de pie-. ¿Quieres una taza de café?
- Ya he desayunado.
- Pues yo todavía no; así que prepararé un poco. -Barbara se dirigió a la cocina, separada del
living por un arco rectangular-. Creo que voy a necesitarlo.
Chris permaneció sentada, mordisqueándose el pulgar. La cosa no iba bien. Aquella mujer le
tenía afecto, pero su solidaridad estaba condicionada a que ella fuera una «buena chica», apta
para ser redimida según sus propios moldes. O sea, pasando por el juez y el reformatorio.
«Chantal tenía razón -pensó Chris, mientras la otra se atareaba en la cocina-. Fui una tonta al
no aceptar aquel trabajo.» Pero ahora estaba allí y era inútil lamentarse. Comenzó a pensar la
forma más conveniente de exponer su plan a Barbara. Ésta le soreía, mientras colocaba dos
tazas y una azucarera sobre la mesita.
- ¿Me acompañarás? -preguntó-. Puedo prepararte unos huevos.
La chica se encogió de hombros. Luego se incorporó y fue a sentarse en una de las banquetas,
junto a la mesa.
- Tomaré sólo café -dijo.
La mujer asintió sin dejar de sonreír y regresó con la cafetera humeante. Sirvió las dos tazas
hasta el borde y acercó una caja de galletas de queso. Tomó una y comenzó a masticarla
mecánicamente, con la mirada clavada en Chris.
- Bien, ¿que fue lo que ocurrió realmente? -preguntó.
Chris la observó con desconfianza, ocultándose detrás de la taza.
- ¿Qué te contaron?
Barbara se apartó un mechón de cabellos de la cara. Su expresión se ensombreció y su voz
sonó con cierta dureza.

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- Hay una seria acusación contra ti -anunció-. En ausencia de tus tutores, destruiste
importantes documentos y huiste llevándote quinientos dólares.
- Cincuenta -puntualizó Chris.
Barbara siguió hablando:
- Hace ya dos días que eres fugitiva de la justicia, y cada hora que pasa tu situación se hace
más grave.
Chris alzó los hombros e hizo un gesto despectivo.
- Pasarán muchas más. No pienso entregarme.
Barbara, inquieta, dio un golpe con el puño sobre la mesa.
- ¡Demonios, Chris -exclamó-, deja ya de comportarte como una chiquilla malcriada! ¿No
comprendes la gravedad de lo que has hecho? -La maestra apartó la taza de café y apoyó los
dedos en las sienes, haciendo un esfuerzo para serenarse-. Aparte del daño que has causado a
los Johnson, estabas bajo custodia de nuestra escuela -dijo. Luego su voz se hizo áspera-:
¡Aprovechaste una situación de privilegio, y eso es aún más grave que si te hubieras escapado
directamente del reformatorio!
Chris permaneció en silencio, ordenando meticulosamente una hilera de galletas de queso
frente a su plato. Los ruidos de la calle llegaban desde la ventana entreabierta, amortiguados y
lejanos. Barbara, con gesto nervioso, bebió su resto de café, que estaba ya frío.
- Tuve mis razones -murmuró la joven.
La maestra meneó la cabeza y sus labios formaron un rictus de amargura.
- Óyeme, Chris -dijo con inusitada suavidad-; acepto que nuestro «pesebre», como vosotras lo
llamáis, puede no ser el sitio ideal para recuperar a una joven que ha perdido el rumbo.
También entiendo que es posible que los Johnson no hayan comprendido tu situación, y quizá
pueden haberte humillado o insultado. Sé que esas cosas ocurren y son desagradables. Pero
hay otras formas de...
- ¡Johnson es un sucio mentiroso! -escupió Chris, poniéndose de pie y yendo hacia la sala.
A Barbara le pareció advertir una convulsión en los hombros de la joven, como si ahogara un
sollozo. Se pasó la lengua por los labios y se incorporó lentamente. Carraspeó para alejar la
emoción de su garganta e intentó que su voz sonara neutra:
- ¿Intentas decirme que lo del robo y la fuga no es verdad?
De espaldas a ella, recortada por el sol intenso que quemaba los cristales, la cabeza de Chris
se echó hacia atrás y la joven emitió un sonido gutural. Podía ser un nuevo sollozo o quizás el
comienzo de una risa, sofocada por sus palabras:
- ¡Oh, ya lo creo que es verdad! -proclamó con voz tensa-. ¡Deberías haber visto cómo quedó
aquel condenado cuarto de trabajo! -Chris se volvió sobre sí misma. Sus ojos húmedos y
doloridos se encararon a su antigua maestra-. Sólo que ese cerdo de Buster olvidó mencionar
un pequeño detalle...
- ¿Cuál? -preguntó Barbara, deseando no hacerlo.
- Su propia participación en toda la historia.
- ¿Su participación... ? Tú estabas sola en la casa.
La cabeza de Chris negó con vehemencia. Su cabello se agitó en el aire y luego le cayó sobre
la cara, mientras se echaba a temblar como si fuera presa de un ataque epiléptico.
- ¡No es verdad! -gritó-. ¡Él estaba conmigo! -se dejó caer sobre el sofá. Sus dedos aferraron
el tapizado, procurando detener el involuntario estremecimiento que sacudía su cuerpo. Más
tranquila, respiró profundamente antes de proseguir su relato-: Eileen llevó a Charlie al
aeropuerto. Inmediatamente, Buster subió a mi cuarto, buscando conversación. Había bebido
bastante y pretendió arrebatarme la navaja que me había regalado Charlie. Yo me resistí y
entonces comenzó a golpearme e insultarme; me arrojó sobre la cama y me sometió...
- ¿Quieres decir que abusó de ti? -preguntó Barbara con un hilo de voz.
- Quiero decir que me violó.
La dura palabra llenó todo el cuarto como un aire pesado. Barbara, visiblemente tensa, fue
hasta el escritorio y tomó un cigarrillo. Al encenderlo, sus manos temblaban. Chris escrutó con
ansiedad el rostro de la mujer.
- No me crees, ¿verdad?

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- No sé qué pensar, Chris. -Barbara dejó escapar una fina cinta de humo entre sus labios
apretados-. Si lo que dices es cierto, ello cambia toda la situación.
- ¿Me dejarían en libertad?
- Tal vez no. Pero sería un atenuante fundamental.
La mujer miró los tejados grises, sembrados de antenas de televisión, a través de la ventana.
Su lucha interior era evidente, y Chris sintió que tenía que inclinar la balanza a su favor.
- Tú me conoces, Barbara -dijo con voz pausada-. Sabes que yo no hubiera huido de aquella
casa si no hubiera tenido un motivo tan terrible como ése.
- Es posible -dijo Barbara, dubitativo-. También sé que ya una vez acusaste a alguien
injustamente, para librarte del castigo.
- ¿Te refieres a Lasko?
Barbara asintió. Chris abrió los brazos con impotencia y lanzó un hondo suspiro.
- Pues esta vez es verdad -musitó.
- Es tu palabra contra la de Johnson.
- ¡Claro! -La joven le dirigió una mirada encendida y rabiosa-. ¡Y vosotros siempre preferiréis
creerle a él! Yo estoy del otro lado de la alambrada.
La maestra acusó el impacto. Instintivamente, dio unos pasos hacia Chris y acarició con la
punta de los dedos la cabeza gacha y rígida de la joven.
- Se hace difícil creerte, Chris. Sobre todo tres días después. Si ese hombre se comportó como
tú dices, ¿por qué no acudiste inmediatamente a la policía, o a mí, como lo haces ahora?
Chris volvió la cabeza sobre su hombro, desprendiéndose de la caricia de la mujer y
observándola con frío rencor.
- Tú nunca fuiste violada, ¿verdad, Barbara?
La maestra abrió desmesuradamente los ojos, parpadeó varias veces y su espalda se puso
tiesa.
- No... -balbuceó-, por supuesto que no...
- Después de algo así, una sólo piensa en huir... , o en vengarse -dijo Chris con voz ronca.
Extrajo la navaja del bolsillo y se la mostró a la mujer, sosteniéndola entre el pulgar y el
índice-. Estuve a punto de matarlo, con esto. Quizá debí hacerlo.
Arrojó el arma sobre el sillón que tenía frente a sí, y permaneció callada y pensativa. Barbara
sintió un ramalazo de ternura y piedad hacia la chica, pero no se atrevió a acariciarla
nuevamente.
- Tú no eres una asesina, Chris -dijo.
- Nadie es nada, mientras las cosas no suceden -respondió la joven con pesadumbre-. Johnson
no es un violador, yo no soy una ladrona, tú no eres una soplona. Pero él me forzó y me molió
a golpes, yo le robé cincuenta dólares, y ú vas a denunciarme a mí a la policía. -Chris ensayó
una sonrisa triste-. ¿O es que no estás pensando en hacerlo?
- Lo haré, si tú estás de acuerdo.
- Nunca lograrás convencerme, Barbara. No soy tan estúpida.
- Te atraparán, tarde o temprano.
- Tal vez no, si tú me ayudas.
Barbara Clark miró fijamente a su ex discípula. Sus ojos inteligentes brillaron con una chispa
divertida.
- ¿Me estás proponiendo que sea tu cómplice?
Chris se deslizó hasta el borde del sofá y elevó el rostro hacia Barbara, con expresión decidida
y al mismo tiempo suplicante.
- Sólo te propongo un acuerdo -dijo-. Estoy dispuesta a firmar una confesión sobre los
destrozos, los dólares y esas cosas. Pero también haré una descripción detallada de lo que
Buster me hizo aquella noche. -Chris aferró la bata de su maestra-. Tú llevarás ambas cosas al
juez y él sabrá a qué atenerse. Charlie Johnson puede testificar que su tío Buster se quedó en
la casa aquella noche. Quizá también Stella haya oído algo.
- Suena razonable -concedió Barbara-. ¿Qué harás tú mientras tanto?
- Iré a México a buscar a Tom. Aquí entras tú nuevamente. -La chica frunció el entrecejo y se
echó sobre el respaldo del sofá-. Necesito que me prestes dinero para el viaje; creo que

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alcanzará con trescientos dólares.
La mujer sonrió y meneó la cabeza como si no pudiera creer lo que oía.
- Estás completamente loca -afirmó.
- Regresaré aquí con mi hermano en menos de una semana. Me presentaré y acataré la
decisión del juez, cualquiera que ésta sea. -La voz de Chris tomó un tono desesperado-:
Ayúdame, Barbara; ¡tengo derecho a intentarlo! Tom tiene ahora un buen trabajo en México.
Él podrá pagar los daños y devolverte tu pasta, ¡te lo juro!
Barbara se sentó junto a la joven y tomó una de sus manos entre las de ella.
- No se trata del dinero, Chris. Es que todo tu plan es un delirio. ¿Cómo lo harías para llegar a
México? Eres prófuga de la justicia y ni siquiera tienes pasaporte.
- Hay maneras -sugirió Chris.
- Ilegales. No harías más que sumar nuevos delitos a los que ya has cometido. Y apuesto a
que ni siquiera tienes la dirección de Tom.
- No... -reconoció la chica, con una mueca de disgusto.
- Ya ves. Por otra parte, ningún juez prestará atención a la denuncia de una fugitiva. Sólo
presentándote podrías conseguir una sentencia justa.
Chris se estremeció y se frotó los hombros con las manos, como si sintiera frío. Luego se
incorporó y se dirigió a la ventana. Abajo, en la calle, los automóviles parecían de juguete, y
los peatones, pequeños insectos apresurados.
- De modo que no vas a ayudarme -musitó.
- No de la forma en que tú propones. Pero estoy dispuesta a que vayamos juntas a hacer esa
denuncia al juez y a testimoniar en tu favor.
- ¡No voy a presentarme a ningún condenado juez! -aulló Chris fuera de sí, dando una patada
en el suelo.
- Como quieras -dijo Barbara, solemne, poniéndose de pie.
La joven se volvió, y por un momento las dos se miraron con recelo.
- Supongo que llamarás a la policía -desafió Chris.
Barbara cerró los ojos un instante. Cuando volvió a abbrirlos, su rostro se había serenado.
- Te diré lo que haré -anunció-. Ahora iré a tomar un baño y a cambiarme de ropa. La puerta
de la calle está sin llave. Si cuando termine todavía estás aquí, llamaré a la policía.
- ¿Y si no?
- Si no, te daré tres horas de tiempo y llamaré de todas formas.
La mujer fue hasta el sillón y recogió la navaja española.
- Te guardaré este juguete por un tiempo -anunció-. De momento no necesitarás mondar
naranjas.
Sin volverse, se dirigió al cuarto de baño y se encerró en él. Poco después, Chris oyó correr el
agua de la ducha. «¡Maldita entrometida y cobarde!», pensó. Dio un manotazo al cenicero, que
se elevó en el aire y rodó luego por la alfombra, regándola de ceniza y colillas retorcidas. «Se
cree muy lista, con sus aires de fiscal de distrito.» Mascullando, revisó rápidamente la
desordenada mesa del escritorio. Algún libro cayó al suelo. Sin cuidarse de no hacer ruido,
Chris revolvió los cajones, sin encontrar lo que buscaba. Luego se dirigió al dormitorio. No
había allí ningún amante escondido, pero sí unos billetes de banco sobre la mesilla de noche:
dieciocho dólares y algunas monedas. La joven volvió a dejar el dinero en su sitio y lanzó un
suspiro. Lentamente, regresó a la sala y se detuvo frente a la puerta de entrada. Calzó los
pulgares en la pretina del tejano y contempló largamente la hoja de madera lustrada,
ribeteada con una moldura más oscura. Sopesó las posibilidades que tendría afuera, y su
balance no fue muy optimista. Pero sería mejor que nada. Estiró la mano y la apoyó en el
picaporte, que cedió con facilidad. Con la lengua entre los dientes, se asomó al estrecho pasillo
que llevaba al ascensor y a la calle. Luego, se echó atrás y cerró la puerta. Giró sobre sus
talones y se desplomó en el sofá, ocultando su rostro entre los brazos. Un llanto trabajoso,
pequeño, callado, le subió desde el pecho a la boca y los ojos.
Barbara reapareció peinada y maquillada, vestida con una blusa blanca y una falda color
tabaco. Contempló el cuerpo tendido en el sofá, que se estremeció apenas emitiendo un breve
gemido. Luego se acercó al teléfono y comenzó a marcar. Mantuvo una breve conversación y

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colgó el auricular. Chris la observaba con sus ojos llorosos, por debajo del codo doblado sobre
su cabeza.
- Ya vienen -dijo Barbara.

Capítulo 19

Stella reacomodó su cuerpo en el banquillo. Su amplio trasero rebasaba los limites del
estrecho asiento de madera y las anchas caderas se incrustaban en las varillas laterales. El
juez Turner la contemplaba pacientemente, esperando que ella respondiera a su pregunta, con
la mano apoyada en la barbilla y el cuerpo algo inclinado hacia delante, sobre su estrado. La
mulata pensó que parecía un hombre demasiado joven para su cargo; pero igual metía miedo
sentado allá arriba, con su toga negra y su voz grave e imperiosa.
- No, señor... -respondió finalmente la mujer-. Yo no estaba presente cuando los señores
Johnson salieron hacia el aeropuerto. Aquella noche hubo visitas, y una vez que serví las
bebidas, la señora Eileen me autorizó a retirarme. Recuerdo que tomé un bocado en la cocina
y luego me fui a mi cuarto y me acosté a leer una revista. Debí de quedarme dormida a los
pocos minutos.
El joven magistrado asintió. Su mano fue hasta la oreja y comenzó a rascar el lóbulo, en un
gesto maquinal. Luego tomó la estilográfica y anotó algo en sus papeles, antes de formular la
pregunta siguiente:
- ¿Oyó usted algún ruido fuera de lo común, gritos o discusiones, durante esa noche?
- ¿Durante la noche? No, señor. -Stella sonrió y meneó la cabeza con un gesto expresivo-.
Aunque debo decir que tengo el sueño muy pesado... Podría estallar la casa, sin que yo
siquiera pestañeara...
- Comprendo -dijo el juez, con uña fugaz sonrisa-. ¿Cómo se enteró usted de lo ocurrido?
- A la mañana siguiente. ¡Entonces sí que hubo jaleo! El señor Buster se levantó más temprano
que de costumbre, y las maldiciones que lanzó cuando entró en su estudio, debieron de oírse
en todo el vecindario.
- ¿Christine Parker ya no estaba allí?
La mulata hizo un gesto de asombro. Sus ojos redondos se abrieron aún más, resaltando sobre
la piel morena.
- ¿Chris? Claro que no -afirmó-. ¡Si ella había causado todo aquel estropicio... !
- De acuerdo -le cortó el juez-. Una última pregunta: ¿Advirtió usted algo extraño en la
conducta de Chris, esos últimos días?
Stella mordió su grueso labio inferior y entrecerró los ojos.
- ¿Extraño? Bien... , yo no diría que sea «extraño» a su edad... , pero andaba de cabeza tras el
señorito Charlie -la mulata lanzó una risa inesperada-. ¡Incluso llegó a decirme que el joven se
iba porque el tío lo había sorprendido besándola! Ya ve usted.
- O sea que Chris estaba, digamos, disgustada con su tutor.
- Eso me pareció -confirmó la mujer-. Pero ya sabe usted cómo son las chicas.
El juez Turner hizo un gesto ambiguo, que parecía indicar que él no estaba tan seguro de
saber «cómo son las chicas». Dio por terminado el interrogatorio de Stella y le agradeció muy
formalmente que hubiera prestado su colaboración. La mujer se deshizo en sonrisas y
reverencias, y se puso de pie algo desconcertada. El ujier se aproximó a ella y la guió hacia la
puerta, a través de la sala vacía. Aparte del propio juez, sólo participaba de esas audiencias un
escribano calvo y enjuto, que revisaba parsimoniosamente sus notas en el pequeño escritorio
que ocupaba, a la izquierda del estrado.
- El siguiente, por favor -pidió Turner, una vez que Stella hubo salido.
El ujier consultó un papel que llevaba en el bolsillo, y desapareció tras la puerta. En el silencio
de la habitación, sonaron con lejana nitidez los sones de un campanario. El magistrado cerró
los ojos y se frotó los párpados, con un gesto de cansancio. Cuando volvió a abrirlos, Charlie
Johnson cruzaba la sala con actitud desenvuelta. El escribano comprobó su identificación y
luego, con un susurro, le indicó que subiera al banquillo. Cuando el joven tomó asiento, el
hombre calvo se puso de pie y se aclaró la garganta:

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- Comparece Charles Winston Johnson, de diecisiete años; quien declara presentarse a la
invitación de este Tribunal por su propia voluntad y con anuencia de sus padres -anunció con
voz solemne.
El juez asintió e hizo un leve gesto al escribano, indicándole que podía volver a sentarse.
Luego, por primera vez, se volvó hacia Charlie. Éste permanecía muy tieso y formal, con una
semisonrisa de circunstancias.
- Antes de comenzar, joven -dijo en tono pausado-, deseo aclararle que esto es una simple
audiencia informativa, sin implicaciones procesales. El Tribunal de Menores del Estado le invita
a proporcionar información y responder a algunas preguntas, para esclarecer la conducta de
nuestra pupila Christine Parker. No obstante, es necesario que al responder a estas preguntas,
tenga usted presente que lo hace en favor del esclarecimiento de la verdad y de la mejor
administración de la justicia. -Turner terminó su discursillo con un carraspeo, y clavó en
Charlie la mirada de sus ojos grises y agudos-. ¿Ha comprendido?
- Sí, señor juez -respondió resueltamente el joven, imbuido de su papel.
- Bien. Supongo que sabe usted cuál es el hecho que nos ocupa. -El magistrado volvió a
inclinar su torso hacia delante-. ¿Puede decir a este Tribunal qué personas le acompañaron
aquella noche al aeropuerto, desde la casa de sus tíos?
- Precisamente ellos, señor: Buster y Eileen Johnson -contestó Charlie sin pestañear-. Mi tío
estaba algo cansado y Eileen nos llevó a él y a mí en su coche. El vuelo se retrasó varias
horas, pero ellos insistieron en hacerme compañía hasta que me llamaran a embarcar.
Recuerdo que conversamos y tomamos uno o dos tragos en el bar...
- De acuerdo. ¿Quién quedó en la casa, al salir ustedes?
- Chris, por supuesto. Me despedí de ella poco antes de bajar a reunirme con mis tíos. -El chico
vaciló un momento-. Supongo que también estaba Stella, la criada.
El magistrado cambió de posición, echó una breve ojeada a sus papeles y prosiguió el
interrogatorio:
- ¿Cuáles fueron sus relaciones con Chris, durante su estancia en la misma casa?
Charlie pareció perder parte de su seguridad. Su cuerpo se encogió en la silla y se pasó la
mano por la frente, que se había humedecido.
- Bue... , bueno -tartajeó-. Yo.. diría que la normal... , dadas las circunstancias. Ella y yo
tenemos casi la misma edad y, pese a la diferencia de... -algo más aplomado, el joven buscó la
palabra adecuada-, de... educación, congeniamos bastante bien. Por supuesto, ella tenía una
función en la casa y debí cuidarme de no exceder mi familiaridad, por respeto a mis tíos.
- Comprendo -aprobó el juez-. ¿iría usted que eran amigos?
- No, señor. Nuestra intimidad no pasó de algunas charlas ocasionales.
Turner frunció el entrecejo y su mirada se hizo aún más penetrante. Se incorporó a medias de
su sillón y aferró con ambas manos el borde del estrado.
- Lo cual no le impidió obsequiar a Chris una valiosa navaja labrada, que su padre le había
traído de Europa -afirmó ásperamente.
- ¿Navaja... ? -repitió Charlie con fingida sorpresa. Alzó la vista al techo y simuló rebuscar en
su mente-. Ah, sí... ¡Ahora la recuerdo! Chris estaba fascinada con ella y una vez le enseñé a
manejarla. Al hacer las maletas noté su falta y pensé que la había extraviado y ya aparecería
en algún rincón. -El joven miró frontalmente al juez-. Pero ahora que usted lo menciona, es
posible que ella se la hubiera apropiado... Por supuesto, no me consta -aclaró con caballeresca
gravedad.
Unos minutos después, al salir de la sala de audiencias al amplio y sombrío vestíbulo del
Tribunal, Charlie vio a Chris en uno de los bancos de madera que se alineaban contra las
paredes mohosas. Junto a ella se sentaba una inexpresiva celadora judicial y, al otro lado, una
mujer rubia que cuchicheaba al oído de la joven. En ese momento se acercó a ellas el ujier y
las tres se pusieron de pie. Charlie se ocultó detrás de una columna, con la excusa de
encender un cigarrillo. Por el rabillo del ojo vio que la celadora volvía a tomar asiento,
mientras que Chris y la mujer seguían al ujier a través del vestíbulo. El chico esperó a que
entraran en la sala, y luego se escabulló hacia la puerta de salida.
Una vez en la calle, cruzó la calzada y se introdujo en el brillante Pontiac color acero, que

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aguardaba en la acera opuesta. BusterJohnson puso en marcha el motor, y Eileen se volvió,
sonriente, hacia su sobrino.
- ¿Cómo ha ido todo? -inquirió con un guiño de complicidad.
Charlie sonrió en el asiento trasero y aspiró profundamente su cigarrillo.
- De maravillas -dijo, lanzando una bocanada de humo que flotó ante su rostro-. No creo que
esa embustera de Chris nos traiga más problemas. Por las dudas, le di un empujoncito hacia la
cárcel, sugiriéndole al juez que ella había robado también mi navaja -anunció satisfecho.
Buster lanzó un alegre bufido, mientras detenía nuevamente el Pontiac ante un semáforo en
rojo.
- Has estado magnífico, muchacho -aprobó-. De veras te lo agradezco.
- Descuida. Ella se lo merecía.
- ¡Imagínate! -comentó Eileen con un matiz de burla-. ¡Acusar al pobre Buster, nada menos
que de violación!
El joven se inclinó hacia delante y golpeteó con sus dedos en el hombro del señor Johnson.
- No te la habrás follado realmente, ¿eh, tío?
Buster le hizo una mueca picaresca por el espejo retrovisor y los tres rieron a carcajadas.

El juez Turner contempló alternativamente a Barbara y a Chris. Esta última ocupaba ahora el
banquillo, y la maestra una de las sillas al otro lado del estrado, frente al escribano. Turner
lanzó un breve suspiro y volvió la vista a sus papeles. Por unos segundos, el silencio y la
inmovilidad de las cinco personas que estaban en la sala fue total, semejando un grupo de
figuras de museo de cera. Finalmente, Chris emitió una tosecita nerviosa y el juez la miró, con
expresión ausente.
- Christine Parker -dijo sin inflexión.
La joven se puso de pie, en actitud contrita.
- Sí, señor juez...
- No puedo decir que me alegre verte nuevamente ante este Tribunal. -Turner apoyó los codos
en el estrado y cruzó sus dedos frente a sí-. He leído tu «denuncia», si así puede llamársele, y
en atención a la señorita Clark realizamos una pequeña indagación al respecto. Debo decirles
que lamento haberme dejado sorprender en mi buena fe. Tenemos ya bastante trabajo aquí,
¿sabes? Además, varias personas debieron ser molestadas inútilmente. -El magistrado bajó las
cejas y su mirada se hizo más severa-. ¡No hay en ese relato tuyo una sola palabra que sea
verdad!
Chris se aferró a la balaustrada, sin poder creer lo que oía.
- ¡Pero es verdad! -exclamó llorosa-. ¡Todo lo que dije es verdad! Yo... , yo...
- Cállate -ordenó secamente el juez-. No te he autorizado a hablar. -Luego volvió el torso hacia
el lugar donde estaba Barbara-. Señorita Clark, ¿podría explicarme sus razones, si es que las
tiene, para creer y patrocinar ante el Tribunal las invenciones de esta niña?
Barbara no titubeó. Sabía desde el comienzo que en algún momento le sería formulada esa
pregunta.
- No son invenciones, señor juez -afirmó con serenidad-. Conozco a Chris desde hace tiempo,
y me precio de saber cuándo dice la verdad.
El magistrado se repantigó en su sillón y sonrió con un dejo de desdén.
- Su opinión no sólo es subjetiva, sino también presuntuosa -apuntó con frialdad-. Los testigos
propuestos por la propia Chris desmienten totalmente sus afirmaciones.
- ¡Mienten! -casi gritó Barbara, con el rostro cris,pado-. Esos dos testigos tienen una estrecha
relación con Buster Johnson, y es evidente que han intentado protegerlo.
- Le agradeceré que no pretenda enseñarme mi oficio -masculló Turner con una mueca de
ironía-. Ayer por la mañana, un médico del Tribunal efectuó a Chris una revisión genital. Como
esta jovencita sabe muy bien, no se encontró la más mínima huella de violación o agresión
sexual.
Chris se mordió los labios, salobres y húmedos por las lágrimas que corrían silenciosamente
sobre su rostro. El recuerdo de la humillante escena con el médico le oprimió la garganta. Pero
más dolor aún le producía el comprobar que Stella y Charlie habían mentido para perjudicarla.

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- Es lógico que no haya huellas -dijo Barbara.
El juez se volvió bruscamente hacia ella, arqueando sus expresivas cejas.
- ¿Lógico... ?
Barbara sostuvo la asombrada mirada de Turner y se armó de valor para proseguir.
- Ella fue desflorada hace varios meses, en el reformatorio.
- ¿En el reformatorio? -La incredulidad del magistrado iba en aumento-. ¿Sabe usted lo que
está diciendo, señorita Clark?
- Sí, señor juez. Algunas reclusas violentaron a Chris con el mango de una ventosa para
desatrancar lavabos. Ella nunca quiso dar sus nombres.
- Ventosa para desatrancar lavabos... -repitió Turner, sonrojándose a pesar suyo.
Barbara insistió:
- No es la primera vez que las veteranas agreden sádicamente a una novata. Usted sabe eso.
El juez, visiblemente impresionado, hizo un esfuerzo por serenarse.
- Supongo que usted habrá presenciado el hecho -dijo.
El rostro de Barbara se veló con una sombra de desconcierto.
- No... Obviamente, yo no estaba allí...
Turner comenzó a recuperar su aplomo.
- Apuesto a que fue Chris quien se lo dijo -acosó.
- Sí... -musitó apenas la maestra.
Sentía que estaba perdiendo la partida; ya no sólo frente al juez, sino también frente a sí
misma. ¿Era posible que Chris la hubiera engañado desde el primer momento, con aquella
historia del cuarto de duchas? El magistrado la estudiaba expectante y triunfal, como un
boxeador que después de ir perdiendo por puntos, coloca un golpe decisivo y se dispone a
rematar a su rival.
- Señorita Clark -comenzó con suavidad-, me veo obligado a señalar que es usted
extraordinariamente crédula para su profesión y su experiencia. ¿Le ofreció Chris en aquel
momento alguna prueba concreta? ¿Algún testigo, quizá?
- No... Es decir... -balbuceó la maestra, ya contra las cuerdas y sin fuerzas-. Ella había sido
castigada y yo... Su actitud...
El juez la observó con fingida benevolencia.
- No se esfuerce, amiga mía -rogó-. Sus conocimientos de psicología son sin duda superiores a
los míos. Convendrá, entonces, en que esta niña acostumbra inventar historias de violación,
cuando está frente a una posibilidad de castigo.
- Es... , es posible -aceptó Barbara, vencida y confusa-. Nunca... lo vi desde ese punto de
vista...
- Pues es hora de que lo considere -acotó Turner-. ¿Desea aún mantener su testimonio en
favor de ella, inculpando a Buster Johnson de violación premeditada de una menor a su cargo?
La mujer no respondió inmediatamente. Tuvo un estremecimiento y luego dejó caer ambos
brazos a lo largo del cuerpo.
- No, señor -dijo por fin-. Creo que no... No poseo elementos objetivos para acusar a ese
hombre. -Barbara tragó saliva y se humedeció los labios-. Desisto formalmente de mi apoyo a
la denuncia.
Algo se rompió dentro de Chris cuando oyó esas palabras. Sus lágrimas dejaron de fluir, como
si un viento desértico le hubiera secado de súbito los ojos. También su corazón estaba seco, y
parecía haber dejado de latir. Una congoja distinta, quieta y dura, se había adueñado de su
pecho. Miró a Barbara, pero la maestra rehuyó su mirada, manteniendo la cabeza baja y la
vista clavada en el piso.
- Christine Parker, ponte de pie -ordenó el magistrado. Ella lo hizo con cierta torpeza, como
una autómata-. Desde que estás a cargo de este Tribunal has causado bastantes problemas
-continuó Turner-. Por suerte para ti, el señor Johnson ha insistido en retirar su denucia por
robo y destrucción de documentos, en atención a tu minoría de edad. Yo también quiero creer
que eres redimible, pese a que no has dado muchas muestras de desear rehabilitarte. Olvidaré
pues esa absurda denuncia de violación que has pergeñado, levantando falso testimonio sobre
un ciudadano respetable, dado que él ha decidido perdonarte a ti. Pero queda en pie el hecho

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de que te has fugado de nuestra custodia, aprovechando una situación de privilegio, como es
la de vivir en una casa particular. Y por esa razón sí debo sancionarte. -El juez hizo una pausa
y se sirvió un vaso de agua de la jarra que tenía junto a sus legajos. Un denso silencio
descendió sobre la sala y Chris pensó que ella también sentía sed-. Es mi decisión -prosiguió
Turner conservando el vaso en la mano- que vuelvas a la Escuela-Reformatorio dependiente de
este Tribunal, en el primer grado de reclusión, permaneciendo en ese nivel durante dos años.
Luego, si tu conducta lo hace aconsejable, escalarás los grados restantes y quedarás libre al
cumplir la mayoría de edad.
«Al menos cuatro años encerrada -calculó Chris-. Es más de lo que nadie podría soportar.»

Capítulo 20

Lasko la miró largamente, con un esbozo de sonrisa jugueteando en su rostro, endurecido por
el oficio. Chris bajó del coche, y desvió la mirada hacia el entorno: el mismo edificio cuadrado
y los mismos pabellones, alineados junto al patio de tierra gris. Donde antes habían estado las
canchas de tenis, junto a las alambradas, unos operarios levantaban nuevas instalaciones.
Todo ese sector era un caos de material de albañilería, sacos de cemento y paredes a medio
levantar. La chica se encogió mentalmente de hombros. «De todas formas -pensó-, yo nunca
jugaba al tenis.» La celadora judicial, que la había traído hasta allí en un auto del Tribunal,
hizo un gesto de impaciencia.
- Quisiera ver a la señorita Cynthia -gruñó-; tengo que entregarle esta reclusa y no dispongo
de todo el día.
- Ella está ocupada -respondió Lasko-. Pero puedes dejarme la mercancía a mí. Es una vieja
conocida nuestra.
La otra celadora pareció vacilar, pero finalmente aceptó la propuesta.
- De acuerdo -dijo-, siempre que tú firmes el resguardo de recepción.
Lasko tomó los papeles, escogió una hoja amarilla y rectangular, la firmó apoyándose en la
pared rugosa, y se la devolvió a la mujer. Ésta lanzó un bufido de asentimiento y trepó al
automóvil, que rodeó el descuidado jardín de hierbas secas y se perdió en la carretera.
- Bien, Chris, bienvenida a casa -dijo Lasko sin ironía-. ¿Cómo ha ido tu paseo por el espacio
exterior?
- Mal -contestó -la joven con desgana-, ya ves dónde termina.
Lasko largó una risita ronca y meneó la cabeza.
- No cambiarás nunca, Chris. Y eso me alegra: es mejor malo conocido...
- Lo mismo digo -apuntó la joven, obteniendo otra de las ásperas risas de la celadora.
- Bueno, tú ya conoces el programa. ¡Andando!
Abandonaron el pórtico del edificio principal y cruzaron el patio hacia el primer pabellón. El sol
caía abrasador sobre la cabeza de Chris, y el sudor le mojaba la ropa. Lasko, que caminaba
delante de ella, se volvió para señalar el sector de las obras en construcción.
- Estamos ampliando las instalaciones -anunció-, el hotel ya no da abasto y tendremos dos
pabellones más el próximo otoño.
- Sensacional -dijo Chris.
Una vez más se repitió el triste ritual; aunque ahora la actitud de la joven fue casi tan
mecánica e impersonal como la de Lasko. Entraron al cuarto de duchas y Chris se desnudó
completamente, permaneciendo de pie sobre los mosaicos, con las piernas separadas. La
celadora le revisó concienzudamente las orejas y el pelo. Luego le hizo abrir la boca. Después
se puso en cuclillas y le escarbó rápidamente las partes íntimas. Se incorporó, pidió a Chris
que separara los brazos y, con gesto fatigado, estudió sus axilas. Finalmente, comprobó en su
planilla los datos sobre período menstrual y enfermedades. Cuando terminó la inspección,
alargó a la joven el famoso y maloliente frasco de desinfectante capilar.
- Esperaba que hubierais cambiado de champú -comentó Chris arrugando la nariz.
- La próxima vez te compraré uno de Revlon -prometió Lasko cerrando la puerta, mientras la
chica manipulaba los grifos de la ducha.
Media hora después, limpia y peinada, pero oliendo todavía a matarratas, Chris hacía su

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ingreso en el comedor. Había muchos rostros nuevos y algunas antiguas conocidas. Moco armó
un verdadero escándalo al verla, y ordenó callar a todo el mundo para que Chris contara sus
aventuras. Ella lo hizo lo mejor que pudo, suavizando algunos hechos y exagerando otros, para
conformar a la concurrencia. Hubo exclamaciones, risas, palmadas y zumbidos de aprobación.
Luego alguien puso el televisor y el centro de atracción se desplazó desde Chris a un programa
de música rock. La joven suspiró aliviada y se arrojó en un sillón, dejándose envolver por el
ritmo intenso y monótono, que le evitaba pensar.
De pronto vio frente a ella unos estrechos tejanos y una figura delgada y cimbreante, que se
balanceaba suavemente, coronada por una mata de cabellos rizados.
- ¡Josie! -exclamó-. ¿Qué diablos haces aquí?
El bello rostro moreno de Josie se iluminó, mostrando una perfecta hilera de dientes blancos, y
un brillo cordial en los ojos intensos.
- Lo mismo que tú -dijo-. Pago por mis días de alegría.
- Los míos no fueron tan alegres -observó Chris.
Josie lanzó una carcajada y ambas se confundieron en un estrecho abrazo, salpicado de
lágrimas fraternas. Hubo chicas que reclamaron silencio.
- Ven -susurró Josie al oído de Chris-, salgamos un momento a la galería.
La noche caía lentamente, y los últimos fulgores del atardecer teñían de rojo los bordes de una
luna redonda y temprana. Las dos amigas se apoyaron en la balaustrada, que avanzaba sobre
las sombras huidizas del patio. Chris dejó transcurir unos instantes. Luego apretó el brazo de
su amiga y formuló la pregunta que le quemaba los labios:
- ¿Qué pasó con el hermoso Mortimer y aquel club nocturno de Nevada?
Josie alzó los hombros, como si la cosa no tuviera importancia. Pero su voz sonó nerviosa en la
penumbra.
- Todo salió mal -resopló-. El trabajo era una basura y Mort, con la mujer y los críos rondando
por ahí, ya no era el mismo. -La joven vaciló y la tenue brisa del poniente agitó sus rizos-. De
todos modos, él tampoco se sentía bien y nuestra ilusión era ahorrar lo suficiente para
escaparnos juntos a Hawai.
- ¡Hawai! -Chris dejó escapar un silbido admirativo.
- Mort tenía un amigo allí. Pensábamos que en seis meses juntaríamos la pasta suficiente para
largarnos y aguantar el primer tiempo. Pero una noche se presentaron de improviso en el club
los chicos de la brigada de narcóticos. Había toneladas de «hierba» en aquel lugar. Como los
polis eran federales, el gran jefe se las vio moradas. ¿A que no adivinas cómo logró escurrir el
bulto?
- No me lo digas -musitó Chris-; cargándole el muerto al bueno de Mort.
- Exactamente. El pobre mulato ahora se pudre en la cárcel y a mí me despacharon por avión
al Tribunal de Menores.
- Y Turner te echó un sermón leguleyo y te mandó para aquí.
- Más o menos -aceptó Josie-. El hijo de puta sabía en lo que yo andaba, pues me había dado
la libertad condicional, ¿recuerdas? No me extrañaría que él hubiera puesto sobre la pista a los
de narcóticos.
- No olvides que la justicia es ciega -sentenció Chris.
En ese momento, Moco asomó por la puerta vidriera su rostro cuadrado y macizo. Contempló
con gesto crítico a las muchachas, que susurraban enlazadas por la cintura.
- ¡Vaya, vaya! ¡Y luego presumís de heterosexuales! -exclamó con su voz de mezzosoprano
fumadora-. La sopa se enfría -agregó en tono doméstico.

Pasaron dos semanas, y Chris se vio una vez más sumergida en la rutina tediosa y sin aristas
del reformatorio. Pese a que todo el mundo la trataba con cierta deferencia, incluyendo a
Lasko y su ayudante Betty Ramos, ella se comportaba en forma irascible y huraña. La idea de
pasarse cuatro años repitiendo los mismos gestos, dentro de ese universo programado, cuyo
horizonte terminaba en el patio gris y las alambradas, la llenaba de pavor. Por otra parte, la
amistad incondicional de Josie, y la burlona pero sólida adhesión de Moco, su antigua rival y
verdugo, era lo más parecido al afecto que ella había conocido en mucho tiempo. Pero por

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alguna razón, no le bastaba. Por otra parte, había intentado evitar en lo posible las clases de
Barbara Clark; aunque en tres o cuatro ocasiones no había tenido más remedio que asistir. En
esas ocasiones, la relación entre ambas había sido tensa y distante. Precisamente, esa actitud
culpable e insegura de la maestra hacía que Chris no lograra odiarla del todo, pese a su
«traición» en el Tribunal. Al comportarse de esa forma, Barbara revelaba un lado débil y
humano, que la joven asociaba -a pesar suyo- con lo que ella llamaba «los que están del otro
lado de la alambrada».
Un Sábado por la tarde, Chris encontró a Josie y Moco apoyadas en el alféizar de una ventana
contemplando las obras, que habían adelantado notoriamente en esos quince días.
- ¿Qué? -preguntó-. ¿Estáis admirando a los obreros?
- No están -informó Moco lacónica-. Hoy es Sábado.
Josie tomó a Chris por el brazo, muy seria, y le indicó un sector del terreno. Era donde los
trabajos aún estaban atrasados, y sólo se veían las zanjas de los cimientos, cuyos extremos
terminaban en la alambrada.
- Fíjate en eso -dijo la mulata.
Chris siguió la dirección que le indicaba la aguda y filosa uña de su amiga. Vio un agujero en la
cerca, disimulado por una pila de sacos de cemento. Posiblemente los albañiles se habían visto
obligados a abrirlo para cavar el foso, y luego habían desplazado tres o cuatro sacos para
taparlo a medias. Calculó que el boquete no era mayor de dos palmos de altura y tres de
ancho, a ras del suelo.
- ¿Crees que podríamos pasar? -inquirió Moco.
Chris observó detenidamente el lugar.
- Pasar, sí -declaró-. Pero, ¿qué ocurriría después?
- Lo veríamos después -terció Josie, excitada-. Moco y yo estamos decididas a intentarlo.
¿Vienes con nosotras?
Chris se vio reflejada en los oscuros ojos de su amiga. Como en un film alocado, desfilaron por
su mente una serie de imágenes e ideas. Tom, Janie, Chantal, Brian, Barbara: las carreteras
interminables y los guardias acechantes. Sabía muy bien que no era fácil huir continuamente y
que el mundo exterior no era un paraíso. Pero la sola idea de la fuga hacía que su sangre se
acelerara en las venas y la monotonía de cuatro años de encierro resultara insoportable.
Además estaban ellas: Josie y Moco. Si ambas se iban, quedarse en el «pesebre» ya no tendría
sentido. Chris supo que no podía resolverlo en ese momento.
- Puede ser que os acompañe -prometió vagamente-. Dejadme pensarlo unos días.
- Unos minutos -dijo Moco-. Los «proletarios» regresan el Lunes y pueden cerrarnos la puerta.
Y aunque ellos la dejaran, Lasko y las otras lo descubrirán en cualquier momento. No podemos
perder tiempo.
- Pensamos hacerlo mañana -concretó Josie-, aprovechando la confusión de la hora de visitas.
- Vagaremos por allí con aire desprevenido, y al primer descuido: izip! -describió Moco-. ¿Qué
dices?
Chris alzó los hombros y se mordió los labios en un gesto de duda. Miró largamente el agujero,
antes de responder.

¡Escapa, Chris!

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Paul May

Ediciones Nacionales
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Edición no abreviada
Licencia editorial para Círculo de Lectores por cortesía de Martínez Roca
Queda prohibida su venta a toda persona que no pertenezca a Círculo

Solapa

Habíamos conocido a Chris, esa muchacha rebelde y desvalida, solitaria, pero con unos
inmensos deseos de encontrar a alguien, que la comprenda y la proteja, en Nacida Inocente
-uno de los grandes best-sellers de los últimos años-. Seguimos su dramático deambular
humano en Chris y en aquel, tan frío como inhumano ambiente, del reformatorio juvenil, al
que la sociedad condena a todos aquellos, a los que no puede o no quiere aceptar. Ahora la
volvemos a encontrar, en esta tercera parte de su vida, más sola y más hundida que nunca.
En estas páginas terribles, tan reales y amargas, como lo es a menudo la vida, Chris decide
huir del reformatorio, donde la tienen internada. Quiere vivir, sentir, enamorarse y disfrutar de
las cosas, como cualquier muchacha de su edad. ¡Ella, también tiene derecho a la vida!
Después de una fuga, tan espectacular como peligrosa, Chris, que había puesto en esa huida
todas sus ilusiones, comprenderá que la vida en libertad está también llena de problemas, de
angustias y de decepciones.
Sin embargo, su pasión y su ansiedad por "vivir su vida", la que ella quiera, no la que otros le
marquen, acabará venciendo todos los obstáculos, que desde la ley y, también desde fuera de
la ley, intentan detenerla.

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Pese a todas las miserias y a todos los riesgos que tendrá que afrontar, Chris recordará
siempre las palabras que una de sus compañeras de huida le dijo, segundos antes de morir:
¡Escapa, Chris!

Capítulo 1

Chris Parker tenía un rostro redondo y sensitivo, nariz respingona, labios carnosos y una
premanente expresión de asombro en los grandes y dulces ojos azules. Sus rasgos aniñados,
de trazo suave y delicado, contrastaban con las rotundas líneas de su cuerpo en sazón: senos
altos, fino talle, caderas firmes que se columpiaban sobre un largo par de piernas bien
torneadas, enfundadas en unos sempiternos tejanos del mismo color sucio y desteñido que
cobra el cielo en los días de lluvia.
Acababa de cumplir los dieciséis años y era ya una de las más veteranas líderes de la
escuela-reformatorio del estado, más conocida por el nombre de «El Pesebre». En su precoz
expediente contaba con una agresión a una celadora, conato de motín y una fuga con éxito a
través de tres estados, que, finalmente, había terminado mal.
Por eso estaba de nuevo allí, en la galería de uno de los pabellones de «El Pesebre»,
contemplando el sonrosado atardecer que coloreaba los patios de tierra gris. Junto a ella,
acodadas también en la baranda de ladrillos ocres, sus amigas Moco y Josie la observaban con
expectación ligeramente tensa.
- ¿Y bien, hermanita, te decides o qué? -la voz gutural de Moco resonó en el silencio del
crepúsculo como un ladrido dentro de una catedral.
- Ha de ser mañana o nunca -añadió Josie, atenazando con su mano morena el brazo de Chris
en un gesto de perentoria complicidad.
Chris no respondió ni hizo movimiento alguno. Tan sólo entornó los párpados para otear una
vez más el sitio elegido por sus compañeras. La mole irregular de los nuevos pabellones en
construcción se quebraba en un juego de luces y sombras bajo la débil luz del ocaso. En
determinado lugar, una pila de sacos de cemento semiocultaba de la vista un agujero abierto
por los albañiles en la alambrada que rodeaba «El Pesebre» con el fin de excavar los cimientos.
El hueco era lo suficiente ancho como para que una persona pasara por él.
- Explicadme el plan otra vez -dijo Chris, sin dignarse mirar a sus companeras.
Moco lanzó un fuerte y elocuente resoplido. Su duro perfil de chiquillo rebelde y maltratado por
la vida se recortaba en la penumbra corno una sombra chinesca.
- Pues no es tan difícil de comprender -gruñó-. Se trata simplemente de escurrirse por aquel
agugero y luego echar a correr. Mañana es Domingo y no estarán los obreros. Además, todo el
mundo andará muy ocupado por las visitas de los familiares.
- Puedes imaginarte la escenita -terció Josie, y luego imitó con teatral afectación el tono y las
palabras de una madre preocupada-: «Ay , señora directora, ¿cree usted que si mi hija se
porta bien, la dejarán salir estas navidades? i Es lo que más deseamos en el mundo!»
Chris dejó escapar una risa áspera y escupió con rabia. -Mi pobre vieja lo que más desea en el
mundo es una buena botella de whisky -comentó fríamente--. Y ni siquiera eso puede tener en
ese cochino asilo para alcohólicos.
- Madre no hay más que una -sentenció Moco sin el menor dejo de ironía-. Si te unes a
nosotras, podrás llevarle un cajón del mejor whisky escocés cuando estemos libres.
- ¡Libres! -repitió Chris burlonamente, alzando los hombros-. Tan libres como un como un
conejo perseguido por una jauría de perros. Gracias, nenas. Ya he pasado por eso.
- ¡Esta vez será distinto! -dijo Josie con vehemencia.
Chris se volvió hacia ella. El bello rostro de la mulata se hacia invisible en la oscuridad, pero
sus ojos destellaban como brasas bajo la ensortijada cabellera en sombras que coronaba su
menuda y cimbreante silueta.
- Claro que será distinto, ilusa. Esta vez, nuestro querido juez Turner ya no será tan benévolo
contigo. No creo que haya olvidado tus enredos con aquel guapo mulato traficante en drogas...
- ¡Mortimer no era traficante! -Protestó Josie.
- Tal vez no -aceptó Chris-. Pero ve a contárselo al juez. Ellos, los del otro lado de la

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alambrada, son así, Josie. Puede que nos perdonen una vez, quizá dos, porque somos menores
y creen que van a reeducarnos en esta pocilga. Ya sabes... A los contribuyentes les tranquiliza
saber que el estado se muestra benévolo con las jóvenes descarriadas. De vez en cuando hay
quien gana alguna que otra elección prometiendo hacer esfuerzos para convertirnos en buenas
amas de casa americanas que hagan sus compras en los supermercados y manden a los hijos
que según las estadísticas les corresponden, a que sean despanzurrados en alguna guerra.
Pero a la tercera vez advierten, con razón, que si vas a los supermercados será para robar, y
que no tienes la menor intención de casarte con ningún graduado en administración de
empresas para engendrar infantes de marina. Y entonces te encierran de por vida para que los
contribuyentes no se enteren de cómo se ha malgastado su dinero.
- Un bonito discurso -aplaudió Moco-, pero no hace más que darnos la razón en nuestro plan.
- ¡Vuestro plan! -Chris soltó una risita sardónica, que interrumpió bruscamente-. Hasta a una
mosca encerrada en una caja se le ocurre escapar, si encuentra un agujero. Ese es todo el
cerebro que se necesita para vuestro plan.
- ¿Qué quieres decir? -preguntó Josie con inquietud.
- Que el verdadero plan comienza una vez has atravesado el maldito hueco y burlado a los dos
vigilantes octogenarios del portal. -Chris aferró en la oscuridad el hombro de su amiga-. Yo
escapé una vez, Josie. Y puedo decirte que no es nada agradable andar todo el tiempo
jadeando, con una dolorosa tortícolis de tanto volver la cabeza para ver si aún te persiguen.
No señor... -dijo, elevando sus ojos al cielo ya oscuro-; la cosa no es tan fácil una vez fuera...
- Acabemos ya -rugió Moco, dejando que las sílabas reptaran entre sus dientes, impulsadas
por un largo bufido-. Si no tienes agallas para hacerlo, dilo de una vez. Pero no intentes
convencer a Josie para que se quede contigo a practicar caligrafía y a recibir medallas. ¡Ella y
yo huimos mañana!
- Allá vosotras. -Chris sacudió su larga cabellera-. Cuando seamos mayores de edad y vosotras
aún estéis en chirona, yo iré a llevaros cigarrillos.
- Yo no fumo -dijo Josie, aturdida por la discusión.
Moco se separó del ventanal y se plantó con su típico aire desafiante, allí en medio: los brazos
en jarra, las piernas separadas y el mentón afilado y altivo en actitud agresiva.
- Bien, Chris Parker, sólo quiero que me digas una cosa. -Hizo una corta pausa-. ¿Vendrás o no con nosotras?
La pregunta era terminante. Chris bajó la cabeza y caviló unos segundos. Había considerado
seriamente sus argumentos, ya que tan sólo unos meses atrás había recorrido temerosa los
caminos, pedido ayuda a desconocidos, buscado la solidaridad de los demás... sin otro
resultado que verse de nuevo encerrada allí dentro, con un expediente personal bastante más
negro del que tenía antes de iniciar su aventura. Pero también a causa precisamente de
aquella experiencia, sentía mayores ansias de libertad, cualesquiera que fueran sus
condicionamientos; ansias de poder elegir uno u otro camino; de ver el sol asomando tras un
nuevo horizonte de promesas; de mantener viva la esperanza de encontrar, al fin, un refugio
cálido y seguro. Y, además, estaba su madre, la señora Parker, alcohólica empedernida,
pudriéndose en un asilo; y Tom, su hermano del alma, que había huido a México en busca de
un futuro digno para su mujer y su hijito, y también para Chris. (¿No es cierto que también
para ella?). Tom y su madre eran todo cuanto tenía en el mundo. Bueno, todo no. También
estaban Josie y Moco, tan distintas y tan iguales en la forma de compartir desventuras y
alegrías. ¿Tenía algún sentido quedarse en «El Pesebre» mientras ellas escapaban? ¿Valdría la
pena aplicarse en sacar buena letra, para acabar obteniendo una libertad hueca tardía? Sólo
una vez se tienen dieciséis años...
La silenciosa reflexión de Chris se vio interrumpida bruscamente por la aparición de la robusta
figura de Lasko, la jefa de celadoras, cuya blanca blusa de uniforme relumbró entre las
sombras.
- ¿Qué estáis tramando, chicas? -Inquirió con voz de sargento-. ¿Acaso un plan para fugaros?
Josie no pudo reprimir una risita nerviosa.
- Moco acaba de proponérnoslo, Lasko -dijo Chris con pasmosa naturalidad-. Pero decidimos
que nuestra vida sin ti no tendría sentido.

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- Me vais a enternecer -bromeó asimismo Lasko-. Aunque será mejor que me declaréis vuestro
amor en el comedor. El resto de las chicas ya está terminando sus hamburguesas con patatas.
Moco realizó una burlesca reverencia y enlazó el brazo de Josie, invitándola a cruzar la puerta
de la galería.
- Adoro estas cenas de Sábado noche -dijo cursilmente con ronca voz-. ¿Crees tú que afuera
comeríamos mejor?
Chris le hizo un gracioso mohín a Lasko, que se limitó a menear la cabeza.

La habitación que Chris compartía con la pequeña Carrie Watts no era tan mala como la
literatura al uso supone que son las habitaciones de una escuela-reformatorio para jovencitas
descarriadas. En cierto sentido, algunas personas consideraban a «El Pesebre» una institución
modélica en su género. Según Moco, que conocía otros reformatorios, esto no era del todo
falso, contando con que los otros eran aún peores. Los dormitorios eran dobles y las puertas,
dispuestas en hilera, daban a un corredor que cruzaba el pabellón de un extremo al otro,
desde el vestíbulo de entrada hasta los aseos y el cuarto de duchas. En la pared opuesta a la
puerta, cada habitación tenía una ventana aislada del exterior por una tela de alambre de
forma romboidal. Las camas estaba adosadas a las paredes laterales, de las que pendía una
pequeña estantería. Aún quedaba espacio para un armario de dos cuerpos y un lavabo sin
espejo. Quien mandó pintar las paredes debió considerar el gris como el color más adecuado.
Con posterioridad, la nueva directora decidió colocar unas cursis cortinillas floreadas, verdes y
amarillas, que las muchachas utilizaban para secarse las manos o para limpiar sus zapatos.
Una única clavija, al Pinal del pasillo, permitía apagar simultáneamente las luces de todas las
habitaciones. Aquella noche, Betty Ramos, la celadora de turno, accionó el interruptor diez
minutos antes de la hora habitual. La Ramos era aficionada a esas pequeñas mezquindades,
en compensación a los raptos de mal humor que tenía que soportar por parte de su jefa, la
eficiente y veterana Lasko, a quien todas las internas temían y respetaban. Josie aseguraba
que cuando Lasko nació el médico le había dicho a la madre: "La felicito, señora; acaba usted
de dar a luz una sana y rolliza celadora de reformatorio».
Betty Ramos carraspeo en la oscuridad, por encima del murmullo de apagada protesta que
brotaba de los dormitorios. Recorrió el corredor con pausados y firmes pasos de centinela y se
detuvo frente a la puerta de entrada. Allí, bajo la mortecina luz naranja de la lámpara de
seguridad, dio un giro completo.
- Buenas noches, niñas -grazno-. Que tengáis felices sueños.
- ¡Vete a la mierda, Betty! -respondieron al unísono varias voces anónimas, desde la
penumbra.
- Y que te den por el culo -apuntilló con acritud la inconfundible voz de Moco.
La Ramos apretó las mandíbulas, esforzándose por no responder. Luego atravesó la puerta de
cristales opacos y se dirigió a su habitación, situada a un lado del vestíbulo. Se desvistió
malhumorada y se acostó con la luz encendida. Durante un largo tiempo permaneció mirando
las sombras del techo, sin lograr conciliar el sueño.
También Chris estaba despierta. Arrebujada entre las sábanas, espiaba la respiración de
Carrie, hasta que su ritmo acompasado le indicó que su compañera de cuarto se había
dormido. Entonces cogió un puñado de cerillas que guardaba debajo del colchón envueltas en
un trozo de papel. Sentada al borde de la cama, se colocó un cigarrillo entre los labios.
Aparecía pensativa. Luego raspó la cerilla contra el suelo de baldosas. Al tercer intento, una
minúscula llama centelleó en la oscuridad del cuarto. Chris la protegió con el hueco de la mano
y encendió el pitillo. Dio dos chupadas ansiosas, se puso de pie y salió con sigilo a la luz
tamizada del corredor.
Moco disponía de una habitación para ella sola. Tal situación no respondía a ningún privilegio,
sino a un castigo impuesto por Lasko ante las inclinaciones ostentosamente lesbianas de la
muchacha. Y aunque ahora Moco seducía a las internas en los baños y en los rincones, sentía
no poder gozarlas en la intimidad de su cuarto, como había hecho durante el primer año del
internado con su añorada Susan. Cuando Susan fue puesta en libertad, nadie más ocupó su
cama vacía. La celadora-jefe decidió no aceptar más «matrimonios» en su pabellón.

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La puerta se abrió con un suave crujido y la mortecina luz del corredor se deslizó al interior de
la habitación.
- Pasa y cierra la puerta -susurró Moco desde la cama.
- No sabía que me estuvieras esperando -dijo Chris, con ironía.
Moco lanzó un resoplido.
- ¡Ah, eres tú! -masculló, decepcionada.
- ¿Y quién diablos tenía que ser?
- Por un instante deseé que fueras Lorena, esa fenomenal rubia que traíeron del pabellón B la
semana pasada. Le estuve lanzando miradas incendiarias en el comedor, y me pareció que
había picado...
- No cambiarás -suspiró Chris, sentándose en la cama vacía.
- Es mi forma de ser -dijo Moco, como si hablara de otra persona-. A cada cual lo suyo. ¿Cómo
conseguiste lumbre?
- Josie pringó unas cerillas de la cocina y me dio unas cuantas. Las escondo debajo del
colchón.
- Las encontrarán -dijo Moco saliendo de la cama-. Siempre buscan debajo del colchón.
- Ya no importa -dijo Chris-. He decidido que mañana me escaparé con vosotras.
La noticia no pareció sorprender a su amiga. Moco fue hasta el armario y regresó con un
cigarrillo. Cogió la colilla de entre los dedos de Chris y tomó fuego de la brasa.
- Puedes apagar el mío -le indicó Chris.
La otra asintió, se acercó al lavabo e hizo correr el agua del grifo. La brasa se apagó con un
leve chisporroteo.
Luego Moco desmenuzó los restos del cigarrillo a trocitos y los fue echando al sumidero.
Cuando la última partícula de tabaco desapareció arrastrada por el agua, cerró el grifo y
regresó a su cama. Se metió en ella, acomodó las dos almohadas bajo su nuca, y aspiró el
humo con voluptuosidad.
- Decía que mañana iré con Josie y contigo -repitió Chris.
- Ya te oí -dijo Moco-. Ahora cambiemos de conversación. No quiero pasarme la noche en vela,
pensando en ese agujero.
Chris se incorporó y se fue hacia la ventana. En la noche sin luna, el patio era tan sólo un
negro abismo. Pero en algún lugar de la oscuridad se hallaba la zanja de los cimientos y aquel
hueco en la alambrada, perfectamente camuflado con sacos de cemento. Todo parecía
demasiado fácil.
- ¿Qué haremos después? -pregunto sin volverse-. Si logramos escabullirnos, tendremos que
permanecer escondidas durante un tiempo prudencial.
- No te preocupes por eso -se animó Moco-. Yo me encargaré de todo. Sólo tendremos que
llegar hasta una ciudad situada a unas doscientas millas de la carretera del Este. Tengo
btienos amigos allí.
- ¿Qué clase de amigos?
La lumbre del cigarrillo de Moco describió una fugaz curva en la penumbra.
- Gente del ambiente -explicó-. La que da las órdenes es una gorda carroza que se hace llamar
Menfis. Una tortillera viciosa y cruel pero que sabe ser leal con los amigos.
- ¿Eres amiga suya?
- Amiga de una amiga.
- ¡Qué maravilla! -suspiró Chris-. ¿Y cómo sabes que tu amiga covencerá a su amiga para que
proteja a tres evadidas del reformatorio?
Moco se revolvió con una risa bronca.
- Me lo he montado así de sencillo -declaró con énfasis-. Mi amiga sabe que iremos y Menfis
también está de acuerdo. Nos tendrá en su club el tiempo necesario. Se pirra por las tiernas
jovencitas desvalidas...
- Tú sabes que no estoy dispuesta a... -protestó Chris.
- Sólo tendrás que ser amable con ella -la interrumpió Moco-. Y nada de escandalizarte por lo
que allí veas. Del resto me encargo yo.
Chris atravesó la penumbra hacia la tenue luz que entraba por la puerta.

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- Me vuelvo a mi habitación -dijo en un susurro-. La Ramos tiene el sueño ligero y si me
encuentra aquí, arruinará mi reputación.
Moco dio una última y larga chupada a su cigarrillo.
- ¿Sigues siendo de la pandilla? -preguntó.
- Sí -afirmó Chris con un guiño-. Aunque lamentaré perderme la expresión de Lasko al conocer
la noticia.

Capítulo 2

Pese a ser Domingo por la tarde, Barbara Clark había decidido quedarse a corregir unas
pruebas de Inglés en la inconfortable sala de profesores de «El pesebre». Se hallaba en esa
edad crucial, entre los treinta y cinco y los cuarenta años, en la que las mujeres se
desmoronan en forma brusca hacia la madurez y otras parecen alcanzar un perfecto punto de
sazón. Por suerte para ella, Barbara pertenecía a este último grupo. Su esbelta silueta se iba
redondeando sin prisas. Su agraciado moreno rostro se veía enmarcado por una corta melena
de pelo grueso y liso, cuyo color bronce oscuro chispeaba con las primeras canas.
Por un instante, las risas y parloteos de las internas y sus familiares reunidos en la planta baja,
la abstrajeron de su tarea. Era el primer Domingo soleado de aquella incipiente primavera, y la
mayoría de los visitantes se ocupaba en pasear por los jardines, visitar el nuevo campo de
deportes o bien sentarse en los verdes bancos de madera de la galería principal. Barbara oía
su murmulleo constante, pero no podía verlos, ya que las ventanas de la sala de profesores
daban al patio posterior, donde se estaban construyendo los nuevos pabellones.
Dejó el lapicero junto a un montón de papeles y alzó los brazos para distender los entumecidos
músculos de su espalda. Distraídamente, se puso a leer la página que tenía ante sí. Era la letra
aguzada y concisa de Chris Parker; una excelente alumna, pero de carácter complicado.
Barbara recordó los hechos de unos meses atrás, cuando ella había cometido el error de actuar
de intermediaria del retorno de Chris, que llevaba huida tres días. La chica la había engañado
con una sarta tal de mentiras tras mentiras que el propio juez Turner no dudó en afirmar que
Barbara se había comportado como una ingenua. Por su parte, Chris la acusó duramente de
haberla traicionado. La Clark era demasiado buena maestra como para perder su puesto por
aquel traspiés, pero no tan fuerte como para poder superarlo. A partir de entonces, sus
relaciones con Chris Parker fueron distantes. Y, globalmente, evitó personalizar sus relaciones
con las alumnas. Para eso estaban las celadoras y el personal directivo; ella sólo debía
ocuparse de enseñarles algo útil mientras estuvieran en «El Pesebre». Esa había sido su
actitud en los últimos meses. Y si bien le había ahorrado nuevos problemas, le acarreaba
también un latente estado de insatisfacción.
En esto estaba pensando, mientras se oía el distante rumor de las muchachas y sus visitantes
en el jardín. Un moscardón se estrellaba una y otra vez, obcecadamente, contra los cristales
de la ventana. Barbara dio un profundo suspiro. Apartó los papeles y estiró sus bien torneados
brazos sobre la mesa. Tuvo la tentación de sepultar la cabeza entre ellos y dormitar. Pero no lo
hizo. Se quitó las gafas y se puso de pie, sintiéndose las piernas pesadas y y lejanas. El
moscardón zumbó junto a su oreja izquierda y luego se lanzó de nuevo hacia la luz. Chocó,
perdió altitud, se recuperó un tanto y trastabilleó sobre la peana de la ventana. Barbara
decidió abrir y liberarlo. A ella tampoco le vendría nada mal un poco de aire.
Vio entonces aquellas tres siluetas que andaban, cogidas del brazo, por el solitario rectángulo
de tierra gris del patio trasero.

- Demasiado -susurro Moco con impaciencia-. Se me está cansando la cara de tanto sonreír
como una estúpida.
- Hay que disimular, por si alguien nos observa -respondíó Chris-. Aún no estamos lo bastante
cerca. Marchemos displicentemente, en diagonal, hacia la hilera de cipreses...
- ¡Hagámoslo de una vez, Chris! -gimió Josie-. Creo que mis nervios van a estallar.
- Tranquila, andemos con lentitud. Y no dejes de sonreír.
«¿Qué diablos traman esas tres, dando vueltas como caballitos de tiovivo?», se preguntaba

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Barbara Clark desde su ventana. Pensó que quizá fuera demasiado duro para ellas asistir al
espectáculo de ver a las demás recibiendo sus visitas, y por eso se habían refugiado en los
patios. Pero su argumento no la convenció del todo. Las chicas no parecían estar deprimidas;
por el contrario, movían de un lado al otro la cabeza, animadamente, e incluso se las veía
sonreír. La profesora tendió una mano sobre los ojos, para protegerlos del sol. Sí, sin duda
sonreían. Eran unas sonrísas hieráticas, como pintadas sobre el rostro. «Algo están
tramando», pensó recelosa Barbara. Pero no pudo imaginar qué clase de infracción iban a
cometer en aquel patio trasero. Allí sólo había un descampado ceniciento, una esmirriada fila
de cipreses retoños, algunas zanjas para los cimientos de los nuevos pabellones, una pila de
sacos de cemento...
Barbara Clark abrió la boca para gritar, pero su garganta sólo emitió un soplo de aire
quebradizo. Acababa de descubrir el agujero abierto en la alambrada, de encima de una de las
zanjas. Y ahora las tres internas se encaminaban hacia allí directamente. Como maestra sabía
cuál era su obligación: hacer sonar la alarma general, cuya clavija estaba en el pasillo
contiguo, y luego correr escaleras abajo para advertir a las celadoras de lo estaba ocurriendo.
Pero no hizo nada de eso. Sus zapatos parecían pegarse en las tablas del suelo y su cuerpo
estaba tan rígido e inerte como los oscuros muebles de la sala de profesores. Sólo los ojos
conservaban su vivacidad, siguiendo los movimientos de las muchachas.
Vio a Chris hacer una señal a Moco, que echó a correr hacia el agujero. Josie fue tras ella.
Moco se dejó caer en la zanja y pasó la cabeza por debajo de la alambrada. Su cuerpo
huesudo se escurrió con alguna dificultad por el estrecho orificio, logrando pasar al otro lado.
Luego Josie inició la misma operación. Chris, agazapada aún junto a los sacos, echó un último
vistazo a los edificios de «El Pesebre». Entonces advirtió, pegada en una ventana del segundo
piso, la silueta inconfundible de Barbara Clark, que la miraba fijamente.
- ¡De prisa! -gritó, saltando dentro de la zanja-. ¡La Clark nos ha visto!
- ¿Barbara? ¿Y por qué no ha dado la alarma? -dijo con asombro Moco.
- Sólo Dios lo sabe -respondió Chris, arrastrándose sobre los codos y las rodillas-. ¡Venga,
hacedme sitio!
- Es un mal comienzo -refunfuñó Moco, mientras tendía la mano a Chris desde el otro lado de
la alambrada.
Como hechizada, Barbara vio a tres siluetas empequeñecerse mientras corrían, hasta perderse
de vista entre las malezas que bordeaban el río. De pronto sintió temblar su espina dorsal,
como si despertase. Todo su cuerpo se vio agitado por un estremecimiento, se llevó las manos
a las sienes y clavó en ellas sus uñas hasta hacerse daño. Entonces se puso a gritar. Más que
un grito parecía un gemido.
Luego despacio, muy despacio, cruzó la sala y salió al corredor.
El estallido del timbre de alarma rasgó el ambiente bucólico de aquel Domingo de visitas en «El
Pesebre». Los padres y demás parientes interrumpieron su consabida cháchara doméstica,
molestos y asustados por aquella brusca interrupción. Las internas estiraron las cabezas como
cervatillos, intercambiando miradas de complicidad. Lasko dejó caer el libro de Frank Slaughter
que leía sentada en uno de los bancos verdes, a la sombra de la galería, y saltó con las piernas
abiertas, lista para entrar en acción. No lejos de allí, la cocinera se pinchó un dedo con el
cuchillo de pelar patatas. En la caseta de entrada, los dos guardianes interrumpieron la partida
de ajedrez y uno de ellos volteó el tablero mientras corría a atrancar la puerta de rejas. El otro
soltó una maldición.

Cuando Barbara Clark bajo las escaleras, reinaba un agitado ambiente de confusión, de griterío
y precipitadas corridas en el vestíbulo. Cynthia Porter, la directora adjunta, se restregaba las
manos con nerviosismo, mientras aconsejaba a los demás no perder la calma.
- ¿Quién hizo sonar la alarma? -preguntó, con voz atiplada por la excitación-. ¿Fue usted,
Lasko?
- No, señorita Cynthia -respondió Lasko-. Yo estaba leyendo en la galería.
- He sido yo -dijo Barbara Clark, desde el rellano de la escalera.
Todos los rostros se volvieron hacia ella, que a duras penas lograba controlar sus nervios. Se

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mordió el labio inferior, y se agarró con fuerza a la barandilla.
- ¿Tú? -exclamó Cynthia, incrédula-. Espero que hayas tenido un buen motivo para hacerlo.
Hoy es día de visitas y...
La tensa voz de la directora se vio interrumpida por la llegada precipitada de Betty Ramos,
medio jadeante y con el rostro desencajado. Había dejado la puerta entornada y allí, en el
patio, se veía a las muchachas que las celadoras habían hecho formar para pasar revista.
- Fa... faltan tres... internas -farfulló Betty-. Chris, Moco y Josie...
Los tres nombres planearon unos instantes en la cargada atmósfera del recinto. Sólo se oía la
respiración entrecortada de la celadora y un vago rumor de órdenes emanadas desde el patio.
Barbara Clark suspiró. De repente se serenó y comenzó a descender los escalones.
- Sí, las he visto fugarse con mis propios ojos -dijo con calma-. Por eso hice sonar la alarma.
- ¿Fugadas? -bramó Lasko-. ¡Eso es imposible!
Barbara avanzó unos pasos hacia la celadora-jefe, que la miraba con atónito estupor. La
profesora se apartó un mechón de pelo que le caía sobre la frente y sonrió, como si disfrutara
de la situación.
- Hay un agujero en la cerca, junto a las obras de los nuevos pabellones -declaró-. Las chicas
se escabulleron por allí, con toda tranquilidad.
Cynthia Porter expelió una especie de resoplido. Su cuerpo tenso se inclinaba hacia delante, y
sus acerados y pequeños ojos de ave de rapiña taladraban la serena expresión de Barbara.
- ¿Y no hiciste nada por impedirlo? -le recriminó.
Barbara le sostuvo la mirada, sin abandonar su ambigua sonrisa.
- Nada podía yo hacer, salvo dar la alarrna -replicó sin alterarse-. Estaba en la ventana de la
sala de profesores del segundo piso cuando las vi.
- ¡Vamos a por ellas! -ordenó Lasko, aferrando el brazo de la Ramos en un gesto elocuente.
- No pierda la cabeza, Lasko -dijo Cynthia con frialdad-. No serviría de nada correr ahora tras
ellas. Encárguese de despedir a los visitantes y procure que todas las internas permanezcan en
sus pabellones. Yo me ocuparé de esas pequeñas fugitivas.
- Sí, señorita -acató Lasko, con sumisión.
- Y no se olvide de hacer tapiar el hueco de la alambrada.
- No, señorita, no lo olvidaré.
La celadora-jefe se retiró con paso vivo, con Betty Ramos pisándole los talones. La
subdirectora cerró la ptierta, acallando las voces de mando que llegaban del exterior. Luego se
volvió hacia Barbara Clark. Sus finos labios se fruncieron bajo los ojos helados.
- Acompáñame, Barbara -ordenó, sin más.
Tras recorrer en silencio el corto pasillo lateral, las dos mujeres entraron en el despacho de
Cynthia. La subdirectora abrió las persianas. El sol se coló por entre las tablillas, formando una
enramada de luz y sombras sobre el suelo y las paredes de color verde oliva. Cynthia Porter se
sentó en su escritorio. Apoyó una mano en el teléfono y con la otra señaló a la profesora una
pequeña silla de madera.
- Siéntate, Barbara -dijo, y aguardó a que ella lo hiciera; luego prosiguió-: Tú eres la única
testigo de lo que ha ocurrido. Tendré que pedirte que permanezcas aquí hasta que acabe la
investigación.
- De acuerdo -dijo Barbara con tono de indiferencia.
Cynthia bajó la mirada y a juguetear torpemente con un escalpelo de abrir cartas de madera
tallada.
- Te harán preguntas -muemuró-. Y también me las harán a mí. ¿Hay algo más que quieras
decirme?
- No. Ya te he dicho cuanto sabía.
- Entonces... prosigamos pues -dijo la subdirectora.
Su mano volvió al teléfono y cogió el auricular. Marcó sólo tres números, y esperó. Alguién
respondió al otro lado de la línea, y Cynthia tomó una bocanada de aire antes de hablar:
- Soy la señorita Porter, del reformatorio. Deseo hablar con el sheriff Carrington... Se trata de
algo muy urgente.

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Capítulo 3

Hacía un calor infernal. Moco recobró nuevo aliento y, a rastras, se internó unos metros más
por el matorral, chapoteando manos y rodillas por el fango maloliente. De nuevo alcanzó a
Chris que, tumbada de bruces, contemplaba el lento discurrir del riachuelo. El agua era un
sucio caldo turbio y denso.
- ¿Dónde anda Josie? -preguntó Chris.
- La dejamos ligeramente atrás. Se quedó tiesa al oír esa condenada alarma, pero con una
patada en el culo logré que se moviera.
- ¿Nos buscan?
- No. Y es extraño, ¿no crees?
- Si yo fuera ellos -reflexionó Chris-, tampoco lo haría. Desde «El Pesebre» mismo, avisaría al
sheriff del condado para que nos tendiera un cerco. Es más sencillo y más seguro.
- Supongo que eso es lo que harán -aceptó Moco, malhumorada.
Una nube de mosquitos zumbaba sobre sus cabezas.
Permanecieron en silencio, atentas, al menor ruido que llegara de fuera de allí y al intenso
bullir de los minúsculos habitantes del matorral. Un par de escarabajos avanzaba lentamente,
rodeando los charcos. Chris volteó a uno de ellos dejándolo patas arriba. El otro giraba en
torno a su compañero, dándole de vez en cuando con las antenas.
- Pobre bicho -dijo Moco condolida. Y cuidadosamente, cogió el insecto con sus dedos y lo
enderezó de nuevo.
Un rumor a sus espaldas hizo que las dos chicas dieran un salto. Se trataba de Josie que,
agachada, avanzaba entre la maleza.
- ¡Baja la cabeza! -le ordenó Chris.
- Me he torcido un pie -se dolió la mulata, y se dejó caer junto a sus compañeras, sin aliento.
- Te felicito, Josie -gruñó Moco-. Ahora sólo nos falta andar unas cuarenta millas para salir de
este condado.
- Nadie va a salir del condado -vaticinó Chris-. Todos los caminos y senderos deben estar
vigilados.
Moco arrancó una brizna de hierba y la masticó con rabia.
- Bonita situación -dijo con su grave y pesada voz-. Aún estamos a tiempo de regresar a «El
Pesebre», decir que todo fue una broma y asearnos para la cena. ¿Os parece un buen plan?
Josie se puso a temblar y sus ojos se humedecieron.
- ¿Qué... qué haremos, Chris? -preguntó en un hilo de voz.
- Quedarnos aquí -dijo Chris con firmeza-. Existe una posibilidad entre mil de que no se les
ocurra buscarnos tan cerca.
Moco emitió una insonora carcajada, cabeceando hacia un lado y otro.
- Oye, guapa -espetó de repente-, a esa gente se la paga por hacer bien su trabajo. Se supone
que saben hacerlo. Y si el sheriff funciona con más de dos neuronas, lo primero que hará será
dar una batida por este apestoso matorral, cogernos de una oreja, devolvernos al regazo
amoroso de Lasko y luego de vuelta a su casa para ver la serie policíaca de turno.
- Tal vez -asintió Chris-. ¿Acaso tienes tú una idea mejor?
- No -dijo Moco-. ¡Maldita sea!
Josie hundió la cabeza entre sus brazos y se puso a sollozar calladamente, el rostro pegado a
la tierra fangosa.

El sheriff Carrington amaba su trabajo, y tenía un único problema: estaba a punto de alcanzar
los sesenta y seis años y, probablemente, la mayoría de ciudadanos del condado pensaron que
le había llegado la hora del retiro. El verano siguiente habría elecciones y dos candidatos
jóvenes habían anunciado disputarle el puesto. Uno de ellos había sido ayudante suyo tiempo
atrás, cargo al que luego renunció para terminar sus estudios de leyes. Los tiempos estaban
cambiando, y un tipo que se sabía las leyes al dedillo resultaría un competidor harto difícil.
Para alejar de sí aquellos funestos pensamientos, Carritigton, tras despojarse de su gorra, se
rascó la coronilla y lanzó furtivas miradas hacia las bien formadas piernas de la profesora

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sentada frente a él.
- Bien, señorita Clark -le dijo en tono suave-, ¿cuanto tiempo cree que pudo transcurrir desde
que vio evadirse a las reclusas hasta el instante en que hizo sonar la alarma?
Barbara se aliso instititivamente la falda.
- Pues... uno o dos minutos, o tal vez tres. Quedé prácticamente paralizada por la sorpresa...
No atinaba a moverme.
- Eso suele ocurrir -admitió el sheriff-. De todos modos, habría sido ya demasiado tarde para
evitar su huida.
- Más tarde es ahora -dijo Cynthia acremente-. ¿No es ya hora de salir a buscarlas, señor
Carrington?
El sheriff parpadeó sorprendido, y sus pupilas grises brillaron intermitentemente. Entrelazó
bajo la barbilla sus gruesas manos tostadas por el sol.
- Tenemos controlados los principales caminos y senderos, señorita. Tarde o temprano caerán,
supongo.
- ¿Sólo supone? -Las cejas de la señorita Porter se arquearon inquisitivamente-. Sugiero que
se dé una batida por los alrededores. Es posible que no estén demasiado lejos.
- A mi modesto entender -intervino Lasko-, juraría que deben andar por los matorrales,
esperando a que oscurezca.
- Es posible -asintió cabeceando Carrington.
- ¿Entonces, a qué espera? -inquirió Cynthia.
El sheriff lanzó un bufido. Se quitó la gorra de un brusco manotazo y la estuvo mirando
largamente, como si algo en ella lo fascinara. En realidad, era el truco que usaba para
dominarse cada vez que se impacientaba.
- Señorita Porter -dijo entre dientes, después de meditar un rato-; quisiera recordarle que no
se trata de criminales peligrosas, sino de inexpertas quinceaneras que probablemente estén
muy asustadas.
- ¡Asustadas! -rió Lasko sin poder contenerse-. No las conoce usted bien, señor. -¡Esas tres no
temen ni al diablo!
- Mejor para ellas. Pero son menores de edad y hay un río por medio -puntualizó Carrington-.
No sería la primera vez que a una persecución así empuja al fugitivo hacia un accidente fatal.
¡O incluso al suicidio! -Carrington colgó las manos del cinturón y se paseó por la estancia,
saboreando el efecto que sus palabras habían causado en las tres mujeres-. Si están allí,
señoras, ya saldrán. Y las estaremos esperando. Pero no vamos a presionar a esas chicas con
una batida. No, mientras yo sea el sheriff de este condado.
Se hizo un pesado silencio, durante el cual Lasko y la subdirectora se intercambiaron miradas
de interrogación. Cynthia se removió nerviosa tras su escritorio y retomó la palabra.
- Es su problema, sheriff -dijo fríamente-. El mío es informar a mis superiores sobre lo
ocurrido. Por supuesto deberé informar sobre su particular modo de resolver el asunto.
Carrington frunció los labios. La junta directiva del reformatorio era una parte influyente del
electorado, pues la integraban gentes notables de la región. Si aquella solterona engreída y
tonta decidía que él había actuado con negligencia, podía irse despidiendo de su estrella de
sheriff. Sintió, simultáneamente, lástima y odio hacia sí mismo, pero su respuesta fue tajante:
- Puede usted decir lo que le dé la gana -bramó-. ¡Pero yo soy un policía, no un perro de
presa!
Le tocó a Cynthia el turno para parpadear, permaneciendo con la boca muy abierta. Carrington
recogió la gorra de la mesa, se la colocó de cualquier manera en la cabeza y abrió la puerta.
Antes de cerrarla tras sí, lanzó con desenfado un cordial guiño a Barbara Clark. Ella se lo
devolvió, con una sonrisa de aprobación.

El color ocre del río fue oscureciéndose lentamente, a medida que el sol se iba ocultando tras
las suaves colinas que cerraban el horizonte. En el matorral, los sapos y los grillos iniciaban su
habitual concierto nocturno. También los mosquitos, a su manera, celebraban el fin del día,
lanzando oleadas sucesivas de ataque sobre el rostro y brazos de las tres fugitivas. Yacían de
bruces sobre el barro, ocultas por el espeso yerbazal que cubría la ribera.

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Moco inició una tanda de palmotadas por todo el cuerpo.
- Ya sé por qué la poli no nos busca -dijo de repente-. Saben que estos condenados mosquitos
nos harán salir volando de aquí.
- Ya casi es de noche -anunció Josie-. Si vamos a movernos, será mejor que empecemos ya.
- De acuerdo. Nos desplazaremos hacia la derecha, siguiendo fa orilla del río -indicó Chris-. Si
no me equivoco, a milla y media de aquí hay un viejo camino vecinal.
- Sí, lo conozco -confirmó Moco-. Pero, ¿qué te hace suponer que no estará vigilado?
- No sé, Moco, pero habrá que intentarlo de todos modos. No tenemos otra alternativa.
- Es verdad -aceptó resignada Josie, y se dispuso a seguir a sus amigas.
Caminaron algo más de un cuarto de hora camufladas entre arbustos. Sus pies resbalaban en
el fango y las tupidas enramadas las golpeaban en la oscuridad. Moco, más ágil y resistente,
iba delante. La seguía Chris, asida al faldón de su camisa, mientras con la otra mano conducía
a Josie. La noche había caído bruscamente, como una compuerta. Todo estaba oscuro.
Inopinadamente, Moco saltó a un lado y se arrojó al suelo.
- Hay algo allí delante -dijo en un susurro-. He visto un brillo metálico.
- ¿Metálico... ? -tembló la voz de Josie.
- ¡A callar! -dijo Chris-. Esperadme aquí y no os mováis pase lo que pase.
Tras arrastrarse unos metros, llegó al borde del camino vecinal. Poco a poco su vista fue
acostumbrándose a las formas de la penumbra. El camino describía en ese sitio una curva muy
abierta. Con sólo alargar el brazo, la chica hubiera podido tocar el margen desconchado del
pavimento. Unos veinte metros hacia la izquierda, podían distinguirse los pilares de un viejo
puente de piedra que cruzaba sobre el río pantanoso. Más acá del puente, a un lado del
camino, había algo que sobrecogió el corazón de Chris: dos ojos rojos y rectangulares que
flameaban en la noche.
Eran, sin duda, las luces de posición de algún vehículo estacionado en el arcén.
- La policía. Estos hijos de perra están acechándonos -dijo con voz tensa Moco a Chris.
La muchacha se volvio' sobresaltada. Sus dos amigas estaban allí, a sus espaldas, jadeando
nerviosamente. Pensó recriminarlas por no tenía sentido iniciar allí una discusión.
- No es la policía -concluyó tras echar un breve vistazo-. Esas no son las luces de un coche
patrulla. Están demasiado altas. Debe tratarse de una camioneta
- Iré a echar una ojeada -dijo Moco.
- No -saltó Josie-. Iré yo.
- ¿Tú... ?
- Soy la más bajita -dijo Josie en tono firme-. Y mi piel se simula mejor en la oscuridad.
- De acuerdo -aceptó al final Chris-. Acércate y mira el tipo de vehículo que es, y si hay alguien
dentro. Sea lo que sea, vuelve acá de inmediato.
La felina mulata cruzó el pavimento con sigilo y se perdió en la oscuridad. Moco rozó con su
rostro al de Chris.
- Necesito un cigarrillo -dijo suspirando.
- Y yo. Si salimos de ésta, juro dejar el tabaco para siempre.
- ¿Qué crees que debería dejar yo? -bromeó Moco. Las dos chicas rieron quedamente.
Josie regresó junto a ellas. Sus ojos de gata brillaban en la noche.
- Es un furgón -anunció-. Tiene un letrero en la portezuela: "Lavandería de Bertie". No hay
nadie en la cabina, pero he oído voces debajo del puente.
- Quizá Bertie ha venido a pescar con los amigos -sugirió Chris-. No olvidemos que hoy es
Domingo.
- ¿Pescar en esa cloaca? -dijo incrédula Moco-. Como no sean sardinas en conserva... La
policía suele usar vehículos de camuflaje civiles. ¡Nos han tendido una trampa, amigas!
- Seguro -ironizó Chris-. El sheriff y sus hombres han aparcado el furgón a un lado del camino,
y se han puesto a jugar a las cartas bajo el puente. No tenemos escapatoria.
- Te burlas de mí -refunfuñó Moco-. Tal vez tengas razón; esto no parece una emboscada.
Chris sintió un ligero calambre recorrer su cuerpo y se puso de pie. Su silueta se perfiló sobre
el fondo azul prusia del cielo.
- Vamos allá -dijo resolutiva-. Y que sea lo que Dios quiera.

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Las tres muchachas estuvieron merodeando en torno al furgón vacío y luego se asomaron a la
baranda del puente en ruinas. Abajo sólo se veían sombras, siquiera interrumpidas por fugaces
destellos del agua que se deslizaba pesadamente río abajo. Oyeron unos sofocados quejidos de
mujer y luego una voz masculina que decía:
- ¿Me quieres, cariño... ? Di que me quieres...
- ¡Oh, sí, amor mío... !
Los suaves quejidos tornáronse en explosiones de júbilo.
- Bertie ha cobrado buena pesca -comentó Josie, jocosa.
- ¡Vamos rápido! ¡Ocultémonos en el furgón! -ordenó tajante Chris.
Corrieron por entre la oscuridad de la noche. La puerta trasera no estaba cerrada con llave; les
fue fácil introducirse en el interior. Despedía un penetrante olor a lejía y almidón. El vehículo
estaba vacío, a excepción de unas perchas de alambre que colgaban a un lado.
- Si tenemos suerte -dijo Chris, cerrando nuevamente la puerta con cuidado-, Bertie nos
sacará del condado.
- Esperemos que no vuelva a echarse de nuevo un polvo -bufó Moco, atisbando por la mirilla
acristalada que daba a la cabina.
Al poco rato, oyeron las voces de la pareja que regresaba. Por suerte para las fugitivas de «El
Pesebre», Bertie se encontraba demasiado absorto con su acompañante como para que se le
ocurriera echar un vistazo al compartimento de carga del vehículo.
Tras recorrer unos kilómetros con buena marcha, el furgón redujo la velocidad. Moco, siempre
alerta, volvió a su puesto de vigilancia pegada a la mirilla, y lanzó una queja de maldición.
- ¿Qué ocurre? -preguntó Chris.
- La bofia -masculló Moco-. Han montado un verdadero "show" ahí delante. Hay luces, barreras
y polis con metralletas. Ni que fuéramos la pandilla de Al Capone.
Chris se arrastró hacia el ventanuco y pegó la nariz al cristal. Moco no había exagerado nada.
- Nos tienen atrapadas -gimió.
- Bien, chicas -sonrió Moco, resignada, encogiéndose de hombros-; nadie podrá decir que no lo
hayamos intentado.
- Sí, y fue muy emocionante, mientras duró -se consoló Josie.
En la cabina, Bertie hundió el pedal del freno y se inclinó del lado donde estaba su compañera.
- Cúbrete el rostro, cariño -le dijo con quebrada voz-. Es un control policial.
- Buena la hemos hecho -se plañó ella, alzándose las solapas del abrigo.
Balanceándose sobre sus curvadas piernas, el sheriff Carrington se les fue aproximando
lentamente. Tenía el rostro soñoliento y la mano derecha apoyada como por casualidad sobre
la pistolera.
- ¡Hola, Bertie Solomon! -gorgeó, rascándose bajo la gorra como era su costumbre-. ¿Qué
haces tú por ahí, a estas horas?
- ¿Es que ya ni puede uno salir a dar un paseo en Domingo, sheriff? -protestó Bertie, con falso
aplomo.
Por toda respuesta, Carrington enfocó con su linterna el interior de la cabina.
- ¿Quién es la chica que te acompaña, Bertie?
- Es una amiga. Ya le dije que salimos a dar un paseo.
- Tendrá que identificarse, señorita -indicó el sheriff, impasible, dando un tono de oficialidad a
sus palabras.
- ¿Quién diablos se ha creído que es usted, Carrington? -bramó Bertie, sin poder contenerse ya
más-. ¿Uno de esos malditos agentes de la moralidad? ¡No somos Bonnie y Clide, y ninguna
ley de este estado me impide llevar en mi coche a quien me plazca!
Carrington hizo un gesto de impaciencia y apoyó las manos en el borde de la ventanilla. Sus
ojos se achicaron y cobraron igual tamaño al de los ojales de su camisa.
- Te lo diré más claro, Bertie -palabreó con calma. Esta tarde se han fugado tres muchachas
de «El Pesebre».
Bertie abrió la boca de par en par, como si le faltara aire. Luego volteó la cabeza a un lado, y
se quedó mirando al sheriff con incrédula expresión.
- ¿Y piensa usted que mi acompañante es una de esas chicas?

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-Sí -dijo Carrington, sin pestañear. Y las otras dos podrían haberse escondido en el
compartimiento de atrás.
En el compartimiento de atrás, Chris, Josie y Moco escuchaban asustadas. El corazón de Chris
saltaba dentro de su pecho, como si alguien estuviera jugando con él una partida de
ping-pong. La pequeña mano de Josie le atenazaba el brazo con desesperación.
- ¡Mierda! -resopló Moco, con la mirada puesta en la acompañante de Bertie-. ¡Muéstrale de
una vez tu jodida jeta, maldita zorra!
Como haciéndose eco de las palabras de Moco, la muchacha de la cabina se bajó de repente
las solapas del abrigo. La luz de la linterna alumbró su rostro pálido y serio. El labio inferior le
temblaba visiblemente.
- Soy Linda Powell, sheriff -dijo.
- Ya lo veo -refunfuñó Carrington, apagando la linterna-. Lo siento, Linda. En mi trabajo a
veces ocurren estas cosas.
- Sólo le pedimos que mantenga la boca cerrada -gruñó Bertie.
- Descuida. También la discreción forma parte de mi trabajo. Y ahora decidme, ¿habéis notado
algo raro por el camino? ¿Alguna luz, algún movimiento extraño entre los matorrales?
- Nada, sheriff. Todo estaba tranquilo -aseveró Bertie-. Aunque, a decir verdad, no prestamos
demasiada atención. Ya sabe...
Bertie Solomon lanzó un guiño de complicidad. Pero el sheriff Carrington, haciendo honor a su
bien ganada fama de hombre duro, no le acusó recibo.
- De acuerdo -dijo-. Podéis seguir vuestro camino.
- ¿No quiere echar una ojeada al furgón? -le propuso Bertie, en tono amistoso.
- Confiaré en tu palabra. Mejor será que Linda no vuelva demasiado tarde a su casa.
El furgón se puso en marcha, sorteó la barrera y aceleró al enfilar la carretera nacional. Los
tres suspiros de alivio que estallaron en el compartimiento trasero hubieran alertado a Bertie,
de no encontrarse éste acariciando con una mano los rotundos pechos de Linda Powell. Como
fondo musical, silbaba con rara habilidad la sintonía de Encuentros en la tercera fase.

Amos Morris habia regresado de Vietnam con un brazo de menos y un pertinaz insomnio que
atormentaba sus noches. «Pudo haber sido peor -decía a quien quería oírlo-. Por suerte se
trata del brazo izquierdo, y la falta de sueño es una ventaja en este negocio.» Morris, con el
dinero que le dio el gobierno, se había comprado un modesto «snackbar» en la carretera. Unas
amustiadas luces amarillas eran el único reclamo para los camioneros sedientos a lo largo de
cincuenta kilómetros. Pese a carecer de personal, él solo se las arreglaba para mantener el
negocio abierto las veinticuatro horas del día. Había instalado un catre tras el mostrador,
donde descabezaba de vez en cuando un corto y frágil sueño de no más de media hora. La
campanilla de la puerta lo despertaba cada vez que entraba alguien, o cuando alguien
pretendía escabullirse sin pagar la cuenta. Los conductores que frecuentaban aquellas rutas
sabían que, a cualquier hora, podían parar en el bar de Morris y tomarse una copa o comer un
plato caliente. Amos, por su parte, esperaba juntar en pocos años suficiente dinero como para
retirarse. De vez en cuando, pedía a su primo Jess que atendiera su negocio por unos días,
para poder asistir a las reuniones de los «Vietvets» (veteranos de Vietnam). Era bueno
recordar los viejos tiempos de Saigón y salir de juerga con los viejos camaradas.
Aquella noche no había sido muy movida, pues los Domingos escasea el tránsito de camiones
por la carretera nacional. Cerca de la medianoche, Amos decidió echarse una siesta. Su único
cliente, el camionero Burt Winfield de Transportes Consolidados, se había dormido pegado a
una botella de whisky después que ambos cenaran un guiso de repollo. Sobre la una, el
campanilleo de la puerta anunció la llegada de un nuevo parroquiano. Era Ted el Negro, que
transitaba por vez primera en esa ruta, conduciendo un enorme camión cisterna de
inflamables. Ted era abstemio, de manera que Morris, tras desperezarse, preparó una gran
cafetera humeante. El café no iría mal a su permanente duermevela, y tal vez ayudara a Burt
a salir de su trompa.
Lo sirvió en grandes tazas de loza; encendieron el televisor y escucharon, sin demasiado
interés, las opiniones de un comentarista deportivo sobre los últimos encuentros de la Gran

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Liga de Baseball. Al mismo tiempo, sostenían una deshilvanada conversación sobre la crisis de
combustibles y su incidencia en el negocio de los camiones.
- Si les confiscaran el coche a los malditos «domingueros» -refunfuñó Burt-, habría gasolina de
sobra.
- La gasolina es estratégica -asintió Ted el Negro, cabeceando su oscura y cuadrada tez-. Es
como si permitieran a alguien cazar con escopetas de uranio o de cobalto.
- Ajá -Amos Morris tendió un gesto de aprobación con su única mano-. Lo has expresado muy
bien, Ted.
Entonces sonó de nuevo la campanilla de la puerta.
Las tres muchachas sucias y harapientas entraron en el local con expresión huidiza en los ojos
y se sentaron en la mesa del rincón, apretándose entre ellas. Los hombres las miraron con
solemne expectación. Amos Morris agachó la cabeza, hasta ocultarla detrás de su taza.
- No lo creería si no lo estuviera viendo -dijo-. Tres inocentes palomitas extraviadas caídas del
cielo en medio de la noche. Tal vez Dios haya pensado en ti, Ted; la morenita no está nada
mal.
- Puerco racista -gruñó Ted-. Para que te enteres, a mí me gusta la rubia alta.
- ¿Y tú qué opinas, Burt? -preguntó Morris.
Winfield se paseó el pulgar a lo largo del grueso bigote y achicó los ojos para escudriñar mejor
la mesa del fondo.
- Son tres crías, Amos -declaró al fin-. Mi hija menor podría ser la madre de cualquiera de
ellas. Trátalas bien y averigua quiénes son, si no quieres verte metido en líos.
Morris miró al negro, que sancionó aprobatoriamente las palabras de Burt con un suave aleteo
de párpados.
- El abuelo tiene razón -dijo convencido-. Esas criaturas no son zorras del camino. Sírveles los
helados y acabemos la fiesta en paz.
- Ya no quedan hombres en América -refunfuñó Morris por lo bajo, levantándose de su silla con
ademán compungido.
Se arregló la manga que colgaba vacía de su hombro izquierdo y se dirigió con toda
parsimonia a la mesa de las muchachas.
- ¿Qué desean tomar las señoritas? -preguntó, con un tono de voz amanerado, al estilo de un
maître del Ritz.
Moco lo miró con sus azules ojos convertidos en inexpresivas bolas de vidrio.
- Algo para comer -dijo.
Su voz rezongante rompió el breve encantamiento de atmósfera de Ritz. Todo el mundo volvió
a la cruda realidad del modesto bar del camino.
- La cocina está cerrada -dijo Morris-. Pero puedo hacerles unos huevos con jamón.
- Eso estará bueno -asintió Moco, sin consultar para nada a sus silenciosas amigas-. Y
mientras tanto, sírvanos tres cervezas dobles.
- ¿Dobles?
- Eso dije.
Morris se retiró de allí, dando media vuelta. No había mucho más de qué hablar. Detrás del
mostrador, prendió fuego al hornillo de butano y escanció tres jarras de cerveza. Durante esta
operación, no vio a los dos camioneros que contemplaban absortos un programa de televisión
sobre la matanza indiscriminada de focas en Alaska. Amos dispuso las jarras sobre una
bandeja y regresó junto a las chicas.
- Son la una y cuarenta y seis minutos -dijo, con iei-ialtono de voz que el que da la hora por
teléfono-. No es común ver a tres muchachitas como vosotras andar solas, a esa hora de la
noche, por la carretera, y además a pie.
- ¿Por qué supone que vamos a pie? -preguntó Moco.
Amos colocó la cerveza frente a ella. La espuma rebosó la jarra de cristal y se deslizó sobre la
mesa.
- Porque ningún ruido de motor se oyó antes de que vosotras entrarais -sonrió malévolamente
Morris-. Este negocio afina el oído.
- Pues ya es una ventaja -dijo Moco.

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- Nuestro colegio ha organizado un campamento cerca de aquí -Improvisó Chris con esforzada
naturalidad-. Salimos a dar un paseo y llegamos tarde para la cena. Entonces pedimos permiso
a la profesora para venir a comer algo aquí.
Morris colocó la última jarra de cerveza ante Josie y puso la bandeja sobre la mesa contigua.
Después se rascó la nariz con parsimonia.
- Ningún colegio suele hacer campamentos por estas zonas -dijo, como doliéndose de ello.
- Por eso elegimos este lugar -afirmó Chris en actitud desafiante.
- Nos inculcan el contacto con la naturaleza -agregó Moco, entre sorbo y sorbo de cerveza.
- Eso está bien -suspiró Amos, momentáneamente convencido. Y regresó a preparar los
huevos con jamón.
Las tres chicas devoraron sus platos mientras los hombres contemplaban con ojos vidriosos la
cruel matanza de focas de la televisión. Una vez todas acuchilladas, un atildado congresista
contó que eso estaba muy mal y que él se ocuparía de que no volviera a suceder, y con tal fin
recababa de todos los sonámbulos que estaban viendo el programa, que enviasen cartas de
apoyo a su oficina electoral.
Burt Winfield aplaudió con alcohólica sinceridad.
Entonces se emitió un espacio informativo de la cadena regional, leído por un blanco y
pegajoso joven cuyo peluquero sin duda debería tener veleidades artísticas:
- Repetimos nuestra información de esta tarde. Tres jóvenes reclusas se han fugado de la
escuela-reformatorio del estado. Las fugitivas son menores de edad. Dos de ellas son blancas y
la otra es mestiza de raza negra. El juzgado de Menores encarece a quienes puedan facilitar
información...

Capítulo 4

Josie, al oir las palabras del noticiero, miró alucinada a Chris. Esta bajó con lentitud el vaso de
cerveza y se limpió la espuma de los labios con el dorso de la mano. Luego miró a Moco. Moco
le rehuyó la mirada. Inmóvil en su silla, con las piernas levemente encogidas como
aprestándose a saltar, mantenía clavados sus ojos en el televisor.
Burt Winfield parpadeó incrédulo, mirando a las muchachas con expresión de desangelada
sorpresa en sus ojillos de un azul casi blanco. Ted el Negro apagó el televisor. Amos Morris
soltó una risita remedo de gruñido. Rodeó el mostrador y, con deliberada lentitud, se dirigió
hacia ellas.
Moco miró hacia la puerta. Estaba demasiado lejos para ver algo.
- ¿Conque acampando en una colonia estudiantil, eh?
La voz de Morris se había dilatado en el silencio con una cierta musicalidad, y pareció quedar
suspendida sobre las cabezas de las tres muchachas. Chris advirtió que al levantar la vista
podía ver aún las siete palabras balanceándose junto a la lámpara de luz de neón. No había
forma de contestar a esa pregunta.
- ¿Qué hacemos con ellas, muchachos? -prosiguió Amos, en tono irónico-. ¿Avisamos ahora a
la policía o antes nos divertimos un poco con ellas?
Su única mano se posó, paternalmente, sobre el pecho de Chris.
Entonces comenzó la pelea. Chris atrajo hacia sí los dedos de Morris y clavó en ellos los
dientes hasta sentir brotar la sangre. Moco tumbó la mesa de un puntapie; rompió una de las
copas contra un canto y saltó hacia atrás, empujando el cortante filo de aquel trozo de cristal.
Josie fue a caer lejos del alcance de Amos, y al incorporarse, alzó una silla sobre su cabeza, en
actitud de amenaza. Morris emitió un fuerte alarido y se restregó la herida de la mano con la
camisa, dejando festoneados trazos rojizos sobre la tela. Mascullando palabras ininteligibles,
se dirigió a la puerta y la cerró con llave.
- ¡Esto os costará caro, malditas zorras! -ladró lleno de ira.
Dio la vuelta al mostrador y cogió el teléfono.
Ted el Negro extendió amigablemente su gran brazo oscuro e inmovilizó la mano de Morris.
Sonrió, mostrando una sana hilera de dientes blancos.
- Tranquilízate, Amos -le dijo en tono suave.

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- ¿Tranquilizarme? ¿No ves lo que me ha hecho esa putita?
- Tú te lo buscaste -declaró Burt, sin moverse.
Morris apartó con lentitud su mano herida del negro teléfono y la negra mano de Ted. Sus ojos
inquietos y enrojecidos, saltaban del rostro sereno de Ted al de Burt, que con un pie sobre la
mesa se balanceaba retrepado en su silla.
- Comprendo -dijo recalcando las palabras-. Queréis haceros los héroes conmigo, para luciros
ante estas putillas y revolcaros luego con ellas en vuestros sucios camiones.
- Sólo queremos que las dejes en paz -dijo el negro-. ¿No es así, Burt?
- Así es -asintió Burt-. Si se han escapado del reformatorio, el problema es de ellas. Los
camioneros no somos chivatos, Morris.
- No señor -añadió Ted, como un eco.
Morris frunció la boca dispuesto a hablar, pero nada dijo. Burt se incorporó de repente. Caminó
gansamente hacia el rincón donde se hallaban las chicas y arrebató el vaso roto de la mano de
Moco. Fue un suave gesto, casi galante. Luego enfocó su mirada en Josie. Sólo de hacerlo, la
muchacha bajó la silla y la soltó en el suelo. Aquel hombre fornido, casi viejo, de grandes
bigotes color té con leche, imponía respeto y confianza en las exhaustas fugitivas. Se encaró
con Chris y hundió su dedo índice en el hoyuelo de su mentón.
- ¿Eres tú la cabecilla? -preguntó.
- Sólo cuando mi idea resulta ser la mejor -respondió la chica.
El camionero asintió, con una especie de sonrisa que le erizó el bigote.
- Por ahora el que tendrá las ideas seré yo -dijo-, si es que queréis salir de aquí...
Chris consultó a Moco con un fugaz intercambio de miradas.
- De acuerdo -dijo Chris, aceptando el trato-. Pero no esperéis recibir nada nuestro a cambio.
Brilló una chispa de lujuria en los ojillos de Burt, mientras sonreía abiertamente.
- Está bien. Os ayudaremos sólo por fastidiar a Amos.
Ted el Negro asentía exhibiendo una amplia y rotunda visión de su fenomenal dentadura. Burt
se volvió hacia Morris, que permanecía detrás del mostrador, algo encogido, con la mano
derecha apoyada en el muñón del brazo perdido. Su expresión no era nada amistosa.
- Nos llevaremos a las chicas, Amos. Tú te quedarás ahí, quietecito y con la boca cerrada.
Nadie ha venido por aquí esta noche, ¿entiendes?
- Estáis cometiendo un grave delito -dijo Morris-. Os denunciaré una vez hayáis cruzado la
puerta.
Burt meneó la cabeza hacia los lados, como lamentándose de lo que acababa de oír.
- Los camioneros estamos muy unidos -dijo, en tono amenazante.
- Así es -confirmó Ted el Negro-. En la ruta que hacía yo antes, el encargado de una gasolinera
denunció una vez a uno de nuestros muchachos que llevaba contrabando a México. No es que
aprobemos el contrabando, pero aquel tipo necesitaba dinero y sabía lo que con ello se jugaba.
Dio con sus huesos en la cárcel.
- ¿Qué pasó con el bastardo de la gasolinera? -preguntó Burt, socarrón.
- No tuvo suerte -Ted carraspeo sonoramente y soltó un salivazo en la escupidera que había
junto a la puerta-. Unos días después apareció su automóvil incendiado, en un camino vecinal.
Él estaba adentro, completamente calcinado. Un extraño accidente, ¿verdad?
- Esas cosas suelen ocurrir de vez en cuando -sentenció Burt.
Amos Morris se dejó caer abatido hacia atrás, sobre el catre. Tenía el rostro lívido. En el fondo
de sus pupilas, el terror y el odio libraban una incruenta batalla.
- i¡Salid de aquí todos! -gritó desaforado-. Tipos como vosotros han convertido a este país en
una auténtica mierda.
- Puede -admitió Burt-. No nos dieron ninguna medalla por ametrallar a niños y a mujeres en
nombre del Tío Sam. Vamos, Ted; tú te llevarás a la morenita hacia el Norte, y yo trataré de
sacar a las otras dos de este estado. -Y, dirigiéndose a Chris, añadió-: No podréis seguir las
tres juntas, muñeca. Es demasiado peligroso.

El primer rayo de sol que surgió de detrás de las colinas puso reflejos naranja en los cromados
del camión de Burt Winfield. En la carretera, el lechoso resplandor de las luces de cruce se

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diluía en la tenue luz de la aurora. El resto del paisaje eran apariencias grises que empezaban
a consolidarse entre la bruma. Chris contempló su propio rostro en el espejo retrovisor
acoplado a la cabina. El rostro no le era nada agradable. Los ojos enrojecidos e hinchados de
sueño, el pelo en el más completo desorden y los labios resecos y despellejados. Una perfecta
ruina que acababa de cumplir los dieciséis años. «Lo primero que haré cuando me baje de este
dinosaurio con ruedas -pensó-, será lavarme la cabeza.»
Burt conducía con los brazos apoyados al volante, canturreando una antigua canción de
vaqueros. Moco dormitaba recostada sobre su hombro. Allí delante, una vez más, se tendía el
camino. Chris se emocionó al comprobar que era libre, que habían logrado huir de «El
Pesebre» sin excesivas dificultades, pese al cerco obstinado de aquel anciano y a los morbosos
instintos del deleznable Amos Morris. Todo eso quedaba atrás, junto a la noche que iba
feneciendo lentamente. Lamentaba sólo el haber tenido que separarse de Josie, pero no había
otra alternativa y Ted el Negro parecía un buen tipo; sin duda se ocuparía de encontrarle un
lugar seguro. Los suburbios de una de esas tiznadas ciudades del medio Oeste comenzaron a
perfilarse en el horizonte. El viaje se acercaba a su fin. Ahora, la cuestión era permanecer
escondidas unas semanas; aunque difícílmente las buscarían por allí. Después comenzarían a
ponerse en marcha los verdaderos planes de Chris: visitar a su madre en el asilo de
alcohólicos, procurar sacarla de allí y dirigirse ambas hacia México en busca de Tom. Tendría
que pensar cómo cruzar la frontera, pero ya se las ingeniaría. Lo más importante era poner el
máximo de tierra entre ella y «El Pesebre», y, por supuesto, poder estar junto a su adorado
hermano Tom.
Las imágenes de la infancia bailoteaban por su mente con colores pastel: Tom, con sólo nueve
años, interponiéndose entre ella y el padre, y recibiendo la mayor parte de los golpes que el
irascible señor Parker dirigía a su hija; Tom trayéndole una muñeca de regalo, la única que
había tenido, y que él ganó al tiro al blanco en un parque de atracciones; ella y Tom
arrastrando a la cama a la señora Parker, ebria perdida, y procurando que el viejo no se
despertara. Sí , señor, había sido una niñez sórdida y difícil. Y la única luz en muchos años fue
la sonrisa cálida de Tom, allí extendida bajo un penacho de cabellos rojizos. Ver de nuevo
aquel rostro risueño era todo cuanto Chris necesitaba para dormir en paz.
Burt Winfield giró el volante con suavidad y el pesado camión enfiló una de las avenidas de
acceso a la ciudad, flanqueada por altas luces que se desteñían en el amanecer.
«Tendré que buscarme un trabajo en México -pensó Chris-, cualquier medio de ganarme la
vida, sin resultar una carga para Tom. Tal vez podría hacer de camarera, o dar clases de
Inglés. Barbara Clark me considera una buena alumna; podría enseñar a los niños mexicanos.
Pero para eso tendría que saber algo de Español.»
- ¿En qué piensas, hija? No has pegado ojo en todo el viaje.
El camionero hizo esta pregunta en tono cordial, sin quitar la vista de la carretera.
- Oh, nunca tengo sueño cuando me fugo -respondió la chica con una sonrisa-. ¿Sabe usted
Español, Burt?
Burt Winfield arrugó su rostro curtido, y miró a su joven pasajera de soslayo.
- ¿Español? Algo aprendí hace tiempo, cuando construimos la carretera de El Paso -carraspeo y
luego tragó saliva: Buenos días, seniourrita, ¿has dormidou bueno?
Chris se rió y meneó la cabeza.
- Suena como Marlon Brando en Viva Zapata -dijo.
- Algo parecido a ello -aceptó Burt de buen humor-. Por aquel entonces daba el pego con las
chavalas de Durango.
Moco despertó sobresaltada. Con sus cinco sentidos alertados, se asomó tras la ventanilla.
- Éste es el sitio previsto -dijo, despierta del todo-. ¿Conoce usted la calle Montreal, Burt?
- Quizá la encontrase -dijo el camionero-. Pero no podré llevaros allí en este armatoste.
Tendréis que bajar en el próximo cruce.
Unos minutos después, Burt acercó su vehículo al arcén y lo detuvo con un agónico resoplido
de los frenos hidráulicos. El lugar estaba casi desierto y los escasos peatones que se dirigían
apresurados al trabajo ni siquiera volvieron la cabeza cuando el gran camión de Transportes
Consolidados se detuvo en la esquina.

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- Aquí termina nuestra sociedad, muñecas -declaró-. Es un buen lugar y una buena hora para
que os escabulláis hacia el centro de la ciudad. Por su parte, el viejo Winfield ya ha cumplido.
- Y muy bien, por cierto -dijo Moco, estrechando con fuerza la gruesa mano del camionero-.
Gracias de veras, Burt; de no haber sido por usted...
- Dejemos eso -la interrumpió.
Chris se apoyó en Moco para besar los tupidos bigotes manchados de tabaco de Burt Winfield.
- Gracias, Burt -dijo-. Los tipos como usted hacen que la vida merezca la pena vivirse.
- Dejaos de bobadas y bajad de una vez -protestó Burt, intentado disimular su emoción-.
-Estoy mal aparcado y nadie quiere ahora un guardia haciendo preguntas indiscretas.
Las dos chicas saltaron al asfalto, una tras otra. Dirigieron sus manos y sus sonrisas hacia la
elevada cabina del camión. Burt Winfield encendió su primer cigarrillo de la mañana.
- ¡Bueno suerte, senourritas! -balbuceó en Español, con un guiño. Luego soltó lentamente el
pie del embrague y el enorme camión de transporte reinició su camino.

El club nocturno «Narcisus» no presentaba un animado aspecto a las ocho de la mañana. Pese
a estar situado en la zona elegante del centro de la ciudad y contar con una lujosa marquesina
y un moderno cartel luminoso, la intensa luz de aquella soleada mañana le daba el aspecto de
algo derruido y comatoso, como si padeciera la resaca de sus últimos clientes de la noche
anterior. Andando con paso decidido, Moco cruzó bajo el toldo a rayas doradas y rojas y
empujó la puerta de doble hoja. Sorprendentemente, se abrió sin rechinar. Chris entró detrás
de su amiga. Cruzaron un vestíbulo y un corredor, y descendieron por una amplia escalera
enmoquetada. Al final de la escalera había un amplio salón, del que sólo se entreveían unas
sillas patas arriba sobre las mesas, y un escenario lleno de instrumentos musicales perfilados
por la tamizada luz de una lamparilla envuelta en celofán rojo.
- Tú debes de ser Moco -dlío una voz desde alguna parte.
Moco escudriñó infructuosamente la penumbra.
- Suelen llamarme con este nombre -dijo con decisión-. Vengo a ver a Bonnie.
- Lo sé, Bonnie tuvo que largarse. Yo soy del comité de bienvenida.
- Hola, quien seas -respondió Moco-. Esta es mi amiga Chris.
- Hola, extraño -dijo Chris.
- Hola, amor. Se supone que deberíais ser tres -dijo la voz.
- Nuestra amiga tomó otro camino -aclaró Moco.
- ¿La cogieron?
- No creo -dijo Chris-. Sólo sabemos que tomó otro camino.
- Infinitos son los caminos del Señor -recitó solemne la voz-. Nos resultará más fácil alojaros
sólo a vosotras dos.
- ¿Tú... eres Menfis? -preguntó Moco, titubeante.
Sonó una sonrisa aguda y metálica.
- ¡No, por Dios! Menfis nunca se levanta antes del mediodía. Yo tampoco, habitualmente, pero
Bonnie se empeñó en que yo viniera a recibiros...
La voz permaneció callada mientras se encendían algunas luces aisladas por la sala y el
escenario. Chris y Moco se pegaron la una a la otra. Tras breves minutos, un tipo alto y
delgado surgió de entre las bambalinas. Llevaba un holgado jersey de color indefinible y su
largo cabello castaño le caía desaliñadamente sobre la prominente nariz y los estrechos
hombros.
- Hola -saludó. Su voz resultaba más modesta sin las resonancias de los amplificadores-. Me
llamo Jimmy. Perdonadme que haya usado los amplificadores, pero es que mi timidez me
impedía presentarme de otra forma ante dos bellas muchachas como vosotras.
Antes de responder, Moco le observó minuciosamente.
- Estás perdonado, Jimmy -murmuró con su voz de barítono-. Pero creo adivinar que no son
precisamente las chicas hermosas tu problema.
- No pretendo ocultar mis inclinaciones -respondió el muchacho con un coqueto pestañeo-.
Creo en la libertad sexual.

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- Yo también creo en la libertad y en el sexo -añadió Moco-. Y me importa un huevo de qué
lado de la calle te paseas, siempre que te portes bien conmigo.
- Eso me gusta -aprobó Jimmy-. A ti tampoco parece importarte demasiado, por el aire de Kirk
Douglas con que te lo montas.
- Oh, creía parecerme a Robert Redford -suspiró Moco-. Bien, Jimmy, criatura, dinos cómo
funciona el tinglado.
- Lo haré con mucho gusto -dijo el chico haciendo una reverencia-. ¿Puedo invitaros a
desayunar?
Salieron del «Narcisus» y se instalaron en una mesa del bar del otro lado de la calle. Jimmy
pidió leche con chocolate y huevos al plato. Procuró no inmutarse cuando las niñas pidieron
bocadillos picantes y dos cervezas cada una.
- ¿Eso desayunabais en el reformatorio?
- Y nos lavábamos los dientes con vodka -dijo riéndose Moco-. ¿O es que te has creído esos
cuentos de la reeducación?
- Me dejáis alucinado -dijo Jimmy-. Pero quiero que sepas algo, Bob. No dudo de que fuerais
muy machas allí dentro, pero el «Narcisus» es otra historia. Aquí se hace con munición de
verdad y os conviene tomar las cosas con calma.
- De acuerdo, forastero -bromeó Chris-. No es la primera vez que salimos a la calle solas.
Jimmy le dedicó un florido aleteo de pestañas. Después volvió a dirigirse a Moco.
- Oye, Bob, tu amiga parece saber hablar -dijo con fingido asombro-. Y diría que es «hetero»,
¿verdad?
- Lo es. O al menos lo intenta. Aún no tiene demasiada práctica.
- Eso no le faltará por aquí -resopló Jimmy, revolviendo los huevos con un gran trozo de pan
tostado.

Capítulo 5

Era el gato siamés más grueso que Chris había visto en su vida. Dormitaba arrebujado en un
escabel forrado en seda, y la chica tuvo la corazonada de que sus líquidos ojos amarillos la
contemplaban con un odio distante. El lomo del animal se estremecía de vez en cuando en
sedosos onduleos, al tiempo que una mano enjoyada lo acariciaba. Esta mano pertenecía a
Menfis.
Chris logró apartar sus ojos de la fija mirada del gato, no sin esfuerzo, y contempló a la
poderosa propietaria del «Narcisus» en persona. Era una mujer inmensa, vestida toda de
negro, con un pequeño prendedor de diamantes que hacía equilibrios entre dos robustos
pechos. Allí residía toda su sobriedad. El resto era algo impresionante y grotesco. El rostro,
blando y redondeado como la luna, parecía carecer de nariz. Los labios, gruesos y rectos, iban
pintados de rojo chillón, y los vivarachos pequeños ojos se hundían en una aura de cosmético
negro-humo que alcanzaba hasta más allá de las cejas. Y todo aquello lo remataba una
imposible peluca de rizos escarlata, que le quedaba algo ladeada, como castiza gorra de
marino. Pese a lo extravagante del detalle, el conjunto irradiaba cierta ambigua dignidad,
basada en el tamaño y la mezcla de colores.
Menfis permanecía estática y silenciosa aposentada en su sillón-trono de patas de madera
figurando garras de animal. Todo en aquella habitación era oscuro, salvo la pintarrajeada
cabeza de la propia Menfis, que parecía flotar entre penumbras como una «flor azteca». Chris
sintió rechinar a su lado los dientes de Moco. Deseó que Jimmy hubiera estado allí, pero el
chico se había limitado a acompañarlas hasta la puerta del recinto, y tras golpear con los
nudillos desapareció. «Esa cochina gorda pretende hacernos el numerito de La Mujer Misteriosa
-pensó Chris-. Pero no logrará sacarme de mis casillas ni que se quede ahí sentada durante un
siglo.»
Mucho antes de que transcurriera un siglo, Menfis apartó la mano del lomo del gato, que
protestó con quedo maullido. Los dedos forrados de anillos planearon en el aire, y señaló a las
chicas con un gesto vago. Moco dio un respingo y Chris, para tranquilizarla, la rozó con el
codo. La otra logró controlarse.

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- De modo que habéis burlado al gobierno de los Estados Unidos -dijo la mujer, con grave e
inexpresiva voz.
- Al gobierno de uno de los estados unidos -se permitió rectificar Moco.
Si Menfis hubiera tenido cejas, las habría fruncido en ese instante. Pero todo cuanto sucedió
fue que sus labios se hicieron más finos.
- Supongo que os habréis asegurado de que nadie os siguiera hasta aquí -dijo con un
monocorde tono de voz.
- Así lo hicimos. Despistamos primero a la policía, y al llegar a la ciudad cumplimos al pie de la
letra las instrucciones de Bonnie.
Menfis emitió un ruido que podía tratarse de un suspiro.
- La pobre Bonnie...
- ¿Le ha ocurrido algo malo? -preguntó interrumpiéndola Moco.
- Ya no trabaja con nosotros -dijo aquella cabeza parlante, sin dar más detalles-. Pero le
prometí ocuparme de vosotras, y os tendré el tiempo que haga falta en el club si sois buenas
chicas conmigo. ¿Qué sabéis hacer?
Moco miró a Chris, y ambas cruzaron miradas de desconcierto, como si las hubieran atrapado
en alguna falta.
- Sabemos fugarnos y que no nos cojan -dijo Chris, desafiante.
- Es graciosa esta pequeña -comentó Menfis, como si se dirigiera a una cuarta persona oculta
tras las bambalinas. Luego sus pupilas, ocultas entre espesas capas de maquillaje, se clavaron
en la muchacha-. Tengo ya contratado un cómico por doscientos dólares a la semana. Él es el
único que hace los chistes en el «Narcisus ». Os daré alojamiento y comida, pero tendréis que
hacer algo a cambio. El Ejército de Salvación queda en el otro extremo de la ciudad.
- Hemos pasado la mayor parte del tiempo en el reformatorio y no tenemos demasiada
experiencia fuera -explicó Moco, que había recobrado su aplomo-. Pero estamos dispuestas a
hacer lo que tú digas.
- Eso suena mejor -dijo Menfis, volviendo a acariciar con su mano el lomo del gato-. Tú, la
doble de Kirk Douglas -Moco maldijo para sí-, creo que tendrás «aptitudes» para atender a
algunas de nuestras clientes. Jimmy te dará ropa apropiada y las recomendaciones necesarias.
Deberás ser amable y cariñosa, pero no quiero romances pasionales entre el personal y la
clientela. Limítate a que esas cerdas estén cómodas, beban bastante y gasten su pasta en las
salas de juego.
- Creo que no me será dificil -alardeó Moco.
- Todas piensan igual al principio. Trata de ser humilde y fíjate cómo lo hacen las otras.
- Así lo haré -aceptó sumisa Moco.
Los ojos de Menfis se volvieron a Chris.
- En cuanto a ti, pequeña, podrías causar verdaderos estragos entre ciertas amigas que
frecuentan la casa. Pero supongo que no es esa tu cuerda, ¿verdad?
- Acertó usted, señora -dijo la chica-. Hay ciertos límites que no estoy dispuesta a pasar.
- ¡Qué conmovedora! -Menfis rió con cloqueos de mujer gorda-. Te sientes suma de virtudes
morales, ¿eh? Una extraña flor en tierra estéril, ¿no es así?
- No así exactamente... -protestó Chris.
- Está bien, dejémoslo ya -la cortó autoritaria Menfis-. No tengo intención de forzarte a nada,
nunca da resultado. Hablarás con Jimmy para que te dé algo que hacer. -Su dedo índice, el
único sin anillos, se agitó ante Chris-. Y será mejor que hagas algo útil, o de lo contrario te
haré violar para ponerte al día.
- Ya he pasado por eso -respondió Chris, con orgullosa altivez.
Menfis parpadeó, y por primera vez se mostró algo desconcertada. El gato siamés cerró los
ojos, un tanto adormecido por las caricias de su dueña. La entrevista había terminado.

Una semana después, las dos fugitivas trabajaban intensamente en las ajetreadas noches del
«Narcisus». Moco, vestida con un modelo que incluía una corbata de lazo al estilo George
Sand, se había convertido en una eficaz alternadora lesbo, que hablaba, bebía, entrelazaba
manos y bailaba anacrónicos boleros con las mejores clientes, tratando de atraerlas hacia las

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salas de juego. Jimmy consideró que el único trabajo que podía hacer Chris era como ayudante
suyo en las distintas tareas que él tenía encomendadas en el «Narcisus». Unas veces
acomodaban las mesas y sillas antes de abrir el club; otras ayudaban a los cajeros y croupiers
de las salas de juego, o tenían que armarse de infinita paciencia para expulsar del salón a un
gay pendenciero. Pero la consagración de Chris tuvo lugar una noche en que uno de los
cantantes travestis del show estaba acatarrado, y ella y Jimmy improvisaron un gracioso
número de relleno en torno a un play-back de Frank Sinatra y Ella Fitzgerald, en el que
obviamente Chris hacía de Frank y Jimmy de Ella. A partir de aquel día, Menfis tuvo que
aceptar que había sido una buena inversión cumplir con la palabra dada a Bonnie.
Menfis, junto a una media docena de sus más fieles empleados, se hospedaba en las
habitaciones del segundo piso del «Narcisus». En la actualidad, el club sólo ofrecía a sus
clientes bebidas y un espectáculo deliberadamente equívoco con acompañantes de la casa
homosexuales tanto para hombres como para mujeres. En el salón principal, la separación de
ambos sexos resultaba tan evidente como en los bailes de provincias, si bien por razones bien
distintas. Las jovencitas acompañaban a las señoras y los mozalbetes a los señores, con
amabilidad razonable y sin excesos. Para los clientes nuevos o que estaban de paso, bastaba
con hacerles beber y consumir, como venía siendo costumbre. Para los iniciados y veteranos,
había que estimularlos a que pasaran a las semiclandestinas salas de juego, donde deberían
dejar su dinero. Pero Menfis tenía una regla inflexible: los dormitorios del segundo piso eran
sólo para dormir, y únicamente en casos excepcionales toleraba que alguno de sus empleados
se citase con un cliente fuera del club. «Los negocios son los negocios», solía decir, como
buena mujer de empresa conservadora que era.
Chris y Moco compartían un mismo dormitorio en el segundo piso del «Narcisus».
Paradójicamente, apenas difería de los dormitorios dobles de «El Pesebre». Y las chicas
comenzaban ya a preguntarse cuánto tiempo más deberían aguantar en aquel antro, y si les
sería fácil liberarse en un futuro de las garras enjoyadas de Menfis.
- Quiero confesarte algo -dijo una noche Moco, mientras fumaban con la luz apagada-. Pero
prométeme no reírte.
- No te creo capaz de contar algo muy gracioso -dijo incrédula Chris.
- Prométemelo, de todos modos.
- Está bien, lo prometo.
Moco dio una fuerte chupada al cigarrillo, se colocó la almohada tras la nuca y suspiró
profundamente en la oscuridad.
- Estoy terriblemente enamorada -dijo con serena placidez.
Chris chasqueó ruidosamente los labios.
- ¿Te estás burlando de mí? -dijo Moco, alterándose.
- No, no... Sólo expulsaba el humo -se disculpó Chris-. Y dime, ¿quién es la afortunada?
- La chica más maravillosa que te puedas imaginar, Chris. Nunca había conocido a alguien así.
Atractiva, sensual, inteligente, muy humana...
- No sigas -cortó Chris-. Me doy perfecta cuenta de que estás enamorada. Sólo empleas
lugares comunes...
- ¡Pero ella es realmente así, Chris!
Moco encendió la luz, saltó de la cama y anduvo hurgando un rato entre sus ropas. Luego
alargó a Chris una pequeña fotografía rectangular. Se trataba de una joven trigueña, de largos
cabellos y hermoso rostro firme y ovalado.
- La verdad -reconoció Chris- es que parece una muchacha muy atractiva.
- ¡Y tendrías que ver su figura! -se animó repentinamente Moco-. ¡Las mejores piernas que he
visto en mi vida!
- ¿Cuál es su nombre?
- Solana. ¿No crees que suena muy enigmático y musical?
- Sí, muy musical -Chris devolvió la fotografía a su amiga y la miró fijo a los ojos.
- Dime, Moco, ¿se trata de alguna cliente del «Narcisus»?
Moco apretó los labios y encogió los hombros.
- ¿En qué otro lugar podría haber sido si nunca salimos a la calle?

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- ¡Por Dios! -se disparó Chris-. ¿Te das cuenta de lo que puede sucederte si Menfis se entera?
- No hay nada que temer de momento -dijo Moco a la defensiva-. Solana y yo aun no hemos
pasado del primer set. Sólo la veo aqui y en plan profesional. Conversamos, tomamos unas
copas, nos acariciamos un poco y nos susurramos dulces palabras. ¡Ni siquiera la he besado en
los labios!
- Es lo más sensato que podías hacer -dijo Chris aconsejándola.
- ¡Sensato pero insoportable! -refunfuño Moco-. Cuando se quiere a alguien se desea estar a
solas con la persona amada. Poder acostarse con ella o ir al cine juntas. No puedes pasarte la
vida hablando a escondidas y rozando sus rodillas debajo de la mesa!
- Supongo que tienes razón -suspiro Chris-. ¿Y qué piensas hacer ahora?
- No lo sé -dijo dubitativa Moco-. Pero no te preocupes, no entra dentro de mis planes violar a
Solana en los lavabos del club.
- Me consuela saberlo -declaró Chris, con aire grave.
Luego se sentó en la cama, con los pies plegados bajo las nalgas. Moco seguía paseándose
nerviosamente por la habitación. De pronto se detuvo y colocó los brazos en jarra.
- Quiero que sepas que no voy a soportar mucho más tiempo esta pocilga -dijo-. Cualquier día
se lo plantearé con toda seriedad a Solana y nos largaremos a California.
- ¿Por qué a California precisamente?
- Los enamorados suelen hacerlo siempre así. ¿Será por el sol?
- Está lejos de «El Pesebre» y cerca de México. Es posible que yo os acompañe, si no os
molesto.
- No molestarás -dijo Moco con tono sincero-. Pero piénsatelo bien. Hace sólo apenas tres
semanas de nuestra fuga, y el «Narcisus» es un refugio seguro.
- No tanto como supones -dijo Chris, encendiendo otro cigarrillo-. Siéntate, que yo también
tengo algo que revelarte.
Llena de curiosidad, Moco se sentó dócilmente al pie de la cama de su amiga.
- Pero ve directo al grano -le suplicó-. Mi sistema nervioso no aguantaría demasiado rato.
- No es nada capaz de alterar los nervios, pero conviene que lo sepas -dijo Chris-. Adivina,
dulce enamorada, ¿cuál crees tú que es el negocio de nuestra buena amiga Menfis?
- Está a la vista -respondió Moco con un amplio gesto indefinido de brazos-. Un club nocturno
para homosexuales y una sala de juego clandestina. Es una buena combinación, debe darle
buena pasta. No caeré de culo sorprendida si me dices que las ruletas están trucadas.
- No sé si lo están o no, pero yo, personalmente, no lo creo -dijo Chris, como restándole
importancia-. Todo esto no es más que una tapadera.
Moco lanzó una risa desconcertada.
- ¿Tapadera dices? En este Estado la perversión sexual y los casinos ilegales son dos de los
delitos más perseguidos. Nada hay, por lo tanto, que puedas "tapar" con ellos, como no sea
trata de blancas.
- Drogas -dijo Chris, con acento melodramático.
- ¡Oh, vamos, Chris, no seas ingenua! -se burló Moco-. No negaré que no huela a porros el
salón, o que tal vez algunas clientes se den el pinchazo embriagador en los reservados. Pero
en estos tiempos, eso es ya habitual hasta en los colegios primarios.
- No se trata sólo de consumidores -dijo Chris poniendo rostro serio y aplastando la colilla
contra el cenicero-. Sino tráfico de drogas. Y a gran escala, además. -Moco, estupefacta, abrió
los ojos azul Kirk Douglas.
Chris prosiguió-: Fue Jimmy quien me lo contó. Menfis tiene sobornada a toda la policía local
con la excusa del juego clandestino, y así no meten sus narices en otros asuntos peores. Así es
como cubre su verdadero negocio: una de las mayores redes de distribución de drogas del
país.
Moco permaneció largo rato meditando, y de vez en cuando movía su hendido y prominente
mentón. Finalmente se puso de pie.
- De acuerdo -dijo analíticamente-. Supongamos que sea verdad. No veo qué relación puede
haber con nosotras.

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- Si no lo ves, es que eres ciega -dijo Chris con impaciencia-. El tráfico de drogas es el peor
delito federal, «baby». Y a los «estupas» del FBI les regalan una condecoración cada vez que
pescan a un pez gordo. Y una vez más permíteme recordarte que Menfis es un pez gordo.
- Bien -dijo Moco rascándose la cabeza-. Ese es su problema.
- Y el nuestro. Importa poco que el propio gobernador del estado sea accionista del
«Narcisus». Si caen aquí los de la brigada antidroga vamos todos derechito a la cárcel. Y tú
tendrás que inventarte mil y una excusas para convencer al juez federal que no estabas en el
negocio. Personalmente, prefiero que me cacen en una carretera y regatear nuevamente con
Turner los años de mi condena.
Moco agacho la cabeza convencida y entrelazó las manos sobre las rodillas.
- Comprendo -dijo al fin-. Visto así, el «Narcisus» más que un refugio seguro, es una bomba
de tiempo capaz de estallar en cualquier momento.
- Eso mismo opina Jimmy -corroboró Chris-. Incluso se sabe de buenas tintas que el FBI está
intentando infiltrar «chivatos» en el club. Por si te interesa saberlo, uno de los maricas más
asiduos del club murió en un extraño y oscuro accidente el mes pasado. Los gorilas de Menfis
«casualmente» no estuvieron por el club esa noche.
- ¿Hasta qué punto se ha comprometido Jimmy?
- No está involucrado ni con el asunto de las drogas ni con las sanguinarias ausencias de los
gorilas. Pero es el tipo de confianza de Menfis y sólo por ello el jurado más benévolo del Estado
le daría como mínimo veinte años a la sombra, si es que tiene un buen abogado.
Moco emitió un silbido de exclamación.
- ¿Y qué piensa hacer él? -preguntó.
- Largarse cuanto antes. Me ha propuesto hacerlo juntos.
- ¡Vaya! -exclamó sorprendida Moco-. No hay como las charlas nocturnas para enterarse una
de lo que pasa en el mundo. ¡Y yo que pensaba en mi historia de amor como la noticia del año!
- Y lo es, Moco, si en verdad sientes lo que dijiste. Jimmy y yo sólo somos amigos.
- Nadie espera milagros. A ese chico se le ven las plumas a una milla de distancia.
- Él se ha portado muy bien conmigo -aseveró Chris.
- Lo sé. Y eso es algo a tener muy en cuenta -Moco se sentó en su propia cama; su suspiro se
mezcló con el chirriar del colchón-. Bueno, espero que Solana y yo disfrutemos de una feliz
luna de miel en compañía. ¡Que Dios nos proteja a los cuatro!

Al dia siguiente, por la mañana, Chris se sentó en una de las mesas cercanas a la puerta,
fingiendo que vigilaba a las dos mujeres que hacían la limpieza. Esa era una de las tareas que
Jimmy más detestaba, y ella lo reemplazaba gustosa para poder disponer de un poco de
tiempo para sí misma.
Recordó entonces su conversación de la noche anterior con Moco, con cierta desazón. Le
resultaba extraño y a la vez sobrecogedor que aquella muchacha varonil y desgarbada, que
ocultaba su inseguridad tras fuertes arrebatos de cólera y frases agresivas, se hubiera
enamorado como una colegiala. Ese pensamiento la hacía sentirse más solitaria. Dejó a Josie
en el camino y ahora era Moco quien la abandonaba por los dulces y atractivos ojos de Solana.
Sólo quedaba Jimmy, el muchacho feo y afeminado que le había ofrecido todo su apoyo desde
su llegada al «Narcisus». Pero, ¿hasta qué punto podía confiar en él? El chico había
demostrado tenerle mucho afecto, pero era débil y estaba asustado. Chris sintió como un soplo
de angustiosa desolación pasearse por el pecho. Cuando hubiera que echar a correr, tendría
que hacerlo probablemente sola. Y, tal como estaban las cosas, la carrera podría iniciarse en
cualquier instante. Alivió parte de sus inquietudes en un profundo suspiro, y se dijo a sí misma
que debería conocer a Solana y hablar luego con Jimmy sobre su plan de fuga.
Cuando iba a pedir a las mujeres de limpieza que le sacaran unos trastos viejos y polvorientos
de detrás del escenario, vio a Fat Fassio venir directamente hacia ella.
Fat Fassio era el jefe de seguridad del «Narcisus», puro eufemismo para justificar en las listas
de plantilla del club su auténtico cargo de cappo de gorilas de Menfis y especie de brazo
ejecutor suyo en los más pesados y sucios trabajos. Como salido de un film de gangsters del
tipo B, todos sus ademanes encajaban a la perfección con los trabajos que le encomendaba la

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organización. Era algo obeso, y vestía siempre trajes holgados de americana cruzada y tenía el
típico rostro magullado de un boxeador retirado. Al tratársele más a fondo, también su cerebro
mostraba huellas de haber recibido excesivos K.O. en su larga carrera.
- Una llamada para ti, preciosa -dijo con acento nasal, deteniéndose a unos metros de la
muchacha.
- ¿Para mí? -el corazón de Chris brincó hasta su garganta-. Imposible, Fat; nadie sabe que
estoy aquí.
- Te llamas Chris Parker, ¿no es así? -gruñó el hombre-. Pues alguien al otro lado del hilo
pregunta por ti. «Es una trampa, sin duda es una trampa», se repetía a sí misma Chris
obsesivamente, mientras cruzaba la pista de baile vacía, rumbo a la cabina telefónica.
«Aunque es del todo descabellado pensar que Cynthia Porter o el sheriff Carrington puedan
llamarme para anunciar que vendrán a por mí dentro de un rato para ingresarme de nuevo en
«El Pesebre». ¿Me habrá denunciado Menfis a cambio de algún favor recibido de la policía? Esa
vieja momia lesbiana es capaz de peores felonías... »
Abrió la puerta de la cabina, y titubeó un instante. Luego, con gesto decidido, cogió el auricular
y lo pegó a su oreja.
Una jovial voz femenina sonó allí dentro:
- ¿Chris... ? ¿Eres tú, Chris? Soy yo... Josie...
Chris no sabía si llorar, reír, o caerse desmayada allí mismo. Recordó nítidamente entonces la
escena de la despedida de las tres amigas frente al bar de Amos y junto al camión de Burt
Winfield. Entre sollozos y abrazos, Moco proporcionó a Josie el teléfono del «Narcisus», para
que las llamara tan pronto remitiera la tormenta. Luego el camión cisterna de Ted el Negro
desapareció en la oscuridad de la carretera, como nave espacial con Josie catapultada hacia
otros planetas.
Cualquiera que fuese aquel planeta, por lo menos tenía teléfono, pues allí estaba la animosa
voz de Josie riendo y hablando atropelladamente:
- ... en todo momento Ted se portó como un amigo excepcional, Chris. ¡Es un tipo fuera de
serie! Al principio me escondió en su propia casa, y más tarde consiguió un trabajo para mí en
el parque de atracciones. ¡Me divierto mucho! Atiendo un puesto de tiro al blanco, pero aún
estoy entera, no te preocupes. Ted viene a verme siempre que puede y yo...
- No te habrás enamorado de él, ¿verdad?
- ¿De Ted? -Josie rió divertida-. ¡Oh, no, Chris! Lo nuestro es sólo amistoso. Significa algo así
como tener un hermano mayor, ¿sabes?
- Un hermano mayor... -repitió Chris, v un viejo presentimiento se resolvió en su interior.
- Así es -Josie rió de nuevo-. Y vosotras, Moco y tú, ¿cómo estáis?
- Enteras también.
- ¿Os lo pasáis bien?
- Adivino que no tan bien como tú.
- Oh... -un breve suspiro surgió del otro lado de la línea:-. ¿Tenéis problemas?
- Todavía no. Pero podrá haberlos.
- De veras lo siento chica -Josie parecía estar sinceramente afligida-. ¿Por qué no os venís
conmigo? Ahora mismo hay un puesto de taquillera para cubrir en la Montaña Rusa... ¡Sería
tan bonito estar de nuevo las tres juntas!
Chris sonreía interiormente, y sus ojos se humedecieron. Deseó fervientemente que aquella
mulatilla generosa y llena de vida se encontrase allí, junto a ella, para estrecharla entre sus
brazos.
- Gracias, Josie... -murmuró, con los labios pegados materialmente al auricular-. Quizás
aparezcamos por ahí más pronto de lo que crees.
- Mañana mismo, os espero. Con una llamada de aviso, basta.
- Lo haré, si me dices dónde.
Josie expresó su contrariedad con un gracioso gemido.
- ¡Qué tonta soy! Si no te lo había dicho. El lugar se llama Colton, y está muy cerca del Lago
Geroe. ¿Lo conoces?
- No, pero sé por dónde queda.

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- En el lago se organizan periódicamente unos famosos festivales de rock, ¿lo sabías?
- Sí, Josie, lo sé. También yo veía la televisión en «El Pesebre».
- ¡Pues justo allí es!
Josie rió frescamente una vez más. Luego empleó dos o tres minutos más en facilitar a Chris el
teléfono del parque de atracciones y en describirle someramente las bellezas del parque y los
muchos paseos que podrían hacer juntas. Después se despidió alegremente deseando un
venturoso futuro, como si ninguna de las dos hubiera pisado jamás un reformatorio.
Cuando Chris colgó el teléfono, Moco se hallaba a sus espaldas, silenciosa e inmóvil.
- Era Josie, ¿verdad? -dijo.
- Acertaste, chica. La pequeña Josie se encuentra de maravillas -informó Chris-. Al parecer, la
palabra «Pesebre» sólo le sugiere el nacimiento de Jesús -Moco rió espasmódicamente-. ¿Por
qué no me dijiste que estabas aquí? Te hubiera alegrado hablar con ella.
- No tenía ganas -respondió Moco.
Había una extraiía modulación en su voz. Chris accionó con impaciencia la llave de la toma
eléctrica del pasillo. La luz tamizada de la lamparilla alumbró el demudado y pálido rostro de
su amiga, cuyos labios temblaban débilmente.
- ¡Diablo, Moco! ¿Qué te pasa? ¡Parece que hayas visto algún fantasma!
- Lo veré dentro de poco. Menfis ha mandado llamarme. Dice que desea hablar conmigo.
Moco hablaba en un apagado y monocorde tono. Chris silbó fuerte entre los dientes y puso su
mano en el hombro de Moco.
- ¡Coño! ¿Crees que habrá descubierto tu relación amorosa con Solana?
- No sé -dijo Moco-. Pero apostaría a que sí.
Pese a su sonrisa y a haberse encogido de hombros, Chris advirtió una chispa de
desesperación en su mirada.

Capítulo 6

- Pasa, muchacha, pasa sono la voz de Menfis tras la puerta en un tono extrañamente dulce en
ella, como si hablara con la boca repleta de acaramelada miel.
Moco hizo girar lentamente el pomo con mano temblorosa. Si al llegar allí tenía infundados
temores, ahora aquella melindrosa voz venía a confirmárselos.
La entrevista tuvo lugar en la gran sala de baños que Menfis había hecho construir para su uso
exclusivo, y con tal fin habían sido derribados los tabiques de tres habitaciones consecutivas y
se empleó cerca de una tonelada de placas de mármol y unos cien metros de cortinados
sintéticos para su revestimiento. Moco no pudo apreciar los decorados, pues toda la estancia
se hallaba sumida en densos vapores, que al contacto con las paredes chorreaban hacia
el suelo.
- Ven, acércate -ordenó la edulcorada voz desde un rincón del cuarto.
Moco avanzó entre la bruma, tanteando con los pies para no resbalar en el humedecido suelo.
Descubrió al fin algo parecido a una pequeña piscina circular llena hasta los bordes de espuma
de algas. La indecible cabeza de Menfis vagaba allí entre nubes de burbujas, mientras que
partes de su cuerpo asomaban su desnudez aquí y allá, parodiando una escena cualquiera del
picante Hollywood de los años cuarenta. En esta ocasión, Menfis se había despojado de su
eterna peluca púrpura y unos lacios mechones grises colgaban del chorreante cráneo.
Resoplaba emocionada en el agua como una muchacha y movía provocativamente los hombros
con gestos que, prescindiendo de las voluminosas grasas que acarreaban, podían calificarse
como sensuales.
«iCoño! -maldijo Moco-. La cosa es peor de lo que imaginaba. Esta ballena en decadencia trata
de ligarme.»
Pero se equivocaba. Cuando la tuvo delante suyo, Menfis se recostó sobre el borde de la
espumosa bañera y su rostro adquirió esa digna expresión de hombre de negocios que aun en
situaciones tan absurdas como aquella gustaba exhibir.
- Bien, «guapito» -dijo, en su tono habitual de director de empresa-. ¿Sabes por qué te he
hecho llamar?

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- Lo supongo, señora -dijo temerosa Moco-. Pero preferiría que fuera usted quien lo dijera.
- Te lo diré ahora mismo. -Menfis chapoteó el agua con la mano, en busca de la pastilla de
jabón, le echó un vistazo y luego la dejó en el suelo de mármol, cerca de los mocasines
gastados de Moco-. Durante estas últimas semanas, me he formado una buena opinión de ti,
profesionalmente hablando. Eres leal y trabajadora, y algunas de nuestras mejores clientes te
prefieren y te alaban ante mí. Personalmente, sigo creyendo que eres un gamberro sin
escrúpulos, pero eso no hace más que potenciar tus posibilidades ante lo que voy a
proponerte.
Moco se esforzó en mantener la serenidad.
- ¿Pro... ponerme... ? -balbuceó.
- Sí, querida -sopló la mujer, desprendiéndose de la espuma de sus labios-. Alcánzame esa
toalla verde de tu izquierda y vuélvete unos instantes, por favor. No es bueno presentarse en
pelotas cuando se pretende hablar de negocios, y mucho menos con mi tipo.
Moco se volvió hacia el espejo empañado de vaho y se quedó mirando la opaca superficie con
absoluto desconcierto. Al poco rato Menfis le anunció que podían seguir hablando. Había
sumergido sus grandes posaderas en un lujoso bidé de porcelana esmaltada. Allí, envuelta en
la inmensa toalla y con aquellas plateadas matas de pelo cayéndole en tirabuzón sobre la
frente, semejaba un senador romano departiendo instrucciones con su centurión.
- Siéntate a mi lado -ordenó, palmoteando sobre la pulida y húmeda tapa de un excusado de
laca roja. Moco hizo lo que se le pedía como una autómata-. Lo que quería decirte es que
superaste satisfactoriamente el período de prueba, y estás en situación óptima para conocer el
secreto de nuestros negocios, si es que ya no lo sabes.
- Si se refiere al juego clandestino...
- No me tomes el poco pelo que me queda -refunfuñó Menfis-. Me refiero al tráfico de drogas.
Moco tragó saliva, y sofocada por el denso vapor allí reinante, deseó que alguien abriera una
ventana.
- Bueno -balbuceó torpemente-, algo de ello oí una vez, pero no acababa de creérmelo.
- Pues acaba ya. Y no vuelvas a mencionarlo nunca más -espetó agriamente Menfis-. Nuestra
organización es una de las mayores y más secretas del país, y no nos sobra gente de
confianza. ¿Te apetecería trabajar para mí?
La chica imaginó a los federales irrumpiendo en el club a punta de metralletas y rompiendo
todo a diestra y siniestra, como en las series de televisión que viera en los morosos
atardeceres de «El Pesebre».
- La verdad es... que no sé si serviría -dijo-. Desconozco casi todo sobre estas cosas...
- Mejor así -convino Menfis, abriendo el grifo del bidé-. Los que demasiado saben mal acaban.

Mientras Lemon Candy, el travesti australiano, interpretaba su imitación de Margaret Thatcher


en plan desnudo integral, Chris y Jimmy, en lo alto de la cabina de luces, estaban muy
atareados. Jimmy enfocaba al artista sobre el escenario con un reflector móvil de haz circular,
y Chris hacía girar el disco que proyectaba los colores, con creciente rapidez conforme llegaba
al punto culminante: cuando Lemon se desprendía de la última prenda, dejando a las claras
que, pese a todo, él había nacido varón. Lo más gracioso del espectáculo era cuando los
altavoces difundían la voz de la primer ministro británica, grabada de un discurso en vivo, en
el que afirmaba: «Como todo el mundo puede comprobar, mi gobierno nada extraño oculta».
Fuera el slip, tenso redoble de tambores y apagón total de luces, entre risas estruendosas y
fuertes aplausos del público. Lemon Candy era un excelente profesional, demasiado bueno
para el «Narcisus». Pero resultaba que todavía no había legalizado su condición de inmigrante,
y la generosa Menfis hacía la vista gorda y le tenía empleado allí, dándole comida gratis y
pagándole los gastos más esenciales.
Cuando Lemon, tras corresponder con un saludo a los aplausos del público, regresó a su
camarín, los altavoces iniciaban una selección de «blues» y boleros. Un puñado de parejas
salió a la pista, de las cuales sólo tres o cuatro eran de distinto sexo. Jimmy hizo voltear la
bola de cristales múltiples que colgaba del techo del salón, y las tamizadas luces del lugar se
descompusieron en multitud de fragmentos.

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- ¡Bien! -dijo Jimmy, satisfecho-. Y ahora a gozar de la tranquilidad que queda hasta iniciarse
el siguiente número.
- Ignoraba que supieras manejar estos chismes de luz -dijo Chris, con cierta admiración.
- Yo tampoco lo sabía -juró Jimmy-. Pero el encargado de hacerlo está con anginas y alguien
tenía que hacerlo.
- Eres mañoso en todo, tú. ¡El eficaz Jimmy Brown al servicio del «Narcisus»!
- No te burles. Es mi trabajo y Menfis me paga por ello -Jimmy se frotó su narizota-. Un sueldo
de hambre, pero pasta al cabo. Y para que te enteres, otros tuvieron que hacer cosas peores
por menos dinero. La calle es la jungla, amiguita...
Chris posó su mano sobre la de él y le sonrió avergonzada.
- Lamento haberlo dicho, Jimmy; no quise lastimarte.
- Lo sé. Pero el haber estado en un reformatorio, vestido y alimentado por cuenta del estado,
no es lo peor que a gentes como a ti y a mí les puede ocurrir. Ahí fuera es la jungla, Chris. En
el reformatorio, sientes que alguien se preocupa por ti y que tendrás tu desayuno caliente cada
mañana.
Chris calló. Prefería no iniciar una discusión, porque sentía que buena parte de lo que Jimmy
decía era verdad. ¡Y vaya si lo era! En «El Pesebre» vives oprimida por el reglamento y las
alambradas; fuera de él, por la pura necesidad de sobrevivencia. Lasko no era peor que
Menfis, siendo las dos como eran distintas caras de una sola verdad: una vez que te sometes,
te marcan como al ganado. Algo eterno. La llevarás grabada en fuego toda la vida. Mientras
unos te encierran, los otros te explotan, pero no esperes que te den ninguna oportunidad.
«Narcisus» era la contrapartida grotesca y delictiva de «El Pesebre», pero cada uno a su modo
servían a un mismo fin. Un fin en el que no contaba ni la paz ni la libertad que precisaba Chris
Parker.
- ¡Mira! -exclamó de repente Jimmy, devolviendo a Chris a la realidad-. Allí están Moco y su
amante.
- Pero, ¿tú sabías... ?
- ¿Y quién no? -dijo él-. Ésas no se paran en disimulos.
En efecto, allí estaban las dos bailando estrechamente enlazadas en el centro de la pista y
mirándose a los ojos. Al término del disco, sus labios se rozaron furtivamente antes de
separarse. Cogidas de la mano, fueron hasta una de las mesas más apartadas.
- ¿Por qué nos sentamos tan lejos? -preguntó Solana-. Desde aquí veremos mal el show.
- Ya lo has visto diez veces, cariño -dijo quejosa Moco-. Y, además, hoy quiero hablar de
algunas cosas.
- De acuerdo, como quieras -Solana arregló solícita la eduardiana corbata de su amiga-. ¿Qué
es eso tan importante que quieres decirme?
Moco entreabrió los labios para contestar, pero sus vivarachos ojos advirtieron la discreta
presencia de un camarero detrás de Solana. Pidió una cerveza doble para ella y un gin-tonic
para su amiga. Las dos se mantuvieron en silencio hasta regresar de nuevo el camarero.
Solana sorbió la bebida, sin dejar de mirar a Moco.
- ¿Y bien... ? -dijo Solana premiosa.
- Se trata de Menfis. -Moco hablaba con la boca besando la espuma-. Me ha propuesto
participar en su negocio...
Solana arqueó sus finas cejas.
- ¿No estás ya participando?
- Me refiero al verdadero negocio. Al tráfico de drogas. Todo esto es una cortina de humo de
tapadera.
- ¿Conque drogas, eh? -Solana no parecía estar demasiado sorprendida-. Eso es peligroso,
cariño.
- ¡Vaya si lo es! -recalcó Moco-. Por lo menos, para mí. Con mis antecedentes, que me cazasen
en un negocio así sería el fin.
Solana, palideciendo levemente, terminó de un trago su bebida.
- ¿Qué decidiste hacer? -preguntó.
Moco reptó una mano por la mesa, y apretó con fuerza los dedos de su amiga.

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- Largarme contigo -dijo-. No hablamos demasiado de nuestras cosas. Eres la primera persona
a la que realmente amo de verdad. -El afilado mentón de Moco temblaba ligeramente-. Y
pienso que tú sientes algo parecido...
Solana agachó la vista y su mano libre se puso a juguetear con los bordes del mantel. Moco
cobró aliento y prosiguio:
- En otras condiciones hubiera esperado más, puedes creerlo. Pero ahora debo escapar de este
agujero cuanto antes, Solana. -Moco plegó su mano sobre la de la amiga-. Jimmy asegura que
los del FBI están rondando el «Narcisus» desde hace tiempo...
Solana alzó los párpados y la miró a los ojos, e instintivamente le alcanzó la mano llevándola a
su regazo.
- ¿Qué te dijo Menfis que harías? -inquirió, tensa.
Moco tuvo un momento de duda, como un instante de vago desconcierto. Pero allí estaban los
ojos profundos de Solana, su sonrisa adorable. La única opción era jugarse el tipo a tope.
- Me remitió a una especie de prueba -dijo Moco-. Pasado mañana he de ir a un sitio
determinado, donde alguien me dará un bolso de viaje. Ya puedes imaginarte su contenido.
- No parece muy difícil... -insinuó Solana.
- No, si no aparecen por allí los chicos de Narcóticos.
- Sería demasiada mala suerte...
- Tal vez. Pero pueden aparecer una próxima vez, u otras tantas. Una vez dentro del baile no
podré volverme atrás, y tarde o temprano caeremos todos. Basta leer los periódicos de cuando
en cuando para saber que los federales sólo necesitan tiempo para atraparte. Quizás Menfis
podría salvarse, pero yo no; ni Fat Fassio, ni el pobre Jimmy...
- Tienes razón -aseveró Solana-. Así parecen estar las cosas.
Moco la miró como si de pronto fuera una extraña.
- ¿Qué puedes tú saber de esas cosas?
Solana contempló su copa nostálgicamente, como lamentando el que estuviera vacía. Después
con su mano aferró la de Moco, presionándosela fuertemente hasta hacerle daño.
- Respecto a eso que dijiste del FBI... -Titubeó, luego recobró su firmeza-. Yo soy una de ellos.
-Moco, sorprendida, intentó desasirse por instinto-. Préstame atención, te lo ruego. Llevamos
dos años vigilando a Menfis y a su organización. ¿Sabes cuál es su principal mercado de
distribución? Los colegios secundarios de todo el Medio Oeste. Y trafican droga dura, Moco, es
como una acción criminal... Chicos de catorce años que ya no son capaces de vivir sin su
pinchazo diario y que serán trapos inservibles antes de alcanzar los veinte aiíos...
Moco, lívida y con los dientes fuertemente atrapados, movía mecánicamente la cabeza de un
lado al otro. Alguien había roto de un golpe su castillo de cristal, y se encontraba demasiado
crispada para poder asimilarlo.
- Tú -se dirigió de repente a Solana-. Tú eres... Todo cuanto hiciste... lo fingías...
- ¡No!
La exclamación de Solana fue terminante y apasionada a un mismo tiempo. Sus manos
subieron por los brazos de Moco y atraparon su rostro.
- No fingí en mis sentimientos hacia ti -dijo-. Te quiero, y estoy dispuesta a que nos vayamos
juntas donde y cuando quieras. Pero antes tenemos un trabajo que hacer.
Moco mantenía los ojos muy abiertos, con la mirada extraviada en las luces restallantes de la
pista de baile.
- ¡Dios mío! -siguió murmurando-. ¿Por qué tenías que ser precisamente tú, Solana?

En la semioscuridad del despacho de Menfis, Fat Fassio accionó el interruptor del micrófono
conectado a la mesa donde estaban aún Moco y Solana. Menfis movió a un lado la cabeza
rematada por la increíble peluca de rizos rojos con siniestra sonrisa.
- ¡Conmovedor! -suspiró-. Me recuerdan los personajes novelados de los seriales radiofónicos
que escuchaba mi madre.
Fat se rascó detrás de la oreja izquierda, tendiendo una expresión de triunfo sobre su rostro de
torta de pascuas.
- ¿Qué haremos ahora con ellas, Menfis?

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- Dejarlas volar, y eliminarlas en el preciso instante. Pero procura evitar que sufran, Fat. El
amor es algo maravilloso.
Fassio hizo un sobreesfuerzo al poner a trabajar a la par sus dos únicas neuronas hábiles que
le quedaban.
- Nadie tiene tiempo de sufrir excesivamente cuando recibe una ráfaga de metralla en los
sesos -sentenció.
- Algo así... -aprobó Menfis, soñadora-. Algo así... Una muerte rápida y romántica.

Vamos a dar un paseo, Chris -anunció Jimmy, asomando como un espectro por los bastidores
del escenario del «Narcisus». La muchacha, que contemplaba el espectáculo entre bastidores,
se volvió con un gesto de asombro.
- ¿Un paseo? ¿A estas horas? Tú estás loco, Jimmy. El club está más lleno que nunca y dentro
de diez rilnutos he de ir a ayudar a Lemon Candy a cambiarse de vestido.
- ¿Lemon? ¡Que se apañe solo! -Insistió nervioso-. Es importante que salgamos ahora mismo.
- ¡Por Dios, Jimmy! Si Fat nota nuestra ausencia, irá con el chivatazo a Menfis. Y yo no quisiera
tener problemas.
Con un gesto de impaciencia, Jimmy prendió a Chris de la muiíeca y la arrastró unos metros.
- Tendrás problemas sólo si te quedas aquí. Todo se está yendo a la mierda.
Ahora era ella la que tenía prisa por alcanzar el corredor que llevaba a la salida de emergencia.
- ¿Todo? ¿Qué quieres decir?
Jimmy forcejeaba con la puerta corrediza de metal, apretando la lengua contra los dientes.
- Debiste confiar en mí -murmuró-, y contarme lo de Solana...
La puerta se deslizó chirriante y Chris bajó la cabeza.
- Yo... no podía decírtelo... -balbuceó-. Era un secreto de Moco y...
- Pues ahora ya no es un secreto para nadie -dijo él adentrándose por el estrecho callejón con
paso decidido. Chris le alcanzó y se plantó ante a él. Sus ojos aparecían desorbitados por el
miedo.
- ¿Tratas acaso de decirme que Menfis sabe que Solana es una confidente del FBI?
- Veo que estás empezando a comprender -aprobó Jimmy-. Y también sabe que esta noche
Moco llevará a Solana a presenciar la entrega de la mercancía. Menfis y Fat lo escucharon todo
a través de una red de micrófonos ocultos que conectan cada una de las mesas con el
despacho. Y ahora deja de temblar y dime el sitio donde Moco debía conectar con el «camello»
portador de la droga.
Aterrorizada, Chris no lograba ordenar sus ideas. Jimmy, con veloz gesto, extrajo un llavero y
abrió la portezuela de un viejo Ford, sentándose frente al volante.
- Sube -ordenó a Chris-. Quizás aún estemos a tiempo.
Ella dio un reodeo al coche y se acurruco en el asiento junto a Jimmy. Un férreo nudo le
atenazaba la garganta. El arranque del motor la sobresaltó. Tragó saliva unas cuantas veces y
por fin pudo hablar:
- Creo recordar que era en un desguazadero de automóviles... Pero no recuerdo el nombre -se
plañó ella.
- ¿Jackson Park tal vez? -sugirió Jimmy, conduciendo el coche fuera del callejón.
- ¡Eso es! -dijo Chris exultante-. ¡El desguazadero de Jackson Park! ¿Cae muy lejos?
- No mucho -respondió él, apretando a tope el acelerador-. Pero Fat Fassio nos lleva algo de
ventaja.
Chris vio bailotear las luces de la avenida ante sus ojos; algunas parecían meterse en su
cabeza, mezclándolo todo.
- ¿Fat Fassio? -repitió con dificultad-. ¿Qué tiene él que ver?
Jimmy se saltó un semáforo rojo y dobló por una calle lateral, derrapando con un espectacular
chirrido de neumáticos.
- ¡Demonios, Chris! Empiezo a dudar de que quieras saber la verdad de lo que está ocurriendo
-gruñó con gesto malhumorado.
- Cuéntamelo, Jimmy -dijo ella con aplicada compostura retrepándose sobre el asiento.

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Jimmy esquivó por poco un enorme camión que surgió de repente en una travesía. El Ford
recorrió un largo trecho con dos ruedas al estribo por la acera y luego descendió bruscamente
a la calzada. Por suerte, no era un barrio muy transitado.
- Les han tendido una trampa, Chris -dijo silabeando-. Moco y Solana no van a encontrarse con
el portador del bolso repleto de morfina, sino con Fat y sus muchachos dispuestos a darles un
escarmiento.
- ¿Cómo lo sabes? -Chris titiritaba de miedo y de rabia.
- El propio Fat me lo contó. Ese energúmeno descerebrado suele atiborrarse de alcohol antes
de ejecutar su sucio trabajo. Conseguí una botella de whisky, y soltó todo lo que sabía. Por la
avidez con que bebía, seguro que Menfis ordenó que matara a esas chicas.
Chris sintió deseos de llorar y vomitar a un tiempo. Pero no logró hacer ni lo uno ni lo otro.
Sólo pudo emitir un ronco gemido. Cabeza y estómago andaban revueltos y agitados en ella.
- ¿Hay algo que podamos hacer?
- ¿Para qué te piensas que estoy reventando mi único y modesto automóvil? -inquirió Jimmy-.
Estamos intentando llegar a tiempo y advertirles que pongan pies en polvoroso.
La muchacaa meditó unos instantes, sorbiéndose sus mocos.
- No les será tan fácil a esos gorilas -dijo esperanzada-. Solana no es tonta, y deberá traerse
algunos compañeros del FBI.
El Ford cruzó por un parque oscuro y desierto. El motor zumbaba como si estuviera a punto de
estallar.
- Ni lo pienses -proclamó Jimmy-. Solana deberá reunir pruebas muy convincentes antes de
que intervengan los verdaderos agentes. El FBI no suele arriesgarse a cometer un desliz sólo
por salvar el honor de sus informantes autónomos.
- La policía local, entonces -dijo ella, anhelosa-. Bastará detener este cacharro en la primera
cabina telefónica.
Jimmy cabeceó hacia los lados negativamente, al tiempo que enfilaba por una carretera sin
asfaltar que había en la parte trasera del parque.
- No -dijo-. La propia Menfis les habrá ya avisado. No olvides que tiene a casi todos a sueldo.
Ellos llegarán diez minutos después, para recoger lo que quede y borrar huellas. ¡Por Dios,
Chris! Ya lo han hecho otras veces.
Tras lanzar aquel juramento, Jimmy detuvo el Ford dando un brusco pisotón al pedal del freno.
Aparcó el que coche cerca de una fábrica de ladrillos que parecía estar abandonada. A unos
cien metros más allá había un descampado con montones de coches jubilados. Las agresivas
formas de una máquina de triturar coches se recortaban en el cielo estrellado.
- No corras -aconsejó quedamente Jimmy a Chris-. El taconeo de tus zapatos sonaría aquí
como un concierto de clarinete.
Caminaron junto a la pared polvoroso y luego medio agazapados tras las matas que cubrían el
terreno baldío. Jimmy iba delante, conduciendo a Chris de la mano. Ella sintió los dedos de él
húmedos y algo temblorosos.
De súbito, en el calmo silencio de la nocheurbana, estalló, seca y breve una cerrada ráfaga de
metralleta. Las estrellas parecieron parpadear.
- ¡Moco!
Chris pronunció el nombre de su amiga ahogado entre sollozos y se precipitó corriendo hacia
los desguaces. En un brinco felino, Jimmy se arrojó hacia ella y se abrazó a sus piernas.
Ambos rodaron sobre los pastos.
- Estate quieta y mantén la boca cerrada -ordenó Jimmy, tapándole la boca con una mano-.
Creo que llegamos demasiado tarde.
Se oyeron voces lejanas y el motor de un coche que arrancaba. Pasó a unos dos metros de
ellos a toda velocidad. Alcanzaron a ver el rostro de Fat Fassio, más blanco que de costumbre,
y con el perfil de la metralleta entre sus manos. Después, durante un largo rato, no sucedió
absolutamente nada.
Chris pugnaba por deshacerse del abrazo protector de Jimmy, y él la soltó. Chris,
incorporándose a duras penas, dirigióse hacia la gigantesca pinza trituradora. Sus pies
pesaban como plomo y sentía las rodillas como si fueran de algodón. Su corazón lanzaba

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breves e irregulares latidos desde alguna parte de su cuerpo. Jimmy la seguía con pasos
bruscos que parecían patear inexistentes guijarros. Finalmente llegaron a un espacio vacío y
grande que había en el centro del desguazadero. Parecía una gran corral vallado por
desvencijados cacharros, amontonados, en altas pilas; algunos panza arriba, con las cuatro
ruedas apuntando al cielo quieto.
Casi en el mismo centro de aquel espacio irreal, había dos cuerpos tirados en el suelo. Pese a
haber una buena distancia entre ambos, permanecían unidos por un mismo charco de sangre.
Chris reconoció el jersey verde y el pelo lacio y amarillo de Moco. Echó a correr hacia ella.
- Hola... nena -balbuceó Moco-. Creo... que no han podido conmigo...
- Cálmate. Jimmy y yo nos ocuparemos de todo -dijo Chris, con las últimas reservas de su
aliento. Le apartó de la frente los cabellos y posó en ella su mano.
Luego, sacando fuerzas de flaqueza, inspecciono el cuerpo de su amiga. El jersey verde estaba
agujereado en el hombro izquierdo y había recibido varios impactos en las piernas, que se
abrían sobre el piso en posición absurda. Chris hizo un bollo con el pañuelo y taponó con él la
herida del hombro, que era la que manaba más sangre.
- Gracias... muñeca. ¿Có... Cómo está... Solana?
Chris miró a Jimmy, que permanecía acuclillado junto al otro cuerpo. Dio un par de cabeceos a
uno y otro lado y tendió la mano al frente, con el pulgar hacia abajo. Chris tragó saliva y sus
párpados y pestañas apenas podían contener las lágrimas que pugnaban por saltar.
- Ella está bien, Moco -dijo con voz sorprendentemente firme-. Sólo tiene algunos rasguños.
Pero ha perdido el conocimiento.
- Mejor así -suspiró Moco, y cerró los ojos.
En ese preciso instante, al otro lado del parque se oyó ulular la sirena de un coche patrulla.
- ¡Que vienen los cuervos! -exclamó Jimmy, levantándose de un salto-. Vámonos, Chris.
- Ve tú, si quieres -dijo ella secamente-. Yo no voy a abandonar a Moco.
La sirena se oía cada vez más cerca. Chris no hizo caso y ajustó el pañuelo en la herida de su
amiga. Su mirada se cruzó con los azules y vidriosos ojos de Moco, de nuevo abiertos.
- Jimmy... tenía razón -tartajeó-. Debéis... escapar. Solana y yo nos apañamos solas...
Se veían ya los faros de tres coches patrulla serpentear por los senderos más bajos del
parque.
- ¡Chris! -gritó Jimmy desde el borde del descampado-. ¿Vienes o no?
Indecisa, Chris volvió a mirar a su amiga yacente, que le sonrió con labios púrpura.
- Vete con él... -farfulleó Moco-. ¡Escapa, Chrisl Corre...

Capítulo 7

De nuevo la interminable cinta de la carretera, delante del amanecer. Mientras Jimmy conducía
el viejo Ford, con los ojos muy abiertos, y la puntiaguda nariz pegada materialmente al
parabrisas, Chris dormitaba a su lado, vencida por el sueño y el cansancio. Habían recorrido
varios cientos de kilómetros durante toda la noche, deteniéndose sólo para repostar en una
solitaria gasolinera, donde un negro soñoliento llenó el depósito del Ford sin siquiera mirarlos a
la cara. Y siguieron adelante, silenciosos y sobrecogidos aún por la crudeza de las imágenes
del desguazadero. Con las primeras luces del alba, Jimmy advirtió que Chris se había quedado
dormida en su asiento con -la cabeza abatida sobre el pecho y las manos entrelazadas entre
los apretados muslos. Sus labios temblaban ligeramente. Jimmy, sin dejar de vigilar la
carretera, cogió su cazadora del asiento trasero y la desplegó desmañadamente, con una
mano, para cubrir el cuerpo de Chris. Ella no lo advirtió, sumida en sueños.
Flotaban las tres, Moco, Josie y ella, en un cielo luminoso y alto. Abajo, en el patio gris de «El
Pesebre», Lasko y Betty Ramos corrían de un lado a otro, gritando y alzando los brazos en
vanos intentos de atrapar por los pies a las fugitivas voladoras. La escena resultaba cómica,
pues las dos celadoras corrían en círculos y se atropellaban mutuamente, con ademanes de
película muda. De pronto, sobre el horizonte, apareció la siniestra figura de Menfis. Cabalgaba
sobre su gigantesco gato siamés, cuyos ojos chispeaban haces de luz restallantes. La vieja,
riendo con su grotesca boca de títere, señaló a Moco con su mano enjoyada. Un enorme

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boquete tundió el hombro de la muchacha, manando caños de sangre como el puño de la
mano. Moco comenzó a perder altura; sus piernas, inermes y desarticuladas, ondeaban al
viento como la cola de un barrilete a la deriva. Finalmente cayó tendida, pálido el rostro, en el
suelo del desguazadero. Chris avanzó hacia ella, pero ya no era Moco, sino la señora Parker,
su propia madre, sentada en una mecedora, canturreando y marcando el compás de la música
con la cabeza. Desde lo alto de su elevada talla, Chris le ofreció una botella de whisky que, sin
saber cómo, apareció entre sus manos. La señora Parker asentía, complaciente, mirando
alternativamente los destellos ambarinos de la botella y los ojos de su hija...
El ronroneo del coche se apagó de pronto y Chris despertó de un sobresalto. El Ford estaba
aparcado a un lado del camino rodeado de casas silenciosas e indiferentes. Era una mañana
soleada, de limpio aire frío. Jimmy, con la cabeza apoyada atrás, se frotaba los párpados con
las yemas de los dedos.
- ¿He dormido mucho? -preguntó Chris, tras un amplio bostezo.
Jimmy dejó de masajearse los ojos y dio un leve giro de cabeza para mirarla.
- Algo más de dos horas. ¿Te sientes mejor?
- No -dijo ella-. He tenido un mal sueño.
Jimmy le dedicó una mueca de solidaridad, pero no hizo ningún comentario. Chris se arrebujó
en la cazadora y miró por la ventanilla. Un perro negro la estaba mirando solemnemente desde
el jardín de una modesta casa de una sola planta.
- ¿Dónde estamos? -preguntó.
Jimmy separó las palmas de las manos frente a sí.
- En un pueblo del camino -dijo-. Necesitamos comer algo y el sitio parece tranquilo.
- Demasiado tranquilo -añadió Chris-. No se ve un alma en toda la calle. Es raro, ¿no crees?
- Quizás en este estado hoy sea fiesta -dijo Jimmy, bromeando-. O tal vez estén todos
celebrando un partido de fútbol en el pueblo vecino. Me basta con que encontremos un bar
abierto -añadió, entrando la primera marcha-. Me muero por dos huevos fritos con jamón y
una cerveza.
- Mejor dos que una -apuntilló Chris, risueña.
La primera vez que recorrieron la calle mayor y un bulevar llamado Jefferson, la situación les
resultó intrigante y hasta cierto punto divertida. Pero a la tercera vuelta con el Ford por las
tiendas vacías, los estáticos coches y las altas casas deshabitadas, Chris sintió ese peculiar
escalofrío que provoca el miedo a lo inexplicable. Daba la impresión de haberse evaporado
todo el mundo de repente en aquel instante. Podría jurarse que las mecedoras de los pórticos
aún se balanceaban suavemente y que en la sartén todavía crepitaban los huevos del
desayuno.
Jimmy paró el coche ante el supermercado. Suspiró y dedicó a Chris una animosa sonrisa. Pero
las comisuras de los labios le temblaban un poco.
- Hace tiempo vi una película en la que salía un pueblo como este...
- Yo también la he visto -le cortó Chris-. Pero eso pasaba en el Oeste y en el siglo pasado.
-Demudada, apretó con fuerza el brazo de su amigo-. Óyeme, Jimmy, no hay ninguna
explicación lógica al hecho de que en esta época, en los Estados Unidos de América, exista un
pueblo fantasma.
- No -asintió Jimmy-. No la hay.
- Esto sólo puede ser cosa de brujería -afirmó Chris, ahuecando la voz a pesar suyo.
Jimmy consideró aquella posibilidad con espíritu crítico.
- O cosa de extraterrestres -apuntó.
- Sea lo que sea -tembló la chica-, se trata de algo extraño en lo que no nos interesa vernos
envueltos, ¿verdad?
- Cierto -asintió él, ecuánimemente.
Chris, rayana ya al histerismo, agitó sus dedos crispados amenazadoramente frente al rostro
de Jimmy.
- ¡Entonces, sácame de aquí de una vez! -gritó-. ¡Pon en marcha este maldito trasto y
devuélveme en seguida al siglo veinte!

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Él le dirigió una mirada reprobatorio y accionó con desgana la llave de arranque. El Ford
primero carraspeo, después lanzó dos ruidosos bufidos, y finalmente arrancó en primera,
acunando mansamente a sus ocupantes.
- Está bien -dijo Jimmy-, si aún no tienes apetito...
La sola mención de la palabra «apetito»... produjo ruidosas manifestaciones de júbilo en el
estómago de Chris, mientras su boca se le deshacía en aguas.
- Podemos comer... en el próximo pueblo -propuso ella.
- ¡Oh, sí, claro! Sólo que allí habrá policías y señoras impertinentes, y camareros que pueden
hacerte preguntas... ¡Demonios, Chris! -estalló desaforado Jimmy-. El destino nos depara una
oportunidad de oro y tú la rechazas inventándote toda esta tonta historia de brujas, como si
nos sobraran las oportunidades. No sé dónde diablos andarán metidos los habitantes de este
pueblo, pero de lo que no cabe duda es de que está vacío y nadie podrá molestarnos. ¡Mira,
allí tienes un supermercado con las puertas abiertas, surtido de fiambres, latas de conserva y
frutas frescas! ¿De veras quieres aún proseguir el viaje sin parar aquí?
Chris tragó saliva y se acurrucó parpadeante en su asiento. Luego avanzó la mano y
desconectó el motor.
- De acuerdo, Jimmy -acabó ella complaciéndole-. Pienso que podemos tomarnos unos minutos
para reponer nuevas fuerzas...
- ¡Y bebida! -gritó él, abriendo la portezuela.
Ella le apuntó acusadoramente con el dedo.
- Pero te advierto que como aparezcan los marcianos, sólo tú te las entenderás con ellos, ¿eh?
- No te preocupes -rió Jimmy, bailoteando por la acera-. He visto tres veces La guerra de las
galaxias.
- Entonces que «La Fuerza» te acompañe -conjuró Chris, bajando del coche.
El muchacho asintió e hizo una floreada reverencia al pasar ante la puerta acristalada del
supermercado.
- Entrad, princesa Daia -recitó, burlescamente-. Ubi-Wan-Kenobi os invita a un almuerzo
espacial.
Elegir por elegir, se decidieron por lo mejor: queso ahumado francés, espárragos de lata, paté
a la pimienta, pan fresco y una botella de vino italiano. Se sirvieron la ida allí mismo,
apartando a un lado la caja registradora. Luego, mientras Chris abría una lata de piña de
Martinica, Jimmy recorrió los escaparates con una bolsa de plástico en la que atesoraba
provisiones para el futuro. Ella sirvió más de vino en los vasos de papel.
- Bueno, Jimmy, cuéntame algo de tu vida -propuso Chris de repente.
El chico cogió con dos dedos una jugosa rodaja de piña y se la deslizó boca abajo con un gesto
breve y eficaz.
- ¿De mi vida? -preguntó sorprendido.
- Apenas sé nada de ti. Ni sé dónde naciste, ni por qué trabajabas con Menfis, ni por qué te
atraen... bueno, esos ambientes.
- Ya, ya -se hizo el entendido-. Tú eres la típica muchacha normal que está recogiendo
material para escribir un artículo sobre la homosexualidad, ¿eh?
Chris suspiró y lamió sus dedos untados de jugo de piña.
- Si sigues por ese camino estarás siempre solo -declaró-. Quiero saber de ti porque te tengo
afecto. Y déjame decirte que me importa un bledo que te acuestes con hombres o con perros
chihuahuas.
- Caramba, pues nunca lo había considerado.
- ¿El qué?
- Lo de los perros chihuahua.
Los dos rompieron a reír e hicieron chocar sus vasos. Después Jimmy se puso repentinamente
serio.
- Es una historia larga y triste, como suele decirse -anunció con un hipo de vino-. Pero trataré
de hacerla breve y alegre: fui uno de esos chicos sensibles e indecisos, pegados a las faldas de
mamá, tal como lo describen los libros de psicología sexual. Mi padre era una réplica de John
Wayne; criaba caballos de raza en Arkansas, masticaba tabaco y cazaba jabalíes como puedas

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tú cazar moscas cualquier Domingo de verano. Había que ser tan hombre para estar a su
altura, que creo que hice bien al pasarme al otro bando.
Chris emitió una risita y masajeó la barbilla de Jimmy.
- Qué rabieta se habrá llevado el viejo -apuntó.
- No llegó a enterarse -suspiró Jimmy-. Su ataque de corazón coincidió con la llegada al colegio
de un profesor suplente de Literatura. Hasta ese momento, yo aún no tenía muy claro si era
rosa o clavel, pese a estar rondando los quince años. La misma noche que murió mi padre
pasé del velorio a la cama del profesor sin el menor reparo, lo cual es más frecuente de lo que
puedas imaginar. ¡Caray, amiguita! Yo estaba tan perdidamente enamorado de aquel pobre
diablo, que se lo conté todo a mi madre y a punto estuve de quedarme huérfano de padre y
madre. Ella, que sabía lo que se hacía, denunció el hecho al rector del colegio como un caso de
corrupción de menores. El profesor se salvó por los pelos de ir a la cárcel, poniendo los pies en
polvorosa, y allí terminó aquel primer romance.
- ¿Qué ocurrió después? -preguntó Chris, impaciente.
- Pues lo de siempre. Estuve en cama más de un mes y al primer día de salir a la calle me
enamoré de otro sujeto. Era un artista de variedades de mediana edad, que no valía ni la
quinta parte de mi gallardo profesor, pero era experto y se ofreció a llevarme con él a recorrer
mundo. El tipo era en realidad un «tratante de blancos» y traficaba en droga. A la semana de
conocerme me entregó a los amorosos brazos de Menfis. Esto lo digo en sentido figurado, por
supuesto -aclaró Jimmy.
- Figuras son lo que estoy yo viendo ahora -murmuró Chris, pálida y desencajada, mirando a la
puerta.
Tres siluetas totalmente de blanco, con cascos cubriéndoles las cabezas y gruesas botas de
astronauta, avanzaban hacia ellos desde la puerta del supermercado.

Capítulo 8

-iEh, vosotros dos! ¿Qué estáis haciendo aquí?


La pregunta brotó bajo la capucha con mirilla de cristal del más alto de los seres espaciales,
que al mismo tiempo apuntaba a los chicos con el extremo de su grueso guante de astronauta.
- Por lo menos hablan Inglés... -musitó Chris al oído de Jimmy.
- Y con acento de Texas -añadió él.
Los hombres se mantenían a unos pasos de distancia, obstaculizados sólo por sus pesadas
vestimentas. Pero se habían distribuido de forma tal que interceptaban cualquier intento de
fuga de Chris o Jimmy. Uno de ellos llevaba un instrumento alargado, que balanceaba entre
sus manos. Chris procuró detener el castañeo de sus dientes.
- Vamos, Obi-Wan-Kenobi, diles algo... -balbuceó.
Jimmy extendió las manos ante sí, con las palmas hacia adelante.
- No hacemos nada malo, amigos -dijo-. Somos pacíficos terrestres...
Los hombres blancos se miraron, y el más grueso de ellos sacudió la cabeza, como riéndose
dentro de la escafandra. El tipo alto que había hablado antes y que parecía el jefe, adelantó un
paso hacia ellos.
- No os hagáis los graciosos -gruñó-. Este lugar ha sido declarado zona de emergencia nuclear
y será mejor que tengáis una buena excusa para justificar vuestra presencia aquí y por el...
festín que os estabais dando.
Jimmy semientornó los ojos, comenzando a entender de que iba la cosa. Aquellos hombres no
eran extraterrestres. Aunque empezaba a sospechar que hubiera sido preferible que lo fueran.
- ¿Emergencia nuclear? -preguntó asombrado.
El hombre más grueso volvió a menear su cabeza pesadamente. A Chris le pareció ver que
llevaba gafas detrás de su mirilla de cristal.
- Hubo un grave accidente en una planta nuclear de cerca de aquí -explicó-. Tuvimos que
desalojar casi la totalidad del condado como medida preventiva. Es extraño que no os hayan
interceptado los controles de la carretera.
- Vinimos por un camino vecinal -aclaró Jimmy, con voz de ultratumba.

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Los hombres volvieron a mirarse entre ellos.
- La orden era cerrar todos los accesos -manifestó el alto, disgustado.
- La región es una maraña de vías secundarias -se defendió uno que hasta entonces no había
hablado-. Prácticamente cada granja tiene una salida hacia la ruta nacional. Es imposible
controlarlas todas.
- Pero es necesario -ordenó el alto autoritariamente-. No quiero ver más vagabundos
saqueando supermercados.
Chris se puso de pie de un salto.
- ¡Hey, «Fantomas» -exclamó ofendida-, ni Jimmy ni yo somos ningunos vagabundos!
El codo de Jimmy se incrustó en las costillas de Chris, que se interrumpió para tomar aire.
Momento que él aprovechó para tomar la palabra:
- Habíamos viajado toda la noche, señor -explicó-, y decidimos parar en algún pueblo para
desayunar. No podíamos saber lo que ocurría y le asecuro que estábamos dispuestos a pagar,
de haber quién cobrara...
- Eso no nos atañe a nosotros -le interrumpió el jefe de los enmascarados-. No somos policías,
sino agentes sanitarios. -Hizo un gesto con su mano que implicó la botella de vino y las latas
de piña-. Quizá más adelante deberéis responder ante la ley por esto. Lo que ahora nos
preocupa es que probablemente seáis fuentes radiactivas contaminantes. Y deberemos
comprobarlo.
Chris se asombró de no caer desmayada en ese mismo instante. Por su mente desfilaron los
reportajes sobre el museo de Hiroshima y la paranoia de Harrisburg. Ya nada importaba. Ella
convertida en víctima nuclear. Sus pulmones estarían hechos polvo y la piel se le caería a tiras
de un momento a otro. Jamás tendría hijos ni volvería a conocer el amor. Lo más probable era
que aquellos hombres blancos les confinaran a los dos en alguna isla perdida de la Polinesia,
hasta que la radiactividad acabara devorándolos. No es que antes hubiera tenido mucha
suerte, pero aquello ya era demasiado...
- Vamos, chicos -dijo el hombre gordo casi con ternura-. Tenemos un camión-laboratorio
esperando allí fuera.
Los hicieron desnudar de pies a cabeza. Luego pasaron por diversos aparatos que encendían
luces verdes y amarillas. Finalmente el hombre grueso, que sin la escafandra tenía el aspecto
bonachón de un médico de pueblo, les hizo un completo examen clínico al viejo estilo:
termómetro en la boca, perilla para la presión y tamborileos de los dedos aquí y allá.
- Es un milagro -concluyó al fin-. Ni el menor indicio de radiactividad ni de desarreglos
orgánicos.
- Devuélvanos nuestras ropas -pidió Chris, sintiendo rencor y vergüenza ante su forzada
desnudez.
El hombre alto emergió de detrás del biombo del camión-laboratorio con la máscara puesta.
- Las hemos quemado como medida preventiva -dijo-. Os daremos otras, hasta tanto la policía
decida qué hacer con vosotros.
El silencioso tercer hombre les alcanzó un par de tejanos y camisas que había cogido de la
tienda vecina. Se vistieron lentamente, sin hablar ni mirarse. Ya no había una aislada soledad
en su futuro, pero sí, en cambio, una celda inconfortable y un irascible juez de menores, harto
de la facilidad con que Chris se metía en las situaciones más complicadas.
- Nos vamos, cariño -anunció Jimmy, ajustándose los elásticos zapatos que formaban parte de
su nuevo atuendo-. El Ford está a menos de veinte metros. Estos tipos no van armados y no
podrán alcanzarnos con sus disfraces de media tonelada. ¡Corre, Chris!
- De acuerdo -rió ella, lanzándose a través de las puertas sueltas del camión-laboratorio-. ¡El
último es un gilipollas!
Unos minutos después, el viejo Ford de Jimmy atravesaba velozmente el deshabitado pueblo.
Por alguna poderosa razón, los hombres de blanco ni siquiera habían intentando detenerles.
Quizá por humanitarismo o porque sabían que los chicos no podrían ir muy lejos.
En efecto, a pocos kilómetros del pueblo, una barrera de tablas rojas y blancas cerraba
totalmente el paso. Los del control de vigilancia aún no habían visto el Ford, pues tenían la

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atención puesta en el otro lado, ya que consideraban a aquella zona despoblada y nadie podría
lograr salir de allí.
- ¡Mierda! Una barrera policial -bramó Jimmy al avistarla.
- Es la historia de mi vida -suspiró Chris-. Cada vez que salgo a un camino tropiezo con una de
ellas, ¿podrás creerlo?
- Con razón los astronautas nos dejaron escapar sin mover un dedo -habló él, hundiendo a
fondo el acelerador-. Agárrate fuerte, nena -dijo excitado-. Ahoraverás lo que es capaz de
hacer tu amigo Jimmy, el marica.
En ese instante, uno de los vigilantes vio el Ford que avanzaba directo hacia ellos y comenzó a
hacer señas agitando ambos brazos. El que lo acompañaba calóse la metralleta. Jimmy pisó el
embrague, cambió la marcha y rodó el volante a la izquierda. El coche saltó a un lado. Chris
tuvo la impresión de que se precipitaban hacia la zanja lateral y cerró los ojos. Pero Jimmy
volvió a enderezar el volante, mientras sus pies bailoteaban en los pedales. El Ford, totalmente
escorado, cruzó sobre sus dos ruedas el arcén, rozando el extremo de la barrera. Estaban al
otro lado, con la mirada atónita de los guardias fija en ellos. Jimmy lanzó un grito de triunfo,
movió nuevamente los pies y embragó la directa. Vuelta sobre el respaldo del asiento, Chris
vio por el cristal trasero cómo los hombrecillos empequeñecían hasta desaparecer en una
curva.
- ¡Eres maravilloso, Jimmy! -aplaudió-. ¿Dónde diablos aprendiste ese truco? ¿En Indianápolis?
- Cerca de allí -respondió el chico, muy ufano-. Los automóviles son mi debilidad, muñeca. El
propio Joe Pistón me recicló este Ford.
- ¿Quién es Joe Pistón?
- El mecánico número uno de América. Trabaja con su pandilla en un garaje abandonado de
Tonneville, en Indiana. He pasado buenos ratos con ellos, cubriéndonos de grasa y
organizando las más alucinantes carreras. -Jimmy apartó por un instante su mano derecha del
volante y agitó un dedo ante la nariz de Chris-. Joe es el número uno, sabes? Algún día
llegarás a conocerlo.
- Me gustaría -afirmó ella-. Eso está cerca de Lago Geroe, ¿no?
- Más o menos. Solíamos ir al festival de rock. -La voz de Jimmy cobró matices de nostalgia-.
Si quieres, podemos tomar ese camino.
Chris recordó las palabras de Josie por teléfono: «¿Por qué no os venís aquí conmigo? iSería
tan hermoso estar de nuevo las tres juntas!». Ya no sería posible. Moco había quedado tendida
en el desguazadero, junto al cadáver de su extraño amor del FBI, Solana. La chica inhaló aire
y parpadeó para evitar que la humedad de sus ojos se derramara.
- ¿Crees... ? -balbuceó-. ¿Crees que Moco se encontrará bien?
Jimmy le echó una fugaz mirada y volvió de nuevo su atención sobre la ruta.
- Todo lo bien que se puede estar en una cárcel federal -dijo con voz neutra-. Si te refieres a
sus heridas, ninguna era lo bastante grave como para acabar con ella.
- No podrías asegurarlo -dijo Chris, sombría-. Tú no eres médico.
- No -aceptó él-. Pero he visto otros tiroteos. Y, ¿quieres que te diga una cosa? Por la posición
de los cuerpos y la dirección de los disparos, podría jurar que Solana cubrió a Moco con su
cuerpo, recibiendo en él la mayor parte de los tiros. Deberías haber visto su aspecto, amiguita.
Tenía por lo menos diez agujeros en el pecho y la cabeza.
- ¡Cállate! -sollozó Chris-. No puedo soportarlo.
- Después de todo -concluyó Jimmy-, es una bonita historia de amor.
- Y de muerte.
- Estoy empezando a creer que amor y muerte son dos términos inseparables; por lo menos
para nosotros.
Jimmy respingó su narizota con aire reflexivo. Sus manos se movieron suaves sobre el
volante, para sobrepasar parsimoniosamente a un lujoso Pontiac último modelo. Chris atisbó la
aguja del velocímetro, pero ésta estaba atascada en el cero. Jimmy se orientaba sólo por el
cuentakilómetros. Lo cierto es que iban muy deprisa. A ella le hubiera gustado saber hacia
dónde iban, pensó antes de dormirse.

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Despertó cerca de la anochecida, con la lengua pegajosa y los hombros ateridos de frío. Las
borrosas imágenes de un sueño se perdían en las profundidades del cerebro, sin que pudiera
apresarlas. A su lado, Jimmy conducía con aire soñoliento, de un modo casi instintivo.
- ¿Dónde estamos?
- Aún no lo bastante lejos -respondió él.
Cruzaban una ciudad que, afortunadamente, no estaba deshabitada. El tránsito era denso y
ajetreado y mareas humanas circulaban por las aceras, recortándose sobre las luces rutilantes
de los escaparates. Jimmy conducía el Ford con gran cuidado, utilizando las luces de giro y
atento al menor cambio de luz de los semáforos.
- ¿Estás cansado, Jimmy?
- Estoy muerto -exclamó-. Nos acercaremos al suburbio y buscaremos un sitio para dormir.
- ¿Es esto Tonneville?
- No, es una sorpresa.
Detenido ante el semáforo que le permitiría girar a la izquierda desde la avenida, el muchacho
alargó una mano para acariciar suavemente el lacio cabello de su amiga.
- Es una ciudad que deberías ya conocer -dijo-. Tiene un asilo para alcohólicos crónicos.
- ¡Jimmy! -exclamó alegre Chris-. ¿Cómo pudiste recordarlo?
- Recuerdo todo lo que tiene que ver contigo -respondió él, circunspecto-. Soy tu buen amigo
Jimmy, no lo olvides.
- No lo olvidaré nunca -dijo la chica, emocionada.
- De todas formas, hoy no podrás ver a tu madre. Pasó la hora de visitas -dijo él-. Nos
alojaremos en algún motel apartado, y mañana la iré a ver.
- ¿Tú? -inquirió Chris-. Pero si se trata de mi madre.
Jimmy asintió, y sonrió satisfecho.
- Por eso mismo -dijo-. No sería extraño que la gente de tu «Pesebre» hubiera alertado a los
del asilo, por si aparecías por allí. De esta forma, mientras tú charlaras con mamá de los
buenos tiempos, el director llamaría a la policía y caerías atrapada como un pajarito. ¿Qué me
dices?
La chica tragó saliva y frunció los labios hacia un lado.
- ¡Que tienes toda la maldita razón! -resopló-. ¡Mierda, Jimmy! ¿Qué diablos podemos hacer?
- Se me ha ocurrido un pequeño plan -dijo él, vigilando los letreros luminosos del camino.
Habían atravesado la ciudad de punta a punta y circulaban a marcha lenta por una carretera
interurbana-. Pero tienes que confiar en mí y dejar que mañana vaya solo al asilo.
- No te permitirán verla -le previno Chris-. Sólo permiten visitas de los familiares más directos.
- No te preocupes, ya inventaré algo -fanfarroneó Jimmy, y fue reduciendo la velocidad del
Ford-. ¡Mira! ¡Allí podremos pasar la noche!
Chris miró donde indicaba su amigo. Era una cabaña de madera que tiempo atrás había sido
de color blanco. Frente a ella colgaba una guirnalda de luces de colores. La mitad de las
lamparillas estaban fundidas, pero el resto permitía deletrear un cochambroso anuncio: «Motel
Luxor - Alojamiento para viajeros». Jimmy detuvo el coche debajo de la guirnalda. Luego miró
a Chris con ceño interrogativo. Una lamparilla verde filtraba luz por el parabrisas y se
combinaba con los reflejos metálicos de las guarniciones, dando a su rostro un aspecto
grotesco, irreal, como un maquillaje de Lemon Candy.
- Si no te importa -carraspeo tímidamente-, pediré una sola habitación. Resultará más barato.
- De acuerdo -asintió Chris, con el mismo tono serio-. No creo que eso altere mi reputación.
Lo que se suponía debería ser la recepción del «Motel Luxor» era un cuartucho miserable
apestando a tabaco y sin apenas muebles: dos sillas tapizadas de plástico rojo y pegadas a la
pared, un perchero de pie, destartalado, y un viejo mostrador. Detrás de este último había una
figura humana leyendo un ejemplar pasado del Reader's Digest. O, mejor dicho, lo estaba
leyendo hasta que entraron Chris y Jimmy. La mujer, pues eso parecía ser, los miró distraída.
Escudriñó rostro y ropas de los forasteros y pareció ampararse tras la silla, al tiempo que por
sus pupilas prendió una chispa de alerta. Soltó la revista y sus manos se movieron con
disimulada lentitud. Abrió con cada una de ellas sendos cajones de debajo del tablero del
mostrador.

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- Os aconsejo que retrocedáis por donde habéis venido -murmuró con acre voz-. Hay sólo
veinte dólares en el cajón de la izquierda y una pistola de 9 mm. en el de la derecha.
Chris, desconcertada, miró a Jimmy. Este reaccionó y se arregló el cabello de la frente.
- No somos delincuentes -dijo sin apartar sus ojos de la mujer-. Sólo queremos alojarnos por
unos días.
La mujer alzó las cejas y el agudo mentón, como asombrada por algo. Su rostro huesudo y
sombrío le hacía aparentar una edad indefinida. Parecía pasar de los cuarenta y tampoco era
una anciana.
- ¿Alojaros, eh? -refunfuñó por lo bajo- Es un truco muy viejo. ¡Alzad los brazos!
Su cuerpo alto y desgarbado emergió de detrás del mostrador y se acercó a ellos,
apuntándoles con el índice derecho y cerrando un ojo, como si verdaderamente empuñara una
pistola.
- Haz lo que dice -susurró Jimmy, separando los brazos del cuerpo. Chris lo imitó, vacilante.
La mujer los cacheó concienzudamente, en el torso y las piernas, sin descuidar las zonas
genitales.
- Algunos llevan la navaja en los calzoncillos -dijo-. Pero vosotros estáis limpios. -Con un
suspiro de contrariedad regresó a supuesto de detrás del mueble y se sentó, al parecer no muy
convencida-. Son cinco dólares al día.
Dicho esto los miró, como esperando que la noticia les tumbaría de espaldas.
- Parece un precio razonable -concluyó Jimmy, sacando un arrugado billete de veinte dólares-.
Cóbrese dos días por adelantado y denos la llave. Hemos viajado mucho y deseamos
descansar.
El arrugado papel verde pareció iluminar el rostro de aquella mujer. Su expresión se tornó más
joven y más dulce, casi servil. Desplegó cuidadosamente el billete y lo alisó con el borde de la
mano. Luego lo guardó en el cajón izquierdo, sacó dos de cinco, y con habilidad de cajero de
banco, los extendió hacia Jimmy.
- Tenga, el cambio, joven. Y perdonen si he estado algo brusca. Hay mucha delincuencia
juvenil por ahí.
- La próxima vez no amenace sin tener un arma -aconsejó Jimmy-. Se arriesga a que le vuelen
la cabeza.
- Pensé que era un buen truco -se defendió la mujer, algo avergonzada. Luego se volvió hacia
el tablero de llaves-. Les daré el bungalow número ocho. Es el único en que los grifos del
lavabo no gotean.
- Es usted muy amable -dijo Chris, por decir algo.
- Es mejor aparcar el auto frente a la puerta -aconsejó la mujer-. Hay muchos robos de coches
últimamente.
- Ya no se puede vivir tranquilo en América -dijo Jimmy con un guiño, cogiendo la llave.
El llamado «Bungalow número ocho» era la última puerta de una destartalada barraca que se
extendía frente al alto muro de una fábrica de pinturas. Una cosa era cierta: los grifos no
goteaban. Y si uno estaba lo bastante cansado podía llegar a ser una bendición arrojarse boca
arriba en cada una de las chirriantes camas, mirando la lamparilla de techo, con su pantalla de
cartón llena de cagadas de mosca. Eso fue lo que hicieron Chris y Jimmy. Durante un rato,
dejaron que sus músculos se fueran relajando, sin hablar ni pensar en nada. Después Chris
armó una ristra de palabras y las dejó desgranar entre sus labios.
- Hoy has estado muy sensacional, Jimmy -dijo-. Humphrey Bogart se hubiera muerto de
envidia.
- He tenido un día bueno -dijo disculpándose-. Pero espera a verme en uno de los malos.

Jimmy Brown dejó su desvencijado pero aún brioso Ford en un espacioso aparcamiento
municipal. Caminó un largo trecho bajo el sol de la mañana, hasta llegar frente al asilo para
alcohólicos. Era un edificio cuadrado, antiguo y de paredes ocres, rodeado por un jardín
descuidado y una verja de rejas color aluminio. Un cartel indicaba que el lugar se hallaba bajo
el tutelaje de la Liga Antialcohólica del Estado. El portal estaba abierto y Jimmy recorrió el

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sendero sembrado de hayas que llevaba a la puerta principal. Un enfermero de pocas palabras
y aspecto mormón lo llevó ante el médico de guardia.
- Vengo a visitar a la señora Parker -dijo Jimmy, tras un expectativa silencio.
El hombre no apartó la vista del libro de poesías de Keats que estaba leyendo. «Caramba
-pensó Jimmy-, un tipo así leyendo las poesías de Keats.» Era un hombre calvo y algo grueso.
- ¿Es usted pariente directo? -preguntó.
- No, pero es como si lo fuera...
- Sólo se admiten visitas de los familiares directos -declaró el hombre, mirándolo torvamente
por encima de las gafas. La uña de su dedo índice fijaba la línea del poema que estaba
leyendo.
- Lo sé. Vengo de parte de Tom Parker, el hijo de la enferma, que vive en México. Me pidió que
transmitiera saludos a su madre.
- Yo se los daré -replicó el hombre-. Cierra la puerta al salir, ¿quieres?
Jimmy no se movió.
- Pensé que a la pobre mujer le haría bien conversar un rato sobre su hijo ausente. ¿No
contempla eso el reglamento?
El hombre lanzó un bufido y cerró el libro. A través de los gruesos cristales, sus ojos parecían
dos charcos de agua enlodada y quieta.
- Eres lo que se dice un tipo obcecado, ¿eh? -resopló, cansado.
La mejor sonrisa inocente de Jimmy Brown resplandecía bajo su larga nariz.
- No quisiera defraudar a mi amigo -dijo.
El médico de guardia que leía poesías asintió con absoluta indiferencia y se dirigió hacia un
archivo metálico que había en un rincón...
- ¿Parker, dijiste? -sus dedos caminaron sobre varias carpetas apiladas en un cajón y
finalmente extrajeron una-. Aquí está... ¿Tu amigo se llama Thomas Lee Parker?
- Eso es...
- ¿Y qué sabes de su hermana, Christine Parker?
- Oh, ésa -Jimmy procuró que su voz sonara tan neutra como la de un jugador de póker-. Tom
me ha hablado algo de ella. -El chico miró hacia ambos lados, y agregó más bajo-: Está
encerrada en un reformatorio, ¿sabe?
- Estaba -refunfuiió el hombre-. ¿De modo que tú no la conoces?
- He vivido tres años en México -explicó el chico-. Tom y yo trabamos amistad allí.
El médico lo miró, rascándose la barbilla con el dedo pulgar.
- Está bien -resolvió al fin-. Supongo que no hay nada malo en que hables un poco con la
vieja. Pero no la canses, no está muy bien de salud.
- Se lo agradezco en nombre de Tom -Jimmy hizo un guiño e indicó el libro cerrado sobre la
mesa-. ¿Le gusta la poesía?
- No. Me gusta Keats.
Mientras caminaba detrás del enfermero mormón por un largo corredor, Jimmy tuvo la
inquietante certeza de que aquel singular médico de guardia no había creído una palabra de su
historia.

Capítulo 9

Había niebla en torno a aquellas imágenes de color sepia de un viejo álbum fotográfico. Estaba
allí el robusto colérico Ben Parker, maldiciendo y agitando sus largos brazos. El joven Tom
procuraba esquivar los golpes mientras sonreía a la cámara; la señora Parker sollozaba en un
rincón del comedor, abrazada a una botella de brandy barato. Y ella, Chris, que cuando nació
era un inocente montoncito de sonrosadas carnes abierto a la vida como un capullo, a los siete
años ya tenía los mismos ojos huidizos y asustados. Esos ojos, bien adiestrados, encontraban
siempre el escondrijo de debajo de la mesa o el de la puerta entreabierta allí detrás de las
piernas de su padre, por donde echar a correr. Eso es lo que había hecho siempre: correr, huir
de los gritos, los golpes y los gemidos del ambiente opresivo de la modesta casa de los Parker,
donde nunca había abundado el dinero, ni el afecto. Permanecía oculta en algún portal o entre

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los arbustos del parque, hasta que algún vecino enternecido la devolvía al hogar; o bien Tom
salía a buscarla en la noche, cuando el padre se había ido ya y la madre dormía la borrachera.
Los dos hermanos regresaban abrazados bajo las estrellas, y Tom solía acunarla hasta que
lograba conciliar el sueño. A veces, la señora Parker le llevaba el desayuno a la cama, con una
sonrisa de circunstancias y los ojos hinchados por la resaca.
Esa había sido su vida hasta los catorce años. Luego Tom se casó y poco después ella comenzó
a fugarse de veras. Cuando la encontraron, dos días después, el propio Ben Parker, su padre,
pidió que la recluyeran en «El Pesebre». No se lo perdonó nunca, ni siquiera cuando un año
después le permitieron visitarlo, inmóvil y moribundo en una silla, a causa de una apoplejía.
Ella supo que siempre lo había amado, de manera extraña y oscura. Pero que no lo perdonaba.
La imagen del padre agonizante se esfumó en el humo ocre que envolvía su mente. No había
estado soñando y lo sabía. Simplemente había capitulado esos pasajes de su vida, en la blanda
duermevela de la mañana, como disparando un proyector interno que enfocase a voluntad.
Ahora estaba demasiado despierta para continuar. El sabor agrio en la boca y el rayo de sol
que pegaba en la pantalla desteñida del bungalow número ocho del «Motel Luxor», eran
excesivamente reales. Cerró el álbum imaginario y encendió un cigarrillo. Si Jimmy había
tenido suerte, quizá viera a su madre dentro de unas horas. La sola idea la alteró visiblemente.

Poco después de mediodía. Jimmy entró a la habitación y fue directo a abrir la ventana. La luz
blanca y el rumor de los camiones en la carretera entraron allí como una horda de invasores.
Chris se arrebujó con las mantas.
Diantre, nena -dijo él-, parecías un cadáver meditando en su sarcófago.
- ¿Lograste verla? -preguntó ella a su vez.
Él se volvió.
- Sí. Habló todo el rato de Tom y de ti. Si la oyes, no ha habido en el mundo mejor madre que
ella.
Chris cerró los ojos. Una bola de rabia y angustia germinó en su pecho. Quizás hubiera debido
llorar o gritar, pero sintió sólo deseos de volverse a dormir.
- ¿Cómo... , como se encuentra? -balbuceó.
Jimmy se sentó a los pies de la cama y apoyó una mano sobre sus rodillas.
- Mal -dijo con voz gutural-. Es una mujer enferma y asustada. Todo lo que quiere es un cajón
de whisky para reventar en paz, y es lo único que nadie le dará.
- Eres cruel... -murmuró ella, temblando a su pesar.
- Te equivocas. Soy generoso.
- ¿Crees que debo verla?
- Mejor no -el perfil afilado de Jimmy se endureció en el contraluz-. Pero si tanto lo deseas,
creo que hay una forma de arreglarlo.
Chris dejó caer la cabeza pesadamente sobre la almohada. Por un momento, las raídas
imágenes de color sepia volvieron a bailotear una y otra vez sobre sus párpados cerrados.
- Es una lejana cuenta que tengo pendiente conmigo misma -murmuró-. No podría seguir
adelante si no lo hago...
- A veces las cosas son así -reconoció el chico-. Te explicaré mi plan: la señora Parker me ha
dicho que la dejan pasear los Domingos por la tarde. Un enfermero la acompaña hasta un
parque cercano, permanece cerca de media hora sentada en un banco mirando las palomas, y
luego se la llevan de vuelta.
- No parece fácil -dijo Chris, con voz ausente.
- Tal vez lo sea -afiadió Jimmy-. El que da los permisos es un médico que lee a Keats y no
parece importarle mucho lo que ocurre a su alrededor. Creo que podré convencerlo de
reemplazar al enfermero el próximo Domingo.
- De acuerdo -bostezó Chris-. Hazlo a tu modo.
Y se quedó dormida. Jimmy suspiró, se puso de pie, y fue a cerrar de nuevo las persianas.

Había algunos niños junto al estanque, haciendo navegar sus barquitos de vela. Un sargento
de paracaidistas y su novia paseaban con las manos entrelazadas, mientras él le contaba una y

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otra vez las hazañas del «vuelo seco». Ella parecía fascinada. Una anciana y su nieta jugaban
con un cachorro negro como la noche, que apenas levantaba un palmo del suelo y ya
perseguía a las palomas que se posaban en el césped. La tarde era cálida, para ser otoño, y
aquel rincón del parque parecía flotar en el tiempo y el espacio como un cromo animado por el
sol que se filtraba entre las encinas.
Apostada en su sitio, junto a la fuente de agua aspergente, Chris vigilaba un apartado banco
situado en un sendero lateral, donde Jimmy debería llevar a la señora Parker. Notaba sus
sentimientos agitados y contradictorios. La alegría y el miedo se entremezclaban dentro de ella
en una danza ambigua y paralizadora. Deseaba por momentos correr y estrechar a su madre
entre sus brazos; otras veces soñaba que todo había pasado y ella y Jimmy abandonaban para
siempre el «Motel Luxor» y aquella ciudad nefasta, rumbo a las sorpresas de Tonneville y el
Lago Geroe.
Lo que en la realidad sucedió fue que no echó a correr cuando vio la silueta de la señora
Parker avanzando achacosamente por el sendero, del brazo de Jimmy Brown. Chris, agazapada
en su escondite, observó la espalda encorvada de su madre, sus cabellos prematuramente
encanecidos y sus gestos temblorosos. Nunca había sido una mujer muy lozana, pero aquélla
era apenas una sombra suya. La muchacha se acercó con tiento, casi sin enterarse, buscando
una chispa de vida en sus ojos o un rictus de sonrisa, que le devolvieran a la madre de su
infancia. Cuando la señora Parker la vio, todo su rostro se mutó en una grotesca mueca de
emoción.
- Chrissie... -siseó, tendiéndole los brazos.
La chica, agachándose, amagó el rostro en su regazo. La falda olía a lejía y a recluido.
- Procurad no llamar demasiado la atención -aconsejó Jimmy, con voz velada.
La señora Parker atrajo hacia sí la cabeza de Chris con un gesto casi brusco.
- Jimmy tiene razón -dijo con senil complicidad-. Es un chico muy bueno, Chris. Él y yo hemos
hablado mucho de ti y de Tom.
Chris, con movimientos torpes, se sentó junto a su madre.
- ¿Qué sabes de Tom? -preguntó.
El mentón de la señora Parker comenzó a estremecerse, como si necesitara reafirmar cada
partícula de su pensamiento.
- Él vendrá a buscarme -aseguró-. Está muy bien en México. Gana mucho dinero y vendrá a
buscarme cuando mi salud esté mejor. -Bajó la voz y acercó los labios al oído de Chris-. Ahora
me duele un poco el hígado, ¿sabes? Es por la comida que nos dan aquí, en el asilo. La comida
mexicana también es pesada, pero Tom ha promeido que me conseguirá filetes de buey sin
grasa, y también pollo...
- ¿Te ha escrito?
- No, qué va. No tiene tiempo. Pero he hablado con él.
- ¿Por teléfono?
La señora Parker la miró, consternada y distante.
- No. Pero yo hablo con él.
Chris alzó los ojos hacia Jimmy, que se encogió de hombros con ademán pesaroso.
- Comprendo -dijo la chica, acariciando por primera vez el cabello blanco y desaliñado de su
madre-. Te he traído un regalo, mamá.
- ¿Un regalo?
Chris escudriñó en su bolsa y extrajo una petaca de viaje llena de whisky. Con manos
vacilantes, la mujer desenroscó la tapa y olió el contenido con una profunda inspiración.
- ¡Dios! -exclamó-. ¡Es puro escocés!
- Tal vez no debía hacerlo -dijo Chris con lágrimas en los ojos-. Pero durante muchas noches
de encierro en «El Pesebre» me prometí que alguna vez te traería una botella de whisky.
Puedes guardarla como recuerdo mío. -La chica tragó saliva. Hasta que Tom venga a buscarte.
La señora Brown volvió a oler el contenido de la petaca.
- ¿Crees que me hará daño, Jimmy?
- Un trago no mata a nadie, señora Brown -terció Jimmy, desviando la mirada hacia los
reflejos del sol en el estanque.

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Mientras la anciana bebía con los ojos muy abiertos, Chris la besó en la mejilla y abrazó su
cuerpo enjuto. Luego se puso de pie.
- Llévatela, Jimmy -pidió-, son ya casi las cinco.
La señora Parker no se enteró de que ella se marchaba. Cerca de la fuente de agua, se cruzó
con el paracaidista, que explicaba a su novia cuál era el momento justo que se debía tirar de la
cuerda.
- Si no lo haces a tiempo, te estrellas -rió, como si fuera algo gracioso.

Aquella noche, Chris no durmió nada bien. Se revolvía en la cama, fumando un cigarrillo tras
otro y oyendo los suaves ronquidos de Jimmy, que dormía plácidamente en la cama contigua.
«El maldito bastardo ha realizado tantas buenas acciones en estos dos días -pensó ella-, que
podrá dormir con la conciencia tranquila durante todo un año». Luego se dedicó a madurar un
fantástico plan de acción: telefonearía a Tom a México y le pediría que viniera a ver a la sefíora
Parker. Una vez que él estuviera aquí, le convencería de que regresaran los tres a México. No
podría negarse cuando viera el estado de su madre. Estaba casi segura de que no prodría
negarse.
A la mañana siguiente, tuvo que discutir casi media hora con la encargada del «Motel Luxor»,
cuyo carácter resultaba aún más áspero a la luz del día. Finalmente logró convencerla de que
le dejase hacer una llamada, con el compromiso de pagar inmediatamente el coste.
- De acuerdo -gruñó la mujer-, pero llame desde aquí. Puede utilizar el teléfono de la
centralita.
Chris asintió con un suspiro y cogió el teléfono. Podía sentir la respiración de la encargada
sobre su cuello.
- Es una conversación privada -le dijo, lanzando una elocuente mirada hacia la puerta.
La mujer se tomó un tiempo en asimilar la indirecta.
- Comprendo -refunfuñó al fin-. Esperaré aquí afuera.
Pidió la comunicación con México, con indicación de que luego le dijeran su importe. Un
instante después oía sonar el timbre al otro lado de la línea. Había llegado el momento de
obligar a su hermano a que se enfrentara con la realidad. Su madre estaba enferma y quizá no
viviera demasiado, y además, ella también lo necesitaba. Tom sabría comprender, estaba
segura.
- ¿Dígame? -Era su voz. Chris la hubiera reconocido entre un millón de voces-. ¿Diga? ¿Quién
es... ?
Chris abrió la boca sin poder hablar. Apretó los dientes contra el auricular y un sollozo ahogó
su garganta.
- ¿Eres tú, Chris? ¡Qué diablos pasa! ¡Conteste!
Pero algo dentro de ella ya había decidido que aquella llamada no tenía sentido. El ciego terror
a que Tom se negara con cualquier excusa, había paralizado sus cuerdas vocales. En ese
instante, Tom lanzó un taco y cortó la comunicación.
- Quizá sea mejor así -concluyó ella.
La encargada del motel abrió bruscamente la puerta y asomó su tosca cabeza.
- ¿Ha terminado? -preguntó-. Su amigo tiene visitas en el bungalow.
- ¿Visitas? -Chris se esforzó para que su mente saliera del hechizo telefónico-. Eso no es
posible, nadie sabe...
- ¿Ha preguntado el precio de la llamada? -la acosó la mujer.
- Hágalo usted misma -respondió la muchacha, tendiéndole bruscamente el auricular.
Y echó a correr hacia las barracas, con el corazón en la boca. Frente al bungalow había un gran
automóvil negro aparcado junto al Ford. Al menos, no se trata de ningún coche policial. Chris
redujo su carrera y decidió atisbar por la ventana antes de entrar. Lo que vio le heló la sangre
en las venas: Jimmy estaba sentado en una silla de espaldas a la ventana y un hombre le
aferraba los brazos por detrás del respaldo, mientras otro le destrozaba el rostro a bofetadas.
Había sangre en su camisa y en el suelo. Chris reconoció inmediatamente a los tipos: eran dos
de los matones de Menfis.

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Su mente comenzó a trabajar a velocidad de vértigo, buscando una forma de ayudar a su
amigo. De repente sintió algo frío y metálico que se apoyaba en sus riñones.
- Tranquila, muñeca -dijo una voz detrás de ella. Tú también tendrás tu parte.
Era la inconfundible voz de Fat Fassio.

Capítulo 10

Nada mas cruzar la puerta, Fat Fassio lanzó una feroz patada en el trasero de Chris. La
muchacha rodó por el suelo, encogida de dolor. El hombre se acercó a ella con las piernas
abiertas y, cogiéndola del cabello, le obligó a levantar la cabeza.
- ¡Maldita zorra! -resopló-. Esto te enseñará a no traicionar a Menfis.
- ¡Buena caza, Fat! -dijo otro de los hombres, el que había estado golpeando a Jimmy-. El
chico está ya para el arrastre.
Chris, sin moverse del suelo, miró por el rabillo del ojo hacia el centro de la habitación. Jimmy
era un guiñapo sanguinoso que respiraba con dificultad. Tenía un ojo cerrado por los golpes,
manaba sangre por la nariz y una baba viscosa se le escurría por sus labios abiertos. Ya no era
necesario que el tercer gorila lo sujetara en la silla. Era evidente que no estaba en condiciones
de incorporarse.
- Termina con él de una vez -ordeno Fat-. No nos queda mucho tiempo.
Se había sentado en una de las camas, con aire displicente, pero mantenía el cañón de su
pistola apuntando a la nariz de la chica. Ella se armó de valor e intentó un último recurso
desesperado.
- Eres un gorila tonto y sin cerebro. Fat Fassio -y le escupió.
El otro la miró ligeramente sorprendido. Chris le sostuvo la mirada y apretó la mandíbula.
- Supongo que tú te consideras muy lista -dijo Fat-. No pensarás lo mismo cuando os meta a ti
y a tu amigo un par de balas en el seso.
- Acabarán nuestros problemas, pero no los tuyos.
Fassio miraba alternativamente a Chris y a su compinche, que ahora se dedicaba a sacudir
puñetazos en el estómago de Jimmy.
- ¿Me estás amenazando? -preguntó a la chica con una aviesa sonrisa.
- Sólo te estoy contando cómo funcionan las cosas. El largo brazo de Menfis no llega a este
estado. La mujer del motel ha visto vuestras caras y la matrícula del coche. Y nadie te
protegerá si la policía te echa el guante antes de cruzar la frontera.
- Estoy temblando de miedo -se burló Fat. Luego se incorporó e hizo una indicación al otro-.
Deja ya de golpearle, Rocky. ¿No ves que ha perdido el conocimiento?
El gorila detuvo su puño contra el cuerpo y lo frotó con la palma de la otra mano. La cabeza de
Jimmy, tumefacta, colgaba sobre el pecho como la de un muñeco roto. El tercer gángster se
había sentado en el reborde de la ventana, y miraba la escena con una sonrisa boba.
- Levántate, putita -ordenó Fat a Chris-, y no trates de enrollarme.
La chica se puso de pie, seguida siempre por el ojo oscuro de la pistola.
- No es ningun rollo, Fat. Sólo intento evitar que os metáis en un lío.
- Todo lo que quieres es salvar tu roñoso pellejo -afirmó Fat con desprecio.
- También eso es verdad -aseveró Chris-. No he llevado una guapa vida hasta ahora, pero
prefiero conservarla. Estoy dispuesta a ofreceros un trato...
- Yo no trato con los soplones del FBI.
- Déjala hablar, Fat -pidió Rocky, mientras levantaba un párpado de Jimmy para comprobar
que no estaba muerto-. Quizás ella y este marica tengan algo de pasta en alguna parte.
- Juraría que no tienen ni para pagar este agujero -aseguró Fat.
- Se trata de algo más importante que de dinero -dijo Chris, animándose.
- ¡Explícate de una vez, maldita sea! -gruñó el tercer hombre, desde su sitio en la ventana.
Chris advirtió que Fat Fassio estaba incómodo con la incorporación de sus compinches en el
diálogo. Y decidió aprovechar esa ventaja.
- Me refiero a vuestra seguridad, muchachos -declaró-. Hay un largo camino desde aquí hasta
el «Narcisus», y nadie puede recorrerle impunemente, y menos aún con el rastro de dos

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cadáveres a la espalda. -Rocky seguía sus palabras con interés, abriendo y cerrando los dedos
de su mano dolorida. La policía de este estado no está a sueldo de Menfis, como ya sabéis. Y
tiene fama de ser eficaz.
- No se trata sólo de Menfis -intervino Fat-. Nosotros os dimos trabajo y refugio, y vosotros
ibais a denunciarnos a los federales.
- Eso era asunto exclusivo de Moco y Solana -dijo Chris-. Jimmy y yo nos enteramos porque tú
se lo dijiste a él en la barra del bar.
Fat abrió la boca y volvió a cerrarla, desconcertado.
- Y entonces fue cuando corristeis al desguazadero para advertirles -intervino Rocky, sombrío.
- Exacto -confirmó Chris-. Pero sólo porque Moco era nuestra amiga. Ahora todo eso pasó. Si
nos matáis, corréis un riesgo bastante grande. Si nos dejáis en paz, os prometo que
cerraremos la boca y jamás regresaremos al «Narcisus», y ni siquiera a ese estado.
- Hablas por ti -dijo Fat-. Porque tu amigo duerme.
- Creo que los puños de Rocky han sido lo bastante convincentes para él -afirmó la chica, con
desazón en el estómago.
Fat y Rocky se miraron.
- ¿Tú qué opinas? -preguntó Fat Fassio a su compinche.
- Su historia está bien montada -respondió Rocky-. Pero lo más seguro es liquidarlos a los dos.
No es ésta la primera vez que «trabajamos» fuera del estado.
Por primera vez, Chris sintió que el terror a la muerte cierta le inundaba las venas,
oprimiéndole el corazón. Ya no le quedaban argumentos. Ni tiempo, porque Fat, con una
sonrisa lúgubre, había amartillado su arma.
- ¡Atención, muchachos! -dijo de repente el hombre que estaba en la ventana-. Esa mujer de
la recepción está cruzando el patio y viene hacia aquí. Liquidadlos si queréis, pero de prisa,
que hay que ahuecar el ala.
Fat Fassio miró a Chris a los ojos. Por un instante, las dos miradas formaron una tensa línea de
combate entre los dos. Luego el gángster desarmó cuidadosamente su pistola y volvió a
colocarle el seguro.
- Tenéis suerte -muemuró-. Pero, si alguna vez volvéis a aparecer por allá, juro que no
saldréis con vida.
- Lo sé -dijo Chris con sinceridad, a punto de desvanecerse de felicidad.

La encargada del «Motel Luxor» tuvo que dar un salto a un lado para no ser arrollada por el
oscuro automóvil que arrancó violentamente marcha atrás. Hizo una maniobra chirriante y
luego aceleró bruscamente hacia el portal que daba a la carretera. La mujer le lanzó una
inaudible maldición y luego abrió la puerta del bungalow. Chris había llevado a Jimmy hasta la
cama y le enjugaba el rostro con una toalla empapada en agua fría.
- ¡Válgame Dios! -exclamó la mujer-. ¿Qué le ha pasado a ese chico?
- Fue sólo una discusión entre amigos -explicó Chris-. ¿Podré conseguir un poco de hielo?
- Ahora mismo traeré dos cubetas que tengo en el refrigerador. Le costará sólo veinticinco
centavos.
- Póngalo a mi cuenta -dijo la chica.
La mujer asomó sobre su hombro, para espiar el rostro tumefacto de Jimmy Brown.
- No quiero meterme en sus asuntos -murmuro con voz tensa-, pero su amigo necesita un
médico. Y quizás habría que advertir a la policía. No me gustaría que se muriera aquí...
- Nadie va a morirse -aseguró Chris, aparentando confianza-. Con compresas de hielo y
bastante reposo, mañana estará como nuevo.
- Depende de lo que usted considere como nuevo -cuestionó la mujer.
- A propósito -dijo la chica, procurando cambiar de tema-, debo agradecerle su inesperada
visita. Nuestros amigos se estaban poniendo ni tanto pesados...
- Eso me pareció -declaró la mujer, envanecida-. Pero yo nunca intervengo en estas cosas.
Vine porque hubo una llamada para el señor Brown.
- ¿Una llamada?

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- Sí, del asilo de alcohólicos. Tiene una pariente allí, ¿verdad? Telefonearon para avisar que
había sufrido una crisis.
Era demasiado para los nervios de Chris. Pero logró conservar la calma suficiente para
arrojarse sobre Jimmy y sacudir su cabeza sanguinolento.
- ¡Despierta, Jimmy! -gimió-. ¡Debemos ir ahora mismo al asilo! ¡Mamá ha tenido una crisis!
- Yo que usted lo dejaría en paz -opinó la mujer-. Ese muchacho no puede ir ni al lavabo, si no
es en camilla.

Chris no tenía mucha práctica en conducir coches, pero se las arregló para llevar el Ford hasta
las puertas mismas del asilo para alcohólicos crónicos. La encargada del motel le había
prometido ocuparse de Jimmy por la modesta suma de un dólar. Tres policías de tráfico habían
apuntado su matrícula por saltarse varios semáforos en rojo y girar a la izquierda en esquinas
prohibidas. Pese a todo estaba allí, sólo veinte minutos después de enterarse que la señora
Parker había sufrido una crisis.
Aquel día el grueso y calvo médico de guardia no leía a Keats, sino a Mike Spillane. Lo cual
demuestra que era un hombre ecléctico en sus lecturas. Chris se abalanzó sobre él y estuvo a
punto de sacudirlo por las solapas de la bata, para arrancarlo de las páginas del libro que
sostenía entre sus manos de dedos romos y cortos.
- Mi ma... La señora Parker ha sufrido una crisis -jadeó la chica-. Acaban de avisarnos por
teléfono.
- Puede ser -repuso el hombre, sin abandonar del todo su novela-. ¿Quién eres tú?
- Soy amiga de Jimmy Brown, el muchacho que venía a visitarla. Él... ha sufrido un pequeño
accidente, y me pidió que viniera en su lugar.
El médico lucía un espeso bigote gris, que le colgaba sobre las comisuras de los labios. Se alisó
los pelos de las puntas, meditabundo, procurando disimular la sonrisa escéptica que le brillaba
en los ojos.
- Esto parece una carrera de relevos -musitó-. Jimmy viene en nombre de Tom, tú vienes en
nombre de Jimmy... Al parecer, sois una generación muy solidaria. -Echó una nostálgica
mirada a su libro de Spillane-. Bien, la señora Parker está en el primer piso, habitación
dieciocho. Dile al enfermero que el doctor Evergreen te ha autorizado a verla.
- Es usted un ángel, doctor Evergreen -dijo Chris, corriendo hacia las escaleras.
En la penumbra de la habitación, el perfil chupado de la señora Parker respiraba con dificultad.
Sus ojos estaban absortos, clavados en el vértice que formaban la pared y el techo, ambos de
color ocre. No se movieron cuando Chris entró a la estancia y se acercó a la cama.
- Mamá... Soy yo, Chris... ¿Cómo te encuentras?
La mujer no dio señas de haberla reconocido. Probablemente, ni siquiera había advertido su
presencia. Sus labios resecos se movían de vez en cuando, como si procurara recitar una
oración olvidada. Chris se sentó en una blanca silla metálica y le tomó la mano que
descansaba sobre la manta. Estaba laxa y fría, el pulso latía con lentitud. La chica permaneció
allí, sin nada que decir, ligeramente desconcertada.
Recordó los buenos momentos pasados junto a su madre, que por cierto no habían sido
muchos. Especialmente, aquellas semanas en que habían compartido la vieja casa familiar,
luego de la muerte del viejo Ben Parker. Chris había obtenido un permiso condicional del juez
de menores, y ambas se dedicaron a una tenaz cura antialcohólica de la señora Parker, basada
en el afecto filial y las ocupaciones domésticas. Durante un tiempo, las cosas habían ido
realmente bien. Quizá, demasiado bien. Era la primera vez que madre e hija estaban solas y
juntas, y parecían disfrutar una de la otra. Se llevaban mutuamente el desayuno a la cama y
compartían pequeños planes para el futuro. La señora Parker ya ni siquiera se acordaba de la
bebida. Había ganado unos kilos, su tez había rejuvenecido, y su carácter usualmente huraño
iba adquiriendo matices joviales. Chris estaba orgullosa del cambio operado en su madre. Y
era evidente que tenía motivos para ello.
Todo iba bien, hasta el día en que Chris aceptó una invitación para un paseo campestre, y
debió dejar a su madre varias horas sola. Cuando la chica regresó, todo se había derrumbado:
la señora Parker, totalmente borracha, sollozaba en un rincón con los brazos llagados hasta el

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codo. Había provocado un incendio en la cocina, al ir a hacerse café para mitigar su
borrachera. Tom, que había seguido el experimento antialcohólico con poca confianza, fue
implacable con ambas ante su fracaso. Envió a Chris de regreso a «El Pesebre» y recluyó a la
señora Parker en un asilo. Poco después él mismo marchó a México y los tres Parker nunca
volvieron a verse.
Ahora, Chris reencontraba a su madre, o lo que quedaba de ella, en aquella inhóspita
habitación solitaria que olía a formol. Y tuvo la certeza de que era demasiado tarde para casi
todo.
- ¿Cómo está la enferma? -dijo una voz a sus espaldas.
El doctor Evergreen había entrado silenciosamente en algún momento de las reflexiones de
Chris. Se balanceaba ligeramente sobre los pies y conservaba su libro en la mano, apretado
contra el pecho.
- Creo que... bastante mal... -musitó la muchacha.
El médico inclinó su redonda cabeza hacia la cama.
- Saldrá bien de ésta -aseguró, como si de pronto hubiera recordado cuál era su profesión-.
Pero tiene el hígado hecho puré. No puedo garantizar lo que ocurrirá la próxima vez que
alguien le deje beber medio litro de whisky.
Chris bajó la cabeza. Un confuso sentimiento de culpa y de impotencia le bullía en el pecho.
Evergreen se le acercó y le puso una mano en el hombro.
- Deja en paz a tu madre, Christine Parker -murmuró-. Tal como están las cosas, sólo
conseguirás hacerle más daño.
Ella alzó la mirada y apretó los pies contra el suelo, instintivamente, dispuesta a echar a
correr.
- Yo... , usted... -balbuceó.
Evergreen retiró la mano e hizo un gesto de abatimiento. Su papada tembló sobre el cuello de
la bata.
- Leo demasiados libros para creerme esa historia de la amiga del amigo de Tom Parker
-declaró-. No me importa las cuentas que puedas tener pendientes con la justicia... Pero
déjame decirte algo: mi trabajo es cuidar de estos pobres seres. No es una tarea brillante ni
agradable, pero procuro hacerla a conciencia. Tú y ese otro chico, llenos de buenos
sentimientos, habéis estado a punto de matar a esta mujer. De modo que tengo que pedirte
que sigas tu camino. -Suspiró, y añadió con tristeza-: Será lo mejor para todos.
- Pero... ella es mi madre -imploró Chris.
- En cierto sentido, ya no lo es. Esta mujer vive ahora en el pasado, quizás en un pasado
irreal. A su manera, probablemente es feliz. Y eso le permite apartarse de la bebida. Lo que no
conviene es que vengas tú a darle un sacudón de realidad, porque entonces se las arreglará
para reventar de alcohol...
El hombre caminó hasta el armarlo de la habitación y abrió una de las puertas. Había una
botella en el estante superior.
- Es coñac -explicó el doctor Evergreen-. Hace más de tres meses que lo puse allí, y ella ni ha
intentado probarlo.
- Comprendo -dijo Chris-. Yo... quisiera poder hacer algo...
- Entonces, vete -dijo el médico con rudeza-. Y métete esto en la cabeza: tu madre no
sobreviviría una semana fuera de aquí. Nosotros nos ocuparemos de ella. Y en cuanto a ti,
tendrás tus buenos problemas, creo.
- Los tengo -admitió Chris.
Se puso de pie y besó la frente seca y fría de la enferma. Luego tendió la mano al médico. Sus
piernas apenas podían sostenerla.
- Gracias, doctor, es usted un buen hombre. -Su voz sonó débil, y tuvo que tomar aire antes
de continuar-. ¿Le dirá a ella que he venido a verla?
- Se lo diré -prometió el médico-. Y tú me harás un favor.
- ¿Cuál?
- Si llegas a encontrarte con tu hermano Tom, dile que no ponga los pies por aquí.

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Capítulo 11

Jimmy Brown, con la cabeza vendada y la cara cubierta de esparadrapo, comía lentamente una
papilla de patatas y zanahorias. Cada vez que elevaba el brazo con la cucharilla, un fuerte
tirón le estremecía la espalda. Pero tenía apetito, de modo que siguió adelante. Sólo se
interrumpió cuando Chris entró en el bungalow, con el rostro pálido y demudado.
- Hola, socia -saludó con voz cavernosa-. ¿Cómo está la señora Parker?
- Descansa -respondió Chris-. Y tu amigo el médico intelectual asegura que sobrevivirá. Quién
te ha puesto esas vendas?
El chico cabeceó con una mueca de dolor y apartó el plato de papilla.
- La bruja de la recepción creyó que yo estaba a punto de estirar la pata.
- No la culpo -declaró Chris, sentándose a los pies de la cama-. Si hubieras visto tu aspecto...
- Hum... -asintió Jimmy procurando guiarle su ojo semicerrado-. Lo cierto es que la mujer se
llevó un susto mayúsculo, y llamó a su médico de confianza. ¡Demonios, Chris, deberías haber
asistido a la función! Me hizo sufrir como un condenado y olía a ginebra a una milla de
distancia. Derramó tres veces el frasco de alcohol y casi me corta una oreja al recortar el
vendaje. Me ordenó tres días de reposo y papilla, y se llevó mis últimos veinte dólares como
honorarios.
- A mí me quedan tres -declaró la chica:-. ¿Qué podemos hacer?
Jimmy intentó nuevamente guiñar el ojo, y sólo logró lanzar un gemido, seguido de un esbozo
de sonrisa.
- Mis manos y mis pies están intactos -informó con picardía-. Puedo conducir hasta Tonneville,
si me ayudas a llegar al Ford y nos alcanza la gasolina.
Chris consideró la propuesta con gesto dubitativo.
- ¿Qué haremos con la encargada del motel? Le debemos más de quince dólares.
- ¿Crees que ella pueda competir con un Ford preparado por Joe Pistón?
Los dos se echaron a reír y a Jimmy se le desprendió el esparadrapo que llevaba en la mejilla.

Joe Pistón era un hombre robusto y jovial, con grandes mostachos negros cuyas puntas se
unían a las largas patillas. Hubiera podido ganar buen dinero y hacer una brillante carrera en el
departamento técnico de una gran fábrica de automóviles, si a él le hubieran interesado el
dinero o las carreras brillantes. Pero la pasión de Joe era la mecánica llevada a la categoría de
arte. Había nacido en un taller y aprendido a gatear entre los motores desarmados y
carburadores en reparación. La primera cosa que se había llevado a la boca fue una bujía.
Acostumbraba jurar a quien quería oírlo que su apodo se debía a que «pistón» era la primera
palabra que había pronunciado, de tanto oírla en labios de su padre. Mecánico como él y como
su abuelo, el padre, ya casi octogenario, aún rondaba el destartalado y caótico taller de su hijo
haciendo trabajos menores y dando su opinión cuando nadie se la pedía. También formaban el
clan de Joe una media docena de muchachos y chicas aficionados a los coches y las motos,
que hacían el papel de ayudantes y pilotos de pruebas. No recibían sueldo, pero a menudo
disfrutaban de alojamiento en las habitaciones superiores del viejo garaje, y siempre
compartían las sabrosas comidas de Mamie Johns. Ella era la mujer de Joe, y la única persona
a quien él permitía no saber una palabra de mecánica.
Aquella mañana, Joe llevaba media hora en el foso luchando con la suspensión de un Datsun,
mientras su padre, Viejo joe, y uno de los chicos, tensaban y retensaban los pedales de mando
de un Plymouth 1962. Aferrado a sus alicates, Joe oyó un sonido familiar que venía del
exterior.
- Asómate a la calle, Pa -pidió, haciendo bocina con la mano grasienta-. Juraría que ese es uno
de nuestros motores.
Viejo Joe levantó la cabeza y escuchó el ronronear con los ojos semicerrados, como un
melómano oyendo a Beethoven interpretado por Von Karajan.
- Es nuestro -confirmó-. Y te apuesto a que es un Ford.
El anciano se limpió las manos en los fondillos del mono y renqueó hasta el portón.
Jimmy Brown cerró la llave de contacto y se dejó caer en el respaldo.

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- Haz sonar la bocina, Chris -dijo-. A mí no me quedan fuerzas.
- Creo que no es necesario -declaró ella-. Alguien viene hacia aquí.
En efecto, Viejo Joe cojeó los dos o tres metros que le separaban del coche y se detuvo ante
él, con los brazos en jarras, aspirando el aroma que aún despedía el motor caliente.
- Uno de nuestros Fords, por supuesto -se regocijó. Luego atisbó a través del parabrisas-.
¿Eres tú, Jimmy Brown?
- El mismo, abuelo. Aunque no podrá reconocerme hasta dentro de dos o tres días.
Jimmy saltó del coche con sorprendente agilidad y besó al anciano en ambas mejillas.
- Tu cacharro suena muy bien, muchacho -afirmó Viejo Joe-, pero tú no tienes buen aspecto.
Joe Pistón se asomó al portón de su taller y se puso a saltar y bailar en medio de la calle,
como un gran gorila estimulado.
- ¡Jimmy, maldito bastardo! -bramó-. ¿De modo que aún sobrevives?
- Y esta vez de puro milagro -dijo Jimmy.
Joe trotó hacia él y le cogió efusivamente ambos brazos. Luego miró los vendajes que cubrían
la cara del muchacho.
- ¡Por Dios, hijo! -suspiró-. ¿En qué guerra has estado?
- En varias -contestó Jimmy-. Pero no han podido conmigo. De modo que me dije: «Muchacho,
vamos a restañar tus heridas en el sucio garaje de Joe Pistón, si es que aún no ha volado por
los aires».
- ¡Estupendo! -aprobó Joe-. Has tenido una idea excelente.- Luego se volvió hacia su padre-.
Pa, ve a decirle a Mamie Johns que ponga un plato más en la mesa... -Se detuvo, al advertir la
silueta de Chris en el interior del Ford-. ¿O deberán ser dos platos?
- He traído a una amiga -explicó Jimmy-. Ella no tiene dónde parar y...
- Vale, vale, serán dos platos -musitó Viejo joe, yendo hacia la parte trasera del edificio.
Joe Pistón volvió a reír y ensortijó con su mano el pelo de Jimmy por sobre las vendas,
dejándole retazos de grasa.
- Anda, chico -dijo-. Preséntame a la damita.
Chris había bajado del coche y el mecánico recorrió su figura sin disimulo. Ella le tendió la
mano abiertamente.
- Hola, Joe, soy Chris Parker. Me alegro de conocerlo, Jimmy me ha hablado mucho de usted.
- Y tú me has dejado sin habla, chiquita -silbó Joe. Luego se volvió hacia Jimmy, jovial-. He de
comprobar esas habladurías sobre ti, muñeco -declaró-. Los mejores galanes de estos
contornos te envidiarían esta mercancía.
- Sólo somos amigos -musitó Jimmy, fiel a sus principios.
- De acuerdo -resopló Joe-. Pero igualmente te envidiarían.
Luego pasó uno de sus brazos sobre los hombros de Jimmy y con otro enlazó con naturalidad
la cintura de Chris.
- ¡Vamos! -propuso-. Os mostraré mi laboratorio -y echaron a caminar hacia el taller-. ¿Sabes,
Jimmy? Estamos preparando un Plymounth para correrlo el Domingo en Colton.
- ¿Colton? -dijo Chris-. Me gustaría conocer esa ciudad.
Durante media hora, Chris permaneció con las piernas colgando sobre el foso, mientras allá
abajo Joe le explicaba a Jimmy sus problemas con la suspensión del Datsun. La chica no
entendía una palabra y su estómago comenzaba a sentir hambre. Entonces vio un par de
zapatos y las perneras de un mono ante ella. El joven ayudante de Joe se inclinaba hacia el
foso, como si ella no existiera.
- Oye, Joe. No hay forma de ajustar el recorrido de los frenos del Plymouth. Cuando parece
que lo tengo a punto, vuelve a desmadejarse.
El rostro sonriente de Joe Pistón asomó por debajo del eje delantero.
- Déjalo ya, Derek. Lo revisaremos por la tarde. -Joe cogió a Jimmy por el cuello y lo condujo a
la luz-. Esta montaña de esparadrapo es Jimmy Brown, un conductor casi tan bueno como tú.
-Se volvió hacia Jimmy-. Derek correrá el Plymouth el Domingo -informó-. Es un poco
quisquilloso, pero tiene manos de seda y más cojones que todos los fantoches esos de
Indianápolis.

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Chris decidió no ruborizarse por el rudo lenguaje del personal, y esperó a que alguien se
acordara de su existencia.
- Hola, Derek -dijo Jimmy.
- Hola -dijo Derek.
- Ésta es Chris Parker, una amiga -dijo Jimmy.
Ella pensó que era el momento indicado para alzar la mirada y sonreír.
- Hola -dijo, imitando el estilo de la casa.
Derek retrocedió un paso y amagó tras la espalda sus manos manchadas de grasa.
- Bien venida, Chris -farfulló con timidez.
Chris abrió la boca, pero su cerebro había cesado la transmisión, ante el par de ojos negros
más impactantes de la última década. Con grasa y todo, aquello era un hombre de pies a
cabeza. Un nuevo y antiguo sentimiento aceleró su corazón, que saltaba del estómago a la
garganta a golpes enloquecidos.
- Gracias, Derek -se oyó por fin, desde su órbita en el espacio sideral.
Bajó los párpados con esfuerzo, como si se colgara de ellos, logrando apartar la mirada de los
ojos del muchacho. Por un instante, el taller permaneció en un respetuoso silencio ante lo
desconocido. Luego Joe Pistón saltó ágilmente fuera del foso.
- ¡Hola, chicos! -clamó-. ¡Vamos a comer! A Mamie Johns no le gusta esperar.

La cocina de Mamie parecía un sitio tan desordenado y creativo como el taller de Joe. Era lo
bastante espaciosa como para que todos comieran allí juntos, en torno a una gran mesa
rectangular. De modo que la sopa de cebollas y el guisado de ternera pasaron directamente de
las ollas a los platos, sin la inoportuna intervención de fuentes o platos de servir. El propio
aroma de la cocción impregnaba el recinto y envolvía amorosamente a los comensales. A los
que Chris ya conocía, se añadieron otros dos «ayudantes», recién llegados de probar sendas
motos en la carretera: un chico gordezuelo llamado Pinkie y una muchacha opulenta de ojos
verdes que se apodaba «Tormenta». Ni más ni menos. Pese al hechizo embriagador del
guisado de Mamie Johns, Cris pudo advertir que «Tormenta» atendía al impasible Derek con
una cálida y pertinaz solicitud. «No se puede estar celosa de lo que no existe», se dijo, muerta
de celos.
Por la tarde, Joe pidió a todos que subieran al Datsun, a fin de poner a prueba la bendita
suspensión. El mecánico sacó el coche del garaje, y Mamie se sentó muy satisfecha a su lado.
Pese a la profesión de su esposo, no tenía muchas oportunidades de dar paseos en auto. Los
cuatro chicos se apretujaron en el asiento trasero. Jimmy, pese a sus heridas y su cansancio,
parecía inmensamente feliz de estar allí e intercambiaba comentarios técnicos con Joe
mientras el Datsun rodaba hacia las afueras de la ciudad.
- Tomaremos el viejo camino del lago -anunció Joe Pistón-. No hay otro peor en todo el
distrito. Veremos qué tal se portan esos nuevos muelles helicoidales.
- ¿Iremos a Lago Geroe? -preguntó Chris.
- Es un lugar muy bonito -dijo plácidamente Mamie Johns-. Te gustará el paisaje, Chris, ya lo
verás.
- He oído hablar de él -explicó la chica.
- Aquí está el antiguo camino -anunció Joe, tomando una senda a la derecha de la carretera-.
Hace unos años sólo algunos pescadores de truchas se acercaban al lago, pero cuando
comenzaron a hacerse los festivales de rock, la Cámara de Comercio de Colton consiguió que
el estado construyera una nueva carretera.
- ¿Eso perjudicó a Tonneville? -preguntó Chris, con razonable interés.
Joe emitió una risa sorda.
- Depende de lo que pienses del público que asiste al festival -dijo, haciendo un guiño a la
chica por el espejo retrovisor.
- Oh, vamos, Joe -protestó Pinkie con su voz aniñada-, no te hagas el cavernícola. Tú mismo
has asistido a casi todos los festivales.
- Es verdad -admitió el mecánico-, sólo estaba bromeando.

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Chris contempló fascinada el panorama que de pronto se presentaba ante ellos. El Datsun
recorría un inmenso prado en forma de anfiteatro que descendía suavemente hacia las orillas
de un lago quieto y azul. Del otro lado, una cadena de altas montañas reflejaba sus picos
sobre la superficie del agua.
Jimmy Brown se inclinó hacia ella:
- ¿Te imaginas este sitio cubierto de miles y miles de chicos y chicas, con Linda Ronstad
cantando al borde del lago?
- Debe ser impresionante -suspiró Chris.
- Lo es -dijo «Tormenta», apretándose aún más contra Derek-. Y por la noche duermes bajo
las estrellas, abrazada a algún chico guapo, mientras algún guitarrista alucinado le pone magia
al asunto...
- Vamos, «Tormenta» -refunfuiíó Joe-, no hables de ese modo delante de Mamie Johns.
- Déjala, Joe -sonrió la mujer-. ¿O te olvidas que de jóvenes me has traído a este prado más
de una vez?
Los chicos se sumaron a las risotadas de Mamie, que se golpeaba jovialmente los gruesos
muslos. Joe resopló y decidió sumarse a la fiesta:
- En aquellos tiempos -dijo, mordiéndose el bigote-, nosotros no necesitábamos tanta
musiquería para pasarlo bien.
- ¡Vaya con el oso lleno de grasa! -susurró «Tormenta»-. De modo que te las traías al lago,
¿eh?
Joe volvió a resoplar, con los ojillos encendidos de picardía, al tiempo que detenía el coche
junto a un bosquecillo de coníferas.
- Descansaremos un rato -anunció-. ¿Cómo has notado la suspensión trasera, Jimmy?
- Como si viajara en un avión -declaró él.
- Hum... Mejor así -dijo Joe, halagado-. De todas formas, esta noche revisaremos el
amortiguador izquierdo.
Bajaron del auto, y Mamie Johns extrajo una gran cesta del maletero. Luego distribuyó
bocadillos de jamón y latas de Coca-Cola. Chris no sentía apetito. Una indefinible desazón
había anidado dentro de ella, desde que había advertido la forma en que «Tormenta» actuaba
con Derek. «Te estás comportando como una tonta sentimental -se dijo-. Esos chicos tienen
aquí su vida, y tú sólo estás de paso. Te gusta Derek, es cierto, pero no tienes derecho a
inmiscuirte en sus asuntos. Has pasado demasiado tiempo entre las chicas de «El Pesebre» y
luego entre los homosexuales del «Narcisus». Es posible que cualquier chico bien parecido te
hubiera causado el mismo efecto; y encontrarás otros en cada curva del camino... »
Mientras se hacía estos reproches, Chris se había internado en el bosquecillo, envolviéndose en
su ambiente húmedo y dulzón, que olía a resina y a tierra mojada. Junto a la orilla, había un
inmenso tronco caído, cubierto de musgo. La parte superior se sumergía en el lago de aguas
traslúcidas, y semejaba el mástil arbolado de un antiguo naufragio. Un cardumen de
minúsculos peces olisqueaba la corteza. Chris se sentó en el tronco y rozó la límpida superficie
con los dedos. Los pececillos, alertas y huidizos, desaparecieron en todas direcciones. Un
cangrejo curioso asomó prudentemente sus pinzas entre las piedras del fondo. Luego volvió a
esconderse.
- Has descubierto mi refugio -dijo alguien. Chris se sobresaltó.
La silueta alta y magra de Derek se recortaba entre los pinos. Chris pensó que ese era el
momento adecuado para que ella dijera algo agradable e ingenioso. Pero sus labios se
negaban a separarse. Todo lo que consiguió fue no caerse de espaldas en el lago y recomponer
sus músculos faciales en una sonrisa trémula. El chico se acercó y cogió una piedra de la orilla.
La sopesó un instante y luego la arrojó con fuerza hacia el centro del lago. Su mirada quedó
fija en las suaves ondas concéntricas.
- Suelo venir a menudo a este sitio, y sentarme en ese mismo tronco -explicó-. Cuando estoy
triste, o confundido, me refugio en la paz de este lugar y converso un poco conmigo mismo,
para aclararme.
- Comprendo -dijo Chris, recuperando con dificultad el don del habla-. Todos necesitaríamos
tener un rincón escondido a la orilla de un lago.

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- Es un buen consuelo para solitarios... -murmuró Derek.
Chris lo miró de frente, por primera vez. Sentía que era un momento especial y frágil, como si
los dos flotaran envueltos en una burbuja de jabón.
- Y... esta vez... -balbuceó-. ¿Has venido porque estabas triste?
El chico rió y bajó la cabeza. El mechón de pelo oscuro cayó sobre su frente, dándole un aire
infantil.
No, Chris, nada de eso -dijo con gravedad-. Llegué hasta aquí siguiendo tus pasos.
Una música de violines comenzó a sonar en alguna parte de dentro de ella, mientras un ballet
de lucecitas de colores danzaba en su cabeza. Se dijo que si lograba mantener el corazón en
su sitio y no perder el conocimiento, podría seguir disfrutando del momento más delicioso que
había vivido en muchos años. Para eso necesitaba oxígeno, y tomó una buena bocanada de
aire antes de preguntar:
- ¿Me has seguido... ? Pero, ¿por qué? -musitó, y remató la pregunta con ingenuo y ansioso
parpadeo.
- Porque me interesas. Chris -declaró él sin rodeos.
Eso fue lo que se llama un buen directo a la mandíbula. Chris bajó la guardia, atontada, y él
acortó distancia sentándose a su lado. Con un gesto casual, tomó una mano de ella entre las
suyas. Eran manos cálidas y firmes.
- Hay... algo en tu forma de ser -prosiguió-. Algo desprotegido y misterioso al mismo tiempo,
como si lo mejor de ti permaneciera oculto a los demás. Algo que atrae... y también da miedo.
«Óyelo bien, amiguita -se programó Chris, entre nubes-, el fascinante Derek está hablando de
ti y abriéndote su corazón. Disfrútalo, y nunca vuelvas a preguntarte si has hecho bien
huyendo de «El Pesebre.»
Movió lentamente los dedos prisioneros, rozando con las yemas la palma de la mano de Derek.
Él respondió con una suave presión.
Los rostros estaban muy cerca, y ella tuvo la certeza de que si levantaba el suyo, el chico la
besaría. Decidió demorar un poco ese instante.
- Aún no logro recuperarme de la sorpresa -confesó, con la mirada fija en la grieta del
cangrejo-. Yo pensé que «Tormenta» y tú... En fin, que preferías estar junto a ella.
Derek separó una de las manos y le tomó la barbilla, obligándola a levantar la cabeza. Los ojos
de ella quedaron a escasos centímetros de las dulces e hipnóticas pupilas del chico.
- «Tormenta» es una buena chica -dijo él-. Somos amigos, pero ella no significa nada para mí.
Ni yo para ella, salvo por el hecho de llevar pantalones. Contigo es distinto...
Los labios del chico se posaron levemente sobre su mejilla, muy cerca de la oreja. Chris se
estremeció y un cosquilleo erizó todo su cuerpo, hasta la punta de los pies.
- Derek...
Entonces la burbuja que los cobijaba estalló en mil pedazos, a causa de unos gritos que
llegaban del bosquecillo:
- ¡Derek, muchacho! ¿Dónde diablos te has metido? ¡Hace horas que te busco!
Joe Pistón emergió entre los pinos y se acercó a ellos, chapoteando en los charcos de la orilla.
El chico se apartó de Chris, pero mantuvo su mano sobre la de ella.
- Estamos aquí, Joe. ¿Qué ocurre?
- Tengo una idea para los frenos del Plymouth -anunció-. ¡Modificaremos el mando hidráulico!
Derek se puso de pie, abandonando la mano de Chris.
- ¿Modificar el mando... ? -repitió con voz anhelante-. ¿Cómo lo harías?
Dio una zancada sobre el tronco caído y se acercó a Joe. Éste lanzó en el aire los dedos
eternamente manchados de grasa, para ilustrar sus ideas:
- ¿Has visto esas dos cánulas que se cruzan? Pues bien...
Se alejaron los dos, discutiendo y agitando los brazos, como si no hubiera nada más
importante en el mundo que el sistema de frenos del Plymouth.
Chris, furiosa, dio una patada a la piedra del cangrejo, empapándose el zapato y la pernera del
pantalón. Había descubierto que tenía un rival mucho más peligroso que aquella chica a la que
llamaban «Tormenta».

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Capítulo 12

El circuito de la explanada de Colton era una de las pistas favoritas para las carreras
irregulares de automóviles que se celebraban a lo largo y ancho de los Estados Unidos. Estas
competiciones no tenían homologación oficial, ni siquiera permiso municipal, pero reunían un
buen número de público en torno a los viejos coches «preparados» por excelentes mecánicos
al estilo de Joe Pistón y conducidos por jóvenes marginales que arriesgaban su vida por el
simple atractivo de la velocidad y el triunfo. Se trataba de algo así como una
«contra-Indianápolls», donde cacharros rodantes de aspecto absurdo desarrollaban
velocidades increíbles sobre viejos caminos de tierra, sin la más mínima medida de seguridad.
Lo único que Colton tenía en común con el gran circo automovilístico de Indiana eran los
vendedores ambulantes de frankfurts y Coca-Cola. Desde las primeras horas de aquel
Domingo, los carritos humeantes y los triciclos frigoríficos con el emblema rojo y blanco de la
gaseosa de América, recorrían la explanada entre aquel público que poco a poco iba
acomodándose en los bordes del circuito.
- ¿Quieres un frankfurt, Chris? -ofreció Jimmy Brown.
- ¡No, por Dios! -imploró la chica-. Acabamos de tomar uno de esos pantagruélicos desayunos
de Mamie Johns. Aún tengo los huevos con tocino en la boca del estómago.
- Yo tomaré uno pequeño, sin mostaza -dijo Jimmy, acercándose al carrito-. Estas
competiciones me despiertan el apetito.
- ¡Y que lo digas! -rió Chis-. Celebro que no seas tú quien deba conducir el Plymouth de Joe.
Derek sólo ha tomado un té y tostadas con miel.
- ¡Derek, Derek, Derek! -estalló Jimmy-. Puedo conducir tan bien como él, con los pies atados
y un frankfurt en cada mano.
Ella se detuvo y lo miró. Se había quitado los esparadrapos, pero en su rostro aún quedaban
huellas de la paliza que le propinaron los gorilas de Menfis. Tenía un ojo algo más cerrado que
el otro, lo cual le otorgaba una expresión de cachorro desvalido. La chica le echó los brazos al
cuello, aplastando el frankfurt contra su camisa.
- Mi querido Jimmy -murmuró-. ¿Estás celoso?
El muchacho inclinó la cabeza hacia atrás, y consideró por un momento la pregunta.
- No -soltó por fin-. Ya sabes cómo soy. Tú seguirás siendo siempre mi amiga, por más que un
chico bonito de ojos tristes te caliente el seso, por no decirlo con equis.
- ¿Y entonces?
Jimmy hincó un nuevo mordisco al frankfurt y arrojó el resto a la papelera. Luego se dedicó a
una masticación reflexiva, al estilo rumiante.
- Es Joe -dijo para sí mismo-. Nunca confió del todo en mí, y ahora ha encontrado en Derek a
alguien con quien reemplazarme. Ya lo ves, es Derek quien estará sentado hoy en el Plymouth.
- ¡Eres absurdo! -dijo Chris-. Derek ha estado trabajando en ese coche con Joe mientras tú
estabas en el «Narcisus». ¡No puedes pretender que al día siguiente de llegar te ceda el sitio!
- ¡Es él quien usurpó mi sitio! -gritó desaforado Jimmy-. Joe jamás hubiera debido dar su
coche a otro en una carrera importante, estando yo disponible.
- Pues lo ha hecho -resopló Chris-. Sus razones tendrá.
- Claro que las tiene -dijo Jimmy, descontrolado-. Déjame decirte cuáles son sus razones: él es
un maldito oso prejuicioso y se le caía la cara de vergüenza por presentar un piloto
homosexual. ¡Así de simple! Ahora está feliz porque puede sentar un machito en su auto,
aunque no sepa distinguir el freno del embrague.
Ella giró sobre sí misma y se enfrentó a Jimmy, cortándole el paso.
- Estás loco y eres injusto, Jimmy -pronunció silabeando y mirándole a los ojos-. Joe Pistón es
un tipo abierto que no da importancia a esas cosas. Y te estima más de lo que tú estás
dispuesto a reconocer.
- Sí, claro -se revolvió él-, es un tipo muy abierto en todo lo que no tenga que ver con él
mismo, sus autos o su mujer. Tú misma oíste cómo riñó a «Tormenta» porque hizo alusiones
sexuales delante de Mamie Johns.

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- Sí. Y también oí cómo él reía con todos nosotros cuando Mamie recordó sus revolcones
prematrimoniales en el i?rado de Lago Geroe. ¿Llamas tú a eso un tío con prejuicios? ¿Es
machista un hombre que te recibe con besos y abrazos cuando llegas a casa? ¿Te desprecia
como piloto, y presenta a Derek como a un conductor casi tan bueno como tú? -Los ojos de
Chris lanzaban chispas y sus manos aferraban las solapas de Jimmy-. ¿Qué pretendías, pedazo
de egocéntrico? -bramó-. ¿Que diera una patada a Derek porque tú te habías presentado al
último momento, cojeando y con la cara cubierta de vendas? Ha habido otras carreras
mientras tú estabas en el «Narcisus», y no te molestó que otros pilotaran los coches de Joe. Si
ahora quieres tu antiguo puesto, todo lo que tienes que hacer es esforzarte por recuperarlo.
Pero por este camino, no conseguirás siquiera que él te preste una bicicleta para hacer las
compras en el mercado.
Jimmy hizo un ruido que se parecía a un quejido y se sentó en una caja de latas de
carburantes.
- Has hecho todo un señor discurso, muñeca -murmuró-. Y quizá tengas razón. A veces
confundo las cosas. ¿Sabes por qué? Porque lo único que sé hacer bien en la vida es conducir
automóviles, y para eso dependo de Joe.
- Y él depende de ti, porque sabe que eres el mejor -aseguró Chris, acariciándole la frente-.
¿Qué tal si vamos a echarle una mano a ese principiante de Derek? Le hará bien saber que tú
estás cerca. Y, por Dios, Jimmy, que te vea sonreír.
Ambos se dirigieron, abrazados, hacia los boxes improvisados en un viejo corral de ordeñar
vacas. El Plymouth 62 de Joe Pistón refulgía al sol, junto a un Mercury, un Pontiac, y un
auténtico Alfa-Romeo llegado de California, que era el favorito de los apostadores clandestinos.
El límite de la competición estaba en la cilindrada, y en que los coches tuvieran por lo menos
quince años de edad.
Joe conversaba con un joven ingeniero mecánico de Detroit, que buscaba «talentos» para su
empresa, mientras Pinkie revisaba el circuito eléctrico del Plymouth, y «Tormenta» coqueteaba
con un periodista de Nueva York, que estaba escribiendo un libro sobre el ambiente de las
carreras irregulares. Un viejo casco protector abollado en la frente era lo único que distinguía a
Derek del resto de las personas que pululaban en torno a los autos, hablando en voz alta y
saludándose como viejos amigos. El chico estaba apoyado en el maletero de su coche, con aire
ausente y reconcentrado.
- ¡Jimmy! -exclamó Joe, abandonando con alivio al cazador de mecánicos-. Los del Mercury
han traído esos nuevos neumáticos de la Dunlop. Me gustaría conocer tu opinión.
- Los nuestros irán bien en este circuito, Joe -declaró el chico-. Dan mejor resultado en las
curvas de tierra.
- Eso es lo que yo pensaba -declaró Joe, dándole palmadas al hombro-. ¿Quieres echarle una
ojeada al distribuidor? Apenas quedan quince minutos para la largada.
Chris hizo un guifío cfe solidaridad a Jimmy y se desprendió de su abrazo. Rodeando
lentamente el Plymouth, se aproximó al sitio donde Derek se aprestaba en silencio a su prueba
de fuego.
- Hola, forastera -murmuró él.
- Hola, piloto -dijo ella-. ¿Cómo te encuentras?
- Deseando que todo hubiera terminado ya.
- Ganarás -predijo Chris-. Estoy segura de ello.
- No es eso lo que me preocupa...
Por un instante, ella intuyó la mezcla de miedo, impotencia y tensión que precede a los
momentos decisivos.
- ¿Quieres estar solo? -preguntó.
- Sí -admitió Derek-. Pero me gustará verte en la línea de llegada.
Ella lo besó impulsivamente en la nariz, que era lo único que el casco protector dejaba al
descubierto. Después echó una mirada a su alrededor. Todos tenían algo que hacer en esos
minutos iniciales. Incluso «Tormenta», que comprobaba la presión de los neumáticos. Aquel
mundo querido pero ajeno había entrado en ebullición, y nadie tenía tiempo para Chris Parker.
Decidió guardar distancias, dar un paseo entre la gente, para calmar su intranquilidad.

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Aquello no era, por cierto, Indianápolis, pero una considerable cantidad de público se había
congregado en la explanada, derramándose en los bordes de las curvas y junto a la línea de
salida. No había altavoces ni carteles indicadores, lo cual obligaba a la gente a una mayor
atención para detectar el momento de la partida. Sumergida entre rostros expectantes y
oyendo retazos de comentarios, Chris se dirigió hacia una pequeña colina, que Jimmy le había
recomendado como el mejor sitio para ver la carrera.
Se sentó allí arriba, acuclillada sobre la hierba, junto a un grupo de jóvenes expertos que
discutían a viva voz las virtudes de uno u otro de los competidores. Alguien, en alguna parte,
tocaba un blues en el clarinete y el aire estaba poblado de jirones de risas y palabras, sobre el
fondo sordo del ronronear de los motores. Los coches comenzaron a desplazarse lentamente
hacia la parrilla de salida, produciendo un rumor expectativo entre la multitud y luego un vasto
silencio ceremonial. Chris sintió el corazón oprimido y un escozor en torno a los ojos.
Aprovechando el clima ritual, envió una breve oración hacia el cielo pálido y sin nubes,
pidiendo que Derek no sufriera daño alguno y, si Alguien se sentía benévolo, le ayudara a
ganar la carrera.
- ¡Chris Parker! ¿Eres realmente tú?
No podía ser que se tratara de aquella voz en aquel momento. O tal vez sí, después de todo el
sitio era Colton. Chris volvió la cabeza, incrédula.
En efecto, la inconfundible figura de Josie trepaba por la colina, enfundada en un ceñido mono
color plata. Chris dio un salto y corrió hacia su amiga. Se abrazaron y chillaron girando en
redondo, besándose, revolviéndose el pelo, apretándose para mirarse y volviéndose a abrazar.
- ¡Sabía que vendrías, Chris!
- iEstás estupenda, Josie!
Un gordo con visera de la Shell, tumbado en el suelo, les hizo señas de que se apartaran.
- El espectáculo es allá abajo, ricuras -gruñó.
Las chicas rieron y se dejaron caer sobre la hierba, cogidas de las manos. Los expresivos ojos
de Josie brillaban de alegría y Chris hacía visibles esfuerzos para no echarse a llorar de
emoción.
- Cuéntamelo todo -pidió la mulata-. Lo que pasó con Menfis, cómo has llegado hasta aquí,
qué proyectos tienes... ¡Absolutamente todo!
Chris se tomó un instante para recuperar el aliento y luego hizo a su amiga un guiño de
complicidad.
- ¿Ves aquel Plymouth azul en medio de la pista? El chico que lo conduce me ha sorbido el
seso.
- ¿A ti? -Josie lanzó una risa cristalina-. ¡Eso sí que resulta increíble!
- Pues es verdad -bufó Chris-. Cada vez que me mira me tiemblan las piernas.
- Es un síntoma infalible -declaró la otra-. ¿Ya habéis probado el fruto prohibido?
Chris bajó los ojos y meneó la cabeza.
- Aún no -confesó, con un escalofrío-. No olvides que soy puritana y romántica, necesito un
poco de tiempo.
Josie, conmovida, le acarició la mejilla.
- No esperes demasiado -aconsejó-. Estos chicos viven a doscientos por hora, y es muy
probable que tengan razón. ¿Cómo lo conociste?
- En Tonneville, con otros amigos. De algún modo, formo parte de la pandilla de Joe Pistón.
¿Sabes quién es?
- Todo el mundo sabe quién es Joe Pistón -declaró Josie.
- Pues estoy viviendo en un piso anexo a su taller.
Josie lanzó un silbido admirativo.
- Has progresado mucho, cariño -afirmó-. Ya no necesitas de mi tutela. ¿Y qué ha sido de
Moco?
- Después hablaremos de eso -musitó Chris, desviando la mirada hacia el circuito.
En ese momento, el hombrecillo vestido de verde que hacía las veces de juez bajó su colorida
bandera a cuadros. El público emitió una exclamación ahogada y plural, al tiempo que los
cuatro coches saltaban hacia adelante rugiendo y quemando gasolina en un denodado sprint.

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El Alfa Romeo tomó fácilmente la delantera en la recta, seguido del Mercury que levantaba un
tornado de polvo con sus nuevos neumáticos. Más atrás, Derek y el gran Pontiac blanco
disputaban por milímetros el tercer puesto.
Ante la primera curva, muy cerrada, el Alfa Romeo hizo una mala maniobra y el Mercury pasó
al primer puesto, con el coche italiano pisándole los talones en la breve recta en diagonal. Los
otros dos autos seguían emparejados, a buena distancia de los punteros. En la siguiente curva,
el Mercury ganó un poco más de distancia y pasó claramente a comandar el grupo. Se hizo
evidente que el Alfa Romeo era demasiado coche para ese circuito y que su conductor no
lograba dominarlo. En la larga recta siguiente, el Plymouth de Joe Pistón adelantó al pesado
Pontiac y ocupó el tercer puesto. Los entendidos se dijeron que eso era todo lo que Derek
podría hacer con la máquina que conducía. El duelo parecía definido entre el ágil Mercury
conducido por un sagaz y veterano piloto de Chicago, y el veloz Alfa Romeo, que pese a no
estar en buenas manos era el más rápido en las rectas.
- No entiendo mucho de esto -susurró Josie al oído de Chris-, pero creo que tu amor no tiene
grandes probabilidades de llevarse el premio.
- Me basta con que termine sano y salvo -dijo Chris, con el corazón acelerado-. Ya sabré yo
cómo consolarlo.
- Te desconozco, nena -declaró la mulata-. Y debo reconocer que has adelantado.
Chris alzó la vista. Un hombre vestido con un terno gis claro y una notoria corbata de colores
vivos se había plantado frente a ellas. Tendría unos treinta años y era muy bien parecido,
aunque había algo huidizo y procaz en su mirada. Traía en las manos dos latas de Coca-Cola.
- Me has dejado plantado, cariño -murmuró, dirigiéndose a Josie-. Y eso no me hace gracia.
- Disculpa, Sonny -dijo ella, sumisa-. Es que acabo de encontrar a una vieja amiga -hizo un
gesto hacia Chris-. Chris Parker, Sonny Clemente.
- Hola -masculló Sonny-. Hacedme un poco de sitio.
Chris prefirió no contestar. Josie siempre se las arreglaba para liarse con tipos guapos e
imbéciles, pero éste parecía pasar de la raya en ambos aspectos.
- ¿Cómo han ido tus apuestas? -preguntó Josie, con forzada naturalidad.
- Estupendo -fanfarroneó el hombre-. Estos campesinos me tomaron mil dólares tres a uno.
Ellos por el Plymouth y yo por el Mercury. ¡Esta noche cenaremos a lo grande, pequeña!
- Lo veremos -refunfuñó Chris, con más rabia que convicción.
Los coches entraron en la última parte del circuito, un recorrido en zig-zag con varios cambios
de rasante. El hábil conductor del Mercury hizo una buena demostración de sus aptitudes, pero
sus neumáticos patinaban peligrosamente en las zonas donde la tierra de la pista estaba
húmeda. El Alfa Romeo redujo la velocidad, maniobrando con cuidado en ese difícil tramo.
Derek, por su parte, dio una clase magistral: sin pisar el freno, condujo al Plymouth con
impresionante suavidad, trabajando con los cambios en el momento exacto y dando precisos y
leves golpes de volante. Un aplauso espontáneo brotó entre el público cuando al entrar en la
última curva logró lamer la cola del Alfa Romeo.
Las cinco vueltas siguientes parecieron copiadas matemáticamente: el Mercury mantuvo la
punta, el Alfa Romeo se forzaba en las rectas sin conseguir alcanzarlo, Derek lucía su pericia
en la zona de zig-zag, sin llegar a pasar al italiano, y el Pontiac venía detrás, haciendo buena
letra y procurando terminar la carrera dignamente. Las novedades se produjeron en la sexta
vuelta: el Alfa Romeo comenzó a largar humo en la diagonal, y el Plymouth de Joe lo pasó
limpiamente en la curva siguiente. Chris dio un salto y lanzó un alarido. Derek parecia un
ángel iluminado. En la prolongada recta opuesta a la colina, se aproximó al líder centímetro a
centímetro. Los dos coches entraron al zig-zag casi igualados, trepando una leve cuesta. Chris
atisbó el rostro de Sonny Clemente. Él, como los otros miles de espectadores, observaba la
pista alelado. Hubo una distraccidn cuando el Pontlác blanco superó con digno esfuerzo al Alfa
Romeo reventado, produciendo un tímido clamor en sus escasos partidarios. Adelante, Derek y
el Mercury disputaban el tramo más difícil, en un alarde de conducción casi sinfónico.
De pronto, los gruesos neumáticos del Mercury patinaron al entrar en una zona fangosa. El
coche se bamboleó y el conductor logró enderezarlo cruzándolo sobre la pista, en busca de la
parte interna, donde no había público. El Plymouth que venía detrás hizo un trompo

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espectacular, rozó el costado de su antagonista y saltó por el aire. Dio una vuelta de campana
y cayó pesadamente en medio del circuito, con las ruedas hacia arriba.
Todo lo que pensó Chris fue que Derek estaba dentro.

Capítulo 13

Joe Pistón y Jimmy fueron los primeros en llegar junto al coche accidentado, aun a riesgo de
ser atropellados por el Pontiac, cuyo conductor aún no había atinado a detenerse. El chico
llevaba un extintor y cubrió con chorros de espuma el depósito de gasolilia, mientras Joe se
inclinaba hacia el interior de la cabina invertida del Plymouth. Derek colgaba cabeza abajo en
su asiento, sostenido por los cinturones de seguridad. Tenía el rostro gris y los ojos cerrados.
El juez vestido de verde y el piloto del Mercury, que había salido ileso, se afanaban por
contener al público que pugnaba por acercarse.
- ¡Atrás, atrás! -gritaba el juez-. -¡Ese coche puede estallar y no queremos más víctimas!
El piloto y algunos voluntarios habían formado una barrera humana, tomándose de los brazos,
para contener a los espectadores más exaltados. Chris llegó hasta allí, jadeante, con expresión
aterrada y el rostro cubierto de lágrimas.
- ¡Déjenme pasar! -chilló-. ¡Soy amiga de Derek! ¡Debo verlo!
- Todos somos amigos de Derek, nena -dijo el otro piloto con gravedad-. Si de veras quieres
ayudarlo, quédata aquí y no armes más alboroto.
Chris lanzó un bufido desesperado y se dejó caer de rodillas. Antes de que el hombre advirtiera
su intención, había pasado a gatas entre sus piernas y corría a través de la pista. En varios
saltos estuvo junto a Joe Pistón, que permanecía acuclillado ante la ventanilla de Plymouth. Al
ver el rostro lívido e inerte de Derek, la chica se ovilló contra el cuerpo del mecánico, encogida
de espanto.
- Derek -musitó-. ¿Está ... ?
- Respira -respondió Joe-. Lo he comprobado.
- ¿Y piensas dejarlo ahí?
- Hasta que llegue la ambulancia. Sería arriesgado moverlo.
En ese instante, el chico abrió un ojo y lo fijó en el hombre. Luego parpadeó y se pasó la
lengua por los labios.
- Maldito bastardo -dijo en voz alta y clara-. Tu condenada idea de modificar el mando
hidráulico. Los frenos no funcionaron.
Joe abrió la boca, se rascó la cabeza y miró a Chris, que comenzaba a sonreír entre las
lágrimas.
- La idea era buena, Derek... -se justificó titubeante-. Quizá necesite un poco más de tiempo...
Derek produjo un chasquido de decepción.
- Hubiéramos ganado esta carrera, Joe -afirmó.
- Ganaremos la próxima -prometió Joe, echándose hacia atrás y golpeándose las rodillas con
las manos abiertas.
Chris aprovechó para asomarse a la ventanilla.
- Hola, piloto -dijo con voz quebrada.
- Hola, forastera.
- ¿Estás bien... ?
- Todo lo bien que se puede estar colgado como un cerdo en el matadero. Diles a esos patosos
que me saquen de aquí.
Joe Pistón rió torvamente y se puso de pie.
- ¡Eh, Jimmy! -llamó-. ¡Ven a echarme una mano!
La chica se hizo a un lado, mientras sus amigos desataban el cinturón de seguridad y luego,
con extremo cuidado, sacaban a Derek a través de la ventanilla. El público contemplaba la
operación silencioso e inmóvil, sin que fuera ya necesaria la barrera humana. Joe Pistón pasó
sus brazos por debajo de las axilas de Derek y lo izó como si se tratara de un niño. Luego,
suavemente, lo recostó de pie contra la carrocería volcada del Plymouth. Derek cerró los ojos y
por un instane pareció que iba a caer desvanecido. Pero se repuso y comenzó a palparse el

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torso y las piernas. Se separó del coche y dio dos o tres pasos. La gente prorrumpió en gritos
y aplausos. Derek levantó un brazo para saludar, sonriente. Chris corrió hacia él, y detrás de
ella lo hicieron Joe, Jimmy, y todos los demás. Lo felicitaban, lo tocaban, hacían comentarios
entre sí, arremolinándose en torno al joven piloto redivivo.
Derek se acercó al conductor del Mercury, un muchacho rubio y desgarbado, y ambos se
confundieron en un estrecho abrazo.
- Siento lo ocurrido, Derek -dijo el otro-. Debí abandonar la carrera al ver que los nuevos
neumáticos resbalaban en el fango.
- Todos corremos para ganar, Leo -contestó Derek-. Tú actuaste correctamente, al maniobrar
para no lanzarte sobre los espectadores. La culpa ha sido mía; cometí un error de cálculo.
Leo asintió.
- Lo importante es que has salido entero -afirmó.
- Nos veremos en la próxima -auguró Derek, entre aplausos para ambos.
Chris, conmovida y orgullosa, dio un codazo en las costillas de Joe, que se encontraba a su
lado.
- No puedes negar que Derek es todo un caballero -le dijo-. Ni siquiera mencionó tu fallo con
los frenos.
Joe la miró pensativo y se pellizcó el labio inferior con los dientes.
- No hubo tal fallo en los frenos -murmuró. Luego le dio la espalda y se alejó con sus graves
pasos de pato.
Entre varios hombres volvieron el Plymouth a la posición normal, sobre sus cuatro ruedas.
Derek insistió en sentarse al volante y puso en marcha el motor. Entonces se oyó en los
bordes de la explanada el aullido agudo de una sirena. Una blanca ambulancia avanzaba
raudamente, seguida por dos brillantes coches patrulla de la policía.
- ¡Hay que irse, amigos! -bramó Joe Pistón. Esos chicos de azul pueden arruinarnos el día.
Antes de que terminara de hablar, ya los pilotos clandestinos y sus mecánicos corrían hacia
sus autos. El propio Joe se zambulló en el Plymouth y Derek arrancó describiendo una curva
cerrada. Jimmy cogió el brazo de Chris y lo sacudió con fuerza.
- ¡Ven, muñeca, corramos! -ordenó-. Tengo el Datsun allí atrás.
Protegidos por los espectadores, que obstaculizaban el paso de la policía haciendo como que
paseaban, los protagonistas de la carrera huyeron en distintas direcciones. Jimmy hizo trepar
el Datsun a la colina y siguió un largo trecho a campo traviesa, hasta tomar una huella lodosa
que se perdía en el horizonte.
- Por aquí llegaremos a Tonneville -anunció-. ¿No te importa dar un pequeño rodeo?
Chris no respondió. Una idea daba vueltas y vueltas en su cabeza. Había algo que no encajaba
en lo que había ocurrido aquella tarde.
- Jimmy... -dijo por fin-. ¿Crees que hubo un fallo en los frenos del Plymouth?
El chico le echó una mirada fugaz y volvió su atención al camino.
- ¿Un fallo en los frenos? -repitió con cierto asombro-. No, no lo creo. Más bien al contrario.
- ¿Qué quieres decir?
La nuez de Jimmy bajó y subió dos veces. Después su atención se distrajo para hacer entrar al
Datsun en la carretera pavimentada que llevaba a Tonneville.
- Mira, linda, un accidente es un accidente. Y no tiene sentido darle más vueltas.
- Sólo te pido que me expliques eso de los frenos -lo acosó ella.
- De acuerdo, te lo explicaré: los frenos funcionaron y ese fue el problema. Derek tenía espacio
suficiente para esquivar al Mercury utilizando la palanca de cambios y el volante. Pero por
alguna razón se atolondró y pisó el pedal del freno. Eso trabó las ruedas y le hizo entrar en
«trompo».
- De modo que tú crees que la culpa fue suya.
- Creo que, «teóricamente», debió actuar de otra manera. Pero estas cosas pasan con
frecuencia, aun a los mejores, y nadie puede saber lo que hubiera hecho de estar en su lugar.
Derek es un excelente piloto.
- Casi tan bueno como tú -silabeó Chris, con evidente rencor.
Jimmy, sin mirarla, lanzó un sonoro suspiro.

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Sabía que te lo tomarías así -refunfuñó-. Pero fuiste tú la que preguntó. No sé a qué viene
tanto interés por indagar la causa del accidente...
- Te lo diré -dijo la chica-: En el primer momento, cuando Derek recobró el conocimiento
dentro del Plymouth volcado, acusó a Joe de que los frenos habían fallado. Y Joe lo aceptó, con
una excusa tonta. No lo comprendo.
- Yo sí lo comprendo -declaró Jimmy-. ¿Sabes lo que siempre dice Joe? Que él prepara un
coche y entrena a un piloto durante meses, y luego los echa a rodar a más de doscientos
kilómetros por hora. Si el coche o el piloto fallan, el único responsable es él, Joe Pistón. ¿Lo
entiendes?
- Creo que sí -reflexionó Chris-. Pero eso no explica por qué Derek urdió esa mentira.
- ¡Por Dios, muñeca! -estalló el chico-. Se ve que nunca has volado por el aire en uno de esos
trastos y luego caído de cabeza. Si sales con vida, tu cerebro es un flan y todo lo que quieres
es no sentirte culpable.
Por toda respuesta, Chris se inclinó para besar la mejilla de su amigo. Luego guardó silencio,
conmovida, hasta que llegaron al garaje de Joe Pistón.

Esa noche, despues de devorar el suculento guisado preparado por Mamie Johns, la pandilla
permaneció en la cocina bebiendo café y luchando entre la excitación y el cansancio producidos
por la intensa jornada. Ya habían comentado y repasado unas cinco veces todos los incidentes,
pero volvían a ellos una y otra vez, sin que nadie se decidiera a irse a la cama. Derek era, por
supuesto, el centro de la reunión y hacia él se dirigían los mimos culinarios de Mamie y las
preguntas incansables de Pinkie. El héroe del día no tenía un aspecto muy rozagante a esas
alturas, pero sus pupilas brillaban intensamente y, al parecer, tenía todos los huesos en su
sitio.
- Será mejor que vayas a descansar, Derek -aconsejó Joe Pistón-. La semana próxima es el
festival y luego deberás correr el Datsun en Iowa.
Derek entornó los ojos. Sus manos juguetearon nerviosas con la taza vacía. Luego miró
frontalmente al mecánico.
- Iowa es la carrera más importante del año, Joe, y a mí aún me falta experiencia -dijo con
calma-. Estando Jimmy Brown aquí, es él quien debe llevar el Datsun.
Un oneroso silencio siguió a estas palabras. Chris, sobrecogida, vio que los ojos de Jimmy
estaban húmedos.
Joe levantó un brazo, como si pidiera la palabra, y luego lo dejó caer sin ruido sobre la mesa.
- No sé qué decirte, Derek -masculló-. Tu propuesta te honra, pero por supuesto seré yo quien
tome la decisión.
- Si no te gusta Jimmy -dijo Derek- puedes buscarte otro. Pero yo no correré en Iowa. No
estoy dispuesto a cometer otro error como el de hoy.
El rostro de Joe pareció plegarse sobre sí mismo. Su mandíbula estaba a punto de estallar y
los ojillos vivaces y encendidos saltaban de uno a otro de sus jóvenes pilotos.
- iDe acuerdo! -decidió de pronto-. Será Jimmy en Iowa y tú en las tres carreras del verano.
- Aún no me has preguntado si acepto -dijo Jimmy, con voz apagada.
- Ni pienso hacerlo -gruñó Joe-. Ya estás enterado.
Derek, cansado y satisfecho, apoyó con naturalidad la cabeza en el hombro de Chris.
- Acepta, Jimmy -murmuró-. Es tu última oportunidad. El año próximo te quitaré el puesto.
- Claro que lo harás -dijo Chris, acariciándole las sienes-. Ya eres casi tan bueno como él.

Tormenta no regresaría en dos o tres días, pues se las había arreglado para que Leo, el
conductor del Mercury, se fascinara ante sus encantos y la invitara a acompañarle a otra
carrera que se celebraría en Milwaukee. De modo que Chris disponía para ella sola la
habitación que hasta entonces habían compartido ambas muchachas, en los altos del garaje.
No era una estancia demasiado amplia, pero tenía un encanto especial, con sus paredes de
madera, su techo inclinado siguiendo la línea del tejado y su antigua y panzona estufa de
hierro, que Mamie Johns encendía a la hora del crepúsculo. Era algo así como una mezcla
entre atelier bohemio y cabaña de pioneros del lejano Oeste, confortable y romántica. Chris

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había amado aquel cuarto desde el primer momento. Ahora que no tendría compañía, sintió
más que nunca que era su pequeño hogar, su refugio secreto después de las vicisitudes de
cada día. Y por cierto, aquel día había tenido vicisitudes. La chica se desvistió Lentamente, sin
encender la luz. Dejó por un instante que su piel tersa y clara se entibiara junto al resplandor
rojo que brotaba de la puertecilla de la estufa. Luego se metió en la cama de un salto,
arrebujándose en el edredón.
Su cuerpo estaba agotado, y los músculos se relajaban uno a uno, con leves
estremecimientos. Pero su mente continuaba en difusa e incesante actividad, repasando
imágenes y palabras en un torbellino insomne: la risa de Josie, envuelta en su traje de plata,
mientras trepaba la colina; el torpe resentimiento de Jimmy contra Joe Pistón; la tensión casi
insoportable de la carrera; la terrible visión del Plymouth girando en el aire con Derek en su
interior... Y después, antes de terminar el día, todo se había solucionado, como en los cuentos
infantiles. Derek, molido pero ileso, ofreciendo generosamente a Jimmy su gran oportunidad,
ante las satisfechas protestas de Joe. Todos eran grandes tipos, Mamie Johns los alimentaba
con alegría, Pinkie, absorto y admirado, se prometía ser como ellos, y «Tormenta» se
evaporaba detrás de Leo, dejando libre el campo. Como gran fin de fiesta, Derek había
descansado dulcemente la cabeza en el hombro de ella. ¿Quién diablos podía dormir después
de semejante jornada? Chris rió para sus adentros, burlándose un poco de sí misma. «Estás
muerta de miedo, hermanita -se dijo- porque nunca has sido tan feliz desde que asomaste del
útero de la señora Parker. Tienes a tu primer gran amor al alcance de la mano, y vives en
medio de una gran familia cariñosa y jovial, donde todos te quieren y te protegen. Incluso has
recuperado a tu entrañable amiga Josie. Las sombras de la infancia y el reformatorio han
quedado atrás... como un mal sueño. Ni siquiera te has acordado de Tom, tu famoso hermano,
que era hasta hace poco la razón de tu existencia... Pero quizá has comenzado a comprender
por qué él reclamaba poder vivir su propia vida, sin fantasmas del pasado. Eso es exactamente
lo que tú quieres ahora, encanto, y vas a luchar por ello.
Se durmió plácidamente, soñando que Derek entraba de pronto en la habitación, sigiloso, se
inclinaba sobre ella y le besaba los labios. Pero era sólo un sueño.

El «Paradise Park» abría sus puertas desde las diez de la mañana hasta medianoche, en las
afueras de la ciudad de Colton. En ese lapso, y a medida que el sol recorría su elipse, la
clientela del parque de atracciones presentaba gamas diversas y contrastantes. Por la mañana,
grupos de escolares y sus maestras disfrutaban de los juegos mecánicos y los tiovivos, en
bandadas bulliciosas e inocentes. Al mediodía, era la hora de los ancianos retirados que venían
a tomar el sol y a comer palomitas de maíz. La media tarde era el momento más tranquilo,
cuando sólo algunas familias aisladas o forasteros despistados deambulaban por las
instalaciones. Muchos de los empleados del parque aprovechaban esa hora para tomarse un
descanso y comer algo en el bar, reponiendo fuerzas para las horas más intensas del «Paradise
Park». Estas comenzaban a las seis de la tarde, con la invasión de grupos de adolescentes que
llenaban las pistas de karting y las salas de máquinas tragamonedas, hasta que entraba la
noche. Entonces, el parque mostraba su rostro más variopinto. La escoria de la ciudad se daba
cita allí para traficar con la soledad y el vicio, bajo las circenses luces de colores. Drogadictos,
prostitutas, borrachos, navajeros, gángsters aficionados y timadores profesionales rondaban a
los numerosos y solitarios clientes noctámbulos de ese torpe mundo de fantasía.
Chris Parker descendió en la segunda parada del autobús que la había traído de Tonneville, y
caminó con paso rápido los trescientos metros que le separaban de la entrada del «Paradise
Park». Eran las cuatro de la tarde, el cielo amenazaba lluvia y la clientela de los juegos era
muy escasa por ambos motivos. La chica pasó junto a la inmóvil estructura del «Gusano del
Amor» y se detuvo a mirar cómo en el kiosko de «Fotos Fantásticas» el encargado
inmortalizaba a una pareja de turistas canadienses, que asomaban sus cabezas en un
decorado selvático. El hombre encarnaba a un robusto Tarzán y la mujer a su compañera,
Jane. Si hubieran tenido un hijo, existía el agujero correspondiente sobre el cuerpo pintado de
la mona Chita. Chris se disponía a preguntarle al fotógrafo por su amiga Josie, cuando oyó una

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voz inconfundible que llegaba del lado opuesto del parque, en las cercanías del «Tren
Fantasma»:
- ¡Seis tiros a un dólar, amigos! ¡Esto es una ganga! ¡Cualquiera que haya estado en Vietnam
puede ganar con los ojos cerrados!
No cabía duda, era Josie ofreciendo su mercancía.
- ¡Y con los ojos bien abiertos, acierta hasta un niño de pecho! ¡Vamos, amigos! ¡Seis tiros por
un dólar y fabulosos premios! ¿Quién se anima?
La muchacha se ocupaba de uno de los seis kioskos de tiro al blanco que se alineaban frente al
«Palacio de los Espejos». En cada uno se ofrecían armas distintas para disparar sobre blancos
fijos o móviles, según el caso. Un trío de adolescentes y un hombre entrado en años miraban a
cierta distancia. Finalmente, uno de los chicos se acercó al kiosko, prácticamente empujado
por sus amigos.
- ¡Hola, guapo! -saludó Josie-. ¿Quieres probar suerte? Aunque creo que tú no has estado en
Vietnam, ¿verdad?
- Iré la próxima vez -gruñó el chico.
Josie, algo cortada, le entregó el fusil de aire comprimido.
- Haces bien en prepararte -declaró-. Aunque habrá que soportar una nueva derrota.
- ¡Cállate! -dijo el chico, echándose el arma a la cara.
La muchacha asintió y accionó el dispositivo que hacía circular una hilera de patitos de lata
sobre un riel sin fin. El chico abatió seis patos con sus seis disparos, ante las triunfantes
exclamaciones de sus amigos.
- Me alegro de que John Wayne haya muerto -dijo Josie-. No hubiera soportado tu reto.
- ¿Alguien te ha dicho que hablas demasiado, negra? -masculló el jovencito-. Dime lo que he
ganado.
Josie se volvió hacia el estante de los trofeos.
- Pues bien... Puede ser una muñec... No, eso no es para ti. Tampoco un oso de peluche...
¿Quizá un juego de tazas imitación porcelana para tu madre?
- Me quedaré con el oso -anunció el chico-, tengo un hermanito pequeño.
Se alejó cargando el oso entre sus brazos, acompañado de los otros dos. El hombre de edad
meneó la cabeza y se dirigió renqueando hacia el puesto de helados. Josie lanzó un profundo
resoplido. Chris asomó su cabeza por la esquina del kiosko.
- ¡Hola, morena! -saludó-. ¿Siempre haces tan buenos negocios? Si es así, es un milagro que
aún conserves tu empleo.
- ¡Chris, cariño!
Josie dio un salto por sobre el mostrador y abrazó a su amiga efusivamente.
- Estaba terriblemente preocupada por ti, Chris. Cuando tu amigo sufrió aquel accidente en la
carrera, no pude volver a encontrarte. Hubo un revuelo con la llegada de los patrulleros y
Sonny me sacó de allí en volandas -relató Josie sin respirar-. ¿Cómo está él? ¿Y tú?
- Ambos estamos bien -rió Chris-. Personalmente yo estoy mejor que nunca.
- Eso suena a música celestial en mis oídos -dijo Josie-. Ven, tomaremos algo en el bar. -Se
volvió hacia la rubia opulenta que atendía al kiosko contiguo-. ¿Quieres vigilar mi negocio por
un momento, Sandy? Volveré en un instante.
- Tómate tu tiempo -dijo la rubia-. Esto está tan concurrido como el Polo Norte en invierno.
El bar de «Paradise Park» era más acogedor de lo que cabía suponer. Tenía mesas de madera,
cortinillas de tela escocesa y cornamentas de ciervo en las paredes. Dada la hora, sus únicos
parroquianos eran una media docena de empleados del parque, con sus uniformes color
naranja. Josie pidió dos cervezas en la barra y las llevó ella misma hasta el reservado donde la
aguardaba Chris.
- Siempre que bebo cerveza helada, recuerdo aquella noche en el bar de Amos Morris -dijo.
- El maldito manco -memoró Josie-. Los muchachos le dieron una buena lección.
- ¿Volviste a saber algo de Ted el Negro?
Una sombra veló por un instante el rostro de Josie.
- No -dijo-. No desde que ando enredada con Sonny Clemente. Ted no aprobaba nuestra
relación.

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Chris, detrás de su vaso, hizo una muda interrogación alzando las cejas. Josie se encogió de
hombros.
- Ya sabes cómo es Ted -dijo-, un tipo que se precia de ser derecho. Es discípulo de Luther
King y todas esas monsergas de negros...
- A mí no me parecen monsergas -apuntó Chris.
- Quizá no lo sean -reconoció la otra-. Pero de algún modo se sienten jueces morales de los
demás, y eso es cabreante. Aunque yo sea una muchacha negra puedo andar con quien
quiera, ¿no crees?
Chris dejó la cerveza sobre la mesa. Se echó atrás y frunció los labios, pensativa. Luego lanzó,
despacio, su pregunta:
- ¿Ted no aprueba tu relación con Sonny porque se trata de un blanco?
Josie bajó la cabeza. Sus manos temblaban, y las ocultó en el regazo.
- No, Chris. Porque se trata de Sonny -murmuró-. Ted sabe que él anda en negocios sucios.
Ésta es una ciudad pequeiía, pero tiene su importancia para los mafiosos que controlan la
parte Noroeste. Sonny y sus muchachos trabajan para ellos.
- ¿Y a ti no te importa?
- No tanto como a Ted. Él y los suyos quieren redimir a esta nación, en base a una nueva
moral. -Josie alzó la mirada:-. A mí me enseñaron a golpes que estoy del otro lado de la
alambrada, y que allí seguiré quienquiera sea el que mande. -Chris tragó saliva e hizo un
esfuerzo para no asentir-. Sonny se porta bien conmigo, Chris, y es hermoso como un sol. Ha
prometido sacarme de esa sucia barraca de tiro al blanco y yo...
La voz de Josie se quebró en un sollozo. Chris le tomó las manos y las apretó con fuerza.
- Comprendo, Josie... -balbuceó-. Y no sabemos cuándo nos pescarán y nos llevarán de vuelta
a «El Pesebre», ¿no es eso? Yo siento lo mismo con respecto a Derek. Lo quiero ahora,
conmigo. También hago planes sobre el futuro, que si todo sale muy bien no son imposibles.
Pero sé que cada día es cada día... y quiero vivirlos minuto a minuto.
Josie parpadeó asombrada, sobre sus ojos húmedos.
- Chris... de veras lo amas -afirmó.
- Mucho -admitió Chris-. Eso solo justifica todo lo que hemos hecho. Quizás aquel viejo sheriff
Carrington ande sobre nuestra pista... Lo único que le pido es que me permita ir con Derek al
festival de Lago Geroe y dormir con él bajo la luna...
El rostro de Josie se demudó. Sus dedos se crisparon sobre las manos de Chris, hasta hacerle
daño.
- No... , no... -tartamudeó-. No debéis ir a ese festival. Por el amor de Dios, no vayáis...

Capítulo 14

- ¡Creo que has perdido la cabeza, Chris Parker! -gruñó Joe Pistón, asomando por debajo del
coche que estaba revisando.
Tenía el pelo cubierto de polvo y los bigotes manchados de grasa, lo cual le daba un aire mítico
de dios antiguo.
- Sólo te he contado lo que me dijo mi amiga -insistió la chica, a horcajadas sobre un
neumático-. Que alguien piensa crear problemas serios durante el festival de rock. Tan serios
como poner una bomba o disparar sobre la gente.
- iEs absurdo! -refunfuñó el mecánico-. Esos chicos no hacen daño a nadie.
Jimmy Brown se acercó desde el fondo del taller, limpiándose las manos con un trapo
humedecido en keroseno. Viejo Joe venía detrás de él.
- ¿Quién es ese «alguien» que menciona tu amiga? -preguntó Jimmy.
- Es... su novio, o algo parecido -respondió Chris-. Se llama Sonny Clemente.
Joe y Jimmy cruzaron una mirada alerta. Viejo Joe hizo chasquear sus labios desdentados.
- Sonny Clemente -masculló el viejo-. jamás estuvo metido en nada que no fuera sucio...
- ¿Lo conoces? -preguntó Chris.

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- Ya lo creo -contestó Joe Pistón, emergiendo de cuerpo entero por debajo del auto-. Es uno de
los matones a sueldo de los poderosos de Colton. Alguna vez intentó meterse conmigo, y
perdió varios dientes.
- Dile a tu amiga que se aparte de él -aconsejó Viejo Joe-. Ese hombre sólo le traerá
problemas.
- Nos traerá problemas a todos -arguyó Jimmy-, si es cierto que se propone armar lío en el
festival.
Joe puso los brazos en jarra y meneó la cabeza.
- Es absurdo -afirmó-. Quizás esa amiga tuya exagera, Chris. No veo el motivo para que un
gángster profesional como Sonny se meta con los chicos del rock.
- Yo os diré el motivo -anunció una vocecilla aguda, desde el asiento trasero del Datsun.
El redondo y rojizo rostro de Pinkie asomó por la ventanilla, con vaivenes de marioneta.
- ¿Qué haces tú aquí, muchacho? -bramó Joe.
- Dormía la siesta, y no pude evitar escuchamos -explicó el chico-. Yo que tú tomaría muy en
serio lo que dice la amiga de Chris, Joe. Todo encaja perfectamente.
- ¿Qué diablos es lo que encaja perfectamente?
Pinkie emergió del Datsun.
- Os lo explicaré, si al&ulen me da un cigarrillo.
Jimmy le pasó el suyo, que acababa de encender.
- Mi tío, el señor Cornell Mitchell, es uno de los hombres más ricos e influyentes de Colton
-explicó el chico-. Ha hecho todo su dinero con negocios sucios en el ramo de la construcción.
Ahora dirige una sociedad inmobiliaria, y hace tiempo que le han echado el ojo al prado de
Lago Geroe.
- ¿El prado? -saltó Jimmy-. Eso es terreno municipal.
- Exactamente -acordó Pinkie-. El actual alcalde estaría dispuesto a vender esas tierras a la
compañía, para hacer allí una gran urbanización, pero...
- Pero está de por medio el asunto de los festivales -acotó Chris comenzando a comprender.
- Eso es, nena. Los festivales de Lago Geroe tienen ya dimensión nacional, y toda la prensa del
país se lanzaría sobre el alcalde de Colton para saber por qué, a quién y para qué vendían esos
terrenos -dijo Pinkie-. Aparte de la oposición de ciertos sectores de la ciudad, como los
comerciantes y los hoteleros, que obtienen buenos beneficios del festival. Lo que mi tío y sus
socios necesitan es que el festival se destruya a sí mismo, para poder luego entrar a saco
sobre el prado.
Joe Pistón se pasó el pulgar por los bigotes, meditabundo. Conservaba en la mano una llave
inglesa de acero, y la contempló como si en ella pudiera hallar la respuesta a sus dudas.
- He oído historias parecidas, Pinkie -murmuró-. Y el mes pasado dieron una serie de televisión
que mostraba este tipo de asuntos. Te creo cuando dices que tu tío se sentiría muy feliz de
disponer de los terrenos del prado; pero de ahí a tener que utilizar a ese delincuente de Sonny
Clemente... No sé qué pensar.
- Te daré más datos, Joe -apuntó Pinkie-. Ya el año pasado la compañía intentó impedir la
realización del festival, recurriendo a argucias legales: que no había suficientes servicios
sanitarios o que se vendía alcohol a menores de edad. Los diarios conservadores apoyaron esa
campaña, todos vosotros debéis recordarlo.
- Sí, y ya han comenzado de nuevo -reconoció Jimmy-. El Colton Guardian de ayer abrió el
fuego con un editorial sobre el tema.
Joe se alzó de hombros.
- Eso no prueba nada. Lo hacen desde siempre, y todos los años tienen que aguantarse el
festival.
- Pero ahora tiene menos tiempo -señaló Pinkie-. Al alcalde corrupto le queda menos de un
año en el ayuntamiento. Y es casi seguro que perderá las elecciones, si es que se atreve a
presentarse.
Joe Pistón se palmeó las rodillas ruidosamente.

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- Mira, Pinkie -resolló-. Conozco a Cornell Mitchell desde antes que tú nacieras. No es que
tenga una gran opinión de él, pero es un tipo respetado y me resisto a aceptar que utilice a
alguien de la calaña de Sonny sólo por conseguir un negocio.
- Lo ha hecho antes -suspiró Pinkie con aire fúnebre-. Hace tres años Sonny y su pandilla
aterrorizaron los suburbios negros del Sur de Colton. La compañía de Mitchell compró los
terrenos por cuatro monedas y levantó allí un barrio residencial. El plan de ahora es más
ambicioso. Todos sabemos que al festival vienen pandillas rivales, y que los chicos a veces se
lían a golpes para echarle salsa al asunto. La cosa no pasa de ahí, pero ya los diarios lo han
exagerado bastante. Si Sonny se las arregla para que esta vez haya muertos y heridos, el
alcalde o el gobernador del estado tendrán una excelente excusa para prohibir el festival de
rock de Lago Geroe para siempre.
- ¿Muertos y heridos? -Chris se estremeció. ¡Dios mío! Tenemos que hacer algo para impedirlo.
iJosie está de por medio!
- Y varios miles de chicas y chicos -agregó Jimmy-. ¿Tú qué opinas, Joe?
- Podría decirte que no es asunto nuestro -dijo el mecánico-. Pero tengo que mirarme al espejo
todas las mañanas para afeitarme. De modo que organizaremos un pequeño plan de acción:
Tú, Pinkie, te dejarás caer por casa de tu tío Mitchell, a ver si hueles algo en el aire. Chris, tú
volverás a Colton, para tratar de sacarle datos más concretos a tu amiga... Jimmy o Derek
pueden llevarte.
- Derek mencionó que deseaba probar cómo ha quedado el Plymouth -dijo Jimmy, haciendo un
imperceptible guiño a su amiga-. Quizás un viaje a Colton sería una buena oportunidad.
- De acuerdo -aprobó Joe-. Derek te llevará. Tú, Jimmy, cogerás el Datsun e irás hasta Lago
Geroe para hablar con los chicos que están en la organización del festival. No les digas nada,
de momento, pero atiende a cualquier detalle que pueda servirnos de pista...
- ¿Y tú qué harás, Joe? -preguntó Chris, amoscada. Joe le sonrió mostrando todos los dientes,
como si acabara de recibir un cumplido.
- Esperaré aquí -dijo, con sencillez-. Hay un teniente en la policía de Colton que ha sido
condiscípulo mío en la escuela. Me consta que es un tipo decente. Si los datos que traéis
confirman las suposiciones de Pinkie, hablaré con él y le mostraré nuestras cartas.
- ¿Qué ocurrirá si tu amigo de la bofia no te cree, o decide que no tiene ganas de meterse en
problemas?
Joe Pistón se llevó ambas manos a la cara y lanzó una gran risotada.
- Entonces actuaremos por nuestra cuenta -anunció, regodeándose. A ese tipo, Sonny
Clemente, aún le quedan varias muelas enteras.

Eran las diez de la noche, y el «Paradise Park» estaba en su apogeo. Los juegos mecánicos
trabajaban a tope, había largas filas de noctámbulos frente a la entrada de las atracciones y la
gigantesca noria giraba con sus barquillas oscilantes y su miríada de luces de colores. Una
música circense sonaba en los parlantes, confundiéndose con el murmullo incesante de la
gente y los chillidos de las muchachas que volaban cabeza abajo en la «coctelera espacial».
Chris sintió la mano firme de Derek en su brazo, mientras avanzaban en busca de Josie. En la
estación del «Tren Fantasma», el esqueleto articulado agitaba sus huesos y guiñaba un ojo
rojo invitando a los indecisos. Una mujer sorprendentemente bella, vestida de odalisca, se
contoneaba en el tablado del profesor Zarkoff, que en contados segundos iniciaría su
espectáculo de «Biodinámica Oriental». Créase o no, el enano de traje amarillo que apretaba
en sus pequeñas manos la traílla de un enorme perro ciego, sólo formaba parte del público.
Había olor a salchichas, a sudor y al aceite caliente de los mecanismos. Había bastante público
en los kioskos de tiro al blanco, pero Josie no estaba allí. La rubia opulenta llamada Sandy
ocupaba su lugar.
- Josie ya no trabaja aquí -explicó Sandy con desgana-. Esta tarde presentó su renuncia.
- ¿Sabes dónde puedo encontrarla? -preguntó Chris.
La muchacha cargó de balines uno de los rifles y lo cerró con un chasquido seco.
- Yo no soy persona muy habladora -dijo, mirando al vacío.

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Derek puso sobre el mostrador un billete de cinco dólares. La mano libre de Sandy aferró el
dinero y lo sumergió en sus bolsillos.
- Soy sensible al dinero -reconoció-. ¿Sabéis cuánto me pagan aquí?
- No es eso lo que queremos saber -dijo Derek.
- De acuerdo -suspiró la rubia-. Creo recordar que ese tipo... ¿Cómo se llama? Sonny algo... ,
vino a buscarla y le ordenó que arreglara sus cuentas con el «Paradise». También podría
recordar lo que Josie me dijo al despedirse, pero mi memoria necesita un estímulo...
Derek le pasó otro billete de cinco.
- ¡Acabo de acordarme! -exclamó Sandy, con otro veloz gesto hacia su bolsillo-. Me dijo que
Sonny tenía un trabajito que hacer y luego se la llevaría a Miami por una temporada. Ella no
parecía muy entusiasmada y me pidió que si venían por aquí un par de tontos, les dijera que
trataría de verlos en el festival. Si los veis, no dejéis de pasarles el mensaje.
- Lo haremos -prometió Derek.
- ¿Sabes dónde está Josie ahora? -inquirió Chris, ansiosa.
- No, cariño -sonrió la rubia-. Y parodiando la frase de telefilme, si lo supiera no te lo diría.
- Eres una chica lista -aduló Derek.
- Sólo sé cómo ganarme diez dólares de vez en cuando -respondió Sandy, dándole la espalda
para atender a sus clientes.

Necesitaba reflexionar y discutir la situación antes de regresar a Tonneville. De modo que


cogieron una de las barcas del «Túnel del Amor» y se dejaron conducir por el sombrío canal de
aguas quietas. El lugar estaba en penumbras, pero de vez en cuando una lámpara indirecta
iluminaba una escena o un paisaje que el decorador del parque había considerado estimulante
del romanticismo. Como una versión a pincel grueso de las cataratas de Niágara o un primario
cromo de Romeo y Julieta, en relieve y del tamaño natural.
- Romeo se te parece -dijo Chris con una risita-. Tiene tus mismos ojos desconcertados.
- Déjate de tonterías -protestó él-. Este asunto no me gusta nada. Creo que Sonny está metido
en algo gordo y ha quitado a Josie de en medio premeditadamente...
- Es posible -aceptó ella-. Pero nada podemos hacer antes de mañana. Joe hablará con su
amigo policía, cogerán a ese mafioso con las manos en la masa y traeremos a Josie a vivir en
el taller.
- No crees una palabra de lo que dices -dijo él.
- Tal vez no... -musitó Chris, reclinando la cabeza en el asiento de la barca-. ¿Has visto lo que
hace esa pareja que va delante nuestro?
- Se están besando -dijo Derek, con auténtica sorpresa.
- Eso es... -murmuró Chris.
Derek volvió la cabeza hacia ella. Vio la dulce invitación de un par de ojos azules en la
penumbra y un brillo húmedo en los labios entreabiertos. Sonny Clemente y el festival de Lago
Geroe se esfumaron de su mente, dejando paso a sensaciones más naturales y urgentes. Se
inclinó conteniendo la respiración, y apoyó su boca junto a la de Chris. Luego, muy despacio,
los labios se buscaron; con timidez primero, después con ansiedad. Ella enlazó con las manos
la nuca de Derek y lo atrajo hacia sí. La barca se ladeó peligrosamente, provocando risas y
cuchicheos de la pareja que venía detrás.
Derek se apartó, para recuperar el equilibrio. Su rostro seguía muy cerca del de Chris.
- ¿Qué ocurriría si nos caemos al canal? -preguntó el chico, sonriendo.
- El agua entraría en ebullición -respondió ella, con un toque sensual.
Y se besaron otra vez, largamente, ya bajo las luces de la salida del túnel, hasta que el
encargado de las barcas palmeó con discreción el hombro de Derek.
- Haced una pausa para respirar, chicos -canturreó el hombre-. Y dejadme la barca, que hay
otros tórtolos haciendo cola.

La leña crepitaba y gemía dentro de la estufa panzona. El resplandor suave del fuego reptaba
hasta los pies de la cama y se detenía en los bordes de las sábanas, sin atreverse a iluminar
los dos cuerpos entrelazados, temblorosos aún, que se acariciaban con lasitud. Chris sentía el

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aliento de Derek en su cuello y la mano de él que se deslizaba, errátil, sobre la curva de su
vientre. Aquello había ocurrido, por fin, y de la forma más deliciosa. No iba a negarse que
había sentido un poco de miedo, y que se había comportado con cierta torpeza en los primeros
momentos. Pero luego, cuando el deseo y la ternura ahuyentaron los viejos fantasmas, su
cabeza quedó fresca y vacía como una ánfora en la arena y bajo el sol. El cuerpo pudo actuar
con libertad, siguiendo sus propios ritmos, respondiendo a estímulos dormidos, ejercitando una
ancestral sabiduría que brotó de pronto en el fluir de la sangre, en los gestos aparentemente
ciegos, en los más oscuros repliegues de la piel. Hasta que todo él, por dentro y por fuera,
vibraba y se estremecía incansable, gozoso, junto al otro cuerpo reencontrado, que había
esperado desde siempre y sólo ahora lo sabía, qué tonta...
Levantó con pesadez el brazo y revolvió con los dedos el cabello de Derek, cobijado en su
hombro.
- ¿Puedo decir una tontería? -susurró. Él cabeceó afirmativamente-. Te amo.
- Esa no es ninguna tontería -protestó; y se incorporó a medias, apoyando su codo en la
almohada:-. Lo que ha ocurrido esta noche no es ninguna tontería, Chris -insistió de nuevo. La
primera luz del amanecer brilló en sus pupilas-. Yo también te amo.
Chris se sintió flotar entre nubes tiernas y rosadas. Era feliz y estaba muy cansada.
- Deberíamos... tratar de descansar, amor... -murmuró.
Se había quedado dormida.

Al día siguiente, antes de mediodía, Joe Pistón reunió a su pequeño estado mayor en el taller e
hizo un resumen de la situación: la desaparición de Josie y lo que había podido decirle a su
compañera Sandy, podían considerarse de por sí síntomas graves. Pero el cuadro se
complicaba con una llamada que acaba de hacerle Pinkie desde Colton. Durante todo el día
anterior había vigilado a su tío Cornell Mitchell, hasta que éste lo sorprendió atisbando una
reunión con sus secuaces. Sonny Clemente no estaba en aquella reunión, pero su nombre
había sido mencionado varias veces. El tema que se discutía era la urbanización de Lago Geroe
y el impedimento que significaba para ello el festival de rock. Según Pinkie, no cabía duda de
que Mitchell había contratado a Sonny para hacer algún estropicio en el festival. Y Joe estaba
de acuerdo con aquella opinión.
CUando Joe terminó su exposición, Jimmy Brown fue el primero en hablar.
- Todo parece muy claro, pero es posible que estemos exagerando. Quizá todo cuanto se
propone la compañía de Mitchell es incordiar a los chicos o a los músicos, provocar un clima de
desorden para que luego sus periódicos se lancen sobre eso, propiciando la prohibición.
- Me gustaría creerlo -suspiró Joe-. Pero para eso no utilizarían a Sonny Clemente. Es un
especialista en trabajos «pesados» y además es demasiado cobarde para provocar una riña
con los muchachos, en la que pudiera salir mal parado. Lo suyo son las armas y los explosivos.
- Estoy de acuerdo -dijo Derek-. Esa es su especialidad. Y si él está de por medio, tendremos
que pensar en lo peor.
Chris, algo obnubilada aún por el mucho amor y el poco sueño, abandonó su sitio y se acercó a
Derek y Joe.
- ¿Queréis decir que Sonny es capaz de disparar indiscriminadamente sobre el público o poner
una bomba en el escenario? -preguntó, incrédula.
- Eso es precisamente de lo que es más capaz -masculló Joe-. Y quedan menos de tres horas
para que empiece el festival.
- ¿Qué hacemos? -inquirió Jimmy, con un hilo de voz.
Joe Pistón se puso de pie y comenzó a pasearse en torno a los tres chicos, obligándolos a
torcer la cabeza para seguirlo.
- He urdido un pequeño plan -anunció-. Yo iré ahora mismo hacia Colton, y le expondré lo que
pensamos al teniente O'Donnell, en la jefatura. No tenemos pruebas, pero es posible que logre
convencerle para que retenga a Sonny con cualquier excusa.
- No servirá -declaró Derek-. Si Sonny aceptó este trabajo, es porque sabe que la policía no
intervendrá. Es otra de sus características: quien lo compra a él, debe haber comprado
también al sherif. Y Mitchell lo sabe.

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Joe hizo un gesto de impotencia.
- Es probable -resopló-. Quizás algunos policías están en el asunto, pero no creo que toda la
policía de Colton, y menos O'Donell. Esto no es el Oeste, Derek.
- Pues se le parece bastante -afirmó Chris-. Y quiero decirles lo que pienso: hace unos meses
tres amigas nos fugamos del reformatorio. Una de ellas quedó en el camino envuelta en un
charco de sangre. De algún modo me siento culpable, pues tal vez pude haberlo evitado;
Jimmy sabe de lo que hablo. Ahora la tercera de nosotras, Josie, está liada en un serio
altercado y me ha dejado un mensaje para que la busque en el festival. Y eso es lo que pienso
hacer: buscarla y llevármela de allí.
- Piensas sólo en ella... -acusó Joe.
- Te equivocas -replicó Chris-. Pienso sólo en mí. Anoche descubrí que la vida merece ser
vivida -lanzó una fugaz mirada a Derek-, siempre que puedas compartirla con quienes quieras
y no arrastrar fantasmas... Quiero mucho a Josie, y no deseo convertirla en un nuevo espectro
sobre mis espaldas. Tú, Joe, puedes ir a hablar con tu honrado teniente. Yo he aprendido a no
confiar en esos tíos. De modo que me voy ahora mismo a Lago Geroe. Si nadie puede
llevarme, cogeré el autobús.
- Yo te llevaré -dijo Derek, conmovido.
- Y yo os acompañaré -terció Jimmy-. Me da miedo quedarme solo.
Chris, con un nudo en la garganta, miró a uno y a otro, procurando que su firmeza no se
quebrara.
- No... sé si debéis, chicos... -tartamudeó-. Sabemos que habrá peligro...
- ¡Oh, vaya! -rió Jimmy-. Estamos acostumbrados. ¡No será más arriesgado que conducir un
coche con el motor preparado por Joe!

Capítulo 15

El verde prado inclinado de Lago Geroe parecía haber florecido de pronto. Las ropas de colores
de miles y miles de adolescentes formaban un manto variopinto que se extendía sobre el
inmenso terreno, invadiendo los bosquecillos cercanos y las orillas del lago. En el borde mismo
del agua se levantaba un gran escenario, donde técnicos y músicos se afanaban en preparar
los últimos detalles.
Muchos de los chicos habían llevado sus tiendas de campaña, bolsas de dormir y trastos de
todo tipo, que se apiñaban en el espacio que cada grupo había conseguido y privatizado para
sí. Habían llegado hasta allí en los más diversos medios de transporte: motos, viejos
automóviles, autocares y bicicletas, que se dispersaban por todas partes. Los ricos llegaron en
sus propias caravanas y los más modestos lo habían hecho andando o en ferrocarril, con la
mochila al hombro. Pero todos compartían fraternalmente la emoción y el bullicio, los
bocadillos y la cerveza, la guitarra y el «porro». Lago Geroe sería durante tres días una isla de
música y libertad, sin otra ley que las normas no escritas de convivencia y fraternidad
esenciales que todos respetaban, sin otra autoridad que el ritmo intenso que los grandes del
rock conjurarían sin cesar sobre el escenario.
Chris, Jimmy y Derek dejaron el Datsun a un lado de la carretera, y descendieron andando el
suave desmonte del prado, atiborrado de muchachos y chicas que acomodaban sus bártulos y
comentaban entre sí las peripecias de viaje y las últimas novedades de la música no comercial.
Por los altavoces, alguien daba unas recomendaciones que nadie atendía. Un grupo numeroso
rodeaba a un conjunto de «espontáneos» que interpretaban un rock «duro» sobre la
plataforma de un destartalado camión.
- Mirad, allí está la pandilla de Tonneville -exclamó Derek.
En efecto, una veintena de jóvenes habían acampado al borde del bosque. El sitio era
privilegiado, pues disponía de sombra y estaba próximo al escenario. Chris reconoció la
incendiaria cabellera de «Tormenta» y el infantil rostro de Pinkie, atribulado por encender un
hornillo de gas.
- Hola, amigos -saludó el chico-. Bien venidos al club. Buscaos un sitio.

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Se sentaron en el suelo y participaron de las conversaciones del grupo, hasta que Pinkie
terminó de preparar el café. Acercó unos humeantes jarros de latón, y aprovechó para
cuchichear sin que lo oyeran los demás.
- ¿Os ha dicho Joe lo que descubrí en casa de mi tío?
- Nos ha dicho lo que crees haber descubierto -bromeó Derek-. No tienes pruebas, Pinkie.
- ¿Pruebas? -se asombró el chico-. No somos una maldita corte de justicia. Pero quizá
podamos evitar que ocurra algo terrible.
- Ves demasiadas series de televisión -dijo Jimmy Brown.
- Joe vendrá por aquí con su amigo el policía -explicó Chris-. Hasta entonces, no haremos
nada, salvo estar alerta.
- ¿Alerta? -repitió Pinkie, sin comprender.
- Ese es el plan -confirmó Derek-. Recorreremos el lugar por si vemos algo sospechoso, que
pueda servirle al teniente O'Donnell.
- O por si encontramos a mi amiga Josie -agregó Chris.
- Ella puede ser una testigo excepcional -dijo Jimmy.
Pinkie parecía algo desilusionado.
- Habláis como si fuerais de la bofia -declaró-. Pensé que íbamos a arreglar las cosas por
nuestra cuenta.
- Esto no es una pelea entre pandillas, Pinkie -dijo Derek con gravedad-. Si realmente hay una
conspiración contra el festival, como tú dices, no es algo que podamos solucionar nosotros
solos. Sonny Clemente es un gángster, no hay que olvidarlo.
- Comprendo -suspiró Pinkie-. ¿Qué haremos?
- Nos dividiremos en dos grupos y vigilaremos los dos sectores del prado. -Derek consultó su
reloj-. Joe y O'Donnell estarán aquí en una hora. Entonces nos reuniremos todos en este
mismo sitio.
En ese momento, el enorme hemiciclo se erizó de gritos, pitidos y hurras. El presentador había
pronunciado el nombre de Linda Ronstad. Un instante después, ungida por la multitud
ululante, la cantante emergió en el escenario, saludando con ambos brazos.
Chris , cogida de la mano de Derek, lo seguía como podía a través de la abigarrada masa de
jóvenes que saltaban y gritaban, clamando a su ídolo. Allá arriba, la artista saludaba una y
otra vez. Los músicos daban fondo al ambiente con acordes de guitarra eléctrica y repiques de
batería. Cuando Linda cogió el micrófono y todo su cuerpo se tensó indicando que iba a
comenzar, miles de gargantas callaron bruscamente. Se iniciaba una impagable experiencia,
una de las ceremonias secretas del siglo. Incluso Derek se detuvo, absorto. Chris se sintió
súbitamente transportada por la personalidad avasalladora de aquella voz.
Linda Ronstad cantaba en el festival de Lago Geroe; el resto del mundo se había detenido.
- ¡Chris! ¡Espérame, Chris, aquí estoy!
Josie, desgreñada y con el rostro demudado, corría hacia ella tropezando con la marea
humana que la chistaba y empujaba para hacerla callar.
- ¡Josie!
Chris olvidó la magia del rock e intentó reunirse con su amiga. Pero un muro de fanáticos
enfadados las separaba. Derek procuró abrirse paso y una gorda de gafas comenzó a insultarlo
y abofetearle: «¿Qué pretendía? ¿Interrumpir la actuación de Linda?» Cinco metros más allá,
Josie se veía envuelta en una escena similar. Dos muchachos la aferraron de los brazos y uno
le tapó directamente la boca con la mano.
- A callar, hermanita -farfulló-. Me ha llevado cinco días llegar hasta aquí, y tú no vas a
arruinarnos el espectáculo.
La morena se debatía, dando una explicación ininteligible.
- Yo me ocuparé de ella, amigo -dijo una voz susurrante-. Es mi hermana menor y está un
poco nerviosa.
- Entonces, llévesela -gruñó el muchacho, soltando a Josie.
Sonny Clemente la levantó en vilo, ayudado por uno de sus secuaces. Ella chillaba y se
debatía.

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- ¿Su hermana menor? -preguntó el otro muchacho-. ¿No has visto que ella es negra y él es
blanco?
- ¿Nunca has oído hablar de los matrimonios mixtos? -respondió el primero encogiéndose de
hombros-. Ahora déjame escuchar a Linda.
Pero fue otra cosa lo que tuvo que escuchar. Arrastrada por Sonny y su compinche, Josie logró
levantar la cabeza y chilló con todas sus fuerzas:
- ¡Cuidado, Chris! iLa camioneta de Coca-Cola! ¡Está repleta de explosivos!
El éxtasis del rock dejó paso al ciego terror de una multitud en estampida. Todos corrían en
cualquier dirección, atropellandose y arrastrándose, en un caos que se iba contagiando a todo
el prado. Incluso los que no habían alcanzado a oír el grito de Josie, huían y se empujaban
dominados por el ancestral instinto de la manada en estampida.
- Busca a Jimmy -ordenó Derek, estrechando la mano de Chris-. Yo trataré de llegar al
escenario.
- No... -musitaron los labios de Chris, pero ni ella misma pudo oírse.
La blanca camioneta con el círculo rojo de Coca-Cola estaba estacionada a pocos metros del
escenario. Hacia allí se dirigía Derek, abriéndose paso a codazos y empujones.
- Sigue cantando, Linda -propuso el presentador-, es sólo un poco de histeria colectiva. Tu voz
los calmará.
La cantante asintió. Hizo un gesto a los músicos y retomó el hilo de su canción, pese a que
nadie parecía prestarle atención.
Derek trepó al tablado de un salto y se encaró al presentador.
- ¿Estás loco o qué? -le gritó sacudiéndole por los hombros-. ¡Quita inmediatamente a todo el
mundo de aquí! ¡Esto volará por los aires de un momento a otro!
- Tranquilo, Derek -replicó el otro, ofuscado-. Quítame las manos de encima y cálmate. He
estado antes en situaciones como ésta...
- ¡Maldito estúpido! -bufó Derek.
Linda trastabilló en su canto, echando ansiosas miradas hacia la discusión de los dos jóvenes.
Abajo, Chris intentaba dirigirse hacia el bosquecillo. Estaba aturdida y asustada. Muchos
jóvenes habían caído en el suelo y los otros los pisaban y aplastaban. Los gritos de dolor se
mezclaban con los chillidos de miedo y la confusión era total. Estaba a punto de caer ella
misma desfallecida, cuando se encontró sostenida por los brazos de Jimmy.
- ¡Chris! ¿Qué demonios ha ocurrido?
Ella se recostó en su hombro, agotada.
- Encontramos a Josie... -balbuceó-. So... Sonny se la... llevó. Pero alcanzó a decirnos...
En el escenario, Derek decidió recurrir a la acción: con un limpio gancho de derecha puso fuera
de combate al presentador, que se derrumbó sobre los tambores del batería. El chico corrió
hacia Linda Ronstad. Ella ya no cantaba, pero conservaba el micrófono en la mano, mirando
alelada el dantesco espectáculo que se desarrollaba a su alrededor. Derek le arrebató el micro.
- ¡Vete, Linda! -ordenó-. Y llévate a los músicos. Tratad de refugiaros entre los pinos.
La Ronstad le miró, como una sonámbula. Pero los muchachos de su conjunto habían oído
bien. Abandonaron sus instrumentos, cargaron a Linda en volandas y huyeron por detrás del
escenario.
La voz tensa de Derek resonó a través de los altavoces:
- ¡Escuchadme, amigos, por favor! ¡Escuchadme todos! -Estaba solo en el proscenio, aferrando
el micro con ambas manos-. ¡Tratad de recobrar la calma y alejaros en orden de esta zona!
¡Agrupaos atrás, y a los lados! ¡Caminad con calma! Y, por amor de Dios, no os acerquéis a la
camioneta de Coca-Cola. ¡Es posible que contenga explosivos!
Esta información provocó nuevos gritos y corridas. Llevado por su propia confusión, el público
corría en círculos. El azar de la irracionalidad hacía que fueran cada vez más los que se
apretujaban en torno a la camioneta, como deslumbrados por una atracción irrefrenable.
Chris sollozaba, apretada contra el pecho de Jimmy.
- Él sabe lo que hace -dijo el chico-. Pero los demás, no. Esto será una verdadera masacre. -Se
deshizo del abrazo de ella y abrió la boca para tragar aire-. Voy a quitar esa camioneta de allí.
Antes de que Chris se diera cuenta de lo que ocurría, Jimmy había desaparecido.

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Durante un lapso de tiempo, la chica deambuló entre la multitud. Derek ya no estaba en el
escenario y todo era desorden y descontrol. Instintivamente, se fue acercando hacia el
campamento de la pandilla de Tonneville, en el bosquecillo de pinos. Estaba sucia, magullada,
y su mente había caído en una especie de vacío. Tanto que le costó reconocer la nerviosa voz
de Pinkie:
- Te he estado buscando, Chris. Estábamos preocupados por ti.
«Tormenta» estaba a su lado, con el rostro pálido.
- ¿Dónde está Derek? -preguntó Chris.
- Con Joe y el teniente O'Donnell, que acaban de llegar. Han tendido una barrera para evitar
que la gente vuelva a la zona de peligro -informó Pinkie-. Pero aún son miles los que están allí.
Si esa camioneta llega a estallar...
- ¡Mirad! -gritó «Tormenta»-. ¡La camioneta se está moviendo!
En efecto, el blanco vehículo fantasmal comenzó a avanzar sorteando los grupos de
espectadores desconcertados, hacia la orilla del lago. Una vez allí, entró en el agua con
decisión, chapoteando hasta detenerse con un quejido ahogado. Estaba ahora lo bastante lejos
como para que nadie corriera peligro.
- ¡Es un milagro! -murmuró Pinkie.
- No -dijo Chris, con un nudo en la garganta-. Es ese loco maravilloso de Jimmy Brown.
Un brutal estallido apagó sus palabras. La camioneta voló en pedazos por el aire, en medio de
un resplandor enceguecedor. Después, un estupefacto silencio reinó en el amplio prado del
Lago Geroe.

Capítulo 16

El teniente O'Donnell y sus hombres habían hecho un buen trabajo. Al caer la tarde, el infierno
de confusión que había sido horas antes el prado de Lago Geroe iba retornando a la
normalidad. Un autobús sanitario de la Cruz Roja atendía a los heridos y contusos por las
corridas y aplastamientos. Ninguno de ellos estaba grave. El resto del público se acomodaba lo
mejor que podía para comer y pasar la noche. Se había anunciado que el festival continuaría al
día siguiente con una nueva presentación de Linda Ronstad, que ahora descansaba de sus
ajetreos en un hotel de COlton.
Después de la fuerte explosión, un par de chicos decididos habían rescatado de las aguas a
Jimmy Brown, o lo que quedaba de él. Su cuerpo era un guiñapo sanguinolento, pero palpitaba
aún y conservaba el sentido. Cuando lo tendieron en la orilla, abrió los ojos y parpadeó.
- Buscad a... una chica llamada Chris... -balbuceó-. Y decidle que... estoy... bien.
Le prometieron que lo harían. Él sonrió y se desvaneció con un gemido.
- Es un milagro el que esté con vida -comentó uno de los chicos.
- Le vi arrojarse de la cabina, un instante antes del estallido -dijo una muchacha-. Quizás eso
lo salvó...
- Hay que tener agallas para hacer lo que él hizo -declaró otro de los muchachos.
La ambulancia que se llevaba a Jimmy hacia el hospital, se cruzó en la carretera con dos
coches de patrulla que traían a Josie, Sonny Clemente y tres de sus secuaces. Los habían
interceptado en la ruta del Este. Pese a las protestas de Sonny, el sargento se los llevó sin
contemplaciones.
La luz mortecina del atardecer se colaba horizontalmente en el bosquecillo de los pinos, donde
el teniente O'Donnell había establecido su centro de operaciones. Estaban allí, aparte de otros
policías y los organizadores del festival, Joe Pistón y su gente: Chris, Derek, Pinkie y
«Tormenta». A la llegada de los coches de patrulla, Josie corrió a abrazarse con Chris. Ambas
lloraron en silencio, entre estremecimientos, estrechándose con fuerza.
Sonny Clemente saltó del auto policial tan ágilmente como se lo permitían sus manos
esposadas. Con los ojos inyectados de furia se encaró al teniente.
- ¡Está cometiendo un gran error, O'Donnell! -bramó-. Esto le costará su puesto, se lo
prometo.
El teniente era un hombre delgado y tranquilo, que no tenía aspecto de policía.

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- Es posible, Sonny -replicó-, no creas que no lo he pensado. Pero ese chico que va para el
hospital perderá mucho más, y él no había jurado defender la ley y la justicia. -El teniente
escupió en el suelo, a dos centímetros de los zapatos de Sonny-. Llévenselo a la jefatura
-ordenó.
El sargento puso una mano sobre el hombro de Clemente, que se debatió enardecido.
- ¡No puede hacer esto, teniente! -chilló-. ¡No tiene cargos contra mí!
O'Donnell frunció el ceño y se rascó debajo de la nariz. Con la mano libre, buscó un cigarrillo
en el bolsillo de su camisa. Antes de encenderlo, lo miró reflexivamente.
- Dile cuáles son sus cargos, Rod -indicó al sargento.
Este infló el pecho y recitó con aires de colegial aplicado:
- Exceso de velocidad, posesión de armas... -Sonny resopló con un gesto de desdén-, y
secuestro por la fuerza de una menor de edad -terminó el sargento, jovial.
Sonny abrió la boca y volvió a cerrarla. Estaba repentinamente pálido.
- Secuestro... -repitió, incrédulo.
- De una menor de edad -completó O'Donnell, indicando a Josie-. Ella está dispuesta a
refrendar su denuncia por escrito.
- ¡Maldita zorra! -farfulló Sonny.
- Amén de que eres sospechoso de haber traído esa camioneta llena de explosivos -remató el
teniente-. No hay pruebas todavía, pero estamos investigando y tengo varios testigos.
- Será mejor que no se meta en eso, O'Donnell -amenazó Sonny, con voz temblorosa-. Cornell
Mitchell le hará papilla. ¡Usted lo sabe, maldito polizonte!
- Te dije que te lo llevaras, Rod -dijo el teniente, encendiendo con calma su cigarrillo.
El sargento empujó con placer a Sonny Clemente hacia el auto patrulla, que un minuto
después partía haciendo sonar su sirena. El teniente O'Donnell sorbió una larga bocanada de
humo, con gesto preocupado. Luego apagó el cigarrillo y se volvió hacia Joe Pistón.
- Tú y tus chicos también deberéis venir a la jefatura, Joe -anunció-. No es que estéis
detenidos, pero necesitaré vuestros testimonios.
- De acuerdo, socio -dijo Joe, con voz cansada-. Será un placer ayudarte.

Pasaron casi toda la noche haciendo declaraciones individuales, por turno, ante el oficial
escribiente que llevaba el sumario de lo ocurrido en Lago Geroe. Luego el teniente O'Donnell
les cedió una habitación cuadrangular, con una mesa redonda y varias sillas y sillones, que
solía utilizarse para las entrevistas de los detenidos con sus abogados. Una de esas lámparas
con un globo de opalina que sólo existen en las jefaturas de policía colgaba del techo, como
para que no olvidaran dónde se encontraban. Un agente casi anciano con el rostro demacrado
trajo varios vasos de café y una bolsa de rosquillas con azúcar.
- La cena -dijo con voz desabrida-. Invita la administración.
Joe le dio las gracias y se recostó cuan largo era en el único sillón doble, mordisqueando una
rosquilla.
- Procurad descansar, pequeños -aconsejó-. Ha sido una dura jornada.
- ¿Le has avisado a Mamie? -preguntó «Tormenta»-. Ella debe estar preocupada.
- O'Donnell le telefoneó -respondió Joe con un bostezo-. Le ha dicho que nos espera mañana
con una comida especial. El teniente también está invitado...
Pronunció las últimas palabras con los ojos cerrados. Un instante más tarde, su vientre subía y
bajaba acompasadamente, al son de sonoros ronquidos. Pinkie se arrolló en el suelo, apoyando
la cabeza sobre las rodillas. «Tormenta» se arrebujó en una de las sillas, con los pies en el
asiento de otra. Con gestos fatigados encendió un «porro» y aspiró con fruición una amplia
bocanada. Emitió una breve risita, al recordar que estaban en la Jefatura.
Derek estaba de pie junto a la ventana, que daba a la calle desierta. Chris le trajo una taza de
café.
- Te hará bien beber algo caliente -dijo.
El muchacho asintió y bebió un sorbo. Luego dejó el café en el alféizar de la ventana y rodeó a
Chris con los brazos. La besó suavemente en la frente y los párpados.

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- Ha sido un día duro para ti, cariño -murmuró-, pero todo se arreglará. Iremos juntos a la
carrera de Iowa...
Ella se recostó en su pecho.
- Derek... ¿Qué ocurrirá con Jimmy?
El chico no contestó inmediatamente. Sus manos cayeron, laxas, a lo largo del cuerpo.
- No lo sé -admitió-. Quizá mañana tengamos noticias...
Se sentaron ambos en el banco de madera que corría a lo largo de la pared. Chris colocó su
cabeza sobre el regazo de Derek. Él le acarició las sienes y la nuca, una y otra vez, hasta que
ella sintió que su cuerpo se distendía y su mente flotaba en un frágil semisueño.
La tenue luz del amanecer asomó por los cristales, al mismo tiempo que la cuadrada cabeza
del sargento Rod asomaba por la puerta.
- ¿Quién es Chris Parker? -preguntó.
Chris abrió los ojos somnolientos y contempló al policía desde el regazo de los tejanos de
Derek.
- Yo... -dijo-. ¿Qué ocurre?
- Ese chico herido, Jimmy Brown, ha pedido hablar contigo -explicó el sargento.
- ¿Jimmy... ? -la chica se incorporó, parpadeante-. ¿Cómo se encuentra?
Rod se encogió de hombros.
- Sólo tengo orden de escoltarte hasta el hospital -explicó-. Si quiere verte es porque no está
muerto.

No había mucho público a aquellas horas en el Hospital Central de Colton. Chris y el sargento
cruzaron el amplio vestíbulo sembrado de columnatas cuadradas, y se detuvieron a esperar el
ascensor. Poco después llegó un niño de unos ocho años, acompañado de su madre. Mientras
la luz indicadora bajaba lentamente desde el último piso, la mujer y su hijo no quitaron los
ojos de la muchacha, contemplándola con algo así como compasivo desprecio. Cuando por fin
llegó el ascensor, salieron de él dos enfermeras cuchicheantes. Los dos pares de visitantes
entraron en el blanco cubículo, la puerta se cerró con un chasquido y el aparato reinició el
ascenso. El chico, embobado, saltaba su mirada de la pistolera de Rod al rostro de Chris.
- ¿Qué delito ha cometido ésta, sargento? -preguntó con una sonrisa torva, sin poderse
contener.
- Oh, nada demasiado grave -contestó Rod-. Acostumbra estrangular a los niños entrometidos.
La habitación de Jimmy estaba en el cuarto piso. El médico les esperaba en el vestíbulo.
Aconsejó a Chris que permaneciera sólo cinco minutos y que no hiciera hablar mucho a Jimmy.
El sargento decidió que la esperaría afuera, y el médico lo acompañó hacia la máquina de café.
Chris se armó de valor e hizo girar la falleba de la puerta.
Jimmy yacía de espaldas, con un tubo en el brazo y otro en las ventanas de la nariz. Respiraba
con dificultad, pero su cara y su cabeza no presentaban ni un rasguño. Tampoco sus manos,
cruzadas inmóviles sobre las mantas.
- Hola, hermanita -saludó con voz casi inaudible-. Sabía que vendrías.
- Hola -respondió Chris-. Fue una magnífica maniobra, la que hiciste en el Lago Geroe.
El chico hizo una mueca con los labios por debajo del tubo. Sus ojos brillaron conmovidos.
- ¿Verdad que sí? -musitó-. Y eso que el motor estaba frío...
Movió un poco la cabeza, con un rictus extraño.
- ¿Sientes dolor, Jimmy?
- En absoluto. Me han atiborrado de calmantes. Sólo intentaba verte mejor.
- Me acercaré a la luz -dijo Chris, colocándose bajo la lámpara-. ¿Cómo... ? ¿Qué han dicho los
médicos?
- Tengo algunos golpes internos, pero todo se arreglará en pocas semanas -explicó el chico-.
Salvo lo de la pierna.
El corazón de Chris saltó hacia arriba, apretándole la garganta.
- ¿La pierna... ?
- La izquierda -corroboró Jimmy con serenidad-. De la rodilla para abajo, no pudieron
encontrarla.

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- Oh, Jimmy, yo... no sabía -dijo Chris, ahogando un sollozo-. ¡Es... terrible!
- No dramatices, hermanita -jadeó él-. Joe podrá arreglarme un auto con embrague manual...
Y yo siempre he opinado que los cojos tienen un extrano atractivo erotico...
Chris apartó con lentitud la cabeza del cono de luz. Las lágrimas corrían libremente por sus
mejillas.
- No hables tanto, Jimmy -pidió-. El médico ha dicho que no debes fatigarse.
Él asintió, moviendo su gran nariz entubada.
- De acuerdo, muñeca. Cuéntame de la pandilla.

Al entrar en el despacho del jefe de policía, el teniente O'Donnell se llevó una desagradable
sorpresa. Con su cabello gris cuidadosamente peinado y el impecable traje beige de chaqueta
cruzada, el fiscal del distrito lo recibió con una sonrisa de hielo. Estaba sentado sobre la mesa,
con un pie oscilando lánguidamente en el aire. Detrás de él, en su sillón, el jefe afilaba un
lápiz, con aspecto de no tenerlas todas consigo.
- El señor Steve Lovell, fiscal del distrito. El teniente O'Donnell, de la brigada social -farfulló
haciendo las presentaciones.
- Ya nos conocemos, ¿verdad, teniente? -dijo Lovell sin alterar su sonrisa.
- Sí, señor. De cuando el caso Patson, en la corte.
- Celebro que lo recuerde -aprobó el fiscal. Con un gesto casual, arrebató el lápiz de manos del
jefe y comprobó el filo de la punta-. Claro que entonces yo era sólo un abogado defensor. Por
cierto -agregó, hablando hacia la ventana-. Su testimonio aplastó a mi defendido.
- El juzgado lo encontró culpable -reconoció O'Donnell, con voz neutra.
El fiscal quitó las nalgas del escritorio y comenzó a pasearse, ajustando sus pasos a los bordes
de la alfombra. Ya no sonreía y en sus ojos grises había una chispa maníaca.
- Son cosas de mi profesión... y de la suya -declaró-. Ahora que los dos estamos del mismo
lado, no quiero que piense que guardo algún resentimiento por aquel incidente.
- Tampoco yo, senor -murmuro O'Donnell.
- ¡Perfecto! -se regocijó Lovell, frotándose las manos y mirándolas luego con detenimiento-.
De modo que estoy dispuesto a escuchar imparcialmente, aquí, frente a nuestro honrado jefe
de policía, las abrumadoras razones legales que tendrá usted para haber detenido al ciudadano
Sonny Clemente, implicándole en ese sucio asunto de las pandillas rockeras de Lago Geroe.
El fiscal había mostrado, a la vez, sus cartas y sus prejuicios. El teniente O'Donnell supo
entonces que tendría que librar una batalla perdida de antemano. Lovell no sólo acunaba un
antiguo rencor personal hacia él, sino que sin duda representaba los intereses del intocable
señor Mitchell. En lo que hacía al jefe de policía, era sólo un viejo funcionario acomodaticio,
que le lanzaba miradas perrunas, como pidiendo disculpas. Pero si las cosas habían llegado
hasta allí, no podía menos que enfrentarlas, aunque fuera a fondo perdido.
- De momento, señor fiscal, no implicamos a Sonny en lo ocurrido en el Lago Geroe.
- Lo ha metido usted en el calabozo -declaró Lovell, con estudiado asombro.
- Por posesión ilegal de armas. Él y sus amigos llevaban un arsenal en el coche -informó el
teniente.
- Están autorizados -dijo el fiscal-. Ellos forman parte de la custodia personal del señor Cornell
Mitchell.
- Estaba esperando que lo mencionara -espetó O'Donnell, mordaz.
El fiscal dio un respingo y acomodó con la mano el mechón de pelo que le caía sobre la sien.
- ¿A qué se refiere? -inquirió, tenso.
- Esa autorización no consta en nuestros registros, señor.
- Es... Fue... una autorización personal mía -tartajeó Lovell-. Les di... una nota provisoria.
- No la llevaban consigo -declaró el teniente, impasible.
- ¡De acuerdo, maldito polizonte! -estalló el fiscal-. Le daré una certificación de que estaban
autorizados. ¡Ahora déjelos en libertad!
O'Donnell buscó la mirada del jefe, que le rehuyó, fijando su atención en el pisapapeles que
utilizaba desde hacía veinte años. Cualquiera hubiera dicho que era la primera vez que veía
aquel objeto fascinante. El teniente suspiró y tragó saliva.

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- Tengo un cargo más grave contra el señor Clemente -informó-. Llevaba en su coche a una
chica menor de edad, contra su voluntad. Puedo demostrar que se apoderó de ella por medio
de la violencia. Puede considerarse un intento de secuestro.
El fiscal tomó una carpeta del escritorio y se sento a hojearla en uno de los sillones. Había en
sus pupilas un irónico brillo de victoria.
- ¿Sabe usted quién es esa chica? -preguntó dulcemente.
- No, señor...
Lovell leyó uno de sus papeles, sosteniéndolo entre el pulgar y el índice, como si le produjera
cierta aprensión:
- Josie Landau, dieciséis años, recluida desde los trece en una escuela reformatorio por
prostitución, hurtos reiterados y drogadicta... Actualmente se encuentra prófuga, con petición
de captura por el juzgado de Menores del Estado de... -Cerró bruscamente la carpeta y apuntó
con el pulido dedo índice al pecho del teniente O'Donnell-. Puedo demostrar, teniente, que al
retener a esa putita negra el ciudadano Sonny Clemente tenía intención de colaborar con la
justicia.
El jefe de policía emitió un soplido y se llevó las manos a la cabeza.
- Debiste investigar los antecedentes de esa chica, O'Donnell -se lamentó-. Ordenaré que
pongan en libertad a Sonny y te sugiero que pidas disculpas al señor fiscal.
- A mí, no -dijo Lovell-, al señor Mitchell.
- No pienso hacerlo -estalló el teniente O'Donnell, fuera de sí. Si quiere guerra, tendrá guerra,
Lovell. ¡Tengo testigos de que Sonny es responsable de la explosión de Lago Geroe, y de que
cumplía órdenes de Cornell Mitchell! ¡Su propio sobrino declarará contra él! -Se dirigió hacia la
puerta y se detuvo antes de salir, con gesto encendido-. ¡Y si me pide la renuncia, iré a
contarlo todo a la prensa!
Cuando O'Donnell se hubo ido con un portazo, el jefe de policía miró compungido al fiscal del
distrito.
- ¿Qué haremos, señor Lovell? -preguntó, servil.
- Mantener la calma, mi querido amigo -respondió el fiscal, volviendo a revisar sus papeles-. Y
actuar dentro de la ley: los testigos de su teniente son pura bazofia. Joe (Pistón) Johns y
Derek Finn tienen cuentas pendientes por organizar carreras de autos clandestinas; podemos
pegarles un buen susto para que cierren la boca. «Pinkie» Mitchell y la chica llamada
«Tormenta» son menores de edad. Advertiremos a sus padres para que los mantengan a buen
recaudo. En lo que hace a Josie Landau y su amiga Chris Parker, las tiene usted en la Jefatura
y bastará con devolverlas al juez de menores que las reclama.
- ¿Qué haremos con O'Donnell? -preguntó el jefe, nervioso.
Licenciarlo por un tiempo con gastos pagados -declaró el fiscal-. Está algo ofuscado, pero es
demasiado buen policía para no comprender de qué lado debe estar.

Jimmy, agotado por la breve conversación, se había quedado dormido. Chris lo besó
levemente en los labios. Luego salió de la habitación. Sola, bajo la luz blanquecina del
corredor, tuvo la nítida sensación de que una etapa de su vida acababa de terminar. En el
capítulo siguiente, la esperaban el amor de Derek, la amistad de Josie y Jimmy, la calidez
jovial de Joe y Mamie Johns, la protección del teniente O'Donnell... , era su oportunidad para
saltar al otro lado de la vieja alambrada, para olvidar a su madre corroída por la cirrosis y a su
hermano Tom, inalcanzable en México... Sólo tenía que buscar al sargento Rod y pedirle que la
llevara de vuelta a la Jefatura. Todos, entonces, se ocuparían de ella...
Pero algo, en el fondo de su corazón, le decía que debía haber un error, una trágica trampa en
tanta placidez. La justicia estaba para perseguirla, no para protegerla. El amor, como había
dicho Jimmy alguna vez, estaba para ellos ligado a la muerte; los seres como ellos no
negociaban la libertad. Un extraño sentimiento de loca rebeldía, de torturante lucidez,
comenzó a formarse dentro de su mente: «No te engañes, estás para siempre al otro lado de
la alambrada... »
El sargento conversaba, distraído, con la enfermera de guardia. Chris pasó de puntillas detrás
de ellos y alcanzó las escaleras. Un minuto después estaba en la calle, bajo el sol hiriente de la

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mañana, entre los peatones apresurados de la avenida y los coches que hacían sonar sus
bocinas impacientes. Recordó el inteligente consejo de Moco, desangrándose en el
desguazadero:
- ¡Escapa, Chris! Corre...
Y apretó el paso, sin mirar hacia atrás.

Índice completo

Índice............................................1
Nacida inocente............................1
Capítulo 1.................................1
Capítulo 2.................................4
Capítulo 3.................................9
Capítulo 4...............................11
Capítulo 5...............................15
Capítulo 6...............................20
Capítulo 7...............................23
Capítulo 8...............................27
Capítulo 9...............................32
Capítulo 10.............................34
Capítulo 11.............................39
Capítulo 12.............................43
Capítulo 13.............................49
Capítulo 14.............................51
Capítulo 15.............................53
Capítulo 16.............................58
Capítulo 17.............................61
Capítulo 18.............................64
Capítulo 19.............................67
Capítulo 20.............................68
Capítulo 21.............................71
Chris...........................................74
Capítulo 1...............................75
Capítulo 2...............................80
Capítulo 3...............................83
Capítulo 4...............................88
Capítulo 5...............................94
Capítulo 6...............................97
Capítulo 7.............................100
Capítulo 8.............................104
Capítulo 9.............................107
Capítulo 10...........................109
Capítulo 11...........................112
Capítulo 12...........................115
Capítulo 13...........................119
Capítulo 14...........................121
Capítulo 15...........................126
Capítulo 16...........................129
Capítulo 17...........................132
Capítulo 18...........................137
Capítulo 19...........................141
Capítulo 20...........................145
¡Escapa, Chris!.........................148
Solapa...................................149
Capítulo 1.............................149
Capítulo 2.............................153
Capítulo 3.............................156

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Capítulo 4.............................162
Capítulo 5.............................166
Capítulo 6.............................173
Capítulo 7.............................179
Capítulo 8.............................182
Capítulo 9.............................187
Capítulo 10...........................190
Capítulo 11...........................194
Capítulo 12...........................199
Capítulo 13...........................203
Capítulo 14...........................209
Capítulo 15...........................213
Capítulo 16...........................216
Índice completo........................221

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