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Aportes del psicoanálisis para una filosofía del

cuerpo: la anormalidad
(Freud, McDougall & Zizek)

Quisiera proponerles a ustedes un tema poco usual, a veces reticente en el espacio de la


academia, pues tiende a evitarse por las complicaciones conceptuales que entraña abordar
su discusión: les hablo acerca del tema de la anormalidad. De la mano del psicoanálisis es
que me gustaría anudar esta discusión en torno al problema de la anormalidad. Sin
embargo, no se trata de hacer un psicoanálisis de la anormalidad, esa discusión se la
dejaremos más bien a los psicoanalistas. Aquí de lo que se trata es de rastrear algunos
cuantos aportes de la teoría psicoanalítica, especialmente del psicoanálisis de Freud, Joyce
MacDougall y Slavoj Zizek; que nos permitan plantear un debate filosófico respecto al
concepto de cuerpo, comprendido este en el sentido de la anormalidad del síntoma en el
psicoanálisis. La cuestión del cuerpo y anormalidad que plantea el ámbito de lo
inconsciente poco se ha planteado a la hora de hacer filosofía del cuerpo. En este sentido
cabría preguntar, ¿qué del psicoanálisis puede enseñarnos respecto al problema de la
anormalidad y los límites de lo corpóreo?

Para comenzar quisiera referirme a la introducción de las Nuevas lecciones


introductorias al psicoanálisis, un conjunto de textos destinados exclusivamente a la
enseñanza del psicoanálisis para médicos y psiquiatras, en el que Freud nos plantea lo que
sería la diferencia entre, por un lado, un saber fisiológico del cuerpo desde la perspectiva de
la medicina, y por otro, el saber del psicoanálisis que empieza con la dificultad de discernir
los límites entre lo psíquico y lo corpóreo: “se los ha habituado a fundar en causas
anatómicas las funciones orgánicas y sus perturbaciones y a explicarlas desde los puntos de
vista químico y físico, concibiéndolas biológicamente; pero nunca ha sido dirigido vuestro
interés a la vida psíquica, en la que, sin embargo, culmina el funcionamiento de este nuestro
organismo, tan maravillosamente complicado” (Freud, 1915, p. 2128). De este modo es que
Freud habla acerca de los hábitos intelectuales de los médicos y psiquiatras como una de las
dificultades para la compresión de lo inconsciente.

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La objeción de Freud al saber de la medicina consistiría pues, en un elemento
fundamental, a saber qué; mientras los médicos descomponen la naturaleza del cuerpo a
partir de un entramado de relaciones causales de tipo fisiológico y químico, al mismo
tiempo la medicina parece descuidar algo. ¿Qué sería ese algo que la medicina parece
perder en su quehacer científico? Al sujeto mismo; pues el sujeto es lo que precisamente se
pierde en el conocimiento de la medicina reducido al mecanicismo de las funciones
orgánicas del cuerpo. De aquí justamente cuando en la época de Freud “a las histéricas se
las acusaba de «simuladoras»: de inventar las enfermedades corporales de las que se
quejaban y para las que no se encontraba sustrato alguno, estructural o funcional,
anatómico o fisiológico” (De Castro, 2014, p. 96).

El síntoma despreciado por la medicina en tiempos de Freud, era precisamente el


síntoma histérico que los médicos no podían comprender. El problema era justamente que
“las histéricas se situaban en una exterioridad con respecto a la racionalidad médica, que
los representantes de esta racionalidad no podía integrar… fue en esta exterioridad en la
que Freud se situó para pensar el síntoma” (De Castro, 2014, p. 96), y desde el cual se hizo
posible la apertura del conocimiento psicoanalítico. En este sentido es que vale la pena
recoger la crítica de Freud a la medicina, y parte de algunas corrientes de la psicología
contemporánea, en el que la cuestión del sujeto no parece tener aún cabida alguna:

Ni la Filosofía especulativa, ni la Psicología descriptiva, ni la llamada Psicología experimental,


ligada a la Fisiología de los sentidos, se hallan tal y como son enseñadas en las universidades,
en estado de proporcionarnos dato ninguno útil sobre las relaciones entre lo somático y lo
anímico y ofrecernos la clave necesaria para la compresión de una perturbación cualquiera de
las funciones anímicas. Dentro de la medicina, la psiquiatría se ocupa, ciertamente, de describir
las perturbaciones psíquicas por ella observadas y de reunirlas formando cuadros clínicos; mas
en sus momentos de sinceridad los mismos psiquiatras dudan de si sus exposiciones puramente
descriptivas merecen realmente el nombre de ciencia. Los síntomas que integran estos cuadros
clínicos nos son desconocidos en lo que respecta a su origen, su mecanismo y su recíproca
conexión y no corresponden a ellos ningunas modificaciones visibles del órgano anatómico del
alma o corresponden a modificaciones que no nos proporcionan el menor esclarecimiento
(Freud, 1915, p. 2129).

Es claro el descontento de Freud con la medicina en lo que respecta al ámbito de lo


psíquico. Según como nos lo manifiesta en las Nuevas lecciones…, los límites entre lo
somático y lo psíquico parecen esquivar cualquier reducción biologicista de la clínica
médica o psiquiátrica, y que incluso, ninguna corriente filosófica o psicológica estaría en

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las condiciones epistemológicas competentes de aportarnos dato alguno relevante que nos
permita solucionar este problema. A este respecto, cabría destacar la vigencia de la crítica
de Freud frente a ciencias como la neurociencia o la neuropsicología que parecen conducir
hasta el límite el postulado según el cual el hombre sería descomponible, incluso al nivel
molecular de la microbiología de la neurona. No es casual que Freud, originariamente
médico neurofisiólogo de formación, haya cuestionado hasta sus máximas consecuencias
este postulado tan cómodo por igual para los científicos, como para los filósofos, esto es, en
el espacio común que los reúne a ambos bajo la reducción de lo psíquico a procesos
psicológicos fundamentalmente conscientes que tendrían su centro en la fisiología cerebral.
En este sentido es que Freud postula la premisa fundamental sobre la cual se ha de
fundamentar el psicoanálisis, en contravía a la tradición académica de su época: “la
diferenciación de los psíquico en consciente e inconsciente es la premisa fundamental del
psicoanálisis” (Freud, 1923, p. 2702). Freud se sostiene argumentando que la sola idea de
una relación de identidad entre lo psíquico y lo consciente es completamente absurdo,
debido a las evidencias que han arrojado sus propios hallazgos clínicos; “por nuestra parte,
hemos llegado al concepto de lo inconsciente por un camino muy distinto; (…) Nos hemos
visto obligados a aceptar que existen procesos o representaciones anímicas de gran energía
que, sin llegar a ser conscientes, pueden provocar en la vida anímica las más diversas
consecuencias” (Freud, 1923, p. 2702). La expresión freudiana del órgano anatómico del
alma –antes citada–, es la que mejor da cuenta de este problema entre lo consciente, lo
inconsciente, y en medio de ambos, lo corporal. Pues, ¿que sería en última instancia algo
así como un órgano del alma? Justamente El cuerpo, pero ya no el mismo cuerpo de la
medicina, o de la psiquiatría; sino que la novedad del psicoanálisis radicaría precisamente
en la posibilidad de vislumbrar un cuerpo que sería capaz de trastocar las barreras
materiales de la estructura orgánica del cuerpo biológico. La noción del síntoma histérico es
la que mejor da cuenta de este extraño hallazgo del psicoanálisis, pues, en el cuerpo de la
histérica;
La traducción de lo psíquico en lo somático, demuestra (…) la posibilidad de expresar un deseo
o un conflicto psíquico a través del cuerpo, pero de un cuerpo regido por leyes que no son los
de la anatomía, que es lo que Freud descubre muy pronto y que resume en estas palabras: «… la
histeria se comporta en su parálisis y otras manifestaciones como si la anatomía no existiera, o
como sí no tuviera noticia de ella»” (De Castro, 2014, p. 106).

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El ejemplo de Freud a este respecto es el caso de una paciente llamada Elizabeth que
posee un fuerte dolor en las piernas sin precedente fisiológico alguno, luego que su padre
murió a causa de un ataque del corazón, momento durante el cual habría permanecido de
pie durante el suceso. “A este primer «terror estando de pie» se sumarían otra cantidad de
recuerdos hasta aquel, horroroso, en el que se quedó parada, como presa de un hechizo,
frente al lecho de su hermana muerta. Freud advierte entonces acerca del enlace de los
dolores con el estar de pie” (De Castro, 2014, p. 107). El síntoma relatado por Elizabeth
parece agrupar de esta manera una historia de acontecimientos dolorosos que se han
comprimido bajo una sensación única, que es el dolor en las piernas y las escenas
traumáticas propiamente dichas que adquieren la expresión simbólica de la dolencia
psíquica en el cuerpo. De aquí justamente cuando Freud nos dice que una dolencia, en
apariencia de carácter corporal, puede ser susceptible de abarcar un conjunto de
experiencias de carácter psíquico, cuyo desenlace emocional nos advierte de la capacidad
del síntoma neurótico para disponer del cuerpo como un espacio de simbolización auxiliar:
«el cuerpo grita lo que la boca calla», según la consigna freudina. Pues, el síntoma de la
neurosis parece obedecer a la regla según la cual, lo que no puede ser representado por la
psique, el cuerpo lo toma bajo su dominio como un recurso extra del inconsciente para
elaborar lo que la mente no puede entender.
Así pues, el síntoma descubierto por el psicoanálisis parece desafiar los
presupuestos de la medicina en el que; no toda dolencia de apariencia física sería
susceptible de una explicación fisiológica, tal como la ciencia médica lo pretende. Con lo
cual, el síntoma del psicoanálisis desde los hallazgos de Freud, parece develar una
anormalidad de la medicina misma en su comprensión acerca de la naturaleza del cuerpo.
La anomalía de la medicina estaría precisamente allí donde empieza el terreno del
psicoanálisis en el desafío que le plantea de ir más allá de los límites de lo anatómico y lo
orgánico, y en el que la neurosis se asienta en todo su poder desestabilizador de las
pretensiones positivistas de la medicina. De acuerdo con Lacan –uno de los reformadores
más controvertidos del psicoanálisis–, el hallazgo fundamental de Freud desde este punto
de partida habría consistido en descubrir “«la relación problemática del sujeto consigo
mismo», una relación que Freud intuyó de entrada cuando se dedicó a escuchar a las
histéricas” (De Castro, 2014, p. 96). El psicoanálisis nos permite de esta manera, la

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visibilización de un nuevo campo entre los psíquico y lo corpóreo, en donde el síntoma
neurótico nos abre ante un panorama aún por explorar de las anormalidades que puede
ofrecer el estudio de lo inconsciente. Como diría Joyce MacDougall (1990): “ser testigos de
nuestra propia división, buscar un sentido en el sinsentido del síntoma, dudar de todo lo que
uno es: a través de todo esto demostramos ser candidatos de un psicoanálisis, precisamente
en virtud de estas cuestiones „anormales‟” (p.268).
Ahora bien, ¿cómo comprender este terreno tan turbulento de lo inconsciente, y
cómo desde allí sería posible anudar una problemática del cuerpo anormal? Para explicar
esta cuestión me gustaría proponerles el concepto de doble límite del psicoanalista egipcio
André Green, con el fin de proporcionar un esquema que nos ayude a esbozar un esqueleto
del problema. De acuerdo con Green, la composición del aparato psíquico freudiano tendría
dos niveles; por un lado, el límite vertical entre lo consciente en el piso superior y lo
inconsciente en el piso inferior (Green, 2010, p. 38); y por otro, el límite horizontal entre el
adentro y el afuera (Green, 2010, p. 38). El límite vertical es lo que se conocería como el
ámbito de lo intrapsíquico, bajo el cual vendrían a agruparse las teorías freudianas sobre la
relación entre lo consciente y lo inconsciente, y los límites que demarcarían las funciones y
las dinámicas que caracteriza a cada uno; mientras que, el límite horizontal sería el ámbito
de lo intersubjetivo sin lo cual lo psíquico no podría estructurarse, es decir, la relación con
el otro de la cual depende el vínculo ineludible entre el sujeto y el objeto del deseo. De
manera que, el doble límite estaría demarcado por el doble acceso que tendría el objeto en
ambos niveles, pues pertenece a su vez al espacio interno de los dos pisos, consciente e
inconsciente, al mismo tiempo que está presente en el espacio externo como objeto real,
como otro existente, en últimas como sujeto otro (Green, 2010, p. 38).
La relación entre sujeto y objeto estaría organizada entonces por una doble escala
que va, desde lo intrapsíquico en el sujeto a lo intersubjetivo en el objeto, y a la inversa (del
objeto al sujeto). Piénsese a este respecto en la relación entre el prisma y la luz fragmentada
en sus múltiples amalgamas pictóricas de color; por un parte, tendríamos entonces la línea
de lo intersubjetivo que va desde el exterior al interior, el rayo de luz que traspasa sobre el
prisma; y por otro, la división del objeto entre los pisos de lo consciente y lo inconsciente,
esto es, la dispersión refractiva en el que la luz blanca es descompuesta por el prisma en sus
diversas frecuencias cromáticas de color, desde la más intensa (el rojo), hasta la más débil

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(el azul). Es curioso como precisamente desde el punto de vista tópico de la división entre
consciente e inconsciente, para Freud todo aquello que es susceptible de hacerse presente a
la consciencia, no sería más que un reducto ínfimo de las energías turbulentas que operan
desde el piso inferior del inconsciente. Igual que el rojo prismático bajo el cual las
diferentes frecuencias cromáticas se degradan hasta llegar al color azul, de la misma
manera las intensas energías del inconsciente estarían dadas por una degradación
progresiva hasta acceder al suelo superior de la consciencia. Ahora bien, la relación entre
ambas escalas de lo intrapsíquico y lo intersubjetivo, estaría formada por una vinculación
dialéctica entre sujeto y objeto de la cual se pueden derivar múltiples dimensiones en el que
lo intrapsíquico y lo intersubjetivo podrían imbricarse mutuamente, dando paso de esta
manera a la posibilidad de diferentes escenarios de juegos psíquicos o de perturbaciones
neuróticas (como la histeria, la neurosis obsesivo compulsiva, la neurastenia, la fobia, etc.).
De este último punto, y volviendo al problema central en lo que refiere al cuerpo en
el psicoanálisis, el concepto de pulsión de Freud será lo que nos permitirá armar la bisagra
que articule lo somático y lo psíquico. Al momento de hablar de pulsión el concepto parece
remitirnos rápidamente a una especie de fuente energética que empuja desde el subsuelo del
inconsciente, y que se dirige a un objeto con la esperanza de una satisfacción; la pulsión
sería de esta manera la acción tendenciosa de un deseo que emerge desde lo inconsciente.
La pista la podemos encontrar una vez más en las Nuevas lecciones introductorias al
psicoanálisis de Freud, cuando nos dice que “«el camino que va de la fuente a la meta, la
pulsión adquiere eficacia psíquica»” (Green, 2010, p. 49). De acuerdo con Green, Freud
concibe la pulsión en su origen como anclada al cuerpo y dependiente de la organización
corporal que sería su fuente dinámica inicial. Ahora bien, la pulsión nunca es susceptible de
aparecer de la nada sin más, sin la evidencia de un objeto hacia el cual se inviste la pulsión
como su meta. La pulsión anclada inicialmente en el cuerpo no puede emerger sin el rodeo
que la presencia del objeto le suscita en la potencia del deseo; es decir que, sin objeto no
habría pulsión (Green, 2010).
De esta manera, la pulsión siempre se proyecta con vista a la satisfacción de un
deseo en un objeto determinado; nacida de las profundidades del cuerpo, la pulsión excita
el aparato psíquico “hacia un estado que transforma la dirección del movimiento en
intencionalidad” (Green, 2010, p. 49). Examinemos más detalladamente este punto: al

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referimos al concepto de intencionalidad desde el punto de vista psicoanalítico, debemos
tener cuidado en no confundirnos con la noción de intencionalidad propia de la
fenomenología entre, por un lado, un objeto a desvelar, y por otro, un sujeto cognoscente
como su fundamento trascendental. Por el contrario, al hablar de intencionalidad en
psicoanálisis el proceso parece ser mucho más complejo que la dimensión del sujeto
trascendental fenomenológico. Aquí la intencionalidad parece emerger más bien del
extraño escenario de un sujeto dislocado originariamente en su estructura anímica, presa del
deseo inconsciente de la energía pulsional que tiende hacia el objeto. La acción que va
desde la pulsión anclada al cuerpo hasta llegar al aparato psíquico, es precisamente lo que
da sentido y configura lo psíquico en su función mediadora entre la pulsión y la satisfacción
del deseo; “adquirir «eficacia psíquica» quiere decir estimular los recursos, sin duda muy
limitados pero existentes, de una actividad de significación” (Green, 2010, p. 50).
Es decir que, bajo el dominio de lo psíquico la pulsión es redoblada para
transformarse en actividad intencional sostenida en su origen por una significación
deseante, sin la cual no habría sujeto intencional. Lo consciente-subjetivo sería entonces
una función más de lo inconsciente-corpóreo; sin embargo, lo psíquico es lo que se encarga
de dar sentido a la fuerza de la pulsión, en la anticipación de las múltiples virtualidades en
que el movimiento del deseo migra hacia la obtención del objeto; al tiempo que la
figuración de este se amalgama a través la representación resultante de las exigencias del
cuerpo (Green, 2010, p. 66). De aquí justamente el tema de la sexualidad como el ámbito
por excelencia del lenguaje del cuerpo en el encuentro insaciable del otro, por no decir del
lenguaje mismo en la movilidad del enlace deseante de la palabra que se envuelve alrededor
del objeto, tal como nos lo dice Roland Barthes en sus Fragmentos de un Discurso
amoroso;

El lenguaje es una piel: yo froto mi lenguaje contra el otro. Es como si tuviera palabras a
guisa de dedos, o dedos en la punta de mis palabras. Mi lenguaje tiembla de deseo. La emoción
proviene de un doble contacto: por una parte, toda una actividad discursiva viene a realzar
discretamente, indirectamente, un significado único, que es „yo te deseo‟, y lo libera, lo
alimenta, lo ramifica, lo hace estallar (el lenguaje goza tocándose a sí mismo); por otra parte,
envuelve al otro en mis palabras, lo acaricio, lo mimo, converso acerca de estos mimos, me
desvivo por hacer durar el comentario al que someto la relación. (Hablar amorosamente es
desvivirse sin término, sin crisis; es practicar una relación sin orgasmo (…).) (Barthes, 1993, p.
61).

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He aquí pues en el discurso del enamorado el contenido de un vínculo-gozate al
acecho del amado; en el lenguaje del enamorado el amado es introducido bajo la forma de
los dichos del otro que dejan una huella de afecto. El sonido de las palabras desconectadas
de sentido, pero embebidas de goce; y los efectos de este goce sobre el cuerpo como una
piel que se extiende en la imposibilidad de colmar el deseo del enamorado (Goméz, 2014).
“A propósito uno recuerda inmediatamente lo que Freud decía del síntoma ya en los inicios
de su práctica; que el síntoma era una palabra impedida, detenida, que esperaba ser
«declarada»” (De Castro, 2014, p. 94). Por lo que, la pérdida del objeto amoroso en su
origen discursivo, sería precisamente el comienzo de la neurosis. No es por casualidad que
el cuerpo de la histérica sea justamente el lugar donde resuene la imposibilidad de nombrar
el deseo; ese núcleo innombrable e insoportable del deseo como el inicio del lenguaje
sintomático que se manifiesta simbólicamente en la piel de la histérica. El síntoma en su
manifestación traumática, en su irrupción anormal, no sería más que un reducto de
significación último del deseo truncado en su imposibilidad, esto es, como “un sustitutivo
de la satisfacción sexual negada” (De Castro Korgi, 2012, p. 636).
De manera que, ya sea por vía de la intencionalidad consciente o por efecto
negativo del síntoma, la pulsión es susceptible de transformarse en significación deseante, y
de aquí justamente el lugar inaugural que ocupa el Otro en el rodeo de la pulsión. Sin
embargo, sólo a través del síntoma es que la pulsión logra recobrar su fundamento, en la
evidencia de un cuerpo que se deconstruye y se deforma sobre sí mismo, en la danza del
goce traumático donde se intenta resucitar la satisfacción sexual prohibida. En la irrupción
del síntoma parece revelarse entonces una verdad, quizás mucho más real que la sola
apariencia de la enfermedad orgánica de la medicina; cual es aquel reducto pre-ontológico
ya presente en la naturaleza de la pulsión, y desfavorable al logro de su satisfacción plena,
en el que el sujeto es puesto en una la relación problemática consigo mismo (De Castro
Korgi, 2012). Como diría el filósofo esloveno Slavoj Zizek: “lo Real desierto indefinido
(X) que nunca puede ser capturado por la imagen del significado” (Zizek, 2005, p. 165).
Esto es, la presencia de un núcleo anormal en la pulsión misma que la obliga a replegarse
sobre sí y a reanudarse incesantemente en la búsqueda de su satisfacción. La apertura de lo
real en el movimiento de la pulsión se da justamente en la pérdida insustituible del objeto

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originario y que la constriñe a deambular alrededor de esta carencia esencial; pues, el
objeto jamás es accesible en su totalidad.
De manera que, la representación del objeto nunca se manifiesta al modo del
aparecer de la experiencia fenomenológica; sino más bien, en el desierto indefinido de la
ausencia que genera en el psiquismo la imagen fantasmática del objeto. El cuerpo, antes
que lo psíquico, es donde se vive la falta del objeto originario que da lugar al núcleo
anormal de la pulsión en el retorno incesante de su búsqueda, incluso en contra las barreras
de la cultura que demandan la renuncia del deseo. Sin embargo, las exigencias de la cultura
no deben tenderse meramente como una imposición externa a la coacción del deseo, cuanto
más bien como un mecanismo del aparato psíquico que proyecta en el la cultura la pérdida
del objeto en la fantasía de la coacción, es decir, como una protección simbólica que sirve
de interdicción contra la falla estructural. En este sentido, el goce imposible sería el goce
metaforizado por el Edipo en el niño; la angustia de castración como el síntoma resultante
del Edipo gana esta posibilidad de sustituir lo imposible respecto a la prohibición del goce
de la madre, esto es, lo imposible por excelencia bajo lo cual se erige el mandato de la
cultura (De Castro, 2014).
De acuerdo con Zizek (2005), esta misma función metafórica la podemos observar
en la película The Matrix, alrededor de la insistencia paranoica que genera la película
acerca de la posibilidad de una realidad alterna a la distorsión que produce la realidad
virtual de la Matrix; “como le dice Morpheo a Neo cuando le muestra el paisaje ruidoso de
Chicago: „bienvenido al desierto de lo real‟–. Sin embargo, lo Real no es la „verdadera
realidad‟ detrás de la simulación virtual, sino el hueco que hace a la realidad
incompleta/incoherente, y la función de toda Matrix simbólica sería la de ocultar esta
incoherencia” (Zizek, 2005, p. 156). Uno de los modos de efectuar este encubrimiento es
precisamente la proyección fantasiosa de la posibilidad de una realidad más real, bajo la
cual la muerte del padre Edípico representado por la Matrix permitiría la abolición de la
coacción humana sometida al mundo de las máquinas. Por lo que, uno de los logros de los
hermanos Wachowski habría consistido en lograr transformar la angustia de castración
Edípica, en toda una trama de ciencia ficción que desplaza la verdadera falla estructural de
la pulsión, hacia la proyección paranoica de la esclavización humana en el Matrix.

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Ahora bien, de aquí justamente la función que guarda el síntoma en relación con la
castración y el límite del goce; cuál es el ingenio del síntoma en burlar en parte la exigencia
de la renuncia, “de ahí que emerja como una formación de compromiso entre las dos
tendencias en conflicto: la pulsión que busca satisfacción y la defensa contra la misma” (De
Castro, 2014, p. 636). De aquí precisamente la función del síntoma histérico como un
mecanismo que permite suturar esta falta originaria; la ausencia retroactiva que opera en la
formación temporal del síntoma desde el evento traumático en la infancia, en virtud del
cual “el síntoma alcanza la estructura de una formación significante” (De Castro Korgi,
2012, p. 639). A este respecto, uno se pregunta si no es en esta misma operación retroactiva
significante del síntoma, donde se oculta el doblez necesario sin la cual no podría existir el
sujeto gramatical cartesiano, como el efecto necesario en el que se oculta la violencia que el
aparato psíquico debe ejercer contra sí mismo a costa del sacrificio del deseo (Butler, 2010,
p. 80). Lo consciente sería entonces la sombra que oculta la verdadera violencia que el
cuerpo “ejerce contra sí mismo, un cuerpo en forma espectral y lingüística que constituye la
señal significante de la emergencia de la psique” (Butler, 2010, p. 80).
En esto radica justamente lo que nos dice Joyce MacDougall (1990), a propósito de
los efectos patológicos que puede producir la normalidad sobre el cuerpo y que se
manifiesta bajo la forma de una rigidez impecable que parece transformar al sujeto en una
especie de autómata sin alteración sintomática visible (a la manera del agente Smith);
“están marcados por un sistema de pensamiento inquebrantable que confiere a su estructura
una fuerza de robot programado, la cual les permite conservar intacto su equilibrio
psíquico. Atraídos por el análisis, esos sujetos se declaran neuróticos auténticos, y por
cierto que no se equivocan” (p.265). Ciertamente que ni siquiera el agente Smith, como el
guardián defensor de la Matrix y del reino de las máquinas, es capaz de eludir la realidad
que determina a la condición humana. Esta irrupción traumática la podemos evidenciar en
el propio discurso de Smith durante el cautiverio de Morfeo en la torre de seguridad:

¿Sabías que la primera Matrix estaba destinada a ser un perfecto mundo humano? Donde nadie
sufriera, donde todo el mundo fuera feliz. Fue un desastre. Nadie aceptaba el programa. Se
perdieron cosechas entereras […]. Algunos creían que nos faltaba el lenguaje de programación
para describir tu mundo perfecto. Pero creo que como especie los seres humanos definen su
realidad por el sufrimiento y la miseria. El mundo perfecto fue un sueño del que tu cerebro
primitivo trató de despertarse. Es por eso que la Matrix fue diseñada para esto: el pico de tu
civilización (Zizek, 2005, p. 171).

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He aquí pues uno de los elementos más brillantes que los hermanos Wachowski
logran infundir sobre la trama del film, a saber qué; incluso la máquina asesina psicópata es
susceptible de comprender el rasgo irrefutable que caracteriza a la condición humana en su
falibilidad desestructurante de toda posibilidad utópica. Como diría Zizek, la figura de
Smith sería el representante del psicoanalista dentro de Matrix; “su lección es que la
experiencia de un obstáculo insuperable es la condición para que nosotros, humanos,
percibamos algo como realidad: la realidad es, en última instancia, lo que resiste” (Zizek,
2005, p. 171). Esto es, el núcleo anormal de la pulsión que resucita una y otra vez desde las
profundidades del inconsciente y que amenaza al sujeto en su identidad alienada en la
normalidad del mundo civilizado. “Esa gente demasiado-bien-en-su-piel” (p.269) –según la
expresión de Joyce MacDougall (1990)–, como los típicos autómatas del común a la
manera del hombre máquina cartesiano y bajo el caparazón de una consciencia “que se
vuelve sobre sí misma como si fuese un cuerpo replegandose sobre sí mismo, retrocediendo
con repugnancia ante la idea de su deseo” (Butler, 2010, p. 93).

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Bibliografía

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